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enero 13, 2013
En el desván había voces que hablaban de amor, sufrimiento y olvidados prodigios.
Por Joan Mills
OCULTO entre baúles y cómodas desvencijadas, en el lugar más oscuro del desván de la casa en que me crié, había un pesado arcón. En el curso de los años, las arañas lo habían engalanado con sus delicadas telas y las alas de polilla lo cubrían como pétalos. Los ratones entraban y salían a sus anchas; se fue acumulando el polvo.
Aquel terrible verano de hace muchos años, cuando empezó la prolongada y última enfermedad de mi madre, volví a la casa para desocuparla. Descubrí el arcón tras varias semanas de una labor que para mí resultó muy triste. Ansiosa de acabar cuanto antes, lo envié a mi domicilio, sin quitarle siquiera el polvo. En seguida me olvidé de él.
Hace poco, cuando ordenaba el agradable caos de mi propio desván, me topé de nuevo con el baúl y lo saqué a rastras al sol de la tarde. El polvo ennegreció mis dedos mientras arreglaba carpetas y vaciaba sobres. Luego, al leer aquellos viejos papeles, fui comprendiendo que tenía en mis manos recuerdos que ni en sueños hubiera evocado. Pertenecían a la época en que mis padres eran adolescentes y a los días en que empezaba mi propia existencia; a ese tiempo para todos misterioso.
Vi las primeras pruebas de amor: cartas frecuentes y tiernas, con que mi padre había cortejado a su futura esposa, una por cada noche que antecedió a su matrimonio.
Ella vivía en la casa de enfrente, y se conocían desde que eran niños. Fue una simple vecina hasta que la pasión la convirtió en criatura enigmática y encantadora. Con pluma impaciente él le comunica su alegría, su asombro, sus grandes planes y esperanzas. Sus pensamientos son todos para ella, y sólo a ella los confía.
Encuentro el acta de matrimonio atada con una cinta y, junto al documento, los recuerdos de un viaje de bodas que no duró más de 48 horas: un programa de teatro, la minuta de un restaurante, una rosa conservada en papel de China. He aquí el recorte de un periódico: "Famosa bailarina revela su casamiento". A continuación la noticia enumera y elogia los logros de la desposada como maestra de escuela, bailarina y cantante profesional. ¡Entre líneas, mi padre resulta ser un hombre irresistible! ¡Forman una pareja estupenda!
De varias carpetas abultadas caen vestigios de la carrera artística que mi madre se complacía en recordar: música impresa del decenio de 1920 a 1929; apuntes de coreografías; fotos en papel lustroso, donde aparece garbosa en traje para bailar el zapateado, o romántica en atuendo de gasa; programas y galardones. En un retrato, baila sola en escena, luciendo un rostro radiante y unas piernas hermosas. Mi imaginación completa el cuadro: la música, los aplausos, y la satisfacción que se impone a su modesta reverencia.
Suspiro y tomo otro manojo de cartas y una fotografía que me intriga. Mi madre sostiene en brazos a una criaturita. No la reconozco. Las cartas expresan sentidas condolencias. Se trata, entonces, de mi hermana mayor, muerta de pulmonía a las tres semanas de nacida. La realidad de su existencia se adueña de mí, como si toda mi vida la hubiera echado de menos.
Y luego yo misma entro en escena, en las diversas etapas de mi infancia. Allí estoy, recostada en unos cojines, o saltando sobre las rodillas de mi padre, o en el campo, rodeada de varias generaciones de la familia. Jugueteo con unos cachorritos, o abro en la arena un túnel que según yo llegará a China. Sentados cerca de mí, y tomados de la mano, mis padres me observan con cariño.
Doy entonces con otro enigma: fotografías en color sepia de granjeros flacos con sus rollizas esposas, y niños encaramados en lo alto de varias carretas. ¡Baviera! Son los familiares de mi abuela materna, los que se quedaron en el viejo continente. Examino sus rostros, y encuentro unos ojos semejantes a los míos, y una boca igual a la de mi hijo. Mi abuela, oriunda de Alemania, se crió en Massachusetts. Poco después de nacer yo, mi padre veló por ella en su agonía. Ahora la conozco en su juventud, y veo al apuesto muchacho irlandés, con quien se casó en 1896. Eran tiempos difíciles. Por las cartas me entero de que el abuelo se fue a Nueva York, cubierto sólo con un abrigo delgadísimo, en busca de trabajo. No lo encuentra. Está enfermo, y aún no advierte que su muerte se aproxima.
Sin embargo, el 23 de diciembre de 1898, escribe a su joven esposa y no logra disimular sus temores, la necesidad de estar cerca de ella, y la grave responsabilidad que siente pesar sobre él. De nuevo se ha marchado de casa, pero esta vez a un sanatorio para tuberculosos. "¡El aire de este lugar es magnífico!" le dice, tal vez con la intención de infundirle esperanzas.
"Querida", agrega, "te adoro y te extraño. Pronto regresaré al trabajo y podré ver por ustedes... Ruego a Dios que ampare a ti y a mi hijita. Tu devoto esposo, John". Diecinueve días después, apenas cumplidos los 22 años, falleció en la soledad. Sola también, su viuda se echó a cuestas la tarea de criar a mi madre. Y la supo cumplir.
Después, rompiendo la secuencia de los hechos, me interno en la infancia de mi padre. La granja de mis abuelos se levanta solitaria en una modesta parcela; con parecida austeridad, mis ascendientes paternos, ambos escoceses, aparecen de pie en el porche. Cerca encuentro las calificaciones escolares de mi padre, todas sobresalientes. En las fotos parece ser el menos atractivo de sus compañeros; un chico precoz y modesto, de mirada intensa y ropa llena de remiendos... diferente de los demás.
Sin poder precisar si me siento madre o hija, leo un diario personal que inició a los 17 años. Embriagado por la aventura que vivía, se marchó de casa y encontró un trabajo que le proporcionaba siete dólares a la semana; además, estaba estudiando en la Universidad de Boston. A mediados del invierno, ya no tenía zapatos, y en vez de comprar una manta, gastó el dinero en libros. Para engañar el hambre, bebía agua. Cierta página, en que celebra su descubrimiento de los grandes poetas, concluye: "Hoy no he comido".
Aquella aventura fracasó. "Tendré que instruirme a mí mismo", escribe con arresto.
Y a continuación vino mi mayor sorpresa. Cuando joven, con un lápiz en el bolsillo y una credencial de periodista en la cinta del sombrero, mi padre trabajó de reportero y redactor en algunos de los diarios más populares del este del país. Nunca había leído ni uno de sus reportajes, y aquí hay docenas. Voló con algunos pioneros de la aviación; ascendió en un globo al que se le escapaba el gas; entrevistó a gobernadores, a ancianos, y a homicidas. Aunque tuvo que hacerlo a toda prisa, escribió brillante e ingeniosamente de asuntos jurídicos, historia, ciclones y almas excéntricas. ¡Era toda una maravilla!
Bajo unos amarillentos recortes de periódico descubro otro paquete. Es evidente: siempre que mis padres se separaban por más de un día, se enviaban misivas. Los une la risa, la mutua admiración, las discusiones, la ternura y las penas. Mis hermanos, los hijos varones que ambos tanto anhelaron tener, murieron en la infancia, como mi hermana. Mi madre nunca quiso hablarme de aquellas tragedias, pero cierta vez, mi padre me abrazó y soltó el llanto.
Empieza a oscurecer. Recojo todo y lo vuelvo a acomodar. Me siento aturdida. Soy el último depositario de los recuerdos familiares. Aquel muchacho afanoso, elocuente y sensible, mi padre, murió hace ya muchos años. Mi madre envejeció en un sanatorio particular, convencida de que cada día que pasaba era un día de gozo. Le hacían compañía unos cuantos fragmentos de su pasado: más que nada, canciones de revistas musicales que solía cantarme con una voz que hasta su muerte fue entonada. Por ejemplo:
Abrígate bien, amor,
y si sales, ten cuidado,
pues sopla un viento invernal; ¡eres mi ser, adorado!*
*De You Belong to Me, © 1928 por DeSylva, Brown & Henderson, Inc., © renovado, transferido a Chappell