ABANDONADO EN MARTE (Lester Del Rey)
Publicado en
junio 19, 2011

El mundo del futuro
La mayoría de nosotros viviremos para ver fotografías de la Luna, ¡fotografías tomadas por hombres que posaron sus plantas sobre la superficie de esa esfera que se cierne en el cielo! Veinte años atrás un cohete que pesara unos pocos kilos podía viajar como máximo un centenar de metros; hoy día, los cohetes que pesan unas cuantas toneladas recorren varios centenares de kilómetros. Por consiguiente, estamos a un paso de construir cohetes que pesen centenares de toneladas y puedan recorrer los 382.000 kilómetros que nos separan de la Luna. ¡Tal será el mundo del futuro!
Naturalmente, las naves impulsadas por cohetes pueden desplazarse donde no existe el aire. Esto se ha comprobado concretamente; cuanto menos aire haya alrededor del cohete tanto mejor es su funcionamiento. También sabemos mucho acerca del modo como ha de ser diseñada la nave y lo que se hallará en nuestro satélite cuando lleguemos a él. Jamás hemos visto el otro lado de la Luna, pero podemos estar seguros de que es exactamente igual a la cara que nos presenta siempre. Hasta podemos conjeturar la utilidad científica y comercial que podría reportarnos un viaje al satélite, y es muy probable que se establezca en él una base permanente, aunque resultará seguramente muy costosa de mantener.
Desde allí seguiremos adelante. Una vez que hayamos desentrañado los secretos de la Luna y sepamos como se construyen naves espaciales de mayor alcance y mejor rendimiento, miraremos hacia los planetas Marte, Venus y los satélites de Júpiter.
Probablemente será Marte el primer planeta que exploremos. Venus se encuentra más próximo, pero Marte ha despertado siempre un interés mayor. A diferencia de la Luna, Marte parece tener aire, agua y vida. Por medio de nuestros telescopios hemos visto los casquetes helados de los polos que se funden con la llegada de la primavera, y hemos notado que el planeta rojo adquiere entonces una tonalidad verdosa. Con la llegada del otoño esta tonalidad va cambiando paulatinamente hasta tomar el matiz de las hojas secas que tenemos en la tierra, comportándose así como si se tratara de vegetación dotada de vida.
Ignoramos si hay allí vida animal. Pero es lógico suponer que las mismas condiciones que produjeron la vida vegetal puedan también haber dado nacimiento a animales de alguna especie, tal como esas mismas condiciones crearon en la Tierra a las plantas y animales que hay en ella. Por ejemplo, puede haber extraños insectos o un tipo de vida rastrera que no podemos imaginar..., y que no conoceremos hasta ir allá. Ni siquiera podemos afirmar que sea imposible la existencia de seres inteligentes.
En otra época, creyeron ciertos hombres de ciencia que había pruebas de la existencia de vida inteligente en el planeta Marte. Mucho se habló de los misteriosos "canales", los que se destacan como líneas rectas que se cruzan sobre la superficie del planeta rojo. Por desgracia, todavía no sabemos mucho acerca de ellos. Ni siquiera sabemos que sean realmente tan rectos como aparecen, o si muchos no son en realidad una ilusión óptica, motivada por el cansancio visual de quienes los observan.
Durante largo tiempo se creyó que fueran enormes trincheras cavadas por los marcianos, lo cual habría confirmado la existencia de seres sumamente inteligentes. Después comenzaron a abrigarse ciertas dudas. Las fotografías no los mostraban, y los telescopios mayores y más modernos no permitían verlos tan claramente como ocurriera con los de menor alcance, la verdad es que algunos observadores no habían podido verlos nunca. De ahí que hace unos pocos años los hombres de ciencia empezaron a creer que tales canales no existían.
Actualmente ha cambiado este estado de cosas. Las fotografías más recientes los muestran como simples marcas borrosas, difíciles de seguir, pero de existencia indudable. Algunos parecen cambiar de ubicación; desaparecen los viejos y de tanto en tanto aparecen otros nuevos; los mapas modernos no concuerdan del todo con los que se trazaron hace medio siglo. Mas las misteriosas marcas de Marte son muy reales, aunque no haya en todo el planeta suficiente agua como para llenar esos supuestos "canales".
Aún ahora sabemos muy poco respecto a ellos. Podrían ser una prueba de que existen allí seres inteligentes; pero es seguro que los posibles habitantes del planeta no pueden haber alcanzado un grado de civilización como el que tenemos aquí. La atmósfera enrarecida —mucho más que la que se encuentra en las montañas más altas de la Tierra— no permitiría que se encendiera fuego. Sin fuego, los hombres jamás habrían salido de sus cavernas para comenzar a fundir metales. El fuego fué la primera herramienta del hombre y el metal la segunda; sin ellos como base no se podría llegar a un nivel de civilización similar al nuestro. Probablemente sean los canales un fenómeno natural que nada tiene que ver con la existencia de seres inteligentes en el planeta.
Claro que de esto no podemos estar seguros hasta que vayamos a comprobarlo con nuestros propios ojos. Como siempre hemos sido muy curiosos, haremos el largo viaje hasta allá para aclarar el punto lo antes posible.
Lo que sigue es un relato del primer viaje que quizá se haga. Los detalles técnicos son generalmente correctos y no hay en la narración nada realmente fantástico. Ya desde ahora podemos escribir sobre un viaje a través de millones de kilómetros en el espacio, sin necesidad de poseer una imaginación excesivamente desarrollada. En el futuro, cuando se escriba el relato del primer viaje verdadero, es seguro que no se diferenciará mucho de éste, producto de la mente del autor... Y seguramente se llevará a cabo mucho antes de lo que imaginamos muchos
LESTER DEL REY
cap. 1
Regreso a la Luna
DURANTE el transcurso de la última hora el gran helicóptero había ascendido, por el aire cada vez más enrarecido, hacia los picos más elevados de Los Andes. Ahora, a cinco mil quinientos metros de altura por sobre el nivel del mar, el aparato se enderezó y el rugir de su motor convirtióse en un zumbido sereno y constante. Los primeros rayos del sol acariciaban ya las cumbres y era fácil ver el campo de lanzamiento de cohetes situado sólo a un kilómetro y medio de distancia.
El fornido muchacho rubio que ocupaba el asiento destinado a los pasajeros despertó de pronto y comenzó a restregarse los ojos. Chuck Svensen era bajo para su edad —no tenía aún dieciocho años y medía sólo un metro sesenta y ocho— y todavía no asomaba la barba a sus mejillas. Siempre le había costado trabajo convencer a la gente de la edad que contaba, y el entusiasmo que se pintó en su rostro al ver el campo de lanzamiento de cohetes le hizo aparecer aún más joven de lo que era. A pesar de esto, se advirtió una expresión respetuosa en el semblante del piloto cuando miró éste a su pasajero.
—Debe ser muy agradable volver a la Luna —comentó el individuo con un dejo de envidia en la voz.
Sonrió Chuck al oírlo.
—Es magnífico. Después de pasar cuatro años allá sin pesar más que una sexta parte de lo que peso en la Tierra, aquí tengo la impresión de que llevo encima una tonelada de plomo. ¡Pero valió la pena venir!
—¡Ya lo creo! —exclamó el piloto—. Chico, usted es uno de los seis hombres más afortunados del mundo. ¡Daría mi brazo derecho por viajar en ese primer cohete que irá a Marte!
Chuck asintió en silencio. Aún no estaba del todo convencido. Durante cuatro largos años había observado cómo construían la nave para el viaje sin abrigar la menor esperanza de participar del mismo. Aun cuando el gobernador de Ciudad Luna consiguió que se incluyera en la tripulación a uno de los del grupo lunar, Chuck no se atrevió a soñar que sería él elegido. El límite de edad habíase fijado entre los dieciocho y los veintisiete años, y él cumpliría los dieciocho el día mismo de la partida. Cuando sus conocimientos de radar y su magnífico estado físico le sirvieron para obtener lo que ambicionaba fué él la persona más sorprendida de toda Ciudad Luna.
Luego se sucedieron las largas noches de estudio, el viaje espacial a la Tierra, y dos semanas de penosas pruebas que sirvieron para demostrar su capacidad. Ahora ya había sido elegido y marchaba de regreso a la Luna para partir inmediatamente hacia Marte.
El helicóptero se asentaba ya sobre el campo de lanzamientos y Chuck pudo ver a los hombres que iban de un lado a otro, arropados como lo exigía el tremendo frío reinante. El aire estaba muy enrarecido a aquella altura, de modo que todos llevaban máscaras de oxígeno que los hacían parecer monstruos extraterrenos. Se colocó la suya en el momento en que el aparato tocaba tierra y se detenía.
Ya había descendido el cohete especial de la Luna y lo estaban preparando para el viaje de regreso. Desde las tres aletas de su base, que le servían ahora de apoyo, se extendía hacia arriba por espacio de doce metros hasta su afilada proa; su aspecto en general daba la impresión de un gran cigarro equipado de alas cortas. Las bombas funcionaban rápidamente, introduciendo el combustible en los tanques, mientras que el operador del guinche iba colocando cajones llenos de herramientas de precisión en el compartimiento destinado a la carga. Una enorme máquina había retirado el forro chamuscado del tubo en que terminaba la base del cohete y estaba colocando otro para reemplazarlo, mientras que otro aparato similar trabajaba en el compacto motor atómico de la nave para cambiar las latas originales de plutonio por otras nuevas.
Chuck ya había visto todo aquello, de modo que se abrió paso por entre los hombres que guiaban las máquinas desde una distancia prudente y encaminóse hacia la cantina. Gracias a sus ropas y a la máscara de oxígeno, asemejábase a los otros, y nadie le prestó la menor atención, lo cual contrastaba notablemente con la publicidad que recibiera al pasar las pruebas de suficiencia.
Al entrar en el edificio, dotado de atmósfera propia, Chuck halló en el salón al piloto del cohete, quien sorbía café con gran gusto y observaba al encargado que le estaba por servir otra taza. Jeff Foldingchair medía menos de un metro sesenta de estatura; su cutis bronceado y su pelo renegrido ratificaban su afirmación de que era un indio cherokee de pura sangre. Había formado parte de la segunda tripulación que llegó a la Luna, y ahora, luego de veinticinco años, seguía siendo uno de los mejores pilotos del espacio.
Sus ojos negros se encontraron con los de Chuck, en el espejo que había detrás del mostrador. Aunque no se volvió, puso al descubierto sus blancos dientes en una afable sonrisa.
—Acércate y toma café, chico. Es una gran cosa poder beber café verdadero después de ese concentrado raro que tenemos en la Luna. Disponemos de diez minutos antes de la partida... Te felicito: en Ciudad Luna estamos muy orgullosos de ti.
Chuck pidió una porción de pastel de banana con crema antes de sentarse al lado de Jeff. En la Luna había alimento en abundancia y sobraban las hortalizas y verduras frescas de las huertas hidropónicas; pero aquella golosina sería la última que probaría durante largo tiempo.
—Me alegra verte aquí, Jeff —expresó—. Creí que tendría que tomar una de esas naves tan lentas que tardan cuatro días. Con las nueve horas que viajaremos me basta y sobra.
Jeff pidió otra taza de café.
—Me mandó el gobernador para que te llevara —expresó—. Las herramientas que llevo son una excusa, pues no corrían ninguna prisa. Chuck, no sabes cómo se ha festejado...
Interrumpióse al llegar un empleado de uniforme por el túnel que comunicaba con las oficinas principales. El individuo le hizo una señal y Jeff se puso de pie para seguirlo.
Sonrió Chuck mientras comía el pastel con muy buen apetito. No le costaba mucho imaginar los festejos que se habrían celebrado en Ciudad Luna al recibir la noticia de su triunfo. Ninguna nación podría ser más patriota que aquella reducida colonia selenita. No importaba que hubiera nacido en los Estados Unidos y estado allá sólo cuatro años; en la Luna no tenían gran importancia las nacionalidades de los habitantes; un año bastaba para convertir a cada uno de ellos en ciudadano lunar. El esperanto, idioma que se empleó desde el principio para evitar confusiones, era ahora el lenguaje común hasta en los hogares; nadie preguntaba dónde había nacido su vecino y bastaba que ahora fuera residente de la Luna.
Hasta se hablaba de solicitar la independencia de la colonia, aunque todos mostrábanse muy satisfechos con la actuación del gobernador Braithwaite. Había nombrado a éste el comité ejecutivo de las Naciones Unidas, organización de la que dependía todo el satélite: pero Braithwaite era ya tan patriota como cualquiera de los otros habitantes.
Naturalmente, la expedición a Marte era organizada por los Estados Unidos, habiendo obtenido sus organizadores un permiso especial de la UN para partir desde la Luna, de modo que el gobernador no tenía autoridad ninguna sobre la empresa. No obstante, su gran popularidad le sirvió para que se accediera sin reservas a su pedido de que uno de los tripulantes de la nave espacial fuera un ciudadano de Ciudad Luna, y nadie puso en tela de juicio su elección de Chuck para tal puesto. Habíase excedido en sus atribuciones al enviar el veloz cohete en busca del muchacho, pero éste sabía que nadie tendría nada que objetar.
En ese momento regresó Jeff, poniendo punto final a las meditaciones de Chuck. El piloto parecía preocupado, aunque no por ello dejó de sonreír.
—Hay meteoros en el espacio; quizá cambien la ruta a Marte —anunció—. Come que ya vamos a partir.
—¿Meteoros peligrosos? —inquirió el muchacho.
La mayoría de los fragmentos de roca y metal que volaban por el espacio eran llamados meteoros y no tenían dimensiones extraordinarias, pero viajaban a tal velocidad que fácilmente podrían dañar la nave.
Jeff se encogió de hombros.
—No se sabe. ¡Hum!, te diré. He estado pensando y me parece que esto de ir a Marte es una tontería. Dentro de diez años será cuestión de rutina, pero ahora... Quizá sería mejor que te quedaras con tu familia y dejaras que otro más temerario vaya en busca de nuevos planetas.
—¡Jeff! —Jeff dejó caer el tenedor y se volvió con cierta brusquedad. Chuck agregó—: ¿Qué pasa? ¿Hay alguna dificultad con mi permiso para viajar?
Jeff negó con la cabeza al tiempo que le pasaba el radar-grama.
—Han decidido adelantar dos días la fecha de la partida. Olvida lo que te dije; hoy estoy nervioso. Vamos ahora.
Chuck sabía que sería inútil interrogar a su amigo, de modo que no hizo comentario alguno, se puso de pie y volvió a colocarse la máscara. Empero, seguía preocupado. No había razón para que Jeff le aconsejara no efectuar el viaje, a menos que hubiera una probabilidad de que no se lo permitieran. El piloto había sido uno de los que lo recomendaran al gobernador. Sin embargo el radar-grama, decía sólo lo que afirmara Jeff. O había otro mensaje, o Chuck no acertaba a comprender lo que debía resultarle evidente.
Al salir al campo vieron que ya habían colocado nuevamente las cubiertas protectoras sobre el motor atómico, de modo que ahora no resultaría peligroso trepar la escala que llevaba a la sala de mandos. Aquellas cubiertas protectoras habíanse ido mejorando muy lentamente durante los últimos veinticinco anos, lográndose al fin resultados positivos. Una capa de medio centímetro de aquel metal especial era más efectiva que quince metros de concreto sólido en lo que respecta a rechazar las radiaciones peligrosas. Sin ellas hubiera sido demasiado riesgoso el empleo de los motores atómicos. Los cohetes antiguos habían requerido cien toneladas de combustible químico para trasladar dos o tres toneladas de material útil hasta la Luna. Ahora no eran necesarias más que dos toneladas de combustible líquido para proveer de fuerza motriz al pequeño cohete de seis toneladas de peso.
El muchacho siguió a Jeff por la escala y entró en la diminuta cámara de presión, esperando allí mientras el piloto cerraba la puerta exterior. Transpusieron luego la otra, que también cerró Jeff, y subieron por la escotilla a la cabina de gobierno. El piloto se ocupó en seguida de observar las válvulas del paso del aire. Después dejóse caer en uno de los suaves colchones de espuma de goma que había en el piso y se aseguró con las correas dispuestas para asegurarse a ellos.
Chuck hizo lo mismo. En posición horizontal, el cuerpo humano puede soportar mejor la presión tremenda de la aceleración, y todos los despegues se efectuaban mientras los pilotos y pasajeros ocupaban sus colchones de seguridad. Los botones y palancas de comando se hallaban situados bajo las manos del piloto.
En un tablero situado arriba estaban los instrumentos que indicaban el funcionamiento de la nave. Un gran cronómetro iba marcando el paso de los segundos.
—Diez segundos —anunció Jeff.
Chuck relajó todos los músculos mientras su compañero hacía una señal afirmativa al tiempo que apretaba uno de los botones.
Del poderoso cohete situado en la cola partió un súbito rugido que se fué acrecentando y se apagó poco después, cuando sobrepasaron la velocidad del sonido. El piso pareció elevarse y apretar la espalda de Chuck. Bajo la presión de cuatro gravedades, su peso pareció cuadruplicarse. La respiración se le tornó dificultosa y la sangre se agolpó en sus venas. Se le cerraron los ojos mientras que se nublaban sus sentidos. Aun Jeff experimentaba aquellas mismas sensaciones a pesar de su larga experiencia.
La velocidad inicial se acrecentaba a razón de cuarenta metros por segundo, llegando hasta los ocho mil kilómetros por hora en un minuto de ascensión y agregando la misma cifra a su velocidad con cada minuto que transcurriera. Ya se hallaban más allá de la atmósfera terrestre y aún continuaba impulsándolos el chorro motriz del cohete.
De haber tenido a su alrededor la atmósfera normal que existe al nivel del mar, la resistencia del aire habría recalentado la nave hasta su punto máximo, malgastando así la mayor parte del impulso inicial del cohete. Por eso era que las naves espaciales partían siempre desde las montañas más elevadas de la Tierra, donde la atmósfera está más enrarecida.
Por suerte, la presión duraba sólo unos minutos. Jeff tocó varias palancas a fin de desconectar el motor. La nave había sobrepasado ya la velocidad de once kilómetros por segundo que necesitaba para arrancarlos de la Tierra y la inercia seguiría impulsándole el resto del trayecto. La gravedad del planeta continuaba atrayéndoles débilmente; mas como su atracción quedaba equilibrada con la del navío, no había la menor sensación de peso en el interior de éste.
Chuck notó el alivio al cesar la aceleración y sintió que su estómago parecía encogérsele ante el cambio. Durante unos segundos le dio vueltas la cabeza y perdió el sentido del equilibrio. Durante su primer viaje a la Luna había estado descompuesto durante muchas horas, pero su cuerpo terminó por acostumbrarse a aquellos altibajos. Ahora pasaron pronto las náuseas y experimentó luego la sensación de flotar en un lago de aguas claras sin sufrir el inconveniente de la mojadura.
Por un momento estuvo tentado de soltarse las correas y flotar por el aire, yendo de una pared a otra con el simple impulso de un leve empujón. Después recordó que no era ya un niño y fué a situarse al lado de Jeff mientras contemplaba el espacio a través de los ojos de buey.
No había mucho que ver. La pantalla luminosa del visor-radar que había en la popa les mostraba a la Tierra que se empequeñecía detrás de ellos, mientras que la Luna veíase por uno de los ojos de buey como una pequeña esfera blanca en la negrura intensa del espacio. Las estrellas eran meros puntos de luz resplandeciente y había muchas más de las que imagina un observador de la Tierra. A un costado brillaba el sol; mas el filtro automático protegía sus ojos y lo presentaba sólo como un círculo irregular de contornos llameantes. El espectáculo era el mismo que acostumbraba ver Chuck desde el satélite desprovisto de atmósfera.
A una señal de Jeff, Chuck se volvió para mirar. A unos kilómetros de distancia veíase flotar una de las antiguas estaciones orbitales de forma de anillo. Giraba alrededor de la tierra en una órbita propia, a semejanza de la Luna, aunque mucho más cercana, y así seguiría siempre. Antes de que los nuevos combustibles y pantallas protectoras permitieran el empleo de motores atómicos, el hombre había usado aquellas estaciones como trampolín para saltar hasta la Luna. Ahora habíanlas abandonado y se usaban sólo para experimentos científicos.
—Así es el progreso —comentó el piloto—. Teníamos que hacer veinte viajes desde la Tierra a una de las estaciones antes de tener suficiente combustible para que la nave pudiera ir hasta la Luna. Ahora hacemos el viaje directamente. Las construyeron para lanzar bombas atómicas contra el enemigo en caso de que se declararan guerras en la Tierra; pero cuando fueron demasiados los países que tuvieron la propia, todos se asustaron y las dejaron en manos de la UN. Al principio fueron armas de guerra que después sirvieron para afianzar la paz.
Chuck había estudiado todo aquello en la escuela, aunque le resultaba difícil creer que el Consejo de las Naciones Unidas hubiera sido alguna vez más débil que los países a los que ahora gobernaba con tanta facilidad.
El cherokee echó un último vistazo al quedar atrás la estación. Después se acomodó junto al contador automático que lo despertaría a su debido tiempo, cerró los ojos y quedóse dormido casi instantáneamente. Chuck trató de hacer lo mismo, pero le molestaba mucho la falta de peso que le recordaba su primer viaje y los cuatro años transcurridos desde entonces.
Siempre había soñado con salir de la Tierra; pero recién a los catorce años vio la partida de una nave espacial y habló con un hombre que había efectuado el viaje a la Luna. Como su padre era director técnico de una fábrica pequeña del medio oeste, el muchacho habíase contentado con lo que podía leer acerca de los viajes al satélite. Luego, de una manera completamente inesperada, su padre anunció que lo habían elegido para colaborar en la construcción del navío sideral que se estaba preparando en la Luna para llegar hasta el planeta Marte. Chuck enloqueció casi ante la idea de vivir en la Luna.
Al pasar los primeros meses y acostumbrarse a la novedad, comenzó a insistir para que le dejaran ayudar en los trabajos de construcción durante sus horas libres. Habíale parecido suficiente con poder colaborar en aquella obra extraordinaria que permitiría a otros visitar planetas lejanos. Su mente recordó aquellos meses en que fué viendo tomar forma al navío, y poco a poco fué cerrando los ojos.
Estaban llegando ya a destino cuando le despertó su compañero. Chuck vio entonces que la nave había girado ya impulsada por sus diminutos cohetes de dirección y su cola apuntaba hacia la superficie lunar. En el visor-radar instalado a popa veíase claramente el enorme cráter llamado Albategnius, cuya circunferencia de ciento veinte kilómetros de diámetro llenaba casi toda la pantalla. Dentro de aquel espacioso círculo destacábanse los dos cráteres menores. Ciudad Luna se hallaba ubicada en el más pequeño, al que los primeros exploradores habían bautizado con el mote de Bud, y la expedición marciana preparaba su nave en el otro, al que se conocía familiarmente con el nombre de Júnior. Alrededor del cráter se elevaban las paredes circundantes que comenzaban ya a bloquear la visual de los viajeros, mientras que el pico central parecía alzarse con derechura hacia ellos. Hasta se podía ver el edificio del observatorio erigido al lado del pico.
Jeff hizo una señal afirmativa al tiempo que ponía en funcionamiento el cohete de popa a fin de contener el impulso de la nave. El aterrizaje era igual que el despegue, salvo que resultaba mucho más dificultoso, ya que tenían que detener por completo el descenso en el momento mismo de tocar la superficie a la que llegaban. El piloto fijó la vista en la pantalla del visor-radar mientras manipulaba las palancas de mando, y una vez más sintió Chuck la molestia de la presión resultante. Al finalizar la maniobra no se sintió más que una leve sacudida en el momento en que la nave se posaba con suavidad sobre sus tres aletas de aterrizaje.
—Magnífico aterrizaje —comentó el muchacho.
El indio asintió en silencio. Efectivamente, el aterrizaje había sido un éxito.
Aguardaron mientras se enfriaba el terreno recalentado por el escape del cohete. Después se oyó que golpeaban en la parte exterior del navío. Jeff tocó la palanca que abría la primera puerta de la cámara de compresión que servía de vestíbulo a la nave. Aguardó un instante y volvió a cerrarla. La cámara de compresión servía para que los que llegaban desde el vacío exterior pudieran entrar en la nave sin que perdiera ésta sus reservas de aire respirable. Un instante más tarde abrióse la segunda puerta y a poco entró por la escotilla el padre de Chuck.
El ingeniero vestía un traje muy similar al de los buzos, con un casco esférico de un material transparente que le cubría toda la cabeza. Ahora quitóse el casco y miró sonriente a su hijo mientras le ofrecía uno de los trajes atmosféricos, que llevaba colgados del brazo.
—¡Chuck! —exclamó con voz tonante—. ¡Qué bien te veo! ¡Bienvenido a casa!
—¡Hola, papá! —se quebró la voz del muchacho al abrazar a su progenitor. Después logró reponerse y sonrió alegremente—. ¡Pasé las pruebas! ¡Puedo viajar a Marte!
Borróse la sonrisa de los labios de William Svensen, quien desvió su mirada hacia el rostro de Jeff Foldingchair. El piloto apartó los ojos al tiempo que se encogía de hombros.
—Le dije que la nave partiría con dos días de anticipación —expresó el cherokee—. Calculé que sabría cuándo era su cumpleaños. ¡Qué diablos, Svensen, no pude darle la noticia!
Chuck se dejó caer sobre el colchón. Había sido un tonto al no hacerse cargo de la verdad. En la nave espacial no podría viajar nadie que contara menos de dieciocho años de edad, y el cumpleaños de Chuck caía un día después de la nueva fecha fijada para la partida.
Svensen sacudió la cabeza mientras tendía el traje atmosférico a su hijo.
—Quizá se pueda hacer algo —expresó con lentitud—. Vamos, ponte el traje. Tu madre te espera en casa y convendría que partiéramos ya. Luego hablaremos. Todavía no ha dicho nadie que no puedes ir.
El muchacho volvió el rostro mientras se ponía el traje, pues no deseaba que su padre viera las lágrimas que asomaban a sus ojos. Estaba seguro de que no le dejarían participar de la magnífica aventura.
cap. 2
El "Eros"
SOBRE la superficie de la Luna brillaba el sol en todo su esplendor, recalentando las rocas hasta el máximo. Sólo gracias a los pesados trajes atmosféricos y a los cascos que desviaban los rayos perjudiciales era posible caminar al descubierto. Chuck y su padre dejaron a Jeff y encamináronse hacia el borde del cráter más pequeño donde se hallaba Ciudad Luna. Allí, donde la gravedad tenía un poder de atracción seis veces inferior al de la Tierra, la manera normal de caminar era dando saltos de seis metros con los que se trasladaban a una velocidad superior a los quince kilómetros por hora.
Debido a la carencia total de aire era imposible hablar, detalle del que se alegró el muchacho. Deseaba disponer de tiempo para recobrarse del golpe que le produjera la muerte de sus esperanzas. Siguió a su padre muy apenado, mientras sus ojos entristecidos paseábanse por las negras sombras y las luces centelleantes que contrastaban en la quebrada superficie del satélite.
Pasaron junto al grupo de edificios que servían de depósitos —de los que salían ya los camiones cerrados en dirección a la nave-cohete— y llegaron a los rieles que conducían al cráter llamado Bud. El coche eléctrico esperaba en lo alto, cuando se detuvo Chuck para lanzar una mirada al interior del cráter. El hecho de que hubiera estado alejado unas semanas servía para mirar todo con renovado interés.
En realidad no había mucho que ver. Ciudad Luna había sido construida a la manera de las antiguas viviendas de los trogloditas. Las habitaciones estaban cavadas en la roca viva al borde del cráter y a bastante distancia de la superficie lunar. En el exterior se veían sólo media docena de cámaras de compresión por las que se entraba a los túneles que servían de calles, y comunicaban entre sí las tiendas y casas de familia. Habíase construido así para proteger a los habitantes de los meteoros que solían caer. Además, podían vivir sin necesidad de llevar puestos siempre los trajes atmosféricos, ya que todo el interior de la ciudad contaba con atmósfera propia producida por máquinas especiales.
Todas las viviendas estaban agrupadas. En lo profundo de la pared del lado opuesto, se hallaban los enormes generadores atómicos que les proveían de fuerza motriz; no muy lejos de ellos estaban los laboratorios químicos y las fábricas al vacío. En las partes sombreadas del exterior, la temperatura era de muchos grados bajo cero y era absoluta la falta de atmósfera, lo cual permitía elaborar productos que servían para traficar con la Tierra.
Aun el alimento para todos se producía en subterráneos, en tanques que contenían agua y sustancias químicas, y estas huertas hidropónicas se iluminaban artificialmente. Debíase esto a que faltaba la luz del sol durante catorce días, siendo la misma demasiado intensa en los catorce siguientes. Más fácil les resultaba regular la iluminación artificial para conseguir una producción dirigida de sus comestibles.
Svensen tiró de la mano de Chuck y el muchacho subió en el vehículo en el que ya había otros dos hombres: José Ibáñez, empleado en las plataformas de carga, y Abdul ibn Hamet que trabajaba en las minas de uranio. Ambos le sonrieron cordialmente y el árabe inclinóse hacia adelante para tocar con su casco el de Chuck a fin de hacerse oír.
—Bonan vesperon, amiko —saludó.
Los habitantes de la Luna se regían por períodos de veinticuatro horas, a pesar de sus catorce días de oscuridad y catorce de luz, y Chuck se hizo cargo de que ya era tarde para ellos.
—¿Domagô, iîu ne? —agregó Abdul ibn Hamet.
Chuck se dijo que era más que penoso cuando devolvió el saludo. El hecho de que partiera el vehículo en ese momento les impidió hacer otros comentarios, y el muchacho pudo exhalar un suspiro de alivio. Todavía no estaba de humor para hablar de su mala suerte, y se alegró cuando los dos hombres se encaminaron hacia la entrada de la huerta cuando se detuvo el vehículo.
Unos seiscientos metros más adelante se hallaba la entrada de una cámara de compresión pequeña que indicaba la ubicación de la "casa de departamentos" donde residían los Svensen. Chuck aminoró el paso, temeroso de las preguntas que habría de formularle Kay, su hermanita de ocho años de edad. Al llegar a la entrada, dejó que pasara primero su padre, aguardó que la luz verde le señalara el momento preciso y lo siguió con lentitud. Cuando traspuso la puerta interior vio que su padre estaba quitándose el traje atmosférico y lo guardaba con otros que había en armarios empotrados en la pared.
—Ya les dije que no habría fiesta esta noche —dijo a Chuck cuando el muchacho comenzó a sacarse el traje—. Me figuré que querrías estar tranquilo. Y no te aflijas; por ahora no hablaremos del viaje, ¿eh?
El muchacho vio la mirada comprensiva de su padre y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Debió haber imaginado cómo iban a tomarlo todos sus familiares.
—Gracias, papá. Pero dime qué pasó.
—El observatorio descubrió una multitud muy cerrada de meteoros que interceptarían la ruta de la nave en su trayecto hacia Marte. Tuvieron que hacer nuevos cálculos para evitarla y como resultado se adelantó en dos días la fecha de la partida. Por eso perdiste. El reglamento es muy exigente en cuanto a los límites de edad; pero el gobernador está apelando a toda su influencia y es posible que logre hacerte incluir. Al fin y al cabo, necesitan un operador de radar... Vamos a comer antes que se enfríe la cena.
El departamento se hallaba al mismo nivel que el túnel, y ambos marcharon hacia la entrada, viendo Chuck que la puerta ya estaba abierta. Dejó escapar un silbido y del interior salió corriendo un perrillo lanudo que comenzó a saltar a su alrededor.
—¡Tippy! ¿Cómo estás? ¿Me echaste de menos?
—Enloqueció buscándote —le dijo Svensen.
El perrillo había sido introducido en la Luna de contrabando dos años atrás. Fué Jeff Foldingchair quien lo llevó consigo, y el animalito era uno de los seis que existían en el satélite. Al crecer allí, se adaptó a las condiciones de la Luna con toda naturalidad y hasta tenía un pequeño traje atmosférico que le servía para salir a la superficie. Así y todo, seguía conduciéndose como cualquier otro perro a quien su amo hubiera abandonado por mucho tiempo.
Poco después se presentó la madre de Chuck para abrazarlo cariñosamente. Le corrían las lágrimas por el rostro y para que no las vieran le besó con rapidez y volvió de inmediato a la cocina. Kay saltaba alrededor de su hermano, uniendo su voz aguda a los ladridos continuos de Tippy.
—¿Me trajiste un regalo, Chuck? ¿Eh? ¿Dónde está?
El muchacho localizó la caja de bombones que tenía en uno de los bolsillos y, un segundo más tarde, la boca de la niña estaba demasiado llena para seguir formulando preguntas.
Chuck entró entonces en su cuarto para ponerlo en condiciones. Estaba tal como lo dejara, con una delgadísima película de polvo sobre los diversos aparatos de radar que ocupaban toda una parte de la habitación y con los que se entretenía desde su llegada al satélite. El detalle de la limpieza debió haber molestado a su madre, pero ella había dejado todo tal cual estaba para darle el gusto. El único cambio que halló allí fué una tarjeta de una estación transmisora de la Tierra con la que había logrado comunicarse poco antes de partir.
Se hallaba en su casa; no había duda al respecto. Quiso decirse que Jeff tenía razón y que sólo un loco querría dejar todo aquello, mas le fué imposible convencerse. Apenas si probó la cena que había preparado su madre con tanto cariño.
En la mañana estaba despierto cuando oyó a su padre que se vestía para ir a trabajar. Automáticamente sacó sus ropas de labor y comenzó a vestirse. Desayunaron apresuradamente y salieron por la cámara de compresión, frente a la cual les esperaba un pequeño tractor eléctrico ocupado ya por los otros que se desempeñaban en el primer turno.
El tractor les llevó hasta los rieles del vehículo que ascendía lentamente hacia la superficie para cruzar luego velozmente el fondo del gran cráter en dirección a Junior. Allí no había otro coche que les llevara abajo; pero habíase construido una rampa por la que descendieron a pie.
El enorme navío sideral estaba casi terminado. Habíase retirado ya el andamiaje exterior y la nave manteníase erguida sobre sus tres aletas posteriores. Con todo su combustible pesaría casi treinta toneladas de la Tierra, lo que equivalía a cinco de la Luna. De una longitud de treinta metros, diferenciábase de los cohetes más pequeños en que tenía la forma de un enorme tanque de petróleo volador. En su base medía dieciocho metros de diámetro, sus alas eran diminutas y su proa roma. Como no tenía que vencer más que la atmósfera muy débil de Marte, no se había creído necesario diseñarlo con líneas aerodinámicas.
La superficie exterior estaba completamente finalizada y en ella destacábase el nombre dé Eros, con que se lo había bautizado. En el interior habíanse instalado ya las partes principales. El motor atómico descansaba sobre los enormes escapes del cohete; más arriba se hallaban los depósitos de combustible, las huertas hidropónicas y, finalmente, el alojamiento de la tripulación y la cabina de comando. Sólo restaba un poco de trabajo para dejarlo completamente listo.
Chuck encaminóse hacia la cabina de gobierno, dejando a su padre que dirigía los trabajos de ajuste del motor. Aún era necesario terminar algunos detalles en el equipo de radar, y el muchacho habíase ocupado de instalar gran parte del mismo.
El robusto Richard Steele, ingeniero negro que participaría del viaje, se encontraba ya en la sala de mandos, probando la circulación de aire. No acababa Chuck de entrar por la escotilla principal cuando el negro hizo funcionar las válvulas. Al llenarse el lugar de aire respirable, los dos amigos se quitaron los cascos.
—Hola, Chuck —saludó el negro con su voz potente al tiempo que le favorecía con una cordial sonrisa. Husmeó luego el aire y asintió complacido—. He estado aquí toda la noche esforzándome en eliminar el olor de pintura fresca. Al fin parece que lo he conseguido. No nos vendrá mal respirar un poco de aire sin los cascos. ¿Cómo andas tú?
—Supongo que bien, Dick.
—¿Supones?... ¡Ah! Pues te aseguro que irás si es que nosotros tenemos algo que decir al respecto. No bien recibimos la noticia sostuvimos una conferencia con el gobernador. ¿Acaso no te elegimos para el viaje?
—Esto es otra cosa —señaló Chuck—. Hay que respetar el reglamento.
El gigantesco negro asintió con lentitud.
—Sí, ya lo sé; pero no he sabido que hayan nombrado a ningún otro, y puedes estar seguro de que no partiremos sin un operador de radar. El navío se ha construido para seis hombres y seis llevará. Ponte el casco; voy a cerrar el paso de aire.
Chuck levantó la mano hacia el casco cuando comenzaba a enrarecerse el aire. Steele se puso a observar los medidores y luego dio una palmada sobre el hombro del muchacho, tras de lo cual descendió por la escotilla.
Chuck se puso a estudiar los gráficos del adelanto logrado hasta entonces y dedicóse luego a su trabajo, sintiéndose ya un poco mejor. No creía que hubiera probabilidad alguna para él; pero el hecho de que los otros quisieran llevarle consolábale no poco.
Después se reconcentró por completo en su trabajo, olvidando sus otros problemas.
A su debido tiempo llegó su reemplazante para el segundo turno. El individuo tocó con su casco el de Chuck antes de ocupar su puesto.
—El gobernador quiere verte. ¡Bonan ancon!
Al llegar al despacho del gobernador, Chuck halló a éste esperándole. El funcionario parecía un Santa Claus sin barba que se mostraba siempre jovial y atento con todos. Empero, en esos momentos notábase un dejo de tristeza en su sonrisa de bienvenida.
—Bonan tagon, Chuck. Te habría llamado anoche, pero comprendí que estarías fatigado. Te aseguro que lamento mucho lo que pasa. Ahora quiero comunicarte una noticia que no es del todo mala.
Aguardó el muchacho mientras el gobernador rebuscaba entre sus papeles.
—¡Oh, no importa! —dijo al fin el funcionario—. De todos modos ya sé lo que dice. —Dejó de lado los papeles y arrellanóse en su sillón—. Eres un joven importante. El presidente de los Estados Unidos ha solicitado oficialmente a la UN que te permita participar del viaje. Tú fuiste el más aventajado de todos los que se presentaron al examen para ganar el puesto, y la Tierra concuerda conmigo en que los de la Luna no debemos ser dejados de lado. Si podemos apresurar la decisión del Consejo, es posible que logremos soslayar esa condenada cláusula.
—No debería molestarse tanto... —comenzó el muchacho. Pero el gobernador interrumpió sus protestas con un ademán. —¡Tonterías! Tendría aquí una rebelión si no lo hiciera—. Meneó la cabeza y agregó—: Pero no quiero infundirte esperanzas falsas. Será muy difícil. Si conseguimos demorarlos en la elección de algún otro y logramos acelerar los trámites ante el Consejo, quizá haya una posibilidad. Lo malo es que el que te sigue en puntaje es un joven estadounidense de ascendencia china. Naturalmente, el delegado chino ante el Consejo va a oponerse a nosotros.
—¿Qué probabilidades tengo? —inquirió Chuck.
—Dormiría mejor si lo supiera, chico. Pero anímate; haremos todo lo que esté en nuestras manos. Y hay una ley antigua que puedo aprovechar para colocar en cuarentena al que te reemplace y obligarlo a esperar que se lo examine y se lo vacune. Si no llega mañana mismo, podré demorarlo hasta después que parta el navío hacia Marte.
—¡No!
—Ya verás —rió el gobernador, dando la vuelta en torno de su escritorio para palmear al joven—. Soy un hombre pacífico, pero a obstinado no me gana nadie. Ahora vete a casa y duerme tranquilo. Todos estamos de tu parte.
Mientras marchaba por el largo túnel hacia su casa, Chuck meditó sobre el asunto y quiso pensar que su suerte se hallaba en manos del destino. Pero lo que más le molestaba era lo incierto de sus probabilidades. En una de las tiendas se detuvo para recoger el diario que se publicaba en la ciudad y lo leyó con gran interés. Ese día habían llegado dos naves de carga, mas no descargaron pasajero alguno. Aun no se había presentado su reemplazante. Después sonrió al comprender su ingenuidad; de haber llegado el hombre ya lo sabría el gobernador.
Aquella noche se puso a operar su equipo de radar sin enterarse de ninguna noticia. Al acostarse no hizo más que dar vueltas en el lecho, diciéndose que eso de poner en cuarentena a su rival sería una treta injusta y que no debía él aprovecharse de ella. Empero, se dijo que el hecho de haber resultado el más indicado para el puesto justificaría la treta, ya que no era justo que se le desplazara ahora.
En la mañana, al ir al trabajo, estudió los boletines a toda prisa. El Consejo se iba a reunir; pero el día anterior habíanse ocupado en discutir una cuestión de precedencia, y por esta razón no se mencionó siquiera la solicitud de Braithwaite. Se fijó en la sección correspondiente sin hallar mención alguna de naves que se esperaran ese día, y en la que arribara la noche anterior no había llegado ningún viajero.
En el Eros continuaban trabajando los operarios; mas había muy poco que hacer, y la gente no se preocupaba mucho. Por todas partes había grupitos cuyos componentes se tocaban los cascos a fin de conferenciar con gran animación. Chuck no pudo soportar sus miradas y, marchándose a la cabina de mando, cerró la escotilla tras de sí.
Media hora más tarde le llegó la voz profunda de Dick Stecle por el aire que llenaba ahora la nave. De inmediato abrió la escotilla.
—Hay noticias, Chuck. Jeff Foldingchair recibió orden urgente de ir a la Tierra y partió anoche. Ahora acaba de aterrizar y dentro de unos minutos sabremos de qué se trata.
Chuck asintió con la cabeza. Debió haber adivinado que las autoridades se anticiparían a la treta del gobernador y mandarían al reemplazante con tiempo de sobra. Puso sus herramientas en su lugar, dejándolas perfectamente ordenadas.
—Me voy a casa, Dick.
—Yo te llevo, chico —respondió el negro, colocándose el casco para bajar con el joven.
Los operarios se apartaron para dejarlos pasar. El padre de Chuck era uno de los que no estaban a la vista; pero asomó la cabeza por la escotilla del motor y le saludó con la mano cuando el muchacho trepaba al tractor. Todos se cuidaban de mostrarse indiferentes, como si nada ocurriera, mas estaban perfectamente enterados de lo que sucedía.
Chuck detúvose para lanzar una larga mirada al gigantesco navío-cohete antes de indicar a Dick que pusiera el tractor en marcha. Allá en lo alto del cielo alcanzaba a atisbar el puntito que era Marte. Ahora le parecía mucho más alejado que nunca.
cap. 3
Amable rival
LA madre de Chuck recibió a éste en la puerta, mirándolo con expresión preocupada.
—Tienes visita, Chuck —le informó—. Como no quise que te molestaran mientras conversan, lo mandé a tu cuarto.
El muchacho hizo un esfuerzo por sonreír, asintió con la cabeza y marchó hacia su habitación.
El joven que lo esperaba allí parecía sentirse más turbado que él. Su cutis ligeramente oliváceo y sus ojos sesgados indicaban claramente la razón. El rival de Chuck no sólo había llegado a la Luna; también se encontraba allí en su cuarto.
El visitante se puso de pie, tendiendo la mano al muchacho.
—Soy Lewis Wong, señor Svensen. Supongo que sabe por qué estoy aquí. Yo... Quería decirle que lo lamento mucho; por eso vine aquí primero.
Esto sorprendió a Chuck, quien hizo un esfuerzo por decir algo; pero el otro continuó con rapidez:
—Vi las cifras indicadas en sus exámenes y sé que es usted el hombre indicado para el puesto. Sea como fuere, lo tenía ya desde el principio. Por eso espero que la solicitud de su gobernador sea aceptada.
—Creí que la habían rechazado —dijo Chuck.
—No lo habían hecho cuando yo partí; aún no se había estudiado. Yo he venido por si realmente la rechazan. Ya supe lo que piensan todos aquí: su amigo Foldingchair me lo explicó claramente. Yo... ¡Qué bueno este equipo de radar! Yo... ¡Oh, qué diablos! El caso es que puedo negarme a ir, ¿verdad?
Chuck lo miró con fijeza, sintiéndose tan turbado como él,
Se preguntó entonces qué habría hecho en caso de estar en la situación de Wong.
—Si me eligieran a mí y me negara a ir... —comenzó.
—Es verdad —asintió el otro con los ojos bajos—. Sí, supongo que tampoco entonces querría el puesto. Era una idea y nada más.
—Bueno, Lew, no hablemos más de ello. ¿No querría visitar la nave mañana? Ya está casi lista; pero podría ayudarle a localizarlo todo. El equipo que tenemos en ella deja chiquito a éste.
Luego comenzaron a hacer comentarios sobre el equipo de Chuck; Lew parecía conocer más teoría que Chuck, aunque había tenido menos oportunidades de practicar con los equipos de largo alcance. El aparato fué uno de los argumentos más potentes en favor de Chuck, ya que lo había construido con las partes dejadas de lado al ser preparado el de la estación receptora de la ciudad, haciéndolo todo con sus propias manos. La comisión examinadora había comentado el hecho de que este trabajo demostraba que Chuck era capaz de improvisar en caso necesario, cosa que podría ser muy importante durante un largo viaje.
—¿Dónde se aloja, Lew? —preguntó al fin Chuck.
El otro encogióse de hombros.
—No sé; supongo que me han destinado algún departamento; pero vine aquí no bien me hube registrado en la administración general. ¿Por qué?
—Entonces lo alojarán con otro de la tripulación. ¿Por qué no se queda conmigo? Después de la cena pondré en marcha el aparato y podríamos hacer algunas llamadas a la Tierra ¡Oye, mamá!
La señora Svensen aceptó de muy buen grado, tal como lo imaginara su hijo. Si se sentía sorprendida, no lo demostró en lo más mínimo. Aquella noche durmió Chuck en el mismo cuarto en que reposaba el muchacho a quien odiara casi la noche anterior. Durante largo rato permaneció despierto, meditando sobre el detalle. Hubiera sido todo muy sencillo si Lew no fuera tan simpático; ahora ni siquiera podía esperar que el Consejo se decidiera en su favor sin preocuparse por el golpe que recibiría su nuevo amigo.
Sin embargo, por extraño que parezca, se sentía mejor así. Le aliviaba mucho el hecho de tener alguien de su propia edad con quien hablar, y se puso a trazar proyectos para el día siguiente hasta que al fin lo venció el sueño.
Empero, resultó que no fueron al navío. El día siguiente llegó la decisión del Consejo. Viviendo en la Luna, Chuck había olvidado ciertas cosas. Allí había aprendido a aceptar a todos los hombres y todas las nacionalidades por igual; pero aun existían celos raciales en el planeta en que nacieran todos. Siete naciones habían unido su voz a la de los Estados Unidos y la del gobernador Braithwaite en la solicitud de que se exceptuara a Chuck del reglamento, pero China se mantuvo firme en su decisión.
El delegado de la República China fué sincero al respecto. Admitió que Chuck estaba mejor dotado en ciertos sentidos, y era una idea amable la de enviar a alguien de la Luna en aquel viaje. Pero se habían rechazado otros candidatos prometedores debido a la edad, y a algunos de ellos por muy pocos días de diferencia. Uno de los que estaban en estas condiciones había sido de ascendencia china, aunque era ciudadano de los Estados Unidos, tal como Lewis Wong.
Los primeros en llegar a la Luna habían sido individuos de raza caucásica. Ahora sería muy justo que un individuo de raza china estuviera entre los primeros que llegaran a otro planeta. El delegado lamentaba la situación de Chuck; mas debía ser justo y leal con los de su raza y negarse de plano a permitir un cambio en el reglamento.
China se expidió de este modo, y era ya sabido que sólo una decisión unánime podría cambiar el reglamento. Chuck Svensen no podría formar parte de la tripulación que llegaría al planeta Marte.
—Prejuicios raciales. —declaró Lew Wong con vehemencia—. Soy tan chino como Dick Steele africano. Mi patria es los Estados Unidos, igual que la suya, Chuck.
El padre de Chuck intervino entonces.
—No, Lew. No hay tal prejuicio racial. Lo mismo podría decirse de nosotros que deseamos que haya un representante de la Luna. No tiene nada de malo el orgullo de raza y el delegado chino tiene razón de modo que no se le puede censurar. Si Chuck no puede ir, debemos resignarnos, y yo por mi parte, me alegro de que seas tú quien lo reemplace.
Chuck se alegró de que lo hubiera dicho su padre. La impresión resultante de oír el veredicto habíale dejado mudo por el momento, aunque estaba seguro respecto a la decisión que habría de tomar el Consejo.
Estrechó la mano de Lew sin saber lo que decía. Ni siquiera oyó la excusa que daba su nuevo amigo para retirarse y casi no se dio cuenta de que se iba.
William Svensen se puso de pie con lentitud mientras limpiaba el hornillo de su pipa. El golpe había sido tan rudo para él como para su hijo. No obstante, habló con voz tranquila al dirigirse a su hijo.
—Mala suerte, chico. A propósito, Vance y Rothman harán una prueba mañana. Vance me dijo que quería que tú fueras el primero en hacer funcionar el equipo de radar, fuera cual fuese la decisión del Consejo. Así que te conviene irte a la cama. De ese modo estarás en condiciones de conducirte bien durante la prueba.
—Debería hacerla Lew —protestó el muchacho—. Le hará falta práctica. Supongo...
Le interrumpió la campanilla del teléfono, el que fué a atender su padre.
—Sí, doctor... ¿Cómo?... ¡Pero si se sentía bien hace unos minutos!... ¡Aja!... Bien, voy en seguida. Volvióse hacia Chuck con rapidez. —Lew acaba de presentarse a la clínica. El doctor Barnes dice que parece sufrir de apendicitis aguda. El muchacho afirma que se ha sentido mal desde que llegó.
—Es una impostura, papá.
—Claro que sí. ¡Qué chico tonto! Vamos.
El doctor Barnes les recibió a la puerta de su consultorio y les hizo pasar. Una leve sonrisa curvaba sus labios finos.
—Parece que tendrás que ir tú, Chuck —manifestó.
—Doctor, usted sabe tan bien como yo que Lew Wong no sufre de apendicitis —le interrumpió Svensen—. Si le sigue la corriente sólo para que vaya mi hijo en su lugar, se equivoca por completo. ¡No voy a permitirlo! Chuck no irá; así lo ha decidido el Consejo y así será. De todos modos, sólo conseguiríamos que enviaran a otro.
—Pero... —El médico enrojeció vivamente y asintió al fin—. Tiene razón, Will. Me pareció una buena idea, pero reconozco que no daría resultado. ¡Hum! Sin embargo, Wong podría tener una apendicitis crónica que se ha agudizado por el cambio de gravedad. En tal caso pondría en peligro su vida si no le prohibiera ir sin antes examinarlo a fondo y hacer una consulta. Si insiste en que se siente mal, nada puedo hacer yo.
—¿Y los síntomas?
—O los ha consultado en algún libro de medicina o algo tiene. Eso sí, no le encuentro fiebre y su pulso es normal.
Svensen miró a su hijo con expresión interrogativa.
—Bien, chico, entra allí y hazle cambiar de idea. Y si no puedes tú, ¡lo haré yo con el cinturón!
Lew se hallaba en el consultorio interno, sentado en la camilla, con una leve sonrisa en los labios. Al entrar Chuck se echó hacia atrás y se puso a gemir.
Chuck lo miró con fijeza.
—No pienso ir, Lew. Aunque deseara reemplazarte, papá no lo permitiría. Si quieres demorar la partida mientras encuentran a otro, puedes hacerlo. Pero no cuentes conmigo; ni siquiera iré en el viaje de prueba. Eso te corresponde a ti. Gracias por la buena intención, pero no puedo aprovecharme de ella.
Dicho esto, giró sobre sus talones y salió de allí, cerrando la puerta antes de que Lew pudiera hacer la menor objeción. Pasó un minuto antes de que el otro muchacho lo siguiera y cuando lo hizo parecía algo cabizbajo.
—Supongo que me tomarán por tonto —musitó—. Está bien, ha sido una idea que no dio resultado. Pero tú irás en el viaje de prueba, amigo Chuck.
El doctor se puso a rasgar la tarjeta de admisión, mientras que los otros tres marchábanse hacia la casa de los Svensen, esforzándose Lew por convencer a Chuck de que hiciera el viaje de prueba.
Empero, Chuck estaba decidido. Ya no quería abrigar esperanzas ni formular planes que luego resultaban fallidos. Nada ganaría con probar algo que sólo le haría envidiar aún más a Lew.
—Te estaré observando desde aquí —manifestó—. Pero si no puedo ir a Marte, ya soy demasiado grande para juegos. El puesto es tuyo y con eso basta.
—¿Y tú qué harás?
Svensen posó las manos sobre los hombros de los dos muchachos.
—Chuck querrá aprender a pilotear con Jeff Foldingchair; Jeff me interrogó al respecto cuando conversamos anoche del asunto. Ahora está en la edad más indicada..., y cuando parta el próximo cohete para Marte, no creo que haya otro piloto que pueda ganarle a un muchacho de la Luna capaz de guiar una nave y operar también el equipo de radar. ¿No es así, hijo?
—Así es —repuso el muchacho.
Tal había sido su deseo de años anteriores, aunque nunca abrigó la esperanza de que su madre le permitiera guiar una nave por su propia cuenta. Pero ahora contaba con la promesa de su padre.
—Ya se harán otros viajes, Lew —dijo a su nuevo amigo.
Hacía un momento que les llamaba alguien en alta voz, aunque estaban los tres demasiado entretenidos para prestar atención. Ahora, en un momento de silencio, Chuck oyó que pronunciaban su nombre. Al volverse vio al secretario del gobernador que corría hacia ellos.
—¡El gobernador desea verte en seguida!
—¿El Consejo ha cambiado de idea? —preguntó Lew.
—No, no. —El secretario frunció el ceño—. Claro que no, pero han tomado otra decisión recomendada por el delegado chino. Recién acaba de llegar la noticia.
Le siguieron al instante, tratando de sonsacarle más informes, pero el individuo no quiso decirles nada más. Luego de las sucesivas sorpresas que recibiera en los últimos días, Chuck ya no estaba en condiciones de reaccionar. No iba a conseguir todo lo que ambicionaba, pero al menos no se habría perdido todo. El hecho de pertenecer a Ciudad Luna bastábale para sentirse feliz. Esto y la posibilidad de llegar a ser piloto de naves espaciales tendría que ser más que suficiente para él, y la verdad era que no podía quejarse. Ir a Marte era algo así como ir al cielo..., y la mayoría de la gente tenía que morir para lograrlo.
Probablemente había decidido el Consejo presentarle una excusa oficial o concederle el derecho de la mayoría de edad en la Luna, dándole así la oportunidad de desempeñarse en algún cargo oficial. Esto sería agradable, aunque no de gran importancia.
Al entrar vieron que el gobernador sonreía muy complacido. El funcionario estrechó efusivamente la mano de Chuck, expresándose apenado por el hecho de que no hubiese prosperado su solicitud. Pero era evidente que le distraía otra cosa a la que se refirió en seguida.
—Chuck, no te imaginas cuánto impresionaron tus notas al Consejo. Debes saber que estuvieron deliberando durante varias horas antes de votar. ¡Te aseguro que no todos los días dedica el Consejo tantas horas a un hombre joven como tú! Han decidido que aquí estás perdiendo tu tiempo y... Pero mira esto.
Así diciendo le entregó a Chuck la trascripción de un largo radargrama y quedóse sonriendo mientras lo leía el muchacho. Éste pasó por alto las frases acostumbradas del protocolo y leyó el mensaje principal:
A pedido del delegado de la República de China, se resuelve por la presente que Chuck Svensen, actual residente de Ciudad Luna, reciba una beca de este Consejo, de acuerdo con la ley que establece el Comité de Gastos Educacionales. Esta beca durará un período de seis años y cubrirá su permanencia en cualquier universidad elegida por el interesado a fin de que siga la carrera de Físico, incluyendo en sus estudios cualquiera de las especialidades en electrónica que más le agrade. Durante este lapso se considerará a Chuck Svensen candidato al puesto de Consejero del Consejo, y pasará tres meses de cada año a cargo de las Naciones Unidas, para poder asistir así a las reuniones de este Consejo en su calidad de Consejero Menor, a cambio de lo cual recibirá una recompensa de siete mil dólares por año de los que se descontarán los gastos de estudio.
Seguían otras consideraciones oficiales, pero Chuck había leído lo que realmente le concernía, de modo que devolvió el mensaje al gobernador.
—Supongo que quieren que siga un curso de electrónica durante seis años y después me dedique a trabajar en las Naciones Unidas, ¿eh?
—Exactamente. —El gobernador sonrió más complacido que nunca—. Te aseguro que es una resolución extraordinaria. Hubo un revuelo tremendo cuando el delegado chino la propuso. Toma nota que un honor así lo han dado sólo ocho veces desde que existe el Consejo.
—¿Qué dices tú, papá? —inquirió Chuck.
El padre encogióse de hombros.
—Parece una magnífica oportunidad, mucho mejor de lo que podría ofrecerte yo. Si quieres aceptarla, hazlo. Ganarás más que piloteando cohetes.
—Y tendré que renunciar a la Luna además de haber perdido el viaje a Marte. —Chuck meneó la cabeza—. No, gracias. Gobernador, usted podrá decirlo de la manera apropiada, Avíseles que no me siento en condiciones de aceptar y que prefiero quedarme en la Luna.
Braithwaite frunció el ceño, restregóse las manos y fijó la vista en la alfombra mientras removía sus papeles con ademanes nerviosos.
—Temo que sea imposible, Chuck —expresó— La verdad es que... ¡Qué diablos, no puedes quedarte en la Luna! El Consejo no imaginó que pudieras rechazar el ofrecimiento y ya me han ordenado que retire tu permiso lunar dentro de dos semanas... Bien sabes que no puedes permanecer aquí sin el permiso correspondiente.
Chuck lo sabía muy bien; el entrar en la Luna era como lograr introducirse en uno de los laboratorios más secretos de la Tierra, y quizá más difícil. Aun Tippy necesitó un permiso especial después que Jeff lo hubo llevado allí consigo.
El gobernador se aclaró la garganta, frunciendo más el ceño.
—Y se necesitan dos años de trámites después que se ha retirado un permiso para que se te dé otro aún para una visita de dos semanas. Claro que podrías apelar, aunque no sé por qué habrías de hacerlo. Pero los delegados son seres humanos y podrían sentirse insultados.
Con un esfuerzo volvió a sonreír como era su costumbre.
—Además, piensa en las oportunidades que se te ofrecen. ¡Vamos, si eres uno de los muchachos más afortunados del mundo! Podrías llegar muy lejos. Piénsalo esta noche y ya veremos, ¿eh?
Chuck había visto ya lo suficiente. Claro que era un gran honor y sentíase muy agradecido; pero los miembros del Consejo jamás habían salido de la Tierra y no podían saber lo que hacían con él.
Le habían prometido que iría a Marte y ahora ni siquiera le dejaban permanecer en la Luna.
cap. 4
El Polizón
A la Mañana siguiente habíase iluminado con numerosos reflectores el lugar en que se hallaba el Eros, y la mitad de los habitantes de la ciudad habíanse trasladado allí para presenciar el vuelo de prueba. El movimiento de traslación del satélite había colocado ya al cráter Albategnius en la oscuridad más completa y ahora uno de los poderosos reflectores se desvió para seguir a un pequeño tractor que avanzaba hacia la nave llevando a cinco individuos que vestían trajes espaciales más completos que los comunes.
Los encargados del vuelo de prueba serían el capitán Miles Vance, el piloto Nat Rothman y Lew Wong. Jeff Foldingchair, que llevaba puesto el voluminoso traje espacial diseñado para el doctor de a bordo, participaría del vuelo a pedido de la Comisión Espacial, ya que su experiencia sería valiosa en caso de accidentes. El quinto traje lo vestía Chuck. Había llegado de la Tierra antes de la decisión del Consejo y hubiera sido lastimoso no aprovecharlo. En el casco tenía instalado un diminuto aparato de radio que le permitiría hablar con los que vestían trajes similares.
Ahora oyó el joven la voz del capitán Vance que resonaba en los teléfonos colocados sobre sus orejas.
—Todavía estás a tiempo para cambiar de idea.
—No —respondió el joven, meneando la cabeza dentro del casco—. No iré como lastre. De todos modos, a mamá no le agradaba la idea de que participara de la prueba; por eso le prometí no hacerlo. Todavía piensa que la nave podría estallar y quiere ver la prueba primero.
Tocó la palanquita instalada en el guante, interrumpiendo así la conversación. Luego saltó del tractor para unirse a los curiosos. La gente comenzaba ya a retirarse del área peligrosa.
Chuck no había deseado ni siquiera presenciar la prueba, pero ahora se contagió del entusiasmo general. El tractor continuó avanzando hasta la escalera que conducía a la cámara de compresión que servía de entrada a la nave, y los ojos del muchacho siguieron a las cuatro figuras que subían por ella.
En ese momento sintió que otro casco tocaba el suyo y al volverse vio al gobernador que se hallaba a su lado.
—Bonan matenon, Chuck. ¿Ya te sientes mejor?
El muchacho trató de sonreír. Seguía sintiéndose igual que antes, mas no creyó que sería justo echar la culpa al gobernador ni hacerle partícipe de su desencanto.
—Supongo que sí —repuso—. Sin embargo, sigo deseando quedarme en la Luna.
—¡Hum! Te diré, hasta envié un mensaje a la Tierra para tentar suerte, pero parece que siguen adelante con sus planes para ti. Alégrate, chico; te gustará la vida universitaria. Al poco tiempo te acostumbrarás al cambio.
Chuck asintió de nuevo y retiróse hacia donde estaban los demás. El gobernador habíase hecho hombre en una época en que los aviones eran los aparatos más adelantados de la tierra y no podía saber lo que era haber nacido con el ansia de recorrer el espacio y conocer otros mundos.
La multitud se retiraba ahora con más rapidez. Chuck halló una roca conveniente y sentóse en ella. El Eros disparó por sus tubos posteriores una andanada de llamas que lo levantó un metro del suelo. Volvió a asentarse sobre sus aletas, mientras los tripulantes consultaban sus instrumentos y hacían rápidos cálculos. Luego parpadearon dos veces los reflectores y todos se dispusieron a observar el espectáculo.
Esta vez, al funcionar los cohetes, partió de ellos una llamarada de un tono violáceo profundo que pareció introducirse en el suelo; tembló el terreno y las vibraciones del sonido viajaron por las rocas, trasmitiéndose a las botas de Chuck. La enorme nave saltó del suelo como un caballo de carrera que parte al darse la señal. Se alzó treinta metros, ciento cincuenta, mil, antes de que Chuck pudiera levantar la cabeza para seguirlo con la vista.
Poco después no era más que un puntito azul y rojo en la negrura del espacio. Así continuó durante un minuto entero antes de que desapareciera la llamarada al ser desconectado el motor. Chuck aguardó, sabedor de que estaban haciendo girar el navío para frenarlo con otros disparos en dirección opuesta. Finalmente apareció de nuevo la llamarada, esta vez para durar muy poco. Ahora regresaría al Eros con lentitud hacia la Luna, mientras sus tripulantes comprobaban el resultado de la prueba y lo hacían girar de nuevo para que sus cohetes apuntaran hacia abajo.
Pasaron casi veinte minutos antes de que volviera a verse el escape de los gases del cohete y el puntito se dibujó de nuevo en lontananza. La mano de Rothman en los gobiernos era menos segura que la de Jeff. La nave se detuvo a quince metros de la superficie lunar, y fué necesario otro disparo más para asentarla luego de haber cerrado definitivamente los motores. Así y todo, el aterrizaje resultó muy bueno.
Evidentemente, la prueba había sido exitosa. Chuck oyó un zumbido y puso en funcionamiento su radio para oír la voz de Jeff que le decía:
—No te vayas, Chuck. Voy a dejar a los muchachos para que hagan sus cálculos y volveré contigo.
El muchacho respondió afirmativamente y acercóse lo más posible a la nave. Pasaron casi diez minutos antes de que el suelo se hubiera enfriado lo suficiente como para que Jeff pudiera salir. El piloto señaló la diminuta antena de su casco y levantó dos dedos. Chuck movió la palanquita del suyo hasta la segunda posición, de manera de poder hablar con Jeff sin que le sintonizaran los otros.
—¿Cómo anduvo? —inquirió.
—Maravillosamente bien —fué la respuesta—. Es pesado y poco elegante, pero tiene una potencia de mil demonios. ¿Qué es eso que dicen de que van a enviarte a la Tierra? Tú no eres hombre de trabajar en un escritorio. Tu padre y yo habíamos convenido que estudiaras conmigo para ganar el grado de piloto.
El muchacho localizó un tractor pequeño y lo puso en marcha hacia el otro cráter mientras se esforzaba en explicar la situación a su amigo. Jeff maldijo con disgusto ante la estupidez de todos los que no sabían apreciar el encanto de los viajes espaciales, pero concordó con el punto de vista del gobernador.
—Una vez que te retiren el permiso estarás perdido. Dirían que eres un desagradecido si apelaras. Sea como fuere, Braithwaite tiene que andar bien con ellos si ha de conseguir más fondos para fundar otra colonia. No puede hacer otra cosa.
—Ya lo sé. No le echo la culpa a nadie. Pero el caso es que lamento mucho lo que me pasa.
—Lo mismo que tu padre. Tenía tanto interés en tu viaje como tú. La familia se acostumbró a la idea de no verte por dos años mientras fueras a Marte; pero no les agrada pasarse sin ti por algo que tú no quieres hacer. Oye, vamos a mi departamento. Me traje de la Tierra un par de pastelillos de carne; se me aplastaron un poco, pero siguen siendo comestibles.
Chuck no tenía apetito, mas no se sintió con fuerzas para volver a su cuarto a cavilar a solas. Asintió y se dirigieron hacia la entrada del alojamiento de los solteros. El cuarto de Jeff estaba lleno de libros y reliquias de los días de los cohetes primitivos y resultaba notablemente confortable.
Jeff cortó los pasteles mientras iniciaba un largo relato respecto a los primeros viajes que hiciera. A pesar de sí mismo, Chuck le escuchó con gran interés. Estaba ya muy avanzada la tarde antes de que se levantara al fin para retirarse.
El piloto le acompañó por el túnel hasta el departamento de los Svensen.
—El Eros es un gran navío —dijo de pronto—. Tiene más espacio que los otros. Se podría ocultar un ejército en las huertas hidropónicas. De haber sido más joven y temerario, me habría escondido a bordo una de estas noches, tal como ese muchacho loco de quien te dije que vino en nuestro quinto viaje. El salto durará dos años y será algo extraordinario. ¡Ea!
Chuck se volvió al oír esta exclamación.
—¿Qué pasa, Jeff?
—Recién se me acaba de ocurrir. Probablemente volverás a recibir tu permiso de visita mas o menos en la época en que regrese el Eros. Por lo menos podrás venir a ver su llegada. —Llegaron al departamento y Foldingchair volvióse para alejarse—. Ve a verme antes que te manden de regreso, chico.
El muchacho halló a su familia sentada a la mesa, comentando el nuevo trabajo al que se dedicaría Svensen en los laboratorios ahora que había finalizado la construcción del Eros. Mas su padre cambió de tema al verle entrar.
—El gobernador ha arreglado las cosas para que tú y yo podamos observar la partida desde la torre del radar —manifestó—. Así podemos seguir las primeras alternativas del viaje. No me sorprendería que te dieran una oportunidad de dirigir las comunicaciones.
Chuck comprendió que la noticia debería alegrarle, pero estaba demasiado abstraído por las cosas que le dijera Jeff.
—Gracias, papá —repuso al sentarse—. Pero... En fin, he estado pensando que no iré a presenciar la partida.
—¡Oh! —su padre hizo un gesto comprensivo—. Bueno, hijo, como gustes.
Acto seguido reanudó la conversación acerca de su nuevo trabajo.
Chuck jugueteó con los cubiertos, esforzándose por comer; pero le tenía completamente distraído la idea que se le acababa de ocurrir. Terminó en seguida y se puso de pie, yendo a besar a su madre que meneaba la cabeza con pena mientras miraba el plato del muchacho.
—Estoy cansado, mamá. Por eso no he comido. Me voy a dormir.
—No te despertaré mañana —le prometió su padre.
Este detalle favorecía el cumplimiento del plan que acababa de concebir. Chuck cerró la puerta tras de sí y acostóse en la cama. Luego, al comprender que alguno podría ir a verle, se tapó completamente con las mantas y posó la cabeza sobre la almohada.
Transcurrirían dos años antes de que le concedieran un nuevo permiso; pero ya para entonces estaría demasiado adelantado en sus estudios para renunciar a ellos, y aun le faltarían cuatro años más de residencia en la Tierra para completar la carrera. En cambio, si viajara en el Eros, obtendría el permiso al regresar..., y no habría condiciones que satisfacer. Fuera como fuese, su padre deseaba que lo hiciera, y hasta su madre habíale concedido su permiso para ir a Marte. No sería un inútil; los exámenes que rindiera habían demostrado su competencia y habilidad.
Esforzóse por recordar el relato que le hiciera Jeff acerca del muchacho que viajara como polizón en uno de los primeros cohetes a la Luna. Seguramente no se había dado cuenta Jeff de lo que le decía, y la idea habíase arraigado en la mente del muchacho. Claro que los miembros del Consejo se pondrían furiosos; pero en dos años lo olvidarían todo..., ¡y no negarían el permiso de residencia a alguien que hubiera estado en Marte!
Chuck se revolvió en el lecho, buscando un medio de introducirse a bordo. Súbitamente se hizo cargo de que estaba decidido a efectuar el viaje. No iban a convertirle en un aburrido investigador después que se había preparado para explorar los misterios de otros planetas.
Aguardó mientras escuchaba los sonidos procedentes del comedor y la cocina. Le pareció que tardaban mucho en lavar los platos, guardarlos y seguir charlando, seguramente sobre él. Se preguntó cómo tomaría su madre su huida, recordando luego que su padre habíase fugado del hogar para alistarse en la Fuerza Aérea y que éste era uno de los motivos de orgullo de la que luego fué su esposa. Seguramente sabría comprenderlo, mientras que su padre se sentiría complacido.
Oyó entonces que se preparaban para acostarse y al aproximarse los pasos de su madre hasta la puerta, cerró los ojos y fingióse dormido. A poco le dio un rayo de luz en la cara. Después se cerro la puerta y oyó que se alejaban los pasos hacia el dormitorio principal.
Esperó media hora más a fin de no correr riesgos y al fin se puso de pie y encendió la luz del secreter. La nota que escribió fué bastante breve; no le hubiera sido posible decir todo lo que deseaba. Empero, con lo escrito bastaría. La puso en un sobre y escribió en él el nombre de su padre, quien no la leería hasta después que hubiera partido el Eros.
Luego salió de puntillas por la puerta que daba al túnel..., y se encontró con Jeff Foldingchair.
—Hola —le saludó el piloto—. Llévate varias mudas de ropa, pequeño. El viaje a Marte es bastante largo.
Chuck se ahogó a causa de la sorpresa.
—Creí que...
—Sí, creíste que no me daba cuenta de que te estaba metiendo ideas en la cabeza. Mira, chico, no te conté toda esa historia. Fué durante el segundo viaje a la Luna..., y el polizón era yo. Pero, a menos que pudieras imaginártelo tú mismo, con un poco de ayuda, no merecías tener esta oportunidad. ¿Llevas ropa?
—Probablemente trajiste tú bastante —dijo Chuck, rompiendo a reír.
—No eres nada tonto —comentó Jeff, señalando el saco que llevaba el muchacho—. ¿Pero ya has encontrado el modo de subir a bordo? Te aseguro que no es fácil; tienen guardias alrededor de la nave, y si te descubren antes de la partida te meterán preso.
—Ya lo sé. Me figuré que podría deslizarme sin que me vieran los guardias.
—Imposible. Hay un ojo eléctrico que el centinela tiene que desconectar... Lo he estado examinando en secreto. Tendremos que idear algún medio, aunque todavía no sé cuál ha de ser.
Chuck se puso el traje espacial mientras Jeff se ponía el suyo que era uno de los ordinarios. Partieron luego hacia la salida de los tractores y el muchacho frunció el ceño. Había pensado ir a pie hasta el Eros. Ahora se hizo cargo de que Jeff estaba más acertado; lo más recomendable era obrar como si no estuvieran haciendo nada malo.
Acercó entonces su casco al del piloto.
—¿Y tú, Jeff? ¿Estás seguro de que no te verás en dificultades?
—Es posible..., pero ya las he tenido antes. No me ocurrirá nada. Oye, Chuck...
—¿Sí?
—Si vemos a Vance o a Steele, olvídate del plan. Ellos tendrían que entregarte, ya que son funcionarios responsables ante la UN. De otro modo, veremos de que subas a bordo y yo me encargaré de los guardias. Quizá podamos llevar a cabo el plan.
No parecía ser tan fácil como había imaginado Chuck. Cuando llegaron hasta la nave se esfumaron casi las esperanzas del muchacho. Todo el lugar estaba iluminado y el centinela se hallaba junto a la entrada.
Tras descender del tractor, Chuck encaminóse hacia adelante mientras sintonizaba el diminuto aparato de radio del casco. Siguió haciendo llamadas hasta que oyó de pronto la voz del otro.
—¿Quién es? ¿Wong?
—Chuck Svensen. Vine a recoger algunas herramientas que dejé en la nave. ¿Podría entrar?
—¡Oh, Chuck! —el guardia asintió de inmediato. Era uno de los que participaran en la construcción del Eros—. Claro que puedes entrar; tú ya conoces la nave. Estamos de guardia sólo para evitar que entren los que vienen a curiosear. Pero, ¿y Foldingchair?
—Me va a esperar. Es posible que tarde un rato en hallar mis herramientas.
El guardia rompió a reír.
—Quieres echarle un último vistazo, ¿eh? Bueno, ya me figuro lo que te pasa. Si no has salido cuando termine mi turno, diré al relevo que te deje salir. He desconectado el ojo eléctrico; puedes entrar.
Chuck dejó escapar un gruñido. Había abrigado la esperanza de que no mantendrían la guardia hasta último momento, pero ahora veía que así era. No obstante, ya no podía volverse atrás y subió por la escala para introducirse en la nave espacial. Mientras tanto, Jeff tocó con su casco el del guardia y la radio instalada en el de éste llevó las palabras hasta los oídos del muchacho.
—¿Me dejas entrar en la cabina del radar para fumar un cigarrillo, Red? Después te reemplazaré para que lo hagas tú.
—Trato hecho, Jeff —repuso Red—. Hace rato que quiero fumar. La puerta está sin llave.
Chuck encaminóse hacia las salas de las huertas hidropónicas situadas en el tercer piso inferior. Había allí numerosos tanques con plantas arraigadas en una sustancia plástica tratada con productos químicos especiales que reproducían las condiciones terrestres. En el techo bajo brillaban luces fluorescentes que regulaban el crecimiento de los vegetales. Allí se liberaría de nuevo el monóxido de carbono para reconvertirlo y usarlo nuevamente. De ese modo se mantenía un equilibrio que evitaba tener que llevar un abastecimiento demasiado grande de oxígeno en tanques de alta presión, y el sistema permitía usar el mismo aire por tiempo indefinido.
Dirigióse hacia el centro del recinto, donde se hallaba el equipo para el cuidado de las plantas. Encontró allí un cojín de aire que se colocaba debajo de los tanques si era necesario efectuar limpieza. Lo sacó de su lugar, lo infló en la válvula que había para tal fin y lo tendió debajo de uno de los tanques donde le quedó el espacio justo para instalarse cómodamente y al abrigo de miradas indiscretas.
A poco volvió a oír la voz de Jeff.
—Gracias, Red. Todavía no salió el chico, ¿eh? Supongo que tendré que esperar toda la noche. ¿Por qué no te acuestas un rato? Yo te reemplazo.
—¡Encantado! —exclamó Red—. Mi relevo llegará dentro de un par de horas, pero si puedo dormir en la cabina del radar, podré estar aquí para presenciar la partida. Gracias, Jeff; alguna vez te devolveré el favor. Despiértame si sale el chico y quieres irte.
Chuck desconectó la radio: Jeff había logrado engañar al guardia. Ahora solo tendría que preocuparse por una posible investigación de último momento, y era seguro que Jeff ocultaría el tractor y afirmaría que Chuck estaba ya en su casa si alguien llegaba a preguntar.
Quitóse el traje espacial, lo ocultó debajo de otro tanque y tendióse sobre el voluminoso cojín. Le abrumó entonces la reacción motivada por la nerviosidad, dejándole débil y tembloroso, mas esto pasó casi en seguida y a medida que transcurrían las horas le sorprendió notar que le iba dominando el sueño.
cap. 5
¡Emergencia!
CHUCK no estaba del todo dormido, pero la aceleración le tomó tan de sorpresa que no pudo sentarse. El impulso era aquí menor que en un despegue de la Tierra, ya que la gravedad menor de la Luna requería una aceleración menos violenta. No obstante, la potencia empleada era terrible.
El cojín de aire no había sido fabricado para soportar una presión de tal naturaleza. Se hundió bajo su peso, dejando sus caderas y hombros aplastados contra el piso de metal. Chuck lanzo un gemido mientras se esforzaba por soliviantar el cuerpo sobre piernas y brazos, mas no pudo conseguir su objeto. Un momento después no pudo soportar más y con gran trabajo logró rodar de costado, sintiendo que la sangre se agolpaba en su estómago. Luego consiguió quedar tendido boca abajo y frenar un poco la presión con sus miembros, aliviándose así un poco.
Los minutos se prolongaron mientras pasaba aquella prueba de fuego. La aceleración pareció continuar indefinidamente, aunque no pudo haber durado más de diez minutos.
Al fin terminó el terrible sufrimiento y el rebote del cojín le lanzó contra el fondo del tanque, arrancando de sus labios un gemido al recibir el golpe en sus carnes doloridas.
Mas no tuvo tiempo para afligirse por el detalle. ¡Ya estaba en camino hacia Marte! No tenía más que permanecer oculto un día y nada podría impedirle que efectuara el viaje.
Se arrastró lentamente con ayuda de las manos, ya que no tenía peso que lo mantuviera sobre el suelo. En el bolso que le entregara Jeff halló un recipiente plástico lleno de agua y una barra de chocolate. Comió el chocolate y bebió luego el agua, sorbiéndola por el pico especial. Al principio se rebeló su estómago, negándose a funcionar sin la gravedad a la que tan acostumbrado estaba.
Oyó ruido de pasos y se arrastró con rapidez hacia el tanque grande antes de que bajara Dick Steele tomado de las agarraderas. El ingeniero lanzó una mirada al recinto y siguió hacia los pisos inferiores.
Chuck trasladóse entonces hacia donde dejara el bolso a la vista de todos. Esta vez había tenido suerte, pero Steele podría verlo al pasar de regreso. Así pensando, miró en dirección a la abertura en la que estaban las agarraderas.
Llegó a su oído el resonar de un gongo, mas no le prestó atención. Demasiado tarde se hizo cargo de su significado. Los cohetes rugieron de pronto en la popa, arrojándole su impulso al suelo. Tuvo apenas el tiempo necesario para aflojar los músculos y tratar de sostenerse sobre manos y rodillas.
Luego pasó el peligro. La velocidad no era la necesaria y se requirió un disparo más para corregirla. Por suerte, Chuck estaba preparado al cesar la aceleración y ahora obraron sus miembros como elásticos, arrojándolo casi hasta el techo. Buscó a ciegas algo de donde tomarse y casi logró contener su impulso.
Mas no llegó a agarrarse de nada y empezó a flotar entre el piso y el techo, avanzando en dirección a una de las mamparas situadas a nueve metros de distancia. Su avance era tan lento como el de una pluma que flota en el aire.
Miró hacia abajo y hacia arriba, dándose cuenta de que pasaría lo menos un minuto antes de poder tomarse de algo para descender. Se puso entonces a manotear el aire con la idea de impulsarse de ese modo. Cada movimiento de sus brazos impelía su cuerpo en la dirección opuesta, como si nadara. De este modo podría trasladarse, mas sería un trabajo lento y muy penoso.
—¡Ea! —dijo una voz.
Chuck volvió la cabeza, viendo a Dick Steele que asomaba ya por la abertura central que atravesaba la nave de proa a popa.
El ingeniero entró en la cámara, afianzó los pies y dio el salto, Chuck trató de esquivarlo, mas el otro había calculado bien la distancia. Los brazos musculosos del negro lo envolvieron de pronto y ambos partieron hacia la mampara, donde Dick logró asirse de una agarradera e impulsarse hacia abajo.
—¿Quién...? ¡Chuck! —borróse la sañuda expresión del negro para ceder su puesto a una sonrisa—. ¡Que me maten! ¡Un polizón en la nave! ¡Qué muchacho loco! ¿Por qué diablos no pudiste mantenerte oculto hasta que nos hubimos alejado más?
Cambió entonces de tono y dijo secamente: —Chuck Svensen, le arresto a usted en nombre de los Estados Unidos por haberse introducido ilegalmente en un navío fletado por la UN. ¡Venga conmigo!
Una de sus manos enormes apretó la muñeca de Chuck mientras el negro avanzaba despaciosamente desde un tanque a otro, empleando su otra mano para asirse de las agarraderas y evitar así salir volando sin rumbo.
—Tendré que llevarte a presencia del capitán Vance. ¿Sabes lo que significa eso?
Chuck asintió. Significaba que todavía estaban al alcance de los cohetes de menor alcance y que podría enviarse un radar-grama a la Luna para que fueran a recogerlo antes de que hubieran transcurrido dos horas más. Se maldijo por su estupidez que no le permitió oír el gongo a tiempo, mas ahora era demasiado tarde para hacer nada.
Steele halló al fin la baranda y comenzó a avanzar impulsándose con la mano. Chuck agitó la suya.
—Suéltame, Dick. Iré sin resistirme.
Le soltó el ingeniero y el muchacho le siguió por el conducto central. Cruzaron el alojamiento de la tripulación y fueron por un pasaje hacia la puerta cerrada de la cabina de mando, a la que llamó Steele con los nudillos. Abrió luego y tendió la otra mano para tomar del brazo a su joven acompañante.
El capitán Miles Vance hallábase sentado frente al tablero de instrumentos, estudiando los indicadores. Era un hombre alto y delgado, con el pelo salpicado de canas, cosa rara en una persona que no contaba más de veintisiete años de edad. Su apostura erguida indicaba el entrenamiento militar que recibiera antes de dedicarse a comandar cohetes. Exteriormente parecía un hombre muy severo, pero en realidad era un individuo de los más amables que había conocido Chuck. Junto a él se hallaba Lew Wong, atendiendo el equipo de radar, y el tercer asiento lo ocupaba Nat Rothman, el piloto.
Vance levantó la cabeza al abrirse la puerta. Dibujábase en sus labios una leve sonrisa que se borró de inmediato para ceder su puesto a una expresión de sorpresa. No obstante, el capitán se recobró casi en seguida.
—Dick, si no tiene algo muy importante que decirme, no venga aquí hasta que le llame —expresó—. Todavía no tengo tiempo para ocuparme de detalles de rutina. ¡Lew, ocúpate de tu trabajo! Quiero informes sobre los mensajes del observatorio. No disponemos de tiempo para escuchar felicitaciones ni conversar con el cuartel general de la Luna. ¿Estamos?
Esto último iba destinado a Steele, quien sonrió ampliamente.
—No era nada, señor —dijo—. Lamento haberle interrumpido.
Vance miró fugazmente a Chuck antes de que se cerrara la puerta. Después hizo un guiño furtivo y el capitán volvió a ocuparse de estudiar sus instrumentos.
El negro rompió a reír alegremente mientras que Chuck exhalaba un profundo suspiro.
—¿Te parece...? —comenzó.
—No sé nada, Chuck —repuso el ingeniero—. Pero en un navío nuevo como éste hay muchas cosas que hacer. Vance no puede perder tiempo en pedir un cohete que venga a buscarte. Ven conmigo; tendré que encerrarte hasta que el capitán pueda recibirte. Chuck le siguió muy satisfecho, yendo a acostarse en una de las hamacas del alojamiento de la tripulación. Dick le favoreció con otra sonrisa antes de salir y cerrar la puerta con llave.
Naturalmente, Vance enviaría un mensaje a la Luna, mas no lo haría hasta que la nave se hallara demasiado lejos para que pudiera ir algún cohete a recoger al polizón. El muchacho acercóse a la biblioteca asegurada a una pared, y se dispuso a ponerse al día en la lectura. Había pasado por alto tres ejemplares del Extraterreno, y era hora de que leyera las aventuras del "bandido marciano". Una vez que hubieran llegado realmente a Marte, todas las novelas sobre el planeta resultarían seguramente tontas. Era necesario que las leyera mientras aún le resultaban emocionantes.
Varias horas después oyó que se abría la puerta. Al levantar la vista vio al capitán Vance que entraba e iba a sentarse en una de las hamacas y se aseguraba con una de las correas.
—Me acaban de informar que te escondiste a bordo —dijo a Chuck con voz severa—. Naturalmente, he dado parte de inmediato; pero ya hemos pasado la zona hasta la que alcanzan los cohetes de la Luna, de modo que tendrás que seguir con nosotros. ¿Sabes lo que significa eso?
—Sí, señor; significa que voy a Marte.
—Significa que exiges a cada uno de nosotros que renunciemos a una séptima parte de nuestros víveres y de nuestras probabilidades de vida para ofrecértelas a ti. No pensaste en eso, ¿eh? Pues debiste hacerlo. ¡Esta nave se construyó para llevar a seis hombres y no a siete! Tendremos que llevar con nosotros a un hombre que no tiene función específica a bordo, y estarás arrestado hasta que volvamos a la Luna, donde se pasará el caso a la Comisión Espacial. Oficialmente no puedo perdonar tu conducta, pero nada puedo hacer al respecto, de modo que, como dices, irás a Marte.
Chuck estudió el rostro del capitán, buscando inútilmente alguna señal de que Vance hablaba en broma. Meditó un momento y se hizo cargo de que el asunto era muy serio. En efecto, había aminorado las probabilidades de vida de los otros. Sentóse en una hamaca próxima y siguió guardando silencio, pues no se le ocurría nada que decir.
De pronto rió el capitán.
—Bueno, Chuck, necesitabas el sermón, que fué muy justo. ¿Pero quién crees que recordó a Jeff la oportunidad en que él hizo lo mismo que tú? ¿Quién crees que apostó al tonto de Red Echols de guardia frente a la nave? Oficialmente debemos censurar tu proceder; pero toda la tripulación quería que nos acompañaras, y ya estás con nosotros. Si tanto nos preocuparan nuestras posibilidades de vida, jamás nos habríamos ofrecido para este viaje.
—Pero la Comisión Espacial...
Vance rió de nuevo.
—Chuck, probablemente no haya un solo hombre en la Tierra o la Luna que no se alegre de que vayas con nosotros. En cuanto a tu arresto consistirá en que quedes confinado a la nave hasta que lleguemos a Marte. Para pagar tu pasaje, ayudarás a quienes necesiten tu colaboración. Ahora vamos a comer.
Chuck no había hallado aún la manera de agradecer al capitán cuando llegaron al diminuto comedor situado junto a la cocina. Los allí reunidos le recibieron con una exclamación de alegría y el muchacho los miró sonriendo con timidez. Lew Wong reía alegremente y los otros mostrábanse muy complacidos.
Nat Rothman era un hombre que se mostraba siempre preocupado pero ahora mostraba los dientes en una amplia sonrisa, similar a la de Dick Steele, el gigantesco negro. Aun el diminuto doctor Paul Sokolsky se mostraba muy gozoso ante su presencia mientras hacía esfuerzos por alisarse el pelo rojo que se le desordenaba constantemente a causa de la falta de gravedad. Él fué el primero en adelantarse hacia el muchacho para estrecharle la mano.
Después se oyó la voz de Ginger Parsons que ahogó a la de los demás.
—Chuck, a ti te necesitaba. Ven aquí y ayúdame a dar de comer a estos vagabundos del espacio.
El muchacho encaminóse hacia la cocina, donde trabajaba el cocinero y fotógrafo de la expedición. El feo y simpático rostro del irlandés denotaba gran preocupación mientras sus manos llevaban de un lado a otro las latas que contenían los alimentos.
—¿Para qué sirve un cocinero? Si tratara de cocinar realmente aquí, los líquidos saltarían de las cacerolas y los sólidos andarían flotando por todas partes. Sin embargo, eres mí ayudante, de modo que has de servir la comida.
La cena resultaba muy rara. Los líquidos se servían en pequeños recipientes de plástico dotados de un pico por el que habría de sorberse el contenido. Todos los otros alimentos debían ser retenidos en platos provistos de tapas y apresados con rapidez antes de volver a cerrarlos. Como todo lo que no estuviera asegurado podía ser una amenaza para la tripulación, las mesas eran de metal y los cubiertos estaban imantados a fin de que quedaran adheridos a ella. A pesar de todo esto, fué aquélla la comida más feliz de la que participó Chuck en su vida.
Al terminar de comer, Vance se puso de pie, tomándose de una de las agarraderas.
—Bueno, muchachos, esto fué una fiesta. De ahora en adelante iniciaremos la rutina que seguirá hasta el fin. Les aseguro que la vida a bordo no será nada divertida. Esta vez he dejado la nave a cargo de los gobiernos automáticos para demostrar que se puede hacer.
Eso les dará la confianza necesaria en el Eros. Empero, desde ahora en adelante mantendremos guardias regulares. Yo me haré cargo de la primera con Parsons, de cuatro a medianoche. Dick, Chuck y el doctor se ocuparán de la de medianoche hasta las ocho.
Sonrió a Chuck.
—Excepto hoy —agregó—. He visto que andas cojeando, de modo qué el doctor te atenderá los magullones y te mandará a la cama.
Chuck había sonreído para sus adentros ante la idea de que la vida en el Eros pudiera ser rutinaria; pero la primera semana se dio cuenta de que así era en verdad. La Luna habíase convertido en un puntito casi invisible y Marte era sólo una luminaria roja igualmente distante. Las estrellas continuaban siendo igual que siempre, y la eterna negrura del espacio exterior les daba la impresión de que se hallaban completamente inmóviles en medio del Cosmos.
El único cambio lo motivaba el derrame de algún líquido que solía liberarse para convertirse en una esfera redonda pendiente en medio del navío. Al seguirla con la intención de atraparla hacían ejercicio..., aunque no resultaba muy agradable, especialmente cuando el líquido estaba caliente.
Y aun esto llegó a su fin cuando Vance decidió hacer girar la nave a fin de que pudieran llevar una vida más normal. El movimiento del Eros los arrojaría contra el casco a la manera de un peso que girara al extremo de un cordel. La fuerza centrífuga no era lo mismo que la gravedad, pero el resultado sería el mismo. Naturalmente, dificultaría el manejo del navío, pero no se necesitaría cuidar mucho el curso hasta que hubieran llegado a la zona de atracción del planeta rojo.
Chuck oyó que comenzaban a girar las ruedas de los giróscopos a una velocidad de tres mil revoluciones por minuto. Allí en el espacio, cualquier movimiento en una dirección era automáticamente compensado por otro movimiento opuesto en el resto de la nave. Newton habíalo expresado así en su segunda ley: "Por cada acción hay una reacción igual en dirección opuesta." La rueda de tres kilos de peso tenía que girar diez mil veces para hacer dar una vuelta completa a la nave que pesaba treinta mil kilos, y el Eros comenzó a dar vueltas con lentitud hasta que fué adquiriendo cada vez más celeridad.
Cuando parecieron pesar unos diez kilos cada uno, Vance reguló la marcha de los giróscopos, y ordenó que se trasladara el equipo a fin de que emplearan todos el casco como piso, ya que el navío había sido equipado para tal fin. En el conducto central de la nave seguían privados de peso, pero en las otras partes les era posible caminar sin tomarse de nada si eran cuidadosos al hacerlo.
Chuck halló un trabajo que le mantuvo ocupado. La mitad de sus horas de guardia las pasaba en las huertas hidropónicas, cuidando de las plantas y recortándolas para colocar los restos en los tanques de substancias químicas que los reducían a líquido. A bordo del Eros se usaba todo una y otra vez; no había pérdida ninguna, y sólo cambios gobernados por la mano del hombre. Teóricamente podrían haber seguido viajando eternamente, siempre que hubiera suficiente energía para que continuaran funcionando los aparatos y máquinas.
El resto de sus horas de trabajo las dedicaba a hacer limpieza y ayudar a Ginger en la cocina. Era una especie de cocinero, mozo de limpieza y jardinero.
Las comunicaciones se llevaban a cabo durante el turno de Vance, y el muchacho veía muy poco el equipo de radar. Las pocas oportunidades en que el gongo indicaba la llegada de una señal, se trataba simplemente de cuestiones puramente técnicas y nunca de nada muy interesante. En una oportunidad habló unos segundos con su padre. Había supuesto que su familia no le reprocharía su huida, y le resultó agradable constatar que estaba acertado en esta suposición. Todos ellos se enorgullecían de él.
A medida que más se alejaban de la Luna se requería cada vez más energía para hacer funcionar el radar, y Vance lo mezquinaba lo más posible. El motor atómico podía funcionar durante años enteros, pero los generadores sufrían cierto desgaste; todos ellos habíanse proyectado para que pesaran lo menos posible y había muy pocos repuestos a bordo.
La mayor parte del tiempo libre lo dedicaban a juegos diversos o a la lectura. Ginger había inventado una especie de hockey en el conducto central, donde la ausencia de peso permitía saltar de un extremo a otro del pasaje si se calculaba bien el impulso inicial. De este modo hacían ejercicio al tiempo que se divertían un poco, y el juego se convirtió pronto en parte integrante de la vida diaria.
Después dormían. Para el momento en que Chuck se iba a su hamaca, estaba lo bastante cansado como para quedarse dormido inmediatamente y no despertar hasta pasadas ocho horas por lo menos.
Tres semanas después de la partida se presentó la primera dificultad durante uno de los períodos de descanso del muchacho.
El insistente resonar del gongo interrumpió su sueño, despertándole tan bruscamente que cayó de la hamaca al piso. Antes de que pudiera levantarse, sintió que funcionaban los cohetes con su potencia máxima. Su cuerpo se aplastó contra las planchas de acero y se salvó de sufrir lesiones serias gracias a la brevedad del disparo.
Después oyó la llamada por el altavoz:
—¡Alerta todos! ¡Meteoros!
cap. 6
¡Meteoros!
AL llegar a la sala de mandos vio Chuck que se le habían adelantado Dick y los otros. Casi no había espacio para todos en la cabina, mas ninguno se preocupó de aquel inconveniente.
—¡Chuck, al radar! —ordenó Vance.
El capitán continuó dando órdenes, pero el muchacho no le oyó siquiera; ya estaba instalándose en el asiento que le dejara Lew y sus ojos seguían las líneas que cruzaban la pantalla a gran velocidad. Más práctico que Wong en aquel trabajo, era el hombre indicado para el puesto.
Nat Rothman se hallaba a su lado, haciendo funcionar una maquinita de calcular, mientras que Vance manejaba las palancas de gobierno.
Cada una de las rayas que aparecía en la pantalla representaba un objeto diminuto que había más adelante. El tamaño de los mismos era indicado por su brillantez. Chuck dirigió la vista hacia el indicador y vio que estaba regulado para mostrar los objetos del tamaño de una arveja con una luminosidad mediana. Otra pantalla señalaba la distancia.
—Correlaciónalos —dijo Rothman.
El muchacho superpuso ambas imágenes —cada una en un color diferente— en una tercera pantalla, y comenzó a hacer girar los diales para descubrir la velocidad probable de los meteoros en relación con la nave. Para esto debió tener en cuenta el movimiento de rotación del Eros.
—¡Allá! —dijo al fin, señalando uno que tenía un tamaño algo mayor y se hallaba demasiado cerca.
Rothman hizo una señal a Vance mientras levantaba un dedo, y la nave dio un salto hacia adelante que duró un décimo de segundo. Aguardaron quizás un segundo más, pero no les llegó sonido alguno procedente del casco.
—Pasó de largo —dijo Vance—. Pero no podemos seguir así. Esto...
Oyóse entonces un sonido similar al de una bala de rifle que da contra una superficie metálica. Al primer sonido siguió otro más agudo. Uno de los meteoros, de un tamaño menor que el de una arveja, había logrado llegar hasta ellos, atravesando la nave de un costado a otro. A velocidades de varios kilómetros por segundo, aun la partícula más pequeña resultaba peligrosa. Al parecer, todos aquéllos eran tan diminutos que no se los vio desde el observatorio de la Luna. Lo malo era que debía haber lo menos un millar o más en la ruta de la nave.
—Remienden —ordenó Vance.
Steele, Lew y Sokolsky partieron a la carrera. Tendrían que hallar el primer orificio y luego el segundo, taparlos con planchas de acero y soldarlos antes de que escapara el aire contenido dentro del casco.
La lluvia de meteoros no era ya tan densa. Chuck mantuvo los ojos fijos en la pantalla, y pocos segundos más tarde vio que iban a atravesar otra zona en que abundaban aquellos vagabundos del espacio.
—Ese primero debe haber sido tan grande como un melón —dijo Rothman a Chuck—. Comenzó a funcionar la alarma automática y Lew no tuvo tiempo para preparar las cosas. Fué una suerte que no nos tocara. Lo raro es que hay una posibilidad en cincuenta de encontrarse con un meteoro entre este punto y el planeta Marte. Por lo general están muy esparcidos y el blanco que ofrecemos en el espacio es demasiado pequeño.
Aunque los meteoros giran alrededor del sol siguiendo órbitas propias similares a las de los planetas, suelen ser relativamente escasos. Sólo había habido un accidente que se atribuyó a ellos en todos los viajes efectuados entre la Tierra y la Luna, pero el Eros parecía estar de mala suerte.
Ahora se aproximaban al otro borde de la zona recorrida por los meteoros y los vieron en mayor abundancia que antes. Algún día dispondrían de maquinarias completamente automáticas que calcularan la ruta de los meteoros y desviaran a la nave de su paso. Mas esto era cosa del futuro. En esos momentos la seguridad de todos dependía de la rapidez con que Chuck hiciera sus cálculos y de la habilidad con que Rothman interpretara los pocos informes que obtuvieran.
—¡Dos! —gritó el muchacho, y Rothman hizo una rápida seña al capitán.
Esta vez pareció que el Eros había enloquecido al ser liberada toda la potencia de sus cohetes por una fracción de segundo. Mas no tuvo éxito la maniobra, pues a pesar del rápido cálculo del piloto, era muy difícil hacer pasar la nave por entre aquellos dos meteoros.
Algo dio contra el casco del Eros con un aullido escalofriante. El objeto pasó frente a la nariz de Chuck, a menos de treinta centímetros de distancia y ya candente debido a la fricción. Golpeó acto seguido contra el tablero de instrumentos, vibró con un agudo silbido y desapareció de inmediato, dejando un agujero de quince centímetros de diámetro en la pared opuesta a la que le sirviera de entrada.
El aire comenzó a escapar por las dos aberturas y Chuck apoderóse del diario de a bordo para colocarlo sobre el agujero más grande, donde la presión del aire lo retuvo fuertemente adherido. Mientras tanto, Vance había cubierto ya el otro orificio más pequeño con una goma de borrar.
En seguida aparecieron Steele, Lew y Sokolsky. Los tres estaban llenos de magullones a causa de los golpes que recibieran al funcionar los cohetes, pero ninguno parecía darse cuenta del detalle. Rápidamente colocaron planchas de metal bajo los tapones improvisados y se pusieron a trabajar con el soldador eléctrico portátil. Al cabo de pocos minutos ya estaban clausuradas las aberturas.
Ya no se veían las líneas en la pantalla del radar. Chuck cedió su puesto a Lew y dio su informe al capitán, quien asintió en silencio.
Vance estaba observando el destrozo que causara el meteoro en el tablero de instrumentos. Adelantóse hacia el mismo y se puso a probar las perillas y palancas, mientras que Steele echábase en el piso para estudiarlo más de cerca.
—Se han dañado la mayoría de los gobiernos para el disparo de los cohetes; no funcionarán parejo. Y ese primer meteoro causó daños en los giróscopos. Estamos en un buen aprieto.
—Sí. Probablemente estaremos a salvo hasta que lleguemos a Marte; pero tendremos que hacer muchas reparaciones si queremos aterrizar allá sin perder la vida. Chuck, te has portado mejor de lo que se podría esperar. No es culpa tuya ni de Nat. Lo hemos pasado demasiado bien, y ahora tendremos que ver qué tiempo nos llevará reparar los daños.
Vance volvióse hacia Steele, quien sacudió la cabeza.
—Puedo volver a montar los giróscopos; pero no rendirán la misma velocidad que antes, y no puedo asegurar cuanto tiempo funcionarán los ejes. Chuck, tú ayudaste a instalar estos tableros; échales una ojeada.
El muchacho inclinóse para examinar los cables dañados, comprobando que estaban todos en el más completo desorden. Sería necesario desconectarlos todos y volverlos a instalar. El trabajo de estudiar los diagramas y hacer las conexiones les llevaría varios meses. Dio su informe, mientras Vance buscaba los diagramas en uno de los armarios de la cabina.