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marzo 25, 2012

Aún se comenta aquel memorable estallido sonoro
Por George PlimptonHABÍA yo pedido al gran director Leonard Bernstein que me permitiera viajar con la Filarmónica de Nueva York en una gira de trabajo, para ver de cerca cómo funcionaba una de las mejores orquestas del mundo. El señor Bernstein me hizo entonces una pregunta muy pertinente: "¿Qué sabe usted hacer?"
Toco el piano muy rudimentariamente. Mis mejores logros pianísticos son Deep Purple y Tea for Two. Y aun en estas piececitas tengo que regresarme a menudo a repetir algún pasaje escabroso, con la tenuísima esperanza de que mis dedos caigan en las teclas apropiadas.Le mencioné al señor Bernstein lo de Deep Purple y Tea for Two. "Bueno", me dijo, "eso no va a servirnos de mucho". Y me envió a aprender a tocar los instrumentos de percusión: a unirme al grupo del fondo de la orquesta, en lo que él llamó "el Rincón Oscuro".Me enseñaron a sostener el triángulo y a golpearlo con una varita metálica para obtener diferentes efectos. En los ensayos, yo miraba fijamente a Bernstein por encima del triángulo, apretando con fuerza la varita en espera de la menor indicación de sus ojos o de algún gesto casi imperceptible entre el remolino de sus movimientos que sugiriera que me había llegado el momento de intervenir. Y entonces... ¡tin!Una vez, Bernstein movió bruscamente la batuta de izquierda a derecha, señal de silencio, y luego se quedó mirándome: "¡Ahora, George!"Oí que varias sillas se volvían hacia mí. Los músicos sabían que "Lenny", como todos lo llamaban, quería divertirse un poco.—George, ¿quieres tocar de nuevo esa nota, para nuestro deleite?Levanté el triángulo: ¡tin!—Otra vez, por favor.¡Tin!—Una vez más —dijo, y se abocinó con la mano una oreja.¡Tin!Bernstein hizo una pausa teatral y prosiguió:—Bueno: ¿cuál de esos sonidos es el bueno? —me preguntó—. Todos fueron distintos.Hubo un reguero de risas.Pero a veces me llegaban indicios de que había tocado bien mi parte. Los músicos de la orquesta suelen raspar un poco el suelo con los pies para felicitarse unos a otros mientras siguen tocando. Cuando yo lograba entrar a tiempo, los pies de todos mis colegas raspaban el suelo, probablemente de puro alivio.Y salimos de gira. En London, Ontarío, íbamos a tocar la Cuarta Sinfonía de Gustav Mahler, que comienza con 24 toques de "cascabeles de trineo", instrumento que tiene cascabeles en varias hileras, dispuestos a lo largo de una barra central. La partitura pide al percusionista tocar dichos cascabeles con las yemas de los dedos. Estas notas son importantísimas, porque es lo primero que se oye. Y los cascabeles de trineo estaban a mi cargo.Cuando Bernstein entró al proscenio, el público lo saludó con fuertes aplausos. El maestro hizo una reverencia, se volvió hacia la orquesta, hizo una señal con la cabeza y luego miró por encima de todas las cabezas hacia mí, apostado en el Rincón Oscuro. Alzó la batuta. Yo estaba petrificado.Era tal mi terror, que creo que toqué el instrumento más de lo debido. O quizá no las veces suficientes. O sin ton ni son. En todo caso, me di cuenta de que algo había salido mal porque nadie raspó el suelo con los pies. Los demás percusionistas miraban hacia el frente, inmutables.Al concluir la interpretación de la sinfonía, Bernstein fue a verme entre bambalinas. "¡Destrozaste la Cuarta de Mahler!", me espetó, casi a gritos. "¡No quiero volver a oír esos horribles ruidos en mi orquesta!" Hasta ahí había llegado yo. ¡Me había despedido!Los demás percusionistas me rodearon, asegurándome que no tenía de qué preocuparme. "¡Bah! Fue un clásico berrinche de director", me consoló uno de ellos. "Mañana estarás de regreso en la orquesta".Entonces, uno del grupo recordó que varias noches después, en Winnipeg, la orquesta tocaría la Segunda Sinfonía de Chaikovski, La pequeña Rusia. En su fínale hay un estruendoso y explosivo "gongazo". "Es un momento culminante", agregó. "Llega como un signo de exclamación. Luego, la orquesta toca unos cuantos compases más, y así concluye".Los demás músicos asintieron. Iban a suplicarle al señor Bernstein que me dejara tocar el gong en Winnipeg.A la mañana siguiente fuimos a ver a Bernstein. No se dignó mirarme; los percusionistas abogaron por mí." ¡Está bien!", aceptó por último Bernstein. "Podrás tocar el gong en Winnipeg, pero con varias condiciones. Primera: quiero que me mires fijamente durante toda la sinfonía. No veas la partitura. Nadie ignora que no sabes leer música. No engañas a nadie cuando pasas las hojas. A unos nueve minutos de empezar el último movimiento, te marcaré una entrada como nunca la ha visto ningún músico. Y en ese momento... ¡gong!"Poco después me hallé en Winnípeg, de regreso en el Rincón Oscuro, de frac y corbata blanca, detrás del gong, que colgaba de sus cadenas como un enorme monstruo. La sala estaba atestada de melómanos que se habían congregado a escuchar a una de las mejores orquestas del mundo, sin maliciar que uno de sus integrantes apenas era capaz de medio tocar Tea for Two.El señor Bernstein salió de bambalinas, se volvió hacia nosotros y dio comienzo a la interpretación de la sinfonía.Al llegar al cuarto movimiento, cogí bien el gran mazo y no le quité la vista de encima al director. De pronto, entre un vórtice de movimientos, volteó a verme. Sus ojos se abrieron tanto, que pude verle el blanco. Abrió la boca, me apuntó con la batuta, y yo me eché para atrás. Con una extraordinaria carga de energía, emoción y temor, toqué tan fuerte el gong, que se fue formando una enorme oleada de sonido por encima de las cabezas de los músicos; muchos de ellos se volvieron a medias a ver qué había pasado; los ojos del señor Bernstein se abrieron más aún.¡Ya me fastidié!, pensé; he destrozado otra sinfonía. Pero en ese momento, mientras los violinistas llegaban al fínale, oí que por todo el escenario varios pies frotaban el piso.La sinfonía llegó a su fin. Entre bambalinas, el rostro del señor Bernstein se arrugaba con amplias sonrisas.—Nadie había tocado ese gong con tal fuerza —declaró—. Si Chaikovski lo oyera —y estoy seguro de que lo oyó—, ¡ vaya! ; ¡habría quedado encantado!—¡Bah! ¡Fue pan comido! —comenté, modestamente.Los MÚSICOS aún hacen bromas acerca del "sonido de Winnipeg". Por años, cada vez que Bernstein deseaba un verdadero fortissimo durante los ensayos, decía: "¡El sonido de Winnipeg, por favor!"
Alguien me telefoneó hace poco. La Filarmónica estaba planeando grabar La pequeña Rusia. Querían que fuera yo al estudio, a "desatar el sonido de Winnipeg".Así que fui allá y volví a dar el gongazo. Había probabilidades, me dijeron, de que imprimieran mi nombre en la tapa del álbum. Eso me agradaría. Sería el recordatorio de que, al menos una vez en el azaroso mundo del periodismo participativo, yo había logrado un pequeño éxito.CONDENSADO DE "THE BEST OF PLIMPTON", © 1990 POR GEORGE PLIMPTON, PUBLICADO POR THE ATLANTIC MONTHLY PRESS, DE NUEVA YORK, NUEVA YORK, ILUSTRACIÓN: CHRIS DEMAREST.