CALLEJONES SIN SALIDA (Gonzalo Lipstick)
Publicado en
septiembre 01, 2012
Capítulo1
Muerte de un Mayordomo.
El inspector Rodolfo Ravelli llegó a su despacho en la Central de Policía con cierto estado melancólico producto de su soledad y del día de la semana. Los lunes siempre comenzaba la actividad deprimido, sobre todo desde que había sido ascendido y designado al frente del Departamento de Homicidios. No estaba acostumbrado a transmitir órdenes ni a llenar informes por triplicado detrás de un escritorio. Él era el cerebro de toda investigación que se llevaba a cabo en la ciudad y en el país cuando los hechos tenían connotaciones nacionales; pero su ambición ya había cedido ante la necesidad de buscar otras inquietudes además de su trabajo. Sí, porque al inspector Rodolfo Ravelli le gustaba la música de rock, y en la intimidad de su cómoda vivienda, apenas en susurros, tocaba la guitarra y cantaba; y tal vez ésa fuera una de sus principales alegrías, junto con una buena película policial y el trabajo cuando éste se encontraba en las calles.
Era admirado por subordinados y superiores, acaso por ser un espíritu brillante en el quehacer deductivo, acaso por ser insobornable. Pero ambas características también despertaban subrepticias envidias, lo que implicaba que, a pesar de su dedicación al trabajo y de sus inefables pesquisas, debía cuidar sus espaldas. Muchas veces los galones se ganaban con discursos y no con acciones. Ravelli detestaba a aquéllos que habían ascendido a fuerza de lapiceras e influencias. Tenía muchísimo más valor, más esfuerzo y más dignidad el suboficial que elaboraba infracciones en la esquina de una intersección de dos avenidas que el comisario mayor que jamás había gastado la suela de sus zapatos. El trabajo de policía era un trabajo digno y muchas veces era imposible hacerle entender eso a una población recelosa, pues siempre la punta del iceberg estaba representada por los efectivos que se volvían corruptos y se convertían en aquello mismo que tendrían que combatir. La mala prensa era más vendedora que la buena. Como cuando se condena a todos los ingenieros por que uno de ellos construyó un edificio con materiales defectuosos. Hay profesiones y oficios que tienen publicidad negativa, pensó Ravelli, la de los abogados, la de los fontaneros, y la de los policías. La mayoría de los guardianes del orden era honesta, la mayoría defendía a la ciudad del delito que clavaba sus garras con más fuerza a medida que la desocupación aumentaba. Y se le exigía al cuerpo de policía lo que tendría que exigírsele a los gobiernos: más trabajo. A eso se sumaba cierto malestar que se vivía en la fuerza pues la corrupción existía y el Departamento de Asuntos Internos no daba abasto.—Señor...La línea de depresivos pensamientos fue interrumpida por uno de sus subordinados. El inspector Sontic se hallaba parado a su lado con una carpeta en la mano. Él y el teniente López, ambos promocionados junto a Ravelli, eran sus ayudantes y los hombres más fieles que tenía. Los llamaba sus dos manos derechas, lo cual no era poco elogio viniendo de alguien tan taciturno.—Lo escucho, Sontic. ¿Qué tenemos?—Hubo un asesinato en una de las mansiones del Barrio Parque.—¿Cuándo sucedió?—En la madrugada de ayer. El hecho tiene dos características que lo hacen muy peculiar.—Continúe.—La primera es que el occiso es el mayordomo.Ravelli torció la boca en un rictus que quiso ser una sonrisa. En la literatura de todos los tiempos, desde Arthur Conan Doyle, pasando por Raymond Chandler, Agatha Christie y Alfred Hitchkock, siempre había existido un mayordomo, pero invariablemente había sido el asesino. La realidad parecía desmentir el folclore literario o afirmarlo gracias a aquella famosa frase digna de la Ley de Murphy que sostenía que la excepción hace la regla. Sí... en esa oportunidad, el mayordomo era la víctima.—Bueno... Es original el asunto... ¿Los muchachos pudieron averiguar algo?—No, no mucho todavía, y el forense recién está llegando.—¿Por qué? ¿Hubo que esperar a que el señor durmiera sus ocho horas y desayunara tranquilo?—No sabría decirle, inspector.—¿Alguien le explicó al forense que cuando más tiempo pasa disminuye exponencialmente la posibilidad de descubrir al asesino?—Bueno, supongo que lo sabe, si no López podría explicárselo, es un as en estadísticas y computación.Ravelli notó cierto dejo de ironía en las palabras de su subordinado y prefirió cambiar de tema.—¿Cómo nos enteramos del asesinato?—Una llamada anónima desde un teléfono público cercano a la mansión. No sabemos quién la hizo.—Fantástico... Bueno, vaya con Steimberg y Damiano hasta el lugar del hecho y póngase al frente de la investigación.—Inspector, hay algo más...Abrió la carpeta y la colocó delante de las narices de su jefe. Éste observó la foto, leyó el nombre y la edad de la víctima. Sontic permanecía cabizbajo, tratando de no cruzar su mirada.—Muy bien, hacía tiempo que tenía ganas de abandonar este inmenso y detestable escritorio, voy a comandar las investigaciones personalmente.—Pero inspector, cuando estábamos en la academia, usted mismo nos enseñó que no era bueno que...Sontic dejó la frase inconclusa. Conocía esa mirada de su superior que ya se había colocado el impermeable y estaba a punto de abandonar su despacho. Decidió seguirlo sin chistar. No quería ser condenado a un mes de castigo tras los papeles de los informes.En el salón central, doce de los dieciocho escritorios se hallaban ocupados por los investigadores que hablaban por teléfono, revisaban carpetas, o leían en las pantallas de sus ordenadores.—López... Vamos... Tenemos un caso.Todos levantaron las cabezas de sus respectivas actividades. Ravelli tomaba el toro por las astas.—Inspector O'Sullivan, queda a cargo. Vamos.Los ayudantes tomaron sus abrigos y volaron detrás del hombre apresurado.Ya en el móvil policial, López, sentado en el asiento de atrás e intrigado, comentó.—Hace rato que no salíamos como en los buenos viejos tiempos, ¿eh, inspector?Su compañero, al volante, miró por el espejo retrovisor e hizo un gesto que no fue advertido por el otro oficial. Ravelli, escueto como siempre, no respondió nada.—¿Y a qué se debe tamaña decisión? ¿Abrieron una nueva pizzería?Los ojos del superior destrozaron la voluntad de su ayudante. El inspector odiaba profundamente esas atribuciones que los guardianes del orden se tomaban cuando aceptaban la oferta "desinteresada" del alimento como atención por las custodias de los lugares.Una carpeta voló del asiento de adelante a las manos de López. El teniente abrió las solapas, miró la foto, leyó el nombre de la víctima y en ese momento hubiera preferido que se lo llevaran todos los diablos del mundo. Se maldijo en silencio, mordiendo su labio inferior, devolvió la carpeta con sumo cuidado y no habló más en todo el trayecto.Estacionaron el auto fuera del cerco que se había establecido alrededor de la casa; descendieron y caminaron los metros que lo separaban de la entrada sin necesidad de mostrar sus credenciales pues eran bien conocidos por los oficiales que allí se encontraban; penetraron en la estancia. Sontic y López se separaron del inspector para comenzar con sus propias investigaciones pues ya sabían lo que tenían que hacer. Los tres hombres trabajaban juntos desde hacían mucho tiempo y se conocían demasiado.Ravelli reparó en la situación que no difería demasiado de los innumerables casos en que se había visto involucrado anteriormente: un ambiente plagado de policías con guantes de látex... y un cadáver.El individuo que yacía exánime sobre la alfombra tenía la camisa teñida del rojo inevitable y un proyectil alojado en el corazón. Llevaba uniforme de trabajo, y sus rasgos eran caucásicos. La bala que había matado al mayordomo era de pequeño calibre, a juzgar por el orificio de entrada.El oficial a cargo del operativo hasta ese momento se acercó al hombre inclinado sobre el cadáver.—Ranieri... Buenos días... ¿Qué tenemos?— No mucho, señor. El forense ya se retiró sin demasiados resultados a primera vista. No encontramos huellas ni el arma o cualquier otro elemento que pudiera darnos alguna pista, salvo esta carta. Según el médico, a juzgar por el orificio, fue un arma de pequeño calibre. Una veintidós milímetros.—Gracias.Ravelli tomó la carta y la estudió por encima.—¿Ya la investigaron?—Los muchachos del laboratorio dicen que no hay huellas, se llevaron muestras de la tinta y el papel para analizarla. Para mí, su contenido no tiene mayor sentido.—Gracias, Ranieri, es todo.El hombre ladró las órdenes y el cadáver fue llevado para su posterior autopsia.Indudablemente el asesino no era un profesional. Había tenido suerte con el disparo, pero una bala de calibre veintidós bien podría haberse desviado de su destino, o no llegar a penetrar tanto como para dañar un órgano vital. Sí... El homicida había sido afortunado.El inspector Ravelli tomó asiento en el importante sillón de esa estancia que no era otra que el escritorio de la mansión, su oficina provisoria hasta que el caso se resolviera, y desdobló la carta que fuera el único elemento que se encontrara sobre él.Y en esa carta descubrió las primeras pistas.Ravelli reconoció la letra y un recuerdo tiñó, definitivamente, su mañana de nostalgia.Capítulo 2
La Hora del Reencuentro
El inspector Rodolfo Ravelli dio vuelta la hoja, revisó anverso y reverso pero sabía que no hallaría nada que pudiera ayudarlo en sus investigaciones, salvo el texto mismo de la carta. Se encontraba a solas en el estudio de la casa. Encendió un cigarrillo pensando, invariablemente, que ya era hora de dejar de fumar. Se acomodó en el sillón, consciente de la ceremonia secreta que significaba comenzar a despejar incógnitas, y se dispuso a leer por primera vez.
No era una esquela ingenua sino una especie de mensaje cifrado y, a menos que un hábil falsificador hubiera hecho de las suyas para confundir al investigador, estaba seguro de quién era el autor.Leyó con la mente obnubilada por el recuerdo."Hay tantas cosas que me gustan aún hoy. Hay tantas cosas que me hubieran gustado antes del mañana, antes del pasado.
Me gustan: el pequeño gusano negro y líquido tan retratado por el artista y con sus hombres bregando por una fortuna mejor; me gusta aquella alfombra verde con sabor a París y con más pinturas en el frente; también los jardines de Babilonia; algunos cafés perdidos entre la bruma de los recuerdos; la pantalla encendida con olor a nostalgia y con clave secreta pegada a un paredón sin después; el dolor de un espacio que fuera trabajo y hoy es descaro con brillante posada y un divino frente al juego, y algunos lectores que se creen jueces frente al prócer. Y me gusta la tumba en medio del número en medio del caos de colectivos y trenes, y el teatro magnífico y el teatro de golpes.
Todo eso me gusta y allí están las llaves de los candados. Tus candados, que son los míos."
La carta estaba repleta de pistas... conocía esa línea de pensamiento y no necesitaba de ningún análisis para corroborar que las palabras habían sido escritas por la víctima. Indudablemente sabía que lo estaban por matar, pero... ¿Por qué el asesino no se había llevado ese papel con él? ¿Acaso no lo había visto?Ravelli llegó a la conclusión de que no había sido el trabajo de un profesional. El hecho era evidente a pesar de la falta de huellas. El asesino seguramente se encontraba tan nervioso que no notó la presencia de la misiva sobre el escritorio. Pero aquella elucubración pertenecía al terreno de las conjeturas. Tampoco había sido un ladrón. Todo parecía estar en su lugar, incluso el reloj de oro macizo que descansaba en una de las bibliotecas.Tomó su palm top y comenzó con las anotaciones. Los policías seguían ocupando la casa. Sus habitantes habían sido interrogados; pero había llegado el inspector cuya rutina los oficiales conocían de memoria: revisaba el lugar luego que el cadáver fuera trasladado, estudiaba las pistas y pasaba un par de horas anotando en su libreta electrónica, hasta que recibía la llamada del forense con las primeras conclusiones. Antes de eso nadie se atrevía a molestarlo. Decían que en esas dos horas Ravelli trazaba las líneas de acción que lo llevaban, en el noventa por ciento de los casos, a la resolución del hecho delictivo... y era un alto porcentaje.Cuando el teléfono celular sonó él ya había apagado su agenda. La volvió a encender.—Hola—¿Inspector?—Sí, doctora... ¿Qué tiene?—No mucho...—Nunca tiene demasiado, a fuerza de ser sinceros.—No tiene un buen día, ¿verdad?—No.—Bien, al grano entonces. Cuando el cuerpo fue descubierto llevaba tres horas sin vida, aproximadamente. El disparo fue hecho a quemarropa y la trayectoria presenta una ligera inclinación hacia arriba y a la derecha, lo que indica que el asesino es un poco más bajo que la víctima, y probablemente zurdo, dada la dirección de la bala. Le apoyaron el arma contra el pecho para dispararle... no es un aficionado, ya que el único camino efectivo para matar con una pistola de calibre tan pequeño es ése.—Podría ser otro el motivo...—¿Cuál?—Silenciar el disparo. El cuerpo mismo funciona como silenciador.—Puede ser... No hay signos de lucha, ni moretones, ni tumefacciones. La víctima no fue atada ni ha propinado golpes. Sus nudillos no presentan signos de violencia. Por la forma en que lo encontramos puedo asegurarle que estaba parado en el momento del disparo.—Sí, eso parece obvio. La única silla del recinto estaba cuidadosamente puesta contra la mesa, y los sillones no han recibido a una persona en varios días. Aparentemente nadie tocó el mobiliario aquí.—Por ahora no tenemos nada más. Seguimos buscando, inspector.—Gracias, doctora...Sontic y López golpearon la puerta del estudio. Aunque estaba abierta, interrumpir a Ravelli en ese momento hubiera sido terrible. Lo conocían.El inspector, sin levantar la vista de su agenda, sabía quiénes aguardaban.—¿Qué tienen?—Nada demasiado espectacular, inspector... Ésta es una vivienda importante, de gente de mucho dinero y, a juzgar por los cuadros, de familia tradicional. La dueña espera afuera para ser interrogada. Es la única que está ahora en la residencia. Se siente poco menos que insultada. No hay huellas salvo la de los ocupantes de la casa y alguna no identificada en la cocina, aparentemente de algún chico que trajo el pedido del supermercado. Lo cotejamos. ¿La carta le aclaró algo?—No todavía. Hagan pasar a la dueña. Y pueden retirarse. Seguramente voy a estar por aquí un buen rato. Llévense el auto. Yo me las arreglo. Cualquier novedad me llaman.—Bien, inspector. Hasta luego.—Hasta luego.Una mujer de mediana edad pero que pretendía demostrar su alcurnia desde su postura penetró en el recinto en el momento en que los asistentes del inspector salían a buscarla Estaba seria y tensa, a juzgar por el apretón de manos que le dio a Ravelli. Se sentó en una silla frente al investigador.—Señora... Josefina Pardea de Azcuénaga si no me equivoco.—No se equivoca y está ocupando el sillón de mi marido.Ravelli no se dio por aludido.—Supongo que ya habrá contestado unas cuantas preguntas que le hicieron mis oficiales, pero le pido un poco de paciencia, señora. Aquí se ha cometido un crimen.—Lo he notado, inspector. Adelante.—¿Falta algo en la casa? ¿Objetos de valor? ¿Papeles? Cualquier elemento...—Nada inspector... Hemos revisado cuidadosamente... No falta absolutamente nada.—Bien, señora... ¿Quién pudo haber matado al mayordomo?—¿Cómo puedo saberlo? Era un hombre extremadamente correcto... Hacía veintiséis años que estaba empleado en esta casa... De absoluta confianza. Y nunca tuvo altercados con el resto de la servidumbre...—Entiendo... Pero alguien lo mató...—Bueno... sí... Pero no puedo explicarme...—No se preocupe, señora... Ésa es tarea nuestra, no suya... ¿Cómo está compuesta su familia?—¿Qué tiene que ver mi familia en todo esto?—Es una pregunta de rutina, señora.—Mis dos hijos y yo, desde que mi marido falleciera el año pasado.—Lo siento. ¿De qué murió?—Un ataque cardíaco... Fue un duro golpe para los mellizos...—¿Mellizos?—Sí, Gustavo y Andrés son mellizos.—¿Qué edad tienen?—Veinticinco años.—Nacieron un año después de que el mayordomo entrara a trabajar en esta casa.Ravelli notó al instante el cambio de actitud de la mujer. Su tensión se reflejó en los músculos del cuello.—¿Y eso que tiene que ver?—Nada... Nada, señora... Puede retirarse. Cualquier cosa la vuelvo a llamar.—¿Se van a quedar mucho tiempo aquí?—No, ya nos estamos yendo... Sólo permanecerá un oficial de guardia en la puerta.Cuando el inspector Ravelli dejó la estancia tenía ciertas certezas que, en realidad, multiplicaban las preguntas en lugar de reducirlas. El móvil no había sido el robo ni el secuestro; pero aquella mujer se había puesto a la defensiva. ¿Por qué? ¿Qué tenía que ver ella en todo el asunto? ¿Qué escondía tras esa mirada fría y calculadora?Los hombres esperaban sus órdenes para abandonar la casa. Todos, sin excepción, se mostraban silenciosos y no podían sostener la mirada del inspector. Ya estaban enterados de la noticia, pensó Ravelli, y dio la orden de retirada dejando a un policía en la puerta.Él prefirió caminar. Releyó la carta y decidió comenzar personalmente y sin ayuda con las investigaciones. Allí estaban las pistas... Allí estaban los peones fundamentales de la partida."Hay tantas cosas que me gustan aún hoy. Hay tantas cosas que me hubieran gustado, antes del mañana, antes del pasado.
Me gustan: el pequeño gusano negro y líquido tan retratado por el artista, con sus hombres bregando por una fortuna mejor..."
El inspector Ravelli amaba a su ciudad como pocos. La incógnita podría ser indescifrable para otros, pero él reconocía en aquella frase al lugar que había presenciado el recorrido de su infancia. El pequeño gusano negro y líquido no era otro que el Riachuelo, ese brazo del Río de la Plata contaminado hasta la negrura por los desechos fabriles. La zona en donde se encontraba el insecto reptante era el barrio de la Boca. Y allí, en épocas mejores, los estibadores cargaban las bolsas en actividad inusitada.Y todo ello había sido retratado por un artista plástico sin par y caro a los sentimientos de Ravelli: Benito Quinquela Martín.Paró un taxi. Le dijo al chofer la dirección y el hombre enfiló, desapasionado, hacia la zona del río.Desde que abandonara el barrio hacía ya tanto tiempo, Ravelli nunca había tenido oportunidad de regresar. Nunca se había planteado visitar las calles de su infancia.Había llegado la hora del reencuentro.Capítulo 3
De viejos y de duendes
El inspector Ravelli caminó lentamente por las orillas de ese riacho sucio que dividía la Capital Federal de la Provincia de Buenos Aires. Pensó, sonriendo con amargura, en las promesas de los políticos que se habían llenado la boca con palabras de ecología mientras el río seguía tan repugnante como siempre. Los votos ya habían sido logrados... para qué insistir con el tema.
El hombre que había dejado las pistas en una carta tenía preferencias singulares. El aspecto de ese paisaje podría despertar muchas cosas, pero ninguna era la indiferencia. Un viejo museo con algunos cuadros del pintor Quinquela Martín se encontraba en la intersección de las calles Herrera y Pedro de Mendoza. Penetró en él. Ningún visitante... Algunos recuerdos mal entrazados y obras pictóricas de autores no muy reconocidos enmarcadas con dudoso gusto. El encargado se acercó, extrañado.—Es raro un visitante a estas horas en el museo.—Todos perseguimos un interés particular cuando entramos en un lugar así... Aunque sea matar el tiempo...—Sí, eso es cierto... Pero este museo ya ni siquiera permite ese interés, señor. Si usted quiere hacer eso con ese pobre muchacho vaya al café de la otra cuadra... En realidad, no tiene aspecto de querer matar a nadie, ni siquiera al tiempo. Aunque sea policía.—¿Cómo sabe que lo soy?—Se los huele a kilómetros de distancia, aún sin uniforme...—Hago un sinnúmero de esfuerzos para disimularlo.—Eso es, precisamente, lo que lo aleja de las personas comunes. Nosotros, los civiles, no hacemos nada para fingir nuestra condición. Y esa diferencia es la que lo pone en evidencia.Tal vez allí estaba la clave del asunto. Tal vez por eso siempre lo descubrían.—¿Qué busca?—No se asuste... No es a usted a quien busco.—Yo no me asusto, jovencito, pero desconfío.Ravelli recorrió la estancia con su mirada sin que se le escapara detalle. Un cuadro de un viejo transbordador se encontraba en una de las paredes. Se acercó a él. Había algo inexplicablemente familiar allí. El cuidador del museo lo observaba con curiosidad.—¿Qué es lo que le llama la atención de ese cuadro?En ese instante el inspector lo descubrió. El reloj que tenía pintado en su quilla era exactamente igual al que había visto en la biblioteca de la mansión de los Azcuénaga. Por compromiso, más que por otra cosa, preguntó al hombre del museo.—Usted debe saber... ¿Cuánto hace que dejaron de funcionar los transbordadores del Riachuelo?—Hace mucho tiempo... Déjeme pensar... mil novecientos sesenta y cinco, o sesenta y seis... no estoy muy seguro... Hasta mi memoria va envejeciendo. Recuerdo un poema que hablaba de aquel momento... Era de un tal Olmos... Santiago Olmos, me parece...Sin que nadie lo invitara el viejo cerró los ojos y, acaso acariciado por la melancolía, comenzó un recitado al que Ravelli prefirió no interrumpir.—Cruzaste el río durante décadas, / viejo barco cargado de misterio, / incansable, en agonía de tu tedio, / cumpliste el rol y se te fue la vida. / Ni siquiera una triste despedida, / abandonado a un costado en este día, / fuiste nave crucera, serás chatarra / porque ya nadie te grita / de orilla a orilla. / Ya el óxido carcome las entrañas, / ya el agua inunda tus sentidos, / ni siquiera un adiós acompañado, / sólo el grito estridente de las fábricas. / Ni siquiera una triste despedida, / abandonado a un costado en este día, / porque ya nadie me grita, / de orilla a orilla. / Capitán sin barco, marinero sin vida, / ya se oxida mi rostro por el llanto. / Fui capitán, hoy ya soy nada. / Y de a pie voy perdiendo la alegría.No era un gran poema aunque el improvisado trovador lo había recitado como si lo fuera. Y Ravelli, agradecido, le dio el aplauso de sus propias palabras:—Hermoso poema, señor...—Hermoso, en verdad...—Le agradezco el dato...—No es nada. En la otra sala hay otra obra de un transbordador... Es de Quinquela... Al barquito se lo ve más lindo de lo que en realidad era. Pero nuestro artista pintaba así: hermoseaba lo gris y lo oscuro, y transformaba un grito de agonía en un canto de éxtasis.—¿Puedo verla?—Para eso es un museo, ¿no cree usted? Acompáñeme...Los hombres se dirigieron a la otra sala. Era ancha y espaciosa. Muy iluminada. Con piso de madera y paredes descascaradas por la falta de cuidados.—Aquí está... ¿qué le parece?—Inmenso...—Quinquela no se habría sentido muy halagado con sus palabras...—Disculpe... Fue una primera impresión.—No hay cuidado... Hace una semana atrás alguien se acercó... también por la tarde... A ver esta misma obra.—¿En serio?—Sí, yo estaba en la oficina, preparándome un té... No lo escuché entrar... Pero me acerqué luego con la intención de hacer la limpieza y oí los pasos. La persona que vino se fue corriendo... No la pude ver... ¿Qué hace?—Estoy revisando el marco... ¿Me permite descolgarlo?—No debería... Yo estoy aquí justamente para evitar ese tipo de cosas...El policía sonrió.—Mire, ¿cree usted necesario que vaya hasta el despacho del juez y le pida una orden de allanamiento sólo porque usted considera que no debo descolgar el cuadro? Ya sabe cuáles serán los resultados.—Me gustaría que usted me los explique.—Estoy investigando un asesinato. Conseguiré esa orden y descolgaré el cuadro de todas maneras, pero con una circunstancia agravante.—¿Cuál?—Tendrá que volver a verme.El cuidador sonrió.—Vamos. Lo ayudo. Es un cuadro demasiado grande para un solo hombre.Cuando apoyaron la base de la obra en el piso el viejo encontró lo que Ravelli estaba buscando.—Hay un sobre pegado aquí... en la parte de atrás... Esto es nuevo... estoy seguro de que antes no estaba.—Ese sobre me pertenece, señor... Es parte del trabajo que estoy realizando...—Llévelo... Y ojalá lo ayude con su caso... Pero antes, pongamos el cuadro en su lugar.Lo acomodaron rápidamente.—Gracias, señor... ¿Su nombre?—Olmos... Santiago Olmos...—El autor del poema...—El mismo...—Gracias, y adiós... capitán...—Adiós, inspector.En cuanto salió del museo sintió toda la melancolía intentando estallar desde algún lugar de su interior. Las ciudades enormes desvalorizan a sus tradiciones y en la medida de sus posibilidades económicas tratan de hacer desaparecer sus pasados humildes. Y cuando les es imposible, los condenan al olvido, como ese pedazo de tierra, cruzado por el mal olor del gusano oscuro y serpenteante. Eran los patios traseros. Eran los lugares que aún no habían podido ser reciclados, los que todavía no habían recibido la mano de pintura que habría de tapar toda aquella tristeza, toda aquel dolor de infancia y de recuerdo.Rasgó el sobre. Tenía que seguir trabajando.Una nueva carta y la misma letra.A quien leyere:Cuentan las leyendas que los duendes son personajes terriblemente traviesos. Los hay buenos y malos. Lindos y feos. Bulliciosos y silentes. Pero una característica de todos los duendes en general, es, precisamente, su capacidad para hacer travesuras. Son tan traviesos que la gente prefiere perderlos a encontrarlos.Yo conozco la historia de un duende llamado circunstancia, que una noche, cuando una madre estaba embarazada, realizó unos pases mágicos y cambió terriblemente los destinos. Pobres mellizos, creyeron que una cuna les pertenecía y crecieron engañados. Hay algunos escondidos en mármol esculpido.Adivina, adivinador... ¿Qué fue lo que ocurrió?El inspector comenzó a devanarse los sesos pero no encontraba la pista. Sabía a qué mellizos se refería la carta, pero ¿cómo poder avanzar sin unir los hechos? Interrogaría a los jóvenes. Pero eso se llevaría a cabo al día siguiente, previa llamada para ubicarlos y para solicitarles que fueran tan amables como para concederle una entrevista.Caminó unas cuadras hasta conseguir un taxi. Pocos autos se atrevían a esa zona desierta de la ciudad. Finalmente encontró uno que se demoraba en una esquina... le dio la dirección de su domicilio y ascendió. Mientras avanzaban, sacó el papel con la primera carta y releyó la segunda pista:Me gusta aquella alfombra verde con sabor a París y con más pinturas en el frente...Una alfombra verde con sabor a París... Una alfombra verde podría ser una plaza, pero no recordaba ninguna con sabor a París.—¿Usted conoce alguna plaza que se llame París? —preguntó al chofer.—¿Aquí en Buenos Aires?—Sí...—No... París, no recuerdo... y es raro, mire que yo hace veinte años que manejo el taxi...—No se preocupe, a lo mejor no existe... era una pregunta nada más...—Está Plaza Francia frente al museo de Bellas Artes.Una alfombra verde con sabor a París y con más cuadros en el frente. Sí... era Plaza Francia.—Lléveme allí, por favor.El automóvil cambió de rumbo.Desde una de las zonas más pobres de la ciudad a una de las más pudientes.Un mundo de contrastes, se dijo el inspector, y se hundió en sus pensamientos.Capítulo 4
Mellizos
La plaza Francia amplia y cuidada. El museo de Bellas Artes enfrente, con su monumental fachada y sus estandartes que indicaban las diversas exposiciones itinerantes.
El inspector Ravelli bajó del taxi. La tarde avanzaba y una punzada en el estómago le recordó que no había almorzado. Divisó a lo lejos a un vendedor ambulante y hacia allí se dirigió.En cuanto el hombre lo vio, se puso a la defensiva.—Oficial... No tengo los permisos... Me los olvidé... Pero todo está en regla.—¿Cómo sabe que pertenezco al cuerpo de policía?El vendedor vaciló.—Por la misma razón que usted sabe que yo no tengo ningún permiso para trabajar en la vía pública. Pero la mercadería es de primera. Las salchichas son las mejores... de un frigorífico amigo.—Razón de más para desconfiar.—Oficial... No me detenga... Yo vivo de esto... Es un trabajo honesto... Tengo dos hijos... ¿Qué prefiere? ¿Qué salga a robar?—Tranquilícese... Sólo viene a buscar algo para comer y a pedirle que me oriente.El vendedor se apresuró a introducir una salchicha dentro del pan, entregándosela al inspector.—Ahí tiene servilletas y mostaza. ¿Qué quiere saber?—¿Hace mucho que trabaja por aquí?—Y... varios meses... El que parece ser nuevo por la zona es usted.—Estoy buscando una escultura que esté relacionada con duendes o con mellizos.El hombre miró a un lado y a otro. Su rostro se iluminó.—Allí... Subiendo por aquellas escaleras... En lo alto hay una estatua de dos niños. Puede que sean mellizos... De los duendes ni noticias... Pero no hay que descuidarse...—Gracias... ¿Qué le debo por la salchicha?—No me debe nada, señor, tómelo como una atención por hacer la vista gorda.—Ni siquiera lo insinúe. Dígame cuánto le debo porque si no le confisco la mercadería y el puesto de buenas a primeras.—Un peso con cincuenta centavos.Ravelli pagó y recibió el cambio.—Buenas tardes.—Es la primera vez que un oficial de la policía no me acepta la atención.—Espero que no sea la última. Hasta siempre.—Adiós.Subió lentamente las escaleras que conducían a la zona más alta de la plaza. Los peldaños eran de mármol y evidenciaban tiempos mejores. Cuando llegó a la calle superior se detuvo a admirar el paisaje. El verde era de una generosidad inusual. Una de las zonas más aristocráticas de la ciudad parecía rendirse ante su presencia. La pequeña rotonda que funcionaba como mirador alojaba, en su centro, a la estatua de dos niños arrodillados e implorando con sus bracitos abiertos hacia el cielo. Ravelli notó cierta familiaridad con los cuadros de Rómulo y Remo aunque sin la loba que los amamantara, como si esa madre faltara. Las expresiones del rostro eran oscuras... La escultura era tan vívida que los hermanos parecían malintencionados.Había una inscripción en una placa, tapada por el óxido turquesa propio del cobre. Ravelli, aprovechó la servilleta de papel para limpiar las letras y leer el cartel:"Los Mellizos Cambiados".
Antigua leyenda irlandesa.Un duende engañó a los niños, haciéndoles creer que eran hijos de un padre rico. Cuando la verdad salió a la luz, la tragedia se desencadenó.Allí había nuevas indicios, relacionados, indudablemente, con los jóvenes Azcuénaga. Era una verdadera lástima que en el Buenos Aires del tercer milenio no hubiera posibilidades de echarle la culpa a los duendes. La carta indicaba como próxima pista a los jardines de Babilonia. Tendría que encontrar ese lugar; pero antes volvería a la casona, sin permiso y sin llamado previo. Los mellizos parecían ser la clave del asunto y la sorpresa era fundamental.Se dirigió a la avenida que a lo lejos se divisaba.—Jovencito.Una mujer mayor, casi una anciana, se acercó a Ravelli y le extendió la servilleta de papel que el inspector había dejado cerca de la estatua.—¿Señora?—Parece mentira que un oficial de la policía tire la basura en medio de la calle. Tome, allí hay un cesto... ¡Qué barbaridad..!Mientras le hacía señas a un taxi, Ravelli pensó que tendría que haber una forma para que no lo reconocieran como agente de la ley. Cuando estaba a punto de subir al vehículo hizo un bollo con la servilleta y la arrojó al cesto, bajo la atenta vigilancia de la anciana.Durante el viaje intentó descubrir cuáles podrían ser los jardines de Babilonia.El chofer del vehículo, en aquella oportunidad, no le fue de gran ayuda.Descendió frente a la mansión, saludó al oficial de guardia, tocó el timbre y esperó a que la chicharra sonara permitiéndole el ingreso. Unos pasos presurosos se acercaron desde uno de los laterales. La señora Pardea de Azcuénaga, más enérgica que durante la mañana, apareció en el rellano.—Se suponía que iba a llamar antes de volver a esta casa..—Lo que pasa es que muchas veces no podemos prever ni siquiera nuestros propios movimientos.—¿Qué se le ofrece?—Necesito interrogar a los mellizos.La mujer no pudo ocultar la tensión.—¿Por qué?—Señora... Por ahora debo reservarme los motivos... Pero no se preocupe... Ninguna sospecha recae sobre ellos.Pareció pensarlo seriamente. Por fin accedió.—Sea, inspector. Es usted afortunado pues ambos se encuentran en la casa en este momento. Espérelos en el estudio. Ya conoce el camino.—Gracias, señora...La mujer había girado sobre sus talones y se había alejado, insensible a los agradecimientos. El inspector se dirigió a la estancia.Sin siquiera tener tiempo para sentarse los mellizos aparecieron en el rellano de la entrada. Se adelantaron y lo saludaron, presentándose y estrechando su mano. Eran enérgicos y apuestos aunque demostraban cierto abandono propio de los jóvenes de las familias ricas. Se sentaron, visiblemente nerviosos, frente al inspector ante el escritorio. El silencio se demoraba mientras Ravelli jugaba con su encendedor. El humo del cigarrillo encendido molestaba a los hermanos; pero a juzgar por sus gestos, no sólo el humo les molestaba...—Bueno, señor, ¿para qué nos mandó llamar? —preguntó uno.Con cierto sarcasmo, el otro agregó:—¿Acaso somos los sospechosos?—¿Ustedes qué creen?—Pero por favor, inspector ¿Qué tenemos que ver nosotros con el crimen?—Concretamente... ¿Qué quiere saber?—¿Cómo se llevaban con el mayordomo?—¿Con Mauricio? Yo me llevaba fenómeno...—Y yo pésimo... Conmigo se tomaba ciertas atribuciones que no le competían...—¿Por ejemplo?—Qué sé yo... Me retaba cuando no venía a dormir... o cuando no me bañaba... Desde que murió papá se puso peor...—¿Y con usted no pasaba lo mismo?—No, inspector. Mi hermano y yo somos muy distintos. Él es un tiro al aire. Fíjese que los dos estudiamos abogacía, a mí me faltan dos materias para recibirme, y a Gustavo dos años...—Andrés siempre fue el preferido en esta casa. Mi padre se preocupaba por compararnos el uno con el otro.—¿Su padre?—Dejemos a mi padre tranquilo, él está muerto —respondió Gustavo.—Inspector... ¿Qué quiere de nosotros?—No lo sé... En realidad, no puedo entender por qué han querido matar a este pobre hombre...—Pudo haber sido cualquiera, un ladrón... Un intruso que se metió a robar...—¿En una casa donde puertas y ventanas estaban cerradas por dentro y no hay signos de que se hayan forzado?—A lo mejor lo mató alguien que conocía, él le abrió la puerta, lo trajo hasta aquí y le dispararon. La vida privada de Mauricio era un misterio... Vaya uno a saber en qué andaba...—Él sabía algo de los robos... —Andrés se mostraba dispuesto a hablar.—¿De los robos?—¡Callate, Andrés!—Sí... desde hace ya tres años que vienen faltando cosas en esta casa: dinero de la caja fuerte, algunas joyas de mamá...—Andrés... ¿Te querés callar, por favor?—Es extraño... Su madre no me comentó nada de los robos...—Mi madre vive en una burbuja, inspector.—Nos tenemos que ir, si nos disculpa.—Los disculpo.—Buenas tardes —saludó Andrés.El otro se retiró sin abrir la boca. Indudablemente tenía el carácter de la madre.Ravelli se sentía cada vez más confundido. Apagó el cigarrillo y se distrajo jugando con las cenizas. No había oído a la mujer que entrara sigilosamente al cuarto.Capítulo 5
Generoso cantinero
Ravelli se sobresaltó ante la presencia de la mujer que había entrado silenciosamente.
—Señor...—¿Sí? Discúlpeme, estaba distraído.—Deje a los chicos tranquilos... Ellos no tienen nada que ver...—Permítame determinar a mí el punto... Me gustaría saber con quién estoy conversando...—Yo soy la señora Hoover. Agnes Hoover... Ama de llaves de esta residencia.—Sí... me lo imaginaba... Y es la persona que sabe todo... y que se encarga de todo, pues tengo entendido que la dueña de casa vive en una burbuja...—No intente sonsacarme información, no vine a colaborar con usted, oficial...—Ravelli... Inspector Rodolfo Ravelli, para servirle.—... Ravelli... Aquí las paredes oyen.—¿No me diga? ¿Y por qué se han vuelto tan perceptivas las paredes?El silencio de la mujer era por demás elocuente.—Usted era la persona en esta casa que mayor relación tenía con el occiso. ¿Estoy en lo cierto?—Sí.—¿Qué puede decirme de él?—Era un hombre maravilloso. No entiendo quién pudo haberse beneficiado con su muerte.—No le quepa la menor duda de que alguien lo hizo. ¿Qué me puede contar de los robos?La tensión en el rostro y en el cuerpo de la empleada que permanecía de pie era evidente para un observador experimentado como Ravelli.—¿Los robos? ¿Qué robos?—Los que se vienen sucediendo desde hace tres años...—No sé nada... Aquí nunca nadie ha robado nada... ¿Algo más?—No... Nada más... Ya me iba...—Muy bien... Ya conoce la salida.No se demoró un minuto en dejar la casa.Ya en la calle, tomó el teléfono celular y marcó un número.—Hola inspector...Ravelli prefería otras épocas. A pesar de manejar los últimos adelantos en materia informática, amaba los tiempos en que la palabra globalización ni siquiera se había ideado. Los identificadores de números telefónicos le impedían sorprender con el llamado imprevisto.—¿Inspector?—Estoy aquí, López. ¿Alguna novedad?—Si hubiéramos tenido alguna novedad lo hubiéramos llamado.—Y si usted fuera un poco menos impertinente ya sería jefe de policía.El silencio demostraba que había puesto a su asistente en el lugar correspondiente. Era un buen hombre, pero muy joven aún, con cierta soberbia; y un policía soberbio era, indudablemente, un elemento peligroso.— Busque los lugares en la ciudad que se llamen Babilonia. Trabaje con el teniente Sontic.—¿Babilonia? Bien, señor... En cuanto tengamos noticias nos comunicamos.Guardó su celular en el bolsillo del saco y decidió caminar hasta el bar de Tommy, un lugar en donde inevitablemente concluía sus jornadas. Ravelli tenía debilidad por la cocina del cantinero a pesar de que era lo más grasosa que se podía encontrar en kilómetros a la redonda; y ése, era, precisamente, el atractivo para el inspector.Caminar lo reconfortaba... Era el momento de ordenar las fichas, de encontrar alguna pieza que encajara en ese rompecabezas cada vez más complicado. Trataba de fijar los hechos del día. Ravelli sabía que todos, absolutamente todos en la mansión de los Azcuénaga, mentían; o al menos estaban ocultando algo. Había interrogado sospechosos durante muchos años como para no darse cuenta. ¿Estarían confabulados? No era posible. De ninguna manera eran profesionales. ¿Y los robos? ¿Por qué ocultarlos? ¿Qué tenían que ver con la historia? ¿Qué es lo que quería decir exactamente esa carta que hablaba de duendes y de destinos cambiados?Llegó al bar. El ambiente, en su interior, siempre frecuentaba la semipenumbra. Una mesa estaba ocupada por un hombre que perdía su mirada en la nada, a través de una ventana que distorsionaba las figuras por la mala calidad de su cristal. Era probable que los pensamientos del parroquiano también estuvieran desfasados y de esa manera compensaran el defecto del ventanal, observando así la realidad.—Llega temprano hoy, policía.—Así es, Tommy, estoy de paso, esperando una llamada de mis subordinados.—¿Un café o va a quebrar la ley?—Sírvame una cerveza.—Va a quebrar la ley entonces.El cantinero ya estaba destapando la botella y depositándola sobre el mostrador junto con un vaso. El inspector tomó un par de servilletas de papel y comenzó a limpiar los bordes antes de servirse.—Son las pelusas del trapo —se justificó el cantinero.—Sí... las pelusas del trapo de la semana pasada, más las marcas de un rouge violáceo y uno rosa pálido, más los restos grasosos de miles de millones de labios.—Está exagerando.—No verdaderamente... ¿Quiere que exagere?El cantinero, sin respuesta y sin sacarse el cigarrillo de la boca, se dio vuelta para revolver el contenido de la gran olla que burbujeaba con sonidos que se adivinaban espesos.—¿Qué tendremos para cenar esta noche, oh noble cantinero?—Depende... ¿usted va a terminar su cerveza?—No lo creo, con este vaso alcanza.Tommy se acercó a mostrador, tomó la botella, la miró a trasluz comprobando que aún continuaba llena hasta la mitad.—Permiso.Fue todo lo que dijo y volcó el ambarino líquido en la olla.—Guiso de cordero a la cerveza. Ése es el menú de hoy.—Suena prometedor...—¿Verdad que sí?El teléfono celular del inspector comenzó a sonar.—Esos teléfonos —comentó, fastidiado, el cantinero.—Hola, inspector, Sontic.—¿Qué averiguaron?—El único lugar que pudimos encontrar es una mezcla de bar y teatro, funciona exclusivamente de noche. Está en uno de los barrios viejos de la ciudad.—Muy bien... Dígame la dirección de esa Babilonia.En cuanto escuchó el nombre, Tommy dejó de dar vueltas al espeso líquido dentro de la olla. El inspector cortó su celular y se dispuso a partir.—Hasta luego, Tommy, vuelvo después por ese guiso.—Inspector... No pude evitar escuchar lo que hablaba.—Usted nunca puede evitarlo, cantinero.—¿Qué es eso de Babilonia?—Tengo la pista de un crimen. Y esa pista habla de los jardines de Babilonia. El único lugar que se llama así está en la parte vieja de la ciudad y...—Hay otro lugar —interrumpió el cantinero.—¿Cómo dice?—Que el Babilonia que usted dice no tiene jardines... Yo conozco los Jardines de Babilonia.—Dígame a qué se refiere, Tommy... se lo ruego.—Me refiero a un albergue transitorio que queda en las afueras de la ciudad. Muy lujoso, muy vistoso y caro...—¿Está seguro de que se llama así?—Seguro... Yo nunca fui, porque, además, no soy de ir a esos lugares... Pero allí está... Paso todas las noches con el auto, cuando vuelvo a mi casa.—¿Dónde queda exactamente?—Saliendo de la ciudad por la autopista norte... Una media hora de viaje, no puede perderse.—Gracias, Tommy.El inspector se dirigió a la puerta.—Inspector... ¿Está con el auto?—No...El cantinero rebuscó en un cajón hasta que encontró las llaves. Se las arrojó a Ravelli.—Llévese el mío. Está estacionado en la puerta.—Gracias, Tommy.—Devuélvalo sano y regrese a tiempo. No se puede perder el guiso a la cerveza.—Prometo no perdérmelo. Hasta luego, cantinero.—Hasta luego, policía.Cuando Ravelli salió a la calle. Ya estaba oscureciendo. Subió al auto y, asombrado, descubrió que estaba impecable. Nadie podría imaginar que el dueño de aquel vehículo tenía un bar en donde preparaba el famoso guiso a la cerveza.Arrancó pensando en el eufemismo que significaba la denominación "albergue transitorio" para referirse a un hotel por horas. Una tonta disposición municipal había determinado el cambio de nombre en las placas de todos esos lugares, como si de esa manera hiciera desaparecer la actividad que adentro se llevaba a cabo. Y las implicaciones eran terribles. Hacer el amor, para el gobierno de la ciudad, rondaba con la clandestinidad.Pensó en la novela de Orwell, "1984", y se estremeció.El automóvil se perdió en la autopista, rumbo al norte.Capítulo 6
Jardines
Ravelli condujo por la autopista tratando de encontrar el lugar que el cantinero le había indicado. Indudablemente el occiso era un hombre meticuloso, complicado y obsesivo. Sonrió. Conocía el tipo de sujeto, vaya si lo conocía. No le quedaba ya ninguna duda: siguiendo las pistas, resolvería el caso.
En dichas elucubraciones se encontraba cuando divisó un gran edificio de dos plantas iluminado como si fuera un típico casino de Las Vegas. Los Jardines de Babilonia se destacaban en medio del paisaje oscurecido. El inspector se ubicó en el carril de la derecha y tomó el primer desvío que pasaba directamente por la entrada del hotel alojamiento. Se sintió un poco incómodo; indudablemente no era habitual que un hombre solo condujera a través de la gran entrada para autos. Una rotonda se encontraba tras ella, dominada por una gran fuente central. Condujo a su alrededor hasta llegar a una ventanilla donde un empleado, incrédulo, lo veía bajar en un lugar en donde nadie bajaba. Todos preferían extender la mano y pedir la llave de la habitación sin descender del vehículo y esperar a que la barrera les permitiera pasar hasta la habitación con su propio guardacoches incluido. Ése no era el caso del momento.—Señor... El establecimiento es sólo para parejas.El inspector sacó la placa.—Como se imaginará, no vine con mi pareja... Tengo que hacer algunos recorridos por aquí adentro.Visiblemente nervioso el hombre salió de la cabina y encaró al oficial.—Sin escándalos, por favor, señor... Tenga en cuenta que éste es un lugar muy reservado... Viene gente muy importante... No es bueno que se los moleste...—¿No me diga? ¿Y por qué no molestarlos?—Comprenda, inspector, si estas personas estuvieran con sus parejas oficiales no vendrían aquí, se quedarían en sus casas.—En realidad no necesito armar escándalos... Tal vez con su colaboración alcance...—Dígame... Si lo puedo ayudar... Le pido que entre a la casilla... Vienen clientes.Ravelli entró detrás del empleado y notó todas las luces prendidas en el tablero con diversos colores. Aquello parecía la cabina de un piloto de aviación. Vio la mano extendida de un hombre. Hubo intercambio de llaves y tarjeta de crédito.—Oficial.—Dígame.—¿Sería tan amable de sacar el auto de la entrada? El señor necesita pasar... Y me parece que está apurado.Ravelli maldijo su descuido. Rápidamente salió de la cabina, dio marcha atrás y retomó la rotonda. Cuando el auto del cliente cruzó la barrera, Ravelli lo siguió y estacionó en el área de cemento alrededor de la que se encontraban las habitaciones. El empleado se acercó.—¿Cómo puedo ayudarlo, inspector?Sacó una foto.—¿Conoce a este hombre?El muchacho estudió la instantánea sin resultados.—No... La verdad es que me parece que nunca lo vi en mi vida.—Sin embargo, lo más probable es que haya venido a este lugar.—Mucha gente viene por aquí, pero, como se imaginará, nadie hace demasiada publicidad.Un folleto con fotos de las habitaciones estaba adosado al cristal de la cabina.—¿Éstas son las habitaciones?—Así es... Todas distintas. Este hotel no tiene dos iguales, salvo las gemelas.—¿Las gemelas?—Sí, dos habitaciones contiguas e idénticas. Se comunican entre sí. Para parejas un tanto... como decirlo... especiales... Usted me entiende.—¿Puedo recorrerlas?—La verdad es que tendría que pedirle permiso a los dueños, pero visto y considerando que hasta mañana al mediodía no los veo por aquí, y que, además, no hay mucho movimiento hoy, pues bueno, adelante, inspector... son aquellas dos de allí. Las que están con la luz azul. Aquí tiene las llaves. Suerte en la búsqueda, pero no desordene nada. Los clientes después se quejan.Ravelli cruzó el predio y se dirigió a la puerta de una de las habitaciones. En cuanto entró la luz se encendió automáticamente. Era grande. Una rápida inspección le demostró dos cosas: la primera, que esos lugares se construían con mucho dinero; la segunda; que estaban destinados exclusivamente para dar placer. El aroma del típico desodorante de ambientes hirió su olfato.Sin tocar nada comenzó a recorrer el aposento. Vio la puerta que comunicaba con el otro recinto. La abrió. Ambos eran idénticos. Allí tenía que estar la clave de los Jardines de Babilonia... ¿pero dónde exactamente? Dio varias vueltas, rebuscó en recovecos, golpeó paredes esperando hallar escondrijos secretos y descolgó los cuadros.—Inspector.La voz del empleado lo sobresaltó.—Sí... Estoy buscando... No he podido hallar nada aún...—Lo que pasa es que cada vez que usted descuelga un cuadro o mueve alguna de las esculturas me suena una alarma en la cabina... ¿Puede estarse quieto?—Sí... he notado los sensores... Eso es para evitar los robos, ¿verdad?—Exactamente.—De todas maneras, no parecen obras de arte muy valiosas.—A mí me gustan...—Sobre gustos... Dígame una cosa... ¿Cuál cree usted que es la parte más importante de la habitación? Además de la cama, se entiende.—Bueno... No podría decirlo exactamente, no andamos espiando lo que hacen los clientes, pero invariablemente, el noventa por ciento de las parejas utiliza el jacuzzi.Ravelli se dirigió a uno de los baños. El jacuzzi era verdaderamente amplio y pensó que no le vendría nada mal un chapuzón de esas características; pero estaba solo e indudablemente el empleado del hotel no era un buen aliciente. Observó detenidamente y no encontró nada extraño hasta que se detuvo en la marca del artefacto.Los jacuzzi llevaban la marca Hoover, el mismo apellido que tenía el ama de llaves de la residencia de los Azcuénaga.—Muy bien, le dijo al empleado, debajo de este artefacto, o del que está del otro lado, seguramente se encuentra algo que nosotros necesitamos. ¿Hay alguna forma de sacar las cubiertas?—Las bañeras tienen por aquí una abertura por donde se puede acceder a lo que hay debajo.—¿Con qué objeto?—Muchas veces hay filtraciones y es necesario secar, sino después la humedad sube por las paredes.El empleado descorrió los cerrojos y Ravelli se le adelantó.—Déjeme a mí.Sacó una pequeña linterna de uno de sus bolsillos y alumbró el interior. Metió la mano y extrajo una bolsa de polietileno bien cerrada que contenía un arma calibre veintidós.Debajo de la otra bañera, también resguardada tras el polietileno, encontró un poema manuscrito, la misma letra que la de cada uno de los otros mensajes.A quien leyere:¿Cómo saber de quién es la descendencia?
Si las pruebas se destruyen de repente.
Esos hijos, cuyo origen no sospechan,
van andando por destinos tan errados.
Pobre padre, mayordomo acorralado,
en el dolor de perder a sus mellizos.
Los vio crecer, confundidos y engañados,
los vio llorar en el hombro equivocado.
Y dispuesto a revelar tantos secretos,
resolvió relatar lo acontecido.
Pobre hombre, tras los años de silencio,
recuperó el espíritu, y a luchar se disponía.
Inútil gesto heroico... desesperado.
Una bala de esta arma lo ha frenado.
—Muchas gracias por su colaboración.—No es nada, inspector. Ojalá pueda resolver su caso. Buena suerte.Ravelli enfiló su auto hacia la autopista de regreso a la ciudad. Llamó desde el celular a uno de sus ayudantes para que reuniera al equipo de laboratorio a fin de que analizaran los recientes descubrimientos, a pesar de la hora.No tenía dudas de que aquélla era el arma homicida... Pero ¿cómo llegó allí? ¿Quién la llevó? ¿Por qué?Demasiadas dudas y sólo pocas certezas.Había un mayordomo muerto.Un arma homicida.Dos mellizos que eran sus hijos aunque ni ellos mismos lo sabían.Aceleró la marcha de su auto. Quería dejar cuanto antes la pistola en el laboratorio de la central de policía.Tenía hambre y no veía la hora de probar el guiso de cordero a la cerveza.Capítulo 7
Sur
A la mañana siguiente, casi de madrugada, Ravelli recibió el llamado del laboratorio.
—Hola...—¿Inspector?—¿Sí?—González, del laboratorio...—Dígame...—Las marcas de la bala que hallamos en el cadáver coinciden con las estrías del cañón del arma que nos hizo llegar.—Bien...—El arma tiene número de registro; sólo le falta la bala disparada, y corresponde, según la ficha, a un tal Manuel Azcuénaga ¿Le dice algo?—Sí, era el dueño de la casa... Pero está fuera de sospecha...—Tiene una coartada...—Una coartada infalible... Murió hace un año.—Indudablemente alguien tomó el arma prestada.—Gracias, González... Qué buen investigador hubiera sido... ¿No prefiere dejar el laboratorio y unirse a nuestra tropa?—Su sarcasmo agrava mis úlceras, inspector.—Hasta luego, González y le pido disculpas por haberlo sacado de la cama anoche.—Ya estoy acostumbrado. ¿Por qué cree usted que tengo úlceras? Hasta luego.Ravelli sonrió. La gente del laboratorio siempre protestaba, pero cumplía.Pensó en las cuatro incógnitas de todo homicidio: "Alguien mató con algo a alguien por alguna razón". Asesino, arma, víctima y motivo. Los cuatro peones fundamentales del ajedrez. Dos se habían ya revelado. La víctima y el arma. Alguien mató con un arma calibre veintidós, propiedad del dueño de casa, al mayordomo por alguna razón. Sólo faltaba averiguar el motivo y el asesino aparecería sin lugar a dudas. En ese momento todo se reducía a una ecuación de dos incógnitas. Con despejar una, la otra se evidenciaría..Luego del café negro y amargo salió en su auto para continuar con la investigación. Mientras manejaba hacia el centenario barrio de Boedo pensaba en las próximas pistas. Tomó la carta y leyó nuevamente las dos frases....algunos cafés perdidos entre la bruma de los recuerdos; la pantalla encendida con olor a nostalgia y con clave secreta pegada a un paredón sin después...
Allí había algunos lugares claves para un hombre nacido en la ciudad de Buenos Aires: el paredón sin después era una clara alusión a un tango compuesto por Homero Manzi, cuyo título era, simplemente... Sur.La letra comenzaba con un par de versos que daban una localización exacta de un lugar de la ciudad:"San Juan y Boedo antiguo y todo el cielo,
Pompeya y más allá la inundación..."
Las avenidas San Juan y Boedo mostraban una de las esquinas más emblemáticas de la ciudad. ¿Por qué Ravelli se había decidido por aquél lugar? Por una de las frases que se encontraba en la carta:...clave secreta pegada a un paredón sin después...
El estribillo de ese mismo tango decía:"Sur... paredón y después...
Sur... una luz de almacén..."
Cuando llegó a la esquina pudo divisar el bar "Homero Manzi", viejo y pintoresco, con el estigma propio de algunos cafés perdidos entre la bruma de los recuerdos, como había escrito el occiso. Muchos lugares tradicionales habían cerrado sus puertas desde que los nuevos espacios irrumpieron. La globalización arrasaba con la identidad de una ciudad que, como todas las grandes urbes, sacrificaba su idiosincrasia en pos de un modernismo que no entendía de tradición.Ravelli estacionó el auto y se dirigió al viejo bar. Algunas mesas estaban ocupadas por los parroquianos; en otras ya se habían acomodado jubilados que manipulaban los naipes o las fichas de dominó; una mujer detrás de su pocillo de café apenas manchado con unas gotas de leche trataba de buscar tras el vidrio de la ventana algún indicio de que valía la pena levantarse y continuar camino, tan deprimida estaba, o al menos eso le pareció al inspector; dos hombres acodados sobre el mostrador daban la impresión de estar sosteniéndolo; los vasos de vino blanco estaban casi vacíos y los ojos de ambos ya se habían enturbiado, a pesar de la temprana hora.El oficial se dirigió al encargado que contaba monedas en la caja. Le mostró la placa.—Aquí tenemos todos los papeles en orden... ¿Quiere que se los traiga? ¿Va a realizar un control sanitario? Los baños están impecables... También la cocina... Pase... Pase...—No estoy aquí para nada de eso... Sólo quiero hacerle unas preguntas...Ravelli tenía muy en cuenta la segunda frase de ese paquete de pistas: la pantalla encendida con olor a nostalgia y con clave secreta pegada a un paredón sin después...—Lo escucho —le dijo el encargado con desconfianza.—¿Ustedes no tienen computadora?—¿Computadora?—Sí... un ordenador...—Pero, hombre, ¿cómo se le ocurre? No confío en esos aparatos...—Pensé que tenía uno... ando siguiendo algunas pistas...Ravelli descubrió un cuadro en la pared en donde se mencionaba la historia del sitio que había tenido varios nombres; se acercó a él:Su primer nombre fue "El Aeroplano", después, "El Nipón", por la nacionalidad de su nuevo dueño. "Bar Canadian" fue el siguiente. Finalmente, "Homero Manzi", en homenaje al autor del tango "Sur".—Si quiere ir a uno de esos lugares que tienen computadores, pues en la otra esquina, cruzando las avenidas hay uno de esos cibernosecuántos donde se puede tomar algo y jugar con esas maquinitas.Ravelli divisó por la ventana el local del que hablaba el encargado.—Se llama algo así como Cibermellizos, porque los dueños son mellizos...—Gracias, señor... ¿Está usted seguro de que no tiene ningún elemento de informática aquí? ¿Ni siquiera una pantalla de televisor?—No, hombre, aquí lo único que se parece a algún elemento de los que usted dice son los ratones que andan a la noche en las cloacas, pero sanidad puede venir tranquila, aquí no entran...—Gracias por la información.—Vaya hombre, vaya con Dios.Ravelli cruzó en diagonal ambas avenidas aprovechando la pausa del tráfico detenido en el cambio de semáforos. Entró al local. No era muy grande y tenía dos largas mesas con los equipos. Reconoció a los dueños rápidamente, pues eran idénticos.Las máquinas, salvo una, estaban desocupadas y funcionando, esperando clientes que entraran en la red de redes, a la caza de datos. Todas con sus protectores de pantalla activados. La que estaba apagada tenía escrito con tinta, en el gabinete de la CPU las palabras:Aeroplano — Nipón — Canadian — Manzi.Ravelli se acercó a uno de los dos mellizos.—Buenos días... Esa máquina apagada, ¿está descompuesta? —Algún gracioso hace un par de días le puso una contraseña en el set up... inhibe el arranque... estamos esperando al técnico para que borre toda la información y vuelva a formatear el disco...—¿Me deja intentarlo?El hombre lo miró. Dudó al principio.—Adelante... Si la desbloquea, pues le regalamos un par de horas de navegación.—Gracias...Ravelli se sentó frente al monitor y encendió la CPU. La pantalla negra propia del sistema DOS apareció con sólo dos palabras: "Enter password" y el estúpido cursor titilando. Probó con la palabra mellizos sin resultado. Los dos dueños del local estaban a sus espaldas. Siguió con cada uno de los nombres del bar, intentó con Hoover, con Azcuénaga, con jardines y Babilonia sin resultado. Mayordomo, ama, llaves, Mauricio... Nada funcionaba... gemelos, pistola, Quinquela, Martín, transbordador, reloj...Se dio por vencido...—Evidentemente... el sujeto fue muy ingenioso. ¿Saben quién es? ¿Lo recuerdan?—No, por aquí pasa mucha gente... no chequeamos los equipos cuando los clientes salen... No hay mucho para robar... La computadora de la caja nos marca los minutos que estuvo conectado y el importe... Cobramos y el individuo se retira...—Me temo que tendré que llevarme este equipo...—Pero... ¿qué está diciendo?Ravelli sacó su placa.—Inspector Ravelli, del distrito Central de Poli...En ese momento se le ocurrió. Volvió a prender la CPU y cuando aparecieron las fatídicas dos palabritas tecleó:Ravelli.Como por arte de magia la pantalla se iluminó e inició todos sus procesos normales.Allí encontraría una nueva pista y acaso la solución al asesinato de un mayordomo.Capítulo 8
Primer mundo
Todo en aquella computadora había sido cambiado, tocado, modificado. La pantalla, luego de que el sistema operativo se abriera por completo, dejó como fondo de escritorio un dibujo extraño: una cinta ancha que formaba un cilindro en perspectiva. Dentro de ella estaban dibujadas diversas formas y figuras: una balanza, un arquero, dos peces, un escorpión, dos mellizos... eran los símbolos del zodíaco.
Ravelli fue trasladando el cursor de un dibujo a otro aunque ya sabía que sólo estaría asociado a algún archivo el correspondiente a los mellizos.Antes de continuar, se dio vuelta y encaró a los hermanos.—Les pido por favor que me dejen trabajar.—Pero nosotros queremos saber... Todo este asunto se ha puesto interesante, es misterioso...—No estamos en medio de la filmación de un policial... Esto es la realidad. ¿Qué prefieren? ¿Me dejan trabajar o me llevo el equipo?Los mellizos se retiraron a regañadientes. Ravelli pulsó dos veces el botón del mouse sobre el ícono de Géminis. La pantalla se oscureció para dar paso a una frase que solicitaba paciencia mientras se cargaba un video. Apareció finalmente la imagen del mayordomo sentado frente al escritorio que ya Ravelli conocía bien. Tenía un aparato de control remoto con el que presuntamente manejaba una cámara. Presionó una tecla y la lente lo acercó a primer plano. Se lo veía sonriente y hasta se podría decir de buen humor.—Si está viendo este material es porque usted ha llegado hasta aquí, inspector Ravelli.El hombre filmado hizo una pausa y el hombre real aclaró su garganta. Se encontraba verdaderamente conmovido.—Discúlpeme que no lo tutee, pero han pasado muchos años y ya no me atrevo con la confianza. Sé que voy a morir, sé perfectamente que tengo pocos días por delante, pero, usted sabe, siempre fui enigmático, siempre me gustaron las adivinanzas y los juegos de palabras. Por eso las pistas... Yo creo en la justicia, Ravelli.El hombre se detuvo... Él también estaba emocionado.—¿Sabe? Me resulta extraño pronunciar el apellido... Es como una sensación de soledad tan inmensa. Los recuerdos son terribles cuando son buenos, porque no permiten el alivio. Cuando uno rememora un hecho doloroso de su pasado se siente reconfortado al saber que su presente tiene mejores características; pero cuando es bueno, cuando lo vivido fue brillante en algún sentido, el presente se hace difícil, y en mi caso, como usted sabrá en el momento en que se encuentre mirando este material, imposible. Está bien encaminado, inspector, pues de no ser así jamás hubiera podido llegar hasta aquí; tiene algunos datos, pero aún le faltan cosas jugosas para aclarar mi muerte.La imagen hizo una pausa antes de continuar.—Sabiendo ya que mi destino no podía ser modificado, y de alguna manera, no lo hubiera querido, traté de convertirlo en un enigma policial lo suficientemente intrincado como para despertar su entusiasmo, acaso como un homenaje a los hermosos tiempos compartidos hace ya tantos años. Imaginé que usted había hecho carrera en la policía. Leí en algún periódico que no me había equivocado. Al final se salió con la suya, Rodolfo, logró su cometido. Cuando practicábamos ese divertido juego usted siempre quería hacer de policía y yo era condenado inevitablemente al papel de ladrón. Y el triunfo era suyo, lo recuerda... ¿Lo recordás, Rodolfo?Nuevamente el mayordomo prefirió el silencio. Ravelli permanecía inmutable, con los músculos de sus facciones igualados en un rictus impenetrable.—Discúlpeme... me dejé embargar por la emoción y por la fantasía de lo que nunca podrá ser... Tiene varias pistas por delante... Llegará a la resolución del caso... Éste fue simplemente un desvío para asegurarme, tarde o temprano, de que de alguna manera nos encontraríamos. No me guarde rencor, Ravelli, es cierto que podría haberlo buscado en vida, pero realmente no quería que tantos años y un presente a punto de ser pasado nos encontrara con nuestras miserias. Adiós, Rodolfo, queda su presencia y esta imagen, que ya es recuerdo. Siga con las pistas... llegará al final, que, en definitiva, es lo que todos ansiamos.La imagen se apagó y la pantalla volvió a mostrar la cinta con sus figurasRavelli pidió un disco zip a uno de los dueños y copió la filmación en él, procediendo a borrarla de la máquina principal. Se acercó a los mellizos...—Gracias por todo... no voy a llevarme su computadora.—Díganos al menos cuál es la clave para entrar, de esa forma el técnico perderá menos tiempo y no será necesario reformatear el disco, con anular la clave alcanzará.—Ravelli... La clave es Ravelli, con "v" corta, doble "l" e "i" latina.—Es igual a su apellido, inspector.—Es mi apellido... ¿qué les debo por el zip?—Nada, al fin y al cabo usted nos ha hecho ahorrar un muy buen dinero...—Bien... lo transcribo y se los mando nuevamente.—Como prefiera... Que siga usted bien.—Igualmente.Se dirigió a su auto. En el camino abrió la carta y leyó la oración que correspondía a las próximas pistas....el dolor de un espacio que fuera trabajo y hoy es descaro con brillante posada y un divino frente al juego...
Había estudiado seriamente esa frase, la había mandado a los expertos para que lo ayudaran. Aún no había tenido noticias. Volvería a la central de Policía. Tenía mucho trabajo más allá de aquella investigación que lo tenía tan preocupado. Mientras manejaba pensaba en las pistas... en ese espacio del dolor que había tenido trabajo... Había muchos lugares abandonados que podían representar ese ámbito: fábricas, tinglados, depósitos cerrados... aquella pista no era específica, no ayudaba en absoluto... por primera vez el panorama se presentaba confuso... por otra parte, esos lugares desiertos no tenían relación con el descaro, ni con cosas divinas, ni con el juego.... El juego y el descaro... Sus pensamientos fueron invadidos por la imagen del mayordomo hablándole a través de una cámara y un monitor... En ese momento nadie lo observaba y ya no necesitaba fingir.Sentía que toda su vida había sido un gran disimulo. Se había resguardado con una cáscara de dureza incomparable acompañada con una profesión que le permitía seguir manteniendo esa rigidez, esa necesidad de no demostrar; pero había golpes que penetraban aún esa corteza y Ravelli, en ese momento, aferrado al volante de su automóvil, se sentía desfallecer.El semáforo se puso verde. El inspector, ensimismado en sus pensamientos, olvidó avanzar. No había tráfico por esas calles tranquilas y el auto se quedó parado allí, estático, con un chofer hundido en un recuerdo de tiempos más felices, cuando la soledad ni siquiera estaba en su diccionario de palabras habituales.—Buenos días.Un policía al lado del auto. Ravelli salió de su trance.—Buenos días, cabo.—¿Se siente bien?—Sí...—Está parado en medio de la calle con el semáforo dándole paso. Le pido que se ubique sobre la acera y me muestre sus documentos y la identificación del vehículo, por favor.Ravelli siguió las instrucciones, después de todo, el oficial estaba cumpliendo con su trabajo. Sacó los papeles y su placa.—Inspector Rodolfo Ravelli —leyó el agente y de inmediato se cuadró—. Discúlpeme, no sabía... jamás hubiera imaginado que usted era un policía.El celular de Ravelli sonaba insistentemente. Era paradójico, el único que no adivinaba su profesión era otro oficial de la fuerza. Indudablemente debía cambiar su estrategia para pasar desapercibido.—Está bien, cabo, usted estaba cumpliendo con su deber. Yo me distraje...Le mostró el teléfono al oficial quien se apresuró a hacerle la venia y a alejarse del lugar.—Hola, inspector... Sontic al habla.—¿Qué tenemos..?—Bueno, no mucho pero sí algo, pensamos que el lugar del que habla la carta tiene que ser alguna especie de fábrica desocupada que hoy puede funcionar de otra cosa: un club de strip tease o una discoteca... por lo del descaro... y también tendría que haber un hotel con muchas luces, por lo de brillante posada... ahora, lo del divino frente al...Ravelli ya no escuchaba. Había visto un cartel en la vía pública que había llamado su atención...—Sontic...—¿Sí...?—¿Dónde está ubicado ese barco que fue convertido en casino?—En Puerto Madero.—¿No es el que está frente a una gran discoteca?—Sí... Espere un segundo que me parece que ya lo tengo...Sontic volvió al teléfono en muy poco tiempo, se lo notaba entusiasmado.—Inspector, la discoteca que está frente al casino se llama "Divino Buenos Aires"—Gracias, Sontic.—¿Lo acompañamos?—No... cualquier cosa les aviso....el dolor de un espacio que fuera trabajo y hoy es descaro con brillante posada y un divino frente al juego...
Todo encajaba perfectamente: el espacio que fuera trabajo era el puerto que en una época había sido escenario de una actividad inusitada y que se había convertido en el lugar de moda de la ciudad. Allí almorzaban los ejecutivos de alto vuelo, en los restaurantes lujosos ubicados en las viejas dársenas remozadas. Los pavos reales se paseaban vanagloriándose con gran ostentación. Era la ilusión del "Primer Mundo" al cual en realidad no pertenecían. El lugar les daba los oropeles, los brillos y las luces necesarios para poder autoengañarse. Próxima a las dársenas se encontraba la brillante posada: el vidriado e inmenso hotel Hilton recientemente inaugurado y, a unos pocos metros, el barco casino. Cruzando una explanada, la discoteca "Divino de Buenos Aires".Ravelli enfiló su auto hacia Puerto Madero. El estómago le recordó que ya el sol había decretado el mediodía y él aún no había probado bocado. Decidió postergar ese asunto hasta la cena, deseando que al cantinero le hubiera sobrado un poco de ese delicioso guiso de cordero a la cerveza que había paladeado la noche anterior.Capítulo 9
Adivina adivinador
La zona de Puerto Madero estaba en plena actividad. Los emprendimientos inmobiliarios levantaban moles vidriadas que entregaban a la ciudad toda su majestuosidad en detrimento de aquellas barracas de ladrillos que durante tanto tiempo habían formado parte del paisaje invariable.
Ravelli conducía lentamente por las calles porteñas. Algunas conservaban el adoquinado como para demostrar que allí, en otra época, la ciudad de Buenos Aires había ostentado un puerto pujante.Las grúas abandonadas también formaban parte del paisaje pintoresco que maravillaba al turista, encandilaba al ejecutivo y permitía a las muñequitas que conducían programas frívolos tener un bonito fondo para realizar los tontos reportajes. Por las noches la zona de Puerto Madero era invadida por los fotógrafos de las más importantes publicaciones. Acudían a la caza de famosos. La situación se volvía un gigantesco safari que a todos les fascinaba jugar. Las presas trataban de esconderse... no demasiado, pero sí lo suficiente para disimular su hambre de disparos. Los cazadores apuntaban desperdiciando municiones fotográficas buscando una cosa en especial: así como los habitantes de la noche estaban hambrientos de flashes, los flashes vivían hambrientos de escándalo.El inspector recorría la zona al mediodía... Muchos ejecutivos hacían su aparición con sus amantes disfrazadas de secretarias. Hombres y mujeres del quehacer político, de la clase gobernante, profesionales que utilizaban su horario de comida para cerrar nuevos negocios...Ravelli notó con cierto espíritu crítico que todas las palomas del puerto de la Ciudad de Buenos Aires habían emigrado, espantadas por la actividad de los autos importados y por la inactividad de los barcos de carga. Nadie llevaba ya granos a esa zona del puerto. Las aves ya nada tenían que hacer allí. Era un lugar que había albergado al trabajo y se había convertido, definitivamente, en descaro...el dolor de un espacio que fuera trabajo y hoy es descaro con brillante posada y un divino frente al juego...El inspectador recordó la frase de la famosa carta. Algunas dársenas rojas se empecinaban en su destierro.El nuevo hotel Hilton era una especie de medio tonel gigante, vidriado, y colocado sin escrúpulos sobre la tierra, construido por arquitectos de celulares lustrosos, sólo a unas cuadras del Casino embarcado y de la discoteca "Divino de Buenos Aires". El inspector dejó el auto en uno de los modernos estacionamientos subterráneos y caminó acompañado por la brisa del río.El hotel hervía de actividad. Pasó por la puerta y decidió seguir viaje. En esa zona se encontraba una pista importante, aquello era indudable; pero no estaba en la discoteca, ni en el casino ni en la vidriada hostería.Estaba en el dolor de ese espacio que había sido trabajo y se había convertido en descaro. Y el dolor no se manifestaba en donde los oropeles pugnaban por taparlo. No... Seguía allí, escondido tras el fresco cemento, tapado a más no poder por las luces que permanecían encendidas las veinticuatro horas. Ravelli cruzó uno de los canales por el puente reconstruido y caminó hacia la izquierda, por la avenida paralela a la vía de agua. Llegó, bajo un sol que se había vuelto despiadado por su reverberación en el cemento, hasta la discoteca cerrada a la que no prestó la menor importancia. Atravesó la gran explanada que también funcionaba de estacionamiento y observó, sobre el agua al barco que parecía haber sido sacado directamente del río Mississippi. Era una réplica muy parecida, aunque, en realidad, los constructores no se preocuparon demasiado por las exactitudes. A los clientes que acudían a navegar sin salir de puerto lo único que les importaba era el tintineo de las fichas sobre el paño verde, la trayectoria de los dados, el sonido de las monedas repiqueteando en la bandeja de las máquinas tragamonedas o el ruido de las cartas plásticas que se entremezclaban seleccionando destinos de pobreza y riqueza en una sola noche.El inspector estaba parado a la salida del estacionamiento, prácticamente desierto en la tarde, aunque había algunos autos cuyos dueños preferían el juego al almuerzo.La voz del cuidador del lugar lo sobresaltó—¿Qué busca, policía?El hombre era casi un anciano. Y aquello le venía de perillas.—¿Cómo sabe que soy policía?—Muy simple, si fuera jugador no estaría mirando el casino desde afuera. Si fuera un ejecutivo no estaría vestido de esa manera.—Bueno, podría ser una persona normal que, por ejemplo, vino anoche al casino y extravió alguna cosa por aquí.—En esta zona del casino nunca se extravía nada, aunque se pierde mucho. Usted está buscando, policía, eso es seguro, pero no algo extraviado.—¿Cómo lo sabe?—Mira al frente y no hacia el suelo. ¿Qué quiere hallar exactamente?—Si lo supiera... El puerto está tan cambiado.—El puerto se ha retirado de esta zona. Sólo quedan por aquí las grúas remozadas y algunos pordioseros guardados en el viejo parque de diversiones. El hombre que sabe observar es testigo de un claroscuro terrible. La impudicia de la riqueza frente a los pordioseros grises de sudor... y de sudarios.—¿El viejo parque de diversiones?—Sí, allí, en la otra parte, cercana a lo que fuera el antiguo balneario municipal y a un par de cuadras de la reserva ecológica, funcionaba un parque de diversiones. Quedan aún algunos juegos oxidados en donde los pordioseros encontraron refugio cuando los echaron de aquí. ¿Le sirve la información?—Sí... Allí esta el dolor.El viejo quedó pensativo.—Esos hombres y mujeres no fueron siempre pordioseros. Supieron vivir épocas más felices, como empleados del puerto. Toda una vida hasta que los despidieron y se quedaron boyando entre el río y la desesperanza.—Gracias viejo... Veo que usted ha encontrado una forma de zafar de la situación...—Bueno... El estacionamiento me permite vivir de las propinas... Es mejor que estarse quieto dentro de un tiovivo semiderruido.—No sé por qué me hace acordar al encargado de un museo en el barrio de la Boca...—... que fue capitán de un trasbordador y hoy vive de recuerdos. Tal vez porque tenemos facciones similares...El inspector se quedó maravillado.—¿Lo conoce?—Es mi hermano.—Entonces... es usted el hombre que busco.—Sí, inspector Ravelli... Soy yo... Hace tiempo se acercó un niño con una carta y un dinero. La carta era para que la guardara hasta que viniera un policía apellidado Ravelli a investigar. El dinero era para mí.—El niño que le entregó la carta. ¿Cómo era?—Inocente, como todos los niños.El viejo se alejó con paso cansino luego de haber dejado el papel, guardado hasta ese momento como un tesoro, en las manos del investigador.Ravelli se sentía como un títere siguiendo la voluntad del occiso... o del asesino. Acaso ambas caras de una misma moneda. El niño sólo había sido un mensajero. Ravelli no podía hacer otra cosa que seguir con el juego. La partida de ajedrez iba avanzando. Desplegó la carta.Adivina, adivinador: hay un mayordomo que tiene dos mellizos producto de una noche infiel con la señora. Hay un marido engañado que se entera. Hay un secreto que todos prefieren ocultar.
Adivina, adivinador: hay robos que se suceden noche a noche, y entre esos robos, un arma del dueño de casa que ya no está. Hay una mujer enamorada, hay otra resentida.
Adivina, adivinador: hay dos personas que son muy parecidas pero de intenciones muy diferentes. Dos personas que ocultan sus motivos, y hay robos, y hay amor pero también hay odio.
Adivina adivinador: Alguien quiere sacar los trapitos al sol. ¿Quién quiere impedirlo? ¿Quién se perjudica? ¿Quién se beneficia?
Adivina, adivinador.
Ravelli trató de recomponer las pistas. Había algo anterior a cada uno de los hechos que se iban sucediendo. Si el mayordomo era autor de la dichosa carta (y de eso no cabían dudas) entonces sabía que corría peligro, indudablemente. Las pistas que fuera dejando, incluyendo la contundente grabación, no habían sido sembradas por un asesino loco. Ahora... ¿por qué el asesino no se había llevado la carta consigo? Era muy improbable que la causa fuera simple y llanamente que no la había visto. ¿Acaso el mayordomo, sabiendo que lo iban a matar, tenía a alguien de confianza dentro de la casa, que hubiera colocado esa carta sobre el escritorio, después del hecho? ¿Y el arma? ¿Cómo sabía el mayordomo dónde el asesino escondería el arma? Demasiadas preguntas sin respuestas.Nuevamente desde el principio, pensó con amargura Ravelli. Cuando uno está en un callejón sin salida lo mejor es olvidarse del problema por un buen rato. Se dirigió hacia la zona roja de la ciudad. Necesitaba compañía femenina.Capítulo 10
Vidas azarosas
El cuartel central de Policía a las cinco de la mañana presentaba un aspecto amenazante. La inmensa mole gris se encontraba sobre una avenida que permanecía húmeda aún en los días plenos de sol. Nunca se había podido descubrir la causa. Algunos creían que era producto de las planchas de vapor que utilizaba el tintorero japonés de la cuadra; otros lo atribuían a un problema cloacal; pero la mayoría prefería quedarse con el misterio. Aún no había comenzado a ascender el sol por el horizonte. El edificio tenía algunas ventanas encendidas, producto de las guardias que los oficiales descascaraban, como lo hacían con una rama y un cuchillo en las noches de vela los hombres de campo cansados y cansinos.
El inspector Ravelli no había podido dormir. Había pasado la noche con una amiga suya que rozaba con el límite de lo prohibido. Lo escuchaba y recibía el dinero por escucharlo, lo amaba y recibía el dinero por amarlo. Cada vez que él se encontraba con Debbie la sensación de angustia disminuía. Pero no en aquella noche.A las cuatro de la mañana había regresado a su domicilio. Había preparado café caliente dedicándose simultáneamente a la ducha. Sabía que estaba cerca de la resolución del caso y ello, en lugar de tranquilizarlo, lo desvelaba aún más. Jugaba sobre el tapete muchas más fichas de las que realmente podía darse el lujo de perder. Sea como fuere que terminara aquella historia, pensaba mientras se afeitaba, que siempre sería él el damnificado. Se preguntó, mirándose al espejo, si realmente no había sido un perdedor durante toda su vida.Cuando llegó a la central el personal de guardia se cuadró para saludarlo. No estaban sorprendidos... Acostumbraban ver pasar a Ravelli por las madrugadas. El hombre estaba solo y la única manera de paliar la soledad era trabajando.Ya en su despacho rearmó en la computadora todos los datos y cada uno de los puntos de la investigación que iba avanzando... Reprodujo la carta encontrada. La próxima pista no le había llevado demasiado tiempo:... y algunos lectores que se creen jueces frente al prócer.
Para alguien no habituado a su ciudad algunas incógnitas podrían parecer inextricables; pero para un buen investigador que conocía el territorio que pisaba, eran clarísimas. Una punzada de dolor atravesó su estómago mientras encendía un cigarrillo. Descubrió que no había cenado la noche anterior. Su prometido banquete en la cantina había sido olvidado. Dudó en bajar por un sándwich. Decidió escaparle al hambre hasta el mediodía. Tommy, el cantinero, seguramente tendría sus manjares a punto.Los jueces dictaban justicia en el palacio de los Tribunales, una de las zonas céntricas más importantes. Frente a ellos estaba la plaza Lavalle, llamada así en homenaje a un héroe de las luchas internas que sufriera el país en las primeras épocas posteriores a la independencia. Los lectores a quiénes se refería la frase de la carta eran aquéllos que en la plaza Lavalle se detenían en los numerosos puestos de libros usados que se encontraban frente al palacio de los Tribunales.En estas elucubraciones se encontraba cuando Sontic irrumpió en su despacho.—Inspector, buen día... ¿No le parece que es un poco temprano para verlo ya sentado tras su escritorio?—¿Qué hora es?—Las siete y media de la mañana.—Ya me iba...Sontic cerró la puerta y se acercó al escritorio.—Inspector, no quisiera inmiscuirme...—No lo haga, entonces.El ayudante hizo caso omiso a las palabras de su jefe.—... pero no puede seguir así. Esto es un caso de asesinato que, si bien tiene características especiales, no significa que tenga que hacerlo todo solo.—No... por eso les he dejado encargado trabajo. ¿Pudieron averiguar algo acerca de la próxima pista? —miró la pantalla del ordenador, leyó—. Y me gusta la tumba en medio del número en medio del caos de colectivos y trenes...—No... estamos trabajando...Ravelli tomó su impermeable, se disponía a partir. El afuera se empecinaba en una llovizna persistente.—Inspector... Permítame acompañarlo...—Sontic... Le agradezco... sé que ustedes se preocupan por mí... pero este caso es mi caso... ayúdenme resolviendo las pistas, que ya es mucho. Tienen mi número.Salió sin decir más, sin volver la vista atrás. Su ayudante pensó que estaba tan solo que su situación se volvía patética. Se acercó al escritorio y aplastó el cigarrillo que había quedado humeando contra el cenicero. A las ocho de la mañana Ravelli se dirigió al lugar que en la carta figuraba. La plaza Lavalle estaba repleta de árboles centenarios. Recorrió palmeras, acacias y gomeros. Buscó en lo incipiente de sus raíces, en el dulzor de la madera, en el frescor de las hojas. Uno por uno y todos juntos, a la distancia. Pero nada pudo descubrir. No había escritos, ni señales, ni siquiera dos árboles iguales.Se acercó a los puestos de venta de libros. La lluvia pequeña pero continua se ensañaba con su espalda. Fue recorriendo los negocios. Los vendedores parados frente a los mostradores de metal se demoraban en su tedio, con pilas de palabras apiladas y sin clientes. ¿De qué vivían? Esos negocios no eran redituables.La mujer que atendía el último puesto lo estaba esperando.—¿Usted es el inspector Ravelli?—Así es.—Me han dejado un libro para usted. Es éste.—Interesante... —dijo el inspector mientras tomaba el volumen con tapas lujosas—. ¿Y quién se lo dio?—Una niña me lo alcanzó, y me pidió que se lo entregara. Fíjese en la primera página. Allí escribió su nombre, inspector. Ella sabía que usted buscaría.—Pero a la niña la habrá mandado alguien...—Es posible, pero ese alguien no me fue presentado.—"Vidas azarosas". Interesante título.—Bueno... Sobre gustos... Hay una página marcada... la 34...—Gracias por el libro.—No es nada.—Perdón... Me queda una pregunta...—Dígame...—¿Ustedes viven de las ganancias que le dan estos puestos?—Qué ingenuidad... Sólo un inspector de la policía puede pensar semejante tontería.—¿Y entonces?—Ahí enfrente está el palacio de los Tribunales...—Sí, claro...—En toda esta zona se encuentran los despachos de gran cantidad de jueces, los oficiales de justicia pululan por esta plaza, inspector... Los detenidos son traídos aquí para comparecer, sus familiares a veces los acompañan, los esperan, platican con nosotros que estamos aquí... siempre... observando y escuchando. De allí salen nuestros honorarios, señor.—Informantes...—Si así nos quiere llamar... Nosotros preferimos la palabra "monitores".—No conocía este brazo de la justicia...—Alquilamos ese brazo, como usted lo llama. A veces a la justicia...—¿A veces?—Eso es información confidencial, inspector.. Nosotros tenemos nuestro propio código de silencio. Buenos días.—Buenos días.Se sentó en un banco bajo la sombra del gomero que dominaba, con su portentosa presencia, buena parte de la plaza. Abrió el libro en la página 34, marcado sólo con un doblez en la hoja, y leyó:Son los juegos de azar una de las principales causas del descontrol de una persona. A veces se pierden fortunas en el anverso de una carta; o en esa ficha de plástico que vale millones.Los jugadores compulsivos olvidan todo deseo que no sea el de la apuesta. Su apetito sexual disminuye drásticamente pues reemplazan el erotismo de una relación por el del juego. En la mayoría de los casos el deseo de ganar es ampliamente superior al deseo de enriquecerse. Cuando piensan en un número no importa demasiado el monto de la apuesta sino ganar. Ganar por sobre todo y para todo.Ser mejor que la banca, mejor que el de al lado, mejor que el compañero de oficina, que el jefe, que el cadete. Competir y ganar es lo único que cuenta para el jugador compulsivo. Y no se detiene ante nada. En muchos casos trabajan a destajo para obtener el dinero suficiente para volver al casino. Muchos descuidan su persona a medida que van perdiendo sus bienes. Ésa es la razón por la que las casas de juego tienen derecho de admisión: son tantos los desarrapados que se paran ante la puerta rememorando el tiempo en que la fortuna los acompañaba, que las administraciones de estos establecimientos han tenido que cerrarles el paso. Los custodios de la entrada reconocen esos rostros; algunos corresponden a empleados; otros, a vendedores y cuentapropistas que han perdido hasta su capacidad de voluntad... Hay más de un ex—millonario arrojado a la miseria.Los hijos de familias acomodadas son muchas veces, jugadores compulsivos. Debido a su situación, no necesitan salir a trabajar desde jóvenes y el aburrimiento los gana. Es el juego el único que les proporciona distracción. Los verán jugando millones en las ruletas del mundo. No importa demasiado la nacionalidad o el país en donde el casino esté ubicado, porque en realidad, a la única ruleta que están jugando, es a la rusa. Y, lamentablemente, en la mayoría de los casos, pierden.Una inscripción manuscrita acompañaba el relato:Existen casos por doquier. Nosotros conocemos uno. Es un joven de buena familia, espejo de otro, de apellido Azcuénaga, que vive en una gran mansión...Todo lo convertía en un sospechoso. Gustavo Azcuénaga era un tiro al aire, según las propias palabras del hermano. Por ende, casi con seguridad era él el responsable de los robos. Todo jugador compulsivo toma lo que tiene a mano para poder saciar su sed. Joyas... Dinero... ¿Armas? No... ¿Para qué llevarse el arma..? Sí... había una posibilidad remota de que nadie supiera en esa casa quién era el responsable de los robos. Dentro de esa suposición, cabía asociar que el mayordomo había descubierto a Gustavo Azcuénaga robando. A partir de allí, dos caminos: o lo extorsionaba para no revelar la verdad y por eso lo mató, o simplemente se disponía a descubrirlo todo, y, para el joven, la muerte de Mauricio era la solución. Claro que, probablemente, lo que el tal joven no sabía, era que había matado a su propio padre.Primera reconstrucción: alguien con algo mata a alguien por algo: Gustavo Azcuénaga, con una pistola, mató al mayordomo para que no revelara sus robos.Cerraba bastante bien... Pero sólo eran suposiciones. Y necesitaba algo más que suposiciones para encarcelar al culpable.Se dirigió, presuroso, hacia la cantina de Tommy. Ya era hora de llenar su estómago.Capítulo 11
El túnel
Cuando conducía su auto hacia el bar de Tommy recibió el llamado en el celular. Estacionó a un costado de la avenida y atendió. Era López, uno de sus ayudantes.
—Inspector. Ya tenemos resuelto el asunto.—¿A qué se refiere, López?—Develamos el próximo enigma... somos unas fieras...—Hay que escuchar cada cosa... Al grano.—La tumba en medio del número en medio del caos de colectivos y trenes... es sencillísimo.—López... O deja de alardear o a partir de mañana dirigirá el tráfico en la calle.—Bien, inspector usted no está de humor.—Nunca estuve de humor... por otra parte ¿usted es consciente del asesinato que estoy investigando?El silencio del otro lado de la línea le dio la pauta a Ravelli de que su subordinado lo era.—Le pido disculpas... Pensamos que indudablemente el caos de colectivos y trenes se refería a algún centro de distribución de tráfico. En la ciudad hay varios: Constitución, Barrancas de Belgrano... Plaza Miserere... Usted sabe que a la Plaza Miserere se la llama Plaza Once...—Y en medio está el monumento y el sepulcro de Bernardino Rivadavia.—Exacto, inspector... La nueva pista se encuentra allí. ¿Quiere que nos encontremos?—No, no se preocupe, López, ya tenemos todas las incógnitas resueltas. Sigo solo.—Como quiera inspector.—Vayan ustedes a los últimos dos lugares que figuran en la carta. Me llaman en cuanto encuentren algo.—De acuerdo, inspector.Ravelli tiró su celular sobre el asiento del acompañante. Arrancó el auto y lo encaminó hacia la zona de la plaza. No estaba muy lejos y el almuerzo podría esperar. ¿Qué nuevas pistas necesitaba? Si realmente Gustavo Azcuénaga era el asesino, con sólo presionarlo un poco, confesaría. Pero si aún había incógnitas por descubrir, su línea de pensamientos no era la correcta. Si quedaban pistas sueltas los misterios no se habían develado del todo. El occiso era un hombre precavido.La estación de trenes estaba atestada por toda clase de pasajeros y vendedores ambulantes que pululaban por doquier con esos carritos improvisados y armados de tal manera que cada vez que la policía irrumpía eran levantados en segundos. Todo desaparecía antes de que las fuerzas del orden y los inspectores municipales secuestraran la mercadería. Pero en aquel día no había operativos. Los trenes vomitaban humanos al igual que los micros de corta distancia, en medio del tráfico pesado y la polución que provocaba ardor en los ojos de aquéllos que no estaban habituados a los gases. No era el caso del inspector.Estacionó el auto en uno de los repletos garajes de la zona y cruzó a la inmensa plaza que albergaba en su centro la tumba de aquel prócer de dudosa trayectoria. Bernardino Rivadavia había sido una figura por demás polémica en la historia de su país.El monumento era una construcción cuadrangular y muy voluminosa. Estaba cubierto por grafittis de todo tipo y color.Era clara la referencia: dos unos idénticos, mellizos, formaban su nombre. La plaza Once... Era inmensa y si a eso se sumaba la estación de tren y las avenidas aledañas las expectativas de dar con alguna pista eran desalentadoras. Tenía la vaga sensación de que era vigilado. Miró con atención pero nada pudo descubrir.Recorrió un par de veces toda la zona. Por momentos se sintió un tonto como si estuviera jugando al popular pasatiempo de la cacería del tesoro. Nadie se le acercaba. Allí había algo que se había quebrado, no habían encargado a nadie que le llevara una carta, no había claros caminos para encontrarla. Entró en una librería, la única de la zona y por cierto con más tierra que libros. El vendedor estaba detrás del mostrador fumando un cigarrillo que casi se consumía solo. Ravelli paseó descuidadamente su vista por los volúmenes vetustos y en oferta. Se acercó al hombre que apenas reparó en su presencia.—Buenas tardes.—Buenas tardes, policía.Decidió no preguntar cómo se había dado cuenta de su condición. Los motivos lo tenían francamente harto.—¿Qué me recomienda?—Me parece que a usted cualquier libro le da lo mismo.—¿Por qué me dice eso?—Porque no vino aquí en busca de lectura sino de algo más...—Está en lo cierto... Algo que me conduzca a la resolución de un caso.—¿Un robo? Pues lea El gran robo del siglo; ¿un asesinato? aquí tiene Asesinato en la Rue Morgue...El vendedor sacaba libros a medida que los mencionaba. Sus comentarios rayaban con el sarcasmo.—... ¿una estafa? Pues nada mejor que El golpe.—Puedo ojear libros por mucho tiempo pero eso no me servirá de nada... Tendría que haber encontrado algo...—¿En esta librería?—No... En general... Por la plaza o la estación... No lo sé.—Me temo que no puedo ayudarlo, oficial.—Gracias de todas maneras...—Siempre es un placer colaborar con la ley.Ravelli pensó que la ley debería ser un poco más elástica a fin de que un inspector pudiera darle un par de coscorrones a un librero insolente.Justo cuando estaba saliendo del local vio el anuncio de la reedición de un libro de Ernesto Sábato titulado El túnel. Recordó un lugar en la zona que aún no había visitado. En el corazón del barrio las vías del tren partían la superficie en dos. Un pasaje subterráneo había sido construido por debajo para que los transeúntes pudieran cruzar sin tener que rodear la gran estación.Presuroso, Ravelli se dirigió hacia allí y la sensación de ser vigilado aumentó considerablemente. A pesar de ser un especialista en el tema no pudo descubrir a nadie a sus espaldas. Llegó hasta la entrada del túnel por el que nadie circulaba. El pasadizo oscuro se había convertido en una cueva en donde los pordioseros se refugiaban en las noches lluviosas. Las lámparas que lo alumbraban habían sido rotas a piedrazos. Sacó una pequeña linterna de su bolsillo y penetró en él. Al fondo, a unos ciento cincuenta metros aproximadamente se veía, pequeña, la salida semicircular del mismo. Caminó con cuidado. El pequeño haz de luz no era suficiente. Apenas si podía distinguir el suelo a sólo unos pasos de donde estaba. Alumbró las paredes y descubrió los papeles de diario, las cajas de cartón y las bolsas de arpillera que utilizaban los desamparados. Pensó que, a su modo, él también pertenecía a esa clase. Escucho un chillido a su izquierda. Una rata enorme se internaba, espantada, en un hueco de la pared.Nuevos sonidos por detrás. No eran animales, se hubieran espantado antes; no eran pordioseros, Ravelli se había preocupado por alumbrar a su alrededor y no los había visto; sea quien fuere que protagonizara esos ruidos se encontraba tras él y había entrado al túnel con posterioridad.Cambió la linterna de mano y sacó la pistola de la sobaquera. Amartilló el arma mientras un pensamiento inoportuno se le cruzaba. Hacía mucho tiempo que no usaba una. Se dio vuelta de improviso. La sombra que se recortaba tras el fondo iluminado de la calle desapareció rápidamente. El inspector estaba convencido de que se había pegado contra una pared. El haz de luz no llegaba tan lejos Comenzó a desandar el camino.—Inspector.Se detuvo. El corazón parecía salírsele del pecho y las sienes le latían y temblaban. La voz de quien había hablado estaba distorsionada por esos aparatos que Ravelli había visto en las películas y que se utilizaban para disfrazar la voz. O al menos eso creía.—¿Quién es?—No tema, inspector, no he venido a hacerle daño.—¿Qué quiere?—Reparar lo roto... Pegar lo cortado...—Explíquese...—Usted ha estado siguiendo una serie de pistas... Este eslabón de la cadena fue quebrado accidentalmente.—Y usted ha venido a repararlo.—En efecto. A la entrada del túnel le he dejado un sobre con la carta que usted debía haber encontrado en el mausoleo, pero por circunstancias ajenas a su autor, el original no existe más.—¿Qué necesidad hay de seguir con las incógnitas?¿Por qué tiene copias de las cartas? ¿Es usted el asesino?—¿Yo, inspector? Yo sería incapaz de matar a una mosca... Soy inofensiva...—¿Inofensiva?La mujer se había dejado llevar por la conversación, ahorrándole muchas incógnitas. ¿La señora Hoover? ¿Josefina Pardea de Azcuénaga? ¿Alguien enviado por el asesinado con anterioridad?—Acabemos con este juego. Dígame usted quién es.El eco de su propia voz le demostró que se encontraba nuevamente solo. Se encaminó hacia la salida. Esperaba que aquella carta fuera el final del camino. Ya estaba cansado de tantas vueltas, y acaso un poco vencido. Pensaba que siempre había tenido muchas virtudes, pero que el optimismo no contaba entre ellas. El hombre asesinado, indudablemente, cargaba también con la misma cruz.Ambos eran muy parecidos. Con amargura volvió a salir a la luz que lo encandiló.El sobre había sido depositado sobre un pilar de cemento descascarado que allí se encontraba.Capítulo 12
Dos cartas y un príncipe
Ravelli rasgó el papel.
Las leyes de la herencia tienen recovecos tan intrincados que ni siquiera los abogados pueden entender sin consultar los mamotretos en donde están asentadas. Para la ley de este país, los casos parecen ser más simples. Cuando una persona fallece su herencia se distribuye entre la viuda y sus hijos, aparentemente sin que pueda existir ninguna otra variante.Sin embargo, si uno lee las letras pequeñas de los decretos, puede descubrir que los testamentos y sus aplicaciones no son tan sencillos como parecen.Si tomamos el ejemplo de la familia Azcuénaga, de fortuna considerable, al morir el padre, la herencia pasó directamente a su viuda e hijos, como corresponde. Pero su escribano mantiene bajo siete llaves un documento en donde queda establecido que se desheredará a la familia si se descubre que los mellizos no son hijos verdaderos de Manuel Azcuénaga.El secreto tiene que mantenerse o la pérdida, para la viuda y los hijos, será irreparable.¿Cómo desentrañar el caso? Esa nueva carta complicaba las cosas. El secreto debía mantenerse contra todo y a pesar de todos. Las incógnitas parecían volver a multiplicarse. Era probable que el mayordomo quisiera revelar toda la verdad.Ravelli se vi obligado a cambiar nuevamente las piezas de lugar.Segunda reconstrucción: Alguien con algo mata a alguien por algo: Josefina Pardea de Azcuénaga, con una pistola, mató al mayordomo para que no revelara el origen de los mellizos. Más suposiciones en esa nueva posibilidad.Los próximos pasos estaban en la carta inicial que había quedado sobre el escritorio:Y me gusta la tumba en medio del número en medio del caos de colectivos y trenes, y el teatro magnífico y el teatro de golpes.Sontic y López habían encontrado las respuestas. El teatro magnífico era el Teatro Colón de la ciudad, uno de los centros mundiales de la música clásica y la ópera. La impresionante construcción era el orgullo de los ciudadanos de Buenos Aires. En una época, cercana a su inauguración, se había llamado el Teatro Magnífico, Sontic lo recordó por las anécdotas de su abuelo que había sido sereno de un depósito cercano.La otra revelación había estado a cargo de López. El famoso teatro de golpes era el estadio Luna Park, tradicionalmente dedicado al boxeo pero, desde hacía ya muchos años, convertido en un inmenso escenario para bandas y comedias musicales.Sus colaboradores se habían dirigido a ambos destinos. Ravelli no tenía otra cosa que hacer que esperar. Había combinado para encontrarse con ellos no en la central de policía, pues allí le esperaba un inmenso papeleo y la firma de decenas de autorizaciones aburridas, sino en el bar de Tommy.Luego de muchos cabildeos y maniobras pudo sacar su auto del garaje atestado y enfilar rumbo a la cantina; el sólo hecho de pensar en ella le había provocado una punzada en el estómago. Tenía hambre. Ya había perdido la noción de cuándo había sido la última vez que había comido.Diez minutos más tarde estacionaba el auto en la puerta del "Tommy's Bistró" que permanecía en semipenumbras, como era habitual. La poca luz que entraba de los ventanales no alcanzaba a disipar la sensación de que el cantinero trataba siempre de ahorrar gastos. Ravelli hubiera querido averiguar en qué otras áreas estaría ahorrando. Por un momento pensó en preguntarle a Tommy en dónde compraba los alimentos con los que preparaba sus exquisitos menjunjes. Abandonó ese línea de pensamientos por temor a las respuestas.—Buenas tardes, cantinero —saludo el inspector, acomodándose en la barra.—Buenas tardes, policía... ¿Qué hace aquí tan temprano?—Espero a mis subordinados... y tengo hambre.—No es hora de almuerzos, ni de cenas... Le puedo preparar un sándwich.—¿No le sobró ningún plato del mediodía?Tommy se acercó a una gran olla. Sacó la tapa. Prendió una hornalla y la colocó encima.—Usted, Ravelli, conoce los secretos de mi excelente cocina. Sabe que la comida recalentada es la más sabrosa, y, a pesar de eso, yo se la preparo y no le cobro ni un peso extra.—Mire, cantinero, usted debería pagar para que yo coma lo que ha puesto a calentar, ¿Qué tenemos hoy?—Al mediodía preparé un estofado a la Príncipe di Catanzaro. Fue un éxito, no sobró casi nada. Sólo un par de porciones que reservaba para mí, pero bueno, todo sea por colaborar con la ley y evitar así una inspección de bromatología.Ravelli, investigador nato, no pudo dejar de curiosear.—¿A la príncipe de Catanzaro?—En efecto... Mi abuelo...—¿Su... abuelo?—Mi abuelo fue príncipe de la región... Teníamos campos allí... Éramos grandes latifundistas en Catanzaro, Italia... Tierra de enormes chefs... Y el más importante, en honor a mi abuelo, instauró el plato.Ravelli sabía que el pasado romántico del cantinero era inventado, tal vez hubiera alguna parte real en la historia, pero desde esa hilacha se devanaba una madeja de invención y fantasía, que, seguramente, Tommy había terminado creyendo, de tanto haberla repetido.—Y cuénteme... ¿Cuáles son los ingredientes del estofado?—Bueno, en realidad, usted debería saberlo ya que conoce este establecimiento desde hace tiempo, lo que pasa es que siempre viene a la hora de la cena; pero una vez por semana, al mediodía, yo preparo este plato famoso en las planicies de Catanzaro.—Al grano, cantinero, o lo hago arrestar.—El estofado a la príncipe de Catanzaro se hace con todo lo que fue sobrando durante una semana de los otros platos. Exquisito.El inspector dudó por su integridad. Justo en el momento en que se encontraba al borde del arrepentimiento entró Sontic con el sobre en la mano.—Inspector... era una carta más... No fue muy difícil hallarla.—¿Dónde estaba?—Hace aproximadamente una semana retapizaron las butacas del teatro. Cómo no les alcanzó la tela por un error de cálculo quedaron, en un palco, un par de sillas sin restaurar... Las únicas dos distintas y las únicas dos idénticas... Pensando en los mellizos, buscamos ahí. Habían hecho un corte en una de ellas y en su interior la encontramos. Por las dudas revisamos las dos.—Eso significa que las destrozaron, imagino.—Bueno... Destrozar es una palabra un poco extrema... Las revisamos...—Entiendo, y la policía tendrá que pagar la revisada, ¿no es verdad?—Tenemos que resolver el caso, inspector, ¿desde cuando se fija en gastos?—Desde que estoy a cargo del departamento, Sontic.Desplegó la carta.Él era un hombre maravilloso, mi amigo. Un hombre capaz de hacerle sacar a las damas el mayor suspiro de amor. Él era casi un ángel revestido de persona. Y, sin embargo, su soledad y la historia de una pasión no correspondida hicieron de su esbelta figura un ermitaño.
Acuciado por la crueldad de esa mujer de posición, burlado por sus propios hijos cuyo padre ignoraban, prefirió olvidar su pasado de futuros venturosos y quedarse en esa casa, aunque sea cumpliendo tareas de mayordomo.
Sí, Mauricio era un hombre maravilloso. El ángel que ya ha desaparecido, violado por un pedazo de plomo que se alojó en su corazón. Y amado por otro corazón destrozado.
Ravelli lo notó al instante: aquéllas eran las palabras de una mujer enamorada, con lo cual las pistas dadas por el mayordomo en su primera carta se mezclaban con estas otras. Pero... ¿quién había sido el autor? ¿Habría más de uno? Si Mauricio no había escrito las misivas, al menos estaba enterado, pues su imagen en la computadora del barrio de Boedo lo corroboraba.Se había enamorado de la dueña de casa y no fue correspondido. Y existía otra mujer, tal vez el nudo de aquella trama... enamorada perdidamente del enamorado. ¿Acaso ella la señora Hoover..?Tercera reconstrucción: Alguien con algo mata a alguien por algo: la señora Hoover con una pistola, mató al mayordomo por despecho, y por amor.Tres posibles finales para un solo caso. Gustavo Azcuénaga, Josefina Pardea, La señora Hoover... estaban sospechados. Pero Ravelli ya sabía que tendría que esperar la última carta o pista que su otro asistente había ido a buscar al estadio Luna Park. La que seguramente incriminaba a Andrés Azcuénaga, el cuarto peón de aquel intrincado juego de ajedrez.—¿Inspector?Sontic lo sacó de su ensimismamiento.—Sí, Sontic.—El cantinero le sirvió el plato. Se le va a enfriar.Ravelli, casi sin salir de su concentración, llevó el tenedor con un bocado irreconocible a sus labios. Parecía carne pero no estaba seguro. Cuando lo paladeó se sintió en los cielos.—Inspector, ¿qué está comiendo?—Estofado a la Príncipe di Catanzaro.—¿Y está bueno?Ravelli observó a su ayudante, casi desconfiando.—¿Me va a decir que usted jamás probó semejante manjar? ¡Cantinero! Tráigale un plato a mi asistente.—¡Sale! —se escuchó la voz, un tanto divertida, de Tommy, quien regresaba al bar desde el excusado secándose las manos con el delantal.Sontic comenzó a sudar. Había pasado crisis terribles y peligros indecibles en su carrera, pero comer uno de los platos del cantinero amigo de su jefe podría convertirse en el más terrible de todos.Capítulo 13
El hermano
Mientras los dos policías terminaban tan delicioso manjar, entró en la cantina el otro ayudante del inspector Ravelli, traía un sobre en la mano.
—Inspector... Buenas tardes... La carta estaba en un negocio de videojuegos frente al estadio... Dentro de una máquina que se llama "La Mansión", supusimos que había allí alguna conexión.—Gracias, López.El inspector sacó el papel leyó.Las cosas nunca son como parecen. Los sentidos engañan. El pensamiento es un manojo de llaves equivocadas. Y cuando las puertas se abren conducen a caminos que se bifurcan hasta hacer perder la conciencia en el infinito revuelto de la falta de revelación.Ninguno de los mellizos es lo que parece. Hay uno que vive debajo de las polleras de su madre, que ha descubierto la verdad y que, de ninguna manera, quiere sentirse hijo de mayordomo.Prefiere ser hijo apócrifo de millonario desaparecido. Un mayordomo molesta y la molestia debe desaparecer.Ravelli tenía la acusación que faltaba. Cuarta reconstrucción: Andrés Azcuénaga mató con una pistola al mayordomo para ocultar la verdad.—¿Pudieron averiguar algo sobre el escribano?—Sí —respondió López—, es el doctor Saavedra. Lo está esperando.—Cantinero... ¿Le sobró algo del estofado a la Príncipe de Catanzaro?—No mucho... Ustedes comen como policías...—Sírvale un plato a mi asistente... No se puede perder esa maravilla.—Inspector... ¿No es mejor que lo acompañemos?—Quédense aquí... Éste es mi caso... Llamen a la mansión y díganle a la dueña de casa que quiero hablar con ella, con sus hijos y con la señora Hoover, en una hora aproximadamente. Comuníquenle que, por el bien de todos, es mejor que no falte nadie a la reunión; y que, si es necesario, saldremos a buscar a los que no aparezcan... Cantinero, agregue lo que consuman a mi cuenta.Cuando salió y se disponía a subir al auto, la puerta de la cantina que nunca cerraba del todo le permitió escuchar la pregunta de Tommy y la respuesta de uno de sus asistentes.—¿Qué le pasa a su jefe? Nunca lo había visto tan ansioso con un caso.—Éste es un caso especial... Mataron a su hermano.Ravelli prefirió no seguir escuchando. Suficiente dolor arrastraba como para llevarse las palabras de compasión del cantinero. La reunión con el escribano no fue extensa ya que el profesional había sido puesto al tanto por López.Cuando salió de sus oficinas manejó hasta la imponente mansión. Con todos los datos que tenía sólo había una forma de dilucidar el misterio: el interrogatorio y el careo de unos con otros. Llamó a la puerta.Era hora de la verdad.La señora Hoover abrió y sin decirle palabra lo dejó allí parado, dirigiéndose hacia el escritorio en donde había sido encontrado el mayordomo. Ravelli cerró la puerta y la siguió. Los dos mellizos y la dueña de casa ya se encontraban allí, los rostros tensos, expectantes.—Buenas noches, seguramente se preguntarán por qué los he reunido.—No hago más que preguntármelo, señor inspector —contestó Josefina Pardea de Azcuénaga.—Es simple. Temo que en esta habitación se encuentra el asesino.—Eso es un despropósito. Ninguno de nosotros sería capaz de matar una mosca —respondió la señora Hoover.—Es probable; pero yo no estoy hablando de moscas, sino de hombres.—No estamos obligados a contestar. Llamemos a un abogado, mamá —Gustavo Azcuénaga estaba visiblemente asustado.—¿Por qué? ¿Tienen algo que ocultar?—Ellos no hicieron nada, inspector.—¿Cómo puede estar tan segura, señora Hoover?—Porque son un pan de Dios.—¿Ah, sí? ¿Un pan de Dios? Sobre todo Gustavo... Jugador empedernido.—¡Basta inspector! ¿Adónde quiere llegar? —se interpuso la señora de Azcuénaga.—A la verdad. Y la verdad es que su hijo se juega todo a la ruleta. He averiguado algunas cosas, señora. Sé hasta en el lugar donde apuesta Gustavo... allí es bien conocido... Le hablo de un barco en el puerto...—Pero inspector...—Esperá Gustavo, dejame hablar a mí —continuó Ravelli—. Tu enfermedad por el juego te llevó a cometer todos los robos en esta casa. El mayordomo te descubrió. Al principio te apañó prestándote dinero bajo condición de que no robaras más y no le hiciste caso. Decidió revelar todo y, quien roba dinero o alhajas, también puede hacer lo propio con un arma, una pistola que sirva para matar.—Está equivocado, inspector. Sus investigaciones no son del todo correctas —Andrés Azcuénaga había abierto la boca.—¿Qué estás diciendo?—Callate, Andrés.—No, mamá... No voy a dejar que lo acusen a Gustavo. El jugador que va al casino soy yo; la confusión se debe a nuestro parecido. A pesar de que Gustavo es el desquiciado en esta casa, hace todo menos jugar. Yo cometí los robos, casi todos; pero creo que mi madre no va a hacer la denuncia. Está acostumbrada y sufre por ello.—¿A qué te referís con casi todos?—Falta uno, inspector... Yo no robé el arma ni maté a Mauricio. Y es su palabra contra la mía. Buenas noches.—No terminé todavía. A pesar de tu inclinación por el juego es probable que no hayas sido el asesino. Porque aquí se juegan muchos secretos, ¿sabés? El escribano de la familia, el doctor Saavedra, me reveló, en un interrogatorio algunas cosas más que interesantes.—¡Inspector! —la dueña de casa estaba cada vez más nerviosa.—Había una vez una mujer que se enamoró de un hombre y, engañando a su marido, en una noche de placer, quedó embarazada de mellizos. Si la sociedad se enteraba de este hecho sobrevendría la ruina de la familia. El marido aceptó a los mellizos como sus hijos con la condición de que nunca se conociera la verdad. El auténtico padre amenazó con denunciarla si no le permitían permanecer junto a los niños y fue contratado como mayordomo de la casa.La mujer no pudo mantener la compostura. Cayó sobre uno de los sillones, quebrándose.—¡Basta, Inspector! ¡Usted no sabe lo que dice! ¡No lo escuchen, chicos! ¡Lo voy a denunciar!—Tranquila mamá... Yo ya conozco esa historia.—Sí, madre, yo también la sé.—En el testamento de Azcuénaga existe una cláusula muy especial: si la verdad sale a la luz, la herencia será destinada a la beneficencia.—De eso no sabía una palabra —replicó Andrés.—Pero tu madre y tu hermano estaban al tanto. A tu madre se lo comunicó el escribano; y tu hermano, al menos lo sospechaba. Las tres visitas al doctor Saavedra lo demuestran. Mauricio, ya vencido por la situación, iba a revelarlo todo, y había que impedírselo, ¿no es verdad, señora?—No, inspector. No es verdad. Sabía que iba a contar todo. Le rogué, le imploré, me arrodillé ante él pero estaba decidido. Y yo resignada, señor. En ningún momento pensé en matarlo.—No, tal vez usted no, pero Gustavo sí.—No, inspector. Yo era consciente de que nos quedaríamos en la calle. Este hecho ya era irreversible. Usted estuvo con el escribano. Lo obligó a él a revelarle la verdad. Perderemos todo, pero da igual. Yo jamás hubiera disparado contra ese hombre, no porque me considere incapaz de matar, sino porque sabía que era mi verdadero padre. Lamentablemente, usted a sacado nuestro terrible secreto a flote, pero no por ello su caso está resuelto.—La noche es larga... —dijo Ravelli sacando los sobres de un bolsillo del impermeable—. Cuando el mayordomo apareció muerto, sobre el escritorio había una carta con una serie de pistas escondidas en varios sitios en la ciudad. En la mayoría de esos lugares, una nueva misiva. Ellas me revelaron el secreto. Mauricio sabía que su vida peligraba.—No había nada sobre la mesa cuando murió Mauricio. Yo me hubiera dado cuenta. Después de todo fui la que descubrió el cadáver —su voz denotaba la mentira.—Usted, señora Hoover, estaba perdidamente enamorada de ese hombre que a su vez nunca pudo olvidar el amor que sentía por la señora Azcuénaga. El despecho es también un buen motivo de asesinato.Las confesiones se sucedían. La empleada se transformó de repente. Sintió la oportunidad del desquite.—Siempre sus ojos dirigidos a ella. ¿Cómo se hubiera sentido usted si hubiera amado en silencio a una mujer durante más de veinte años? Ella lo despreciaba, inspector, pero usted está equivocado, si yo hubiera tenido que disparar un arma, no lo hubiera hecho contra la persona que amaba, sino contra la que odiaba.—Señora Hoover... usted... —la madre de los mellizos no salía de su asombro.—Sí, yo... le pedí que nos fuéramos juntos, que abandonara toda esta locura... Pero no quiso separarse de sus hijos, ni de usted... tenía la secreta esperanza de que, una vez muerto su marido, usted volviera a él.—Pero yo no...—Pero usted claro que no. Usted, cruel y pérfida, le dio la espalda a su amor y a su dolor por no perder la herencia que su marido le había dejado. Usted fue la que firmó su sentencia de muerte. Mauricio había perdido las ganas de vivir, ya nada le importaba. Yo lo vi retirando el arma del cajón donde siempre permanecía. Fue en la mañana del domingo. Ustedes ya habían salido para el club. Seguí sus pasos hasta esta habitación. Estaba aquí, parado en este mismo lugar, llevó el arma a su corazón... me acerqué para impedírselo... me miró a los ojos y me pidió disculpas... Y se disparó. No sé como hice en ese momento, pero tomé el arma, busqué en su cuarto y encontré la carta que puse sobre este escritorio... La carta era de un antiguo juego de mesa en el que había que armar pistas. Éramos adictos a ese juego... Un día Mauricio me contó de su hermano policía y con esa revelación y la historia de esta familia armamos la carta, jugando. Y seguramente fue allí que se le ocurrió la idea. Sembró pistas por toda la ciudad. Porque no sólo quería que se conociera la verdad sino también que su hermano la descubriera. Porque Mauricio se llamaba Mauricio Ravelli y era hermano del inspector aquí presente.El silencio jugueteó inquieto en el ambiente. La señora Hoover prosiguió.—El arma era lo único que en un principio faltaba guardar en el lugar preciso. Yo la llevé al hotel. Y yo uní los eslabones de la cadena rota en la plaza Once. Cadena que alguno de ustedes había quebrado.—Fui yo—dijo Gustavo—, también leí la carta antes de que llegara la policía, yo no había ido al club. Decidí romper la cadena para que la verdad permaneciera oculta. Pero fracasé.—Inspector —agregó la señora Hoover—, a pesar de que su hermano se suicidó, lo hizo por culpa de esta mujer y la de estos dos idiotas que nunca se acercaron a él para brindarle una palabra de amor.La situación era patética. Todos cabizbajos, algunos lagrimeando. Allí no había culpables. Al menos no había culpables según la justicia de los hombres.Ravelli salió. La llovizna caía persistente sobre las baldosas de una ciudad que había sido tragada por la noche. El hombre se arrebujó en su impermeable y siguió caminando. No llevaba rumbo fijo. Sus pasos sólo marcaban el ritmo de sus pensamientos. El caso había sido resuelto. No había culpables...Aquélla había sido una tragedia más, producto del amor, o más precisamente, del desamor. Las ciudades, el poder, la fortuna, los miedos y temores muchas veces llevan a historias trágicas. El inspector Ravelli había hecho descubrimientos profundos, tan profundos que llegaron a estremecerlo. Una vez más, como en las novelas de Agatha Cristie, como en las películas de Hichtcock, como en las aventuras de Columbo, el asesino había sido el mayordomo, aunque en ese caso, asesino de sí mismo.Se preguntó a qué llamaban justicia los hombres. Se preguntó si era justo que aquella persona hubiera sufrido tanto. Condenado a un amor no correspondido, a que sus hijos lo negaran pese a saber la verdad.Tampoco era justo para él, un hombre que decidió entrar en el cuerpo de policía porque hacía exactamente veintiséis años su hermano mayor había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. No, no era justo que lo encontrara en esas condiciones, sobre una alfombra, con un disparo y el corazón destrozado. El frágil corazón de Mauricio Ravelli, el mayordomo.El inspector apuró su paso y escondió su rostro bajo el impermeable para que los transeúntes con los que se cruzaba confundieran la lluvia con sus lágrimas.Fin