EL HURACÁN CÓSMICO (James Graham Ballard)
Publicado en
enero 13, 2013
Traducción de FRANCISCO CAZORLA OLMO
E. D. H. A. S. A.
TÍTULO ORIGINAL EN INGLÉS:
THE WIND FROM NOWHERE
Depósito legal: B. 37.414-1966 • N. Rgtro.: 6.722 66
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Scan: Rodrigo; Corrección: Akydes
Capítulo I
LA LLEGADA DEL POLVO
El polvo llegó primero.
Donald Maitland lo apercibió cuando volvía en el taxi desde el aeropuerto de Londres, tras una inútil espera de cuarenta y ocho horas para haber efectuado su vuelo de la «Pan-American» hacia Montreal. Durante tres días, ni un solo aparato había podido despegar. Las condiciones meteorológicas se habían mostrado caprichosas y persistentes; una nubosidad del cien por cien, en un techo de 700 pies, junto con una turbulencia de superficie totalmente fuera de lo corriente, además de vientos terribles que casi alcanzaban la fuerza de un huracán, barriendo todos los caminos y haciendo intransitables todos los medios de comunicación, habían sido la causa.
El enorme edificio terminal del aeropuerto y la gran cantidad de refugios de acero existentes tras él, se hallaban llenos a rebosar con dos mil personas, pasajeros detenidos en sus vuelos y formando enormes colas sobre sus equipajes, tratando de hallar algún sentido en aquella barahúnda de noticias contradictorias de órdenes y contraórdenes respecto a sus vuelos por efectuar.
Algo entrevisto en la enorme confusión existente en el aeropuerto, advirtió a Maitland de que muy bien podrían transcurrir otros dos o tres días antes de poder realizar el vuelo previsto y proyectado al Canadá. Volvía ya cansado de una cola de 300 personas, la mayor parte de las cuales eran maridos esperando a sus esposas. Finalmente, tomó algo de comer, recogió sus dos maletas, se entreabrió paso como pudo entre la muchedumbre y la policía del aeropuerto y pudo saltar a un taxi disponible.
La vuelta a Londres le deprimió. Le llevó media hora salir del aeropuerto, encontrando después que el Great West Road1 era un atasco sin fin. Su partida de Inglaterra, largo tiempo pensada y planeada, culminación de una búsqueda sin fin en una serie de investigaciones, para no hablar de las dificultades profesionales inherentes a sus trabajos en el Hospital del Estado de Middlesex, le habían producido asimismo un estado de decaimiento, mucho más irritante todavía por haberse entregado a tales trabajos sin habérselo dicho a Susan.
1 La gran autopista oeste. (N. del T)
2 Como es sabido, en Inglaterra se conduce por la izquierda y el volante de los coches queda a la derecha (N. del T.).
3 El gran aeropuerto de París. (N. del T.)
4 NBC. National Boradcasting Corporation. Una de las más potentes cadenas de emisoras de Radio de los Estados Unidos. (N. del T.)
5 La residencia tradicional del Primer Ministro de la Corona Británica, en Londres. (N. del T.)
6 Royal Navy. La Armada Real Británica. (N. del T.)
7 KEOPS. Faraón del Antiguo Egipto, que vivió en el siglo xn antes de Cristo, fanático cruel y megalómano príncipe que confiscó todos los bienes de sus subditos, haciendo trabajar como esclavos a todos los hombres disponibles de su pueblo, para erigir la Gran Pirámide de Gizeh, que con las de Kefren y Micerino aún subsisten casi íntegras en las proximidades de El Cairo. (N. del T.)
8 La mansión de los muertos de la mitología escandinava. Es también el paraíso de Odín, donde moraban los héroes muertos en los combates, quienes, curados milagrosamente de sus heridas, compartían con el dios el hidromiel escanciado por las valquirias. El compositor Richard Wagner se inspiró en estas leyendas para sus más bellas composiciones de ópera, tales como «Las Walkirias», «El ocaso de los dioses», «Tanhauser» y otras. A esto se refiere el autor. (N. del T.)
No es que ella se hubiese sentido particularmente trastornada. En la casita junto a la playa, en Worthing, donde pasaba el verano, las noticias no habrían sido probablemente nada más que una excusa para otra fiesta. Sin embargo, Maitland había esperado que la última y tranquila carta recibida de Vancouver en tono resignado, le hubiera transmitido alguna sensación de preocupación por parte de Susan. Había esperado que incluso el más obtuso de los amigos de la chica lo hubiera notado y que él hubiese proporcionado la sensación de ser algo más que una diversión privada.
Ahora, sin embargo, el placer de aquella carta tendría que ser diferido. De todas formas, reflexionó Maitland, era una pequeña parte solamente del gran sentimiento de alivio que había experimentado desde que tomó la decisión de dejar Inglaterra. Conforme el taxi enfilaba el tráfico de Hounslow, observó el color gris terroso de los edificios y comercios de la zona que atravesaba y la silueta infernal de aquella baja y oscura nube que lo envolvía todo. Eran sólo las cuatro, pero ya estaba oscurecido y la mayor parte de los coches llevaban las luces encendidas. La gente que transitaba por las aceras se había subido el cuello de sus chaquetas para resguardarse del viento cargado de arena, que daba el aspecto a aquel día de junio, como el estar a mediados de otoño.
Con la mano en la mejilla, Maitland se asomó por una ventanilla del taxi, leyendo los encabezamientos de los periódicos que se azotaban al aire como banderas en los puestos de Prensa.
EL QUEEN MARY EMBARRANCADO
CERCA DE CHERBURGO
Fuertes vientos impiden su salvamento
Un gran número de los pasajeros que debían haber tomado el gran trasatlántico en Southampton habían estado en el aeropuerto, según recordó Maitland en aquel momento; pero la gran nave se hallaba con cinco días de retraso en su travesía del Atlántico, habiendo sufrido tremendos vientos y oleajes parecidos a una valla de acero en su marcha. Si como al parecer estaba ocurriendo, la gran nave estaba tratando de desembarcar a los pasajeros, parecía hallarse en graves dificultades.
La ventanilla del taxi, estaba ligeramente abierta por encima. En el ángulo existente entre la base y el borde superior, Maitland pudo apreciar que se iba formando un sedimento de un polvo marrón en su parte más baja, de casi un cuarto de pulgada de espesor. Curioso, recogió unos granos que restregó entre los dedos. A diferencia del polvo propio de los detritus sedimentados del área metropolitana de Londres, aquellos granos eran agudos y cristalinos, con un color característicamente rojo marrón.
Llegaron hasta Notting Hill, donde el tráfico, en su inmenso torrente, se aflojó para rodear a un grupo de trabajadores que se hallaban dedicados a desmembrar un enorme olmo echado a tierra por la fuerza del viento. El polvo yacía en capas espesas contra las piedras del bordillo de las calles, en las fachadas de la parte baja de las casas, dando el aspecto que toda la calle hubiera sido el lecho arenoso de cualquier torrente seco de una montaña.
En Lancaster Gate, se dirigieron hacia Hyde Park y rodaron lentamente a través de los árboles rotos en su mayoría, encontrados en el camino hacia Knights-bridge. Al cruzar por la Serpentine se dieron cuenta de que se habían erigido unos rompeolas en el extremo lejano del lago; unas grandes olas coronadas de blanca espuma de un pie de altura, rompían contra las empalizadas de madera, comenzando a causar una catástrofe con una o dos embarcaciones estrelladas en las casas de botes de la parte norte del lago.
Maitland descorrió el cristal que le separaba del conductor, al pasar por Duke of Edimburgh Gate. El viento soplaba tan fuerte en su cara, que se vio obligado a gritar:
—¡Veintinueve, Lowndes Square! ¡Parece como si por aquí hubiera soplado bien el aire!
—¡De firme, señor! —gritó el taxista como respuesta—. He oído que la Torre de la Televisión ha desaparecido arrastrada por el aire. La torre de Crystal Palace se vino abajo esta mañana. Se supone que el viento soplaba a doscientas millas por hora.
Haciéndole un gesto de simpatía, Maitland pagó al taxista al abandonar el coche y se dio prisa a través de la desierta acera, para refugiarse en el vestíbulo de un bloque de apartamientos.
El apartamiento había sido de Susan antes de su matrimonio, siete años antes, pagando ella todavía la renta. Lo tenía como cosa útil para cuando venía a Londres en cualquiera de sus visitas por sorpresa. Para Maitland era una ganga, ya que le servía, en su intimidad, como un hotel barato. (La investigación de la destilación de petróleo o de un nuevo insecticida le habría proporcionado una paga como la de un director ya maduro; pero las investigaciones en la genética de los virus —el mecanismo de la propia vida— aparentemente merecía poco más que el trabajo de cualquier ayudante sin graduarse todavía.) A veces, ciertamente, se consideraba afortunado por haberse casado con una rica neurótica. En un sentido, tenía lo mejor de ambos mundos. Indirectamente ella y su círculo de busca-dores de placeres, hacían una mayor contribución al avance de la ciencia pura de lo que ellos mismos suponían.
—¿Ha tenido un buen viaje, Mr. Maitland? —le dijo al saludarle el portero mientras entraba. Se hallaba ocupado en barrer con una escoba de largo mango aquel polvo rojizo cristalino acumulado en el suelo y bajo las rejillas de los radiadores.
—Ah, excelente; gracias —le contestó Maitland.
Dejó sus dos maletas en el elevador y tocó el botón correspondiente al décimo piso, esperando que el portero no se diera cuenta de la discrepancia del panel indicador que, en forma de arco, existía sobre el ascensor. Su apartamiento estaba en el noveno, pero en su camino al aeropuerto había presumido optimistamente que nadie se hubiera dado cuenta. Había encerrado las dos llaves en un sobre y lo había deslizado en el buzón para que lo encontrase el encargado de la limpieza semanal.
Se detuvo en el décimo y llevó sus maletas a través del estrecho corredor, alrededor del elevador y hacia un pequeño cuarto de servicio que daba a la escalera. Por una ventana se tenía acceso a la escalera de escape contra incendios, que zigzagueaba el muro trasero del edificio y que en cada ángulo daba acceso a la cocina de cada uno de aquellos apartamientos.
Arreglándoselas como pudo, Maitland llegó hasta el lugar correspondiente. Como todas las escaleras de escape contra incendios, aquélla estaba especialmente diseñada para evitar que los ladrones y salteadores tuviesen acceso a los apartamientos y sólo de forma secundaria, para que los ocupantes pudiesen escapar, llegado el momento. Unas pesadas puertas de siete pies de altura se habían erigido en cada descansillo. Maitland luchó contra aquel viento terrible, a través de la oscura pared del bloque de apartamientos, observando las luces existentes en los superiores a donde se hallaba, forcejeando con el viejo cerrojo de muelles. Los nueve pisos inferiores, que daban al patio interior, mostraron que el edificio estaba desierto. Rachas de aire cargadas de polvo, hacían ondular la sencilla lámpara del patio.
Finalmente, saltando el cerrojo, entró en el interior, cerrando la puerta tras él. Una estrecha galería de cemento bordeaba la sección trasera de aquel apartamiento y se encaminó pasando las oscuras ventanas hacia la puerta del extremo opuesto, donde se hallaban la sala de estar y el dormitorio. Bajo sus pies, notó una leve capa de polvo, y sintió en la cara los impactos de las incontables partículas cristalinas de aquella maldita sustancia arrastrada por el viento.
Lo había cerrado todo antes de salir, pero una de las ventanas de hojas permanecía sin haberse asegurado lo suficientemente, desde que Bobby de Vet, un enorme futbolista sudafricano y que había perseguido tenazmente a Susan durante un viaje de cinco años antes, había caído contra ella, borracho, durante una fiesta.
Bendiciendo al ausente De Vet por su previsión del futuro, Maitland se inclinó y lentamente tiró del fondo de la ventana hasta poder abrir la falleba. Abriéndola, pudo entrar en el cuarto de estar.
Antes de haber dado tres pasos por la estancia, alguien le agarró fuertemente por el cuello y le hizo perder el equilibrio. Cayó sobre sus rodillas y al mismo tiempo que se encendían las luces, apareció Susan con la mano en el interruptor de la pared, junto a la puerta.
Maitland trató de despegarse de la figura existente tras él, para ver a la recia figura de un hombre joven vestido para cenar, con una amplia mueca en su rostro, apretándole el cuello con todas sus fuerzas.
Dejando escapar dolorosos gemidos, Maitland se sentó sobre la alfombra. Susan se le aproximó con su vestido negro de fiesta sin hombros, moviéndose graciosamente mientras caminaba.
—Buuú... —le dijo en voz alta, formando con la boca un capullo de un vivido rojo.
Molesto por aparecer de una forma tan tonta, Maitland apartó de un golpe la mano que todavía tenía en el cuello y se puso en pie.
—¡Vaya, pues si es el profesor! —exclamó el joven—. Espero no haberle hecho daño, Don.
Maitland se estiró la chaqueta y trató de ponerse en su lugar el nudo de la corbata que había quedado reducido al tamaño de un guisante.
—Lamento haber entrado de esta forma, Susan —dijo—. He debido asustarte. Me temo que perdí mis llaves.
Susan sonrió y después se dirigió hacia un tocadiscos, sobre el cual estaba el sobre que Maitland había dejado caer en el buzón, con las llaves.
—Oh, las encontramos para ti, querido —le dijo—. Cuando comenzaste a forcejear en la ventana, tratamos de saber quién sería y tú aparecías tan grandote y peligroso que Peter pensó no debíamos corrernos riesgos.
Maitland reconoció en el joven a Peter Sylvester, un futuro corredor automovilista. Sylvester se apartó de ellos y se apoyó en un sillón dejando escapar una risita entre dientes, como para él mismo. Maitland se dio cuenta de la existencia en el bar de una garrafa medio llena, media docena de vasos sucios distribuidos por la habitación y algún otro desorden. Parecía como si Susan hubiera estado allí sólo por aquel día, como mucho.
Maitland había dejado de verla hacía tres semanas, cuando hubo ella dejado el coche para que lo lavasen en el garaje de la planta baja y había subido al apartamiento para utilizar el teléfono. Como siempre, aparecía feliz y resplandeciente, desligada de la monotonía de la vida que se había elegido por sí misma. Hija única de un riquísimo magnate armador, permaneció como una escolar hasta después de los veinte años.
Maitland la había encontrado en la zona de tránsito existente entre aquella época y la presente fase. Al menos, y con aquella idea se consolaba, había gozado más tiempo que nadie de los encantos de Susan. La mayor parte, habían quedado descartados pasadas las primeras semanas. Por dos o tres años, habían sido razonablemente felices; Susan haciendo cuanto podía por intentar comprender algo de los trabajos de Maitland y él, tratando de ser amable y comprensivo. Pero gradualmente, ella descubrió que el gran fondo de dinero con que su padre la había dotado, le proporcionaba mejores cosas en una interminable sucesión de fines de semana en la Riviera. Gradualmente también, Maitland la había ido viendo menos y menos frecuentemente, y por la época en que ella se fue a Worthing, el divorcio espiritual y el abismo abierto entre los dos, era un hecho definitivo.
Ahora, ella tenía treinta y dos años, habiéndose dado cuenta Maitland de que se había introducido en su personalidad, una nota menos agradable. De pequeña estatura y de cabellos oscuros, su piel aún aparecía tersa y clara como había estado diez años antes; pero los ángulos de su rostro habían comenzado a mostrarse más duros, y sus ojos más sombríos. Era también menos confiada, algo más aguda en sus cosas; el amigo acompañante del momento, estaba más controlado que de costumbre y probablemente alejado con mayor anticipación que los anteriores. Lo que Maitland temía realmente, era que Susan decidiese súbitamente volver a él y volver a revivir el espantoso modo de vivir de los meses anteriores a su separación amistosa, un período que era mejor olvidar.
—Me alegro de volver a verte, Susan —le dijo, besándola en la mejilla—. Creí que todavía estarías en Worthing.
—Allí estábamos —repuso ella—, pero el viento no nos dejaba vivir en estos días. El mar bate sobre la playa constantemente y con un ruido tan espantoso que no hay quien pueda soportarlo.
Y Susan comenzó a deambular por la estancia, fijando su mirada distraída sobre las estanterías repletas de libros. Con cierto resquemor, Maitland comprobó lo que ocurriría si ella se daba cuenta de la serie de libros que había empaquetado para llevárselos. El tocadiscos era de Susan y allí había quedado; pero la mayor parte de los discos le habían sido regalados por él. Afortunadamente ella no los había pasado jamás.
—Hay unas olas tremendas en todo el mar —comentó entonces Sylvester—. Han cerrado todos los grandes hoteles, poniendo sacos de arena en las ventanas. Esto me recuerda los raids de la guerra cuando lo de Dieppe.
Maitland asintió con la cabeza, acordándose de que con toda seguridad aquel pollo jamás habría estado en Dieppe. Aunque tal vez pudiera, ya que para ser corredor automovilístico y tomar parte en carreras de peligro, es preciso, al menos, algún nervio y hombría.
Estaba imaginando la forma de marcharse de allí, cuando apareció Susan con una hoja de papel mecanografiado en la mano. Había identificado la cabecera impresa en rojo de la carta, cuando ella dijo:
—¿Y qué hay de ti, Donald? ¿Dónde has estado?
Maitland hizo un gesto vago con la mano.
—Nada realmente interesante. Una pequeña conferencia leída.
Susan asintió con la cabeza.
—¿En el Canadá? —preguntó con calma.
Sylvester se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, recogiendo la botella de licor, al paso.
—Bien, os dejo para que os conozcáis el uno al otro mejor. —E hizo un amplio gesto de comprensión hacia Maitland.
Susan esperó hasta que se hubo marchado.
—Encontré esto en la cocina. Parece ser del «Canadian Pacific». Siete piezas de un solitario equipaje en ruta hacia Vancouver. —Y miró a Maitland—. Seguido, presumiblemente, por un marido también solitario...
Susan se sentó en el brazo de un sillón.
—Supongo que éste es un viaje de ida, en una sola dirección, Donald.
—¿Te importa realmente? —preguntó Maitland.
—No, es sólo pura curiosidad. Supongo que todo esto ha sido planeado con un gran cuidado, ¿verdad? No pones la dimisión en Middlesex y te diriges a comprarte un billete de avión. ¿Es que tienes algún empleo en Vancouver?
Maitland afirmó con un gesto.
—Sí, en el Hospital del Estado. He transferido mi plaza pensionada. Créeme, Susan. Lo he pensado cuidadosamente. De todos modos, y perdona que te lo diga, la decisión no te afecta mucho, ¿no es cierto?
—Ni una jota. No te preocupes. No estoy tratando de retenerte. No daría un comino por ello, con franqueza. Es en ti en quien estoy pensando, Donald, no en mí. Me siento responsable de ti, aunque esto suene a disparate. Estoy pensando si debería dejarte ir. Para que sepas, Donald, has ido poco a poco dejándome arrastrar por tu trabajo, ¿no es cierto?
Maitland se encogió de hombros.
—En un sentido, sí. Sin embargo, ¿en cuál?
De repente, se oyó el estampido de cristales rotos y la ventana de hojas abierta de par en par. Una violenta racha de viento levantó infladas las cortinas hasta el techo, arrastrando con ellas una lámpara y trazando sobre las paredes un remolino de luces. La fuerza del aire obligó a Maitland a arrastrarse sobre la alfombra. En el exterior, se apercibía el ruido disonante de un continuo traqueteo de puertas y ventanas. Maitland se dirigió hacia adelante, recogió las cortinas y consiguió volver a cerrar la ventana. El viento las empujaba con una tremenda fuerza, aparentemente procedente de levante con casi la fuerza de una galerna, haciendo combarse la mitad de la estructura de las bisagras. Movió el aparador situándolo frente a las puertas y después arregló la lámpara.
Susan estaba en pie cerca de la alcoba y junto a la librería con el rostro tenso, tocando ansiosamente uno de los vasos vacíos con sus nerviosos dedos.
—Así ha ocurrido en Worthing —dijo ella con calma aparente—. Algunas de las hojas de vidrio de la plataforma para tomar el sol junto a la playa saltaron y el viento las hizo estallar realmente. ¿Qué crees tú que significa eso?
—Nada en especial. Es la clase de mal tiempo que suele encontrarse en medio del Atlántico la mitad del año. —Recordó entonces la habitación de tomar el sol sobre la playa, como una burbuja de paneles de cristal que formaban una prolongación al final de una de las dos habitaciones gemelas de la villa costera y que virtualmente era lo más importante de la residencia veraniega—. Pues tuviste suerte de no haber resultado herida por ningún cristal. ¿Qué hiciste respecto a esos paneles rotos?
Susan se encogió de hombros.
—No hicimos nada. Aquélla fue la dificultad. Dos de ellos, arrancados súbitamente y después, diez más. Antes de que pudiéramos movernos en cualquier sentido, el viento soplaba en derecho como un tornado.
—¿Y qué hizo Sylvester? —preguntó Maitland sarcásticamente—. ¿No pudo poner sus hombros de atleta y protegerte como un escudo de la tempestad?
—Donald, es que no comprendes. —Y Susan se aproximó a él. Parecía haber olvidado el diálogo precedente—. Era algo absolutamente aterrador. No era algo tan terrible como aquí en la ciudad; pero allá, a lo largo de la costa, el oleaje se lanzaba contra la villa de frente, hasta borrarla del mapa. Por eso nadie pudo venir a ayudarnos tampoco. Hay trozos de cemento del tamaño de esta habitación que se mueven de un lado a otro entre las olas. Peter tuvo que ir en busca de un granjero, quien por fin pudo sacarnos por el campo en su tractor.
Maitland consultó su reloj de pulsera. Eran las seis en punto, hora todavía buena para encontrar hotel donde pasar la noche, aunque se preguntó si sería posible en todo Londres, en semejantes circunstancias.
—Es extraño —comentó él.
Y comenzó a dirigirse hacia la puerta; pero Susan le interceptó el paso, con el rostro tenso y sus largos cabellos tirados hacia atrás, mostrando la despejada frente.
—Donald, por favor. No te vayas todavía. Estoy muy preocupada. Y además, todo este polvo...
Maitland lo observó sobre la alfombra, filtrándose a medida que caía entre la amarilla luz del ambiente, como procedente de una nube que les envolviese por todas partes, incluso en el interior.
—Yo no me preocuparía, Susan —dijo Maitland—. Esto pasará pronto.
Le dirigió a Susan una débil sonrisa de circunstancias y se encaminó a la puerta. Ella le siguió un instante y después sé detuvo, observándole en silencio. Al dar la vuelta al tirador, él comprobó que ya había comenzado a olvidarla, que su mente se alejaba de todo contacto con ella y que se perdían en el olvido todos sus recuerdos.
—Te veré en alguna ocasión —le dijo a Susan, por decir algo.
Después, le hizo un vago gesto de despedida con la mano y se encaminó hacia el corredor, cerrando la puerta en el momento en que captaba una rápida mirada de ella, con sus largos cabellos y sus ojos volviéndose hacia el bar.
***
Recogió sus maletas del cuarto de servicio del piso de arriba y tomó el elevador, descendiendo hasta el vestíbulo y solicitando del portero que llamase a un taxi. Las calles estaban vacías y aquel polvo rojizo invadiéndolo todo, habiendo depositado ya una espesa capa de un pie sobre la hierba de los jardines de la plaza y contra los muros de la parte opuesta. Los árboles se retorcían y crujían bajo el impacto del viento. Infinidad de tallos y de pequeñas ramas habían sembrado literalmente todo el pavimento de la calle. Mientras llegaba el taxi, telefoneó al aeropuerto de Londres y tras una larga espera, se le informó de que todos los vuelos habían sido suspendidos indefinidamente. Se estaba devolviendo el importe de los billetes y pasándose instrucciones de que las nuevas solicitudes de reserva se harían en fecha que se anunciaría previamente.
Maitland había cambiado todo su dinero excepto unos cuantos billetes de a libra, en dólares canadienses. Más bien que preocuparse en recambiarlo, se las arregló para pasar uno o dos días antes de poder obtener su pasaje en uno de los trasatlánticos, con un íntimo amigo llamado Andrew Symington, ingeniero electrónico, empleado en el Ministerio del Aire.
Symington y su esposa vivían en una casita en Swiss Cottage, y mientras Maitland se abría paso en el taxi, trabajosamente y con lentitud a través del tráfico de Park Lane —el viento de levante, había transformado las calles laterales en corredores de aire de alta presión que se aplastaban contra las filas de coches, obligándoles a una moderada velocidad de quince o veinte millas a la hora—, trató de imaginar qué cara le pondrían los Symington cuando descubriesen que su partida para el Canadá, tan largamente esperada, había sido demorada repentinamente.
Andrew le había advertido que no abandonase sus años de trabajo en Middlesex, sólo por escapar de Susan y el sentimiento de fracaso en sus implicaciones con ella. Maitland, permanecía sentado con calma en el asiento posterior del taxi, mirando el reflejo de su propia figura en el panel de cristal separador de la parte delantera, la del chófer, y pensando hasta dónde su amigo Andrew había estado en lo cierto. Por su fisonomía, ciertamente que parecía ser la clase de hombre radicalmente opuesto al del individuo emocional y de temperamento cicloide. Alto y ligeramente encorvado, tenía un rostro enjuto y firme, de enérgicas y fuertes mandíbulas. De tener alguna cualidad especial, probablemente sería la de predominar en él su firmeza en las resoluciones y el ser demasiado inflexible, víctima tal vez de su temperamento racional, viéndose a sí mismo con la lógica que aplicaba en su propio laboratorio a sus investigaciones científicas. Hasta dónde todo aquello pudo haberle hecho feliz era muy difícil de precisar...
Delante, sonaron unas bocinas y los coches fueron aminorando la marcha en ambas calzadas de tráfico. Un momento después, cayó del aire una rueda catalina de luces chisporroteantes sobre la calzada y delante del taxi que ocupaba.
Frenando súbitamente y sin el menor aviso, Maitland se sintió impulsado hacia adelante, golpeándose terriblemente la mandíbula sobre el cristal separador. Al volver a su posición primitiva, apretándose la cara con las manos, una vivida cascada de chispas eléctricas comenzó a saltar del techo del taxi. Un cable de conducción de energía eléctrica, arrancado por la fuerza del viento, tras haber flameado al aire como una bandera, había caído sobre el coche formando un arco por la acción del viento huracanado de las calles laterales.
Atacado de pánico, el chófer abrió la portezuela derecha junto al volante, para salir fuera2. Pero antes de que pudiera tenerse en pie, el viento arrancó la puerta de cuajo, tirándole por el suelo. Trató de incorporarse junto a la rueda delantera, mientras flameaban al viento los faldones de su abrigo. Los chisporroteantes cables caídos sobre el techo, cayeron sobre él como un enorme látigo fosforescente.
Todavía con la cara sujeta con las manos, Maitland salió fuera del taxi retirándose hacia la acera, mientras observaba cómo los cables se movían atrás y adelante por todo el vehículo. El tráfico se había detenido y una pequeña multitud se había agrupado entre los coches parados, mirando a una distancia segura las chispas que arrojaban los cables en cataratas de fuego por toda la calzada, rociando el retorcido cuerpo del conductor caído.
***
Una hora más tarde, cuando por fin pudo llegar hasta la casa de los Symington, el golpe recibido en la cara le había inflamado la parte izquierda. Suavizándose la inflamación con una bolsa de hielo, permaneció sentado en un sillón de la sala de estar, tomándose a cortos tragos un vaso de whisky y escuchando el rugido del viento que tamborileaba en las persianas de madera de las ventanas.
—Pero hombre... Dios sabe si tendré que hacer todavía declaraciones en el sumario que se incoe. Debería estar embarcado dentro de un par de días.
—Me temo que no —le dijo Symington—. No hay un solo barco en el Atlántico por el momento. El Queen. Elizabeth y el United States han vuelto a Nueva York hoy mismo, cuando sólo se encontraban a cincuenta millas del puerto. Esta mañana un petrolero gigante ha naufragado en el Canal y no disponemos de un avión o de otro medio para tratar de rescatarlo o ayudarlo.
—¿Cuánto tiempo se mantendrá todavía este viento? —preguntó Dora Symington. Era una chica de oscuros cabellos, regordeta y de agradable aspecto, que esperaba su primer hijo.
—Seguramente una quincena —repuso su marido, sonriéndole afectuosamente—. No te preocupes, cariño. No va a estar siempre así.
—Bien, espero que no —repuso su esposa—. Ni siquiera puedo salir a dar un paseo, Donald. Y además, está todo tan sucio...
—Con este polvo, así es, Dora —repuso Maitland—. Es algo realmente curioso.
Symington asintió con un gesto, observando las ventanas pensativo. Era diez años mayor que Maitland, un hombre de más bien corta estatura, bastante calvo y de ojos inteligentes.
Tras haber charlado una media hora, ayudó a su esposa a irse a la cama y después a hacerle compañía a Maitland, cerrando las puertas y afirmándolas con trozos de fieltro.
—Dora está próxima a dar a luz —dijo a Maitland—. Es una lástima que tenga ahora que sufrir estos sobresaltos.
A falta de Dora, Maitland se dio cuenta de lo vacía que parecía estar la habitación y comprobó que todos los objetos de decoración y la cristalería de los Symington, al mismo tiempo que toda una pared llena de libros, habían sido empacados y sacados de la estancia.
—¿Os cambiáis de casa? —preguntó señalando las estanterías vacías de libros.
Symington denegó con un gesto.
—No, es sólo por tomar algunas precauciones. Dora dejó la ventana del dormitorio ligeramente entreabierta esta mañana y un espejo arrastrado por el viento, a poco la guillotina. Si el viento se hace algo más fuerte todavía, arrastrará cosas mucho más pesadas.
Algo llamó la atención de Maitland en el tono de la conversación de Symington.
—¿Acaso se espera que el viento se haga más fuerte aún?
—Bien, como cosa interesante, te diré que va creciendo en la proporción de unas cinco millas por hora, cada día. Por supuesto, esto no habrá de continuar indefinidamente a semejante escala gradual, o seremos todos barridos de la faz de la tierra, literalmente hablando. No podemos imaginar cuándo comenzará a decrecer, sólo porque se nos acabe la paciencia. —Y volvió a llenarse un vaso de whisky con agua, sentándose después frente a Maitland, examinando el golpe que éste último había recibido en la cara. El golpe le había creado un hematoma que iba desde la mejilla hasta la sien.
Maitland seguía escuchando el rítmico golpear de las contraventanas dentro del atronador ruido del viento. Comprobó que se había preocupado demasiado con su abortado intento de salir de Inglaterra importándole aquella idea más que sentir la fuerza de la tempestad de viento y polvo que lo envolvía todo y por todas partes. En el aeropuerto lo había considerado corno una faceta de la caprichosa conducta del tiempo, con el típico optimismo impaciente de todo viajero, que lo único que le importa es la cuestión de tomar su asiento en el avión.
—¿Y qué es lo que piensan los expertos en cuestiones meteorológicas, sobre las causas de este huracán? —preguntó.
—Pues no parece que ninguno las conozca. Desde luego presenta unas características fuera de lo corriente. No sé si te habrás dado cuenta; pero en ningún momento afloja, ni incluso momentáneamente. —Y Symington inclinó la cabeza sobre la ventana más próxima, para seguir escuchando el silbido especial y los mil ruidos diversos que producía al pasar a través del bosque de chimeneas y tejados de las proximidades.
Maitland hizo un gesto afirmativo y volvió a preguntar a su amigo:
—¿Qué velocidad tiene ahora?
—Pues unas cincuenta y cinco millas a la hora. Bastante, realmente. Resulta sorprendente que estos viejos lugares lo hayan podido resistir todavía. No me gustaría estar en Tokio o en Bangkok, desde luego.
Maitland le miró fijamente.
—¿Quieres decir que ellos también lo están sufriendo?
Symington afirmó con un gesto.
—El mismo problema, el mismo viento. Esto es otro curioso aspecto de la cuestión. Por cuanto hemos podido deducir, la fuerza del viento aumenta a la misma escala, sobre todo el mundo. En el ecuador se encuentra a su más alta velocidad, unas sesenta millas por hora, y disminuye gradualmente con la latitud. En otras palabras, es como si toda una envoltura de aire sólido, con el eje en los polos de la Tierra, girase alrededor del planeta. Pueden existir algunas pequeñas variaciones características de la topografía de algunos lugares; pero su dirección es siempre hacia el oeste. —Consultó su reloj—. Escuchemos las noticias de las diez en punto. Estarán a punto de radiarse.
Operó en una radio portátil, esperó a que terminasen los anuncios y puso el volumen necesario para captar el boletín informativo:
—«... esta destrucción general, se nos informa desde los más diversos lugares del mundo, particularmente en el Lejano Este del Pacífico, donde decenas de millares de personas se encuentran ya sin hogar. Vientos con fuerza de huracán, han barrido totalmente poblaciones y pueblos pequeños, produciendo desbordamientos de las aguas e impidiendo los trabajos de socorro y salvamento. Nuestro corresponsal en Nueva Delhi ha declarado que el gobierno de la India está disponiendo una gran cantidad de medidas de auxilio... Por cuatro días ya, el navegar se ha hecho imposible en todas partes. No se tienen noticias todavía de que haya supervivientes del gigantesco petrolero Onassis Flyer, zozobrado entre un tremendo oleaje en el Canal a primeras horas de esta mañana...»
Symington cerró el aparato, tamborileando los dedos contra la mesa.
—Creo que llamar a esto huracán es algo exagerado. Cien millas por hora es una velocidad devastadora. Ningún trabajo de auxilio es posible en tales condiciones, la Agente está ya demasiado ocupada intentando encontrar un agujero en la tierra para esconderse.
Maitland cerró los ojos escuchando el tamborileo de las contraventanas. A lo lejos, en la distancia, sonó la bocina de un coche. Londres parecía seguro y macizo, como una vasta e inconmovible ciudadela de ladrillo y mortero comparado con las débiles ciudades de bambú de las orillas del Pacífico.
Symington, entró unos momentos en su despacho y salió instantes después con una fila de tubos de ensayo. Los puso sobre la mesa y Maitland se aproximó para ver el contenido. Había como una media docena de ellos, bien etiquetados y anotados. Contenían el mismo polvo marrón rojizo que Maitland había observado por todas partes en los pasados días. En el primero de los tubos, había como un cuarto de pulgada y en los otros, cantidades progresivamente mayores, hasta el último que contenía casi tres pulgadas.
Leyendo las etiquetas, Maitland comprobó que estaban fechadas.
—Los he estado midiendo día por día, para comprobar la cantidad de polvo caída —explicó Symington—. En el jardín tenemos un pluviómetro.
Maitland sostuvo el tubo fijamente ante sus ojos. —Casi diez centímetros cúbicos... —murmuró pensativo—. Esto es terrible, Andrew. —Y llevó el tubo hasta cerca de la luz, sacudiendo los cristales que formaban el polvo recogido—. ¿De qué son? Parecen como arena; pero, ¿de dónde diablos provienen?
Symington sonrió sombríamente.
—De todas formas, no vienen de la costa sur del país. Han debido seguir un largo viaje. Por pura curiosidad, pregunté a uno de los científicos del Ministerio y le rogué que analizase una muestra. Aparentemente es loes, esa fina cristalización que aparece en las superficies de las altas mesetas del Tibet o en el Norte de la China, y en los terrenos de aluvión. No tenemos noticias recientes de allá y no me sorprende. Si está cayendo la misma concentración sobre todo el hemisferio norte, eso significa que algo así como cincuenta millones de toneladas de tierra se han arrancado y han sido transportadas a todo lo largo del Oeste Medio y de Europa y caído solamente sobre las Islas Británicas, algo igual a una capa de dos pies de altura que recubriese la totalidad de la superficie del país.
Symington se encaminó hacia una ventana y después volvió a aproximarse a Maitland con el rostro fatigado y sombrío.
—Donald, tengo que admitirlo; estoy preocupado. ¿Te das cuenta lo que significa la fuerza de arrastre de semejante masa? Debería haber detenido al viento en su trayectoria. Santo Dios, si puede remover todo el Tibet, sin apenas esfuerzo, por lo que se ve, podrá removerlo todo.
Sonó el teléfono del vestíbulo. Excusándose, Symington salió fuera de la habitación. Cerró la puerta tras él sin preocuparse de poner en su sitio las tiras de fieltro, y los constantes vaivenes de las rachas del viento acabaron por hacer saltar el cerrojo de su sitio.
Maitland pudo captar algo de lo que decía su amigo a través de la puerta.
—«... Pensé que nos hubiéramos ocupado del antiguo campo de la RAF en Tern Hill. Los refugios de las bombas H están bajo un espesor de quince pies y conectados por "bunkers" subterráneos. ¿Qué? Bien, dígale al ministro que el espacio mínimo requerido para acomodar a una persona por un período de más de un mes, es de tres mil pies cúbicos. Si amontona a miles de personas en esas plataformas subterráneas, pronto enloquecerán...»
Symington volvió cerrando la puerta, quedándose entonces mirando fijamente al suelo, pensativo.
—Temo el no haber podido evitar haber oído algo de lo que hablaste, Andrew —dijo Maitland—. ¿Es que el Gobierno está tomando ya medidas de urgencia?
Symington miró a su amigo unos momentos, reflexivamente, antes de responder.
—No, exactamente. Sólo algunas medidas preventivas. Hay gente en el Ministerio de la Guerra cuya misión es permanecer constantemente muy por encima de los políticos. Si el viento continúa creciendo en intensidad, digamos hasta llegar a la fuerza de un huracán, se producirá un tremendo revuelo en la Cámara de los Comunes, si no hemos preparado, cuando menos, un puñado de refugios profundos. En cuanto una decima por cien de la población esté así protegida, los demás se encontrarán tan contentos. Todo el mundo feliz. —Y se tomó una pausa para terminar—: Pero que Dios ayude al otro 99,9 por cien.
***
Windborne. El ruido de máquinas rugiendo bajo la cresta de las colinas.
Durante un momento, el eco reverberó en la tremenda corriente del aire, moviéndose rápidamente sobre la fría tierra y entonces, de repente, a doscientas yardas de distancia, el horizonte apareció empenachado hasta el cielo con largas filas de vehículos que avanzaban hacia delante.
Como gigantescos robots, las enormes niveladoras y «bulldozers» arrastrando remolques, excavadoras y supertractores, aparecían unas junto a otras, como si fueran a librar una batalla mecanizada del futuro, confluyendo desde los cuatro puntos cardinales. Se aproximaban desde dos líneas opuestas, cada una compuesta por cincuenta de aquellos enormes vehículos mecanizados, con ruedas tan altas como casas y dejando huellas sobre el terreno de más de diez pies de anchura.
Por encima de ellas, tras las apisonadoras hidráulicas y los garfios metálicos, los conductores aparecían sentados, casi inmóviles en sus controles, balanceándose en sus asientos conforme las máquinas avanzaban entre el verde césped con el morro apuntando hacia el viento como un trueno amenazador. Nubes de humo de los tubos de escape salían a ráfagas de los vehículos, y eran barridas por el terrible aire en aquella fantasmal semioscuridad.
Cuando las líneas opuestas de vehículos estuvieron a doscientas yardas una de otra, sus flancos maniobraron en ángulos rectos para formar un gigantesco cuadrado, y una vez conseguido el efecto, el terrible ejército mecanizado, se detuvo.
Al pasar de los minutos, sólo se oía el ulular del viento, soplando y zumbando en los ángulos metálicos de la maquinaria.
Entonces una pequeña y ancha figura de hombre con abrigo oscuro, salió rápidamente de la línea de vehículos hacia el centro de aquel teatro de operaciones. Se detuvo allí, con la cabeza descubierta, que revelaba un cráneo macizo y una amplia frente, unos ojos duros y tenaces y una boca de firmes trazos. Volvió la cara hacia el viento, levantando la cabeza como en actitud desafiante de tal forma que su barbilla apuntaba hacia él corno la quilla de un acorazado antiguo.
Rodeado por aquellas largas filas de máquinas, permaneció en pie algo alejado de ellas, mientras el viento revolvía furiosamente los faldones de su abrigo y sus ojos parecían querer adivinar lo que habría tras aquella tormenta de constantes nubes bajas, que pasaban rápidamente sobre su cabeza, como si quisieran hurtarse a su mirada.
Echando un rápido vistazo a su reloj, levantó un brazo, apretó el puño por encima de su cabeza y después lo dejó caer en un brusco ademán de orden de ataque.
Con un rugido de fieras enjauladas a las que se deja en libertad, dejando escapar los humos de sus potentes motores, por los tubos de escape, aquel conjunto de gigantescos aparatos se puso en movimiento. Las palas excavadoras comenzaron a hincarse en el blando terreno, los volantes giraron y zanjaron y rompieron la tierra como monstruos mecánicos en lucha por la conquista de la supervivencia del hombre.
Y mientras las máquinas avanzaban para dedicarse a su gran tarea, el rostro de hierro de aquel hombre permaneció en silencio e impasible, ignorándolas, mientras sólo sus ojos parecían preguntar silenciosamente al viento.
Capítulo II
LOS REFUGIOS SUBMARINOS
Del almirante Hamilton, jefe de la Sexta Flota de los Estados Unidos en el barco de mando Eisenhower, al comandante Lanyon, del Terrapin, de la Flota de los Estados Unidos, en Genova: El general Van Damm se encuentra hospitalizado en Niza con múltiples fracturas espinales. Reúna transportes de tropas de la base de transportes de la NATO, en Genova. Velocidad presumible del viento: 85 nudos.
Acurrucado en el asiento de popa de la torre cónica, Lanyon ojeó el mensaje; después hizo una señal al marinero, quien saludó y desapareció escaleras abajo.
A veinte pies por encima, el techo de cemento del refugio submarino se hallaba mojado con las salpicaduras de las aguas agitadas del fondo. Las puertas de acero del refugio habían sido cerradas, pero el mar en el exterior golpeaba furiosamente contra las pesadas rejillas. Aquel furioso oleaje llegaba a trescientos pies del refugio donde el Terrapin saltaba como un potro salvaje en sus amarras, estrellándose después contra la pared lejana, haciendo saltar verdaderas nubes de espuma sobre la popa del submarino.
Lanyon aguardó hasta que la última de las amarras quedó en lugar seguro, después hizo un gesto con la mano gravemente al guardián, un teniente rubio que se hallaba en la jaula de cemento suspendida del muro a diez pies de altura. Agachándose por la escotilla, saltó hacia abajo dirigiéndose a la sala de control, se bamboleó alrededor de la cavidad del periscopio y se encaminó hacia su cabina.
Se sentó en su litera y lentamente se aflojó el cuello de la camisa, ajustándose al rítmico subir y bajar del submarino. Tras haber cruzado el Mediterráneo a una marcha segura y confortable de veinte brazas, la superficie daba la impresión de ser una montaña rusa. Tenía instrucciones de realizar una inspección de superficie en ruta, en una ensenada al abrigo del oleaje, al oeste de las costas de Sicilia. Pero antes de conseguirlo, se había roto la torre cónica del Terrapin, tomando el submarino una inclinación de treinta grados y batido por tremendos golpes de mar que casi le pusieron vertical desde popa. Habían permanecido bajo las aguas hasta alcanzar la mar comparativamente en calma de la base submarina de Genova, pero incluso allí les resultó un difícil trabajo el negociar la reparación de los daños sufridos en el doble rompeolas.
Lanyon odiaba pensar qué ocurriría por encima, en la superficie. Túnez, donde había quedado la Sexta Flota, se hallaba embotellada y era una completa catástrofe. Enormes golpes de mar, atacando sin descanso la zona portuaria, habían enviado oleajes de dos pies por el interior de las calles a trescientas yardas de distancia de la orilla, batiendo al gran transporte Eisenhower de 95.000 toneladas y a dos cruceros amarrados en los muelles. La última vez que vio al Eisenhower, se hallaba escorado en veinte grados, y el constante subir y bajar a cincuenta pies de altura había comenzado a arrancar de cuajo enormes bloques de cemento de los costados del muelle.
Genova, algo más protegida por las colinas y la masa de tierra de la península, parecía hallarse en mayor quietud. Con suerte, Lanyon esperaba que los militares impusieran su autoridad allí, en lugar de correr como un puñado de babuinos alocados.
Lanyon tiró su impermeable sobre la mesa y se acomodó en la litera: Como submarinista, sentía de forma irracional, y lo sabía, que el viento era problema de los demás. A los treinta y ocho años, ya había servido en los submarinos por casi quince años, desde que dejó la Escuela de Annápolis, y la tradicional autosuficiencia de su educación era parte de su propio carácter. Para los que no le conocían, aparecía como un tipo delgado de seis pies de talla, irritable y tornadizo; pero él había descubierto, mucho tiempo atrás, que una forma despegada de sostener sus puntos de vista, le dejaba más libertad para maniobrar.
Bien, según aquel radio recibido, Van Damm aún estaba con vida. El capitán del Terrapin le había dicho confidencialmente que el general podría estar muerto ciertamente para cuando llegasen a Genova; pero tanto si aquello podía ser la verdad o simplemente una astuta jugada psicológica —todo el mundo en la tripulación parecía haberse creído la misma historia—, Lanyon se vio en la imposibilidad de comprobarlo. Era cierto que Van Damm había resultado gravemente herido en la catástrofe aérea del aeropuerto de Orly3; pero al menos había tenido suerte al estar aún con vida. Los cinco hombres de la tripulación del «Constellation» estrellado, además de los dos ayudantes del general, habían resultado muertos en el acto.
En aquel momento, Van Damm se hallaba en Niza, a donde había sido llevado, y el Terrapin tendría que enfrentarse con el problema de hacerse cargo de él. Lanyon trató de imaginar si aquello valdría la pena. Por el momento en que sufrió el accidente Van Damm, se esperaba que se declarase a sí mismo como candidato democrático de las próximas elecciones; pero ahora no les serviría de mucho a los jefes del partido. Sin embargo, era indudable que se le debía un pago de honor. Tras haber sido tres años el Jefe Supremo de la NATO, Van Damm se hallaba de todas formas en condiciones de ser retirado del servicio activo y probablemente el Pentágono estaría ya en negociaciones con él para que lo firmase.
Se oyó un golpe de llamada en la puerta de la cabina y asomó la cabeza el teniente Matheson, oficial compañero de Lanyon.
—¿Todo va bien, Steve?
Lanyon sacó las piernas fuera de la litera.
—Seguro que sí; entra.
Matheson parecía ligeramente ansioso, con su cara regordeta tensa y alterada.
—He oído que Van Damm se va sosteniendo aún... Pensé que ya habría terminado.
Lanyon se encogió de hombros. El Terrapin era un submarino pequeño del tipo «J» y aparte de él mismo, Matheson era el único oficial a bordo. Lo que le asustaba era la idea de que pudiera ser encargado de la misión de dirigirse a Niza para recoger al general Van Damm. Lanyon se sonrió para sí. Le simpatizaba Matheson, un chico agradable con un relajado sentido del humor, que Lanyon apreciaba. Pero Matheson no era ningún héroe.
—¿Qué programa tenemos para hoy? —preguntó Matheson—. Es un viaje de doscientas cincuenta millas rodeando las costas hasta Niza, y Dios sabe lo que nos espera. ¿No crees que valdría la pena intentar hacerlo por un camino más corto? Existe un buen punto de anclaje en Montecarlo.
Lanyon sacudió la cabeza.
—Está repleto de yates aplastados unos contra otros. No puedo correrme ese riesgo. No te preocupes, la velocidad del viento es por ahora de noventa millas. Probablemente comience hoy a decrecer. Matheson insistió con aire de preocupación. —Eso es lo que están diciendo desde las últimas tres semanas. Creo que estaríamos locos para perder dos o tres hombres para ir a recoger una momia.
Lanyon le dejó pasar aquello; pero le repuso en voz calmosa:
—Van Damm no está muerto todavía. Él ha cumplido con su deber y nosotros cumpliremos con el nuestro. Se puso en pie y sacó un parabrisas de cuero que se puso en un ángulo de cuarenta y cinco grados, mirándose en el espejo y arreglándose el uniforme. Después se dirigió a la puerta de la cabina.
—Vamos a ver lo que ha ocurrido sobre cubierta. Se dirigieron hacia la torre cónica, cruzaron la pasarela y pusieron pie a tierra a lo largo de la pared del refugio submarino. Una escalera les condujo a los talleres situados en la cubierta de control, en el extremo de los refugios.
—En total había una docena de tales refugios submarinos, cada uno con sitio para cuatro unidades; pero sólo había tres de ellos en sus amarraderos, dispuestos para misiones de rescate similares a la del Terrapin.
Todas las ventanas por donde fueron pasando, estaban tapadas con fuertes ladrillos de cemento; pero a pesar de sus tres pies de espesor, pudieron oír claramente el rugido de la tormenta y el implacable tronar de la tempestad del exterior del refugio.
Un marinero les condujo a una de las oficinas del Cuartel General del Personal Combinado, donde el Mayor Hendrix, el oficial de enlace, les dio la bienvenida y les ofreció una silla.
La oficina resultaba confortable, pero algo respecto al Mayor Hendrix, tales como la tremenda fatiga estampada en su rostro y los dos botones perdidos de su chaqueta de uniforme, advirtió a Lanyon que sólo le quedaba por esperar condiciones menos aceptables en el exterior del refugio.
—Me alegro de verle, comandante —le dijo Hendrix. Sobre la mesa había un par de mapas de bolsillo y algún dinero que empujó hacia un lado—. Perdóneme si voy derecho al asunto; pero el Ejército está presionando hoy sobre el asunto de Genova y tengo un millón de cosas por hacer. —Miró rápidamente al reloj de pared y después presionó una palanquita del intercomunicador—. Sargento: ¿cuáles son las últimas noticias? Dígame las lecturas de última hora.
—Ciento quince y doscientos sesenta y cinco grados magnéticos, señor.
Hendrix miró a Lanyon.
—Ciento quince millas por hora y virtualmente desde el este, comandante. El transporte de tropas le está esperando en la bahía. Hay un conductor naval y un par de asistentes. —Se levantó y dio la vuelta alrededor de su mesa—. La carretera de la costa está abierta aparentemente, pero es preciso estar vigilante y pendiente de los edificios que se derrumban por las poblaciones que atraviesa. —Entonces miró a Matheson—. Supongo que el teniente irá a recoger a Van Damm, comandante.
Lanyon sacudió la cabeza.
—No, en realidad seré yo, capitán.
—Espere uno momento, señor —comenzó Matheson a decir; pero Lanyon le hizo una seña para que callase.
—De acuerdo, Paul. Me gustaría echar un vistazo al escenario.
Matheson hizo un nuevo intento de protestar, pero no dijo nada más.
***
Se dirigieron hacia la bahía del transporte, con el ruido del viento creciendo cada vez en intensidad mientras pasaban por los corredores. Las puertas giratorias se hallaban en las salidas y para cada una de ellas, había una pareja de hombres fuertes, sosteniéndolas con potentes palancas.
Se unieron al conductor y Lanyon se volvió hacia Matheson:
—Te llamaré de aquí a seis horas, cuando estemos a bordo. Permanece en contacto con Hendrix y hazme saber cualquier cosa que se sepa de Túnez.
Apretándose la chaqueta de cuero, hizo una señal con la cabeza al conductor y se dirigió hacia la puerta. Los hombres de las palancas maniobraron y se encontró de pronto a plena luz del día con un espantoso tornado de aire que se arremolinaba a su alrededor haciéndole dar traspiés a través de un estrecho patio entre dos altos edificios de hormigón. Nubes cargadas de suciedad y de arena cruzaban el aire a una terrible velocidad, azotándole la cara y las piernas. Antes de tener tiempo de cogerla, su gorra de cuero salió volando como una exhalación entre los remolinos de la tormenta.
Sosteniendo firmemente las carteras con los mapas consiguió introducirse en el transporte de tropas de tierra, un gigantesco armatoste de doce ruedas con sacos de arena bien sujetos sobre el techo y sobre el parabrisas y unas pesadas rejillas de hierro en las ventanillas. En el interior, dos asistentes permanecían sentados en silencio sobre un colchón. Iban vestidos con trajes de plástico de una sola pieza con cascos firmemente atados a la barba y protegiéndole todo el rostro, excepto los ojos y la boca. Lanyon sentóse junto al conductor y espero a que éste cerrase bien las puertas. En el interior del vehículo hacía frío y se estaba casi sumido en la oscuridad, la sola luz de que disponían provenía del amplio espejo del periscopio montado sobre el salpicadero. Las puertas y controles se reforzaron con algodón espeso, pero aun así entraba en el interior una delgada racha de frío que les calaba los huesos, por los huecos de los frenos y el acelerador.
Miró a través del periscopio. Directamente y delante, recta frente al viento, aparecía una carretera estrecha y asfaltada; tras una línea de edificios, los muros traseros de los refugios más pequeños. A un cuarto de milla de distancia, se hallaba lo que parecía ser el resto de una valla fronteriza, quedando en pie algunos postes de los que colgaban algunos trozos de alambre espinoso. Más allá de la valla, se observaba una espesa luz grisácea, semivelada y en constante movimiento; la tremenda superficie de una tormenta de arena de doscientos o trescientos pies de altura, que se dirigió en recto hacia ellos, pasando sobre sus cabezas. Mirando hacia arriba, comprobó que contenía cientos de objetos de la más diversa especie: trozos de papel, tejas, hojas y fragmentos de cristales, todo ello en un espantoso remolino arrastrado por una inmensa marea de polvo.
El conductor tomó su asiento, conectó la radio y habló con el Control. Recibido el permiso, arranco el motor y enfiló el camino de cara al viento.
Aquel pesado transporte de tierra, a una moderada velocidad de diez millas a la hora, pasó los edificios de los refugios menores de la instalación submarina y se dirigió en derecho hasta el camino fronterizo. Al dar la vuelta, el enorme vehículo estuvo a punto de volcar de costado, cogido por el tremendo impacto del viento. Sin la protección ya de los sacos de arena, se produjo un continuo chisporroteo de objetos pesados que como una granizada permanente se estrellaban contra el ve-hículo en su lenta marcha. A veces daba la impresión de estar recibiendo una continua ráfaga de ametralladora en los costados y en el techo y delantera del transporte.
—Esto es como una nave del espacio atravesando una nube de meteoritos —comentó Lanyon.
El chófer, un tipo duro de Brooklyn llamado Goldman, aprobó con un gesto de cabeza.
—Sí, comandante, hay algo de cuidado en todo esto. Ya veremos.
Lanyon miró por el periscopio. El aparato disponía de un ángulo de visión de 90° y le permitía obtener una amplia y satisfactoria visión de la carretera a lo lejos. A un cuarto de milla de distancia, se hallaban las puertas de la base y un racimo de casitas de una sola planta para los guardas, medio oscurecidos por aquella nube de polvo. A la derecha habían algunos edificios de dos y tres pisos, depósitos de combustible con sus tanques subterráneos, las ventanas protegidas con sacos de arena y la planta de servicio protegida con fuertes lonas convenientemente amarradas.
Genova se encontraba frente a ellos hacia el sur, escondida entre la niebla. Atravesaron la puerta de salida de la base y tomaron por la carretera de la costa que corría sobre una milla de tierra adentro, cortada en la ladera de las colinas que llegaban hasta la montaña que protegía como un escudo a la ciudad de Alasio. Todas las cosechas que vieron por los campos circundantes, habían sido aplastadas contra el suelo, aunque las rústicas granjas de piedra entre las colinas, aún se hallaban intactas, con sus techos protegidos por anchas pizarras, pesadas y macizas.
Pasaron a través de toda una serie de pueblos con puertas y ventanas cerradas contra la tormenta, y en las calles un verdadero cementerio de los más diversos objetos, especialmente residuos de la hecatombe producida por la tormenta en los carros agrícolas. En la plaza principal de Larghetto, un autobús yacía tumbado de costado. En la fuente vacia del centro, las estatuas aparecían guillotinadas. El techo de la Alcaldía de la pequeña ciudad, procedente del siglo XIV, había sido arrancado de cuajo por la fuerza del huracán; aunque la mayor parte de las casas, a despecho de su aspecto decrépito y antiguo, superficialmente considerado, daban la impresión de soportar aquella fuerza huracanada. Probablemente estaban más sólidamente construidas que las modernas casas prefabricadas y hogares campestres montados incluso suntuosamente, allá en los Estados Unidos.
—¿Podría usted captar alguna noticia? —preguntó Lanyon a Goldman, señalando la radio del vehículo.
El conductor manipuló en los controles, evitando los canales del Ejército y la Armada.
La voz del locutor se oyó como una nube de cascotes cayendo de una montaña; pero ajustando el volumen, consiguieron oír:
—«...no disponemos de noticias de la zona del Pacífico; pero se cree que el gran oleaje y las gigantescas mareas producidas por el huracán han debido causar millares de víctimas en las islas alejadas tales como Okinawa y las Salomón. El Primer Ministro de la India, Pandhit Nehru, ha ordenado se disponga de extraordinarias medidas de auxilio en gran escala, y el Iraq y Persia están colaborando en la organización de envíos de los suministros más esenciales para las poblaciones más afectadas. En las Naciones Unidas, la Asamblea de las naciones afroasiáticas, han propuesto una moción de urgencia, solicitando una misión de auxilio global.
Las inundaciones ocasionadas en tan vastos territorios, han producido daños sin precedentes en el Medio Oeste. Las pérdidas se estiman en cuatrocientos millones de dólares por el momento; por lo demás, las pérdidas de vidas se considera muy reducida...»
Bien, aquello era algo bueno, pensó Lanyon. Las inundaciones podrían llevar el peligro de las fiebres tifoideas y el cólera a la población; pero al menos, incluso en la zona del Pacífico, las pérdidas en vidas humanas habían sido escasas. Ya habían visto una vez echarse encima un huracán parecido en el mar Caribe, en el Key West, dos años antes. Toda la costa atlántica había sido cogida igualmente por sorpresa. Docenas de personas habían perecido mientras conducían su coche de vuelta a su hogar. Esta vez, sin embargo, el gradual aumento de la velocidad y aquella firme y tenaz subida de cinco millas por hora en la velocidad del viento, había proporcionado a todo el mundo la oportunidad de protegerse y adoptar medidas de seguridad, y refugiarse en los sótanos o sitios similares.
Pasaron por San Remo con sus líneas de hoteles estremeciéndose ante la furia del viento que hacía retemblar sus centenares de ventanas y balcones. Bajo ellos, el mar rugía y se removía con olas como montañas. Las gotas de espuma, al rociarse con semejante violencia y expandirse en todos sentidos, reducían la visibilidad a una milla escasa. Se encontraron con uno o dos vehículos arrastrándose bajo el peso de sacos de arena. En su mayor parte eran camiones militares italianos o de la policía, patrullando por las vacías calles de las poblaciones.
Lanyon se adormiló un poco en el espeso y frío aire del interior del vehículo. Se despertó al cruzar la plaza principal de una pequeña población y sintió una serie de golpes sobre la plancha de acero existente sobre su cabeza. Los golpes se repetían a rápidos intervalos.
A través del espesor de la chapa, Lanyon oyó los apagados sonidos de alguien que gritaba. Se incorporó y miró por el periscopio; pero no vio a nadie en el campo de visión.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó al conductor.
Goldman arrojó la colilla de su cigarrillo.
—Algún jaleo ocurre por ahí cerca, comandante. No puedo saberlo con exactitud.
Apretó un poco el acelerador y puso el vehículo a quince millas por hora. El golpeteo cesó; pero después comenzó con más insistencia haciéndose la voz más ronca y fuerte por encima del viento dominante. Lanyon dio unos golpes en la chapa y después advirtió al conductor:
—Deténgase por un segundo. Voy a ver qué ocurre.
Goldman comenzó a protestar; pero Lanyon salió de su asiento delantero, pasó por entre los dos asistentes echados sobre el colchón trasero y se acercó a las puertas de atrás. Subió las rejillas de las contraventanas y miró a su través. Un pequeño grupo de gente se apelotonaba sobre el porche de una iglesia de paredes grises al norte de la plaza. Entre aquella gente, se veían unas cuanta mujeres vestidas con chales negros sobre la cabeza agrupadas contra el portal de la iglesia. Un inmenso montón de escombros yacía a sus pies, sobre la plaza, y nubes de polvo y mortero caía a su alrededor.
Había desaparecido la torre de la iglesia. Una simple construcción de ladrillo era lo que aún quedaba en un rincón, erecta aún a quince pies del techo. El viento iba desgarrando la obra al desnudo, esparciendo en todas direcciones ladrillos y trozos de mezcla.
Uno de los asistentes se aproximó a Lanyon.
—Acaba de desplomarse la torre de la iglesia —dijo Lanyon al soldado. E indicó la pila de cajas del interior del transporte—. ¿Qué llevan ahí?
—Plasma, oxígeno y penicilina —repuso el asisten- te, incorporándose y mirando a Lanyon con preocupación—. No podemos utilizarlo ahora, mi comandante. Está reservado al general.
—No se preocupe, tendrán más suministros en Niza.
—Pero, mí comandante, pueden haberlos perdido. Es posible que hayan sufrido muchas bajas. Es un pequeño hospital, sólo una instalación sanitaria para los que vienen a pasar el fin de semana desde París.
Entonces apareció junto a la puerta trasera del transporte, la figura de un hombre parloteando algo, nerviosamente, en italiano. Era un tipo alto y delgaducho, con los hombros caídos y una espesa mata de cabellos negros sobre el rostro. El asistente se echó hacia atrás y Lanyon comenzó a abrir la puerta trasera. Por encima del hombro gritó a Goldman:
—¡Dé marcha atrás en dirección a la iglesia! Veré si puedo echarle una mano.
—Comandante, una vez comencemos a ayudar a esa gente, nunca llegaremos a Niza. Ellos tienen que tener sus propias unidades de auxilio en funciones.
—¡No están aquí de todas formas! ¡Vamos, dé marcha atrás!
Y mientras corría la puerta trasera del transporte, el italiano, que se hallaba agarrado a ella, tiró de Lanyon fuera del vehículo gesticulando, con aire de fatiga y de dolor, gritando y haciéndole señas de dirigirse hacia el portal de la iglesia. Goldman dio marcha atrás y los asistentes volvieron a cerrar la puerta del transporte.
Al llegar a la iglesia, una lluvia de ladrillos rotos, yeso y piedras cayó a su alrededor. El italiano se abrió camino entre aquel grupo de gente asustada y llevó a Lanyon hacia la nave del templo.
Dentro de la iglesia, parecía haber estallado una bomba en medio de una piadosa congregación repleta de gente. Un grupo de mujeres, ancianos y niños, se acurrucaban junto al altar, mientras el sacerdote y cinco o seis jóvenes iban retirando trozos enormes de escombros que habían caído del techo cuando cayó la torre, llevándose uno de los travesaños laterales del pequeño templo que yacía sobre los bancos de los fieles. Bajo todo aquello y en medio de pilas de polvo blanco y cascotes, Lanyon pudo entrever trozos de tejido negro, pies retorcidos y los cuerpos doblados y enterrados bajo aquellas ruinas. Por sobre sus cabezas, la fuerza rugiente del viento a través de la superficie del techo, comenzaba a desgarrarlo, arrancando las losas alrededor del agujero de diez pies de anchura que había producido la caída de la torre. Lanyon se unió al italiano e intentó salir de allí; pero el que le había demandado socorro le sujetó por un hombro con el rostro distorsionado por la desesperación y la fatiga.
—¡No se vaya! —suplicó, apuntando a aquella pila de cascotes—. ¡Mi esposa, mi esposa! ¡Usted quedarse!
Lanyon intentó apaciguarle indicándole el camión gigante de transporte arrimado a la entrada de la iglesia, con las puertas traseras abiertas y a la vista de uno de los asistentes acurrucados en el interior. Se desprendió del gesticulante italiano y corrió hacia el camión gritando:
—¡Goldman, deja en marcha la cabria! ¿Dónde está el cable?
Lo sacaron de la caja de herramientas, lo encajaron en la cabria y llevaron el cabo libre hasta la nave de la iglesia. Entre Lanyon y el italiano ataron el cable al enorme poder de los quinientos cincuenta caballos de fuerza del potente motor del gigantesco transporte de tierra, comenzando a sacarlo lentamente fuera por el centro de la nave, en lo que había sido el pasillo central de los fieles. Inmediatamente, dos o tres personas, atrapadas bajo el travesaño, comenzaron a agitarse. Una de ellas, una mujer joven que vestía los restos de un vestido que había sido negro y que entonces aparecía blanco como un vestido de novia, se las arregló para ponerse en pie a costa de un gran esfuerzo. Entre sus pies, Lanyon pudo observar varias personas inmóviles. El italiano se había aplicado frenética-mente a cavar con las manos entre los escombros como si estuviera atacado de una loca furia.
De pronto, notó que un grupo de personas presionaban tras él por la nave de la iglesia y al volverse, Lanyon vio a una escuadra de tropas uniformadas con una pareja de carabineros que acababan de llegar, siendo portadores de camillas y frascos de plasma sanguíneo.
—Muchísimas gracias, capitán —le dijo el sargento—. Todos damos gracias a usted y a sus hombres. —Y movió la cabeza entristecido, al mirar la desolación existente a su alrededor en el interior de la iglesia—. La gente estaba rogando que se detuviera este espantoso viento.
***
Lanyon y sus asistentes volvieron al camión, cerraron las puertas traseras y se pusieron en marcha de nuevo.
Dándose masaje en las manos ateridas y tratando de recobrar el aliento, Lanyon se volvió hacia los asistentes acurrucados en los colchones.
—¿Vio alguno de ustedes si ese italiano pudo sacar a su mujer?
Los muchachos sacudieron la cabeza con duda.
—Creemos que no, comandante.
Goldman aceleró el motor y enderezó el periscopio.
—La velocidad del viento se incrementa, señor. Ahora es de 1-10. Tenemos que darnos alguna prisa si queremos llegar a Niza al oscurecer.
Lanyon consideró las palabras de Goldman unos instantes, observando cómo se consumía la cola de su cigarrillo girando nerviosamente en la comisura de sus labios.
—No se preocupe, marinero —le dijo—. Desde ahora nos dedicaremos al general.
Cruzaron por el borde de Ventimille a las siete de la tarde y tomaron contacto por radio con Niza y Genova. Los raquíticos soportales de la Aduana y las barreras de madera de portazgo habían desaparecido; los soldados de la Aduana de servicio en la frontera, en ambos lados, se hallaban literalmente enterrados en agujeros recubiertos con sacos de arena en emplazamientos excavados bajo la superficie.
Por fin llegaron a Niza dos horas después, enfilando la Corniche a través de las colinas. El hospital estaba atiborrado de cientos de camiones y «jeeps», con sus conductores albergados en la sección de almacenamiento. Una pareja de policía militar ayudó a aparcar el gran transporte en una de las alas de los almacenes, mientras que Lanyon y los dos ordenanzas saltaban al exterior.
—Llega usted con más retraso del previsto —fue la recepción que le hizo un Mayor de cara sanguínea—. Supongo que el viento sopla de fuerte por ahí, ¿verdad?
Lanyon se quitó la chaqueta de cuero, que arrojó sobre una silla de la oficina a donde le condujo el Mayor mientras le ofrecía una taza de café y unos bocadillos. Lanyon se sentó con un suspiro de alivio sobre un arcón de madera de teca depositado sobre una me-sita baja apoyada contra la pared. Quitándose el cigarrillo de la boca, el Mayor se dio prisa a ofrecerle una silla de lona.
—Lo lamento, comandante, pero tal vez se encuentre mejor sentado aquí. No quiero que parezca una falta de respeto al general, ¿no cree?
Lanyon se puso en pie.
—¿De qué está usted hablando? —preguntó, confuso—. ¿De qué general?
—Del general Van Damm. —Y apuntó hacia el ar-cón de teca sobre el que había estado sentado—. Estaba usted sentado sobre él.
Lanyon dejó la taza de café.
—¿Quiere decir que Van Damm está muerto?
Cuando el Mayor aprobó con un gesto de cabeza, Lanyon miró al catafalco, moviendo la cabeza lentamente. Estaba recubierto con una franja de acero y un sello de la Comisión de Defunciones con un despacho para hacerlo seguir a París.
El Mayor comenzó a reír silenciosamente para sí mismo, mirando el uniforme destrozado por el viento de Lanyon, de arriba a abajo, y sacudiendo la cabeza con aire divertido.
Lanyon esperó a que terminase.
—Y ahora, dígame realmente qué es lo que en verdad se encuentra en el interior. —Y preguntó—: ¿Una bomba atómica o algún perro de aguas favorito?
Todavía con una risita entre dientes, el Mayor tomó un frasco plateado y llenando un vaso, lo ofreció a Lanyon a través de la mesa.
—No es Van Damm, ciertamente. Creo que se llevará demasiado tiempo en hacerlo llegar a su destino; está destinado a ser enterrado en el cementerio de Arlington, y, si no se envía ahora, existe una gran posibilidad de que jamás pueda hacerse. Sencillamente porque no haya sitio.
Lanyon se tomó un buen trago de whisky.
—Entonces, ¿estaba muerto antes del accidente?
—Sí, estaba muerto antes del accidente aéreo. Van Damm resultó muerto en un accidente de automóvil en España, hace ya dos semanas. Realizaba una visita privada a Franco, que han mantenido en secreto para el caso de que su misión no tuviese éxito. Su cuerpo se enviaba a los Estados Unidos en avión. Nadie sobrevivió a la catástrofe aérea de Orly. El aparato se estrelló cuando sólo estaba a trescientos metros de altura, cayendo de espaldas como una pajarita de papel. Encontraron a Van Damm literalmente hecho pedazos y decidieron enviarlos para reunidos en Niza. —El Mayor volvió a llenar los vasos y dio unas palmaditas sobre el ataúd—. Bien, que tenga un buen viaje de regreso a los Estados Unidos, general. Es usted el único que lo desea.
***
Lanyon pasó la noche en el hotel Europa, un gran edificio de tres plantas, a cinco bloques de distancia de la playa. La profusión de edificios en la zona hotelera hacían las calles relativamente transitables. La mayor parte de los hoteleros, con la ayuda de los comerciantes locales y guardianes nocturnos, habían construido unos estrechos pasadizos techados de sacos de arena contra los muros de las calles y toda una masa de aquellos túneles improvisados entrecruzaban la ciudad. Buen número de bares permanecían aún abiertos, y en el hotel Europa, cuarenta o cincuenta personas permanecían casi toda la noche en el bar, escuchando las noticias de la radio o especulando acerca de las posibles rutas de escape de la ciudad.
Lanyon obtuvo la conclusión de que el viento no mostraba todavía señales de disminuir, continuando con un gradual aumento de cinco millas por hora cada día, y por entonces ya era de ciento diecisiete. Tras el período inicial de inacción, por fin se organizó un intento de preservar el orden. Los Gobiernos estaban requisando las minas de carbón y los refugios profundos, almacenes de alimentación o de suministros médicos y cuantos locales pudieran reunir un mínimo de tales condiciones. Llegaron nuevos informes contradictorios, pero, aparentemente, la mayor parte de Europa y América sólo estaban sufriendo simples inconvenientes, mientras que Sudamérica, África y el Este, padecían una completa dislocación en todos los servicios, apareciendo los primeros signos del hambre y epidemias.
***
Abandonaron Genova a las siete de la mañana, con el ataúd de madera de teca escondido bajo un toldo de lona y depositado en la cabina bajo los cojines. Goldman había dejado escapar algunas frases cínicas al respecto y obviamente consideraba a Lanyon como el representante de la más pérfida de las castas de oficiales. Lanyon se sintió interiormente también algo disgustado con Hamilton, por desaprovechar el potencial del Terrapin, pero el almirante muy bien podía hallarse ignorante de la muerte de Van Daram.
A cinco millas de Montecarlo, pasaron a través de una pequeña población arracimada al pie de un acantilado en donde se erigían grandes hoteles de turismo. La carretera se estrechó entre grandes taludes de un lado y otro, y Goldman, soltando un juramento, frenó el transporte. Lanyon miró a través del periscopio y vio dos figuras vestidas con impermeables, de pie en el centro de la carretera haciendo grandes señales circulares con los brazos.
Cuando se aproximaron a aquellas dos personas comprobaron la presencia de las maletas de color pastel en el suelo y la marca de una línea aérea claramente visible en las mismas.
—Deténgase —observó Lanyon—. Son americanos. Tienen que hallarse apurados aquí.
Detuvieron el vehículo y los asistentes abrieron los cerrojos de la puerta trasera. Lanyon les hizo señas de que subieran. Uno de ellos saltó exhalando quejidos de dolor.
—Un millón de gracias por haber parado —dijo tocando en el hombro de Lanyon, en señal de agradecimiento—. Nos considerábamos perdidos sin remedio. —Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de cabellos grises y diminutas facciones, aunque correctas.
—¿Cuántos de ustedes hay más? —preguntó Lanyon, cerrando la puerta y evitando las brutales ráfagas del viento que penetraban en el interior devastando todo vestigio de calor.
—Sólo cuatro. Me llamo Charlesby, cónsul de los Estados Unidos en Mentón. Está Wilson, mi ayudante, su esposa y una joven del NBC. Se supone que estamos cubriendo la evacuación de todos los súbditos americanos hacia París, pero todo se ha ido al infierno. Nuestro coche resultó destrozado y hemos permanecido aquí durante dos días abandonados.
El otro hombre del impermeable corrió aproximándose hacia el transporte, protegiendo de la forma conveniente a una mujer pelirroja vestida con un impermeable blanco y botas de plástico. Ayudaron a subirla en el transporte y después la depositaron sobre los colchones. Lanyon y uno de los asistentes bajaron a la carretera para recoger las maletas, mientras que el otro fue a buscar a una joven rubia, cuyos pajizos cabellos flotaban alocadamente alrededor de su cabeza, sacándola de una casa próxima y dirigiéndose a grandes pasos, tambaleándose por la fuerza del huracán, hacia el vehículo. La joven trató de recoger una de las maletas, pero Lanyon se la tomó de las manos, la rodeó con un brazo por los hombros y la encaminó hacia las puertas traseras del gran vehículo de transporte terrestre.
Mientras el vehículo se ponía nuevamente en marcha, Lanyon saltó y tomó asiento en el suelo tras su plaza en el vehículo. Las dos mujeres se sentaron en los colchones, mientras que Charlesby y Wilson se acurrucaban entre las maletas.
—Nos dirigimos a Genova —dijo Lanyon a Charlesby—. ¿A dónde pensaban dirigirse?
Charlesby se desabotonó el impermeable.
—A París, teóricamente, o, en caso de urgencia, a la base aérea que hay próxima a Tolón. Considerando esto como un caso de extrema emergencia, no veo de qué forma podríamos llegar a Tolón todavía.
—Les llevaríamos de vuelta al hospital de Niza —repuso Lanyon—, pero nos es imposible perder más tiempo. Me temo que tengan ustedes que volver con nosotros a Genova y ya veremos después si hay algún medio para que les conduzca en la dirección deseada. —Observó entonces a Wilson, un joven de unos veinticinco años, que cariñosamente se dedicaba a entibiar las ateridas manos de su esposa, una joven pálida y de aspecto fatigado que parecía unos años más joven—. ¿Les parece bien? —Cuando recibió la silenciosa aprobación de Wilson, se volvió hacia la otra joven de chaqueta azul sentada en el colchón casi junto a él.
—¿Qué le parece? ¿Le conviene Genova?
—Qué remedio... Muchísimas gracias de todas formas, comandante. Se arregló los cabellos, mirando de arriba a abajo a Lanyon, con su bello rostro de labios carnosos y unos hermosos ojos inteligentes que examinaron a Lanyon con franco interés.
—Charlesby dijo que usted estaba en la NBC. ¿Una corresponsal de noticias?4
Ella aprobó con un gesto, tomó un cigarrillo que le ofreció Lanyon y lo encendió. Al tomar una curva el vehículo, ella rodó ligeramente y cayó contra Lanyon, que comprobó con placer el contacto cálido de los fuertes hombros de la chica apretarse contra su pecho. La joven se rehizo de la postura, con una mano y exhaló una amplia bocanada de humo del cigarrillo.
Ella le estudió más atentamente todavía.
—Mi nombre es Patricia Olsen —dijo presentándose a sí misma—. Pertenezco a la oficina de París. Vine aquí la pasada semana para obtener algunas informaciones de estas gentes y algunas fotos, antes de que Montecarlo fuese desmantelado. Y todo lo que he conseguido es el registro de mis propias lamentaciones —concluyó apuntando con un dedo al aparato magnetofónico.
Lanyon sonrió y se fue a su asiento. La marcha del transporte se había reducido a un arrastrarse de oruga por el campo y Goldman señaló con un dedo al periscopio con insistencia. Se movían en derecho cara al viento, y subiendo una ligera cuesta de la carretera. A veinte yardas de distancia y frente a ellos, atrapado por sus mismos golpes entre las paredes de dos casas, yacía un «Buick» negro, tumbado de costado por la fuerza del viento. Lentamente se rehizo y después dio marcha atrás calle abajo y hacia ellos. Goldman aceleró rápidamente; el «Buick» se encaró momentáneamente contra el morro del enorme transporte acorazado y un instante después salía por el aire subiendo por el techo recubierto con los sacos de arena, con un impresionante traqueteo, rodando hasta caer por la parte trasera. El periscopio quedó cegado por unos instantes. Se aclaró después y se volvieron para obser-var lo ocurrido a través de las rejillas posteriores. El «Buick» había derrapado de lado, yendo a tumbar una pared de baja altura, desde la cual surgió una nube de polvo que vino a sobrecargar la atmósfera ya pesada por el polvo de la tormenta.
—Mal conductor —dijo secamente Patricia Olsen.
Se calmaron, escuchando la catástrofe que ya había quedado atrás, y se encararon de nuevo con el viento del Este y las turbulencias que explotaban contra las puertas de atrás periódicamente con unos sordos rugidos. Las calles estaban asimismo llenas de ruidos procedentes de los cascotes que caían por doquier, el silbido fantástico del aire huracanado a través de rendijas, ventanas, cables de conducción y las explosiones de cristales saltados en mil pedazos por los golpes del viento devastador.
***
Cuatro horas de paciente espera, acurrucados juntos y en silencio, moviéndose al unísono con el movimiento del vehículo, tratando de ir entrando en calor de alguna manera.
—¿Cuánto tiempo calcula usted que podrán resistir los edificios con este viento? —preguntó Patricia Olsen a Lanyon, con calma en la voz.
Lanyon se encogió de hombros.
—Si están bien construidos, creo que todo irá bien, hasta que la velocidad alcance las ciento cuarenta y cinco millas por hora. Tras esa fuerza nada es posible predecir. ¿Cómo va usted a volver a París? La mayor parte de los transportes pesados han sido requisados por el Ejército.
—No sé todavía si quiero volver a París. Hay demasiadas chimeneas.
Lanyon echó un vistazo a su reloj. Eran las cuatro y cinco minutos de la tarde. Habían cruzado la frontera y con un poco de suerte llegarían a Genova en un par de horas. Pronto se encontraría en seguridad en el interior del Terrapine y lejos de toda aquella locura. Sin embargo, y no obstante, lo poco que últimamente había pensado en lo que pudiera pasarle a la gente escondida en los subterráneos o en las cuevas de las poblaciones dejadas atrás, se encontró a sí mismo tratando, preocupado, de pensar en lo que iba a ser de aquella joven que estaba a su lado. Escuchó su respiración acompasada y repentinamente se vio alterado en sus cavilaciones por la voz del chófer.
—¡Comandante! —gritó Goldman, casi poniéndose en pie junto al volante con los ojos fijos en el periscopio. Estaban a unas diez millas de Genova, marchando en dirección a una sección de carretera que se curvaba en dirección a la presa de Sestra, dos millas más allá. El ancho cinturón de cemento se hallaba oscurecido por la espuma arrancada por la fuerza del viento del torrente profundo que se agitaba furioso a cincuenta yardas de profundidad.
Al mirar hacia el valle observaron cómo el torrente arrastraba restos de un verdadero naufragio de los más diversos objetos; entre ellos, graneros destrozados y jaulas de volatería.
—¡La presa se ha roto, comandante! —gritó Goldman. Frenéticamente detuvo el transporte y puso marcha atrás, tratando de recularlo sobre la carretera en forma oblicua. Lanyon pegó literalmente los ojos al periscopio y después se aferró al hombro de Goldman. Enormes olas en una catarata impresionante comenzaban a descender por el valle; pero, por lo que pudo apreciar, el perfil de la presa permanecía intacto.
—¡Goldman, sácanos de aquí! ¡La presa todavía está en pie! ¡Vamos, adelante con el coche! El agua sólo tiene algunos pies de profundidad.
Arrastrado por el viento, el enorme transporte reculaba rápidamente. Antes de que Goldman pudiera evitar que las ruedas traseras dejasen el firme de la carretera, el vehículo dio media vuelta sobre sí mismo y rodó de costado. Con un brutal empujón, los ocupantes perdieron el equilibrio y fueron a dar contra el techo. Lanyon pudo desasirse de Goldman, luchando con infinito trabajo en la escasa luz del interior hasta aproximarse a Patricia Olsen que estaba frotándose las rodillas. Charlesby y los Wilson estaban ya incorporándose entre aquel amasijo de maletas y cajas de cartón de los suministros médicos que conducía el transporte. Uno de los asistentes abrió las puertas y las empujó hacia afuera. Un remolino de viento y arenisca barrió la superficie de la carretera y pasó como una exhalación junto a ellos, mientras que a diez yardas de distancia, y a la izquierda, una profunda corriente de agua helada se extendía a través de las viñas de las riberas.
El transporte quedó inmóvil de costado, con las ruedas girando al aire. Lanyon buscó a Goldman, tratando de decidir si arrestarlo o imponerle algún otro castigo, acabando por llegar a la conclusión de que aquel gesto no conduciría a nada dadas las circunstancias. A una media milla de distancia se hallaba un grupo de edificios bajos de dos plantas, de ladrillo, agrupados en un rectángulo, con una torre de cemento que sobresalía del conjunto en uno de los extremos. Los restos de una valla contorneaban todavía el conjunto de construcciones, dando la impresión de existir además un estanque provisto de un motor-bomba y una serie de vehículos refugiados contra la tormenta.
—Parece un cuartel —decidió Lanyon.
El terreno existente entre aquellas edificaciones y el punto en que se encontraban consistía en pequeñas parcelas cultivadas de granjas agrícolas, divididas por espesos setos de diez pies de altura, que les proveerían de refugio suficiente para poder llegar hasta los edificios.
Charlesby a duras penas se arrastró hasta la puerta trasera.
—Lo más seguro es que nadie pase por aquí en horas —le dijo Lanyon—. La carretera que pasa sobre el embalse estará cerrada, probablemente, por el momento, y tengo la sospecha casi segura de que deben haber radiado ya a todas las unidades de esta parte de tomar otro camino tierra adentro. Podríamos quedarnos aquí desamparados por días enteros. —Y apuntó a los edificios de la lejanía—. Creo que nuestra única esperanza es intentar llegar hasta aquellos cuarteles.
Con Lanyon a la cabeza, seguido por Charlesby y los Wilson, con Patricia Olsen y después Goldman con los asistentes, salieron del vehículo y comenzaron a bajar la ladera hacia el seto que corría paralelo a la carretera a cincuenta yardas de distancia.
Al abandonar el transporte, el viento golpeó furiosamente a Lanyon, tirándole como un trapo contra el suelo. Mirando por encima del hombro, captó de un vistazo cómo los demás intentaban salir del gran vehículo y eran igualmente cogidos en un remolino. Charlesby dio una serie de traspiés y cayó de rodillas. Se incorporó con trabajo arrastrando las piernas dolorosamente. Los Wilson, fuertemente cogidos del brazo, caminaban como «clowns» de circo, azotados de derecha a izquierda por el huracán. De repente, Lanyon perdió de nuevo el equilibrio cayendo pesadamente sobre sus rodillas y siendo empujado por el huracán como un chiquillo colina abajo. Volviendo a recobrar el equilibrio, consiguió llegar al seto, se arrastró a lo largo de la estrecha entrada y consiguió situarse ligeramente a sotavento del seto. En la distancia, Goldman marchaba encorvado por la fuerza del viento, pareciendo ser arrastrado al borde de la carretera. Charlesby, con el impermeable cubriéndose la cabeza, le seguía a diez yardas de distancia.
Zigzagueando a lo largo de los setos en la dirección de los cuarteles, Lanyon mantuvo la vigilancia que pudo respecto a los demás. Una o dos veces, creyó haber visto a alguno de ellos marchando por un campo adyacente, pero le resultaba imposible cruzarlo por el terreno abierto. Llegó por fin, tras media hora terrible, al borde de la entrada de los cuarteles y esperó un momento junto a la valla, que no era más que una serie de postes destrozados, observando detenidamente el conjunto. Aquellos cuarteles constituían el alojamiento de las fuerzas aéreas de un pequeño campo de aterrizaje. Más allá de los cuarteles, estaba la torre de control y dos o tres amplias pistas de cemento que se extendían a lo lejos en la niebla ambiente. Entre los alojamientos, Lanyon pudo observar los erectos esqueletos de acero de dos amplios hangares. En el más próximo se apreciaba la sección de cola de un «Dakota», que había sido amarrada por una guindaleza de tres cabos de acero. Se movía y rebotaba por la fuerza del viento, siendo perfectamente visibles sus números de identificación.
Aguardó a la entrada de la calle a que fuesen llegando los demás, cuando se dio cuenta de que algo rodaba hacia la línea divisoria del campo a cincuenta yardas de distancia. Se movía en repentinos saltos y sacando ocasionalmente hacia arriba un blanco y estrecho miembro que Lanyon reconoció como un brazo. A los pocos segundos alcanzó la línea divisoria del campo, la cruzó y después rodó hasta la zanja como un bulto gris y negro de trapos en desorden. Lanyon se arrastró hacia él.
Cuando se encontró a pocos pies de aquel bulto reconoció los desgarrados harapos del impermeable de Charlesby y el tejido del destrozado traje gris. Llegó hasta Charlesby y lo levantó del suelo, dándole fuertes masajes en su pálido rostro, arañado en mil puntos y apenas reconocible tras haberse arrastrado a través de aquel rudo terreno de la campiña. Durante unos instantes, intentó inútilmente insuflar aire en los pulmones del desventurado Charlesby y ver de que se produjese algún movimiento en su cuerpo aterido y destrozado. Finalmente se rindió, envolvió la cabeza de Charlesby en los faldones del impermeable y los sujetó con el cinturón alrededor del cuello. Pronto, el viento se encargaría de dejar libres a todas las ratas y alimañas del campo para que buscasen alimento en un mundo barrido por el huracán. Es posible que transcurriese algún tiempo antes de que aquel cuerpo fuese encontrado, y mejor sería que las alimañas comenzaran por las manos del pobre Charlesby que en el rostro.
Mientras volvía, vio a alguien que se le aproximaba por la zanja.
—¡Comandante Lanyon!
Era Patricia Olsen. Todavía vestía el abrigo azul sujeto con el cinturón, roto y casi deshecho, y lleno de suciedad, y sus cabellos rubios alrededor de su rostro en una maraña indescriptible. Se dio prisa para aproximarse a ella, la tomó por el brazo y procuró protegerla haciendo que se sentara. Patricia apoyó su cabeza contra el hombro de Lanyon, angustiada, y vio el cuerpo de Charlesby.
—¿Es Charlesby? —Y cuando Lanyon aprobó con un gesto silencioso, Patricia volvió a decir—: Pobre hombre... ¿Dónde están los demás?
—Usted es la única persona que he visto.
Y miró hacia el cielo. Se sentía agotado y con los músculos ateridos, estando seguro de que el viento crecía y crecía en intensidad en aquel instante y de que era mucho más fuerte que cuando abandonaron el transporte una hora antes. El aire estaba saturado de trozos de basura que se pegaban a sus rostros como insectos pegajosos.
—Será mejor que entremos en esos alojamientos del cuartel. ¿Se encuentra con fuerzas para intentarlo?
Ella afirmó débilmente con la cabeza. Tras un momento de descanso, comenzaron a avanzar trabajosamente a través del césped y hacia las cincuenta yardas de distancia que les separaban del cuartel. Lanyon la sostenía por el brazo, aunque a veces creía que se le escapaba de las manos, pero juntos y luchando contra el huracán consiguieron llegar hasta los alojamientos y consiguieron también llegar hasta la entrada principal. Al otro extremo del vestíbulo de entrada, una escalera conducía hacia los sótanos del edificio. Se dieron prisa en bajar, dando traspiés en aquella semioscuridad de los escalones de cemento y con un poco de suerte encontraron al fin un lugar más o menos protegido del corredor central del sótano.
Patricia se dejó caer agotada en un viejo camastro y trató débilmente de apartarse sus enmarañados cabellos del rostro, echándose el abrigo sobre sus largas piernas. Lanyon comprobó el estado de la ventana. Bajo el nivel del suelo, daba a un estrecho foso que rodeaba el edificio. La rejilla se sostenía bien todavía, dejando entrar alguna luz, la suficiente como para ver algo. Había además un par de camastros, dos alacenas vacías, y por el suelo toda una colección de revistas viejas de cine, latas vacías y colillas de cigarrillos. Lanyon se sentó en uno de aquellos camastros cerca de ella.
—Pat, voy a subir la escalera para el caso de que alguien más venga. Tal vez exista alguna línea telefónica que continúe funcionando.
Ella estuvo de acuerdo con un leve movimiento de cabeza, acurrucándose en un rincón. Parecía casi muerta y Lanyon pensó en los Wilson, tratando de imaginar si aún sobrevivirían.
El cuartel se hallaba vacío por completo. Escaleras arriba, el viento soplaba enfurecido por los corredores, las destrozadas ventanas y las puertas abiertas como un tornado, arrancando los objetos de las paredes y formando con los diversos utensilios dispersados enormes bultos en una confusión indescriptible. Encontró un teléfono en una de las oficinas interiores, pero la línea estaba muda. La estación había sido abandonada, sin la menor duda, días antes.
—¿Ha habido alguna suerte? —le preguntó Pat al volver al sótano.
Lanyon denegó con un gesto.
—Parece que estamos aquí abandonados a nuestra suerte. Hay algunos camiones destrozados en un aparcamiento del otro lado de la plaza de instrucción. Si el viento decreciera un poco, tal vez pudiera arreglármelas para conseguir algo que nos llevara a Genova, para mañana.
—¿Crees que cesará?
—Todo el mundo sigue preguntándomelo. Es curioso, pero hasta que vi a Charlesby tirado en aquella zanja, no sentí todo lo que esto supone. En cierta forma, casi me alegro. Tanta vida en los Estados Unidos, e incluso aquí... podría utilizar y servirse de una fuerte bocanada de aire fresco. Pero ahora me doy cuenta de que una tarea de enterrar tanta basura en tan colosales proporciones, arrastra consigo y barre de la tierra tanto bueno como malo.
Lanyon le hizo un repentino guiño a Patricia, Ella le devolvió una dulce sonrisa, mirándole largamente, mirada que él no dudó en devolverle. Con su abrigo azul y la piel blanca de su cuerpo contra el oscuro contraste de la pared y del suelo, le recordó a la madonna revestida con áureo ropaje sobre el altar de la iglesia en ruinas. Los cabellos de la imagen habían sido negros, pero sus ropas habían resplandecido con la misma luminiscencia que el cabello rubio ceniza de Patricia.
En el exterior, el viento continuaba rugiendo a través de las tierras y los campos.
***
La colina había desaparecido, como destripada bajo las mandíbulas gigantescas de las flotas de «bulldozers», con su matriz vacía como la pulpa de una fruta y llevada lejos por incontables filas de camiones.
Bajo los rayos de incontables focos potentes, que penetraban la oscuridad del aire sucio cargado de polvo y arena, se hincaron poderosos cimientos enraizados en el mismo corazón de la tierra y después entrelazados por centenares de cables de hierro y acero. En los claros, se había dividido el espacio con compartimientos de acero, como para formar un gigantesco parabrisas de cien pies de altura.
Antes de que la pantalla protectora estuviese concluida, las primeras grúas ya actuaban tras la zona protegida, contribuyendo a formar un rectángulo gigantesco. Piezas enormes de acero fueron depositadas y ensambladas, y grandes grupos de trabajadores vestidos de negro se movían como hormigas frenéticas, vertiendo miles de galones de cemento.
Conforme se asentaba una capa, aquellas formas estructurales iban cobrando forma y reforzándose en las vertientes por otras más. Primero a diez pies, después a veinte y treinta. La enorme fortaleza surgía firme de sus cimientos en la oscura noche.
Capítulo III
LA VORÁGINE SOBRE LONDRES
Débora Masón recogió el montón de despachos que, procedentes de los teletipos, se amontonaban en la mesa de Andrew Symington, les dirigió un rápido vistazo y preguntó:
—¿Alguna noticia esperanzadora?
Symington negó lentamente con la cabeza. Tras él, las hileras de los teletipos, marcados con las letras del alfabeto, tales como Ankara, Bangkok, Copenhague, y así sucesivamente, tecleaban constante y rigurosamente, escribiendo cintas sin fin. Casi llenaban por completo aquella habitación no demasiado grande, dedicada al servicio de noticias exteriores, inundando además el despacho dirigido por tres hombres que estaba situado en un rincón de la estancia.
—La cosa sigue mal, Débora —repuso Symington—. Ha subido a ciento setenta y cinco millas por hora, en este momento, y no da la menor señal de decrecer.
La miró escrutadoramente, notando las líneas de tensión que aparecían al extremo de los bellos ojos de la chica y en las de su boca contraída por la preocupación, dándole el aspecto de una precoz madurez, cuando sólo contaba veinticinco años. A semejanza de las demás chicas que trabajaban en la Jefatura Central de Operaciones, se mantenía siempre formal y en correcta compostura en todo momento. Symington reflexionó que la ascendencia de la mujer en el siglo XX no tenía ni el más leve indicio de que la civilización pudiera terminarse; resultaba difícil imaginarse a la joven y esbelta Débora, en su papel de directora, ocupando su plaza en un salvavidas, condenada a la destrucción sin remedio. Era mucho más que la clase de muchacha que oía la más leve señal de un S.O.S. y se aprestaba a ponerse a salvo.
Aquello era, exactamente, lo que estaba haciendo en la Jefatura Central de Operaciones, con la diferencia de que esta vez todo el mundo se hallaba, al parecer, embarcado en su último salvavidas. Pero con gentes como Débora Masón y Simón Marshall, el jefe de Inteligencia de la COE, al mando de las circunstancias, existía una gran cantidad de posibilidades de éxito.
El Centro, del que era responsable directamente el primer ministro, se había formado sólo dos semanas antes. Generosamente suplido por personal del Ministerio de la Guerra, con unos cuantos especialistas en comunicaciones tales como Symington, reclutados del Ministerio del Aire y de la industria, su papel era actuar como una Sección de Inteligencia, manejando y extractando toda la información posible llegada desde el exterior, y también servir como un Centro Ejecutivo de los jefes combinados del Estado Mayor del Ministerio de Asuntos Exteriores. El cuartel general estaba situado en el antiguo Almirantazgo, en Whitehall, en un dédalo de oficinas subterráneas, en «bunkers», a gran profundidad bajo el Horseguards Parade. Allí pasaba la mayor parte del día y de la noche Symington, saliendo apenas sólo para ver a su esposa, que esperaba un hijo para dentro de una quincena..., y corrientemente encontrándola dormida. Con otras esposas y familias del resto del personal del COE, ella estaba alojada en el hotel Park Lane, requisado por el Gobierno. Symington la veía a diario y, como uno de los empleados no residentes en el Almirantazgo, estaba capacitado para verificar personalmente los informes que se preparaban a diario.
TOKIO. — 174 millas por hora. 99 % de la ciudad está destruida. Fuegos explosivos procedentes de las acererías de Mitsubashi se expanden por los suburbios occidentales de la gran ciudad. Las pérdidas se estiman en 15.000 personas. Se calcula que los alimentos y el agua sólo durarán tres días. La acción del Gobierno queda confinada a patrullas de policía.
ROMA. — Velocidad: 176 millas. Los edificios municipales y las oficinas aún permanecen intactos, pero el Vaticano tiene la cúpula de San Pedro destruida y los techos en ruinas. Bajas: 2.000 personas. Los suburbios ampliamente abandonados. Sobre la ciudad acuden inmensas cantidades de refugiados, las catacumbas han sido requisadas por el Gobierno para poder ayudarles, como descanso y dormitorios.
NEW YORK. — Velocidad: 175 millas por hora. Todos los rascacielos de Manhattan están sin ventanas y abandonados. Las instalaciones de televisión y la gran antena del Empire State Building han sido destruidas. La estatua de la Libertad permanece, aunque sin cabeza y sin la antorcha. Los devastadoras olas llegan hasta Central Park. La ciudad continúa a la expectativa. Bajas: S00 personas.
VENECIA. — 176 millas a la hora. La ciudad está abandonada. Bajas: 2.000. Olas enormes y terroríficas mareas han demolido el Gran Canal y los palacios. La plaza de San Marcos está bajo las aguas y el «campanile» famoso ha sido destruido por el huracán. Todos los habitantes se han refugiado tierra adentro.
ARCÁNGEL. — 68 millas por hora. No hay bajas. Intacta. Cerrados el puerto y el aeropuerto.
CIUDAD DEL CABO. — 74 millas por hora. Hay 4 bajas. Intacta.
SINGAPORE. — 178 millas por hora. La ciudad está abandonada. No existe el control del Gobierno. Bajas: 25.000.
Simón Marshall leyó cuidadosamente todos aquellos informes, se mordió los labios por un momento y después los entregó a Débora para su archivo.
—No es muy bueno, pero tampoco es tan malo. Tokio y Singapur, por supuesto, han desaparecido, pero no puede esperarse otra cosa de esa jungla de casas de papel y bambú. Es imposible que resistan viento por encima de la fuerza de un huracán. Es una lástima lo ocurrido en Venecia.
Hombre de unos cincuenta años, con un rostro duro, aunque de hermosas facciones y de fuertes hombros y espaldas, Marshall parecía llenar la gran oficina, sentado masivamente en su despacho como un oso inteligente. Él había montado el COE en poco más de dos semanas, tomando o despidiendo al personal preciso, organizando todo un servicio mundial de informadores, comunicaciones y expertos electrónicos. La COE era una de las claves fundamentales del hemisferio occidental y un centro nervioso del pulso universal en aquella catástrofe cósmica, manteniendo al Gobierno y a los jefes de los Estados Mayores Combinados tan bien informados como era posible hacerlo.
—¿Llegó bien a casa la pasada noche? —preguntó a Débora.
—¡Oh!, sí, gracias. —Ella consultó su reloj de pulsera. Eran las diez y cincuenta y siete, tres minutos antes de que Marshall tuviese que pasar su informe diario a los Estados Mayores Combinados. Pero, como ya tenía idea formada del informe a pasar, se quedó relajado momentáneamente unos instantes.
Al llegar exactamente las diez y cincuenta y nueve minutos, Marshall se levantó de su mesa. La reunión tenía que efectuarse en la sala de conferencias, al final del corredor. Mientras Débora recogía la cartera de Marshall, él la tomó de sus manos con una sonrisa, apretando su mano al tomar el asa. Con la otra le empujó gentilmente por la cintura hacia la puerta.
—Es la hora del tête-à-tête —dijo—. Veamos si podemos darles algo que les mantenga felices.
Cuando entró, estaban tomando asiento los demás miembros del COE. En total el comité estaba compuesto por cinco elementos que informaban al primer ministro a través de Sir Charles Gort, secretario permanente del Ministerio del Interior. Una pulcra figura vestida de media etiqueta, persona equilibrada y razonable, aunque firme en sus decisiones, que jamás aparecía con deseos de discutir ni de opinar por su cuenta, sino más bien adepto a reconciliar los puntos de vista más contradictorios.
Esperó a que los demás tomaran asiento en el gabinete de reuniones y entonces se volvió hacia el doctor Lovatt Dickinson, director del Servicio Meteorológico, un escocés pelirrojo vestido con un traje de «tweed», que se sentó a su izquierda.
—Doctor, tal vez esté en condiciones de hacernos saber las últimas noticias respecto al tiempo.
Dickinson se inclinó hacia adelante y dio lectura a una serie de anotaciones tomadas sobre una libreta que sacó de su portafolio.
—Bien, Sir Charles, no puedo decir que disponga de algo que resulte muy esperanzador para informarle. La velocidad del viento es ahora de ciento setenta y cinco millas a la hora, habiéndose registrado un incremento de 4,89 millas respecto a la de ayer oficialmente registrada. Este promedio se mantiene diariamente como constante incremento de unas cinco millas que han ido observándose durante las últimas tres semanas. La humedad ambiental también muestra un ligero aumento, lo que debe tener su origen en el paso de esas enormes masas de aire sobre la superficie agitada del océano. Hemos hecho cuanto nos ha sido posible para obtener datos de grandes alturas, pero comprenderá la imposibilidad de soltar un globo sonda con semejante huracán. Sin embargo, el barco del Servicio
Meteorológico, Northern Sturvey, a lo largo de las costas de Groenlandia, donde el viento sólo alcanza unas ochenta y cinco millas por hora, ha informado de una serie de datos que indican, como podría esperarse, que la velocidad de la corriente global declina con decreciente intensidad. A unos cuarenta y cinco mil pies de altura, la velocidad del aire es de unas cuarenta y cinco millas aproximadamente en el Ecuador y de treinta en tal latitud.
Dickinson se detuvo un momento y, mientras rebuscaba otros datos en su cuaderno, Gort interrumpió momentáneamente.
—Gracias, doctor. Pero, teniendo todos esos datos en cuenta, ¿qué perspectivas hay de que esta situación mejore definitivamente?
Dickinson sacudió la cabeza sombríamente.
—Me gustaría ser optimista, Sir Charles, pero, por el momento, no entrevemos nada predecible. Estamos siendo testigos de un fenómeno meteorológico de una magnitud sin precedentes, un ciclón global que va acelerándose a una escala uniforme y mostrando todos los signos de un sistema aerodinámico altamente estable. La masa del viento alcanza ahora un tremendo momentun y las fuerzas inerciales, por sí solas, impedirán un repentino frenaje.
«Teóricamente, no hay razón para que no siga revolviéndose alrededor del planeta indefinidamente y a altas velocidades, y se convierta en la primitiva nube de gas que giraba alrededor de la Tierra, de forma similar a las que han producido los anillos de Saturno. Para calcular los sistemas eólicos sobre nuestro planeta, siempre se han tenido en cuenta las corrientes oceánicas, pero ahora resulta obvio que esas grandes influencias han cambiado en su curso y forma. Lo que sea exactamente, es algo que cualquiera de ustedes puede libremente especular.
«Recientemente, nuestros monitores han detectado unos niveles altos y poco usuales de radiaciones cósmicas. Cualquier onda electromagnética tiene masa y tal vez una vasta corriente de radiación cósmica en forma tangencial ha explotado procedente del Sol, durante el eclipse ocurrido hace un mes, y su arrastre gravitacional ha podido poner en marcha este ciclón que gira alrededor del eje de la Tierra en estos momentos. —Dickinson miró a sus oyentes y después sonrió sombríamente—. O puede ser que de nuevo sea el acto deliberado de la Providencia destinado a barrer al hombre y a sus pecados de la superficie del planeta. ¿Quién puede decirlo?
Gort apretó los labios, mirando a Dickinson con aire divertido.
—Bien, doctor, esperemos que no sea así. Lo que podemos ahora decir es que no contamos con un presupuesto tan grande como para hacer frente a esta catástrofe. Hace una semana, podíamos considerar el asunto con cierto optimismo, cuando presumíamos, naturalmente, que el viento se calmase por sí mismo una vez alcanzase la fuerza del huracán. Ahora estamos en la situación de esperar que continúe si no indefinidamente, al menos por un período considerable de tiempo, tal vez por otro mes. ¿Podemos tener ahora, en tal situación, un informe de la Sección de Inteligencia?
Marshall se adelantó, mientras que los ojos de los demás asistentes se fijaban en él.
—Recapitulando, Sir Charles, hace exactamente ocho días desde que Londres comenzó a experimentar los vientos superiores a las ciento veinte millas por hora, mayores que cualquier otro registrado anteriormente, y ciertamente superior a la cifra que cualquier arquitecto hubiera tenido en cuenta al diseñar esta ciudad o cualquier edificio. Teniendo esto en cuenta, estoy seguro de que se sentirá orgulloso de oír de que nuestra capital está soportando la situación con una notable tenacidad. —Marshall miró a su alrededor, observando el impacto de sus palabras entre los hombres que le escuchaban, y después continuó con un tono más positivo—: Tomando primero a Londres, aunque casi toda la actividad ha cesado en el aspecto comercial e industrial, la mayor parte de sus habitantes han encajado la situación sin demasiadas dificultades. La mayor parte se las han arreglado para acondicionar sus casas, asegurando los techos y haciéndose con abastecimientos de alimentos y agua en previsión de lo que pueda durar esta situación. Las bajas han sido escasas, unas dos mil, la mayor parte de las cuales son personas ancianas, probablemente aterradas hasta morir a causa de la violencia del huracán, literalmente hablando, más bien que por heridas recibidas por la caída de cascotes o accidentes similares.
Marshall miró las notas que tenía en el informe.
—Fuera de nuestro país, en el resto de Europa y en Norteamérica, la situación general es muy parecida. Las gentes han reaccionado y se disponen a soportar la situación lo mejor posible. Escandinavia y el Norte de Rusia, por supuesto, se hallan fuera del cinturón principal y la vida parece transcurrir más o menos como de costumbre. Se hallan, por otra parte, preparadas para soportar vientos que lleguen a la fuerza del huracán y convenientemente equipadas. Creo, pues, que podremos aún soportar otras veinte o treinta millas más de aumento en la velocidad de los vientos, sin que podamos considerarlo como una catástrofe de dimensiones nacionales.
El Mayor general Harris, vestido con un flamante uniforme, hombre de pequeña talla, aprobó vivamente.
—Es ciertamente bueno oírle decir eso, Marshall. La moral no está a la altura que convendría. Se habla en un sentido demasiado negativo.
El vicealmirante Saunders, que se sentaba junto a él, aprobó igualmente con la cabeza, como estando de completo acuerdo.
—Espero que su información sea correcta, Marshall. Uno de los americanos me dijo esta mañana que Ve-necia es algo borrado fuera del mapa.
—Exageraciones —respondió Marshall sobre la marcha—. Mis últimos informes, de hace unos minutos, determinan que se han producido inundaciones; pero sin daños realmente serios.
El almirante hizo un gesto de aprobación, contento de reasegurarse de la realidad. Marshall continuó con su información general. Débora se hallaba tras él, escuchándole hablar en un tono seguro y convincente. Con excepción de Gort, que permanecía neutral, los tres otros miembros del Comité se hallaban inclinados al pesimismo y deprimidos, esperando lo peor y mal interpretando las noticias para servir a su inconsciente aceptación del desastre. El general Harris y el vicealmirante Saunders eran los típicos hombres dispuestos al servicio, subidos a la silla de montar al comienzo de una guerra. Tenían la mentalidad de Dunquerque, y sintiéndose ya derrotados por anticipado, se disponían a hacer de una derrota un posterior triunfo, contando con un sinnúmero de bajas, las relaciones catalogadas de desastres de todo género y destrucciones sin cuento, como si aquello fuese la medida de su valor y su competencia.
Marshall, según comprobó Débora, era la necesaria contrafuerza del equipo. Aunque pudiera ser optimista en exceso; aquello era una actitud deliberada, la especie de política churchiliana que mantuviese a la gente con la cabeza en alto frente al desastre, haciendo cuanto estuviese al alcance para defenderse a sí mismos más bien que correr sin auxilio ante él. Débora escuchaba medio conscientemente a Marshall, sintiendo surgir la confianza en su interior.
De vuelta a la oficina de Marshall, tras haber clausurado la reunión, se encontraron con Symington llevando un teletipo en la mano.
—Me temo que tengo malas noticias, señor. El viejo hotel de Russell Square se ha venido abajo de repente, hace una media hora. Algunos de los pilares del edificio, han perforado el subsuelo y se han abatido sobre las plataformas de la línea del metro de Piccadilly, que caen directamente debajo del hotel. Las primeras impresiones son de que han resultado muertas unas doscientas personas entre las ruinas del Russell y el doble en la estación del metro.
Marshall tomó el despacho en las manos y lo miró casi sin ver su contenido durante unos instantes, apretándolo en el puño y golpeándose la frente con él.
—¡Débora! —gritó—. ¡Que salgan todas las unidades de socorro inmediatamente! ¿Dice usted que hay como unas cuatrocientas en la estación, Andrew. ¡Por amor de Dios! ¿Qué estarían haciendo allí? No me diga que estaban esperando un tren...
Symington hizo un vago gesto con la mano.
—Supongo que buscarían refugio en la forma que lo hicieron en la segunda guerra mundial.
En una explosión de exasperación, Marshall volvió a gritar:
—¡Pero eso es precisamente lo que no queremos que hagan! Deben permanecer en la superficie, procurando arreglar sus propios hogares, no abandonándolos y corriendo como un rebaño de ovejas...
Symington sonrió débilmente en un gesto de comprensión.
—Las propiedades en el Bloomsbury y en Russell Square y por toda aquella zona, se hallan en un estado de decrepitud. Son casas con tejados de la época victoriana que debían haberse ya demolido tiempo ha. Las gentes en aquella zona viven en simples habitaciones...
—¡No me importa dónde vivan! —le interrumpió Marshall—. Hay ocho millones de personas en esta ciudad y deben permanecer alertas y unidas contra este huracán. Una vez comiencen a pensar por sí mismas que es mejor encontrar un agujero cualquiera donde refugiarse, todo se irá al infierno.
Y Marshall entró como una tromba en su oficina.
—Llame a transportes —restalló a Débora—. Dígales que me envíen un coche inmediatamente. Vamos a ir y echar un vistazo de lo que ocurre.
Tomó una trinchera, salió impaciente, y Débora mientras se dio prisa en telefonear. Por el corredor, ella le alcanzó poniéndose a toda prisa su propia trinchera contra el viento.
La base de operaciones estaba situada en el segundo piso del Almirantazgo, en un dédalo de pequeñas oficinas, por entre estrechos pasadizos entre las altas paredes del piso. Pasaron la nueva sección de Ultramar y se dirigieron a una amplia oficina que constituía por el momento la unidad receptora de noticias de todo el Reino Unido. En la estancia una docena de teletipos zumbaban con el constante tecleo de un río permanente de información de las más importantes ciudades de Inglaterra. Una serie de aparatos de televisión funcionaban permanentemente con las imágenes transmitidas por las unidades móviles destacadas sobre toda el área de Londres y un trío de operadores en contacto directo con la Oficina Meteorológica.
—¿Cuáles son las últimas cifras de las pérdidas de Russell Square? —preguntó a un joven teniente sentado frente a un televisor, mientras hablaba rápidamente sobre un micrófono colgado del cuello.
—Muy grandes, según temo, señor. Por lo menos, cuatrocientos muertos. Los accesos a la plataforma de la estación están sumidos en la oscuridad y están aguardando la unidad de auxilio de la estación de Liverpool Street, para que pongan en funcionamiento el generador de la corriente.
La pantalla aparecía nublada e indistinta; pero Marshall pudo apreciar los detalles de los focos dirigidos a las ruinas del hotel desplomado. Sus diez pisos habían quedado reducidos a tres: la mayor parte de las ventanas y balconadas aparecían como intactas; pero una inspección más detallada revelaba que los pisos estaban separados por un espacio de sólo tres o cuatro pies, en lugar de los doce que usualmente tenían.
Marshall tomó a Débora por el brazo y la sacó de la habitación y hacia el corredor. Descendieron por la escalera hasta el piso bajo. El edificio estaba equipado con su propio generador de corriente; pero ésta resultaba insuficiente para hacer funcionar los ascensores.
Todas las ventanas por las que fueron pasando, aparecían convenientemente protegidas. En el exterior, muros de diez pisos de espesor hechos con sacos de arena que llegaban hasta el techo, daban a la edificación el aspecto de una fortaleza impenetrable. Conforme llegaban al piso bajo, no obstante, Débora sintió que el edificio entero se estremecía ligeramente como si una maciza corriente de aire le hubiese golpeado, haciendo retemblar hasta los cimientos. Aquel movimiento le produjo un instante de pánico y se detuvo por un momento acercándose a Marshall, como en busca instintiva de protección. Marshall le pasó un brazo por los hombros sonriéndole y dándole ánimos.
—Vamos, vamos, Débora, ¿te encuentras bien?
—Ha sido un instante. Temo que me he asustado mucho.
Siguieron descendiendo muy lentamente, reteniendo Marshall su paso por ella. El temblor continuaba como si todo el edificio temblase desde sus propios cimientos.
—Algo grande tiene que haber caído —dijo Marshall—. Probablemente el Palacio o el número diez de Downing Street5 —concluyó, sonriente.
Al final de los escalones había una puerta giratoria, con pesados rastreadores de goma para mantener el aire al exterior. Dentro del edificio, el aire estaba filtrado, y el conjunto de oficinas y apartamientos aislado en un cálido mundo sin ruidos. Al otro lado de la puerta giratoria, y en los corredores que conducían hasta los coches y transportes, el aire silbaba sobre los sacos de arena a una tremenda presión, sucediéndose las bocanadas huracanadas del viento lleno de polvo y frío hasta helar los huesos.
Marshall se subió el cuello de la trinchera y se dirigió rápidamente hacia uno de los corredores por la puerta trasera donde recogieron al conductor. Cinco o seis hombres agotados en sucios uniformes de color caqui, estaban sentados alrededor de una mesa tomando una taza de té. Tenían en los rostros las huellas de la fatiga y la suciedad. Durante tres semanas no habían visto el sol, las nubes de polvo habían oscurecido las calles, haciendo del mediodía una noche de invierno.
El chófer de Marshall, un pequeño y enérgico cabo llamado Musgrave, abrió el estrecho panel de una puerta de acero al final del corredor. Débora y Marshall le siguieron por un pasadizo de techo bajo donde se hallaban aparcados los coches blindados. Eran del tipo «M 53, Bethlehem», vehículos cuadrados de diez toneladas, con ángulos en curva diseñados originalmente para desviar los proyectiles de alta velocidad y ahora, refugios y escudos ideales, como unidades de superficie contra el viento. Se les había quitado sus cañones de 85 mm y en su lugar se les había dotado con la montura de ventanas de acero en rejilla de planos inclinados.
Tías haber ayudado a Débora a subir al vehículo, subió Marshall de un salto y con un par de movi-mientos enérgicos y eficaces. Musgrave comprobó la compuerta de entrada, después saltó al asiento de conductor y cerró la escotilla sobre su cabeza. Arrancó el potente motor y condujo el vehículo hacia el garaje, esperando ser elevado en la plancha hidráulica. Por control remoto de la radio, el elevador fue izándose suavemente hacia la salida, donde el «Bethlehem» emergió a la espalda del patio existente entre el edificio del Almirantazgo y el anexo del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Dentro de la cabina, Marshall tomó asiento en el filo del asiento metálico que daba junto a la ventana circular. Débora se acurrucó tras él, operando nerviosamente en la radio y en la banda de la Central de Operaciones.
Siguieron hacia Trafalgar Square, tomando por el lado oeste hacia la Galería Nacional de Arte. Era la una en punto; pero el aire era oscuro y gris y el cielo estaba encapotado. Sólo las continuas estrías formadas por la fuerza huracanada del viento, vibrando constantemente, les proporcionaba una indicación de su tremenda velocidad. Llegaron hasta Canadá House; el edificio de la «Cunard Line» al oeste de la plaza y los muros de sacos de arena y las cornisas superiores, se estremecían violentamente con el brutal impacto de las nubes de polvo.
La columna de Nelson había caído a tierra. Dos semanas antes, cuando el viento alcanzó la velocidad de 95 millas por hora, un crujido que pasó inadvertido, reveló una grieta que alcanzaba la tercera parte de la gran columna. Al día siguiente, la sección superior se desplomó, desmenuzándose los segmentos cilindricos que permanecían donde habían caído entre los cuatro grandes leones de bronce de la gran estatua. La plaza aparecía desierta. Por toda la parte norte, un túnel de sacos de arena corría desde Haymarket y se dirigía hacia Charing Cross Road. Aquellos caminos cubiertos sólo eran utilizados por el personal militar y la policía; los demás permanecían de puertas adentro, rehuyendo aventurarse en el exterior, hasta que el viento amainase. Los nuevos edificios de oficinas del Strand y los clubs de Pall Malí, se hallaban pesadamente protegidos con sacos de arena, dando la impresión de haber sido abandonados por sus ocupantes para que soportasen por sí solos el terror de un apocalíptico bombardeo aéreo. La mayor parte de los edificios más pequeños habían quedado sin protección; no obstante, se habían clavado las ventanas y balcones, con los techos y pisos lo mejor protegidos que era posible, dadas las circunstancias.
Al entrar por Charing Cross Road, Marshall se dio cuenta de que el «Garrick Theatre» se había venido abajo. Las paredes sin fuertes apoyos del auditorium se habían removido desde los cimientos, y los arcos de los palcos y plateas del hermoso teatro, se habían desplomado en un indescriptible montón de cascotes y ruinas. Las hileras de butacas aparecían desnudas y desiertas como hileras de fichas de dominó.
Al pasar por Shaftesbury Avenue hacia Holborn, Marshall hizo una seña a Débora para que se aproximase a él. En la escasa luz de la cabina, ella pudo notar la silueta de la fuerte barbilla de Marshall y el perfil iluminado de su frente. Le sorprendió ver de qué forma parecía tranquilo ante la inmensa fuerza del viento. Marshall puso su mano en las de Débora.
—¿Asustada, Débora?
Ella movió los dedos ligeramente.
—No estoy precisamente asustada, Simón. Pero mirar hacia afuera es como ver una ciudad del infierno. Todo es tan incierto... y estoy segura de que no es el fin.
Unos potentes focos se cruzaron al atravesar por Kingsway, brillando desde una ventana de observación y momentáneamente les dejó cegados. El «Bethlehem» se detuvo en la intersección, mientras Musgrave hablaba al puesto de mando situado en la boca de la estación del metro en Holborn. Delante de ellos y hacia el frente, por Southampton Road, se hallaba un grupo de vehículos; tres tanques «Centurión», cada uno de ellos arrastrando un remolque de acero.
Musgrave se unió a ellos, y formada la columna se dirigieron lentamente hacia Russell Square. Allí habían acudido ya más vehículos en derredor del hotel desplomado y otros se movían por toda la plaza, recogiendo escombros y allanando el piso, desbrozándolo de enormes cascotes y trozos de mampostería que sobresalían del resquebrajado suelo. Dos «Bethlehem» con la insignia RN se hallaban frente al edificio derruido, iluminando con sus potentes reflectores aquella serie de pisos hundidos, uno dentro del otro, como un anteojo telescópico plegado.
Dieron la vuelta al edificio, dirigiéndose a la parte en que soplaba el viento. Allí ya se había formado una hilera de tanques «Centurión» en barrera, con enormes pilas de sacos de arena entre ellos, formando como un parabrisas para dar protección a las brigadas de salvamento que febrilmente se ocupaban de ir cavando y extrayendo las víctimas de la catástrofe. Era difícil calcular el éxito de la operación. Marshall, calculó que habría muy pocos supervivientes del desastre. Los equipos pesados, originalmente diseñados para la segunda guerra mundial, necesitaban más libertad de movimientos. Disponían de enormes palas de arrastre montadas en camiones, con potentes aguilones de grúa que podían llegar hasta los pisos aplastados por el derrumbamiento. Una de ellas tanteaba en el segundo piso como una gigantesca mano rebuscando en un bolsillo; pero la enorme fuerza del viento la hacía oscilar de un lado a otro, siéndole imposible al equipo humano del camión blindado poner bajo control el funcionamiento de la máquina.
Musgrave condujo el «Bethlehem» hacia la acera opuesta y fueron bordeando la fila de vehículos hasta donde un tractor macizo, casi tan grande como una casa, ponía en funcionamiento unos botalones de sesenta pies de largo que sobresalían de su parte frontal como los foques gemelos de un barco, con los cuales trataba de situar en el centro de las ruinas un tubo de escape de acero, que pivotaba entre los botalones. El extremo inferior iba siendo clavado hacia abajo en el agujero abierto en el pavimento y después, mediante la potente fuerza hidráulica de la máquina, introducido en el mismo corazón de las ruinas. Dentro del tubo, amplio y resistente, los equipos de salvamento, provistos con hélices de acero, intentarían llegar hasta el mismo fondo de los sótanos y cimientos, arrastrándose por el espacio de un par de pies de altura que sería probablemente cuanto quedaba del piso bajo.
Cerca también, había dos vehículos más, provistos de cintas de conducción sin fin, que sacaban al exterior cascotes y escombros en una interminable sucesión de entre aquellas ruinas, descargándolas al exterior. Algunos de los trozos de mampostería tenían hasta seis pies de largura y macizos bloques de cemento de una tonelada de peso.
—Si queda alguien vivo ahí dentro, lo encontrarán —dijo Marshall a Débora.
En aquel momento, el «Bethlehem» dio una repentina marcha atrás tirándoles sobre la viga de partición del interior del vehículo. Marshall soltó un juramento, levantando el codo izquierdo dolorido que se le quedó paralizado por un momento. Débora se había golpeado la frente contra el borde de acero de la partición. La joven se llevó las manos a la cabeza y Marshall se lanzó a auxiliarla, cuando oyó a Musgrave hablar excitadamente a través del intercomunicador.
—¡Mire, señor! ¡El transportador!
Marshall se aproximó a la rejilla exterior. El viento había cogido entre sus remolinos a uno de los dos transportadores haciendo girar como una veleta al escalador de treinta pies de altura como si fuese un títere. El enorme vehículo comenzó a perder estabilidad totalmente descontrolado. El conductor intentó sacar de las ruinas el vehículo acelerando sus potentes motores, tratando de recuperar el equilibrio. Moviéndose en un pequeño espacio, dio marcha atrás en derecho hacia la acera opuesta, donde el «Bethlehem» permanecía con sus ruedas traseras apoyadas contra los escalones de una de las casas.
Antes de que chocasen, el conductor del transportador vio el «Bethlehem» por el espejo retrovisor y cambió las marchas, frenando al mismo tiempo. Las potentes garras de acero de la oruga se aferraron al pavimento como en un súbito espasmo.
Un fragmento de las ruinas del hotel, virtualmente toda una sección de quince pies de largo de una balconada, cayó directamente sobre el techo del «Bethlehem». El vehículo se hundió en su parte delantera, con el eje aplastado, quedando las ruedas traseras meciéndose al aire. Protegiéndose la cabeza con las manos, Marshall salió despedido por la cabina. Débora cayó por el suelo. Cuando el carro blindado se detuvo en sus movimientos, se inclinó sobre la joven y la ayudó a levantarse y a que tomara asiento en el interior.
La suspensión frontal del vehículo se había aplastado y el suelo se inclinaba hacia abajo. Marshall se inclinó, miró por la rejilla y vio el enorme trozo de cemento que había aplastado el techo, uno de cuyos extremos había penetrado en el asiento del conductor.
—¡Musgrave! —gritó Marshall por el intercomunicador—. ¡Musgrave! ¡Vamos, hombre, responda!
Dejó el micrófono, se inclinó bajo la partición del vehículo y comenzó a golpear con los puños el panel que cerraba casi herméticamente el compartimiento de la conducción. Musgrave había quedado encerrado por aquella parte. Intentó abrirse camino intentando arrancar o ladear los bordes del panel y se las arregló para tirar hacia atrás la plancha de acero de un octavo de pulgada, sacándola de sus goznes. Por entre aquel desastre pudo observar la encorvada figura del conductor. Se había deslizado de su asiento, habiendo embutido la cabeza entre el estrecho espacio existente bajo los barrotes de la conducción.
Marshall se puso en pie, saltó sobre el borde de la partición del vehículo y descerrajó los barrotes de la entrada. Débora se abalanzó hacia él tratando de retirarlo de allí; pero Marshall consiguió abrir la entrada al compartimiento cerrado en la conducción del «Bethlehem». El aire entró violentamente a ráfagas terribles dentro de la cabina, lleno de polvo espeso procedente de las ruinas del hotel. Vacilando por un momento, Marshall sacó la cabeza y el tronco fuera.
Inmediatamente el viento le golpeó brutalmente sobre el borde de la torreta. Por unos instantes quedó allí como aplastado, con la fuerza del huracán. Después, y poco a poco, fue retirándose hacia el suelo reculando hasta situarse contra la parte baja del chasis. El viento entró en su abrigo, rajándolo por la espalda en dos secciones como si fuese un trozo de algodón podrido partido en dos. Se mantuvo como pudo unos momentos y después, arrastrándose poco a poco, fue deslizándose por un costado del vehículo, palmo a palmo y sujetándose fuertemente con las manos, por el camuflaje del fondo del chasis. Una continua rociada de piedras le caía encima, produciéndole arañazos que comenzaron a sangrar por el cuello y las manos. Las altas casas que se hallaban frente al hotel retenían un poco la fuerza del viento y así pudo arreglárselas para llegar nuevamente hasta la coraza del «Bethlehem». Agarrándose entre uno de los enormes neumáticos y la coraza se aplastó contra el suelo, do-liéndole cada músculo conforme se adhería al pesado vehículo. A través de aquella media luz y la vorágine del viento, los imponentes vehículos de rescate se inclinaban sobre el hotel como mastodontes acorazados que destrozasen un enorme cadáver.
Marshall continuó pegado al suelo y a la plancha blindada del vehículo, tratando inútilmente de levantarse, con los ojos cegados momentáneamente. Pero instantes después, dos tanques «Centurión» se aproximaron al «Bethlehem», y al formar como un escudo protector pudo de nuevo encontrar libertad de movimientos. Marshall intentó saltar al interior; pero comprobó que tenía una pierna y los músculos de la pantorrilla inútiles. Dos hombres surgieron de los «Centuriones», vestidos con uniformes de vinilo. Uno de ellos abrió la portezuela del conductor y se deslizó en el interior. El otro tomó a Marshall por el brazo y le ayudó a subir a la torreta y después a la cabina.
Mientras Marshall se dejaba caer contra la instalación de la radio, aquel hombre, con dedos expertos, le recorrió todo el cuerpo, limpiándole después todas las desgarraduras y arañazos del rostro con una esponja antiséptica de su botiquín de urgencia. Después puso las hinchadas manos de Marshall sobre sus rodillas y se volvió hacia Débora, que aparecía arrodillada junto a Marshall tratando de limpiarle la cara con un pañuelo.
—Calma, señorita, está de una pieza. —Y señaló a la radio—. Déme el canal cuatro, ¿tiene la bondad? Les remolcaremos. Una de las ruedas delanteras está desinflada y el eje aplastado.
Mientras Débora trataba de hallar la banda solicitada, miró a Marshall, caído sobre una de las paredes de la cabina, con la cara destrozada e intentando angustiosamente respirar un poco de aire. Una red de capilares azules aparecían apelotonados en sus mejillas, dando a las enérgicas facciones de su rostro un acerado resplandor.
Débora seleccionó la banda solicitada y entregó el micrófono.
—Aquí Maitland. Marshall se encuentra bien. Volveré con él en el caso de que trate de salir fuera de nuevo. ¿Cómo está el conductor? ¿Pueden sacarlo? Bien, pues, déjenle ahí y más tarde se le sacará.
Maitland aseguró la escotilla y después se sentó en la partición sacándose el casco. Marshall trató entonces de incorporarse débilmente, con los codos sobre las rodillas, sintiendo el agudo dolor de las desgarraduras sufridas en el rostro.
—Son arañazos del aire —le dijo Maitland—. Pequeñas hemorragias. Debe usted tener muchas más en la espalda y en el pecho. Le llevará unos cuantos días.
Sonrió a ambos y Débora se acurrucó junto a Marshall, poniendo el brazo alrededor de sus hombros, alisándose los cabellos con sus pequeñas manos.
***
Llegaron a la casa de Marshall, en Park Lane, media hora más tarde, remolcados por uno de los tanques «Centurión». Unas altas puertas de hierro daban paso a un pequeño patio cubierto, donde dos de los guardias de Marshall desconectaron el tanque, haciendo después rodar el «Bethlehem» por una larga rampa hacia los sótanos. Maitland ayudó a Marshall a salir fuera de la torreta, empezando ya a recuperarse del percance sufrido. Con lentitud fue andando sobre el piso de cemento con una de las suelas de sus zapatos h al aire y sosteniendo alrededor de su cuerpo los restos del traje que llevaba puesto y apoyado con la mano en el brazo de Débora. Mientras esperaban el ascensor se volvió a Maitland, y dijo dirigiéndole una gentil sonrisa:
—Gracias, doctor. Fue algo estúpido por mi parte; pero el pobre hombre estaba muñéndose a dos pies de distancia y no pude hacer absolutamente nada para ayudarle.
Uno de los guardias abrió la puerta y pasaron, yendo a la suite que Marshall tenía en el primer piso. Todas las ventanas estaban cerradas con ladrillos de cemento. Desde la calle, la casa de Marshall tenía el aspecto que recordaba una mansión georgiana, con sus esbeltos dinteles sobre unas altas y estrechas ventanas; pero la fachada era de una fuerte estructura de paredes maestras, recubierta de una fuerte superestructura de acero que soportaba fácilmente el viento. El aire en la suite, resultaba agradable y nitrado, sin que se notase siquiera el menor movimiento sobre el rojo alfombrado del suelo, uno de los pocos oasis privados que todavía quedaban en Londres.
Entraron al salón, una amplia estancia en dos niveles, con una caja de escalera circular de cristal negro. Bajo ella, ardía un fuego agradable en una maciza chimenea, lanzando un suave resplandor sobre el sofá circular situado frente al hogar. La habitación era lujosa y cuidadosamente amueblada con un gusto fuertemente varonil. Aparecían unas cuantas estatuillas abstractas, unos rifles sobre pesados soportes colgados de las paredes de relucientes cañones y un toro de bronce situado en uno de los rincones, con sus hundidos ojos ciegos y amenazadores. En su conjunto, todo aquello desprendía el efecto de algo potente, como una perfecta imagen de la personalidad del propio Marshall, intensa y perturbadora.
Marshall se dejó caer sobre el sofá, dejando las luces apagadas. Débora le observó un momento y después se dirigió al mueble-bar. Escanció un whisky en un vaso, le añadió soda y llevó la bebida a Marshall, sentándose junto a él en el sofá.
Tomó la bebida de manos de la joven y alargó la mano, dejándola reposar sobre sus largas piernas. Ella se aproximó aún más y con sus dedos femeninos comenzó a recorrer, como en una caricia, las cortaduras y escoriaciones sufridas en Russell Square, en la cara y en la frente.
—Lamento lo ocurrido a Musgrave —dijo ella. La mano de Marshall descansaba en su falda, cálida y fuerte. Débora tomó el vaso y bebió un sorbo, sintiendo cómo el fuerte líquido le pasaba por la garganta, ardiente y restaurador, estimulándola.
—Pobre hombre —comentó Marshall con lástima—. Esos «Bethlehem» son unos cacharros inútiles; la coraza es demasiado delgada como para sostener un edificio que se desploma en ruinas. —Y como para sí mismo, añadió—: Hardoon seguramente que deseará algo más duro.
—¿Quién? —preguntó Débora. El nombre le recordaba algo confuso, como de haberlo oído antes en alguna otra parte—. ¿Quién es Hardoon?
—Una de las personas con quienes trato —repuso Marshall con un vago gesto de la mano.
Apartó sus ojos del fuego y miró a Débora. El rostro de la joven estaba a pocas pulgadas de distancia, con los ojos muy abiertos y una sonrisa expectante en sus frescos y pulposos labios.
—Estabas diciendo algo respecto a los «Bethlehem» —dijo con calma, mientras daba un suave masaje a las mejillas de Marshall con el nudillo de su dedo índice.
Marshall se sonrió en una pura admiración. «Un amante frío y apasionado —pensó—. Necesito intentar el recordar que tengo que llevarte conmigo.»
—Sí —repuso en voz alta—, necesitamos algo más pesado y potente. El viento puede que todavía se vuelva más huracanado.
Mientras hablaba, Débora aproximó su cara a la suya y le rozó la frente con los labios, murmurando algo para sí misma.
Marshall se tomó de un golpe lo que quedaba en el vaso, lo puso a un lado y la tomó en sus fuertes brazos.
***
Maitland observaba cómo el soplete cortaba limpiamente la plancha de acceso a la cabina del conductor del «Bethlehem». La sección entera se desprendió con un golpe metálico en el suelo, y con la ayuda de dos mecánicos, auxilió al infortunado Musgrave a salir del cepo en que estaba cogido depositándolo sobre el suelo del garaje. Había aparecido abatido sobre el salpicadero de la conducción del coche blindado.
Maitland le tomó el pulso y con exquisito cuidado, le depositó sobre un banco. Un guardia salió de una cabina telefónica y se aproximó a Maitland. Era un tipo duro y fuerte, de enérgico rostro, y de historial indeterminado que vestía el mismo uniforme negro que el personal de Marshall. Maitland se preguntó mentalmente de dónde procedería aquella gente. Los tres miembros que había visto eran sin duda alguna reclutados independientemente; sobre sus hombros no aparecían insignias de ningún rango y trataban al «Bethlehem» y a él mismo como intrusos.
—Hay un coche oruga que viene de Hampstead —dijo el guardia—. Es de la Marina y le remolcará hasta la base de Green Park.
Maitland aprobó con un gesto. Se sintió repentinamente cansado y miró a su alrededor en busca de algún sitio donde descansar un poco. El único banco estaba ocupado por el cuerpo inmóvil de Musgrave, por lo que se puso en cuclillas en pleno suelo, contra la rejilla del ventilador, escuchando el tronar del viento en la calle, al exterior. De vez en cuando las aspas del ventilador se detenían y marchaban en sentido contrario, debido sin duda a la presión de la corriente de aire, para continuar después su giro normal.
Aparte del «Bethlehem» sólo había otro vehículo en el sótano, un remolque de dobles ejes, largo y pesado, blindado también, que estaba siendo cargado por dos guardias con una interminable sucesión de banastas de madera y grandes cajas, procedentes de un montacargas. Se dieron tanta prisa, que pocos momentos después sólo quedaba asegurar la tapadera de las cajas. Con cierta curiosidad, Maitland quiso saber qué sería aquella carga y se aproximó a ella, una vez que los guardias desaparecieron en el montacargas. Supuso que las cajas contendrían costosas piezas de servicios de mesa, tales como mantelerías, cuberterías y así, y miró en una de ellas levantando la tapa.
Empaquetados en las cajas, había seis morteros de trinchera de tres pulgadas y media, con sus amplios tubos pintados de verde con una espesa capa de grasa protectora.
Los morteros eran productos del Ministerio de la Guerra; pero no se apreciaban sellos de autorización ni marcas en las tapas de las cajas, que especificaran su destino. Levantando la tapa, Maitland pudo apreciar un sello en tinta negra que decía: «Máscaras respiratorias. Hardoon Tower.»
La mayor parte de las otras cajas estaban precintadas y etiquetadas con varias leyendas, tales como cilindros de oxígeno para sopletes, equipo para excavaciones, barrenadoras y otros similares. Una caja abierta, estaba marcada con el rótulo «Tela para uniformes. Hardoon Tower», y contenía una profusa colección de uniformes negros como los que había visto llevando a los hombres de Marshall. Hardoon Tower... se repitió para sí Maitland, tratando de identificar el nombre. Momentos después recordó el perfil aparecido en un periódico que había leído años antes respecto a un millonario excéntrico propietario de vastos intereses en negocios de construcción y que había construido un complicado «bunker» subterráneo, altamente elaborado, como una pequeña ciudadela bajo tierra, cerca de Londres, en la época de la guerra fría.
—¿Está bien, doctor?
Dio la vuelta para encararse con un hombretón de aspecto duro, el guardia que había dispuesto su transporte hasta aquel sitio, mirándole fijamente con las manos a los costados. Maitland no pudo saber si estaba armado o no; pero su chaquetón de cuero muy bien podía disimular cualquier arma.
Maitland dio unos golpecitos sobre la caja repleta de morteros.
—Pues... estaba echando un vistazo a estos... aparatos para respirar. Tienen un diseño fuera de lo corriente...
El guardia puso cara de pocos amigos.
—Son piezas muy útiles, doctor, para nuestro equipo. Tienen distintos usos. Bien, vamos.
Y mientras Maitland dio la vuelta para dirigirse a través del sótano, el guardia le siguió pegado a su hombro.
—¿Qué es lo que trata Marshall de hacer? —preguntó—. ¿Va a comenzar una guerra?
El guardia miró a Maitland pensativamente.
—No sé qué es lo que quiere hacer. Pero no nos preocupemos mucho por eso, doctor. Siéntese allí y tómese el pulso o cosa parecida.
Envolvieron a Musgrave en unos lienzos de politeno y le depositaron con cuidado en el interior del «Bethlehem» bajándole con cuidado por la torreta. Maitland saltó después, acomodando el cuerpo del infortunado conductor, sujetándole con los cinturones de seguridad en el interior del vehículo acorazado.
Cuando intentó salir, se dio cuenta de que alguien estaba sentado en la portezuela, ocultando con los pies la ventanilla de plexiglás. Durante un momento pensó en haber forzado la situación y decidió dejarlo estar. Pocos momentos después, el vehículo naval llegaba, descendiendo por la rampa. Enganchó un remolque al «Bethlehem» y después se inició la salida hacia la calle.
Unos potentes remolinos de viento, con potentísimas rachas, se estrellaban contra el vehículo, estremeciéndolo de un costado a otro, conforme la cabina cabeceaba como un barco a merced de las olas.
A su alrededor, en el exterior de las calles, pudo oír el tronar del huracán y la constante caída de escombros por todas partes, arrancados por la furia del viento.
Capítulo IV
LOS PASADIZOS DEL DOLOR
Por tres veces, de vuelta al depósito de Green Park, el vehículo se salió fuera del asfalto de la calle. Cogido por rachas de viento cruzado que le zarandeaban, tras el tanque «Centurión», como una cola desamparada e inútil, el «Bethlehem» se balanceaba sobre el pavimento casi hasta quedar volcado por completo.
Las calles aparecían llenas de cascotes y trozos de mampostería, fragmentos de cornisas ornamentadas procedentes de los viejos edificios y residuos de tejas de los techos estrelladas contra el suelo, sembradas por doquier como una lluvia de hojas caídas en un bosque, en otoño.
Llegaron por fin al depósito de Green Park en donde se alojaba la base de Operaciones Combinadas de Rescate y entraron por el largo túnel de cemento y sacos de arena que les condujo hasta el almacén subterráneo. Una docena de vehículos diversos, como tanques «Centurión» y «Bethlehem» con un par de enormes «Titán-M5», con su personal de servicio, estaban dedicados a descargarlos y repostarlos. Tres de ellos llevaban las insignias de la RN6; la Marina, a quien Maitland estaba asignado, compartía el depósito; pero notó que todo el personal vestía el mismo pardusco uniforme. Aparecían cansados y desmoralizados, y el propio Maitland creyó sentirse compartiendo su misma desesperanza. Al descender del «Bethlehem», se apoyó unos minutos contra el vehículo, intentando poner sus músculos en funcionamiento, tras el terrible cansancio experimentado a lo largo de toda la jornada.
Se rehizo pronto y después se encaminó hacia la oficina del almacén donde compartía una pequeña habitación con un cirujano de la Marina llamado Avery. Dada la urgencia de la catástrofe, y teniendo en cuenta que la Royal Air Force no tenía nada que hacer en aquello, la Marina había dispuesto una unidad de operaciones de emergencia. Con la ayuda de Andrew Symington, Maitland se había incorporado a sus tareas con un mínimum de formalidades. Había permanecido con Andrew y su esposa durante una semana, esperando inútilmente que el viento cediese, encontrando con alegría la oportunidad de poder hacer algo positivamente eficaz.
Maitland cerró la puerta y se sentó pesadamente en su cama, saludando a Avery que se hallaba tendido cuan largo era en la suya, con el impermeable negro sin desabotonar.
—Hola, Donald. ¿Cómo van las cosas por ahí fuera?
Maitland se encogió de hombros.
—Pues una ligera brisa soplando sobre las calles. —Tomó un cigarrillo de la pitillera plateada que le ofreció Avery—. He pasado casi todo el día en Russell Square. No ha sido nada agradable. Parece como un anticipo de las cosas que van a ocurrir. Espero que todo el mundo lo sepa.
Avery dejó escapar un sonido inarticulado.
—Por supuesto que no lo harán. Esto me recuerda el chiste famoso de Mark Twain sobre el tiempo; todo el mundo habla de él; pero nadie hace nada para evitarlo.
Dio media vuelta y puso en contacto la radio portátil que yacía bajo la cama. Un tremendo ruido de sonidos estáticos comenzó a surgir del aparato, mezclado con el rumor y las voces de la gente que subía y bajaba continuamente por el corredor.
Maitland pudo finalmente oír las últimas noticias de los boletines informativos. La BBC seguía transmitiendo para el Servicio Interior nuevos resúmenes de noticias, cada media hora, entrelazados con música ligera y una aparente andanada sin fin de órdenes y recomendaciones procedentes del Departamento de Guerra. Por lo que respectaba al Gobierno, parecía desprenderse que tácitamente había adoptado el punto de vista de que el viento pronto decrecería y de que la gente poseía suficiente comida y agua para sobrevivir sin otro auxilio en sus propios hogares. La mayoría de las tropas disponibles, estaban destinadas en trabajos de reparación y ligazón de túneles, reparando los cables de conducción eléctrica y reforzando sus propias instalaciones.
Avery apagó el receptor portátil y se sentó apoyándose sobre un codo por unos instantes, mirando fijamente a su reloj de pulsera, con aire preocupado.
—¿Qué es lo último ocurrido? —preguntó Maitland.
Avery sonrió sombríamente.
—El puente de Londres se ha derrumbado. La velocidad del viento es casi de ciento ochenta millas. Leyendo entre líneas, creo que la cosa debe ser todavía peor. En la costa sur, hay unas colosales inundaciones... la mayor parte de Brighton parece que ha quedado barrido del mapa. Un caos general está surgiendo por todas partes. Lo que quisiera saber es cuándo van a comenzar a hacer algo positivo...
—¿Y qué pueden hacer?
Avery hizo un gesto de impaciencia.
—Por amor de Dios, ya sabes lo que quiero decir, Donald. Están procediendo en todo esto de la forma más equivocada, limitándose a decirle a la gente que permanezca encerrada en sus casas, bajo los baúles. ¿Qué se piensan, que esto... es un raid del viejo «Zeppelin»? Tiene que producirse pronto una fantástica cifra de bajas. Y no hablemos de dejar sueltas por ahí un par de epidemias, como el tifus y el cólera.
Maitland aprobó con un gesto silencioso de cabeza. Estaba de acuerdo con Avery; pero se sentía demasiado cansado para oponerle cualquier comentario.
Avery estaría fuera de servicio a las ocho y se marcharía por el túnel de comunicación de St. James Park a hacer sus comidas con el demás personal civil del depósito antes de irse al Park Lane Hotel. El niño que esperaban aún no había llegado al mundo, y por lo visto se estaba retrasando ya una quincena en nacer. Dora daba la impresión de retener en su seno a la criatura inconscientemente.
—Estábamos maldiciendo esos condenados boletines de noticias —dijo Avery—. ¿Es que se empeñarán en que creamos que estamos en un tranquilo día de verano?
—¿Cuáles son las noticias verdaderas, Andrew? presionó Maitland a su amigo—. Parece como si no hubiese sido sólo lo de Russell Square lo que se ha venido abajo.
—Así es —repuso Symington. Tenía el rostro sombrío y fatigado. Encendió un cigarrillo, cuyo humo aspiró profundamente—. Por todo lo que he oído, he sacado la conclusión de que debemos estar dispuestos a esperar que la fuerza del viento siga incrementándose, al menos durante varios días más. Aparentemente, aparecerán primero áreas de turbulencia, mientras que las corrientes continuas aumentarán de fuerza, lo que no da signos de producirse así. Ocurra lo que ocurra, creo que todavía aumentará la velocidad en otras cincuenta millas.
Avery dejó escapar un silbido de asombro.
—¡Dios Todopoderoso! ¡Doscientas treinta millas por hora! —Y comenzó a tamborilear con las manos en el tabique de madera—. ¿Y tú crees que esto resistirá?
—Este edificio probablemente lo resista, incluso aunque pierda el techo; pero ya la mayor parte de las casas de Inglaterra, en todas las Islas, comienzan a desplomarse. Los techos son arrancados de cuajo y las paredes se desploman, aunque no siempre suceda, sobre todo en las de construcción moderna con fuertes cimientos. Las gentes comienzan a salir en busca de alimentos, intentando dejar sus casas para acudir a las estaciones de auxilio. Y son arrancadas de la misma puerta antes de que sepan qué es lo que les ha ocurrido y llevados a media milla de distancia en diez segundos. —Symington hizo entonces una pequeña pausa—. No tenemos mucha información de los Estados Unidos y de la Europa Occidental; pero ya puedes imaginarte el aspecto que presentará el Lejano Oriente. El control gubernamental ha dejado de existir. La mayor parte de las estaciones de radio, apenas si emiten señales locales de identificación.
Siguieron hablando por una media hora, y entonces Symington salió, por lo que Maitland pudo sumirse en un profundo sueño, vestido conforme estaba. Tuvo la vaga idea de que Symington entraba de servicio y después se sumió en un sueño profundo, aunque sin descanso.
***
Seis horas más tarde, mientras escuchaban otro resumen de noticias en una de las salas de conferencia, al otro extremo del depósito, se oyeron los ruidos de edificios cayendo demolidos por la fuerza del viento en la distancia. Los muros se estremecieron sensiblemente, como si uno de los terminales del depósito subterráneo estuviese siendo sacudido por las mandíbulas de algún enorme insecto. Uno de los muros exteriores que sostenía la escalera que conducía hasta el techo del edificio, en un extremo de los cuarteles, se había derrumbado, cayendo la escalera en mil pedazos. Afor-tunadamente, las paredes interiores que dividían la escalera del resto de los cuarteles, habían soportado la fuerza del viento, dándoles tiempo al personal para salvar sus equipajes; pero cinco minutos después de que se retirasen al edificio adyacente, los cuarteles se disolvieron en un remolino de viento y polvo negruzco y en una verdadera explosión que acabó con todo en un abrir y cerrar los ojos.
El capitán, subido en una plataforma, alzó la voz sobre los hombres que se le aproximaban:
—Nos mantendremos reunidos para que podamos salir de aquí antes de que se nos desplome en nuestras mismas narices. La velocidad del viento ha llegado a ciento ochenta millas por hora y, con franqueza, la situación en general es sombría. La gran tarea ahora, es llevar a tantas personas como podamos a los refugios subterráneos. Nos situaremos en el Central London y dispondremos de diez puestos de mando en las proximidades de las líneas de circunvalación. Nuestra base será la de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Brandon Hill, cerca de Kingston. Los «bunkers» profundos nos proporcionarán suficiente espacio para disponer de un almacenamiento" que permitan trescientas camas. Habrá una unidad de la Marina de transporte y rescate, y trataremos de llevar al personal que podamos a los refugios más profundos, túneles del ferrocarril, sótanos de fábricas y así, en toda el área circundante. No será una tarea fácil. Algunos de los grandes transportes que vienen de Woolvich se supone que resistirán la fuerza de una galerna de quinientas millas de fuerza por hora; pero aun así, sólo podremos acarrear una pequeña proporción de la gente que encontremos, y tendremos que recoger a los que dispongan de alimentos. Nuestros suministros apenas si llegarán a tres semanas. —Se detuvo mirando las filas de rostros sombríos que le miraban fijamente—. Odio decir esto, muchachos, pero parece que las bajas serán del cincuenta por ciento.
Maitland se repitió aquella cifra para sí mismo, tratando de digerirlo bien. Imposible, pensó. ¿Veinticinco millones de personas? Con seguridad que las gentes se esconderían donde pudiesen, sobreviviendo en el fondo de cualquier agujero, aunque fuese masticando hojas y raíces. Escuchó vagamente el resumen que continuó, imaginando si aquellos preparativos no serían exageradamente inadecuados como lo habían sido al principio.
Todos se alinearon formando cola y ocupando sus puestos en los corredores que descendían hasta el depósito de transporte, escuchando el tronar espantoso de las calles, al exterior. Bocanadas de aire maloliente les llegaban de tanto en tanto. El piso bajo los pies de Maitland estaba oscurecido por una capa de polvo y de suciedad. La totalidad de la superficie del Globo estaba siendo sistemáticamente arrasada y deshecha por el viento. El cielo permanecía negro, con el polvo mezclado en las rugientes nubes del huracán.
Por lo que oyó en sus proximidades, obtuvo las últimas impresiones del momento. El Gobierno, reunido en el Departamento de Guerra, se hallaba escondido en los «bunkers» del Whitehall, comunicándose por radio con el cinturón de estaciones de mando existentes alrededor de Londres y con lugares parecidos en las demás provincias del Reino Unido. Una fuerza calculada en un millón de hombres, de los tres servicios armados, la guardia nacional, la defensa civil y la policía, estaba directamente controlada por el Gobierno, y una buena proporción de aquellas fuerzas estaba dedicada a organizar y preparar profundos refugios allí donde existiesen. Solamente una pequeña fracción, quizás unos doscientos mil, estaban por el momento dedicados a los trabajos de rescate.
Maitland especuló sobre la base de que todos aquellos preparativos estaban ahora en manos del COE para una retirada final hacia un mando único de última resistencia, con todos los servicios del Gobierno simplificados al mínimo, y con objeto de sobrevivir en algún secreto bastión donde tal supervivencia pudiera asegurarse por el mayor tiempo posible. Trató de comunicar aquel descubrimiento a la casa de Marshall en Park Lane; pero los oficiales mayores del depósito estaban demasiado ocupados para escucharle, no teniendo, por lo demás, autoridad alguna fuera de la unidad. Además, Hardoon, con su ejército de hombres de la construcción y flotas enteras de equipo, muy bien pudiera estar trabajando para el Gobierno.
Cuando finalmente consiguió poner su maleta en uno de los transportes de personal y subió tras ella, apenas si quedaban media docena de hombres en el depósito. El transporte estaba amarrado sólidamente a la trasera de un tanque «Centurión». Ambos vehículos fueron cargados con vigas de cemento de tres pies de largo y dieciocho pulgadas de espesor, tratando de aumentar la coraza original del tanque y proveerlo, además, del mínimum de resistencia al viento.
Maitland se encontró entre un espantoso revoltijo de maletas y sacos. Intentó asomarse por una de las rejillas de acero del transporte a pocas pulgadas bajo su cabeza. Sólo dos más se hallaban con él, un sargento aviador de la RAF y un joven cabo de transmisiones.
Tras una larga espera, los motores rugieron poniéndose en marcha y se dirigieron a la rampa de salida. Conforme se aproximaban al final de la rampa, la puerta horizontal fue retraída y la corriente huracanada de ciento ochenta millas de velocidad por hora, levantó el transporte del suelo como una mano gigantesca. El conductor aceleró los potentes motores para animar el vehículo y con el «Centurión» tirando de cabeza se dirigieron hacia la salida a Green Park. Maitland miró al exterior. Montones de árboles desgarrados por el huracán cubrían el suelo, ya sin césped y sembrado de piedras, grava y mil objetos diferentes amontonados contra los muros del refugio, como si aquello fuese un vaciadero municipal abandonado.
Se detuvieron pasado el Hyde Park Comer a la entrada del Knightsbridge. Maitland apretó el rostro contra la rejilla, mirando las siluetas sombrías de los bloques de edificios de oficinas y apartamientos sumidos en la oscuridad. Se les veía estremecerse ostensiblemente, mientras que unos fuertes temblores, como un constante terremoto, surgían del suelo al paso de los vehículos. Todos los techos habían sido arrancados de cuajo, y Maitland pudo ver el cielo a través de las ventanas de los pisos altos. La mayor parte de los pisos superiores se habían derrumbado. Todas las tiendas y pequeños comercios habían sido completamente desmantelados, con las lunas deshechas y saltadas en mil pedazos y los interiores limpios de toda clase de objetos.
A la derecha de la gran avenida, apareció la silueta de un «Jaguar» volcado y estrellado literalmente contra la fachada de un comercio. Fueron evitando los escombros que se apilaban al paso y se dieron prisa en dirección a Brompton Road. Al pasar por Lowndes Square, Maitland se fijó en la casa donde tenía su piso, contando los que había en pie para localizar su apartamiento. El edificio, en apariencia, aún resistía intacto, pero todas las luces estaban apagadas. Siguiendo adelante, no pudo dejar de pensar qué sería de Susan.
Los grandes almacenes «Harrod's» yacían en ruinas, con ladrillos, trozos de mampostería y pequeños bloques de cemento sembrados por la avenida y el viento recogiéndolos como buitres que se ensañan con la carroña abandonada, los trasladaba de un lugar a otro en un infernal remolino constante, arrancando sin cesar trozos de pared, puertas y ventanas, muebles del interior, ropas y todo género de artículos, en una danza infernal al soplo rugiente de aquel huracán devastador, llevándolos de un lado a otro a grandes velocidades en una vorágine enloquecedora.
Sacudiendo la cabeza profundamente preocupado, Maitland rebuscó en sus bolsillos en busca de un cigarrillo. Estaba sacando uno para encenderlo, cuando el remolque en que viajaba a rastras del «Centurión», frenó repentinamente. Vaciló un momento y después comenzó a dar marcha atrás, sintiendo cómo rodaba en ligera pendiente en un enorme agujero abierto en el firme bajo la sección trasera del vehículo.
Por sobre el rugido del viento, oyó cómo el conductor gritaba por la radio. Sintió cómo el «Centurión» cambiaba una de las marchas lentas de sus potentes motores, tratando de sacarles de aquel incidente inesperado. El peso del transporte había hundido aparentemente una sección de los colectores subterráneos de la ciudad, que atravesaba en aquella dirección por la avenida. Inclinado en un ángulo de diez grados, las ruedas del transporte remolcado patinaban y rechinaban. Gradualmente fue deslizándose irremediablemente hacia la rendija abierta, arrastrando al «Centurión» con él. Finalmente, pareció quedarse inmovilizado como si hubiese echado raíces allí. El conductor aceleraba, haciendo funcionar las marchas como un maníaco, mientras el «Centurión» se zarandeaba de delante a atrás, sin salir del atasco. Después, se detuvieron los motores de ambos vehículos y durante unos instantes, ambos conductores no cesaron de gritar sobre los micrófonos de la radio.
Por la rejilla, Maitland pudo apreciar los lados de la rendija abierta de diez pies de profundidad. En la parte de atrás, aparecía el borde dentado del asfalto de la avenida y delante, la maciza estructura del tanque con los juegos de ruedas traseras todavía en el firme del asfalto. El conductor abrió la puerta de comunicación y salió arrastrándose a popa del vehículo, gritando furioso por lo que había ocurrido, braceando y dando voces.
—¡Fuera, fuera, fuera! ¡No se queden ahí sentados como unos borregos indefensos...!
El sargento aviador se encrispó, indeciso ante sacar a relucir su rango militar sobre el cabo; pero lo pensó mejor.
—¿Qué hacemos ahora, amigo?
El conductor sacó a puntapiés las maletas y gritó siempre furioso:
—¡Caminar a pie! ¿Qué otra cosa se puede hacer? ¡Desde luego no les voy a poder llevar hacia atrás!
Y abrió las puertas traseras. El «Centurión» encendió las luces de atrás, inundando de luz el interior del transporte. Hacia la izquierda, sobre la acera, Maitland pudo observar la presencia de un túnel para peatones. Parte de él había caído sobre el socavón, permitiendo sin embargo un punto de acceso. El conductor apuntó hacia él.
—Tomen eso, que les llevará a la estación del metro de Knightsbridge —ladró materialmente—. Sigan por la línea de Piccadilly hasta Hammersmith y allí se les recogerá. ¿Entendido?
Maitland vaciló, y después comenzó a arrastrarse por el fondo hacia la abertura del túnel. El viento rugía sobre su cabeza como un tren expreso absorbiendo literalmente el aire del espacio a baja presión del firme de la avenida, y se pegó al suelo como una lapa. Una vez alcanzado el túnel, volvió con enormes esfuerzos para ayudar a los otros que le seguían detrás. Cuando todos estuvieron dentro, vieron al «Centurión» rugir otra vez con sus potentes motores en marcha y salir de un golpe fuera del socavón, con las luces encendidas, y después, con sus motores rugiendo como con rabia, dirigirse a toda prisa avenida abajo.
El túnel había tenido originalmente seis pies de altura; pero la presión del viento y las sucesivas capas de materiales de reforzamiento añadidas durante la semana anterior habían reducido el techo a poco más de cinco pies del suelo. De tanto en tanto, y a intervalos de cincuenta yardas, se habían instalado linternas de tormentas que expandían un mortecino resplandor sobre el pasadizo.
Agachándose ligeramente, siguieron hacia adelante, con Maitland a la cabeza. Sólo había una media milla para volver hasta Knightsbridge, y, por fortuna, el túnel no tenía ninguna rotura en cualquier otro punto de su trayectoria. Unas cuantas personas, descansaban por el suelo embutidas en sacos de dormir fabricados en casa. Claustrófobos, pensó Maitland, personas que se aterraban más en sus sótanos que en los túneles del metro, donde las amplias superficies en los túneles, les proporcionaban mayor alivio a su terror del huracán. Esquivando a duras penas sobre utensilios de cocina y ropas abandonadas, llegaron a la estación en unos cinco minutos de marcha. La entrada había sido reforzada y pesadamente fortificada con bloques de cemento por las fuerzas del Ejército. Dos policías armados y vestidos con negros uniformes comprobaron sus pases, dirigiéndose después hacia la unidad de comunicaciones instalada en la cabina de la venta de billetes del metro.
Tras haber dejado atrás las calles desiertas y sumidas en la oscuridad, la estación aparecía fulgurante de luz por todas partes, con miles de personas acurrucadas en cualquier parte, ocupando el nivel alto de la estación, teniendo a la mano ropas y objetos de uso indispensable, cociéndose alguna comida en caliente con estufas portátiles y haciendo colas interminables en dirección a las letrinas. El suelo estaba literalmente sembrado con personas durmiendo y equipajes de todo género. Anduvieron por entre aquella intrincada masa de criaturas procurando no molestar en especial a los niños que dormían y a los ancianos, hasta que localizaron a los dos hombres operando en el equipo transmisor de radio.
Tras cinco minutos de espera, tomaron contacto con el punto de control situado en Hammersmith y confirmaron el arreglo hecho por el conductor para que un transporte pesado de tierra les recogiera allí, pasadas unas dos horas, más o menos.
La gente permanecía sentada por todos los huecos disponibles en el camino que conducía a los elevadores de los niveles bajos de la estación, acurrucados unos contra otros, sobre mantas extendidas en el suelo y con bolsas de plástico en los pies, conteniendo pan ya comenzado y mordisqueado, algunas pobres raciones enlatadas de diversos alimentos y termos con café o agua. Pasando por toda aquella barahúnda, el grupo de Maitland fue descendiendo hasta las plataformas inferiores, donde parecía existir algún orden y donde la disciplina parecía haber sido restaurada. Las mujeres y los niños, habían sido alojados en la plataforma oeste, mientras que los hombres y los elementos de los servicios armados ocupaban la parte este. Se habían instalado unas separaciones con tabiques de madera, y la policía patrullaba las salidas y entradas.
El grupo de Maitland descendió hasta las vías, y carril adelante comenzaron a caminar en dirección a la próxima parada en la estación de Kesington. Unas lámparas eléctricas de trecho en trecho, les permitía una regular visión del camino a seguir. Sobre la plataforma por encima de las vías, unos grupos de soldados y de hombres en ropas civiles permanecían acostados sobre cualquier cosa, la mayor parte de ellos dormidos, y otros, mirando impasibles, con los ojos adormilados. Ya habían casi llegado al extremo de la plataforma, cuando alguien se levantó y saludó con la mano a Maitland. Éste se volvió y reconoció al portero de la casa de pisos, donde tenía su apartamiento.
—¡Doctor Maitland! Un minuto, por favor...
Aparecía sentado sobre una grande y lujosa maleta, que Maitland supuso habría tomado seguramente de alguno de los apartamientos abandonados del edificio.
—Doctor, quisiera decirle algo. La señora Maitland todavía está allí.
Maitland se quedó petrificado por la sorpresa.
—¿Qué? ¿Está seguro? —Cuando el portero afirmó con la cabeza, apretó los puños involuntariamente. Había superestimado la astucia de Susan—. ¡Estúpido loco! ¿Es que no pudo usted haberla traído hasta aquí?
—Se lo dije, doctor, puede creerme. Se quedó sola ayer. Dijo que le gustaba quedarse en el apartamiento y ver cómo caían las casas.
—¿Verlas caer? ¿Dónde está? ¿En el sótano?
El portero negó con un gesto.
—No, señor, está arriba en el piso, doctor. Las ventanas están todas destrozadas y está encerrada en el ascensor. El ascensor está bloqueado en el sexto piso.
Maitland vaciló, mirando por sobre el hombro. Sus dos compañeros desaparecían en aquel momento por la primera curva del túnel. Llegarían a Hamrnersmith en cuarenta y cinco minutos; probablemente les llevaría más de una hora de espera antes de que Brandon Hall llegase para recogerles.
—¿Podría todavía ir a Lowndes Square? —preguntó al potero—. ¿Se sostiene aún el túnel?
El portero asintió.
—Siga el de Sloane Street y después corte por el garaje de la Embajada del Pakistán. Eso le llevará rectamente hacia el edificio. Y tenga mucho cuidado, doctor. Constantemente están cayendo escombros y grandes trozos de mampostería...
Maitland saltó a la plataforma del metro y volvió sus pasos hacia el escalador. Consiguió llegar a la entrada y se dio prisa entre los últimos que iban llegando desde el túnel, aún menos equipados todavía que los anteriores. Muchas personas llegaban incluso sin alimentos ni ropas, sólo con una botella de leche en la mano o con agua como raciones únicas para las próximas semanas que aún podían transcurrir. Maitland tuvo buen cuidado de observar a uno por uno, por si Susan se hubiera decidido a buscar aquel refugio; después, se agachó y tomó el túnel de nuevo.
Dentro del túnel y en las encrucijadas, se habían improvisado unas marcas escritas toscamente con pintura. Torciendo a la derecha hacia Sloane Street, corrió dándose prisa con la cabeza baja, dando traspiés a veces entre los corredores improvisados y reforzados con sacos de arena. Algunas bombillas, de tanto en tanto, añadían un poco de luz a la escasa visibilidad reinante, procedente de las linternas para tormentas. Ráfagas de aire se filtraban por los sacos, soplando y dejando escapar inmensas rociadas de polvo blanco del cemento como válvulas de escape de los tubos de vapor de una máquina a gran presión. A doscientas yardas de Sloane Street, el túnel terminaba en el comienzo de unos tramos de escalera construidos en los cimientos fortificados bajo uno de los bloques de edificios de la zona. Aquello había sido recientemente utilizado como puestos de auxilio de primeros socorros de urgencia. Dos o tres garitas se sostenían en pie contra los muros, bajo una caldera. Había además una mesa llena de desperdicios y de cartones vacíos de botes de leche en polvo.
Cruzando el sótano, empujó la puerta que daba acceso al garaje y subió otro tramo de escalera hasta un pasaje fortificado también donde se hallaban instaladas unas barrenadoras a intervalos regulares. Allí encontró una bifurcación, cuyo brazo derecho conducía a Sloane Street. La siguió hasta toparse de repente con un montón de escombros, en el lugar en que habíase derrumbado una de las viejas casas de la zona. Maitland saltó por encima de la trinchera formada por los sacos, dirigiéndose al sótano que contenía los garajes de la Embajada del Pakistán.
En la rampa exterior, un hermoso «Cadillac» aparecía tumbado con los neumáticos desinflados, los cristales deshechos, el eje trasero roto y una colección de maletas abandonadas en el portaequipajes abierto. Protegiéndose la cara de las piedras y tejas que saltaban como proyectiles entre los muros, Maitland se dirigió a la puerta de servicio del edificio de apartamientos, en donde tenía el suyo.
Todos los apartamientos habían sido ya abandonados. El aire remolineaba rugiente por la escalera, cambiando de dirección a cada momento, arrastrando con él nubes de polvo y escombros en ambas direcciones de la escalera principal. A costa de inauditos esfuerzos llegó hasta el sexto piso y miró hacia el ascensor. En el interior apreció un pequeño sillón de cuero, dos cojines sucios y una figura envuelta en una manta, cuya silueta apenas si pudo apreciar bien. Maitland se dio prisa en subir los tres pisos que le faltaban para llegar a su propio apartamiento y empujó la puerta. La entrada estaba sumida en la oscuridad, con un ventarrón enorme silbando procedente de la sala de estar, arrastrando en él, papeles de periódicos y revistas. Corrió apresuradamente por todo el apartamiento, soste-niéndose de la salvaje fuerza del viento en el interior. Las ventanas de doble hoja habían sido arrancadas de cuajo y las estructuras metálicas se cimbreaban al paso del viento que como un vórtice turbulento estallaba en forma casi explosiva contra la obra de las paredes maestras del edificio. La balconada exterior, había sido arrancada en pedazos y todos los muebles y objetos de decoración destruidos y saltados en piezas y arrastrados después hacia el techo de la Embajada, que quedaba debajo del edificio.
Por un momento se creyó estar frente a las hélices gigantescas de algún avión de transporte o como si estuviese a bordo de él sobrevolando a baja altura un mar embravecido, escudado del cielo por el techo. Miraba hacia el oeste de la ciudad, por donde se extendía la destrucción sistemática de los techos de las casas, como si fuesen enormes olas de destrucción, oscurecidas por la fina lluvia del polvo y la arenisca.
—Toda una maravillosa vista, ¿no es cierto, Donald? —oyó decir en una voz calmosa junto a su hombro. Se volvió para ver a Susan en la entrada de la habitación, tras él.
—¡Susan! ¿Qué estás haciendo aquí? —Y se aproximó hacia ella—. Vamos, toma tus cosas y bajemos a la estación del metro. Todo el mundo ha buscado refugio allí.
Susan sacudió la cabeza negativamente y pasó junto a él hacia el cuarto de estar, dando traspiés conforme las rachas del viento la empujaban violentamente. Los cabellos le formaban una maraña alrededor del rostro, grises del polvo y la suciedad. Todavía vestía el traje de cocktail con que la había visto la última vez. Toda la falda estaba rota y manchada, y la combinación, destrozada y arrastrándole por los pies. Una de las cintas de los hombros se había roto, colgándole la parte frontal del vestido, dejando al descubierto la piel arañada y llena de erosiones por doquier.
Maitland cogió a Susan en un momento en que una racha de viento la empujó violentamente hacia el balcón, pudiendo sujetarla y retirarla junto a él.
—¡Susan, por amor de Dios! ¿A qué estás jugando? Ésta no es ocasión de representar ningún acto...
Ella se inclinó hacia él, sonriendo tristemente.
—No lo hago, Donald, créeme. Sólo me limito a observar el viento. Todo Londres se está viniendo abajo. Pronto quedará todo barrido, tú y yo lo sabemos perfectamente y todo el mundo.
Tenía un aspecto cansado y sin duda debía estar hambrienta. Maitland pensó si habría comido algo. Tal vez el portero habría hecho algún cambalache mediante algún alimento por una botella de whisky, tratando de que le siguiera.
Maitland le puso un brazo alrededor de los hombros, comenzando a llevarla hacia el corredor.
—Vamos, querida. Todo este edificio se vendrá abajo dentro de unas horas. Tienes que salir de aquí. El metro es el único lugar seguro a donde ir.
Ella se retorció apartándose de él, revelando una repentina y desconocida fuerza.
—Eso no es para mí, Donald —dijo con firmeza, reculando hacia la sala de estar—. Vete tú, si lo deseas. Yo seguiré aquí.
Cuando Maitland se aproximó de nuevo a ella, Susan dio un salto hacia atrás, a sólo nueve o diez pies de distancia de la balconada y del viento infernal que rugía en el exterior y allí se quedó con los cabellos notándole en el aire dejándole el rostro al descubierto. Mientras Maitland vaciló unos instantes, sin saber qué hacer, ella le miró con lástima por un momento, para volverse y mirar por los tejados de las casas.
—He estado asustada demasiado tiempo, Donald. De papá, de ti y de mí misma. Ya he dejado de estarlo. Tú vete y cava un agujero en el suelo en cualquier parte, si quieres...
Sus ojos estaban lejos de él, y Maitland se sentó hacia delante para tomarle por un brazo. Apretando los dientes, ella le lanzó un puntapié, pareciendo que su esbelta figura se hubiese distendido como un muelle de acero. Lucharon en silencio, hasta que Susan se desprendió de Maitland y volvió a recular en dirección a la balconada.
—¡Susan! —le gritó Maitland.
Por un momento, ella le miró fijamente, y después se alejó. Se encontraba ya a pocos pies de la balconada abierta de par en par. El viento la raptó de pronto. Antes de que Maitland pudiera hacer el menor gesto, Susan giró como una peonza entre la vorágine, perdió los pies y fue lanzada al vacío como una hoja perdida en el viento.
Poniéndose de rodillas, Maitland la vio durante un instante, catapultada a través de la corriente que surgía de la calle, balancearse sobre los techos del edificio de la Embajada y después estrellada en la distancia como una muñeca desmembrada entre la maraña de tejados existentes más allá. A pocos pies de distancia el viento rugía atronador sobre el marco metálico de la balconada carcomiendo la mampostería expuesta a la furia del huracán.
Durante cinco minutos Maitland estuvo pegado al suelo, con la cabeza apoyada en la alfombra, deshecho por el dolor y la violencia de la muerte de Susan, que le martilleaba en las sienes. Después, lentamente, se retiró hacia la puerta y se puso en pie.
La fuerza del viento se había incrementado ligeramente conforme deshacía el camino hacia la Embajada del Pakistán por el túnel que conducía al puesto de socorro instalado en principio. En alguna parte aquel sistema de emergencia y sus túneles habían quedado maltrechos por el huracán. Conforme pasaba por el puesto de socorro, algo chocó violentamente por encima de su cabeza, produciéndose una rociada de fragmentos de cemento y polvo. El edificio comenzaba a vacilar sobre sus cimientos, indicando que el techo había saltado en mil pedazos. Pronto, pesados trozos de mampostería comenzarían a caer a través de los pisos, golpeando sobre las vigas de soporte de la estructura y permitiendo al viento que deshiciera el inmueble como si fuese un castillo de naipes.
Maitland saltó dentro del túnel de Sloane Street. A cien yardas de distancia una simple lámpara lanzaba sus destellos desmayadamente iluminando el corredor estrecho guarnecido con sacos de arena donde la humedad exudada del cemento mojado, le daba el aspecto de un albañal abandonado. Agachando la cabeza, se dio prisa a lo largo de la entrada de la estación.
Bajó las escaleras rápidamente y después se deslizó sobre las rodillas ladeando la cabeza contra el muro. Echando mano de su linterna, la dirigió encendida por el suelo a su alrededor, palpando los pasos con las manos. A medio camino del tramo de escaleras, observó que habían dispuesto de fuertes vigas de acero a ambos lados, soldadas a una fuerte plancha de tres pulgadas de espesor que le separaba del refugio situado debajo. Tratando de no perder su propio control, subió nuevamente el tramo de escaleras y volvió a entrar en el túnel. Apagó la linterna para conservar las pilas y fue marchando a tientas a lo largo de los muros, con la única esperanza de salir del túnel antes de que se viniera abajo, y encontrar un sótano profundo en uno de los edificios fuera de la calle que aún permaneciese intacto para cuando los pisos superiores se desplomaran.
Por encima, y aparentemente a cierta distancia hacia la izquierda, un rumor lejano comenzó a sentirse. Se detuvo y escuchó, apreciando que se acercaba más y más. Encendió la linterna de nuevo. Y entonces, a diez yardas de distancia, en una catarata de ruidos infernales y de polvo, una enorme sección de mampostería caía verticalmente a través del techo, cayendo como la explosión de un tornado de escombros que hizo a Maitland ponerse en pie de un salto. Mientras se retiraba, todo el techo del túnel se inclinó hacia adentro y después se desplomaba en una enorme avalancha de escombros que cayeron a su alrededor, tapando la luz que se filtraba por la primera abertura.
Maitland corrió hacia atrás, protegiéndose la cabeza de los cascotes que caían como una lluvia de muerte. Espantosos temblores agitaron los muros del túnel y el suelo comenzó a temblar asimismo como víctima de un terremoto. Maitland esperó, dispuesto a retirarse hasta la entrada, observando el polvo girar en remolinos a su alrededor en la pálida luz de su linterna. Tras unos minutos, intentó continuar adelante con precaución. El movimiento de tierras había terminado y los edificios que se habían derrumbado en el túnel los de Harvey Nichols, uno de los grandes dedicados a comercios y apartamientos, había terminado allí su existencia. A unas cuantas yardas, el túnel terminaba repentinamente. Una sección entera del piso había quedado bloqueada como si fuese el corte de una guillotina, cerrando el paso tan limpia y absolutamente como había ocurrido a diez yardas tras él. La primera reacción de Maitland fue el comenzar a remover con pies y manos los escombros; después comprendió lo inútil de sus esfuerzos y se retiró de aquel polvo acre y asfixiante.
Se encontraba atrapado como una rata en un corredor de dolor, excepto que no habría señales futuras que esperar. Disponía de un espacio de diez pies de largo, confinado a uno y otro lado por unos muros impasibles y silenciosos. Removido durante medio minuto, el aire se serenó rápidamente y pronto quedó completamente en calma.
De repente comenzó a sentirse débil y cayó sobre las rodillas. Poniéndose las manos en la cabeza, sintió que la sangre le manaba de una amplia herida producida en el cuero cabelludo. Se sentó en el suelo pensando en curarse con su botiquín de primeros auxilios, hasta darse cuenta de que comenzaba a perder consciencia de sus actos. Se las arregló para apagar la linterna, cuando la mente comenzó a fallarle sumida en un vértigo, como si cayese en un pozo interminable de tinta, profundo y sin esperanzas.
A su alrededor, los escombros comenzaron a caer de nuevo.
***
Por entonces la pirámide estaba casi completada. Su cúspide sobrepasaba los parabrisas de acero y una subsidiaria línea de protecciones metálicas que sobresalían, clavadas firmemente en tierra por encima de las paredes inclinadas de la pirámide, protegiendo a los hombres que escalaban la cima de aquella impresionante construcción. Se movían lentamente sujetos por cables, acabando las cornisas finales y el remate de la pirámide, reunidos y apresurados todos como esclavos ciegos.
Abajo, la mayor parte de las imponentes excavadoras y las mezcladoras de cemento se habían apartado del pie de la obra alineándose en largas filas para proteger del viento la base de la pirámide, como unos muros, de diez pies de espesor y dos veces más de altos en su punto más profundo, surgían de la negra tierra, extendiéndose desde el cuerpo de la pirámide como los yacentes miembros inferiores de una esfinge sin cabeza.
Observándolos desde su puesto de observación en la pirámide, el hombre de rostro de hierro, bautizaba mentalmente aquellos bastiones, a los que llamó «las puertas de la vorágine».
Capítulo V
LAS ALIMAÑAS
Pat...
La joven se estremeció, murmurando algo medio dormida entre sus brazos, en el viejo colchón arrimado al muro del sótano y después se acurrucó más cerca de él.
Con la mano libre, Lanyon le arregló los cabellos peinándolos con los dedos, disponiéndolos suavemente hacia atrás y la besó después dulcemente en la frente, tratando de limpiar la suciedad de cuatro días, depositada en su delicado cutis. Muy cerca de él, ella se sentía a gusto, recibiendo el calor del cuerpo de Lanyon, llevando sobre los hombros su chaqueta de cuero, mientras que con la suya se cubría las piernas, protegiéndose del frío reinante en el subterráneo.
Lanyon miró las bellas facciones de Patricia, observando cómo sus pestañas se movían como si estuvieran próximas a la superficie de la consciencia y sus carnosos labios separados en una dulce sonrisa, y sus mejillas todavía no heridas por el polvo de la tormenta. Patricia respiraba profundamente; después levantó la cabeza y deslizó el brazo izquierdo bajo ella.
—¿Steve? —Patricia se despertó, abrió los ojos y se desembarazó las piernas del chaquetón que las cubría.
Lanyon se inclinó sobre ella, la besó en los labios y le dijo:
—Todo va bien, querida. Sigue durmiendo, voy a ver cómo va la tormenta.
La cubrió cuidadosamente con las ropas y se incorporó; pasó por encima de ella hacia el otro extremo del recinto con la cabeza agachada con objeto de no chocar contra el techo. En el exterior, el viento silbaba interminablemente y las turbulencias que producía alrededor de la colina, hacían difícil cualquier predicción de la velocidad del huracán en aquel momento.
Lanyon se rebuscó en los bolsillos, encontró una caja de cigarrillos que había descubierto en una alacena del aeropuerto abandonado, encendió uno cuidadosamente, y se inclinó sobre la tronera. La habían bloqueado con un montón de piedras y ladrillos. Sacando unas cuantas que puso de lado, Lanyon extrajo un ladrillo con cuidado del centro de la pila.
Desde aquel observatorio improvisado, comprobó que eran las 7,35 de la mañana, pudiendo también observar a través de los campos en ruinas y la presa barrida por el huracán, el valle que conducía hasta Genova y el mar en la distancia. Nubes de polvo y vapor colgaban del cielo hasta una altura de doscientas o trescientas yardas, limitando la visibilidad a una media milla o poco más.
Aquel blocao de cemento había sido construido en la boca de una de las cuevas del escarpado que daba vista al pantano por la parte oriental. Protegido por trescientos pies de rocas por encima y a diez pies de la entrada, procuraba una excelente observación para todo el valle que yacía a los pies. Lanyon comprobó igualmente, que la gran presa aparecía seca y como barrida del mapa en aquel momento y todo lo que quedaba del muro de contención de cien pies de altura, era una desgarrada pared de cemento de cuatro o cinco pies. El depósito había quedado vaciado en su totalidad y el lecho, limado por la fuerza colosal de los vientos soplando en la misma dirección, salpicado entonces por incontables fragmentos de rocas y peñascos que el viento había arrastrado desde las colinas circundantes.
Lanyon recordó entonces si todos los grandes ríos del mundo estarían secos y barridos en forma parecida. ¿Sería el Amazonas sólo una franja arenosa de una milla de anchura, y el Mississipí una playa interior, tierra adentro, de dos mil millas de longitud?
A tres millas de distancia, la línea de la costa y el mar eran algo borroso; pero el puerto de Genova aparecía bloqueado y cerrado a toda comunicación por un cinturón de catástrofes y naufragios. Casi con certidumbre, el Terrapin permanecería todavía en su anclaje bajo el refugio submarino, a menos que no hubiese sido abandonado el refugio y la nave requisada para cualquier otra misión de urgencia especial en cuyo caso por entonces, yacería en el fondo del océano. La oportunidad de llegar hasta los compartimientos del refugio submarino le parecieron muy escasas; no obstante, en los pasados días, se las habían arreglado para llegar desde el aeropuerto abandonado hasta el presente refugio y con alguna suerte, podrían continuar hacia adelante todavía.
Lanyon dio una chupada a su cigarrillo, mientras observaba un gran cobertizo de madera salir volando por los aires a cincuenta pies del suelo y a media milla de distancia. Daba la impresión de estar intacto, dando vueltas lentamente, aparentemente arrancado de pronto de su punto de apoyo en el lugar de su instalación. De repente, chocó contra un saliente de una de las colinas que daban al valle e inmediatamente se desintegró en una nube de pedazos diminutos como cajas de cerillas.
Volvió a colocar el ladrillo en la tronera y rehizo la obra deshecha cuidadosamente colocando las demás piedras en su lugar. Patricia seguía durmiendo, dando la apariencia de hallarse agotada. Habían llegado a aquel blocao dos días antes, tras una frenética carrera de noventa millas por hora en un vehículo que les recogió. Allí disponían de suficiente alimento por unos cuantos días más, dos o tres latas de conserva de carne de cerdo salado que habían encontrado en el sótano, una cesta de melocotones casi podridos y media docena de botellas de un vino agrio.
Lanyon volvió a la parte trasera de la cueva. A diez yardas del blocao el suelo se inclinaba hacia abajo y se extendía en una ancha galería que había sido utilizada como cuartel por las tropas que custodiaron el embalse. Una serie de jergones se alineaban contra las paredes, con dos largas mesas toscamente construidas en el centro, literalmente sembradas de trozos de comida y de pan. El agua goteaba por una serie de rendijas del techo de la galería formando charcos o corriendo en arroyuelos hacia otras cuevas que conducían al exterior de la galería.
Lanyon cogió del suelo una lata de gasolina limpia de cuatro galones de capacidad, recogió una buena cantidad de agua y la puso sobre una de las mesas. Abriéndose paso entre montones de periódicos viejos, sucios y malolientes y forros de paquetes de cigarrillos, se dirigió hacia la parte trasera de la galería, tomó uno de los pasadizos inferiores y continuó su marcha. Daba la impresión de ser una de las salidas de emergencia, al curvarse ligeramente hacia abajo, al barranco que existía tras el acantilado. Una carretera de segundo orden le había llevado hasta el barranco; pero Lanyon no había encontrado forma de aparcarlo convenientemente cuando llegaron, y se habían visto obligados a arrastrarse a sotavento del acantilado y subir a costa de inauditos esfuerzos hasta la entrada del blocao, a cincuenta pies por encima.
En diversos puntos, la cueva tenía salidas a la ladera del acantilado, y a través de las aberturas, Lanyon pudo ver el exterior, de donde procedían ráfagas de viento cargado de polvo negro y en las rocas de entrada, pequeños abetos arrancados de cuajo y matorrales colgando en un espantoso revoltijo. Seguramente que Patricia y él podrían probablemente utilizar el camino si conducía en la dirección deseada.
Se aproximó a la boca de la cueva y miró a su alrededor. Los acantilados de ambos lados subían hasta trescientos pies de altura desde donde caía una constante cascada de piedras y rocas, estrellándose alrededor de los pies de Lanyon. Forzándose contra la ladera del barranco, se deslizó un trecho contra la corriente de aire, disminuida en aquella parte, intentando saber a dónde conducía el camino. Enormes piedras ocultaban a trechos el sendero. Al parecer conducía hacia el sudoeste, en dirección a Genova y al mar.
Recorridas unas cien yardas, volvió y entró de nuevo en la cueva. Patricia estaba sentada en el jergón cuando entró en el blocao, peinándose los cabellos en el espejito de su caja de compacto. Había perdido el bolso y el maquillaje; pero sus labios tenían un aspecto sano y de un rojo vivo y su cutis sonrosado, con un aspecto fresco y juvenil, a pesar de haber estado casi cinco días sin apenas comer y con un mínimo de descanso.
—Hola, Steve —le saludó sonriendo—. ¿Qué hay de nuevo por ahí afuera?
—El viento sigue soplando con fuerza —le dijo Lanyon—. Da la impresión de que se está acercando a las doscientas millas por hora. ¿Qué tal te sientes?
—Maravillosamente. Esta es la vida que realmente conviene a una chica. —Y buscó la mano de Lanyon, echándose a un lado los faldones de su impermeable—. ¡Uff! —Y trató de aproximarse a Lanyon—. ¿Hay alguien por ahí en esos alrededores?
Lanyon denegó con la cabeza, haciéndole un guiño cariñoso.
—No, creo que todo el mundo se ha. marchado de aquí. Bien, continúa, te estoy mirando.
Patricia puso un dedo en la nariz de Lanyon, empujándole hacia atrás.
—Ahora, comandante, deja a un lado ese feo periscopio. Veo que no te has afeitado.
Lanyon la tomó en sus brazos y descansaron por un rato en el colchón. La besó fuerte en, la boca y después se sentó mirando su reloj.
—Pat, me duele estropear esta fiesta; pero creo que deberemos marcharnos de aquí cuanto antes mejor. ¿Te sientes con bastantes fuerzas?
La joven hizo un gesto de aprobación y puso una mano sobre el brazo de Lanyon.
—Poco más o menos. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Tienes alguna idea?
—Hay un barranco que conduce hacia la ciudad. Con un poco de suerte podríamos llegar hasta los suburbios y algún transporte militar podría recogernos. —Y miró a su reloj—. Me temo que si no vuelvo pronto, Matheson pueda echar a pique el submarino. O que puedan llevárselo para cualquier otra misión de urgencia.
Lanyon sacó una pequeña lata de conservas que tenía sujeta al cinturón, procedente del Ejército italiano. Abriéndola, la aproximó junto con la lata de agua a Patricia.
—Creo que valdrá la pena comer algo, o al menos intentarlo, por malo que sea esto. De todas formas, me sirve de consuelo de que no será peor que la comida que nos sirven a bordo del Terrapin.
Tomaron unos bocados y Patricia miró sobresaltada a Lanyon.
—No sé si podré ir contigo todavía, Steve. ¿Crees que me dejarán entrar, aunque seas el capitán de la nave y todo eso, estando a bordo las señoras de los almirantes? Supongo que en tal caso no habrá sitio para una chica que trabaje para la NBC.
Lanyon le sonrió divertido.
—No pases cuidado, cariño. No hay ninguna esposa de ningún almirante a bordo. Irás a bordo, aunque tenga que casarme contigo.
—¿Aunque tengas que casarte conmigo, eh? —dijo Patricia con gesto alegre—. Bien, gracias de todas formas, capitán.
Una vorágine de aire en remolinos descendió por la ladera del escarpado y entró empujando por la ventana fortificada del blocao, deshaciendo la defensa hecha con piedras y ladrillos y envolviéndoles en una nube de polvo. Lanyon la tomó de la mano y la ayudó a ponerse en pie. Sus manos sintieron los hombros de la chica bajo el impermeable y sus cabellos de color de ceniza remolineando alrededor de su cabeza, que se echó hacia atrás a la presión del apasionado beso que Lanyon estampó largamente en su boca.
***
Una vez entraron en el barranco caminaron cautelosamente a lo largo de la pared oriental, cobijándose bajo las piedras que sobresalían por encima, mientras rociadas inmensas como tormentas de granizo, de piedras y escombros mezclados con el polvo negro de la tormenta, caían por todas partes. El aire rugía en torno a ellos en todas direcciones, estallando de tanto en tanto como verdaderos cañonazos según que cualquier golpe de viento racheado se estrellaba contra los rebordes del barranco, a trescientos pies más abajo del sendero que seguían. Arriba, y junto al borde superior, apreciaron una serie de abetos arrancados de raíz y flameando como banderas rotas al huracán, con sus perfiles borrosos en su constante moverse entre el polvo de la tormenta.
Llegaron hasta el lugar donde Lanyon había explorado previamente y en donde el barranco se dividía, existiendo un espacio más ancho en la parte norte y que se abría gradualmente a toda la extensión del valle, a través del cual el aire rugía como una imponente ola que lamía todo fragmento de vegetación, de rocas y de cuanto existía sobre la superficie, arrastrándolo hacia las colinas del oeste.
La división sur era poco más que una estrecha fisura en la pared de la roca inclinándose hacia el sudeste en un ángulo gradualmente inclinado. En tiempos anteriores, una pequeña corriente de agua lo había aplastado, apareciendo las piedras suaves y pulidas, todavía húmedas en el lecho arenoso.
Subieron a todo lo largo de él, observando una estrecha franja de luz diurna en alguna parte sobre ellos y hacia la izquierda. Lanyon sostuvo la mano de Patricia, ayudándola a saltar sobre los peñascos y rocas del sendero y a pasar sobre la pulida superficie de las pizarras que caían por el camino que seguían.
Durante media hora consiguieron hacer progresos hacia el este, caminando, según Lanyon pudo calcular, hasta casi una milla de la ciudad, casi a la vista de los más lejanos suburbios. El barranco se abrió dando frente a un estrecho cañón de piso plano. Patricia soltó la mano de la de Lanyon.
—Mira, Steve. Por allí. ¿Es aquello una granja? Lanyon siguió la indicación de Patricia, y apreció la silueta de lo que debió haber sido un muro almenado que ondulaba a lo largo del camino en que fina-lizaba el cañón.
—Tal vez sea parte de algún antiguo castillo —comentó Lanyon—. Con suerte, puede que encontremos a alguien por allá. Vamos.
A su derecha el terreno se elevaba empinado hacia la cresta del cerro a unos ciento cincuenta pies por encima de ellos. Construido sobre la parte saliente, se hallaba lo que una vez había sido un monasterio, un edificio largo, complejo y macizo de dos pisos con espesos muros de piedra y contrafuertes de quinientos o seiscientos años de antigüedad. El tejado superior y el techo había sido aniquilado por el viento; pero la sección inferior, construida bajo el filo de la pequeña meseta estaba intacta todavía, fuertemente arraigada en las rocas.
Los muros destrozados albergaban lo que debió haber sido un jardín y viñedos. A medio camino de distancia, un portalón en forma de arco conducía a un patio entre otras bajas edificaciones. Lanyon tomó la mano de Patricia, se inclinaron y caminaron con lentitud a lo largo del muro hacia la entrada. Se detuvieron un instante en uno de los pórticos, y Lanyon golpeó con fuerza el pesado portalón de madera.
—¡No hay nadie! —gritó a Patricia—. Veamos si podemos entrar.
Caminaron alrededor del patio, intentando las ventanas y portalones que fueron encontrando al paso. Todos habían sido cerrados y clavados, apareciendo en las puertas principales del edificio unas barras cruzadas de seguridad. Lanyon señaló hacia la piedra circular del granero engarzada entre los guijarros del patio.
—Creo que hay una buena oportunidad para que podamos entrar por aquí.
Sacó la navaja de campaña que insertó con fuerza entre los clavos de la tapa, hasta ir separando el pesado disco de su engoznadura. Finalmente lo arrastró hacia un lado y miró hacia abajo por la caída del granero. A quince pies más abajo se advertían, al final de la bruñida superficie del metal conductor del granero, los silos de almacenamiento del grano y grandes vasijas de madera conteniendo las semillas. Lanyon tomó las manos de Patricia y la dejó resbalar por el tobogán hasta verla desaparecer bajo la media luz existente en el sótano, a la que siguió rápidamente, hundiéndose ambos hasta media cintura en el rústico grano allí almacenado. Sacudiéndose pronto las ropas y con Patricia inclinada sobre el hombro de Lanyon, caminaron bajo el techo abovedado hacia un corto tramo de escaleras que conducía a otro almacén. Aquí y allá, un poco de luz se filtraba por las estrechas rejillas de los ventanucos de aireación de los sótanos, revelando los sombríos perfiles de varios corredores existentes entre macizos pilares de piedra y techos arqueados.
El siguiente almacén se hallaba vacío. Lo cruzaron, volvieron a descender otro corto tramo de viejos escalones de piedra, hasta llegar al verdadero sótano del monasterio.
—Da la impresión de que este monasterio está abandonado desde hace tiempo —comentó Lanyon a Patricia—. Los granjeros locales, probablemente trabajan la tierra y guardan aquí sus granos.
Llegaron hasta unas pesadas puertas de madera existentes al final de un corredor. Lanyon apartó la mirilla circular sobre el cerrojo y miró entre una total oscuridad. Tomando la linterna, la apuntó en aquella dirección, dejando escapar un silbido.
—Espera un momento, Pat. Creo que debo estar equivocado.
Estaba mirando a un ancho almacén de unas treinta yardas de largo, en donde el suelo y la pared opuesta habían sido labrados en la misma roca y el techo construido sobre macizos contrafuertes. Apilados en hileras a todo lo largo del almacén aquél, se apreciaban centenares de enormes cajas, cestas y cartones, cuyos contenidos relucían a la luz de la linterna eléctrica.
—Los monjes han debido almacenarlo todo aquí antes de marcharse —murmuró Lanyon.
Y siguieron caminando por uno de los pasillos. Lanyon tropezó con un objeto que llegaba a su cintura, cuadrado y metálico, que resonó metálicamente al choque y que resultó ser, a la luz de la linterna, una gran máquina de lavar pintada de blanco.
Dio unos golpecitos para llamar la atención de Patricia.
—Esto es estar al día, ¿no te parece?
Y continuando con la linterna, apreciaron que existía otra media docena de aquellas máquinas próximas a la primera, todas ellas embaladas con las marcas de fábrica de origen. Deteniéndose, observó con más atención aquellas cajas.
—Ni siquiera han sido usadas —comentó Patricia. Lanyon aprobó con un gesto.
—Sí, ya veo. Hay algo curioso en todo esto. Mira ésas.
Y cambió la luz de la linterna en otra dirección de la pared, donde aparecían veinte o treinta receptores de televisión flamantes, como recién desembalados, dispuestos en una exhibición de cualquier establecimiento de aparatos electrodomésticos. Cerca de los aparatos de televisión aparecían dos nuevos aparatos de pianolas eléctricas de último modelo, y algo más allá una verdadera pila de aparatos de radio, aspiradores y cocinas eléctricas, amén de numerosas cajas de planchas eléctricas, secadores del cabello y otros aparatos electrodomésticos.
Siempre auxiliándose con la linterna, Lanyon continuó pasillo adelante. Hacia la izquierda y sobre el centro del local, había otro enorme montón de lo que parecían ser herramientas de maquinaria de todas clases, sierras circulares, rodamientos a bolas y el más diverso surtido de piezas de todas clases.
—Parece que cualquier gran almacén ha debido utilizar este lugar como depósito —hizo notar Patricia, extrañada—. Extraña selección de artículos, sin embargo...
Lanyon aprobó silenciosamente con un gesto.
—Lo que me pregunto, es cómo ha llegado todo esto hasta aquí.
Habían llegado al final de la gran habitación cavada en la roca, y Lanyon se dirigió a abrir el cerrojo de la noble puerta de roble.
—Mira esto...
Al abrir la puerta, unas luces se movieron al otro lado del corredor en la distancia, captando la impresión de cuatro o cinco hombres que acarreaban pesados objetos sobre una carretilla. Empujó la puerta y apagó la linterna, en el mismo instante que un grito de haber sido observados surgió en la oscuridad.
—¡Steve, nos han visto! —exclamó Patricia tomando el brazo de Lanyon.
—Mira, Patricia, no estoy seguro de quién será esa gente. Me parecen saqueadores dedicados al pillaje. Será mejor que salgamos de aquí cuanto antes.
Encendió nuevamente la linterna y corrieron dándose prisa por el pasillo, rehaciendo el camino seguido junto a las máquinas de lavar y los aparatos de televisión. Al llegar al umbral de la entrada Lanyon vio una figura de hombre barbudo y vestido de negro moviéndose silenciosamente bajo las arcadas de la próxima habitación. El individuo aquél había advertido el rayo de luz de la linterna e inmediatamente se escondió en las sombras existentes detrás de los grandes pilares. Lanyon retrocedió hacia un hueco existente entre la puerta y la pila de televisores. Sacó su automática del 45 de la pistolera y le quitó el seguro.
—Espera aquí, Pat —murmuró a la chica—. No te muevas. Alguien ha debido seguirnos por el granero. Veré si puedo situarme a su espalda.
Lanyon sintió la mano de la joven apretarse convulsa contra la suya y la tensión de su rostro. Cruzó la puerta y se acurrucó tras uno de los pilares de piedra, próximos a la puerta. Enfocó la linterna hacia el pilar central que surgía aproximadamente del centro de la gran habitación subterránea. A cierta distancia, pudo oír a alguien que se movía a lo largo de la obra de sillería de los muros.
Se hallaba a medio camino, cuando las luces se encendieron a raudales en el almacén que quedaba tras él, en una hilera de bombillas fijas en la pared, iluminándolo todo con una potente luz blanca. En el acto surgió un griterío de voces y de pisadas por todo el local. Dando la vuelta rápidamente, corrió hasta el almacén, llegando justo a la entrada en el momento en que Patricia, escondida en el hueco en que la había dejado, estaba a punto de gritar.
Cegado momentáneamente por la intensa luz, los ojos de Lanyon recorrieron toda la habitación. Captó de un vistazo la presencia de dos individuos de aspecto andrajoso, vestidos con pantalones negros y unos impermeables medio desgarrados, que se movían entre las cajas, y después la de un tercero, caminando por el pasillo con un pesado «Mauser» en la mano y con el largo cañón del fusil apuntando a Patricia.
El disparo estalló como una bomba en el aire confinado del almacén, retumbando contra los objetos metálicos allí depositados, y una llamarada surgió de uno de los aparatos de televisión. El otro próximo a Patricia saltó hecho añicos. El hombre que llevaba el «Mauser» se detuvo, abrió las piernas para apoyarse mejor y volvió a apuntar sobre la muchacha.
Cayendo sobre una rodilla, Lanyon extendió su pistola, que sostuvo en el codo de la mano izquierda, y disparó rápidamente. La explosión de la 45 llenó de un tremendo estampido el aire confinado por unos instantes, y los dos hombres de la parte lejana se escondieron pronto de su vista. El tirador del «Mauser» había caído desplomado de un balazo que le había atravesado el pecho, rodando por el suelo, donde quedó de cara mientras que un hilo de sangre encharcaba el piso.
Lanyon se incorporó para ver si Patricia se encontraba bien, pero fuera de su vista creyó intuir a alguien que se inclinaba sobre él. Giró lo más rápidamente que pudo para dar frente al atacante, pero sintió un terrible puntapié en la cabeza que le hizo rodar por el suelo. Al intentar levantarse, el individuo volvió a patearle de nuevo en el pecho y Lanyon retrocedió, sintiendo un daño horrible en las costillas mientras trataba de volver a disparar con su automática de nuevo.
Entonces, dos hombres más cayeron sobre él, tirándolo de nuevo por el suelo y lanzándole puñetazos a la cara. Un fuerte pisotón le aplastó la mano que sostenía la pistola, que fue a parar a cierta distancia. Después le sujetaron y le incorporaron arrimándole contra la pila de cajas. Tenía entonces una confusa imagen de Patricia arrodillada y después un hombretón de cara rojiza y de repelente aspecto que le propinó un golpe en la frente con la culata de su 45. Lanyon se desplomó al suelo. El hombretón apretó el cañón del arma en la mano, mirándole con unos ojillos crueles de aspecto porcino.
Los otros dos hombres observaron la escena a la expectativa; uno de ellos con la rodilla en la espalda de Patricia apretándola contra el suelo. Lanyon rodó desmayadamente, tratando de aclarar su visión de la sangre que le corría de la herida que le habían hecho en la frente.
De repente, aquel hombretón se detuvo, bajó la pistola y se aproximó a Lanyon desabotonándole el impermeable y fijándose en la insignia que llevaba sobre la camisa como oficial de la Marina de los Estados Unidos. Se metió la pistola en la cintura y levantó la cabeza de Lanyon para ver mejor sus facciones, pasando sus rudos dedos sobre las mejillas lastimadas de Lanyon. Dio unas suaves palmadas en la cara de éste y una sonrisa sombría apareció en sus rudas facciones. Tomó a Lanyon por los hombros y le sacudió por dos veces entre sus fuertes brazos.
—¡Eh, Capitano! —le gritó—. ¿Usted estar bene?
Cuando Lanyon, haciendo un esfuerzo, pudo fijarse en él, retrocedió señalando a sus hombres para que ayudasen a Patricia a levantarse. Después hizo un guiño a Lanyon y habló rápidamente a uno de aquellos individuos, en italiano, señalando con el dedo a Lanyon.
El hombre asintió y se dirigió a Lanyon en inglés.
—Usted ayudar Luigi en Viamilla —dijo a Lanyon en su mal inglés—. Él preguntar cómo usted encontrar ahora.
Lanyon miró a Luigi, frotándose su dolorido cuello con una mano. De una forma vaga recordó al italiano a quien había auxiliado en la iglesia derrumbada y que había rebuscado entre los escombros como un toro enloquecido.
Patricia se aproximó a él dando traspiés y Lanyon la protegió con un brazo alrededor de los hombros de la joven.
—Steve, ¿estás bien? —sollozó—. ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que van a hacer con nosotros?
Lanyon se rehizo y devolvió la sonrisa a Luigi. Habló al que hacía de intérprete, un hombre de corta estatura con una camisa deshilachada.
—Seguro, lo recuerdo. Dígale que todavía estoy de una pieza, pero que me gustaría utilizar un poco de agua.
Mientras el hombrecito traducía las palabras, Lanyon daba unos golpecitos en los hombros de Patricia.
—Pasamos por un pueblecito en nuestro camino hacia Genova. Su familia estaba atrapada entre los escombros de una iglesia derruida por el huracán. Les ayudamos a rescatarla.
Luigi hizo un gesto afirmativo al intérprete en dirección hacia una puerta del almacén. Allá se dirigieron lentamente, evitando el cuerpo del tirador del «Mauser», tirado por el suelo en un charco de sangre. Luigi recogió el fusil y se lo colgó del hombro. Entraron por un corredor, después torcieron hacia una pequeña entrada y en una pequeña habitación de techo bajo donde lucía una simple bombilla. Entre concavidades de los muros, habían insertas cuatro camas con los jergones y ropas sucios y desharrapados.
Uno de los hombres encendió las luces del corredor y cerró las puertas tras ellos. Luigi habló algo, a voces, a los dos hombres; uno de ellos salió, para volver con un jarro lleno de agua, y el hombrecito que había servido de intérprete rebuscó entre una serie de objetos sacando un vaso de cristal. Luigi lo tomó, descorchó una botella de chianti, escanció una buena parte en él y se lo ofreció a Patricia y después ofreció la botella a Lanyon.
Lanyon se enjuagó las heridas de la frente y el cuello, y, rompiéndose uno de los bolsillos, extrajo un trozo de tela para cubrirse la herida de la frente.
Momentáneamente refrescado, se sentó, poniendo una mano sobre la rodilla de Patricia. Antes de devolver la botella a Luigi, se echó un trago de aquel vino fuerte de la tierra italiana, amargo y recio, y la devolvió a través de la mesa. Luigi cogió una silla y tomó asiento con ellos. Con un dedo apuntó hacia los galones de los hombros del oficial de Marina.
—¿Barco? ¿Usted? —Y habló al intérprete, que estaba llevándose el jarro de agua.
—Luigi pregunta si vuelve usted a su barco...
Lanyon aprobó con un gesto.
—Eso trato de hacer. ¿Cómo podríamos llegar hasta allá..., hacia la base de submarinos? ¿Conoce usted algún camino cubierto?
El intérprete tradujo las palabras a Luigi y los dos hombres se miraron recíprocamente durante unos momentos. Después, Luigi frunció el ceño y murmuró algo.
—El viento es demasiado fuerte —tradujo el intérprete—. Imposible andar ahora por las calles. Los grandes hoteles, las casas, todo..., ¡puaff! —concluyó con un significativo chasquido de los dedos.
Lanyon miró a su reloj. Eran las dos y treinta y cinco minutos. Pronto se oscurecería y cualquier movimiento se haría imposible hasta la mañana siguiente.
—¿Qué hay respecto a todas esas cosas almacenadas en esa habitación grande de ahí fuera? ¿Cómo consiguió traerlas hasta aquí? Por lo que comprendo, ahora estaba trayendo algo de importancia.
Se produjo una larga consulta durante la cual el intérprete se encogió de hombros repetidamente y Luigi daba la impresión de vacilar en responder.
Lanyon habló a Patricia en voz baja.
—Esta gente debe estar saqueando los almacenes y tiendas de los alrededores. Con seguridad que los saqueos deben estar condenados ahora con la pena de muerte. Supongo que tengan miedo de que informemos de esto al gobernador.
El otro individuo más viejo, de rostro arrugado y duras facciones, se mezcló en la conversación, dejando escapar agudas observaciones y recordando algo a Luigi, que tocaba la pistola con cierto nerviosismo. Finalmente, pareció llegar a una decisión. Carraspeó y los demás quedaron silenciosos en espera dé que hablase.
Luigi sonrió a Lanyon, relajándose perceptiblemente; después se inclinó decidido hacia adelante y se sacó del bolsillo un puñado de papeles. Con cuidado, sus grandes dedos de obrero fueron abriendo las páginas hasta extender sobre la mesa un mapa de la ciudad bastante estropeado, con ciertas calles señaladas con círculos a lápiz marcadas en una serie de zonas determinadas.
El intérprete se sentó junto a Luigi y apuntó hacia el mapa.
—Le llevaremos —dijo, tras haber intercambiado en voz baja algunas frases—. Pero..., bueno, usted sabe... —E hizo un signo alrededor de sus ojos, acabando por poner las yemas de los dedos sobre la nariz.
—¿Con los ojos vendados? —preguntó Lanyon anticipándose.
—Sí, con los ojos vendados —repuso el intérprete sonriendo. A renglón seguido, continuó con una lentitud previamente elaborada—: Y después también, ya sabe. Todo el tiempo vendados los ojos.
Lanyon estuvo de acuerdo.
—Parece que fuesen felices —dijo a Patricia.
—¿Cómo podrán conducirnos, de todas formas? —preguntó ella ansiosamente.
—Pues supongo que por bodegas, sótanos y túneles subterráneos. Una vieja ciudad como Genova tiene que estar llena de pasadizos secretos de antiguas épocas.
Supongo que este monasterio tiene alguno que baje a la ciudad y que debieron utilizar los monjes en los días difíciles del pasado. Por ahí es por donde han debido ir trayendo todo eso que hay aquí almacenado. Creo que hemos tenido suerte al final. El único problema es la forma de llegar hasta la base una vez alcancemos la sección central de la ciudad. Creo que deberemos rezar para que nos recoja algún transporte en alguna parte. Creo que no tenemos la menor esperanza sobre el particular.
Observó cómo el italiano trazaba una ruta sobre el mapa, y después le dijo a través del intérprete:
—Dígame, ¿está bien su esposa? Ella estaba entre las ruinas de la iglesia.
Cuando el intérprete asintió, añadió Lanyon:
—Dígale a Luigi que lamento el tiroteo que ha habido aquí.
El intérprete hizo un guiño y se rió entre dientes.
—No tiene importancia. A más tocamos, ¿no le parece?
***
En fila india, con Luigi a la cabeza, después por el intérprete y seguidos por Lanyon y Patricia, y el tercer hombre a retaguardia entraron en el pasadizo que corría hacia abajo desde el monasterio.
El pasadizo había sido excavado en la suave arcilla del escarpado y tenía un trayecto de casi una muía de distancia, enlazando entre sí a tres iglesias con el monasterio. Con seis pies de altura y casi una yarda de anchura, era suficiente para el paso de la carretilla; pero el esfuerzo que debió haber costado a los saqueadores remontarla cuesta arriba hasta el monasterio, tuvo que haber sido enorme. Era difícil de estimar a cuánta profundidad se hallaban de la superficie. Emergieron en la cripta de la iglesia más próxima y por primera vez Lanyon pudo oír el rugido del viento sobre su cabeza, pasando a enorme velocidad sobre las ruinas existentes en la parte superior de la iglesia ya derruida, sin duda, por la fuerza del huracán. Después, el túnel volvía a hundirse en las profundidades y el ruido de la tormenta dejó de escucharse.
Gradualmente, Lanyon comprobó que el aire volvía a cobrar vida por el pasadizo. De tanto en tanto, ráfagas suaves les envolvían o a rachas les golpeaba el rostro. Luigi se detuvo y apagó la linterna. No cabía la menor duda que sentía más temor de las autoridades militares que del viento.
—¿A qué velocidad estará ahora? —preguntó Lanyon al interprete, mientras se ponían en cuclillas en uno de los momentos de descanso, esperando a que Luigi volviese de sus reconocimientos de vanguardia,
—Trescientos kilómetros —replicó el individuo—. Quizá más.
Lanyon indicó con un dedo hacia arriba, refiriéndose a la ciudad de Genova.
—¿Y qué hay de Genova? ¿Está bien la gente?
El intérprete dejó escapar una sonrisa ambigua. Extendió las manos en un expresivo gesto, propio de los italianos, y después, chasqueando la lengua, respondió:
—Todo el mundo, ¡psstt! El viento se lo ha llevado todo. Todo ha sido barrido del mapa. Luigi ahorra cosas, radios, pianolas, ya sabe usted, aparatos de televisión... Todo eso para el mañana.
Lanyon se sonrió para sí mismo, ante la simpleza de aquel individuo y el excesivo optimismo de presumir que cuando el viento amainara, el almacenamiento de aparatos de televisión y máquinas de lavar pudieran ser objetos fácilmente negociables en dinero. Tal vez la única cosa de uso inmediato sería cualquier imprenta. Tras aquel holocausto de origen cósmico, todas las burocracias del mundo entero tendrían sus prensas trabajando noche y día imprimiendo noticias y papeles para llenar el vacío dejado por el huracán.
La segunda iglesia se había derrumbado sobre la cripta, quedando sólo en pie una desviación sostenida sobre pilares entre montones de mampostería y escombros. Entonces el aire recorría los túneles, llenando todos los huecos a una velocidad de unas quince millas a la hora. Habían llegado ya a la sección central de la ciudad, y aquellos pasadizos subterráneos tenían la ventaja de apoyarse en los viejos muros de la antigua ciudad, corriendo a todo lo largo de su trazado, por una media milla de distancia, curvándose hacia el mismo centro de la ciudad y en dirección al puerto. El piso estaba resbaladizo y mojado con la humedad, y por dos veces Patricia resbaló cayendo sobre sus manos, escapándose del apoyo de Lanyon.
El pasadizo se abrió a un dédalo de bóvedas, seguramente bodegas de vinos abandonadas en alguna parte de la plaza principal. Unas viejas escaleras de grandes escalones giraban formando espirales en dirección a las galerías superiores. Luigi sacó nuevamente el mapa, y el intérprete comenzó a conferenciar con él, señalando varias direcciones a su alrededor.
Lanyon se aproximó a ellos. Indicó el techo abovedado, y dijo:
—¿Por qué no subimos hasta la calle y vemos si podemos localizar un transporte militar?
Luigi sacudió la cabeza, sonriendo sombríamente y habló al intérprete, quien tomó el brazo de Lanyon y le condujo a la galería superior. Subieron un tramo más de escaleras, dejando a Patricia y los dos hombres en un pequeño círculo de luz allá abajo, dirigiéndose después a lo largo de una antigua pared existente entre los macizos bloques de los muros de la ciudad en sus basamentos. Frente a ellos apareció una hendidura de un pie de estrecha. El intérprete hizo un gesto a Lanyon hacia ella. Al aproximarse comprobó que estaba taponada con una espesa pieza de «perspex» tapando bien el agujero, que destapado permitía una buena vista sobre la ciudad.
Directamente bajo ellos, aparecía lo que quedaba de algunos edificios que se habían desplomado, dejando al descubierto aquella sección de los viejos muros de la ciudad. Los perfiles rectangulares y los cimientos sugerían que había sido un edificio de muchos pisos dedicado a oficinas, pero del cual apenas si quedaba nada en pie.
Más allá, Genova se extendía hacia el mar a una milla de distancia.
A Lanyon le pareció que todo aquello había sufrido el bombardeo de la artillería pesada. Por todas partes, los restos de casas y tiendas iban desplomándose sin cesar, explotando en nubes de escombros y pedruscos que el aire desvanecía en pocos segundos, barriéndolos hacia el mar en aquella cadena sin fin de arrastre en que se había convertido el aire huracanado. La escena le recordó a Lanyon el Berlín de la segunda guerra mundial; un inmenso desierto de ruinas desoladas, de paredes aisladas que aún se sostenían hasta la altura de cuatro o cinco pisos, adheridas aún a sus estructuras de hierro; calles que se habían borrado bajo enormes montones de escombros, dejándolo todo convertido en un paisaje muerto, tan amorfo y sin contextura como un vaciadero de escorias.
Hacia el sudoeste, a media milla de distancia, un enorme torbellino de espuma, que borraba todos los contornos, se alzaba sobre el área de la zona portuaria, borrando por una vez el oscuro cielo cargado de aquel polvo rojizo que lo había cubierto durante la última semana. Lanyon pudo descubrir los techos cuadrados de la base naval, revelándole entonces que los edificios intermedios habían sido destruidos, aunque los refugios submarinos, por sí mismos, se hallaban demasiado bajos respecto de su ángulo de visión para ser perceptibles.
El intérprete le llamó y dejó la tronera de observación, volviendo a deshacer el camino seguido hasta encontrarse con el resto de la partida que aguardaba abajo. De repente, Lanyon pensó si le sería imposible llegar hasta los refugios submarinos. Resultaba evidente que no habría ningún transporte militar que pudiera moverse por ninguna parte y que los túneles no llegarían hasta la zona de los muelles. La base debería hallarse completamente fuera de su alcance sin ningún enlace posible.
Patricia le esperaba ansiosamente y Lanyon le dirigió una sonrisa alentadora. Juntos se encaminaron tras de Luigi al subir por la empinada escalera en espiral que conducía a uno de los túneles laterales. Allí la obra era de origen más reciente. Las escaleras estaban menos usadas, existiendo además un carril sobre el cual había montada una tubería. Lanyon se preguntó a dónde conduciría aquella escalera, cuando Luigi llegó a una puerta al fondo y la abrió desde el interior.
Inmediatamente una tremenda ráfaga de aire les azotó el rostro.
Habían entrado en los colectores del alcantarillado de la ciudad. Tapándose la boca con las manos, salieron fuera de la escalera hacia un estrecho pasadizo de piedra existente por encima del colector, un largo túnel de quince pies de diámetro que se extendía a distancia. Corría casi seco en el lecho, aunque aún discurría un delgado hilo de líquido de pocas pulgadas de profundidad por el fondo de la corriente con la superficie rizada por el aire que soplaba en toda su extensión.
Con la linterna encendida, Luigi la dirigió hacia el techo, examinándolo y comprobando de trecho en trecho las paredes en que la bóveda aparecía estropeada por el impacto de los edificios que se habían derrumbado sobre ella en la superficie de la ciudad. A unas cien yardas de distancia, cruzaron un pequeño puente que les condujo a un estrecho pasaje arqueado dentro de otro colector paralelo al anterior, que se dividía y curvaba hacia el oeste en dirección al puerto. Otros ramales más pequeños se unían a él, del propio sistema de alcantarillado, pero la mayor parte del camino sólo permitía el paso de una persona y por dos veces tuvieron que descender hasta el piso para salvar otros tantos obstáculos.
El colector se fue ensanchando hasta alcanzar casi el tamaño de un túnel del «Metro». Tratando de imaginar hacia dónde les conducía, Lanyon se dio cuenta repentinamente de la presencia de otro olor distinto al de la alcantarilla. ¡Agua salada! Estaban acercándose al mar. Entonces recordó que cuando amarraron el Terrapin, en el refugio, había visto las bocas de media docena de tuberías colectoras, precisamente bajo el muro del puerto, a unas doscientas yardas de distancia de los refugios submarinos. Un ancho rompeolas de cemento, coronado con una doble fila de barreras y torres de vigilancia, llegaban hasta el puerto, separando los refugios submarinos del resto de la ensenada marítima. Se estrujó el cerebro pensando en la forma de sobrepasar aquel obstáculo.
—¡Steve! ¡Mira eso!
Se detuvo y se volvió hacia Patricia, que estaba señalando el túnel que se extendía ante ellos. Luigi y los otros se habían detenido también, observando una poderosa corriente de agua que subía por el túnel, procedente del oleaje del mar al exterior. Pasó bajo ellos a corta distancia, con unos diez pies de profundidad y a pocas pulgadas del camino colateral que llevaban. El oleaje retrocedió en el acto.
—Parece como si algo lo hubiera dejado en libertad y permitido al mar retroceder por un momento —dijo Lanyon a Patricia—. Estas alcantarillas están ligeramente bajo el nivel del agua; pero, con suerte, el aire habrá rebajado la superficie lo suficiente como para que consigamos emerger.
La velocidad del aire se incrementaba por momentos. Rodearon una curva del camino seguido y, de repente, apreciaron la luz del día a cincuenta yardas de distancia y la dentada boca del fin del colector. Más allá, el mar se levantaba como una fila de impresionantes montañas grises, coronadas en sus olas por blancos casquetes de espuma, saltando sobre la orilla con su lejano y nebuloso aspecto de una neblina espumosa.
Cautelosamente fueron acercándose hacia la desembocadura del colector, con Luigi haciéndoles señas en tal dirección. Un trozo de diez yardas de pared se había derrumbado, ocultando la boca de salida bajo la abertura del socavón superior en el piso. Los pesados bloques de cemento del puerto rodaban entonces de un lado a otro, arrancados del rompeolas. Luigi apuntó a la derecha en dirección a los pequeños refugios de submarinos. Lanyon comprobó que el rompeolas había sido deshecho por la fuerza del oleaje, apareciendo sólo a trozos y a unas cien yardas fuera del puerto.
—Aquí les dejamos —le dijo el intérprete—. Siguiendo a la derecha, a unos cien metros, llegarán al muelle. Después... buena suerte.
Lanyon asintió con un gesto y tomó a Patricia del brazo. Inclinándose sobre el borde del colector hasta donde llegaba el agua del mar, ayudó a Patricia a descender hasta diez pies más abajo, a la capa de barro, soltándola cuando estaba sólo a pocos pies del suelo. Ella cayó sobre las rodillas en aquel limo fangoso, y rehaciéndose se encaminó hacia el terreno más firme bajo la alcantarilla, buscando apoyo contra los pilares de cemento.
Lanyon se volvió hacia Luigi, le estrechó su manaza ruda y le dio unas amistosas palmadas en el hombro. El hombretón le sonrió y después sacó la pistola del 45, que guardaba todavía escondida, y la devolvió a Lanyon. Éste se volvió hacia el intérprete.
—Dígale que votaré por él cuando se presente a alcalde de Genova.
Luigi soltó una fuerte carcajada, golpeó el hombro de Lanyon amistosamente y le ayudó, a su vez, a bajar hasta el piso de la alcantarilla. Lanyon cayó sobre el blando barro del fondo, hizo un gesto de despedida a las figuras de lo alto por última vez, y fue aproximándose lentamente hacia los pilares en que se apoyaba Patricia, próximos a la pared posterior de uno de los muelles. La tomó del brazo y continuaron junto a la pared, saltando por entre los cascotes y trozos de obra que era cuanto quedaba del rompeolas. Dentro de la base de los submarinos todavía siguieron protegidos por el saliente del muelle, pero el aire, que rugía huracanado, parecía absorberlos como un vacío gigantesco.
Se aferraron a las algas enmarañadas incrustadas a los pilares y Lanyon percibió el techo del primer refugio submarino a cincuenta yardas de distancia. Con un súbito sentimiento de pánico comprobó que el mar, al retirarse por la fuerte agitación del oleaje, había dejado al descubierto el piso del refugio, y aunque hubiese sido capaz de llegar hasta él, aquello significaba que no habría agua suficiente para mantener a flote al Terrapin. Afortunadamente, el submarino estaba alojado en la parte más alejada del semicírculo de amarres y el viento muy bien podría llevar hasta allá la suficiente cantidad de agua de mar.
Alcanzaron el primer refugio y consiguieron adentrarse por la embocadura en la entrada, con los pies ya en la pista de cemento. Ante ellos, las persianas de acero llegaban hasta el techo. Corrieron hacia la rejilla y, a través de uno de los huecos, Lanyon pudo ver el casco encallado de uno de los submarinos de la clase K, tumbado de costado, en la luz gris y sombría del interior.
Los accesos a la verja estaban abiertos, dejando un boquete de dos pies. Lanyon ayudó a Patricia a subir y poco después se hallaban sobre el gran espacio que constituía el refugio. Ambos corrieron bajo el casco escorado del submarino, cuyas amarras yacían sueltas en un ángulo de 45°.
Llegaron a la escalera que conducía al muelle de carga, subieron y torcieron hasta el corredor que conducía a la cubierta de control, sita en el extremo más profundo del refugio.
—Bien, Pat, hemos conseguido llegar —dijo Lanyon, al hacer un alto en el corredor, para respirar y tomar aliento. Sacó la linterna y la encendió.
—Parece como si no quedara nadie, Steve. ¿Crees que el Terrapin estará aquí todavía?
—Dios sabe... De no ser así, volveremos a aguantar la tormenta en el gran casco del «K».
Llegaron a la plataforma de control, mirando en las abandonadas oficinas. Las pesadas murallas de cemento de la base parecían soportar el huracán sin ninguna dificultad; pero en alguna parte, un ventilador debió haberse averiado y el aire se filtraba por todos los respiraderos y troneras, soplando con enorme fuerza sobre papeles y estanterías, que eran arrancados fuera de lugar. Las literas aparecían de cualquier forma por todas partes, los cajones vacíos y esparcidos por el suelo, los depósitos de agua aplastados y una serie de maletas rotas dispersas aquí y allá, sin orden ni concierto.
—Se han marchado de prisa —comentó Lanyon—. ¿A dónde diablos se habrán ido todos?
Se dieron prisa a todo lo largo del corredor de comunicaciones, sumido en la oscuridad, atravesando las plataformas de control de otros tres refugios. Al pasar por el quinto, el suelo se alzó ligeramente y Lanyon resbaló y fue a darse con violencia contra el muro.
—¡Buen Dios, no me digan que hasta puede moverse este lugar! El mar tiene que estar golpeando sin cesar sobre la entrada del refugio, empujando la totalidad de la base hacia la orilla...
—Vamos, Steve, démonos prisa —dijo Patricia.
Se apoyó en la mano de Lanyon y corrieron de prisa por el corredor. Llegaron rendidos al último de los refugios y a la plataforma de control, descendiendo la escalera hasta el depósito de carga. Conforme llegaban al fondo, se abrió una puerta y dos marineros se asomaron inquietos mirando a su alrededor. Vieron de pronto a Lanyon y a Patricia, con las ropas hechas harapos, recubiertos del espeso barro hasta la cintura y la cara de Lanyon erosionada y difícilmente reconocible bajo la barba. Se echaron mano a los revólveres y uno de ellos, de pronto, adoptó la compostura militar saludando a
Lanyon.
Volvió la cabeza al interior y gritó:
—¡Atención todos! ¡El comandante Lanyon está a bordo!
Lanyon puso una mano en los hombros del marinero, en un gesto amistoso, y entró después por el estrecho pasillo del muelle.
Las aguas profundas hervían y se agitaban furiosas dentro del refugio a través de los accesos abiertos, llegando hasta el extremo lejano a doscientas yardas de distancia. Y allí, erecto, con los periscopios en línea y balanceándose airosamente, estaba el Terrapin.
***
Paul Matheson esperó mientras Lanyon se secaba con una toalla, tras haberse duchado y haberse cambiado en un limpio uniforme.
—Todos estamos dispuestos a marcharnos, Steve. Hicimos ya una última comprobación por toda la base; no queda nadie aquí.
Lanyon asintió con un gesto.
—Está bien, Paul. Y, a propósito, ¿cómo está la chica que vino a bordo conmigo?
—¿La señorita Olsen? Ah, está bien, un poco agotada; pero se repondrá. Parece que no te ha sido muy fácil llegar hasta aquí. Ahora comparte una cabina con tres enfermeras de la WAC. Un poco apretadas, desde luego. Tenemos sesenta pasajeros extra.
—Lamento haber traído otro, Paul. Sin embargo, puede ocupar la vacante dejada por Van Damra, Si te sirve de consuelo, debes saber que está con la NBC; probablemente tomará todo esto en cinemascope. Creo que tendrá material suficiente para toda una historia.
Lanyon se abotonó la camisa, mientras que de reojo vio la orden de Túnez, todavía sobre la mesa.
—¿Porthsmouth, Inglaterra, eh? ¿Crees que tienen más cadáveres que tengamos que recoger?
Matheson sacudió la cabeza.
—No, creo que deben tener a su disposición a altos cargos de la aviación y miembros de Embajadas. Tal vez incluso al propio embajador y a su familia. No sé dónde vamos a ponerlos.
Sonrió con despreocupación y Lanyon se dio cuenta de que Matheson parecía haber llevado a cabo muchas tareas en los últimos días pasados. Se le notaba un aire de autoridad y confianza en sí mismo que sugería el hecho de haberse visto sometido a prueba. Lanyon señaló la orden de movimiento escrita sobre la mesa.
—Paul, eso llegó hace tres días. Deberías haberte puesto en marcha inmediatamente.
Matheson se encogió de hombros.
—Bien, no podía haberme dejado en tierra al comandante, ¿no crees? —Y vaciló un instante—. En realidad, han sido dos órdenes más las que han llegado, cuando ya se nos hacía imposible salir de aquí, seguidas por otras órdenes emanadas del Mariscal Preboste local. Han tenido que comprender que saltaríamos en pedazos, por lo que he tenido que usar un poco la persuasión al viejo estilo.
E hizo una mueca a Lanyon, dando unos golpecitos sobre la culata de su pistola 45 de reglamento, enfundada en el cinto.
Lanyon aprobó con un gesto.
—Bien, creo que has hecho lo debido, dadas las circunstancias. Aunque tal vez hayas querido impresionar a las enfermeras de la WAC. Está bastante bien, Paul. Bien, vayamos arriba y pongamos a esta carreta en marcha.
Subieron hasta la torre cónica, acurrucándose para evitarse la rociada de gotas de espuma que surgían de ambos lados de las agitadas aguas del refugio. A lo lejos, al otro extremo, Lanyon pudo darse cuenta de las impresionantes olas batiendo furiosas contra las puertas de entrada, ya abiertas, y oyendo el incesante ruido del huracán silbando como una docena de trenes expresos.
La totalidad del refugio se deslizaba y conmovía hacia un lado bajo el impacto del formidable golpe de las olas contra él; grandes grietas rajaban el techo y los muros. El Terrapin se hallaba bien amarrado en la trasera y en lo más profundo del refugio, con una doble hilera de grandes ruedas de camión adosadas al casco para protegerle del choque contra el muelle.
Se soltaron las últimas amarras y comenzaron a enfilar hacia adelante propulsados por los potentes motores diesel, que en el acto formaron una hirviente ola de espuma de agua negra, tras las hélices gemelas. Se dirigieron hacia el centro, a cincuenta yardas de la entrada, sorteando un impresionante oleaje que levantaba al submarino casi hasta el techo. Lanyon estaba comprobando el elevador delantero, cuando Matheson, repentinamente, le tocó en el hombro. Ambos miraron hacia un punto de la entrada del refugio.
Toda una enorme sección del techo, casi la totalidad de la anchura de la entrada al refugio, de unos cuarenta pies de longitud, se estaba hundiendo lentamente hacia abajo, aplastando las dos puertas de acero, como si fuesen las de una jaula de alambre. Aunque el oleaje chocaba y rebotaba, dando a veces la impresión de un pantano que se desagua para volver a formar imponentes olas de vuelta, el Terrapin comenzó a saltar a merced del monstruoso oleaje.
—¡Todo a popa! ¡Todo a popa! —rugió Lanyon por el tubo de órdenes a la sala de máquinas, aferrado a la barandilla de mando, mientras que los motores daban marcha atrás para volver el submarino nuevamente al fondo del refugio. Se movieron como unas cincuenta yardas hacia adelante, sosteniendo entonces al Terrapin en aquella posición, mientras observaba cómo la sección entera de la entrada se desplomaba definitivamente en la misma abertura, formando como un muro insalvable.
Matheson golpeó con furia el borde de su puente con la frustración y la rabia que llegaban a la histeria.
—¡Estamos atrapados como ratas, Steve! ¡Por el amor da Dios! ¡No podremos salir de aquí!
Lanyon le ignoró y recogió el tubo de órdenes.
—¡Sala de torpedos! ¡Alerta! ¡Carga número 2 con cabezas HE!
Esperando la señal, se volvió hacia Matheson.
—Varaos a saltar en pedazos la entrada, Paul. Esa sección del techo tiene por lo menos quince pies de espesor y tiene que pesar cuando menos quinientas toneladas. Es nuestra única posibilidad.
Dispuesta la señal de acción, hizo dar marcha atrás a unas ciento cincuenta yardas de separación entre su posición al fondo del refugio y el obstáculo de la entrada. Después, tomando puntería correcta del objetivo, tronó por la manga de órdenes.
—¡Compresores dispuestos! ¡Dispuestos a disparar! —Se detuvo un instante hasta alinear nuevamente el objetivo y entonces gritó:
—¡Fuego!
El torpedo salió disparado de su tubo entre una cascada de burbujas, se deslizó como un enorme tiburón entre las agitadas aguas, ciegamente proyectado hacia su objetivo. Lanyon lo observó hasta unas veinte yardas del enorme bloque que obstruía la entrada, tirándose al suelo y gritando la misma orden a los demás.
Aferrado al suelo, gritó nuevamente por el tubo de órdenes:
—¡A toda máquina! ¡Todo a proa!
Mientras las potentes máquinas cumplían la orden, empujando al Terrapin hacia adelante, el torpedo estalló contra su objetivo. Se produjo una vivida erupción de mil pedazos de cemento surgiendo de entre las negras aguas como un volcán, y un relámpago cegador, seguido por una colosal detonación, como si se tratase de una fantástica botella de champaña al ser descorchada. Simultáneamente, una ola de quince pies de altura recorrió toda la longitud del refugio, arrastrando, como en un naufragio y entre cascadas de espuma, trozos de cemento y de metal. A toda marcha a proa, el Terrapin se deslizaba a quince nudos por hora hasta hallarse a medio camino de la entrada. Allí pareció quedarse detenido bajo el impacto de la ola, con la torre cónica balanceándose hasta rozar los muros y llevándose por delante un trozo del muelle del refugio. Después surgió potente hacia adelante, pasando suavemente a través de la trampa mortal que había constituido la boca del refugio y a pleno puerto. Por un momento, la quilla se alzó bajo la fuerza del oleaje, después comenzó a hundirse limpiamente en la profundidad de la bahía con la torre y la proa desvaneciéndose de la vista en un rugido silbante del aire al escaparse de las válvulas de inmersión.
***
Por fin, la pirámide quedó completada.
Haciendo resbalar, a costa de enormes esfuerzos, sus suaves costaneras en declive, los pocos trabajadores que quedaban desmantelaron los baqueteados andamios, dejando caer el equipo al pie de la pirámide. Uno por uno, lanzando una última mirada a la cúspide grisácea, que brillaba por sobre sus cabezas, fueron retrocediendo hasta una puerta que, como la escotilla de un gigantesco navío anclado en tierra firme, estaba situada entre dos muros. Pronto desaparecieron de la vista, hasta quedar sólo uno, en la sombra de las pantallas protectoras fuertemente abrochadas entre sí. Por un instante, permaneció impasible frente a la rociada de polvo arrastrada por el viento sobre las pantallas protectoras, situadas a cien pies por encima, con su cuerpo balanceándose peligrosamente ante la fuerza del huracán rugiendo a su alrededor.
El huracán aumentaba de fuerza. Soplando contra las pantallas exteriores protectoras, desgarró las planchas, haciendo saltar las fortísimas guindalezas una tras otra y rajando los pilones de cemento en su base en enormes grietas.
De repente, la presión se hizo demasiado grande. Con un paroxismo gigantesco, la pantalla protectora estalló en mil pedazos, que fueron llevados en volandas por el tremendo aire huracanado como hojas de un bosque con la tormenta, haciendo balancearse los lados de la pirámide, y desapareciendo cuanto había servido de estructura auxiliar para su construcción. Sin otra protección, las filas de vehículos aparcados al pie de las pantallas protectoras se aplastaron, chocando unos con otros, rodando sin fin por el terreno del entorno por las laderas en que había sido erigida la pirámide, dando vueltas y vueltas sobre sí mismos, como peonzas abandonadas a su suerte entre la oscuridad de aquel cielo que parecía volar engulléndolo todo.
Sólo quedaba en pie, firme y desafiante, la pirámide.
Capítulo VI
LA MUERTE EN EL «BUNKER»
Deteniéndose en el umbral, para permitir que la rociada de escombros que caían del techo se amortiguase, Marshall entró en la oficina del Servicio de Inteligencia. Un Estado Mayor fantasma de tres personas, Andrew Symington, un cabo y una de las mecanógrafas navales, estaban sentados a la sombría luz de aquel «bunker» de emergencia, rodeados por una fila de teletipos, aparatos de radio y pantallas de televisión. La escena recordó a Marshall los últimos días de Hitler en el «bunker» de la Cancillería del Reichstag. Boletines de noticias en desorden, memorándums escritos a máquina y documentos de todo tipo aparecían amontonados o tirados por el suelo sin orden alguno; un montón de tazas de té apiladas sobre una maleta y colas de cigarrillos apagadas en cualquier parte de las mesas del «bunker».
Por encima del murmullo constante de los teletipos y de las llamadas y respuestas de los aparatos emisores receptores, Maitland pudo oír claramente el rugir del viento en forma de eco lejano a través del ventilador y la chimenea de escape que llegaba hasta el Malí a sesenta pies de altura. Casi todos se habían marchado en aquel momento. El último personal del Departamento de Guerra y del COE había salido temprano aquella mañana hacia los mandos periféricos de la ciudad, a bordo de los tanques «Centurión». El Arco del Almirantazgo se había derrumbado media hora antes, arrastrando consigo el complejo de oficinas que había alojado al COE durante tres semanas anteriores. El Servicio de Inteligencia era ya un servicio de lujo, del que se podía prescindir por la fuerza de las circunstancias.
El viento había alcanzado ya la velocidad de doscientas cincuenta millas por hora, y lo que quedaba de resistencia organizada, estaba más interesada en asegurar el mínimum de necesidades de supervivencia, alimentos, calor y cincuenta pies de cemento y obra firme sobre las cabezas, que averiguar lo que estaba ocurriendo en el resto del mundo; sabiendo ya muy bien que por todas partes la gente estaba haciendo exactamente lo mismo. La civilización se escondía en la tierra. La propia tierra estaba siendo desgarrada casi literalmente en su misma superficie; seis pies de suelo firme se hallaban entonces viajando por el espacio.
Marshall tomó asiento junto a Symington, dio unos golpecitos en el hombro de su calvo amigo y después hizo un vago gesto de saludo a los otros dos. La mecanógrafa tenía puestos los auriculares sobre sus cabellos en desorden, demasiado ocupada en atender y responder a las incontables llamadas que acudían desde los coches móviles y unidades atrapadas en sótanos o en profundos refugios, para atender su compostura y arreglo femenino, tan atractiva como era de por sí y que Marshall la había conservado deliberadamente en el COE como un verdadero ejemplar de mujer moral y honesta. Pero cuando le vio, la chica le dirigió una sonrisa y se pasó una mano por sus desordenados cabellos.
—¿Cómo van las cosas, Andrew?
Symington se echó hacia atrás y se frotó los ojos enrojecidos antes de responder. Daba la impresión de hallarse totalmente agotado, con su rostro de color de ceniza, pero con un esfuerzo le sonrió a su gran amigo.
—Muy bien, jefe; creo que podemos estar dispuestos para comenzar a rendirnos sin condiciones. Me da la impresión de que la guerra ha terminado.
Marshall rió.
—Estaba pensando, precisamente, en que parece como si los rusos estuviesen ya a doscientas yardas de distancia. ¿Cómo está la Policía Militar y el jefe de Estado Mayor?
—Llegaron hace un par de horas a Leytonheath. La mina de Sutton Coldfield había sido inundada por los manantiales subterráneos, parece ser que el agua se ha desviado por algún fallo del terreno desde el Mar del Norte y se han visto obligados a cavar refugios en el aeropuerto. Están bien, al menos desde hace tres semanas, aunque después supongo que habrá tenido lugar una elección general.
Una sonrisa amarga cruzó el rostro de Marshall. Por un momento miró pensativamente a Symington y después dijo:
—¿Cuáles son las últimas noticias del Servicio Meteorológico? ¿Hay alguna esperanza de que amaine el viento?
Symington se encogió de hombros.
—No radian nada desde hace una hora. Se han retirado a Dullwich. Creo que no saben nada diferente a lo que sabemos tú y yo desde la semana pasada. Deben andar locos de remate. La última velocidad registrada en el huracán era de doscientas veinticinco millas por hora. Eso supone un incremento de sólo 4,7 desde las once de la mañana de ayer.
—Pues parece que es algún consuelo. —Pero hay que tener en cuenta la tremenda masa de tierra arrancada del suelo en partículas que arrastra el huracán. El cielo debe estar negro por completo en este momento.
—¿Qué se sabe de ultramar?
—Recibimos una señal procedente de New Jersey, del aeropuerto de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Aparentemente, todo New York está por los suelos. Manhattan está sometido a un oleaje de cien pies de altura; la mayor parte de los rascacielos y grandes edificios se han derrumbado. El Empire State Building parece una chimenea trucada por un huracán. La misma historia por todas partes. Las pérdidas humanas deben contarse por millones. París, Roma, Berlín..., todo es un montón de escombros deshechos, y la gente que sobrevive está escondida en sótanos y bodegas como topos asustados.
El «bunker» se estremeció bajo el impacto de un edificio que se derrumbaba, como un submarino bajo los efectos de una carga de profundidad. Involuntariamente, los ojos de Marshall se dirigieron hacia la chimenea del ventilador pensando en el supertractor que le había conducido hasta allí y que estaría en el garaje de superficie.
El cabo que estaba al servicio de la televisión, habló:
—¿Cuándo empaquetamos todo esto, señor? Creo que no tenemos nada que hacer ya aquí.
—No se preocupe —le dijo Marshall—. Saldremos de aquí con seguridad. Intentemos mantenernos mientras podamos. Ustedes tres son lo que queda intacto del Servicio de Inteligencia que sigue operando seguramente en toda Europa. —En el tono de Marshall había un leve tinte de orgullo, del orgullo de un hombre que ha creado un equipo perfecto y odia verlo desmantelado incluso tras haberse dado cuenta de que ya no tiene razón de existir. A todos dirigió un expresivo ges-to de aliento—. Nunca se sabe, Crighton; pero es posible que sea usted la única persona que vea el viento alcanzar su máximo punto de violencia y después desaparecer.
Symington recogió un puñado de despachos de los teletipos esparcidos por la mesa y los sujetó con un puñado de monedas de a penique, contra la corriente del ventilador subterráneo.
—Este es el cálculo estimado de lo que sucede en provincias: en Birmingham la gente se ha refugiado en las minas de carbón alrededor de la ciudad, calculándose en unas trescientas mil personas. El noventa por ciento de la ciudad se ha derrumbado. Unos tremendos incendios se han extendido procedentes de las refinerías de West Bromwich, por todas las ruinas durante el día de ayer, acabando con lo poco que el viento ha dejado. Pérdidas calculadas: unas doscientas mil.
—No parece muy alta la cifra —comentó Marshall sombríamente.
—Probablemente lo sea. El homo sapiens es bastante tenaz; pero si Londres sirve de guía, la mayor parte de la gente se va a los sótanos de las casas con un paquete de bocadillos y un termo de cacao. —Y continuó—: En Manchester, ayer se produjeron enormes bajas cuando el techo de la Estación del London Road se vino abajo. Por alguna razón las autoridades habían concentrado allí a la gente; se calcula que había unas veinte mil personas entre las plataformas.
Marshall hizo un signo afirmativo mientras Symington continuó su informe en voz firme y lenta. Daba la impresión de existir una especie de deprimente uniformidad en el contenido de todos aquellos informes. Tras haber oído uno, parecían haberse oído todos. La imagen surgía por doquier en idéntica forma; la totalidad de la población de uno de los países más industrializados del mundo equipado con un elaborado sistema de comunicaciones y transportes con enormes aprovisiona-mientos de alimentos y combustible, y grandes fuerzas armadas, aparecía, así y todo, totalmente desprotegida frente al ligero aumento de uno de los más antiguos, constantes y naturales elementos de su entorno.
Considerado en conjunto, la gente había mostrado menos capacidad de recursos propios y flexibilidad, dotada de menor previsión que un pájaro silvestre o de la que hubiese tenido cualquier animal de la selva. Los básicos instintos de supervivencia se habían adormecido de tal forma, se habían disminuido al servicio de apetitos secundarios, que se hallaba totalmente incapacitada para protegerse a sí misma. Como Symington había implicado en sus observaciones, eran las víctimas indefensas de un optimismo profundamente arraigado respecto a su derecho a la supervivencia, de su dominación del orden natural de las cosas que les garantizaría contra todo, excepto de su propia estupidez y abandono, de que habían sobrestimado sus ideas adjudicándose orgullosas presunciones respecto a su propia superioridad.
Y ahora se pagaba el amargo precio de tal pecado, simplemente al tener que hacer frente a un huracán...
Marshall escuchó a Symington completar la imagen de la gran catástrofe.
—Unas cuantas unidades navales están operando en las bases existentes alrededor de las zonas de Plymouth y Portsmouth, cuyas defensas y arsenales están fuertemente protegidas en subterráneos pero en general, el control militar está acabado. Las operaciones de rescate, han terminado virtualmente. Existen aún unas cuantas patrullas del Ejército con las multitudes que se esconden en los túneles del Metro; pero ¿hasta cuándo podrán tener alguna autoridad? Es algo que nadie se atreve a imaginarlo.
Marshall estuvo de acuerdo y afirmó con un gesto sombrío y pesimista. Se dirigió al cuadro de mandos de la televisión. Había seis pantallas, emitiendo imágenes transmitidas por tomavistas automáticos situadas en torres de cemento, fuertemente protegidas y que Marshall había hecho construir en el cinturón del gran Londres. Los aparatos aparecían con los nombres de Camden Hill, Westminster, Hampstead, Mile End Road, Battersea y Waterloo.
Las imágenes centelleaban en las pantallas, con interferencias, pero las escenas que revelaban, aparecían claramente visibles. La pantalla de la derecha, con el rótulo de «Mile End Road», aparecía en blanco, y el cabo se aplicaba a ajustar los controles en un esfuerzo para conseguir una imagen.
Marshall estudió otra de las pantallas, y después dio unos golpecitos en el hombro de Crighton.
—Yo de usted no me molestaría.
E indicó la pantalla correspondiente a Hampstead, en la que se apreciaba la neblina del viento barriendo los techos destrozados de las casas por doquier. La cámara hacía un recorrido en un amplio ángulo, automáticamente de derecha a izquierda, a intervalos de tres segundos; y cuando en uno de ellos se aproximó a la izquierda, Marshall puso el dedo en la pantalla sobre un trozo de muro de cemento que surgía como un ciprés solitario en un cementerio devastado en millas a la redonda por todo el horizonte. En un instante en que el viento aclaró un poco la visibilidad, mostrando el perfil rectangular de la torre de Mile End, todos pudieron observar un enorme montón de escombros que llegaba casi hasta la mitad del edificio; los restos de un inmueble de diez pisos que había sido derribado y arrastrado por el terreno. La torre se mantenía aún en pie; pero la torreta de la cámara a cincuenta pies del suelo, se había resquebrajado también.
Marshall apagó la pantalla y después tomó asiento frente a la de la zona de Westminster. La torre de transmisión había sido montada sobre un puesto de tráfico al fondo de Whitehall y dispuesta para girar en un ángulo de 180°, dirigida hacia Trafalgar Square. La gran calzada había desaparecido bajo enormes montones de cascotes y escombros arrojados sobre el pavimento y las aceras desde los Ministerios del lado oriental. El Departamento de Guerra y el Ministerio de Agricultura estaban derruidos. Más allá, las espiras de Whitehall Court habían desaparecido, sólo quedaban en pie las siluetas desgarradas de algunos paredones que se recortaban contra el oscuro cielo cargado de polvo en el huracán.
La cámara siguió moviéndose, mostrando los deshechos residuos de un autobús de dos pisos arrollado contra los escombros. Caídos sobre las ruinas del Foreign Office y Downing Street, aparecían los escombros remanentes del pórtico del Home Office arrastrados hacia St. James Park. Por todo el horizonte perceptible, sólo se apreciaban los bajos perfiles serrados de la National Gallery y de los clubs de Pall Mall, sobresaliendo aquí y allá la silueta rectangular de un hotel o de algún edificio de oficinas de pocos pisos.
Marshall observó los últimos momentos del Hotel Piccadilly. La zona intermedia, Haymarket y el sur de Piccadilly Circus, estaba asolada, y el hotel aún se mantenía enhiesto contra la tempestad. La columnata entre ambas alas del edificio aún permanecía intacta; pero conforme la cámara giraba volviéndolo a enfocar, dos de las columnas se troncharon y cayeron deshechas frente al hotel, produciendo un enorme impacto contra los muros. Instantáneamente, y antes de que la cámara se desenfocase, la totalidad de la parte frontal del hotel cayó desplomada por entero en una verdadera explosión de polvo y mampostería. Una de las alas del edificio se tambaleó para caer inmediatamente deshecha sobre el piso, arrastrando con ella un pequeño bloque de oficinas que se escudaba tras el gran hotel. La otra fue inmediatamente arrollada por el huracán como un trozo de madera abandonado en un mar furioso, produciendo una espantosa avalancha de escombros en silenciosa caída.
Al volver nuevamente la cámara a enfocar directamente el Parlamento, Marshall observó unas enormes olas rompiendo contra las ruinas de lo que había sido la Cámara de los Lores. Sacadas del propio estuario por el huracán, las aguas del Támesis rompían furiosas contra los muros de contención saltando a las inmediaciones en tremendo oleaje, llegando hasta Windsor, completando así la obra de destrucción comenzada por el viento. La fachada tan tradicionalmente familiar de Westminster, había desaparecido, y enormes olas se estrellaban contra los cimientos, saltando por encima de las ruinas apiladas del Big Ben yacentes entre los escombros de Palace Yard.
De repente, el cabo se inclinó hacia adelante, apuntando hacia la pantalla receptora del sector de Hammersmith.
—¡Señor! ¡Mire esto, pronto! ¡Tratan de salir fuera!
Se agruparon todos junto al receptor, observando la pantalla. La cámara estaba montada sobre Hammersmith Broadway. Directamente abajo, en la calle y a cien pies de distancia, se hallaba la entrada de la estación del metro de Hammersmith. Los altos edificios de la calle estaban derrumbados hasta el primer piso, los muros deshechos y amontonados en enormes pilas de escombros; pero la entrada a la estación había sido fortificada y reforzada con un contrafuerte de cemento que salía hasta el exterior de la calle, con tres puertas circulares fijas en su techo en forma de cúpula.
Las puertas aparecían abiertas, y emergiendo del interior, una apiñada muchedumbre luchando y empujándose unos a otros en un frenético esfuerzo para escapar a la estación del metro. Los umbrales estaban atiborrados de personas, algunas de las cuales vacilaban al hallarse a punto de salir a la calle y después, empujadas a plena calle por la terrible presión de la multitud existente tras ellas.
Como pétalos arrancados a una flor expuesta a un fuerte viento, se despegaban brutalmente de la misma entrada del metro, intentaban unos pasos hacia la calle, a cielo abierto y eran barridas, literalmente levantadas en volandas y empujadas por la calle, dando tumbos sobre sí mismas, como un saco de plumas que se desgarrase y se desintegrara al ser abierto por algún garfio de hierro que las expusiera a una fuerte corriente de aire.
La cámara giró, apartándose de la escena, y apuntó hacia el este frente a la propia tormenta, con el panorama oscurecido por la nube de piedras que se estrellaban constantemente contra la propia cámara, al igual que las incontables trazas que va dejando una ametralladora en un bombardeo aéreo.
Symington continuaba sentado en su silla observando con gesto sombrío la cámara. Al otro lado de la mesa, Crighton y Wren, la mecanógrafa lo observaban todo con el mayor silencio, sobrecogidos de terror, pálidos y sin aliento. Por encima de sus cabezas, las lámparas temblaban espasmódicamente conforme el «bunker» temblaba, iluminando la delgada capa de polvo que caía del techo, que se inclinaba poco a poco y más rápidamente después hacia la boca del ventilador, para ser absorbido y arrastrado fuera seguidamente.
La cámara, en su constante girar, volvió de nuevo al metro y a la estación. La corriente de personal aún intentaba salir fuera; pero de alguna forma comprobó la futilidad de exponerse directamente al espantoso huracán y cambió de táctica, intentando caminar a lo largo de la pared de cemento. Pero antes de haber recorrido quince pies, de nuevo sentían la fuerza terrible y constante del viento y eran igualmente captadas, retorcidas, perdiendo su asidero a la pared y lanzadas al aire como objetos desamparados, inútiles como hojas secas caídas en un bosque de otoño y furiosamente arrastradas por aquel increíble vendaval.
Marshall aplastó un puño contra la palma de su otra mano.
—¿Qué es lo que tratan de hacer? —gritó exasperado—. ¿Por qué no permanecen donde están, esos estúpidos, por amor de Dios?
Symington sacudió lentamente la cabeza.
—Los túneles tienen que estar inundados —comentó amargamente—. El río sólo está a media milla de distancia y las aguas deben entrar bombeadas dentro de los túneles del metro a una enorme presión. —Miró a Marshall y sonrió débilmente—. O tal vez tengan los nervios deshechos, aterrados hasta el punto de intentar el escape como posible solución, aunque el escape sea hacia una muerte segura...
Marshall asintió con un gesto y después miró a su reloj. Miró a su alrededor por un momento, observando a cada uno de sus compañeros de «bunker» y se dirigió hacia la puerta en donde estaban instalados los teletipos.
—No vendrá mucho por ese conducto —dijo a Symington—. Parece como si debiéramos comenzar a abandonar esto también. Podría llevarse un par de días el alcanzar la base de los Estados Unidos en Brandon Hall. Es inútil el tratar de convertirse en héroes. Traten de ponerse en contacto con ellos y vean si tienen la posibilidad de venir hoy a recogernos. Volveré dentro de media hora.
Se dirigió rápidamente hacia lo largo del oscurecido corredor y hacia la pequeña escalera existente al final del piso y después se dio prisa hacia el nivel superior. Su oficina estaba cercana, de espaldas al hueco del ascensor y a la salida de emergencia.
Abrió la puerta y entró. Débora Masón, vistiendo una trinchera de cuero, estaba sentada en el sofá y próxima a su maleta. Se puso en pie al entrar Marshall y puso las manos sobre sus hombros.
—¿Estás dispuesto ahora, Simón? —preguntó ella ansiosamente—. No puedo esperar para salir de aquí.
Marshall la retuvo junto a sí y le sonrió afectuosamente, rozándole suavemente los labios con los suyos.
—No te preocupes, querida. Todo irá bien ahora.
La pequeña habitación estaba literalmente atestada de objetos. Una caja de máscaras antigás y otra de receptores transmisores ocupaban toda la mesa y un sinnúmero de cajas y maletas aparecían apoyadas contra las paredes. Comprobando que la puerta estaba bien cerrada primero, Marshall tomó asiento y marcó el teléfono del transporte del refugio superior.
—¿Kroll? —llamó en voz apagada—. Aquí Marshall. Dispóngase a salir en diez minutos. —Hizo una pausa para mirar a Débora—. Mientras tanto, ¿puede venir a mi oficina? Tome la escalera posterior junto al hueco del ascensor. Necesito su ayuda para algo.
Dejando colgado el receptor sobre la horquilla, Marshall miró nuevamente a Débora, que le observaba con cierta sospecha, temblándole los labios imperceptiblemente.
—Simón..., ¿por qué quieres que Kroll venga hasta aquí?
Marshall comenzó a encogerse de hombros; pero Débora le interrumpió:
—¿Es que Symington y los otros dos van a venir con nosotros, verdad? No irás a dejarlos atrás...
—¿Symington? Por supuesto que no, cariño. Es un hombre que no tiene precio para nosotros. Pero necesitaremos a Kroll a que le persuada para que venga con nosotros.
Se puso en pie y se dirigió hacia una de las maletas; pero Débora le detuvo.
—¿Y qué hay respecto a Crighton y la chica? —urgió ella—. No pensarás en abandonarlos o intentar otra cosa...
Marshall vaciló, mirando a Débora cara a cara, con los ojos inmóviles.
—¡Simón! —exclamó Débora tomándole por los brazos—. Han trabajado para ti durante meses; ambos confían absolutamente en ti. No puedes ahora tirar sus vidas como trapos usados. Hardoon puede emplearlos en cualquier parte.
Marshall apretó los dientes y apartó a Débora.
—Por amor del cielo, Débora, no comiences a hacerme escenas de sentimentalismo. Odio tener que hacerlo; pero atravesamos tiempos y momentos muy difíciles y muy duros. La gente está muriendo por todas partes a millones. ¿Vas tú a resolver el problema con uno de ellos?
—No, claro que no —dijo Débora con firmeza—; pero ésa no es la cuestión. Tú tienes un lugar para ellos.
—En el Titán, sí. Pero en la Torre... no puedo estar seguro. Hardoon es imprevisible; no tengo en realidad autoridad alguna sobre él. Les dejaría aquí; pero dispondrían una señal de alerta dentro de cinco minutos y seríamos localizados antes de haber recorrido diez millas. —Miró a Débora, quien tenía los labios apretados en una firme determinación y después explotó en un estallido de irritación—. Está bien, pues. Me correré el riesgo. Es un riesgo infernal; sin embargo, debes saberlo.
Recogió la maleta y la llevó sobre el sofá. Era una de tamaño mediano, con protecciones metálicas en los bordes, dando la apariencia de haber sido montada con anterioridad a su manufactura original.
Tomando el llavero del bolsillo, eligió una llave y la abrió, levantando la tapa cuidadosamente. Dentro se hallaba una radio transmisora-receptora de frecuencia modulada, equipada con un potente dispositivo para mantener conversaciones en secreto. Marshall operó en el dispositivo secreto y después recogió del suelo, tras el sofá, un largo trozo de cable suelto. El extremo estaba dotado con una clavija que insertaba en la antena del transreceptor. Siguiendo el cable tras el sofá y hacia el rincón, lo fue dejando por el borde de la pared hasta la puerta de emergencia donde desapareció en una pequeña abertura.
Satisfecho, volvió hacia el aparato, desenrolló un cable eléctrico y lo insertó en la luz de su mesa de despacho. El aparato zumbó al entrar en funcionamiento y con calma ajustó el dial de sintonía hasta que la señal roja de respuesta se encendió. Se puso los auriculares y tomó en las manos el micrófono en miniatura del equipo.
—¡Hardoon Tower, aquí el Almirante Negro llamando a Hardoon Tower! —comenzó a repetir con insistencia. Débora se le aproximó junto a su hombro y Marshall puso su brazo libre alrededor de los de la joven.
Mientras la respuesta a la llamada llegaba, la estrecha puerta existente tras el despacho de Marshall se abrió lentamente. Un individuo alto, pesadamente revestido con plástico negro y un casco de fibra entró suavemente en la habitación. Tenía el rostro escondido por el visor del casco; pero se adivinaban unos labios apretados, una aguda nariz, las mejillas salientes y unos ojos de dura expresión. Llevaba las manos sin guantes, aunque las muñecas aparecían apretadas por el extremo de las mangas de goma. En el centro del casco aparecía un sencillo y ancho triángulo, como una pirámide vista de perfil.
Marshall le hizo un gesto para que entrase, indicándole que cerrase la puerta, y después volvió a aproximarse al equipo de radio.
—«...dígale a R. H., que salimos dentro de cinco minutos. Tiempo calculado para llegar a la Torre... —y consultó el reloj—, hacia las cuatro. Todo queda aquí cerrado, todas las agencias gubernamentales han sido retiradas ayer. El «Titán» llevará las insignias de los Estados Unidos... es demasiado peligroso moverse ahora sin cualquier distintivo. Los demás tractores potentes son americanos, por lo tanto nadie nos detendrá. ¿Qué...?»
Marshall se detuvo, observando la alta figura de Kroll de pie tras él mientras se repetía la pregunta.
—Les llevaré conmigo. Son gentes altamente calificadas en comunicaciones, y nos resultarán de la mayor utilidad. ¿Qué? ¿Son sólo tres personas? No se preocupe, veré personalmente a R. H. respecto al asunto. —El rostro de Marshall comenzó a mostrar signos de impaciencia según escuchaba por los auriculares. Y comenzó a decir—: Escuche, a mí me tiene sin cuidado cuáles sean las órdenes que haya dado R. H. —Y con un gesto seco y repentino se desprendió de los auriculares y apagó el aparato.
—¡Maldito estúpido! —restalló colérico—. ¿Quién se piensa ese operador que es? —Con la cara enrojecida por la ira, comenzó lentamente a relajarse. Quitó el enganche de la antena, escondió los auriculares y el micrófono y cerró el equipo.
—Hemos de vigilar a R. H. —dijo pensativamente a Kroll—. Es un tipo bastante chiflado y duro de pelar. Sólo porque las comunicaciones han quedado relegadas a un segundo plano frente a la construcción, los muchachos se están volviendo insolentes.
Kroll asintió, casi imperceptiblemente, como si estuviese acostumbrado al mínimum de palabras en sus conversaciones.
—Ha habido mucho que reorganizar —dijo tenso—. Grandes cambios, ahorro de montaje. La construcción está quedando ahora postergada. La seguridad es el asunto fundamental.
Marshall no respondió, considerando pensativamente aquello.
—¿Quién está al frente? —preguntó.
Kroll denegó con un gesto. Sus duras facciones apenas se movieron.
—R. H. El propio jefe en persona.
Kroll estaba mirando a Débora de pies a cabeza y ella se alejó ligeramente de su lado. Kroll dejó de mirarla y giró una inspección ocular por toda la oficina—. Bien, creo que deberíamos marcharnos, ¿qué le parece?
Marshall llevó la maleta sobre la mesa, notando el cambio en las formas de Kroll.
—Buena idea —convino—. Gracias por esas noticias. Y a propósito, ¿en qué Departamento está usted ahora? ¿En la Seguridad? Tenía idea de que había sido usted ascendido.
Kroll asintió, mirando a Marshall sin la menor deferencia. Se dirigió hacia la puerta de salida, apuntó con un dedo en dirección al corredor y añadió:
—¿Dónde están los otros? ¿En el fondo del sótano?
—Aguarde. —Marshall se volvió hacia Débora, la tomó por un brazo y la condujo a la salida de emergencia—. Querida, es preciso que arreglemos unas cuantas cosas aquí. Sube y espérame. Todo estará solucionado para cuando subamos a reunimos contigo.
La joven vaciló; pero Marshall le dirigió una sonrisa.
—Puedes creerme, Débora. Te doy mi palabra que vendrán con nosotros. Te veré inmediatamente.
Mientras Débora se marchaba, aparentemente satisfecha con las seguridades dadas por Marshall, éste se volvió hacia Kroll.
—Quédese aquí. Voy a traerles.
Kroll puso una mano en el pomo de la cerradura, mirando a Marshall por encima del hombro. Los dos hombretones parecían llenar por sí mismos el reducido local. Kroll levantó un hombro imperceptiblemente, escuchando el sonido de las pisadas de Débora subir escaleras arriba.
—¿Por qué molestarse? —preguntó lacónicamente—. Que se las arreglen ahí abajo como puedan. No quiero que quede nada revuelto en su oficina. Por lo demás, alguien caerá por aquí y los encontrará.
Marshall se aproximó a Kroll y presionando con el codo fuertemente, separó la mano que tenía puesta en la cerradura.
—Voy a llevarles conmigo —dijo con firmeza—. No vamos a dejarles ni ahí abajo ni en ninguna otra parte. —Abrió la puerta, para comprobar inmediatamente, que una de las negras botas de Kroll se interponía en la hoja, impidiendo a Marshall salir al exterior. Marshall miró furioso a Kroll y le empujó con fuerza, con la cara roja de indignación.
—¡Apártese de esa puerta! —restalló colérico—. ¿A qué diablos se figura usted que esta jugando?
Marshall separó su hombro del cuerpo de Kroll; pero éste, dando media vuelta rápidamente, se puso de espaldas, cerrando violentamente la puerta con un taconazo del otro pie libre.
Kroll miró fijamente a Marshall.
—Cuidado, Marshall. Usted recibe órdenes de la Torre y las últimas hace dos minutos. R. H., no bromea nunca.
Marshall sacudió la cabeza.
—Escuche, Kroll, haga el favor de callarse y tomar las órdenes mías. Yo trataré con R. H., cuando llegue a la Torre. Mientras tanto, no voy a permitirle que me diga lo que tengo que hacer. Voy a llevarme a esas tres personas conmigo.
—¿Para qué? Nunca las llevará allá. R. H. acaba de despedir a doscientos trabajadores de la construcción que han estado en la Torre desde el mismo principio. Marshall, ignorándole, estaba a punto de coger a Kroll por los hombros y lanzarle fuera de la puerta, cuando se oyó una llamada en el sucio cristal del otro extremo de la habitación. Kroll sacó inmediatamente de su chaqueta de cuero, y con un rápido movimiento, una pesada pistola automática del «45» que parecía un juguete en sus enormes manos.
Marshall le hizo un gesto para que se ocultase en un rincón y después abrió la puerta para encontrarse con Symington de pie ante ella, parpadeando ante la brillante luz de la estancia, y recubierto de suciedad con una espesa capa de polvo sobre su ancha calva.
—Hola, Andrew. ¿Qué problema te trae por aquí? —le preguntó Marshall dejando paso a Symington tras él. Kroll permanecía detrás de la puerta.
—Lamento molestarle, jefe —comenzó a explicar Symington—. Crighton comenzó a oír algo bajar por la salida de emergencia y subió hasta el garaje. Parece ser que hay uno de esos grandes transportes americanos... —Y se interrumpió al darse cuenta de la presencia de Kroll plantada tras él—. ¿Qué ocurre? —comenzó a decir, y después intentó desesperadamente volver hacia el corredor, mientras que Kroll le agarraba por un hombro con la mano izquierda mientras que le apuntaba con la pistola a la sien. El tirón de Symington hizo perder el equilibrio a Kroll.
El disparo estalló como una bomba. Marshall se lanzó a sujetar la mano derecha de Kroll al mismo tiempo que cogía a Symington por el cuello y le obligaba a tirarse por el suelo. Marshall y Kroll se abrazaron como dos osos en lucha, mientras que Symington se esforzaba por incorporarse a los pies de ambos. De repente se separaron. Symington escapó como un rayo por la puerta antes de que los dos hombres se reunieran de nuevo en la lucha y la cerró de un portazo frente a ellos.
Antes de que Marshall pudiera detenerle, Kroll había disparado por el cristal opaco de la puerta a la borrosa figura que se alejaba por el corredor. El sonido del disparo volvió a retumbar como un trueno en la reducida oficina. El cristal de la puerta saltó en pedazos. A través de la abertura, Marshall vio a Symington caer de cabeza por la fuerza de la bala y después de bruces como si hubiese sido arrojado de un coche en marcha.
Kroll abrió la puerta y se lanzó al corredor. Con Marshall tras él, corrió hacia donde Symington yacía, mirando la figura caída a sus pies, comenzando después a caminar corredor abajo, con la automática dispuesta a disparar en cualquier momento frente a lo que se le interpusiera en su camino.
Marshall se arrodilló junto a Symington. A la escasa luz, apreció la cálida mancha roja que se extendía fuera de la herida producida por el balazo disparado por Kroll debajo de la clavícula. Dio la vuelta a Symington, comprobó que respiraba con un jadeo angustioso y apreció cómo, afortunadamente, la bala no le había atravesado el tórax, sino que le había desgarrado el hombro en una herida de unas tres pulgadas de extensión. Marshall ayudó a Symington a ponerse en pie y le arrastró literalmente al interior de la oficina, dejándole sentado sobre el sofá.
Tras él, por la salida de emergencia, apareció Débora con los ojos dilatados por la sorpresa.
—Simón, ¿qué es lo que ocurre? —Miró a Symington sin comprender nada de lo que allí sucedía y añadió—: Habías prometido...
Marshall la sentó en el sofá.
—Quédate con él, y ve lo que puedas hacer. Creo que no es grave. Kroll se ha vuelto loco. Voy a detenerle antes de que mate a los otros dos.
Al volver a entrar en el corredor, Kroll bajaba cautelosamente el tramo de escalera que conducía al sótano. Marshall sacó su revólver de cañón corto del «38» de la pistolera escondida en el interior del traje. Quitándole el seguro, siguió tras Kroll.
La cabeza tocada con el casco de Kroll acababa de desaparecer por el corto tramo de escaleras, cuando un segundo disparo estalló procedente del sótano. Crighton y la chica estaban también armados con revólveres del «38» en previsión de cualquier asalto al refugio.
Oyó de nuevo disparar la «45» de Kroll, seguido por dos agudos sonidos procedentes de la cabina de comunicaciones situada en el extremo del corredor. Se deslizó con cuidado por los escalones, buscando la figura de Kroll entre las sombras y los ángulos del corredor; después oyó el suave y acolchonado pisar de unas suelas de goma dirigiéndose hacia el corredor de servicio que enlazaba las oficinas y proveía de una puerta trasera al ascensor de emergencia.
A través de la entrada abierta de la cabina de comunicaciones, Marshall captó de un vistazo el uniforme marrón de Crighton acurrucado tras la línea de teletipos. Dio un salto atrás ante el relámpago de un nuevo disparo del «38».
El corredor de servicio conducía en ángulos rectos hacia las oficinas y quedaba a su izquierda. Marshall, con el revólver a punto, disparó rápidamente dos veces seguidas apuntando hacia el techo y se escurrió en un salto hacia el corredor de servicio.
Al recobrar el aliento, oyó a Crighton disparar de nuevo hacia el tramo de escalera, gritando después algo a la joven mecanógrafa, perdiéndose sus palabras en los ecos reverberantes de los disparos.
Siguiendo a Kroll, Marshall se dirigió rápidamente por el oscurecido corredor de servicio, escudriñando rápidamente en la primera oficina, compuesta por un enjambre de mesas bajo la apagada luz mortecina de una simple bombilla eléctrica colgada del techo.
Encontró vacía la segunda oficina, separándole del cuarto de comunicaciones la caja del ascensor. Procuró deslizarse cautelosamente por los rincones sin alumbrar del hueco del elevador. Por fortuna, la entrada de emergencia que daba al corredor de servicio estaba bloqueada por los transmisores de televisión. Tan pronto como vieron a Kroll abrirla, Crighton y la chica vaciaron sus revólveres a través de la delgada hoja de madera.
Marshall dio la vuelta al ángulo final alrededor del hueco del ascensor y para su sorpresa, lo encontró vacío. La puerta de emergencia se hallaba ligeramente entreabierta, una estrecha franja de luz, cruzaba el corredor.
Aproximándose, Marshall ojeó el interior.
La habitación estaba vacía. Unos borrosos reflejos de las pantallas recorrían lentamente de un lado a otro el techo; pero Crighton y la chica se habían marchado.
De repente, y procedente del corredor principal, sonaron dos disparos potentes, seguidos por un agudo grito de terror y después un agonizante grito de muerte, un segundo después, por un tercer disparo. Los sonidos retumbaron en el aire confinado de los sótanos. Relámpagos de luz reflejaban por los paneles de cristal de la entrada abierta.
Lanzándose contra la puerta entreabierta, Marshall tiró a un lado de un fuerte puntapié una mesa que sostenía dos aparatos de televisión y corrió rápidamente a través de la habitación.
Crighton y la joven yacían juntos en el corredor; Crighton con la cabeza caída apoyada contra la pared y las manos levantadas frente a él. La chica aparecía caída tras él, con los cabellos tapándole el rostro y la falda alrededor de la cintura.
Algo más lejos, esperando a Marshall junto a la escalera, aparecía erguida la negra figura de Kroll con la automática presta a disparar en su mano derecha.
—Gracias por cubrirme —dijo con voz ronca. Y apuntó a la oficina próxima a la escalera—. Yo estaba ahí. Pensé que intentarían escapar por ahí cuando le oyeron a usted aproximarse.
El enrarecido aire del «bunker» aparecía manchado con los picantes humos de los disparos que hacían arder los ojos de Marshall. Se inclinó sobre los dos cuerpos, comprobando su estado cuidadosamente. Un trozo de pañuelo mojado de sangre aparecía estrujado en la mano de la joven como una flor muerta. Durante unos largos instantes se la quedó mirando fijamente; después, gradualmente, se dio cuenta de la presencia de las botas de Kroll situadas a dos o tres pies de distancia.
Comenzó a ponerse en pie y vio la automática de Kroll apuntarle en pleno rostro. El pesado cañón de la pistola le seguía implacable en el menor movimiento que hacía. La cabeza de Kroll parecía hundida entre los hombros, y los ojos escondidos tras el visor de su casco.
Marshall sintió menguarse su valor.
—¿Qué es lo que ha ocurrido, Kroll? —se las arregló para poder decir con voz agitada. Y se dirigió hacia Kroll que retrocedió unos pasos; pero sin dejar de apuntar a Marshall en la cabeza.
—Lo siento, Marshall —repuso—. R. H.
—¿Qué? ¿Hardoon? —Marshall vaciló, estimando la distancia hacia la escalera. Kroll estaba a pocos pasos tras él. Así que Hardoon había decidido suprimirles una vez que se había servido totalmente de ellos para sus propósitos. Debió haberlo comprendido cuando se había enviado a Kroll para recogerles del «bunker»—. No sea loco, Kroll. Debe usted estar chiflado.
Cuando sólo se encontraba a seis pies de la escalera, se inclinó rápidamente hacia adelante, zigzagueando de un lado a otro, arreglándoselas para poner las manos en la baranda de la escalera.
Apuntando cuidadosamente, Kroll le disparó dos veces, primero a la espalda, cuyo balazo le hizo caer de rodillas y el segundo al estómago, al revolverse, con su corpachón ya indefenso y sus brazos extendidos al aire como las aspas de un molino. En un agónico intento de recuperarse dio un traspiés, giró pesadamente contra la pared y cayó como un fardo en un rincón.
Estaría como a diez pies de Kroll, que esperaba con calma, hasta que un hilo espeso de sangre corrió expandiéndose irregularmente hasta los pies del asesino. Después, Kroll subió por la escalera.
***
—¡Simón!
La joven estaba agachada tras la puerta, con las manos en la cara. Al ver a Kroll, gritó e intentó huir de él, casi tropezando sobre la recostada figura de Symington, semiinconsciente en el suelo, junto al sofá.
Kroll se enfundó la pistola del «45» en el chaquetón de cuero y se dirigió hacia Débora arrinconándola contra la mesa.
—¿Dónde está él? —le gritó—. ¡Simón! ¿Qué es lo que ha hecho...?
Kroll la empujó contra la pared con un manotazo de revés, forzándola a caer de rodillas.
—¡Cierra la boca, loca histérica!
Escuchó cautelosamente los sonidos que provenían del «bunker», propinando un salvaje puntapié a la joven cuando con sus sollozos le interrumpió, y después tomó el teléfono.
Mientras esperaba miró a Débora y su mano derecha volvió a desenfundar la pistola del «45». Sus dedos se retorcieron como garfios alrededor del cañón, dispuesto a golpear con ella. Buscó la forma de golpearla en la nuca, asestándole un bestial culatazo, notando los hermosos rizos pardo-rojizos de sus cabellos cayéndole sobre la frente. Eran algo suave y delicado, más suave de cuanto Kroll jamás hubiera visto en su vida. Como un toro hechizado por una mariposa los observó, como fascinado, sintiendo su sangre espesarse, y como ignorando el teléfono.
Se relajó su mano, que retiró de la chaqueta.
—Todo listo —dijo lentamente por teléfono—. Era uno de ellos. —Y lanzó una postrer mirada a Débora—. Estaré ahí dentro de diez minutos.
***
Arrastrándose dolorosamente, Marshall consiguió llegar pulgada a pulgada a la cabina de comunicaciones, se incorporó a costa de inauditos esfuerzos y se desplomó en una silla frente al radio transmisor. Durante unos minutos, tosió de forma incontrolable y paroxística, luchando penosamente por un poco de aire para sus pulmones, pareciéndole que su cuerpo estaba inmerso en un lago helado que le inundaba el pecho. Mientras se balanceaba de un lado a otro, sin fuerzas y desamparado, miraba fijamente el chorro de sangre que fluía por el suelo, bajo la silla. El rastro llegaba hasta el corredor junto a los otros dos cuerpos, en la escalera. No podía ya calcular el tiempo que había permanecido así, desde que trató de llegar a la habitación de transmisiones; pero la vista de aquellos cuerpos le revivieron momentáneamente, haciéndole comprobar que su enorme fuerza se acababa rápidamente, y apoyándose hacia adelante sobre los codos comenzó a manipular en el equipo.
Todo estaba silencioso a su alrededor en el «bunker». El sistema de ventilación había sido detenido, y el aire se notaba ya infecto y estático, donde aún permanecía el acre olor del humo de la cordita. A lo largo de la pared y tras él, los teletipos habíanse igualmente quedado mudos, oyéndose el suave zumbido, únicamente, de los aparatos de televisión. Sólo dos de las pantallas mostraban imágenes, centelleando de derecha a izquierda por el techo oscurecido de la habitación.
Manipulando sin fuerzas, Marshall se detuvo para ganar aliento, tratando de conservar el poco aire que podía forzar a respirar en sus pulmones. La herida que le atravesaba el pecho, le parecía un lanzazo por la anchura, repercutiéndole dolorosamente entre las costillas cada movimiento respiratorio que ejecutaba.
Media hora más tarde, cuando ya se sentía morir definitivamente, el equipo receptor entró en funcionamiento entre sus dedos. Tomando el micrófono con ambas manos, se lo pegó a los labios, comenzando a hablar con cuidado, repitiendo su mensaje obstinada y repetidamente, una y otra vez, interrumpiéndose por las réplicas que provenían del otro extremo, hasta que su significado dejó de tener sentido y todo le pareció un balbuceo incoherente.
Cuando hubo terminado, con sólo un leve murmullo de voz, dejó el micrófono caer al suelo de entre sus dedos, y en un desesperado esfuerzo movió la silla para enfrentarse con las pantallas de la televisión. Sólo una imagen se recibía entonces, blanca y borrosa, de una polvareda huracanada que cruzaba la pantalla de izquierda a derecha, sin cambiar de velocidad ni de dirección. Perdida su capacidad de visión, Marshall cayó hacia atrás mirando a ciegas lo que ya le era imposible captar. Su hermosa faz, de un tono grisáceo, aparecía casi inmóvil y en completo reposo, con la piel hundida alrededor de sus ojos y sienes y una mortal palidez en los labios. Sin apreciar ya su propia respiración, se sintió hundirse hacia el fondo de un lago helado. A su alrededor, el aire viciado se iba haciendo más y más frío. Unos cuantos sonidos surgieron en alguna parte en el «bunker» vacío, reverberando el eco en el silencioso ventilador y a través de los callados corredores desiertos y sumergidos en un completo silencio.
Capítulo VII
LAS PUERTAS DE LA VORÁGINE
¿Cómo está?
—No mal del todo. Contusiones generales, no graves, y fractura craneal superficial en el temporal derecho. Quemaduras de segundo grado en las palmas de la mano y planta de los pies.
—¿Saldrá adelante?
—Ah, sí. Con algunos cuidados, se recuperará.
Las voces se desvanecieron. Donald Maitland, se removió agradablemente, con una sensación placentera, medio dormido, casi gozando de la sensación de la tibieza del ambiente, mezclada con una ligera náusea. De tanto en tanto y sin poder localizar su origen, las voces volvían a sus oídos. A veces, sólo pudo oír la subida y descenso del tono de aquellas voces inlocalizables, mientras se movían entre los demás pacientes; en otras ocasiones, cuando discutían sobre su caso, hallándose sobre él, las oía perfectamente, fuertes y claras.
Al menos, parecía evidente que estaba mejorando. Volviéndose perezosamente, trató de ponerse lo más confortablemente posible, sintiendo la rígida caricia de las sábanas contra su rostro.
Así y todo, no podía encontrarlas a mano. Por donde quiera que buscaba, la cama y la almohada eran duras e incómodas al comprobar que tenía las manos enyesadas. Deseó haber podido despertar. Pero el sueño volvía a caer sobre él, obnubilando el dolor que sentía en la cabeza y en los hombros, amenguando las náuseas que le ponían al borde del vómito.
—Tiene un aspecto mucho mejor, ¿no estás de acuerdo?
—Creo que no hay duda al respecto. Pero esas quemaduras me preocupan bastante. ¿Dónde diablos se las haría?
—Lo ignoro. Creo que fue atrapado en la caldera de una estación generadora. Podrían ser quemaduras de carburo.
Sus voces se alejaban conforme la consciencia volvía a su cerebro, hacían una pausa y después se desvanecían. Maitland extendía y flexionaba sus piernas, presionándolas contra los pies de la cama.
¿Quemaduras?
¿Cómo? Recordaba haber quedado atrapado en la estación del metro de Knightsbridge. ¿Habría sido enviado a otro hospital, confundiendo su identidad personal?
Las voces surgieron de nuevo a su lado, murmurando algo sobre otro paciente. Maitland sintió frío, mientras las sienes le latían dolorosamente. Deseó haber llamado y decirles que se estaban confiando demasiado. Aquellas personas se separaron lentamente, y sus voces se perdieron en los sonidos de un enorme ventilador.
¿Quemaduras?
Haciendo un esfuerzo, abrió al fin los ojos, y movió lentamente la cabeza.
¡Estaba ciego!
Se sentó y palpó la cama a su alrededor, casi esperando que aquellas personas volvieran pronto, para sentir sus manos impulsándole a reposar nuevamente sobre las almohadas y sentir sus primeras palabras de consuelo.
¡Un ladrillo!
Se lo puso entre las rodillas. ¿Qué hacía aquel ladrillo en su cama? Con los dedos palpó su rugosa superficie, separando finos trozos de mortero y mezcla. Miró a su alrededor, esperando atraer la atención; pero sus voces se habían desvanecido; su entorno permanecía en completo silencio.
Instantáneamente, aquellas voces volvieron a oírse.
—¿Qué tal fueron los injertos?
—Muy bien, todos en general. Mañana le sacaremos los brazos del puente de fracturas...
Maitland se sonrió interiormente. Tal vez estuviesen sumidos en la oscuridad, incapaz de ver sus manos bajo las sábanas. Flexionó los dedos y recogió otro objeto de entre las sábanas.
Era una linterna.
Instintivamente, presionó el botón y la encendió.
El haz de luz iluminó su diminuto cubículo, rodeado de ladrillos rotos a ambos lados y una viga de cemento de dos pies de espesor en la que se leía un rótulo de grandes letras: «LIQUIDACIÓN DE ARTÍCULOS». Por un momento, Maitland lo miró fijamente, se incorporó y fue recorriendo las letras con los dedos. Después, recobrando el control de su mente de nuevo, alumbró con la linterna todo su entorno. No estaba en un hospital como había imaginado, sino atrapado dentro del túnel. Las voces, los diagnósticos médicos, la tibia cama donde creyó haber reposado; todo había sido un producto de su fantasía, deseos instintivos que había anhelado su cuerpo exhausto de energías.
Sintió un terrible dolor de cabeza. Se dirigió la linterna a las manos, comprobando las escoriaciones y heridas de la piel. Casi se sintió sorprendido al comprobar que no estaban quemadas como había debido soñar, y se esforzó en imaginar por qué su mente había producido aquella serie curiosa de detalles encadenados. Tal vez había recordado algún caso ocurrido a alguno de sus antiguos pacientes.
Mirando a su alrededor, buscó alguna salida posible, pero el estrecho espacio en donde yacía le pareció totalmente bloqueado en todas direcciones, como si se hallase dentro de un cofre lacrado.
Fatigado, volvió a tumbarse, con la linterna todavía encendida.
—Creo que podremos trasladarlo mañana. ¿Qué tal se siente?
—Bastante bien; muchas gracias, señor. Le estoy muy agradecido. ¿Hay alguna noticia nueva sobre el viento?
Las voces habían retornado a sus oídos. Incluso la del paciente se había sentido. Demasiado cansado para comprender por qué aquellas impresiones persistían tan poderosamente incluso hallándose consciente, Maitland siguió tumbado, girando la cabeza para hallar una posición más cómoda en aquella tumba en que estaba enterrado vivo.
Puso atención a las voces que continuaba oyendo, analizando sistemáticamente su contenido y tratando de ver con su mente de científico qué separaba la realidad de la alucinación.
Moviendo la cabeza, comprobó que una chimenea circular de unos dos pies de diámetro formaba parte de lo que había supuesto era su almohada. Discurría diagonalmente hacia abajo formando un ángulo de unos 30º y descubrió que oía las voces más claramente cuando su oído izquierdo presionaba contra el tubo.
De repente, se incorporó, haciendo un supremo esfuerzo para descansar sobre las rodillas. Apartando cuantos escombros pudo, examinó la tubería, volviendo a presionar el oído contra ella. En la mayor parte de las posiciones que adoptó, apenas pudo oír nada; pero por algún fallo acústico o especial circunstancia de tal género, en una pequeña zona de unas cuantas pulgadas cuadradas, las voces aumentaban de volumen claramente. Sin género de duda, el tubo de la ventilación, entonces en desuso, conducía al interior de la estación del «Metro», a pocas yardas debajo de donde se encontraba, reflejando las voces de los médicos en su charla con los pacientes particularmente respecto a un traba-jador que sufría fuertes quemaduras, procedentes de una estación eléctrica, cuya litera caía debajo exactamente de la boca del tubo de ventilación.
La plancha de hierro galvanizado de la tubería lo tendría, aproximadamente, un octavo de pulgada de espesor, pero no había nada entre los escombros circundantes que pudiera utilizar para cortarlo u horadarlo. Golpeó con los puños, gritó a través de ella, presionando el oído contra las zona focal de resonancia, tratando por todos los medios de escuchar algún sonido en respuesta a su llamada. Después golpeó la tubería con un ladrillo, insistentemente. Finalmente, recogió la linterna, seleccionó la zona focal y empezó pacientemente a golpear sistemáticamente, para que estuviesen donde fuera los médicos, pudieran notar el ruido producido, con una cadencia determinada.
Dos horas más tarde, cuando transcurrió lo que creyó una eternidad, tras haberse consumido la pila de la linterna, oyó por fin un grito de respuesta procedente de abajo.
***
Después de las seis en punto, la gran sala de estar comenzaría a llenarse de personal. Uno de los camareros, tras el bar, puso en marcha un tocadiscos y aumentó la luminosidad del ambiente, enmascarando con la pintura de color crema el fresco cemento del suelo, haciendo así aceptable la transformación de un «bunker» en un lugar de recreo a ciento cincuenta pies bajo la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de Branden Hall, en un salón de «coktail» bastante pasable.
Donald Maitland no dejaba nunca de pensar en la efectividad de la ilusión parecida. Allí, al menos, existía un pequeño oasis para la ilusión real. Más allá del salón, con su bar cromado y sus adornos de cuero rojo, se hallaban los servicios y las secciones diferentes que en nada tenían que envidiar a la famosa Línea Sigfrido. Pero al entrar los oficiales uniformados con sus esposas y los altos funcionarios civiles más antiguos, le recordó de repente la espantosa tormenta de trescientas cincuenta millas por hora, que arrasaba el mundo entero.
Sus cinco días en Brandon Hall los había empleado casi por entero en aquel salón de recreo.
Afortunadamente, sus heridas y contusiones de Knightsbridge no habían sido comparativamente de importancia, y media hora después de aquel instante, a las seis y media de la tarde, tendría que entrar de servicio oficialmente de nuevo.
Observaba a Charles Avery llevar sus bebidas a la mesa, sintiéndose a gusto. Los americanos eran expertos en proveer de amenidades la vida con un mínimun de pompa o esfuerzo aparente, y en sus cinco días en Brandon Hall ya había comenzado incluso a ir olvidando la trágica muerte de Susan y lo que implicaba de responsabilidad para sí mismo.
—Hasta las tres y media —remarcó Avery sombríamente, tratando de estirarse las arrugas de su negro uniforme de batalla, en donde se destacaba su insignia de cirujano—. Hay bien poco que hacer ya por ahí arriba. ¿Cómo te sientes?
Maitland se encogió de hombros, escuchando el lento ritmo de un «foxtrot» que había oído años antes en ocasiones de llevar a Susan a Milroy.
—Muy bien. No diría que estoy deseando vivamente volver a entrar en acción, pero sí lo bastante dispuesto. Se está bien aquí abajo. Estos cinco días han sido la primera oportunidad de descansar y de sentirme a gusto en muchos años. Es lástima que tenga que salir tan pronto.
Avery estuvo de acuerdo con un gesto.
—Francamente, yo no me molestaría. Hay muy poco en lo que puedas ayudar. Los americanos todavía siguen enviando unos cuantos vehículos fuera, pero en general todo se ha venido abajo. El contacto entre las unidades parece muy limitado y las noticias del exterior apenas si llegan tampoco.
—¿Qué tal está portándose Londres?
Avery sacudió la cabeza, mirando al fondo del vaso.
—¿Londres? Ya no existe. No más que New York, o Tokio, o Moscú. El monitor de televisión de Hammermitsh sólo muestra un mar de pedruscos y de escombros. Ni un solo edificio queda en pie.
—Es sorprendente que las bajas sean tan limitadas.
—No sé si lo son así en realidad. Mi suposición es que en Londres ha muerto más de medio millón de personas. Por lo que respecta a Tokio o a Bombay, no hay cálculo posible. Por lo menos el cincuenta por ciento, diría yo. Existe sólo un límite, simplemente físico, de cuánto pueda resistir una persona en un huracán que lo destruye todo a una velocidad de trescientas cincuenta millas por hora. Gracias a Dios por el «Metro» de Londres.
Maitland se hizo cargo de las palabras de su amigo. Tras su rescate en Knightsbridge, había quedado sorprendido por la eficiente organización que existía bajo el nivel de la calle, en un submundo de oscuros laberintos y tubos de ventilación, en donde se amontonaban muchedumbres de millares de personas sin cuento, apretujadas en las plataformas, casi sin movimiento, sosteniendo sus más mínimas pertenencias y aguardando pacientemente a que el viento amainase, como habitantes de una vasta galería de la muerte esperando su resurrección.
Dónde estarían los otros, era cosa que Maitland sólo pudo suponer. Un aspecto afortunado de la superpoblación de la mayor parte de las grandes ciudades del mundo y de los complejos metropolitanos existentes en el planeta, había sido el que tal expansión hubiese forzado a la construcción de espacios vitales, no sólo en vertical, hacia arriba en el suelo, sino igualmente hacia abajo. Millares de edificios invertidos, por así decirlo, tales como aparcamientos subterráneos para los coches, túneles de «Metro», cines subterráneos, sótanos y subsótanos, que entonces proveían de un refugio tolerable a la espantosa furia ele aquel huracán cósmico, apartase a las criaturas del viento des-tructor y las salvase del derrumbamiento de las estructuras de la superficie. Millones de personas más sobrevivirían en aquellos «bunkers», construidos a la .ligera, apretadas entre los estrechos ángulos de los muros de cemento, sordas al inmenso rugir del huracán, completamente fuera de contacto con el resto del mundo.
¿Qué ocurriría cuando comenzase a escasear el suministro de alimentos?
—Las seis y media, Donald —dijo Avery, interrumpiendo las reflexiones mentales de Maitland. Acabó su bebida y se levantó dispuesto a marcharse—. Estoy trabajando en el Censo de Pérdidas de ahora en adelante. Los americanos están enviando sus altos jefes a sus bases de Groenlandia, donde el aire lleva cincuenta millas por hora menos que aquí. Se corre el rumor de que están convirtiendo algunos enormes subterráneos del ICBM en refugios dentro del Círculo Polar Ártico, y, con suerte, bastante personal de la NATO será invitada a que tome parte en ese trabajo fenomenal. De ahora en adelante, tendré los ojos bien abiertos para irme con cualquier general de dos estrellas y convertirme en hombre indispensable o en su asistente, si es preciso. Te aconsejo que hagas lo propio.
Maitland se volvió para mirar con curiosidad a Avery, quien, para su sorpresa, hablaba completamente en serio.
—Admiro tu perspicacia —dijo con calma—, pero espero que sepamos cuidarnos de nosotros mismos, si tenemos que hacerlo.
—Pues bien, no podemos —repuso Avery burlona-mente—. Encarémonos con la realidad; no podremos hacerlo por mucho tiempo. Sé que esto suena a despreciable, pero la adaptabilidad es la única y real calificación biológica para la supervivencia. Por el momento, se está llevando a cabo una forma bastante fea de selección natural. Y, francamente, deseo ser seleccionado. Puedes burlarte de mí, si quieres; te concedo de buena gana ese póstumo derecho. —Hizo una pausa durante unos instantes, esperando la réplica de Maitland, pero éste seguía sentado mirando impertérrito al vaso de su bebida, y Avery preguntó, entonces—: A propósito, ¿has oído algo de Andrew Symington?
—Todo lo que sé es que debe permanecer todavía con la unidad de Inteligencia de Marshall en Whitehall.
Dora estaba a punto de dar a luz su hijo; trataré de verla antes de salir.
Mientras salían juntos de la sala de recreo, pasaron junto a un tipo alto, comandante de un submarino americano que había llegado con una chica rubia con las insignias de la prensa en las mangas de su uniforme. Su rostro y cuello aparecían llenas de diminutas picaduras y escoriaciones, las típicas cicatrices del cutis expuesto al huracán; pero parecía tan relajada, acompañando al americano con una intimidad natural, nada forzada, que se dio cuenta de que aquellas dos personas habían pasado juntas a través de un terrible período de peligros, y que era la primera gente que había visto que se las hubiera arreglado para preservar intacto su propio mundo privado.
Mientras ocupaba su puesto en la breve estancia de Reajuste de Personal, reflexionó hasta dónde su carácter le había beneficiado en las pruebas a que había sido sometido, y de qué mérito había ganado, como diría un budista. ¿Podría reclamar para sí cualquier superioridad moral sobre Avery, por ejemplo? A despecho de haber estado a las puertas de la muerte en Knightsbridge, había sido tan poco lo que puso de su parte para elegir su destino... Los acontecimientos le habían empujado a llevar su propio paso. ¿Cómo se habría comportado, de haber tenido que elegir?
Maitland había sido destinado a uno de los grandes supertractores «Titán» para conducir alto personal del Servicio de Inteligencia y de las Embajadas hasta la base de submarinos de Porthsmouth. La mayor parte de los pasajeros sufrían heridas de consideración al haber sido rescatados de la catástrofe y requerían una cuidadosa supervisión médica y especiales atenciones.
Escuchando el resumen verbal, Maitland tuvo la impresión, como Avery había sugerido, que los americanos se retiraban en número considerable, llevando con ellos incluso casos para intervenciones quirúrgicas. Cuando el último convoy hubiese sido expedido hacia Groenlandia, ¿duraría mucho Brandon Hall como refugio útil? La base más próxima británica se hallaba en Bigging Hill y el viento continuaba incrementando; y, de continuar así para la siguiente semana, sería casi imposible alcanzarla. Además, ¿qué clase de bienvenida recibirían si es que podían llegar hasta allí?
El capitán confirmó sus dudas.
—¿Cuál es el contacto real que existe entre las bases que circundan a Londres? —preguntó Maitland, al terminar la reunión—. Tengo la sensación de que estamos echándonos encima la tapadera de nuestro agujero y cerrándolo como una sepultura.
El capitán aprobó con un gesto sombrío.
—No creo que pueda hacerse otra cosa. Dios sabe qué es lo que va a ocurrir cuando decidan clausurar este lugar. Es bastante cómodo estar ahora aquí, pero estamos, de todas formas, a bordo de un barco que está naufragando. Sólo queda carburante para una semana en los tanques, con el que seguir funcionando los generadores, y cuando termine, esto se helará en una forma inimaginable. Y cuando las bombas se detengan, tendremos que enfundarnos en nuestras escafandras. Las compuertas que existen bajo los cimientos han cedido, y el agua se filtra y chorrea procedente de los pozos subterráneos. Por el momento, la estamos bombeando a razón de mil galones por hora.
Maitland recogió su saco de viaje del dormitorio del hospital. Por el camino pasó junto a la guardería dedicada a las mujeres y se asomó al cubículo de Dora Symington.
—Hola, Donald —le saludó Dora. Hizo un esfuerzo para mostrarle una valiente sonrisa y le hizo un pequeño hueco en la cama, a los pies, entre los biberones y la ropa de la criatura recién nacida. Levantó la cabeza del bebé—. Les había dicho que se parece a Andrew, pero no estoy muy segura de mi suposición. ¿Qué te parece a ti?
Maitland consideró la carita del recién nacido. Le habría gustado pensar que simbolizaba la esperanza y el valor; el símbolo de un mundo nuevo que renacía sobre las cenizas del cataclismo que había aniquilado al mundo entonces presente, ya viejo y barrido de la faz de la tierra; pero, de hecho, se sintió terriblemente deprimido. El valor de Dora, aquel patético cubículo donde apenas quedaba espacio para respirar, con sus ropas mezcladas y sucias, le hizo comprender hasta qué punto todos se hallaban desamparados, abatidos, próximos al centro de la vorágine que todo lo destruía. —¿No has sabido todavía nada de Andrew? —preguntó ella, haciendo la pregunta cautelosamente.
—No, pero no debes preocuparte mucho, Dora. Está en la mejor compañía posible. Marshall sabe cómo cuidarse de sí mismo.
Habló con ella durante unos minutos, y después, excusándose, tomó uno de los elevadores que conducían hasta la plataforma de transporte a tres niveles bajo la superficie.
Incluso allí, a cosa de setenta y cinco pies bajo tierra, separados por enormes refugios de cemento de diez pies de espesor, diseñados para proteger del impacto de un arma nuclear, la presencia de la tormenta con el rugir espantoso del viento huracanado, se hacía ostensible inmediatamente. A pesar de los gigantescos dispositivos para cerrar el paso del aire, de las rampas y demás mecanismos, los estrechos corredores de la construcción subterránea, aparecían con una espesa capa de polvo negro que pasaba a través de cualquier rendija a tremenda presión, apreciándose el aire húmedo y frío, al arrastrar el huracán enormes cantidades de vapor de agua, en algunos casos, el contenido de mares enteros, tales como el Caspio y los Grandes Lagos, que habían sido drenados en su totalidad, con sus lechos al descubierto, plenamente visibles.
Los conductores y el personal de superficie, forrados en pesados trajes de plástico de espesa espuma de goma articulando en todos sus miembros, se hallaban dispuestos alrededor de media docena de supertractores «Titán» y agrupados en la estación de servicio.
El «Titán» que debía ocupar Maitland era el quinto en la fila, un gigante de seis ejes articulados con orugas, con profundas garras para todo terreno, de unos ochenta pies de largo por veinte de anchura y con cadenas de seis pies de agarre. Las marchas de los costados del vehículo habían sido picoteadas y literalmente limadas por la fuerza del huracán en sus servicios del exterior, y su enorme plancha de acero de tres pulgadas de espesor, abollada a trozos por las rocas volantes arrastradas por el huracán y los escombros en su constante bombardeo contra su superficie rodante. Las insignias de la Marina de los Estados Unidos aparecían casi completamente borradas.
Un hombretón de anchos hombros y rostro alargado, vestido con uniforme azul, suspendió su discusión con dos mecánicos que estaban juntos en el interior de uno de los vehículos, ajustando unos macizos flejes de seguridad. En el cuello del uniforme, aparecían las barras de su graduación de capitán de la Marina Real del Canadá.
—¿Doctor Maitland? —preguntó con una grave y agradable voz. Cuando Maitland asintió, le ofreció la mano, estrechando la del doctor con una efusiva y cordial salutación—. Me alegro de tenerle con nosotros a bordo. Mi nombre es Jim Halliday. Bienvenido a Toronto Belle. —Y señaló con el pulgar hacia el «Titán»—. Todavía tenemos una media hora antes de la salida, ¿qué tal una taza de café?
—Estupenda idea —convino agradecido Maitland.
El capitán Halliday tomó el saco de viaje de campaña de manos de Maitland y, ante su sorpresa, vio cómo el oficial canadiense se dirigía hacia la cabina del conductor y lo depositó allí. Al reunírsele de nuevo, Maitland le dijo:
—Pensaba llevarla a mano, para el caso de que tuviéramos que hacer una salida desesperada.
Halliday sacudió la cabeza, tomando a Maitland por el brazo.
—Si lo desea, doctor, siga adelante. Con franqueza, quiero que se sienta como en su casa en nuestro transporte. No puedo decir que sienta mucha confianza en este lugar.
Al recoger sus tazas de café de la cantina, tomaron asiento y Maitland observó cuidadosamente a Halliday. El canadiense parecía un hombre de una pieza, decidido y lleno de recursos, difícil de sentirse vacilar por cualquier rumor.
Se intercambiaron pequeñas anécdotas de sus propias vidas. Maitland comprobó que había tantas historias de espantosos desastres, tantos episodios confirmados, o sin confirmar, de heroísmo, tales como la confusión de los dramáticos y trágicos sucesos de los que todavía sobrevivían confinados a sí mismos, hasta llegar a la completa falta de identificación de todo aquello. Por añadidura, existía la gradual depresión de ánimo que había comenzado a afectar a cada persona, debido a las espantosas e increíbles condiciones en que seguían sobreviviendo literalmente encerrados, aislados, en condiciones infrahumanas en cualquier sótano, en cualquier agujero, asidos a una última e imposible esperanza. El resultado de todo aquello era el gradual acrecimiento de la idea individualista de asegurarse cada uno por sí mismo las condiciones de su propia supervivencia y una especial desgana, casi la repugnancia de depositar ninguna fe en la durabilidad de los demás.
—En nuestro último viaje sólo llevamos a tres pasajeros —le explicó Halliday—, por lo que no hizo falta la presencia de un médico. Resulta obvio que pronto cerrarán este refugio.
Maitland asintió.
—¿Y qué será después de nosotros?
Halliday le dirigió una rápida mirada y después aplastó la colilla entre los restos del café.
—Dejo a usted que lo suponga. Francamente, vamos reduciéndonos todos de importancia. Mientras que los movimientos de la superficie puedan seguir siendo posibles, los grandes tractores tendrán un papel apreciable... pero ahora... bien, creo que todo esto se termina. En cuanto a los personajes importantes, cuando hayan conseguido ir a donde deseen, todo esto quedará abandonado a su suerte. ¿Ha estado usted arriba recientemente?
—No, desde hace casi una semana —admitió Maitland.
—Es difícil describir lo que ocurre... bastante duro. Es como si sólo se moviese arrasándolo todo, una pared sólida de aire negro, excepto que no es aire, sino una avalancha de polvo y piedras, como el hallarse tras los tubos de escape de un reactor a pleno funcionamiento. Es imposible ver por el infierno en que se marcha; todas las señales han desaparecido; las carreteras están enterradas bajo toneladas de polvo y guijarros. Hemos de guiarnos por la onda de radio que nos enlaza con Portsmouth. Cuando las estaciones cierren, nuestra tarea habrá terminado. Sólo ayer perdimos uno de los grandes equipos. La radio se destrozó cuando se encontraban por los alrededores del sur de Leatherhead. Trataron de volver guiándose con la brújula y cayeron al río.
Al aproximarse al gran supertractor, Maitland vio a un pequeño grupo de pasajeros aguardando, dos hombres y una joven. Todas las escotillas se hallaban fuertemente cerradas en la parte trasera del vehículo, pareciendo como si aquellas tres personas fuesen el complemento y hubieran de viajar en fila india, dejando vacía la parte trasera. Como Halliday había dicho, daba la impresión de ser una completa pérdida de combustible y de personal —el «Titán» habría sido mejor emplearlo en rescatar a Andrew Symington y a Marshall—, lo que hizo que Maitland sintiese un repentino resentimiento hacia aquellos pasajeros.
Uno era un individuo de corta talla y cara rojiza con un bigote rudo y poblado, y los otros dos, un americano alto y fuerte con una trinchera de la Marina de los Estados Unidos, y una chica que se cubría la cabeza con un casco de cuero que le tapaba la frente. Al aproximarse, ella deslizó la mano bajo el brazo del americano y reconoció a la pareja que había pasado junto a él en el bar del salón subterráneo de recreo. Halliday hizo un gesto a Maitland, haciéndole una breve presentación de los pasajeros:
—Comandante Lanyon, le presento al doctor Maitland. Viene hasta Portsmouth con nosotros. Si se siente con fiebre, Miss Olsen, puede consultarle.
Maitland saludó con un gesto al trío y ayudó a la joven informadora de la NBC a subir a bordo del gigantesco vehículo. Ella y el comandante Lanyon habían llegado a Inglaterra, procedentes del Mediterráneo, y arribado a Londres con el tercer miembro del grupo, un corresponsal de la Associated Press, llamado Waring, con la esperanza de conseguir algún material para sus redes informativas en los Estados Unidos. Desgraciadamente, su esperanza de que el huracán amainase no se había cumplido y volvían con las manos vacías en ruta hacia Groenlandia.
Diez minutos más tarde, los siete —los tres pasajeros, Maitland, Halliday, el conductor y el operador de radio— se habían acomodado en la sección blindada de la delantera del «Titán», un estrecho compartimiento de quince pies de largo por seis de ancho, junto con sus equipajes, provisiones y demás objetos, quedando al final literalmente bloqueados como pescados en conserva. Los tres miembros de la tripulación ocupaban la delantera del vehículo, con Halliday al periscopio in-mediatamente tras el conductor y el operador de radio a su lado. Una simple luz tras una rejilla dispuesta en el techo arrojaba un leve resplandor sobre el compartimiento, variando de intensidad según los motores cambiaban de velocidad.
Durante media hora, apenas se movieron, dando marcha adelante o hacia atrás, apenas unas yardas, en respuesta a las instrucciones transmitidas por el equipo emisor-receptor. El rugido de los motores impedía la más elemental conversación entre los pasajeros de atrás, y Maitland se dejó llevar, como en una evasión de la mente, en una ensoñación, interrumpida por los súbitos movimientos que le traían a la realidad presente, desagradable y penosa.
Finalmente, comenzaron a marchar hacia adelante, saltando por la rampa de salida en un ángulo de 10°. El aire se volvió súbitamente frío en el vehículo, como si un potente refrigerador se hubiese puesto en marcha en el interior del «Titán». Daba la impresión de moverse a lo largo del túnel taladrado en un iceberg, y Maitland recordó a alguien de la base que le dijo que el aire de la superficie estaba disminuyendo de temperatura a razón de 1° por día. La corriente de aire, al soplar sobre los mares y océanos, forzaba una enorme pérdida de agua por evaporación y, consecuentemente, enfriando las superficies.
El «Titán» llegó, por fin, al final de la puerta de salida del abrigo y lentamente se dejó caer por la rampa inclinada. Inmediatamente, conforme el gran vehículo se balanceaba con sus enormes garras de acero buscando equilibrio en la rugosa superficie, un verdadero bombardeo de incontables partículas, lanzadas por el espantoso huracán a increíble velocidad, como una verdadera rociada de una masa de ametralladoras chocando contra el «Titán», golpeaba el techo, los costados y las cadenas de sus enormes orugas. El ruido resultaba enervante, y aunque, ocasionalmente, según la dirección del viento, se desviase un poco en la dirección del vehículo, volvía con renovada fuerza a producir el infernal golpeteo de las partículas de piedras, arena y toda clase de objetos duros, contra la armadura del gigantesco «Titán».
En su asiento tras el conductor, Halliday oteaba el camino con el periscopio a la mano. Ocasionalmente, cuando se deslizaban por campo abierto, dejaba al conductor seguir la brújula y el rayo-guía enviado por el radio-operador, y volvía hacia los pasajeros, acurrucándose a su lado para intercambiar con ellos algunas palabras.
—Estamos pasando ahora por Bigging Hill —les dijo, tras una media hora de camino—. Solía ser una base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, pero fue inundada en cuanto se derrumbó la muralla oriental. Casi quinientas personas han quedado atrapadas; sólo seis pudieron escapar.
—¿Puedo echar un vistazo al exterior, capitán? —preguntó Patricia Olsen—. He estado tanto tiempo en los subterráneos que me siento un topo.
—Claro que sí, señorita —aprobó Halliday—. Me temo que no hay maldita la cosa que poder ver.
Siguieron adelante, sufriendo el penoso traqueteo de un vagón del «Metro», conforme el supertractor continuaba avanzando penosamente bajo el terrible impacto del viento huracanado. Maitland esperó a que Patricia y Lanyon hubiesen acabado, y después puso los ojos sobre los binoculares del periscopio.
Girándolo en todas direcciones comprobó que avanzaban a lo largo de los restos de la autopista «M5» que conducía hacia Portsmouth. Apenas si quedaba un trozo intacto de la hermosa carretera general. Los bordillos suaves y los espacios verdes entre las pistas habían desaparecido, dejando en su lugar un hueco de cuatro pies de anchura. Aquí y allá, un trozo de cemento enhiesto, como restos de lo que había sido un poste de conducción telegráfica, sobresalía del borde de la autopista, sembrada, en una espantosa confusión de piedras, trozos de metal, ruinas de todas clases, ramas de árboles, probablemente arrancadas a millas de distancia. Por lo demás, el panorama general aparecía totalmente devastado. De vez en cuando, una oscura sombra de cualquier estructura pasaba volando, aerotransportada, procedente del fuselaje de un avión o de automóvil, dando tumbos o rodando sobre el suelo.
Maitland se inclinó sobre la montura del periscopio. Con el suelo barrido y todas las tierras cultivables aniquiladas por la erosión de aquel terrible viento y el agua, la total superficie del globo sería un desierto cubierto de polvo, en la forma que las tierras de las franjas de Oklahoma habían desaparecido literalmente en el aire allá por el 1920.
Al retirarse del periscopio, Halliday estaba de nuevo junto al operador. Una señal acababa de llegar procedente de Brandon Hall y el operador se quitó los auriculares y los pasó al capitán.
—Malas nuevas, doctor —dijo el radio-operador—. Algo malo ha ocurrido en Brandon Hall a su amigo Andrew Symington. Según parece, la unidad del Servicio de Inteligencia que allí operaba en plan de emergencia, en los «bunkers» del Almirantazgo, fue atacada ayer. Marshall y tres más fueron tiroteados.
Maitland casi se puso en pie súbitamente por ia sorpresa.
—¿Andrew? ¿Ha muerto?
—No, parece que no. No se ha encontrado su cuerpo, de todas formas. Marshall se las ha arreglado para dar la alerta por radio a todas partes, antes de morir. Los pistoleros trabajaban para alguien llamado Hardoon. Por lo que yo tengo entendido, se supone que tiene un ejército privado que opera en una base secreta en alguna parte de la zona de Guilford.
—Tuve que haberlo supuesto antes —interrumpió Maitland—, Marshall también actuaba para él.
—Y rápidamente le vino a la memoria el descubrimiento que hizo de las cajas del almacén de Marshall y los guardias uniformados—. Hardoon tiene que haber decidido librarse de Marshall, una vez que ya no le sirve para sus propósitos. —Miró a la banda que tenía en la mano, que arrojó con irritación—. ¿Qué diablos habrá podido ocurrirle a Symington, a pesar de eso?
Halliday bajó la cabeza dudoso.
—Bien... tal vez se encuentre a salvo, por el momento —dijo con un cálido gesto de simpatía—. Es difícil decirlo.
—Creo que no hay que preocuparse —comentó Maitland—. Symington es una primera figura en electrónica y en comunicaciones, mucho más valioso ahora para Hardoon que un fantoche de la televisión como Marshall. Si su cuerpo no ha sido encontrado en el «bunker», tiene que estar vivo. Los hombres de Hardoon no perderían el tiempo en llevarse un cadáver consigo. —Hizo una pausa, escuchando la granizada constante del techo del vehículo—. Todas aquellas cajas llevaban la etiqueta de «Hardoon Tower». Esa base secreta tiene que estar allí.
Halliday sacudió la cabeza.
—Nunca he oído hablar de ella, aunque el nombre de Hardoon me es familiar. ¿Quién es? ¿Algún figurón de la política?
—Es un magnate armador y propietario de cadenas de hoteles —repuso Maitland—. Algo así como un excéntrico con manías de poder. «Hardoon Tower». Dios sabe dónde está...
—Eso suena a un hotel —comentó Halliday—. Si es así, no estará en pie, eso es cosa segura. Lo siento por su amigo, doctor; pero, como usted acaba de decir, es probable que se encuentre bien, allí.
Maitland hizo un gesto de asentimiento, adelantándose sobre el equipo de radio y rebuscando en su mente dónde podría hallarse Hardoon Tower. Notó que el operador de radio le observaba pensativamente, y estaba a punto de volverse hacia los otros pasajeros del «Titán» en la parte trasera del vehículo, cuando el operador le dijo:
—Ese Hardoon Tower está muy cerca de aquí, señor. A unas diez millas de distancia, en Leatherhead.
Maitland se volvió inmediatamente hacia él.
—¿Está usted seguro?
—Bien... no puedo asegurarlo con certeza, pero tenemos muchísimas interferencias de la estación que opera en Leatherhead. Está empleando una banda VHF y definitivamente no es ninguna instalación gubernamental.
—Podría tratarse de otra cualquiera —opinó Maitland—. Una estación meteorológica, de policía o de cualquier equipo especial de la Interpol.
El operador de radio negó firmemente con la cabeza.
—No lo creo así, señor. Estuvieron tratando de identificarse con Brandon Hall y había un experto en comunicaciones del «M15». Le oí referirse a Hardoon.
Maitland se volvió hacia el capitán canadiense.
—¿Qué le parece eso, capitán? Probablemente, tiene razón. Podríamos desviarnos un poco hasta Leatherhead.
Halliday negó con la cabeza en un gesto decisivo.
—Lo lamento, Maitland. Me gustaría complacerle, pero nuestra reserva de combustible en el tanque es sólo de doscientos galones, apenas lo suficiente para volver.
—Entonces, ¿por qué no desconectar la sección trasera? Maldita la falta que hace.
—Tal vez no. Pero, ¿qué se supone que vamos a hacer si encontramos a ese personaje de Hardoon? ¿Arrestarlo?
Halliday volvió al periscopio, indicando que la discusión había terminado, y poniendo atención sobre el ocular, escudriñó atentamente el camino. Maitland permaneció tras él, indeciso, observando en la pantalla del navegante la dirección del haz de la radio-brújula. Como el filo de una navaja, se balanceaba entre una corriente de puntos —error hacia la izquierda—, y una de rayas, error hacia la derecha.
En aquel momento se hallaban deliberadamente a 3o fuera de ruta, con objeto de tomar ventaja del firme y de los cimientos de la autopista. Halliday iba siguiendo una inclinación sobre la carretera y la radio-brújula rotaba desde 140° a 150u, y después, más acusadamente, hasta 160°. Desocupado por el momento, el operador se dedicaba a buscar la longitud de onda del equipo de VHF. Captó un borroso repiqueteo, como señal, e hizo un gesto a Maitland.
—Esta es la señal de Hardoon, señor.
Maitland aprobó con un gesto. Se aproximó hacia el operador, como si deseara escuchar aquella indecisa señal más claramente, y con lentitud fue sacando su linterna del bolsillo, empuñándola como si fuese a utilizarla como una maza, el puño fuertemente asido en la mano y el reflector de metal dispuesto a golpear. Se situó más cerca, entre el operador y la radio-brújula, que seguía girando. Cuando estuvo satisfecho de que el operador no recordaba la dirección precisa, levantó la linterna y con un rápido martillazo saltó la pantalla del aparato.
Sin detenerse, y con rápidos golpes, martilleó por todo el equipo aplastando la brújula hasta introducir la linterna en el interior. Gritando a Halliday, el operador luchó por ponerse en pie y trató de apartar de allí al doctor Maitland. El capitán dio media vuelta desde su puesto de observación en el periscopio y echó los brazos sobre los hombros de Maitland. Los tres hombres llegaron a confundirse, con los golpes y gritos mezclados con el ruido del vehículo abriéndose paso penosamente, y acabaron por caer al suelo.
Mientras luchaban por incorporarse, el tractor, todavía siguiendo el curso circular que Halliday había ordenado al conductor, se inclinó bruscamente al dejar la autopista y comenzar a rodar por la pendiente. Halliday puso a Maitland de pie, con. la cara roja por la ira. Lanyon se les había unido y ayudó al operador de radio a levantarse. El cabo se dirigió hacia el equipo quedándose atónito ante la catástrofe que le había producido la acción del doctor Maitland y recorriendo con los dedos la dirección de la radio-brújula inútilmente. Miró a su capitán y exclamó furioso:
—¡El equipo está destrozado, capitán! ¡Esto es una catástrofe! ¡Dios sabe ahora la dirección que llevamos! Nos movíamos alrededor de la inclinación anterior ordenada por usted, pero no la observaba últimamente.
Halliday sacudió a Maitland por las solapas del chaquetón de cuero.
—¡Maldito estúpido! ¿Se da cuenta de que ahora estamos completamente perdidos?
Maitland se rehizo, apartándose del capitán canadiense.
—No lo está usted, capitán. Odio haber tenido que hacer esto, pero era la única forma. ¡Mire!
Se inclinó hacia el equipo de VHF y aumentó el volumen. Lo que hasta entonces había sido un repiqueteo apagado y nebuloso procedente de la misteriosa estación, sonaba entonces en el compartimiento por encima del ruido exterior de la tormenta y el rugido de los motores del «Titán». Con una mano giró el mando de la sintonía a un ángulo de 45° hacia el eje lateral del tractor, a su máxima potencia.
—Ahí tiene nuestra nueva dirección. Sígala e iremos en derecho a Hardoon Tower.
—¿Cómo puede estar seguro? —restalló Halliday—. ¡Podría ser cualquier otra cosa!
Maitland se encogió de hombros.
—Tal vez, pero es nuestra única oportunidad.
Y se volvió hacia Lanyon explicándole rápidamente lo ocurrido a Andrew Symington. Lanyon ponderó la cuestión durante unos momentos y se volvió hacia Halliday, que continuaba fijo en el periscopio.
—Parece que no haya otra alternativa, capitán. Estando a pocas millas de distancia, un pequeño rodeo no nos perjudicará en nada, y siempre tendremos la oportunidad de que, si ese sujeto de Hardoon está planeando alguna especie de golpe de Estado cuando el viento cese, podamos anticiparnos a sus intenciones.
Halliday apretó los puños, farfulló algo, irritado, y después hizo un gesto de aprobación, volviendo nuevamente a su observación constante en el periscopio.
***
Cinco minutos después, volvían a la autopista y se dirigían por una carretera lateral hacia Leatherhead, siguiendo la señal de radio VHF. Maitland había esperado tener dificultades en localizar a Hardoon Tower, pero Halliday pronto se dio cuenta de algo que confirmó sus sospechas respecto a Hardoon.
—Eche un vistazo —dijo el capitán canadiense—. Esta carretera ha sido utilizada regularmente las últimas cuatro o cinco semanas. Incluso existe una valla de alambre espinoso en las curvas descubiertas.
Lanyon tomó el periscopio y lo confirmó con un gesto de aprobación.
—Han pasado vehículos pesados —comentó—. Tienen que haber transportado enormes cargas. —Y haciendo un guiño, añadió—: Vaya, al fin, Pat tendrá la gran historia que buscaba en sus reportajes.
Siguieron la señal, aumentando incensantemente en su fuerza hacia las propiedades de Hardoon, en Leatherhead, ayudándose cada vez más por los recientes signos de la gran actividad existentes en la carretera y por el rayo-guía, con el viento a su favor, que les empujaba a veinticinco millas por hora de velocidad en la marcha del «Titán». Dos horas más tarde, tuvieron la primera vista de Hardoon Tower. Maitland estaba haciendo su turno de servicio de quince minutos en el periscopio, cuando el operador le dijo que habían entrado en la zona de la señal máxima.
—Puede estar en cualquier parte dentro de un par de millas cuadradas de esta zona —informó, moviendo el buscador direccional aéreo sin influenciar en el volumen—. De ahora en adelante, tendremos que hacer un contacto visual.
Maitland se aplicó con más interés en escudriñar por el periscopio. Ante él la carretera se había ensanchado en una extensa banda de cemento y cabos de hierro de cien yardas de amplitud, moteada con mojones blancos que sugerían el hecho de haberse realizado recientemente un gigantesco trabajo en el lugar.
El «Titán» siguió su curso por el centro, a quince millas por hora, zigzagueando de derecha a izquierda por la pista de cemento. Doscientas yardas más allá, la carretera desaparecía en el remolino del viento oscurecido por la espantosa masa huracanada que soplaba sin cesar. Junto a la carretera, el terreno aparecía negro y desprovisto de toda vegetación, salpicado con algunos objetos que rodaban de un lado a otro, tales como pedazos de troncos de árboles enormes, bloques de mampostería, enormes envases de combustible vacíos y otros desechos que se movían empujados por la fuerza increíble del viento de un lado a otro a través del sendero abierto artificialmente.
Por encima de sus cabezas, a bastante altura y a pleno aire libre, algo se cernió por un momento, dejando entrever un trozo de cielo iluminado, aparentemente un respiro entre la nube cargada de polvo. Maitland procuró ignorarlo, investigando cuidadosamente el suelo por si hallaba algún dispositivo escondido que les sirviera de referencia. Pocos segundos más tarde, comprobó que la faja iluminada estaba aún frente a él.
Totalmente de cara a Maitland, velada por la tormenta de polvo, se erigía una gigantesca estructura en forma de pirámide, con sus cuatro lados de unos cien pies de largo cada uno, sólidamente clavados en el suelo y ascendiendo hasta el ángulo final de la cima, vértice de la construcción piramidal a unos ochenta pies de altura. El tractor se hallaba en aquel momento a un cuarto de milla de distancia y, aunque en parte oscurecida, la pirámide era la primera estructura que Maitland había visto desde hacía semanas conservando su propio perfil y correcta silueta. Incluso a tal distancia, el perfil se delineaba claramente contra el fondo de la tormenta, con su cúspide perfectamente silueteada perforando las nubes de polvo como la proa de un transatlántico.
Hizo un gesto a Halliday para que se aproximase al periscopio. Ante el gesto de sorpresa de Halliday, Maitland llamó entonces a Lanyon.
—Parece como si el punto fuerte de Hardoon estuviese en todo lo alto. Debe estar a tres o cuatrocientas yardas de distancia. Es una pirámide enorme de cemento.
—¡Es fantástico! —exclamó Halliday por encima del hombro, centrando la construcción en el periscopio—. ¿Quién se figura que es ese maníaco... Keops? Debe haberle llevado años enteros el construir eso7...
Le cedió el periscopio a Lanyon, quien también afirmó con un gesto.
—O años de trabajo, o millares de hombres. Los accesos indican que este trabajo formidable se ha forjado a costa de ingentes medios de toda clase.
Fueron aproximándose a la pirámide, cuya enorme masa se perdía entre el cielo huracanado. A doscientas yardas, el tractor chocó contra un obstáculo de poca altura en la parte frontal. Miraron, para comprobar que se trataba de un muro de unos diez pies de altura, que surgía del suelo, dirigiéndose hacia el rincón izquierdo de la pirámide. El muro tendría unos diez pies de grosor, igualmente, como un formidable contrafuerte de cemento reforzado. Conforme fueron siguiéndolo, un segundo muro apareció surgiendo del suelo recubierto de grava y hacia la derecha, hallándose re-pentinamente entrando en un sistema de murallas paralelas, en parte concebidas, sin duda, como pantallas protectoras para la pirámide, como un gigantesco parabrisas, y, en parte también, como escudo protector para el acceso de los vehículos.
Maitland buscó alguna abertura en la pirámide, pero la superficie, hasta donde podía observar, aparecía totalmente lisa y sin huecos. Gradualmente, conforme aumentaba la altura de las murallas, perdió de vista el conjunto, hasta entrar por una estrecha rampa que conducía en pendiente hacia abajo sobre un bordillo circular y después alrededor de una esquina en ángulo recto, en lo que parecía ser ya un callejón sin salida.
Halliday manipuló en el periscopio para conseguir una posición de visión vertical, observando el gigantesco bulto de la pirámide oscurecido por la tormenta de polvo y la constante granizada de las partículas de piedra arrastradas por el huracán, bombardeando la superficie.
—Da la impresión de no tener esto enlace alguno con la carretera —comentó el capitán canadiense—. No se ven ni esclusas, ni accesos. Va a ser un infierno el tener que salir de aquí dando marcha atrás. ¿Por qué no habrán colocado alguna señal?
De repente, se sintieron caer, teniendo que agarrarse a las pasarelas del techo metálico del «Titán». El supertractor se desplomaba verticalmente, notándose en seguida cómo descendía en un poderoso montacargas.
Maitland se aproximó al periscopio, al tiempo de ver cómo las oscuras paredes del entorno quedaban por encima de sus cabezas y desaparecía el vértice superior de la pirámide de la vista, mientras aparecía arriba el perfil rectangular de la caja del montacargas. Las oscuras paredes del hueco del elevador fueron pasando con relativa rapidez mientras seguían descendiendo hasta alcanzar el suelo. Una puerta horizontal de acero se deslizó de costado, mostrando la abertura, cerrando la luz del día.
—Bien, puede que nos reciban amistosamente —decidió Halliday—. Empezaba a imaginar cómo entrábamos por aquí si no nos quisieran.
El conductor apagó los motores del «Titán», oyendo entonces cómo unos mecánicos operaban sobre la torreta superior de acceso del vehículo. Halliday comenzó a descerrar la compuerta e hizo una señal a los demás para ponerse en pie.
—Bien, pueden estirar todos las piernas. Tal vez sea nuestra única oportunidad en muchos días.
Abrió la escotilla de acceso, levantándola unas cuantas pulgadas y alguien en el techo acabó de levantarla hacia atrás poniéndola al descubierto. Halliday saltó por ella, seguido por Maitland y el operador de radio.
El «Titán» se hallaba en el fondo de un potente elevador de grandes pesos, como formando parte de un «bunker» subterráneo desde el cual se tenía acceso a un gran aparcamiento de transportes. Unos hombres vestidos con negros uniformes y cascos, rodearon al supertractor. La mayor parte de ellos iban armados, llevando ostensiblemente las pistoleras colgadas del cinto. Maitland reconoció los mismos uniformes negros que había visto en los sótanos de Park Lane, con Marshall.
—¿A qué payasada están ustedes jugando? —restalló colérico—. ¿Por qué diablos no han empleado su radio?
Su voz era un bufido de irritación y de violencia. Miró a Maitland y después le sacudió por las solapas de su uniforme naval, mirando a Halliday, quien, en aquel momento, ayudaba al operador de radio a salir de la torreta.
—¿Qué significa todo esto? —volvió a gritar aquel individuo. Sacudió violentamente a Maitland—. ¿Dónde está Kroll? ¿Debería haber traído a Symington. ¿Quiénes son todos ustedes?
—¿Es que no está aquí Symington? —preguntó Maitland.
El hombretón malencarado le miró furioso y después, mirando por encima del hombro, hizo una señal a la escuadra de guardias que había rodeado al «Titán». Al mismo tiempo se echaba mano a la pistolera.
Halliday todavía estaba en la torreta, haciendo gestos al operador de radio, que estaba casi llegando cerca de Maitland en el suelo.
La escuadra de guardias uniformados de negro se apretó aún más sobre el «Titán», dos o tres de los cuales iban rebuscando por todas partes en el exterior del vehículo. Maitland se encontró cogido por el cuello. Propinó al atacante un fuerte codazo y cayó hacia atrás con él contra una de las cadenas de oruga del «Titán». Consiguió desasirse de su atacante y golpeó a otros dos más que se le aproximaron, golpeándoles con la cabeza en una embestida de toro. Uno de ellos se dobló y el otro le agarró por la cintura y volvió a tirarle al suelo. Mientras yacían luchando, vio que el hombretón echaba unos pasos atrás mientras que aparecía en su mano una enorme pistola del «45». Todos parecían gritar, y entonces la «45» disparó dos veces, cuyas llamaradas alumbraron el costado del «Titán».
Una figura, aparentemente la de Halliday, se desplomó bamboleándose sobre sus pies, cayendo después cara al sucio. Maitland le asestó un fuerte puñetazo en la cabeza a uno de los guardias y consiguió librarse de él momentáneamente. Trató de seguir adelante, pero alguien a su espalda le golpeó brutalmente en un lado de la cabeza.
Su cerebro pareció estallar como un fuego de artificio y después cayó de espaldas en un profundo sentimiento de abandono como si se hundiese en un mar de completa oscuridad.
Capítulo VIII
LA TORRE DE HARDOON
Al recobrar el conocimiento, le pareció que su cabeza le saltaba en pedazos como una máquina infernal cuyos pistones le torturaban de sien a sien. Una docena de arterias le latían dolorosamente dentro del cráneo, sintiendo un río de dolor que le enloquecía. Abrió los ojos y trató de enfocarlos dolorosamente con un terrible esfuerzo. Sobre él se inclinaba un guardia uniformado con el negro vestido de la guardia de la torre y llevando sobre el casco el mismo triángulo blanco, abofeteándole la cara sin miramiento alguno.
Cuando comprobó que Maitland había abierto los ojos, le propinó un terrible bofetón y después indicó a otros dos guardias que le sentasen en una silla. Lo arrojaron en ella en posición de sentado, soltándole después.
Maitland jadeó buscando un poco de aire para respirar y trató por todos los medios de autocontrolarse. Apartó las piernas para apoyarlas y presionó los hombros contra el respaldo de su asiento. Encima, en el techo bajo de la habitación en que se encontraba, lucía una luz fluorescente. Pocos segundos después, le resultó imposible soportarla y bajó los ojos. Directamente frente a él, y en un amplio sillón forrado de piel de cocodrilo, aparecía la figura achaparrada de un hombre de anchos hombros, enfundado en un traje negro. Su cabeza, enorme como la de un toro, tenía un imponente aspecto, con unas cejas densamente pobladas, donde brillaban dos ojos pequeños, sobre una nariz corta y achatada y una boca de labios finos y apretados, como una cicatriz, sobre una barbilla enérgica y cuadrada. Su expresión era sombría y amenazadora.
Observó a Maitland fríamente ignorando la saliva rojiza que caía por las comisuras de los labios del doctor, escoriados y tumefactos por los golpes recibidos. De una manera borrosa, Maitland reconoció aquella cara con la que se enfrentaba, por fotografías vistas en algunas revistas y periódicos. Sí, no había duda. Aquél era Hardoon.
Tratando de imaginarse cuánto tiempo habría permanecido inconsciente desde su llegada a Hardoon Tower, Maitland recorrió con la mirada el resto de la habitación. Se dio cuenta de que Hardoon no le quitaba ojo de encima y golpeaba nerviosamente con los nudillos en la mesa que tenía a su alcance.
—¿Está usted completamente con nosotros, doctor? —le preguntó con voz dura, aunque con suaves inflexiones forzadas, de parte de Hardoon. Esperó la respuesta de Maitland y después hizo una seña a los guardias para que se retirasen a una posición trasera apoyados contra la pared—. Está bien, doctor Maitland, mientras usted estuvo descansando, sus compañeros me han contado su hazaña. Lamento que su pequeño paseo haya terminado aquí. Debería excusarme por la estupidez de mi policía de tráfico. Jamás debieron haber permitido que viniera hasta aquí. Por desgracia, Kroll... —e indicó al alto guardia que llevaba en la frente del casco el triángulo de la pirámide, apoyado contra la pared, tras de la mesa— se demoró por alguna causa en el viaje de retorno. En caso contrario, habría usted podido continuar su expedición a Porstmouth sin haber sido molestado.
Examinó a Maitland por un instante, tomando un cigarro de un cenicero de plata del pedestal junto a la mesa.
Confundido de por qué Hardoon se estaba molestando en preguntarle, Maitland se frotó la cara con las manos, continuando su inspección de la estancia.
Se hallaba en una oficina ampliamente dispuesta y lujosamente ornamentada con anchos paneles de roble. Los pesados muros daban el aspecto de ser macizos y muy sólidos, absorbiendo totalmente todos los ruidos incluso el de sus voces. Tras él, donde permanecían los guardias, había una enorme librería llena de estantes repletos de libros dividida por una entrada. No existían ventanas, pero al otro extremo del escritorio de Hardoon aparecía un recuadro protegido con fuertes contraventanas.
Hardoon miró reflexivamente a su cigarro.
—Creo entender que de nuevo soy una persona no grata a las autoridades —continuó con su voz forzadamente suave—. Fue, desde luego, una enorme estupidez por parte de Kroll el permitir a Marshall que radiara a los cuatro vientos lo referente a nosotros. Sin embargo, ésta es otra cuestión.
Maitland adelantó el cuerpo, perfectamente precavido de los guardias que tenía a la espalda y de la alta figura de Kroll que había fruncido el ceño ligeramente.
—¿Qué le ha ocurrido a Halliday? —preguntó con dificultad, sintiendo la lengua como estopa entre los labios tumefactos—. Le tirotearon al mismo tiempo de llegar nosotros.
El rostro de Hardoon no mostró la menor sensación, estrechando aún más los ojos al considerar la interrupción.
—Ha sido una trágica mala interpretación de las circunstancias. Créame, doctor, yo aborrezco la violencia tan Lo como usted. Mi policía de tranco creyó que ustedes estaban con Kroll. Sus vehículos son del mismo tipo, con idénticas señales. Cuando descubrieron su error, se pusieron, naturalmente, bastante excitados. Estos accidentes suelen ocurrir inevitablemente.
Su tono de voz parecía sincero y real; pero, aunque sus ojos estaban fijos fríamente en el rostro de Maitland, éste tuvo la clara impresión de que la atención de Hardoon estaba en otra parte. Su voz se asemejaba a un agente que automáticamente cumplía órdenes previamente dadas, como los guardias que permanecían en pie tras el doctor Maitland.
—¿Y dónde están los otros? —preguntó Maitland—. Me refiero a los dos americanos y a esa joven.
Hardoon hizo un gesto con el cigarro.
—En el... —y buscó la palabra apropiada—, digamos, las habitaciones para huéspedes. Están perfectamente confortables. Mr. Symington se hirió ligeramente viniendo de camino y ahora descansa en la enfermería. Es un hombre útil; esperemos que pronto se recupere.
Maitland volvió a estudiar los rasgos de Hardoon. El millonario tendría unos cincuenta y cinco años, todavía físicamente vigoroso, pero los ojos aparecían curiosamente desprovistos de brillo.
—Bien, doctor, ahora vayamos directamente a la cuestión principal. La llegada de usted y de sus otros tres compañeros me da una oportunidad, que he decidido aprovechar en lo que vale. —Al ver el gesto de Maitland, Hardoon se apresuró a decir—: No, doctor, no necesito cuidados médicos; muy lejos de ello. Tenemos un amplio número de médicos y enfermeras en la pirámide. De hecho, encontrará que esto es el bastión más eficientemente organizado contra el huracán que existe en el mundo, por no decir el único, a pesar de mi policía de tranco.
Presionó un botón de entre varios existentes en un pequeño panel de control sobre la mesa al alcance de la mano y se volvió ligeramente en la silla para encararse con los cierres que recubrían el ápex de la pirámide, indicando a Maitland que pusiera su atención en ello. Los cierres comenzaron a plegarse sobre sí mismos, dejando al descubierto un enorme bloque de plancha de vidrio de tres pies de profundidad y dos veces de anchura, aparentemente colocado en una de las caras de la pirámide.
En declive, y por debajo, se vio la cara este de la enorme pirámide. En su base se veían los caminos de acceso y el pasadizo de entrada por el que habían tomado el elevador. Más lejos, oscurecida por la tormenta, se advertía la carretera. La corriente de aire chocaba directamente sobre todo ello, con miles de fragmentos lanzados a increíble velocidad, haciendo estallar, ante la resistencia ofrecida, la nube cargada de polvo en mil trayectorias distintas.
Al mismo tiempo, Hardoon había presionado otra tecla dispuesta sobre la mesa. Un altavoz situado en el muro, por encima de aquella ventana, comenzó a hacerse oír, subiendo, in crescendo, de volumen, hasta sentir allí mismo el horroroso fragor de la tormenta, aquel espantoso bramar como el de las cataratas del Niágara, cuyo sonido había perseguido a Maitland en sus noches de pesadilla durante todo el mes anterior.
Hardoon se echó hacia atrás, observando el viento a través de la ventana y escuchando el altavoz. Daba la impresión de haberse sumergido en alguna ensoñación irreal y privada; con el cigarro casi colgando de los labios, cuyas volutas de humo ascendían hacia el ventilador instalado en el techo. El altavoz debía tener montado un reostato automático, ya que el volumen se incrementaba implacablemente hasta que el ruido de la tormenta llenó literalmente la oficina, como un estallido de aire rugiente, como un túnel de pruebas para el viento a su máxima velocidad.
Repentinamente, Hardoon pareció despertar de su trance y apagó los dos botones. El sonido se desvaneció inmediatamente y los cierres volvieron a correrse hasta sus puntos de origen.
Por unos instantes, Hardoon se quedó mirando fijamente, como en éxtasis, a los paneles ya sumidos en la oscuridad.
—Su fuerza es increíble —comentó a Maitland—. Es la Naturaleza en sí misma revuelta, en su más pura y elemental forma. ¿Y dónde está el Hombre, su primer enemigo? Por todas partes, vencido, totalmente derrotado, escondiéndose bajo el suelo como un topo muerto de pánico o deambulando como ciego a tropezones en túneles oscuros, temblando y asustado.
Miró entonces a Maitland, para continuar:
—Le admiro, doctor y también a sus compañeros. Ustedes aún continúan luchando contra el viento, hasta los límites que retienen su iniciativa. Se han movido por la superficie, indefensos. Lamento de veras que el capitán Halliday tuviera que resultar muerto.
Maitland hizo un signo de aprobación. Su cabeza ya se encontraba más firme y su mente más clara. El calor de la oficina le había vigorizado. Decidió tomar la iniciativa en la conversación y se adelantó hacia el millonario.
—¿Cuándo comenzó usted a construir esta pirámide? —preguntó.
Hardoon se encogió ligeramente de hombros.
—Hace años. Los «bunkers» fueron diseñados originalmente como refugio personal mío, ante la contingencia de una tercera guerra mundial; pero la pirámide se ha completado en este mismo mes. Maitland continuó presionando.
—¿Y qué espera ganar con ello, Hardoon? ¿El supremo poder político, cuando la tormenta termine? Hardoon se volvió hacia Maitland mirándole fijamente con una expresión de incredulidad en sus ojos entornados.
—¿Es eso todo lo que se le ocurre, doctor? ¿No puede pensar en otro motivo distinto?
Maitland se encogió de hombros, en cierta forma abatido por la reacción de Hardoon.
—Su propia e inmediata supervivencia, por supuesto. Con el apoyo de una vasta e importante organización.
Hardoon sonrió algo despectivamente.
—Resulta sorprendente, cómo los débiles enjuician siempre a los fuertes por sus propios y limitados conceptos. Es por esta razón por la que usted está aquí. —Y antes de que Maitland pudiera continuar sus argumentos, Hardoon continuó—: Seguramente que el diseño fuera de lo corriente de este refugio, indica mis motivos reales. De hecho, hasta ahora, éste ha sido el caso. Pero es obvio que si la supervivencia y el mantenimiento de un potente y bien equipado ejército privado fuese mi objetivo, no hubiera elegido para alojarme una pirámide tan visible como ésta.
—Siempre es un punto ventajoso —opinó Maitland—. Como acaba usted de demostrar, constituye un excelente lugar como observatorio.
—¿Para observar qué? Esa ventana está sólo a sesenta pies del suelo. ¿Qué podría esperar ver desde una altura semejante?
—Nada, supongo. Excepto el viento.
Hardoon inclinó la cabeza como en una ligera reverencia.
—Querido doctor, tiene usted ahora toda la razón. Su presunción es absolutamente correcta. El viento es, ciertamente, todo lo que deseo ver desde aquí. Y al propio tiempo, intento que me vea a mí. —Hizo una ligera pausa y continuó—: Mientras el viento ha ido aumentando y todo el mundo, por toda la superficie del globo terráqueo, ha construido hacia abajo, tratando de huir de él, encerrándose bajo el abrigo de la tierra, yo he hecho lo contrario. Yo soy la única excepción. Yo sólo he construido hacia arriba y me he atrevido a desafiar al huracán, afirmando así el coraje del Hombre y su determinación de dominar a la Naturaleza. Si hubiese querido reclamar para mí el poder político —lo que, desde luego, nada me interesa en absoluto—, lo habría hecho simplemente sobre la base de mi propia superioridad moral. Sólo yo, frente al más grande holocausto que jamás haya atacado a la Tierra, he tenido el coraje y valor moral de intentar mirar cara a cara a la Naturaleza. Esta es la sola razón que he tenido para construir la pirámide. Aquí, sobre la superficie del globo, encuentro a la Naturaleza en sus propios términos, en el lugar de combate del desafío. Si fracaso, el Hombre no tendrá jamás derecho a afirmar su innata superioridad sobre la sinrazón del mundo natural.
Maitland aprobó con un gesto, observando cuidadosamente a Hardoon. El millonario había hablado en un tono seguro y tranquilo, sin emplear ni gestos histriónicos ni ningún énfasis. Comprobó que Hardoon resultaba casi ciertamente sincero y trató de calcular si aquello le haría más o menos peligroso. ¿Hasta dónde se encontraría preparado para el sacrificio de poner a prueba su especial filosofía?
—Bien —dijo entonces el doctor Maitland—; si cuanto ha dicho es cierto, es realmente un gesto espectacular y grandioso. Pero, ¿no cree usted que existen desafíos parecidos para el valor y la moral de cualquier hombre en muchos momentos de su vida?
—Para usted, tal vez. Pero mi posición y mi talento me obligan a jugar este papel en una escala mucho más grande. Usted me tomará, probablemente, como un megalómano maníaco. ¿De qué otra forma, pues, puedo demostrar mi valor moral? Como hombre de grandes empresas industriales, el valor moral es menos importante que el juicio y la experiencia. ¿Qué debería hacer? ¿Fundar una Universidad, proteger con becas a mil estudiantes o repartir mi dinero entre los pobres? Una simple firma en un cheque, lo haría fácilmente por mí, y, con mis posibilidades, eso sería una cosa de niños. ¿Volar hacia la Luna? Soy ya demasiado viejo para eso. ¿Encararme bravamente con la perspectiva de mi próxima muerte? Mi salud es todavía bastante buena. No hay nada, ningún otro camino en que pueda probarme a mí mismo.
Maitland sonrió sin proponérselo.
—En tal caso, lo único que puedo hacer es desearle de veras que tenga suerte. Como ha dicho usted, éste es un duelo privado entre usted mismo y el viento. Bien. ¿No tendría usted objeciones que hacer para que recogiese a Symington y siguiéramos nuestro camino?
Hardoon levantó una mano.
—Desgraciadamente, sí, doctor. ¿Por qué piensa que les he traído hasta aquí? Ahora supongo que usted comprende mis verdaderas motivaciones, pero, ¿lo comprendía hace cinco minutos? Lo dudo. En realidad, usted estaba seguro de que yo era un hombre ávido de ostentar el poder político y tomar ventajas de mis intereses industriales, para hacerme dueño de un mundo indefenso. Y así todos los demás. No es que ello me importe particularmente, pero me gustaría que mi estancia aquí les sirva corno un ejemplo a otros que tengan que encararse con similares desafíos en el futuro. No es que reclame ningún crédito por el valor que demuestre; cualquiera que se me atribuya se lo cedo al Homo Sapiens, mis hermanos en general. —Hardoon volvió a hacer otro gesto con el cigarro—. Ahora, por una afortunada coincidencia, dos de sus compañeros son periodistas y ambos altamente calificados en su profesión. Con una conciencia recta de la verdadera perspectiva de las cosas, ellos podrían preparar un genuino informe de lo que está llevándose a cabo aquí.
—¿Se lo ha pedido a ellos?
—Por supuesto; pero, como todos los periodistas, no están interesados en la verdad, sino en la noticia. Se han mostrado francamente suspicaces; suponen que quiero obligarles a ello.
—Entonces, ¿desea usted que yo me encargue del asunto?
—Exactamente, doctor. ¿Cree que podrá?
—Posiblemente. —El doctor Maitland apuntó hacia los muros que rodeaban la habitación—. ¿Está usted seguro que esta pirámide soportará la fuerza del huracán indefinidamente?
—¡Absolutamente! —exclamó Hardoon—. Los muros tienen treinta pies de espesor; soportarían el impacto de una docena de bombas de hidrógeno. Quinientas millas por hora en el viento, es algo trivial. El fuselaje de las aeronaves, delgado como una hoja de papel, ya lo soportan.
Ante la confusión de Maitland, Hardoon añadió:
—Créame, doctor, no tiene que temer nada absolutamente. Esta pirámide es algo completamente aparte de los antiguos refugios contra los ataques aéreos. En esto consiste la cuestión en su totalidad. Toda la pirámide se encuentra por encima del terreno; no hay en ella cimientos. Los refugios donde se alojan usted y el resto del personal, se encuentran a doscientas yardas de distancia. La pirámide puede soportar galernas de diez mil millas de velocidad por hora, si es algo que pueda imaginarse. No estoy bromeando. Con la excepción de este apartamiento, la pirámide es un bloque sólido de cemento reforzado que pesa alrededor de veinticinco mil toneladas, completamente inamovibles, como los profundos «bunkers» de Berlín, a los cuales ni los más poderosos explosivos pudieron destruir, y que, incluso, aún continúan en el mismo sitio en nuestros días.
Hardoon hizo una señal con la mano a los guardias que esperaban junto a la puerta.
—Kroll, el doctor Maitland está dispuesto para que se le conduzca a su alojamiento. —Y conforme el talludo guardián se aproximaba para cumplir la orden, se dirigió hacia Maitland—. Creo que me comprende, doctor. Usted es un hombre de ciencia, acostumbrado a sopesar la evidencia objetivamente. Pongo mi caso en sus manos.
—¿Cuánto tiempo habremos de permanecer aquí? —preguntó Maitland.
—Hasta el momento en que pase la tormenta. Tal vez, unas pocas semanas. ¿Es eso demasiado importante? En ninguna parte se encontrará más seguro. Recuerde, doctor, aquí se está escribiendo una página para la Historia. Piense en otras categorías, en un contexto más amplio.
Y mientras Maitland se dirigió a la salida acompañado por los guardias, comprobó que los cierres se retraían nuevamente y que Hardoon volvía la silla hacia la ventana, mirando con fijeza a los mil fragmentos de un mundo exterior desintegrado, como sujeto al más bárbaro bombardeo que nadie pudo imaginar. En el momento de cerrarse la puerta, Maitland escuchó los sonidos del viento, aumentando por los altavoces tumultuosamente.
***
Desde el apartamiento especial de Hardoon, situado en el ápex de la pirámide, tomaron un pequeño elevador para descender hasta la matriz de la pirámide y desde allí al túnel de comunicación que recorría el sistema de «bunkers» a doscientas yardas de distancia. Maitland recorrió a disgusto el húmedo suelo del túnel de cemento, consciente del peso colosal de la estructura que se elevaba sobre su cabeza, contando las luces que de trecho en trecho alumbraban el largo túnel. Trató de imaginar si valdría la pena seguir discutiendo con Hardoon. Pero como éste había dicho, para el tiempo futuro y una vez que hubieran cesado los motivos de retenerle, y con el personal puesto en libertad, no existiría tampoco tal motivo. Además, Hardoon debía ser, con seguridad, un hombre cruel y despiadado. No sólo lo indicaba la conducta de sus guardianes, sino que, a menos que les forzase de algún modo, su absoluta lealtad y la totalidad de la organización se habría venido abajo haría ya tiempo.
Al aproximarse a la mitad del túnel, el suelo se cimbreó ligeramente bajo sus pies. Perdido el equilibrio un tanto, Maitland cayó de lado contra la pared. El guardián le ayudó con una mano. Dándole las gracias, Maitland notó la especial expresión de su rostro, un ligero tinte de alarma.
—¿Qué es lo que ocurre? —le preguntó Maitland.
El guardia, un joven alto, de rostro enjuto, preguntó, a su vez, algo confuso:
—¿Qué quiere decir?
—Parece usted preocupado —dijo Maitland tras una breve pausa.
El guardia le miró con cara de malos amigos, observando cualquier movimiento sospechoso y, después, murmuró algo ininteligible. Continuaron marchando. El suelo que pisaban tenía una capa de agua de una pulgada recubriéndolo en su totalidad. Sin lugar a dudas, pensó Maitland, las paredes de los túneles se estaban resquebrajando.
—¿A qué profundidad estamos? —preguntó el doctor Maitland.
—A cincuenta pies. Tal vez menos ahora.
—¿Quiere decir que el subsuelo está desapareciendo? Buen Dios, el viento pronto desgarrará en pedazos estos «bunkers» hasta el techo. —El guardia gruñó algo inexpresivo—. ¿De qué es el subsuelo aquí, de arcilla?
—No tengo la menor idea —repuso el guardia—. Arenisca, grava o algo parecido.
—¿Grava? —Y Maitland se detuvo.
—¿Qué pasa con la grava? —preguntó el guardia a su vez, con un rictus en la boca de irritación.
—Nada en particular, excepto que es bastante movible. —Y el doctor apuntó hacia las paredes de los túneles. Se encontraban entonces a medio camino. Volvió a preguntar—: ¿Por qué rezuma el túnel? Los muros se están agrietando por todas partes. Tienen que haberse resquebrajado en algún sitio.
El guardia se encogió de hombros.
—Espere hasta que vea los «bunkers». Son como las bodegas de un barco.
—Pero los muros se están moviendo ahora, ¿no lo comprende?
Maitland examinó una de las finas rendijas que desde el techo llegaban al piso del túnel. Una de ellas tenía bajo sus pies casi seis pulgadas de anchura, con los bordes sujetos sólo por la trabazón de los cabos de hierro incrustados en la mezcla. El agua se filtraba sin cesar, corriendo ostensiblemente a lo largo del túnel.
—Un par de ingenieros de la construcción estuvieron ayer aquí —confesó el guardia—. Estuvieron hablando sobre el subterráneo y de la corriente que va lamiendo el terreno, o algo parecido.
—Creo que haría usted bien con avisar a su jefe —dijo Maitland—. Está expuesto a quedarse aislado, si este túnel se anega.
—El jefe estará bien. Tiene cuanto necesita allá arriba. Refrigeradores a rebosar, con alimentos y agua, y su propio generador de corriente.
El guardia miró recelosamente a su alrededor por el túnel. Al entrar en el que Kroll les esperaba para reunirse con ellos, Maitland echó un vistazo atrás y comprobó que el túnel se hundía ostensiblemente por la parte central, en el suelo. Las dos secciones formaban un ángulo de dos o tres grados.
Con Kroll a la cabeza, que ocasionalmente se detenía para llevarle por delante, caminaron a lo largo de un revoltijo impresionante de corredores, escaleras y rampas escasamente alumbradas, cruzadas por enormes ventiladores con su grandes tubos de evacuación, y cables de energía eléctrica. Los generadores, funcionando continuamente, proveían de un sordo rumor incesante, como música de fondo a las pisadas de chocar metálico de los guardias contra los escalones de metal, y distintas voces dando o recibiendo órdenes. Aquí y allá, a través de cualquier puerta abierta, Maitland observó la presencia de hombres en mangas de camisa tumbados sobre sus camastros, apretujados en el escaso espacio de sus celdas.
Continuaron marchando por un tramo de escalera hacia el más bajo de los niveles del sistema de «bunkers». Maitland estimó que, por lo menos, habría cuatrocientos hombres acomodados en aquella red de refugios, además de los suficientes suministros para mantenerles para seis meses. Los corredores estaban alineados y repletos también de grandes cajas de madera y listones de acero, similares a los que había visto en el almacén de Marshall.
Finalmente, emergieron en el nivel más bajo, para entrar en seguida en un estrecho y húmedo pasillo corto, sin otra salida, al final del cual una pareja de guardias montaba servicio bajo la escasa luz de una lámpara. Al divisar a Kroll, se irguieron rígidos y le saludaron militarmente. Kroll abrió la puerta, hizo una señal a Maitland y, una vez que éste entró, la cerró de un portazo tras él.
Maitland encontró allí a sus compañeros de viaje, sentados en sus camas, dispuestas alrededor de las cuatro paredes del reducido cuarto que se les había destinado, alumbrado por el apagado resplandor de una sencilla lámpara de tormentas, montada sobre la puerta. Lanyon hizo un gesto de alegría al divisar a Maitland y le ayudó a desprenderse de su chaquetón de cuero. Patricia le encendió un cigarrillo y Maitland se tumbó con agrado en el colchón de pelo de caballo.
—Le ha visto, ¿no es cierto, doctor? —le preguntó Lanyon—. ¿Le ha contado esa historia de su moral frente al huracán?
Maitland aprobó con un gesto, con los ojos medio cerrados por la fatiga.
—Sí, me lo ha contado todo. Incluso me ha mostrado el huracán y su ventana mágica. No cabe duda que está loco de atar.
—No estoy yo tan seguro —opinó entonces Bill Waring, el periodista, que se sentó al borde de la cama fumando pensativamente un cigarrillo—. En realidad, su instinto de autopreservación puede ser más fuerte de lo que pensamos. Este es el equipo más impresionantemente grandioso que jamás haya visto. Tres o cuatrocientos hombres bien entrenados, media docena de enormes vehículos, una estación de radio, agentes por todo el país..., es, en realidad, toda una unidad militar bien gobernada. El soporte moral no es más que el aliño de la cuestión. Yo creo que deberíamos pensar y mirar el próximo estadio del problema, la fase futura, cuando el huracán termine y descubra que realmente él puede gobernarlo todo, si así lo desea.
Patricia Olsen, descansando en otra de las camas, aprobó con gestos, como estando de completo acuerdo con su colega de la prensa.
—Entonces descubrirá otro impulso moral, por supuesto, que valga a sus fines. ¿Se imaginan ustedes a Kroll como vicepresidente?
Lanyon le sonrió.
—Descansa, Pat. Mientras que Hardoon necesite en sus proximidades una escritora atractiva, estarás segura. —Y se volvió a Maitland, bajando la voz y echando una mirada de recelo a la puerta—. Hablando en serio, amigos, estoy tratando de pensar alguna forma de salir de aquí.
—Estoy con usted —intervino Maitland—. Pero, ¿cómo?
—Bien, precisamente estaba explicando a Pat y a Bill que probablemente el método más rápido sea para ellos el darle cuerda el mayor tiempo posible a Hardoon, produciendo una florida extravagancia exaltando al héroe solitario que planta cara firme al huracán y todo eso. Si él se asegura de que somos sinceros, podremos inculcarles la idea de que el relato, único en su género, debe alcanzar una extensión y conocimiento universal inmediatamente.
—Para dar valor a cualquiera... —concluyó Bill Waring—. Ayúdenos a conservar el espíritu necesario. Estoy de acuerdo; es la mejor opción posible.
Patricia aprobó con un gesto al mismo tiempo.
—Podríamos hacerlo fácilmente. Si tuviera alguna cámara de cine, incluso podríamos tomar vistas y planos suyos en su atisbadero de faraón... ¡Santo Dios, ese hombre está para que lo amarren!
—¿Dónde están el conductor y el operador de radio? —preguntó Maitland.
—Se unieron a las fuerzas locales —repuso Lanyon. Y añadió con una sonrisa—: No se sorprenda, doctor, es una tradición militar establecida de antiguo. Kroll incluso me ha ofrecido el hacerme cabo de escuadra.
***
Permanecieron durante cinco días materialmente lacrados en el «bunker». Las puertas al corredor permanecían invariablemente cerradas. El alimento se les llevaba por los guardias, dos veces al día, y, aparte de alguna ocasional comprobación de pura rutina, se les dejó virtualmente solos. Los guardias se mantuvieron respetuosos y poco comunicativos, desprendiéndose, por alguna palabra suelta cogida al azar, que la mayor parte de su actividad se estaba desarrollando en los niveles superiores, donde todo el personal trabajaba intensamente día y noche.
Su «bunker» se hallaba en el nivel más bajo del sistema, a unos doscientos pies bajo el suelo de la superficie. El corredor único de salida, conducía a una escalera en espiral que comunicaba con el segundo nivel, y Maitland obtuvo la conclusión de que existía un gran número de anexos similares construidos en las inmediaciones del grupo de refugios.
El aire, que les llegaba mediante un pequeño ventilador, estaba húmedo y acre, con frecuencia mezclado con el humo de los motores de gasoil, variando constantemente de presión y yendo desde un rápido enfriamiento que les hacía estremecerse de frío hasta una oleada de calor que les sumía en un estado angustioso y desagradable.
Maitland descubrió pronto señales de contaminación de monóxido de carbono y rogó a uno de los guardias si podría comprobarlo en la tubería interior, presumiblemente montada en la zona de aparcamiento de los vehículos. Pero la demanda resultó inútil.
Mientras que Patricia Olsen y Waring comenzaron a pergeñar su historia respecto a Hardoon, haciéndole frente a la Naturaleza desatada desde su atisbadero en el ápex de la pirámide, Lanyon y Maitland fueren haciendo lo que consideraron el mejor plan de evasión. Maitland solicitó en varias ocasiones una nueva entrevista con Hardoon, pero sin el menor resultado. Como tampoco pudo obtener noticia alguna de Andrew Symington.
Sólo se habían evitado una cosa: el tronar monótono del viento. En las profundidades del «bunker» les resultaba imposible oír nada excepto los ruidos próximos, tales como los producidos en el cuarto de aseo próximo y los ruidos de las pisadas sobre la escalera metálica próxima y por encima de su propio «bunker». Carecían de noticias respecto a la fuerza y velocidad del viento, que, de hecho, en aquellos momentos había llegado a quinientas cincuenta millas por hora. Sólo podían hacer, perdidas prácticamente todas sus energías, tumbarse medio dormidos en sus camastros, casi drogados por los humos del monóxido de carbono.
***
Poco después de la media noche, Maitland se despertó sintiéndose nervioso y a disgusto. Trató de volver a dormirse y se quedó de espaldas a la cama, mirando el rojo resplandor de la bombilla que alumbraba el refugio y escuchando los ruidos de sus compañeros dormidos, respirando y moviéndose también con nerviosismo. Su cama estaba junto a la puerta, con Lanyon a sus pies y Waring y Patricia Olsen a lo largo de la pared opuesta, bajo el ventilador.
Fuera, en el corredor, se notaban unos cuantos sonidos nocturnos, voces de órdenes dadas al personal de servicio, el de las tuberías, y el de la carga y descarga de uno de los almacenes situados en el próximo nivel superior.
Poco después, volvió a despertarse, hallándose empapado en sudor y con una sensación angustiosa. Todo a su alrededor parecía extrañamente en calma y la respiración de sus compañeros algo forzada por la fatiga. Entonces comprobó que el ventilador se había detenido y que su zumbido había dejado de notarse por sobre los demás ruidos del «bunker». Pero uno en especial se destacaba de los demás, el regular goteo de un grifo abierto, cayendo en un charco de agua a pocos pies de distancia de su cama. Inclinando la cabeza, Maitland notó repentinamente el goteo que oía, viéndolo con sus propios ojos reflejarse a la rojiza y sombría luz de la lámpara de tormentas que lucía sobre la puerta. Involuntariamente, se apoyó sobre un codo, echando a un lado el rectángulo de tejido que le servía de manta.
¡El goteo provenía del ventilador! Las gotas caían a intervalos de medio segundo, con un ritmo creciente de caída a medida que seguía escuchándolas caer.
Echándose de la cama, puso los pies en el suelo, para comprobar con asombro que existía ya un charco en todo el cuarto que le llegaba a los tobillos.
—¡Lanyon! ¡Waring! —gritó. Y dirigiéndose a los compañeros, les sacudió fuertemente para sacarles de su letargo, mientras se ponía las botas. Waring escudriñó en el ventilador en silencio y por la tubería del aire, de donde surgía un chorro de agua que caía ya ostensiblemente en el mismo centro de la habitación.
—¡No entra ya ningún aire! —gritó a los demás—. ¡Algo ha debido romperse en algún sitio por ahí arriba!
Lanyon y Maitland comenzaron a martillear contra la puerta y las paredes, gritando al tope de sus fuerzas. Por encima del «bunker», en alguna parte a lo largo de la escalera, pudieron escuchar un confuso griterío y el ruido de pisadas corriendo en todas direcciones, mientras que otras puertas eran igualmente golpeadas en demanda de auxilio.
Un agua negra, manchada de gasoil, en un constante fluir, entraba bajo la puerta comenzando a subir de nivel por las cuatro paredes. Patricia Olsen saltó a la cama de Maitland y se acurrucó sobre el borde. Fuera, en el corredor, parecía que el agua alcanzaba tres o cuatro pulgadas de profundidad y se desplomaba ruidosamente escaleras abajo. Mientras que Maitland y Lanyon apretaban a golpe de hombros contra los paneles de acero de la puerta, el chorro procedente del ventilador se incrementó súbitamente, dejando escapar una fuente que comenzó a chorrear sobre sus espaldas.
Lanyon apartó a Maitland a un lado y apuntó hacia una de las camas.
—¡Ayúdeme a desmontarla! ¡Tal vez podamos utilizar los barrotes como palancas!
En un abrir y cerrar de ojos, apartaron los colchones, desmontaron los costados y dejaron libres los dos barrotes longitudinales. Utilizando los agudos terminales de los barrotes, entre la parte baja de la puerta y el suelo, aunaron sus fuerzas para hacer saltar alguno de los paneles de sus goznes, cosa que consiguieron tras repetidos esfuerzos. En cuanto separaron una de las hojas unas cuantas pulgadas, introdujeron los dos barrotes haciendo un poderoso esfuerzo conjunto para saltarla de su sitio con aquella potente palanca.
Fuera, en el corredor, sólo lucía la rojiza luz de la linterna de tormentas, que comenzó a disminuir de volumen, hasta ser sólo un apagado resplandor rojizo sobre el encharcado piso del «bunker». El agua llegaba a Lanyon hasta las rodillas, vertiéndose en una fuerte corriente escalera abajo. Lanyon luchó para sostenerse de pie y después ayudó a Patricia, siguiéndoles Waring y Maitland. Al dejar el cuarto, el agua llegaba hasta el nivel de las camas. Dos de los colchones comenzaron a flotar suavemente sobre las sucias aguas de la inundación subterránea.
Pronto llegaron al pie de la escalera metálica en espiral. El agua caía sobre ellos como una cascada, alrededor de sus cinturas, y al llegar a la primera vuelta de caracol, Maitland, que era el último en la fila, miró hacia atrás para ver la superficie a dos pies del techo.
Al llegar al nivel próximo, hicieron una pausa entre dos corredores en ángulo recto uno respecto del otro. El flujo del agua corría hacia la sección de la derecha, despeñándose por la escalera y surgiendo de las puertas de una serie de grandes cámaras con aspecto de almacenes. Lanyon apuntó hacia la izquierda, donde una media docena de guardias apilaban sacos de arena a través del corredor, como medida preventiva j antes de bloquearlo con cemento rápido y todos los medios a su alcance, y con un mamparo.
—¡Esperen! —les gritó—. ¡No lo cierren todavía!
Comenzó a correr hacia ellos; pero los guardias parecieron ignorarle. Al llegar Lanyon al mamparo, los guardias echaron rápidamente las barras de contención, dejando a los americanos indefensos golpeando inútilmente las planchas del mamparo. Maitland se arrojó sobre los sacos de cemento rápido, ya dispuesto para cerrar definitivamente el paso. Al darse cuenta de lo inútil, de su esfuerzo se volvió nervioso hacia Lanyon.
—¡Vamos, tratemos de llegar a la superficie! No es cosa de quedarse aquí atrapados como ratas. Tiene que haber un hueco mayor en cualquier parte. Una vez lo hallemos, estaremos a salvo.
Se dirigieron hacia la escalera, continuando así hasta dos niveles superiores más. Gradualmente fue decreciendo el flujo del agua y para cuando llegaron a lo alto del hueco de la escalera, la inundación había cesado. En cada uno de los cuatro niveles, los ocupantes en retirada del sistema de «bunkers» habían colocado mamparos a través de los corredores, bloqueando el reducto central hacia la derecha de la escalera y los almacenes inundados a la izquierda.
Warjng y Patricia Olsen se sentaron contra la pared opuesta a la escalera, tratando de enjugarse el chaparrón de agua que les había caído encima; pero Lanyon les gritó:
—¡Vamos, no podemos quedarnos aquí! Si otro de esos muros se va, se inundará todo. Nuestra única oportunidad es llegar hasta la pirámide de Hardoon.
Uno tras otro, entraron en el túnel de comunicación, entonces sumido en una total oscuridad, guiándose por las manos en la pared. Éstas se hallaban inclinadas, como si el túnel estuviese siendo retorcido longitudinalmente. El agua acumulada a lo largo de la parte izquierda tenía más de tres pulgadas de profundidad. Tremendas fallas se habían abierto en el lecho de grava circundante, como si el manantial subterráneo hubiese arrastrado enormes cantidades de tierra, dejando a los macizos «bunkers» suspendidos en el aire sin soporte.
Llegaron hasta el otro extremo del túnel, continuando su camino hacia arriba por un corto tramo de escalera que llevaba hasta el elevador que servía la suite privada de Hardoon.
Lanyon se volvió hacia Waring.
—Bill, quédese aquí con Pat, mientras que Maitland y yo veremos de llegar hasta Hardoon.
Abrió la caja del ascensor, dejando sitio para Maitland. Se limpió la cara con la manga del chaquetón, para quitarse unos grandes trozos de gasoil pastoso que le estorbaban la visión. Después marcó en el panel del ascensor el botón que señalaba el ápex de la pirámide.
A mitad de camino del vértice de la pirámide, el elevador se detuvo en seco, como si momentáneamente hubiese sido frenado por algo, arrojando a los dos pasajeros contra la pared posterior, donde retumbó varias veces. Lanyon presionó varias veces el mismo botón.
—¡Maldita sea! ¡Parece como si todo esto se estuviera desquiciando! —exclamó irritado, mirando a Maitland.
—Imposible —repuso Maitland—. Una galerna de quinientas millas por hora ni siquiera movería semejante masa de cemento armado. Tiene que haber sido alguna masa de aire que se haya colado por la caja del ascensor.
El elevador, tras unos crujidos, continuó hacia arriba hasta detenerse finalmente. Maitland descorrió la rejilla y encontró que las puertas estaban abiertas. Salieron al descanso exterior, que encontraron desierto, luciendo sólo una solitaria bombilla sobre la mesa de recepción situada en un rincón.
Al aproximarse a las puertas de la oficina de Hardoon, oyeron el tronar del viento batiendo contra los paneles y por un instante Maitland pensó en que el observatorio de la suite de Hardoon hubiera saltado en pedazos, al romperse la ventana. Entonces comprobó que las puertas de madera frente a ellos, habían sido arrancadas de sus goznes en una fracción de segundo.
Lanyon hizo una señal a Maitland y se precipitaron dentro.
En el interior de la habitación, el viento rugía espantosamente en sus oídos, más fuerte aún de lo que jamás lo habían oído antes. Sin romperse y aparentemente en el mismo núcleo del propio «maelstrom» el viento reverberaba sobre los muros y el techo como la onda expansiva de alguna gigantesca explosión. La fuerza del estallido hizo vacilar a los dos hombres, que confusamente permanecieron en el umbral escudriñando en el interior buscando su origen.
La habitación estaba sumida en la oscuridad; la única iluminación provenía de la ventana de observación. De pie frente a ella, con la cara a un pie de la cubierta protectora de vidrio, se hallaba Hardoon, a través de cuyas facciones de granito se movían algunos reflejos de luz, como las llamas de algún infierno cósmico. Se hallaba tan por completo fascinado y envuelto en el huracán, que Maitland vaciló en dar un paso hacia adelante, tanto por lo que parecía ser el poder intangible de la presencia de Hardoon, como por el espantoso ruido del huracán batiendo la ventana.
Repentinamente, una segunda figura, más alta, se destacó de la oscuridad rápidamente tras Hardoon, se inclinó sobre el despacho y presionó un botón en el panel de control. Inmediatamente, el sonido comenzó a desvanecerse y las luces del techo se encendieron de nuevo. Hardoon miró por encima del hombro sorprendido. Parecía salir de un trance, e hizo un gesto de impaciencia a Kroll, que ya cubría a Maitland y a Lanyon con su pistola del «45».
—¡Hardoon, escuche! ¡Por amor de Dios! ¡Los «bunkers» están inundándose rápidamente, los cimientos están hundiéndose!
Hardoon le miró como ausente, aparentemente inconsciente de la identidad del doctor Maitland. Sus ojos parecían enfocados a la pared existente tras la cabeza de Maitland. Después, hizo otro gesto a Kroll con un chasquido de los dedos y se volvió hacia la ventana.
—¡Hardoon! —gritó Maitland.
Él y Lanyon comenzaron a caminar hacia delante; pero Kroll dio rápidamente la vuelta a la mesa, encañonándoles con la enorme automática del «45».
—¡Váyanse los dos fuera de aquí! —restalló, empujando a Maitland con sus tremendos puños.
Ambos salieron fuera de la habitación, y Kroll cerró la puerta de su jefe inmediatamente. Empujándoles con el cañón de la pistola, les llevó hasta el elevador, después permaneció sin quitarles la vista de encima a dos yardas de distancia, con la mano izquierda en el panel, dispuesto a hacer bajar el ascensor, y con la derecha sosteniendo la pistola que apuntaba simultáneamente, y de forma alternada, a Maitland y a Lanyon.
—¡Kroll! —gritó Maitland—. Los refugios están desplomándose. Cuatrocientos hombres están atrapados allí. Tiene usted que traerlos hasta aquí.
Kroll asintió fríamente, con la boca apretada y los negros ojos relucientes como los de un diablo irritado bajo el casco. Levantó el cañón apuntando hacia la cabeza de Maitland con los músculos de las mandíbulas en tensión. Al tirar con el dedo del gatillo, Maitland se dejó caer sobre sus rodillas, intentando evitar el balazo. Miró hacia arriba y vio a Kroll emitir un rugido de animal salvaje intentando volver a dispararle. Lanyon reculó hacia el interior del ascensor pulsando frenéticamente los botones de arranque. Esperando que la bala le perforara el cráneo, Maitland bajó la cabeza.
Repentinamente, sin el menor aviso, el suelo se ladeó bruscamente lanzándole de golpe contra uno de los lados del elevador. Al reaccionar, oyó el chasquido de un tiro del «45» de Kroll, y la bala que se aplastó por encima de su cabeza contra el forro de cuero del interior del elevador, a menos de tres pulgadas de distancia. Perdido el equilibrio, Kroll se tambaleó para ir a caer sobre la mesa de recepción. Mientras luchaba por incorporarse, jurando como una bestia, Maitland señaló a la pistola que se le había escapado de las manos. Las luces comenzaron a fallar espasmódica-mente, y el sucio continuó inclinado en un ángulo bastante pronunciado.
—¡Lanyon! —gritó Maitland—. ¡Coge su pistola!
Tras él, Lanyon surgió como un rayo del ascensor y se precipitó sobre Kroll. Mientras luchaban por el suelo, Lanyon consiguió encajarle un fuerte gancho al cuello de Kroll, echando sobre el guardaespaldas de Hardoon toda su enorme fuerza. Kroll rodó bajo el impacto, intentando alcanzar a Maitland con la mano izquierda, tratando de coger la automática que el doctor había empuñado con ambas manos. Por unos instantes, lucharon frenéticamente. Empleando el casco como un arma de ataque, Kroll dio un cabezazo en pleno rostro al doctor Maitland. Maitland jadeó medio inconsciente en busca de aire para sus pulmones, cayendo al suelo sentado y tirando de la chaqueta de Kroll con una mano, echándose sobre sí al gorila. Kroll pronto se puso de rodillas lanzando un tremendo puñetazo y apartando las manos del doctor con un empujón de toro. Y mientras que de nuevo empuñaba la pistola y apuntaba a Maitland para dispararle en pleno pecho, Lanyon cogió un enorme cenicero de cristal macizo de la mesa de recepción junto a él, y lo estrelló literalmente sobre el trozo de cuello de Kroll expuesto al aire, fuera del casco protector.
El gorila comenzó a tambalearse, desplomándose poco a poco; pero Lanyon se inclinó sobre él y le dio la vuelta tirándole de un hombro. Entonces, volvió a aplastar con toda su fuerza el enorme cenicero en pleno rostro de Kroll, quien de retroceso chocó la cabeza contra la mesa de recepción, quedando fuera de combate.
—Creo que tiene bastante —murmuró Maitland, mientras se incorporaba reculando hasta la pared, mientras que Kroll se desplomaba como un fardo sin vida en pleno suelo, con un hilo de sangre corriendo sobre la alfombra de una profunda herida tras la oreja. Maitland recogió la automática y la sostuvo por el cañón con las dos manos.
Lanyon trató de recuperar el equilibrio sobre el suelo inclinado.
—¡Qué diablos está pasando aquí! ¡Toda la pirámide está volcándose!
La luz indicadora del descenso del panel del ascensor, lució sobre el dintel.
—¡Cuidado! —dijo Lanyon—. ¡Vamos, salgamos de aquí!
—Espere un momento —repuso Maitland.
Con la automática dispuesta, se dirigió por la rampa inclinada que ya era el suelo del ápex de la pirámide, en dirección a la oficina privada de Hardoon. La habitación estaba sumida en la oscuridad, y al igual que antes, la única y escasa luz provenía de la ventana de observación del atisbadero del millonario. Montones de libros se habían desprendido de los estantes de la biblioteca, yaciendo tirados sobre el suelo, sillas y mesas arrastradas sobre la pared de enfrente debido a la inclinación del conjunto de la pirámide. Hardoon había sido cogido de improviso y perdido el equilibrio, y se dirigía con trabajo hacia el borde de la ventana, apoyándose en cuanto encontraba a mano.
Maitland había comenzado a entrar en el interior, cuando el suelo volvió a inclinarse más aún de nuevo, cayendo bajo sus pies como un ascensor que se sacude bruscamente en su descenso. Dio unos traspiés y vio a Hardoon agarrarse al borde de la mesa central. Los libros cayeron como una catarata de los estantes, como si fuesen fichas de dominó. Hardoon volvió a recuperar el equilibrio, agarrando con ambas manos el borde de la ventana de observación. Maitland cruzó el despacho, se aproximó al millonario y le tocó en un hombro. Hardoon le miró sin verle, con los reflejos erráticos de luz de la ventana cruzándole sus facciones endurecidas como las de un maniático fascinado por el espantoso huracán.
—¡Hardoon! —le gritó Maitland—. ¡Vamos, salga de aquí!
Hardoon le apartó con un manotazo y volvió a la ventana. La tormenta debía alcanzar en aquellos momentos una velocidad increíble, las negras nubes, entonces se desgarraban aquí y allá se rompían transitoriamente mostrando los borrosos perfiles de los refugios fortificados. Los dos grandes muros que servían de contrafuertes, habían desaparecido. En su lugar, aparecía un enorme barranco de cien pies de profundidad, abierto en el suelo y un tremendo torrente de agua emergía de la boca de una enorme grieta corriendo derecho bajo la parte izquierda de la pirámide, arrastrando con él una carga constantemente en aumento, de escombros arrancados de las partes expuestas al aire de la construcción. Sobre la extrema izquierda, surgiendo a través del muro del barranco, Maitland pudo ver los perfiles rectangulares de parte del principal sistema de «bunkers» y el túnel de comunicación suspendido en el aire, como un puente. Una vez a cincuenta pies bajo el suelo, entonces se hallaba expuesto y al descubierto por casi un tercio de su longitud. Tras el túnel, aparecían las cuadradas estructuras y los muros de otras porciones del «bunker», con su peso, ya sin soporte, mostrando enormes resquebrajaduras en su superficie.
El suelo volvió a inclinarse de nuevo, lanzando a los dos hombres uno contra otro. Maitland se incorporó primero y ayudó a Hardoon a ponerse en pie. El excéntrico y loco millonario insistió en volver de nuevo a la ventana contemplando aquella impresionante catástrofe.
—¡Hardoon! —volvió a gritarle Maitland—. ¡Toda la pirámide está volcándose! Por amor de Dios, ¡salga de aquí ahora que puede! ¡Mire ahí y véalo por usted mismo! ¡Los cimientos están desapareciendo!
Hardoon continuó ignorando a Maitland. Con los ojos resplandecientes, miraba fija y obsesivamente en la noche, observando la espantosa vorágine de aire negro.
Maitland vaciló, y acabó por dejarlo. Mientras cruzaba la habitación, tropezó con un montón de libros y cayó, yendo a golpearse contra una silla. Maitland se volvió por última vez hacia Hardoon. Por entonces, el ángulo de inclinación de la estancia llegaba casi a los diez grados, y el millonario miraba fijamente hacia arriba, hacia el cielo, como un superhéroe wagneriano en su asediado Valhala8.
—¡Maitland! —le gritó Lanyon con urgencia. Estaba ya en la caja del elevador, haciéndole señales de impaciencia. Sobre el suelo, Kroll comenzó a dar señales de vida, juntando ambas piernas.
Maitland corrió rápidamente hacia el ascensor.
—Le dejaremos ahí —dijo a Lanyon—. Tal vez pueda salvar a Hardoon.
Apretó el botón del piso bajo y el elevador comenzó a deslizarse chirriando hacia la base de la pirámide. Waring y Patricia estaban acurrucados en la entrada del túnel, al salir ellos del ascensor, y mirando con ansiedad el techo inclinado.
—Creo que existen toda clase de probabilidades de que toda la pirámide se vuelque sobre sí misma y se destruya —opinó Maitland—. Nuestra única esperanza es volver a los «bunkers». Una vez que el torrente se abra paso debajo de la pirámide, los refugios volverán a secarse de nuevo. Ya están bien por encima del piso del barranco.
Al comenzar su marcha de regreso por el túnel, la pirámide se estremeció pesadamente, lanzándoles contra la pared de enfrente. Unas profundas fisuras se abrieron en el cemento. Corrieron todo lo de prisa que pudieron, ayudando a Patricia, Maitland y Lanyon. A medio camino por el túnel, sintieron otra tremenda sacudida que les hizo caer de rodillas. Mirando hacia atrás, vieron corno una corta sección del corredor se desprendía con sus paredes retorcidas como si fuesen de cartón piedra. Al mismo tiempo, volvieron a oír una vez más el espantoso tronar del viento.
Llegaron finalmente al extremo opuesto. Dentro, como Maitland había anticipado, los corredores se habían vaciado; pero los mamparos continuaban todavía adheridos contra la obra. Al mirar por última vez en el túnel hacia atrás, Maitland vio una sección a veinte yardas de distancia que se alzaba en el aire como uno de los lados de un puente basculante. En el acto, una cascada de mampostería y escombros se precipitó por la rotura, y segundos después, todo el túnel se desplomaba dejando al descubierto una cegadora visión de la luz diurna. Absorbido, literalmente succionado del trozo de túnel todavía adherido al «bunker», el aire arrastró a Maitland como una hoja de árbol, recorriendo in-defenso y arrastrado una docena de pies, antes de poder aferrarse a un descansillo de una de las paredes. A través de la abertura expuesta entonces a plena luz y a plena tormenta, miró hacia el barranco profundo que se abría debajo, como si fuese una enorme trinchera de cien yardas de anchura. El polvo y los remolinos de arenisca oscurecían los lados, estallando contra ellos; pero pudo apreciar la enorme masa de la pirámide volcándose sobre una de sus caras. El barranco quedaba rectamente bajo ella. Todavía quedaban adosados al suelo dos tercios de la gigantesca mole, y en la parte ya levantada sobre el suelo, se apreciaba la pieza en forma de L del túnel de comunicación inferior. Toda la pirámide estaba inclinada en un peligroso ángulo de diez grados, sosteniendo el túnel partido en dos como una paja tronchada.
Escudriñando el exterior, Maitland trató de localizar la ventana de observación en el ápex de la pirámide; pero aparecía escondida entre las oscuras nubes de polvo y detonante arenisca arrastrada por el huracán.
—¡Maitland! —oyó a alguien que le gritaba detrás; pero se sintió incapaz de apartar los ojos del espectáculo que tenía ante él. Como un enorme mastodonte, la pirámide iba cayendo de costado bajo el fabuloso impacto del huracán, desprendiéndose poco a poco la precaria base que le retenía unida al suelo. El barranco se iba agrandando a medida que el torrente de agua se precipitaba por él, ya que la obstrucción del sistema de «bunkers» había sido sobrepasada. Durante algunos momentos la pirámide se mantuvo difícilmente, inclinándose poco a poco, aparentemente sostenida todavía por las fuerzas adhesivas de su enorme peso contra el suelo y los pequeños trozos de secciones de basamento que la habían soportado.
Después, con un bamboleo impresionante, cayó entera sobre una de sus caras, en una tremenda explosión de polvo y guijarros que surgieron volando como proyectiles al impacto de sus 25.000 toneladas. Por unos momentos, su imponente masa surgió aún sobre las nubes de escombros, con el ápex apuntando oblicuamente hacia el suelo, acabando por descansar por la cara izquierda. Después, el huracán comenzó a recubrirla enterrándola literalmente bajo inmensas oleadas de polvo.
Fascinado, Maitland no apartó los ojos de aquel cataclismo y de su espantosa convulsión. Junto a su hombro, se encontró con Lanyon, quien a su vez rodeaba los hombros de Patricia con un brazo y con Waring detrás de todos ellos. Juntos miraron hacia el barranco, observando las terribles nubes de polvo pasar a una increíble velocidad. Finalmente, el pequeño grupo fue retirándose del túnel hacia el corredor.
Waring y Patricia Olsen, se sentaron en el último escalón de la escale/a. Lanyon se apoyó contra la pared, mientras que Maitland se sentó en cuclillas en el suelo.
—Supongo que ya tendrás una buena historia que referir, Pat —le dijo Lanyon a la chica.
Patricia hizo un gesto de aprobación, subiéndose el capuchón de su chaqueta de cuero sobre su rostro helado.
—Sí, tal vez ni yo misma pueda creerlo. Esto parece el fin de todo.
—¿Qué hacemos ahora, comandante? —preguntó Waring al canadiense—. No creo que estemos mucho mejor fuera, ¿verdad? Creo que será una cuestión de horas el que todo cuanto nos rodea salte hecho pedazos.
Lanyon se aproximó a sus amigos. En ambos lados, los pesados mamparos sellaban las dos ramas de los corredores que partían de la escalera, con enormes pilas de sacos de cemento bloqueando su aproximación. Él y Maitland examinaron las grietas que aparecían en el techo. Forzados por su propio peso, y ya sin soporte del terreno circundante, los «bunkers» comenzaban a resquebrajarse por todas partes. Como había dicho Waring, pronto la escalera y los segmentos de corredor se separarían del conjunto para caer al fondo del barranco a sesenta pies de profundidad.
—Vamos a intentar bajar por la escalera —dijo Lanyon a sus compañeros—. Hay una oportunidad de que podamos estar más seguros abajo en lo más profundo.
Pasando junto a Patricia, comenzó a caminar, escudriñando el camino a la poca luz existente. Casi había completado un círculo cuando sus pies se sumergieron en un charco de agua. Auxiliado por las manos comprobó que el hueco de la escalera estaba repleto. Los tres niveles inferiores debían estar completamente inundados.
Volvió junto a los demás. Se habían movido hacia el corredor de la izquierda y se habían apretado contra la obra en ruinas de la barricada construida con sacos de arena. Maitland hizo un rápido gesto a Lanyon. Mirando hacia arriba, vio que uno de los agujeros del techo, a través del tope de la escalera, tenía entonces una amplitud de un par de pies. Una profunda fisura aparecía visible en el muro de cemento, ensanchándose poco a poco y dejando al descubierto la trabazón de cabos de hierro, como si fuese masticada por las mandíbulas de algún monstruo.
Repentinamente, y antes de que pudiera esperarlo, la totalidad del rincón de la sección del «bunker» que contenía la escalera y el descansillo entre los corredores retorcidos, se desprendió y cayó hacia abajo dentro del barranco, levantando una tremenda nube de polvo blanco. Una estrecha proyección del techo les separaba de la corriente abierta del huracán; pero por encima aún quedaba una espesa pared de mampostería reforzada, como una enorme sección del muro original girando sobre las barras de refuerzo. La mayor parte había saltado en pedazos, y la gigantesca losa, un bloque de 15 a 20 toneladas de peso, se inclinaba lentamente sobre ellos.
Al darse cuenta, Patricia comenzó a gritar desamparada; pero Lanyon se las arregló para sostenerla, mirando desesperadamente en todas direcciones, buscando una vía posible de escape en cualquier sentido. Su única esperanza, parecía dejarse caer resbalando hacia el barranco, donde tal vez encontrasen algún hueco que pudiera servirles de refugio del monstruo que les amenazaba desde arriba.
Rápidamente agarró a Patricia por un brazo y comenzó a llevarla sobre el borde. Ella luchó desesperadamente, aferrándose como última esperanza al borde.
—¡No, Steve! ¡Por favor, no lo hagas! ¡No puedo!
—Cariño, tienes que hacerlo —gritó Lanyon con voz de trueno para poderse hacer oír sobre el rugido del huracán. Retorció el brazo de Pat con fuerza, arrastrándola con él y aferrándose con la mano libre al borde del barranco antes de dejarla deslizarse por él.
—¡Lanyon! ¡Espere! —le gritó Maitland sujetándole por un hombro y después tirando de Patricia hacia atrás, antes de que cayera—. ¡Mire! ¡Allá, arriba!
Todos miraron hacia el cielo. De una forma milagrosa, la gran sección de muro que se abatía sobre ellos, iba lentamente retrocediendo en el viento. Rociadas de piedras y chorros de guijarros pequeños cayeron en cascada de su superficie expuesta al aire; pero por alguna extraña reversión de las leyes de la Naturaleza había dejado ya de inclinarse ante la mayor fuerza del viento huracanado.
Fascinados por el asombro, miraron hacia arriba, a aquel increíble fenómeno, como pensando en un acto de la Providencia Divina, realizado para salvarles.
De repente, Maitland comenzó a gritar como un loco, dando golpes en el borde del muro que caía sobre el barranco. Por unos instantes pareció atacado de histerismo hasta que Lanyon y Waring alargaron los brazos para calmarle.
—¡Calma, doctor! —le gritó Lanyon en plena cara—. ¡No sea loco! ¡Trate de controlarse a sí mismo!
Maitland volvió con un loco gesto de alegría a mirar hacia arriba.
—¡Mire, Lanyon, mire al cielo! ¿Es que no comprende lo que ha ocurrido, por qué ese muro caía en sentido contrario a nosotros, contrario al viento? ¿Es que no lo ve? —Cuando los demás fruncieron el ceño confusos, sin saber a qué atenerse, Maitland volvió a gritar—: ¡El huracán está desapareciendo! ¡Se ha consumido por fin en sí mismo!
Con bastante seguridad, el gran fragmento de muro se movía lentamente hacia delante, de cara al viento. Maitland apuntó hacia el cielo a todo su alrededor.
—¡El aire es ya mucho más ligero! ¡La tormenta se calma rápidamente, pueden oírlo fácilmente! ¡Por fin está terminando!
Juntos, miraron hacia el barranco. Como había dicho Maitland, la visibilidad se había incrementado hasta seiscientas yardas de distancia. Pudieron tener entonces una visión clara de los negros campos existentes más allá de la propiedad de Hardoon, incluso de las señales de la carretera que circundaba la periferia. El cielo se aclaraba rápidamente, quedando sólo una tonalidad gris y dejando entrever ya a trozos, un cielo desprovisto de nubes de polvo.
Como un carrusel cósmico, que se va deteniendo al fin de su trayecto, la tormenta comenzaba a perder pausadamente, aunque con regular lentitud, su velocidad huracanada.
FIN