AVENTURAS EN EL MAR DE ALASKA
Publicado en
enero 06, 2013
Ninguna profesión enfrenta al hombre con la naturaleza tan brutalmente como la pesca del cangrejo en las traicioneras aguas gélidas del mar de Alaska. Los vientos árticos de 145 k.p.h., las olas de ocho metros de altura y las jornadas de trabajo sobrehumanas dan por resultado un índice de mortalidad más elevado incluso que el de los mineros de la hulla. Pero quienes sobreviven pueden llevarse al bolsillo muchos miles de dólares en un solo mes de trabajo. En esta gesta plena de acción, Spike Walker rememora sus experiencias durante la bonanza de la pesca del cangrejo de Alaska, que ocurrió en los años setentas y a principios de los ochentas. Fue una "fiebre del oro" que arrastró a cientos de hombres y mujeres deseosos de fortuna y aventuras.
Por Spike Walker
LLEGUÉ A KODIAK, Alaska, con 20 dólares por todo capital; pero tenía una carta de triunfo guardada: el número telefónico de Mike Jones, dueño del barco cangrejero Royal Quarry, de 22 metros de eslora. Jones había estudiado en la Universidad Estatal de Oregon varios años antes que yo.
—No puedo prometerte nada si vienes —me había dicho cuando le llamé, hacía apenas una semana—. Pero aquí hay trabajo para todos. Los hombres se están embolsando 1000 dólares a la semana, y eso nada más con la pesca del cangrejo de color canela. La verdadera fortuna llega durante la temporada del cangrejo de Alaska.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Es un trabajo rudo y peligroso; pero si realmente estás resuelto a venir, puedo buscarte alojamiento.
Tres días después, en enero de 1978, fui en avión a Kodiak. Jones me llevó al pueblo y me dejó en casa de un miembro de su tripulación, Steve Calhoun, joven norteamericano de buen carácter. Steve se encontraba exhausto porque se había pasado todo el día haciendo reparaciones a bordo del Royal Quarry, así que conversó conmigo unos minutos y se retiró a dormir.
Mucho antes de la primera luz del alba, estando yo profundamente dormido en el sofá, Steve se levantó y se puso la ropa de trabajo.
—Regresaremos más o menos dentro de una semana —me avisó al salir.
—¡Que tengan buena pesca! —contesté.
Hizo un ademán de despedida, tomó su talega de marinero y traspuso la puerta. Una ráfaga de viento ártico irrumpió en la habitación y me hizo estremecer.
Me vestí con ropa gruesa y me encaminé a la zona portuaria, apodada Calle de las Enlatadoras. A lo largo de los muelles se oían los estridentes y agudos silbatazos que señalan los cambios de turno, el entrechocar metálico de las cadenas y el rugir de los motores. La temporada de pesca estaba en su apogeo; había en el pueblo un ambiente de bonanza; se respiraba optimismo y entusiasmo. El capitalismo había dado origen a una fiebre del oro moderna, en la que el trofeo no eran los minerales, sino los ricos cargamentos de cangrejo de Alaska.
Yo ya había vivido experiencias similares. Aunque todavía no cumplía 30 años, estuve presente cuando unos hombres ambiciosos abrieron nuevos campos petroleros en Louisiana, y cuando el alza en los precios de la madera atrajo a otros empresarios hacia las vastas zonas forestales de la península Olímpica, en el estado de Washington.
Mientras vagabundeaba sin dinero y sin empleo por los muelles de Kodiak, me recordé a mí mismo que no había ido del todo inerme a aquella aventura del remoto Norte. Sabía manejar maquinaria pesada y poseía una buena dosis del sentido común que requiere el trabajo en serio. Había aprendido que un hombre puede abrirse paso en cualquier parte, si no se mete en dificultades y si trabaja con tesón y sin buscar elogios.
Jones me había dicho que pidiera informes al húngaro Joe, en la enlatadora; a él le avisarían por radio cuándo iba a regresar el Royal Quarry. Joe había participado en la Revolución Húngara de 1956. Viendo a su país invadido por las divisiones de tanques rusos, decidió escapar a Austria. Ahora, mientras paseaba yo por el muelle de la enlatadora, me lo encontré.
—Joe —lo abordé—, quizá puedas informarme con qué frecuencia se comunica por radio el Royal Quarry.
—Ahora tenemos que cocer cangrejos —replicó y, dando la media vuelta, volvió a entrar a toda prisa en la enlatadora. Decidí preguntarle nuevamente al otro día.
En los atracaderos vi por primera vez un barco cangrejero. Salté por la baranda del costado y me topé con un cartel colgado a la puerta de la timonera: TRIPULACIÓN COMPLETA. Después me encontré con Otro que rezaba: ¡NI PREGUNTE!
Más adelante hablé desde el atracadero con un pescador que estaba a bordo de un barco. "Atracamos apenas anoche", me dijo, "y usted es ya la tercera persona que pide trabajo". Me lanzó una mirada escrutadora y agregó: "Pero no importa; siga preguntando. Lo más grave que le puede ocurrir es que lo rechacen".
Me pasé una semana recorriendo los muelles en busca de empleo. Por las noches, huyendo del cortante frío, me metía en los bares del puerto. Allí, hombres de botas lodosas y pesadas chaquetas hablaban de lugares como el paso de la Ballena, el cabo de Hielo y la bahía Perezosa, y relataban historias de pescas espectaculares, naufragios y hombres perdidos en el mar. Yo los escuchaba sin ocultar mi interés, y me enteraba de mil y un peligros y riquezas cuya existencia nunca había sospechado. Era aquel un lugar sin paralelo en toda la Tierra. Un lugar donde podía suceder cualquier cosa y, en efecto, cualquier cosa sucedía.
Como si alguien quisiera probar esta reflexión mía, al otro lado del salón se inició una algarabía. Levanté la mirada y vi que una impetuosa joven morena de unos 20 años se hallaba trabada en una lucha de fuerza brazo contra brazo con un bullanguero recién llegado. La gritería era ensordecedora.
—¡Enséñale de qué madera estás hecha, Susey! —exclamó un pescador de aspecto rudo al tiempo que daba un puñetazo en el mostrador del bar.
Una admiradora también alentó a la muchacha:
—¡Vamos, Susey!
Bastaba ver la cara del muchacho para saber cómo iba a acabar aquello. A medida que los impresionantes músculos de venas turgentes del brazo derecho de Susey iban acercando la mano del joven al mostrador, la cara de este se amorataba por el esfuerzo. Entonces, con la última exhalación, el brazo del muchacho tocó el mostrador; todo el salón vitoreó a la ganadora. Avergonzado, el perdedor se escabulló entre la multitud y salió por la puerta trasera.
Viendo aquel salón, no pude menos que sentir envidia de todos los que me rodeaban: su vida parecía rebosar de vigor y de aventuras. Aquella noche salí del bar resuelto a incorporarme a esa clase de vida. Mientras caminaba en el aire frío, recordé el consejo que me había dado un capitán: "Las oportunidadessiempre llegan a quien persiste en buscarlas".
CRUEL BAUTISMO
EL CAPITÁN del Royal Quarry, Mike Jones, regresó a Kodiak con la bodega del barco casi llena y fue a verme para darme algunas noticias. Tenía a bordo un hombre que quizá no diera el ancho. Si quería yo, podría acompañarlo en su siguiente viaje. "No puedo pagarte nada ni prometerte empleo fijo", me advirtió Jones, "pero al menos aprenderás el oficio".
Al día siguiente bajé de un salto a la cubierta del Royal Quarry. Me paré en seco al oír una voz femenina procedente de la timonera.
—Te presento a Susey Wagner —me dijo Steve Calhoun al tiempo que señalaba con un gesto a la joven que había ganado la competición en el bar—. Es tu jefa de cubierta.
Me quedé de una pieza. Pero cualquiera que fuera mi opinión acerca de que una mujer me mandara, en ese momento no tenía tiempo de pensar en ello.
Zarpamos poco después de la medianoche. En la bahía Chiniak el mar estaba tan encrespado, que antes de una hora de travesía el mareo empezó a hacer estragos en mí. Mientras yacía hecho un ovillo en la oscuridad de mi minúsculo camarote, trataba de no aspirar los penetrantes olores a pescado y diesel que impregnaban el aire encerrado.
Cada vez que subíamos por la cresta de una ola, el contenido de mi estómago subía y luego bajaba en perfecta cadencia con el descenso brusco de la proa. Aún no salíamos del puerto cuando salté de mi litera y, en calcetines, corrí hacia el aire fresco de la cubierta de popa.
Sintiéndome a punto de morir, llegué a la barandilla y vomité. Entonces, en un terrible instante de suspenso, el estruendo que ocasionaba el mar al golpear el casco de la nave se acalló, y con el rabillo del ojo vi venir hacia mí una ola. Advertí en el acto que me había alejado demasiado de la protectora pared de la timonera. En un abrir y cerrar de ojos, dos imponentes metros de agua helada del golfo de Alaska me derribaron y me arrastraron por media cubierta.
Fue un bautismo muy cruel. Mientras jadeaba, se desvaneció el cándido romanticismo que había imaginado sobre la vida de los pescadores. Me metí en mi refugio; llevaba las puntas de los calcetines colgando a casi 30 centímetros de los dedos de los pies.
Todavía estaba escondido en mi litera, 24 horas después, cuando el ruido de la máquina comenzó a apagarse. Alcé la vista y vi a una figura nervuda y de corta estatura en el umbral de la puerta. Era jones, y su mensaje fue breve: me necesitaban en cubierta.
Abochornado por mi flaqueza, me levanté lo más pronto que pude y fui tambaleándome hasta el oscilante puente. Al mirar en torno mío, pensé que nunca había visto una desolada vastedad de mar y cielo más fría y gris.
Nosotros íbamos a pescar cangrejo color canela —comercializado como "cangrejo de la nieve"—, que los japoneses compraban a la misma velocidad con que lo atrapábamos. Nuestra primera tarea consistía en izar las nasas que se habían sumergido la semana anterior. Las nasas, hechas de acero y correa gruesa entretejida, medían cada una dos por dos metros, por un metro. Cuando estaban vacías, pesaban 200 kilos, y llegaban a rebasar los 450 cuando se les llenaba de cangrejos, peso suficiente para, en un mar agitado, arrastrar a cualquier hombre por la cubierta o aplastarlo como a una cucaracha.
A las nasas se les suele poner, a modo de carnada, bacalao o unos botes grandes de arenque, perforados, y luego se les lanza al mar por la borda. Una vez que se asientan en el lecho oceánico, se marca su posición con un juego de boyas atadas a ellas mediante un cabo de 1.5 centímetros de grueso. Mientras el Royal Quarry maniobraba hacia el primer terno de boyas, Calhoun cogió un gancho amarrado al extremo de una soga y sincronizó el lanzamiento con un cabeceo de la nave. Al primer intento enganchó el cabo sumergido de las boyas.
El malacate hidráulico izó la soga, y en ese momento Susey entró en acción para irla enrollando y apilando a mano conforme subía a la cubierta. Por fin, salió del agua la primera nasa y oí exclamaciones de desaprobación.
—¡Maldición! —gritó Calhoun cuando vio que la nasa sólo estaba llena hasta la mitad—. ¡Después de dejarlas sumergidas dos días, yo esperaba más!
Accionando las palancas de control del malacate hidráulico, Calhoun posó la primera nasa en una plancha lisa de acero. Me apresuré a desatar la puerta de la nasa y a ayudar a sacar los cangrejos y la carnada vieja. Si la captura hubiera sido buena, Susey hubiera vuelto a lanzar la nasa por la borda. Pero, en vista de los resultados, la dejamos en cubierta para probar suerte en otro lugar.
Varias paradas después, me ofrecí a relevar a Susey en el enrollado de la soga mientras ella descansaba. Con excesiva confianza, me planté con las piernas abiertas e hice una señal a Calhoun para que izara la nasa. Aferré con fuerza la soga gruesa y amarilla y tiré de ella para subirla. Apenas habían comenzado a formarse a mis pies las primeras vueltas, cuando la soga se zafó de mis manos y se me enredó en las piernas en un enmarañado revoltijo.
Susey saltó al centro del caótico montón y, en tanto yo me retiraba derrotado, ordenó aquella maraña con unos cuantos movimientos rápidos del brazo derecho. Luego, echando la soga como si se tratara de un lazo, procedió a enrollarla tan velozmente como podía meterla en la cubierta.
—¿Ves? Es fácil, Spike —me dijo pacientemente—. Pero hace falta un poco de tiempo para aprender a recogerla.
Así me dio una importante lección de humildad.
—¡Aquí hay algo que a lo mejor puedes hacer! —me gritó Calhoun mientras sosteníamos la nasa sobre la bamboleante cubierta—. Puedes empujar, ¿verdad? —bromeó—. Lleva la trampa a ese rincón.
Aunque me sentía mareado y tan débil como un niño, me agaché con toda mi humanidad de 1.83 metros y 110 kilos para apoyar los hombros contra la barra de apoyo. Sentí una mezcla de sorpresa y alegría cuando la nasa empezó a moverse por la cubierta. Unos segundos después, chocó con estrépito en el rincón.
—¡Bravo! —exclamó Calhoun, y me dio una palmada en la espalda antes de correr a amarrar la nasa a la barandilla.
¡Qué alivio sentí al constatar que era capaz de ayudar a mis compañeros de tripulación! En las horas siguientes cedió el mareo y, mientras me afanaba, descubrí que había recuperado la confianza en mí mismo. Nos alegró ver que la captura mejoró mucho por la tarde. Trabajamos a ritmo frenético, pero al anochecer los fuertes vientos y el oleaje embravecido nos obligaron a entrar en la cabina. Haciendo girar enérgicamente el enorme timón de madera, Jones enfiló el Royal Quarry hacia el abrigo de la cercana bahía Perezosa.
Exhausto, agradecí al cielo el haberme permitido sobrevivir a mis primeras pruebas en el mar. No tenía la menor idea de lo que era esto, me dije al final de la jornada, y en seguida me quedé profundamente dormido.
¡HOMBRES AL AGUA!
LA SIGUIENTE VEZ que el Royal Quarry salió de pesca, me quedé en tierra. Nunca he deseado un mal al prójimo; pero cuando, seis días después, Steve Calhoun regresó con paso cansino al apartamento y me dijo que Jones había despedido a un marinero, grité y salté de gusto. ¡El empleo era mío!
A la mañana siguiente iba yo a bordo del Royal Quarry mientras navegaba por el canal de los Gansos, adentrándose en la bahía del Muerto. Un viento helado de 130 k.p.h. nos alcanzó de frente cuando Steve Calhoun y yo trepábamos por la popa a echar el ancla. Nos sentimos satisfechos por haberla asegurado a un buen asidero en el lecho lodoso, y corrimos a la cabina a tomarnos una taza de cocoa caliente.
La bahía nos protegía del oleaje, pero las montañas escarpadas y desoladas que se alzaban por tres lados nos devolvían el viento. Cuando las furiosas ráfagas azotaban los pasos montañeses, cobraban más velocidad y se convertían en turbulencias tramontanas huracanadas que llegaban a soplar a 240 k.p.h.
Aquella noche su velocidad se había incrementado al punto de que las anclas se soltaban de sus asideros y los barcos fondeados a ambos costados del nuestro empezaban a derivar hacia la oscuridad del mar abierto.
Al otro día, mientras nuestro barco seguía fondeado, la radio de muy alta frecuencia difundió la noticia de que dos de los tripulantes del pesquero Epic habían sido barridos de cubierta. Era la pesadilla que todos los marineros temían en secreto: enredarse en la soga, la red o el armazón de una nasa cangrejera y salir disparado, con ella, por la borda. Aun en las mejores circunstancias, resulta difícil rescatar del mar a un hombre barrido de cubierta.
Mike Doyle fue uno de los tripulantes que cayó al mar sin el traje salvavidas de color naranja, cuyas manos y pies van sellados. El tiempo era terrible, con temperatura de 7° C. bajo cero, ráfagas de 110 k.p.h. y un factor de congelación del aire de unos 30° C. bajo cero.
Doyle se había metido a gatas hasta la mitad de una nasa para sacar un viejo bote de carnada, cuando el barco cabeceó y una enorme ola lo empujó al interior de la trampa y lo arrastró por la borda. Con la irrupción de un torrente, la puerta de la trampa se cerró tras él y Doyle se encontró atrapado dentro de la estructura de acero y correas. Luego vio que flotaban burbujas a su lado y se dio cuenta de que se estaba yendo al fondo del océano, a más de 150 metros de profundidad.
En vez de aterrorizarse, sintió una rabia incontenible. Mientras descendía por el interminable espacio verde oscuro, Doyle luchó por liberarse. Una y otra vez, empujó furiosamente la puerta de la nasa hasta que logró abrirla, y entonces se dejó ir de espaldas. Sentía que los oídos le iban a estallar por la presión. En eso, localizó el cabo que lo conduciría de nuevo a las boyas y al esperado aire de la superficie.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando empezó a nadar hacia la superficie. Con los pulmones ardiendo por la falta de aire, braceó frenéticamente hacia arriba. Unos segundos después, chocó de cabeza con el casco de la nave.
Todavía sumergido, Doyle oyó el zumbido de la máquina, de un intenso tono agudo, y vio las burbujas que salían del propulsor. Tenía los pies a poco menos de un metro de las aspas, y sintió que la corriente tiraba de él.
El joven logró sortear el casco y emergió. Boqueando en busca de aire, miró desesperadamente a su alrededor y divisó una larga pértiga que sus compañeros le tendían. Se hallaba a sólo uno o dos metros de ella, pero ya no le quedaban fuerzas para alcanzarla. El atroz frío del mar de Alaska lo había congelado al punto de que apenas podía moverse.
Sus compañeros le arrojaron desde el Epic unos aros salvavidas, pero los tempestuosos vientos se los llevaban por la superficie del mar antes de que él los alcanzara. "¡Sáquenme de aquí!", rogaba Doyle viendo que el Epic se alejaba.
Las esperanzas del joven se derrumbaron. Había permanecido más de diez minutos en las aguas, a 4° C. y empezaba a perder el conocimiento. Siguió luchando por mantenerse despierto, y se vio recompensado poco después al ver que una boya flotaba a su lado. Se aferró a ella y aguardó.
No sabía el náufrago que el capitán del Epic acababa de rescatar a otro marinero que había sido barrido por la borda, y que ya maniobraba para regresar en un segundo intento por salvarlo. La silueta del barco apareció de nuevo ante él.
La nave subía, bajaba y se bamboleaba. De buenas a primeras, Doyle se encontró cara a cara con un compañero suyo. Sincronizando su maniobra de rescate con el balanceo del barco, el marinero se inclinó en el agua y asió a Doyle por el pecho. "¡Ya te tengo, Mike!", lo tranquilizó.
Doyle fue izado por la borda hasta la cubierta. Aterido de frío, se desmayó en cuanto lo depositaron en el barco y no recobró el conocimiento hasta tres horas después. Había pasado 15 minutos sumergido en el golfo de Alaska sin traje protector.
A bordo del Royal Quarry aguardamos los detalles del salvamento. Tener a dos hombres barridos de cubierta no era un incidente común; así que Calhoun nos dio este consejo mientras descansábamos en nuestras literas: "No es necesario que sucedan estas cosas. Sólo recuerden que, cuando trabajen cerca de los cabos de las nasas, deben mantenerse a distancia de ellos y plantar bien los dos pies en cubierta".
Con el clima que habíamos tenido que afrontar y, luego, con la noticia de ese incidente, comencé a sentirme ave de mal agüero. Pero al día siguiente nos dirigimos hacia nuestros bancos de pesca y de inmediato comenzamos a subir nuestros aparejos. De regreso en la Calle de las Enlatadoras, Jones sacó una calculadora de bolsillo y me comunicó que mi parte ascendía a 1000 dólares. Los tres ceros de mi cheque me levantaron el ánimo.
FIN DE LA TEMPORADA
EL Royal Quarry fue mi hogar flotante durante todo aquel invierno. A mediados de marzo, ya me sentía cómodo en cubierta y únicamente me mareaba cuando el tiempo era en verdad malo.
Como la cuota de cangrejos de temporada en la isla Kodiak casi se había completado, Jones determinó salirse de la flotilla pesquera y probar suerte por su cuenta en la costa de la península de Alaska. Sin saber a ciencia cierta en dónde pescar, sumergimos nuestra primera nasa frente al pico de 760 metros de altitud del cabo Kumlik. Unos días después contuvimos la respiración mientras el malacate hidráulico izó la trampa de acero. Cuando apareció en la superficie, cargada de una masa goteante de cangrejo color canela, gritamos de alegría.
—¡Perfecto! ¡Magnífico! —exclamé. Calhoun aplaudía y Susey silbaba.
Durante semanas, exploramos 110 kilómetros a lo largo de la costa de Alaska. Pronto nos percatamos de que Jones nos había llevado a una tierra espléndidamente salvaje y virgen. Mientras trabajábamos a la sombra de la cordillera de Alaska, donde abundan los glaciares, me sentí a menudo empequeñecido ante las gigantescas dimensiones del paisaje.
Más de una vez divisamos osos pardos que buscaban alimento a lo largo de la costa; alces que pastaban en las tierras bajas; caribús que cruzaban las empinadas laderas. En cierta ocasión, al adentrarnos en la isla de Kumlik, una manada de alrededor de 70 renos atravesó galopando una meseta como si fuera un río viviente. Con frecuencia veíamos nutrias marinas. Ciertos días llegamos a contar hasta 60 de esas peludas criaturas, que se divertían asomándose y desapareciendo entre las algas marinas. De vez en cuando alcanzábamos a ver una solitaria ballena jibosa que se alimentaba en la zona.
Erramos por esas aguas semanas enteras, y en muy pocas ocasiones avistamos otro barco. Era insólito que toda aquella zona donde abundaba el cangrejo fuera exclusivamente para nosotros. Sólo en contadas ocasiones atisbamos la dominante silueta de un bote cangrejero del mar de Bering descollando en el horizonte.
Durante un viaje de regreso a Kodiak tuve un encuentro aterrador con una de esas enormes naves. El oleaje en el estrecho de Shelikof era alto, aunque soportable, la noche en que Susey me llamó para ocupar mi turno de guardia.
—Que yo vea, no hay nadie cerca de nosotros —comenzó a decirme mientras forcejeaba con el timón de madera, que le llegaba a la altura del pecho—. Pero, ¿ya viste eso? —agregó, y apuntó hacia una mancha brumosa de color verde que se delineaba en el brazo giratorio de la pantalla del radar—. Es una tormenta. Está más o menos a una hora de nosotros. ¡Quién sabe qué pueda haber dentro de ella! Probablemente nada, pero...
El rocío golpeaba con fuerza la ventana de la timonera que estaba enfrente de ella, y Susey hizo girar el timón hacia babor.
—Bueno, si tienes algún problema, ya conoces las reglas: despierta al capitán.
Me cedió el timón y concluyó:
—Los turnos son de dos horas y media. El tuyo terminará a las 4:30. Calhoun te relevará.
Seguí observando la pantalla del radar. Algo no andaba bien. Dentro de la mancha de tormenta había una zona que parecía un poco más densa que la niebla verde que la rodeaba. Pensé en despertar al capitán, pero reprimí el impulso de hacerlo. Conservando el mismo rumbo, enfilé el Royal Quarry hacia el centro de la turbulencia.
La lluvia pegaba con fuerza en las ventanas de la timonera y me tapaba la visión. La pantalla del radar se nubló por completo y empecé a sentir inquietud por la situación. Susey me había advertido que no me excediera en mi deseo de asumir toda la responsabilidad: "No seas tan orgulloso, que no quieras pedir ayuda. Enfrentarse solo a un problema puede significar el hundimiento del barco y la muerte de varias personas".
Pero prevalecieron mi inseguridad por ser novato y la esperanza de que la situación se resolviera pronto por sí misma. No desperté a Jones.
Mientras nos adentrábamos en la tormenta, yo espiaba por la ventana a través de la cortina de lluvia y forcejeaba con cada nueva sacudida del timón. De pronto, el Royal Quarry salió de la lluvia y se metió en un banco de niebla. Lo atravesó con igual rapidez, y allí, iluminada por las luces de nuestros mástiles, apareció la alta mole de un buque procesador de 150 metros de eslora. Estaba directamente frente a nosotros, de costado al trayecto que seguía nuestra proa.
Aquel navío había surgido de la nada, materializándose ante mí como una alucinación letal. No veía la manera de eludir la colisión. Enloquecido de miedo, hice girar el timón hacia estribor lo más rápido que pude y hasta el tope, y me oí rezar en voz alta.
"¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!" era lo único que salía de mi boca. Con el timón trabado hasta donde llegaba, el Royal Quarry comenzó a virar poco a poco a estribor. Mientras, vi con toda claridad lo que me pareció la gris piel de un elefante: la enorme masa del barco, que se deslizó en paralelo a nosotros, y a tan corta distancia, que casi hubiera podido tocarlo con sólo estirar la mano.
Al alzar la mirada, vi los círculos amarillos de los ojos de buey y, enmarcados en ellos, unos rostros que me miraban fijamente. Luego rompieron el silencio de la noche unos airados bocinazos, y se escucharon por el radio las imprecaciones que lanzó el timonel del otro barco. Corrí a bajar el volumen del aparato.
Cuando el Royal Quarry terminó su giro de 360 grados, volví a hacer girar con fuerza el timón a babor y recuperé el rumbo que habíamos seguido antes del encuentro. Luego me quedé inmóvil junto al timón, tratando de escuchar los pasos de los demás; pero no oí nada.
No mencioné a nadie el incidente, pues no deseaba que cundiera una alarma innecesaria. Pero, por no haber despertado al capitán, había puesto la nave en peligro. Le había fallado a Jones, y me sentía sumamente avergonzado. Fue una lección que jamás olvidaría.
A principios de mayo, nuestra temporada tocaba a su fin. Me habían advertido que le habían prometido el puesto permanente a un amigo de Jones, así que me marché lleno de gratitud hacia el capitán por haberme brindado esa oportunidad. Habíamos pescado la impresionante cantidad de 254 toneladas de cangrejo, con lo que había yo ganado más de 13,000 dólares.
—Ya volveremos a vernos algún día —me dijo Jones al despedirnos—. Hiciste un buen trabajo. Debes de sentirte orgulloso.
—¡Gracias por todo! —contesté torpemente.
El capitán estaba en lo cierto: me sentía orgulloso. Gracias a la paciente tutela de Susey, había aprendido a enrollar la soga, a acoplar los aparejos, a medir la carga de cangrejo y a cocinar en aguas embravecidas. También me habían enseñado a navegar, a utilizar el radar y a leer mapas. Por lo demás, había adquirido un nuevo respeto por todo lo que puede hacer una mujer.
En tu lugar —me sugirió Susey al separarnos—, buscaría empleo en uno de esos grandes pesqueros del mar de Bering. Yo soy demasiado menuda para esa clase de pesca, pero tú podrías hacerlo. Tienes la estatura y la fuerza necesarias para eso..., si es que no te mueres antes de mareo.
Me acerqué a ella y le di un fuerte y largo abrazo.
—Pero no olvides dónde obtuviste tu primera experiencia —concluyó. En seguida cruzó el muelle hacia el Royal Quarry y subió a bordo. Era tiempo de zarpar.
EL GRAN FILON
SÓLO PERMANECÍ en tierra unas cuantas semanas antes de que me contrataran como marinero en el Williwaw Wind, uno de los barcos cangrejeros más grandes de la flota pesquera. Nos dirigíamos al mar de Bering, cuenca marina de 2,250,000 kilómetros cuadrados situada al otro lado de las islas Aleutianas, limitada al norte y al este por las tierras continentales de Alaska y al oeste por la Unión Soviética. Rodeado de costas vírgenes y coronado con una monótona bóveda de cielo gris, el mar de Bering es una desolación de viento y mar. Aunque estas aguas son famosas por tener uno de los climas más caprichosos del planeta, es también la zona del mundo donde se cría la población más abundante de cangrejo de Alaska.
Manjar muy apreciado, estos crustáceos semejantes a arañas llegan a medir 1.8 metros de anchura y a pesar más de diez kilos. Algunos biólogos pensaban que había una bonanza de 46 millones de cangrejos en el mar de Bering. De ser ciertas esas investigaciones, la flota estaba a punto de iniciar una temporada histórica.
Me sentí afortunado de haber conseguido empleo en un pesquero de primera como el Williwaw Wind. La experimentada tripulación noruega estaba al mando de Lars Hildemar, nuestro irascible, pero competente capitán de 61 años de edad.* El jefe de cubierta era Bobby Ragde, hombre bajito de unos 55 años, con 40 de experiencia en el mar y cuya atingente dirección nos facilitó mucho las tareas. En las horas de descanso se sentaba con nosotros a la mesa y, mientras se frotaba las artríticas manos, nos entretenía con sus relatos de viejo lobo de mar.
En cubierta nos mantuvo muy ocupados, así que apenas siete horas después de haber llegado al mar de Bering pudimos lanzar las nasas por la borda. Luego zarpamos rápidamente hacia Dutch Harbor a recoger una segunda carga de nasas.
Tres días después regresamos a ver si habíamos corrido con suerte. La primera nasa salió repleta de cangrejos de Alaska.
—¡Dios mío! —exclamó un marinero de cubierta—. ¡Miren eso!
*Se ha cambiado el nombre del barco y el de sus tripulantes.
A toda prisa empezamos a separar los machos cuyo tamaño era el legalmente permitido, y arrojamos al mar el resto. En eso estaba yo atareado cuando vi que Bobby escogía un cangrejo macho joven, le besaba su espinoso caparazón y lo arrojaba al mar.
—Este animal va a crecer mucho —dijo Bobby, volviéndose sonriente hacia mí—. En la próxima temporada regresará y traerá a diez mil de sus compañeritos.
Animado, seguí trabajando en la pila de cangrejos.
—¿Qué te parece, Bobby? —comenté—. Unos cientos más de estos animales, y seremos muy ricos. ¡Ya puedo imaginármelo! Un letrero de gas neón, arriba, en la entrada: "Bar de Bobby".
—¡Cierra el pico y sigue trabajando! —refunfuñó, y meneó la cabeza con gesto de censura.
La pesca siguió siendo excelente toda una semana y, excepción hecha de unas breves horas de sueño, trabajamos sin parar, de día y de noche. No obstante, la tripulación no daba crédito a aquella buena suerte hasta el último día, cuando el capitán nos comunicó que había en la cala más de 100 toneladas de cangrejo de Alaska. Los marineros de cubierta vitorearon y la música resonó por los altoparlantes. Los hombres se engancharon de los brazos y se pusieron a bailar.
Los otros barcos que estaban en el mar de Bering también hicieron capturas jamás vistas. Por desgracia, las enlatadoras locales se hallahan saturadas. No ofrecían más que 1.98 dólares por kilo, y las demoras para descargar ocasionaban enormes pérdidas.
Ante la posibilidad de que se murieran los cangrejos en la cala, el sagaz capitán decidió correr un albur. Habíamos oído que en los alrededores de la isla de Kodiak la pesca era pésima, y que allá las enlatadoras estaban ofreciendo precios altísimos. Lars resolvió separarse de los demás pesqueros y dirigirse a Kodiak. Era una arriesgada travesía de 1100 kilómetros, pero al cabo de unos cuantos días íbamos a cosechar los frutos de su atinada decisión.
Estando todavía a varios kilómetros del pueblo, oímos por radio la iniciación de los regateos.
—¡Williwaw Wind! —llamó el representante de una enlatadora por la banda civil—, tengo entendido que llevan a bordo una buena carga de cangrejos.
Nuestro capitán cogió el micrófono y respondió:
—El Williwaw Wind, al trasmisor: Sí, sí; nos ha ido bastante bien. ¿A cuánto están pagando el cangrejo de Alaska en Kodiak?
—En estos momentos estamos ofreciendo 3.40 dólares por kilo. Se oyó un suspiro colectivo de alivio en nuestra timonera. Entonces terció otra voz:
—Lars, hablo en nombre de la Enlatadora de Smokey Joe. Te daremos 3.50 dólares por kilo y una noche en la ciudad a ti y a tu tripulación. ¿Qué dices?
Las sonrisas asomaron a nuestros rostros mientras las enlatadoras subían el precio en reñida competencia. Lars acabó aceptando 3.70 dólares por kilo. Antes de 28 horas descargamos y volvimos a poner proa hacia el mar de Bering. Habíamos vendido la carga por un total de 327,000 dólares, ¡y mi parte se elevaba a la increíble suma de 20,000 dólares!
FAENA MONOTONA Y PELIGROSA
LA PESCA de cangrejos es, sin duda, el más brutal de los trabajos. El pescador labora durante las temporadas más frías y lluviosas de Alaska; su fuerza, su pericia y su resistencia no solamente le permiten ganarse el empleo, sino que también desempeñan un papel primordial en su supervivencia.
Las tragedias y las lesiones eran el pan de cada día, tanto entre los veteranos como entre los novatos. A un tripulante le cayó encima una nasa y se fracturó una pierna. Un marinero perdió un dedo porque se le enredó entre la soga y el malacate hidráulico. A otro, una nasa que estaba oscilando le aplastó la mano contra la barandilla. Tales lesiones exigían atención médica, y muchas eran lo suficientemente graves para justificar una licencia por incapacidad en cualquier empleo civilizado en tierra; pero en el mar habitualmente se pasaban por alto.
Siempre me había jactado de mi buena salud; sin embargo, en esa temporada, por haber estado manipulando miles de kilos de cangrejos, se me inflamaron las articulaciones de los dedos. Una mañana desperté con los nudillos del tamaño de una ciruela. Cuando supo de mi situación, Bobby se limitó a pronunciar con indiferencia la palabra "tenazas".
En los seis días siguientes, siempre que debía calzarme las botas con puntas de acero, tenía que arreglármelas para empuñar unas tenazas en cada mano, asir con ellas la caña de las botas y tirar hacia arriba.
Aunque el sabio consejo de Bobby resolvió el problema de las botas, mis nudillos se inflamaban y me dolían cada vez más, al grado de que casi no podía arrojar cangrejos y hacer nudos. Viendo el monstruoso aspecto de mis articulaciones, Lars me llamó aparte y mé dijo:
—¿Quieres un remedio para esa hinchazón?
Aunque un tanto desconfiado, asentí.
—Ve al excusado y orina sobre tus dedos.
—¡Déjate de bromas! —contesté riendo.
Lars enrojeció de ira y se alejó.
Al día siguiente, la hinchazón estaba peor y el dolor era más punzante y agudo. Ante la insistencia de Bobby, y pensando que sólo corría el riesgo de hacer el ridículo, seguí el consejo del capitán y me encaminé al baño.
Por increíble que parezca, la hinchazón disminuyó a la mitad en las 24 horas siguientes, y poco a poco se fue reduciendo hasta casi desaparecer.
Durante nuestro segundo viaje a mar abierto, mientras disfrutábamos de una pesca sensacional, cometí un error que estuvo a punto de costarme la vida. Me ocupaba en separar los cangrejos; Bobby arrojó una nasa por la borda. En ese instante trasgredí una de las reglas elementales de la pesca de cangrejos: levanté unos cuantos centímetros el pie derecho.
Una ola rompió contra la borda y barrió un tramo de soga que se me enredó en el tobillo. Me aprisionó como un lazo y me derrumbó. En el extremo opuesto de la soga, una nasa bajaba hacia el fondo. Su peso comenzó a arrastrarme por la cubierta.
"¡Hay un hombre en la soga!", vociferó Bobby.
Oí el rechinar de los engranajes cuando Lars hizo que la nave diera marcha atrás. Bobby se interpuso de un salto entre la barandilla y yo. Vi, con asombro, que tenía la intención de detener la soga con las manos a fin de darme tiempo para zafar el tobillo. Pero la soga, que bajaba a toda velocidad, estuvo a punto de arrancarle los brazos.
Consciente de que del otro lado de la barandilla me esperaba la muerte, intenté incorporarme y desatarme el pie. Pero Bobby me obligó a detenerme.
—¡Siéntate! —gritó.
El jefe de cubierta había logrado deslizar la soga, cada vez más apretada, del tobillo al pie cuando esta me atenazó de pronto con terrible fuerza. Bobby hacía muecas de angustia. Mientras yo yacía de espaldas, él tiraba de la maraña de soga con frenesí.
Entonces, mi bota salió disparada por los aires, y así me zafé. La bota cayó cerca de la barandilla, con el hule cortado y la punta de acero doblada.
Aturdido, me eché a reír.
—¡Ah! ¿Conque te gustó? —exclamó Bobby.
—¡No, hombre! —respondí—. Ya me había dado por muerto, y ahora me alegra estar vivo.
TRAGEDIA EN EL MAR
TRABAJÁBAMOS en cubierta una mañana, cuando pasamos por la bahía Puale, en la península de Alaska. Hacía unas cuantas semanas había ocurrido allí el terrible desastre del barco camaronero Jeffery Allen.
Rusty Slayton, capitán de ese navío, subía por la escalera hacia el timón cuando advirtió que el barco se volcaba.
"¡Levántense! ¡Tenemos problemas!", gritó a su tripulación, que dormía abajo, en las literas. No tuvo tiempo de pedir auxilio por radio, pues un muro de agua irrumpió por las ventanas y lo lanzó al mar por la borda.
Mientras flotaba al lado de la nave volcada, Slayton alcanzaba a oír los motores auxiliares, que seguían funcionando. A nado, el capitán le dio la vuelta al barco y desde el otro lado pudo ver el resplandor de las luces, todavía encendidas bajo el agua.
Gracias al aire encerrado en su interior, el Jeffery Allen seguía a flote. Slayton trepó por su casco y oyó que alguien golpeaba. Por un ojo de buey iluminado alcanzó a ver a su hijo de 13 años, Jeff, y a otros dos tripulantes: su hermano y su cuñado. Los tres se hallaban de pie sobre el techo de la cocina, atrapados dentro del barco.
Cuando estos divisaron a Slayton, comenzaron a aporrear el ojo de buey. Estaba diseñado para abrirse por dentro, pero la tremenda fuerza de la burbuja de aire lo había sellado. Slayton comprendió el problema y se dio cuenta de que, si lograba romper el sello, siquiera un instante, la ventana se abriría. Pero, ¿cómo? Solamente llevaba puesta la ropa interior y no tenía herramientas.
En eso vio un tablero que pasaba flotando. Lo sacó del agua y se puso a aporrear con él el ojo de buey hasta que rompió el cristal.
Roto el sello, la ventana se abrió de golpe, con lo cual el aire se salió a borbotones y empezó a entrar el agua. El Jeffery Allen estaba zozobrando. En cuestión de segundos desaparecería bajo la superficie. El hermano de Slayton fue el que salió primero. La abertura era tan estrecha, que se causó raspaduras de la cabeza a los pies. Slayton, que esperaba en la superficie, aferró al larguirucho hombre de 72 kilos y lo ayudó a ponerse en pie. Mientras ambos se sostenían sobre el frío casco de acero, el barco empezó a irse a pique hacia las profundidades. Slayton sintió que el agua le llegaba más arriba de las rodillas. El agua empezaba a invadir el lugar en que se encontraban su hijo, Jeff, y Don Corzine, su cuñado. La nave siguió sumergiéndose, y Slayton los perdió de vista. En el interior del barco, con el agua rugiente entrando por la ventanilla abierta en lo alto, el joven vacilaba. El corpulento Corzine lo instó a actuar sin pérdida de tiempo.
—Yo no puedo salir: soy demasiado grande —le explicó al muchacho—. Si quieres salir vivo, tienes que irte ahora mismo de aquí.
No hubieran tenido oportunidad de encontrar a Jeff, recordaría Rusty Slayton después, si Don Corzine, un hombrón de 30 años y 105 kilos, no lo hubiera izado hasta el ojo de buey.
El navío se iba a pique rápidamente, y se había hundido más de 25 metros cuando Slayton se zambulló para intentar rescatar a Jeff. Dos veces se sumergió sin éxito, pero a la tercera llegó al ojo de buey, aferró a su hijo por los cabellos y lo llevó a la superficie.
Como por un milagro, mientras los dos Slayton boqueaban para aspirar aire, el bote salvavidas del barco salió a flote junto a ellos. Los tres pescadores subieron a él a duras penas. Luego, las luces del Jeffery Allen se apagaron y la nave desapareció en las profundidades, llevándose al heroico Don Corzine.
Unas horas después, en la oscuridad que precede al alba, un barco camaronero que pasaba por ahí rescató a los sobrevivientes. Posteriormente llegó al lugar del naufragio la Guardia Costera. Tras 20 horas de, búsqueda localizaron al Jeffery Allen hundido, con el cadáver de Don todavía atrapado en su interior.
Mientras pasábamos de largo la bahía Puale, pensé en los más de 30 pescadores que habían perdido la vida en Alaska sólo el año anterior. Algunos de ellos, como Don Corzine, habían dejado sumidos en el pesar a esposas, hijos y amigos. Rusty Slayton, abrumado por la tragedia, abandonó poco después la industria comercial pesquera en Alaska y juró no regresar jamás.
EL ARTE DE RESISTIR
HICE OTRO VIAJE de regreso al mar de Bering a bordo del Williwaw Wind, y luego, para alegría mía, terminó la temporada. De nuevo era yo un hombre libre; libre para buscar otra ocupación e iniciar otra actividad, o para no trabajar si así me placía, pues acababa de embolsarme 60,000 dólares en una sola temporada de siete semanas. Incluso los clanes pesqueros más pesimistas eran capaces de advertir las impresionantes ganancias que reporta la industria del cangrejo de Alaska. Los astilleros de la costa occidental tenían pedidos con un año de antelación barcos y equipo para la pesca cangrejera. Los pescadores volaban al golfo de México, a Texas y a Louisiana para invertir en toda clase de avíos, lo mismo en buques abastecedores de combustible que en los relativamente baratos botes camaroneros de la costa del Golfo; después los llevaban de nuevo al Oeste, a través del Canal de Panamá. Apenas a un mes de haber dejado el Williwaw Wind, conseguí empleo a bordo del prestigioso barco cangrejero Rondys, de 37 metros de eslora.
Me hallaba en Ketchikan cuando el capitán Vern Hall me informó que acababa de quedar vacante un puesto con participación completa en las ganancias de la expedición. Tomé un avión hasta Anchorage, y de allí otro hasta Dutch Harbor, donde me reuní con mis nuevos compañeros de tripulación, algunos de los mejores hombres de la flota. Terry Sampson, casado y padre de un niño pequeño, había sido un destacado jugador de futbol y luchador en la escuela de enseñanza media superior. En el desempeño de su puesto como jefe de cubierta en el Rondys, irradiaba una fuerza serena y tenía dominio sobre sus emociones.
Mi otro compañero de tripulación, Dave Capri, era también un atleta extraordinario. Contaba únicamente 20 años, y se había iniciado en el oficio cuando, siendo apenas un estudiante de primaria, acompañó a su padre y a sus cuatro hermanos a pescar salmón en las costas de Oregon. Ambicioso, impuso un ritmo de trabajo que la mayoría de las personas no soñaban con igualar.
Era un grupo excepcional. Aun así, como ocurre al principio de cualquier temporada, zarpamos rumbo a las zonas pesqueras con la seguridad de que nos aguardaba mucho trabajo y con no más que una esperanza de obtener buenas ganancias.
Como no sabíamos a ciencia cierta por dónde vagaban los bancos de cangrejos, el capitán ordenó sumergir las nasas a intervalos dos veces mayores que lo normal, técnica llamada de sondeo. Exploramos en cruz el lecho marino para dar con los sitios más prometedores.
Durante esos primeros días, Vern Hall rara vez nos habló en cubierta, lo cual equivalía a un cumplido, pues significaba que no había necesidad de dar órdenes. Sólo indicaba: "Cambien la soga de inmersión de esa nasa"; o bien: "Tómense un descanso de diez minutos".
Comparado con otros capitanes, él era el jefe soñado por cualquier marinero. Un decenio de experiencia le había enseñado a realizar mucho trabajo sin desperdiciar esfuerzos. También sabía tratar a la tripulación. Un día, después de haber sacado una serie de "cargas inservibles" —machos y hembras que, por ser de tamaño menor al permitido, debían ser devueltos al mar—, Vern advirtió que sus hombres, habitualmente entusiastas, andaban bastante desanimados.
"Vamos a ver, muchachos", dijo desde la timonera. "Ustedes han devuelto al agua unos 4 millones de cangrejos, lo cual parece malo; pero, según mis cálculos, todavía están ganando 138 dólares por hora. ¿Creen que eso no vale su tiempo?"
Gracias a aquella observación, experimentamos de pronto la sensación de que estábamos trabajando bien y, en consecuencia, empezamos a bregar más aprisa.
Hasta en un barco excelentemente gobernado, como el nuestro, sobrevivir a los largos meses en altamar era todo un reto, tanto en lo mental como en lo físico. El hecho de hallarnos lejos de los seres queridos, privados de la luz del sol, durmiendo poco, azotados por el mar, la nieve, las olas y los vientos árticos, creaba un ambiente propicio para que las cartas del hogar, generalmente recogidas en los barcos procesadores, se convirtieran en tesoros inapreciables. Había hombres que perdían la compostura y rompían a llorar como chiquillos.
Con el tiempo, para sobrevivir, los marineros debían aprender el arte de la resistencia. A fin de no congelarse, conservaban secos los hombros y los pies; cuando empezaban a temblarles o acalambrárseles los músculos, ingerían sal y potasio: para no deshidratarse, bebían grandes cantidades de leche, jugo de fruta o agua.
También era indispensable conservar la salud mental. Descubrí que a fuerza de voluntad es posible tolerar periodos de trabajo muy prolongados, y que hasta un hombre medio muerto de náusea y mareo puede agacharse a empujar por la cubierta una nasa de cangrejos.
Y había algo más importante: los marineros aprendían a saborear los escasos momentos de reposo. Bajo cubierta, al amparo del frío, uno se dormía donde cayera, o rezaba por que al día siguiente regresara la fuerza de voluntad necesaria para subsistir.
EL CASQUETE DE HIELO
ACABABA DE INICIARSE la temporada de 1980 de pesca del cangrejo color canela y estábamos disfrutando de una espléndida captura, cuando se presentó un frente gélido. Las ráfagas árticas de aire cortaban como cuchillo, con un factor de congelación del viento de 29° C. bajo cero. Tras cuatro días de frío cortante, la voz de Vern resonó en los altoparlantes: había que suspender la pesca. "Los témpanos del mar de Bering están avanzando hacia nosotros", explicó.
Gigantescas capas de hielo flotantes, de varios kilómetros de diámetro, habían derivado hacia el sur, alejándose inusitadamente del casquete de hielo polar. Estas placas de mar congelado podían arrastrar consigo docenas de nasas y partir en dos el casco de un barco cangrejero. Aturdidos por la noticia, corrimos en silencio a amarrar cuanto pudiera soltarse en la cubierta.
En unos minutos, el Rondys viró en redondo e inició su travesía de 1100 kilómetros de regreso hacia las Aleutianas. A fines de la temporada anterior habíamos dejado 240 nasas grandes en el mar de Bering. Ahora, enormes témpanos blancos y dentados se acercaban a ellas impulsados por las veloces mareas de Alaska, como perforantes arietes de la naturaleza. Tendríamos que avanzar a toda máquina para salvar lo salvable.
Al llegar al mar de Bering, descubrimos que el hielo ya había arrollado y destrozado nuestra ristra de nasas. No éramos los únicos. Se habían perdido unas 10,000 trampas, cuyo valor ascendía a varios millones de dólares, sepultadas ahora bajo el mar congelado.
En los días siguientes exploramos kilómetro tras kilómetro de campos de hielo buscando nuestros avíos. Aunque casi todas nuestras boyas de plástico, infladas, habían estallado por la presión de los témpanos, quedaban algunos marcadores de poliestireno. De vez en cuando se rompía la capa de hielo, con lo cual los marcadores volvían a flotar. Eran estos marcadores lo que esperábamos recuperar.
Sampson, Capri y yo hicimos guardia varios días en la proa del Rondys, escudriñando el horizonte en busca de manchas blancas que se movieran entre las masas de hielo. Cada vez que uno de nosotros avistaba una boya, dirigía a Vern hacia la nasa para subirla a bordo. Algunas ristras habían sido arrastradas a más de 40 kilómetros de su posición original.
Después de bregar durante diez días, sacamos una carga completa de 120 nasas, y Vern nos llevó de regreso a Kodiak y a casa. Mientras navegábamos por la península de Alaska, unos vientos de 130 k.p.h. cercenaban las crestas de las olas, produciendo gruesos surtidores. Al anochecer, las ráfagas de un viento tremendamente frío bajaban de los pasos de las montañas y nos azotaban sin misericordia.
La temperatura nunca subió de los 15° C. bajo cero, y las salpicaduras empezaron a congelarse en cada centímetro descubierto de nuestro navío. La antena de la radio parecía un barril de hielo, y la unidad de radar se congeló mientras giraba.
Las barandillas y los cables de los mástiles engrosaron con el agua helada.
El Rondys corría el riesgo de zozobrar por el peso del hielo. Por fin, a las 3 de la mañana, cuando el hielo había alcanzado 30 centímetros de altura en la cubierta, Vern nos llamó.
—Muchachos, tienen un trabajito que hacer —se limitó a decirnos.
Dada la ardua tarea que teníamos por delante, nos pusimos nuestro equipo de lluvia de color amarillo brillante, ajustándolo sobre ropa interior larga, muchos suéteres y gorras de lana. Por último, nos calzamos gruesos guantes de vinilo. Luego, armados con martillos, bates de beisbol y hachas, salimos a la intemperie.
Con la esperanza de evitar un problema mortal, nos afanamos frenéticamente y sin cesar, rompiendo capas y más capas de hielo endurecido. Yo sentía en el pecho la opresión del miedo.
Trajinamos todo el día siguiente y hasta entrada la noche; solamente nos deteníamos de tiempo en tiempo para alzar de la cubierta trozos de hielo de 30 centímetros de espesor y hasta de un metro de anchura y arrojarlos por la borda. No sabíamos si alguna vez íbamos a terminar. En cierta ocasión, ya sin aliento, hice una pausa y advertí que Sampson hacía lo mismo. El calor de su cuerpo sudoroso hacía que el hielo le escurriera por el equipo de lluvia. Creo que ni siquiera se daba cuenta de los carámbanos de aproximadamente diez centímetros que colgaban de su tupida barba negra.
—¿Saldremos de esta, Terry? —le pregunté.
—Sin lugar a dudas, Spike —me contestó con serena firmeza.
En ese preciso instante, un pedazo largo y delgado de hielo, que pesaría unos 15 kilos, se desprendió de lo alto y se estrelló en la cubierta, entre nosotros.
—Tenemos que mantenernos alejados de los cables —dijo Sampson—. ¿Sabes lo que hubiera ocurrido de haberte caído eso en la cabeza?
Más tarde, esa misma noche, hallamos abrigo en una bahía yerma y ventosa. Habían trascurrido unas 33 horas desde que comenzamos a batallar con el hielo. Fatigado como nunca, me quité la ropa, me encaminé trastrabillando a mi litera y me puse a escuchar el rugido ensordecedor y maravilloso de los eslabones que golpeaban contra el metal de la proa mientras bajaban por la borda tres toneladas de anda y cadena.
NUNCA SE DABA POR VENCIDO
AL SUDOESTE de nosotros, en el golfo de Alaska, golpeado por la tempestad, se desarrollaba un intenso drama a bordo del Gemini.
El hielo comenzó a acumularse en ese barco cangrejero de 34 metros de eslora, que navegaba a unos 350 kilómetros de las Aleutianas. Con vientos de 50 k.p.h., el rocío del mar estallaba sobre la proa y se congelaba en las nasas, las jarcias y la superestructura. Alrededor de la medianoche del 11 de enero de 1980, el capitán Roy O'Harrow reunió a su tripulación.
" ¡A romper hielo!", ordenó.
Los hombres hacharon y martillearon toda la noche. Pero al día siguiente el marinero Wayne Scheuffele advirtió que el hielo se estaba formando a una velocidad mucho mayor de la que ellos podían romperlo. La tripulación bregó frenéticamente para sacar la balsa salvavidas de debajo de una capa de hielo de 30 centímetros, y el capitán ordenó que llevaran a su camarote los trajes salvavidas.
Momentos después, el Gemini escoró. "¡Auxilio! ¡ Auxilio!", gritó el capitán por el radio, pero no logró identificar al barco ni enviar sus coordenadas de longitud y latitud porque estaba resbalándose en el suelo mojado y luchando por enderezar la nave.
"¡Salgan! ¡Salgan!", ordenó O'Harrow a su tripulación.
De inmediato, los marineros salieron corriendo por la escalerilla de la timonera. Cuando estaba subiendo, Scheuffele escuchó a su capitán exclamar por radio: "¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Gemini! ¡Gemini!"
A todo lo largo de la línea costanera entre Dutch Harbor y Kodiak, los pescadores oyeron el llamado del Gemini. Cuando la Guardia Costanera trató de contestar, nos esforzamos para escuchar a pesar de los ruidos de interferencia. Pero sólo hubo silencio.
Poco después se apagaron los motores del Gemini.
—¡Pónganse sus trajes salvavidas! —gritó el capitán—. ¡Nos estamos hundiendo!
Scheuffele corrió a ponerse el traje, pero apenas había comenzado cuando el capitán lo llamó:
—¡Pásame un traje!
Scheuffele se despojó de su traje salvavidas y se lo entregó a O'Harrow, quien estaba tratando de enderezar el timón. El marinero tomó otro traje y se apresuró a ayudarlo. Haciendo caso omiso de la necesidad de ponerse los trajes, él y el capitán se colgaron del pesado timón con cabilla de madera. Pero mientras tiraban de él, el barco se volcó de costado. Scheuffele comenzó a ponerse su traje salvavidas. Sin embargo, apenas había metido las piernas cuando las ventanas que estaban a sus espaldas estallaron hacia dentro con la presión del agua de mar. Tanto su traje como el del capitán se les salieron de las piernas y se perdieron en el oleaje.
El capitán se volvió hacia Scheuffele y le gritó:
—¡Ve por él, Wayne! ¡Es nuestra única oportunidad!
En seguida, sin traer puesto nada más que su ropa de calle, Roy O'Harrow se zambulló en la creciente marejada. Nadie volvió a verlo. Scheuffele salió nadando de la trampa mortal de la timonera. ¡Lo logré!, pensó. Pero entonces se dio cuenta de que estaba a más de 150 kilómetros mar adentro. Se dijo: Salí; pero, ¿para qué?
Unos segundos después, el Gemini se volcó por completo. Scheuffele divisó un pequeño esquife. Bajó por el casco, entró de un salto, cortó la amarra del esquife y lo sacó. Pero mientras se alejaba, el botecito comenzó a hundirse.
En ese momento vio un objeto de color anaranjado brillante. ¡Era el bote salvavidas del barco! El bote, diseñado para proteger del viento y las salpicaduras a sus pasajeros, tenía toldo.
Sabiendo que si lo dejaban atrás moriría, Scheuffele abandonó el esquife y nadó en las aguas heladas con todas sus fuerzas. Los dos tripulantes que iban en el bote salvavidas lo ayudaron a subir.
Scheuffele estaba calado hasta los huesos y no dejaba de tiritar. Ya no sentía nada de la rodilla para abajo. Se le habían congelado las piernas.
Uno de sus compañeros se colocó debajo de Scheuffele, y el otro se tendió sobre él. Esperaban que algo de su calor corporal lo protegiera. Lo atendieron toda la noche, pero sólo consiguieron calentarlo un poco.
Al segundo día oyeron un avión. Parecía sobrevolarlos. Pero la visibilidad era mala, y cuando sacaron una luz de Bengala, la aeronave ya estaba lejos de allí.
Sentados en cuclillas en el bote, los sobrevivientes del Gemini sintieron un desánimo indescriptible. Oír el avión y luego verlo alejarse había sobrepasado lo soportable.
Al tercer día Scheuffele yacía de costado en el fondo congelado del bote. Estuvo vomitando a intervalos. Por la noche el frío lo hizo delirar, y se desmayó. Cuando recobró el conocimiento, se incorporó. Sus congeladas piernas se veían hinchadas y blancas en el agua helada. Ya las había dado por perdidas, pero consideraba que aun sin ellas valía la pena vivir. Tendido de espaldas, vio su aliento, escarchado en el toldo.
Scheuffele se sabía a punto de morir, pero se negaba a aceptarlo. La aceptación constituía el verdadero peligro. ¡Era tan seductora! Empezaría dándose por vencido y, si aceptaba su derrota, sabía que pronto moriría.
Pensó en sus padres. Jamás se enterarían de lo que le habría ocurrido, y este pensamiento dificultaba más que se diera por vencido. Recordó que su hermana iba a casarse en febrero. Si moría él, le arruinaría la fiesta.
Se dijo: ¡Dios mío!, ya no deben de estar buscándonos. Y oró: ¡Dios, oh, Dios! ¡Permíteme vivir! ¡Por favor, dame otra oportunidad!
Tendido en el agua helada, sin la protección de un traje salvavidas o siquiera de ropa de lana, Wayne Scheuffele sabía que no sobreviviría otra noche.
Esa tarde, cuando el oblicuo sol invernal se reflejaba en el mar, un avión de la Guardia Costera de Estados Unidos con base en Kodiak sobrevoló la zona. Los náufragos del Gemini oyeron el ronroneo que se acercaba.
—¡Rápido! ¡Trae la señal luminosa! —gritó uno de los hombres, mientras otro la preparaba y la sostenía encendida.
Segundos después, la Guardia Costera detectó el humo anaranjado. El avión comenzó a volar en círculos. A instancias de los guardacostas, un buque de carga coreano que estaba en la zona se aproximó y permaneció en estado de alerta cerca de los náufragos para ayudar en caso necesario.
Ya casi había oscurecido cuando llegó el helicóptero de rescate. Mientras sus dos compañeros trepaban sin dificultades a bordo del helicóptero, Scheuffele luchó por arrastrarse hasta el borde del bote salvavidas. Viendo que ya no podía avanzar más, un guardia costero entró al bote y lo izó.
Scheuffele perdió 12 kilos durante su dura prueba y se pasó casi un año confinado a una silla de ruedas. Aunque lograron salvarle las piernas mediante muchas operaciones, perdió la mayoría de los dedos de los pies. Como observó un médico, había demostrado poseer las más importantes cualidades humanas necesarias para sobrevivir: la fortaleza mental y la determinación de no darse por vencido.
LA ULTIMA FIEBRE DEL ORO
VARIAS SEMANAS después de aquella ventisca, cuando retornamos a Kodiak, me sentí cansado de la vida en el mar: de la soledad, de la falta de vida privada, de las tremendas exigencias para la mente y el cuerpo. Y de las constantes e inútiles pérdidas de vidas. Un día en que encontré a Vern Hall, solo, en la timonera, le dije:
—Vern, ya es hora de que cobre mi paga y me retire.
El capitán me miró fijamente y replicó:
—Me imaginé que esto iba a pasar.
—Me gustó mucho trabajar para ti. Y, si necesitas que me quede para otro viaje... estoy dispuesto.
—No; si piensas que es hora de retirarte, debes irte.
Incapaz de expresar con palabras todo lo que sentía, abandoné la nave apresuradamente.
En los últimos diez años he regresado repetidas veces a pescar a Alaska y al mar de Bering; pero la época de gran bonanza del cangrejo de Alaska terminó poco después de que me di de baja en el Rondys. En 1981, la población de cangrejos disminuyó muchísimo. La captura total de la flota del mar de Bering cayó de 60 millones de kilos que se capturaron en 1980 a apenas 1.3 millones en 1982. En 1983, el Departamento de Pesca y Caza de Alaska canceló la temporada otoñal de pesca del cangrejo rojo en el mar de Bering.
Tras el derrumbe de la captura, cientos de propietarios de barcos cangrejeros quebraron; otros tuvieron que transformar sus naves para darles otros usos. Algunos pudieron retirarse con sus ganancias o emprender otras actividades. A menudo me enteraba, complacido, de los logros de mis ex compañeros.
Steve Calhoun, por ejemplo, prosperó y se convirtió en copropietario y capitán del Royal Quarry. A Mike Jones se le llegó a considerar uno de los mejores pescadores de Alaska. Con el tiempo, Mike se compró un segundo barco cangrejero y contrató a Susey Wagner para capitanearlo.
Lars Hildemar continúa al frente de varias naves pesqueras muy productivas en las aguas de Alaska. Bobby Ragde trabajó varias temporadas más a bordo del Williwaw Wind, y después no se supo más de él. Hace poco, mientras paseaba yo por la zona portuaria de Seattle, me topé con este letrero sobre una taberna de aspecto decente: El Rincón de Bobby. No cabía duda: era él.
A muchos, los días del auge del cangrejo les habían dado una oportunidad de enriquecerse como las que se encuentran solamente en las novelas.
Para mí fue más que eso. Ahora llevo una existencia más tranquila, dedicada a enseñar y a adiestrar a los jóvenes en Clatskanie, Oregon. Pero cuando voy en la carretera, cuando me encuentro en el templo o salgo a pescar al lago acompañado del hijito de mi hermana, todavía evoco toda aquella aventura: el bufido y el jadeo de la ballena jibosa, el estallido de una ola que rompe en la cubierta en medio de una tormenta, o la animada gritería de la tripulación al ver salir del mar una nasa repleta de cangrejos.
Recuerdo, más que nada, el catártico alivio que sobrevenía al final de un turno de trabajo extenuante. Al caer en la litera, agobiado de sueño, uno se sentía orgulloso por los logros del día. En ese momento, consciente de los desafíos y de los peligros a que se había enfrentado, el marinero podía susurrarse a sí mismo con secreto orgullo: "¡Lo logré!"
CONDENSADO DE "WORKING ON THE EDGE", © 1991 POR SPIKE WALKER. PUBLICADO POR ST. MARTIN'S PRESS, DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. ILUSTRACIONES: JOHN SOLIE