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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
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  • Normal 1024
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  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    AHORA Y SIEMPRE (Jack Finney)

    Publicado en agosto 01, 2010
    Barcelona -Madrid -Buenos Aires -México D F. -Santiago de Chile
    Título original Time and Again
    Traducción Antoni Puigròs
    1.ª edición: mayo 1997
    © 1970 by Jack Finney © Ediciones B.S.A. 1997 Bailen, 84 08009 Barcelona (España)
    Printed in Spain ISBN 84 406-7341-8 Depósito legal BI 460-1997
    Impreso por GRAFO, S A Bilbao
    Todos los derechos reservados Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos

    Para Marg, a quien le gustó
    1
    Me hallaba trabajando, en mangas de camisa, tal como era mi costumbre, en un boceto de la pastilla de jabón que había pegado con esparadrapo a una de las esquinas superiores de la mesa de dibujo. Había arrancado cuidadosamente el envoltorio de papel dorado de modo que pudiera leerse gran parte de la marca impresa. Antes de conseguir el efecto deseado había estropeado el envoltorio de media docena de pastillas. Se trataba de desarrollar una nueva idea: enseñar el producto a punto para un uso que, según el texto publicitario que lo acompañaba, resultaba más «fragante, espumoso y adorable». Mi trabajo consistía en dibujarlo para media docena de anuncios, en cada uno de los cuales la pastilla de jabón aparecía desde un ángulo ligeramente distinto.
    Este trabajo resultaba exactamente tan aburrido como suena, de modo que lo interrumpí y, volviendo la cabeza hacia la ventana que tenía al lado, contemplé la calle Cincuenta y cuatro, doce plantas más abajo, y las diminutas siluetas que circulaban por la acera. Era un día claro y soleado de mediados de noviembre de 1970, y me habría gustado estar allí fuera, con toda la tarde libre y sin nada que hacer. Es decir, sin la obligación de hacer nada.
    Inclinado sobre la mesa para montaje se encontraba Vince Mandel, el especialista en rotulación; era delgado y moreno, y probablemente se sentía tan enjaulado como yo ese día. Trabajaba con el aerosol y se había cubierto la boca con una mascarilla de algodón. Estaba rociando con pintura color carne la foto de una chica en bañador recortada de la revista Life. El efecto, cuando finalizara, sería la supresión del bañador, lo cual haría que la chica pareciese desnuda a excepción de la banda que cruzaba su tronco desde el hombro hasta la cadera, y en la que se leía MISS MAQUINARIA COMERCIAL. Esta clase de trucaje era la ocupación favorita de Vince en el trabajo, siempre que se sentía inspirado, y la foto retocada se añadiría a otras parecidas que había en el tablón de anuncios del departamento de arte. Tablón al que Maureen, de diecinueve años, nuestra mensajera y encargada de montar los originales, se negaba a mirar por mucho que insistiéramos.
    Frank Dapp, el director artístico, una pequeña bola de energía, se acercó trotando al cubículo que hacía las veces de mi despacho, en el rincón noreste de la sala del departamento artístico. Al pasar junto al gran armario metálico de la entrada, donde se guardaba el material, chocó violentamente contra la puerta abierta y soltó un alarido atronador. Aquella rutinaria liberación de energía, parecida a la de una locomotora que soltara un chorro de vapor, fue una sorprendente erupción sonora. No obstante, ni Vince ni Karl Jones, que estaba frente a mí, inclinado sobre su tablero, levantaron la mirada. Estaba seguro de que nadie lo había hecho tampoco en la sala de redacción, que se hallaba al otro lado. Sin embargo, se sabía que en otras ocasiones algunas personas que aguardaban en la salita de recepción del departamento artístico se habían levantado de un salto ante un alarido similar.
    Aquel viernes era un día de lo más normal. Faltaban veinte minutos para la hora del almuerzo, cinco horas para salir y para el fin de semana, diez meses para las vacaciones, treinta y siete años para la jubilación. Entonces sonó el teléfono.
    —Hay un hombre aquí que quiere verte. —Era Vera, la telefonista—. No tiene cita.
    —Está bien. Es mi contacto. Necesito una dosis.
    —Lo que tú necesitas no tiene arreglo —contestó Vera, y colgó.
    Me levanté preguntándome quién sería, pues los dibujantes de una agencia de publicidad no suelen recibir muchas visitas... La recepción principal se encontraba en la planta de abajo, de modo que elegí el trayecto más largo a través del departamento de contabilidad y el de prensa, pero no vi que hubiesen contratado a ninguna chica nueva.
    Frank Dapp había bautizado a la sala de recepción el «Off Broadway». El lugar estaba decorado con una alfombra auténticamente oriental, varias vitrinas con objetos antiguos de plata —pertenecientes a la colección de la esposa de uno de los tres socios de la empresa— y una elegante matrona, cuyo cabello también era de plata antigua, que transmitía a Vera las peticiones de los visitantes.
    Cuando entré en la recepción, mi visitante estaba de pie, observando uno de los anuncios enmarcados que colgaban de la pared. Algo que no me gusta admitir, y que he aprendido a disimular, es cierta timidez ante el hecho de conocer a una persona, y en aquellos momentos cuando el hombre se volvió al oír mis pasos, experimenté una leve y familiar aprensión. Era calvo y bajito, apenas me llegaba a la altura de los ojos, y yo mido menos de un metro ochenta. Debía de tener unos treinta y cinco años, pensé mientras me acercaba, y era notablemente ancho de pecho; me superaba en peso, si bien no podía decirse que fuera un hombre obeso. Llevaba un traje de gabardina verde oliva, que no casaba con su rosado cutis de pelirrojo. «Espero que no se trate de un vendedor», pensé. Luego, cuando entré en el vestíbulo, él sonrió. Su sonrisa era tan auténtica que al instante me cayó bien y me relajé. «No, éste no ha venido a venderme nada», me dije. Pero no podía estar más equivocado al respecto.
    —¿Señor Morley?
    Asentí y le devolví la sonrisa.
    —¿El señor Simón Morley? —insistió, como si en la agencia pudiera haber varios con el mismo apellido y quisiera asegurarse.
    —Sí.
    Todavía no estaba satisfecho.
    —Sólo por curiosidad, ¿recuerda usted su número de serie en el ejército? —preguntó, al tiempo que me cogía del codo, y empezaba a andar hacia el pasillo de los ascensores, lejos de la recepcionista.
    Me apresuré a decírselo, sin plantearme por qué lo hacía ni averiguar la razón de su pregunta.
    —¡Exacto! —exclamó con tono aprobatorio, y me sentí halagado. Ya habíamos salido al pasillo y no había nadie alrededor.
    —¿Pertenece usted al ejército? Si es así, me basta por hoy.
    Sonrió, pero me di cuenta de que no contestaba a mi pregunta.
    —Soy Ruben Prien —dijo, y se detuvo por un instante, como si esperara a que yo reconociese su nombre. Luego prosiguió—: Debería haberle telefoneado para concertar una cita, pero ando tan escaso de tiempo que he preferido arriesgarme y dejarme caer por aquí.
    —No se preocupe, sólo estaba trabajando. Si puedo hacer algo por usted...
    Hizo una mueca ante la dificultad de lo que tenía que decir.
    —Necesitaría una hora de su tiempo. Ahora mismo, si puede arreglarlo. —Parecía turbado—. Lo siento, pero..., si pudiera confiar en mí, aunque sólo fuera un ratito, le estaría muy agradecido.
    Yo ya estaba atrapado; había conseguido despertar mi interés.
    —De acuerdo. Son las doce menos diez. ¿Le importaría almorzar conmigo? Podría salir un poco antes.
    —Perfecto, pero preferiría no hablar en un local cerrado. Podríamos comprar unos bocadillos y comer en el parque. ¿Le parece bien? No hace demasiado frío...
    Asentí y dije:
    —Voy en busca de mi abrigo y me reuniré aquí con usted. La verdad es que me ha intrigado. —Me detuve, indeciso, y examiné detenidamente a aquel hombrecito calvo y fornido, aunque de aspecto agradable, luego añadí—: Aunque supongo que usted ya sabía que iba a mostrarme intrigado. De hecho, ya ha representado este papel otras veces, ¿no es así? Incluida esa mirada suya de turbación.
    Sonrió e hizo chasquear los dedos.
    —Y yo que creía que lo dominaba... En fin, tendré que seguir practicando delante del espejo. Vaya en busca de su abrigo; no perdamos más tiempo.
    Caminamos por la Quinta Avenida hacia el norte, pasando por delante de increíbles edificios de cristal y acero, cristal y metal esmaltado, cristal y mármol, y por delante también de los más antiguos, en los que había más piedra que cristal. Se trata de una calle sorprendente e increíble a la que nunca me he acostumbrado, y me pregunto si alguien ha conseguido habituarse a ella alguna vez. ¿Existirá otro lugar donde todo un montón de nubes se refleje por completo en las ventanas de un solo edificio y aún sobre espacio? Ese día de finales de otoño en especial yo disfrutaba de hallarme en la Quinta Avenida. Era casi mediodía, hacía una temperatura de unos quince grados y el aire era fresco. Hermosas muchachas salían alegres de los edificios por los que pasábamos, y yo pensaba en que era una lástima no poder conocerlas o siquiera hablar con la mayoría de ellas.
    —Primero le informaré acerca del motivo de mi visita —dijo el hombrecito calvo que caminaba a mi lado—, luego escucharé sus preguntas. Tal vez incluso conteste a alguna. Pero todo cuanto puedo decirle realmente lo habré dicho antes de que lleguemos a la calle Cincuenta y seis. Debo de haber hecho esto mismo más de treinta veces, pero jamás he encontrado la mejor forma de decirlo; ni siquiera parecer lo bastante cuerdo mientras lo expongo... Así que ahí va.
    »Existe un proyecto. Un proyecto del gobierno de Estados Unidos, supongo que debería añadir. Secreto, por supuesto. ¿Qué cosa no lo es en el gobierno actualmente? En mi opinión, y en la de un puñado de personas, es aun más importante que los programas de investigación nuclear o de exploración aeroespacial, incluidos satélites y naves espaciales, si bien muchísimo más pequeño. Quiero dejar claro de inmediato que no puedo decirle nada acerca de ese proyecto. Y créame, nunca llegaría a imaginárselo... Le aseguro que nada de lo que los seres humanos han intentado en toda la alocada historia de nuestra especie se acerca siquiera a esto en cuanto a su absoluta fascinación. La primera vez que me hablaron de este proyecto estuve casi dos noches sin pegar ojo; y no utilizo el término como suele utilizarse habitualmente, sino en su sentido más literal... Es más, la tercera noche, para poder dormir tuve que ponerme una inyección en el brazo, y eso que se supone que soy un tipo sin imaginación, que lo consigue todo a fuerza de perseverancia... ¿He logrado captar su atención?
    —Por supuesto. Si no he entendido mal, finalmente descubrió algo más interesante que el sexo.
    —Es posible que descubra que no está exagerando en absoluto. Pienso que un viaje a la Luna sería casi aburrido comparado con lo que tal vez tenga la posibilidad de hacer. Se trata de la mayor aventura posible, y yo daría todo cuanto tengo, o tendré alguna vez, por estar en su piel. Daría años de mi vida sólo por una oportunidad como ésta. Y eso es todo, amigo Morley... Podría seguir hablando, y de hecho lo haré, pero eso es realmente todo cuanto tenía que decirle. Excepto una cosa: no se debe a sus méritos o virtudes, sino a la mera suerte, el que se le haya invitado a unirse a este proyecto. A comprometerse con él. Absolutamente a ciegas. Será un compromiso a ciegas, en efecto. ¡Pero, Dios, menudo compromiso...! Hay muy buenas charcuterías en la calle Cincuenta y siete, ¿de qué prefiere el bocadillo?
    —De lomo, ¿de qué si no?
    Compramos bocadillos y un par de manzanas, luego seguimos hacia Central Park, dos calles más al norte. Ruben Prien aguardaba alguna clase de respuesta, pero caminamos en silencio a lo largo de media manzana. Deseaba mostrarme educado pero no sabía qué decir; me encogí de hombros con irritación.
    —¿Qué se supone que debo contestar?
    —Lo que quiera.
    —Muy bien. ¿Por qué a mí?
    —Bueno, me alegro de que formule esa pregunta, como suelen decir los políticos. Necesitamos una clase de hombre muy peculiar. Tiene que poseer cierto número de cualidades. Una lista algo especial de ellas, en realidad; una lista extensa... Además, debe poseer esas cualidades de manera bastante equilibrada. Esto es algo que no sabíamos en un principio. Creíamos que cualquier joven inteligente y dispuesto serviría. Yo, por ejemplo. Ahora sabemos, o al menos creemos saber, que tiene que ser físicamente adecuado, psicológicamente adecuado y anímicamente adecuado. Tiene que tener una forma especial de ver las cosas. Debe poseer la habilidad, hoy bastante rara, de ver las cosas tal como son y, al mismo tiempo, tal como podrían ser, si es que esto tiene algún sentido para usted... Probablemente lo tenga, ya que tal vezestemos refiriéndonos a esto al hablar de la visión del pintor. Ésas sólo son algunas de las cualidades que este hombre debe poseer. Hay otras, pero no hablaré de ellas por el momento. El problema reside en que, por una cosa u otra, esto nos obliga a desestimar a gran parte de la población. La única forma práctica de encontrar probables candidatos es repasando los tests que el ejército
    hace a los reclutas. Se acordará usted de ellos, ¿verdad?
    —Vagamente.
    —Ignoro cuántas de estas pruebas se han estudiado, dado que esto no atañe a mi departamento. Millones, probablemente... Utilizan un programa informático para las primeras comprobaciones, eliminando las pruebas que se apartan ostensiblemente del modelo estipulado. Después de esto, se empieza a trabajar con personas de carne y hueso. No podemos desperdiciar a ningún candidato, dado que encontramos condenadamente pocos. Hemos estudiado no sé cuántos millones de fichas del ejército, incluidas las ramas femeninas. Por alguna razón, entre las mujeres hay más candidatos que entre los hombres; aunque desearíamos tener más gente a la que estudiar. En cualquier caso, un tal Simón L. Morley, con el número de serie referido, fue elegido como probable candidato. ¿Cómo es que no pasó de soldado raso?
    —Debido a una absoluta falta de talento para idioteces como no salirme de la fila.
    —Creo que el término técnico es marchar en formación... Del centenar aproximado de posibles candidatos que hasta ahora hemos encontrado, unos cincuenta han escuchado ya lo que ahora estoy diciéndole, y nos han dado calabazas. Otros cincuenta han aceptado, pero más de cuarenta han fracasado en algunas pruebas posteriores. En resumidas cuentas, después de un montón de trabajo se han clasificado hasta el momento cinco hombres y dos mujeres. La mayoría, o tal vez todos, fracasará en la prueba actual... No estamos seguros de ninguno. Nos gustaría disponer de veinticinco candidatos, si fuera posible. Preferiríamos cien incluso, pero no creemos que haya tantos por ahí. O al menos no sabemos cómo encontrarlos. Pero usted podría ser uno.
    —¡Jesús!
    En la calle Cincuenta y nueve, mientras aguardábamos en el semáforo, observé el perfil de Ruben y exclamé:
    —¡Ruben Prien, claro! Usted jugaba al fútbol... ¿Cuándo fue eso? Hará unos diez años, ¿verdad?
    Se volvió hacia mí y sonrió.
    —Veo que se ha acordado. Es usted un buen muchacho. Me habría gustado comprarle un trozo de esas tartas gruesas y untuosas, de esas que me han prohibido comer. Si tuviese quince años menos, pero la verdad es que ya no soy el joven apuesto que veían en mí.
    —¿Dónde jugaba usted? No consigo recordarlo.
    La luz del semáforo cambió a verde y ambos bajamos de la acera.
    —En West Point.
    —¡Ya me parecía! ¡Usted sirvió en el ejército!
    —Así es.
    —En fin, lo siento —dije sacudiendo la cabeza—, pero hará falta alguien más, aparte de usted... Se necesitarán más de cinco fornidos muchachos de la policía militar para arrastrarme de nuevo al ejército, y ni por un instante dejaré de patear y chillar. No tengo ni idea de qué anda usted vendiendo, pero sea lo que sea no me interesa. El aliciente de las noches sin dormir en el ejército no es bastante, Prien. Ya tuve bastante de eso.
    Al llegar al otro lado de la calle subimos a la acera, la cruzamos, giramos en un sendero de tierra y grava que conducía al interior de Central Park y seguimos por él en busca de un banco vacío.
    —¿Qué tiene en contra del ejército? —preguntó Ruben, fingiéndose ofendido.
    —Usted afirmó que para esto necesitaría una hora; yo precisaría de una semana sólo para los títulos de los capítulos.
    —Está bien, no se una al ejército. Alístese en la armada. Haremos de usted lo que quiera, desde segundo contramaestre a teniente de navío. O enrólese en el Ministerio del Interior. Podrá ser guardabosque, con su propio sombrero de policía montada. —Prien se estaba divirtiendo—. O elija la oficina de Correos, si quiere. Le convertiremos en inspector auxiliar y le daremos una insignia y poder para detener a quien cometa fraude postal... Hablo en serio, elija cualquier departamento del gobierno que le guste, a excepción del Ministerio de Asuntos Exteriores o el cuerpo diplomático. Escoja cualquier cargo que le apetezca y cuyo salario no sobrepase los doce mil dólares al año, y siempre que no sea un cargo electivo, porque no es cuestión, Simón... Oye, ¿te molesta si te tuteo? —preguntó de pronto con impaciencia.
    —En absoluto.
    —Entonces llámame Rube, si no te importa... Como te decía, técnicamente da igual en qué nómina estés. Cuando afirmo que esto es secreto, lo digo en serio. Nuestro presupuesto está diseminado a través de la contabilidad de toda clase de ministerios y oficinas, nuestra gente se halla inscrita en todas las nóminas excepto en la nuestra. Oficialmente, no existimos. Y sí, todavía soy miembro del Ejército de Estados Unidos. Pienso seguir en él hasta que me jubile, y, además, por excéntrico que esto te parezca, me gusta el ejército. Mis uniformes están guardados, no tengo que hacer el saludo a nadie hoy en día, y el hombre de quien recibo órdenes es un profesor de Historia de la Universidad de Columbia, actualmente en excedencia. Hace un poco de fresco aquí a la sombra. Busquemos un sitio al sol.
    Elegimos un banco a unos doce metros del sendero, al lado de un gran afloramiento de rocas negras. Nos sentamos en la parte soleada, apoyando la espalda contra la cálida roca, y desenvolvimos nuestros bocadillos. Los rascacielos de Nueva York se elevaban por el sur, el este y el oeste, y parecían cernirse sobre los límites del parque igual que una cuadrilla de peones dispuesta a entrar precipitadamente y cubrir de cemento todo el verdor que nos rodeaba.
    —Sin duda estarías en la escuela primaria cuando leías acerca de Rube Prien, el quarterback con pies de gacela a quien llamaban el Volador.
    —Probablemente. Ahora tengo veintiocho años... —Di un mordisco a mi bocadillo: era muy bueno, de carne cortada en rebanadas muy delgadas y abundantes, sin grasa.
    —Veintiocho el 11 de marzo —especificó Rube.
    —De modo que también sabes eso, ¿eh? Vaya con el polizonte santurrón.
    —Está en tu ficha del ejército, como es lógico. Pero también sabemos algunas cosas que no aparecen en ella... Por ejemplo, que te divorciaste hace dos años, y el motivo por el que lo hiciste.
    —¿Te importaría explicármelo? Aún no he logrado averiguarlo.
    —No lo entenderías... También sabemos que en los últimos cinco meses has salido con nueve mujeres, si bien sólo con cuatro de ellas en más de una ocasión. Y que aproximadamente las últimas seis semanas esta lista se ha reducido a una sola mujer. Por eso mismo, no creemos que estés listo para volver a casarte. Es posible que pienses que lo estás, pero nosotros creemos que todavía te da miedo... Tienes dos amigos, con los que de vez en cuando sales a almorzar o a cenar. Tus padres han muerto y no tienes hermanos ni hermanas...
    Estaba ruborizándome. Lo noté y procuré que el tono de mi voz sonara tranquilo.
    —Rube, me caes bien como persona, pero siento que debo decírtelo; ¿quién diablos os ha dado permiso para hurgar en mi vida privada?
    —No te enfades. Si, no vale la pena. No hemos investigado mucho más, en todo caso no hemos hallado nada ilegal o de qué avergonzarse. No somos como un par de agencias gubernamentales que podría nombrarte. No creemos que hayamos sido elegidos por voluntad divina. No realizamos investigaciones al margen de la ley ni colocamos micrófonos ocultos. Estamos convencidos de que la Constitución también debe aplicarse en nuestro caso. Aun así, quisiera que no nos separemos sin que nos autorices a registrar tu apartamento antes de que regreses allí esta noche.
    Apreté los labios y negué con la cabeza.
    Rube sonrió y me cogió del brazo.
    —Sólo bromeaba un poco contigo, pero confío en que no te importe. Estoy ofreciéndote la oportunidad de participar en la experiencia más grandiosa que se le haya presentado nunca a un ser humano.
    —¿Y no puedes contarme nada al respecto? Me sorprende que hayas conseguido siete personas. O siquiera una.
    Rube bajó la vista hacia el césped, al parecer reflexionando acerca de qué decirme. Luego volvió a mirarme.
    —Querríamos averiguar más cosas —dijo, arrastrando las palabras—, ponerte a prueba en otros aspectos... Aunque creemos que ya sabemos mucho sobre tu manera de ser, sobre cómo piensas. Por ejemplo, tenemos en nuestro poder dos pinturas originales de Simón Morley procedentes de la Exposición de Directores Artísticos que se celebró esta última primavera... Además de dos acuarelas y varios bocetos, todos comprados y pagados. Sabemos ciertas cosas acerca de la clase de hombre que eres, y hoy he averiguado algo más. De modo que pienso que puedo decirte lo siguiente: estoy dispuesto a garantizarte, y me considero en disposición de hacerlo, que si asumes esto con responsabilidad y te comprometes por dos meses, dando por sentado que pases estas otras pruebas, me lo agradecerás... Me dirás que yo tenía razón, que sólo con pensar en que podrías haberte perdido esto sientes escalofríos... ¿Cuántos seres humanos han existido? ¿Cinco mil millones? ¿Seis mil, quizá? Bueno, pues, si pasaras la prueba te convertirías en uno de esa posible docena de personas en disposición de participar en la aventura más grande que un ser humano sea capaz de experimentar... Tal vez en el único.
    Eso me impresionó. Permanecí sentado comiéndome la manzana, con la mirada al frente, reflexionando. De repente, me volví hacia Rube:
    —¡No has agregado ni un maldito detalle a lo que ya me habías explicado!
    —Te has dado cuenta, ¿eh? Algunos ni lo advierten... Esto es todo lo que puedo decirte, Si.
    —Bien, debo reconocer que eres excesivamente modesto, porque tu discurso para vender el producto ha funcionado de maravilla... Sin embargo, ¿aceptarías de alguien el puente de Brooklyn como un pago a cuenta? ¡Por el amor de Dios, Rube! ¿Qué se supone que debo contestar? «¡Por supuesto que me enrolo! ¿Dónde quieres que firme?»
    Rube asintió.
    —Lo sé, es duro, pero no hay otra forma de hacerlo. Eso es todo. —Se quedó allí sentado, mirándome. Luego, en voz baja, añadió—: Pero para ti sería más fácil que para la mayoría. No estás casado, no tienes hijos, y tu trabajo te aburre mortalmente. Lo sabemos muy bien. ¿Por qué iba a ser de otra forma? No conduce a nada, no vale nada. Estás cansado, te sientes insatisfecho contigo mismo y el tiempo pasa. Dentro de dos años cumplirás los treinta, y todavía no sabes qué hacer con tu vida. —Rube apoyó la espalda contra la roca y volvió la mirada hacia la gente que paseaba por el sendero, bajo el soleado mediodía otoñal, al tiempo que me concedía la oportunidad de reflexionar. Tenía razón en lo que acababa de decir.
    Cuando lo miré otra vez, Rube estaba aguardando.
    —De modo que lo que tienes que hacer —dijo— es aprovechar la ocasión. Respira hondo, cierra los ojos, apriétate la nariz y salta. ¿Acaso prefieres seguir vendiendo jabón, goma de mascar, sostenes o cualquier maldita baratija que salga al mercado? ¡Por el amor de Dios, eres joven todavía! —Se sacudió las manos para desprenderse de las migajas y metió varias bolas de papel parafinado dentro de su bolsa del almuerzo, luego se levantó con presteza y agilidad, como un ex jugador de fútbol—. Sabes a qué me refiero, Si... La única forma de hacer esto es dar un salto hacia delante.
    Yo también me levanté. Caminamos hacia una papelera de rejilla metálica asegurada en torno a un árbol y depositamos en ella nuestras bolsas de papel. Cuando regresamos al sendero, yo estaba convencido de que si hubiera sujetado mi muñeca entre el índice y el pulgar habría notado cómo el pulso se me aceleraba. Estaba asustado. Al contestar, lo hice en un tono de irritación que me sorprendió.
    —¡Sería una soberana estupidez confiar sin más en la palabra de un desconocido! ¿Y si me enrolara en este gran misterio y luego descubriera que no es fascinante en absoluto?
    —Eso es imposible.
    —Pero ¿y si lo fuera?
    —Una vez lleguemos a la conclusión de que eres un posible candidato y te informemos de lo que estamos haciendo, tendremos que estar seguros de que continuarás... Necesitamos tu promesa, de lo contrario no podemos hacer nada.
    —¿Tendría que abandonar la ciudad?
    —Más adelante. Con alguna excusa para tus amistades. No podemos permitir que alguien vaya por ahí preguntándose dónde y por qué Si Morley ha desaparecido.
    —¿Será peligroso?
    —Creemos que no. Pero tampoco puedo asegurarte que lo sepamos realmente.
    Mientras caminábamos hacia la esquina del parque con la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y nueve, pensé en lo que había sido mi existencia desde que dos años atrás llegara a Nueva York en busca de trabajo como dibujante; un desconocido de Buffalo con un portafolios lleno de bocetos bajo el brazo. De vez en cuando salía a cenar con Lennie Hindesmith, un dibujante con quien había trabajado en mi primer empleo en Nueva York. Por lo general, después de cenar solíamos ir al cine, o a la bolera, o a algún sitio por el estilo. También jugaba al tenis a menudo —en las pistas al aire libre en verano y en el pabellón en invierno— en compañía de Matt Flax, un joven contable de mi actual agencia, quien cada lunes por la noche me arrastraba a una partida de bridge y que probablemente acabara por convertirse en un buen amigo mío. Pearl Moschetti era una ayudante administrativa para una firma de perfumería en la que yo había trabajado al principio, y desde entonces salíamos juntos esporádicamente, en ocasiones incluso algún fin de semana, si bien ahora llevábamos cierto tiempo sin vernos. Y pensé también en Grace Ann Wunderlich, procedente de Seattle, con quien ligué casi por casualidad en el bar Longchamps, de la calle Cuarenta y nueve esquina Madison, al advertir que empezaba a llorar debido a que le resultaba insoportable estar sentada sola ante una bebida que no quería o no le gustaba, mientras todos los demás en el local parecían disfrutar de la compañía de amigos. Después de aquello, cada vez que nos veíamos terminábamos bebiendo demasiado, supongo que siguiendo la pauta de la primera vez, por lo general en un bar del Village. A veces me daba una vuelta por allí, pues ya conocía a los camareros y a algunos de los parroquianos, y, además, me recordaba un maravilloso bar que solía frecuentar durante unas vacaciones en Sausalito, California; el local se llamaba Bar Sin Nombre... Pero sobre todo pensé en Katherine Mancuso, una chica a quien veía cada vez más a menudo, y de quien sospechaba que finalmente le pediría que se casara conmigo.
    Al principio, gran parte de mi existencia en Nueva York había sido solitaria; luego la había abandonado voluntariamente. Pero ahora, cuando pasaba a solas dos o tres noches a la semana —leyendo, viendo alguna película que Katie no quería ver, mirando la televisión en casa, o sencillamente deambulando por la ciudad—, no me importaba. Tenía amistades, tenía a Katherine, y me gustaba disponer de un poco de tiempo para mí.
    Reflexioné sobre mi empleo. En la agencia estaban conformes conmigo y me pagaban un salario aceptable. El trabajo no era precisamente lo que yo tenía en mente cuando me inscribí en la Escuela de Arte de Buffalo, pero la verdad es que ya no recordaba qué tenía en mente en aquel entonces, si es que tenía algo.
    De modo que, en general, no había nada realmente malo en mi vida. Excepto que, como le ocurría a la mayoría de la gente que yo conocía, había un enorme agujero en ella, un inmenso vacío, y no sabía cómo llenarlo, o siquiera cómo escapar de él.
    —Abandonar mi trabajo —le dije a Rube—. Renunciar a mis amigos. Desaparecer... ¿Cómo sé que no eres una especie de negrero?
    —Mírate en el espejo.
    Salimos del parque y nos paramos en la esquina.
    —Bien, Rube... Hoy estamos a viernes. ¿Me dejas que lo piense? Al menos dame el fin de semana. No creo que me interese, pero ya te lo haré saber. En este momento no se me ocurre qué otra cosa decirte.
    —¿Y ese permiso...? Me gustaría hacer la llamada telefónica ahora mismo. Desde la cabina más cercana, de hecho. En el Plaza. —Con la barbilla señaló el viejo hotel, al otro lado de la calle Cincuenta y nueve—. Para enviar un hombre
    a que registre tu apartamento esta tarde...
    Una vez más, sentí que me sonrojaba.
    —¿Todo cuanto hay allí?
    Rube asintió.
    —Si hay cartas, él las leerá. Si hay algo escondido, él lo encontrará.
    —¡De acuerdo, maldita sea! ¡Adelante! ¡Puedes estar seguro de que no hallará nada interesante!
    —Lo sé. —Rube estaba burlándose de mí—. Porque él no va a mirar nada. No hay ningún hombre al que deba telefonear. Nadie va a registrar tu asqueroso apartamento. Ni nunca lo han hecho.
    —Entonces ¿a qué viene todo esto?
    —¿No te das cuenta? —Me miró fijamente por un instante, luego sonrió abiertamente—. No, no te das cuenta, y además no te lo vas a creer. Pero esto significa que ya has tomado una decisión.
    2
    El sábado por la mañana, Katie y yo salimos en coche dispuestos a pasar el día en Connecticut. Yo no recordaba un invierno más largo que aquél, y el tiempo aún era claro y soleado. Pero no podía durar mucho más, de modo que, como no queríamos desperdiciarlo, habíamos salido con el MG de Katie, un modelo antiguo, con estribos y radiador frontal a la vista. Aunque Nueva York no es en realidad una ciudad para tener coche, Katie había comprado ése porque encajaba exactamente en un estrecho callejón que había junto a la tienda, después de cruzar ilegalmente por encima de la acera. Cuando lo tenía allí aparcado, para subir o bajar de él había que hacerlo saltando por detrás, pero esto le ahorraba a Katie el alquiler del garaje y le permitía tener coche.
    Katie poseía una diminuta tienda de antigüedades en la Tercera Avenida, a la altura de la calle Cuarenta. Sus padres adoptivos —que se habían hecho cargo de ella cuando tenía dos años— habían muerto hacía un par de años, con un intervalo de seis meses entre uno y otro. Los dos ya eran viejos, más de lo que lo habrían sido sus padres naturales. Después de eso Katie se había trasladado de Westchester a Nueva York, había trabajado como estenógrafa y, al ver que esto no le gustaba, al cabo de un año había montado la tienda con algunos miles de dólares que había heredado. Pero el negocio era un fracaso. Katie decidió vender tarjetas de felicitación e incorporar una pequeña biblioteca de alquiler, lo cual no le ayudaba gran cosa, y ambos sabíamos que cuando la siguiente primavera expirara el alquiler tendría que renunciar a la tienda.
    Yo lo sentía. Por Katie y porque me gustaba aquel sitio. Me gustaba fisgonear por allí, descubrir algo que no había advertido con anterioridad: una caja de insignias pertenecientes a antiguas campañas políticas debajo del mostrador, quizá; o algo nuevo que Katie acababa de comprar, como un gorro de almirante, que yo podía probarme. Y cuando disponía de tiempo o tenía que esperarla, como era el caso aquella mañana, solía sentarme con uno de los esteroscopios —esos aparatos para contemplar imágenes en relieve— que ella tenía y con varias cajas grandes repletas de vistas estereoscópicas, la mayor parte de Nueva York... Debo decir que siempre he sentido gran curiosidad por las fotografías antiguas, lo cual no resulta fácil de explicar. Si bien es posible que no necesite explicarlo, que ustedes comprendan qué quiero decir... Me refiero a esa sensación de arrobamiento que se experimenta al contemplar esas extrañas prendas, esos fondos difuminados, mientras uno es perfectamente consciente de que lo que está viendo fue realidad en el pasado. Que esa luz se reflejó en una lente desde unas caras y unos objetos que ya han desaparecido. Que una vez esas personas estuvieron verdaderamente ahí, sonriendo a la cámara. Que en aquel tiempo, uno habría podido entrar en esa escena, tocar a esa gente y hablar con ella. Que habría podido entrar en ese edificio extraño y anticuado y ver lo que ya no podría ver, lo que había justo al otro lado de la puerta.
    Pero ese prodigio es incluso más intenso con las vistas estereoscópicas. El par de fotografías prácticamente idénticas, aunque no del todo, montadas una a cada lado de la rígida cartulina, producen un milagroso efecto de profundidad al contemplarlas a través del visor... Para mí nunca ha sido un misterio que en otro tiempo todo el mundo enloqueciera por ellas, pues las buenas fotografías, las realmente diáfanas, eran casi reales. Bastaba insertar una foto, deslizaría hasta que se enfocaba, y de repente la antigua escena saltaba delante de uno, sorprendentemente tridimensional. La admiración que esto despertaba en mí era realmente intensa, pues entonces podía ver el instante paralizado, hasta el punto de que, si lo miraba con atención, era como si la vida atrapada allí tuviera que proseguir. Como si los cascos que el caballo levantaba en el aire, tan sorprendentemente nítidos contra el fondo, tuvieran que descender de nuevo hasta tocar la sólida superficie del suelo; como si las ruedas del carruaje fueran a rodar otra vez, la chica a acercarse caminando, o el hombre a abandonar la escena. La sensación de que la inasequible realidad del momento desaparecido podía atraparse de algún modo —de que si seguía mirando lo bastante conseguiría detectar ese primer movimiento casi imperceptible— era la respuesta a la pregunta que Katie me había formulado en más de una ocasión: «¿Cómo puedes estar sentado ahí tanto tiempo, sin apenas moverte, mirando sin cesar la misma fotografía?» Por eso me gustaba la tienda, porque en ella había cosas como las vistas estereoscópicas, y también porque gracias a ella había conocido a Katie, la única vez en la vida en que había logrado reunir el valor suficiente para actuar como lo hice.
    Yo estaba trabajando en un anuncio y necesitaba dibujar una antigua lámpara de mesa, y al pasar por delante de la tienda de Katie me detuve a mirar el escaparate justo cuando ella sacaba algo de allí. La miré fijamente. Era una joven hermosa, de esas que tienen una abundante cabellera cobriza a la que poco le falta para ser pelirroja, cutis ligeramente pecoso y los ojos castaños que suelen acompañarlo. Pero fue su rostro lo que me cautivó; me refiero a su aspecto, a su expresión... Una de esas caras que nada más verla se sabe que pertenece a una persona extremadamente encantadora. Así de sencillo. Me gustó al instante, tanto el ser humano como la muchacha de aspecto encantador. Y estoy seguro de que fue por eso que cuando me miró tuve el valor —incluso antes de recordar que yo carecía de él— de llevarme los dedos á los labios y lanzarle un beso a través del cristal, a la vez que bizqueaba. Katie sonrió y, antes de que ese valor tan poco habitual me abandonara, entré en la tienda con la esperanza de que se me ocurriese algo. Y así fue. Le dije que andaba buscando otro sombrero de Napoleón, pues me habían arrebatado el que tenía. Ella volvió a sonreír, lo cual demostraba su grado de amabilidad, y empezamos a hablar. Dado que en aquel momento no podía acompañarme a tomar una taza de café, regresé al día siguiente y salimos a cenar.
    Estos recuerdos concluyeron al bajar Katie de su apartamento, que se encontraba encima de la tienda. Lucía una gabardina corta de lona marrón y un pañuelo amarillo en la cabeza; una maravillosa combinación de colores. Luego me entregó las llaves del coche y me pidió que condujera, pues sabía que me encantaba hacerlo cuando se trataba del MG.
    Hacía un día espléndido, y a última hora de la tarde yo conducía por una pequeña carretera rural que había descubierto, un camino de tierra, con granjas a los lados, de vez en cuando un murete de piedras, y muchos árboles, algunos de los cuales todavía conservaban su follaje otoñal. Yo no iba a más de treinta y cinco kilómetros por hora, conducía perezosamente, con una mano en el volan­te, casi sin pensar en nada. Durante el día me había acordado varias veces de Rube Prien y estaba ansioso por hablar de él con Katie. Pero como no lograba recordar si le había prometido que no mencionaría nuestra conversación, no dije nada.
    El tiempo todavía era bastante cálido, y a última hora de la tarde aún había mucho sol, de modo que Katie se quitó el pañuelo, echó la cabeza hacia atrás y sacudió la frondosa cabellera, realmente cobriza bajo la luz sesgada del sol, que luego se ahuecó por detrás en una fantástica combinación de gestos femeninos. La miré y sonreí. Ella me devolvió la sonrisa mientras alisaba el pañuelo en su regazo, encima de una falda de tweed color verde. Sin dejar de mirarme, se acercó a mí con un gesto agradable y halagador. Sujetó entonces el pañuelo por las dos esquinas, tiró de él con las manos y lo levantó justo por encima del parabrisas, de modo que el aire lo sacudió, tensándolo a partir de los extremos por donde ella lo sujetaba. A continuación lo desplazó por encima de mi cabeza, y entonces, con un gesto rápido —como una exhalación— bajó las dos esquinas por delante de mi cara, justo debajo de la barbilla, y soltó el pañuelo. El viento lo adhirió de inmediato contra mi cara, como una segunda piel amarilla, y quedé totalmente a ciegas. Incluso me costaba respirar, o al menos eso pensé, de modo que dejé escapar un grito ahogado y por unos instantes un pánico irracional me dominó.
    Inténtenlo alguna vez... Conduzcan por una carretera con un maldito pañuelo aplastado contra los ojos. No sabrán qué hacer, si seguir agarrados al volante mientras intentan conducir de memoria, frenando lo más rápidamente posible y sin patinar hasta salirse de la carretera, o si seguir conduciendo mientras tratan de arrancarse el pañuelo antes de que se apelotone sobre la cara.
    Intenté ambas cosas. Con una mano todavía en el volante, y procurando recordar dónde estaban los límites de la carretera, agarré el pañuelo con la otra, pero al hacerlo cogí también un mechón de cabellos, de manera que el pañuelo no se desprendió. Al frenar con excesiva brusquedad, noté que la parte posterior del coche patinaba, y comprendí que, si allí las cunetas eran tan profundas como lo habían sido durante el trayecto, el MG forzosamente caería dentro de una. Trataba de arrancarme el pañuelo de la cara, pero mis dedos sólo conseguían resbalar sobre la escurridiza tela de nailon. Luego nos detuvimos, el motor se caló, y el coche giró a medias, rozando el arcén con las ruedas traseras. Cuando por fin conseguí apartar de mi cara el pañuelo, vi que Katie, apoyada contra la portezuela de su lado, tendía el brazo fláccidamente hacia mí y me señalaba con el dedo, casi a punto de desternillarse de risa.
    En cuanto recuperé la visión, examiné la carretera tanto delante como detrás, y observé que no había nadie en ninguna de las dos direcciones. De lo contrario, Katie no habría hecho lo que hizo. Además, las cunetas laterales eran tan poco profundas allí que resultaban casi inexistentes, aparte de que no había agua en ellas.
    —Fantástico —dije—. Absolutamente maravilloso. ¡Tenemos que repetirlo! En la alameda, cuando regresemos esta noche.
    —¡Oh, Dios, qué cómico estabas! —exclamó, casi sin aliento—. ¡Estabas tan divertido!
    Sonreí, complacido con aquella alocada muchacha, y en ese instante, así como durante el resto del fin de semana, el misterioso proyecto de Rube Prien no tuvo conmigo la menor posibilidad.
    No voy a explicar aquí todo lo referente a Katie y a mí. He leído narraciones de esta clase, completamente explícitas y detalladas, en las que no se omitía nada, y cuando han sido buenas, las he disfrutado. En ellas, incluso he aprendido algo sobre la gente, a veces, casi tanto como en las experiencias reales, lo cual es realmente positivo. Pero mi forma de ser es distinta, sencillamente. No me gustaría revelarlo todo sobre mí mismo, y, además, no podría. Me gusta leer estos relatos, pero no me gustaría escribirlos. En mi caso no hay nada extraordinario que ocultar. De modo que, si de vez en cuando consiguen leer entre líneas, es posible que acierten, o tal vez no. Como quiera que sea, todo cuanto podría contar acerca de Katie y de mí no es lo que me interesa describir en estas páginas.
    No creo que durante aquel fin de semana pensara gran cosa en Rube o en la propuesta que me había hecho. Sin embargo, a las dos y media de la tarde del lunes terminé con el último de los dibujos del jabón «más adorable», entré en el despacho de Frank Dapp, los deposité sobre su mesa, y cuando me disponía a dar media vuelta para salir, permanecí allí delante de él, abrí la boca y me escuché dar la noticia. Le dije que había ahorrado algún dinero y que antes de que fuera demasiado tarde iba a tomarme un tiempo para comprobar si era capaz de hacerme un nombre en el mundo del arte. Era mentira, aunque debo admitir que había pensado en ello a menudo.
    —¿Quieres dedicarte a pintar? —preguntó Frank, retrepándose en su sillón.
    —No. La pintura es excesivamente abstracta hoy en día.
    —¿Estás en contra de la pintura abstracta?
    —No. La verdad es que soy una especie de admirador de Mondrian, aunque pienso que su pintura lo condujo a un callejón sin salida. Pero mi talento, si es que tengo alguno, se halla en lo figurativo. Así que pienso dedicarme al dibujo.
    Frank asintió con expresión nostálgica. Era lo que él hubiese querido hacer, pero tenía dos hijos en el instituto, y pronto irían a la universidad. Contestó que si tenía prisa por marcharme, podría hacerlo en cuanto hubiese concluido los trabajos que tenía empezados; que antes de que me fuera quería invitarme a una copa y desearme buena suerte. Le di las gracias, no sin sentirme despreciable por semejante mentira, y a continuación cogí el ascensor hasta el vestíbulo del edificio y las cabinas de teléfonos. Allí marqué el número que Rube me había dado.
    Pasó un buen rato antes de que se pusiera al teléfono. Tuve que hablar con dos personas, primero una mujer, luego un hombre, y después esperar todavía más de dos minutos. La operadora intervino para que pusiera más monedas. Finalmente, cuando Rube contestó, anuncié:
    —Telefoneo para decirte que, si hago esto, tendré que informar a Katherine de lo que ocurre.
    Se produjo un largo silencio.
    —Bueno —dijo al fin—, no podrás explicarle gran cosa mientras no estemos seguros de que sirves como candidato. Si resultara que no eres adecuado, te agradeceríamos las molestias y, en ese caso, no creo que tuvieras que explicarle nada. ¿De acuerdo en esto?
    —De acuerdo.
    —Si llegaras a formar parte del proyecto, a conocer lo que estamos haciendo... —Titubeó—. En fin, maldita sea, si crees que debes decírselo, supongo que no quedará más remedio. Tenemos a dos tipos que están casados, y sus esposas lo saben. Les hemos hecho jurar que guardarían el secreto, y confiamos en que lo hagan. Eso es todo.
    —De acuerdo, pero ¿qué ocurriría, Rube, si ella hablara? ¿O si lo hiciera yo? Sólo por curiosidad.
    —Un tipo vestido con malla negra bajaría por tu chimenea y te dispararía un silencioso dardo paralizador. Luego te introduciríamos en un enorme bloque de plástico transparente hasta el año 2001. ¡No ocurriría nada, por el amor deDios! ¿Crees que la CÍA iba a matarte, o algo por el estilo? Todo cuanto se nos permite hacer es reclutar personas en quienes poder confiar. Además, ya hemos visto a Katherine, ¿sabes? La hemos investigado, muy discretamente y todo lo demás. De vosotros dos, es ella quien mayor confianza me merece... ¿Debo entender con eso que has decidido unirte a nosotros?
    Sentí el impulso de titubear, pero lo deseché.
    —Sí.
    —De acuerdo. El primer día que puedas, preséntate alrededor de las nueve de la mañana en esta dirección...
    Y fue así como tres días más tarde, el jueves por la mañana, poco después de las nueve y demasiado nervioso para coger un taxi, iba yo andando bajo la lluvia —dado que el buen tiempo había concluido— en busca de la dirección que Rube me había dado. Me sentía cada vez más confuso. Aquélla era una zona de la parte alta del West Side, llena de pequeñas fábricas, garajes, tiendas al por mayor y talleres de encuadernación. Los coches estaban aparcados a los lados de la calle, con las ruedas de un costado sobre el bordillo. Las aceras se hallaban cubiertas de papeles mojados, pequeños envases de zumo de naranja estrujados y cristales rotos, y no había peatones a la vista. A medida que comprobaba direcciones, avanzaba hacia el oeste, acercándome cada vez más al río. Pasé por delante de BUZZ BANNISTER, fabricante de letreros de neón, un edificio de estuco blanco cubierto de suciedad y con las ventanas selladas con cajas de cartón. En el local de al lado estaba HNOS. FIORE, GÉNEROS AL POR MAYOR, con un candado en la puerta y una botella de vino rota sobre el portal. Detrás de una alambrada al otro lado de la calle, silenciosa y desierta bajo la lluvia, había centenares de coches convertidos en cubos oxidados.
    Empezaba a preguntarme si me habrían engañado, si Rube Prien sería... ¿Qué cosa? ¿Un actor, contratado tal vez para llevar a cabo una broma pesada? No me parecía probable, aunque el número que me había dado, si es que existía, tenía que estar en la manzana que tenía ante mí. No obstante, todo cuanto podía ver era que la manzana entera estaba ocupada por un gran edificio de seis plantas, de ladrillo oscurecido por el hollín, coronado por una alcubilla de madera desgastada por el tiempo. Justo debajo del tejado, en una amplia franja de pintura blanca desteñida, se leía: MUDANZAS Y GUARDAMUEBLES HNOS. BEEKEY, 555-8811. Por el aspecto de aquel letrero, habría asegurado que llevaba varios años allí.
    No había ventanas en las paredes, salvo en la esquina que tenía justo delante de mí y en la pared de enfrente. En ésta había dos ventanales a nivel de la calle en los que rezaba, con letras de oro ya descascarilladas: HNOS. BEEKEY. En el pequeño despacho que había tras los cristales, una muchacha permanecía sentada a un escritorio adosado al mostrador, tecleando en una máquina. Arriba, en la pared frente a mí, un panel rectangular pintado sobre los ladrillos informaba: TRANSPORTE LOCAL Y DE LARGA DISTANCIA. ESPECIALISTAS EN GUARDAMUEBLES. AGENTES DE LA FEDERACIÓN DE TRANSPORTISTAS DE MUDANZAS. En la calle, varios pisos por debajo del panel, una furgoneta verde en cuyos costados ponía MUDANZAS Y GUARDAMUEBLES HNOS. BEEKEY, se hallaba aparcada en un lateral del edificio, frente a la reja metálica para entrada de camiones. Dos hombres vestidos con mono blanco estaban lanzando paquetes de mantas protectoras en la parte trasera de la furgoneta.
    No podía hacer otra cosa que seguir caminando hacia el edificio, pero tenía la seguridad de que el número que figurase en la puerta de aquella oficina no sería el que Rube me había facilitado. Y así fue. Seguí andando. Durante lo que quedaba de manzana caminé bajo la lluvia, siguiendo la pared de ladrillo curtida por el tiempo. Entre ésta y la acera, sobre una estrecha franja de tierra batida, crecía un seto ralo y descuidado, de medio metro de altura. En sus pequeñas ramas habían quedado atrapados restos de cinta adhesiva, en la pared aparecían obscenidades escritas con aerosol, y me pregunté si tendría el valor necesario para pedirle a Frank que me readmitiera en la agencia.
    En la pared del edificio, casi al final de la manzana, apareció una puerta corriente de madera, con un viejo pomo de bronce y una placa circular en torno a la cerradura. La pintura gris estaba cuarteada y medio saltada en algunas zonas, dejando entrever la madera desnuda. La puerta parecía cerrada con llave. Pero en los húmedos ladrillos de encima, escrito con pintura blanca y tan desteñido que apenas podía leerse, estaba el número que Rube me había dado. Llamé a la puerta con los nudillos, y el silencio que siguió sólo fue roto por el murmullo que emitía la ciudad un jueves por la mañana y por la lluvia al golpear sobre los capós y los techos de los automóviles aparcados detrás de mí. No creí que fueran a contestar a mi llamada, ni que al otro lado de la puerta hubiera alguien para oírla.
    Pero sí había alguien. El pomo chirrió al girar, la puerta se abrió y se asomó un joven de cabello negro y mono blanco. Encima del bolsillo delantero, bordado en rojo, ponía «Don», y en una mano sostenía un ejemplar de Sports Illustrated.
    —Hola —me saludó—. Entre. Vaya día más asqueroso...
    Pasé por su lado y entré. Mientras él cerraba la puerta, vi que en la espalda de su mono ponía, con letras de molde rojas, HNOS. BEEKEY.
    Estábamos en un despacho sin ventanas de no más de diez metros cuadrados, amueblado con un escritorio, un sillón giratorio y un par de sillas de roble con la mayor parte del barniz descascarillado. La luz provenía de unos fluorescentes, y en una pared colgaban un calendario de los Hermanos Beekey y unas cuantas fotografías de obreros sonrientes posando frente a los camiones de la empresa.
    —¿Sí? —preguntó el joven del mono, al tiempo que se sentaba detrás de su escritorio—. ¿En qué puedo servirle? ¿Mudanzas? ¿Guardamuebles?
    Contesté que quería ver a Rube Prien, esperando que él me mirara sin entender. Pero me preguntó mi nombre, luego marcó un número de teléfono y, con la barbilla, me señaló un par de ganchos en la pared.
    —Cuelgue ahí su sombrero y el abrigo —dijo, luego, al teléfono, añadió—: El señor Morley, para el señor Prien. —Escuchó por un instante—. De acuerdo. —Colgó el auricular y me miró—. Bajará dentro de un minuto... Haga como si estuviera en su casa. —Dicho esto, se retrepó en su sillón y empezó a leer la revista.
    Me senté, tratando de intuir qué pasaría a continuación, pero como no se me ocurrió nada, me puse a examinar las fotografías enmarcadas. Una de ellas, en la que con tinta blanca habían escrito «La Pandilla, 1921», mostraba un camión de Beekey, un viejo Mack de los que utilizaban ruedas con radios de metal y sólidos neumáticos de goma. La mitad de los obreros lucían enormes bigotes.
    Oí un chasquido procedente de la puerta embutida en la pared que tenía a mi derecha. Volví la cabeza y cuando aquélla se abrió me di cuenta de que carecía de manilla en el lado donde yo me encontraba. Rube sujetaba con el pie la puerta abierta a sus espaldas. Llevaba unos vaqueros gastados y limpios y una camisa blanca de manga corta, con el cuello abierto. Sus brazos estaban cubiertos de vello rojizo y eran tan gruesos como mis bíceps, y más musculosos.
    —Bueno, veo que nos has encontrado. —Me tendió la mano—. Bienvenido, Si. Me alegro de verte.
    —Gracias. Sí, he encontrado el sitio. A pesar del camuflaje...
    —Oh, en realidad no nos hemos camuflado. —Me hizo señas de que entrase, luego soltó la puerta para que se cerrara a nuestras espaldas y, al producir ésta un golpe amortiguado, advertí que sólo estaba pintada como si fuera de metal.
    Nos hallábamos en un pequeño pasillo con el suelo de cemento, escasamente iluminado por una bombilla desnuda que colgaba del techo dentro de una jaula de alambre. Frente a nosotros había dos puertas de ascensor, esmaltadas de color verde. Rube se adelantó para pulsar el botón, y dijo:
    —La verdad es que el edificio está igual que años atrás. Por fuera. Hasta hace unos diez meses ésta era una empresa familiar de mudanzas y almacenaje. La compramos y seguimos realizando ciertas tareas de mudanzas, y un poco de almacenaje en una sección aislada del edificio. Para mantener las apariencias. — Las puertas del ascensor se abrieron, entramos en él y Rube pulsó el 6. El otro botón visible correspondía al 1. Los demás estaban anulados mediante una sucia cinta adhesiva—. A los empleados más antiguos se los jubiló. Los demás fueron sustituidos gradualmente por nuestra gente. Cuando me contrataron, la verdad es que trabajé como mozo de mudanzas durante un mes. Poco faltó para que el maldito trabajo me matara. —Rube sonrió, con aquella sonrisa tan sincera que obligaba a corresponder—. Ahora nuestros presupuestos tienden a ser un poco caros. No mucho, sólo un poco; de modo que los negocios suelen ir a parar a un competidor. Aunque damos la sensación de estar ocupados como siempre. Incluso hemos añadido nuevos camiones. Hemos sacado de aquí gran cantidad de material con nuestros propios vehículos. El edificio entero, de hecho. E imagino que habremos traído otra clase de cosas.
    Las puertas verdes se abrieron y salimos a una planta de oficinas. Olía a nuevo y parecía una planta de oficinas como cualquier otra: lustrosos pasillos de baldosas de vinilo bajo una ristra de claraboyas, paredes pintadas de color beige con flechas negras señalando los distintos grupos de despachos, mangueras de extintores enrolladas detrás de unos cristales, de vez en cuando alguna fuente de agua potable, cierto número de puertas empotradas y, al lado de cada una, pegadas en la pared, etiquetas de plástico negras con un nombre escrito en blanco. Al fondo, al doblar por otro pasillo, vi que una chica con blusa blanca y falda negra avanzaba hacia nosotros con una pila de papeles en los brazos. Antes de que consiguiese distinguir su rostro, entró en un despacho. A medida que pasaba por delante de las puertas yo iba mirando las etiquetas de plástico, por si me daban alguna pista. Pero no eran más que nombres sin significado alguno: W. W. O'NEIL, V. ZAHLIAN, K. WEACH...
    Rube me señaló la puerta que teníamos justo al frente, cuya etiqueta rezaba PERSONAL.
    —Primero tenemos que pasar por aquí. Retención de impuestos, Cruz Azul, seguros, etcétera... Ni siquiera nosotros podemos obviarlo. —Abrió la puerta, me hizo señas de que entrara primero, y pasamos a una pequeña antesala medio ocupada por un escritorio tras el cual una muchacha escribía a máquina—. Rose, éste es Simón Morley, un nuevo colaborador. Si, Rose Macabee. —Nos saludamos y luego Rube preguntó—: ¿Cuánto vas a necesitarlo, Rose? ¿Media hora?
    Ella contestó que veinticinco minutos. Rube dijo que volvería entonces y se marchó.
    —Haga el favor de pasar ahí dentro, señor Morley. —La muchacha abrió la puerta y me hizo entrar en un despacho corriente, sin ventanas y prácticamente sin muebles, iluminado por una gran claraboya—. Tome asiento, por favor. — Me acerqué a una mesa escritorio y me senté en la butaca giratoria que había delante—. Los formularios tienen que estar ahí. —La joven abrió un cajón y sacó un pequeño manojo de seis u ocho impresos de diferente color y tamaño, unidos con un clip. Sacó el clip y extendió los impresos bajo la lámpara de mesa, al tiempo que encendía ésta con la otra mano—. Están todos. Rellene únicamente los espacios en blanco, señor Morley. Conteste primero a éste más largo. Aquí tiene un bolígrafo. —Me lo dio—. No debería llevarle mucho tiempo. Llámeme si tiene alguna duda. —Señaló una mesita que había al lado de la butaca que yo ocupaba, del tamaño justo para el teléfono blanco que había encima. Luego sonrió y salió, cerrando la puerta detrás de sí.
    Por un instante permanecí con el bolígrafo en la mano, mirando alrededor. En la pared de enfrente había un archivador de color verde, y en la que tenía detrás, un espejo. En la de la derecha, junto a la puerta, había un pequeño cuadro enmarcado: una acuarela de un puente techado, en absoluto desdeñable, si bien bastante tópica. Eso era todo lo que había por ver, de modo que bajé la vista hacia los impresos desparramados bajo la lámpara de mesa. Eran formularios para la retención de impuestos, hospitalización y cosas por el estilo. Cogí el más extenso, encabezado con la leyenda «Hoja de Datos de Personal», y empecé a rellenarlo. En el primer espacio en blanco escribí mi nombre, lugar de nacimiento (Gary, Indiana), fecha de nacimiento (11 de marzo de 1942), al tiempo que me preguntaba si alguien leería alguna vez esos datos. De pronto, el teléfono que había sobre la mesita comenzó a sonar. Hice girar mi sillón, descolgué, y... un escalofrío recorrió mi espalda, porque el teléfono era de color verde. Tenía que ser blanco, de eso estaba seguro, pero ahora era verde.
    —¿Dígame?
    —El señor Prien ha venido a buscarle, señor Morley. ¿Ha terminado ya?
    —¿Terminado? Pero si acabo de empezar.
    Hubo una breve pausa.
    —¿Acaba de empezar? Señor Morley, lleva usted... —Se produjo otra pausa, como si la joven estuviera consultando la hora—. Lleva usted más de veinte minutos ahí. —Advertí cierta contrariedad reprimida en su voz—. Bien, haga el favor de concluir lo más rápidamente posible, señor Morley. El señor Prien ha concertado una entrevista con el director.
    La joven interrumpió la comunicación y yo colgué lentamente el auricular. ¿Cómo era posible que me hubiese dejado arrastrar a una ensoñación de veinte minutos? Me volví de nuevo hacia el impreso que estaba rellenando y el pánico que se apoderó de mí me hizo dar un respingo, con lo cual la butaca salió rodando hacia atrás hasta chocar contra la pared. En los espacios en blanco que había debajo de mi nombre y del lugar y fecha de nacimiento aparecían escritos el nombre de mi padre (Earl Gavin Morley), su lugar y fecha de nacimiento (Muncie, Indiana, 1908), el apellido de mi madre (Strong), mis aficiones (dibujo y fotografía) y mi historial completo de empleos, empezando por Neff & Carter, en Buffalo. Los datos que aparecían en los demás impresos también estaban completos. Todos, al igual que el primero, con mi inconfundible letra. Era imposible que yo hubiese hecho todo aquello sin darme cuenta, pero allí estaba. No era posible que hubieran transcurrido veinte minutos, pero debía de ser así. Y el teléfono blanco —volví de nuevo la mirada hacia él— seguía siendo verde. El vello de la nuca se me erizaba y el miedo hizo que sintiese un nudo en el estómago.
    Luego todo se calmó. Yo no había rellenado aquellos impresos, de eso estaba seguro. No llevaba en la habitación más de tres o cuatro minutos, como máximo, y de eso también estaba seguro. Mientras meditaba acerca de lo ocurrido, entorné los ojos y reparé en la acuarela que había en la pared, a la derecha. El puente techado había desaparecido y en su lugar ahora había una montaña cubierta de abetos con las copas nevadas. Solté una carcajada y el miedo desapareció de inmediato. En ese instante la puerta se abrió y entró Rube Prien.
    —¿Has acabado ya? ¿Qué es lo que pasa?
    —Rube, ¿qué diablos crees que estás haciendo? —pregunté con una sonrisa mientras se acercaba al escritorio—. ¿Por qué debo suponer que llevo aquí veinte minutos?
    —Porque es así.
    —¿Y el cuadro de la pared? —Lo señalé con la barbilla—. ¿Ha cambiado el puente por la montaña?
    —¿El cuadro? —Rube estaba de pie ante el escritorio, y se volvió intrigado hacia la acuarela—. Siempre ha habido una montaña.
    —Y el teléfono ¿siempre ha sido verde?
    Volvió la mirada hacia el aparato.
    —Sí, supongo. Que yo recuerde...
    Sacudí lentamente la cabeza, sin dejar de sonreír.
    —Es inútil, Rube. Como máximo llevo cinco minutos aquí dentro. —Señalé los documentos que había encima del escritorio—. Y nunca he rellenado estos impresos, por mucho que ésta parezca mi letra.
    Por unos segundos, Rube me miró fijamente, con un brillo de preocupación en sus ojos.
    —Supongamos que te juro que lo has hecho, Si... Que has estado aquí poco menos de veinticinco minutos.
    —Mentirías.
    —Supongamos que Rose también lo jura.
    Me limité a negar con la cabeza. Luego, de pronto, me agaché junto a la mesita lateral y miré debajo. Allí colgaba el teléfono blanco, en su sitio, con el auricular sujeto mediante una ancha abrazadera de cobre en forma de U clavada en los laterales de la parte inferior de la mesita. Junto a él había una cajita metálica de la cual salían dos cables que bajaban por el lado interno de la pata de la mesa. Apreté el tablero de la mesa cerca del borde y un panel de complicado diseño giró sobre sí mismo, dejando a la vista el teléfono blanco a la vez que el teléfono verde se deslizaba bajo la abrazadera de cobre. Cuando alcé la mirada, Rube sonreía, y por encima del hombro hizo una señal hacia la puerta del despacho que había a sus espaldas.
    Un hombre en mangas de camisa estaba de pie en el vano de la puerta. Era joven, de cabello oscuro y bigote fino cuidadosamente recortado; me miraba complacido.
    —El doctor Oscar Rossoff —lo presentó Rube mientras se acercaba—. Simón Morley.
    Nos saludamos, luego él tendió la mano hacia mí. Y cuando tendí la mía por encima del escritorio, no la estrechó, sino que me cogió la muñeca entre el pulgar y los demás dedos.
    —Pulso casi normal... Bajando rápidamente —dijo al cabo de unos instantes—. Bien. —Me soltó la mano, al tiempo que sonreía alegremente—. ¿Cómo lo ha averiguado? ¿Qué le ha dado la pista?
    Rose nos miraba desde el umbral, sonriendo.
    —Nada, sólo que era imposible. Sabía, sencillamente que no había rellenado esos impresos. Que no llevaba aquí veinte minutos. —Señalé el cuadro y no pude evitar sonreír—. Y que, minutos antes, esta horrible montaña era un puente.
    —Siguiendo su propio instinto —murmuró Rossoff antes de que yo pudiera concluir—. Esto está bien —dijo dirigiéndose a Rube—, una excelente reacción. —De nuevo se volvió hacia mí—. Puede que a usted le parezca extraordinario, pero le aseguro que mucha gente reacciona de manera distinta. Hubo un hombre que salió corriendo por esa puerta. Tuvimos que detenerlo en el vestíbulo y explicárselo.
    —Bien, estupendo. Me alegro de haber pasado la prueba. —Traté de no exteriorizarlo, pero me sentía como un muchacho que acabara de aprobar las matemáticas—. Sin embargo, ¿cuál era la intención? Y ¿cómo lo han hecho?
    —Ya conocíamos tus datos —explicó Rube—. Un experto falsificador necesitó cuatro horas para rellenar estos documentos con tinta química. Todos los espacios en blanco exceptuando los tres primeros del impreso más general. Estos los dejamos para ti. Hay una pequeña bombilla de rayos infrarrojos en la lámpara del escritorio, la cual hace que varios segundos después de que la enciendan la tinta se haga visible. Rose vigila a través del espejo que hay detrás de ti, desde un pasillo que conduce a su despacho. Apenas ve que has rellenado los tres primeros espacios, te telefonea por una extensión y conecta la lámpara de infrarrojos. Mientras hablas por teléfono y dejas de mirar los impresos, voila!, los espacios en blanco se rellenan.
    —¿Y el cuadro?
    Rube se encogió de hombros.
    —Un agujero en la pared detrás del marco y el cristal. Mientras el candidato está escribiendo, yo saco el puente y meto la montaña.
    —Bueno, no hay duda de que sorprendería al más pintado, pero ¿cuál es la intención?
    —Comprobar cómo reaccionan ustedes cuando ocurre algo imposible —replicó el doctor Rossoff—. Algunos no logran entenderlo. Personas que cuentan con que las cosas son lo que deben ser y que se comportan como siempre lo han hecho. Cuando de pronto no es así, pierden la cabeza, porque son incapaces de soportarlo... En ese mismo escritorio es donde fracasan. Don, el chico de abajo, fue uno de ellos. Tuvimos que administrarle un calmante incluso después de que supiera qué había ocurrido. Pero usted se ha dejado guiar desde dentro, no desde fuera. Usted sabe lo que sabe... Ahora venga a mi despacho y tomaremos un café. Una copa, si lo prefiere. Se la ha ganado.
    Para ir al despacho de Rossoff debíamos volver al pasillo que Rube y yo ya habíamos recorrido, luego se doblaba una esquina y se entraba por una puerta que anunciaba ENFERMERÍA. Cuando Rossoff la empujó para que Rube y yo entráramos, me recordó a un hospital, y me di cuenta de que la puerta era más ancha que la mayoría. Entramos en una sala grande, iluminada únicamente por la luz que se filtraba a través de una claraboya. En la sala había un escritorio, una hilera de sillones de mimbre a lo largo de una pared, un fluoroscopio, un gráfico para comprobar el grado de visión, y lo que intuí debía de ser una máquina de rayos X portátil.
    —A partir de ahora no habrá más trucos, Si —dijo Rube—. Te lo prometo.Ése ha sido el primero y el único.
    —No me importa.
    En un lateral de la gran sala que cruzábamos había otras habitaciones, éstas iluminadas. Oí que en una de ellas conversaban amigablemente. En otra vi a un hombre que llevaba una bata blanca de hospital, tenía un pie escayolado y estaba sentado en una camilla, leyendo un ejemplar del Reader's Digest.
    Entramos en una salita de recepción, donde una enfermera de uniforme blanco se hallaba de pie ante un archivador, revisando las carpetas del cajón superior, que tenía abierto. Sujetaba un bolígrafo entre los dientes, y sonrió lo mejor que pudo. Al pasar, Rube fingió que iba a darle un azote en el trasero, y ella fingió creerlo, girando para apartarse. Era una mujer robusta, de aspecto sano y buen carácter, hacia el final de la treintena, con el cabello muy canoso.
    —¿Azúcar? ¿Leche? —preguntó Rossoff, ya en su despacho, mientras se acercaba a una mesita baja, encima de la cual había una jarra transparente de café sobre una placa eléctrica—. Confío en que no le apetezcan, porque no tenemos ninguna de las dos cosas.
    —Creo que lo tomaré solo —dijo Rube, sentándose en un sillón tapizado de tela—. ¿Y tú, Si?
    —Me va bien solo... —Me instalé en una butaca de piel color verde y miré alrededor. Era una habitación grande y rectangular, sin ventanas, pero iluminada por luz natural a través de dos enormes claraboyas. La estancia me gustó y me sentí cómodo en ella. Estaba enmoquetada de gris y las paredes empapeladas con un alegre estampado rojo y verde. A un lado, el escritorio del doctor estaba cubierto de libros y papeles en completo desorden. En el otro, una serie de estantes repletos de libros ocupaban la pared del suelo hasta el techo. Al tenderme la taza de café, Rossoff advirtió que los miraba.
    —Vaya y eche un vistazo —dijo.
    Me levanté y me acerqué, al tiempo que tomaba un sorbo del café, que no era excesivamente malo.
    Había esperado que los libros fueran de medicina, y muchos lo eran, pero unos dos metros o dos metros y medio de la librería estaban ocupados por obras de Historia: libros de texto universitarios, libros de consulta, biografías, toda clase de tomos pertenecientes a cada período, país o personaje histórico imaginable. Y debía de haber unas doscientas novelas, muchas de ellas muy antiguas a juzgar por la encuadernación. Ninguno de aquellos títulos me resultaba familiar. Al regresar a mi sillón, mientras seguía sorbiendo el café, eché un rápido vistazo a los diplomas enmarcados, al título emitido por el estado de Nueva York y a las fotografías que cubrían casi la pared por encima del enorme sofá, tapizado también de cuero verde. Vi que Rossoff había estudiado Medicina y Psicología en la Universidad John Hopkins, así como que tenía una esposa de aspecto risueño, dos hijas en edad escolar y un perro basset.
    —Todos míos, en especial el perro —dijo al advertir que miraba las fotografías.
    Mientras tomábamos el café, hablamos durante unos cinco minutos de vaguedades, sobre todo de los Giants de San Francisco y del plan de Rossoff para obligarlos a regresar a Nueva York, consistente en secuestrar a Willie Mays. Luego Rube depositó su taza en la mesita que tenía al lado y se levantó.
    —Gracias, Oscar, el café era espantoso. Si, regresaré cuando el doctor acabe contigo. Luego iremos a ver al director.
    Rube se marchó. Rossoff me preguntó si quería más café y yo contesté que no.
    —Bien, pues. —Suspiró—. Dentro de unos instantes deberé someterlo a ciertas pruebas. Estoy convencido de que encontrará la mayor parte de ellas familiar. Le pediré que examine unas cuantas manchas de Rorschach y me diga qué asquerosidades le recuerdan; esa clase de cosas... Si lo hace usted bien, tal vez querramos averiguar hasta qué punto sabe mentir. Quizá le pida que, sin previo aviso, se comporte como alguien determinado; un abogado, por ejemplo. Que aguante el interrogatorio de tres o cuatro personas que aparentemente sospechen de su impostura. O que niegue que es usted dibujante, o que nunca haya estado en Nueva York, mientras charla animadamente con varios desconocidos, todos los cuales tratarán de ponerlo en evidencia. Pero primero tendrá que hacer otra cosa... Por cierto, ¿se le ha ocurrido pensar que tal vez estemos todos locos, y que ha entrado en un enorme manicomio?
    —Es por eso que me he unido a ustedes.
    —Perfecto, sin duda es usted el tipo que necesitamos... —Me gustaba Rossoff: si pretendía tranquilizarme, estaba consiguiéndolo—. ¿Lo han hipnotizado alguna vez, por algún motivo?
    —No, nunca.
    —¿Tiene algo en contra de que lo hipnoticen? —preguntó—. Confío en que no... —se apresuró a añadir—. Esto es muy importante, y antes que nada debemos tener la seguridad de que podemos hipnotizarlo. Hay gente a la que no se puede, como sin duda sabrá... La única forma de averiguarlo es intentándolo.
    Vacilé, luego me encogí de hombros.
    —Bueno, supongo que si lo hace alguien competente...
    —Yo lo soy, y seré quien lo haga. Si usted está de acuerdo.
    —Lo estoy. Si he llegado hasta aquí, carecería de sentido permitir que esto me detuviera.
    Rossoff se levantó, se acercó a su escritorio y cogió un lápiz de color amarillo. Luego volvió a sentarse y aproximó su sillón al mío, hasta que quedamos sentados el uno frente al otro, a sólo un metro de distancia.
    —Vamos a utilizar un objeto —dijo, sosteniendo verticalmente el lápiz por la punta, frente a mí—. Esto servirá tan bien como cualquier otra cosa. No tiene que ser forzosamente algo brillante... Limítese a mirarlo, por favor. No hace falta que lo haga intensamente. Y si quiere parpadear o desviar los ojos, hágalo. Lo único que importa es que, si se pone tenso y se resiste, no lograré hipnotizarlo. Necesito su consentimiento en algo más que meras palabras; necesito que consienta mentalmente. En su interior. Por completo. Todo el rato. No luche contra ello. No se resista... ¿Está usted totalmente cómodo? Limítese a asentir si lo está. —Asentí—. Perfecto... Si nota cualquier resistencia en su mente, no le haga caso. Basta con que permanezca sentado observando cómo se disuelve, luego deje que se escurra. Por cierto, relaje los músculos... Quiero que se sienta absolutamente cómodo. Relaje incluso la mandíbula, deje que su boca se abra ligeramente y que sus ojos se desenfoquen. Creo que ya lo nota un poco. Es usted inteligente y perceptivo, y pienso que acepta esto muy bien. En verdad que lo acepta muy bien... Resulta bastante agradable, ¿verdad? Y no hay nada por lo que deba preocuparse. De vez en cuando practico la autohipnosis, algo que puede hacerse con facilidad y que usted también aprenderá... Cuatro o cinco minutos de autohipnosis, lo cual significa abrir la mente a la sugestión, a las propias sugerencias, puede resultar maravillosamente estimulante. Con ella consigo que la jaqueca producida por la tensión desaparezca; nunca tomo aspirinas... Diría que percibe ya lo relajante que es esto. ¿No es una forma muy agradable de descansar? Mejor que una copa, mejor que un combinado... —Bajó el lápiz—. Voy a decirle cuan maravillosamente relajado está en realidad... Observe su brazo derecho, que descansa sobre el brazo del sillón. Está completamente relajado, más de lo que lo ha estado jamás, incluso más que cuando está dormido. Tanto, que no puede levantarlo. Los músculos se niegan a moverse. Lo comprobará cuando yo cuente hasta tres. Intente levantarlo cuando yo diga «tres». Verá como no puede... Uno. Dos. Tres.
    Intenté mover el brazo, sin éxito. Lo miré fijamente, acercando la cabeza, luchando mentalmente para moverlo. Pero permaneció absolutamente quieto; ante mi silencioso requerimiento, no se movió más de lo que lo habría hecho el escritorio del doctor.
    —Bien, no debe preocuparse en absoluto —me tranquilizó Rossoff—. Se ha sometido voluntariamente a mi sugestión hipnótica, y lo ha hecho muy bien.
    Ahora hablaré con usted durante unos pocos minutos. Por cierto, es usted libre de mover el brazo cuando quiera.
    Levanté el brazo, lo flexioné y comencé a cerrar y abrir los dedos como si se hubiese dormido. Luego me recosté en la suave piel del sillón, más cómodo y satisfecho de lo que recordaba haberme sentido nunca.
    —En cierto modo —continuó Rossoff—, la mente está compartimentada. Distintas partes del cerebro desempeñan distintas funciones. Si se le eliminara una determinada parte del cerebro, debido a un accidente, pongamos por caso, y perdiera usted la habilidad del habla, podría aprender de nuevo entrenando otra parte del cerebro. Y lo mismo podríamos afirmar del recuerdo, si fuera preciso. A los recuerdos también se los puede aislar. Enterrarlos como si nunca hubiesen existido. Cuando esto ocurre de manera generalizada, lo llamamos amnesia. Ahora mismo procederé a desconectar una pequeña parte de su memoria. Cuando dé un golpecito con este lápiz sobre el brazo de mi sillón, usted olvidará el nombre del hombre que lo trajo hasta aquí. Por el momento desaparecerá de su memoria, le resultará tan imposible de recordar como si nunca lo hubiese conocido. —Dio un golpe con el lápiz en el brazo de cuero de su sillón; el ruido fue casi inaudible, pero aun así lo percibí—. Recuerda al hombre que contactó con usted y lo indujo a venir aquí, ¿verdad? El que acaba de tomar café con nosotros. ¿Puede recordar su cara?
    —Sí.
    —Por cierto, ¿cómo iba vestido?
    —Vaqueros desteñidos, camisa blanca de manga corta, mocasines marrones.
    —¿Sería capaz de hacer un dibujo de su cara?
    —Por supuesto.
    —Muy bien, dígame cuál es su nombre.
    Nada acudió a mi mente. Reflexioné. Repasé mentalmente una lista de nombres: Smith, Jones, apellidos de gente a la que conocía o a la que había conocido, nombres que había leído o de los que me habían hablado. No había ninguno que significara nada para mí; sencillamente, había olvidado su nombre.
    —¿Entiende por qué no puede acordarse, que se halla usted bajo los efectos de la sugestión hipnótica?
    —Sí, lo sé.
    —Bien, veamos si es capaz de romperla. Haga todo lo posible. Usted conoce el nombre de ese hombre, lo ha utilizado y lo ha escuchado varias veces hoy. Vamos, inténtelo. ¿Cómo se llama?
    Cerré los ojos, esforzándome. Busqué en el fondo de mi mente, traté de encontrar allí ese nombre, pero no hubo forma de hallarlo. Era como si me parasen en la calle y me preguntaran el nombre de un desconocido.
    —Cuando vuelva a golpear con el lápiz el brazo del sillón, lo recordará. —Después de golpear el cuero con el lápiz, insistió—: ¿Cuál es su nombre?
    —Ruben Prien.
    —Exacto. Cuando dé una palmada, saldrá usted de la hipnosis por completo. No quedará ningún resto, ningún vestigio. Toda la sugestión hipnótica habrá desaparecido. —Dio una palmada, no muy fuerte, aunque produjo un ruido seco y hueco—. ¿Se encuentra bien?
    —Sí, perfectamente.
    —Deje que me asegure. Cuando golpee con el lápiz sobre el brazo del sillón se le olvidará mi nombre. Será incapaz de recordarlo... —De nuevo dio un golpecito con el lápiz—. Bien, ¿cómo me llamo?
    —Alfred E. Neuman.
    —Vamos, no bromee ahora con esto.
    —Rossoff. Doctor Oscar Rossoff.
    —Muy bien. Era sólo una prueba y ya la ha pasado. Lo ha hecho muy bien, es usted un tipo de primera clase... Tuve esa corazonada. La próxima vez haré que ladre como una foca y coma pescado crudo.
    Seguidamente examiné las manchas del test de Rorschach e informé a Rossoff acerca de los pensamientos que éstas provocaban en mí. Estudié unos dibujos, los interpreté y también realicé algunos. A continuación pasé una prueba consistente en escoger entre cierto o falso. Completé algunas frases con las palabras que faltaban. Hablé sobre mí mismo y contesté a un interrogatorio. Con los ojos cubiertos con una venda, escogí algunos objetos, describí su tamaño y su forma, y a veces su utilidad.
    —Ya basta —dijo al final Rossoff—. Es más que suficiente. Por lo general suelo someter a la gente a pruebas durante días, en ocasiones una semana... Pero la verdad es que no estamos en absoluto seguros de que yo sea capaz de determinar los requisitos necesarios para llevar a cabo lo que probablemente sea algo imposible. Tengo una fuerte corazonada respecto a usted, de modo que no habrá prueba que me haga cambiar de opinión. Por otro lado, todas lo confirman. Hasta donde soy capaz de intuirlo, usted es un candidato. —De pronto se volvió hacia la puerta cerrada, con el oído atento. Se oyó el rumor de la voz de un hombre, luego la risa de una mujer—. ¡Rube! —gritó—, ¡aparta tus manos de Alice y ven acá!
    La puerta se abrió y entró un hombre ya maduro, muy alto y delgado. Rossoff se puso bruscamente de pie.
    —No soy Rube —masculló el recién llegado—, y no metía mano a Alice, lamento decirlo.
    —Era al revés —explicó la enfermera, asomándose al despacho para coger el tirador de la puerta. Luego, sonriendo, la cerró.
    Rossoff hizo las presentaciones. El recién llegado era el doctor E. E. Danziger, director del proyecto. Nos dimos la mano; la de él, grande y peluda, con venas prominentes, era tan enorme que abarcó la mía. Me miró con ojos vivaces, interesados, ansiosos por saberlo todo acerca de mí.
    —¿Qué tal van las pruebas? —preguntó como a borbotones, y mientras Rossoff se lo explicaba aproveché la ocasión para estudiarlo.
    Se trataba de un hombre al que bastaba haberlo visto una vez para reconocerlo. Debía de tener entre sesenta y cinco y sesenta y seis años, pensé, a juzgar por las arrugas que surcaban su frente y sus mejillas. Las de éstas formaban una serie de tres paréntesis, que empezaban en las comisuras de la boca y se extendían hasta los pómulos, ensanchándose y haciéndose más profundas cuando sonreía. Era calvo, de tez bronceada, con pecas en la parte superior del cráneo. El cabello de los lados todavía era negro, o tal vez lo llevase teñido. Debía de medir un metro noventa, tal vez más. Era delgado y de espalda ancha, si bien iba algo encorvado. Llevaba una vistosa pajarita a topos, un traje cruzado color canela, al estilo antiguo, con la chaqueta desabrochada. Debajo de ésta se veía un suéter marrón, de cuello alto. A pesar de su edad ofrecía un aspecto saludable, viril. Tuve la sensación de que no le habría importado en absoluto meter mano a Alice, y que quizás a ella tampoco le hubiese importado.
    —¿Tú dices que sí? —le preguntó a Rossoff, arrastrando las palabras, y cuando el otro asintió, añadió—: Entonces yo también.
    Se volvió hacia mí y me observó con expresión seria unos segundos, como si estuviera examinándome. En ese momento Rube entró en el despacho y, en silencio, cerró la puerta tras de sí. Empezaba a sentirme ya algo turbado a causa de la mirada del doctor Danziger, cuando éste sonrió:
    —¡Bien, bien, bien! Ahora seguramente le gustará saber en qué asunto se ha metido... Bien, primero Rube se lo mostrará y luego yo intentaré explicárselo. — Se agarró las solapas de la chaqueta con sus enormes y pecosas manos y me miró al tiempo que esbozaba una sonrisa y asentía lentamente. Como si me aprobara, pensé, y me sentí más halagado de lo que había imaginado. Al fin, prosiguió—: Tengo a mi cargo la dirección de este proyecto. De hecho, fui quien lo empezó. Pero en este momento le envidio. Tengo sesenta y ocho años, y hace dos, cuando me enteré de que este proyecto iba a realizarse, por vez primera en mi vida empecé a preocuparme por mi salud. Dejé de fumar... Nunca había pensado en abandonar el tabaco, ni nunca me creí capaz, pero lo dejé. —Hizo un chasquido con los dedos—. En un abrir y cerrar de ojos. Lo echo en falta. —Su mano regresó a la solapa—. Pero no volveré a empezar. Bebo con moderación; como si fuera una medicina, en realidad. Y eso que en el pasado a veces bebía mucho. Con bastante frecuencia. Porque me gustaba... Pero ahora ya no. Y, además, sigo un régimen. ¿Que a qué vienen tantas tonterías? —Levantó una mano, con el índice apuntando hacia arriba—. Porque quiero vivir y continuar en este proyecto todo lo posible. He llevado una vida interesante; no me han timado. He pasado dos guerras, he residido en cinco países, he tenido dos esposas, gran cantidad de amigos de ambos sexos, y en una ocasión fui rico durante cuatro años. No he tenido hijos, sin embargo. No se puede tener todo. —Me miró fijamente una vez más, con expresión amistosa y de envidia, las manos colgando de las solapas—. Pero si este proyecto alcanzara el éxito, sería lo más notable que un mortal haya conseguido nunca, y yo sería capaz de renunciar a cualquier cosa a cambio. Seguiría una dieta a base de nabos crudos y estiércol de caballo sólo para conseguir un año extra, o siquiera un mes de vida extra. Sin embargo, por mucho que un hombre se cuide, a los sesenta y ocho tiene los años contados. Usted, en cambio... ¿Cuántos tiene usted? ¿Veintiocho? —Asentí—. Bien, entonces me lleva una ventaja de cuarenta años, y si pudiera robárselos lo haría, alegremente, sin contemplaciones. Le envidio incluso este día. ¿Nunca ha regalado a alguien un libro con el que hubiese disfrutado enormemente, y ha experimentado una sensación de envidia porque estaban a punto de leerlo por primera vez, algo que usted nunca podría volver a hacer?
    —Sí. Huckleberry Finn.
    —Perfecto. Bien, pues así es como me siento por lo que usted va a vivir a continuación. Llévatelo, Rube. Hay que enseñarle un montón de cosas y tenemos prisa. —Levantó la muñeca para mirar su reloj—. A la hora del almuerzo acompáñalo a la cafetería.
    3
    Fuera, mientras Rube y yo andábamos por los pasillos, la gente pasaba por nuestro lado, entrando y saliendo de los despachos. Había hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, y al cruzarse con nosotros comentaban algo con Rube o le dirigían una sonrisa tras mirarme con curiosidad. Rube me observaba con una expresión risueña, y cuando volví la mirada hacia él me preguntó:
    —¿Qué imaginas que vas a ver?
    Incapaz de hallar una respuesta, negué con la cabeza.
    —No tengo la menor idea, Rube —dije.
    —Bien. De veras lamento tener que mostrarme tan misterioso, pero es el director quien explica las cosas, no yo... Y tienes que verlo antes de que él te lo explique.
    Doblamos una esquina y luego otra, entrando en un corredor más estrecho que los demás. Giramos una vez más y luego enfilamos un pasillo muy angosto y largo.
    En una de las paredes no había nada, en la otra había una serie de ventanas con el cristal ahumado, a través de las cuales podía verse el interior de lo que Rube calificó como «salas de instrucción». Las tres primeras estaban vacías, amuebladas como un aula normal. En cada una había de seis a ocho sillas de madera con un solo brazo, el cual se ensanchaba para convertirse en una mesita para escribir. También había pizarras, librerías, y un escritorio y una silla para los profesores. Tras la cuarta ventana vi un aula similar en la que había dos hombres sentados, uno al escritorio y el otro en una silla de madera, frente a él. Nos detuvimos a observar.
    —Podemos verlos —explicó Rube—, pero ellos no pueden vernos a nosotros. Todos lo saben. Se trata de no distraer a la gente mientras trabaja.
    El hombre sentado en la silla de estudiante estaba hablando, serenamente, aunque haciendo frecuentes pausas. A veces se frotaba la cara, como si estuviera pensando. Debía de tener unos cuarenta años, era delgado y moreno, y llevaba un suéter azul marino y una camisa blanca con el cuello abierto. El instructor era más joven y vestía una chaqueta deportiva de paño marrón. A un lado de la ventana, sobre una placa de acero inoxidable, había dos botones. Rube pulsó uno y a través de un altavoz instalado tras una rejilla sobre la ventana escuchamos la voz del hombre que hablaba.
    Lo hacía en un idioma extranjero. Al cabo de unos instantes creí reconocerlo, e iba a comentarlo, pero no lo hice. En un primer momento creí que era francés, un idioma que reconozco de oído, pero de pronto ya no estuve tan seguro. Seguí escuchando atentamente; algunas palabras sonaban como si fuera francés, estaba casi seguro, aunque el hombre no las pronunciaba correctamente. Siguió hablando con bastante fluidez, aunque de vez en cuando el profesor le corregía la pronunciación. Entonces el hombre repetía la palabra varias veces antes de proseguir.
    —¿Es francés?
    Por la forma en que Rube sonrió, intuí que estaba esperando que lo preguntara.
    —En efecto. Pero francés medieval. Hace cuatrocientos años que nadie habla así...
    Rube pulsó el otro botón y, si bien el altavoz enmudeció, los labios de aquel hombre siguieron moviéndose. Seguimos andando. Al llegar a la siguiente ventana, Rube presionó el botón del altavoz y escuchamos unos gruñidos ahogados y un sonido de madera golpeando contra madera. Me detuve a su lado y miré dentro de la sala.
    Las paredes estaban acolchadas y forradas con una gruesa lona. Por lo demás, todo lo que había era un par de hombres que luchaban con bayonetas. Uno lucía un gorro plano, una camisa color caqui de cuello alto y polainas de tela pertenecientes al uniforme norteamericano durante la Primera Guerra Mundial. El otro llevaba botas negras, uniforme gris y el relumbrante casco de los alemanes. Las bayonetas eran de un color plateado falso, y comprendí que eran de goma pintada. Ambos hombres tenían la cara bañada en sudor y el uniforme estaba manchado en las axilas y en la espalda. Mientras les observábamos no paraban de atacarse y parar el golpe, empujar y levantar el arma, soltando un gruñido al chocar los fusiles. De pronto, el alemán retrocedió bruscamente, hizo una finta, desvió un contragolpe y empujó su fusil contra el estómago del otro, con lo cual la bayoneta de goma se dobló sobre la tela color caqui.
    —¡Estás muerto, cerdo americano! —gritó.
    —¡Y un cuerno! —replicó el otro—. ¡Esto es sólo una pequeña herida en el estómago!
    Los dos se echaron a reír, pinchándose mutuamente, y Rube los miró fijamente al tiempo que murmuraba:
    —¡Mal, mal, los muy estúpidos! ¡Un comportamiento totalmente equivocado!
    Me volví hacia él. Tenía los labios apretados, y en los ojos, entrecerrados, advertí una expresión perversa y peligrosa. Durante largo rato los miró en silencio, luego apretó con furia el botón de desconexión y se alejó de la ventana.
    En la siguiente sala había una docena de hombres sentados. La mayoría llevaba mono de carpintero, y unos pocos vestían téjanos con camisa de trabajo. Junto al escritorio, un individuo con pantalones color caqui desteñidos y en mangas de camisa señalaba con una regla una maqueta de cartón que ocupaba todo el tablero. Era la maqueta de una habitación, a la cual le faltaba una pared, como si se tratara del decorado de un escenario. En aquellos momentos el hombre señalaba el techo en miniatura. Rube pulsó el botón que había al lado de la ventana.
    —Las vigas están pintadas —decía el profesor—, si bien sólo en los puntos más altos del techo, donde está oscuro. —Desplazó la regla hacia una pared—.
    Ahí abajo es donde empiezan las auténticas vigas de roble y el yeso. Mezclado con paja, maldita sea. No os olvidéis de esto.
    Rube pulsó el botón de desconexión y una vez más continuamos nuestro recorrido.
    En la siguiente sala todo lo que había era una enorme fotografía aérea de una ciudad, que cubría tres de las paredes desde el suelo hasta el techo. Nos detuvimos a mirarla. Con un rotulador negro habían escrito en ella: WINFIELD, VERMONT. RESTAURACIÓN EN CURSO, VISTA 9 DE 11, SERIE 14. Me volví hacia Rube y él supo que estaba mirándolo, pero no me facilitó ninguna explicación. Sencillamente, siguió observando la gran foto y yo guardé silencio, negándome a plantearle ninguna pregunta.
    Las dos salas que vinieron a continuación estaban vacías. En la siguiente, las sillas habían sido alineadas contra las paredes, y una atractiva muchacha estaba bailando el charlestón siguiendo la música de un fonógrafo portátil, con mecanismo de cuerda, que había sobre el escritorio. Una mujer de mediana edad la observaba mientras marcaba el compás con el índice. El ondulante dobladillo del vestido color crema de la muchacha le llegaba justo por encima de las ágiles rodillas, y la cintura del vestido no estaba mucho más arriba. Llevaba el cabello cortado al estilo que antiguamente se denominada a lo garçon, y mascaba chicle. La mujer mayor iba vestida de modo bastante parecido, aunque la falda era más larga.
    Rube apretó el botón del altavoz y escuchamos el acelerado roce de los pies de la muchacha junto con el sonido más agudo y fantasmagórico de la vieja orquesta. La música se interrumpió bruscamente y la joven se quedó jadeando de manera perfectamente audible mientras miraba a la mujer con una sonrisa. La mujer asintió, en un gesto de aprobación.
    —¡Perfecto! A esto se lo llama «tobillos de hormiga».
    Tras esta magnífica frase final, Rube, evidentemente satisfecho, pulsó el botón que desconectaba el altavoz. Ambos proseguimos nuestro recorrido sin decir palabra.
    Había tres salas más, todas desocupadas, aunque en la penúltima había una docena de maniquíes alineados al lado del escritorio del instructor. En una de las sillas había una pila de cajas de cartón, al parecer llenas de ropa.
    Nuevamente seguimos por corredores iluminados mediante tragaluces y pasamos con paso rápido por delante de puertas en las que unos rótulos en blanco y negro, rezaban: D. W. MCELROY; A. N. BURKE Y HELEN FRIEDMAN, CONTABILIDAD; N. O. DEMPSTER; SALA DE ARCHIVOS B. Casi todos aquellos con quienes nos cruzábamos saludaban a Rube, que siempre contestaba algo. En su mayoría, los hombres vestían de manera informal, con jerséis, cazadoras y camisas deportivas, aunque algunos llevaban traje y corbata. Las mujeres de mediana edad y las más jóvenes, algunas muy hermosas, vestían como suelen hacerlo en la oficina. Dos hombres ataviados con mono de trabajo pasaron ante nosotros, empujando una pesada carretilla de madera en la que llevaban una especie de motor o alguna pieza mecánica, parcialmente cubierta con una lona. De pronto, Rube se detuvo ante una puerta exactamente igual a las demás, aunque en el rótulo no había un nombre sino un número. La abrió y me hizo señas de que entrara primero.
    El hombre que se hallaba tras el escritorio se puso de pie antes de que yo hubiese cruzado el umbral. El lugar era una pequeña antesala en la que, aparte del escritorio y el sillón, no había nada.
    —Buenos días, Fred —lo saludó Rube.
    —Buenos días, señor —contestó el otro.
    Vestía una cazadora de nailon verde con cremallera y camisa con el cuello abierto, y si bien vi que no llevaba insignia ni arma alguna, supe que se trataba de un guardia. Tenía los hombros, el pecho, el cuello y las muñecas de un hombre fornido, y lo único que estaba haciendo era leer un ejemplar de la revista Esquire.
    En la pared de detrás del escritorio había una puerta metálica. Carecía de pomo, y a lo largo de uno de los bordes había tres cerraduras de bronce, con un espacio de unos diez centímetros entre una y otra. Rube sacó un llavero, eligió una llave, luego rodeó el escritorio, introdujo la llave en la cerradura superior y la abrió. Del bolsillo superior extrajo otra llave, la introdujo en la cerradura de en medio y la hizo girar. El guarda, que estaba esperando a su lado, metió seguidamente una llave en la cerradura de abajo, la hizo girar y, tirando de ella, abrió la puerta. Rube retiró sus dos llaves y me indicó con un gesto que pasara delante de él. A continuación me siguió y la puerta se cerró con un golpe sordo a nuestras espaldas. Escuché los distintos chasquidos de las cerraduras al encajar su engranaje y observé que nos encontrábamos en un espacio apenas mayor que un armario grande, pobremente iluminado por una bombilla metida dentro de una cesta de alambre en el techo. Luego descubrí que estábamos en lo alto de una escalera metálica de caracol.
    Rube descendió por ella unos tres metros, al principio casi a oscuras, pero luego hacia una zona iluminada. Al bajar el último peldaño, pisamos un suelo formado por una parrilla metálica; a excepción de este detalle, se trataba de una estancia muy parecida a la que acabábamos de abandonar. A lo largo de dos paredes había un estrecho estante de madera sin pintar, sobre el cual reposaba una docena de pares de botas informes, hechas con fieltro gris, de unos dos centímetros de espesor. Su extraño aspecto se debía a que estaban destinadas a llegar por encima de los tobillos, y estaban provistas de hebillas similares a las de las botas de agua.
    —Hay que ponérselas encima de los zapatos —explicó Rube—. Busca un par que te vaya lo bastante bien para que no se te caigan. —Luego señaló la puerta de metal que había ante nosotros—. Una vez entremos ahí hay que procurar no hacer ruido en todo el trayecto. No debe haber ruidos fuertes ni estridentes, aunque podemos hablar en voz baja... Dicen que el ruido sigue una dirección ascendente.
    Asentí. Sabía que mi pulso no podía ser normal. ¿Qué diablos íbamos a ver allí dentro? Nos ajustamos las hebillas de las botas, que estaban toscamente hechas y resultaban muy calurosas. Luego Rube empujó una pesada puerta oscilante carente de pomo y de cerradura. Nada más franquearla, se cerró detrás de nosotros sin el menor chirrido.
    Estábamos en una pasarela angosta, una prolongación más estrecha del mismo suelo de rejilla metálica que había al otro lado de la puerta. Lo único que impedía, hasta cierto punto, caer de la pasarela era una barandilla metálica que me llegaba a la altura de la cintura. Me agarré a ella, ejerciendo más presión de la necesaria. Pero me sentía incapaz de relajarme, pues la pasarela metálica en la que estábamos formaba parte de una vasta telaraña de otras similares que colgaban sobre una enorme nave cuadrada, una especie de pozo de cinco pisos de altura, entrelazándose unas con otras, convergiendo y separándose a lo lejos.
    Aquella gran telaraña de pasarelas metálicas pendía del techo —que en realidad era el suelo de las oficinas que acabábamos de abandonar— mediante unos tubos de metal, de un dedo de grosor. Mientras aguardábamos allí arriba y Rube me concedía unos instantes para que me hiciese a la idea de que tendría que andar por aquella red de pasarelas, seguía sin ver nada debajo, a excepción de la parte superior de las gruesas paredes, que iban desde el suelo del almacén desmantelado, unos cinco pisos más abajo, hasta unos treinta centímetros por debajo del lugar donde nos hallábamos. Advertí que aquellas paredes dividían el gran espacio que había a nuestros pies en varias zonas de forma irregular. Levanté la vista hacia el techo y descubrí que de él colgaba una masa de tuberías de conducción de aire, al tiempo que percibí el ronroneo amortiguado de los ventiladores. Luego volví a mirar a Rube, quien al ver mi expresión sonrió y dijo:
    —Lo sé, provoca un fuerte impacto. Tómate tu tiempo; ya te acostumbrarás. Cuando estés dispuesto, andaremos por ahí... Por donde más te apetezca.
    Me obligué a avanzar, quizás unos tres metros en línea recta, sin poder resistir la tentación de agarrarme a la barandilla y, sin embargo, incapaz de mirar hacia abajo. Durante los primeros metros, la pasarela avanzaba recta a partir de la puerta por donde habíamos entrado. Luego doblaba a la derecha, y vi que pasábamos por encima de la pared que, desde el suelo, se elevaba hasta casi tocar nuestra pasarela. En ese instante noté que subía una corriente de aire cálido y escuché el ronroneo de los extractores por encima de mi cabeza. Justo debajo de las pasarelas, colgando paralelas a las paredes, había unas tuberías metálicas a las que habían conectado cientos de focos luminosos. Los había de todos los colores y de todos los tamaños, apuntando en grupos con el fin de converger en determinadas zonas de abajo. Me detuve, me volví hacia un lado y, mientras me agarraba con ambas manos a la barandilla, hice acopio de valor para bajar la vista.
    Cinco pisos más abajo, en el fondo de la zona sobre la cual nos encontrábamos, descubrí una casita de madera. Desde donde me hallaba podía distinguir el porche cubierto de la fachada. En un extremo de éste había un hombre en mangas de camisa; estaba sentado con los pies encima de uno de los escalones, fumando en pipa mientras observaba distraído la calle adoquinada que pasaba por delante de la casa.
    A los lados de aquella vivienda se levantaban sendos fragmentos de otras dos casas, cuyas paredes laterales, que daban a aquélla, estaban completas, con cortinas y persianas en las ventanas. También lo estaba la mitad de cada tejado a dos aguas, así como ambas fachadas con su correspondiente porche de peldaños gastados. En uno de aquellos dos porches había un cochecito de mimbre para bebés. Sin embargo, con la excepción de la casa del centro, que estaba completa, las otras sólo tenían las paredes y medio tejado; desde donde yo estaba podía ver el andamiaje de madera de pino que hacía de soporte por detrás. Delante de las tres casas había una franja de césped y unos árboles que daban sombra, al lado de los cuales había una acera de ladrillo y una calle adoquinada, y en el borde de ésta, unos postes de hierro para atar a los caballos. Al otro lado de la calle se alzaban las fachadas de otra media docena de casas.
    En el porche de una había una bicicleta abollada. En otro colgaba una hamaca a rayas. Sin embargo, aquellas casas sólo eran falsos frontis cuyo grosor no superaba el medio metro, y que se habían construido a lo largo de la pared que los separaba de la zona vecina, contribuyendo a disimularla.
    Rube se apoyó en la barandilla, a mi lado, y comentó:
    —Desde donde está sentado el hombre del porche, así como desde cualquier ventana de la casa o del césped que hay delante, es como si estuviera en una calle flanqueada de casitas pequeñas. Desde aquí no se puede ver, pero al final del pequeño tramo de calle auténtica donde él se encuentra ahora, en la pared divisoria de la zona, hay un fondo pintado que representa, con meticulosa perspectiva, la continuación de la misma calle, así como el vecindario a lo lejos.
    Mientras hablábamos, en la calle de abajo apareció un muchacho montado en una bicicleta, pero no vi de dónde procedía. Llevaba puesta una gorra blanca de marino cuya ala, doblada hacia arriba, estaba cubierta con lo que semejaban coloridas insignias publicitarias de distintas campañas políticas; pantalones bombachos de color marrón; medias negras y unos sucios zapatos de lona que le llegaban hasta los tobillos. Colgada del hombro llevaba una vieja bolsa de lona llena de periódicos doblados. El chico pedaleaba de un lado al otro de la calle, sujetando el manillar con una sola mano mientras con la otra lanzaba un periódico en cada porche. Al aproximarse a la casa completa, el hombre que fumaba en pipa se levantó y cogió el periódico que el chico lanzó, luego volvió a sentarse y lo desplegó. El muchacho lanzó el diario al porche de la falsa casa de al lado, que se encontraba en la esquina, luego pedaleó hasta doblar por allí y, ya fuera de la vista del hombre del porche, bajó de la bicicleta y se dirigió hacia la puerta que había en la pared donde terminaba repentinamente la pequeña calle lateral. Allí abrió la puerta y franqueó el umbral llevándose la bicicleta.
    Yo no podía ver lo que había al otro lado de la puerta, pero de inmediato salió por allí un hombre, que la cerró a sus espaldas. Luego avanzó hacia la esquina mientras se ponía un sombrero de paja plano con una cinta negra. Llevaba camisa blanca con el cuello desabrochado, la corbata floja y la chaqueta en el brazo. Cinco pisos más arriba, Rube y yo observamos que el hombre se detenía poco antes de llegar a la esquina, se echaba el sombrero hacia atrás, se colgaba del hombro la chaqueta y sacaba del bolsillo trasero del pantalón un pañuelo arrugado. Secándose la frente con el pañuelo, empezó a andar cansinamente y, al doblar la esquina, avanzó más despacio todavía por la acera de ladrillos, con el fin de pasar por delante del porche del hombre que leía el periódico.
    —Presta atención —me dijo Rube, haciendo pantalla con una mano en la oreja, y yo hice lo mismo.
    Desde abajo, aunque con bastante nitidez, oí que el hombre de la acera saludaba:
    —Buenas tardes, señor McNaughton... ¿No le parece que hace bastante calor?
    El hombre del porche levantó la vista de su periódico.
    —¡Oh! Hola, señor Drexsler. Sí, hoy es otro día de calor insoportable. Y el periódico anuncia lo mismo para mañana.
    Mientras seguía avanzando cansinamente por la acera —como haría alguien que, agobiado por el calor, vuelve a casa desde el trabajo—, el hombre sacudió la cabeza con pesar.
    —Bueno, alguna vez tendrá que acabar —comentó.
    El del porche asintió con una sonrisa.
    —Quizá por Navidad —contestó.
    El individuo de la acera cruzó la calle en diagonal, subió por los peldaños de una de las falsas fachadas y abrió la puerta de red metálica.
    —¡Edna! —llamó—. Ya estoy en casa.
    Cerró de un portazo y lo vimos subir por una pequeña escalera de mano, agacharse para pasar por el andamiaje que había detrás, y abrir una portezuela en la pared. Luego pasó al otro lado y la cerró en silencio al salir.
    En la falsa fachada de la casa de al lado se abrió la puerta de red metálica y una mujer salió para recoger el periódico. Lo desplegó y se detuvo a echar una ojeada a la primera página. Llevaba un delantal a cuadros azules muy largo, cuyo dobladillo estaría a menos de treinta centímetros del suelo. Al oír abrirse la puerta mosquitera, el hombre del porche levantó la vista por un instante y luego volvió a concentrarse en la lectura. Con los brazos extendidos, abrió el diario y lo dobló por una página interior. La mujer del otro lado de la calle volvió a cruzar la falsa fachada, llevándose su periódico. Al lado de la puerta principal, sujeto a una persiana, había un cartón azul de unos treinta centímetros de lado. En él habían escrito algo en mayúsculas. Agucé la vista y me incliné un poco sobre la barandilla.
    —Pone «Hielo» —dijo Rube—, y en cada lado hay un número escrito. Diez, veinte, treinta o cincuenta... Hay que colgar el cartón de la ventana, de modo que en la parte superior del letrero aparezcan los kilos de hielo que uno quiere que el repartidor le deje.
    Me volví hacia Rube, que observaba la escena de abajo, apoyado en la barandilla con las manos juntas y laxas.
    —No veo la cámara, pero imagino que debéis de estar rodando una película. O al menos ensayando. —No pude evitar cierto tono de irritación.
    —No —contestó Rube—. El hombre del porche vive realmente en esa casa. Por dentro está completa, y una mujer de mediana edad acude a cocinarle y hacerle la limpieza. Los comestibles le llegan diariamente a través de una carreta tirada por un caballo, en la que pone HENRY DORTMUND, COMESTIBLES SELECTOS. Dos veces al día, un cartero con uniforme gris le trae el correo; en su mayor parte, propaganda. El hombre espera a ver si le contratan para alguno de los empleos que ha solicitado en la ciudad. Dentro de poco se enterará de que le han aceptado para uno de esos trabajos y entonces sus hábitos cambiarán. Para empezar, tendrá que mudarse a la ciudad. —Rube me miró, luego fijó de nuevo su atención en la escena de abajo—. Mientras tanto, se ocupa de tareas domésticas. Riega el césped. Lee. Pasa el tiempo con los vecinos. Fuma cigarrillos Lucky Strike. Los del paquete verde. A veces escucha la radio, aun­que con el tiempo que hace hay muchas interferencias. De vez en cuando lo visitan algunos amigos. En estos momentos lee un ejemplar impreso hace sólo una hora del periódico local; corresponde al 3 de septiembre de 1926. Está cansado. Ahí abajo, los últimos tres días la temperatura ha llegado casi a los cuarenta grados por la tarde, y por la noche no baja de los treinta. Una auténtica oleada de calor a finales del verano, y sin aire acondicionado. Si ahora mirara hacia arriba, lo único que vería sería un tórrido cielo azul.
    —¿Significa eso que están siguiendo alguna clase de guión? —pregunté, procurando que mi tono de voz denotase tranquilidad.
    —No, no existe ningún guión. Él hace lo que quiere, y la gente con la que se relaciona actúa según las circunstancias.
    —¿Quieres decir que ese hombre cree realmente que vive en un pueblo de...?
    —No, tampoco es eso. El sabe muy bien dónde está. Sabe que se encuentra en un depósito de almacenaje en Nueva York, en una especie de decorado teatral. Procura no acercarse a la esquina y mirar, pero sabe que el callejón concluye allí, fuera de su vista. Es consciente de que el largo tramo de calle que ve al otro lado es en realidad una pintura en perspectiva. Y aunque nadie le ha informado de ello, estoy seguro de que imagina que las casas del otro lado de la calle son probablemente, unas fachadas falsas... —Rube se enderezó y se volvió hacia mí—. Simón, todo cuanto puedo decirte por el momento es que él hace todo lo posible para sentir que en realidad se halla sentado en el porche, en una tarde de finales de verano, leyendo las declaraciones que el presidente Calvin Coolidge ha hecho esta mañana, si es que ha dicho algo.
    —¿Existen realmente un pueblo y una calle como éstos?
    —Oh, sí —dijo Rube—. Una calle con casas, árboles y césped exactamente como ésta, desde la última hojita de hierba hasta el cochecito de mimbre en el porche. Tú has visto una foto aérea de ese pueblo... Se llama Winfield, y está en Vermont. —Sonrió y, con tono comprensivo, añadió—: No te impacientes. Si quieres entenderlo, primero tienes que verlo.
    Seguimos caminando por aquella telaraña suspendida en el aire, bajo el murmullo de la maquinaria y por encima de centenares y centenares de focos. Cruzamos directamente sobre la casa del hombre sentado en el porche, y resultó extraño pensar que si levantara la vista de su periódico y mirara en la dirección en que nos encontrábamos, lo único que vería sería un falso cielo. Pero no miró; se limitó a seguir leyendo su periódico hasta que el alero del porche lo ocultó por completo. Al doblar a la izquierda para acceder a otra pasarela, cruzamos por encima de la pared y toda la zona desapareció de nuestra vista.
    De pronto, comenzó a hacer frío, con una pizca de humedad y tuve la sensación de que estaba a punto de llover. Nos detuvimos y miramos nuevamente hacia abajo. Vi lo que parecía una parte de un prado, por el que corría un arroyo diminuto. Al fondo de la zona donde estábamos crecía un grupo de esbeltos abedules de tronco blanco. Eran los árboles rezagados de un bosque mucho más denso que se extendía hasta la cresta de una cadena montañosa. Observé que en su mayor parte los árboles estaban pintados sobre una pared, aunque parecían muy reales. Justo debajo de nuestros pies se alzaban tres tiendas indias, construidas con pellejos curtidos y adornadas con pinturas desteñidas en forma de círculos, líneas en zigzag y palillos que recordaban figuras de hombres y animales. Por la abertura superior de cada tienda se elevaba una delgada columna de humo, y frente a una de ellas, atado al palo de una estaca, había un cachorro de perro royendo algo que mantenía sujeto entre las garras. Mientras observábamos, algunos de los focos que iluminaban la zona se apagaron uno a uno —percibimos nítidamente el sonido que hacían— y la sombra triangular de las tiendas se desvaneció lentamente sobre la hierba del prado. Entre las columnas de humo vimos alguna que otra chispa.
    —Me encanta esto —murmuró Rube—. Montana, a unos cien kilómetros de donde actualmente se encuentra Billings. En estas tiendas viven ocho personas, hombres, mujeres y un niño. Por las venas de todos ellos corre pura sangre crow... Sigamos.
    Continuamos avanzando en silencio por aquella enorme parrilla metálica suspendida en el vacío y cruzamos por encima de otra pared. Nos detuvimos en un área de forma triangular, justo en el lado más corto del triángulo, de cara al punto más lejano. Desde el suelo se elevaba, hasta llegar casi a nuestros pies, un edificio de piedra blanco. Una vez más, no era lo que parecía desde la fachada o el lateral; allí sólo había dos paredes, sujetas por detrás mediante un andamiaje de tubos metálicos. Desde la base de aquellas dos paredes partía una zona de suelo toscamente empedrado, entre cuyas grietas una cuadrilla de hombres vestidos con mono de trabajo plantaban delgadas hileras de hierba y grupos de arbustos que iban sacando de unas cestas. La basta superficie empedrada terminaba en una pendiente cubierta de césped, que a su vez concluía en lo que al parecer era un auténtico río. Allí el agua fluía, marrón y perezosa, por un lateral de la zona triangular hasta su vértice, donde desaparecía.
    En aquel edificio de piedra blanco, que concluía a un par de metros por debajo de nuestros pies, había algo que me resultaba familiar, de modo que avancé por la pasarela hasta conseguir una visión mejor de la fachada. La pared lateral por encima de la cual yo avanzaba estaba apuntalada mediante contrafuertes, y luego vi que la fachada se elevaba formando dos torres cuadradas e idénticas. En los laterales de éstas sobresalían unas figuras esculpidas en piedra, una de las cuales estaba tan cerca que habría podido tocarla con sólo estirar el brazo. Las figuras eran gárgolas aladas, y la pared con contrafuertes, así como las torres gemelas, pertenecían a una catedral: Notre Dame de París. La reconocí por haberla visto en el cine y en fotografías.
    Al apercibirse de la expresión de mi rostro, Rube supo que yo había comprendido qué estábamos contemplando. Señaló entonces hacia el otro lado del río y observé unos serpenteantes caminos de tierra que se perdían a lo lejos, flanqueados por unas cuarenta construcciones de madera y de piedra, aunque la mayor parte de la región aparecía salpicada de granjas y arboledas.
    —El París medieval, en la primavera de 1451 —explicó Rube con una sonrisa—. Es decir, lo será si alguna vez llegamos a terminar este maldito proyecto. —Levantó el brazo y con el índice volvió a señalar. Y en ese momento, al otro lado del río, distinguí a un hombre con pantalones de algodón color tostado y camisa de faena azul, completamente manchado de pintura; era un gigante erguido ante casas y árboles que no llegaban más arriba de sus rodillas. En el brazo izquierdo contenía una paleta, mientras pintaba meticulosamente una parte del bosque dibujada al carboncillo sobre la pared que se elevaba al otro lado del amarronado y perezoso Sena—. Todavía queda un montón de trabajo por hacer —prosiguió Rube—. Todas las piedras de la catedral deben envejecerse mediante baños de ácido y manchas. A fin de cuentas, en esa época ya tenían varios siglos de antigüedad. En cierto sentido, éste es el más ambicioso de nuestros proyectos. Pero dudo que incluso Danziger crea que realmente va a funcionar... ¿Ya estás? Prosigamos, pues.
    Sin detenernos, cruzamos por encima de una zona vacía, de forma toscamente rectangular, uno de cuyos extremos era algo más ancho que el otro. En el más apartado, dos hombres a cuatro patas marcaban el sitio mediante cordeles y tizas de colores.
    —No recuerdo qué se va a construir aquí —dijo Rube—, pero creo que será un hospital de campaña del ejército aliado cerca del cerro Vimy, en la Francia de 1918.
    Contemplamos parte de una granja de Dakota del Norte, cubierta por la nieve en el invierno de 1924. Encima de ella el aire era terriblemente frío, y al cabo de medio minuto ya estábamos tiritando. Nos detuvimos sobre una esquina del Denver de 1901, la cual incluía un tramo de calle adoquinada, surcada por las vías del tranvía, y una pequeña tienda de comestibles cuyo toldo estaba muy deteriorado; en ésta, dos hombres vestidos con mono de trabajo iban entrando mercancías. A mi lado, apoyado en la barandilla, Rube comentó:
    —Reconstrucción basada en setenta y pico fotografías, además de en una excelente vista estereoscópica. Junto con Dios sabe cuántas mediciones actuales tomadas en el mismo sitio. Todavía no la hemos terminado. Ahora están abasteciendo el colmado con auténticos productos de la época. Cuando hayamos concluido, será tal como era entonces, de eso puedes estar seguro. —Echó un vistazo a su reloj—. Aún quedan algunas más, pero ahora debemos reunirnos con Danziger. —Dimos media vuelta para regresar, Rube casi pegado a mí—. Nuestra localización de Nueva York no precisa duplicado. Iremos a verla después del almuerzo... ¿Tienes hambre? ¿Te sientes desconcertado? ¿Cansado? ¿Irritado?
    —Sí —contesté—. Y me duelen los pies.
    4
    Almorzamos en una pequeña cafetería de la sexta planta, una sala sin ventanas e iluminada con fluorescentes, embaldosada con azulejos de tonos pálidos, azules y amarillos, y no mucho mayor que una gran sala de estar. Danziger estaba sentado a una mesa, aguardándonos. Mientras cogíamos unas bandejas nos saludó con la mano; en la mesa, ante él, tenía un trozo de tarta de manzana y un cuenco de sopa tapado con el platillo para mantenerla caliente. Rube y yo deslizamos nuestra bandeja sobre los raíles cromados. Yo cogí un vaso de té helado y un bocadillo de jamón y queso, de un expositor donde los tenían ya preparados y envueltos. Rube eligió un bistec guisado con verduras salteadas, que le sirvió una atractiva muchacha. No había cajera al final de los raíles —era gratis— y Rube cogió su bandeja, dijo que me vería después y se reunió con un hombre y una mujer que ya habían empezado a comer. Yo llevé mi bandeja a la mesa del doctor Danziger, examinando el local mientras tanto. Había unas ocho personas, aparte de nosotros, pero quedaba espacio para una docena más. Y mientras dejaba la bandeja sobre la mesa, después de haber saludado a Danziger, éste imaginó lo que yo estaba pensando y sonrió.
    —Sí, se trata de un proyecto reducido —comentó—. Quizás el menor de los de cierta importancia en la historia de los gobiernos modernos, y eso me complace. Sólo tenemos a unas cincuenta personas dedicadas en exclusiva al proyecto. En su momento ya las conocerá... De vez en cuando requerimos los servicios y recursos de distintas áreas gubernamentales, pero lo hacemos de modo que no sugiera qué estamos buscando, ni provoque demasiadas preguntas. —Retiró el platillo de encima del cuenco de sopa—. Hoy no había tarta de chocolate, maldita sea.
    Cogió la cuchara y me miró mientras yo desenvolvía un bocadillo que realmente no me apetecía. Me sentía demasiado tenso para tener hambre. Habría preferido una copa.
    —No estampamos sellos con la leyenda «Estrictamente confidencial» ni llevamos distintivos en la solapa, sencillamente mantenemos el secreto pasando inadvertidos. Como es lógico, el presidente está al corriente de lo que hacemos, aunque no estoy muy seguro de que crea que lo estamos haciendo, o siquiera de que se acuerde de nosotros. De nuestra existencia están enterados, como mínimo, e inevitablemente, dos miembros del gabinete y varios miembros del senado, la cámara de representantes y el Pentágono. Me gustaría que de alguna forma esto no fuera necesario, pero, como es lógico, son ellos quienes proporcionan los fondos. Aunque la verdad es que no puedo quejarme. Yo hago mis informes, ellos los aceptan y, en realidad, no se meten con nosotros.
    Contesté algo que sonara a respuesta. La pareja que comía con Rube estaba compuesta por la muchacha a la que había visto practicar el charlestón y un joven que debía de tener su misma edad.
    —Dos más de los afortunados —dijo Danziger al advertir que los miraba—. Úrsula Dahnke y Franklin Miller. Ella era profesora de matemáticas en laescuela superior de Eagle River, Wisconsin. Él era el encargado de unos almacenes Safeway en Bakersfield, California. Ella irá a una granja de Dakota del Norte. Él al cerro Vimy; probablemente lo haya visto usted practicar con la bayoneta. Se los presentaré la próxima vez, pero ahora quiero que me diga qué sabe acerca de Albert Einstein.
    —Bueno, que llevaba un suéter de cuello alto, el pelo enmarañado y que era tremendo en aritmética.
    —Muy bien. Sólo que hay algunas otras cosas que añadir a esto. ¿Sabía usted que, en su época, Einstein teorizó acerca de que la luz tenía peso? Bien, se trataba de la propuesta más estúpida que un hombre hubiese formulado jamás. Ningún otro ser humano en el mundo había pensado tal cosa, y mucho menos la había formulado, pues contradecía todo cuanto creíamos sobre la luz. —Danziger guardó silencio y me observó por un instante; yo estaba interesado e intentaba parecerlo—. Pero había una forma de probar esta teoría. Durante los eclipses de sol, los astrónomos empezaron a observar que la luz se inclinaba hacia él al pasar. Atraída por la gravedad del sol, ¿comprende? Inevitablemente, eso significaba que la luz estaba dotada de peso. Albert Einstein tenía razón, y ahí quedaba eso.
    Danziger se interrumpió para tomar varias cucharadas de sopa. El bocadillo, descubrí, era bastante bueno, con mucha mantequilla, y el queso sabía bien. De repente, me sentía hambriento. Danziger dejó a un lado la cuchara, se limpió la boca con la servilleta y prosiguió:
    —El tiempo pasó. Aquella mente asombrosa siguió trabajando y anunció que E es igual a MC al cuadrado. Y, que Dios tenga misericordia de nosotros, dos ciudades japonesas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, probando de nuevo que él tenía razón.
    »Podría continuar; la lista de descubrimientos de Einstein es considerable. Pero me limitaré a éste: al cabo de un tiempo afirmó que nuestra idea sobre el tiempo era en gran medida equivocada. Ni por un instante dudé de que tuviese razón una vez más, ya que una de sus últimas aportaciones poco antes de morir fue probar que sus teorías formaban un todo. No eran elementos separados, sino que estaban relacionadas entre sí. Que cada una dependía de las otras al tiempo que las confirmaba... Sus teorías explican en gran medida cómo funciona el universo, y que no lo hace tal como habíamos creído.
    Empezó a arrancar la pequeña tira de celofán rojo del paquete de galletitas que acompañaba su sopa, pero se detuvo y me miró, expectante.
    —He leído algo sobre su teoría acerca del tiempo —contesté—, pero mentiría si afirmara que entendí qué quiso decir.
    —Lo que quiso decir es que nuestra concepción del pasado, el presente y el futuro es erróneo. Creemos que el pasado ya es algo extinguido, que el futuro todavía no ha ocurrido y que sólo existe el presente, dado que el presente es todo cuanto podemos ver.
    —Bueno, si quiere conocer mi opinión, debo admitir que así es como lo veo yo.
    Danziger sonrió.
    —Por supuesto, y yo también. Es natural, como el mismo Einstein señaló... Decía que somos como personas a la deriva, en un bote sin remos y arrastrados por la corriente en un río zigzagueante. Alrededor, sólo tenemos el presente. No podemos ver el pasado, que ha quedado en los recodos y curvas que hemos dejado atrás. Pero está allí.
    —¿Quería decir eso, realmente, o...?
    —El siempre quería decir lo que decía. Y cuando aseguraba que la luz tenía peso quería decir que la luz del sol sobre un campo de trigo realmente pesaba varias toneladas. Ahora sabemos que es así, dado que ha podido medirse. Y hablaba en serio cuando afirmaba que la tremenda energía que teóricamente mantenía unidos los átomos podía liberarse mediante una explosión inimaginable; como, en efecto, se ha demostrado. Un hecho que ha cambiado el curso de la historia de la raza humana... Por lo tanto, también pretendía decir exactamente lo que dijo respecto al tiempo: que, detrás de las curvas y los recodos del río, el pasado existía. Que está allí, de hecho. —Durante unos diez segundos Danziger guardó silencio, mientras jugueteaba con la pequeña cinta de celofán. Luego alzó la mirada y se limitó a decir—: Soy profesor de Física Teórica en la Universidad de Harvard, en excedencia mientras dure este proyecto. Mi pobre aportación a la gigantesca teoría de Einstein consiste en que... un hombre debe, de algún modo, ser capaz de saltar de ese bote a la orilla del río, y luego retroceder hasta una de esas curvas que han quedado detrás de nosotros.
    Yo trataba de evitar que en mis ojos se reflejara lo que estaba pensando: que Danziger tal vez fuese un viejo loco, inteligente y creíble, que había persuadido a un montón de gente en Nueva York y en Washington de que se uniera a él en la construcción de un almacén repleto de fantasías. ¿Cómo era posible que yo fuera el único a quien se le había ocurrido semejante idea? Aunque tal vez no fuera así... Aquella misma mañana, Rossoff había hecho una broma —¿una broma inquietante?— respecto a que yo había entrado en un manicomio. Asentí con gesto pensativo.
    —¿Retroceder? ¿Cómo? —pregunté.
    Danziger acabó la sopa que le quedaba y yo hice lo mismo con mi bocadillo. Luego alzó la cabeza y fijó sus ojos en los míos. Le devolví la mirada y supe que aquel nombre no estaba loco. Era un excéntrico, probablemente estuviese equivocado, pero era una persona cuerda. Y de pronto me alegré de estar allí.
    —¿Qué día es hoy? —preguntó.
    —Jueves.
    —¿Qué fecha?
    —Veintiséis, ¿no?
    —Dígamelo usted.
    —Veintiséis.
    —¿De qué mes?
    —De noviembre.
    —¿Y el año?
    Se lo dije. Esbozó una sonrisa e inquirió:
    —¿Cómo lo sabe?
    Mientras esperaba a que en mi mente se formara una respuesta, observé la cabeza calva y el rostro de expresión resuelta de Danziger. Luego me encogí de hombros.
    —No sé qué quiere que le diga.
    —Entonces contestaré por usted. Usted conoce el año, el día y el mes por un millón de razones, tal como suena... Porque la manta bajo la cual ha despertado esta mañana era, al menos en parte, sintética; porque probablemente en su casa haya una caja con un interruptor; porque si pulsa el interruptor, en la pantalla de cristal de esa caja surgirán rostros de seres humanos vivientes que le explicarán una sarta de tonterías; porque unas luces rojas y verdes le indicaban que podía usted cruzar la calle al venir aquí esta mañana; y porque las suelas de los zapatos con que camina son de un material sintético que dura más que el cuero.
    »Porque el coche de bomberos que pasó por su lado hacía sonar una sirena en vez de una campana; porque los adolescentes que ha visto iban vestidos de una determinada manera, y porque el negro con que se ha cruzado lo ha mirado cautelosamente, lo mismo que usted a él, y ambos han intentado disimularlo. Porque la portada del Times era como era esta mañana, y nunca más volverá a serlo, como nunca lo había sido antes. Y porque millones y millones de hechos como éstos lo colocarán ante esta certeza durante lo que queda del día.
    »La mayor parte de estos hechos sólo es posible en este siglo, y muchos sólo en la última parte. Algunos incluso en esta década, otros únicamente este año, otros este mes, y sólo unos pocos en este día en concreto. Simón, está usted literalmente rodeado por innumerables hechos que lo mantienen atado a este siglo, año, mes, día y momento, a través de miles de millones de hilos invisibles. —Cogió el tenedor para cortar su tarta, pero en cambio lo levantó y con el mango se golpeó la frente—. Pero aquí dentro hay más millones de esos hilos invisibles... Su conocimiento, por ejemplo, de quién es el presidente de la nación en estos momentos, de que Frank Sinatra ya podría ser abuelo, de que el búfalo ya no pasta por las praderas, y de que el kaiser Guillermo ya no constituye una amenaza. Que nuestras monedas no se hacen de plata sino de cobre. Que Ernest Hemingway está muerto. Que ahora todo se hace de plástico, y que la vida no es mucho mejor con coca cola... La lista sería interminable. Pues bien, todo ello forma parte de su conciencia y de la conciencia colectiva. Todo eso lo mantiene atado, lo mismo que a los demás, al día y al momento precisos en que esta lista, y sólo esta lista, es posible. Nunca escapará de este hecho, y voy a demostrarle por qué... —Estrujó su servilleta y la depositó en el borde del plato—. ¿Ha
    terminado ya? ¿Desea tomar otra cosa?
    —No, con esto ya es suficiente. Gracias.
    —Un almuerzo bastante frugal, aunque sano. O al menos eso dicen. Subamos a la azotea. Tomaré la tarta por el camino.
    Recorrimos un corto pasillo y subimos por unas escaleras de incendios cubiertas, con peldaños de cemento, que conducían a la azotea. Una vez allí, comprobé que había dejado de llover y el cielo volvía a estar despejado, excepto por unas nubes en el horizonte. Unos chicos y chicas se hallaban sentados en unas tumbonas de lona, con la cara dirigida hacia el sol. Al oír nuestros pasos sobre la grava, se volvieron y nos saludaron. Danziger sonrió y les devolvió el saludo con la mano. La azotea era un enorme cuadrado del tamaño de una manzana cubierto de alquitrán y gravilla, bastante corriente, salvo por las numerosas claraboyas nuevas y el bosque de chimeneas y respiraderos. Agachándonos para pasar por debajo de los cables que sujetaban las chimeneas más altas, y sorteando algún que otro charco, llegamos a una zona umbrosa en torno a la base de la torre del depósito de agua. Allí, Danziger dio un bocado a su tarta y yo me dediqué a mirar alrededor.
    A lo lejos, hacia el sur y el este, descubrí la mole del edificio de la Pan Am, cuya sombra se proyectaba sobre la estación Grand Central. Más allá divisé la punta grisácea del edificio Chrysler, y a la derecha de éste, más al sur, el Empire State. Después de esto sólo había un muro de niebla teñida de amarillo por el humo de las fábricas. Hacia el oeste, a unas manzanas de distancia, el río Hudson parecía la cloaca gris oscuro que realmente era. En la otra orilla se elevaban los acantilados de New Jersey. Hacia el este, asomando entre los altos edificios, divisé un fragmento de Central Park.
    Danziger señaló con su tenedor hacia el invisible horizonte y preguntó:
    —¿Qué hay allí? ¿Nueva York? ¿Y el mundo que hay más allá? Sí, podría asegurarlo, desde luego. El Nueva York y el mundo de este momento. Pero también podría decir que allí está el 26 de noviembre. Allí está el día de hoy, repleto de hechos ineludibles que lo conforman. Lo más probable es que mañana sea un día casi idéntico, pero no del todo. En algunos hogares habrá cosas que se habrán gastado, que hoy habrán sido utilizadas por última vez. Un plato antiguo se habrá roto, un par de cabellos habrán salido grises de la raíz, los primeros brotes de una nueva enfermedad harán su aparición... Algunas personas que hoy viven habrán muerto. Algunos edificios desperdigados estarán más cerca de su conclusión, o de su destrucción. Y lo que habrá allí, igualmente ineludibles, serán un Nueva York y un mundo ligeramente distintos, y, por lo tanto, un día también distinto. —Se dirigió hacia un extremo de la azotea, al tiempo que daba otro bocado a su tarta—. No está nada mal este pastel; debería haberlo probado... Hice todo lo posible para conseguir un buen cocinero.
    Se estaba bien allí arriba. Mientras paseábamos, el sol que se reflejaba en el suelo resultaba agradable en la cara. Nos detuvimos al borde de la azotea y nos apoyamos en el parapeto que constituía una extensión de la pared del edificio. Una vez más, Danziger señaló hacia la ciudad.
    —El grado del cambio diario suele ser demasiado leve para percibir una gran diferencia. Sin embargo, estos pequeños cambios diarios nos han traído de una época en la que, en vez de semáforos y ululantes coches de bomberos, había granjas, árboles y arroyos; vacas paciendo, hombres tocados con tricornio y veleros británicos anclados en un East River de aguas transparentes y a la sombra de los árboles. Todo esto estuvo antes allí, Si... ¿Puede usted verlo?
    Lo intenté. Dirigí la vista hacia los miles de ventanales de las tiznadas fachadas de centenares de edificios, y la bajé hacia las calles, donde los techos de los automóviles formaban una masa casi compacta. Intenté transformar todo aquello en una escena rural; imaginé allí a un hombre con hebillas en los zapatos y una peluca blanca con coleta caminando por una polvorienta carretera comarcal. Me fue imposible.
    —No puede, ¿verdad? Por supuesto que no. Consigue ver lo de ayer, ya que la mayor parte de ello aún se conserva. Hay muchas cosas del 61, o del 62, incluso del 58... Hasta queda bastante de 1900. Pero a pesar de todas estas idénticas cajas de cristal o de monstruosidades como el edificio de la Pan Am y otros crímenes contra la gente y la naturaleza —agitó la mano ante su cara, como si así las borrara de la vista—, todavía hay fragmentos de épocas anteriores. Edificaciones aisladas. A veces, algunas de ellas juntas. Y, en cuanto se abandona el centro de la ciudad, hay manzanas enteras que llevan igual desde hace cincuenta, setenta e incluso ochenta o noventa años. Existen sitios dispersos que tienen un siglo o incluso más de antigüedad, pero muy pocos que fueran realmente testigos de la presencia de Washington.
    Rube estaba allí ahora, aguardando respetuosamente a unos pasos de distancia, con un sombrero de fieltro y un abrigo ligero.
    —Estos sitios, Si —prosiguió Danziger, y una vez más abarcó el horizonte con un ademán—, son fragmentos que aún se conservan de días que una vez transcurrieron y que son tan reales como el día de hoy. Fragmentos que todavía sobreviven de una clara mañana primaveral de 1871, una tarde gris del invierno de 1840, un amanecer lluvioso de 1793. —Observó a Rube con el rabillo del ojo, luego se volvió hacia mí—. En mi opinión, es casi un milagro que uno de estos edificios haya sobrevivido. ¿Ha visitado alguna vez el Dakota?
    —¿El qué?
    Danziger sacudió la cabeza.
    —Si alguna vez lo hubiese visitado, recordaría ese nombre. ¡Rube!
    Rube se acercó al instante, como un teniente atento a los requerimientos del coronel.
    —Enséñale a Si el Dakota, ¿quieres?
    Rube y yo abandonamos el almacén y caminamos hacia el este, en dirección a Central Park. Yo había recogido mi sombrero y mi abrigo en el pequeño despacho de la planta baja. Ya en el parque, entramos por West Drive, que es la vía que corre paralela a los límites del parque por el interior, y avanzamos a la sombra de los árboles. Algunos todavía conservaban las hojas, limpias y verdes después de la lluvia de la mañana.
    —Este parque también es algo así como un milagro de supervivencia —comentó Rube, mirando alrededor—. Justo aquí, en lo que sin duda es la ciudad más cambiante del mundo, hay, no sólo unas hectáreas, sino varios kilómetros cuadrados de terreno que se han conservado prácticamente sin modificación alguna durante décadas. Basta con colocar un plano de comienzos de 1880 junto a uno actual, de 1970, y verás que en ambos aparecen los antiguos nombres y emplazamientos: el embalse, el lago, North Meadow, el Green, el estanque, la laguna de Harlem, el obelisco... Hemos fotocopiado algunos de los antiguos planos exactamente a la misma escala que uno moderno, seguidamente los hemos superpuesto a dos placas de cristal y a continuación hemos proyectado un potente foco al trasluz. Considerando los pequeños errores de los cartógrafos, ambos han coincidido: los tamaños y las formas de todo cuanto hay en el parque han permanecido invariables a lo largo de los años... Simón, esta misma curva del camino, y casi todas las carreteras o incluso los senderos, permanecen inalterables.
    No lo ponía en duda. A nuestra izquierda, el murete que limitaba el parque no estaba hecho de cemento rápido sino de piedras cuidadosamente ensambladas, y el aspecto general del parque, con sus puentes e incluso sus árboles, era de algo antiguo.
    —Los detalles han cambiado, por supuesto —prosiguió Rube—. El tipo de bancos, las papeleras, los letreros de señalización, el piso de los caminos y los senderos. Pero las antiguas fotografías demuestran que, a excepción de los automóviles en las calzadas, no se ve diferencia alguna cuando se mira, pongamos por caso, desde una altura de seis o siete pisos.
    Rube debía de haber cronometrado lo que estaba diciendo, o quizá se debiera a su experiencia con anteriores candidatos, porque en el instante en que pasábamos bajo el último árbol del paseo, allí donde la curva giraba para salir de West Drive, a la altura de la salida del parque por la calle Setenta y dos, levantó el brazo y señaló hacia delante.
    —Desde uno de los pisos superiores de ese edificio, por ejemplo —dijo al salir de la sombra del árbol.
    Entonces lo vi, y me detuve bruscamente.
    Al otro lado de la calle, justo frente al parque, se levantaba un edificio alto, del ancho de una manzana, y completamente distinto de cualquiera de los que yo había visto en Nueva York. Bastaba echarle un vistazo para saber que se trataba de lo que Danziger había dicho: un espléndido superviviente del pasado. Más tarde regresé allí —después de una tormenta de nieve, como pueden comprobar— y saqué fotos del edificio; todo un carrete. El portero incluso me permitió subir a la azotea. La imagen que aparece en la parte superior de la página siguiente, la tomé desde el lugar en que Rube y yo nos detuvimos. El edificio que allí se veía era de ladrillo amarillo claro, bellamente ribeteado con piedra color chocolate, y, tal como muestra una fotografía posterior, cada una de sus ocho plantas poseía el doble de altura que cualquier piso moderno de los edificios contiguos.
    La casa constituía una visión espléndida, y la azotea llamó mi atención casi de inmediato. Allí arriba era como una ciudad en miniatura, con aguilones, torrecillas, pirámides, torres y picos. Desde el nivel de la azotea hasta el pico más alto habría unos doce metros de altitud, y múltiples superficies inclinadas
    cubiertas de pizarra, guarnecidas con placas de cobre envejecido por el tiempo, salpicadas de innumerables ventanas, tanto abuhardilladas como a ras,

    cuadradas, redondas y rectangulares, pequeñas y grandes, anchas y estrechas como troneras. Tal como se ve en la fotografía que tomé desde la azotea —al pie de esta página—, se elevaba en medio de mástiles y chapiteles de piedra ornamentales, para luego extenderse plana, formando paseos cercados mediante vallas de hierro forjado. Por todos lados sobresalían las chimeneas... Lo único que fui capaz de hacer fue volverme hacia Rube, sacudir la cabeza y sonreír complacido.
    Rube también sonrió, tan orgulloso como si fuera él quien había construido aquella casa.
    —¡Así es como se hacían las cosas en la década de 1880, muchacho! Algunos de estos pisos tienen diecisiete habitaciones, y me refiero a habitaciones grandes. Uno podría perderse en un apartamento de éstos. En al menos uno de estos pisos hay una sala para tomar el desayuno, un salón de recepciones, varias cocinas, no sé cuántos baños y hasta un salón de baile. Las paredes tienen un grosor de cuarenta centímetros. Este lugar es como una fortaleza... Tómate tu tiempo y obsérvalo bien; vale la pena.

    Tenía razón. Miré alrededor y descubrí más detalles con los cuales deleitarme: debajo de algunos de los grandes ventanales había bellos balcones de piedra tallada; a lo largo de la séptima planta se prolongaba un balcón de hierro forjado; en los laterales del edificio los miradores se elevaban formando columnas redondeadas que concluían en un tejado en forma de cúpula.

    —Son apartamentos muy luminosos —comentó Rube—. El edificio es un cuadrado hueco en torno a un patio en el que hay un par de fuentes de bronce enormes, verdaderamente espectaculares.
    —Vaya. Es espléndido, realmente espléndido. —Yo reía y sacudía lentamente la cabeza—. ¿Qué es? ¿Cómo es posible que aún siga ahí?
    —Es el Dakota. Se edificó a principios de la década de 1880, cuando esto prácticamente era las afueras de la ciudad. La gente decía que se hallaba tan apartado de todo, que muy bien podía estar en Dakota, de modo que así lo llamaron. En todo caso, eso es lo que cuentan. Sé que no te sorprenderá saber que hace unos años un grupo de ciudadanos obsesionados por el progreso quisieron demolerlo y sustituirlo por otro de esos bellos monstruos modernos

    con muchísimos más apartamentos en el mismo espacio, techos bajos, paredes delgadas, sin salones de baile ni salitas entre la cocina y el comedor, pero con grandes beneficios para los propietarios, de eso puedes estar seguro. Por una vez, los inquilinos disponían de dinero suficiente y lucharon contra el proyecto. Aquí viven celebridades muy ricas, ¿sabes? Todos se juntaron y compraron el edificio, de modo que ahora el Dakota parece hallarse a salvo. A menos que se lo condene para dejar espacio a una autopista que cruce la ciudad a través de Central Park.
    —¿Podríamos entrar y echar un vistazo?
    —Hoy no disponemos de tiempo.
    De nuevo elevé los ojos hacia el edificio.
    —Debe de tener una espléndida vista del parque desde este lado.
    —Desde luego...
    De pronto, Rube ya no parecía interesado. Consultó su reloj y dimos media vuelta para regresar por West Drive. Luego salimos del parque. Al frente, en

    dirección oeste, distinguí de nuevo el enorme almacén, y leí el letrero desteñido que había justo por debajo de la línea de la azotea: MUDANZAS Y GUARDAMUEBLES HNOS. BEEKEY, 555-8811.

    Si, como creo, había esperado que el despacho de Danziger fuera lujoso e impresionante, me equivoqué. El rótulo de plástico blanco y negro que había junto a la puerta sólo rezaba E. E. DANZIGER, sin ningún título. Rube llamó y Danziger le gritó que entrara. Rube abrió la puerta, me indicó que pasara y se volvió, murmurando que me vería más tarde. Sentado detrás de su escritorio, Danziger hablaba por teléfono, y me señaló un sillón que había delante de él. Tomé asiento —había vuelto a dejar el sombrero y el abrigo abajo— y miré alrededor tratando de no parecer excesivamente curioso.
    Era un despacho corriente, más pequeño que el de Rossoff y mucho más vacío. En realidad, parecía inacabado, como si perteneciese a un hombre que debía tener uno pero por el cual no estaba en absoluto interesado, y que pasaba fuera la mayor parte del tiempo. La pared que daba al exterior era, sencillamente, el viejo muro de ladrillo del almacén, tapado por una larga cortina plisada que no llegaba a cubrirlo del todo. La moqueta también era de lo más corriente, y en una pared había una pequeña librería. En otra pared colgaba la foto de una mujer peinada a la moda de los años treinta. En una tercera pared había una gran fotografía aérea de Winfield, Vermont, distinta de la que yo había visto antes. El escritorio de Danziger procedía directamente del catálogo de una empresa de mobiliario de oficina, lo mismo que los dos sillones metálicos tapizados en piel para los visitantes. En el suelo, en un rincón, había un archivador de cartón repleto de documentos fotocopiados. En una mesa apoyada contra la pared del fondo había un objeto voluminoso, cubierto con una lona.
    Danziger concluyó su conversación por teléfono, que al parecer trataba sobre la autorización de alguien para firmar autorizaciones. Abrió el cajón superior de la mesa escritorio, sacó un cigarro, quitó la envoltura de celofán, lo cortó exactamente por el medio con unas grandes tijeras y me ofreció una de las mitades. Rehusé con un movimiento de la cabeza y él devolvió el trozo de cigarro al cajón, luego se metió la otra mitad entre los dientes, pero no la encendió.
    —Le ha gustado el Dakota. —No era una pregunta, sino la confirmación de un hecho. Asentí con una sonrisa y él también me sonrió—. En Nueva York hay otros edificios que no han sufrido cambios de importancia, algunos de ellos igualmente espléndidos y mucho más antiguos, pero el Dakota es único. ¿Sabe usted por qué? —Negué con la cabeza—. Imagine que se halla en una ventana de los pisos superiores que acaba de ver, y que mira hacia abajo, en dirección al parque. Aún no ha amanecido, y no se ve ningún coche, como a menudo ocurre a esas horas. El Dakota no ha sufrido cambio alguno desde el día en que fue construido, incluyendo la habitación en que usted se halla e incluso, con toda probabilidad, el cristal a través del cual está mirando. Es por ello que se trata de un edificio único en Nueva York, porque todo lo que viese más allá de la ventana tampoco habría sufrido cambio alguno.
    Se había inclinado sobre el escritorio y me miraba, inmóvil mientras trasladaba lentamente el medio cigarro de un lado al otro de la boca.
    —¡Fíjese en eso! —exclamó—. La empresa inmobiliaria que administró por primera vez el Dakota todavía existe, y hemos microfilmado sus antiguos archivos. Sabemos con exactitud cuándo estuvieron vacíos los apartamentos que dan al parque y durante cuánto tiempo. —Se echó hacia atrás en el asiento—. Imagine uno de esos pisos superiores deshabitado durante dos meses en el verano de 1894, tal como sucedió. Imagine que lo arreglamos todo para subarrendarlo durante esos mismos meses el verano siguiente. Y ahora escuche lo que le digo: si Albert Einstein tenía razón una vez más, como sin duda era el caso, entonces, por muy difícil que resulte entenderlo, el verano de 1894 aún existiría. Este apartamento silenciosamente vacío existe tanto en aquel verano como en el que está por venir. Sin alteraciones y sin cambios, idéntico en cada verano, y existiendo en ambos... Creo que es posible, y sólo posible, entiéndame bien, que este verano un hombre salga de ese apartamento que no ha sufrido alteraciones y entre en él ese otro verano. —Danziger se retrepó y me miró fijamente a los ojos, mordisqueando el cigarro.
    Al cabo de un largo silencio, inquirí:
    —¿Así, sin más?
    —¡Oh, no! —replicó, inclinándose de nuevo hacia mí—. No es tan sencillo, ni mucho menos —añadió, y de pronto sonrió—. Los innumerables hilos invisibles que existen aquí dentro, Simón —se tocó la frente—, mantendrían a ese hombre ligado a este verano, independientemente de que el apartamento permanezca sin alteraciones alrededor de él. —De nuevo se apoyó en el respaldo del sillón y me miró, sin dejar de sonreír. Luego, con voz suave y desapasionada, agregó—: Sin embargo, yo diría que este proyecto empezó el día en que se me ocurrió que tal vez exista la forma de suprimir esos hilos.
    Entonces comprendí cuál era el propósito de aquel proyecto. Hacia rato que lo había entendido, por supuesto, pero ahora lo habían expresado con palabras. Durante varios segundos asentí lentamente, mientras Danziger aguardaba a que yo dijera algo.
    —¿Por qué? —pregunté al fin—. ¿Por qué quiere hacer una cosa así?
    Danziger se acomodó en el sillón y se encogió de hombros.
    —¿Por qué quisieron los Wright construir un aeroplano? ¿Para crear puestos de trabajo para las azafatas? ¿Para facilitarnos el modo de bombardear Vietnam? No, yo diría que su único objetivo era comprobar si eran capaces de conseguirlo. Creo que ése es el motivo por el que los científicos rusos pusieron en órbita el primer satélite, independientemente de cuáles fueran los supuestos objetivos que alegaron... Pues no existe más razón verdadera que la de ver si uno es capaz de conseguirlo, como cuando los chicos meten petardos debajo de un bote de hojalata para comprobar si realmente pueden levantarlo al estallar. Considero que ésta ya es razón suficiente, tanto para sus científicos como para los nuestros. Los objetivos impresionantes se inventaron después, para justificar el horrible gasto que suponían tales juguetes. Pero los primeros intentos se debieron únicamente al placer de hacerlo, muchacho, y ésta es también nuestra razón.
    A mí eso me pareció bien, de modo que contesté:
    —Perfecto. Pero ¿por qué Winfield, Vermont, en 1926? ¿O el París de 1451? ¿O los apartamentos del Dakota en 1894?
    —Los lugares carecen de importancia para nosotros. —Se quitó el cigarro de la boca, lo miró con gesto de repugnancia y lo dejó a un lado—. Y lo mismo sucede con las fechas. La única razón es la oportunidad. No estamos especialmente interesados en los indios crow; ni en los de 1850 ni en los de cualquier otra fecha. Pero ocurre que en Montana hay unos miles de hectáreas de terreno propiedad del estado virtualmente sin tocar, que no han sufrido ningún cambio desde 1850. Durante cuatro o cinco días como máximo, el Ministerio de Agricultura ha accedido a cerrar la carretera que lo cruza. No habrá coches ni autocares de la Greyhound, y, además, desviará el paso de los aviones. También nos facilitará una manada de aproximadamente un millar de búfalos. Si pudiéramos disponer de la zona durante un mes no necesitaríamos simularla en la Planta Principal. Pero como no es así, nuestro hombre tendrá que acostumbrarse aquí, y confiemos en que esté a punto para obtener el mayor provecho posible de los pocos días que dispongamos del sitio real.
    »En cuanto a Winfield —inclinó la cabeza hacia la fotografía que colgaba de la pared—, se trata sólo de una pequeña localidad situada en una zona granjera de tierras baldías, virtualmente abandonada cuando la conseguimos. Durante cuarenta años el pueblo se extinguió poco a poco, perdiendo paulatinamente su población... Y en las últimas tres décadas apenas nadie invirtió dinero en modernizarlo o en intentar luchar contra lo inevitable. Es una vieja historia en muchas zonas de Nueva Inglaterra; no todas las ciudades fantasma se encuentran en el Oeste. Este pueblo estaba más aislado que la mayoría, de manera que lo compramos a través de otro departamento, sencillamente como objetivo, si se presentaba la ocasión. Teóricamente, para construir un pantano en este lugar.
    Danziger hizo una pausa.
    —Hemos cerrado provisionalmente la carretera que lo cruza y ahora estamos restaurándola —prosiguió—. ¡Dios, es realmente divertido! Muy distinto, para variar, de construir una autopista que pase por el centro de un precioso pueblo antiguo o sustituir una espléndida casa vieja por un monstruo sin ventanas. Esto haría enloquecer de frustración a las mentalidades destructoras, pero nuestra gente está disfrutando... —Sonrió como un marino que hablara del mejor permiso de su vida en tierra—. Están arrancando todas las luces de neón, todos los teléfonos automáticos, desenroscando todas las bombillas de cristal mate. Ya hemos eliminado la mayor parte de los aparatos eléctricos, como las cortadoras de césped y cosas así. Estamos quitando hasta el último trocito de plástico, restaurando los edificios y derribando los nuevos. Incluso arrancamos el pavimento de algunas calles, transformándolas nuevamente en encantadores caminos de tierra batida. Cuando finalicemos, la panadería estará a punto, con cordeles y papel blanco para envolver el pan recién horneado. En la tienda de Gelardi habrá pequeños pulverizadores de agua para la conservación de las verduras frescas. El coche de los bomberos funcionará con un tiro de caballos, todos los automóviles serán de la época y el periódico empezará a editar diariamente duplicados de los ejemplares que publicó en 1926... Estamos trabajando basándonos en un exhaustivo estudio y cotejo de fotografías y archivos de la ciudad, y cuando hayamos concluido pienso que la pequeña y olvidada Winfield volverá a ser como era en 1926... Y bien, ¿qué opina ahora de esto?
    Sonreí en respuesta a su sonrisa.
    —Parece impresionante. Y muy costoso.
    —En absoluto. —Danziger sacudió la cabeza con vehemencia—. En conjunto sólo costará poco más de tres millones de dólares, menos de lo que cuestan dos horas de guerra, por no mencionar que es una inversión mucho más positiva. Y todo esto en beneficio de un solo hombre... Lo ha visto usted esta mañana en la Planta Principal.
    —¿El hombre del porche en la casita de madera?
    —Sí. Es la copia de una de Winfield. Allí John hace todo lo que puede para habituarse al estilo de vida de Winfield en 1926. Luego, cuando tanto él como nosotros estemos preparados, durante unos diez días, el período más largo que resulta factible, unos doscientos actores y extras empezarán a circular por las calles restauradas de la ciudad, conduciendo antiguos coches, o permaneciendo sentados en el porche si el tiempo es lo bastante caluroso. Se les explicará que está relacionado con una técnica cinematográfica experimental que consiste en una serie de cámaras ocultas que captan sus actuaciones improvisadas, si bien auténticas, cada vez que salgan al exterior. Entre estas doscientas personas, todas relacionándose de una manera u otra con John, habrá unas veinte que pertenecen al proyecto. Confiamos en que John esté mentalmente preparado para sacar el máximo provecho de estos escasos diez días.
    Mientras volvía a mordisquear la colilla de su cigarro, el anciano contempló por un instante la enorme fotografía al otro lado del despacho.
    Luego se volvió otra vez hacia mí, y dijo:
    —Y ésta es la función de nuestras construcciones en la Planta Principal. Son centros de preparación. Sustitutos temporales de los lugares de verdad, debido a que éstos aún no están disponibles, o no lo están durante un tiempo lo bastante prolongado. Por ejemplo, no existen por ahí muchas construcciones con mil años de antigüedad, pero una de ellas es la catedral de Notre Dame, en París. Durante cinco horas nos cederán el sitio actual, desde medianoche hasta el amanecer, y una sola noche. Cortarán el gas y la electricidad en la isla de la Cité, así como en ambas orillas del Sena hasta donde alcance la vista desde la catedral. Además, nos permitirán situar decorados por la zona más inmediata. Es lo mejor que hemos podido acordar, a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, con el gobierno francés. Allí creen que es para filmar una película. Incluso hemos preparado un guión de rodaje completo para enseñárselo; tan realista que espero que los haya convencido. Nadie en el proyecto tiene grandes esperanzas en este intento en particular. Dispondremos de tan pocas horas para llevarlo a cabo con éxito, que me temo que no serán suficientes... Y se remonta muy atrás en el tiempo. ¿Puede alguien transmitir realmente la sensación de cómo era aquella época? Debería dudarlo, pero todavía tengo esperanzas. Hacemos cuanto podemos con los sitios que descubrimos, eso es todo.
    Danziger se levantó y, después de indicarme que lo siguiera, se dirigió hacia la mesa tapada con la lona.
    —Ahora, excepto por innumerables detalles, ya sabe en qué consiste este proyecto. He reservado lo mejor para el final: su misión.
    Retiró la lona protectora y expuso una maqueta tridimensional y bellamente acabada... Desde una base de aguas verdes salpicadas de blancas olas se elevaba, hasta formar un pico, una isla cubierta de vegetación. Frente a la isla, al otro lado de un estrecho, la inclinada pared de un acantilado ascendía desde una playa salpicada de rocas. Encima de la cara rocosa del acantilado crecían, desperdigados, los árboles, y en medio de éstos había una casita blanca, con una terraza rodeada por una barandilla.
    —Estamos construyéndolo en la Planta Principal —dijo, y tocó el pico de la islita cubierta de bosque—. Esto es Ángel Island, en la bahía de San Francisco, propiedad del estado federal. Salvo un centro de inmigración abandonado hace tiempo y una base aeroespacial también en desuso, la apariencia de la isla sigue igual que a finales de siglo, cuando esta casa era nueva. —Acarició el diminuto tejado—. Fue la primera casa que se construyó allí, y eligieron la mejor vista, cerca del mar. La casa aún existe y, si exceptuamos las ventanas posteriores, desde aquí no se distinguen los edificios más nuevos que hay en el entorno. Además, la isla bloquea la vista de todos los puentes de la bahía. De modo pues que el lugar estaría como antes si no fuera por las modernas embarcaciones y las lanchas a motor que pasan por el estrecho... Durante dos días completos y tres noches podemos conseguir que el estrecho sea como antes, incluyendo dos veleros de carga y otros más pequeños. —Danziger sonrió y apoyó su pesada mano sobre mi hombro—. San Francisco siempre ha sido un lugar encantador para visitarlo, pero aseguran que la ciudad que se perdió en el terremoto de 1906 era especialmente adorable, que no hay nada parecido en el mundo... Y éste será su destino, Simón. San Francisco en 1901.
    A nadie le gusta estropear el momento culminante de una situación, y en aquél había una especie de inocente dramatismo que me gustaba, y que aborrecía tener que echar a perder. Pero no me quedaba otro remedio, así que negué con la cabeza, a la vez que fruncía el entrecejo.
    —No, doctor Danziger... Si tengo posibilidad de elección, no será San Francisco. Quiero ser el hombre que lo intente en Nueva York.
    —¿En Nueva York? —repitió, desconcertado—. En fin, yo no lo elegiría, pero si a usted le gusta, puede hacerlo. Pensaba que le ofrecía algo excepcional, pero si...
    Algo turbado, me vi obligado a interrumpirlo.
    —Lo siento, doctor Danziger..., pero no me refiero al Nueva York de 1894.
    En ese momento dejó de sonreír. Se levantó y me miró intensamente a los ojos, al tiempo que se preguntaba si conmigo no habría cometido un grave error.
    —Oh —susurró—. Entonces, ¿cuándo?
    —En enero de 1882... No recuerdo la fecha exacta, pero la averiguaré.
    Incluso antes de que yo hubiese acabado, él ya negaba con la cabeza.
    —¿Por qué?
    Me sentí un estúpido al oírme decir:
    —Para ver... cómo echan una carta al correo.
    —¿Sólo para ver? ¿Eso es todo? —preguntó con curiosidad, y yo asentí. Luego se volvió bruscamente, se acercó a un lado del escritorio, descolgó el teléfono, marcó dos números y esperó—. ¿Fran? Comprueba los registros del Dakota; están microfilmados. Averigua si en la parte del parque hay vacantes en enero de 1882.
    Los dos aguardamos. Me entretuve estudiando la maqueta que había encima de la mesa, paseando en torno a ella, deteniéndome para atisbar al otro lado. Entonces Danziger cogió un bolígrafo y anotó algo apresuradamente en un trozo de papel.
    —Gracias, Fran —dijo, y luego colgó el auricular. Arrancó la hoja del bloc de notas, se volvió hacia mí y advertí un tono de decepción en su voz—. Lamento informarle que en enero de 1882 hay dos vacantes. Un apartamento en el segundo piso, que no es muy bueno, y otro en la séptima planta, que permanecerá libre durante todo el mes, desde comienzos de año hasta febrero. Francamente, confiaba en que no hubiese ninguno y que su propósito fuera, por lo tanto, imposible, con lo cual habría terminado el asunto. En este proyecto no puede haber objetivos privados, Si. Es una aventura terriblemente seria, y no está para eso. De modo que tal vez sea mejor que me explique qué tiene en mente.
    —Con mucho gusto. Pero no sólo quiero explicárselo, sino que quiero enseñárselo. Mañana por la mañana... Estoy convencido de que cuando compruebe a qué me refiero, estará de acuerdo conmigo.
    —Lo dudo. —Negó con la cabeza, pero su mirada volvía a ser amigable—. De todos modos, enséñemelo. Por la mañana, si usted lo desea. Ahora váyase a casa, Simón... Éste ha sido un día completo.
    5
    A los tres meses de conocer a Katherine Mancuso, la acompañé hasta su casa una noche. No recuerdo adonde habíamos ido. Habíamos salido con el MG y yo enfilé por encima de la acera y aparqué en el callejón que había entre la tienda y el edificio de al lado... Tuvimos que arrastrarnos hasta la parte trasera del vehículo para salir. Ya en el apartamento, que estaba encima de la tienda, Katie puso a hervir agua para el té. Todo transcurría más o menos como siempre. Sin embargo, creo que incluso mientras nos despojábamos de los abrigos ambos sabíamos que esa noche, de alguna forma misteriosa —misteriosa porque hasta ese momento la velada no parecía en absoluto distinta de otras muchas—, estábamos cruzando alguna clase de línea invisible, y que nuestra relación ya no seguiría un rumbo vacilante, sino que se dirigiría hacia alguna parte. Porque esa noche Katie empezó a hablarme de ella misma.
    Entró con una taza de té y su correspondiente platito en cada mano —yo sabía que en la cocina había echado azúcar en la mía—, me tendió una, se sentó a mi lado en el sofá y empezó a hablarme como si ambos diéramos por sentado que iba a hacerlo. Y supongo que así era. La mayor parte de lo que me dijo esa noche carece de importancia para este caso, pero al cabo de un rato preguntó:
    —¿Sabías que soy huérfana?
    Asentí, pues ella me lo había contado hacía tiempo. Cuando Katie tenía dos años, sus padres habían salido para un viaje de fin de semana y, como de costumbre, la habían dejado con Ira y Belle Carmody, que vivían en la casa de al lado, en Westchester. Los Carmody eran grandes amigos de los Mancuso, aunque mucho mayores que ellos, no tenían hijos y estaban locos por Katie... Los padres de ella se mataron en un accidente cuando regresaban a casa.
    En los días que siguieron, Katie permaneció con los Carmody, y dado que no había parientes que pudieran hacerse cargo de ella, aparte de un primo de su madre que vivía en otro estado y que nunca había visto a la niña, la pareja adoptó legalmente a Katie, con el consentimiento y la satisfacción del primo. La habían criado y, como es lógico, ella siempre los había considerado como a sus propios padres, de los que apenas se acordaba.
    Yo asentí, indicando que sabía que era huérfana. Katie se levantó, se dirigió hacia el dormitorio y regresó con un archivador de esos que se pliegan como un acordeón, que suelen ser de cartón rojo y que se atan mediante unas cintas que llevan incorporadas. Lo abrió sobre su regazo, buscó el compartimiento que le interesaba, metió la mano en él y... —todos somos actores por instinto, comediantes desde el momento en que nacemos— en lugar de sacarla de inmediato, siguió hablando, con lo cual hizo que mi curiosidad fuera en aumento.
    —El padre de Ira, Andrew Carmody, fue un financiero y una personalidad política bastante conocida en el Nueva York del siglo pasado, aunque no figurara entre los famosos. Más tarde perdió su antigua habilidad para hacer dinero, y la fortuna que acompañaba a ésta. Lo más cerca que estuvo de la fama fue al convertirse en una especie de consejero del presidente Grover Cleveland durante su segundo mandato, en la década de 1890, que es cuando Ira nació.
    Asentí y, sólo por decir algo, pregunté:
    —¿Sobre qué le aconsejaba?
    —No lo sé —respondió Katie con una sonrisa—. Nada importante, imagino. Como figura histórica fue muy poco notable. Ira solía decir que en una historia completa acerca del segundo período de Cleveland, su padre probablemente merecería una pequeña nota a pie de página. Pero fue muy importante para Ira, ya que cuando éste era pequeño, ignoro qué edad tendría, su padre se suicidó... No creo que el recuerdo de su padre abandonase a Ira durante el resto de su vida.
    Katie sacó la mano del archivador y, junto con ella, una pequeña foto en blanco y negro.
    —Andrew Carmody estaba arruinado... El último dinero que le quedaba había desaparecido, y en 1898 él y su esposa se trasladaron a Montana, a una pequeña ciudad llamada Gillis. Más tarde, en la década de los treinta, mucho después de que Ira creciera y se marchase de Gillis, condujo a través de medio país y regresó allí, sólo para cerciorarse de que estaba en lo cierto y que la tumba de su padre era realmente tal como la recordaba desde su infancia.
    »Y así era, exactamente... —Me tendió la pequeña fotografía—. Ésta es la foto que Ira tomó aquel verano. Así era la tumba de su padre. Supongo que aún debe de estar allí, y algún día me gustaría ir a verla.
    No supe realmente qué estaba mirando mientras observaba la pequeña foto brillante en la palma de mi mano. Luego reconocí la forma: era una especie de lápida tal como las dibujan en las tiras cómicas, la antigua losa de lados rectos y la parte superior redondeada hasta formar un semicírculo perfecto. Aquélla no debía de sobresalir más de cuarenta centímetros del suelo —era mucho más corta que la mayoría—, y no estaba perfectamente recta, sino inclinada hacia la izquierda. Pero la foto era nítida y contrastada; la habían tomado con la luz ideal. La lápida se levantaba en un extremo de una tumba cubierta de hierba rala, en la cual se veían algunas plantas ya marchitas de diente de león. Era una tumba vieja, con el montículo plano, de nuevo casi al mismo nivel que la tierra que había alrededor. Luego, con una ligera sensación de sorpresa, observé que las marcas de la lápida no eran letras. No había en ella ninguna inscripción, sino sólo un dibujo. Me incliné sobre la fotografía y la acerqué a la luz de la lámpara que había al lado del sofá.
    El dibujo consistía en una estrella de nueve puntas encerrada en un círculo, y estaba formada con lo que debían de ser un centenar de puntitos. El grabador sencillamente había cincelado un punto tras otro, haciendo que las puntas de la estrella rozaran el círculo, y el grabado cubría casi la totalidad de la lápida hasta llegar a la altura del suelo. La fotografía era buena, cada punto era un diminuto pozo negro sobre la escamosa superficie de la piedra, la gastada forma redondeada de la parte superior de la lápida se perfilaba nítidamente contra el fondo mucho más oscuro que formaban la tierra pisoteada y los hierbajos dispersos que había detrás, y algunas de las lápidas del entorno asomaban, ligeramente desenfocadas, a poca distancia.
    Ahora que pienso en ello, creo que me quedé mirando la pequeña fotografía durante casi un minuto, lo cual es mucho tiempo. Pero experimentaba la fascinación de la más absoluta realidad: en algún lugar al otro extremo del país, en las afueras de una pequeña localidad de Montana, aquella lápida, manchada y gastada por años de calor y de frío, y por la alternancia de estaciones húmedas y secas, probablemente aún se mantuviese en pie. Finalmente, levanté la vista y miré a Katie.
    —¿Es lo que su esposa hizo grabar en la tumba?
    Katie asintió.
    —A Ira siempre le intrigó —dijo. Hurgó nuevamente en el archivador y a continuación sacó un papel rectangular de color azul verdoso; era un sobre—. Su padre se pegó un tiro. Una tarde de verano, sentado en su despacho en una pequeña casa de madera. Y esto es lo que dejó sobre el escritorio.
    Cogí el sobre. En la parte delantera llevaba un sello de tres centavos cancelado, sobre el cual aparecía el perfil de Washington en un diseño que yo nunca había visto. Y en el matasellos que lo rodeaba ponía: «Nueva York, N.Y., Oficina Central de Correos, 23 Ene 1882, 18.00 H.» Más abajo, escritas a mano con tinta negra, aparecían las señas del destinatario: «Sr. D. Andrew W. Carmody, 589 Quinta Avenida, Ciudad.» La esquina inferior derecha del sobre se veía ligeramente chamuscada, como si le hubieran prendido fuego pero casi de inmediato lo hubiesen apagado. Le di la vuelta, pero en la parte de atrás no había nada escrito.
    —Mira dentro —me dijo Katie.
    Contenía una hoja de papel blanco, doblada en dos y chamuscada en un lateral, como si hubiese estado dentro del sobre cuando se había prendido fuego a éste. Por encima del pliegue, con la misma escritura clara de la dirección, habían escrito: «Si una charla referente al Carrara del Palacio de Justicia pudiera ser de interés para usted, por favor, acuda al parque del City Hall a las doce y media del próximo jueves.» Debajo del doblez, con una escritura grande y sólo a medias legible, manchada en cuatro sitios, rezaba: «Que el envío de esto sea capaz de Destruir por el Fuego el... (aquí, al final de la primera línea, donde el papel se había quemado, daba la impresión de que faltaba una palabra) Mundo por completo, parece poco menos que increíble. Y sin embargo es así, y la Responsabilidad y la Culpa... (en la zona quemada faltaba otra palabra) mías, y nunca podré negarlo, ni escapar a ello. De modo que, con el funesto recuerdo de aquel Acontecimiento ante mí, pongo ahora fin a la vida que debería haber concluido en aquel entonces.»
    Esbocé una sonrisa tan débil como involuntaria. Aquello parecía completamente irreal. Mientras contemplaba la pequeña hoja chamuscada, me resultaba difícil comprender que una vez una persona hubiese escrito una nota tan ampulosa como aquélla para luego coger un arma y pegarse un tiro. Sin embargo, era real. Aunque sólo fuera por escrito, aquello que tenía en mi mano —volví a mirar la nota y dejé de sonreír— era un mensaje desesperado que un hombre había enviado en los últimos momentos de su existencia. Metí la nota en el sobre y miré a Katie.
    —¿El fin del mundo? —pregunté.
    Ella negó con la cabeza, y dijo:
    —Nadie supo nunca qué significaba. Excepto, supongo, la madre de Ira. Ella acudió corriendo... Me lo he imaginado muchas veces, Si, aunque no me guste, aunque lo aborrezca... Con el estampido del disparo todavía en sus oídos, la habitación impregnada con el olor de la pólvora, se detuvo junto al cuerpo de su esposo caído de bruces sobre el escritorio, leyó esto y le prendió fuego. De pronto golpeó la llama para apagarla y lo guardó. No llamó al médico. El se había disparado al corazón, explicó en la investigación que se llevó a cabo después del funeral; cualquier estúpido hubiera sabido que estaba muerto. En cambio, de inmediato lavó y vistió el cadáver para el entierro. En aquel entonces y en aquel lugar no era extraño que no se embalsamara el cadáver, de modo que la mujer no permitió que ningún empleado de pompas fúnebres pusiera los pies en la casa hasta que el cuerpo del difunto estuvo listo para colocarlo en el ataúd.
    »Fue un escándalo en la ciudad, según se le recordó a Ira en más de una ocasión cuando era niño. Pero la mujer se enfrentó a ello. Durante la investigación miró a todos a la cara y afirmó que no tenía idea de cuál era el significado de la nota, y que lo que había hecho no incumbía a nadie más que a ella. Diez días después, hizo instalar sobre la tumba esta lápida que has visto, y jamás nadie obtuvo una palabra ni una explicación al respecto.
    »Esto empañó la existencia de Ira. Mientras vivió no dejó de preguntarse el porqué de aquello. Y eso mismo me pregunto yo.
    Yo también me lo preguntaba. Esa noche hablamos durante largo rato. Le conté a Katie muchas cosas acerca de mí, sobre todo de mi matrimonio y de mi divorcio, y de lo que entendía y lo que no entendía de él. No era algo de lo que hubiese hablado a menudo con otros. Sin embargo, mientras hablaba de mí a una oyente interesada, una parte de mi mente seguía pensando en Andrew Carmody y preguntándose: «¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?»
    Quizás el instinto más fuerte de la raza humana —más fuerte incluso que el sexo, o el hambre— sea la curiosidad: la perentoria necesidad de saber. Con frecuencia es capaz de servir de estímulo a toda una vida, es más mortífera que el veneno y la mera idea de satisfacerla puede convertirse en la más excitante de las emociones. Es por ello que aquel viernes por la mañana, en la oficina del doctor Danziger, apenas pude permanecer sentado a la espera de que me diese una respuesta. Danziger me había escuchado mientras estudiaba la pequeña foto y el sobre azul que yo había pedido prestado a Katie. Luego me miró fijamente desde el otro lado de su escritorio. Ese día él llevaba un traje cruzado azul marino, camisa blanca y corbata de lazo color marrón; yo vestía el mismo traje gris del día anterior. Al cabo de un rato, volvió a coger el sobre azul y leyó en voz alta:
    —«Que el envío de esto sea capaz de Destruir por el Fuego el (sigue algo ilegible) Mundo por completo, parece poco menos que increíble. Y sin embargo es así...» —De pronto, sonrió—. Y usted desea ver cómo envían esto, ¿no es así? Bien, ¿cómo podría censurarlo por ello? Yo haría lo mismo. Pero ¿de qué le servirá, Simón? ¿Qué averiguará con ello? Si consigue descubrir algo, no será más que un fragmento sin sentido de un misterio que seguirá torturándolo y que no podrá seguir investigando. Porque sin duda habrá comprendido —se inclinó hacia mí— que no podrá influir en absoluto en los acontecimientos del pasado... Alterar el pasado significaría alterar el futuro que se deriva de él, y las consecuencias de una cosa así serían inimaginables, constituirían un riesgo del todo inaceptable...
    —¡Por supuesto! Y lo entiendo. Pero sólo quiero ver cómo envían la carta, doctor Danziger. No averiguaría gran cosa, lo sé. Nada, probablemente. Pero... En fin, no sé cómo explicarlo.
    —No hace falta, porque le entiendo. Sin embargo...
    —Si este experimento resultase exitoso, yo tendría que observar alguna cosa. ¿Por qué no esto?
    —En teoría, imagino que no hay razón para que no sea así, y me temía que lo planteara de esta manera. Bien, Simón; ayer, después de que usted se fuera, telefoneé a los miembros de la junta. Teníamos concertada nuestra reunión bimensual para finales de esta semana, y les pedí que la trasladáramos a hoy. Anoche no sabía qué tenía usted en mente, pero pensé que debía de ser algo sobre lo cual ellos deberían decidir. En esto no dispongo de absoluta libertad, ¿sabe? Les presentaré su caso, pero seguramente también se negarán.
    Al cabo de un rato, el doctor Danziger me hizo pasar a la sala de juntas. Era una estancia muy parecida a las salas de reuniones de las agencias de publicidad: una pizarra portátil al frente, gran cantidad de fotografías ampliadas y bosquejos clavados en unos tablones de corcho que colgaban de las paredes, la mayor parte correspondiente a decorados o diseños de decorados para la Planta Principal. También había una gran mesa de conferencias en torno a la cual se sentaban hombres en mangas de camisa, con suéter o con americana. Danziger me acompañó hasta la mesa y me presentó. A algunos ya los conocía. Rube, que ese día vestía traje, estaba presente; se limitó a guiñarme un ojo y sonreír. También había un ingeniero que Rube me había presentado en los pasillos. Pero en esa ocasión conocí a un profesor de Historia de Columbia, un hombre de apariencia inteligente y sorprendentemente joven; a un meteorólogo calvo y regordete procedente de la Escuela de Tecnología de California; a un profesor de Biología de la Universidad de Chicago, cuyo aspecto era el que se espera de un profesor; a un profesor de Historia de Princeton que parecía un cómico de club nocturno; a un envarado coronel del ejército llamado Esterhazy, de ojos brillantes y que vestía de paisano; a un senador de Estados Unidos con aspecto de malvado, y a varias personas más. Era una reunión bastante característica, imagino, pero por la forma en que cada uno me miró mientras hablábamos y nos estrechábamos la mano me di cuenta de que por el momento yo era el invitado de honor. Todos se ponían de pie cuando sonreían y me saludaban, y yo correspondía a sus sonrisas, pero al estrecharnos la mano me escrutaban el rostro. Esta actitud me dio a entender que era de mí, y de otros seis, de quienes se hablaba en aquellas reuniones: nosotros éramos el proyecto. Y de pronto me sentí importante, mientras me dirigía a la cafetería. Allí me senté ante una taza de café, a esperar al doctor Danziger.
    Apareció veinte minutos después, con expresión de sorpresa y satisfacción a la vez. Después de sentarse a mi mesa me dijo que la junta había accedido a mi petición. Habían sido Rube, el profesor de Princeton y Esterhazy quienes me habían apoyado, explicó. Su argumento se había basado en que lo que yo pretendía hacer no perjudicaría a nadie y que tal vez incluso supusiera algunas ventajas. De modo que estaba decidido... Danziger sonrió y añadió:
    —Así es que ahora me enfrenta usted a una tentación... Mi madre tenía dieciséis años en 1882. Había nacido el 6 de febrero y, con motivo de su cumpleaños, sus padres y su hermana la llevaron al teatro Wallack. Allí conoció a mi padre, y durante toda su vida constituiría una anécdota familiar. Él, un joven eufórico y mundano, llegó al teatro y descubrió a Apple Mary, un personaje de la época que vendía manzanas a la puerta de los teatros, y, siguiendo un impulso repentino, le entregó una moneda de oro de cinco dólares y le pidió que le trajera suerte a ambos. La mujer contestó que aquella noche sería venturosa para él. Luego mi padre entró en el vestíbulo y de inmediato se fijó en un vestido de terciopelo verde, así como en la muchacha que lo llevaba. Como conocía a las personas con las que ella y su familia estaban hablando, se acercó, los presentaron, y al cabo de unos años contrajeron matrimonio. Ya puede imaginarse cuál es la tentación a que me ha enfrentado ahora... —Asentí con una sonrisa y Danziger se echó hacia atrás en su asiento—. Ocurre muchas veces que no siento la menor confianza en este proyecto, ninguna... Todo él me parece absurdo, imposible. Pero, si alcanzáramos el éxito, Simón, si realmente pudiera trasladarse al Nueva York de esa época y situarse disimuladamente en un rincón del vestíbulo desde donde presenciar ese encuentro... En fin, si tenemos ya un objetivo personal, muy bien podríamos tener un segundo. Le agradecería enormemente un esbozo, Simón, un dibujo de ellos en el momento de su encuentro... —De pronto, se puso de pie con brusquedad—. Y ahora tenemos que darnos prisa.
    Ellos estarían a punto para mí el lunes, me informó; después de trabajar todo el fin de semana. Me quedé asintiendo con la cabeza, escuchando, consciente de que, en el preciso instante de júbilo que yo había experimentado ante la noticia que el doctor Danziger me había traído, la excitación se había extinguido perversamente, y que toda fe en el proyecto de aquel anciano estrafalario se había escurrido como si hubiesen tirado de una especie de tapón.Ésa era una sensación que yo experimentaría una y otra vez, y a la que incluso llegaría a acostumbrarme durante la etapa que iba a iniciarse el lunes por la mañana.
    6
    El domingo me afeité por última vez. El lunes por la mañana me encontré con diez maniquíes cubiertos con una sábana y formados en hilera en un extremo del aula en la que Danziger había indicado que me presentara. Avancé a lo largo de la hilera al tiempo que la estudiaba, deseando levantar una de las telas y observar qué había debajo. Pero antes de que hallase el valor necesario, entró a toda prisa un joven enjuto, de unos veintiséis años, según mis cálculos, y se presentó. Era Martin Lastvogel, mi instructor, y nos estrechamos la mano al tiempo que acordamos que lo más razonable sería tutearnos. Me senté en un pupitre y observé que él se colocaba detrás del escritorio mientras buscaba algo en un maletín muy gastado: las asas estaban retorcidas por años de uso, y debajo del cierre había los restos de una pegatina redonda que en el pasado había anunciado «Columbia Univ.».
    «¡Dios, qué feo es!», pensé. Tenía una barbilla huidiza y una nariz enorme, afilada y demasiado larga. Hacía cuatro días al menos que no se peinaba y tres semanas que debería haber ido al peluquero. Pero cuando alzó la mirada y sonrió, vi que sus ojos eran amistosos, ansiosos e inteligentes. Más tarde descubriría que tenía una mujer preciosa que lo consideraba una maravilla, y que Martin tenía cuarenta y un años.
    —Muy bien —dijo al encontrar lo que estaba buscando: un paquete de tarjetas de fichero, que fue pasando amorosamente con el pulgar y luego depositó pulcramente en una esquina del pupitre. Yo no soy realmente un profesor, así que dímelo cuando no me exprese con claridad o no entiendas lo que explico. Soy investigador, uno de esos afortunados que se ganan la vida haciendo lo que realmente les gusta. En mi caso, investigación histórica. Pregúntame cuántas calles había iluminadas, si es que había alguna, en el París del siglo XIV, o de qué estaban hechas las pelucas en el siglo XVIII, o cómo envolvían la manteca en una carnicería de Nueva Inglaterra en 1926. Hurgaré en los restos del pasado e intentaré averiguarlo para ti. Durante el fin de semana he estado investigando la década de 1880, y todavía investigaré mucho más. Es un período terriblemente olvidado, aunque ignoro por qué, ya que todo indica que en esa época había muchas cosas interesantes.
    »Sin embargo, no estoy aquí para atiborrarte de hechos sobre ese período. Has vivido en el siglo XX sin necesidad de saberlo todo acerca de él... —Se acercó al maniquí más próximo y cogió una punta de la sábana que lo cubría—.
    Tampoco creo que necesites saberlo todo acerca de la década de 1880, aunque sí experimentarlo.
    Tiró de la tela y dejó al descubierto un vestido antiguo. Era una especie de tubo largo y parduzco, de una clase de tela muy pesada. Me levanté y me acerqué a mirarlo. Colgaba inmóvil del maniquí; los bajos llegaban hasta el suelo y las largas mangas caían fláccidas y rectas a los lados. Tenía el cuello alto y un complicado dibujo de pequeñas cuentas negras se extendía por el pecho y alrededor de los puños.
    —Lo hemos pedido prestado al Smithsonian —explicó Martin—. Sólo para ti. Lo han traído en avión. Este vestido se cosió y llevó a principios de los ochenta. La gente que visita el Smithsonian mira cosas así y piensa que las mujeres de entonces vestían de este modo. —Sacudió la cabeza—. Pero no es así. Métete en la cabeza que no es así. ¡Mira ese color, si es que todavía puede considerarse un color! ¡Los antiguos tintes no han perdurado, Si! —exclamó, como si yo se lo discutiera—. Durante décadas este vestido se ha ido apagando, alterando, hasta que al final ha perdido el color. Y mira la tela. Arrugada. Encogida en algunos puntos, mientras en otros se ha combado. ¡Hasta las cuentas de los adornos se han ennegrecido! —Martin se acercó y me palmeó el hombro—. Esto es lo que debes entender y, más que nada, experimentar: que las mujeres de entonces no eran fantasmas. Eran seres vivos que nunca se habrían puesto este guiñapo. —Señaló el vestido con el pulgar—. La dueña de esta prenda... ¿qué llevaba realmente cuando se la ponía? ¡Esto es lo que se ponía! ¡Para ir de fiesta!
    Martin descubrió de golpe la siguiente figura, y allí estaba: yo no lo habría calificado de simple vestido, sino de un traje de noche de luminoso terciopelo color rojo vino, la pelusilla nueva y sin rozar, la tela plegándose espléndidamente en múltiples ondulaciones, tanto por delante como por detrás. Los adornos de cuentas, de un rojo transparente, captaban la luz y brillaban como si todo el traje se moviera. Era verdaderamente espectacular. Bajo los focos, el vestido relucía igual que una joya.
    —Hemos escogido este original —dijo Martin mientras acariciaba el vestido triste y apagado del museo— porque en el Smithsonian hay un diario, cedido por la modista, en el que figuran los datos de cómo está cosido, incluyendo los patrones y una muestra de la tela sin... marchitar. Hemos hecho una copia —tendió la mano hacia el vestido nuevo, como si sus dedos fuesen incapaces de resistirse a la riqueza del rojo terciopelo—, la cual se parece mucho más al vestido que llevaría una mujer viva que lo que queda del original. —Me miró con expresión expectante, luego señaló el traje nuevo—. ¿Eres capaz de imaginar a una mujer realmente viva, a una muchacha, luciendo esto y con un aspecto fantástico?
    —¡Diablos, sí! —contesté—. Incluso puedo verla bailar.
    Durante las dos horas que siguieron, contemplamos los restos de una prenda de bordes amarronados que, increíblemente, había sido el traje de fiesta de un niño. Luego estudiamos una copia de una especie de prenda de color rosa, repleta de volantes, del modo en que lucía el día en que una muchacha se la había puesto por vez primera. Y contemplé —tal como habían sobrevivido y tal como se veían cuando eran nuevos— un traje de niño con botones de latón y pantalón hasta la rodilla, el uniforme de un cartero y el traje de un hombre que incluía un chaqué con las solapas forradas de seda, deshilachado y polvoriento en el original, nuevo y reluciente en la réplica.
    Durante aquella semana —en la que no podía evitar pasarme la mano por la barba incipiente— examinamos una colección de sombreros de hombre y de mujer de todo tipo, tanto el original como el duplicado; y también bolsos, manguitos, guantes. Una mañana en que yo sostenía entre las manos un zapato de mujer, estudiando el apergaminado cuero gris oscuro, cruzado por innumerables grietas, la punta y la franja encima del empeine estaban extrañamente descoloridas y los botones de nácar desportillados, hasta el punto de que ya no parecía un zapato sino una curiosidad—, Martin me entregó una copia del mismo hecha con piel nueva. El zapato resultó flexible al tacto, los botones recién tallados de una pieza de nácar, las puntas y la franja del empeine de un luminoso escarlata. Martin era un tipo muy imaginativo, pues el zapato no era totalmente nuevo: tenía la fragancia de la piel nueva, pero la suela aparecía algo rayada, el tacón había perdido su filo en los bordes, y en el brillante empeine comenzaba a formarse una grieta. Martin sonrió y dijo:
    —La dificultad con todo lo que nos llega del pasado es que es viejo. Una reliquia. Puede informarnos algo acerca de cómo fue en esos tiempos, pero generalmente contradice cualquier sensación de que pudiera lucirlo alguien que estuviera realmente vivo. —Señaló el zapato que yo sostenía entre las manos—. En cambio, éste es un zapato que podría pertenecer a una mujer de carne y hueso. Pero hemos tenido que crearlo.
    Asentí. No resultaba difícil imaginar a una joven sentada en el borde de la cama calzándoselo, abrochándoselo, para luego admirarlo mientras hacía girar el pie a fin de que la piel nueva captara la luz.
    Durante días, Martin y yo hojeamos libros cuyas páginas eran amarillentas y cuyas cubiertas aparecían en ocasiones salpicadas de moho. Al volver las páginas, las esquinas se descubrían quebradizas; sólo un fantasma habría podido leerlos. Luego, del interior de una caja, Martin sacaba los mismos libros, idénticos excepto en que las cubiertas eran de un rojo brillante, o azul, o verde, los títulos estaban recién impresos con reluciente pan de oro, las páginas eran inmaculadamente blancas, la impresión reciente y todavía olían a tinta. Obviamente, aquellos libros nunca los había leído nadie. Por el momento... Y, en mi mente, la década de 1880 empezaba a agitarse, ligeramente viva.
    Un mediodía en que Rube estaba en la cafetería haciendo cola, se reunió con Martin y conmigo para almorzar. Luego, durante lo que quedaba de aquella tarde, me acompañó a todos los despachos, a los talleres de carpintería y herrería, a una pequeña biblioteca, a la sala de conferencias, a la sastrería y a la zapatería, a la sala de control de la Planta Principal, a una pequeña sala de proyección, y a todos los rincones del edificio donde hubiera gente trabajando, presentándomelos a todos.
    Conocí a Peter Marple, un joven diseñador del proyecto, antiguo escenógrafo y diseñador de un teatro de Nueva York, y muy bueno, además; resultó que yo había visto varias de sus obras. Conocí a Larry McDermott, el fotógrafo del proyecto, que en ocasiones había hecho trabajos para una agencia de publicidad con la que yo había colaborado. Conocí a técnicos, a estenógrafos, a ingenieros y a contables. Conocí a un profesor adjunto de Historia de la Universidad de California, y a personas de cuya labor no se me informó. Rube se refirió a uno de ellos como «nuestro jefe de sobornos», ante lo cual el hombre se limitó a sonreír.
    Exceptuando a los dos que ya estaban en la Planta Principal —John McNaughton en la casa de Vermont, y George Wing, un auténtico indio crow y antiguo oficial subalterno, que ya vivía en la tienda que yo había visto —conocí también a mis compañeros candidatos. Uno era el hombre al que había visto estudiar francés medieval; ambos teníamos un amigo común de cuyo apellido ninguno de los dos consiguió acordarse. Otra era la señorita Eileen Jorgensen, una joven delgada y de aspecto nervioso, profesora de Matemáticas en Lincoln, Nebraska, que en la clase contigua a la mía empezaba a estudiar el San Francisco de finales de siglo. También conocí a la atractiva joven que aprendía a bailar charlestón y al hombre a quien había visto practicar con una bayoneta de goma.
    En el pasillo que llevaba hacia el ascensor, Rube comentó:
    —Hemos cometido un error con esta pareja. Empezaron a reunirse en la cafetería, luego salían a almorzar juntos, después se citaban fuera de aquí. Ahora, como es lógico, sólo se interesan el uno por el otro... Pronto querrán casarse, y supongo que no hay nada malo en ello, pero nosotros no dirigimos un club para corazones solitarios. Ya nadie les concede muchas posibilidades de éxito en la misión. De manera que hemos tenido que cerrar la puerta y la norma ahora es: puedes pasar el rato con los demás candidatos cuando los encuentres por aquí, pero nada de confraternizar con ellos, ¿entendido?
    —Entendido. Sobre todo teniendo en cuenta que ya he llegado demasiado tarde para la chica del charlestón.
    Bajamos con el ascensor —eran las cinco y diez— y cruzamos juntos la ciudad, deteniéndonos a tomar una copa en el Algonquin.
    Una mañana pasé una hora en el despacho del doctor Rossoff, aprendiendo la técnica de la autohipnosis. Era sorprendentemente fácil, o eso parecía...
    El doctor me hizo sentar en su enorme sofá de cuero verde y me dijo que me pusiera cómodo.
    —Cierre los ojos si quiere, aunque no es necesario... —Los cerré—. Ahora, en silencio, repítase que se siente cada vez más cómodo, cada vez más relajado, tanto física como mentalmente. Y deje que esto sea cierto. Luego repítase que poco a poco, de forma gradual, está entrando en trance. Un trance ligero, durante el cual permanecerá completamente despierto y consciente. No permita que la palabra «trance» le inquiete; no es más que un término apropiado para un estado algo avanzado de receptividad con respecto a la sugestión; no hay ningún misterio en ello... Luego, cuando lo haya conseguido, repítase que se encuentra bajo los efectos de la autohipnosis. Seguidamente, póngase a prueba. Dígase que temporalmente es incapaz de levantar el brazo. Inténtelo y, si realmente no consigue hacerlo, es que está usted en trance. A continuación, hágase cualquier sugerencia hipnótica que desee. Si tiene dolor de cabeza, por ejemplo, dígase que va a contar hasta cinco y que antes de que haya concluido el dolor desaparecerá. O suprima pensamientos, emociones o recuerdos, y luego haga que regresen mediante la sugestión autohipnótica. ¿Entendido? Es una herramienta notable, de verdad.
    Asentí y él me dejó solo, para que lo intentara. Hice lo que me había indicado, y noté que cada vez me sentía más relajado y cómodo. Luego me dije que gradualmente iba entrando en un ligero trance, y me pareció que realmente lo conseguía. Allí sentado, inmóvil, casi adormecido, me dije que no podía levantar el brazo, que carecía de fuerzas para hacerlo. Luego, con la mirada fija en la manga de mi chaqueta, traté de levantar el brazo, y poco faltó para que éste me diera en el ojo al saltar recto hacia arriba.
    Lo intenté de nuevo, tomándome más tiempo esa vez, sintiendo que cada músculo se relajaba. Sin embargo, la única parte de mi cuerpo que no se enteró de que estaba bajo los efectos de la hipnosis fue mi brazo: cada vez saltaba lo mismo que un perro voluntarioso pero estúpido que no entendiera de qué iba el truco. Cuando el doctor regresó, me escuchó y dijo que practicara en casa, preferentemente cuando me sintiera cansado y somnoliento.
    Una mañana, Martin Lastvogel bajó una pantalla que cubrió la pizarra que había al frente del aula, y en el fondo instaló un proyector de diapositivas. Nos sentamos uno al lado del otro, Martin con el mando a distancia en la mano. Lo pulsó, el ventilador del proyector se puso en marcha y un cuadrado de luz, con las esquinas redondeadas y los bordes difusos, ocupó la mayor parte de la pantalla. Otro clic y el cuadrado se convirtió en un dibujo en blanco y negro, perfectamente enfocado. Se trataba de un antiguo grabado en madera que representaba una calle muy concurrida —supuse que de los años ochenta—, llena de carruajes, carromatos y peatones. El grabado estaba bien hecho —el artista era verdaderamente bueno—, pero con un estilo que no se utilizaba desde hacía medio siglo.
    —Obtenido directamente de una fotografía, con toda probabilidad —comentó Martin en voz baja, como la gente suele hacer inconscientemente en la oscuridad—. Antes de la invención del fotograbado muchos de los grabados ilustrativos se copiaban de fotos. De ser así, estás contemplando lo que podría ser una representación absolutamente exacta de un instante que realmente existió. Esto era lo que se trataba de comunicar a alguien de la época. Con la ayuda de ese grabado, aparecido en una revista semanal ilustrada, un hombre de los ochenta era capaz de visualizar la escena.
    Dado que aquélla era mi especialidad, comenté:
    —Pero no es así como se comunica la realidad... A mí me recuerda la obra de un dibujante japonés, donde la perspectiva es plana e incluso los ojos de los occidentales son oblicuos. Para nosotros, son dibujos irreales; en cambio, para ellos...
    —Exacto. Pero suprime tu propia lectura y déjame a mí ese trabajo. Tengo una familia a la que mantener, ¿sabes? Bien, tenemos una copia de este grabado, y un montón pertenecientes a otros, como Sidney Urquhart. ¿Sabes quién es?
    —He visto su obra. Escenas callejeras, de ciudad... Acuarelas en su mayor parte. Es bastante bueno.
    —Sabe transmitir cómo es una ciudad... ¿Dirías que lo ha conseguido aquí? —Martin volvió a pulsar el mando a distancia, y una obra de Sidney Urquhart, que me habría gustado poseer, ocupó toda la pantalla.
    Era la escena que acababa de ver, detalle a detalle, y también era un dibujo, pero éste en color: los perfiles a pluma, en negro, se habían llenado con pinceladas de tinta china de fuertes contrastes. Era la misma escena, pero resultaba impresionante, como si toda ella se moviera. Lo que yo había pretendido a menudo al mirar con el estereoscopio de Katie, él lo había plasmado sobre papel: los caballos de los carruajes realmente trotaban, los caballos de tiro que había al lado realmente sudaban y tiraban con esfuerzo. Las ruedas de los carruajes giraban, los radios captaban la luz, y un hombre con bigote corría ágilmente esquivando el tráfico. ¡Era increíble, pero podía verlo! Mientras el bosquejo de Urquhart centelleaba en la pantalla, por un instante me sentí de pie en la acera, observando la escena casi como si fuera real.
    El control de Martin sonó una vez más y la pantalla quedó en blanco, pero otro clic hizo que el enorme cuadrado se convirtiera en una fotografía color sepia: dos mujeres con vestido largo y sombrero grande caminaban, de espaldas a la cámara, por una ancha acera a la sombra de unos árboles enormes. Una llevaba una sombrilla abierta para protegerse del sol. A la izquierda de ella había una alameda con muchos arbustos, en la que también crecían árboles muy altos que proporcionaban sombra a la calle, y a la derecha extensas laderas cubiertas de césped. Al fondo de la alameda había una calle moteada de sombras; se veía desierta a excepción de una calesa descubierta, cuyo caballo se hallaba atado a un poste. Era una buena instantánea; el fotógrafo había captado una hermosa escena. Mientras la estudiaba, sentado en la semipenumbra, podía creer —y de hecho lo sabía con certeza— que la escena había ocurrido en realidad. Pero se hallaba detenida en el tiempo, era infinitamente remota, y aquellas dos mujeres nunca darían el paso siguiente.
    Un doble clic, y la mirada de Sidney Urquhart a esa misma instantánea llenó la pantalla de colorido. Ahora sólo se trataba de un boceto, de una impresión, pero el siguiente paso de las mujeres resultaba inminente. Las dos caminaban de verdad, sus cuerpos se deslizaban hacia el siguiente paso, los pies se elevaban del suelo, y supe que arriba, fuera de mi vista, las hojas de aquellos árboles se mecían, y que las mujeres, si uno se esforzaba lo suficiente para oírlas, hablaban en voz baja.
    Pasamos toda la mañana mirando primero un dibujo o una fotografía de comienzos de la década de 1880, luego una «versión» —que era el término que Martin utilizaba— realmente buena de Urquhart, de Karl Morse, de Murray Sidorfsky o de cualquier otro. No todos ellos tenían éxito, y algunos lo conseguían sólo en parte, pero otros funcionaban, y en ese caso yo experimentaba la emoción de atisbar en la realidad de un momento del pasado.
    Mucho antes de que finalizáramos supe que yo podría hacer lo mismo. No necesitaba a Urquhart ahora, ni a nadie. Yo también podía mirar un viejo grabado o una fotografía y llevar a cabo la labor de introducirme en él y percibirlo por completo hasta hallar y tocar la realidad que lo había producido y que había desaparecido hacía mucho tiempo. Podía hacerlo tan bien como aparecía en los nuevos dibujos que había visto en la pantalla. Mejor incluso, pensé. Claro que no estaba muy seguro de que pudiera reproducirlo igual de bien, o de que fuese tan buen dibujante. De hecho, lo dudaba. Pero sí sabía que podría hacerlo mentalmente.
    Cuando nos dirigíamos hacia la cafetería para almorzar, se lo comenté a Martin, quien asintió y dijo:
    —Es como pensábamos que te sentirías. Rossoff lo vaticinó. Pero no dispondrás de mucho tiempo para hacer apuntes, y el objetivo de esta mañana era darte un punto de partida. Hay un montón de material que deberás estudiar e interpretar sin ayuda de nadie.
    Entonces pasé tres días a solas con el proyector, mirando escenas y más escenas de la década de 1880, estudiándolas, trabajando para encontrar la
    realidad que yacía debajo de la superficie de cada una, ganando en experiencia y en velocidad a medida que el tiempo pasaba.
    Una tarde, a las cuatro, en la sastrería, me midieron de pies a cabeza. Luego me quedé en calcetines, sujetando un cubo lleno de arena en cada mano mientras un zapatero trazaba el perfil de mis pies.
    Durante la mayor parte de una semana, Martin me instruyó utilizando las notas de las tarjetas del fichero. Para empezar, me preguntó cuál era la población de Estados Unidos en 1880. Dividí la población actual por la mitad y dije que cien millones, pero Martin volvió a dividirla por la mitad; sólo había cincuenta millones de norteamericanos entonces, la mayoría de los cuales vivía al este del Mississippi. En el Oeste, los búfalos aún pacían por las praderas, el nuevo tren transcontinental era la maravilla nacional y producía una excitación que ni siquiera la carrera espacial produce en la actualidad, y los indios todavía cortaban el cuero cabelludo a los rostros pálidos. Eran un mundo y un país completamente distintos, vivían animales que ahora ya se han extinguido, y también existían sistemas sociales que han desaparecido. Entonces Europa estaba llena de reyes, reinas, emperadores, emperatrices, zares y zarinas, y no eran simples testaferros, sino que gobernaban de verdad.
    Martin habló de cómo viajaba la gente y se trasladaban las pertenencias. Había buques de vapor, y el tren existía hacía décadas. Sin embargo, los buques de carga avanzaban todavía mediante velas, y todo el mundo se desplazaba de un lugar a otro como lo había hecho siempre: a pie o a caballo. En América, gran parte de la gente vivía y moría en el mismo estado, o incluso en la misma ciudad donde había nacido; había más gente cruzando el océano que el país. No obstante, por muy distinto que fuera el mundo de aquella época, aseguraba Martin, era mucho más cercano al nuestro de lo que parecía. Mientras viajaba por esos Estados Unidos de caballo y calesa, Lee De Forest era un muchacho de nueve años que ya pensaba en los problemas relacionados con la invención de la radio, del cine sonoro y de la televisión. Al final de una jornada, mientras esperaba conmigo la llegada del ascensor, Martin comentó:
    —Es un mundo muy distinto de éste, Si, pero no diferente. Creo que en él te sentirás como en casa.
    Katie consideraba que mi melena hasta el cuello y mi nueva barba color castaño —que me había empezado a recortar— me hacían particularmente atractivo, y yo estaba de acuerdo. Ella había empezado a ayudarme con la asignación que ahora debía hacer en casa por las noches. Un día la llevé a almorzar a un restaurante de la avenida Madison, e invité a Rube y al doctor Danziger, quienes la encontraron encantadora. Katie es una mujer atractiva, tanto por su físico como por su persona, es inteligente, discreta, y puede ser ocurrente si está de humor; posee un encanto especial. Después de comer, le permitieron visitar el proyecto. El propio doctor Danziger en persona le enseñó la Planta Principal, luego su secretaria le mostró la mayor parte del resto. Yo no las acompañé; estaba demasiado ocupado con Martin Lastvogel.
    De modo que ahora, en cierto sentido, Katie había entrado de lleno en el proyecto, y la mayor parte de las noches, a veces en su casa y otras en la mía, me ayudaba a estudiar los datos que Martin me facilitaba, utilizando sus notas. Y colaboraba conmigo haciéndome sentir el espíritu de los ochenta a través de las fotografías y grabados que yo llevaba a casa. Un sábado por la mañana le pedí que me acompañase al proyecto y le enseñé la reproducción de los vestidos, sombreros, guantes y zapatos de la época; quedó fascinada, y deseó probarse algunos vestidos. Katie fue una gran ayuda, y considero que aceleró en mí el proceso de aprendizaje. Martin opinaba lo mismo. También me ayudó enormemente con la técnica de la autohipnosis, pues logró hipnotizarse casi de inmediato siguiendo mis indicaciones de cómo, supuestamente, tenía que hacerse. Eso me dio la certeza de que realmente podía conseguirse, y gracias a sus descripciones me hice una idea de la auténtica sensación que produce el deslizarse hacia un estado de trance. De modo que una noche en que estaba en casa de ella, sentado en su antigua y cómoda mecedora, lo conseguí: mi brazo no se levantó, no pudo, y lo miré fijamente, fascinado. A continuación me dije que era libre de moverlo, lo intenté, y lo logré. A continuación me dije que olvidaría mi propia dirección y que me quedaría en trance hasta que Katie hablara. Luego permanecí sentado, intentando recordar dónde vivía, pero fue sencillamente imposible. Estaba asombrado y a la vez un poco asustado. Me volví hacia Katie, que repasaba unas notas de Martin, y dio la casualidad de que en ese instante levantó la vista.
    —¿Ha habido suerte? —preguntó con una sonrisa.
    En ese instante recordé mi dirección y comprendí que había salido del trance.
    —Sí —contesté—. Al fin.
    Después de eso pasamos una hora estudiando muestras de dinero: monedas de las décadas de 1860, 1870 y de comienzos de 1880, incluyendo algunas piezas de oro. También repasamos los grandes billetes de aquella época, cada uno con el diseño del banco que lo editaba y la firma de su presidente. Pero lo que más me gustaba eran los bonos en oro, que no eran convertibles en plata sino en el precioso metal, y que en la parte posterior iban impresos con una tinta color anaranjado que recordaba el color del oro.
    De vez en cuando, Katie y yo hacíamos otras cosas: salíamos de viaje los fines de semana, paseábamos, incluso visitábamos a algunos amigos. Y una noche —Katie y yo nos habíamos visto demasiado a menudo últimamente; al menos ésa era mi impresión, y pienso que también la de ella— telefoneé a Matt Flax, pero no conseguí dar con él. Katie iba a planchar, lavarse el pelo, ese tipo de cosas, y se acostaba temprano. Pero me sentía inquieto, de modo que telefoneé a Lennie, y luego a Vince Mandel, que vivían en la ciudad, pero tampoco obtuve respuesta. Así que me quedé en casa leyendo, tratando de no pensar en el proyecto, concediéndome un permiso de una noche. Me senté en la salita y me puse a leer el volumen de las obras completas sobre Sherlock Holmes, que generalmente solía coger cuando no tenía otra cosa que leer. A petición del doctor Danziger, había dejado de leer periódicos, revistas y novelas modernas. También había desenchufado la televisión y la radio, algo que no me había resultado demasiado difícil.
    Diariamente, en el proyecto, me sentaba a escuchar a Martin con un bloc de notas sobre las rodillas. Y buena parte de una tarde me la pasé probando comida. Aquello formaba parte del almuerzo, que a petición de Martin yo me había saltado, y en la cafetería sólo estábamos el cocinero, un hombre gordo de mediana edad, el doctor Rossoff y yo. En primer lugar, el cocinero trajo un plato de cordero con patatas y remolacha, todo hervido, que depositó ante mí. Rossoff se sentó delante y el cocinero se quedó de pie, al lado de la mesa. Los dos me observaban y sonreían disimuladamente. Yo probé un poco de todo lo que había en el plato, saboreándolo, mirando al vacío como un catador de vinos. Nunca antes había comido cordero y no sabía qué esperar, pero me pareció que tenía buen sabor. No obstante, las patatas y la remolacha no sabían como de costumbre. Mastiqué lentamente, tratando de captar la diferencia. Rossoff no tardó en preguntar:
    —¿Y bien?
    Tragué el bocado antes de responder.
    —Son mejores. Saben mejor... Como si tuviesen más sabor.
    Rossoff y el cocinero sonrieron.
    —En aquel entonces —dijo el doctor—, las hortalizas crecían sin fertilizantes químicos, insecticidas ni tratamientos especiales. Además, no se les añadían conservantes ni aditivos.
    —Y se hervían en agua sin cloro —puntualizó el cocinero.
    Probé una especie de flan con azúcar sin refinar, hecho de una forma que no llegué a entender. Sabía como cualquier otro. Luego probé un pequeño trozo de bistec de buey; era una carne más dura y con un sabor claramente distinto de cualquier otra que hubiese probado. Tomé un delicioso helado hecho con crema sin pasteurizar, y bebí una copa de whisky destilado especialmente para mí, áspero, fuerte, potente.
    Y luego, una noche, cené en casa, lavé los platos, tiré todo lo que había en el frigorífico que no estuviera enlatado o embotellado, me senté ante la mesita de juego de la sala de estar y escribí una nota o una postal a todos aquellos que conocía y que tal vez se preocuparan por mí.
    Expliqué a cada uno de ellos que mi trabajo en Nueva York no iba como yo quería, que aquel 4 de enero era el inicio de un nuevo año para mí, de manera que, siguiendo un impulso, había comprado una vieja ranchera, había hecho el equipaje, y a la mañana siguiente, antes de que pudiera cambiar de idea, me largaría. En realidad, no tenía ni idea de adonde iría, tal vez me dirigiera hacia los estados del oeste. Por el trayecto, dibujaría, haría bocetos, tomaría fotografías de referencia. Les escribiría cuando me fuera posible, y ya nos pondríamos en contacto cuando regresara. No me gustaba hacerlo de esa manera, pero sabía que no sonaría convincente si intentaba hacerlo en persona o por teléfono.
    Envié las cartas y las postales en la avenida Lexington, a una manzana de mi apartamento. Las deposité en el buzón y luego observé por un instante el Nueva York de la segunda mitad del siglo XX. Pero no había gran cosa que ver, aparte de las paredes de los edificios que tenía alrededor, una larga franja de asfalto por la que sólo avanzaba un taxi, y, justo encima de mi cabeza, un fragmento de cielo gris negruzco, demasiado neblinoso para poder ver las estrellas. El humo de los tubos de escape de los coches parecía haberse solidificado, y me escocían los ojos. Había refrescado. A media manzana un grupo de negros se dirigía hacia Lexington, de modo que no me entretuve para luego tener que explicarles cuánto había admirado siempre a Martin Luther King. Seguí caminando, subí por Lexington y luego crucé hacia el almacén. Me sentía cansado, algo somnoliento, y sin embargo tan excitado que era consciente de los latidos de mi corazón.
    Una hora y media después, a la una y diez minutos de la madrugada, abandoné el almacén. El coche de Rube —un pequeño MG rojo descapotable— estaba aparcado frente a la puerta lateral. Me senté entre Rube, que iba al volante, y el doctor Rossoff, con cuya gabardina traté de ocultar el disfraz que me había puesto en el almacén, aunque procuraba no pensar en él como un disfraz. En cuanto a mi cabello y mi barba, no había necesidad de que los disimulase.
    Me gusta Nueva York a últimas horas de la noche, cuando la mayor parte de locales están cerrados y a oscuras, y las calles más tranquilas y silenciosas que nunca. Oíamos el ruido de los neumáticos de nuestro coche sobre el asfalto, y en la avenida Amsterdam, mientras esperábamos frente a un semáforo, oí a alguien toser a más de una manzana de distancia. Apenas hablamos. Cruzamos Broadway y, al detenernos ante un semáforo en Columbus, Rube comentó:
    —Vaya perro más cómico. —Señaló con la barbilla en dirección a una mujer que paseaba a un perro de lanas cubierto con una mantita de lentejuelas.
    Aproximadamente una manzana más adelante, Oscar Rossoff indicó un restaurante a oscuras.
    —Sirven muy buen marisco aquí.
    No recuerdo que yo dijera nada, pero sí que bostecé muchísimo, a causa de los nervios. Rossoff debió de entender los motivos, porque de vez en cuando volvía la cabeza hacia mí y sonreía.
    Rube aparcó a unos diez metros de la entrada principal del Dakota. Me tendió la mano y yo se la estreché. Todo cuanto dijo fue:
    —Buena suerte, Si. Me gustaría estar en tu lugar. Rossoff, que mantenía la puerta de su lado abierta, bajó, y yo me deslicé sobre el asiento para seguirlo.
    El portero uniformado estaba esperándonos, y se limitó a asentir. Pasamos por su lado, bajo el gran arco principal, y seguidamente cruzamos el patio. Las dos grandes fuentes de bronce verdoso estaban vacías. Subimos por la ancha escalinata de la esquina noreste del edificio, sin encontrarnos con nadie, y salimos a la séptima planta. Saqué la llave de mi apartamento, que se encontraba pocas puertas más allá.
    —La gabardina, Si —me pidió Rossoff.
    Me la quité y se la di.
    —¿No quieres pasar? —pregunté.
    Él negó con la cabeza, mientras examinaba mi indumentaria. Luego miró mi cabello y mi bigote como si nunca los hubiera visto. De repente, pareció dominado por el temor.
    —No, no creo que nada del presente deba mezclarse con lo de ahí dentro, Si... —Me tendió la mano—. Buena suerte. Ya sabes lo que debes hacer cuando estés a punto.
    Nos estrechamos la mano, luego me acerqué a la puerta, introduje la llave en la cerradura e hice girar el enorme y recargado pomo de latón. La puerta giró sin el menor ruido sobre sus goznes, como si no pesara nada, aunque percibí su consistencia. Me volví para despedirme, pero el doctor Rossoff ya se alejaba por el pasillo. Antes de descender por la escalera, me echó un último vistazo y desapareció.
    Entré en el apartamento, cerré la puerta a mis espaldas y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la débil luz procedente de los altos rectángulos de las ventanas. Conocía la distribución y el aspecto del apartamento, pues había estado allí con el doctor Danziger y Rube el día en que lo terminaron. De modo que me acerqué a una de las ventanas, me detuve y miré hacia abajo, en dirección a las pálidas curvas y las tortuosas sombras que formaban los senderos y los arbustos de Central Park a la luz de la luna. Sabía que justo debajo de mi ventana, si me hubiese inclinado lo bastante y hubiese mirado hacia allí, habría visto Central Park West con sus semáforos y algún que otro coche. Y que si hubiese levantado los ojos, al otro lado del parque, a lo lejos, habría visto unas pocas ventanas todavía iluminadas de la hilera de edificios de apartamentos que constituían la frontera oriental de Central Park. Que si hubiese girado la cabeza hacia la derecha habría visto los letreros luminosos de las azoteas de los hoteles en el extremo sur del parque, y más allá las luces de los grandes edificios de oficinas del centro de la ciudad.
    Pero no miré nada de eso, sino que permanecí contemplando las sombras del parque y, justo casi en frente la luna brilló sobre la superficie del lago, tal como habría brillado, pensé, en otra noche como aquélla, cuando el edificio donde me encontraba era nuevo. En los sinuosos caminos del parque, las espaciadas farolas brillaban rodeadas de una aureola de niebla, y me pareció que, desde donde yo estaba, no se verían de manera muy distinta de como debieron de verse mucho tiempo atrás.
    Sabía que en la ventana había una pesada persiana verde; la bajé y a continuación corrí las cortinas de terciopelo. Repetí la operación con cada una de las ventanas, luego saqué del bolsillo una caja de cerillas. Froté una contra la suela de mi bota, chisporroteó, luego se encendió y la cera comenzó a resbalar lentamente por la varilla. Protegiendo la llama con la otra mano, la levanté hasta el recargado brazo de bronce que salía de la pared en forma de L. En el extremo del ondulante tubo había una rosca sobre la cual reposaba una tulipa de cristal. De debajo del tubo sobresalía una especie de llave de latón. La hice girar, oí el suave siseo del gas y seguidamente acerqué la cerilla encendida al extremo del tubo. Una llama de bordes azules estalló debajo de la pantalla de cristal, y un oscilante círculo de alfombra con flores grises apareció a mis pies, para luego estabilizarse.
    Me volví y por un instante contemplé el mobiliario de la habitación. Eran aproximadamente las dos de la madrugada, exactamente las dos de la madrugada del 5 de enero de 1882, me dije, y de pronto comprendí que el experimento había empezado. Pero me sentía cansado, vacío de toda energía, y, con la mano aún en la lámpara, apagué la luz y me alejé por el pasillo, hacia mi dormitorio.
    7
    Podía cocinar fácilmente en el fogón superior de la cocina adosada a la pared, tal como suele aprender a hacerlo un hombre que vive solo. Venía haciéndolo desde hacía una semana, pero mis recuerdos de una buena comida se desvanecían poco a poco. Esa noche estaba preparando chuletas de cerdo y patatas fritas en manteca, con la esperanza de que por una vez ambas cosas estuvieran listas al mismo tiempo, pero mis esperanzas no eran muchas. Estaba harto de mi comida, pensé mientras trasteaba por la enorme y antigua cocina. Luego sonreí, pensando que «hartarme» no era precisamente lo que yo conseguía.
    Aquella mañana, el chico de Fishborn's Market me había entregado las chuletas en la puerta de servicio del apartamento. Acudí a la puerta con mis pantalones de lana negra, de doble vuelta y sin planchar, tirantes anchos, gruesos botines negros, camisa a rayas blancas y verdes, sin cuello, aunque en la parte anterior y posterior de la tira del cuello sobresalían los broches para sujetar el postizo. Encima llevaba un chaleco cruzado de color negro, con galones en los bordes y la gruesa cadena de oro del reloj cruzada por delante. Me quedé allí para entregar al muchacho la nota escrita a lápiz donde le indicaba la carne y demás comestibles que necesitaba para el día siguiente, y luego le di una moneda de propina: en una cara había grabado un escudo, en la otra, un cinco de gran tamaño. El muchacho pareció alegrarse con la propina y amablemente me dio las gracias. Mientras colocaba la carne en la heladera, lo imaginé de nuevo en la calle, subiendo al asiento de su carreta de reparto, con la cubierta de lona que en verano podía levantarse por los laterales. Cuando nevara, lo cual podría suceder de un día para el otro, supe con certeza que cambiaría la carreta por el gran trineo de reparto.
    La carne, que deposité encima del hielo, venía envuelta con el tosco papel de carnicero, atada con un cordel: no estaba permitido el uso de papel engomado ni de celofán. Alguien lo había olvidado el primer día, pero al parecer desde entonces velaban para que no volviese a ocurrir. También tenían presente en que debían mandar la mantequilla y la manteca de cerdo: envueltas con la misma clase de papel, aunque metidas dentro de unas bandejitas planas hechas con chapa de madera.
    Mis patatas estaban friéndose en el enorme fogón de carbón, y les daba la vuelta de vez en cuando, para que no se quemaran. Me gustaba estar en la cocina: era una estancia enorme, con espacio más que suficiente para la gran mesa redonda y las cuatro sillas de madera maciza que había en el centro. El bloque de los fogones tenía las dimensiones de un escritorio de oficina, con herrajes niquelados. Un gigantesco armario de madera cubría toda la pared, de arriba abajo. Detrás de unas puertas vidrieras estaba toda la porcelana y la cristalería, mientras los cazos y las sartenes se encontraban en unos estantes protegidos con hule.
    Era una habitación agradable, cálida y confortable gracias al fuego, con las ventanas empañadas por el vaho. Me acerqué al armario, saqué media hogaza de pan de la enorme caja roja donde lo guardaba y corté tres gruesas rebanadas. Sabía que daría cuenta de todas; aquel pan era lo único que comía que aún sabía bien. «Tal vez sea lo que todavía me mantiene con vida», pensé. Por el momento no hablaba en voz alta conmigo mismo. Se trataba de un pan casero, horneado por una irlandesa que lo vendía a domicilio, según me había dicho ella.
    Al mirar las chuletas, me pareció que estaban casi hechas, y me dispuse a moler un poco de café en un molinillo de madera primorosamente tallado. Luego llené la pequeña cafetera y la puse al fuego.
    Había adquirido la costumbre de hacer la mayor parte de mis comidas en la cocina; era más fácil que acarrear la comida y los platos por toda la casa. Esa noche, como de costumbre, cuando la cena estuvo a punto me senté a comer y a leer el periódico vespertino, que cada tarde me dejaban delante de la puerta. Era el 10 de enero, así que leía un ejemplar del New York Evening Sun del 10 de enero de 1882 recién salido de la imprenta. Mientras leía y comía —las chuletas estaban bien, aunque algo secas, pero las patatas medio crudas las habría rechazado un buitre muerto de hambre—, saqué el reloj y apreté el pequeño botón lateral que disparaba la tapa de oro que cubría la esfera. Eran poco más de las siete, cuatro minutos de adelanto respecto al reloj de la cocina, que aún no había dado la hora. No sabía cuál de los dos iba bien, pero carecía de importancia. La noche que tenía por delante no prometía ser demasiado excitante. Eran las siete, y serían las siete y media cuando terminase de lavar los platos, luego jugaría unos cuantos solitarios y, aproximadamente a las nueve, me iría a la cama y leería el ejemplar semanal del Frank Leslie's Illustrated Newspaper, que el cartero me había traído con el segundo reparto de la tarde.
    Sin embargo, días más tarde recibí una visita. De nuevo estaba lavando los platos después de cenar, lo cual no me molestaba, pues me había acostumbrado a ello. Soy de los que sueñan despiertos, una característica que a menudo me ha metido en dificultades, incluso desde niño, cuando del jardín de infancia me enviaron a casa con una nota según la cual era propenso a la «enajenación». Como nadie en mi familia sabía muy bien qué significaba aquello, no se hizo nada al respecto, así que desde entonces seguí bastante «enajenado»; cuando estoy haciendo un trabajo rutinario que me mantiene las manos ocupadas, como por ejemplo lavar los platos, me dejo llevar por la ensoñación.
    En ese momento, como de costumbre mientras lavaba los cacharros, me dejé arrastrar hacia una de aquellas fantasías, que casi todas las noches era la misma. Lo que hacía era imaginar cómo sería un lugar determinado de la ciudad. Me decía a mí mismo que si me acercaba a la salita de estar y miraba por la ventana en dirección a Central Park, tal vez viese un birloche trotar bajo las farolas y las ramas desnudas de los árboles. Lo cierto era que no solía mirar con frecuencia por las ventanas, y cuando lo hacía no apartaba la vista del centro del parque, muy tarde por la noche o a primera hora de la madrugada, ya que, por supuesto, no estábamos en el siglo XIX sino en el XX, y cuanto menos pensara en ello, mejor. De modo que, de pie ante el fregadero, imaginaba al cochero con su birloche pasar por la calle en aquel preciso momento, el toldo subido... Con una mano sostenía las riendas y con la otra el látigo, iba envuelto hasta la cintura con una manta de viaje, lucía un chaqué y un sombrero hongo. ¿Y orejeras? No, no hacía tanto frío como para eso. Pero sí guantes de piel.
    Luego, mentalmente, observaba a un hombre y a su esposa avanzar en un landó en dirección contraria; cada vez que pasaban bajo una farola, los cristales centelleaban. Supuse que irían a algún sitio a cenar. Con la ayuda de los grabados de Martin Lastvogel, imaginé a un criado vestido de librea conducir, subido en el asiento delantero, en medio de dos fanales encendidos. El hombre que iba dentro, visible a través del óvalo de la ventana posterior, llevaba un abrigo negro y sombrero de copa. Su esposa lucía un gorro de pieles, a juego con el cuello de su abrigo. El landó y el birloche se cruzaron bajo un círculo de luz amarillenta y los ocupantes se saludaron con una inclinación de cabeza; los hombres se llevaron la mano al sombrero.
    Según el Evening Sun, era Adelina Patti que cantaba en el Opera House. Imaginé que en aquellos mismos instantes unos obreros con traje de faena estarían probando las candilejas, y mentalmente los vi encenderlas una a una, abrir el gas, observar por un instante y luego apagarlas.
    En el cuartel de los bomberos, a unos ochocientos metros más abajo, un hombre con botas altas estaría almohazando los grandes caballos en los establos del fondo, mientras intentaba evitar los coletazos de los animales y mantenía los pies apartados de alguna coz ocasional, temblorosos los músculos de las piernas.
    Una vez que los platos estuvieron lavados y secos, encendí una vela en el candelero de porcelana, apagué los mecheros de gas de encima del fregadero y de la mesa y avancé por el largo pasillo hasta la salita de estar, protegiendo la llama con la mano. Allí encendí un solo aplique de la pared y la lámpara de la mesita situada al lado de mi sillón favorito. Miré con cautela hacia las ventanas —fuera estaba oscuro, no había nada que ver— y me senté. El sillón estaba tapizado con una tela color ciruela, y de los brazos y el borde inferior colgaba una tira de borlitas.
    Lo cierto es que cuando sonó la campanilla de la puerta, casi di un respingo. No se me había ocurrido pensar que alguien pudiera llamar así, pues el muchacho de la tienda siempre golpeaba con los nudillos... Yo ni siquiera sabía que hubiera una campanilla, y casi corrí a contestar a la llamada, temeroso de que ocurriera algo malo.
    En el pasillo, sonriéndome, me encontré con Rube Prien y una mujer de cabello oscuro y ojos pardos. El lucía un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, con cuello de pieles color marrón. En una mano sostenía el sombrero hongo y algo más que no logré distinguir del todo debido a la penumbra del pasillo. La mujer que lo acompañaba llevaba un abrigo largo azul marino con esclavina, y un pañuelo blanco atado bajo la barbilla.
    —Hola, Si —me saludó Rube—. Pasábamos por aquí y se me ocurrió subir un momento. Me alegro de ver que estás en casa.
    —¡Entrad! ¡Entrad! —Estaba alborozado como un chiquillo—. ¡Y yo me alegro de que hayáis subido!

    Rube me presentó a la joven —que se llamaba May— y yo me hice cargo de sus cosas. Rube llevaba un par de patines; no eran más que una cuchilla unida a una plataforma de madera provista de correas. Iban al parque a patinar, comentó Rube; la bandera estaba izada y se habían encendido hogueras. Me pidió que los acompañara, pero contesté que aquello no era para mí. Fui a prepararles un poco de café y, cuando entré con la cafetera, May se hallaba sentada al órgano, examinando una partitura.
    El órgano tenía el tamaño y la forma de un piano vertical, y era incluso más recargado que el Taj Mahal. La madera, ligeramente amarillenta —creo que era de roble—, estaba cincelada, torneada y tallada de manera increíble: daba la impresión de que toda una frenética familia de talladores lo hubiera asaltado, dispuesta a convertirlo en virutas si no los hubiesen apartado de allí a la fuerza. May cogió su taza de café. Lucía un sencillo vestido de lana que le llegaba hasta los pies, de un color marrón que hacía juego con sus ojos, y un cuello blanco que se sujetaba por delante con un pequeño broche de plata. Su cabello era negro, y lo llevaba peinado con una raya en el medio y enroscado en la nuca formando un moño. Rube se había sentado en una mecedora de madera y su aspecto resultaba impresionante. Vestía chaqueta de cuatro botones y pequeñas solapas altas, cuello de pajarita y corbata de pala ancha, con una aguja de oro. Sus zapatos eran de caña alta, negros y con botones, como los míos.
    May dejó su taza a un lado, abrió una partitura y tocó una pieza titulada Tápame, tápame, y luego Finiculi, funicula. Tocaba bastante bien, y Rube y yo nos quedamos allí sentados, sonriendo levemente, balanceando la cabeza al ritmo de la música, fingiendo que nos gustaba. Luego charlamos un rato, acerca del tiempo, del incendio del día anterior en la calle Nueve y de los progresos en la excavación del túnel bajo el Hudson. Les ofrecí una copa, pero Rube dijo que no, que era hora de irse a patinar, si es que querían hacerlo, y se marcharon. Pero yo me quedé tan excitado con su visita, que transcurrió más de una hora antes de que vislumbrara algún sentido al libro que intentaba leer.
    Al día siguiente, aquella visita tuvo consecuencias. Después de desayunar y leer el Times, me sentí de pronto harto de no hacer otra cosa que actuar para mí mismo. Aquel fingimiento estaba convirtiéndose en estupidez, y de pie en la sala de estar, lancé sobre un sillón el libro que sostenía en la mano y que, supongo, me disponía a leer. Luego me limité a permanecer allí con lo que se había convertido no en mi indumentaria, sino en un tedioso disfraz, plenamente consciente del auténtico Nueva York que me rodeaba. Una ciudad llena de salas de cine, de teatros, clubes nocturnos, emisoras de radio, de televisión y, por encima de todo, de gente a la que conocía y con la que quería estar. Y lo único que necesitaba para estar con ellos era salir a la calle. Los aviones volaban por encima de la ciudad, podía oírlos. Los automóviles provocaban atascos. Y allí fuera, donde no podía verlo, la ciudad se elevaba formando moles de cristal, acero y piedra. El Nueva York de la década de 1880 se había extinguido.
    La rebelión, sin embargo, empezó a perder fuerza nada más empezar y comprendí que, en cuestión de unos momentos, no sería difícil reanudar el fingimiento. Supongo que muchos habrán deseado pasar unas vacaciones en un lugar remoto, lejos de los periódicos y la televisión. En esas condiciones, la realidad del mundo que se deja atrás se difumina lentamente y el mundo real se convierte en el sitio donde uno está y en lo que uno hace.
    Eso era lo que había sucedido allí. La idea de encender el televisor se había convertido en algo remoto. El recuerdo de lo que sentía al sentarme al volante de un coche era un poco confuso. Y las últimas noticias de ámbito nacional o internacional que había oído habían ocurrido hacía mucho tiempo. Todos los recuerdos del mundo que había dejado atrás habían perdido perceptiblemente parte de su vigor. Y dado que la mayor parte de lo que hacemos, pensamos o sentimos es una costumbre, no me resultó muy difícil en aquel instante pestañear, mirar alrededor, recoger luego el libro y reanudar la lectura allí donde la había interrumpido la noche anterior, nuevamente con el ánimo dispuesto.
    Sin embargo, los días pasaban y yo no hacía ningún intento, convencido de que éste fracasaría. El tiempo transcurría como suele hacerlo para un convaleciente: con lentitud, sin esfuerzo, sin auténtico aburrimiento ni zozobra; las horas y los días se esfumaban casi sin que me diese cuenta, como hielo que se derrite. El mundo exterior había desaparecido hacía tiempo, lo único real era mi rutina. Todo en ella era consecuente con el 15 de enero de 1882, con el 16, el 17, el 18, el 19... Y yo casi podía creer que era así. Casi. Pero fuera... Desde allí arriba, Central Park parecía no haber cambiado, salvo por los edificios que lo rodeaban, tal como puede verse en la imagen que aparece en la página siguiente y que yo tomé desde la ventana central la primera vez que estuve en el apartamento.
    De modo que ahora, a últimas horas de la noche o al amanecer, con frecuencia miraba hacia el parque e intentaba experimentar la sensación de que tras él se hallaba el mundo del siglo XIX. Sin embargo, en una ocasión en que pensé que obtendría éxito, o que estaba en disposición de obtenerlo, un Mustang marrón con llantas de aluminio y reflector trasero se cruzó por allí. En cualquier caso, ya no me atrevía a levantar la vista de los viejos caminos y senderos del parque, consciente de que el siglo XX se elevaba de manera visible alrededor. Y, con la certeza de que fracasaría si lo intentaba, seguía esperando.
    Una tarde, alrededor de las cuatro —creo recordar que el reloj de la cocina había dado la hora hacía poco tiempo—, me hallaba en la salita leyendo, cuando aparté los ojos del libro con la sensación de que algo había cambiado en la estancia. Miré en torno a mí, pero todo parecía igual. Luego alcé la vista y vi el techo más luminoso, como si la luz del exterior hubiese cambiado. Aun así, algo más había cambiado. Las paredes de aquel edificio eran gruesas y del exterior sólo llegaban los ruidos más fuertes, y siempre de forma apagada. Ahora, sin embargo, no percibía ni siquiera éstos: nada de bocinas, frenos de aire comprimido, ni el chirriar de los neumáticos. El silencio era absoluto. Luego, a lo lejos, escuché el grito de alegría de un chiquillo.
    Con el libro en la mano, me acerqué a la ventana y, sea lo que sea que se dispara en el pecho cuando se experimenta la excitación, en aquel instante se disparó; fuera, todas las superficies estaban cubiertas de unos quince centímetros de nieve nueva, reluciente y sin marca alguna, mientras miles de millones de gruesos copos pasaban veloces ante mi ventana. Abajo, en la calle, nada se movía, y no se veía ningún coche aparcado; todos se habían retirado de la acera antes de que la nieve los dejara atrapados. Debajo de mi ventana, la nieve inmaculada hacía que la zona oeste de Central Park apareciese lisa, los semáforos iban inútilmente del verde al rojo y del rojo al verde, y al otro lado de la calle el parque era una delicia. Había cosas moviéndose: pequeñas criaturas vestidas de rojo, azul, marrón o verde corrían, andaban con paso vacilante y caían sobre la nieve, rodaban sobre ella, la recogían, la lanzaban y se la comían. También había algunos trineos, y un grupo afanoso hacía rodar una bola que ya era más alta que ellos.
    A mí me encantan las tormentas de rayos y nieve, y permanecí frente a la ventana durante lo que imagino fue más de media hora, observando los enormes copos pasar en remolinos por delante del cristal, observando cómo Central Park se convertía en una especie de aguafuerte mientras las ramas de los árboles se cargaban de blanco y los montecillos y depresiones que marcaban los senderos y los caminos se nivelaban hasta desaparecer.
    Al cabo de un rato preparé café, acerqué un sillón a la ventana y me senté en diagonal, con las piernas encima del brazo del sillón. Luego —era demasiado temprano para cenar, pero me sentía hambriento— me preparé un emparedado, cogí una manzana y me los llevé a la sala. La luz iba menguando y fuera la gran extensión nevada había adquirido una tonalidad azul. Me senté a comer, contemplando cómo el día se desvanecía. Entonces caí en la cuenta de que los semáforos que había bajo mi ventana estaban apagados; o los habían desconectado para ahorrar electricidad, o a causa de la tormenta. Su aspecto era distinto ahora, la capucha de la parte superior estaba cubierta de nieve hasta tal punto que muy bien podían haber sido farolas. Con el aire frío los copos que caían se habían vuelto más pequeños, y el leve viento que se había levantado los empujaba horizontalmente como si de una cortina de niebla se tratara. En aquellos instantes yo no podía ver más allá del centro del parque. A lo lejos, la hilera de bloques de apartamentos que delimitaba la orilla oriental se había desvanecido tras la cortina, y lo mismo ocurría con los edificios de la parte sur, así como, lógicamente, con los del norte. Los últimos chiquillos se fueron. Hacía frío, lo percibía a través de los cristales de la ventana, y casi había oscurecido del todo. Mientras seguía mirando hacia Central Park, me pregunté si también habría nevado en enero de 1882.
    No lo sabía, pero era lo más probable, como es lógico. Y, si había sido así en aquella ocasión, entonces lo que estaba viendo era, en todos sus detalles, la misma escena que habría podido contemplar desde allí arriba en aquella ocasión. Me levanté y me acerqué a la ventana, y al ver mi reflejo en el cristal, con aquella indumentaria, en aquella habitación y en aquel edificio, comprendí que podría haber estado allí de pie entonces tal como lo estaba ahora.
    Entonces me volví, caminé hacia la lámpara, prendí un fósforo y encendí las luces, una tras otra. En la cafetera que había dejado sobre la alfombra, al lado del sillón, aún quedaba café caliente, y me serví media taza, aunque nunca llegaría a bebérmela. Me senté nuevamente delante de la ventana; la estancia era cálida y confortable, y el silencio sólo era roto por el leve siseo de los mecheros del gas y el roce de algún que otro copo de nieve al chocar contra el cristal. Me recosté en el sillón con las piernas extendidas y la taza en el regazo, mirando fijamente las llamas de bordes azulados que dibujaban diminutas hachas medievales detrás de los dibujos grabados en la lámpara de cristal.
    Yo ya no estaba pensando; aquello no podía calificarse de pensamiento. Permanecía sentado en reposo, casi con la mente en blanco, exceptuando aquella imagen que sin querer se formaba por un instante en mi mente: la de la gente que tenía que salir a la calle, más al sur, en las zonas más transitadas del centro de la ciudad. Los veía inclinarse contra la nieve impulsada por el viento, los hombres sujetándose el ala del sombrero, las mujeres abrigándose con sus manguitos, y a su lado, en el centro de la calle, los cascos de los caballos resbalando, vacilando en busca de un punto de apoyo. De pronto, visualicé una pata levantada, húmeda a causa del aguanieve, el espolón envuelto en nieve sucia. Y luego sentí —imaginar no era la palabra exacta— la ciudad alrededor de mí. A los demás, quiero decir: a la gente que, como yo, estaba en sus hogares, bajo la suave luz de millones de llamas de gas.
    Aborrecía tener que moverme: era todo tan blanco y silencioso allí fuera, los copos empujados por el viento ante mi ventana iluminada... Me sentía tan cómodo en aquella habitación donde las sombras de vez en cuando cambiaban cuando las llamas en forma de cuña parpadeaban por un instante. Seguía con la intención de beberme el café, pero, como he dicho, nunca llegaría a hacerlo. Finalmente, dejé a un lado la taza, me levanté, me acerqué a la ventana de la izquierda y bajé la persiana. Ignoraba si había alguien vigilando desde algún lugar, observando cómo aquella ventana se oscurecía de pronto, pero me tenía sin cuidado.
    Y cuando la campanilla de la puerta saltó en el extremo de su muelle en espiral, yo casi estaba dormido en mi sillón. Al abrir, descubrí sin sorpresa que era Oscar Rossoff, que pateaba el suelo para sacudirse la nieve de las botas profusamente engrasadas y sin lustrar. Lucía una reluciente barba negra, recortada hasta terminar en punta.
    —Hola, Si. —Sacudió las gotas de humedad del sombrero hongo que sostenía en la mano—. Pasaba por aquí y me he detenido a recobrar un poco el aliento, si no te importa. Hace una noche preciosa, pero resulta difícil caminar.
    —Entra, Oscar. Me alegro de verte.
    Entró, se detuvo y, con una sonrisa, comenzó a desabrocharse el largo gabán con cuello de pieles. Luego me lo tendió y se frotó las manos con fuerza, satisfecho de entrar en calor. Llevaba un chaqué negro con solapas de seda, pantalones a cuadritos blancos y negros y un cuello de pajarita con una chalina negra. Cruzamos la habitación hasta los sillones y Oscar, después de desabrocharse el chaqué, se sentó. Una gruesa cadena de oro cruzaba la pechera de su chaleco, y de ella colgaban algunos adornos de oro y marfil.
    —Voy a encender el fuego, Oscar. ¿Prefieres antes una copa? O café, si te apetece. ¿Has cenado ya? —Me alegraba de tener compañía, y me di cuenta de que no paraba de parlotear.
    —No, no puedo quedarme, Si; me he detenido sólo un momento... No te molestes en prepararme nada. Sólo una copa. ¡Me gustaría un whisky! Sin agua. —Volvió a frotarse las manos mientras atisbaba por la ventana—. ¡Vaya nochecita!
    Le serví el whisky en unas diminutas copas de cristal tallado. Ambos las levantamos para brindar y probamos el licor.
    —Está bueno —comentó Oscar y, tras tomar nuevamente asiento, empezó a jugar con un adorno en forma de moneda de oro que colgaba de la cadena del reloj—. Es agradable sentarse aquí con una copa de whisky en la mano, la tormenta menguando ahí fuera.
    Asentí con la cabeza.
    —Sí. Me alegro de que hayas venido, Oscar. Estaba quedándome dormido.
    —Un hombre podría dormirse fácilmente en una noche como ésta. —Tomó un sorbo de whisky, luego volvió a retreparse en su sillón, jugando distraídamente con el disco de su cadena, que relucía sin brillo bajo la luz de gas—. No hay nada más relajante. Está todo tan silencioso ahí fuera, y se está tan calentito y tranquilo aquí dentro... —Asentí de nuevo y me dispuse a contestarle, pero Oscar sacudió suavemente la cabeza, sonriendo, recostado cómodamente en el respaldo de su sillón—. No te molestes en mantener una conversación, Si. No necesito que me entretengas. Se está tan bien aquí dentro, que debería disfrutarse sin pensar, con la mente en reposo, satisfecho y tranquilo. Y el whisky contribuye a ello, ¿verdad? Notas que los nervios y los músculos se relajan. Creo que ya no sopla el viento, y el silencio es absoluto ahora. Aunque sigue nevando; vuelven a caer copos enormes y suaves. Te sientes muy satisfecho ahora, Simón. Puedo verlo. Tan relajado y tranquilo... En paz. Y creo que contribuyo a ello. Porque, aunque estés escuchándome, más que las palabras lo que importa es el sonido, el tono, el murmullo, la sugestión... Esto va borrando las tensiones; me doy cuenta de que lo notas. Estás tan relajado, que hasta el vaso que tienes en la mano empieza a ser demasiado pesado para sostenerlo. ¿Te das cuenta? Te sientes más sosegado y sereno, más de lo que te has sentido en tu vida, ahí sentado, en paz, escuchando el murmullo de mi voz. Ese vaso es demasiado pesado, déjalo en el suelo, a tu lado. Así está mejor, ¿verdad? Si intentaras cogerlo otra vez, sería demasiado pesado. De todos modos, no quieres cogerlo; te tiene sin cuidado. Y tampoco podrías... Aun así, inténtalo, Simón. Trata de levantarlo. Inténtalo con más fuerza, levántalo tan sólo unos centímetros y luego vuelve a depositarlo en el suelo. ¿No puedes? Bueno, no importa. No importa en absoluto. Estás muy cansado, y en unos instantes voy a dejar que duermas. Pero antes de marcharme quiero decirte algo.
    »Sólo dormirás un rato, Si, pero será un sueño maravillosamente reparador. Profundo y sin pesadillas. Tan descansado como no has experimentado en tu vida. Y, al despertar, todo cuanto conoces sobre el siglo XX habrá desaparecido de tu mente... Mientras duermas, todo ese bloque de conocimientos se encogerá dentro de tu mente, irá disminuyendo hasta quedar reducido a un puntito inmovilizado en tu cerebro, fuera de tu alcance.
    »Ya empieza a ocurrir. No existen cosas como los automóviles, Si. No hay aviones, ni ordenadores, ni televisión, ni un mundo en el cual esto sea posible. Términos como «nuclear» o «electrónica» no constan en ningún diccionario de la Tierra.
    »Nunca has oído el nombre de Richard Nixon..., ni el de Eisenhower, o el de Adenauer... Stalin... Franco... General Patton... Góring... Roosevelt... Woodrow Wilson... Almirante Dewey... Todo cuanto sabes acerca de las últimas ocho décadas se ha borrado de tu mente; todo. Grande o pequeño. De lo más importante a lo más insignificante.
    »Pero sabes cómo es el mundo; lo sabes muy bien... Lo sabes todo sobre él. ¿Cómo no ibas a saber cómo es el mundo esta noche del 21 de enero de 1882? Porque ésta es la fecha, ésta es la época en que nos encontramos, claro. Es por eso que tú y yo vamos vestidos así. Es por eso que esta habitación es como es. No te duermas del todo aún, Si. Mantén los ojos abiertos sólo por un momento. Unos pocos segundos más.
    »Y ahora, presta atención a lo que te digo. Voy a darte una última orden, irrevocable. La escucharás y obedecerás. Vas a dormir durante veinte minutos. Luego despertarás descansado y saldrás a dar un paseo. Un paseo corto, sólo para respirar un poco el aire antes de irte a la cama. Irás con el mayor cuidado posible... Que nadie te vea... Debes asegurarte de que no hablas con nadie. No te permitirás actuar por tu cuenta, por insignificante que te parezca; ni influir en nadie, por trivial que sea.
    »Luego regresarás aquí, te acostarás y dormirás toda la noche. Despertarás por la mañana como de costumbre, libre de cualquier sugestión hipnótica. De modo que, nada más abrir los ojos, todos tus conocimientos acerca del siglo XX
    regresarán a tu mente. Pero recordarás tu paseo. Vas a recordar tu paseo... Vas a recordar tu paseo... Y ahora, adelante. Duérmete.
    Me sentí avergonzado. En cuanto desperté en el sillón me apresuré a mirar a Oscar, pero descubrí que había desaparecido. Su vaso estaba sobre la mesita, y me pregunté qué habría pensado al ver que me quedaba dormido mientras él estaba allí, un invitado... Pero sabía que no le importaría; éramos buenos amigos y lo habría encontrado divertido.
    A pesar de todo, me sentía descansado, animado, lleno de energía. Quizás algo inquieto para irme a la cama, de modo que decidí dar un paseo. Aún nevaba, pero ahora caían copos suaves y enormes. No hacía viento. Yo había permanecido demasiado tiempo encerrado y deseaba salir, pisar la nieve, respirar aire fresco, de modo que me dirigí hacia el armario y me puse el gabán, el chaleco aislante, las botas y mi gorro negro de astracán.
    Bajé por las escaleras del edificio, en cierto modo satisfecho de no encontrarme con nadie; no estaba de humor para charlas, y de haber oído a alguien por la escalera creo que me habría ocultado hasta que se hubiese ido. Ya abajo, salí del edificio, miré alrededor, pero no vi un alma... Esa noche no deseaba ver a nadie... Crucé la calle y doblé hacia Central Park. Era una noche espléndida, maravillosa. Sentía el aire vivificante penetrar en mis pulmones, y de vez en cuando algún que otro copo quedaba prendido en mis pestañas, empañando momentáneamente las farolas que tenía delante, ya brumosas entre los remolinos de nieve que las rodeaban.
    Justo delante de mí, la calle quedaba prácticamente nivelada con la acera, sin huellas de pasos ni de ninguna clase de rodadas. La crucé y penetré en el parque. No podía verse ni detectarse ningún sendero, de modo que me limité a esquivar los arbustos y los árboles. Avanzar resultaba muy difícil, dado que en aquellos momentos la nieve debía de tener unos veinte centímetros de espesor. Se me ocurrió que sería mejor no apartarme demasiado de las farolas de la calle,
    o de lo contrario podría perderme con facilidad, así que volví la mirada hacia atrás. Las farolas eran claramente visibles, y a su luz distinguí mis huellas. Pero éstas se cubrían con rapidez, y comprendí que en cuestión de minutos habrían desaparecido del todo, con lo cual, si me iba muy lejos, no podría guiarme por ellas cuando emprendiese el camino de regreso.
    No obstante, seguí avanzando con dificultad un poco más, disfrutando del ejercicio que suponía levantar los pies, ya que las botas estaban cargadas de nieve húmeda, animado por la excitación de aquella noche blanca y luminosa, y por mi soledad en medio de la nieve. A mis espaldas y hacia el norte escuché a lo lejos un rítmico campanilleo que sonaba más fuerte por momentos, y de nuevo me volví hacia la calle. Permanecí unos instantes escuchando aquel cascabeleo y entonces, justo detrás de la silueta de las ramas de los árboles, por el centro de la calle iluminada, apareció el único vehículo capaz de circular en una noche como aquélla: un trineo de un solo asiento, ligero, airoso, tirado por un esbelto caballo que trotaba sin dificultad y en silencio sobre la nieve. El trineo carecía de capota, y los ocupantes iban sentados expuestos a la nevada, cómodamente arrebujados debajo de una manta; un hombre y una mujer que pasaban con un rítmico sonido de campanillas entre la nieve encerrada en los conos de luz que irradiaba cada farola. Los dos llevaban un gorro de pieles como el mío, y el hombre sujetaba con una mano el látigo y las riendas. La mujer sonreía y echaba la cabeza hacia atrás para recibir la nieve, en el rostro; aparte del cascabeleo, sólo se oía el trote amortiguado de los cascos y el siseo de los patines del trineo. La pareja me daba la espalda, el trineo se alejaba, haciéndose cada vez más pequeño, y el ritmo continuo de los cascabeles iba apagándose. Estaban casi a punto de desaparecer, cuando percibí la risa momentánea de la mujer, su voz amortiguada por la nieve que caía, el sonido distante y feliz.
    Ya era suficiente para un paseo, y no deseaba seguir internándome en el parque, de manera que di media vuelta. Aún podían verse las delgadas líneas paralelas de los patines del trineo en medio de Central Park West, pero desaparecían rápidamente; las huellas de mis anteriores pasos ya se habían borrado por completo. Subí por las escaleras del Dakota, me quité el gorro y el gabán, luego apagué los mecheros de la salita de estar y me dispuse a irme a la cama. Antes me acerqué a la ventana para echar un último vistazo. Luego quise sentir la nieve una vez más, de modo que abrí las vidrieras y salí al balcón. Abajo, en la calle que yo acababa de cruzar, las huellas de los patines del trineo y de mis propios pasos se habían esfumado, la superficie cubierta de nieve había vuelto a quedar lisa y sin una sola marca. Por unos instantes, permanecí contemplando el paisaje en blanco y negro del interior del parque, luego dirigí la mirada hacia el norte. Lo único que pude ver, apenas perceptible a través de la cortina de nieve, fue el Museo de Historia Natural, varias manzanas al frente, con una hilera de ventanas iluminadas. Seguidamente volví a entrar en la salita. Ya en la cama, me quedé dormido casi de inmediato.
    8
    —¡Cuéntanoslo otra vez! ¡Piensa, maldita sea! —exclamó Rube, con la frustración y la rabia acrecentándose en su voz—. ¿No había nada más en el trineo? ¿Nada en absoluto? ¿No dijeron nada, por el amor de Dios?
    —Tranquilízate, Rube —murmuró el doctor Danziger.
    Él, Rube y Oscar Rossoff —que ahora vestía sus ropas habituales— estaban sentados en la salita de estar del Dakota, cada uno con una taza de café en la mano o al lado. Oscar fumaba un cigarrillo. Nunca lo había visto fumar, y después de que aplastase la segunda colilla, incluso Danziger le pidió uno, de modo que también estaba fumando en aquellos momentos.
    Yo estaba sentado en mangas de camisa, con las zapatillas de fieltro, bebiendo café y esforzándome por sacar a la luz cada detalle del paseo que había efectuado la noche anterior, examinando mentalmente las imágenes en busca de algo nuevo. Pero, una vez más, tuve que negar con la cabeza.
    —Lo siento, pero era sólo un... trineo. Y ellos no dijeron nada. Ella rió después de pasar, pero si él dijo algo que le provocara risa, no lo oí.
    —Bien, ¿y qué me dices de las farolas? —inquirió Oscar, irritado—. ¿Funcionaban con gas o con electricidad? No es difícil darse cuenta de algo así.
    La irritabilidad es contagiosa, de modo que repliqué:
    —¡Oscar, yo no me entretengo en estudiar las farolas más de lo que puedes hacerlo tú cuando sales de noche!
    —¿Y no viste a nadie más? —preguntó Rube, mirándome de soslayo—. ¿No viste absolutamente nada? ¿No oíste ni un solo ruido? ¿Qué dices a todo esto? ¿Oíste algo más, no oíste nada?
    Aborrecía tener que volver a hacerlo —me sentía culpable al respecto, como si el único responsable fuera yo—, pero tras intentar por varios segundos recordar algo más de lo que ya les había explicado con toda clase de detalles, negué con la cabeza una vez más.
    —El silencio era absoluto, Rube. Había nieve por todos lados, nada se movía.
    Apretó los labios en un gesto de ira contenida. Luego se obligó a sonreír para demostrar que lo entendía. Pero necesitaba hallar cierto alivio físico, de manera que se levantó, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones color caqui y empezó a pasear por la habitación.
    —¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Pudo haber sido en 1882. ¡Pudo haberlo sido! ¡O pudo ser hoy! Alguien que hubiese sacado el trineo del abuelo, y los semáforos estaban desconectados a causa de la tormenta de nieve... —Se volvió hacia Rossoff, agitando las manos en ademán de impotencia, riendo como si lo encontrase casi divertido—. ¡Es ridículo! ¡Pudo haberlo conseguido! ¡Quizá lo consiguió! Pero no hay forma de saberlo... ¡Jesús! —Regresó a su sillón, se derrumbó en él y cogió la taza de café que tenía al lado, sobre la alfombra.
    En voz baja y grave, como si intentase suavizar el ambiente de irritabilidad que reinaba en la salita, Danziger preguntó pacientemente:
    —¿Dice usted que regresó aquí después del paseo, Simón? ¿Y no se encontró con nadie?
    —En efecto. —Asentí de nuevo.
    —¿Luego entró en esta salita, se acercó a la ventana y se asomó al parque?
    —Así es —contesté, mirándolo fijamente a la cara, con la esperanza de que sacara algo de mí cuya existencia yo ignoraba.
    —¿Y no vio... nada, realmente?
    —No. —Volví a arrellanarme en el sillón, repentinamente deprimido—. Lo siento, doctor Danziger, lo siento profundamente. Pero, para mí, anoche era una noche de 1882. Al menos en mi mente. De modo que no había nada de extraño en ese hecho, y no presté atención a...
    —Lo comprendo. —Danziger asintió varias veces, sonriendo, luego se volvió hacia los demás y se encogió de hombros—. Bueno, eso es todo. Habrá que esperar otra oportunidad e intentarlo de nuevo... Así de sencillo.
    Los otros asintieron, luego nos limitamos a permanecer allí sentados. El doctor Danziger miró el cigarrillo encendido que sostenía en la mano, hizo una mueca de disgusto y lo aplastó en el cenicero. Entonces supe que acababa de dejar de fumar otra vez. Al cabo de un momento, tal vez de un par de minutos, Rossoff me dijo:
    —Simón, acércate a la ventana, ¿quieres? Y sal al balcón tal como lo hiciste anoche.
    Me acerqué a las vidrieras, las abrí, salí y, con expresión inquisitiva, me volví hacia Rossoff. Estaba harto de todo aquello, pero me sentía obligado a seguir mientras alguien así lo quisiera.
    —Cierra los ojos —me pidió Rossoff, y yo los cerré—. Bien, ahora es anoche. Estás ahí fuera, mirando hacia el parque. Mantén los ojos cerrados y contémplalo de nuevo, mentalmente. En cuanto lo visualices, descríbenoslo, Simón. Con exactitud.
    Al cabo de unos instantes, y sin abrir los ojos, lo describí:
    —Nieve absolutamente blanca, inmaculada... Es hermoso. Los árboles parecen negros como el carbón frente a semejante blancura. La calle está completamente lisa debido a la nieve, sin una sola marca. Veo que mis huellas han desaparecido, y que sigue nevando. En la luz que rodea la base de las farolas, los copos centellean. Nada se mueve; absolutamente nada. No se oye un solo ruido. Sigo de pie aquí, contemplando el parque unos segundos más, luego decido irme a la cama. Me vuelvo, dispuesto a entrar. Veo que en el Museo de Historia Natural hay varias ventanas encendidas. Supongo que deben de ser las mujeres de la limpieza... Luego corro las cortinas y... Lo siento, eso es todo. — Abrí los ojos, y entré de nuevo en la salita—. A continuación me acosté y dormí toda...
    No pude concluir. El doctor Danziger se puso lentamente de pie, desplegando su metro ochenta y pico de estatura, al tiempo que su rostro volvía a animarse. Se acercó a toda prisa a mí, con la mano tendida para agarrarme del hombro, y lo hizo tan fuerte que resultó doloroso. Entonces me obligó a volverme, otra vez de cara al balcón, y me empujó hacia fuera. Luego él también salió.
    —¡Mire! —Su vieja mano de venas abultadas pasó ante mis ojos, me cogió de la barbilla y me obligó a girar la cabeza hacia el norte—. ¡Hacia allí es donde miró usted anoche! Vuelva a mirar ahora. ¿Dónde está el museo?
    No pude verlo, por supuesto. Entre mis ojos y el museo, cuatro sólidos bloques de casas de apartamentos se levantaban más altos que la azotea del Dakota. Al menos desde mi balcón, el museo sin duda no podía verse desde mitad de la década de 1880. Y en el preciso instante en que comprendí este hecho, también lo comprendieron Rube y Oscar.
    —Lo consiguió —musitó Rube, y luego, con el rostro colorado por el esfuerzo, aulló—: ¡Lo consiguió! ¡Oh, Dios, lo ha logrado!
    Rube y Oscar me estrecharon fuertemente la mano, felicitándome, y luego se felicitaron el uno al otro. Yo me quedé quieto, sonriendo, asintiendo, tratando de hacerme a la idea de que la noche anterior, por unos breves momentos, había salido de aquel apartamento para entrar en el invierno de 1882. El doctor Danziger mantenía los ojos entrecerrados, y advertí que por un instante se tambaleaba; creo que faltó muy poco para que se desmayara realmente. Después él y todos los demás empezamos a parlotear unos con otros, sonriendo, haciendo chistes malos, y mientras yo participaba en aquello respondiendo, devolviendo las sonrisas, exaltado, excitado, retrocedía mentalmente al balcón, en medio del silencio de la blanca noche, y miraba a través de cinco manzanas de espacio vacío que hacía muchas décadas ya se había llenado con una sólida barrera de edificios.
    Veinte minutos después yo estaba sentado en una sala del almacén que recordaba vagamente del día en que había recorrido el edificio con Rube. Me encontraba sentado en un sillón giratorio, con el pequeño tubo de un micrófono suspendido del cuello mediante una cinta. A mi lado, en un panel de la pared, dos rollos de cinta magnetofónica giraban, y una joven con unos auriculares en la cabeza, por los cuales le llegaba mi voz unos segundos después de que yo hubiese hablado, se hallaba ante una silenciosa máquina de escribir eléctrica. Danziger, Rube, Rossoff, el profesor de Historia de Princeton, el coronel Esterhazy y una docena de personas que yo ya conocía, estaban de pie en la sala, apoyados en las paredes, escuchando y aguardando.
    —Frederick Boague... —recitaba yo—. Frederick N. Boague, de Buffalo, Nueva York. La última vez que lo vi fue en una clase de dibujo, hará tres años y medio. —Me quedé pensativo por un segundo, luego proseguí—: Se estrenó una película llamada El graduado. En ella actuaba Anne Bancroft. Y un tipo llamado Dustin Hoffman. El director era Mike Nichols. —Hice una pausa mientras escuchaba el amortiguado tecleo de la máquina de escribir eléctrica—. Hay unas barritas de chocolate marca Hershey. El envoltorio es de papel marrón, con letras plateadas. —Otra pausa—. Clifford Dabney, de Nueva York, de unos veinticinco años, es redactor de textos publicitarios. Elmore Bob es director administrativo del Montclair College para chicas. Rupert Ganzman, es miembro de la cámara baja del estado. En Wyoming vive un indio sioux de pura sangre llamado Gerald Montizambert. A finales de octubre se produjo un incendio en un edificio de apartamentos de la calle Cincuenta y uno, al lado de Lexington. La estación de Pennsylvania ha sido demolida.
    Un joven al que había visto por los pasillos entró silenciosamente en la sala, casi de puntillas. Arrancó con cuidado la mitad superior de la hoja de papel que sobresalía por encima de la máquina de escribir y se marchó. La joven siguió mecanografiando sobre la parte inferior de la hoja y yo seguí hablando a través de la grabadora: nombres de gente a la que conocía o de la que había oído hablar, tanto anónimos como destacados, hechos grandes y pequeños, cualquier fragmento de conocimiento que pasara por mi mente sobre el mundo tal como lo recordaba antes de la última noche.
    —La reina Isabel es reina de Inglaterra, pero el Queen Mary fue vendido a una ciudad del sur de California... En la barbería de la calle Cuarenta y dos, justo al lado del Commodore, hay un peluquero que se llama Emmanuel...
    Un hombre abrió la puerta y entró en la sala, sonriendo. Debía de tener unos cuarenta años y era calvo. Yo lo había conocido en la cafetería.
    —¡Hasta ahora todo bien! —exclamó—. Me refiero a todo lo que hemos podido comprobar.
    Se produjo un murmullo, pues todos los presentes estaban excitados. El hombre se marchó y yo proseguí:
    —Hay una tira cómica titulada Peanuts, en la que no hace mucho Lucy y Snoopy...
    A las once en punto, Danziger me interrumpió. Ya era suficiente, dijo. Y a eso del mediodía ya teníamos la certeza. Cada hecho que yo recordaba al azar del mundo tal como era la noche anterior, continuaba siendo real al día siguiente. Los pocos pasos que había dado sobre la nieve en aquel mundo de 1882, y luego, al regresar, no habían alterado aquel otro mundo ni, en consecuencia, habían alterado el nuestro. Por ejemplo, no había nadie al que conociera el día anterior que no existiera aquella mañana. Nada había cambiado, en ningún aspecto. Ninguna verdad, de la clase que fuera, grande o pequeña, era distinta del recuerdo que yo tuviera de ella. Las cosas estaban tal como yo las había dejado, no se había detectado ni un solo cambio, y eso significaba que el experimento podía proseguir, con cierta cautela.
    Pero antes fui a ver a Katie. Crucé la ciudad después del almuerzo, ella cerró su tienda y subimos a su apartamento durante cuarenta minutos, donde tuve que contarle tres veces lo sucedido. «¿Cómo fue? ¿Qué sentiste?», no paraba de preguntar con múltiples variantes. Intenté explicárselo, buscando las palabras exactas, y Katie se inclinaba hacia mí, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, esforzándose por captar todo el significado de lo que yo trataba de transmitir desde mi mente a la suya. A veces sacudía inconscientemente la cabeza con expresión de asombro o admiración, aunque, por supuesto, quedaba decepcionada. La verdad era que yo no podía transferirle mi experiencia, y cuando por fin me puse de pie para marcharme, supe que ella todavía se preguntaría: «¿Cómo fue? ¿Qué sentiste?»
    De nuevo en el almacén, me cambié de indumentaria en el despacho de Rossoff, quien me interrogó mientras yo me vestía. La mayor parte de las preguntas se referían a si yo era capaz de sentir emocionalmente, del mismo modo que lo creía intelectualmente, que lo sucedido había ocurrido de verdad. Y yo, siempre servicial, reflexionaba al respecto mientras continuaba vistiéndome. Visualizaba el trineo que se alejaba entre un remolino de blandos copos de nieve, mientras el tintineo de los cascabeles de los arneses se extinguía poco a poco. Y de nuevo percibí el claro sonido de la risa de aquella mujer, en medio de la maravillosa noche invernal, y un estremecimiento de placer me recorrió la espina dorsal... Asentí a la pregunta de Rossoff y dije que sí.
    A continuación, él me llevó de nuevo al Dakota. Teníamos que darnos prisa. Yo había necesitado vivir mucho tiempo en aquel edificio para alcanzar el éxito de la noche anterior. Ahora sólo disponía de una noche, de la mañana siguiente y de parte de la tarde para volver a alcanzar el mismo objetivo..., si quería ver cómo enviaban el largo sobre azul de Katie en... «Nueva York, N.Y., Oficina Central de Correos, 23 Ene 1882,18.00 H.» Y esta vez, a fin de acelerar el experimento, iba a intentarlo yo solo, sin la ayuda del doctor Rossoff.
    Alrededor de las cuatro subí por las escaleras del Dakota. El paquete de Fishborn's Market estaba en el pasillo, delante de mi puerta. Lo recogí y, cuando entré en la salita de estar, me sentí, curiosamente, como si volviera a casa. A las seis, de pie ante el fogón de la cocina, con un largo tenedor en la mano y esperando a que mi patata hirviera al tiempo que leía el Evening Sun del 22 de enero de 1882, fue como si nunca hubiese abandonado mi rutina.
    Antes de subir, había visto que en la calle, debajo de mis ventanas, habían retirado la nieve de la noche anterior, que los semáforos funcionaban y que los coches volvían a circular. Pero todo eso ya carecía de importancia, porque yo sabía —con absoluta certeza— que allí fuera también existía el mes de enero de 1882. Y sabía —con absoluta certeza, también— que cuando llegara el momento podría trasladarme allí otra vez.
    Pinché la patata con el tenedor, pero el centro aún estaba duro, de modo que, con el periódico doblado a lo largo, seguí leyendo delante del fogón. El juicio contra Guiteau, el asesino de Garfield, se había reanudado. Guiteau, como de costumbre, seguía al frente de su propia defensa. La investigación de los escándalos de la Star Route continuaba... A toda una familia que vivía en una granja aislada de Wyoming le habían arrancado el cuero cabelludo... Entonces la campanilla de la puerta sonó.
    Sosteniendo el periódico en la mano, avancé por el largo y ancho corredor con mis zapatillas de fieltro, abrí la puerta y, de pie en el pasillo, me encontré a Katie. Envuelta en un abrigo invernal que le llegaba hasta los tobillos y con un pañuelo en torno a la cabeza, sonrió nerviosa, a la espera de que yo dijese algo.
    Al cabo de un instante, en el que me limité a mirarla, pasó por mi lado y entró en la salita de estar. Me volví y, automáticamente, cerré la puerta.
    —¡Katie! —exclamé—. ¿Qué diablos...?
    Pero ella ya había cruzado la sala y, tras quitarse el abrigo, lo dobló sobre el respaldo de una silla. Luego se volvió hacia mí. Llevaba un vestido de seda color verde botella, con encajes blancos y botones en el cuello y las muñecas, y los bajos, oscilantes todavía por el impulso de su giro, rozaron el empeine de sus botines. Con un rápido movimiento se despojó del pañuelo negro que cubría su cabeza, como si temiera que si no se daba prisa yo la obligaría a que no lo hiciese. Llevaba el cabello peinado hacia atrás desde la frente, recogido en un moño en la nuca.
    Estaba tan atractiva que no pude evitar sonreír con placer. Aquella abundante cabellera cobriza, su pálido cutis ligeramente pecoso, sus enormes ojos pardos que me miraban desafiantes, y aquel brillante vestido verde... Katie sabía muy bien lo que hacía cuando eligió aquel color. Tan pronto como sonreí, se apresuró a decir:
    —Voy a ir contigo, Si... Para ver cómo envían la carta. ¡Es mía, y también quiero verlo!
    Me encantan las mujeres, nunca las he considerado inferiores a los hombres y desprecio a aquellos que las consideran así. Y pienso, por ejemplo, que las mujeres tienen tantos principios como los hombres, aunque no cabe la menor duda de que estos principios son distintos. Sabía que podía confiar en Katie en cualquier sentido, de manera absoluta, que su criterio acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal era tan natural como el mío. Aun así, discutimos interminablemente. Katie de pie ante el fogón, donde se había hecho cargo de los preparativos de la cena, y yo sentado a la mesa de la cocina, aguardando... Luego, durante la cena, continuamos la batalla mientras compartíamos mis dos chuletas. Yo empezaba a sentirme como un patán, defendiendo mis obstinadas ideas sobre la moralidad, pues a Katie le tenía sencillamente sin cuidado que aquél fuera un proyecto gubernamental, de la más absoluta seriedad, que se llevaba a cabo gracias a tremendos esfuerzos e inversiones, y en el que se hallaba comprometida gente importante de toda la nación. Sin problemas de ningún tipo, Katie veía con absoluta transparencia la verdad —la verdad femenina— que se escondía tras aquella fingida seriedad. Sabía que aquello era un juguete enorme, caro y fascinante, y que todos jugábamos con él, y —al igual que una decidida chiquilla que en el campo de juego se abriera paso a empellones para entrar en el círculo de los chicos— estaba completamente decidida a participar en él.
    Decidí echar mano de argumentos más prácticos, pero fue un craso error, pues de inmediato Katie replicó —apuntándome con el tenedor, mientras su cena se enfriaba— que ella también estaba preparada; que había aprendido tanto como yo acerca de la década de 1880. De hecho, recalcó, estaba más preparada de lo que lo había estado yo la noche anterior, dado que ahora ambos sabíamos que aquello era realmente posible.
    A pesar de mi verborrea, estaba seguro de que ella tenía razón. Yo presentía que al día siguiente alcanzaría el éxito. No era cuestión de optimismo, sino de absoluta certeza. Y sabía, si se me permite decirlo, que la pura fortaleza de mi certidumbre me permitiría arrastrar a Katie conmigo... Estaba absolutamente convencido de que tendríamos éxito, los dos, y en la salita, después de cenar y lavar los cacharros, la discusión fue disminuyendo.
    Aunque en ningún momento accedí de manera tan clara. Katie paseaba arriba y abajo, dándome múltiples argumentos, mientras la larga falda susurraba al girar. Yo permanecía sentado, observándola, esforzándome para no sonreír ante su belleza. Su cabello adquiría un brillo especial cuando pasaba por debajo de las lámparas de gas de la araña que colgaba del techo. Se la veía tan atractiva, que al final no pude evitar levantarme, acercarme a ella, cogerla entre mis brazos y besarla. Ella respondió y volvimos a besarnos; luego, se separó. Había ganado, la discusión había concluido. Ya habíamos dicho todo lo que teníamos que decir y ella sabía que yo no iba a rechazarla físicamente.
    —Ya basta, Si —murmuró—. Ahora lo único que importa es que mañana consigamos nuestro objetivo. No podemos permitir que nada interfiera.
    Durante los días y las semanas que yo había pasado a solas, había fantaseado con la idea de tener a Katie conmigo, y ahora allí estaba. Pero lo que en aquellos momentos ella acababa de decir sonaba tan indiscutiblemente cierto, que era absurdo no aceptarlo, de modo que pasamos una velada tranquila y doméstica, tal como debían de ser en 1880: primero leímos Harper's Weekly y Leslie's, luego intercambiamos las revistas, y finalmente, mientras tomábamos una taza de té, jugamos unas partidas de dominó.
    Nos acostamos alrededor de las diez y media. Mientras yo apagaba la araña del techo, Katie abrió el armario que había junto a la entrada y del bolsillo de su grueso abrigo sacó un paquetito blanco enrollado: era su camisón. Sonreí y sacudí la cabeza, al ver con qué seguridad Katie había creído que le permitiría quedarse. Con la mano en la llave de la lamparita de pantalla verde que había sobre la mesita donde aún estaba nuestro juego de dominó, aguardé a que Katie encendiera la luz del pasillo. Oí la leve explosión del gas, luego la oscilante llama se estabilizó sobre la pared del pasillo, y apagué la lamparita de mesa.
    Katie estaba esperándome ante la puerta de su dormitorio. La llama del aplique en forma de L que colgaba de la pared estaba justo encima de su cabeza, a la derecha de la puerta, y de nuevo advertí aquel brillo especial que la luz de gas imprimía a su cabello cobrizo.
    —Buenas noches, Si —me deseó—. Hasta mañana.
    —Buenas noches, Katie.
    —Va a funcionar, ¿verdad?
    Asentí.
    —Eso espero —dije—. No deberías estar aquí, pero me alegro de que hayas venido. Y sí, creo que va a funcionar.
    La mayor parte del día siguiente —después de haber desayunado, lavado los platos y concluido el periódico de la mañana— la pasamos leyendo. Lo primero que había hecho era encender un fuego con carbón en la chimenea de la sala. Luego hallé el libro cuya lectura interrumpí cuando miré hacia el parque y vi que nevaba; estaba donde lo había dejado, en el suelo junto a la ventana. Experimenté una leve conmoción al darme cuenta de que de eso sólo hacía un día... Se trataba de un libro que había encontrado en los estantes de la salita, un ejemplar completamente nuevo y reluciente de Luchando por su vida, una novela de Emma D. E. N. Southworth publicada un año antes, en 1880. Era una vulgar edición de bolsillo, pero en la portada no aparecían mujeres medio desnudas sino, sencillamente, unas letras negras impresas sobre papel rojo.
    Le hice a Katie una sinopsis de lo que yo había leído hasta el momento, luego, cómodamente sentado en el sillón, con los pies metidos en las zapatillas de fieltro y apoyados en un escabel, encontré la página y reanudé la historia, leyendo en voz alta. Era un buen día para permanecer allí, abrigado y cómodo, delante del fuego que crepitaba, mientras fuera hacía frío y el cielo estaba cubierto de nubes grises.
    —«Cuando Sybil se recuperó de aquel desfallecimiento que rayaba con la muerte —leí—, se sintió transportada lentamente a través de lo que parecía un tortuoso pasadizo subterráneo. Pero la absoluta oscuridad, amortiguada únicamente por el pequeño resplandor rojizo de una vela, que como un astro se deslizaba delante de ella, le impidió ver más allá. Un presentimiento de destrucción inminente se había aposentado en su espíritu, y un irresistible horror paralizó todas sus facultades.» —Alcé la vista hacia Katie, que estaba sentada en el canapé, con los pies doblados debajo del cuerpo. Sonreí ante aquella prosa ampulosa, convencido de que la gente razonablemente refinada de la época habría reaccionado igual que yo. Sin embargo, mi sonrisa no se prolongó demasiado, y Katie captó mi intención. Yo ya había leído un montón de aquellos libros y, cualquiera que fuese el breve solaz que pudiera producir su estilo, hacía tiempo que había dejado de tener interés, de modo que —saltándome gran parte de la hojarasca— era capaz de leer los argumentos, que no eran mejores ni peores que los de muchas de las novelas de misterio actuales que yo solía leer.
    Nos turnábamos en la lectura, que interrumpíamos para tomar café y almorzar, y a media tarde terminamos el libro. Concluía prácticamente de la misma forma que toda esa clase de narraciones, proporcionando una idea de lo que les ocurría a los personajes al cabo de la lectura. Lo cierto es que eso no era mala idea. Yo había leído muchas novelas y, al volver la última página, me gustaba saber qué había sido de la gente que había llegado a conocer, y en especial de aquellos que más me habían gustado. La verdad era que, cuanto mejor era el libro y más auténticos los personajes, más deseaba saberlo.
    En fin, la señora Southworth informaba al lector a este respecto, y era Katie quien leía cuando llegamos a la última página:
    —«Queda poco más que contar. Raphael Riordan y su madrastra, la señora Blondelle, acudieron a ver al difunto y asegurarse de que se lo llevaban. Gentiliska, ahora una matrona de muy buen ver, contempló el cadáver con una expresión extraña, mezcla de compasión, repugnancia, pena y alivio.»
    —¡Un momento! —exclamé, y cuando Katie me miró, abrí más los ojos, fruncí ligeramente el entrecejo, alcé una de las comisuras de la boca, y pregunté—. ¿Recuerda esto la compasión?
    —Más o menos.
    Seguidamente exageré el ceño y entrecerré un ojo.
    —Acabo de añadir la repugnancia. Ahora observa, porque viene la pena... —Abrí quejumbrosamente la boca—. Y a continuación, en la pista central, juntando los cuatro en uno... ¡el alivio! —Erguí la barbilla y abrí la boca todo lo posible, manteniendo todas las demás expresiones—. ¿Qué aspecto tengo?
    —De asfixiado.
    —Me lo temía. Pero apuesto a que Gentiliska lo consiguió sin esfuerzo. Y lo más probable es que hubiera podido añadir el horror, la desazón y el éxtasis sin tensar un solo músculo de la cara.
    —Te cae bien Gentiliska, ¿eh?
    —Hasta el momento, es mi personaje literario favorito. Continúa, por favor.
    —«Raphael, ahora un hombre serio y apuesto, saludó a la señora Berner con actitud melancólica. La adoraba con la misma constancia y pureza de siempre; a nadie más había entregado su lealtad... La viuda Blondelle vendió su participación en el Balneario de Aguas Sulfurosas de Dubarry y, junto con su hijastro, Raphael Giordan, regresó a Inglaterra. El señor y la señora Berner sólo tuvieron una hija: ¡Gem! Pero ésta sería la niñita de sus ojos y de su corazón, que con el tiempo se prometería con Cromartie Douglas, a quien querían como si fuera hijo suyo.»
    Katie cerró el libro y permanecimos un rato sentados, sonriendo. Pero luego, con tono serio, comentó:
    —Me alegro de que Gem y Cromartie se prometieran, aunque eso ocurra mucho después de concluida la novela. Pensaba que al final lo harían, pero es bonito saberlo.
    —Tienes razón... En cuanto a Gentiliska y su mezcla de emociones, cuantas más mejor. Y te diré algo más que me gusta: creo que me gusta la gente a quien le gustan estas historias. —Katie asintió, y guardamos silencio. El tiro de la chimenea produjo un pequeño rugido amortiguado y luego uno de los carbones cayó—. Ahora ellos están ahí fuera, Katie. —Señalé con un gesto las ventanas, al otro lado de la estancia, tras las cuales lo único que podíamos ver era el plomizo cielo invernal. Pero hablaba en serio. Durante todo el día había sentido la viva presencia del invierno de 1882 en Nueva York congregándose alrededor de nosotros, con más fuerza y autenticidad ahora que durante los días y semanas que acababa de pasar en el piso. Porque ahora conocía una verdad que nunca podría cambiar: la conciencia de que el tiempo existía—. Están aguardándonos —dije y, mientras una fuerte disposición de ánimo y poderosas certidumbres iban de la mente de uno a la del otro, Katie asintió, con certidumbre y conocimiento, atrapada en mi absoluta seguridad—. Creo que ha llegado la hora... —añadí, y por un instante ella pareció asustarse. Pero luego asintió y cerró los ojos.
    Yo cerré los míos, tendí el brazo hacia Katie y estreché su mano. Permanecí quieto, cómodamente abrigado, dejando que cada músculo se relajara, que la tensión, por mínima que fuese, se disipara... Y entonces, tal como Katie ya estaba haciendo, pensé: «En unos instantes, tu mente dejará de pensar por unos segundos. Te quedarás dormido. Esto es el 23 de enero, y ésa será la fecha cuando de nuevo abras los ojos: el 23 de enero de 1882. Tú y Katie tenéis una tarea que cumplir; iréis juntos al parque, y nada de otras épocas interferirá en tu mente. Sólo pensarás en que te diriges hacia la oficina de Correos y que debes estar allí a las cinco y media. No más tarde. Que vas a ver quién envía el sobre azul. No interferirás en los acontecimientos. Los observarás y te moverás entre ellos, pero no provocarás ni evitarás ninguno. Con una diferencia: esta situación es nueva, pero funcionará, no lo dudes. En cierto momento, probablemente cuando cruces el parque, en el instante en que tengas la absoluta certeza de que te hallas en una tarde de invierno de 1882... recordarás el presente. Recordarás el presente y, por primera vez, te convertirás en un auténtico observador.»
    Di un respingo y mis ojos se abrieron bruscamente. Me había adormecido, o eso me pareció. Katie me observaba, su mano en la mía.
    —Yo también me he dormido —dijo—. Tenemos que ir a la oficina central de Correos, Si. ¿Estás preparado?
    —Sí —respondí, y me levanté. Tras un bostezo, añadí—: Me hará bien salir y espabilarme. Vámonos ya.
    Ante el armario de la entrada, entre bostezos, me puse el gabán con la esclavina, los chanclos y el gorro negro de astracán. Katie se puso su abrigo y se ató el pañuelo a la cabeza. No pensé en qué año o siglo estaba más de lo que lo pensaría alguien que se dispone a salir a la calle. Ya abajo, al salir del edificio de la calle Setenta y dos, con los hombros encogidos y la barbilla hundida en el cuello para protegerme del frío del exterior, no volví la mirada hacia el oeste. Y al cruzar la calle que bordeaba el parque tampoco miré hacia el norte ni hacia el sur. ¿Por qué iba a hacerlo? Nunca se me habría ocurrido: el aire era cortante y frío, de modo que seguí con la cabeza gacha.
    Cruzamos el parque en diagonal, en dirección sureste hacia la entrada de la calle Cincuenta y nueve con la Quinta Avenida. Hacía frío, no vimos a nadie, y la ciudad parecía haber enmudecido. Sólo percibíamos el roce constante de nuestros pies sobre el sendero, y, al sentirme abrigado dentro del gabán, menos somnoliento, empecé a disfrutar con el ejercicio. Salvo en los senderos, la nieve se veía casi impoluta, aunque hubiera algún que otro rastro de pisadas. Durante decenas de metros nuestro sendero avanzaba paralelamente al zigzagueante camino, y sobre la nieve cuajada oí, como al descuido, el débil chirriar de un eje y el lento y amortiguado sonido de unos cascos, pero no me molesté en volverme, como tampoco lo hizo Katie. Nos limitamos a seguir cruzando el parque, acostumbrados ahora al frío, disfrutando de nuestro paseo, sin apenas pensar en nada.
    Salimos del enorme rectángulo de Central Park por la esquina sureste, en la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y nueve, y allí me desabroché el gabán para buscar en el bolsillo de los pantalones el dinero de nuestros pasajes. Entonces Katie soltó un gemido, y me apresuré a mirarla. Tenía los ojos fuertemente cerrados y con una mano se estrujaba la frente. Al advertir que su rostro se volvía blanco como la cera, me volví para sostenerla, pero estuve a punto de perder el equilibrio y me vi obligado a detenerme. Separé los pies y los asenté firmemente en el suelo, me llevé las manos a la cara, me incliné con los codos hundidos en la boca del estómago, y luché contra el desvanecimiento al tiempo que la memoria iluminaba cada célula de mi cerebro.
    Ninguno de nosotros había imaginado que se produciría una conmoción física. Pasé el brazo por los hombros de Katie y noté que estaba temblando. Mientras intentaba sostenernos a ambos, me apoyé contra el tronco de un árbol que crecía en la acera, y mientras sentía el sudor correr por mi frente y el labio superior, tuve la certeza de que estaba mortalmente pálido. Mantenía la vista fija en la punta de mis zapatos, y empecé a aspirar profundas bocanadas de aire helado; luego sentí que el sudor se me secaba en la cara y comprendí que no me pasaba nada. Me volví hacia Katie, que tenía los ojos muy abiertos y se humedecía los labios con la lengua.
    —Ya estoy bien, gracias —dijo, enderezándose—. Pero... ¡Oh, Dios mío, Si! —musitó, y lo único que se me ocurrió hacer fue asentir.
    No nos atrevimos a volvernos de inmediato, pero escuchamos el crujir de las llantas metálicas al aplastar la nieve seca, el traqueteo de una estructura de madera y hierro, y el chasquido de las riendas de cuero sobre la carne. Luego, volvimos lentamente la cabeza para contemplar el diminuto ómnibus de madera, de techo curvado y ruedas con radios de madera, unido a un tiro de caballos demacrados, cuyo aliento blanco salía disparado hacia el aire invernal a cada paso que daban. Estaba más cerca ahora, llenando nuestro campo de visión. Y, al mirarlo, comprendí de dónde y de qué momento había venido yo. Necesité unos instantes de auténtico forcejeo mental para asimilar lo que sabía con certeza era la verdad: que estábamos allí, de pie en una esquina de la parte alta de la Quinta Avenida, en una tarde gris del mes de enero de 1882. Me estremecí y por un segundo me sentí presa del pánico. Luego una sensación de júbilo y curiosidad recorrió todo mi cuerpo.
    9
    Miré a Katie y vi que sonreía. Luego me volví hacia el sur, en dirección al tramo tan familiar que constituía la Quinta Avenida, y una vez más sentí que me desvanecía.
    Todo el mundo habrá visto, ya sea en la vida real o en el cine, el espléndido fulgor del largo trecho que recorre la Quinta Avenida, la ancha calle sólidamente delimitada por increíbles rascacielos de metal, cristal y piedra que se elevan hacia el cielo: el enorme edificio Tishman, con sus laterales de aluminio; la gigantesca masa pétrea del Rockefeller Center; la catedral de St. Patrick, deteriorada por el tiempo, con sus dos torres gemelas hundidas en medio de los enormes edificios que la empequeñecen. Y las tiendas relucientes: Saks, Tiffany's, Jensen's. O el enorme, viejo y sucio edificio blanco de la biblioteca en la esquina con la calle Cuarenta y dos, cuyos leones de piedra flanquean la ancha escalinata de la entrada principal. Sin duda constituyen las diecisiete manzanas más famosas del mundo. Y más allá, a lo largo de aquella sorprendente vía pública, en la esquina con la calle Treinta y cuatro, se distingue, por su increíble altura, el Empire State Building, si ocurre el milagro de que la atmósfera esté lo suficientemente despejada. Esta era la imagen —asfalto y piedra, junto con rascacielos de acero y cristal— que permanecía de manera instintiva en mi mente cuando me volví a mirar a lo largo de la avenida.
    Todo había desaparecido. Se había esfumado, sencillamente. ¡Aquella calle era diminuta! ¡Estrecha! ¡Adoquinada! ¡Una calle residencial bordeada de árboles! Katie y yo miramos boquiabiertos las hileras de casas de piedra arenisca junto a otras de ladrillo y piedra, los árboles y las zonas de césped, ahora cubiertos de nieve, delante de las casas. Las construcciones más altas que se veían en aquella tranquila calle eran los delgados campanarios de las iglesias; por encima de éstos no había otra cosa que la masa gris del cielo invernal.
    Traqueteando sobre los adoquines en las zonas sin nieve de aquella calle pequeña y extraña que era la Quinta Avenida, se acercaba a nosotros otro ómnibus tirado por caballos, por el momento el único vehículo que veíamos circular en varias manzanas.
    Katie me agarró del brazo, al tiempo que susurraba:
    —¡El hotel Plaza ha desaparecido!
    Me volví hacia donde ella señalaba, y en la esquina de la calle Cincuenta y nueve, donde debía estar el Plaza, sólo había un espacio vacío, como si hubieran borrado el hotel del mapa. Teníamos que dejar de pensar de ese modo: el hotel no había desaparecido sino que aún no lo habían construido. Pero la plaza en sí, el pequeño cuadrado que había al otro lado de la calle junto a la Quinta Avenida, frente a la salida del parque... estaba allí, con una fuente en el centro, desconectada ahora que era invierno.
    —¡Mira! —le dije a Katie, rozándola con el codo—. ¡La hilera de los coches de alquiler!
    Allí, donde siempre habían estado —junto a la acera que daba al parque, a lo largo de la calle Cincuenta y nueve—, media docena de cocheros aguardaban en fila, algo que nos resultaba muy familiar.
    De pronto, oímos un ruido y nos volvimos en redondo. El pequeño ómnibus de madera se había detenido junto al bordillo, delante de nosotros; tenía el fanal completamente tiznado, y al acercarnos percibí el fuerte hedor del petróleo. La puerta se hallaba en la parte posterior, justo encima de un escalón de madera que sobresalía, y al abrirla para Katie miré hacia la parte delantera en busca del conductor. Pero éste era una silueta que permanecía inmóvil, envuelta en una manta en el asiento del frente, bajo un amplio paraguas. Seguí a Katie al interior, escuché el chasquido de las riendas sobre la grupa de los caballos, y el ómnibus dio una sacudida hacia delante, apartándose de la acera... En la página siguiente aparece un boceto que hice de memoria; refleja el instan­te en que empezamos a bajar por la Quinta Avenida aquella tarde invernal del 23 de enero de 1882.
    Dentro del vehículo, había sendos asientos a los lados de cada ventanilla. Katie se sentó junto a la puerta trasera mientras yo me acercaba a la pequeña cajita de hojalata que había delante, y en la cual ponía: «TARIFA 5 cent.» Escogí dos monedas de cinco centavos, las deposité en la caja, y advertí que en el techo había un agujero a través del cual el conductor podía comprobar si yo pagaba.
    A continuación me senté al lado de Katie —éramos los únicos pasajeros— y nos dedicamos a contemplar las aceras de aquella calle pequeña y totalmente desconocida para nosotros.
    —Esto no es la Quinta Avenida —dije con tono de incredulidad—. No puede serlo.
    Katie me señaló la ventanilla de enfrente, tras la cual vi una pequeña farola. Al pasar por delante de ella comprobé que, rodeándola, había cuatro placas de cristal horizontales que formaban una caja achatada. El panel que daba hacia nosotros rezaba: «Quinta Avenida.»
    Katie me tiró entonces de la manga del gabán y, al mirarla, señaló hacia delante con la barbilla.
    —Las calles Setenta, en el East Side —anunció.
    Asentí. Tenía razón. La avenida por la que íbamos en ese instante era muy parecida a algunas de las calles bordeadas de árboles de las calles Setenta del Nueva York moderno: una hilera de altas y elegantes casas de tres y cuatro plantas que proclamaban opulencia, y comprendí que, por muy distinta que ahora pareciera, aquélla era efectivamente la Quinta Avenida. De hecho, entre las calles Cincuenta y ocho y Cincuenta y siete, en el lado este, todas las casas eran de mármol blanco y de apariencia impresionante, mientras que la manzana del lado oeste estaba llena de mansiones señoriales de ladrillo y piedra gris.
    Entonces sonó una especie de gong, no demasiado fuerte, y sólo una vez. Me volví para ver de dónde procedía: un carromato pintado de verde oscuro acababa de doblar por la calle Cincuenta y cinco y se dirigía hacia el sur por la avenida. Casi de inmediato giró a la derecha y penetró por un sendero que cruzaba la acera y se internaba por una zona de césped cubierta de nieve, lo cual me permitió ver el perfil del conductor. Lucía un enorme bigote y una gorra plana de color azul oscuro; en el lateral del carromato vi un gong. En el panel verde que colgaba del lateral del vehículo se leía, en letras doradas, la inscripción ST. LUKE'S HOSPITAL. La carreta se detuvo en la curva del sendero de entrada. El edificio del hospital —que ya distinguíamos y me resultaba totalmente desconocido— era enorme, con una larga ala que se prolongaba por la Quinta Avenida. Mientras nos volvíamos a mirarlo, vimos que el conductor ataba las riendas a una esquina del salpicadero y luego bajaba, primero apoyando un pie sobre la rueda, seguidamente el otro en el tapacubos de latón, para después saltar al suelo. A continuación salió un segundo hombre, con bigote y bata blanca hasta los tobillos, que se reunió con el conductor en la parte trasera del carromato. Las ventanillas del ómnibus se hallaban bajadas un par de centímetros, y a través de ellas oímos el repentino traqueteo de la cadena de la puerta posterior al descender, luego vimos que los dos hombres sacaban por allí una camilla de lona con angarillas de madera. Al pasar por delante del hospital observamos que en la camilla iba tendido un hombre con barba; miraba fijamente el cielo e iba cubierto hasta el mentón con una manta oscura.

    Volvimos la cabeza hacia atrás y vimos que lo subían apresuradamente por los peldaños de piedra y que entraban con él en el hospital. Luego, al pasar traqueteando sobre los adoquines frente al edificio dentro del cual había desaparecido el enfermo, observé los espléndidos ventanales, de cúpula semicircular. Me resultaba extraño descubrir un hospital en la Quinta Avenida, y pensé en el hombre de la camilla atendido por enfermeras de bata larga y médicos barbudos. En voz baja, para que el conductor no me oyese, se lo comenté a Katie, que se inclinó hacia mí y susurró:
    —Médicos y enfermeras que nunca habrán oído las palabras «penicilina», «antibiótico» o «sulfamida».
    No recordaba si Martin Lastvogel lo había mencionado alguna vez, y me pregunté si en aquel hospital utilizarían siquiera anestesia.
    En una ventana de una casa que hacía esquina con la calle Cincuenta y tres vi un letrero que anunciaba ESCUELA DE DANZA DODSWORTH. Luego dos viejos conocidos pasaron ante nuestras ventanillas; primero, en la esquina suroeste de la Cincuenta y dos, una de las mansiones Vanderbilt. Recordaba vagamente que de niño, durante una visita a Nueva York, había permanecido media hora con mi padre observando cómo se demolía lentamente la antigua mansión para dejar espacio al edificio Crowell-Collier. Entonces la casa era vieja, descolorida, sucia, deteriorada; ahora se elevaba en todo su esplendor, una reluciente mansión de piedra caliza blanca. Al otro lado de la calle estaba el Orfanato Católico, y luego, una manzana más lejos, divisé a una auténtica conocida. Tanto Katie como yo sonreímos al aproximarnos a ella.
    —Me siento tan feliz —musitó Katie—, tan aliviada al ver que sigue ahí.
    Asentí y susurré:
    —Sólo con mirarla casi me dan ganas de convertirme al catolicismo...
    Allí estaba la vieja amiga: la mole gris de la catedral de St. Patrick, enorme, mucho más alta que cualquier otro edificio cercano, sin cambios... Bueno, algo sí había cambiado. ¿Dónde estaba la diferencia? Pegué la cara al cristal, miré hacia lo alto y vi que las dos torres gemelas habían... No, no habían desaparecido, por supuesto, sino que aún no habían sido construidas. Pasábamos por delante de la catedral en ese instante, y su mole gris llenó por completo el cristal de la ventanilla, con lo cual vimos nuestros propios reflejos mecerse como fantasmas. Aquella visión resultaba tan absolutamente familiar, que de pronto pareció como si la Quinta Avenida que yo conocía tuviera que existir, y volví la cabeza para mirar de nuevo la avenida en dirección a Central Park. Pero, una vez más, experimenté una fuerte conmoción ante lo que vi: estaba mirando, a lo largo de varios kilómetros, árboles de ramas desnudas y casas, junto con los campanarios que se elevaban hacia el cielo por encima de ellas. Miré hacia delante —estábamos pasando ante un edificio totalmente desconocido, el hotel Buckingham, en la calle Cincuenta, justo enfrente de la catedral— y vi también elegantes residencias que se prolongaban ininterrumpidamente a lo largo de varios kilómetros, al parecer hasta el Battery Park.
    De pronto advertí que nos habíamos detenido y que la puerta se estaba abriendo. Un hombre subió, depositó en la caja de hojalata el dinero del pasaje y se sentó al otro lado del pasillo al tiempo que nos dedicaba una mirada distraída. Luego cruzó las piernas y volvió la cabeza hacia el otro lado para curiosear por la ventanilla en el instante en que las riendas restallaban y nos poníamos nuevamente en marcha. Lo miré fijamente, tenso, excitado, casi amedrentado ante la proximidad de un ser humano que había vivido, y de hecho vivía, en 1882.
    En algunos aspectos, la imagen de aquel hombre corriente, al que nunca volvería a ver, es la experiencia más intensa que he tenido en la vida. El que aquel hombre de unos sesenta años, recién afeitado, estuviese allí sentado, mirando distraídamente por la ventana, con aquel extraño sombrero hongo de copa alta, el raído gabán negro que le llegaba hasta media pierna, la camisa a rayas blancas y verdes, y sin cuello, que llevaba abrochada bajo la barbilla con un botón dorado...
    Sé que parecerá absurdo, pero el color de la cara de aquel hombre, que veía al otro lado del estrecho pasillo, resultaba fascinante. No se trataba de una cara color sepia en una vieja fotografía. Mientras lo observaba, se pasó la lengua por los agrietados labios, parpadeó por un instante, y detrás de él pasó deslizándose un fondo de casas de piedra y ladrillo. Todavía puedo ver su cara contra aquel fondo que se movía lentamente, y escuchar el interminable traqueteo de las ruedas metálicas sobre la nieve dura y los adoquines al descubierto. Era la clase de cara que yo había estudiado en las viejas fotografías color sepia, pero debajo del ala del sombrero el cabello era negro, algunas hebras grises; los ojos profundamente azules; las orejas, la nariz y la barbilla recién afeitada estaban rojas debido al frío invernal; en cambio, la frente era pálida. No había nada fuera de lo normal en él. Parecía cansado, melancólico, aburrido. Pero estaba vivo y parecía bastante sano, todavía en posesión de todas sus fuerzas, vigoroso, quizá con bastantes años por delante... Me volví hacia Katie y le murmuré al oído:
    —Cuando este hombre era un chiquillo, el presidente era Andrew Jackson. ¡Dios mío! ¡Ese hombre es capaz de recordar unos Estados Unidos que eran... tierra salvaje sin explorar!
    Y lo tenía allí sentado, un hombre de carne y hueso, con todos aquellos recuerdos en la cabeza mientras yo observaba, asombrado, cómo su pecho subía y bajaba al respirar.
    Cerca de la esquina con la calle Cuarenta y nueve, vi un anuncio que rezaba: «Rev. y Sra. C. H. Gardner, Pensión y Escuela Diurna para Señoritas y Caballeros.» En el número 603 de la Quinta Avenida, especificaba una placa de bronce sobre la fachada marrón. Luego, nada más cruzar la calle Cuarenta y ocho, Katie susurró:
    —¡Allí está! ¡El quinientos ochenta y nueve! —Al ver que yo no entendía, aclaró—: ¡La casa de Carmody!
    Me volví en el asiento para mirar. Era espléndida. Una enorme y bella mansión de piedra arenisca rodeada de una verja de bronce maravillosamente labrada y con pequeñas zonas de césped al frente. La observamos mientras pasábamos por delante de ella, y me sentí desconcertado. Casi tenía la certeza de haberla visto con anterioridad. Me resultaba sorprendentemente familiar, y entonces recordé: era muy parecida a la gran mansión de James Flood que había sobrevivido en Nob Hill, en el San Francisco del siglo XX; hasta la verja de bronce era similar. Y se me ocurrió que tal vez a las dos las hubiera diseñado el mismo arquitecto. Estábamos a punto de dejarla atrás cuando volví la cabeza y me pregunté si Andrew Carmody —todavía con vida ahora, años antes de que se disparase un tiro en Gillis, Montana— estaría dentro de aquella casa.
    Las calles transversales iban desfilando —Cuarenta y nueve, Cuarenta y ocho, Cuarenta y siete—, todas idénticas y desconocidas, con una ininterrumpida sucesión de casas de cuatro pisos y altos pórticos, exactamente iguales a las manzanas que todavía existían en el West Side. A medida que bajábamos hacia el centro de la ciudad, la calle cobraba cada vez más vida. Allí estaban ahora: sus habitantes, moviéndose por las aceras, cruzando la calle. Y yo los observaba, primero con reverencia, luego con placer. Contemplaba a los hombres barbudos que hacían oscilar el bastón, con lustrosos sombreros de copa, con gorros como el que yo llevaba, o con sombreros hongo de copa alta como el que llevaba el hombre sentado al otro lado del pasillo. O como los más jóvenes, que lo llevaban de copa baja. Casi todos lucían abrigos largos o gabán, y la mitad parecían llevar quevedos. Y cuando los de más edad —los del bombín de copa alta— se cruzaban con algún conocido, ambos se saludaban tocando el ala del sombrero con el puño del bastón Las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza, o sombreros atados con cintas debajo de la barbilla, y lucían abrigos cortos de cintura alta, o capas, o chales que se sujetaban mediante un broche. Algunas llevaban manguitos y otras, guantes. Todas calzaban botines, que sobresalían de las largas faldas.
    Allí... En fin, allí estaba la gente de los viejos y envarados grabados en madera, sólo que en movimiento. Los abrigos y los vestidos que se cimbreaban por las aceras o por la calle, tanto detrás como delante de nosotros, estaban hechos con telas que no habían perdido su color —marrones, verde botella, azul marino, negras, sin desteñir—, y yo observaba cómo el brillo de la luz y las sombras aparecían y desaparecían entre los largos pliegues. O cómo el cuero y la goma de su calzado prensaba el aguanieve y dejaba una marca en los cruces de las calles. O cómo su aliento era momentáneamente visible al expulsarlo al aire invernal. Y a través de la vibración del tembloroso cristal de la ventanilla del ómnibus percibíamos sus voces llenas de vida, o la risa espontánea de una muchacha. Y mientras contemplaba sus rostros, enrojecidos por el frío, sentí deseos de gritar de alegría.
    En las últimas dos manzanas media docena de personas habían subido al ómnibus; entre otros, uno de aquellos hombres de sombrero de copa alta y quevedos. Luego, en un punto de las calles Cuarenta, nos detuvimos junto a la acera y subió una mujer que, al pasar ante nosotros en dirección a la caja metálica, nos rozó las piernas con su falda. Lucía un sombrero de fieltro con una orla de flores, abrigo negro liso, un largo pañuelo verde pálido en torno al cuello, y la franja del vestido que asomaba por debajo del abrigo era de un intenso color púrpura. Debía de tener algo más de treinta años, y mi primera impresión cuando pasó por el estrecho pasillo fue que se trataba de una mujer hermosa. Sin embargo, luego de que su moneda tintineara en la caja metálica, nos volvió la espalda y se sentó en la parte delantera del ómnibus, lejos de Katie y de mí, que estábamos sentados al lado de la puerta trasera. (Este es el dibujo que más tarde hice de memoria.) En cuanto vi claramente la cara, desvié la mirada para que no se sintiese ofendida; tenía el rostro marcado con docenas de pequeñas cavidades, y recordé que la viruela era algo muy común en esa época. Ninguno de los pasajeros le prestó la menor atención.
    Pasamos por delante del hotel Windsor y del Sherwood, y luego de un local llamado Ye Olde Willow Cottage, según un viejo cartel inglés que colgaba encima de la puerta y ocupaba todo el ancho del edificio; se trataba de una casa de madera estilo colonial, con persianas, una amplia galería exterior y un pequeño tramo de escaleras de madera, muy parecida a una tienda rural. Enfrente crecía un árbol enorme, que salía de entre el adoquinado; los peatones lo rodeaban y seguían su camino. Si el Ye Olde Willow Cottage no databa de la época colonial, sin duda lo parecía. En el edificio de al lado, en aquella sorprendente Quinta Avenida, estaba el Henry Tyson's Market, sin duda una carnicería, ya que vi de soslayo varias hileras de animales despellejados que colgaban de unos ganchos.

    El tráfico de la calle se había hecho más denso. Nos cruzábamos con otros carruajes, y frente a nosotros pasó una carreta de reparto, pintada de color púrpura y con un cartel que, en letras doradas, rezaba: «Moquin.» Mientras yo observaba todo aquello, Katie me tocó el brazo. Me volví hacia ella y vi que fruncía el entrecejo al tiempo que sacudía la cabeza.
    —Ya es suficiente, Si... He visto demasiado. Me gustaría..., no sé, retirarme a algún sitio y cerrar los ojos.
    —Entiendo. Sé a qué te refieres...
    Me levanté, y me detuve por un instante para mirar al frente. Sabía que debíamos hallarnos cerca de la calle Cuarenta y dos, e inconscientemente busqué el edificio que lo confirmaría: la Biblioteca Central, justo en la esquina oeste nada más cruzar la calle Cuarenta y dos. Y de nuevo un sentimiento de incredulidad se apoderó momentáneamente de mí, porque, como es lógico, el edificio no estaba donde yo esperaba encontrarlo. En su lugar, se levantaba lo que parecía la base de una enorme pirámide cuyos altos y lisos muros se inclinaban hacia dentro, extendiéndose por la Quinta Avenida en dirección a la calle Cuarenta y uno, y que se perdían de vista a lo largo de la Cuarenta y dos. Martin me había advertido, enseñándome algunos dibujos, de modo que ya sabía que aquello era el depósito Crotón. Sin embargo, no dejaba de ser otra visión desconcertante de una ciudad familiar para mí que ahora me resultaba asombrosamente distinta. El ómnibus se aproximó a la acera y Katie y yo bajamos justo delante de un cabriolé de alquiler que se hallaba aparcado cerca de la esquina. Abrí la puerta del carruaje y ayudé a Katie a entrar. Luego me senté a su lado y la observé con atención; había apoyado la cabeza en el asiento y mantenía los ojos cerrados. El cochero estaba sentado en la parte de atrás, en un asiento elevado a fin de ver por encima del techo; entonces oí un ruido arriba y, al mirar, descubrí que en el techo se descorría un panel pequeño y cuadrado. Un segundo después, enmarcados en aquel agujero, apareció un ojo, parte de otro ojo, una nariz enrojecida por el frío, y el inicio de un enorme bigote de puntas caídas.
    —¡A la oficina central de Correos! —indiqué, luego saqué mi reloj, pulsé el botón y la tapa saltó dejando la esfera al descubierto: eran casi las cinco—. ¿Podría hacer el trayecto en media hora?
    —No lo sé —contestó con desgana el cochero, y chasqueó la lengua al tiempo que hacía restallar las riendas. El coche se internó en la marea de la avenida—. Con tanto tráfico, esto está cada día peor, y nunca se sabe... Pero lo intentaremos. Siguiendo recto por la Quinta hasta la plaza, no suele estar excesivamente mal a esta hora. Luego por Broadway, esquivando el jodido Elevado... ¡Oh! Le pido mil disculpas, señora...
    Yo también había reclinado la cabeza y mantenía los ojos cerrados. Ya había visto suficiente por el momento. Casi más de lo que podía asimilar. Pero cuando el panel del techo se cerró, no pude evitar sonreír. Por distinto que fuese, la verdad era que Nueva York no había cambiado.
    10
    El sonido lento y monótono de los cascos del caballo sobre la nieve dura — algo más fuerte y metálico cuando cruzábamos por encima de los adoquines sin cubrir— resultaba sedante, lo mismo que el rítmico balanceo y las ligeras sacudidas del cabriolé sobre sus ballestas. Yo empezaba a recuperarme del exceso de impresiones, y alguna que otra vez abría los ojos. Pero las imágenes que captaba eran más de lo mismo. Aquélla era una lujosa calle residencial, estrecha, agradable, bordeada de árboles. A veces pasábamos por delante de hoteles con nombres extraños: St. Marc, Shelburn... Y el Union League Club era exactamente como debía ser un club como aquél.
    De pronto, a lo lejos sonó una campana, que se oía más fuerte a cada golpe, y al cruzar la calle Treinta y tres surgió un ruido ensordecedor hacia la derecha. Katie se irguió a mi lado y yo asomé la cabeza por la ventanilla; allí delante, dirigiéndose hacia nosotros, apareció un coche de bomberos rojo y dorado tirado por unos caballos blancos que golpeaban con furia el adoquinado. El conductor hacía restallar el látigo sobre los animales mientras una columna de humo se extendía por detrás lo mismo que la estela de un buque. La campana sonaba frenéticamente ahora, y el estruendo de los cascos sobre los adoquines era tan acelerado y se oía tan al unísono que semejaba los latidos de un corazón. La visión de aquella furia que se dirigía hacia nosotros echando humo era aterradora. Nuestro cochero hizo chasquear el látigo sobre su caballo y de un salto cruzamos la calle, apartándonos del trayecto del carro de bomberos. A nuestras espaldas vimos cómo éste cruzaba veloz la Quinta Avenida —los radios de sus ruedas centelleaban, rojos y dorados—, mientras los cocheros tiraban de las riendas para dejar el camino libre. Cuatro o cinco manzanas más adelante volvimos a escuchar aquel sonido, esta vez hacia el sur, y recordé que aquélla era una ciudad con vigas, suelos y paredes de madera, y que el fuego estaba presente tanto en el alumbrado como en la calefacción.
    A medida que avanzábamos hacia la parte más bulliciosa de la ciudad, la densidad del tráfico aumentaba. Luego, de pronto, Katie y yo dimos un salto y chocamos el uno con el otro. El cabriolé se había detenido bruscamente, ladeándose sobre la nieve de la calzada. A continuación dio una sacudida y reanudó el camino. Me enderecé en el asiento al oír que el cochero maldecía, bajé la ventanilla para asomar la cabeza y el ruido que oí era tan espantoso que parecía increíble.
    Estábamos en el cruce de Broadway con la Quinta Avenida, donde los vehículos que salían de Broadway pretendían unirse al tráfico en la misma dirección que nosotros, lo cual apenas era posible, o luchaban por cruzar la avenida, lo cual era casi imposible. Casi todos los carruajes eran de cuatro ruedas, cada una de las cuales iba protegida por un aro de hierro que golpeaba contra los adoquines; otro tanto hacían los caballos con las herraduras de sus cascos. Y nadie parecía controlar todo aquello. Las ruedas traqueteaban, la madera crujía, las cadenas tintineaban, el cuero chasqueaba, los látigos restallaban contra la piel de los caballos, los hombres gritaban y maldecían... En el siglo XX nunca había visto una calle en la que hubiese siquiera la mitad de aquel ruido ensordecedor.
    Abriéndose paso tanto por la avenida como por Broadway, había carromatos de reparto barnizados, cada uno tirado por un solo caballo; carros de ruedas enormes y lecho bajo, cargados hasta lo inimaginable con barriles, cajas, sacos, algunos arrastrados hasta por tres pares de gigantescos caballos de carga que resoplaban por la nariz; carruajes negros, marrones o verdes, algunos destartalados, otros elegantes, que relucían con el brillo del cristal y el esmalte. Avanzaban trotando, retumbando o traqueteando sobre los adoquines, o frenaban y se detenían bruscamente, formando pequeños atascos o concentraciones. Katie se asomó por la ventanilla, y en el cruce vimos que el caballo de un carruaje se encabritaba, relinchando. El conductor de un carro que salía de Broadway estaba de pie ante su asiento y para forzar el paso hacia la avenida golpeaba con el látigo a sus propios caballos así como a cualquiera que se interpusiera en su camino. Otros cocheros sencillamente aguardaban con somnolienta paciencia, encorvados e inmóviles, expuestos al frío en sus elevados bancos de madera, envueltos hasta la cintura con mantas viejas y deshilachadas, tocados con gorras de punto o de piel, y embutidos en unos abrigos enormes, de tela manchada o de pieles ya sin pelo. Por fin logramos pasar el cruce y reanudar nuestro trote regular por la Quinta Avenida.
    —¡Tendrían que poner semáforos! —le grité al cochero.
    —¿Eso qué es?
    —¡Que deberían poner luces de señalización para regular el tráfico! —contesté.
    Como es lógico, se limitó a mirarme y luego volvió a cerrar el panel. En Washington Square giramos a la izquierda —en la entrada no estaba el arco y, una vez más, tuve la sensación de que lo habían quitado— para luego enfilar por Broadway. Me recosté en el asiento, con la mano de Katie en la mía; mi cuerpo, mis sentidos y mi capacidad de asombro estaban exhaustos. Katie reposaba la cabeza sobre la abultada tapicería; la imité y me dediqué a observar los hilos telegráficos que habían aparecido en cuanto doblamos por Broadway, y que pasaban en diagonal por la parte superior de la ventanilla de mi lado. No volví a asomarme hasta que llegamos a la calle Chambers. Luego, una manzana más allá de donde vivía Katie, vi el edificio del ayuntamiento, el City Hall. Me alegré tanto al ver algo que me resultaba familiar, que me apresuré a sacar el reloj: eran las cinco y veinte. Disponíamos de tiempo para dar un paseo, de manera que di unos golpecitos en el techo.
    Caminamos hacia el sur, pasando por delante del City Hall y el pequeño parque que había al frente.
    —Éste es el auténtico City Hall contra el cual no se puede luchar, ya lo sabes —dije, y Katie sonrió.
    Luego cruzamos la calle en dirección al enorme edificio de Correos, que ocupaba el triángulo de terreno frente al parque, donde Park Row terminaba en Broadway. En cuanto rodeamos el edificio y llegamos a la entrada principal, Katie y yo nos miramos y sonreímos ante la ridícula apariencia de aquella construcción, toda ella ventanas y columnas ornamentales de piedra que se elevaban hasta una altura de cinco pisos, rematada con una azotea de torres escalonadas, barandillas de hierro forjado y una cúpula ornamental. Y, colgando de un mástil, aleteando, un largo estandarte puntiagudo sobre el cual aparecía el rótulo CORREOS.
    Dentro, el suelo era de baldosas y había escupideras de bronce, madera oscura, cristales granulados y lámparas de gas. Divisamos un enorme panel lleno de buzones con tapas de bronce sobre las que rezaba: CIUDAD, BROOKLYN, STATEN ISLAND, DISTRITOS ANEXOS, junto a otros buzones separados para cada estado y territorio, así como para Canadá, Terranova, México, América del Sur, Europa, Asia, África y Oceanía. Más allá de aquel gran panel había una pared con miles de cajas privadas cada una con su número. Acababan de dar las cinco y media y, Katie en un lado y yo en el otro, tomamos posiciones junto al gran panel e iniciamos la espera. En el cuarto de hora que siguió, unas cincuenta personas, hombres en su mayoría, se acercaron a aquellos buzones para depositar sus cartas. La expresión de sorpresa y disgusto en la cara de Katie era algo digno de verse, pues casi todos, sin detenerse siquiera, lanzaban un grueso chorro de saliva con tabaco hacia cualquiera de las varias docenas de escupideras desparramadas por el suelo de la gran planta. Los había que eran expertos, daban justo en el blanco de forma perfectamente audible y luego pasaban por nuestro lado con expresión alegre y satisfecha. Sin embargo, otros fallaban por unos treinta centímetros, si no más. Entonces, acostumbrados ya nuestros ojos a la penumbra de la débil iluminación, descubrimos que allí donde mirásemos el suelo estaba cubierto de manchas. Vi que Katie bajaba la mano por una pierna, se recogía la falda y luego la sostenía a unos buenos cinco centímetros del suelo.
    Y seguimos esperando; los minutos pasaban, la gente entraba y salía, y el golpeteo o el chirriar de las tapas de bronce de los buzones era constante. Estaba convencido de que Katie, lo mismo que yo, no paraba de pensar en el sobre azul, chamuscado en un extremo, que en su interior ocultaba un papel en el cual un hombre había escrito sus últimas palabras. ¿Estábamos a punto de volver a verlo? Tal vez no. De pronto se me ocurrió que quizá lo hubieran depositado en un buzón de fuera, y de inmediato tuve la certeza de que así había sido y de que nunca veríamos «el envío de» la carta «capaz de Destruir por el Fuego el... Mundo por completo».
    Y entonces, él apareció. Cuando el gran reloj del vestíbulo señalaba las seis menos diez, un hombre de barba negra y vientre prominente franqueó las gruesas puertas y se acercó con paso rápido y decidido, embistiendo como un toro. La excitación fue tan explosiva que por un instante fui incapaz de ver nada; tal como suena. Luego, ocupando todo mi campo de visión, el hombre cruzó el amplio vestíbulo embaldosado, directamente hacia nosotros, sosteniendo en su mano velluda el delgado sobre azul verdoso. El rechoncho bombín colgaba garbosamente de la parte posterior de su cráneo, y el gabán, que llevaba desabrochado, se balanceó tras él cuando aceleró el paso, dejando al descubierto la pronunciada curva del vientre, que sobresalía en actitud beligerante. Llevaba el mentón en alto, proyectando casi horizontalmente su tiesa barba como si desafiara al mundo, y de una de las comisuras de la boca colgaba la colilla de un cigarro, lo cual contribuía a levantarle el labio y daba la impresión de que estuviera enfurruñado.
    Era un hombre impresionante, monumental, y pasó por mi lado sin verme; de hecho, no veía a nadie, miraba al frente con sus impetuosos ojos pardos, sumido en sus propias preocupaciones e intenciones, y en la importancia del acto que estaba a punto de realizar. Y entonces vimos lo que a través del tiempo habíamos venido a ver.
    Empujó el largo sobre azul hacia la tapa de bronce que ponía CIUDAD y, por un instante, logré echar una ojeada al dorso del sobre. Vi el extraño sello color verde, ligeramente inclinado hacia la derecha; lo vi en mi recuerdo, ya cancelado, y lo vi en aquel preciso momento, extrañamente impoluto. Vi la escritura ladeada, vieja y marrón en mi recuerdo, reciente y completamente negra en aquellos instantes, aunque idénticamente legible: «Sr. D. Andrew W. Carmody, 589 Quinta Avenida...» El extremo del sobre, ahora sin la quemadura y sin abrir, empujó la tapa de bronce hacia dentro, la mano que lo sostenía dobló la muñeca y el diamante de una sortija centelleó. A continuación, el sobre azul desapareció, la tapa de bronce se balanceó todavía por un instante, y dio comienzo el misterioso viaje de aquella misiva hacia el futuro.
    El hombre dio media vuelta y se dirigió con pasos acelerados hacia la salida. Aunque aquello era todo cuanto habíamos ido a ver, no podíamos dejar que se largara así sin más, que se perdiese para siempre en la noche. De modo que Katie y yo salimos tras él, dispuestos a seguirlo.
    Franqueamos las sólidas puertas de la entrada y vimos que fuera ya había oscurecido. Nuestro hombre se encaminó hacia el norte por el lateral que daba a Broadway, que era por donde nosotros habíamos venido. Lo seguimos, observando cómo pasaba a través de los círculos amarillentos que se proyectaban en la base de cada farola, y cómo la luz resbalaba por las sedosas curvas de su bombín. Más allá de la acera, Broadway estaba prácticamente a oscuras y el tráfico, aunque todavía ruidoso, era mucho menos denso. La circulación consistía ahora en siluetas oscuras y sombras en movimiento, visibles sólo fragmentariamente. Podía distinguirse el movimiento giratorio de los embarrados radios de una carreta a través del oscilante fanal que colgaba del eje, pero tanto aquélla como su conductor, así como el tiro de caballos, se hallaban perdidos en la oscuridad. O se distinguía el brillo plateado del pomo de una portezuela, o la encerada curva del esqueleto de un carruaje que traqueteaba bajo la parpadeante lámpara que colgaba de su lateral, y al mismo tiempo eso era todo lo que se lograba ver. Al otro lado de la oscura calle, las ventanas y los portales de las tiendas estaban casi en penumbras, y sus siluetas se recortaban contra las luces piloto que dejaban por la noche. Los peatones —supuse que serían los últimos empleados de las oficinas— pasaban presurosos por nuestro lado; sus caras amarillentas se volvían momentáneamente más claras al acercarse y atravesar los tenues conos de luz del alumbrado público, para a continuación palidecer hasta casi perderse en la oscuridad que había entre un cono y el siguiente. Al otro lado de la calle, un hombre, una mancha oscura contra los portales y ventanas escasamente iluminados, acarreaba una pértiga y, a medida que caminaba, la levantaba hasta rozar cada farol a oscuras y lo encendía.
    Noté que Katie apretaba mi brazo contra su costado, y entendí el motivo. Aquella calle extraña y sombría, el sonido de las ruedas metálicas sobre los adoquines, la oscuridad amortiguada por los cuadrados, rectángulos y conos de luz tan tenue como extraña, también me inquietaban. Y, sin embargo —¡Oh, Dios!, sencillamente el hecho de estar allí—, había algo en mí que respondía a ese hecho y al misterio de ver alrededor de nosotros a aquella gente presurosa, en penumbras, y comprendí que Rube Prien había dicho la verdad: aquélla era la más grande aventura posible.
    Tomé a Katie firmemente del brazo y la obligué a detenerse a mi lado. Justo después de pasar por debajo de la farola que teníamos delante, nuestro hombre había girado bruscamente en la acera para bajar a la calle. Se detuvo dentro del círculo de luz que se reflejaba, tembloroso, sobre los adoquines, el sombrero reluciente en la parte posterior del cráneo, el vientre prominente, y miró más allá de nosotros, hacia el sur, volviendo la cabeza a un lado y a otro con la inconfundible actitud de un hombre que aguarda, impaciente, la aparición de un ómnibus. Por la calle y frente a nosotros, borrosa en medio de la oscuridad, pasó rodando una pesada carreta. Katie y yo vimos su fanal saltar y bambolearse debajo del eje posterior, y su pesada mole oscura traquetear hacia el charco de luz amarillenta que había delante de nosotros y en medio del cual el hombre se había detenido. El conductor se puso bruscamente de pie, claramente perfilado contra la farola. Gritaba, maldecía y, tras un rápido movimiento de su brazo, oímos el chasquido del látigo. El hombre que se había detenido en medio de la calle levantó la cabeza, proyectó la barba hacia delante y nos detuvimos al ver que alzaba la vista hacia el cochero, que se erguía por encima de él, pero sin que cambiara su expresión ni hiciera el menor gesto de apartarse. Veíamos la espalda del conductor y observamos que levantaba la mano derecha con el látigo en actitud amenazante. Luego vimos que movía el hombro izquierdo como si tirase de la rienda izquierda, y debajo de la farola, primero el caballo y a continuación la carreta esquivaron al hombre de la calle. La fusta levantada pasó justo por encima del brillante bombín, pero ni aquélla ni el hombre se movieron. Después, mientras la carreta se perdía en la oscuridad, el conductor gritó por encima del hombro una obscenidad. Nuestro hombre echó la cabeza hacia atrás —creí que se le caería el sombrero, pero no fue así— y soltó una sonora carcajada.
    Teníamos que reanudar nuestro camino y redujimos la marcha, pero casi estábamos en línea con él cuando miró una vez más hacia el sur. Luego, impaciente, se volvió hacia la acera.
    —¿Un ómnibus? —se preguntó, como si de pronto se sorprendiera—. ¿Por qué tengo que volver a esperar un ómnibus? De nuevo subió a la acera y Katie y yo simulamos mirar calle abajo, haciendo caso omiso de su presencia a pesar de que se hallaba a un paso de nosotros. Entonces se volvió rápidamente hacia el norte y nos paramos para darle tiempo a que se distanciara.
    No fue muy lejos. Nos detuvimos al ver que avanzaba presuroso junto a una hilera de cuatro o cinco cabriolés que aguardaban en la esquina y se paraba ante el primero de la cola.
    —¡A casa! —ordenó con voz eufórica y feliz al tiempo que agarraba el pomo de la portezuela—. ¡Directo a casa, como un señor!
    —¿Y eso dónde es? —preguntó con tono sardónico la difusa silueta del cochero mientras se inclinaba sobre el asiento descubierto.
    —¡Al 19 de Gramercy Park! —exclamó el hombre, y subió al cabriolé.
    Luego oí que la portezuela se cerraba de golpe, que el cochero chasqueaba la lengua, que las riendas restallaban y observé que el coche se apartaba de la acera y se internaba en la tenue marea de oscilantes lámparas y fanales. Me volví hacia Katie, pero ella permanecía con la mirada fija en el suelo.
    Sobre la acera, en la base de un poste de telégrafos, había medio óvalo de nieve fuera del paso de los transeúntes, protegida por el poste y todavía inmaculada. El bloque de nieve estaba justo dentro del círculo de pálida luz procedente de una farola, y en el extremo de aquél, clara y nítidamente impresa sobre la nieve, había una réplica en miniatura de la lápida cuya fotografía Katie me había enseñado: la de Andrew Carmody en las afueras de Gillis, Montana.
    —Es imposible —murmuró, casi con frialdad. Luego me miró y, con tono de irritación, se repitió—: ¡Es imposible!
    Comprendí lo que sentía; aquello estaba tan lejos de cualquier explicación razonable que exasperaba a cualquiera.
    —Lo sé —dije—. Pero aquí está.
    Y allí estaba todavía. Nos inclinamos sobre ella. Todo cuanto podíamos hacer era contemplar aquella silueta en la nieve, recta en la base y los lados, perfectamente redonda en la parte superior, una lápida tal como la representaría un dibujante de historietas, y en su interior, dentro de un círculo, la estrella de nueve puntas hecha mediante docenas de minúsculos puntitos.
    Cuando levanté la vista, hacía rato que el cabriolé se había esfumado en medio del tráfico y la oscuridad... Escudriñé la negrura, forzando la vista, pero no estaba buscándolo. Un segundo antes, por encima del traqueteo metálico del escaso tráfico que circulaba por Broadway, había percibido un ruido, un sonido familiar en la misma frontera de mi atención, y en aquel instante me di cuenta de dónde procedía.
    —Katie, ¿te apetecería una copa delante de un buen fuego?
    —Sí, ¡Oh, cielos, sí! —exclamó.
    La cogí del brazo y avanzamos una docena de pasos hacia la esquina. Al otro lado de la calle, uno de aquellos letreros iluminados que enmarcaban la farola ponía BROADWAY, el otro señalaba PARK PLACE. Y al final de una corta manzana hacia el oeste, siguiendo por Park Place, descubrí la fuente de aquel sonido familiar. Los tres altos y estrechos ventanales destacaban iluminados en rojo, y la conocida forma en gablete de su tejado se recortaba contra el cielo de la noche; allí, colgando encima de la calle, estaba la estación del tren Elevado, lo mismo que un viejo amigo.

    Cruzamos Broadway —lo cual no resultó tan difícil debido a la escasez de tráfico— y al llegar a la acera de enfrente volví la mirada hacia atrás. Aquélla era una ciudad a oscuras, pero aun así, justo detrás de la oficina de Correos, en el extremo opuesto del parque del City Hall, vi un edificio de cinco plantas que todavía perduraba en el Nueva York del siglo XX. En aquellos momentos los pisos superiores brillaban con la luz de centenares de lámparas de gas. En el lateral del edificio, grabado en la piedra y claramente visible bajo la luz que se filtraba por las ventanas superiores, se leía: THE NEW YORK TIMES. Allí estaban —bastaba con retroceder un poco y subir un tramo de escaleras para verlos en persona— los periodistas con sombrero hongo escribiendo a mano, decenas y decenas de tipógrafos con manguitos, que de pie, formando extensas hileras, sacaban una letra tras otra de las cajas de madera para componer, a una velocidad tal que resultaba casi imposible verles las manos, cada palabra, frase, párrafo, columna y página de lo que iba a ser, con la tinta todavía húmeda, el New York Times del día siguiente... Allí estaban en aquellos instantes —mientras yo contemplaba las ventanas brillantemente iluminadas al otro lado de la oscuridad—, preparando un periódico que tal vez yo hubiese visto hacía mucho tiempo, amarronado y con los bordes gastados, olvidado en un viejo archivo. Sentí un escalofrío y, después de dar media vuelta, recorrimos la corta manzana que nos separaba de la estación del Elevado.
    Mientras subía por las escaleras, el trabajo de herrería de las barandillas me resultó maravillosamente familiar. De pequeño había visitado con frecuencia Nueva York y había viajado muchas veces en aquel tren. Y ahora allí estaban otra vez, dentro de la pequeña estación, las gastadas tablas de los suelos, las paredes de tablas, la pequeña repisa de madera que sobresalía de debajo de la taquilla, gastada y lustrosa por el roce de miles y miles de manos. En el suelo había una escupidera, y la estación estaba apenas iluminada por una lámpara de queroseno que colgaba del techo, protegida por una pantalla de hojalata. Sin embargo, incluso la pobre iluminación me resultaba familiar, pues hasta finales de la década de 1950 habían existido estaciones como aquélla.
    Metí dos monedas de cinco centavos en el pequeño hueco en forma de media luna, situado debajo de una rejilla de malla ancha entre el bigotudo empleado de la taquilla y yo. El hombre, sin apartar la vista del periódico que estaba leyendo, las cogió y empujó hacia mí dos billetes ya impresos. Luego salimos al andén y por un instante experimenté de nuevo aquel ligero estremecimiento al ver a las personas que esperaban el tren. Eran aproximadamente una docena; las mujeres con vestidos que casi barrían el suelo, luciendo sombreros o chales, algunas también con manguito; los hombres con sus patillas y su sombrero hongo, de copa o de pieles, fumando cigarros y apoyándose en su bastón. Al cabo de pocos minutos se escuchó un pitido amortiguado, un sonido extraordinariamente alegre, y al volvernos hacia las vías me quedé sin habla... Martin me lo había explicado, me había enseñado grabados, pero yo lo había olvidado: una locomotora como de juguete, corta y bajita, se acercaba resoplando hacia nosotros soltando chispas rojas por la chimenea en miniatura. Los frenos chirriaron, el resoplido se hizo más lento, el blanco vapor salió expulsado por ambos lados y el tren —cuyo maquinista se asomaba por el ventanuco lateral— entró en la estación y pasó por delante de nosotros.
    Había tres vagones, pintados con esmalte verde y adornados con arabescos dorados. En el interior, los asientos, que iban a lo largo del vagón, estaban tapizados de marrón y a intervalos, en el respaldo, llevaban bordado el nombre de la compañía del Ferrocarril Elevado de Nueva York. Del techo, a cada extremo del vagón, colgaba una lámpara de queroseno. Apenas habíamos tenido tiempo de sentarnos cuando entró un revisor, tocado con una gorra plana de uniforme, y procedió a recoger los billetes a toda prisa.
    El vagón iba casi lleno, pero una vez más me había acostumbrado al aspecto de aquellas gentes, y al ver la cara de Katie comprendí que ella también.
    Mientras contemplaba al hombre de barba color castaño que estaba sentado justo delante de nosotros, al otro lado del pasillo, no se me ocurrió pensar que iba a una boda; el satinado sombrero de copa que llevaba era el que se ponía cada día, sin duda, como ocurría con la mayoría de los hombres que iban en el vagón. A su lado, y con la mirada perdida en el vacío, se sentaba una mujer que llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo azul marino, un chal de punto color marrón, vestido largo verde oscuro y, según pude atisbar entre los bajos de la falda, los botines negros y gruesas medias de punto blancas con rayas horizontales rojas. Pero ahora podía ver algo más que las ropas: podía ver a la mujer que las llevaba. Y vi que, a pesar de aquellas prendas, era joven y bonita. Incluso pensé que podía decirle —no sé cómo, pero lo pensé— que tenía una figura preciosa.
    Katie me dio un leve codazo.
    —No hay anuncios —susurró al tiempo que señalaba los espacios libres encima de las ventanillas.
    Miré y asentí.
    —Me pregunto cuánto tiempo tardará en aparecer el genio que se dé cuenta de esta posibilidad.
    Casi inmediatamente después de partir, el tren efectuó un brusco giro hacia la izquierda. Luego, una manzana más adelante, cogió una curva a la derecha. No sabía dónde nos encontrábamos, o sobre qué calle circulábamos en aquellos instantes, pero me limité a mirar por las ventanillas. Nos dirigíamos hacia el oeste y, al atisbar por encima del satinado sombrero de copa del hombre que iba sentado al otro lado, observé la extraña noche de Nueva York pasar ante nosotros a través de la reluciente ventana.
    Había luces a millares, aunque casi no brillaban... Aquellos miles de puntitos luminosos no afectaban para nada la oscuridad. La mayoría eran luces de gas —blancas a lo lejos, casi inmóviles—, pero también las había de velas, y supuse que algunas de queroseno. No se veían colores, ni luces de neón, nada que leer, sólo la vasta negrura punteada de lucecitas, todas —advertí— por debajo de nosotros... Aquél era un Manhattan donde podíamos mirar por encima de los tejados y cuyas edificaciones más altas eran las docenas de campanarios que se recortaban contra... ¡Sí! Contra el río Hudson, que acababa de hacerse visible bajo la luna que salía en aquellos instantes. Unos minutos después —no podíamos ver la luna, ya que estaba más alta— la oscura superficie del río resplandeció y de pronto divisé la negra mole de los veleros anclados a corta distancia de la costa, así como la silueta de los mástiles desnudos. Me estremecí al contemplar a través de la ventana la desconocida ciudad que pasaba ante nosotros. Aquello era Manhattan y allí estaba el Hudson, pero yo me sentía muy lejos de cualquier cosa que me resultara familiar.
    Bajamos en la última parada, en la Sexta Avenida con la calle Cincuenta y nueve, a sólo una manzana de donde habíamos salido de Central Park aquella misma tarde. Cruzamos la calle y nuevamente entramos en el parque, que atravesamos en silencio posponiendo cualquier cosa que tuviéramos que decirnos hasta llegar al refugio del Dakota. Ya lo podíamos ver allí enfrente, elevándose solitario contra el cielo iluminado por la luna.
    Katie y yo estábamos sentados en mi salita de estar, disfrutando de nuestra segunda copa de whisky con agua. El fuego volvía a estar encendido y ya habíamos comentado, una y otra vez, todo cuanto podía comentarse acerca del sobre azul y el hombre que lo había enviado, y de la diminuta imagen de la lápida de Gillis marcada sobre la nieve. Entonces, al cabo de un minuto de silencio, pregunté:
    —¿Qué es, de todo lo que has visto, lo que te ha causado una mayor impresión? ¿Las calles? ¿La gente? ¿Los edificios? ¿El aspecto de la ciudad desde el tren Elevado?
    Pensativa, Katie tomó un sorbo de aquel excelente y fuerte licor, y contestó:
    —No, sus rostros. —Al advertir que la miraba con expresión inquisitiva, sacudió la cabeza como si yo fuera a discutírselo, y añadió—: No son como los rostros a los que estamos acostumbrados. Estos que hemos visto hoy eran distintos.
    Pensé que tal vez tuviera razón, sin embargo, dije:
    —Pura ilusión. Vestían de manera muy diferente... Las mujeres apenas iban maquilladas. Los hombres llevaban barba, perilla o patillas.
    —No es eso, Si. Además, estamos acostumbrados a las barbas. Sus rostros eran realmente distintos. Piensa en ello.
    Tomé un sorbo de whisky antes de responder.
    —Es posible que tengas razón. Creo que quizás estás en lo cierto. Pero... ¿en qué sentido te parecían distintos?
    Éramos incapaces de decirlo. Ninguno de los dos. Sin embargo, mientras contemplaba el fuego, bebía mi whisky y reflexionaba sobre los rostros que habíamos visto —en el ómnibus, en las aceras de la Quinta Avenida, en el tren Elevado, en el vestíbulo de mármol y madera oscura iluminado con lámparas de gas de aquella oficina de Correos extrañamente desaparecida—, comprendí que Katie estaba en lo cierto. Y entonces caí en la cuenta de una cosa: «Desaparecida.» Acababa de repetírmelo cuando me volví hacia Katie, a fin de poner a prueba su impresión.
    —Katie —dije—. ¿Dónde estamos? ¿Qué hay al otro lado de las ventanas en este preciso momento? ¿Todavía estamos en 1882?
    Reflexionó por un instante, luego negó con la cabeza.
    —¿Por qué no? —pregunté.
    —Porque... —Se encogió de hombros—. Porque hemos regresado, eso es todo. Hemos concluido nuestra misión, así que hemos regresado al apartamento y también al interior de nuestra mente. —De pronto dio la impresión de que lo dudara—. ¿No es así?
    Nos levantamos con el vaso aún en la mano, nos acercamos a las ventanas y, vacilantes, miramos en dirección a la oscuridad de Central Park.
    Luego nos inclinamos hacia delante, rozando con la frente los cristales de la ventana para mirar recto hacia la calle, y vimos la larga fila de semáforos, rojos hasta donde alcanzaba la vista y en ambas direcciones. Entonces todos cambiaron a verde, los coches reanudaron su marcha y un claxon sonó colérico cuando uno de los automóviles salió del parque a toda velocidad para adelantarse al cambio del semáforo de la calle Setenta y dos.
    Me volví hacia Katie, me encogí de hombros y levanté el vaso, dispuesto a apurar la bebida.
    —Sí —dije—. Hemos regresado.
    11
    Inevitablemente, empezamos llamándolo mi «interrogatorio», y me senté como la otra vez, con un micrófono colgando sobre el pecho mientras recitaba nombres y hechos al azar que eran grabados en una cinta. A medida que los recitaba, observaba a las personas que permanecían sentadas o se apoyaban contras las paredes; todas estaban mirándome. Acompañada por el amortiguado tecleo de la máquina de escribir, mi voz sonaba monótona, y todos estaban pendientes de mí, conscientes de que ahora yo era una persona distinta de todos ellos. Y mientras los observaba, no podía evitar pensar lo mismo.
    Rube, que se hallaba presente, vestía unos pantalones del ejército desteñidos, muy limpios y planchados, y camisa sin insignia. Estaba reclinado en el respaldo de una silla de plástico moldeado, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, observándome. Cuando nuestras miradas coincidieron, esbozó una sonrisa a la vez que sacudía la cabeza en señal de burlona reverencia y admiración, con una expresión de anhelo y amistosa envidia. El doctor Danziger se limitaba a estar allí de pie, las grandes manos suspendidas de las solapas de su chaqueta cruzada color marrón, sin dejar de mirarme ni por un instante, con un brillo de intensa alegría en los ojos. El coronel Esterhazy, pulcro y frío con su traje gris, me miraba pensativo, con las manos cruzadas y apoyado contra la pared. Los historiadores de Columbia y Princeton también se hallaban presentes, al igual que el senador de Estados Unidos, algunos otros que yo ya conocía, e incluso tres o cuatro extranjeros elegantemente vestidos.
    Una vez que hube concluido, esperamos en la cafetería durante unos cuarenta minutos. Estaba sentado con Rube, Danziger y el coronel Esterhazy y me había tomado tres tazas de café, o quizá cuatro. Todas las sillas de las demás mesas estaban ocupadas, y hasta había gente sentada encima de la tapa del radiador adosado a la pared de enfrente. Me vi obligado a responder a muchas bromas amables de gente que se acercaba a nuestra mesa, la mayoría para preguntarme si había comprado algún terreno en Manhattan a precios de saldo. Oscar se sentó con nosotros unos instantes, y aprovechó para someterme a un breve interrogatorio.
    —¿Qué fue lo que más te impresionó?
    Intenté explicarle lo del hombre que se había sentado frente a nosotros en el ómnibus, del hecho de que estuviese realmente vivo y quizá se acordara de Andrew Jackson cuando era presidente. Oscar asintió, sonriendo ligeramente, pues comprendió a qué me refería... Tan pronto como se hubo marchado, Rube se inclinó hacia mí y preguntó:
    —¿Has dicho «nosotros»? ¿Quién más estaba allí, Si?
    Contesté que había un par de pasajeros más en el mismo lado del ómnibus donde yo iba sentado.
    En ese instante entró a toda prisa el hombre calvo de la vez anterior, y todos los presentes guardaron silencio cuando se detuvo ante nuestra mesa. Sonriente, informó que todo cuanto se había podido comprobar hasta el momento había resultado cierto; que tenía la seguridad de que todo lo que faltaba también lo sería. Y la gente de la cafetería irrumpió en una especie de excitado parloteo.
    A la una y cuarto se reunió la junta, me senté a un extremo de la mesa de reuniones y, por cuarta vez ese día, empecé a describir lo sucedido. Todas las sillas de la mesa estaban ocupadas, y a lo largo de uno de los laterales había una segunda hilera de sillas, todas llenas. Por lo que comprobé al mirar en torno a la mesa mientras hablaba, no faltaba ninguno de los que había conocido en la primera ocasión, y además había otros doce —como mínimo— a quienes no conocía. Uno de ésos, me informaría Danziger más tarde, era el representante personal del presidente.
    Al repetir lo ocurrido hablé en singular, sin mencionar para nada a Katie. Pensaba contarle a Danziger lo que ella había hecho, pero quería hacerlo cuando estuviéramos a solas. Describí cada uno de mis movimientos, todo cuanto había visto u oído, y me escucharon en silencio. Habría dos docenas de hombres sentados en torno a la mesa o en las sillas plegables, pero ni uno solo tosió o apartó la mirada de mí... Es posible que algunos encendieran un cigarrillo durante los veinte minutos que estuve hablando, o que se retreparan en sus asientos, cambiaran de posición, cruzasen las piernas; supongo que lo hicieron, pero mi impresión fue que nada se movía y que el único sonido era mi voz. Estaban tan concentrados en mí que me sentí como si hablara bajo la luz de un reflector invisible, bañado por el brillo de su atención.
    Al finalizar, estuve otra hora contestando a sus preguntas, la mayor parte de las cuales, cualquiera que fuese el tema, se reducía a la misma: ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo fue realmente? Yo los veía inquietos. Se agitaban, fruncían el entrecejo, murmuraban, encendían cigarrillos. Porque, independiente de como intentara o consiguiera completar los detalles, no lograba transmitirles la esencia de lo que me había ocurrido, y el misterio perduraba.
    Una serie de preguntas, las del senador, tuvieron un tono distinto de las de los demás. Por razones que yo no entendía, se mostraba antagónico. Era como si sospechara o pensase que al menos existía una posibilidad de que yo estuviera engañándolos. Imagino que no era una sospecha descabellada, teniendo en cuenta las circunstancias; aunque nadie más lo exteriorizase. Sin embargo, el senador no recordaba, por ejemplo, que su abuelo hubiera mencionado alguna vez la clase de ómnibus que yo había descrito. Entonces me dirigió una mirada burlona, como si me hubiese cogido. Como es lógico, lo único que pude hacer fue encogerme de hombros con educación y replicar que, no obstante, eso era lo que yo había visto. Sospecho que se limitaba a seguir el desagradable instinto de los políticos para cubrirse las espaldas, por si algo salía mal. Pero Esterhazy lo interrumpió afablemente con una pregunta de poca importancia y luego se olvidó de devolverle la palabra. Se limitó a darme las gracias y me preguntó si podía permanecer a su disposición por el edificio, hasta que concluyera la reunión. Al contestarle que sí, que por supuesto, me dio las gracias y entendí que aquello era una despedida, de modo que me marché. En realidad, cuando salí sonaron unos tímidos aplausos, y me ruboricé.
    Estuve todo el rato en el despacho de Rube, hojeando viejos números de la revista Life, comprobando una vez más, como en la sala de espera de un doctor, que al volver las páginas de esos números atrasados resulta difícil asegurar si ya los has visto con anterioridad. Hojeé un Playboy, una copia del U.S. Infantry Journal, y en una ocasión salí al pasillo y me acerqué a la cafetería en busca de un refresco que no me apetecía. La ayudante de Rube entró un par de veces, anhelando saber, por supuesto, cómo había ocurrido, qué había sentido realmente, y una vez más hice todo lo posible por encontrar las palabras que lo transmitieran. Eran más de las cuatro cuando la chica entró por tercera vez. Acababan de indicarle que me pidiese que regresara a la sala de reuniones.
    La verdad es que nunca he entrado en la sala de un jurado después de que sus miembros hayan permanecido encerrados allí durante horas, pero supongo que aquélla debía de ser igual en apariencia y en el ambiente que se respiraba. Había aire acondicionado en la sala, así que no se veía atestada de humo, a pesar de que los ceniceros estaban a rebosar y olía a cigarrillos. Se habían aflojado la corbata, se habían quitado la chaqueta, los blocs de notas estaban llenos de garabatos, encima de la mesa había bolas de papel estrujado, e incluso advertí que había un lápiz roto por la mitad. La expresión de los rostros era seria, alguna incluso taciturna. Apenas hube entrado, Esterhazy se puso de pie y sonrió amablemente, con actitud serena. Todavía llevaba puesta la chaqueta, y la corbata y la camisa tan impolutas como siempre. Señaló la silla que yo había ocupado antes, aguardó a que me sentara, luego también tomó asiento y apoyó los brazos sobre la mesa, las manos fuertemente unidas, muy relajado.
    —Lamento haberle hecho esperar todo ese tiempo —dijo—. Sin duda debe de estar bastante cansado, tanto física como mentalmente.
    Al parecer hablaba en serio, de modo que musité una respuesta de compromiso. Me di cuenta de que había estado esperando que fuese Danziger quien hablara, y volví la mirada hacia él. Apoyaba una de sus grandes manos en el borde del tablero y mantenía la silla algo separada de la mesa, como si —la idea se me ocurrió de pronto— se excluyera de la reunión. ¿Estaba molesto? No, decidí; en realidad, su rostro carecía de expresión. No había forma de saber qué pensaba o sentía. Tal vez sólo estuviera cansado... Esterhazy seguía hablando:
    —Teníamos que escuchar, queríamos escuchar cualquier discrepancia en las opiniones, antes de tomar, como hemos hecho, una decisión tan importante. — Miró en torno a la mesa. Sonrió y fijó los ojos en mí por un instante. De repente tuve la sensación de que yo le interesaba tanto como persona como por ser alguien que había hecho lo que acababa de hacer—. Su primera visita, si ése es el término, no podía haberse hecho con mayor cautela... Nadie lo vio ni lo oyó, y atrás no quedó ni la menor huella de su breve presencia. Ningún acontecimiento del pasado, por nimio que fuese, sufrió interferencia alguna, ni produjo usted ningún efecto sobre ellos. Sin embargo, su segunda visita ha sido más osada. Deliberadamente, expresamente. De nuevo, no ha habido interferencia en los acontecimientos, salvo —separó las manos para levantar el índice, algo típico de un conferenciante de West Point requiriendo atención— que su presencia ya ha sido un acontecimiento. Muy pequeño, pero esta vez la gente lo ha visto y ha hablado con usted, al menos por unos instantes. ¿Qué líneas de pensamiento pueden haberse derivado de este hecho? ¿En qué medida, grande o pequeña, habrá influido en acontecimientos posteriores? Sabíamos que suponía un peligro, y bastante importante, pero —casi sin producir sonido, golpeaba la mesa con el puño, enfatizando cada palabra, que pronunciaba con lentitud— es un riesgo ya concluido, pasado. Aceptamos el riesgo y, ahora que ha llegado el informe completo, de nuevo se ha comprobado que no hay el menor indicio de que su presencia haya alterado algún acontecimiento posterior.
    Guardó silencio, luego sonrió. De pronto, claramente complacido, añadió:
    —Debo decir que no me sorprende... Esto confirma, tal como la mayoría de nosotros intuía, y tengo la seguridad de que al final todos admitiremos, una teoría que hemos bautizado como «la ramita en el río». ¿Le gustaría conocerla? —Asentí—. Bien, el tiempo se compara a menudo con un río, con una corriente, como usted sabe. Lo que ocurre en cualquier punto de esta corriente depende, al menos en parte, de lo que ha ocurrido antes corriente arriba. Pero una impresionante cantidad de acontecimientos tienen lugar cada día, a cada instante; miles de millones de acontecimientos, algunos de ellos enormes. De modo que si el tiempo es un río, es infinitamente mayor incluso que el Mississippi, con todo su flujo incontenible. Mientras que usted —añadió con una sonrisa— sería la más pequeña de esas ramitas que caen en esa corriente. Es posible, o al menos eso parece, que la más pequeña de las ramitas produzca un efecto; por ejemplo, que se atasque y al final provoque una barrera capaz de afectar el curso completo de ese gran río... Existe la posibilidad, el peligro, de que se produzca un gran cambio, pero... ¿va a producirse realmente? ¿Cuáles son las probabilidades? ¿Existe básicamente un uno por ciento de probabilidades de que una ramita lanzada a esa corriente enorme e increíblemente poderosa, a la energía inconcebible de ese vasto Mississippi de los acontecimientos, no la afecte en lo más absoluto?
    Sólo por un instante, la cara se le puso colorada, luego recuperó su blancura y casi palideció. Esterhazy se echó hacia atrás en la silla, el brazo relajado sobre la mesa, y agregó con voz tranquila:
    —Ésta es la teoría, y ésta es la realidad.
    En ese momento, como es lógico, la sala guardó silencio, al menos durante seis o siete segundos. Si hubiese habido un reloj, habríamos escuchado su tictac. A continuación, sin mover la mano que apoyaba en el borde de la mesa, y sin inclinarse hacia delante, Danziger intervino con tono apacible:
    —Esta es la teoría. En eso estoy de acuerdo, como sin duda debo estarlo, dado que en buena parte es mía. Pero ¿es la realidad? —Asintió ligeramente—. Eso creo, o al menos lo sospecho. —Miró a quienes rodeaban la mesa—. Pero... ¿y si nos equivocáramos?
    Quedé sorprendido.
    —Sí —murmuró Esterhazy con expresión seria—. Es una terrible probabilidad. De hecho, una posibilidad tan real como atroz. Sin embargo... —Encogió los hombros, en actitud reticente—. Sencillamente, a menos que abandonemos el proyecto, y me refiero a abandonarlo porque ha sido realmente un éxito...
    —¡No, por supuesto que no! —exclamó el doctor Danziger, con cierta brusquedad—. Nadie discute esto. O al menos yo, no. Lo que digo es que...
    —Lo sé —lo interrumpió Esterhazy en tono pesaroso, y asintió—. Hay que avanzar lentamente —añadió, concluyendo la frase de Danziger—. Hay que seguir, pero con infinitas precauciones. Por un período de semanas, de meses, incluso de años si es preciso para estar absolutamente seguros. Bien, yo también pensaría eso mismo, si ésta fuera una opción abierta para nosotros. Pero, como muy bien sabe el senador, lo mismo que yo y bastantes de nosotros, y que tal vez usted, doctor Danziger, no siempre ha tenido la ocasión de saber..., sencillamente no es así como funciona el gobierno. —Hizo un gesto que abarcaba la sala en que estábamos—. Esto ha costado dinero. Ahí está la dificultad. De modo que ahora, por el simple hecho de que se ha conseguido el éxito, hay que justificar su coste mediante resultados prácticos. El señor Morley tiene que regresar; todos estamos de acuerdo en esto. Es impensable que no lo hiciera. Sin embargo..., tiene que proseguir a un ritmo más rápido e intrépido del que todos desearíamos. La investigación pura, si se la dejara a su aire, proseguiría con paciencia infinita. Pero aquí es cuestión de dinero. Procedente de fondos federales. Que se gasta en secreto. Sin siquiera el consentimiento del Congreso. Así que más vale proporcionarles algunos resultados prácticos, tangibles. —Me miró, y luego paseó la vista en torno a la mesa—. No obstante, lo que quiero decirle al señor Morley, y a todos los demás, con la excepción del doctor Danziger, que siempre lo ha entendido así, es que si bien las decisiones que afectan esencialmente a este proyecto no puede tomarlas él solo, algo que sin duda es de lamentar, este proyecto siempre ha sido suyo y todavía lo es. Es el doctor Danziger quien lo dirige; él es el jefe. Sólo la junta puede invalidar sus decisiones, y raras veces lo hace. No obstante, cuando esto ocurre, sucede siempre después de considerar concienzudamente sus puntos de vista. Por lo tanto, señor Morley —sonrió—, a partir de este momento lo pongo nuevamente en las manos de él.
    Esterhazy se puso de pie, tensando los hombros a medida que lo hacía. Luego los demás se levantaron poco a poco e, iniciando una charla distendida, se dio por finalizada la reunión.
    En el despacho de Danziger, el primero en hablar fui yo. Cuando finalmente logramos escapar de la sala de reuniones, él, Rube y yo recorrimos juntos los pasillos, pero no hablamos de nada importante hasta llegar al despacho. Allí, Danziger se sentó detrás de su escritorio, sacó medio cigarro del cajón superior y lo contempló por un instante, dudando, sin duda, si debía fumárselo. Pero, una vez más, se lo colgó de los labios sin encenderlo. Esperé a que terminara, luego me senté en el borde de mi silla y me incliné hacia él. Rube lo hizo frente a mí, a la izquierda de Danziger y ligeramente a sus espaldas, apoyando el respaldo de la silla contra la pared.
    —Doctor Danziger —empecé—, no tengo ni idea de quién es el coronel Esterhazy. Y, por lo que sé, podría ser un coronel de la reserva ecuatoriana. —Rube sonrió; mi comentario le había gustado—. Sea quien sea, no le debo lealtad, ni a él ni a lo que supuestamente representa. Quienes me reclutaron fueron usted y Rube, así que yo trabajo para usted y haré lo que me ordene.
    Danziger sonreía abiertamente cuando finalicé, sin duda complacido.
    —Gracias, Si; se lo agradezco profundamente. —Se acomodó en su sillón giratorio, luego tiró del cajón inferior del escritorio y apoyó un pie en él—.
    ¿Sabe una cosa? Hasta que no obtuvimos un éxito, el suyo, las cosas transcurrían de forma rutinaria; con una maravillosa tranquilidad, de hecho. —Sonrió—. Aceptaban mis informes sin ningún comentario y la junta consideraba todos los problemas que le planteaba. Por lo general estaban relacionados con la obtención de algo más de dinero, que ellos solían facilitarme. Aunque no siempre tanto como les pedía... A menudo la reunión se hacía sin el quórum suficiente, y la dábamos por concluida al cabo de media hora. Dudo que la mayoría de los miembros de la junta tuviera auténtica fe en este proyecto; casi todos fueron transferidos a él. —Asintió varias veces antes de proseguir—. De modo que quizá llegué a pensar, o como mínimo a sentir, que este proyecto sólo era mío. Totalmente... —Se sacó el medio cigarro de la boca, lo estudió, volvió a mordisquearlo y se inclinó, uniendo las manos sobre la mesa escritorio—. Aunque, por supuesto, Esterhazy tiene razón. Éste no es únicamente nuestro juguete. Debemos demostrar un poco de sentido práctico, lo sé, pero preferiría avanzar poco a poco. Aunque lo cierto es que estoy tan convencido como los demás de que probablemente procedemos con bastante seguridad... Y recalco lo de «probablemente». Si pudiera elegir, preferiría no correr ningún riesgo.
    »Sin embargo, estoy de acuerdo con la decisión. Lo que quiero que usted haga es lo que quieren todos ellos; en eso no hay conflicto... Y lo que deseamos que haga me recuerda en cierto modo nuestra primera cápsula espacial. —De nuevo se echó hacia atrás en el asiento—. La primera era tan pequeña que pesaba... ¿Cuánto? Unos pocos kilos. Todo el mundo quería un espacio en ella, ¿se acuerda? Los biólogos querían un pequeño ratón a bordo, para comprobar los efectos de la radiación cósmica. Los botánicos querían la inclusión de unas cuantas semillas; los geógrafos, los meteorólogos y los militares querían espacio para colocar una cámara; los publicistas, la industria de las comunicaciones, y Dios sabe quién más, todos tenían sus peticiones e incluso sus exigencias. De manera que diseñaron un paquete, o lo intentaron, que les diera a todos un poco de algo. Al menos simbólicamente.
    »Con nosotros ocurre lo mismo, Si. Es por ello que la junta decidió autorizarlo a echar un vistazo a su hombre del sobre. En cierto modo, él está relacionado aparentemente con un fragmento de nuestra historia, con un consejero no muy importante del presidente Cleveland. Naturalmente, nos preguntamos cuál sería esa relación. En fin, nuestros historiadores quieren saber si el proyecto puede serles de ayuda, si es cierto o no que podemos incrementar nuestros conocimientos históricos de una forma que hasta ahora no nos estaba permitida... Los sociólogos formulan preguntas similares, los psicólogos tienen las suyas, y, por supuesto, también los físicos, entre los que me cuento, las tenemos a millares. Ese hombre suyo, conectado de alguna manera con un fragmento marginal de la historia, constituye un primer paquete bastante aceptable. Si logra usted estudiarlo y observarlo con cautela, y obtiene resultados que lo justifiquen, podremos abordar asuntos mucho más ambiciosos acerca de los cuales necesitamos un conocimiento adicional.
    »Por lo tanto, eso es lo que queremos, Si. Que siga observando, todavía con mucho cuidado, tanto como el ratón al doblar una esquina, o la mosca en la pared... Queremos que lo vigile, que averigüe cuanto pueda; el objetivo es que descubra todo lo posible. Sin duda esto incrementará su interferencia con los acontecimientos del pasado, pero aun así... —Vaciló, luego se encogió de hombros—. Minimícelos cuanto pueda. ¿Entendido? Usted sabe dónde vive ese hombre. ¿Puede regresar y buscar la forma de hacer eso por nosotros?
    Me dispuse a asentir. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, Rube me dijo, con tono sereno y perfectamente amistoso, aunque sin sonreír:
    —Y solo. Esta vez solo... En esta ocasión Katie debe quedarse donde diablos le corresponde.
    Abrí la boca, pero no tenía ninguna respuesta a punto. Me limité a permanecer boquiabierto por un instante, y Rube esbozó una sonrisa.
    —No te molestes en contestar. Creo saber cómo ocurrió, y supongo que no se te puede culpar por ello. Además, aparentemente no se ha producido daño alguno. Pero ya tenemos suficientes cosas de que preocuparnos sin necesidad de añadir turistas.
    —De acuerdo —asentí—. Pero tenía intención de explicárselo al doctor Danziger, de eso puedes estar seguro... ¿Cómo os habéis enterado?
    —Lo sabemos y basta. Hay mucha gente en este proyecto, aparte de ti. Mucho trabajo de investigación, de detalles... A ti te ha tocado la parte más vistosa, de modo que no hemos querido preocuparte con el aspecto práctico de la cuestión. Pero velamos por el proyecto de todas las formas posibles, y sólo esto importa, nada más. ¿Entendido?
    Era una advertencia, tal vez una amenaza, pero lo acepté porque me lo merecía.
    —Entendido.
    Entonces sonrió. Fue una de aquellas sonrisas amplias que habían hecho que Rube me cayera bien desde el primer momento. Luego echó la silla hacia delante, las patas delanteras golpearon fuertemente contra las baldosas de vinilo y se levantó.
    —Pues hay que regresar al Dakota. Vamos, cabrón afortunado. Yo te acompaño.
    12
    Esta vez, nada más salir del Dakota a la calle Setenta y dos con la bolsa de tela de tapicería en la mano, lo supe. Doblé de inmediato a la izquierda, hacia Central Park, que estaba justo delante, al otro lado de la calle, y no advertí ninguna diferencia notable en el parque. Y sin embargo, lo supe. De modo que al cabo de unos instantes, cuando una carreta cargada de heno y tirada por dos caballos pasó por el cruce que tenía frente a mí, no me mostré sorprendido.
    Pero recordé algo y, al llegar a la esquina, no crucé la calle para entrar en el parque sino que giré en dirección al norte. Me acordé del increíble espacio abierto que había visto desde el balcón de mi apartamento varias noches atrás: el oscuro vacío que se distinguía entre el Dakota y el Museo de Historia Natural, cinco manzanas hacia el norte. Deseaba echarle un vistazo a la luz del día, así que caminé una manzana a lo largo de la fachada del Dakota y de pronto lo vi. Me detuve, lo miré con asombro, y luego me eché a reír.
    No sé qué había esperado —cualquier cosa excepto aquello— y, todavía sonriendo, sacudí la cabeza. Mientras reanudaba mi camino, saqué un bloc de dibujo de mi bolsa. Luego hice un bosquejo, aunque detallado y exacto, que más tarde terminaría tal como se ve en la página siguiente. De pie a poco más de diez metros de la acera y de cara al Dakota, en la esquina sur de la calle Setenta y cuatro con Central Park West, esto es lo que contemplé, con la excepción de que añadí unas cuantas hojas a los árboles para que ustedes pudieran verlos. Aquellas gentes eran granjeros —en toda la extensión de la palabra—: cultivaban la tierra y criaban animales, vivían en cabañas y chozas que, evidentemente, habían construido con sus propias manos.
    Allí estaban, hortelanos y granjeros junto al elegante Dakota, dedicados a sus faenas mientras los niños jugaban y los animales se entretenían mordisqueando lo que conseguían encontrar entre la nieve medio derretida.
    Apenas podía creerlo, y cuando hube concluido mi esbozo, caminé un par de manzanas en dirección al museo. A la luz del día comprobé que éste era un solo edificio, y me asombré al ver un panorama en el que una diminuta granja sucedía a otra hasta la orilla del Hudson. Aunque desconocidas, las calles ya estaban presentes. En algunos puntos formaban la gran rejilla de las manzanas, donde cada nueva calle estaba al mismo nivel que las demás, mientras que los terrenos que constituirían la manzana formaban una depresión. Y sobre estos cuadrados uniformemente rectangulares había cientos de hectáreas dedicadas a tierras de cultivo. Desde la elevación de la calle donde me encontraba distinguí los surcos regulares de los viejos sembrados bajo una fina capa de nieve, y vi que en algunas de aquellas granjas en miniatura la gente rascaba la húmeda tierra con azadones, aunque ignoro por qué no efectuaban su trabajo siguiendo un cierto orden. Como es lógico, también hice un boceto de aquella escena. (Véase en la página siguiente)

    Lo que hay a la izquierda es la calle Setenta y cinco, y lo que ven al fondo es el Elevado de la Novena Avenida. Mientras realizaba el esbozo, tuve ocasión de oír el mugido de las vacas, el balido de las ovejas, el gruñido de los cerdos, el graznido de los gansos y, al mismo tiempo, a lo lejos, el familiar y discordante traqueteo del tren Elevado. Seguidamente me fui, crucé Central Park hasta el Elevado de la Tercera Avenida y luego seguí hacia el centro de la ciudad, hasta Gramercy Park.

    El 19 de Gramercy Park era una casa que yo ya había visto con anterioridad. Aún existía, avanzada la segunda mitad del siglo XX, y en ocasiones había pasado por delante, y no sólo de ella, sino también de las antiguas viviendas que rodeaban la pequeña plaza del parque. Hasta donde recordaba, su aspecto era idéntico al que tenía en aquellos momentos: una sencilla casa de tres plantas cons­truida con arenisca roja, marcos y ventanas pintados de blanco y un pequeño tramo de peldaños gastados en la entrada, protegidos por una barandilla negra de
    hierro forjado. En una ventana del primer piso, que daba a la esquina, en un pequeño letrero azul y blanco podía leerse: PENSIÓN Y ALOJAMIENTO.
    De pie en la acera, mientras observaba la casa y sostenía mi atestada bolsa, era como un hombre encima de un trampolín mucho más alto que cualquier otro desde el cual se hubiese atrevido a saltar. Estaba a punto de empezar algo mucho más crucial que intercambiar unas simples palabras con un desconocido y luego marcharme. Aunque fuese de forma precavida, a modo de tanteo, estaba a punto de participar en la vida de aquellos tiempos, así que eché un nuevo vistazo al letrero, enormemente excitado y curioso, aunque sin hallar del todo el valor necesario para empezar. Pero tenía que ponerme en movimiento; aquella puerta podía abrirse y alguien salir, con lo cual me verían remoloneando por allí. Me obligué a dar unos pasos, subí precipitadamente por los escalones y, antes de que pudiera vacilar, estiré la mano e hice girar el reluciente tirador de bronce que había en el centro de la puerta. En el interior de la casa sonó la campanilla, y a continuación oí pasos. Ya lo había hecho. Para bien o para mal, me había incorporado a su época. Observé que el pomo giraba, que la puerta retrocedía al abrirse, y alcé la vista. En el umbral, mirándome inquisitivamente, había una muchacha de poco más de veinte años... Llevaba un vestido gris de algodón, un largo delantal verde y en la cabeza, a modo de turbante, un pañuelo para protegerse del polvo. En la mano sostenía un trapo.
    —¿Qué desea?
    Una vez más, el asombro ante lo que estaba ocurriéndome se apoderó de mí, y la miré fijamente. La muchacha empezó a fruncir el entrecejo, a punto de repetir la pregunta, de modo que me apresuré a responder.
    —Busco habitación.
    —¿Pensión incluida? Porque esto es lo que ofrecemos.
    —Sí, pensión incluida —dije, esforzándome por sonreír.
    —Bien, disponemos de dos vacantes —me informó indecisa, como si no estuviera muy segura de si debía librarse de mí—. Una al frente, que da al parque y cuesta nueve dólares a la semana. La otra da a la parte de atrás y cuesta siete dólares con veinticinco centavos. Ambas incluyen desayuno y cena.
    Le dije que me gustaría verlas y ella se apartó a un lado para señalarme el recibidor de baldosas negras y blancas. Las paredes estaban empapeladas y lo presidía un enorme perchero dotado de paragüero, ambos separados en la parte central por un espejo de cuerpo entero. Cuando la muchacha se volvió para cerrar la puerta, en él atisbé la esbelta curva de su cuello, así como un mechón de cabello oscuro que asomaba por debajo del turbante. Debido a mi nerviosismo, me limité a sonreír. Hay algo que resulta inocente, a la vez que seductor, en la nuca de una muchacha cuando lleva el cabello recogido. Me di cuenta de que, además, era muy bonita.
    La seguí por los alfombrados peldaños que había al final del recibidor. Para subir por las escaleras, la joven se recogió la falda a la altura de las rodillas y la levantó hasta los tobillos, lo cual me permitió ver que llevaba botines negros con los tacones gastados y gruesas medias de algodón a rayas azules y blancas. Eché un vistazo a sus pantorrillas, redondas y llenas y, a pesar de la desventaja que suponían el calzado y las medias, comprobé que tenía unas piernas preciosas. «Ella está muerta, ¿sabes? —resonó una voz en mi mente—. Muerta y extinguida hace muchas décadas...» Sacudí la cabeza, en un intento por alejar de mí aquellos pensamientos. Luego, al llegar a lo alto de las escaleras, la muchacha se volvió para señalarme una habitación y, al pasar por su lado, sonrió. Al observarla de cerca, se me reveló la realidad de su tez, las diminutas arrugas junto al rabillo del ojo y el veloz movimiento de sus párpados al pestañear, y la vi tan inconfundiblemente joven y llena de vida que mis anteriores pensamientos perdieron su significado.
    Estuve examinando la estancia y ella se quedó esperando, justo en la parte interna del umbral. Era amplia, limpia y luminosa gracias a los dos altos y rectangulares ventanales que daban al frente. La habitación estaba amueblada al estilo antiguo; sólo que no era antiguo: la mecedora de madera, la maciza cabecera esculpida de la cama y la mesita que había entre las dos ventanas, cubierta con un tapete de fieltro verde con flecos, probablemente no debían de tener más de doce años. Había una alfombra verde y rosa, gastada en algunos puntos, con motivos que podían ser grandes rosas o, sencillamente, coles; a elegir según los gustos. Debajo de una de las ventanas había un banquito tapizado con terciopelo rojo, y los cristales estaban cubiertos con visillos de encaje almidonados, zurcidos aquí y allá. Al lado de la puerta, en un marco dorado, colgaba un grabado que representaba un pastor con su rebaño, oculto hasta las rodillas entre las ovejas. El empapelado de las paredes formaba un dibujo complicado con una espantosa combinación de verdes y marrones. También había una cómoda de madera oscura, con tiradores de cerámica blanca y superficie de mármol, encima de la cual había un jarro dentro de una jofaina. El baño, que se compartía con otros huéspedes, se hallaba al final del pasillo, según me informó la muchacha.
    —Me gusta —dije—. Muchísimo... Me la quedo, si es posible.
    —¿Trae usted referencias?
    —Lo siento profundamente, pero no. Acabo de llegar a Nueva York y no conozco a nadie aquí. Excepto a usted. —Sonreí, pero ella no me devolvió la sonrisa, sino que me miró, indecisa—. Es cierto que soy un reo que se ha escapado, un falsificador en activo, y de vez en cuando un asesino. Además, no paro de aullar cuando es luna llena. Sin embargo, soy muy limpio.
    —En ese caso, sea usted bienvenido. —Finalmente, sonrió—. ¿Cuál es su nombre?
    —Simón Morley, y me siento muy complacido de conocerla.
    —Yo soy Julia Charbonneau. —De repente se mostró reservada, casi fría, pero comprendí que ya éramos amigos—. Esta casa pertenece a mi tía abuela. La conocerá a la hora de cenar, que es a las seis. —Se volvió, dispuesta a marcharse, la mano en el pomo para cerrar la puerta al salir, pero entonces se detuvo y se volvió hacia mí—. Dado que es usted de fuera de la ciudad, recuerde que estas luces —señaló los globos que colgaban del techo y la lámpara que sobresalía de la pared junto a la cama—, no funcionan con queroseno ni con velas, sino con gas. De modo que no las apague soplando. Haga girar la llave.
    —Lo recordaré.
    Ella asintió, echó un vistazo a la estancia y, al no hallar otra cosa de la que advertirme, se volvió hacia la salida.
    —Señorita Charbonneau —susurré. Ella se giró y de pronto no supe qué decir, pero luego se me ocurrió algo—: Disculpe mi ignorancia. Ésta es mi primera visita a Nueva York y desconozco las costumbres...
    —No creo que sean muy distintas de las de cualquier otra parte. —De nuevo sonrió, con expresión algo burlona—. De todos modos, no creo que vaya a ser usted un novato durante mucho tiempo. —Dicho esto se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.
    Me acerqué a la ventana y miré en dirección a la pequeña plaza del Gramercy Park, un piso más abajo, con sus bancos, arbustos y árboles cubiertos de nieve. No recordaba cuándo había visto la plaza por última vez, ni si su aspecto era el mismo, aunque me lo parecía. Tres de los lados del parque eran tal como los había visto siempre: casas muy antiguas, edificadas con una mezcla de sillares rojizos, ladrillos y piedra gris. Sin embargo, en el cuarto lateral, el que daba a la calle Veintiuno, no había edificios de apartamentos sino otras casas antiguas. De las aceras y los senderos del parque habían quitado la nieve, que ahora se apilaba en las cunetas y los laterales más alejados de la calle que daba a la plaza. La nieve estaba manchada de negro a causa del hollín, lo cual indicaba que aquélla seguía siendo una ciudad sucia, sobre todo en invierno: supuse que a causa de los miles de fuegos de carbón y madera que vertían humos en la atmósfera... Al menos esto no era radiactivo, pensé. Delante de cada casa había un poste de hierro forjado, pintado de negro, para atar las caballerías. Algunos de los pomos superiores de estos postes tenían forma de cabeza de caballo, en la nariz de cada una de las cuales había una argolla, y frente a cada poste se levantaba un ancho bloque de piedra para subir a los carruajes, todos limpios de nieve y listos para su uso. Aparte de esto, era el Gramercy Park que yo conocía.
    Al otro lado de la plaza se produjo un movimiento que llamó mi atención, y que logré localizar a través de las negras y desnudas ramas de los árboles que se interponían: una mujer acababa de salir de casa y, después de cerrar la puerta, bajaba por los peldaños de la entrada principal, con mucho cuidado por miedo a resbalar en el hielo. Luego giró a la izquierda en el sendero y dobló por el recodo de la calle Veinte, en dirección hacia mí. Libre ya de la interferencia de los árboles, pude verla con claridad. Caminaba encorvada a causa del frío, con las manos profundamente metidas en un satinado manguito de pieles. Llevaba una esclavina negra, un bonete redondo atado debajo de la barbilla, y un abrigo corto ribeteado con una ancha franja de astracán; al caminar, las puntas de sus zapatos asomaban y desaparecían debajo de la falda. Y en ese instante, una vez más, tuve la absoluta certeza de que aquello era la ciudad de Nueva York en enero de 1882, y yo formaba parte de ella.
    Justo en ese momento empezó a nevar. Los copos eran pequeños y escasos, sin embargo, al cabo de un minuto —el tiempo que necesitó aquella mujer para llegar hasta Irving Palee y doblar por allí, desapareciendo de mi vista—, se hicieron más densos. Luego flotaron con mayor celeridad, formando remolinos, y empezaron a cubrir las aceras, los senderos, las escaleras de la entrada y el portal de las casas, acumulándose encima de las cabezas equinas de los postes de hierro.
    Aunque no podría explicar el motivo, aquello era demasiado para mí, de modo que me aparté de la ventana y me tendí en la larga cama individual, procurando mantener los pies fuera de la sencilla colcha blanca. Cerré los ojos y de pronto me sentí más nostálgico que cualquier chiquillo que se añorase, y se me ocurrió pensar en que no conocía a nadie sobre la faz de la Tierra, que todo cuanto me era familiar se hallaba increíblemente lejos.
    Dormí durante una hora; quizás algo menos. Luego, unas voces intermitentes, el ruido de puertas que se abrían y cerraban, y el sonido de pasos en el pasillo, me despertaron. La habitación estaba a oscuras, pero los delgados rectángulos de las ventanas más allá de los pies de la cama se veían luminosos a causa de la nieve recién caída. Consciente de dónde me encontraba, me levanté, crucé la habitación y me acerqué a una de las ventanas.
    En torno a la plaza las farolas resplandecían y la nieve brillaba en los círculos de luz que se formaban en la base de ellas. A mi derecha, justo en la esquina, la portezuela de un carruaje se cerró con estrépito, y al volverme hacia allí vi que las riendas golpeaban la grupa de dos enjutos caballos grises. Luego, el carruaje arrancó hacia mí y los negros laterales brillaron a la luz de sus propios fanales. Casi de inmediato —las altas y delgadas ruedas marcando un rastro fino, semejante al que dejaría una navaja—, penetró en el cono de luz de una de las farolas y el esmalte negro y los cristales de las ventanillas centellearon. A través de mi ventana escuché el débil tintineo de los arneses, así como el amortiguado trote de los herrados cascos sobre la nieve. El vehículo dobló la esquina de la plaza y observé la oblicua figura del cochero, sentado en lo alto del asiento descubierto, con una manta envuelta en torno a la cintura, sujetando las riendas y el látigo con sus manos enguantadas... Caballos, cochero y carruaje pasaron justo por debajo de mi ventana, y miré desde lo alto los lomos grises cruzados por arneses, el bamboleante casquete del sombrero de copa del cochero y el techo oscuro y opaco del carruaje. Una vez más, caballos y vehículo relucieron al pasar por un cono de luz amarillenta, y su sombra menguó hasta extinguirse. Luego volvió a surgir, esta vez con mayor intensidad, adquiriendo una solidez negra azulada, para seguidamente adelantarse al carruaje, alargándose y deformándose. De pronto, dos cabezas aparecieron en el óvalo de la ventanilla posterior: la de un hombre con sombrero de copa, y la de una mujer sin sombrero, lo cual me permitió ver que llevaba el cabello recogido en un moño. El hombre se volvió hacia la mujer y le dijo algo —según advertí por el movimiento de la barba—, luego el carruaje dobló la esquina, percibí el resplandor del fanal que colgaba de uno de los laterales y los caballos desaparecieron de mi vista. Seguidamente, el vehículo se esfumó por completo, dejando tras de sí la doble huella. Y la alegría de estar allí, en aquella ciudad y en aquellos instantes, invadió mi cuerpo.
    Me aparté de la ventana, me quité la chaqueta, me acerqué a la cómoda, vertí un poco de agua del jarro en la jofaina y me lavé. Seguidamente me puse una camisa limpia, la corbata, me peiné y con paso rápido me dirigí hacia la puerta, el pasillo, la casa y su gente.
    Un joven delgado que iba en mangas de camisa que acababa de salir del cuarto de baño se acercaba por el pasillo llevando una palangana con agua. Tenía el cabello negro, peinado con la raya a un lado, y bigotes de color castaño oscuro, a lo Fu Manchú. Nada más verme, sonrió.
    —Tú debes de ser el nuevo pensionista —dijo. Se detuvo a mi lado y con la barbilla señaló la palangana—. No puedo estrecharte la mano, pero permíteme que me presente. Soy Félix Grier y hoy cumplo veintiún años.
    Lo felicité, le dije mi nombre y él insistió en que fuera a su habitación y viese la nueva cámara fotográfica que sus padres le habían enviado por su cumpleaños. La había recibido el día anterior y, gracias a un foco de pie que me enseñó —un tubo sujeto horizontalmente sobre un soporte, con unos doce agujeros para dar salida a las llamas de gas, frente a un fondo reflectante—, había tomado fotos de todos lo que vivían en la casa, así como de algunashabitaciones a la luz del día. Él mismo revelaba sus propias fotografías y hacía copias: había una docena de ellas colgando de una cuerda para secarse, como si fuera la colada. Vi que las había revelado formando círculos, rectángulos, óvalos, y de muchas otras formas, y que se lo pasaba estupendamente. Examiné con atención su cámara, un aparato enorme que, al sopesarlo y examinarlo, juzgué debía de pesar de tres kilos a tres kilos y medio. Estaba maravillosamente hecha toda en madera barnizada, latón, cristal y cuero rojo. Se lo comenté, y añadí también que yo era muy aficionado a la fotografía. Entonces se ofreció a prestármela alguna vez, y con­testé que tal vez le tomara la palabra. Luego me hizo posar y me sacó una foto —una exposición más breve
    que la que yo hubiese elegido, aunque sólo por unos segundos—, además de prometer que me regalaría toda una colección. Yo no sentía especial interés por aquellas fotos en ese momento, pero más tarde me alegré de tenerlas. Dejé a Félix lavando sus copias, y aquella noche, al regresar a mi habitación, me encontré con que había deslizado una serie completa por debajo de la puerta: el retrato de todos, incluido el mío, así como varias imágenes de la casa.
    La de arriba es una de las fotos, correspondiente al propio Félix. El parecido es bastante bueno, aunque se lo ve más serio que cuando lo conocí, ya que siempre que hablé con él sonreía y se mostraba muy bullicioso. Y, puesto que estoy en ello, incluyo mi retrato. No estoy muy seguro de si la similitud es excelente, pero creo que, en líneas generales, soy así, incluida la barba. Nunca he dicho que fuera un hombre guapo...


    Dejé a Félix y bajé por las escaleras hasta el gran salón delantero que daba al recibidor. Detrás de las ventanillas de mica de una enorme estufa negra con niquelados, que se apoyaba contra una placa de metal adosada a la pared, había un fuego encendido. Al lado de la estufa, sobrepasando en unos treinta centímetros su altura, había una armadura niquelada, a la que me acerqué para examinarla. Cuando tendí la mano hacia ella, la retiré rápidamente: ardía. Al otro lado de un par de puertas corredizas oí un tintineo de platos y cubiertos y un murmullo de voces. Una era la de Julia, de eso estaba seguro, pero la otra pertenecía a una mujer mayor. Supuse que estarían poniendo la mesa, de modo que tosí.
    Las puertas se abrieron y Julia entró en el salón. Llevaba un vestido de lana marrón, con el cuello y los puños blancos, distinto del que lucía cuando Félix lafotografió. Éste es el retrato de ella, y esa noche llevaba el mismo peinado que se aprecia en la imagen: arreglado de manera suelta, cubriéndole la parte
    superior de las orejas y sujeto con un moño. Detrás de ella vi una mesa ovalada a medio preparar, y luego advertí que una mujer de mediana edad entraba.
    La de abajo es la fotografía que Félix le había hecho. Es verdaderamente excelente, pues supo captar su aspecto.
    —Tía Ada —dijo Julia—, te presento a Simón Morley, que ha llegado sin referencias y sin mucho equipaje. Pero con mucha blabia, con la que sin duda se muestra muy generoso... Señor Morley, le presento a la señora Huff.
    Yo ignoraba cuál era el significado de la palabra «blabia», pero más tarde me enteré de que era una mezcla de «Bla, Bla, Bla» y «labia», es decir, que tenía un exceso de verbosidad persuasiva y halago, o de ambas cosas a la vez. La tía de Julia sonrió ante este comentario y me saludó con una auténtica reverencia, algo que yo nunca había visto.
    —¿Cómo está usted, señor Morley? Creí que lo más natural era responder también con una reverencia, como si siempre lo hubiera hecho.
    —¿Qué tal, señora Huff? La señorita Julia no me da otra alternativa que contestar que me siento dichoso de estar aquí. Este salón es verdaderamente encantador. —Al escuchar mis propias palabras, tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a reír.
    —¿Me permite que se lo enseñe? —Tía Ada me señaló la estancia y yo miré alrededor con auténtico interés. Al comienzo de la página siguiente está la foto que Félix tomó de un rincón del salón con la cámara que le habían regalado; no podía abarcar toda la estancia, ni mucho menos.
    Las paredes estaban empapeladas y el suelo cubierto de alfombras, y en las ventanas, además de los visillos de encaje, había gruesas cortinas de terciopelo color púrpura ribeteadas con orlas. Había dos enormes canapés de brocado, dos mecedoras de madera y cuero negro, tres sillones tapizados, un escritorio y


    cuadros con marcos dorados en las paredes.
    Pero tía Ada se dirigió hacia una vitrina rinconera, y yo la seguí.
    —Éstas son algunas de las cosas que el señor Huff y yo trajimos a casa de nuestro viaje por Europa y Tierra Santa —indicó—. Este frasco contiene agua del río Jordán. Y eso son trocitos de mármol que recogimos del Foro.
    Me proporcionó una breve explicación de todo cuanto había en los estantes: un diminuto abanico procedente de Francia, recuerdo de la Revolución; una pequeña zapatilla dorada en cuyo interior había un cojincillo de terciopelo para

    clavar las agujas, que habían comprado en Bélgica; una concha que su marido —«mi difunto esposo»— había recogido en una playa de veraneo inglesa donde se habían hospedado. Y concluyó con una joya de su colección: una margarita, amarilla y prensada, procedente de la tumba de Shelley.
    El joven Félix bajó saltando por las escaleras y entró en el salón. Se había puesto un cuello limpio y corbata, además de un chaleco, la cadena de oro del reloj, una chaqueta corta y pantalones a cuadros blancos y negros.
    Al apercibirse de que la tía Ada me estaba hablando de su viaje, me miró y guiñó un ojo. Luego se sentó junto a una de las ventanas que daban a la calle y empezó a leer el periódico que había traído consigo: el New York Express. Julia había regresado al comedor para poner la mesa, y tía Ada y yo nos trasladamos a la repisa de la chimenea, de mármol blanco, y a la hilera de felicitaciones navideñas que había en ella. En unas tarjetas tan lustrosas que parecían barnizadas, había angelitos con cara de niña pequeña, de cabellos ensortijados y desparramando flores; algún que otro Papa Noel con la característica capucha y una especie de hábito rojo y blanco que le llegaba hasta los pies. Había otras humorísticas, como, por ejemplo, una en que se veía una cena de Navidad donde una familia se peleaba lanzándose platos y vasos. Pero las que más me impresionaron fueron las tarjetas de los temas de «aflicción», según las calificó la mujer. En una, una niña sollozaba en medio de una tormenta espantosa; en otra se veían las huellas de una criatura sobre la nieve, que finalizaban en la orilla de un río; otra mostraba un pájaro muerto, apuntando con las rígidas patas al cielo, y en cuyo epígrafe rezaba: «¡Oíd!, ¡oíd!, canta la alondra en el umbral del Paraíso.» No supe cómo reaccionar ante aquello, pero tía Ada me dio una pista al comentar:

    —Son absurdas, por supuesto. Ridículas. —Esbozó una sonrisa, y concluyó—: Pero están de moda.
    En ese momento bajó un hombre de unos treinta y cinco años, y tía Ada nospresentó. Ésta es la foto que Félix le hizo. Se trataba de un hombre alto y delgado llamado Byron Keats Doverman, y lucía un bigote las puntas del cual le colgaban, hirsutas, de la mandíbula, como si de una explosión de las patillas se tratase. Su cabello era tupido, ondulado y de un color castaño rojizo. Tomó asiento, felicitó a Grier por su cumpleaños, le pidió prestada una parte del periódico y no hizo caso de nuestro paseo turístico, que la tía Ada y yo reanudamos. Examiné y admiré un caballete de bambú sobre el cual había un cuadro enmarcado representando un surtido de frutas y un conejo muerto. Tía Ada me guió hasta una mesita sobre la cual había unas figuritas de porcelana, luego se quedó esperando, con las manos modosamente juntas, mientras yo me inclinaba para examinar una fotografía grande, en
    color sepia, que estaba apoyada contra un jarrón lleno de brotes de espadaña.
    Era un retrato de cuerpo entero de una mujer que vestía mallas, con un sombrero de fieltro que terminaba en pico y del cual salía una larga pluma. Tenía el codo apoyado sobre una columna de mármol y la barbilla en la mano, y estaba de perfil, mirando el vacío. El epígrafe, con letras doradas, ponía: «The Jersey Lily», y en la esquina opuesta leí lo que, supuse, debía de ser el nombre del fotógrafo: Sarony.
    Tía Ada había reservado lo mejor para el final. Al lado de un pequeño órgano de madera oscura, sobre la repisa de la chimenea, había un grupo de figuras de estuco, de un metro de altura, que debía de pesar unos cuarenta kilos. El título, grabado en la base, era Pesando al bebé, y las figuras consistían en un médico con barba y chaqué y una comadrona con cofia, que observaban el brazo de una balanza en cuya bandeja yacía un berreante bebé. Junto al grupo escultórico de estuco había una campana de cristal, bajo la cual se veía un ramito de flores que me eran desconocidas. Al examinarlo de cerca, comprobé que estaban hechas con plumas.
    Tía Ada tuvo que dejarme antes de finalizar, pues la cena estaba casi lista y Julia la llamó. Pero había muchas otras cosas para ver: retratos de familia, cuadros enmarcados, un gigantesco helecho en un rincón, junto a las ventanas que daban a la calle. Comenté que me gustaba mucho su salón, y era cierto: creo que era la habitación más agradable que había visto en mi vida. Me senté a esperar que sirvieran la cena y Félix me tendió una parte de su periódico, que hojeé pero no leí. Preferí entretenerme examinando de nuevo la interesante y atestada habitación, escuchando el crepitar del fuego en la estufa, sintiendo su calor en un lado de la cara, observando cómo el viento hacía volar algún que otro copo de nieve tras los cristales de las ventanas, y me sentí en paz.
    Me había sentado de cara a la escalera, esperando al hombre que había venido a ver, y en ese instante bajó la señorita Maud Torrence, que se unió a nosotros. Era una mujer pequeña, de unos treinta y cinco años de edad y facciones dulces. Llevaba una falda de sarga azul, blusa blanca abotonada hasta la barbilla y, en torno al cuello, un pequeño reloj de oro que colgaba de una cadena. Más tarde me enteré de que estaba empleada en una oficina y que ése era su atuendo de trabajo. Byron Doverman nos presentó, luego ella se quedó junto a las ventanas, observando la noche, y vi que llevaba un lápiz clavado en los cabellos, que se había recogido en un moño en la base de la nuca. Me preguntó cortésmente si no creía que el tiempo había sido espantoso últimamente y yo estuve de acuerdo, pero añadí que eso era lo que se esperaba de Nueva York en aquella época del año. Luego Julia se asomó por la puerta y nos avisó de que la cena estaba lista.

    Me sentía demasiado excitado para comer gran cosa, excesivamente consciente de que me encontraba en aquella mesa, debajo del siseo casi imperceptible de las luces de gas de la araña que colgaba del techo, y empezó a inquietarme el que mi hombre aún no hubiese llegado.Éramos seis los que estábamos sentados, y había una silla vacía. Tía Ada, que presidía la mesa ovalada, trinchaba una pechuga de pavo e iba pasando los platos. Durante unos minutos, el silencio sólo era roto por los murmullos de agradecimiento a medida que se distribuían los platos. Me entretuve mirando alrededor, aunque tratando de disimular. En las paredes había media docena de grandes fotografías enmarcadas. Una era la imagen color sepia de la cabeza y los hombros de un hombre serio, de mediana edad; supuse que se trataba de alguien de la familia. Las otras eran grabados en blanco y negro del Foro Romano, escenas pastoriles y cosas por el estilo. Luego, cuando ya todos estuvimos servidos, empezamos a comer, y Byron Doverman inició la charla anunciando que acababa de finalizar la lectura de Ben Hur. Julia y Félix se mostraron sorprendidos de que no hubiese leído ese libro hacía tiempo.
    A continuación siguió un pequeño intercambio de opiniones sobre la novela, referidos en especial a su «mensaje», y tía Ada me preguntó si la había leído. Aunque no era así, había visto la película, de modo que respondí que sí, intercalando algún que otro comentario respecto a la emocionante carrera de cuadrigas. Luego Byron Doverman comentó espontáneamente que en una ocasión había visto al autor, el general Lew Wallace, montado a caballo al frente de su regimiento cerca de Washington, donde Byron estaba destinado durante la guerra. Al mirar al otro lado de la mesa a aquel hombre todavía joven, de cabello castaño rojizo y cuyo rostro carecía prácticamente de arrugas, tardé unos instantes en darme cuenta de que se refería a la Guerra Civil.
    —¿Se han enterado de lo último sobre Guiteau? —preguntó Félix, a todos los presentes en general—. Alguien le disparó a través de la ventana de la celda...
    —Ya se ha publicado en los periódicos —replicó Julia.
    —Sí, pero esto otro no. La noticia iba de boca en boca por la ciudad esta tarde. La bala se estrelló contra la pared, impactando en el perfil absolutamente perfecto de Guiteau tal como representan al miserable cuando pone expresión asustada.
    Miré con cautela en torno a la mesa, pero todos asentían gravemente, aceptando aquel hecho sin una sonrisa. Luego advertí que tía Ada estaba hablándome; quería saber qué opinaba yo del veredicto. Adopté una actitud pensativa, como si meditase en ello, mientras intentaba recordar lo poco que sabía respecto a Guiteau. No había leído gran cosa sobre él, pero sabía que lo habían declarado culpable y lo habían ejecutado. Yo no estaba allí para reformar comportamientos sociales, de modo que le dije a tía Ada que, puesto que era claramente culpable, estaba seguro de que lo colgarían.
    Al otro lado de la mesa, Félix estaba comentando algo sobre la búsqueda de diamantes; según dijo, habían empezado a excavar cerca de Bordentown, en New Jersey. Luego se habló un poco del escándalo del Elevado Metropolitano, fuera cual fuere. Miré a Julia, sonreí y le dije que el pavo estaba estupendo, que siempre había creído que era seco e insípido, pero que aquél era suculento. Julia respondió que era de granja; me mostré sorprendido y quise saber dónde lo habían conseguido.
    —En el mercado, por supuesto. —Ahora era ella la sorprendida.
    Le pregunté al respecto, y descubrí que también vendían codornices, urogallos, perdices, pichones y patos salvajes, entre los cuales había patos marinos, de cabeza colorada y almizclados, o patos mudos, y que también vendían liebres y conejos. Yo siempre había creído que la liebre era otro nombre que se le daba al conejo, y estuve a punto de preguntar más cosas al respecto, pero no lo hice; Julia fruncía el entrecejo y me miraba inquisitiva al otro lado de la mesa.
    Me volví hacia Félix, que se sentaba a mi lado, y sólo por decir algo le pregunté si estaba interesado en el béisbol.
    Contestó que sí, que un poco. El último verano había ido un par de veces al campo de polo —la temporada había concluido—, para ver a los Mets.
    —¿A quién? —pregunté.
    —A los Metropolitans.
    Asentí y repliqué que eso había creído entender.
    —¿Y qué tal lo hicieron? —inquirí.
    —No muy bien —respondió—. Eran malos en los lanzamientos.
    Dije que no me sorprendía.
    De postre hubo tarta de cumpleaños. Félix tuvo que soplar las velas y luego se celebró una pequeña fiesta. Julia y su tía se quedaron en el comedor y cerraron las puertas corredizas mientras retiraban la mesa. Maud Torrence se sentó al órgano y rebuscó entre las partituras que había en el atril, y Félix Grier y Byron Doverman se quedaron a su lado. Al sentarme yo con el periódico, los tres me llamaron y comprendí que no tenía escapatoria, de manera que me incorporé al grupo.
    Conseguí acompañarlos en la primera canción, Te llevaré de nuevo a casa, Kathleen, y cuando finalizamos, Félix comentó:
    —De haber estado Jake aquí, habríamos podido formar un cuarteto.
    Ésa fue mi ocasión para preguntar:
    —¿Quién es Jake?
    —Jake Pickering —contestó Félix—. Otro pensionista.
    Ahora ya conocía su nombre, y sentí que había progresado algo.
    La siguiente interpretación fue Si atrapara al hombre que le enseñó a bailar, o algo similar, y lo único que pude hacer fue intentar imitarlos. Luego Julia y su tía se unieron a nosotros y cantamos De noche a la luz de la luna y Oh, aquellas zapatillas doradas. Tía Ada cantaba bastante bien, pero Julia desafinaba un poco de vez en cuando. Entonces Byron Doverman exclamó:
    —¡La cuna está vacía, el bebé ha desaparecido!
    —¡Oh, no! —protestó Julia, pero los demás insistieron.
    Maud encontró la partitura y —leyendo la letra por encima de su hombro— cantamos lo que probablemente sea la canción más lúgubre que he oído en mi vida. Trataba de un pobre recién nacido que había muerto, e incluía versos como «el pequeñín ha ido a reunirse con los ángeles, la paz ya ha hallado para siempre». Julia me miró y sonrió al tiempo que se encogía de hombros, como si lo considerara ridículo. Pero cuando Maud concluyó, y se volvió diciendo que ya había tocado bastante, advertí que había lágrimas en sus ojos. Recordé entonces que en aquel tiempo los recién nacidos morían con gran facilidad. Tal vez la canción significara algo especial para ella.
    La campanilla de la puerta sonó, y de nuevo me pregunté si sería mi hombre. Pero Julia fue a abrir y regresó seleccionando unos cuatro o cinco sobres, uno de los cuales entregó a Byron. Los demás eran felicitaciones de cumpleaños para Félix. Aquella entrega del correo se efectuaba poco antes de las siete, y cuando exterioricé mi sorpresa, Julia contestó —con ese aire de presunción propio de quien vive en una gran ciudad— que en Nueva York se efectuaban cinco repartos al día.
    —Byron —añadió entonces—, ¿querrías obsequiarnos con algunos juegos de manos?
    Él asintió, subió de dos en dos los peldaños de la escalera hasta su habitación, y bajó con la misma celeridad. Luego recorrió la estancia sacando monedas de nuestras orejas, o pidiéndonos que extrajéramos una carta, «una cualquiera», de la baraja. La verdad es que lo hacía bastante bien, y todos, incluso yo, disfrutamos con su actuación.
    Al finalizar, se metió la baraja en el bolsillo y se sentó. Entonces tía Ada dijo:
    —Mi tío me envió de China un abanico y yo me abanicaba así.
    Empezó a balancear la mano bajo la barbilla, como si se abanicara, y todos la imitamos.
    A su derecha, en un sillón próximo a las ventanas, Maud prosiguió:
    —Mi tío me envió de China un abanico y yo me abanicaba así. —Con su mano izquierda empezó a agitar un abanico imaginario junto a la oreja izquierda, y todos hicimos lo mismo sin dejar de abanicarnos con la mano derecha.
    Era mi turno, de modo que recité:
    —Mi tío me envió de Checoslovaquia un abanico y yo me abanicaba así. — Enseñé los dientes como si sujetara un abanico con ellos y empecé a asentir con la cabeza. Todos me imitaron.
    El siguiente era Félix, que terminó el juego con dos abanicos gemelos procedentes de las islas Sandwich, levantando ambos pies del suelo y abanicándose con ellos. Al copiar el movimiento, estallamos en risas, pues resultaba cómico el que todos estuviésemos echados hacia atrás en nuestros asientos, meneando simultáneamente la cabeza, las manos y los pies.
    —¿Dónde está Checoslovaquia, señor Morley? —preguntó tía Ada.
    —Bueno, creo que en el sur de Alemania.
    Ella asintió, aceptando mi respuesta, y creo que Maud Torrence también. Pero los dos hombres y Julia me miraron fijamente. Yo sabía qué era lo que estaba mal: Checoslovaquia no existía; en realidad aún tardaría décadas en existir, y sonreí para dar a entender que sólo estaba bromeando.
    Félix tenía el rostro colorado y los ojos brillantes; se lo estaba pasando estupendamente en su vigésimo primer cumpleaños.
    —Julia —dijo—. ¿Cuadros vivientes?
    —¡De acuerdo! —Fuera lo que fuera, estaba claro que la idea le gustaba—. ¿Puedo ser la primera en elegir? —Al ver que él asentía, añadió—: Entonces os necesitaré a ti y a Byron.
    Los tres se dirigieron hacia el comedor, cerraron las puertas corredizas y tía Ada se levantó para bajar al mínimo las luces de la araña del salón. Luego ella y Maud se sentaron, sonriendo expectantes mientras miraban las puertas cerradas del comedor, y cuando se volvieron hacia mí, hice lo mismo.
    —¡Listos! —avisó Julia, y tía Ada, que era la que más cerca estaba, se levantó y abrió las puertas.
    Las luces del comedor brillaban al máximo y los tres se hallaban en el umbral, recortándose casi como en un escenario, inmóviles y adoptando una postura. Byron y Julia estaban de cara a Félix, quien se sostenía sobre un pie y mantenía el otro ligeramente levantado. Encajado debajo del brazo llevaba un palo largo, como si fuese una especie de muleta. Mantenía la boca abierta, los ojos expectantes. Julia tenía la cabeza inclinada hacia atrás, la boca abierta, y los ojos tan dilatados como los de Félix. Byron tenía el dorso de la mano sobre la frente, en actitud de aflicción.
    Los tres permanecieron así, balanceándose ligeramente, y todos los miramos fijamente. Luego, Maud exclamó con tono de frustración:
    —¡Pero si lo sé! ¡Oh, lo conozco perfectamente!
    —¡El regreso del soldado! —gritó de pronto tía Ada, triunfal.
    El «cuadro viviente» se deshizo entre comentarios, mientras sus miembros asentían para confirmar el acierto. Luego tía Ada se levantó, ya que por lo visto era su turno.
    —Voy a necesitarlo, señor Morley... —dijo, y yo la seguí hasta el comedor, donde cerré las puertas—. ¿Conoce usted La subasta de esclavos? —preguntó anhelante. Fruncí el entrecejo como si intentara recordar, y respondí que me temía que no—. No se preocupe, yo lo colocaré. Necesitamos un mazo pequeño. —Echó un vistazo a la habitación, luego se acercó presurosa al aparador que había contra la pared, abrió un cajón y sacó un cazo para servir la sopa—. Esto servirá. Sosténgalo como si fuera un mazo. —Seguidamente acercó una silla junto a las puertas cerradas e hizo girar el respaldo—. Súbase ahí. Esto será el estrado del subastador. —Me subí a la silla, de cara a la puerta—. Levante el mazo como si dijera: «¡Pujen, pujen, pujen!» —Así lo hice, y tía Ada se arrodilló frente a la silla, de cara al salón, cruzando una muñeca sobre la otra como si tuviera los brazos atados—. ¡Listos! —avisó excitada, y dejó caer la cabeza, apoyando la barbilla contra su pecho.
    Las puertas se abrieron y, aunque permanecí sin moverme, con el mazo en una mano y la boca abierta, sentí que me sonrojaba. Sin embargo, los otros lo reconocieron al instante, y casi al unísono gritaron: «¡La subasta de esclavos!» Luego todos nos felicitaron, argumentando que si lo habían adivinado de inmediato sólo se debía al hecho de que lo hubiéramos representado tan bien.
    Después de haber realizado otros dos cuadros vivientes —El explorador herido y El refugio de los enamorados— descubrí, a través de varias referencias, qué estábamos haciendo. Estábamos imitando poses de figuras que aparecían en los grupos escultóricos realizados por un hombre llamado Rogers, de los cuales efectuaba miles de copias en estuco. Por lo visto, en todas las casas había alguna de esas esculturas —la que estaba sobre la repisa de la chimenea de tía Ada, Pesando al bebé, era un ejemplo—, y la gente estaba familiarizada con la mayor parte de ellas. Yo simulaba que intentaba recordar algunos títulos que encajaran con las poses que se representaban en el comedor. Ante mí, Maud, abstraída, dibujaba sus iniciales sobre la escarcha del cristal de la ventana que tenía a su lado. Entonces recordé que no había visto auténtico hielo en una ventana desde que escribiera en una de la granja de mi abuelo, cuando yo era pequeño. Después del cuadro final, en el que Julia, sentada en un banco en actitud afligida, representaba a uno de los amantes, advertí que me miraba de reojo y pensé que podía leerle el pensamiento: yo era el único de los presentes que no había sido capaz de adivinar un solo título. Ni siquiera había aventurado una suposición errónea.
    Byron sugirió que a continuación jugáramos a los acertijos y, por su expresión, supuse que debía de ser bueno en ese juego. Pero Félix —de quien sospeché que no lo sería tanto— protestó diciendo que se parecía demasiado a los cuadros vivientes. Julia, que estaba sentada al lado de la vitrina, seguía mirándome con cierta curiosidad.
    —Tal vez el señor Morley acceda a distraernos un poco... —insinuó—. Ahora es su turno, señor Morley. ¡Los demás opinan lo mismo!
    Todos le dieron la razón al instante, y yo asentí. En el tono de Julia creí advertir un matiz de desafío, como si dijera: «¿Quién es usted? ¡Demuéstrelo!» Bien, yo estaba dispuesto y, mientras reflexionaba sobre qué podía hacer, de pronto sentí un estremecimiento de pánico.
    De nuevo me volví hacia Julia, pero ella estaba esperando, con una sonrisa sarcástica en el rostro.
    Luego sonreí y levanté las manos con las palmas hacia ella, los pulgares unidos, enmarcando su cabeza y sus hombros.
    —No se mueva —dije, y Julia se quedó quieta, repentinamente interesada—. Gire únicamente la cabeza; sólo un poco. No, hacia el otro lado. Hacia la vitrina. —Ella volvió la cabeza lentamente y, en el instante en que la luz de la araña que colgaba del techo cayó oblicuamente sobre su cara, iluminándola de lado y recortando su perfil contra el empapelado de la pared, le ordené—: ¡No se mueva! ¡No respire!
    Yo ya había buscado la llave de mi apartamento en el Dakota dentro del bolsillo de mi chaleco, de modo que me volví hacia la ventana que tenía a mi lado y, rascando sobre la escarcha con el canto delgado de la llave, tracé el perfil de su pómulo. Volví a echar un vistazo a Julia y a continuación, con una curva rápida y certera, formé el ángulo de su mandíbula. Las líneas se veían con claridad, la oscuridad de la noche a través de las ventanas resaltaba nítidamente el contorno, y yo trabajé con rapidez. Todos se habían puesto de pie, aguardando respetuosamente, observando lo que yo hacía.
    El resultado fue aceptable, un buen bosquejo: en menos de dos minutos había captado el parecido. El pómulo prominente, la mandíbula ligeramente angulosa, la sugerencia de la firmeza de su pequeño mentón, todo se hallaba en aquellas tres líneas apresuradas. La exacta inclinación de los ojos y —hasta eso había conseguido— la impresión de las débiles sombras que había tras ellos se reflejaban en la blancura del cristal de la ventana mediante unos pocos trazos efectuados con mano segura. Y lo mismo hice con las rectas y oscuras cejas y la fina nariz. Luego miré a Julia, asentí, y le indiqué que ya podía reunirse con los demás.
    Pero no le gustó... No es que me lo dijera, e incluso al cabo de un momento interminable se inclinó hacia la ventana para estudiar el bosquejo y empezó a asentir, fingiendo cortésmente que le gustaba. Pero los movimientos de cabeza eran demasiado bruscos, y no se volvió a mirarme, lo cual me dio a entender que intentaba que no advirtiese que la había decepcionado. Los demás también se limitaron a murmurar elogios de compromiso.
    —¿Qué hay de malo en él? —pregunté en voz baja.
    —¡Nada! —Julia me miró con los ojos muy abiertos, fingiendo sorpresa ante la pregunta—. ¡Es bonito! Estoy asombrada.
    Pero sacudí la cabeza. Aquélla era una habilidad de la que me enorgullecía, y quise saber los motivos de su decepción.
    —No, dígame la verdad. No me engaña; no le ha gustado.
    —Bueno... —Julia se enderezó y se quedó mirando al suelo, un dedo en la barbilla, como si pensara. Se sentía turbada—. No es que no me guste, pero... — Volvió a mirar el bosquejo y luego se volvió hacia mí con expresión afligida, como si lamentara haber empezado aquello—. Pero ¿qué es esto? —estalló, y se apresuró a añadir—: Me refiero a que no está acabado, ¿verdad? Veo que es una cara, o que lo sería si estuviese acabado, pero...
    Yo asentí con vehemencia, ansiosamente, interrumpiéndola. Por fin entendía lo que no estaba bien... Desde la infancia se nos entrenaba para entender que unas líneas negras sobre un fondo blanco podían, de alguna manera, representar el rostro de un ser humano vivo. Sin embargo había leído que los salvajes no podían entender un dibujo, o siquiera una fotografía, hasta que no se les enseñaba cómo hacerlo. Y aquel bosquejo sobre la escarcha del cristal —apresurados fragmentos sugerentes que permitían a la mente llenar el resto— era una técnica del siglo XX, tan incomprensible en aquellos momentos como si hubiese sido un mensaje cifrado, que es de lo que en realidad se trataba.
    —Quédese ahí y no se mueva —le dije a Julia—. Concédame cinco minutos. Con eso bastará.
    Sin esperar su respuesta, me acerqué presuroso a la ventana de en medio y, con la mayor celeridad que me fue posible, empecé a dibujar con la punta de mi llave, utilizando una técnica que ocasionalmente había practicado para divertirme cuando trabajaba con Martin Lastvogel. Era la técnica del grabado, en la que todas las líneas estaban allí, sin omitir ninguna: la forma completa de la cara, ojos, nariz, labios, absolutamente todo dibujado, luego cuidadosamente sombreado con finas líneas entrecruzadas. Yo utilizaba la totalidad de la superficie del cristal, pues con aquella técnica necesitaba espacio. Y el cristalestaba completamente escarchado, salvo en las esquinas superiores. Éstas aparecían limpias, tan negras y relucientes contra la noche como un espejo. Sin embargo, al aproximarme para trabajar, a través del cristal podía ver las farolas, las aceras y la calle cubiertas de nieve, el bulto difuso y oscuro de los arbustos y los árboles de Gramercy Park. Y entonces, inesperadamente, avanzando hacia la casa con paso vivo por la acera, vi su figura ya familiar, baja y fornida, avanzando a toda prisa, el bombín encasquetado en la parte posterior de la cabeza. Interrumpí mi trabajo y lo miré atentamente. Dobló para subir por los peldaños de la entrada y desapareció de mi vista. Me volví hacia Julia, decidido a proseguir con mi bosquejo.
    Hasta donde le era posible mientras mantenía la pose, Julia estaba pendiente de lo que yo hacía y, al girar yo la cabeza hacia ella, levantó los brazos, se llevó las manos a la nuca por unos segundos y a continuación su cabello se derramó sobre los hombros. Luego irguió ligeramente la barbilla y en sus ojos advertí un centelleo de orgullo.
    Tenía una cabellera de un color castaño muy oscuro, maravillosamente abundante, larga y reluciente. Era un cabello espléndido. Y ella también lo era. Estoy seguro de que mi rostro exteriorizó lo que yo sentía.
    —Hermoso, hermoso... —murmuré, y vi que sus labios se curvaban en una sonrisa de satisfacción, al tiempo que se ruborizaba.
    Nadie más se dio cuenta, pero, dado que yo lo esperaba, oí los leves ruidos de la puerta principal al abrirse y cerrarse, y con el rabillo del ojo observé que él se detenía en el umbral del recibidor. Entonces, sin intentar siquiera captar el esplendor de la melena de Julia, si bien sugiriendo su longitud y su densidad, concluí rápidamente mi boceto sobre el cristal de la ventana.
    Pero la clase de dibujo que pretendía hacer necesitaba más tiempo del que yo le había concedido y más práctica de la que yo tenía, de modo que, lógicamente, no me salió bien. Retrocedí, estudiándolo mientras los demás se apiñaban en torno a mí, y lo único que realmente se podía asegurar era que reflejaba el rostro de una joven —de ello no cabía duda—, que ésta era bonita y que llevaba el pelo largo. Pero se trataba de una joven cualquiera, no de aquélla en particular, aunque globalmente tuviera un cierto parecido.
    No obstante, Julia lo observó durante unos cinco o seis segundos, lo que me pareció mucho tiempo, y luego dejó escapar un grito de inconfundible y sincera satisfacción.
    —¡Oh, es precioso! —Se volvió hacia mí, complacida—. ¿De veras es ése mi aspecto? ¡Oh, por supuesto que no! ¡Pero es precioso! ¡Dios mío, tiene usted un gran talento! —Los ojos le brillaban y me miraba con auténtica admiración, con adoración incluso, y yo reaccioné. El sentimiento prendió en mí como una llama y ansié besarla; me costó mucho evitar acercarme y estrecharla entre mis brazos.
    En ese momento se volvió velozmente hacia la puerta, y al ver quién había llegado, enrojeció. Sin embargo, con absoluta calma, anunció:
    —¡Jake, tenemos a un nuevo pensionista! Y por lo visto está dotado de gran talento. Ven a ver lo que ha...
    —Recógete el cabello —ordenó Jake entre dientes, con tono áspero y enfático.

    —Pero, Jake, nosotros...
    —He dicho que te lo recojas —repitió con voz suave,
    y las manos de Julia se movieron presurosas hacia la nuca,
    dispuesta a obedecer.
    Me volví hacia la entrada —todos los demás ya lo habían hecho— y entonces Pickering avanzó; sus ojos pardos carecían de expresión, pero eran tan amenazadores como la mirada vacía de un tiburón. Se detuvo frente a mí y, por un instante que me pareció interminable, nos miramos, mientras todos en la estancia permanecían en silencio. Me sentía fascinado: allí estaba,
    el hombre que había enviado aquel largo sobre azul.
    De pronto, inesperadamente, sonrió; en su rostro apareció una expresión cordial, sus ojos eran cálidos y acogedores —fue una transformación instantánea—, y tendió una mano hacia mí para saludarme. —Soy Jacob Pickering y me hospedo aquí, como usted. Me estrechó la mano con fuerza y, aunque su actitud era totalmente amable, no dejaba de incrementar la presión. Yo le devolví la sonrisa con idéntica amabilidad, apretando su mano con todas mis fuerzas. Ambos estábamos luchando allí, en aquel salón, sin que nadie más lo advirtiera, y nuestros brazos empezaron a temblar ligeramente al tiempo que sonreíamos, yo le decía mi nombre y nuestras manos, cuyos nudillos ya estaban blancos, subían y bajaban como si nos hubiésemos olvidado de ellas. Luego mi presión alcanzó su máxima potencia, pero la de él siguió incrementándose, y noté que los huesos más largos de mi mano se juntaban. Al borde de mis fuerzas, abrí los dedos en torno a su mano y se me heló la sonrisa en el rostro, pues era plenamente consciente de que necesitaba gritar pero sabía que no lo haría. Y no lo hice. Luego, cuando ya creí que me fracturaría los huesos, aflojó la presión, dio una última y dolorosa sacudida y, sin dejar de sonreír afablemente, señaló el dibujo que yo había hecho sobre el cristal.
    —Tiene usted talento, señor Morley. Desde luego... —Se acercó a toda prisa a la ventana—. Confiemos en que no haya rayado el cristal de la señora Huff... —Se inclinó hasta situarse a unos dos centímetros del dibujo, luego respiró profundamente un par de veces y expulsó el aliento con todas sus fuerzas. La escarcha se fundió de inmediato en el centro de la ventana, donde apareció un círculo que fue creciendo rápidamente hasta alcanzar el tamaño de un plato. Con la excepción de los trazos externos y menos significativos, el dibujo había desaparecido—. No —dijo, examinando el transparente cristal—, por fortuna no se ha rayado. —A continuación dirigió una mirada desdeñosa al bosquejo de la otra ventana, se volvió hacia nosotros y sonrió.
    —No me ha gustado esto, señor Pickering —exclamó Julia—. ¡No me ha gustado en absoluto! —Me miró. Echaba chispas por los ojos, y aún tenía las manos ocupadas recogiéndose el cabello—. ¿Le importaría hacerme otro, señor Morley? —me preguntó—. Sobre papel... Uno que yo pueda conservar. Me encantará posar para usted. ¡En cualquier momento!
    Yo había metido la mano en el bolsillo, pues no quería que la viesen. Sabía que debía de tenerla roja y que empezaba a hincharse. Me dolía terriblemente.
    —Estaré encantado, señorita Julia; realmente encantado. —Fui girando la cabeza a medida que hablaba, y por fin, mirando fijamente a Pickering, añadí—: De hecho, insisto en hacérselo.
    Él se limitó a sonreír, a mí y a todos los demás.
    —Tal vez me haya equivocado —dijo, inclinando un poco la cabeza, con falsa humildad—. A veces... actúo precipitadamente. —Se irguió de nuevo y clavó sus ojos en los míos—. Sobre todo cuando se refiere a mi prometida.
    Tía Ada, Maud, Byron y Félix empezaron a hablar casi al unísono, a fin de dar por concluido aquel extraño incidente. Julia dio media vuelta y se marchó presurosa hacia el comedor y luego a la cocina, para preparar el té. Byron Doverman le dijo algo a Pickering, quien respondió. Tía Ada se acercó a mí y le pregunté sobre un objeto de la vitrina: un delgado frasco de cristal tapado con un tapón de corcho. Resultó ser arena del desierto del Sahara.
    Cuando el té estuvo a punto, Julia lo trajo en una gran bandeja de madera, y mientras lo tomábamos a pequeños sorbos estuvimos charlando durante un rato, terminando la velada con cara de circunstancias, aunque Pickering y yo ni siquiera nos miramos. Luego todos felicitaron por última vez a Félix, y la fiesta se acabó.
    Arriba, en mi habitación, en penumbras, mientras me desabrochaba la camisa y miraba hacia abajo en dirección al Gramercy Park, sumido por completo en la oscuridad, comprendí que Rube, Oscar, Danziger, Esterhazy y yo habíamos olvidado lo más obvio: que el simple hecho de estar entre la gente era lo mismo que implicarse con ella. Yo tenía que ser un mero observador allí, me habían prohibido estrictamente que interfiriese en los acontecimientos, y en especial que los provocase. Sin embargo, había hecho todo lo contrarío. A punto de quitarme la camisa, me interrumpí y me quedé quieto, con la mirada fija en un poste sobre el cual se acumulaba la nieve.
    Quizá tuviera que largarme lo antes posible. Tal vez debiera hacer la maleta de inmediato, escurrirme escaleras abajo, salir y regresar al Dakota antes de que causara más daños.
    Pero una voz dentro de mí gritaba: «¡Jueves! ¡Mañana es jueves!» Al día siguiente, «a las doce y media», decía la nota que le había visto enviar a Pickering, «acuda al parque del City Hall». Y yo tenía que estar allí. Sin que me vieran, sin interferir en nada... «Sólo un día más. ¡Medio día!», me dije. Durante aquellas pocas horas podría limitarme a observar, ¿no? Alcé la mano derecha y a la débil luminosidad que desde la nieve de fuera se reflejaba en mi ventana, la examiné; luego la comparé con la izquierda. Estaba hinchada, y los cuatro nudillos me dolían. Mientras la observaba, la flexioné lentamente, a continuación traté de cerrar el puño. No pude. Sin embargo, al intentarlo, una imagen acudió a mi mente de forma espontánea: la de aquel mismo puño estrellándose contra la boca de Pickering.
    No pude evitar reír ante esa idea, y lo hice en silencio, mientras bajaba el brazo. Sin embargo, me sentía inquieto. De todos modos, no era necesario que me cruzase con Pickering por la mañana. Podía esperar a bajar cuando los demás se hubiesen marchado, y luego no volver a verlo nunca cara a cara. En cuanto a Julia... Bueno, ¿qué pasaba con ella? Al cabo de unos instantes asentí; de un modo que no era capaz de analizar, también me sentí comprometido con aquella muchacha. Pero eso carecía de importancia; ambos vivíamos en épocas separadas en el tiempo y muy pronto tendría que dejarla.
    Entonces me puse a prueba: pensé en Katie y, en medio de la oscuridad, examiné mis sentimientos hacia ella... Nada había cambiado; supe que tan pronto como regresara querría ir a verla. Sentí una enorme sensación de alivio y me dispuse a interrogarme al respecto... En cambio, me aparté de la ventana, terminé de desabrocharme la camisa —sólo una parte tenía botones, pues la de más abajo estaba abierta y formaba un ancho faldón—, me desvestí y me puse la camisa de dormir.
    Tendido ya en la cama, sonreí; había sido un día completo. Al cabo de un minuto, sentí que me dormía, consciente de que podría equivocarme terriblemente si me quedaba allí, pero consciente también de que me quedaría, de que tenía que averiguar qué había sucedido en el parque del City Hall a las doce y media del jueves 26 de enero de 1882.
    «Mañana...»
    13
    Por la mañana desayuné a solas, pues los demás pensionistas se habían ido. Me quedé tumbado en la cama, escuchándolos, contándolos a medida que salían al pasillo y bajaban por las escaleras, uno detrás de otro, en cuestión de minutos. Luego me vestí y miré por la ventana hasta comprobar que Jake Pickering se marchaba.
    Al bajar al salón, observé que habían barrido y quitado el polvo, y me volví a examinar las ventanas. Estaban prácticamente limpias, habían eliminado la escarcha y los dibujos, pero una nueva película de hielo empezaba a ascender otra vez por los cristales. Cuando me disponía a entrar en el comedor, me pregunté nuevamente si habría podido evitar el enfrentamiento de la noche anterior. «No», me dije. Y entonces, a la luz del día, vi que eso no importaba tanto como había creído. Un hombre capaz de sentir celos por un simple desconocido debía de haber actuado así otras veces, y volvería a hacerlo. En realidad, yo no había interferido en el pasado: más tarde o más temprano, algo por el estilo habría ocurrido, implicando a cualquier otro si yo no hubiese estado allí.
    Me senté a la larga mesa del comedor y tía Ada, que supuse me había oído, entró desde la cocina con sus ropas de trabajo: un vestido de algodón y un delantal blanco con pechera, que llevaba atado a la espalda con un gran lazo. Me dio los buenos días con dulzura y acento sincero, y me preguntó si había dormido bien y si la habitación me resultaba satisfactoria. Luego, sin dejar de sonreír y procurando no ofenderme, añadió que aquella mañana era la única en que podían servirme el desayuno después de las ocho, a lo cual respondí que bajaría antes o me quedaría sin desayunar.
    Seguidamente me sirvió el desayuno: chuleta y huevos fritos, tostadas con tres clases de mermelada, café y el Times de la mañana. Mientras colocaba todo esto sobre la mesa, bajo mi atenta mirada, me observaba de reojo. Luego, algo indecisa —evidentemente preocupada por mi bienestar—, sugirió que si andaba buscando trabajo tendría que levantarme más temprano. Con el dorso de los dedos probó la base de la cafetera de plata, que había colocado sobre un grueso tapete de punto, luego me llenó la taza y se fue. Abrí el Times y me dispuse a desayunar.
    El gran artículo del día, que aparecía en la columna de la izquierda de la primera plana, era GUITEAU DECLARADO CULPABLE, pero yo me lo salté y leí el de la cuarta columna, Los CHOCTAW AUTORIZAN EL FERROCARRIL. Cómo Gould y
    Huntington han eliminado la competencia con la nueva adquisición del ferrocarril,
    aunque era algo difícil de seguir. Sin embargo, la idea que capté era que un grupo de «supuestos representantes de los indios», que no querían que un ferrocarril pasara por sus tierras, pronto serían sustituidos por «representantes acreditados», que lo consideraban una excelente idea.
    Y quedé fascinado por LA DEUDA DEL ARZOBISPO PURCELL, que se hallaba justo debajo del artículo sobre los Choctaw. Por razones que el Times no explicaba —daba la impresión de que se trataba de una historia que venía de antes, y creo que se daba por sentado que el lector ya estaba al corriente del asunto—, el arzobispo Purcell tenía, al parecer, cinco mil acreedores a quienes, según ellos mismos aseguraban, les debía cuatro millones de dólares, y que existía la posibilidad de que para cancelar estas deudas «se vendieran algunas casas de culto... al mejor postor». El cardenal McCloskey se mostraba preocupado, por no mencionar a los feligreses, y el Times informaba de que «el caso se encuentra a punto de ser llevado a los tribunales, y constituirá uno de los más interesantes en la jurisprudencia de Estados Unidos». Lo mismo opinaba yo.
    Mientras me comía la tostada y daba pequeños sorbos al café, leí un anuncio de McCreery, donde se ofrecían «visillos Velo de Monja en blanco, crema, azul celeste, marfil y rosa», y en ese momento apareció Julia. Me dio los buenos días al cruzar por el comedor, luego, mientras traía su propio desayuno de la cocina, tuve tiempo de estudiarla. Esa mañana llevaba el cabello ensortijado en un bucle suelto y recogido en lo alto de la cabeza, y pensé, aunque no estaba del todo seguro, que se había aplicado un poco de maquillaje,
    o polvos, al menos. Mientras la observaba, me di cuenta de que se había arreglado para salir, y que llevaba un maravilloso vestido de terciopelo color púrpura, cuya falda iba recogida al frente con una serie de festones; justo debajo del talle lucía un lazo color lavanda, que debía de medir unos veinte centímetros de ancho. Además, llevaba polisón.
    Aunque ese vestido pudiera parecer ridículo, no lo era en absoluto. El aspecto de Julia era espléndido, y debo reconocer que al sentarse, desplegar su servilleta, mirarme y sonreír, puso en el disparadero todos los mecanismos de mi cuerpo, con lo cual es posible que Jake Pickering no estuviera del todo equivocado la noche anterior. No obstante, fui capaz de aceptar, clínicamente y sin apasionamientos, el atractivo de aquella muchacha. Lo cual, por supuesto, carecía de importancia, dado que dentro de unas horas yo ya me habría marchado.
    —Veo que consulta las páginas de anuncios —comentó, para iniciar una conversación.
    Yo ya había decidido pasar el resto de la mañana fuera de la casa, de modo que me limité a contestar:
    —Sí, necesito ropas nuevas.
    —¡Vaya! —exclamó con una sonrisa—. ¡Parecerá una persona importante con ropa nueva! Ayer observé que había traído muy poco equipaje.
    No pude resistir la tentación de decir:
    —La mayor parte de mis prendas resultarían extrañas aquí. ¿Podría
    sugerirme una buena tienda? Con una tostada en la mano, Julia se levantó, rodeó la mesa y empezó a pasar las páginas de mi periódico, repasando los anuncios mientras yo la
    observaba, echado hacia atrás en mi silla. Se movía con gestos graciosos, y sus dedos eran ágiles y certeros al pellizcar las esquinas de las páginas. Se detuvo en una casi llena de anuncios y se inclinó a mi lado sobre la mesa para seleccionarlos. Aquello era absurdo, pensé. Una pobre broma que estaba llevándome demasiado lejos, pero al percibir el perfume de su pelo, mi visión se vio afectada por una llamarada de excitación, como si se acumulara detrás de mis ojos. De manera que me incliné hacia un lado, apartándome de ella.
    Todos los anuncios eran del ancho de una columna y estaban compuestos tipográficamente.
    —Aquí —dijo al tiempo que señalaba con el dedo—. Macy's tiene algunas prendas de caballero a precios especiales.
    Hice un esfuerzo para olvidarme de su perfume y me acerqué a fin de leer el anuncio. En él ponía que Macy's vendía camisas hechas a medida por noventa y nueve centavos, lo cual me pareció un precio ridículamente bajo, aunque me daba cuenta de que no era así en una ciudad y una época en que un hombre fuerte, sano y sin un oficio especial sólo ganaba dos dólares por una jornada laboral de doce horas. Los cuellos costaban de seis a ocho centavos y los calcetines, dieciocho el par. Cuando llegué al final del anuncio y leí «Nuestros clientes pueden tener la certeza de que en ninguna otra tienda lo encontrará más barato», experimenté un pequeño estremecimiento de placer ante el antecesor del famoso eslógan de Macy's.
    —O también podría ir a Rogers Peet —añadió Julia, volviéndose hacia mí; nuestros rostros quedaron tan próximos, que ella se enderezó de inmediato—. Acaban de inaugurar una tienda nueva, más grande —explicó a la vez que regresaba a su sitio en la mesa—, y seguramente tendrán todo lo que usted necesita. —Había una nota de conclusión en su voz, y creí comprender su significado: la ropa de un hombre era un tema demasiado privado para extenderse en él.
    —Vale —dije, pues la noche anterior había advertido que la gente utilizaba esa expresión—. Miraré en Rogers Peet —añadí y, cogiendo mi café para dar un último sorbo, di por concluido el tema.
    Sin embargo, al levantar la taza, Julia se fijó en mi mano. No estaba tan roja esa mañana. Aun así, en el nudillo central había un hematoma azul, y estaba mucho más hinchada que la noche anterior. La miró fijamente, pero no dijo nada. Pensé que sabía o que intuía la causa; tal vez Pickering hubiera hecho lo mismo en otras ocasiones... Advertí que se había ruborizado, y al principio no supe por qué, pero luego vi sus ojos: estaba furiosa. Dejó de mirar mi mano para trasladar su atención a mi cara.
    —¿Sabe dónde está Rogers Peet? —preguntó con voz muy queda. Respondí que no, y agregó—: Está en Broadway con Prince Street, enfrente del hotel Metropolitan. De todos modos, si nunca ha estado en Nueva York, tampoco sabrá dónde se encuentra eso.
    Como mínimo era cierto que no sabía dónde estaba Prince Street y, lógicamente, que nunca había oído hablar del hotel Metropolitan... Negué con la cabeza. Julia asintió y se puso de pie.
    —Bien, como voy a ir a la Milla de las Damas, lo acompañaré. —Me apresuré a negar con la cabeza mientras buscaba un motivo para rehusar, y ella se me quedó mirando un momento, luego, con voz suave, preguntó—: ¿Le preocupa Jake?
    —No, no me preocupa Jake. Pero él dijo que usted era su prometida.
    —Sí. —Julia miró por encima de mi hombro—. Ya lo ha dicho otras veces. —Luego fijó sus ojos en mí—. Pero, tal como le he dicho a él, no soy la prometida de nadie hasta que yo misma lo diga. —Se volvió hacia la sala de estar y el armario del pasillo—. ¿Viene usted conmigo?
    Comprendí que no iba a negarme y dejar que ella pensase que Jake me había asustado. Y si iba a dar una respuesta afirmativa decidí que tenía que sonar como si hablara en serio.
    —¡Puede apostar a que sí! —exclamé, otra frase que había escuchado en más de una ocasión la noche pasada, y subí por las escaleras en busca del sombrero y el gabán. Ya en la habitación, saqué de mi maletín un pequeño bloc de dibujo y unos lápices, uno de mina dura y otro de mina blanda. Miré de lado mi reflejo en el espejo de la cómoda y eché un rápido vistazo a mi cara. Me sentía contento y excitado, y la emoción hacía que actuase sin lógica alguna, de modo que me encogí de hombros. Sencillamente, los acontecimientos se habían apoderado de mí y me empujaban, y pensé que si no podía evitarlo, al menos podría disfrutarlo.
    Julia estaba esperándome en el pasillo. Se había puesto un sombrerito con flores que llevaba atado debajo de la barbilla, un abrigo verde oscuro con una esclavina negra, y ocultaba las manos en un pequeño manguito de pieles. Al oír que yo bajaba, levantó la cabeza y sonrió; su imagen me pareció espléndida, así que no pude evitar devolverle la sonrisa y sacudir la cabeza.
    ¡Que Dios nos perdone por lo que la ciudad de Nueva York ha perdido con el paso de los años! Caminamos rumbo al norte hasta la calle Veintitrés. Julia parecía ansiosa y excitada; evidentemente, disfrutaba con la idea de enseñarme los principales sitios de la ciudad. La vi tan inocente, que me conmovió. En la calle Veintitrés doblamos en dirección norte hacia Madison Square y el hotel Quinta Avenida, que se encontraban un par de manzanas más adelante, allí donde Broadway se juntaba con la Quinta. Allí comenzaba la Milla de las Damas, según me informó Julia. De repente, solté una exclamación, un sonido involuntario de puro deleite ante lo que había visto allí delante. Julia volvió la cabeza hacia mí y sonrió al comprobar que había conseguido el efecto que deseaba.
    Para mí, que vivía y trabajaba en Nueva York, Madison Square significaba muy poco: en verano un parque vacío cubierto de césped marrón quemado por el sol, con bancos y caminitos, y que sólo se llenaba al mediodía con la presencia de melancólicos oficinistas que daban cuenta del almuerzo que llevaban en sus bolsas de papel, desierto el resto del tiempo con la excepción de algunos indigentes; en invierno era incluso más sucio, más vacío y más desolado. Por la noche, y en todas las estaciones del año, había que evitarlo, como a todos los jardines públicos de la ciudad. Como máximo, proporcionaba el alivio de un espacio vacío entre kilómetros de calles estrechas como pasillos, encajonadas en medio de las altas paredes de los rascacielos. No daba la sensación de que su presencia tuviera otro propósito ni otro sentido; era un lugar insulso y desagradable.
    Sin embargo, en aquel instante, nada más verlo, solté una exclamación de placer, porque la plaza que tenía delante estaba repleta de vida y alegría. Bajo los árboles invernales y las farolas de gas, todavía resplandecientes, había innumerables chiquillos: niñas con sombreritos que llevaban sujetos con chales; niños con gorras cuadradas y provistas de orejeras; niños y niñas con boinas escocesas provistas de borla y unas cintas a cuadros que colgaban por detrás; chiquillos con trajecitos de pantalón largo y gruesas bufandas en torno al cuello; niñas con hirsutos abrigos de pieles; todos con botas o botines, la mitad de las niñas luciendo medias a rayas de brillantes colores, algunas incluso con las manos embutidas en manguitos diminutos. Eran criaturas con extraños atuendos invernales, pero a pesar de todo seguían siendo niños jugando en la nieve, correteando, cayéndose, lanzándosela, arrastrándose unos a otros con trineos de madera cuyos patines se curvaban graciosamente hasta convertirse en adornos en forma de cabeza de pájaro, o tendidos boca abajo sobre trineos planos con patines de madera. En los senderos, las niñeras se exhibían con su atuendo de enfermera, empujando cochecitos de ruedas altas y radios de madera. Y los adultos paseaban. Se limitaban a andar por Madison Square, entre la nieve y el frío del invierno, por el simple placer de hacerlo, como si estar al aire libre fuera motivo suficiente para disfrutar de ello. Los perros ladraban, correteaban, rodaban y hacían cabriolas, excitados por los saltos y la nieve. Y en torno a aquella plaza llena de vida y movimiento circulaba el más fastuoso desfile de carruajes que se pueda imaginar.
    No eran simples coches negros. Entre ellos los había de un maravilloso color marrón o verde oliva, y uno ostentaba un espléndido color amarillo canario, con las ruedas y los guardabarros de un negro brillante. La mayoría de ellos eran cerrados, pero había unos cuantos descapotables, y Julia fue designando sus nombres, algunos tan elegantes como victorias, landós, birlochos, faetones y jardineras. Los conducían hombres vestidos con librea, sombrero de copa que reflejaba la luz, lustrosas botas y pantalones blancos que asomaban por debajo de chaquetas con botones de plata y faldones que se abrochaban por detrás, y que a veces hacían juego con el color del carruaje. Más de uno de aquellos coches llevaba lacayos, a menudo un par, que iban sentados en la parte de atrás, con los brazos cruzados en actitud de espléndida ociosidad.
    Los caballos corveteaban, esbeltos y magníficos, brillantes los arneses, con el cuerpo almohazado y la cabeza altiva por el freno, las crines trenzadas, las rodillas alzándose hasta el pecho. Muchos iban por parejas, absolutamente idénticas: negros, castaños, grises, blancos... Y dentro de aquellos carruajes viajaban las mujeres más elegantes, espléndidas y atractivas que había visto en mi vida. Después de dar un par de vueltas a la plaza iban de compras, me aseguró Julia, por la Milla de las Damas, que se extendía hacia el sur por Broadway.
    Nos hallábamos más cerca ahora, y sonreí complacido al ver que aquéllas no eran como las mujeres que se sentaban, oscuras y anónimas, casi ocultándose, en los rincones más profundos de los lujosos y deslumbrantes automóviles conducidos por un chófer. Aquellas damas se sentaban erguidas y sonrientes, exhibiéndose detrás de los brillantes cristales, con aspecto regio y completamente satisfechas con ellas mismas. Era una exhibición descarada, absurda y deslumbrante de dinero y privilegios, pero tan inocente que resultaba encantadora, y sentí deseos de echarme a reír para participar de su júbilo.
    A menos de media manzana de la plaza, percibimos también los ruidos que de allí venían: los agudos chillidos de las criaturas al aire libre, el tintineo de los cascabeles de los arneses, el penetrante y altivo golpeteo de los lujosos cascos sobre el pavimento de madera. Y comprobé también que ese día alguien estaba controlando el flujo de vehículos en el cruce de Broadway con la Quinta Avenida. Un policía gigantesco, con un casco muy alto y los guantes blancos, dirigía el tráfico mediante los movimientos enérgicos y graciosos de un delgado bastón, como un director de orquesta, asegurándose de que los carruajes que abandonaban la plaza no se veían interceptados en ningún momento por carros menos elegantes.
    Era una escena maravillosa y, al otro lado de la plaza, a través de las ramas desnudas de los árboles invernales, contemplé una tras otra las blancas fachadas de hoteles que me resultaban desconocidos y cuyos letreros podía leer: Quinta Avenida, Albemarle, Hoffman House, St. James, Victoria y, en el lado norte, el Brunswick. Aquello no tenía nada que ver con el Nueva York que yo siempre había conocido, y, volviéndome hacia Julia, exclamé con una sonrisa:
    —¡Esto es París!
    Ella también sonreía, y su rostro reflejaba mi propia excitación, pero negó con la cabeza.
    —No, no es París —dijo con orgullo—. ¡Esto es Nueva York!
    Al llegar a la avenida Madison nos detuvimos en la acera, a la espera de que se produjera una brecha en el desfile de carruajes.
    —¿Hasta dónde llega la Milla de las Damas? —pregunté, señalando con la cabeza hacia Broadway, que teníamos allí delante.
    —Hasta la calle Ocho —contestó, y luego, como si recitara, añadió—: «Desde la calle Ocho para abajo, los hombres lo ganan. Desde la calle Ocho para arriba, las mujeres lo gastan.» Así funciona esta gran ciudad, desde la calle Ocho para arriba y desde la calle Ocho para abajo.
    Sentí deseos de besarla, y en ese momento se produjo una brecha en la doble hilera de carruajes. Cogí a Julia de la mano, cruzamos corriendo la avenida Madison y entramos en la plaza. De pronto, a través de las puntiagudas ramas de los árboles, distinguí algo en el extremo más alejado del rectángulo; es decir, creí distinguirlo. Una especie de estructura, aunque no era exactamente una estructura, sino otra cosa: una silueta que me resultaba familiar. Avanzamos por un sendero que al frente se curvaba en dirección noroeste, y yo volvía la cabeza hacia un lado y hacia otro, aguzando la vista, tratando de distinguir con claridad lo que atisbaba entre los árboles y la gente, que no paraba de moverse en el sendero, frente a nosotros.
    Aún tenía a Julia cogida de la mano después de cruzar la calle, y al detenerme bruscamente tiré de ella, con lo cual se vio obligada a girar sobre sí misma; quedó de cara a mí, con expresión de sorpresa. Yo permanecía inmóvil, mirando al otro lado de la plaza. Por fin sabía qué era lo que estaba viendo, pero me parecía imposible.
    Lo que yo veía más allá de los caminitos, aparte de la gente, de los bancos, de la nieve, de las farolas todavía encendidas..., no podía estar allí, y sin embargo allí estaba. Me volví hacia Julia, estiré el brazo todo lo posible para señalar, y exclamé estúpidamente, tan fuerte que un hombre se volvió a mirarme:
    —¡Es el brazo! ¡Dios mío! ¡Es el brazo de la estatua de la Libertad! —añadí, y de nuevo di la espalda a Julia para mirar al otro lado de la plaza.
    No habría quedado más sorprendido si se hubiese desvanecido en el instante en que había dejado de mirar, pero allí seguía, real e incomprensiblemente: el brazo derecho de la estatua de la Libertad se alzaba, erecto, en el lado occidental de Madison Square, sosteniendo la antorcha iluminada de la libertad por encima de los árboles que lo rodeaban. No podía creerlo. Avancé lo más rápido que pude hasta casi correr, y Julia se apresuró a mi lado, cogida de mi brazo, confusa ante la intensidad de mi interés. Al llegar allí, nos detuvimos justo al lado, y yo eché la cabeza para atrás con el fin de contemplar en toda su longitud aquel tremendo brazo que surgía de una base de piedra rectangular. Nunca me había dado cuenta de que fuera tan grande; de hecho, era gigantesco, un enorme brazo que terminaba en una formidable mano cerrada cuyas uñas eran tan grandes como una hoja de papel de cartas, empuñando una antorcha tan alta como un edificio de tres plantas. Arriba, asomándose por encima de la recargada barandilla que rodeaba la base de la llama en el extremo de la antorcha, había gente que miraba hacia abajo.
    —La estatua de la Libertad —murmuré con una sonrisa de incredulidad—. ¡El brazo de la estatua de la Libertad!
    —¡Sí! —Julia reía ante mi reacción, perpleja, divertida—. Hace algún tiempo que está aquí. Lo trajeron de la Exposición del Centenario en Filadelfia. —Lo observó sin interés y, con indiferencia, añadió—: Algún día piensan colocar la estatua completa en el puerto, si es que consiguen recaudar el dinero suficiente para hacerlo... Pero nadie se muestra muy interesado. Hay quienes aseguran que nunca la pondrán allí.
    —Bueno, yo profetizo que sí lo harán —exclamé con alegría, imprudentemente—. ¡Y diría que Bedloe's Island es el sitio ideal!
    Volví a contemplar el brazo, maravillado de que no tuviera aquella tonalidad vieja y permanentemente verdosa a que estaba acostumbrado, y el cobre aún conservara su color, sólo empezaba a empañarse. El débil sol invernal se reflejaba en los nudillos y el borde curvado de la barandilla de arriba, así como en la punta y un lateral de la antorcha.
    A continuación entramos en el brazo y subimos por la estrecha escalera de caracol que había dentro, obligados a avanzar de lado debido a la gente que descendía. Luego salimos a la pasarela circular que rodeaba la base de la antorcha y bajé la mirada hacia Madison Square, aquella maravillosa plaza, alegre, de aspecto invernal. Por encima del lejano casco del gigantesco policía bigotudo y con guantes blancos que dirigía el tráfico, miré hacia el todavía inexistente edificio Flatiron, a lo largo de aquella estrecha Quinta Avenida y de la aún extraña Broadway, y de pronto tuve que cerrar los ojos, arrasados en lágrimas debido a la incontenible emoción que me embargaba.
    La Milla de las Damas era fantástica, las aceras y entradas de las grandes y relucientes tiendas para señoras, que se sucedían manzana tras manzana, estaban atestadas de mujeres, de la clase que habíamos visto en la plaza —cuyos carruajes esperaban ahora junto al bordillo—, así como de otras de cualquier clase o edad. Los escaparates estaban situados a baja altura, a poco más de treinta centímetros por encima del nivel de la acera, y muchos de ellos protegidos por una reluciente barra de latón situada a nivel de la cintura; una protección que resultaba necesaria. Las mujeres se apiñaban delante de aquellos escaparates, examinando la mercancía exhibida, y cuando una se apartaba, otra que aguardaba detrás de ella se deslizaba para ocupar su sitio. Seguimos caminando y nos detuvimos a mirar algunos de aquellos escaparates, pero la verdad es que no valían gran cosa. La mayor parte de lo que exhibían eran cintas y telas, que se vendían por metros y a las que desenrollaban de unos tubos de cartón y dejaban caer encima de unas pequeñas plataformas. Necesité recorrer varias tiendas para darme cuenta de que no había visto ningún vestido en los escaparates, y cuando se lo comenté a Julia, ésta me miró desconcertada.
    —Pero si los vestidos se hacen en casa... —respondió.
    Los sombreros se vendían en tiendas aparte, y lo mismo ocurría con los guantes. Nos detuvimos ante un escaparate repleto de aquellas prendas, algunas dentro de cajas planas, otras colocadas en brazos de estuco. En algunos de éstos se exhibían guantes para fiesta, abotonados desde la muñeca hasta el codo, y otros incluso más arriba. Di un leve codazo a Julia y señalé un par de color morado.
    —Dieciocho botones —dije. Ella asintió, luego permaneció quieta, mientras movía lentamente los labios a medida que iba contando. Finalmente indicó unos negros. —Veinte —dijo. Miré la hilera de arriba, elegí un par de color lavanda y
    empecé a contar, pero Julia me interrumpió, señalando otro par negro. —Veintiuno. Asentí y empecé a contar de nuevo los botones de los guantes color
    lavanda. Descubrí que tenían veintidós, y cuando se lo comenté a Julia, los dos
    nos echamos a reír. —Soy el campeón —dije al apartarnos del escaparate. —Por supuesto —dijo Julia. La animación de la calle
    era fantástica a medida que caminábamos lentamente, que era la única forma de avanzar por aquellas aceras atestadas. Había muchachos que, al igual que peces que luchaban para abrirse paso corriente arriba, iban contra el flujo del tráfico de peatones, exhibiendo carteles publicitarios, entregando folletos a cualquier mano dispuesta a aceptarlos. Y había hombres y mujeres andando, o de pie en los soportales, que vendían cualquier cosa que la gente pudiera desear, y otras muchas en las que ni siquiera se me hubiese ocurrido pensar. A lo largo del paseo realicé unos cuantos bocetos,
    que posteriormente elaboré en parte. Aquí he incluido algunos. Por ejemplo, esa muchacha de unos dieciséis años estaba en un portal sosteniendo una tabla de madera con flores artificiales para ponerse en el ojal. Debió de advertir que la observaba, porque al trasladar mi vista del exhibidor a su cara, ella estaba esperando para que nuestras miradas coincidieran. Sonrió esperanzada y, como es lógico, tuve que comprarle una flor. Costaban diez centavos, y cuando se la entregué a Julia, ésta me dio las gracias, pero la miró como si se preguntara qué hacer con ella. Luego la metió en el manguito.
    En la misma manzana, un hombre permanecía de pie en la entrada de un edificio, con un cesto a sus pies y en la palma de la mano algo que no llegué a identificar.
    Al acercarme a mirar, comprobé que se trataba de un cachorro de perrita lulú, que no debía de medir más de quince centímetros. En la cesta tenía a la venta otros seis, que no paraban de gimotear y retorcerse.


    Al apartarme, vi que dos hombres venían hacia nosotros en medio de la multitud. Uno repartía folletos, y ambos llevaban colgando idénticas tablas en forma de emparedado, así como unos gorros de copa alta. Tanto en los gorros como en las tablas, había la misma inscripción: 2 HUÉRFANOS. Tendí la mano para que me entregaran un folleto, pero no lo hicieron, de modo que nunca averigüé qué anunciaba aquella pareja. En Broadway y la Veinte, al pasar por delante de Lord & Taylor, tuvimos que detenernos bruscamente para dejar paso a dos personas que se dirigían a toda prisa hacia el bordillo; se trataba de una espléndida matrona que lucía un pequeño sombrerito plano que se ataba con un lazo debajo de la barbilla, y un abrigo largo ribeteado con pieles, seguida de un hombre sin sombrero —¿un gerente de la tienda, un dependiente?—, que vestía chaqué, cuello de pajarita y pantalones a rayas, y exhibía una sonrisa servil mientras que acarreaba los paquetes de la mujer. El lacayo que aguardaba en el carruaje saltó a la acera para hacerse
    cargo de ellos.
    En la calle Diecinueve pasamos ante una espléndida tienda de mármol blanco, y observé que en una placa de bronce —que habían clavado en los bordes inferiores de la larga hilera de escaparates— rezaba: ARNOLD CONSTABLE & Co. Junto a la tienda, una mujer de mediana edad, sentada en un pequeño taburete plegable al lado de un tramo de escaleras, vendía juguetes que sacaba de una cesta.
    Nos cruzamos con un hombre que llevaba un viejo abrigo azul marino del ejército y el típico quepis azul de la infantería —de los que se utilizaban durante la Guerra Civil—, y que iba en dirección contraria al flujo de la gente; colgada del cuello mediante una correa de cuero, llevaba una bandeja llena de manzanas.
    Pasamos por delante de una anciana que vendía helechos; tenía una cesta repleta de ellos, e ignoro para qué servían. Pasamos juntos a un manco de mediana edad, que también llevaba quepis azul y de cuyo cuello pendía un organillo de manubrio que se apoyaba sobre una sola pata.
    Con su único brazo hacía girar la manivela. Escuché atentamente para estar seguro y, en efecto, era ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! La pandilla ya está aquí.
    En ningún momento perdíamos de vista alguno de los grandes relojes que colgaban de recargados pedestales de hierro forjado por encima de la multitud. Recordé que Martin me había dicho que sólo las personas acomodadas llevabanreloj. Éstos eran caros y pasaban de padres a hijos, y luego a los nietos. En aquella época no los había de usar y tirar.
    Como mínimo vi media docena de mujeres vestidas de luto, y me refiero a un luto riguroso, absolutamente negro; dos de ellas llevaban, además, tupidos velos negros. También vi muchos cojos y tullidos, gente con muletas y gente con la cara picada de viruela, o con manchas de nacimiento como nunca había visto hasta ese momento.


    Pasamos por debajo de unos enormes quevedos de madera, que colgaban sobre la acera para indicar que en el piso de arriba había una óptica. Debían de medir unos dos metros de longitud, estaban pintados de dorado y tras los cristales había unos grandes ojos azules.
    Un hombre permanecía de pie junto a una mesa portátil, en el borde de la cual había clavado un cartel, y, en éste, un pájaro dibujado con increíbles adornos, entre los cuales había grandes floreos hechos a plumilla, y de cuyo pico colgaba una cinta curvada. El texto del cartel se hallaba escrito en la cinta, con una escritura tan recargada que apenas podía leerse. En él se informaba que, por diez centavos, el hombre aquel escribiría con la misma escritura recargada, en una docena de tarjetas de visita, el nombre que el cliente quisiera y mientras éste aguardaba.
    Pasamos por delante de joyerías, pastelerías, farmacias; de un restaurante llamado Purcell´s y de otro llamado Maillar's. Había bastantes tabaquerías, y entre Madison Square y Union Square pasamos ante no menos de cinco o seis hoteles, de los que interminablemente salían o entraban hombres de aspecto importante, tocados con sombrero de copa y fumando cigarros. Vimos también más carteles colgando sobre la acera: dorados relojes de madera en las joyerías, botas de madera de las zapaterías; delante de cada tabaquería había una estatua de tamaño natural que en la mano sostenía un puñado de cigarros.
    Un par de aquellas estatuas representaban a un indio, pero otra bellamente tallada era de un escocés con su traje típico, y también vi la de un jugador de béisbol, un Tío Sam, y una horrible figura con perilla y sombrero de ala ancha, que tomé por Buffalo Bill. Dos de los hoteles tenían, a nivel del sótano, una barbería, y frente a ella, sobre la acera, había un tubo a rayas rojas y blancas, rematado con una gran bola dorada.
    Al cruzar la calle hacia el extremo norte de Union Square vimos lo que Julia denominó «una banda alemana», formada por cinco hombres que tocaban un clarinete, una trompeta y otros tres cobres, incluyendo un trombón de varas. Eran verdaderamente buenos, y en el instante en que pasamos todos dejaron de tocar, excepto el trompetista, que ejecutó de manera insuperable una serie de trinos ascendentes y descendentes. Deposité algunas monedas en el sombrero de fieltro que había al pie de uno de aquellos músicos.
    Al frente vi que un caballo se salía del tráfico de Broadway y se acercaba al bordillo de la acera para beber en un abrevadero de piedra. Desde la plaza, allí donde Broadway se juntaba con la calle Quince, pasamos por delante del Emporio Literario de Brentano y, aunque no estoy muy seguro de eso, a lo lejos creí divisar un letrero de TIFFANY.
    Me volví hacia Julia para preguntárselo, pero descubrí que me miraba con expresión inquisitiva.
    —¿Cómo ha sabido lo que era? —preguntó.
    —¿Qué era el qué?
    —El brazo de la estatua de la Libertad.
    Por un instante no supe qué responder. ¿Cómo podía haberme enterado?
    —Lo vi en una fotografía.
    Julia no dudó de mí.
    —Oh, ¿de veras? ¿Dónde?
    Bueno, ¿dónde podía haberla visto?
    —En el Frank Leshe's Illustrated Newspaper. Sólo que no retuve que fuera aquí, en Nueva York.
    Ella asintió, luego frunció el entrecejo.
    —¿Una fotografía?
    —Sí, claro. Estoy seguro que el grabado se sacó directamente de una fotografía. —Ella asintió muy satisfecha, y yo exclamé—. ¡Mire!
    No sabía muy bien qué señalaba, pero tenía que cambiar de tema. Luego descubrí un pequeño grupo de gente de pie ante el escaparate de una tienda y señalé hacia allí. Nos acercamos. Era el gabinete de un fotógrafo —Sarony— y la gente contemplaba la exposición de fotografías color sepia; eran retratos de actores y actrices con trajes de escena, incluyendo algunas con mallas; también los había de hombres con cabello largo, barba y bigote, políticos, escritores, poetas, generales de la Guerra Civil... Pero la pequeña multitud —algunas personas se marchaban, pero otras se unían a ella— parecía sobre todo interesada en la foto más destacada del escaparate: una enorme fotografía ampliada y montada sobre un caballete, frente al cual habían colocado un jarrón lleno de margaritas.
    Aquel rostro me era familiar. Estaba convencido de que lo conocía. Era el de un joven sin sombrero, con el cabello largo hasta los hombros y el esbozo de una sonrisa, en el rostro. Lucía un largo abrigo negro con un enorme cuello de pieles que parecía un chal, y puños, también de pieles, que debían de medir más de un palmo. En la mano sostenía un par de guantes blancos.
    —¡Oscar Wilde! —exclamé, y Julia y un par de los allí concentrados me miraron con expresión compasiva.
    Después de alejarnos del escaparate, Julia dijo con tono afectado:
    —Yo asistí a su conferencia.
    —¿A qué conferencia?
    —¡No sabe usted nada! Y yo que creía que todo el mundo estaba enterado... La que dio en el Chickering Hall hace un par de semanas.
    —¿Oscar Wilde dio una conferencia aquí? ¿Usted asistió a ella? ¿Estaba realmente allí? ¿Qué dijo?
    —Oh, el tema era la Inglaterra del Renacimiento... Me temo que no le presté demasiada atención... Jake estaba molesto, y yo lo estaba con él. Casi todo el mundo se echó a reír cuando apareció el señor Wilde, y Jake más escandalosamente que nadie.
    —¿Por qué?
    —Por el modo en que iba vestido... Lucía una casaca, pantalones hasta las rodillas, lazos en los zapatos y guantes blancos de cabritilla. Además, tenía una cara tan larga...
    —Pero ¿qué es lo que dijo? Tiene usted que acordarse de algo.
    —Bueno... Habló de Byron, Keats, Shelley, de los prerrafaelitas. Y dijo: «No conocer nada de estos grandes hombres es uno de los elementos necesarios de la educación inglesa», y todo el mundo rió. Creo que eso le gustó, porque añadió: «Ellos poseen tres cosas que el público inglés nunca perdona: juventud, fuerza y entusiasmo.» Aquí hubo un fuerte aplauso. Luego añadió: «La sátira les tributa el homenaje que los mediocres rinden a los genios.»
    —¿Le oyó usted decir esto? —Sonreí a la vez que sacudía la cabeza—. ¿De veras oyó a Oscar Wilde decir eso?
    —Por supuesto —contestó con expresión ausente, sin demostrar demasiado interés, pues en ese momento estaba mirando a un anciano que, en la acera, permanecía de pie junto a una urna de cristal colocada sobre un tonel.
    El hombre llevaba una barba blanca de pocos días, una pierna de madera y una gorra puntiaguda, de oficial, cuya trenza se había vuelto de color verde.
    Mientras nos acercábamos, pudimos ver detrás del cristal un velero con todo el velamen desplegado, navegando entre un mar de olas de tela.
    Encima de la urna había un letrerito, escrito a mano, que rezaba: EL ÚNICO TRABAJO DE UN MARINO VIEJO Y POBRE.
    Nos detuvimos a mirar. El anciano se volvió hacia la urna, empezó a manipular el mango de madera que había en un lateral, y el velero se zarandeó a la vez que las olas se movían en distintas capas alternas siguiendo direcciones opuestas.
    El hombre miraba al frente, en actitud paciente, para dar la sensación de que no estaba mendigando, pero al lado del cartel había una caja de madera con una ranura, y yo deposité en ella una moneda. Noté que Julia tiraba de mi brazo, al tiempo que susurraba con aspereza:
    —¡Cuentan que posee toda una manzana de casas elegantes en Brooklyn!.
    Como si me lo debiera, me condujo hacia una enorme tienda que ocupaba toda una manzana de Broadway entre la Novena y la Décima; se llamaba A. T. Stewart's, y nos detuvimos para que yo pudiera mirar.
    Conocía esa tienda, sabía que iba a sobrevivir hasta la década de 1950 con el nombre de Wanamaker's, si bien no me había dado cuenta de que fuera de mármol blanco.
    Al acercarme descubrí que en realidad era de hierro pintado de blanco. En la misma manzana había un lugar, el museo Bunnel, repleto de carteles escritos a mano: MUJERES GORDAS; ESQUELETOS; ¡ENANOS!; ¡ZULÚES!; ¡DR. LYNN, EL VIVISECCIONISTA QUE CORTA HOMBRES Y HACE REÍR A LA GENTE!
    Y frente a Stewart's estaba Jackson's, una tienda especializada en ropa de luto, con sus escaparates repletos de prendas negras para hombres, mujeres y niños, e incluso sombreros de copa con cintas negras de crespón que colgaban por detrás. En uno de los escaparates había un letrero que ofrecía PRECIOS REDUCIDOS POR INVENTARIO, e hice una pequeña broma respecto a que podía resultar económico morirse en aquellos momentos. Julia me miró sobresaltada, luego rió como si fuese una broma nueva para ella, y tal vez lo fuera.
    Un hombre de aspecto andrajoso que venía hacia nosotros con una caja de cigarros llena de una especie de bolitas, empezó a hablar, pero Julia le dijo que no con tal brusquedad que lo dejó sin habla. Luego me explicó que vendía «gomas quita grasa», para quitar las manchas de la ropa, pero que no eran efectivas; había comprado una por diez centavos y lo había comprobado. Otro hombre avanzaba lentamente en nuestra dirección, moviendo velozmente los dedos de las manos.
    Cuando estuvo más cerca descubrí que con una mano sujetaba un pequeño aparato, un enhebrador de agujas, y que enhebraba y desenhebraba la misma aguja en una demostración interminable. En las solapas llevaba clavados docenas de aquellos aparatitos, y mientras caminaba anunciaba su mercancía repitiendo una y otra vez:
    —Diez centavos, diez centavos, diez centavos.
    No lejos de él, un turco con un fez rojo, chaquetilla del mismo color con ribetes dorados, pantalones blancos hasta la rodilla y babuchas rojas con la punta curvada hacia arriba, vendía alcanfor. Antes de que llegara a nuestra altura, me volví bruscamente hacia un lado al tiempo que tiraba de Julia; en un escaparate ante el cual había una docena de curiosos, una criatura que no tendría más de dos años colgaba de una especie de COLUMPIO PATENTADO PARA BEBÉS, según informaban los carteles pegados al cristal y en el letrero que había detrás del columpio. La criatura estaba allí sentada, impasible, con un sonajero en la mano, igual que un maniquí viviente, y se me ocurrió que tal vez la hubieran drogado con los preparados de láudano que había visto anuncia­dos en Harper's.
    Sin embargo, con bebé drogado o no, aquélla era una Milla de las Damas espléndida y emocionante, y antes de llegar al final nos cruzamos con algunos otros viejos conocidos: recuerdo Revillon Frères justo después de la calle Nueve, y W. & J. Sloane entre la Tercera y Bleecker. Y observamos a un «calculador relámpago» que delante de su pizarra, efectuaba cualquier clase de operación aritmética que se le pidiera, y con una celeridad
    increíble. Era un prodigio. A sus pies tenía una caja de cigarros dentro de la cual había varias monedas, y deposité en ella veinticinco centavos, mientras me preguntaba quién sería aquel hombre..., o quién había sido.
    En Bleecker Street, Julia se acercó al bordillo y, ubicándose al lado de una farola para apartarse del flujo de peatones, señaló más allá de Huston lo que dijo era Prince Street, un par de manzanas más adelante, y un edificio nuevo de ladrillo que había en la esquina noroeste. Se trataba de Rogers Peet, según me informó. Allí tenía que dejarme y retroceder para efectuar sus compras. Yo no estaba muy seguro de si debía estrecharle la mano o no, pero lo hice, y ella me la tendió.
    —Julia —dije—, éste ha sido uno de los mejores ratos que he pasado en mi vida.
    Sonrió ante lo que debió de considerar una enorme exageración por mi parte, pero contestó que también había disfrutado, y pensé que su sonrisa era realmente atractiva. Hubo algo en aquel momento, una especie de intimidad engañosa, que de pronto me armó de valor.
    —Julia..., no es posible que considere seriamente la idea de casarse con Jake.
    Me miró fijamente y preguntó:
    —¿Por qué no? —Se la veía sinceramente desconcertada, sin embargo yo no

    podía creer que fuera así.


    —Bueno..., él es demasiado mayor para usted. Demasiado gordo, demasiado vulgar. ¡Y demasiado ridículo!
    Tras una larga pausa, contestó:
    —El ridículo es usted. Jake tiene una buena figura para un hombre, está muy lejos de ser un viejo y sabrá mantener una familia. —Apoyó una mano en mi brazo y sonrió—. Una mujer debe tener en cuenta estas cosas, bobo. Es mejor ser práctica que una solterona. —Dicho esto, dio media vuelta y echó a andar Broadway arriba.
    La miré alejarse. Excepto por una breve despedida más tarde, ese mismo día, con cualquier excusa que me inventara, aquélla iba a ser la última vez que la viera. Antes hubiese creído que cualquier chica que llevara polisón me habría parecido ridícula, pero Julia, no; lucía absolutamente atractiva con él. Y me di cuenta de que la vestimenta de las personas que se cruzaban conmigo sin parar, incluso los satinados sombreros de copa, era de lo más natural.
    Allí delante, Julia ya casi se había esfumado. Hubo un último destello color púrpura de su falda, luego desapareció por completo, oculta por los transeúntes que se interponían entre nosotros, y yo proseguí mi camino.
    Habría unas doce manzanas hasta el parque del City Hall, de modo que seguí a pie, pero aun así llegué demasiado temprano. Se había levantado un ligero viento y hacía demasiado frío para sentarme en el parque y esperar. Además, no podía arriesgarme a que Pickering me viera; tenía que buscar un sitio mejor. Sin embargo, por un instante permanecí junto al pequeño parque mirando hacia el City Hall y el Palacio de Justicia, que se elevaba más allá, maravillándome de lo mucho que se parecían a como los recordaba. También, por el recuerdo que yo tenía, el parque presentaba el mismo aspecto que en mi propio tiempo. De modo que saqué el bloc de dibujo, entré en el parque e hice un bosquejo como referencia: el City Hall y el Palacio de Justicia, los senderos, los bancos y los árboles en invierno. Contemplé el bosquejo por unos segundos y vi que muy bien podría haberlo dibujado en la última mitad del siglo XX.
    Pero seguidamente incluí algunos retratos rápidos de transeúntes apresurados, y luego un carruaje, una hilera de cabriolés de dos ruedas esperando clientes en la esquina con Broadway, un enorme furgón pintado de verde y amarillo y tirado por dos caballos al abandonar el edificio de Correos. A través del parque, miré hacia Centre Street y traté de recordar qué aspecto tenía cuando lo vi por última vez; es decir, el aspecto que iba a tener..., cómo el tráfico de aquellos momentos se vería desplazado de las calles por los automóviles que lo seguirían. También incluí eso en mi bosquejo: los automóviles, los enormes autobuses de motores diesel, los grandes camiones que iban a provocar atascos en aquella calle y en todas las demás calles de Nueva York... Por eso mismo no los dibujé como si únicamente siguieran a los vehículos tirados por caballos de aquella escena, sino como si los empujaran.
    Seguí paseando; me encontraba en la zona comercial y de oficinas de la parte baja de Broadway, por donde Katie y yo habíamos estado. Crucé la calle y avancé a lo largo del muro occidental del grandioso y absurdo edificio de Correos. Al acordarme del enorme estandarte que anunciaba la presencia de éste, levanté la vista y lo vi flamear en la cúpula. Justo enfrente, de cara al sur, al otro lado de Ann Street, advertí que todos los que pasaban dirigían la mirada hacia lo que parecía una garita de techo en gablete, extremadamente estrecha y de algo más de dos metros de altura. Estaba sobre la acera, delante de la farmacia Hudnut's, en el edificio del Herald, y cuando pasé por allí también la miré. En su interior colgaba un termómetro gigante, el mayor que yo había visto, protegido del viento dentro de la garita. Marcaba los siete grados bajo cero; me alegré de conocer la temperatura exacta, pues en cierto modo estaba más interesado por el tiempo de lo que lo había estado nunca.
    Allí, a plena luz del día, era mucho más consciente de algo que Katie y yo no habíamos podido ver en la oscuridad: la increíble profusión de cables telegráficos. Como un paleto, caminé a lo largo de media manzana con la cabeza levantada hacia el gris cielo invernal, literalmente oscurecido por centenares de negros cables telegráficos a los lados de la calle, y que de vez en cuando la cruzaban en grupos de doce, creando una asombrosa confusión. Los postes de telégrafo brotaban de la acerca a pocos metros uno de otro; algunos tenían hasta catorce travesaños repletos de cables —me entretuve en contarlos—, y observé que cada poste estaba marcado con el nombre de la empresa que lo había instalado allí.
    El tráfico era muy denso, retumbaba y avanzaba pesadamente sobre los adoquines, y entonces caí en la cuenta de que aquélla no era una calle muy ancha, sino bastante estrecha, lo cual no ayudaba en nada a la descongestión. Había muchos carretones de lecho plano que transportaban barriles o cajas. Uno que llevaba el rótulo de CAJAS DE CAUDALES MARVIN´S CO., transportaba embalada una enorme caja fuerte; la vi a través de los listones, completamente nueva, negra y reluciente, con una escena de vacas en un prado recién pintada en la parte superior de la puerta. Mientras la observaba, un chiquillo corrió tras el carretón, trepó por el portón de atrás y se sentó a horcajadas encima de él, consiguiendo que lo llevasen gratis a donde quiera que fuese. En la misma manzana vi pasar un furgón de carga: una enorme caja sobre ruedas pintada de rojo, cuyo conductor se sentaba en un asiento elevado por encima de la grupa de los caballos. En un lateral, debajo del letrero pintado que rezaba HERMANOS BUTLER, MUDANZAS, había un gran paisaje encerrado en un recargado marco dorado. No se trataba de una escena pastoril, sino de un duelo de centelleantes cañones sobre unos veleros con todo el velamen desplegado, y en el óvalo situado en la parte inferior habían escrito: LA BATALLA DEL LAGO EIRE. Las decenas de diligencias que circulaban calle arriba y calle abajo por Broadway eran muy similares a los buses de la Quinta Avenida, sólo que iban pintadas en rojo, blanco y azul, y en los laterales lucían paisajes, en su mayor parte de tema pastoril y bastante más sucios de barro. Pero su apariencia era totalmente distinta, y me gustaba la idea de decorar con paisajes las cosas más corrientes. Llegué a la conclusión de que los monstruosos camiones diesel del siglo XX se verían mucho mejor si se los pintara de esa manera.
    Había muchas carretas ligeras de reparto tiradas por un solo caballo, y entre el tráfico comercial destacaba de vez en cuando un elegante carruaje en dirección al distrito residencial de la ciudad; supuse que a la Milla de las Damas. Y mirara hacia donde mirase veía carteles con los nombres de las empresas de las paredes de cuyos edificios colgaban. La mayoría estaban escritos con letras negras sobre fondo blanco o letras doradas sobre fondo negro, y sobresalían encima de las aceras. O estaban sujetos mediante cables a los salientes, justo debajo de las hileras de ventanas, ligeramente inclinados hacia abajo para que pudieran leerse desde la acera o desde los carros.
    Me gustaba aquella calle; era variada e interesante de contemplar. Las entradas de bastantes edificios se encontraban a unos cuatro o cinco peldaños por encima del nivel de la acera, y los anchos escalones a menudo se hallaban separados por una barandilla de bronce que los dividía en una sección para entrar y otra para salir. Por lo general, en los semisótanos había uno o más despachos, o una barbería, o un restaurante; cosas así. Y las escaleras para bajar estaban protegidas mediante verjas de hierro negro, con una hilera de pinchos en el lado de la calle para impedir que los haraganes se sentaran encima. Los edificios estaban construidos con cualquier material adecuado. Había mucho ladrillo y madera, algunos tenían toda la fachada de hierro forjado, que a menudo alcanzaba una altura de tres y cuatro plantas; pero también los había de mármol y granito, de piedra caliza de color rojizo, e incluso de estuco. Y pertenecían a distintos períodos... Entre los edificios nuevos de oficinas, de cuatro y cinco plantas, había también muchas casas pequeñas y más modestas, sin duda pertenecientes a tiempos muy anteriores. En los pisos superiores se veían antiguas ventanas de gablete, pero las plantas bajas habían sido transformadas en tiendas con escaparates de cristal. Frente a uno de estos escaparates se concentraban una decena de hombres, y me uní a ellos. Una muchacha de aspecto formal y algo turbada, que en ningún momento miró hacia nosotros, estaba mostrando el funcionamiento de una máquina de escribir. Se trataba de un artefacto extraño, muy alto y casi completamente abierto, que exhibía sus mecanismos y estaba decorado aquí y allá con arabescos rojos y dorados. Adheridos al cristal con bolitas de engrudo, había ejemplos de su trabajo, textos que alababan la máquina, su rapidez y su superioridad respecto a la escritura manual. Todos continuamos mirando hasta que ella concluyó aquello que estaba mecanografiando, una breve carta comercial.
    —Pronto no habrá quien lo pare —dijo un hombre volviéndose hacia mí—. Ya lo verá.
    — Pero yo negué con la cabeza. —No, nunca se harán populares del todo... Les falta el toque personal —repliqué, y él quedó pensativo.
    Me alejé del escaparate. Las aceras estaban repletas de gente, en su mayoría hombres. ¿Había más personas obesas, o incluso gordas, que a finales del siglo XX? Al menos ésa fue mi impresión. Vi docenas de chiquillos —¿por qué no estaban en la escuela?— que corrían veloces entre la gente, luciendo uniforme de mensajero; eran el equivalente del teléfono para la época, pensé. De vez en cuando pasaban otros muchachitos, no mucho mayores, que acarreaban sacos de lona llenos de lo que parecía auténtico dinero; incluso podía oír el tintineo de las monedas en su interior. Pero también los había más jóvenes, de sólo seis o siete años, a menudo cubiertos de harapos, con la cara y las manos muy sucias. Algunos de esos chicos se dedicaban a la venta de periódicos, y oí que anunciaban los de la mañana —Herald, Times, Tribune, Sun, World—, así como la primera edición vespertina de otros muchos —Daily Grapbic, Staats Zeitung, Telegram, Express, Post, Brooklyn Times, Brooklyn Eagle—, y varios que no consigo recordar. Todos publicaban columnas con titulares relacionados con el veredicto sobre Guiteau, y a menudo escuché el nombre de éste en boca de los que se cruzaban conmigo. Otros chiquillos, los más pequeños, daban lustre a zapatos y botas valiéndose del equipo que llevaban colgando del hombro con una correa. Entonces se me ocurrió que aquéllos eran los muchachitos sobre los que escribía Horatio Alger, y recordé que en esa época él aún vivía; tal vez en esos momentos estuviera escribiendo Tom, el limpiabotas. Pero los rostros luminosos, anhelantes y alegres que él describía yo no los veía por allí. Aquellos rostros, incluso los de los chiquillos de seis años, eran resueltos y sagaces, astutos y al acecho, como tenían que ser —creí advertirlo en sus caras— si querían comer esa noche. De repente, varios hombres se detuvieron en la acera, se acercaron al bordillo, sacaron sus relojes y luego, echando la cabeza hacia atrás, se quedaron mirando al otro lado de la calle, con el reloj todavía en la mano. Y cuando yo me preguntaba por qué lo harían, más hombres subieron a la acera y sacaron el reloj del bolsillo. En menos de un minuto, varios centenares de hombres se alinearon junto al bordillo en varias manzanas a lo largo de Broadway, mirando desde el reloj que mantenían abierto en la mano hasta el tejado de uno de los edificios más altos de la zona.
    El tejado era una compleja estructura de torres con gabletes cubiertos de ripia, y ventanas piramidales de varios tamaños. En el centro, sobresaliendo por encima de las demás, había una recargada torre cuadrada, rodeada en su base por una plataforma vallada. En un lateral de la torre había un círculo, donde leía COMPAÑÍA DE TELÉGRAFOS WESTERN UNION. Entonces me di cuenta de que muchos de los cables que corrían paralelos a la calle tenían su origen en aquel tejado. En la cúspide de la torre sobresalía un mástil en el cual flameaba la bandera de Estados Unidos, y en la punta de éste, justo detrás de la bandera, divisé una brillante bola roja. Por lo visto la bola tenía un agujero en el centro —lo mismo que una rosquilla—, que se ceñía en torno al mástil. Era visible desde varios kilómetros a la redonda.
    Ignoraba qué estaba ocurriendo, pero saqué mi reloj —vi que faltaban dos minutos para las doce— y aguardé, tal como hacían centenares de otros hombres a lo largo de Broadway. De repente se produjo un murmullo simultáneo, al tiempo que la bola roja bajaba deslizándose por el mástil hasta su base.
    —Mediodía en punto —murmuró el hombre que tenía a mi lado, y puso en hora su reloj.
    Hice lo mismo, adelantando el minutero, y alrededor de mí escuché el sonido de las tapas doradas de los relojes al cerrarse. Los centenares de hombres que se habían detenido al borde de la acera giraron sobre sus talones, se convirtieron en parte del flujo de transeúntes y yo sonreí complacido. En aquel ceremonial que por un momento había sido capaz de aunar a centenares de hombres, había algo que me cautivó poderosamente.
    Entonces, justo después de las doce, una melodía —un carillón— empezó a sonar a mis espaldas, y de inmediato la reconocí: era Piedra eterna. Me volví hacia atrás y sonreí, pues en la calle, un poco más abajo, había descubierto el origen de aquella música. Se trataba de una vieja conocida, la Trinity Church, cuyas campanas sonaban nítidamente en el aire invernal, y me encaminé hacia allí. Luego, a unos cien metros al otro lado de la iglesia, con la espalda apoyada en un poste de telégrafos y fuera del paso de los peatones, realicé un bosquejo rápido de referencia, que finalizaría mucho después. Había dibujado aquella iglesia otras veces, pero en esa ocasión, de manera increíble, el campanario se elevaba oscuro contra el cielo, más alto que cualquier edificio que hubiese a la vista. Lo terminé y realicé unas notas al margen para la obra definitiva.
    Mientras le echaba una ojeada, un muchacho vestido con uniforme azul de botones dorados se detuvo por un momento a mi lado, miró el boceto, asintió con la cabeza y siguió andando. Éste es el dibujo definitivo. Lo reproduje con total exactitud, salvo por las hojas de los árboles añosos, que incluí para resaltar con mayor detalle la esbelta silueta de éstos. La que ven es la calle Broadway que yo recorrí: a media distancia, a la izquierda, pueden apreciar el edificio de la Western Union, minutos después de que la bola del tiempo se deslizara hasta la base del mástil de la bandera.

    Mientras retrocedía, examinando mi boceto, tuve la tentación de detenerme y añadir los fantasmas de los enormes rascacielos que algún día rodearían Trinity Church, enterrando el campanario al final de un desfiladero. Pero en aquellos momentos pasaba ante la entrada de la iglesia, y cuatro o cinco hombres que deambulaban por la acera interpretaron correctamente lo que me interesaba y me abordaron:
    —¡Visite el campanario, señor! ¡Es el sitio más alto de la ciudad! ¡La mejor vista de la ciudad!
    Aún disponía de tiempo, de modo que asentí en dirección a uno que parecía necesitar el dinero más que los otros.
    Entramos y me condujo por una empinada e interminable escalera de caracol hasta llegar al carillón, luego pasamos las campanas, tan ensordecedoras que resultaba imposible diferenciar las notas por separado. Finalmente, ya arriba, llegamos a una pasarela de madera que circulaba por debajo de varias ventanas abiertas y estrechas. Me dolían las rodillas e intentaba disimular los jadeos. Tendí la mano hacia la repisa de una de las ventanas, para comprobar si era segura, y mi guía se echó a reír.
    —Esperaba que lo hiciese. No hay un hombre de cada diez que no lo pruebe antes de apoyarse en él. Los hay que no se acercan ni a medio metro, si las ventanas están abiertas. Y ha habido señoras que se han mareado sólo con mirar hacia abajo.
    El guía continuó con su cháchara mientras yo asomaba la cabeza; el campanario tenía una altura de ochenta y seis metros, me dijo, y era el punto más elevado de la ciudad, unos cinco metros más alto que las torres del puente de Brooklyn. Además, la iglesia estaba construida sobre un terreno más elevado; cada año cinco mil personas como mínimo visitaban aquel campanario, probablemente más, pero muy pocas se atrevían a hacerlo solas, y nunca nadie había intentado suicidarse saltando desde allí arriba, etcétera, etcétera, etcétera, mientras yo contemplaba la parte alta de la bahía.
    El cielo era gris luminoso, la atmósfera muy nítida, y todo se perfilaba con claridad. Por encima de los tejados más bajos podía ver los dos ríos, el agua —sobre todo la del Hudson— rizada, gris como el plomo machacado. A mi izquierda, alineados en South Street, había centenares de mástiles. Observé los transbordadores, cuyas enormes ruedas de palas agitaban las aguas. Contemplé los campanarios de las iglesias, que sobresalían, allí donde mirase, por encima de las azoteas. Vi la sorprendente cantidad de árboles, en especial hacia el oeste, y de nuevo pensé en París. Y bajé la vista hacia las aceras, las cabezas de los transeúntes que paseaban por Broadway, los diminutos círculos de la copa de sus sombreros, balanceándose y centelleando bajo la clara luminosidad invernal. Y en la ventana de enfrente miré hacia la zona alta de la ciudad, por encima del techo del edificio de Correos, en dirección al parque del City Hall. Más allá, hacia el este y recortándose nítidamente contra el cielo, se elevaban las grandes torres de piedra recién tallada que servían de soporte a los inmensos cables de los que colgaría la calzada del puente de Brooklyn. En aquel momento podía ver a los operarios moverse por los andamiajes temporales de madera, cruzar aquí y allá los gigantescos boquetes de la calzada sin terminar, y el río, mucho más abajo, perfectamente distinguible.
    Era indudable que desde donde me encontraba tenía una vista extraordinaria de la ciudad, comparable a la que podría disfrutarse desde el Empire State en el futuro. Pero no había nada risible en la comparación, pensé, pues me hallaba en el sitio más alto en aquellos momentos, aunque con el tiempo quedase sumergido entre otros edificios increíblemente más altos. Y si un día iba yo a subir noventa y tantos pisos para contemplar una lóbrega vista de un Nueva York envuelto en niebla, en vez de aquella visión más próxima y brillantemente definida de una ciudad mucho más agradable, entonces ¿dónde estaba lo risible? Deseé hacer un boceto de aquella vista, pero me habría llevado horas sólo el esquema, y ahora tenía que darme prisa. Abajo, le entregué a mi guía una moneda de veinticinco centavos, lo cual lo hizo muy feliz. Luego, con paso rápido, regresé al parque del City Hall.
    14
    A las doce y veinticuatro minutos, de pie ante una ventana posterior de la planta baja del edificio de Correos, mientras miraba hacia el norte a través de la calle, en dirección al pequeño parque y a la gente que se movía por los senderos que se entrecruzaban, caí en la cuenta de lo insólito que era lo que yo estaba haciendo. Mientras permanecía ante aquella sucia ventana, me acordé de la nota que había visto en el piso de Katie, del papel amarillento en los bordes, de la tinta que en el pasado había sido negra y ahora estaba oxidada por el tiempo. Y el encuentro que iba a celebrarse en aquel parque, concertado mediante aquella nota, se convirtió de pronto en un acontecimiento antiguo, viejo desde hacía muchas décadas, y definitivamente olvidado.
    ¿Era posible que hubiese ocurrido realmente? Me costaba creer que fuera a suceder. Gente desconocida seguía entrando y saliendo de aquellos jardines y de las aceras que lo rodeaban. Justo enfrente, al otro lado de la calle que había a la derecha, en Park Row, se levantaba el edificio de cinco plantas del New York Times, que yo había visto la noche en que me dirigía con Katie hacia la estación del Elevado, y de nuevo se me hizo extraño pensar que seguía en pie en el Manhattan del siglo XX. En aquellos momentos, a la luz del día, leí los largos y estrechos letreros, suspendidos justo debajo de la repisa de las ventanas, pertenecientes a otros inquilinos del edificio: BOSQUES, RÍOS, CAZA Y PESCA... HNOS. LEGGO... El edificio del Times compartía un muro con otro edificio de cinco plantas que estaba exactamente detrás, casi al otro lado de la calle a mi derecha. Se trataba de un edificio corriente, con ventanas altas y estrechas, y la fachada —parecida a la del Times y a muchos otros edificios similares de la zona— repleta de pequeños carteles escritos en dorado sobre negro o en negro sobre blanco, que colgaban debajo de las ventanas de los inquilinos. Entonces bajé la vista hacia la entrada situada al nivel de la calle, y allí, de pie, descubrí a Jake Pickering.
    Me encontraba dentro de la oficina central de Correos, al otro lado de la calle, en el lado sur del parque del City Hall. El portal donde se hallaba Jake Pickering se metía dentro del edificio, a un par de metros de la calle y en lo alto de tres peldaños por encima del nivel de la acera. Estaba casi en línea recta a mi derecha, de modo que me resultaba fácil verlo, aunque esto resultaría imposible desde el parque; así que no se molestaba en ocultarse, allí de pie en lo alto de los peldaños, apoyado contra el muro de la entrada. Desde su atalaya vigilaba los jardines del centro de la plaza que tenía enfrente. Luego, al parecer satisfecho de su escrutinio, salió a toda prisa, avanzó por la acera y, esquivando el tráfico, cruzó Park Row. A continuación entró directamente en el parque y se dirigió hacia el centro, donde convergía la mayoría de los senderos. Allí se detuvo, el bombín en la parte posterior de la cabeza, el gabán sin abrochar, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sujetando entre los dientes un cigarro que mantenía inclinado hacia arriba, y esperó.
    Transcurrieron cinco minutos. Yo podía ver la respiración de Pickering. Hacía frío allí fuera y, al notarlo, empezó a pasear lentamente arriba y abajo en todas las direcciones, a lo largo de unos diez metros a partir del centro del parque. Pero no se abrochó el gabán, ni sacó las manos de los bolsillos ni el cigarro de la boca. De vez en cuando le daba una chupada, y el humo se mezclaba con el vaho de su respiración. Me di cuenta de que adoptaba la pose de un hombre tranquilo. Y lo hacía bastante bien, su postura y su andar lento, todo en él indicaba que estaba relajado y satisfecho, que ni siquiera se daba cuenta del frío.
    Pasaron otros cinco minutos. Al otro lado del parque, el reloj del City Hall marcaba las doce y treinta y cinco... Cuando volví a mirar hacia abajo, vi que el segundo hombre había entrado ya en el parque y avanzaba con paso rápido en dirección al centro. Supe que el borrón azulado que llevaba en la mano enguantada (el acontecimiento ya no pertenecía al pasado, y un escalofrío recorrió mi espalda cuando comprendí que yo estaba allí, presenciando aquella escena) era el sobre que había visto a Pickering meter en el buzón. Ahora estaba en manos de otro hombre, que lo utilizaba para darse a conocer.
    Pickering lo vio y avanzó hacia él. Mi rostro se hallaba tan cerca de la ventana, que el aliento empañaba el sucio cristal, y con pesar me vi obligado a apartarme unos centímetros. Ahora Pickering sonreía, y se detuvo frente al otro hombre. Mientras éste guardaba el sobre en el bolsillo interior del gabán, Pickering se sacó el cigarro de la boca y comenzó a hablar, según advertí por el movimiento de su barba; a continuación fue la barba del otro la que se movió, al parecer mientras su dueño respondía. Desde la distancia en que me encontraba podrían haber sido hermanos gemelos de negra barba, de pie en medio del sendero, cada uno con su sombrero de copa y vestidos de manera casi idéntica, los dos con el porte solemne de la época. Ambos echaron un vistazo alrededor, examinando el parque, y tuve que resistir el impulso de agacharme para que no me vieran. Luego Pickering señaló un sitio determinado y ambos avanzaron en diagonal por el parque, hacia mí y hacia un banco protegido del viento por la base de una estatua, contra la cual se apoyaba. Al llegar allí se sentaron, a medias ocultos detrás de la base de la estatua; yo sólo podía ver de ellos una rodilla y un hombro.
    Tenía que oír qué decían, era imprescindible que lo hiciese, de modo que salí presuroso por la puerta trasera y crucé la calle corriendo detrás de la compuerta de cola de un carretón cargado con barriles de cerveza. Entré en el parque del City Hall y me dirigí hacia la base de la estatua. Me aposté allí, con la espalda casi pegada a la piedra, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia un lado y otro, con el entrecejo fruncido, como si esperase a alguien que llegaba con retraso.
    —No entiendo por qué —decía una voz tono razonable—. Estamos por debajo del punto de congelación, el frío aumenta por momentos y para colmo hay viento. En un día así, nadie se sienta en un parque... Si no tiene usted
    despacho propio, al otro lado de la calle está el Astor House. Puedo invitarlo a tomar algo en el bar.
    —Oh, tengo despacho propio —replicó la voz de Jake Pickering, y dejó escapar una risita ahogada—. Bueno, no tanto como un despacho. Nada comparable al suyo, se lo garantizo. No obstante, le gustaría verlo, ¿verdad? Pues no lo verá; todavía no... Y es cierto, nadie se sienta en un parque en un día así; pero precisamente por eso es que estamos aquí. Lo que tengo que decirle debe quedar estrictamente entre los dos. El tema es el mármol de Carrara, y es eso lo que ha traído aquí, a pesar del frío, al siempre eminente Andrew Carmody.
    —Me ha traído aquí —replicó el otro, llanamente—, pero no para que juegue conmigo. De modo que guárdese las observaciones sobre mi eminencia y dígame sin más dilación qué pretende. De lo contrario me levantaré y me marcharé, y podrá usted irse al infierno.
    —¡Ya basta! Tendrá usted que perdonarme, pero he llegado a la culminación de varios años de trabajo y estoy disfrutando de mi pequeño triunfo...
    —¿Qué quiere usted?
    —Dinero.
    —Por supuesto. ¿Y quién no? Vaya al grano.
    —De acuerdo... ¿Un cigarro?
    —No, gracias; fumaré de los míos.
    Se produjo un silencio, el chasquido de una cerilla, el sonido de unas chupadas a los cigarros para encenderlos. Pickering fue el primero que volvió a hablar.
    —Trabajo en el City Hall como oficinista, en el escalafón más bajo del Ayuntamiento. Sin embargo, yo mismo busqué ese trabajo, despreciando otros empleos más remunerativos. Imagino que se preguntará usted por qué razón.
    —No me lo pregunto —replicó Carmody, y oí que daba una chupada a su cigarro—. Pero prosiga.
    —La razón es Tweed —dijo Pickering bajando el tono de voz—. ¿Sesorprende usted? Él está pudriéndose en la cárcel, su camarilla ha sido aplastada y casi nadie se acuerda de ella. Sin embargo, hace sólo unos años no pasaba un día sin que el Times no hablara del cenagoso rastro de la Camarilla de Tweed, ¿recuerda? Bien, ¿quién robó más de treinta millones a la ciudad? ¿Fue sólo Tweed? ¿O también Sweeny, Connolly y A. Oakey Hall? No... Tweed tenía cientos de ayudantes voluntariosos, todavía sin desenmascarar, cada uno de los cuales obtuvo su parte del botín, ya fuera grande o pequeña. Así que, ¿cuál es el motivo de que haya pasado dos años en un trabajo tan poco apropiado para mí, como archivero del Ayuntamiento? —La voz de Pickering bajó todavía más, con un tono cargado de dramatismo—. Porque era allí donde estaban los rastros cenagosos.
    Yo me mantenía alerta, casi sin aliento, atento a cualquier palabra... y aun así, en el fondo de mi mente había algo que me importunaba, y al reconocerlo me vi obligado a sonreír. En la forma de hablar de Pickering, en las palabras y frases que utilizaba, había algo más que simple dramatismo. Había melodrama. Creo que todos, en general, actuamos como suponemos que debemos hacerlo. En la universidad yo había tenido, no un profesor, sino dos, que cuando escuchaban se retrepaban en su asiento y juntaban las manos, dedo con dedo, en una actitud supuestamente docente. Y tenía un amigo, un jugador compulsivo, que a menudo se quedaba ensimismado mientras hacía saltar una moneda al aire y luego la atrapaba, con el rostro completamente inexpresivo... En aquellos instantes, Pickering y Carmody interpretaban sus papeles basándose en una época en la que las convenciones melodramáticas de los escenarios eran ampliamente aceptadas como una representación de la realidad. Terriblemente serios, enfatizando cada palabra, imagino que ambos apreciaban también su propia actuación.
    —Los rastros cenagosos —prosiguió Pickering— serpenteaban de un pasillo a otro entre los archivos. ¡Me di cuenta de ello! —exclamó orgulloso—. Me di cuenta de que la corrupción de la Camarilla de Tweed estaba tan extendida, y tenía tantas ramificaciones, que nunca se podrían destruir todas las pruebas. Sabía que éstas aún tenían que existir, literalmente enterradas bajo toneladas de viejos archivos, y que sólo si era lo bastante astuto podría reconocerlas cuando las encontrara, y encajar todas las piezas como en un puzzle navideño. ¡De modo que me convertí en el más diligente de los archiveros del City Hall!
    —Muy encomiable, pero..., si busca usted trabajo, vea a mi contable.
    Entonces escuché un ruido que reconocí: el chasquido metálico de la tapa protectora de un reloj al abrirse para descubrir la esfera, luego el golpe ligeramente distinto al cerrarla.
    —Sí, es usted un hombre de negocios muy ocupado —replicó Pickering—. Pero ahora no tiene nada más importante que hacer, señor Carmody, que escuchar lo que tengo que decirle. ¡Y tan detalladamente como me dé la gana! —Se produjo un silencio, luego Pickering prosiguió con voz pausada—: Mes tras mes, he pasado horas interminables en las salas de los archivos buscando estos rastros sobre el polvo de los años. Descubriéndolos y siguiéndolos a medida que emergían, perdiéndolos, volviendo a encontrarlos días o semanas después, en medio de miles de facturas falsas, cheques de banco devueltos, albaranes, mensajes incriminatorios, memorandos y cartas... He conservado lo mejor de esos rastros, señor Carmody. ¡Sacándolos del City Hall! Un documento o dos cada vez, ¿entiende? Metiéndomelos en el bolsillo y luego llevándomelos a mi despacho durante la media hora del almuerzo. O, sencillamente, enviándomelos por correo, para incluirlos en mis archivos durante muchas de las largas noches que he pasado ante mi escritorio, estudiando y clasificando todos esos documentos.
    »Sin embargo, la mayor parte de lo que averiguaba no servía de nada. ¡Las evidencias eran concluyentes y completas! ¡Pruebas irrefutables de la corrupción más evidente! Pero entonces descubría que el bribón había muerto un par de meses atrás. A otros no los encontraba en absoluto; seguramente se habían trasladado a vivir a otros territorios o a Canadá. De algunos descubría que aún vivían aquí, en Nueva York, pero ya no eran ricos, sino que estaban arruinados. Mientras que en otros casos las pruebas que había hallado, aunque bastante claras, resultaban insuficientes. Por mucho que buscaba, nunca conseguía obtener la prueba final... De modo que todos aquellos rastros cenagosos, señor Carmody, fueron mermando cada vez más. Sin embargo, uno destacaba por encima de los otros: el de un oscuro contratista a quien se le había pagado para proveer e instalar el mármol de Carrara necesario para adornar los pasillos, salones y antesalas de nuestro Palacio de Justicia. Toneladas de espléndido mármol de Carrara importado de Italia... Al menos eso es lo que ponen las facturas y albaranes que he encontrado y en los que aparecen los sellos de las aduanas. Junto a facturas de los honorarios pagados a docenas de obreros, en las que figuran sus nombres y direcciones, y donde se informa de las semanas que invirtieron en su instalación y acabado. ¿Le gustaría ver una de esas facturas? Aquí la tiene.
    Escuché el crujido del papel, siguió un silencio de varios segundos, y luego se oyó la voz de Carmody.
    —Bien, ya la he visto.
    —¡No, puede usted conservarla, señor! Como recuerdo... Tengo muchas más.
    —No lo pongo en duda. Es precisamente por esto que estoy dispuesto a devolverle ésta.
    —No la quiero. ¿Piensa que tal vez voy a devolverla a mis archivos? ¿Mientras usted me sigue y descubre dónde las guardo? Le aseguro, señor, que si regreso a mi despacho será únicamente para una visita final. Y ésa será con el propósito de entregar el archivo completo al contratista del que le hablo.
    Se produjo un nuevo silencio que duró unos segundos, luego Pickering dijo con voz queda:
    —Por modestas que fueran sus ganancias comparadas con las de Tweed, hicieron del contratista un hombre rico. Porque las invirtió en propiedades inmobiliarias de Nueva York y ahora, pocos años después, posee millones. ¡Millones! Y una mujer que, según me han dicho, disfruta de cada uno de esos dólares y de la ayuda que le prestan para ascender en la escala social. Señor Carmody, acompáñeme hasta el Palacio de Justicia, por favor. —Tengo la certeza de que Pickering había señalado con la cabeza en dirección al Palacio de Justicia, que se alzaba justo detrás del City Hall—. Allí lo examinaremos juntos, salón por salón, tal como yo lo he examinado. A veces asistía a los juicios como mero espectador y recorría la sala con la vista en busca de mármol; o de pie en las oficinas, mientras aguardaba mi turno para formular una pregunta, mis ojos registraban cada una de las superficies del salón... Lo he examinado planta por planta, pasillo por pasillo. He mirado incluso en los armarios del portero y en los retretes. Y si es usted capaz de señalarme un solo palmo cuadrado de mármol de Carrara, o de cualquier otro tipo, con el que usted, contratista Carmody, haya cubierto el Palacio de Justicia, le doy mi palabra de que nunca más volveré a importunarlo.
    La respuesta surgió en un tono monótono, inexpresivo:
    —¿Qué es lo que quiere?
    —Un millón de dólares —contestó Pickering, en voz baja, saboreando cada palabra—. Ni más, ni menos. Es todo cuanto necesito para emprender el camino que usted siguió hacia una riqueza muy superior.
    —No es descabellado, supongo. ¿Cuándo?
    —De inmediato. Dentro de veinticuatro horas... ¡No sacuda la cabeza, señor! —chilló Pickering, irritado—. ¡Usted tiene esa cantidad! ¡Mucho más incluso!
    —No en efectivo, estúpido. —La voz de Carmody sonó con furia controlada—. La tengo, sí, y se la pagaré. Si es que puede obtener y entregarme las pruebas de que me habla. Pero mi dinero se halla invertido en bienes raíces... Todo. ¡No dispongo de efectivo!
    —Por supuesto que no. Eso era de esperar. Pero la solución es muy simple: venda alguna de sus propiedades.
    —No es tan sencillo. —Contestó el otro, apretando los dientes—. Obtener de mis propiedades un millón en efectivo no puede hacerse así como así. Tanto si lo entiende como si no, éste no es el momento; en todos los aspectos. Mi dinero está congelado. En un piso enorme, de estilo francés, inacabado. Una ganga... Sin embargo, los trabajos han tenido que suspenderse durante el invierno; incluso el estucado necesita un tiempo más cálido. También he invertido una parte en una docena de solares para la construcción de edificios comerciales, pero hay que esperar a la primavera para demoler las casas que hay en ellos. Y en hipotecas tan buenas como el oro, algunas incluso mejores, pero que aún no han vencido. Y en solares vacíos, más arriba de Central Park, a la espera de que la ciudad se extienda hacia allí... En resumen, señor, lo tengo excesivamente invertido. ¡Y peligrosamente desperdigado! Si pretendiera reunir un millón en estos momentos, no obtendría más de diez centavos por dólar... Ahora ya sabe más cosas sobre mis negocios que cualquier otro ser viviente. — Se produjo un silencio que duró varios segundos, y cuando Carmody volvió a hablar, su voz sonó distinta, tranquila y contenida, casi amistosa, como si otorgara de buen grado su confianza a Pickering y ya fueran poco menos que socios—. Le diré un secreto, que nadie más conoce. Mi mayor temor reside en la posibilidad de que yo muera en los próximos meses, ya que si ese triste suceso ocurriese, creo que mi esposa se quedaría rápidamente sin un centavo. Se cebarían como lobos en mi fortuna, la harían pedazos y escaparían con los fragmentos en todas direcciones. Ella no sabe nada de inversiones, aparte de que, en tales circunstancias, ninguna mujer puede actuar legalmente con la celeridad, habilidad y decisión que se requieren. Voy a obtener beneficios de ese riesgo, y pronto, pero en estos instantes mis asuntos se mantienen en equilibrio sobre la punta de un alfiler. ¡No me atrevería ni a salir de viaje estos días! Incluso me da miedo enfermar durante una semana. ¿Entiende a qué me refiero, señor? La estructura se vendría abajo si se le exigieran cambios, y entonces todo se habría perdido. Todo... Espere un poco —añadió en un tono realmente amistoso—. Contenga un poco más su impaciencia, tal como ha hecho durante todo ese tiempo, y en primavera... ¡No sacuda usted la cabeza, señor! ¡Le pagaré! ¡He dicho que lo haré! Le pagaré más si quiere. ¡Un millón doscientos cincuenta mil en primavera! Pero tiene que darme...
    Pickering soltó una carcajada sofocada, de satisfacción.
    —Nada. No voy a darle nada, señor. ¡Oh, es usted asombroso! ¡Seguro que ha pensado que iba a salirse con la suya! Pero conozco un farol cuando alguien se echa uno, y le daré hasta el lunes; ni un día más. No puedo esperar durante meses, y usted lo sabe. ¿O creía que no iba a enterarme? ¿Suponía que la amistad del inspector Byrnes con los ricos de esta ciudad era un secreto para el resto de los mortales? ¡Yo no tardaría en ir a parar a Sing Sing! Ignoro bajo qué cargos, pero si le diera a usted tiempo para planearlo, estoy seguro de que es allí donde terminaría.
    La voz de Carmody sonó tensa por la furia:
    —Todavía puede acabar allí... ¡Conozco al inspector Byrnes en persona! — Se produjo una pausa, durante la cual casi se tragó literalmente la rabia—. En varias ocasiones he podido hacerle algún pequeño servicio, y le advierto que...
    —No lo pongo en duda; todos los ricos de esta ciudad lo conocen. Se rumorea que se ha hecho rico sólo con los informes que Jay Gould le facilita bajo mano sobre el mercado de valores. Pero yo también lo conozco... ¿Sabía que una vez me obligó a retroceder cuando me acerqué a la zona acordonada de Wall Street?
    —¿De veras? —Carmody se echó a reír, airado.
    —Sí, de veras —contestó Pickering, sin levantar la voz—. Hace unos años, cuando estaba sin trabajo, y por consiguiente mi aspecto quizá fuera algo zarrapastroso, bajaba por Broadway en dirección a Wall Street, donde esperaba conseguir empleo como administrativo. Pero, al llegar a la barrera de Fulton Street, un agente me cerró el paso.
    —Como era su obligación, si tenía usted aspecto de ratero o de mendigo... Todo el mundo sabe que Byrnes no los quiere por los alrededores de Wall Street. Y con razón.
    —¡Yo no era un ratero ni un mendigo y así se lo dije! El policía era muy joven y me escuchó, pero entonces alguien intervino desde un carruaje que había junto a la acera. Nos volvimos hacia allí y vimos que Byrnes se asomaba por la ventanilla y gritaba: «¡Si protesta, métalo en chirona!» El joven agente llevó la mano a la porra, de modo que di media vuelta y me largué. ¡No se ría, porque eso va a costarle a usted un millón! Sí, di media vuelta, señor Carmody, y estaba pálido. Podía sentirlo. Apenas lograba ver a través de la niebla que nublaba mis ojos... Pero fue entonces cuando supe, con toda certeza, que algún día yo regresaría ante aquella barrera y los agentes me saludarían tocándose el casco. Porque yo pertenecería a otro ambiente, al de los Fisk, los Gould, los Sage y los Aston... Y fue precisamente ese día, aunque entonces yo aún lo ignoraba, que empecé a buscarlo a usted.
    Advertí un ligero cambio en la localización de la voz de Pickering. Comprendí que se había levantado y que probablemente se había vuelto hacia Carmody.
    —Independientemente de lo que usted crea, no soy un ignorante en cuestiones financieras. Es indudable que necesitará varios días laborables para reunir la suma que le pido. Hoy estamos a jueves... Le doy hasta el lunes. Dos días y medio hábiles... Tres, contando con la mañana del sábado. Nos veremos el lunes por la noche. Aquí, en este mismo banco. A medianoche, señor Carmody. Cuando el parque y las calles de esta zona estén desiertos. Quiero asegurarme de que nadie nos sigue. Preséntese con el dinero en una bolsa, o lo denunciaré. Y no esperaré ni una hora. Antes de que transcurra ese tiempo, estaré en las oficinas del Times... —Hizo una breve pausa, durante la cual imagino que estaría indicando el edificio al otro lado de la calle—. Junto con mis documentos.
    Se hizo el silencio. Tras seis, ocho, diez, doce segundos, comprendí que se habían marchado y salí de mi escondite, rodeé la base de la estatua y salí al sendero que había delante del banco. Ambos se alejaban con paso rápido, uno hacia el este, el otro hacia el norte, en dirección al Palacio de Justicia. Y yo los observé marcharse convencido de que ninguno de los dos volvería la vista atrás.
    15
    Supongo que no estaba seguro de que el despacho privado de Pickering se encontrara en el edificio del cual poco antes lo había visto salir. Pero era lo más probable. De modo que crucé Park Row, me detuve en la esquina con Beekman y miré hacia arriba. En él no había nada que lo distinguiera, no era más que un viejo edificio recto, monótono, de azotea plana, con tiendas a nivel de la calle y encima, de éstas, pisos idénticos, de ventanas estrechas y poco espaciadas. Los escaparates de las tiendas estaban sucios, y en algunos la parte inferior se hallaba protegida mediante una rejilla metálica oxidada, mientras en otros había toldos gastados y rotos, plegados contra la pared. En el bajo Manhattan muchos de estos edificios carentes de todo encanto habían logrado sobrevivir hasta la segunda mitad del siglo XX.
    Sólo con mirarlo ya resultaba deprimente. En el escaparate de la New York Belting & Packing Company vi montones de cajas grises de cartón, y pilas de rollos de cuero para correajes. Al lado había una papelería de aspecto cochambroso: Willy Wallach. En otro escaparate exhibían enormes garrafas de cristal, metidas dentro de una mezcla confusa de cajas de embalaje de madera. La etiqueta que había en ellas rezaba AGUA DE POLONIA, lo que quiera que eso fuese. Y en el escaparate, un rótulo anunciaba: OWEN HUTCHINSON, REPRESENTANTE. También había un sastre —S. Gruhn—, una tabaquería —Rodríguez & Pons—, y no recuerdo qué más.
    Debajo de muchas de las ventanas del piso superior colgaban los consabidos letreros, inclinados hacia abajo para que pudieran leerse desde la calle. Su longitud variaba, imagino que acorde con las medidas del despacho arrendado por la firma comercial cuyo nombre se indicaba: TURF, TERRENOS Y GRANJAS, ponía uno, debajo de la hilera de ventanas del tercer piso. Otro anunciaba EL ESCOCÉS AMERICANO, y otro EL DETALLISTA. Debajo de una hilera de ventanas del segundo piso leí EL CIENTÍFICO AMERICANO. En el otro extremo del mismo piso colgaba un letrero que miré con la misma indiferencia que los demás, pero al que más tarde vería, literalmente, en mis pesadillas, como aún me ocurre. En él rezaba: THE NEW YORK OBSERVER.
    Subí unos pocos escalones de madera que necesitaban una mano de pintura, entré en el portal y empujé un par de pesadas puertas de madera y cristal para acceder a un vestíbulo iluminado únicamente por la luz de la calle, a mis espaldas. El edificio estaba muy deteriorado. Nadie había intentado disimularlo, y de todos modos no había forma de hacerlo. El suelo de madera que se extendía hacia el lóbrego interior se veía gastado, las cabezas de los clavos relucían y estaba cubierto de escupitajos de tabaco, colillas de cigarros y una capa de polvo permanente. Y lo mismo podía decirse de la escalera que había a mi izquierda, cuyos peldaños estaban tan gastados que se combaban por el centro. Colgado en la pared de estuco verde oscuro, con remiendos de sucia pintura blanca, estaba el directorio de los inquilinos. El índice de una mano enorme y detalladamente pintada —cada dedo definido, el puño de la manga sombreado para que pareciera en relieve— señalaba al frente, en dirección a la penumbra, y detrás del puño habían rotulado una lista con los nombres de los inquilinos y el número del despacho. En la pared de la escalera habían pintado una mano idéntica, que señalaba hacia arriba, con otra lista de inquilinos. En ambas listas, algunos de los nombres parecían escritos por una mano profesional, pero ya estaban borrosos, y algunos de ellos descascarillados. Supuse que aquéllos serían los inquilinos más antiguos. Los nombres más recientes a menudo estaban escritos de manera tosca, y de las letras de uno de ellos chorreaban unas gotas de pintura. Muchos de los nombres habían sido tachados o tapados con pintura para luego escribir otro nombre encima, en ocasiones apresuradamente, y hasta había uno que había sido anotado a lápiz. Pero ninguno ponía «Jake Pickering».
    Detrás de mí habían entrado un hombre y un mensajero, que subieron por las escaleras, pero había oído ruidos al fondo de la planta baja, en la penumbra. Luego escuché pasos que descendían, y apareció un hombre de mediana edad, casi anciano, con la barba blanca, gabán y gorro de tela con orejeras.
    —¿No hay por aquí un conserje? —le pregunté cuando me miró.
    —¡Ja! —Fue una risa que sonó a un ladrido de disgusto—. ¡Un conserje! ¿En el edificio Potter? No, señor, por aquí no hay nadie con ese título ni ese cargo. Sólo hay un portero. —Quise saber dónde podía encontrarlo, y contestó—: Ésta es una pregunta que me hago a menudo, pero que nunca consigo responder con cierta fiabilidad. Debajo de la entrada por la calle Nassau tiene un cuarto, un cuchitril, y a veces es posible encontrarlo allí. Pero pregunte a Ellen Bull. — Señaló al frente, hacia el interior del edificio, y al fondo del pasillo distinguí una borrosa figura corpulenta—. Ella le indicará... —Le di las gracias y él añadió—: Si lo encuentra, cosa que dudo, dígale que el doctor Prime, del Observer, le recuerda una vez más que en sus oficinas hace demasiado calor para trabajar con comodidad. —Sonrió amablemente, me saludó con una breve inclinación de la cabeza y empujó las pesadas puertas hacia la calle.
    Me interné en el edificio y encontré a Ellen Bull, una negra alta y corpulenta que debía de pesar más de cien kilos, se cubría el cabello con un pañuelo grande de colores y acarreaba un cubo y una fregona.
    El cuarto del portero, me informó, estaba directamente debajo de las escaleras que conducían al sótano, en la calle Nassau. Le di las gracias, ella sonrió, y sus dientes brillaron en la oscuridad. Debía de tener unos cuarenta y cinco años y, mientras me alejaba, se me ocurrió que tal vez hubiese sido esclava en un tiempo.
    Pasé por delante de una serie de sólidas puertas de madera y vi que unas pocas estaban numeradas. Las había abiertas de par en par, pero en su mayor parte estaban cerradas. Algunas aparecían rotuladas con nombres cuidadosamente pintados: AUGUST W. ALMQUIST, AGENTE DE PATENTES; J. W. DENISON; W. H. OSBORN, ABOGADO. En otras sólo había un rectángulo de papel o de cartón, con un nombre escrito a mano, clavado a la puerta con una chincheta. En el centro del edificio el pasillo estaba pobremente iluminado por unos mecheros de gas ocultos detrás de unos globos de cristal, cuya llama se había reducido al mínimo. Cerca de las entradas, cualquier luz que llegase procedía de la calle.
    En el vestíbulo que daba a Nassau, debajo de las escaleras que llevaban a los pisos superiores del edificio, había un segundo tramo más estrecho que conducía al sótano. Me acerqué y miré hacia abajo. Estaba completamente a oscuras. De algún lugar de arriba oí el continuo roce de una sierra y el estridente chirrido que se hacía al arrancar unos clavos profundamente clavados.
    —¿Hay alguien aquí? —llamé en dirección al sótano.
    Sólo el silencio. La verdad es que me habría sorprendido si hubiese obtenido respuesta. Bajé medio tramo de escaleras, pero no seguí. No quería tropezar en medio de aquella oscuridad y romperme una pierna. Arriba proseguía el chirriar de los clavos y el ruido de la sierra, de modo que hice bocina con las manos y volví a llamar. De nuevo, silencio.
    —¿Hay alguien aquí abajo? —grité.
    Entonces oí que a lo lejos alguien respondía. Subí de nuevo al vestíbulo y esperé. De pronto oí el débil roce de unos pies que se arrastraban por el suelo, antes de que resonaran en la madera de los peldaños. Miré hacia abajo y vi a un hombre viejo y delgado surgir de la oscuridad del sótano, apoyando la mano en el pasamanos a medida que subía lentamente. Al principio sólo vi una cabeza calva, pecosa en la parte de arriba. Luego unos ojos azules se alzaron hacia mí, entrecerrándose al mirarme, supuse que debido a que precisaban de unas gafas... A continuación distinguí unos tirantes, anchos y verdes, que se curvaban sobre los hombros de una camisa blanca. Al fin, de la oscuridad emergió el resto del cuerpo, elevando lentamente las rodillas a medida que subía, los pantalones demasiado anchos en la cintura, hasta el punto de que apenas la rozaban.
    Mientras subía los últimos peldaños y penetraba en la zona iluminada, le di al anciano el mensaje del doctor Prime.
    —Lo sé. Lo sé —dijo con expresión melancólica—. Todos se quejan. ¡Hace demasiado calor! —Subió el último peldaño que daba paso al vestíbulo, suspiró y con un ademán señaló la pared de estuco que había al lado—. Tóquela. — Apoyé la mano en la pared y asentí: estaba demasiado caliente—. El tubo de la caldera pasa por ahí, y estos días estamos quemando madera. —Puso los ojos en blanco, elevándolos hacia los chirridos y el ruido de la sierra—. Están abriendo el pozo del ascensor y el propietario quiere que queme el viejo suelo de madera —añadió con desdén—. Para ahorrarse carbón. Esto significa un fuego más potente, y más trabajo para mí.
    Lo escuché con gesto de comprensión, luego le dije que buscaba a un inquilino llamado Jacob Pickering. El anciano suspiró.
    —¿Y bien? —preguntó—: ¿Cuál es su queja, señor Pickering? Si es que hace demasiado calor, yo no...
    —No, no. Yo no soy Pickering, sino quien lo busca. ¿Dónde está su oficina?
    Pero eso era pedirle demasiado. Volvió a sacudir la cabeza y se volvió hacia el sótano.
    —No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Conozco a los antiguos inquilinos. Los conocía a todos cuando el periódico todavía estaba aquí. Pero el periódico se ha ido y el edificio ha venido a menos. Ahora es el edificio Potter —añadió con tono de desdén—. Todos los antiguos inquilinos se marchan a medida que expira su contrato de alquiler. Está lleno de gentes de paso ahora. Vienen y se van. Los hay que incluso los subarrendan y no informan de ello. Ni a mí ni al señor Potter. No puedo seguirles la pista a todos. ¿Ya ha mirado arriba? —Le dije que no y él sacudió la cabeza ante la imposibilidad de describirlo—. ¡Una conejera! ¡Lo han dividido en pequeños despachos mediante tabiques de madera! ¡Se puede escupir a través de las paredes! Incluso hay nuevos pasillos ahí arriba, y muy pronto habrá más en los pisos superiores, donde estaba el periódico. Es imposible saber quién hay por ahí.
    Por un instante no supe qué decir, luego se me ocurrió algo.
    —Pero si no sabe usted dónde están, ¿cómo reciben la correspondencia?
    —Oh, ya me las apaño —murmuró, y, agachando la cabeza, comenzó a bajar de nuevo por las escaleras—. Siempre consigo apañármelas.
    —De eso estoy seguro. Pero ¿cómo se las arregla?
    Ahora lo tenía atrapado. Se vio obligado a detenerse, volvió la cabeza hacia mí y dijo:
    —Tengo una libreta.
    Ya me lo había imaginado.
    —Y ¿dónde está esa libreta?
    —Abajo —contestó, irritado—. En algún lugar de por ahí. No estoy seguro de dónde...
    Metí la mano en el bolsillo.
    —Bueno, me doy cuenta de que son muchas molestias... —Encontré una moneda de veinticinco centavos, recordé que era más que lo que aquel hombre ganaba por una hora de trabajo, y se la tendí—. Pero le quedaría muy agradecido si...
    —Es usted todo un caballero, señor; encantado de complacerle. Vuelvo en un minuto.
    Tardó más de un minuto, pero regresó trayendo una libreta de bolsillo, con la tapa abarquillada y la esquina superior de las páginas sesgada. En una esquina había hecho un agujero por el que pasaba un sucio cordel blanco, atado con un lazo. La abrió y examinó las páginas a medida que las pasaba lentamente, humedeciéndose el pulgar cada vez. Yo observaba por encima de su hombro. Al menos la mitad de los nombres estaban tachados, con otros nuevos escritos encima. Y todo el rato el anciano murmuraba:
    —Debería romperla y hacer una nueva. El ascensor todavía no está acabado; seguirá así durante semanas, y, de todos modos, tampoco ayudará en nada. No puedo seguirles la pista. Si alguien se instala aquí, a menos que me diga su nombre no recibirá la correspondencia. —Dejó escapar una risita ahogada, y su voz de viejo sonó como un cacareo—. ¡Por lo general lo hacen! O, si se trasladan a otra parte y desean recibir la correspondencia, también lo hacen. Aquí está... Pickering. Segundo piso, número veintisiete. Esto está aquí arriba, junto al nuevo hueco; no se puede perder. Ya verá como él se queja cuando el ascensor funcione, si es que llega a funcionar. Son unos trastos endiabladamente ruidosos. Una vez me monté en uno.
    Subí por las escaleras y, en el primer piso, la primera puerta que hallé a mi derecha, junto a la escalera, estaba abierta. El monótono ruido de la sierra y los regulares chirridos de los clavos procedían de allí dentro. Me acerqué a mirar. Arrodillados en el suelo, de espaldas a mí, había dos carpinteros que vestían mono blanco. Uno se dedicaba a aserrar el piso de madera entre las vigas, dejando que las cortas secciones de las tablas cortadas, así como el entarimado de abajo, cayeran por el hueco directamente al sótano, donde el anciano portero sin duda las recogía y las quemaba. El segundo carpintero utilizaba la garra del martillo para extraer metódicamente los fragmentos cortos de las tablas que quedaban clavados a las vigas, y que también dejaba caer al sótano. Los dos operarios trabajaban de manera gradual, retrocediendo hacia la puerta donde me encontraba. Entre ellos y la pared del fondo, el suelo ya había desaparecido, y las enormes vigas de madera quedaban totalmente a la vista. Supuse que en su momento también las cortarían y las quemarían.
    En el segundo piso, la sólida puerta del despacho que había justo encima de los carpinteros estaba asegurada con un gran candado que tenía aspecto de nuevo, y en la puerta colgaba un cartel rojo que rezaba: ¡PELIGRO! ¡NO PASAR! HUECO DEL ASCENSOR. La puerta del despacho de al lado estaba marcada con el número 27, y cerrada con llave. Después de escuchar a través de la rendija, probé el pomo con cautela. No había nadie más por allí. Me encontraba en un corto pasillo que salía en ángulo recto desde el corredor principal, y rápidamente apoyé una rodilla en el suelo y miré a través de la cerradura. Justo enfrente, arriba, divisé una ventana sucia, gris blanquecina debido a la luz del día que se filtraba por ella. Debajo había un buró y una silla. Hacia la izquierda, directamente junto a la puerta, distinguí un bulto, pero estaba demasiado cerca para saber de qué se trataba. A la derecha vi el borde de lo que supuestamente había sido la puerta que conectaba aquel despacho con el de al lado. Estaba cerrada con candado, pero, además, la habían clausurado mediante tablas cruzadas, y se me ocurrió que los carpinteros que abrían el hueco del ascensor debían de trabajar de abajo arriba, a fin de que al cortar cada entarimado éste cayera directamente al sótano.
    Había averiguado todo cuanto iba a descubrir —y probablemente todo cuanto necesitaba— acerca del despacho de Jake Pickering. Durante un minuto, aproximadamente, permanecí en el pasillo; hasta que oí los pasos de alguien que bajaba por la escalera. Sabía por qué odiaba largarme de allí; mi misión había concluido, y deseaba que no fuera así.
    Retrocedí hasta el corredor principal, me aparté de la escalera y crucé el edificio a lo ancho, pasando por delante de las puertas de Andrew J. Todd, abogado; Prof. Charles A. Seeley, químico; Compañía Americana de Motores; J.
    H. Hunter, notario... Luego llegué a las oficinas del New York Observer, que daban a Park Row, y a la escalera que conducía hacia la calle. Mientras bajaba, me sentí súbitamente hambriento.
    Decidí almorzar en el Astor House, que, tal como Carmody había indicado, estaba al otro lado de Broadway, en diagonal desde el edificio de Correos. Pero casi di media vuelta para largarme de allí en cuanto entré en él. Estaba atestado de hombres que aguardaban de pie, formando grupos o parejas en animada charla, casi todos con el sombrero puesto. El suelo de mármol estaba literal­mente cubierto de saliva de tabaco, que es como la llamaban. Mientras me entretenía en la entrada y miraba alrededor —unos cuatro o cinco segundos como máximo—, hasta una docena de hombres debieron de volverse, todos con la mejilla hinchada, para escupir con mayor o menor pericia y cuidado hacia las escupideras de cerámica que había desperdigadas por el suelo del enorme vestí­bulo. Algunos ni siquiera se molestaron en mirar. Procuré pensar en otra cosa y crucé el largo vestíbulo, pasando por delante de un enorme mueble diseñado para dejar los paraguas y los bastones, de una agencia de venta de billetes de tren, una oficina de telégrafos y un quiosco de periódicos y tabaco, para entrar finalmente en un amplio y fantásticamente ruidoso restaurante encima de cuya barra colgaba un enorme cartel de roble en el que podía leerse: NO BLASFEME, POR FAVOR. Pero allí me tomé dos docenas de ostras Blue Point, extraídas aquella misma mañana de la bahía de Nueva York, absolutamente deliciosas. Y me alegré de haber entrado.
    Cogí el Elevado para regresar a Gramercy Park. Había visto la estación junto al parque del City Hall y lo tomé allí. Luego dobló al norte por Chatham Square, que resultó ser el antiguo Elevado de la Tercera Avenida. Yo ya me había acostumbrado a la gente, y no veía nada extraño en su manera de vestir. Pero en Chatham Square subió una familia de la que no pude apartar los ojos; debían de haber llegado de Ellis Island hacía menos de una hora y, por la forma en que iban vestidos, habría podido asegurar —algo increíble para alguien del siglo XX— de dónde procedían. Tanto el padre, que lucía un enorme bigote caído, como el hijo, de unos diez años de edad, llevaban gorra azul con brillante copa negra; chaquetilla azul cruzada, con botones de porcelana; pañuelo corto en torno al cuello; pantalones muy anchos en la cintura y ahusados en los tobi­llos; y si bien el padre llevaba botas, el muchacho —me sentía fascinado y tuve que hacer esfuerzos para dejar de mirar— calzaba auténticos zuecos de madera... La madre era robusta, de mejillas coloradas, y llevaba al menos dos docenas de faldas, así como el mismo tipo de gorro que podía verse en la etiqueta de una lata de Old Dutch Cleanser. En el suelo, junto a los pies del padre, había una bolsa de tela de tapicería, y a su lado, en el asiento, un enorme fardo atado con una tira de género. Se los veía felices, afables, mientras se asomaban a las ventanillas y hacían comentarios en lo que sin duda debía de ser holandés. Formaban una estampa maravillosa. Parecían un anuncio de chocolate. Y fui consciente de que en aquel preciso momento —casi los últimos momentos—, el mundo todavía era un lugar maravillosamente variado: en Grecia los soldados probablemente aún llevasen zapatos puntiagudos, largas medias blancas y cortos faldellines de ballet; en Turquía los hombres llevaban fez y las mujeres se cubrían con un velo; muchos esquimales aún no habían visto a su primer hombre blanco ni se habían contagiado de sus enfermedades; y los zulúes todavía eran unos felices caníbales en un mundo sin excavadoras, ni asfalto, ni contaminación.
    Me di cuenta de que debíamos de estar cerca de mi parada, y aparté la mirada de aquella familia holandesa para echar un vistazo por encima de aquel Nueva York extraordinariamente bajo, en el que los campanarios eran las construcciones más altas de la isla. Resultaba asombroso poder mirar casi recto a través de la ciudad y ver el Hudson, y sorprendente la cantidad de árbolesque había por allí... Éstos se alineaban en la mayor parte de las calles transversales, y había muchísimos en las avenidas. Algunos eran enormes, más altos que las casas que los rodeaban, y comprendí que en verano el verdor de aquellos árboles daría a la ciudad un aspecto rural, casi de aldea. Sentí deseos de presenciarlo.
    El tren se acercaba a mi parada y, por un instante, en una de las calles transversales —¿la Diecisiete?, ¿la Dieciocho?— atisbé un espléndido edificio de apartamentos con el techo abuhardillado. Estaba casi seguro de haber reconocido en él al Stuyvesant, pues era de ladrillo rojo, con revestimientos de piedra arenisca. Un amigo mío pintor, que había vivido allí hasta que el edificio fue demolido —en la década de los cincuenta, creo—, conservaba en su sala de estar una acuarela que había hecho de él. Todavía echaba de menos aquel lugar, por la magnificencia y los altos ventanales del enorme apartamento, cuyos techos tenían realmente una altura de seis metros, y en el cual había cuatro chimeneas. Según me explicaba, había sido el primer edificio de apartamentos de Nueva York, y en la época en que fue construido se lo conocía como «la locura de Stuyvesant», pues la gente decía que ningún caballero de Nueva York consentiría jamás en vivir con un puñado de desconocidos. Le encantaba hablar de aquello, y me alegré de tener la ocasión de echarle un vistazo.
    Bajé en la calle Veintitrés y regresé al 19 de Gramercy Park. Tía Ada me oyó abrir la puerta de la calle y vino desde la cocina; tenía las manos y los brazos blancos, cubiertos de harina. Le pregunté si Julia estaba en casa y respondió que no, pero que sin duda llegaría en cualquier momento. Le di las gracias y subí a mi habitación.
    El día había sido completo. Había andado como hacía mucho tiempo no lo hacía, de modo que me alegré de poder tumbarme en la cama y esperar. De vez en cuando, mientras permanecía allí tendido, oía los gritos de los niños en el parque, sus voces estridentes y agudas en el aire frío del exterior, así como el sonido hueco de los cascos de los caballos y el tintineo de los herrajes de los arneses... No quería abandonar aquel Nueva York; había muchísimas otras cosas para ver en aquella ciudad desconocida y, sin embargo, familiar.
    Me quedé dormido, como es lógico, y desperté al oír la voz de Julia y de su tía en el recibidor. Me levanté y saqué el reloj. Eran las cuatro y media, de manera que me puse los zapatos y la chaqueta y bajé a toda prisa por las escaleras. Todavía estaban en el recibidor y levantaron los ojos hacia mí. Julia aún llevaba el vestido de calle y enseñaba a su tía algunas cosas que había comprado.
    Los tres entramos en el salón y, mientras Julia se desataba el sombrero y se lo quitaba, les expliqué la historia que me había inventado, asombrándome ante el sentimiento de culpabilidad que me invadía mientras miraba a aquellas confiadas mujeres y les explicaba una mentira. Les dije que había ido a Correos para cancelar el buzón que había alquilado hasta conseguir una residencia estable, pero me había encontrado con una carta urgente. Mi hermano estaba enfermo y, mientras se recuperaba, me apresuré a añadir, pues no quería oír sus condolencias, me necesitaban para ayudar a mi padre en la granja. De modo que tenía que marcharme ese mismo día; enseguida, de hecho. De pronto tuve miedo de que me preguntaran sobre temas relacionados con la granja, pero no lo hicieron. Aquellas dos encantadoras mujeres eran realmente comprensivas. Dijeron que lamentaban mi marcha y me pareció que su expresión era sincera. Tía Ada daba por sentado que no me iría hasta después de cenar, como mínimo, pero contesté que no, que debía hacerlo cuanto antes, ya que me esperaba un largo viaje. Se ofreció a devolverme parte del alquiler que yo había adelantado
    por una semana, pero rehusé.
    Luego Julia se acordó de algo y exclamó:
    —¡Oh, no! ¡Mi retrato!
    Lo había olvidado por completo y la miré fijamente mientras me estrujaba la mente en busca de una excusa. De inmediato me di cuenta de que no necesitaba ninguna. Deseaba con todas mis fuerzas hacerle aquel retrato, porque sería una forma particularmente buena de decirle adiós. De modo que asentí y le dije que si podía posar un rato, en ese mismo momento, —yo deseaba evitar a Jake—, se lo haría enseguida y luego me marcharía. Julia corrió arriba a arreglarse —le había pedido que conservara puesto el vestido que llevaba— y la seguí en busca del bloc de dibujo que tenía en el bolsillo del gabán.
    Arriba hice el equipaje y eché un vistazo a la habitación; aunque suene ridículo, sabía que la echaría de menos. Luego salí con la bolsa en una mano y el bloc en la otra, pasando las hojas mientras revisaba los bocetos que había hecho ese día.
    Al doblar hacia la escalera, Julia bajaba precipitadamente por el tramo cerrado que conducía al segundo piso, y poco faltó para que chocáramos. Se había retocado el peinado, enroscándose el cabello en lo alto de la cabeza.
    —Oh, déjeme ver —exclamó, tendiendo la mano hacia mi bloc.
    Podría haber buscado una excusa, pero sentía curiosidad por ver su reacción, y se lo entregué. Mientras descendía lentamente delante de mí, examinó primero mis bosquejos de las granjas contiguas al Dakota. En realidad no eran bosquejos, sino más bien una serie de notas, y ella no hizo ningún comentario hasta que volvió la página donde estaba el dibujo del parque del City Hall y las calles que lo rodeaban.
    Creo que habría podido adivinar el modo en que Julia reaccionó. Sabía que aquéllos eran unos tiempos de fe absoluta y casi universal en el progreso, en los que poco faltaba para sentir un verdadero amor por las máquinas y sus posibilidades. Llegamos abajo y entonces, en el salón, Julia se detuvo.
    —¿Qué es esto, señor Morley? —Su dedo se apoyaba en el papel, allí donde yo había dibujado automóviles y autobuses en Centre Street.
    —Automóviles.
    Julia lo repitió como si fueran dos palabras:
    —Auto móviles. —Luego asintió, complacida—. Ya, autopropulsados. Es una excelente denominación. ¿Es suya? —Le dije que no, que la había oído en alguna parte, y ella volvió a asentir—. Tal vez a Julio Verne. En todo caso, estoy casi convencida de que tendremos auto móviles. Y algo positivo: que serán mucho más limpios que los caballos.
    Empezó a pasar la página y vio mi bosquejo de Broadway y la Trinity Church, sin embargo, antes de que pudiera hacer comentario alguno, se lo quité y dibujé rápidamente los enormes edificios que algún día rodearían la pequeña iglesia. Luego se lo devolví y, al cabo de un instante, ella asintió.
    —Excelente. Maravillosamente simbólico. La construcción más alta de Manhattan con el tiempo se verá rodeada por otras mucho más altas. Sí... Pero es usted mejor dibujante que arquitecto, señor Morley. Para soportar edificios tan altos sería necesario que los cimientos de la base de las paredes midieran medio kilómetro de grosor. —Sonrió y me devolvió el bloc—. ¿Dónde debo
    sentarme?
    La coloqué junto a la ventana, en posición oblicua hacia mí.
    Luego le pedí que se soltara el cabello y trabajé con un lápiz duro, muy afilado, para obtener la mejor delineación de que yo era capaz, sin disimular con trazos gruesos una falsa habilidad. Además, el lápiz duro también me facilitaría los sombreados más finos y el entrecruzamiento de líneas.
    Me salía bastante bien. Ya tenía el perfil de la cara, así como los ojos y las cejas, que era la parte más difícil para mí, y me dediqué cuidadosamente al cabello, pues quería captarlo realmente como era. Pero eso era muy entretenido. El joven Félix Grier regresó a casa y comprobé la hora: eran casi las cinco. Se quedó unos instantes a mirar, pero no dijo nada. Sonrió cuando alcé la vista hacia él, y asintió cortésmente en actitud de aprobación. Sin embargo, en sus ojos vi que había inquietud y comprendí por qué. A mí también me preocupaba que Pickering regresara y volviese a montar en cólera. No formaba parte de mi misión provocar problemas allí. Traté de ir más rápido al tiempo que procuraba mantener el control, pues ansiaba disfrutar de aquel momento... Era poco probable que Pickering regresara de su trabajo en el City Hall antes de las cinco y media o las seis, y confiaba en terminar el dibujo y largarme en cuestión de minutos.
    Sin duda la culpa fue mía, por no haber pensado en lo más lógico: en que un hombre como Jake Pickering, que odiaba su trabajo y su condición de archivero, regresaría al City Hall después de entrevistarse con Carmody y dimitiría. De modo que en aquel preciso momento —esta vez no lo había visto acercarse a la casa— la puerta de la calle se abrió y se cerró, y de nuevo Jake se detuvo en el umbral del salón. Pero en esta ocasión se tambaleaba ligeramente, llevaba el nudo de la corbata suelto y el gabán sin abrochar. Mantenía las manos en los bolsillos de los pantalones, y el bombín, que llevaba muy atrás en la cabeza, tenía un rastro de barro seco en la copa y en el borde del ala.
    No se hallaba fuera de control. Había bebido, pero reconocía lo que estaba viendo. Julia y yo lo miramos fijamente, y sus ojos se trasladaron de la cara de ella a las líneas de mi bloc, de nuevo miraron a Julia y regresaron al bloc de dibujo. En todo el mundo había habido personas primitivas que no permitían que se las retratase, pues creían que con la imagen les arrebatarían el espíritu... Tal vez aquel hombre, sin darse cuenta —o sabiéndolo—, poseyera algo de ese sentimiento instintivo. Porque el hecho de que yo hiciese un retrato de Julia lo encolerizó como si mis ojos y la cara de ella, o el movimiento de mi lápiz al dibujarla, constituyeran una especie de relación extraordinariamente íntima. Y en cierto modo lo era... En cualquier caso, estaba claro que la situación le resultaba insoportable; más que rabia, producía en él una agitación irreflexiva. Estaba frenético. Me miró con los ojos entrecerrados, el blanco se había vuelto rojizo, y en ellos detecté una expresión absolutamente implacable. Entonces levantó un brazo, separó los labios enseñando los dientes, como una fiera, y, sin pronunciar palabra, me señaló. No creo que hubiera modo de expresar la ira que él sentía. Luego trazó un breve arco con el brazo para señalar a Julia. Pareció como si el cuello se le hinchara, y la voz le salió tan ronca que apenas se le entendió.
    —Esperad —dijo—. Esperad y veréis... ¡Yo os enseñaré! —Dio media vuelta con agilidad, pues había dejado de tambalearse, y se marchó. Un segundo después, la puerta de la calle se abrió y se cerró de un portazo.
    Me dispuse a finalizar el retrato. ¿Por qué no? Después de que la puerta se cerrara de golpe, me volví hacia Julia y abrí la boca para decir algo, pero me limité a encogerme de hombros. No se me ocurría nada que decir, como no fuera «vaya, vaya», o algo igualmente insustancial. Julia forzó una sonrisa y también se encogió de hombros, pero su rostro estaba pálido y así se quedó. No estoy muy seguro del motivo de esto. ¿Era miedo? ¿Rabia? ¿Estaba conmocionada? No lo sé. Pero también advertí una actitud de desafío en ella. Inconscientemente, mantuvo la barbilla erguida hasta que finalicé mi trabajo, al cabo de diez minutos, más o menos.
    El retrato le gustó. Lo sé por el modo en que lo miró una y otra vez, y porque su rostro recobró algo de color. Era un dibujo muy detallado, completamente fiel al original; habría podido ser un grabado del Leslie's Illustrated Newspaper. Pero a la vez era un buen retrato. No sólo se parecía a ella —con el tiempo y los incentivos necesarios, yo era lo bastante buen dibujante para conseguirlo—, sino que también reflejaba algo de la clase de persona que era, hasta donde yo la conocía... Probablemente había logrado captar algo del «espíritu» de Julia.
    En todo caso, era un buen retrato. Los demás ya habían llegado: Byron Doverman cuando yo estaba acabando, y luego Maud Torrence; antes de subir a sus respectivas habitaciones, ambos se detuvieron a admirarlo y lo elogiaron. Tía Ada salió de la cocina para avisar a los de arriba que la cena estaría servida en cinco minutos. También ella admiró el dibujo, e insistió, dado que aún estaba allí, en que me quedase a cenar. A menos que quisiera dar la impresión de que huía de Jake, dejando a Julia sola para que se enfrentara a él, tenía que quedarme, de modo que acepté. El daño, si iba a tener consecuencias, ya estaba hecho... Me di cuenta de que sentía miedo —ignoraba qué diablos podía hacer aquel individuo—, pero también curiosidad. Aún abstraída en su retrato, Julia se volvió hacia mí y me pidió que lo firmara. Lo cogí y busqué un lápiz en mi bolsillo, intentando idear alguna dedicatoria. No podía limitarme a poner mi nombre, y tras decirme a mí mismo: «Preso por uno, preso por dos», o como fuera el refrán, escribí: «Para Julia, con afecto y admiración.» Y mentalmente añadí: «Y que Jake se vaya al infierno.» A continuación firmé con mi nombre.
    En todo el tiempo que llevaba allí, apenas me había acordado de Rube Prien, del doctor Danziger, de Oscar Rossoff, del coronel Esterhazy, o siquiera del proyecto en sí; permanecían adormecidos en mi mente, encogidos y remotos en el extremo más insignificante y olvidado del telescopio. Pero durante la cena volvieron a hacerse reales. ¿Qué pensarían de lo que tenía que contarles? ¿Que yo había alterado e interferido en los acontecimientos con inexcusable torpeza? Probablemente. Y tal vez tuvieran razón, aunque yo no sabía cómo habría podido evitarlo.
    Durante la cena la charla giró en torno a Guiteau, con algunos comentarios sobre el tiempo, pero yo no estaba interesado. En aquellos instantes, Guiteau volvía a ser para mí un nombre en un libro antiguo, procesado, ejecutado y olvidado desde hacía mucho tiempo; un nombre del que apenas sabía nada el mundo para el cual estaba preparándome. Permanecí sentado como un autómata, tratando de aparentar que me interesaba lo que decían, respondiendo cuando me hablaban. Pero a medida que el proyecto y la gente implicada en él revivían en mi mente, empecé a alejarme de aquella época y de aquel lugar.
    Sin embargo, me vi obligado a regresar. Estábamos terminando de cenar, Maud Torrence ya había finalizado y esperaba cortésmente a los demás antes de abandonar la mesa; Félix estaba acabándose el budín de leche y pan; Byron sostenía un cigarro, dispuesto a encenderlo tan pronto como se levantara de la mesa; y el resto tomábamos el café. No habíamos oído la puerta de la entrada al abrirse, pero notamos la corriente, el invisible globo de aire frío que nos rozó los tobillos. Vi que al otro lado de la mesa Julia, su tía y Félix se volvían de pronto hacia el salón y, junto con Byron y Maud, también me volví para mirar.
    Jake estaba de pie en el centro de la estancia, justo debajo de las múltiples llamas de la araña, mirándonos, enfrentándose a nosotros lo mismo que un oso erguido sobre sus patas traseras. Con el gabán sin abrochar, el bombín echado hacia atrás en la cabeza y brillando con opaca luz debajo de la lámpara del techo, balanceaba los brazos a los lados del cuerpo, los dedos Fláccidos, los hombros encorvados y la cabeza echada hacia delante. Se limitaba a permanecer allí, oscilando sobre los pies, y advertimos que, al parecer, estaba herido, que ya no llevaba la corbata, que el cuello de la camisa estaba abierto y algo roto, que también le faltaban los primeros botones, y que la pechera de su camisa blanca estaba repleta de salpicaduras de sangre... Incluso tuvimos tiempo —sentados allí sin movernos, mirando por encima de la mesa o vueltos en nuestras sillas— de comprobar que las manchas de sangre crecían; los pequeños puntos se alargaban y los grandes se expandían hasta juntarse. Necesitamos unos segundos para caer en la cuenta de que aún estaba sangrando, y luego asimilar ese pensamiento. Entonces Julia exclamó «¡Jake!», en un tono de miedo y preocupación, y se levantó con tal celeridad que con la parte posterior de las rodillas derribó la silla hacia atrás. Absurdamente, advertí que apenas hacía ruido al golpear contra la alfombra.
    Julia empezó a rodear la mesa hacia él, y entonces todos apartamos nuestras sillas para ponernos en pie. Pero Jake levantó las manos hacia delante, extendió los dedos como garras, e hizo que nos detuviésemos, paralizados; Julia inmóvil junto a una esquina de la mesa, el resto de nosotros a medio levantar o hundidos en nuestros asientos. Por unos instantes nos miró fijamente, enseñando los dientes, amarillentos y fuertes. Luego se llevó las manos al pecho y se apartó la ensangrentada camisa, dejando el pecho al descubierto. Tenía mucho vello, negro y enmarañado en los lados, pero más ralo en el centro. La piel allí era muy blanca, visible debajo de los pelos separados. No estaba herido; es decir, no había sufrido ningún accidente, al menos grave. La sangre brotaba de su piel en lentas gotas que —sin el obstáculo de la camisa que las extendía y alargaba— surgían de decenas de puntos que parecían pinchazos de aguja.
    Era increíble, pero su pecho estaba recién tatuado con cinco letras negro azuladas, de al menos cinco centímetros de altura. Sentí deseos de reír ante aquel disparate, o de protestar, o de cerrar con fuerza los ojos para fingir que aquello no estaba ocurriendo. No sabía qué hacer o sentir, pero las letras tatuadas sobre aquel pecho formaban un nombre: «Julia.»
    —Ahora toda mi vida llevaré esto —dijo, golpeándose el tórax—. Nunca nadie podrá arrebatármelo, porque toda mi vida me pertenecerá y jamás nada podrá cambiarlo. —Nos miró, giró sobre sus talones y, con absoluta dignidad, se dirigió hacia el pasillo y subió por las escaleras, en dirección a su cuarto.

    Parte 2

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           Proteger Todos        Desproteger Todos
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