ZOZOBRA EN UN MAR EMBRAVECIDO
Publicado en
septiembre 01, 2012

Rara vez hablaba de lo que me había sucedido aquel octubre. Nunca le conté a nadie, ni siquiera a mi esposo, del intenso terror que había experimentado. Pensé que si empezaba a hacer cosas normales como casarme y tener hijos, yo también me sentiría como una persona normal. Pero no fue así. Las cosas no mejoraron sino hasta que comencé a relatar lo ocurrido. Y, a final de cuentas, eso fue lo que me salvó la vida.
Por Deborah Scalin Kiley y Meg Lukens Noonan
DESPERTÉ SOBRESALTADA al escuchar que alguien gritaba. ¿Era hora ya de reanudar la guardia? Me parecía que acababa de cerrar los ojos.
Era mi amigo Brad. Me estaba sacando a rastras de la litera. Cuando llegué al suelo, el agua me daba casi a las rodillas.—¡Vamos! —gritó Brad.Iba tambaleándome por el camarote principal del velero, y de pronto oí un ruido de agua. Luego vi que se formaba una cascada en las ventanas. ¡Dios mío! ¿Nos ha embestido el barco de rescate?, me pregunté.Vi que Mark, uno de los miembros de la tripulación, chapoteaba en el agua creciente, tosiendo y con los ojos muy abiertos. En eso Meg, la novia del capitán, se apareció en el umbral de la puerta, tiesa de espanto. Abrió la boca para gritar, pero no emitió sonido alguno.—¡Andando, Meg! ¡Aprisa! —vociferó Brad.John, el capitán, se asomó detrás de Meg, miró el camarote inundado y empujó a la muchacha hacia la escalera que conducía a la cubierta. Luego se abalanzó sobre la radio. "¡Auxilio!", bramó. "¡Nos hundimos!"Subí a gatas por las escaleras, tratando de mantener el equilibrio mientras la embarcación descendía por la cuesta de una ola. ¿Dónde estaba el barco de rescate? Se suponía que alguien iba a, venir a ayudarnos. Pero no había nada a la vista salvo el imponente mar, el viento impetuoso y el cielo amenazante.La terrible verdad me aturdió. El Trashman se iba a pique, y estábamos solos.Vi a Mark brincar a la popa, donde se guardaba la balsa salvavidas. Mi amigo Brad se agazapó sobre el camarote, mientras las olas rompían encima de él, e intentó desatar la lancha inflable. Pero esta se soltó de pronto, y Brad se zambulló en el mar para ir en pos de ella.Una oscura mole de agua se alzó sobre la cubierta del velero y nos cayó encima a Meg y a mí, arrastrándonos hacia los aparejos. Oí gritar a mi compañera antes de que otra ola nos llevara a ambas hacia la popa.En el momento de calma entre una marejada y otra, me alejé nadando del barco. Mientras pataleaba y cabalgaba las enormes olas, vi a Mark abrazado de la balsa salvavidas y a Meg casi en la cresta de otra ola. La joven volvió a gritar y se estrelló de nuevo contra los aparejos. Cuando el agua la arrastró una vez más por la cubierta advertí que tenía los brazos ensangrentados. Los pantalones deportivos que se había puesto flotaban a la deriva.—¡Apártate del barco! —le grité.—No puedo —gimió Meg.—Aguarda a que venga una ola, y luego nada.Vi que el mar volvía a empujarla hacia los obenques. Yo sabía que ella no entendía mucho de veleros, ni de cómo aprovechar el impulso de las olas para alejarse.Me acerqué a Meg para ayudarla, y ella se me abalanzó y se aferró a mis hombros. Logramos alejarnos del casco que se hundía, y nadamos furiosamente.Nos asimos del costado de la lancha, que el viento había vuelto al revés. Brad ya se encontraba allí; luego llegó John, y todos nos agarramos de la cuerda que estaba sujeta alrededor de la borda.Mark seguía batallando con la balsa salvavidas, que contenía las provisiones de emergencia. El inflador explotó, la balsa se llenó de aire y el viento la atrapó; Mark fue remolcado como un esquiador que se hubiera caído. Una tremenda ráfaga le arrancó la balsa de las manos. La embarcación rasó la cresta de una ola y se perdió de vista.Mark se volvió y nadó enérgicamente hacia la lancha. Se detuvo junto a Brad.—No la pude retener —farfulló.Nos habíamos apartado alrededor de 15 metros del Trashman, que estaba ya tan ladeado que sus mástiles casi tocaban el agua. Una ola se estrelló contra el casco, y los palos se enderezaron como si el velero estuiera haciendo un último esfuerzo por sobrevivir.Nuestra lancha cayó en una depresión entre dos olas y se elevó luego hasta la cresta de otra montaña de agua. Ya sólo sobresalían los extremos de los dos mástiles del Trashman, y, llena de terror, los vi desaparecer. Lo único que quedaba ya era el mar embravecido.Me aferré a la lancha, que emprendió una loca carrera. El viento rugía sin tregua, y yo era perfectamente consciente del golpeteo de mi corazón contra el pecho. Pegué la frente a la lancha. Percibía el olor del hule y el sabor de la sal en mis labios. Me di cuenta de la tibieza del agua. ¿Así es la muerte?AUGURIO INQUIETANTE
ME ENCANTABA el mar y había pasado gran parte de los últimos tres años, desde que cumplí 21, navegando en veleros. Incluso había conseguido empleo en un yate que participó en la Carrera Whitbread alrededor del Mundo, de nueve meses de duración. Le habíamos dado la vuelta al Cabo de Hornos, y nos habíamos enfrentado a olas que alcanzaban hasta 18 metros de altura.
En 1982, como necesitaba un descanso, dediqué el verano a trabajar en un restaurante y a ahorrar. Al llegar septiembre, ya estaba ansiosa de regresar al mar.Fue entonces cuando conocí a John Lippoth, de 29 años y capitán del Trashman. Estaba contratando tripulantes para llevar el queche de 17.6 metros de eslora a Florida, a entregárselo a su dueño, un hombre que había amasado una fortuna en el negocio de los depósitos de basura; de aquí el desagradable nombre del barco: "basurero".Sin embargo, el Trashman era hermoso. Tenía una amplia caseta sobre la cubierta, con tres grandes ventanas de cada lado y un suntuoso salón principal. Me sería muy fácil acostumbrarme a esto, pensé, mientras John me mostraba el barco. Estaba cansada de los camarotes estrechos como mazmorras de los botes de carreras, de las literas húmedas y de la comida congelada.John se alzó la visera de su gorra azul, manchada de sal. Tenía bigote rubio y las profundas arrugas de los hombres que han pasado su vida en el agua. "Necesito una combinación de cocinera y marinero que ayude a limpiar el barco. Después nos dirigiremos a Florida y contrataremos a la tripulación en el camino".John, originario de Maine, había impartido clases de navegación en los veranos. Pensé que debía de ser muy capaz, pues no cualquiera tiene el puesto de capitán de un barco tan hermoso como el Trashman. Pero no tardé en darme cuenta de que no era el hombre más trabajador del mundo. Supuse que pondría manos a la obra en cuanto nos hiciéramos a la mar.Partimos el 28 de septiembre de 1982, y navegamos con motor hasta Portland, en Maine, donde recogimos a Meg Mooney, la novia de John. La chica tenía una reluciente cabellera negra que le llegaba a la cintura, cutis pálido salpicado de pecas, y penetrantes ojos azules.Era evidente que no sabía nada de navegación.—Me gustan los barcos cuando brilla el sol y el mar está en calma —me confió.Mientras estuvimos en Portland dimos nuestro primer paseo en serio en el velero. El Trashman contaba con el equipo más moderno, y me parecía casi increíble la facilidad con que se deslizaba sobre el agua. Disfruté de los sonidos familiares del barco que navega a vela: el chapoteo del agua a sotavento, el zumbido del cordaje. Meg se veía tranquila, y John cantaba.Sin embargo, en cuanto iniciamos el regreso todo cambió. Avanzamos en dirección del viento y nos internamos en mar picado. Las velas ofrecían un aspecto extraño —estaban extendidas pero abolsadas—, y teníamos la sensación de estar avanzando de costado. Finalmente, John puso en marcha el motor y entramos en el puerto.Más tarde caí en la cuenta de que John había olvidado bajar la orza de quilla (con razón el velero se había estado deslizando de costado). Y hubo otros detalles que me preocuparon. Algunas de las cuerdas se veían desgastadas, y los aparejos estaban sueltos. Pero John me dijo que no me inquietara. Sólo estaríamos en el mar un par de días por vez, y si algo se averiaba lo repararíamos en cuanto llegáramos a Florida.Así las cosas, John, Meg y yo nos dirigimos al sur. Siempre que surgía alguna dificultad, John recurría al motor.Cuando nos acercamos al Cabo May, en Nueva Jersey, las aguas frente a la caleta estaban muy agitadas por el reflujo de la marea. Nos abrimos paso contra la corriente, y yo traté de apartar la mirada de las escarpadas rocas que bordeaban ambos lados del canal. Si el motor fallaba en ese momento, nos veríamos en graves aprietos.John consiguió atravesar el estrecho sin contratiempos. Una vez que atracamos, Meg subió a preparar café. Vertí un poco de ron oscuro en el mío, y les ofrecí a los dos. Cuando John alzó su taza, advertí que la mano le temblaba violentamente.NUEVOS TRIPULANTES
POR LA MAÑANA todo parecía mejor. El mar seguía picado, pero no tanto como antes. Zarpamos del estrecho bajo un cielo límpido y viajamos sin tropiezos por los canales previstos, desde la bahía de Chesapeake hasta Annapolis, Maryland.
Al día siguiente vi a dos hombres que caminaban por el muelle hacia mí. Uno era alto, musculoso y de cabello claro; el otro era de estatura mediana, delgado pero fuerte, y muy rubio. Me di cuenta entonces de que ya conocía al alto, Brad Cavanagh, pues había navegado una vez con su hermana.Brad me presentó a Mark Adams, un amigo suyo oriundo de Inglaterra. Los tres subimos al Trashman para conversar con John. Al cabo de un rato, este los invitó a formar parte de la tripulación.A las 12 del día siguiente ya estábamos listos para partir. El tiempo era espléndido. El viento soplaba detrás de nosotros a una velocidad de 10 o 15 nudos, bajo un cielo despejado, y la temperatura era de alrededor de 20° C. De acuerdo con los reportes meteorológicos, parecía que íbamos a disfrutar de buen tiempo durante los próximos tres o cuatro días.Partimos de la bahía de Chesapeake y el barco voló, cortando las olas a nueve nudos, mientras sus velas se abrían como alas. Después de cenar subí a la cubierta. Cerré los ojos y dejé que el viento me golpeara la cara. Era una noche hermosa y estrellada.Cuando Brad subió, nos turnamos en la rueda del timón y charlamos. Me contó que cuando era niño su padre lo llevaba a navegar a vela todos los fines de semana. Yo aprendí durante un campamento de verano, pero no había vuelto a acercarme a un barco hasta que salí de la universidad. A las 4 de la mañana John y Mark nos relevaron, y yo me desplomé en mi litera.Cuatro horas más tarde subí a la cubierta y vi que habíamos dejado atrás la desembocadura de la bahía de Chesapeake y nos dirigíamos a mar abierto. Brad y yo corregimos ligeramente el rumbo para rodear el Cabo Hatteras, en Carolina del Norte, que es famoso por su mal tiempo.Al caer la tarde, la velocidad del viento había aumentado a 30 nudos y empezaban a formarse olas de unos tres metros de altura. Un banco de nubarrones avanzaba desde el sureste. El reporte meteorológico de la radio no mencionaba nada al respecto, pero algo parecía estarse fraguando. Cuando terminó nuestra guardia, el vendaval había empeorado. Bajé a buscar a John y a Mark.—El mar está muy agitado —les advertí.—A mí no me lo parece —me contradijo Mark, en tanto subía la escalera hacia la cubierta.Yo tenía la cara irritada por la acción del viento, y sentía la piel arenosa de tanta sal. Brad y yo comimos la lasaña que Meg había recalentado, y nos retiramos luego a nuestras literas a dormir un poco.Cuando desperté, John se veía muy nervioso.—El viento está soplando a una velocidad de 35 a 40 nudos, pero los reportes meteorológicos no indican cambio alguno —nos informó.El Trashman golpeó una ola y se estremeció."¡SUELTALA!"
TOMÉ LA RUEDA del timón y se la cedí a Brad diez minutos después. Las guardias ya tenían otro ritmo; eran turnos breves y alternados de trabajo arduo y descanso. Al llegar la medianoche me moría de sueño.
A la mañana siguiente, mientras me ponía mi equipo, sentí que el barco era izado por la popa, como si pendiera de una polea. Quedó en suspenso durante un segundo, luego descendió, y yo sentí que el estómago se me bajaba a los pies.Oí a Mark vociferando en la cubierta y subí a la timonera. Frente a la rueda del timón, el hombre reía, hablaba consigo mismo y aullaba, con el cabello pegado al cráneo. Parecía una criatura de otro planeta.El viento debía de estar soplando a una velocidad de 50 nudos, quizá 60, y las olas alcanzaban ocho o nueve metros. Una gran masa de agua cayó sobre la popa.Tuve que echar mano de toda mi energía para sostener la rueda del timón contra la tremenda fuerza del agua. Entendí por qué Mark se había puesto a gritar como loco. La situación era aterradora y, al mismo tiempo, emocionante.Después de un rato, Brad se ofreció a relevarme. Me dejé caer a su lado y contemplé fijamente el mar.Parecía increíble, pero el agua seguía creciendo y el viento se intensificaba. Según el anemómetro, estaba soplando a una velocidad de 66 nudos, luego subió a 68 y, más adelante, a 71. Cuando bajé, encontré el camarote hecho un caos: las sillas estaban volcadas, los cojines empapados, y todo se desplazaba de un lado a otro cada vez que el barco se sacudía.De pronto el Trashman se bamboleó y crujió mientras descendía por la cuesta de una ola, y el agua entró en cascada por la escotilla. Todos nos pegamos a las paredes.—Ya es suficiente —declaró John, volviéndose hacia la radio—. Voy a pedir ayuda.Sentí una confusa mezcla de humillación y alivio. Ninguno de los barcos en los que había navegado había tenido que pedir asistencia a la Guardia Costera de Estados Unidos. Subí a comunicarles la noticia a Mark y Brad. A los pocos minutos apareció John, y dijo que necesitábamos cambiar una vela que comenzaba a rasgarse. Arrió la vieja, y nos dispusimos a izar la nueva sólo hasta una altura en que nos brindara cierta estabilidad.Poco a poco enrollé la cuerda en un torno y John fue soltando cautelosamente la vela. Entonces, sin previo aviso, el cabo se me escapó de las manos y toda la vela se extendió frente al barco, ondeando estruendosamente y obligando al em>Trashman a ladearse.John avanzó con dificultad hacia la proa, cuidando de no ser lanzado por la borda. Dio un par de tirones fuertes a la vela, pero fue en vano. Alcé la vista y advertí que su borde delantero se había atorado en una muesca del cable que sostenía el palo de trinquete.Me dirigí a la proa y, en cuanto alcancé a John, una ola se nos vino encima. Una vez que el agua bajó, contamos hasta tres y tiramos con todas nuestras fuerzas. Sentí que la vela se movía ligeramente. Luego nos cubrió otra ola. Volvimos a tirar, con más energía, y la vela se vino abajo.El agua barrió la proa y, de pronto, me sentí arrastrada hacia el costado de la embarcación. Mi mano se topó con algo, lo así y me impulsé hacia la timonera. John se había enredado en la vela, y trataba de subirla a la cubierta.—¡Suéltala, John! —le grité.Volvió a derribarme una ola. Boqueando y aferrándome con las uñas, trepé hasta el puente. John se reunió conmigo.Durante un rato nos quedamos sentados allí; tratando de sostenernos mientras el barco guiñaba y cabeceaba. Luego, John y Brad se pusieron a afianzar las contraventanas del camarote mientras yo pilotaba la embarcación. Me temblaban los brazos por la fatiga, y tenía las manos tan peladas y frías que habían perdido la sensibilidad.Una vez afianzadas las contraventanas, Brad me relevó. Bajé al camarote y me trepé a mi litera. Estaba húmeda, pero no me importó. Oí a John hablar por radio. La Guardia Costera había dado aviso a dos buques mercantes. Se encontraban a unas cinco horas de distancia e intentarían alcanzarnos.Perfecto, pensé. Podemos aguantar hasta entonces. A la hora en que nos tocara la siguiente guardia, ya habría llegado la ayuda.Caí en un profundo sopor.BAJO LA LANCHA
CUANDO LOS GRITOS de Brad me despertaron, el Trashman estaba zozobrando. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: Brad me sacó a rastras de la litera, Meg se quedó atrapada en los obenques, Mark batalló por que no se le escapara la balsa salvavidas y el barco empezó a irse a pique.
Ya no quedaba nada que hacer, sino aferrarnos a nuestra pequeña lancha vuelta al revés, que cabalgaba sobre la enloquecida superficie del océano. Una ola gigantesca nos levantó hasta el cielo, y el agua me azotó la cara. La sal me picaba en la garganta. No podía respirar. Aquí acabó todo, pensé. Este es el fin.Sentí que se estaba formando otra ola de gran tamaño. Rompió con una explosión, y la lancha se me salió de las manos. Nadando con todas mis fuerzas, me lancé hacia ella y atrapé la cuerda con las puntas de los dedos, en el preciso instante en que otra marejada nos revolcó salvajemente.Escuché a Meg gritar mi nombre. La joven se esforzaba por llegar a la lancha. Luego aparecieron John, Mark y Brad, y se asieron del costado. Nos habíamos salvado una vez más.—Vamos a voltearla —dijo Mark, forzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del mar—. Debemos subirnos a ella.Brad y yo levantamos la orilla del lado expuesto al viento, mientras los otros tres sostenían la parte opuesta, y dejamos que el viento volteara la lancha. Ayudamos a Meg a subirse a ella. Tenía las piernas heridas; parecía como si un tigre con zarpas de navaja le hubiera dado de tajos. Brad me miró, impresionado. Los aparejos, le expliqué, esbozando con los labios las palabras.Subimos todos a bordo. Pero al llegar a la cresta de otra ola, la lancha se volcó de nuevo. Di tumbos bajo el agua, tratando de salir a la superficie. Cuando lo logré, nadé hacia la lancha volcada, me agarré de la cuerda, cerré los ojos y oré como nunca lo había hecho.Transcurrieron los minutos: quizá 5; acaso 45. Pasábamos de las crestas fustigadas por el viento a las calmas depresiones entre dos olas. Empecé a temblar incontrolablemente. A todos nos castañeteaban los dientes, y todos nos quejábamos de frío. Necesitábamos guarecernos.—Podríamos resguardamos bajo la lancha —propuse.—¿Lo dices en serio? —inquirió Brad.—Es una posibilidad.—Bueno, al menos estaríamos protegidos del viento —concluyó Brad—. Intentémoslo.Nos sumergimos y volvimos a salir debajo de la embarcación. La luz rojiza hacía que nuestros agotados rostros parecieran espantosas máscaras. Una engañosa paz reinaba allí, como si nos halláramos en el vórtice de un huracán.—¿Creen que alguien haya oído la llamada de auxilio? —preguntó Mark al cabo de un rato.John lo dudaba. Pero pensaba que cuando la Guardia Costera no recibiera noticias nuestras, sabría que algo andaba mal.—Estoy segura de que vienen en camino —dije.—A lo sumo demorarán un par de horas —convino John—. No dudo que lleguen.Con toda mi alma deseaba creer esto. Estaba muy asustada, y tenía calambres en las piernas de tanto patalear en el agua. Pero lo peor era el frío. Traté de recordar cuánto tardaba la hipotermia en presentarse.—Debemos encontrar algún modo de entrar en calor —señalé—. Quizá podríamos buscar una forma de quedar suspendidos.—Allí está el cable —respondió Brad—. John y yo podríamos sostenernos de él con los pies y apoyar la cabeza aquí atrás.Colocó la cabeza sobre la cubierta de hule que se extendía a través de la proa.—Y nosotros nos acomodaríamos encima de ustedes —dije—. Así quedaríamos fuera del agua.El sistema dio resultado durante un rato. Brad y John estaban abajo, con la mitad del cuerpo sumergida; los demás estábamos arriba, cuerpo con cuerpo, fuera del agua. Sentimos el delicioso calor que emanaba del sándwich humano que habíamos creado. Sin embargo, el aire comenzó a viciarse. Debíamos renovar el oxígeno.Alzamos la lancha, luego la dejamos caer otra vez y volvimos a tomar nuestras posiciones. Esta fue una operación que tuvimos que repetir cada 20 minutos, aproximadamente, para mantener fresca nuestra dotación de aire. Pero, después de un tiempo, Brad y John se quejaron de que estaban demasiado fatigados para seguir sosteniéndonos a los demás. Traté de colocarme en el fondo de la pila humana, pero mi estatura resultó insuficiente para tenderme desde el cable hasta la proa.Cada vez que levantábamos la lancha había un poco menos de luz en el cielo, y nuestro temor y soledad iban en aumento. Sería casi imposible que un barco de rescate nos localizara en la oscuridad. Pero entonces Meg, que estaba fuera de la lancha, comenzó a gritar.Nos sumergimos y volvimos a salir junto a ella.—Allí —señaló—. ¡Una luz!¿Era la Guardia Costera? ¿Un buque mercante? Poco importaba. Era un barco.Fue entonces cuando nos pegó de lleno la realidad de nuestra situación. Vimos en silencio cómo se iba desvaneciendo la luz, hasta que por fin desapareció.Entonces la noche nos pareció más negra, el aire más frío, el mar más fiero. Cuatro de nosotros volvimos a nuestro refugio bajo la lancha. Meg se quedó fuera.—Tengo mucho frío —dijo Mark.—Todos estamos helados —le respondí.—No me patees —se quejó de pronto.—No te pateo.—Sí, lo haces.—Mark, no te estoy haciendo nada.Transcurrieron los minutos, y estos se convirtieron en horas. Me sentía muy cansada y quería dormir, pero tenía miedo de no volver a despertar si lo hacía.
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EN CIERTO MOMENTO durante esa noche, John salió a ver a Meg. Cuando regresó, tenía el rostro contraído de dolor.
—Quiero voltear el bote y subir —dijo con lentitud—. Ya no puedo seguir pataleando. Me duele el cuerpo.Empezaba ya a clarear. Aunque el mar seguía agitado, el viento parecía estar amainando. Logramos voltear la lancha, y Brad subió primero. Ayudamos a John a alzarse, y después Mark y yo sostuvimos a Meg para que pudiera subir a bordo. No conseguimos reprimir una mueca al verle las piernas. Tenía las heridas muy inflamadas.Mark se izó para entrar en la lancha, y me dejó sola en el agua. El aire se sentía más frío que el mar, y mi amigo no tardó en volver al agua. Cuando se sostuvo de la lancha, quedó exactamente enfrente de mí.—No me patees, Debbie —volvió a quejarse.—Mark, ni siquiera te he tocado —insistí.—Acabas de hacerlo de nuevo dijo—. Ya basta.—¿De qué hablas? Yo no te estoy pateando.Hundí la cabeza en el agua para ver la posición de los pies de Mark, y sentí que un escalofrío de terror me atravesaba el cuerpo. Supe entonces qué cosa le golpeaba las piernas a mi compañero. Eran tiburones. Hasta donde yo alcanzaba a ver, había cientos de ellos. Reparé en sus ojos turbios, apagados. Otros no eran más que sombras angulosas que se movían lentamente en espiral hacia las profundidades.—¡Tiburones! —grité, y de un salto me trepé a la lancha y le caí encima a John.Medio segundo después, Mark aterrizó sobre mí.—¡Esto está plagado de tiburones! —vociferaba.Las aletas de los escualos hendieron el mar en torno a nosotros. No podía yo creer que había pasado horas enteras con las piernas en el agua, al igual que Meg, con sus heridas abiertas.Observamos a los tiburones nadar en círculo; la lancha se estremecía con el temblor de nuestros cuerpos. Una ola elevó entonces la embarcación, y nos inclinamos precariamente hacia un lado. La perspectiva de volcarnos era ya impensable.—Tenemos que hallar la manera de estabilizar esta cosa —comenté.Había una tabla en la proa que hacía las veces de tapa de un espacio para almacenar diversos objetos. La arrancamos, le atravesamos un alambre y la arrojamos por la borda para usarla de ancla.¡Pum! Sentimos un fuerte tirón y nos fuimos de bruces. Un tiburón había atrapado la tabla y arrastraba el bote con ella.Antes de que pudiéramos reaccionar, el animal soltó la tabla y regresó nadando hacia nosotros como si fuera un submarino enemigo. Era más largo que la lancha. Nos abalanzamos sobre la cuerda y subimos la tabla, y casi volcamos la embarcación a causa de nuestro pánico.—¡Vete de aquí! —bramó Mark, al tiempo que alzaba la tabla y descargaba un golpe contra el lomo del tiburón.—¡No hagas eso! —gritamos Meg y yo al unísono.Brad le arrancó a Mark la tabla de las manos.—¿Estás loco?Paseé la mirada por los ocupantes de la lancha, que se veían pálidos y demacrados. Cerré los ojos y traté de borrar la imagen de sus máscaras de muerte, de los tiburones, de todo.—Tengo mucho frío —dijo Meg, abrazándose las rodillas.Un pájaro gris volaba encima de nosotros, aprovechando las fuertes corrientes de aire para planear. Inclinó un ala y descendió en picada hasta posarse en una orilla del bote, junto a Meg.—¡Santo Dios! —exclamó Mark.El ave nos miró fijamente, y todos le devolvimos la mirada. Eso es comida, pensé. Pero antes de que se me ocurriera algún modo de atraparla, ladeó la cabeza, cambió de posición sus patas nudosas, se lanzó sobre Meg y le picoteó el rostro.—¡Ay, Dios mío! —gritó ella, al tiempo que se cubría la cara con los brazos, mientras John espantaba al pájaro.—¿Te encuentras bien? —le pregunté, afligida.—¿Me salió sangre? —preguntó Meg a su vez, mientras apartaba la mano de la mejilla.—No —le contestó John para tranquilizarla.El ave había creído que Meg era alimento. Y si no hallábamos la manera de calentarnos, no tardaríamos todos en serlo. La temperatura del aire debía de andar alrededor de los 4° C. Si seguía bajando, no íbamos a contarlo.Se nos ocurrió salpicar agua en la lancha para que nuestros cuerpos la calentaran. Pero lo único que conseguimos fue llamar la atención de varios tiburones. Uno de ellos pasó rozando el bote. Sentí la vibración de su áspera piel contra el hule, y me abandoné a la desesperación. No viviríamos para ver a la Guardia Costera. Tal vez encontrarían nuestra lancha al otro día, o al siguiente, pero estaríamos todos muertos.Me eché a llorar.LLAMADA MISTERIOSA
CONTEMPLÉ FIJAMENTE el agua. Algo flotaba delante de la proa y, cuando se acercó, me di cuenta de que se trataba de un manojo de sargazo. Esto me indicó que estábamos en la Corriente del Golfo. Fue entonces cuando se me ocurrió una manera de sobrevivir.
—¡Algas marinas! —grité—. ¡Nos cubriremos de algas!Me incliné hacia adelante para recoger algunas. Un par de pequeñas aletas dorsales rompieron el agua a unos 20 metros de distancia.—¡Claro! Y nos expondremos a que nos arranquen los brazos —objetó John.—No si alguien mantiene los tiburones a raya mientras las recojo.Brad se aprestó a espantar a los escualos, y yo metí las manos en el agua, agarré una masa de algas y las subí a bordo. Es muy posible que esto dé resultado, pensé.Cuando reunimos un montón de aquellas algas pardas, las esparcí sobre mis piernas y mi cuerpo, e intenté cubrirme con ellas los brazos. Los demás hicieron lo mismo. Las plantas eran gruesas y de consistencia semejante al hule, por lo que ofrecían cierto aislamiento contra el frío.Con todo, Brad echó repentinamente la cabeza hacia atrás, le gritó al cielo y maldijo a Dios. Mark lo imitó.¡No! No hablan en serio. ¡Señor, no los escuches! Oré por que Dios no los hubiera escuchado o, si lo había hecho, por que entendiera que ellos no sabían lo que decían.Ahora, más que nunca, necesitábamos que Dios estuviera de nuestra parte.Me quedé dormida y, al despertar, me llegó el olor de las algas húmedas y del agua sucia que se había acumulado en la lancha. Sentí que algo me picaba en el pie, luego en el hombro y en las corvas.—Algo me está picando —me quejé—. Siento como si fueran unos cangrejitos.Cogí un puñado de algas y las examiné con detenimiento. Estaban llenas de diminutos cangrejos, camarones y mejillones, y probablemente otros cien organismos, demasiado pequeños para distinguirlos a simple vista. Me asaltó la espantosa idea de que se me iban a enterrar en la carne. Me pregunté cuánto tardarían en dejarme los huesos limpios.—¡Basta! —exclamé.—¿Basta de qué? —inquirió John.Me asusté al sentir que estaba perdiendo el dominio de mis pensamientos. Este debe de ser el principio de la muerte. O quizá me estoy volviendo loca.—Brad, tengo miedo —dije, castañeteando los dientes—. Creo que el frío me está afectando.Mi amigo fue a sentarse junto a mí.—La Guardia Costera llegará pronto. Saben dónde estamos. Tal vez envíen un avión para verificar nuestra posición —me tranquilizó—. No demorará mucho.Esa noche vimos otra luz.—Qué cerca está —dijo Brad.—¿Creen que sea un barco pesquero? —pregunté.El corazón se me desbocó. Si se trataba de pescadores, era muy probable que se quedaran en ese sitio un buen rato. Brad tomó la tabla y remó frenéticamente mientras los demás ayudábamos con las manos.Nos decíamos unos a otros que estábamos avanzando hacia la luz, pero al cabo de media hora tuvimos que hacer frente a la dolorosa verdad. El viento y la corriente estaban contra nosotros: no habíamos hecho ningún progreso. Aun así, seguimos turnándonos con la tabla hasta que amaneció y vimos que el barco, si eso era, había desaparecido.Estábamos totalmente exhaustos, pero al menos habíamos sobrevivido a la noche. El nuevo día trajo renovadas esperanzas de rescate. Sin duda la Guardia Costera estaba ya en plena búsqueda. Teníamos la certeza de que este sería el día de nuestra salvación.En realidad —aunque nosotros no podíamos saberlo y esto es algo que quedará envuelto para siempre en el misterio—, el día en que zozobramos la Guardia Costera recibió una llamada de una persona no identificada, quien afirmó que el Trashman se dirigía a Wilmington, Carolina del Norte. Unas horas después, otro mensaje anónimo informó que nuestro velero había llegado sano y salvo al puerto.La Guardia Costera ni siquiera nos estaba buscando. Nos hallábamos completamente solos.LAPERLA NEGRA
LA TORMENTA había pasado, pero las marejadas no. Las nubes, blancas y altas, no se habían roto. El cielo no quería darnos nada: ni lluvia que apagara nuestra implacable sed, ni sol que nos calentara la piel fruncida, y ni la más leve pista de hacia dónde nos dirigíamos.
Brad se sentó en el piso de la lancha, con las piernas encogidas bajo la barbilla. Temblaba violentamente.—No sé cuánto tiempo más podré aguantar —dijo con voz trémula—. Estoy helado. ¿Podrían tenderse encima de mí, muchachos? Creo que el frío me está matando.Brad se acostó, y Mark y yo lo arropamos con nuestros cuerpos. Se estaba estremeciendo con tal fuerza que era como tratar de dominar a un demente.—¿Qué le hacen a Brad? —gimió Meg—. ¡John, no lo permitas!Parecía creer que lo estábamos atacando. Quiso írsele encima a John pero este la abofeteó; Meg prorrumpió en llanto.Unos instantes después se tranquilizó y pareció entender. Luego ella y John se subieron en nuestra pirámide trunca. Nos quedamos así un largo rato, hasta que por fin dejó Brad de temblar.Regresamos a nuestros respectivos rincones en el bote, preocupados otra vez por nuestra comodidad. Ya habíamos pasado dos días completos en la lancha, y todos nos moríamos de sed.Las piernas de Meg empeoraban. Unas franjas rojizas le corrían desde uno de los cortes más profundos, y yo sabía que eso significaba que la infección se estaba extendiendo. Brad y yo nos consultamos en voz baja y decidimos improvisar un torniquete con un pedazo de cuerda que encontramos entre las algas.—¿De qué hablan? —nos preguntó Meg, inquieta.—Nos preocupa tu pierna —le expliqué—. Creemos que está infectada. Vamos a aplicarte un torniquete a fin de impedir que la infección se extienda.John y yo la acomodamos sobre la borda de la lancha para que pudiera estirar las extremidades.La joven extendió hacia mí su pierna hinchada, llorando de dolor. Corrí la cuerda hasta la parte superior del muslo, hice un nudo corredizo y comencé a apretar. Meg dejó escapar un alarido desgarrador. No podía yo hacerle eso. Aflojé el nudo, y ella se derrumbó hasta el piso.Una aleta oscura, y luego otra, rompieron la superficie del agua a unos 90 metros de distancia. Los tiburones seguían allí, vigilándonos.Volví a adoptar mi posición en la proa. El olor del agua fétida del fondo resultaba intolerable, y probablemente era peligroso. Tenía yo llagas en la piel.Unas horas después desaparecieron los tiburones, así que nos arriesgamos a voltear el bote para limpiarlo. Al hacerlo perdimos parte de nuestras algas y toda el agua que nuestros cuerpos habían entibiado. Sentíamos muchísimo más frío.Cualquier esfuerzo me hacía sentir más sed. Miré la oscura agua gris verdosa. No; esa no era la respuesta. Sabía que el agua salada es mortal.Me acosté, metí la cabeza bajo la pieza de hule que cubría la proa y cerré los ojos. En eso oí un avión.Salí de mi refugio, lista para dar la bienvenida a nuestros rescatadores. Al escudriñar el cielo, divisé un avión comercial plateado que navegaba entre las nubes. Cruzó el espacio y se perdió de vista.Se me fue el alma al suelo. La Guardia Costera nos había olvidado. Ningún barco, ningún avión iba a dar con nosotros. No vendrán, me dije.En cierta ocasión conocí en Saint Thomas a un viejo marinero que llevaba alrededor del cuello una cadena de la que pendía una perla negra. Me aseguró que si un marinero que llevara una perla semejante se perdía alguna vez en el mar, podría ofrendársela a Poseidón a cambio de su vida. Yo me reí. Empero, unas semanas después, en una joyería, vi una perla negra que colgaba de un arete de aro; lo compré y me lo puse.Al acordarme del incidente me llevé la mano a la oreja y toqué la joya. Todavía estaba en su sitio. Acaricié la perla. Ofréndala a cambio de tu vida, me había instruido aquel viejo. Yo sabía que era sólo una superstición, pero de todas maneras me quité el arete, lo contemplé por espacio de un minuto y luego lo dejé caer en el agua.Oscureció. Me recosté junto a Brad.—Si no te tuviera —le confié—, no sé... Pero vamos a salir de esta, ¿verdad?—Lo que tenemos que hacer es estar unidos —me aseguró.—Me siento tan cansada —dije, con un suspiro.—¿Por qué no duermes? Cuidaré de que estés bien.Cerré los ojos y oí gemir a John:—Quiero agua.Luego me quedé dormida.—Debbie —susurró Brad. Aún estaba oscuro—. Escucha. ¿Qué están haciendo?Alcé la cabeza y forcé la vista. Meg estaba sentada, con la cabeza apoyada en las rodillas, y dormía. Distinguí dos siluetas inclinadas sobre la popa y oí un chapoteo. Entonces comprendí. John y Mark bebían agua de mar.—Están bebiendo —dije—. ¿No deberíamos impedírselo?—Quizá sea ya demasiado tarde —respondió Brad.Una enorme tristeza me invadió mientras los escuchaba. Se habían dado por vencidos; habían perdido el dominio de sí mismos. ¿Iban a enloquecer, o ya habían enloquecido? ¿Morirían?—Brad —le pedí en un susurro—, prométeme que no beberás agua de mar.
"PADRE NUESTRO..."
AL LLEGAR LA MAÑANA las nubes comenzaron a dispersarse, y el océano estaba más sereno. Brad salió de debajo de la proa. Mark y John se movieron, y Meg se quejó lastimeramente. Su pierna se veía peor; las horribles franjas rojas eran más anchas y corrían hasta más arriba de su camisa.
—El sol está allá —anunció Brad—. Así que el viento sopla desde el norte y las corrientes marinas vienen del noreste. Seguramente estamos flotando hacia tierra firme. Tal vez el mar nos arrastre a la costa en un par de días.De pronto John se incorporó y señaló con el dedo.—Veo tierra —afirmó.Todos nos volvimos a mirar. No había más que agua.—Me parece que es tu imaginación —repuso Brad.John se dejó caer contra la popa. Unos instantes después anunció:—Iremos por el auto y nos trasladaremos al hospital donde trabaja mi madre. Ella nos atenderá.Me parecía imposible que John estuviera diciéndole a Meg una mentira tan cruel. Entonces me percaté de que él creía en sus palabras a pie juntillas.—¿Dónde están mis cigarrillos? —bramó Mark. Tenía la mirada extraviada y revolvía un montón de algas—. ¿Quién los tomó?—¿De qué estás hablando? —inquirió Brad.—Acabo de comprar cerveza y cigarrillos —explicó Mark lentamente—. ¿Quién me los quitó?Me costaba trabajo creer lo que estaban viendo mis ojos. El hombre había enloquecido.Luego Meg le gritó a John, diciéndole que la había pateado. Él le contestó con otro grito, y vi que la pateaba a propósito. La joven gimió, y John volvió a patearla.Meg ya no quería sentarse junto a John, así que Brad y yo tratamos de cambiarla de posición. Miré a John, pero me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que había hecho. Tenía la vista fija y apagada.En ese momento, Mark se dirigió a él y le preguntó:—¿Quieres un cigarrillo?—Claro —le respondió John—. ¿Dónde están—Bajo las algas.—Tengo unos sándwiches. ¿Te apetece uno? —anunció John.—Mark, no hay cigarrillos, ni cerveza, ni nada —insistió Brad—. Estamos en medio del océano.Era absolutamente espantoso ver a Mark y a John. Ambos habían entrado en otra realidad.Caí en un sueño atormentado, lleno de voces y lamentos. Desperté a la hora del crepúsculo. Las nubes se habían esfumado. Propuse que sentáramos a Meg sobre la borda de la lancha para que estirara las piernas, y John y yo la ayudamos a acomodarse. Me produjo un gran alivio verlo atender a Meg. Quizá ya se había recuperado.Pero entonces declaró:—Voy a buscar el automóvil. Ustedes atraquen el yate para poder desembarcar.Parecía totalmente seguro de lo que decía. Cerré los ojos y traté de concentrarme en lo que era real. Al volverlos a abrir, vi que John se estaba dejando caer por un costado de la lancha.—¿Qué estás haciendo? —gritamos Brad y yo.—Ahora vuelvo —contestó como si tal cosa—. Ya no soporto esto. Voy a traer el auto.—¿Trataba de entrar en calor metiéndose en el agua? ¿O de verdad creía que habíamos llegado a casa?Despegó las manos de la lancha y comenzó a nadar. Después se detuvo un instante, pataleando en el agua y mirándonos. Meg le suplicó que regresara.¿De veras pretendía irse? El cielo estaba ya casi oscuro. Sería imposible —y más que eso, un acto suicida— obligarlo a retornar al bote. Lo único que podíamos hacer era observar. Meg se cubrió la boca con las manos, mientras sacudía la cabeza y lloraba inconsolable. John se elevó con una ola, se perdió de vista y reapareció más lejos.—¿Voy a buscarlo? —preguntó Brad.—No —contestó Meg en voz baja—. Se ha ido.Una enorme ola nos alzó, y volví a ver la cabeza de John, oscura contra el mar oscuro. Luego oímos un grito desgarrador.—¡Dios mío, me está llamando! —exclamó Meg angustiada, y se deshizo en lágrimas.Escudriñamos las aguas, pero ya no había rastro de John.Oculté el rostro entre las manos y lloré. No podía apartar ese alarido de mi mente. Empecé a orar: "Padre nuestro que estás en los cielos..." Las palabras surgían entrecortadas, pero surgían, y el grito se fue apagando. Mientras pudiera seguir orando, estaría bien. Era la única prueba de que no había enloquecido.Durante la noche sentimos un repentino bandazo.—No me tardo; voy a comprar cigarrillos —anunció Mark, y empezó a bajarse del bote.—¡Mark, no hagas eso! —lo llamó Brad.—No voy a ningún lado —replicó Mark—. Sólo quiero colgarme de aquí un rato para estirar las piernas.Vi que sus pálidas manos se deslizaban por el costado de la lancha, hacia la proa. Brad y yo nos lanzamos hacia adelante para vigilarlo. Me incliné hacia afuera, pero no lo distinguí. De pronto, algo golpeó el bote.—¿Qué hace? —dije, al tiempo que sentí otra sacudida—. ¡Basta, Mark!Buscamos por la orilla de la embarcación, pero no lo localizamos, ni tampoco sentimos sus manos. La lancha volvió a girar. En la oscuridad alcancé a distinguir una turbulencia en el agua, a tres metros de la borda. Luego se produjo otro golpe, y sentí que algo se movía debajo de nosotros. Un nuevo impacto nos lanzó hacia adelante.Nos estaban atacando los tiburones. Oí los gritos frenéticos de Meg y vi la mirada de Brad, sobrecogida de pánico. Sentí la rugosa piel de los escualos raspando la lancha. La proa se alzó y volvió a caer. El bote empezó a girar. Yo estaba paralizada de terror, y los tiburones proseguían con su furibundo ataque. Sabían que estábamos ahí dentro, e iban en pos de nosotros.Me abracé de Brad y me asaltó una profunda tristeza. Era el fin. Nadie se enteraría jamás de cómo había muerto yo, de cuánto tiempo había resistido, de lo mucho que me había esforzado, de cuánto deseaba vivir. Nadie sabría jamás que aquí,en el mar, había descubierto algo dentro de mí cuya existencia desconocía. Había descubierto mi fuerza. Cerré los ojos, oré y me puse a esperar la muerte.UN ACTO IMPERDONABLE
EL AGUA SE CALMÓ. Meg llamaba a John. Brad se le acercó para darle calor.
De pronto, mi amigo comenzó a gritar. Extendí el brazo para tocar a Meg, pero no la encontré. Entonces la vi encima de Brad, gruñendo como un perro rabioso. Le arrojaba algas al rostro.La agarré, y se volvió para atacarme. Grité y la abofeteé con fuerza, pero no reaccionó. Brad le dio un empellón y la chica cayó de espaldas en la popa.—¿Qué le ocurre? —rugió Brad.Sacudí la cabeza. Meg emitía extraños sonidos guturales, y temblaba de pies a cabeza.—Déjala —le aconsejé a mi amigo—. Tal vez sea lo mejor. ¿Crees que también ella haya bebido agua de mar?Meg se tranquilizó, y finalmente volví a quedarme dormida. Cuando desperté, algo había cambiado. Entendí todo con claridad. Supe que Meg no tardaría en morir. Y que Dios me perdone, pero sentí un profundo alivio. También supe, con una certidumbre pasmosa y absoluta, que yo iba a sobrevivir.Meg murmuraba.—Meg —le pregunté—, ¿qué te pasa?Sentándose, alzó las manos y empezó a agitar los dedos. Sus movimientos eran elegantes, pero a la vez raros e inquietantes. Recitó —en un tono bajo y uniforme— palabras que me resultaron extrañas e incomprensibles, pero que, para ella, parecían estar llenas de significado. Era como si estuviera sosteniendo una conversación con seres de otro mundo.Después de un rato dejó de hablar y volvió a acostarse. Seguía agitando las manos y meneaba las piernas de un lado a otro; luego comenzó a gemir.—¿Qué haremos? —le pregunté a Brad, tratando de contener el llanto.—No podemos hacer nada.Meg estuvo quejándose durante unos minutos y después enmudeció. Tenía los ojos abiertos, pero vidriosos. Su cuerpo era sacudido por los movimientos de la embarcación, al igual que la sucia agua del fondo.Transcurrieron largas horas. Brad estuvo sentado junto a mí, con la mirada fija en Meg. La piel de la joven estaba salpicada de manchas azules y llagas; la carne alrededor de sus profundas cortaduras había adquirido un color verdoso. Le tomé la muñeca para sentirle el pulso. Nada. Coloqué mi boca sobre la suya y exhalé, en un intento de insuflarle vida.—Está muerta, Deb —anunció Brad, y me miró. Tenía los ojos húmedos—. ¿Qué vamos a hacer?—No sé. —Me sentía aturdida. Ni siquiera me quedaba energía para llorar—. Creo que no debemos tenerla mucho tiempo en la lancha. Lo mejor será echarla por la borda.No había más que decir. Le quitamos las joyas —aretes, una cadena de oro, anillos— para entregárselas a su familia.Respiré profundamente, y empecé a orar: "El Señor es mi pastor. Nada me faltará..."Brad se acercó a mí y me tomó la mano; alzando la voz, reanudé mi oración. Después recité el padre nuestro. En seguida tendimos el cuerpo de Meg sobre la borda de la lancha. La lanzamos al agua, y se alejó flotando boca abajo.—No mires —le pedí a mi amigo—. Quizá haya tiburones cerca.Nos acostamos y cerramos los ojos. Yo tenía la sensación de haber hecho algo terrible, imperdonable.
RESCATADOS
Nos DORMIMOS, y al despertar volteamos de nuevo la lancha para lavarla. Los tiburones habían desaparecido, y en su lugar había un cardumen de refulgentes dorados.
Volver de nuevo la lancha a su posición normal fue una tarea agotadora, y subirse a ella resultó algo casi imposible. Brad me impulsó, y por fin logré trepar por el costado, pero al hombre ya no le quedaron fuerzas para subir. Tiré de sus brazos lo más fuertemente que pude, y comencé a sentir pánico. ¿Y si los tiburones regresaban?Finalmente pudo apoyar los hombros en la borda. Lo así de las trabillas de sus pantalones de mezclilla, y Brad se dejó caer al piso de la embarcación. Verlo así me descorazonó.Él había sido mi fortaleza, mi estabilidad, y yo había ligado mi vida y mi supervivencia a las suyas.—No creo que me salve de esta —murmuró.—No digas eso —le respondí—. No tienes derecho de decir eso.Barbullando, opiné que deberíamos hacer el intento de pescar algunos dorados.—Debbie...—Sí —proseguí—. Ahora estamos rodeados de peces. Iremos atrapándolos hasta que el mar nos arroje a la costa; hasta que alguien nos encuentre.—Debbie. Allá hay un barco.La forma en que lo dijo, con tanta serenidad, me hizo pensar que sufría una alucinación. Me volví y, efectivamente, a lo lejos, en el brumoso horizonte, se recortaba la silueta de un barco.—No gastes energías —señalé—. No nos verá.Pero el buque se fue haciendo más y más grande. No podía creerlo. Me puse de pie de un salto, y comencé a gritar y a agitar los brazos con tanto frenesí que perdí el equilibrio y caí al fondo de la lancha.El barco pasó muy cerca de nosotros. Si hubiera habido alguien en la cubierta, habría alcanzado a oírnos. Pero la nave siguió su marcha hasta que lo único que le vimos fue la popa.—Ya se aleja —observó Brad.—Por lo menos sabemos que nos encontramos en las rutas de navegación —repuse, tratando de reprimir mi desesperación.Entonces, lenta, muy lentamente, el buque pareció corregir el rumbo. ¿Me equivocaba? Alcancé a distinguir unas palabras extranjeras pintadas sobre su oxidado flanco. ¡El barco estaba dando la vuelta!No podía creerlo. ¿Nos habría visto alguien? Hasta miedo me daba pensarlo. Pero, gracias a Dios, el barco regresaba. Cuando se acercó, vi a unas personas corriendo por la cubierta. Un hombre nos arrojó una cuerda.Dos cabos de salvamento hendían el agua a apenas 12 metros de la lancha. Me puse de pie, salté por la borda y empecé a nadar enérgicamente; parecía que en lo más profundo de mi ser guardaba aún una reserva de fuerzas. Vi que un salvavidas avanzaba rápidamente hacia mí, y supe que sólo tenía una oportunidad de atraparlo.No lo conseguí, pero cogí la cuerda con fuerza; me estaba aferrando a la vida. Mis manos se deslizaron hacia abajo hasta dar con el salvavidas. Lo abracé y oré.Busqué con la vista a Brad, pero la cuerda se tensó de pronto y me hundí. Los pulmones parecieron a punto de estallarme. Volví a salir a la superficie y advertí que Brad se hallaba a mi lado. Algo rugoso me raspó el costado. Era el casco del buque; los bálanos adheridos a él me desgarraron la piel. Una y otra vez entramos y salimos del agua. En medio de todo, sentí que poco a poco nos izaban.Una mano me tomó del brazo. Alguien me estaba alzando. Vi a Brad. Jadeábamos y tosíamos cuando nos pusieron en la cubierta. Un círculo de hombres atónitos, de rostros anchos y rubicundos, se cerró en torno de nosotros. Hablaban en un idioma que no reconocí. No me importaba si eran marcianos. Estábamos a salvo.UN NUEVO RESCATE
NUESTROS rescatadores eran rusos. Nos llevaron a la enfermería, nos bañaron, limpiaron nuestras llagas, nos alimentaron y luego hicieron arreglos para transferirnos a un barco estadounidense.
Brad y yo pasamos ocho días en un hospital, donde nos curaron de las consecuencias de la exposición a la intemperie, de la deshidratación aguda y de infecciones masivas. Luego Brad partió a su hogar en Massachusetts y yo a Nueva Orleans, donde vivía mi madre.Pensé que no tenía sentido torturarme repasando lo que me había ocurrido. Yo era una mujer de mar y esa era mi vida. De tal suerte, al cabo de un mes acepté un empleo en un barco de apoyo para un bote de carreras. Al principio todo marchó bien, pero de pronto los recuerdos se agolparon en mi mente y me sentí aterrada cada minuto que pasé en el agua.Seguía amando los barcos —o lo que habían significado para mí antes del naufragio—, y añoraba el sencillo placer que antes me había dado pulir las partes metálicas de un buque, lavar con manguera la cubierta, escuchar el ruido de una vela agitándose en la brisa fresca.Al año siguiente me inscribí en una escuela de diseño de yates y construcción de barcos. Antes de que terminara el primer semestre empecé a quedarme dormida por las mañanas, a faltar a clases, a descuidar mis tareas escolares. Pasaba horas enteras sola, en una pequeña iglesia, pidiendo ayuda.El invierno que siguió conocí a un diseñador de yates llamado John Kiley. En el otoño de 1984 nos casamos, y al otro año nació nuestro primer hijo. La noche anterior al parto tuve una pesadilla en la que yo pataleaba en el agua y sostenía en alto a mi bebé, mientras unos tiburones nadaban alrededor de nosotros.Mi segundo hijo nació en 1986. No obstante, en medio de la feliz confusión de tener a dos niños pequeños en la casa, no pasaba un día sin que yo me acordara del Trashman. En ocasiones, los recuerdos eran en verdad abrumadores.Durante todo ese tiempo, rara vez hablé de lo que me ocurrió aquel octubre. Nunca le conté a nadie, ni siquiera a mi esposo, del profundo terror que había experimentado entonces. Pensé que si hacía cosas normales como estudiar, casarme, tener hijos, yo también me sentiría como una persona normal. Pero estaba equivocada.La situación era desquiciante: la constante charla sobre barcos, el olor de la marea baja y, en especial, la gente que me repetía que tenía yo mucha suerte de estar con vida. ¿Cómo explicarles que yo no me sentía afortunada?No fue sino hasta que me decidí a relatar mi vivencia cuando comencé a sentirme mejor. Primero se la narré a mi esposo, después a mis amigos y, finalmente, empecé a escribirla. Fue un proceso doloroso, pero también una manera efectiva de hacer frente a la tragedia.Aun así, me sentía frustrada. Me había casado con un diseñador de yates, pero no me atrevía a poner un pie en el mar. Me obligué a dar algunos paseos sin salir del puerto, pero todo el tiempo me sentí terriblemente mal.Por fin, en el verano de 1992, decidí participar en una serie de seis carreras en el Venture, el barco de John, de madera y con vela cangreja, de 7.6 metros de eslora. Las cuatro primeras carreras se desarrollaron sin tropiezos. Después, la mañana de la quinta carrera, el tiempo se presentó caluroso y con fuertes vientos. Advertí que traían a remolque un barco pequeño, destrozado por el ventarrón, y más tarde otro. Sentí un nudo en el estómago.Una vez que traspasamos la rompiente, el viento nos dio de lleno. John me miró nerviosamente mientras enrollábamos las velas. El viento nos llegaba en ráfagas erráticas. No te dejes dominar por el pánico, me repetía yo a cada momento. Pero era una batalla perdida. Me sentía mareada y jadeaba.No lo recuerdo, pero seguramente grité cuando nos azotó una violenta ráfaga. El mástil de madera se partió y se llevó todo —cuerdas, poleas, aparejos y lonas— por la borda. John se volvió a verme.Entonces ocurrió algo aun más sorprendente. No lloré ni me derrumbé sobre la cubierta. No perdí el dominio de mí misma. Acaba de suceder algo terrible, me dije, y sigo respirando. Estoy bien.—Vamos —exclamé, asombrada por la fuerza de mi voz—. Pongamos este aparejo junto al barco y saquemos las velas del agua.Miré a John. Me sonrió, y comprendí que él se había dado cuenta de todo.Nos remolcaron hasta nuestro embarcadero y tomamos la barcaza para llegar a tierra.—Pongámosle un nuevo mástil —le propuse a John cuando regresábamos a casa—. Participaremos en la carrera de mañana.Trabajamos hasta entrada la noche para volver a aparejar el Venture. Cuando se disparó el tiro de salida, estábamos listos. Empezamos muy bien y nos quedamos cerca del primer lugar. Sentí el sol en la cara, saboreé el rocío salado y oí el dulce zumbido de los aparejos. Agité el puño en el aire y grité.Sentí que el barco se alzaba, rasando las olas pequeñas y estremeciéndose por la velocidad. Parecía que trataba de despegar hacia el cielo. El agua me salpicaba, y volví a gritar de alegría; una alegría limpia y pura. En ese momento tuve la certeza de que no eran velas las que me cobijaban. Eran alas.CONDENSADO DE "ALBATROSS: THE TRUE STORY OF A WOMAN'S SURVIVAL AT SEA", ©1994 POR DEBORAH SCALING KILEY, PUBLICADO POR HOUGHTON MIFFLIN COMPANY, DE NUEVA YORK.
FOTO: © ELEANOR GLORIOSO. ILUSTRACIONES: DON DEMERS.