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agosto 01, 2010
Parte 1Yo ya no sentía deseos de reír. Aquél era un gesto absurdo, un acto casi inconcebible en el siglo al que yo estaba acostumbrado. Pero no en aquel lugar. En aquel lugar y en aquella época semejante gesto no tenía nada de absurdo. No podía tenerlo: aquel hombre hablaba en serio.
Julia, más pálida que nunca, cruzó presurosa el comedor, luego, casi corriendo, el salón, y oímos sus pasos acelerados por la alfombrada escalera. Yo había dejado la bolsa en el pasillo y el gabán y el gorro en el enorme perchero del recibidor, de modo que decidí no permanecer allí por más tiempo. No me necesitaban... Me volví hacia tía Ada y le dije que tenía que irme enseguida; ella sonrió distraídamente al tiempo que me estrechaba la mano por encima de la mesa y me deseaba buena suerte. Me despedí de los otros, que contestaron, aunque volviendo rápidamente la mirada hacia las escaleras del pasillo. Luego salí de la casa y caminé hacia la calle Veintitrés.
En la avenida Lexington cogí un cabriolé y, cerrando los ojos, me recosté en el asiento. En aquellos momentos no sentía el menor interés por nada de lo que hubiese fuera... Pagué al cochero en el cruce de la Cincuenta y nueve con la Quinta Avenida, allí donde Katie y yo habíamos salido de Central Park. Luego me interné en éste y avancé por los senderos, bajo las esporádicas farolas, en dirección noroeste a través del inamovible y oscuro parque. Más adelante, al frente, distinguí la mole abuhardillada del Dakota, sus ventanas iluminadas por las lámparas de gas, y las parpadeantes luces de las velas o de los candiles de queroseno de las granjas de al lado.
16
Al día siguiente me concedí un descanso. Creía merecérmelo y además lo necesitaba: necesitaba una transición entre los dos mundos y las dos épocas. Dormí en el apartamento del Dakota y, aun cuando dudé si sería conveniente hacerlo otra vez, me sometí a una breve sesión de autohipnosis antes de acostarme. En la oscuridad, tendido en la enorme cama y con la misma camisa de dormir que había llevado en el número 19 de Gramercy Park, supe que a lo lejos, en el centro de la ciudad, se levantaba el antiguo edificio de Correos, con su vestíbulo iluminado por unos cuantos globos de gas; que el enorme termómetro metido dentro de la estrecha garita frente a la farmacia Hudnut's, en la oscuridad del bajo Broadway, probablemente registrase una temperatura próxima a los quince grados bajo cero, y que nadie estaría mirándolo; que algunas pequeñas locomotoras seguirían el haz de luz de su faro de queroseno a lo largo de las vías del tren Elevado, por encima de las adoquinadas calles de Nueva York a últimas horas de la noche. Sin embargo, pensé, por la mañana me levantaría de nuevo en mi propia época... Empecé a preguntarme qué sentiría respecto a mi tiempo, pero me notaba relajado debido a la autohipnosis, casi dormido, y antes de que pudiera reflexionar en aquello me sumí en un profundo sueño.
Por la mañana, mientras permanecía un rato tendido en la cama después de abrir los ojos, tuve la certeza de saber dónde estaba y en qué época, y al cabo de unos segundos obtuve la prueba. Percibí un ruido familiar, aunque no logré identificarlo de inmediato; era un gemido lejano, agudo y levemente amenazador. Luego exclamé en voz alta:
—¡Un avión!
Sin embargo, apenas necesitaba esa señal. Sabía perfectamente que había regresado. Podía sentirlo.
Media hora después, cuando salí del Dakota a la calle Setenta y dos, giré hacia el oeste. Camino hacia el almacén y al proyecto, pensé. Y entonces, sin haberlo decidido previamente y sin saber muy bien por qué, di media vuelta, me dirigí hacia la esquina y doblé en dirección al sur.
A continuación avancé manzana tras manzana por el moderno Manhattan. Con mi gorro redondo de pieles, el gabán, la barba, el bigote y el pelo largo, mi aspecto no era muy distinto del de muchos otros hombres con los que me cruzaba. Sabía que lo primero que debía hacer era telefonear al proyecto y a Katie, pero en cambio hice lo que me apetecía: caminé hasta el centro de la ciudad, deteniéndome en el bordillo a la espera de que la luz roja de los semáforos cambiara a verde, y contemplando alrededor las calles, los edificios y la gente de mí tiempo.
En Nueva York todavía existe una asombrosa cantidad de restos de otras épocas. Nadie cree esto de Nueva York, pero nada más llegar al centro de Manhattan se comprueba que es cierto. Y en ese instante, después de cruzar la calle Cuarenta y dos, empecé a reconocer edificios, grupos enteros de casas de la década de 1880, o anteriores, que habían sobrevivido. Pero no eran ésas las similitudes que yo estaba buscando en esos momentos; las buscaba en los rostros de la gente, y debo admitir que apenas encontré ninguna.
Estoy seguro de que no era cuestión de indumentaria, ni del maquillaje o de la ausencia de éste, ni del tipo de peinados. Los rostros de ahora eran diferentes; más iguales unos a otros, mucho menos animados. En las calles del Nueva York antiguo había visto tanta miseria humana como en la actualidad, y también corrupción, desesperanza, codicia... En los rostros de los muchachos de la calle había observado la dureza prematura que hoy puede verse en los chicos de Harlem. Pero en las calles del Nueva York de 1882 descubrí también una alegría ahora extinguida.
Estaba en los rostros de las mujeres que caminaban por la Milla de las Damas, entrando y saliendo de aquellas espléndidas tiendas ya inexistentes. Se las veía alegres, satisfechas de estar donde estaban, vivas en aquel momento y en aquel lugar. Se exteriorizaba en los rostros de la gente que había visto en Madison Square. Se los podía mirar a los ojos al pasar y comprobar el placer que experimentaban por el simple hecho de estar en la calle, en pleno invierno y en una ciudad que les gustaba... Y los hombres de la parte baja de Broadway, que andaban presurosos por las aceras, conscientes del valor del tiempo y el dinero, y que al mediodía se detenían para comprobar si la hora de sus relojes coincidía con la bola roja del tiempo en el edificio de la Western Union... Bueno, sus rostros a menudo se veían abstraídos, algunos ávidos o ansiosos, otros satisfechos de sí mismos y convencidos de que iban a vivir eternamente; había toda clase de expresiones, como en la actualidad. Pero también estaban interesados por su entorno, y se detenían a comprobar la temperatura en el termómetro gigantesco de Hudnut's. Sin embargo, por encima de todo, lo que aquella gente exteriorizaba era resolución. Cualquiera podía verlo... ¡Ignoraban lo que era el aburrimiento! Bastaba con mirarlos para saber que aquellos hombres vivían su existencia con la indiscutible certeza de que había una razón para vivir. Y eso era algo que valía la pena tener, ya que perderlo significaba lo mismo que perder algo vital.
Ahora los rostros no tenían esa expresión; cuando estaban a solas no expresaban nada, se volvían herméticos. En mi trayecto me crucé con parejas, o con grupos de personas, que iban hablando, a veces reían y de vez en cuando se mostraban más o menos animados, pero únicamente entre ellos. Se los veía aislados de la calle que había alrededor, ajenos y apartados de la ciudad donde vivían, recelosos. Nueva York no era así en 1882.
Para poner a prueba mis impresiones, en la calle Veintitrés doblé a la izquierda y me interné media manzana en Madison Square. Allí me detuve en el bordillo de la acera, fuera del paso de los peatones, y me quedé observando la plaza. Era indudable que físicamente tenía el mismo aspecto. La gente la cruzaba o la rodeaba, pero nadie —estoy convencido de que cualquiera podría comprobarlo— exteriorizaba el menor placer en ello. En el pasado Nueva York había sido una ciudad muy distinta, y en muchísimos aspectos.
Excepto por la parte alta, donde ahora se levantaban enormes edificios de apartamentos, Gramercy Park era exactamente igual, y lo mismo la casa del número 19. Una vez más, me detuve y la contemplé. En las ventanas de la planta baja había persianas venecianas, pero no logré ver ningún otro cambio, y me pareció imposible que Julia y su tía no estuvieran en alguna de las dependencias de allí dentro, haciendo las tareas de la mañana. Por una vez, me dejé llevar por el impulso antes de que éste se extinguiera: subí a toda prisa por los escalones de la entrada y —otra diferencia, aunque mentalmente la anulé— pulsé el timbre eléctrico. Al cabo de unos quince segundos, justo cuando estaba a punto de cambiar de idea, una mujer abrió la puerta y me miró, enarcando un poco las cejas en actitud inquisitiva. Tenía una abundante cabellera blanca recogida en un moño. Debía de tener unos cuarenta años, pero aún conservaba la silueta de una muchacha, y lucía pantalones anaranjados a juego con un jersey de cuello cisne y un chaleco de un material plateado. Se la veía muy atractiva. Me quité el sombrero y dije:
—Usted disculpe, pero... Es que conocí a las personas que vivían aquí. De eso hace algunos años. A la señorita Julia Charbonneau y a su tía... Pero veo que ya no viven aquí.
—No —contestó con amabilidad—. Nosotros llevamos nueve años en esta casa, y los que vivieron antes que nosotros estuvieron cuatro años, pero no se llamaban Charbonneau.
Asentí como si hubiese esperado aquella respuesta, y así era en realidad. Pero aplacé el momento de marcharme a fin de echar un vistazo al recibidor. La mujer se apartó cortésmente para que pudiera verlo mejor; las paredes estaban empapeladas con un estampado azul muy tenue sobre fondo blanco, y del techo colgaba una espléndida araña de cristal. Tenía un aire suntuoso y era totalmente distinto, con la excepción del suelo embaldosado en blanco y negro, que era el mismo.
La mujer no me invitó a ver el resto de la casa, como es lógico; esas cosas no se hacían en Nueva York. De modo que sonreí, asentí para darle a entender que ya había visto lo suficiente, le di las gracias y me fui. No sabía muy bien para qué había ido allí; supongo que para ver como era la casa, sencillamente. Regresé andando hasta la calle Veintitrés y allí cogí un taxi hasta la sede del proyecto.
En esta ocasión, el ambiente en el antiguo almacén fue distinto en casi todos los aspectos. Era Harry quien atendía la puerta en el pequeño despacho a nivel de la calle, o al menos eso ponía la etiqueta bordada en rojo que llevaba en el bolsillo delantero del uniforme blanco de Beekey. Me hizo subir en el ascensor hasta el despacho de Oscar Rossoff, tal como le habían indicado que hiciera si yo me presentaba, según me informó. Pero cuando llegué sólo estaba la enfermera de Oscar, la corpulenta mujer de aspecto atractivo y cabello canoso. Sonrió, me dio la bienvenida y me formuló las preguntas habituales, pero detecté una falta de auténtico interés en ella, o ésa fue mi impresión. Tal vez fuese de esperar. Me dijo que aguardara en el despacho de Oscar, que ya le había avisado y que vendría enseguida.
Y así fue. Al cabo de cinco minutos, con paso rápido al tiempo que me tendía la mano para que se la estrechase, Oscar me saludó como había hecho las otras veces, me felicitó y me hizo algunas preguntas con un tono vehemente, pero no era exactamente como antes. Se lo veía abstraído, advertí después de hablar unos minutos con él; sólo escuchaba mis respuestas y, a veces, asentía con expresión ausente antes de que yo hubiera concluido. Pronto tuve la sensación de que quería librarse de mí, que estaba ansioso por regresar precipitadamente a lo que estaba haciendo, pues me apremió para que fuera a la sala del «interrogatorio» sin siquiera ofrecerme un café, lo cual era impropio de él, teniendo en cuenta que había una cafetera llena sobre el calentador.
Pero las diferencias no se redujeron a eso. Esta vez, nadie se apresuró a entrar en el despacho para verme. Y tras dejarme ante la puerta de la sala de los interrogatorios, pedirme que realizara un resumen breve pero completo de la última visita y darme una palmada en el hombro, Oscar se marchó a toda prisa. En la sala sólo estaba el técnico encargado de la grabación. Mientras ponía una nueva cinta en el carrete, se limitó a decirme «hola» y asentir. Al cabo de unos instantes entró la muchacha que transcribía a máquina mis testimonios, que me dirigió una sonrisa inexpresiva. Me senté, me colgué del cuello el pequeño micrófono y, a través de él, empecé una relación detallada de lo que me había ocurrido durante los dos últimos días, procurando que fuera lo más breve posible, aunque sin omitir nada. Concluido esto, me dispuse a recitar al azar mi lista de nombres, acontecimientos o cualquier otro dato verificable que pasara por mi cabeza.
Transcurridos veinte minutos, pregunté dónde estaban los demás, y el tipo que vigilaba las cintas de la grabadora y de vez en cuando manipulaba los botones, contestó que estaban celebrando una reunión importante; que había dado comienzo el día anterior y que aún seguía. Aquello lo explicaba todo y a la vez no explicaba nada, y descubrí que una especie de infantil sentimiento de abandono se apoderaba de mí.
En esta ocasión me tuvo recitando nombres y datos el doble de tiempo que las otras veces. Al cabo de tres cuartos de hora le dije que ya no sabía qué más añadir, y él contestó que le habían indicado que yo continuara con la lista durante un par de horas, si era posible; una hora y media como mínimo. Los tres tomamos un asqueroso café instantáneo de una máquina expendedora que había fuera, en el pasillo, luego nos quedamos unos minutos por allí intentando tragarlo, hablando del tiempo que había hecho últimamente, tema en que yo no pude participar gran cosa. Me dio la impresión de que les habían pedido que no hicieran preguntas sobre mi visita, pues no la mencionaron en absoluto. Al cabo de unos cinco minutos reanudamos el recital. Yo seguí con ello hasta cubrir la hora y media, aunque con pausas cada vez más largas. Pronto me vi obligado, cada dos o tres minutos, a ahondar en mi memoria en busca de algo que añadir. Y cada veinte minutos aproximadamente entraba el mismo hombre calvo de las otras veces y se llevaba lo que la muchacha había mecanografiado.
Al final, cuando Oscar Rossoff regresó, yo casi había agotado los últimos recursos de mi memoria... En el momento en que abrió la puerta, yo estaba facilitando el nombre de un chico de quien no sabía nada desde que cursábamos el séptimo grado, cuando se trasladó a vivir a otra parte, y en quien no había vuelto a pensar hasta ese momento. Oscar se sentó; parecía cansado —llevaba el cuello de la camisa abierto y se había desatado el nudo de la corbata— y esperó, mirando malhumorado hacia un rincón de la sala. Añadí que Arizona había sido admitida como estado de la Unión en 1912, luego me puse de pie, me desperecé y dije que había concluido, definitivamente.
La joven transcribió lo que acababa de decir y sacó la hoja de la máquina. El técnico de grabación desconectó el aparato, rompió la cinta entre las dos bobinas y sacó la que contenía mi grabación.
—Dile a Freddy que no nos entregue los informes hasta que haya terminado con todo, ¿entendido? —indicó Oscar.
El técnico asintió y se marchó. Oscar me señaló la silla que había a su lado y yo me senté.
—Estamos celebrando una reunión, Si. Una muy importante... Es posible que tengamos que suspender el proyecto; todavía no lo sé. Quieren que te incorpores a la reunión, pero primero debo ponerte al corriente. No hace falta interrumpirla para eso. Lo que debo decirte es bastante sencillo. No hemos querido preocuparte con eso, pero tanto durante tu experimento como antes se han llevado a cabo otros. El intento del cerro Vimy fracasó... Había allí un sector del campo de batalla que permanecía inalterado desde la Primera Guerra Mundial. Franklin Miller salió de un refugio subterráneo donde había estado esperando durante cuatro días junto a un pelotón de infantería, mientras se procedía a la simulación de un bombardeo de artillería, metido entre el barro y luchando contra los piojos; éstos, de verdad. Pero donde salió era sólo una gran extensión de campos vacíos, rollos de alambre de espino oxidados y trincheras hundidas, medio siglo después del Armisticio. Ya se encuentra de regreso en California.
»Para sorpresa e incluso asombro de todos, quien lo intentó con Notre Dame es posible que haya tenido éxito. Durante poco menos de un minuto, antes de que perdiera el control mental de la situación y regresara instantáneamente al presente. Te daré más detalles en otro momento, pero creemos que durante quizás una docena de excitantes segundos, estuvo en las orillas del Sena a las tres de una madrugada del invierno de 1451. ¡Dios! Y el intento de Denver fue un éxito completo. Ted Brietel se encontraba en el pequeño colmado de la esquina, bebiendo una botella de gaseosa que había traído consigo y charlando con el propietario, y luego salió a la ciudad de Denver, Colorado, en 1901. Respecto a eso no existe ninguna duda; todo igual que tú. Después de pasar allí medio día, y con todas las precauciones, se sometió, como tú, al interrogatorio. Es eso lo que ha motivado la reunión, Si... Anoche estuvimos reunidos hasta la una y media de la madrugada, y esta mañana la hemos reanudado a las nueve menos cuarto.
Oscar frunció el entrecejo, cerró con fuerza los ojos y se los frotó con el pulpejo de la mano, como si tratara de eliminar una jaqueca o una noche de insomnio, o ambas cosas a la vez. Seguidamente me miró, parpadeó y prosiguió:
—Por lo visto, en Ted hay algo que no concuerda... Me refiero a la relación de nombres que dio en el interrogatorio. Nombró a un amigo con quien estudió en el Knox College de Galesburg, Illinois. Ted se había visto con él varias veces desde entonces. Vivía en Filadelfia, al igual que Ted; incluso constaba en el listín telefónico de la ciudad... Sin embargo, ahora ya no está. Nadie ha oído hablar de él en la empresa donde trabajaba. No está incluido en la lista de la Seguridad Social. Y tampoco en los archivos de Knox... No existe, ¿entiendes? —Oscar mantuvo un tono frío en su voz—. Sólo en el recuerdo de Ted. Únicamente en su memoria... Lo que quiera que Ted haya hecho en el Denver de mediados del invierno de 1901, afectó a un hecho aquí. Puede que a más... Algo cambió y, por lo tanto, cambiaron los acontecimientos que en el futuro se derivaron de este hecho. —Oscar se encogió levemente de hombros—. De modo que ahora ese tipo es como si no hubiera nacido; así de sencillo. En cuanto a qué otras cosas pueden haber cambiado, o en qué aspecto pueden ser distintas en el presente, cosas respecto a las cuales Ted Brietel no supiera nada... En fin, ¿quién está en condiciones de decirlo con seguridad? Es posible que sean muchos los cambios, pero también que sólo haya habido uno. —Permanecimos en silencio por unos instantes, mirándonos. Luego Oscar se incorporó con brusquedad—. La reunión trata sobre todo esto... Vamos allá.
Todos alzaron la vista hacia nosotros cuando entramos en la gran sala de conferencias. Casi todas las sillas estaban ocupadas. Alguien me saludó, abstraído, con un movimiento de la cabeza, pero enseguida devolvió su atención al doctor Danziger, que en ese momento hablaba en tono reposado. Yo también lo miré, mientras con Oscar nos dirigíamos a nuestros asientos. Se lo veía tranquilo, lo cual es mucho más de lo que podía decirse de los otros... La mayoría se había quitado la chaqueta y aflojado la corbata; no les importaba tener aspecto cansado. Y había mucho humo, muchos garabatos en los blocs de notas. Pero Danziger permanecía recostado en su silla, con la chaqueta cruzada de su traje marrón abierta, el chaleco de punto abrochado, las piernas cómodamente cruzadas, un brazo descansando sobre el respaldo de la silla, la venosa mano colgando fláccidamente, relajada.
—Los conocimientos de que disponemos son susceptibles de un estudio prolongado —estaba diciendo—. No hace falta sacar todo el fondo del océano y trasladarlo al laboratorio. Analizar el núcleo de una única partícula y considerar las consecuencias de semejante análisis llevará meses, tal vez años. Es así como debemos tratar el conocimiento, o las partículas si ustedes quieren, de nuestros tres intentos exitosos. Los estudiaremos y durante años nos facilitarán conocimientos nuevos. Sin embargo, es posible que no haya más intentos. —No cambió de posición, pero su voz se hizo más profunda, adoptando un tono de autoridad al que yo no me habría atrevido a desafiar—. Porque, sencillamente, no es cierto que debamos seguir haciendo algo sólo porque hemos descubierto que somos capaces de hacerlo... A medida que la ciencia utiliza una habilidad totalmente nueva para descifrar los acertijos más profundos del universo, se hace cada vez más evidente que no necesitamos hacer algo, ni debemos hacerlo necesariamente, sólo porque hemos averiguado cómo se hace. Ante un auditorio como el que hay aquí no hace falta exponer ejemplos obvios, ni las consecuencias que implicaría el hecho de que esto no se entendiera. La lección es clara. Como lo es el peligro de siquiera una nueva tentativa. No debemos atrevernos a intentar viajar otra vez al pasado. No debemos volver a interferir en él en lo más mínimo. Porque ignoramos en qué consiste ese mínimo. Todavía desconocemos las consecuencias de la última visita del señor Morley, pero si hemos logrado escapar a las más graves consecuencias de los poco cautelosos éxitos que hemos obtenido, se debe únicamente a la pura suerte. Un hombre sin importancia aparente, aunque sin duda debía de ser importante para sí mismo, ha dejado de existir. De hecho, nunca existió. En un sentido verdaderamente extraño, y sin embargo cierto.
En ese momento, caminando de puntillas, entró el hombre calvo. El coronel Esterhazy lo vio enseguida y levantó el brazo. El hombre se acercó rápidamente a él, le entregó una hoja de papel y musitó algo a su oído. Esterhazy asintió y el hombre volvió a salir de puntillas.
—Por otra parte —prosiguió Danziger—, no parece que nuestro mundo haya cambiado esencialmente. Sin embargo, la próxima vez es posible que sea distinto; inimaginable y catastróficamente distinto... Continuar con este proyecto sería una irresponsabilidad de las más escandalosas, absolutamente interesada y temeraria. Creo que esta reunión era imprescindible, que teníamos que tratar de esto absolutamente a fondo. Pero no puede haber dudas respecto a nuestra decisión. No existe alternativa.
Hizo una pausa y miró en torno a la mesa, como si se preguntara, al tiempo que lo dudaba, si podía existir alguna duda. Uno de los presentes empezó a levantar la mano, luego la bajó, y al instante volvió a levantarla. No recuerdo su nombre, pero era un joven profesor de Historia de una de las universidades del este, que me recordaba a un cómico de la televisión. Danziger asintió con gesto ceñudo y la cara del otro enrojeció.
—Por supuesto que tiene usted toda la razón, doctor Danziger —dijo finalmente, con un tono profesoral—. Y, desde luego, no se la discuto. Yo no he asistido a estas reuniones, no me ha sido posible, de modo que no fingiré que entiendo gran parte de lo que hemos estado haciendo. Pero lo cierto es que lamentaría desistir ahora, si eso fuera necesario... Sin embargo, me pregunto si no podríamos hallar la forma de introducir lo que yo denominaría el espectador absoluto. Que no advirtieran su presencia, que no lo vieran, que no afectara ningún acontecimiento. Un hombre oculto, totalmente disimulado... ¡en la primera representación de Hamlet, Dios mío! Oculto mucho antes de que llegara el público y los actores, y que permaneciese escondido hasta mucho después. O un espectador oculto en... Bueno, daría mi alma por saber qué se discutió en una determinada reunión de Disraeli con los miembros de su gabinete... Nadie lo sabe con exactitud, y fue muy importante. En definitiva, lo que me pregunto es si podría estudiarse la posibilidad de este espectador absoluto. Buscar una forma de...
Pero Danziger había empezado a negar lentamente con la cabeza, y la voz del otro se fue apagando.
—Entiendo por dónde quiere ir —dijo Danziger—, y entiendo esa tentación, porque yo mismo la he sentido también. Pero no hay ningún escondrijo que sea totalmente seguro; estoy convencido de que lo entenderá. Y si no es totalmente seguro, entonces el riesgo sigue estando ahí. Un riesgo que no se puede correr... Esto es algo que hemos aprendido y que no puede obviarse. —Se quedó esperando, pero nadie más dijo nada.
En ese momento intervino Esterhazy, utilizando un suave tono dialogante:
—He escuchado a Danziger con atención y creo que podría repetir palabra por palabra lo que acaba de decir. Y confío en que todos ustedes estén en condiciones de hacerlo. La sabiduría del consejo del doctor Danziger es, sencillamente, indiscutible. —Efectuó un leve gesto de disculpa con la mano—. Sin embargo, hay algo de lo que todavía no hemos hablado... —añadió, como si aborreciese contradecir al doctor siquiera en esta pequeña cuestión—. En cualquier caso, no con todos los datos, pues ahora dispongo de cierta información que no teníamos hace unos momentos.
Rube se hallaba sentado al lado de Esterhazy, en mangas de camisa y con el nudo de la corbata suelto. Hundido en su silla, leía las hojas mecanografiadas que habían traído hacía unos minutos. Esterhazy las señaló, y dijo:
—Acabamos de recibir el informe del interrogatorio del señor Morley; tanto el sumario completo de lo ocurrido, que es absolutamente fascinante, como el resultado de la prueba de comprobación. En estos momentos se están sacando fotocopias para todos. Mientras tanto, y esto es lo importante, disponemos ya del resultado del análisis de su interrogatorio. En esta ocasión el señor Morley no se ausentó por unas horas sino durante dos días, y sus contactos fueron mucho más que fortuitos o momentáneos. Era un riesgo calculado y lo corrimos. Ahora disponemos de los resultados.
Esterhazy hizo una seña con la barbilla a Rube, que bajó la mirada hacia las hojas mecanografiadas que tenía en la mano y luego resumió lo que en ellas se decía.
—No se ha producido ningún cambio —concluyó con un tono neutro, monótonamente imparcial—. Absolutamente todo se ha comprobado y está bien.
Esterhazy asintió casi imperceptiblemente, y con cierta tristeza. Era un gesto que sugería que los hechos eran los hechos, que él no había inventado ni controlado nada de todo aquello, y que no podía hacer otra cosa que aceptarlo.
—Así las cosas —dijo en un tono que coincidía con su gesto—, tengo la convicción de que no seríamos justos con el doctor Danziger, ni con el proyecto en sí, ni con nadie..., si no debatiéramos el significado de esto. —Miró en torno a la mesa, como si invitara al debate, y Rube se apresuró a tomar la palabra.
—Bien —dijo como si aceptara una invitación a abrir el fuego—. ¿Cuáles son los hechos? No hay consecuencias, no hay cambios, ni se ha provocado ningún daño en lo que creemos fue una visita, aunque breve, a la ciudad..., mejor dicho, a la aldea que era París en 1451. Y, si se hubiese alterado alguna cadena de acontecimientos, habría dispuesto de muchísimo tiempo para desarrollarse... Tampoco hubo consecuencias, ni cambios, ni daños en la primera visita breve del señor Morley. Ni en la segunda, que fue más extensa e incluyó un recorrido por la ciudad, en el cual incluso tuvo compañía. Tampoco ahora ha habido consecuencias, ni cambios, ni se ha causado daño alguno, en una visita de dos días, durante la cual ha vivido en una casa llena de gente. Y no sólo ha interferido en los acontecimientos, sino que, además, los ha provocado... —Señaló las hojas manuscritas que había encima de la mesa—. Me resultaría difícil creerlo si no supiera cuan poco dotado está Morley para la invención... —Me miró y sonrió. Tras un murmullo de suaves risas, encogió los musculosos hombros y prosiguió—: Resumiendo... Brietel provocó un cambio, sí, aunque leve. —Se volvió rápidamente hacia Danziger—. Importante para el hombre al que afectó, sin duda, pero...
—Y a quien no se le consultó sobre si le importaría sacrificarse —lo interrumpió Danziger.
—Eso es cierto, y lo lamento. Sin embargo, comparado con el enorme beneficio potencial que supone para el resto del mundo, repito, y creo ser realista, el cambio fue muy ligero. Y, más importante todavía, el efecto de todos los intentos exitosos, con una mayor duración e implicación, ha sido nulo. Cero. Lo cual sugiere que el resultado de Brietel no ha sido más que un accidente muy poco probable. Así que, respecto a la consideración de si debemos proseguir, y con todo el respeto por las opiniones del doctor Danziger sugiero que también se pueden afrontar los riesgos calculados.
—¡Maldita sea! —Danziger golpeó con el puño sobre la mesa y un cenicero saltó por los aires, dio media vuelta y cayó boca abajo sobre la mesa, desparramando colillas y cenizas mientras rodaba como una moneda hasta que se detuvo resonando. Por encima del estruendo, la voz de Danziger se siguió escuchando—: ¿Qué es lo que se ha calculado? ¡Odio esas frases hechas! ¡Riesgos sí los hay! ¡A manos llenas! —Se volvió hacia Rube y lo miró con expresión de furia, al tiempo que se inclinaba hacia él por encima de la mesa—. ¡Pero enséñeme dónde están sus cálculos!
Se produjo una larga pausa en la que Rube no volvió la cabeza ni desvió la mirada, aunque sí parpadeó con gesto condescendiente varias veces para demostrar que no había hostilidad en él y que no pretendía lograr que el doctor bajara los ojos. Luego Danziger se recostó en el respaldo de la silla y, con voz controlada, añadió:
—¿Qué sabemos en realidad? Que de cuatro casos exitosos, puede que de cinco, en uno de ellos hemos influido en el pasado y, por lo tanto, en el presente. Eso es todo cuanto sabemos. El próximo intento puede ser desastroso. No hay análisis posible para un riesgo calculado, Rube. Porque no existen cálculos, sino únicamente riesgos. ¿Quién nos ha otorgado el derecho a decidir en nombre de todo el mundo si debemos correrlos? —Miró fijamente a Rube durante varios segundos, luego al resto de los presentes, mientras proseguía—: Como creador y director de este proyecto digo, y si hace falta lo ordeno, que debe interrumpirse, excepto para analizar lo que ya tenemos. No hay nadie que aborrezca tanto esta necesidad como yo, pero debe hacerse y se hará.
Dicho esto, se hizo el silencio, como no podía ser de otra forma. Cuando Esterhazy finalmente habló, lo hizo en tono tan vacilante y pesaroso que dio la clara impresión de que le resultaba doloroso hacerlo.
—Yo... —Tragó saliva—. Yo... Sencillamente, me cuesta discutir cualquier cosa de lo que el doctor Danziger pueda decir sobre este proyecto. El deseo de sugerir que deberíamos aplazarlo durante un tiempo y reflexionar al respecto es muy fuerte. Pero muchos de ustedes han venido de lejos y nadie confiaba en que tuviéramos que pasar aquí un día más, de modo que no creo que estemos en condiciones de esperar. Por lo tanto, dado que se ha hablado de la dirección del proyecto, estoy obligado no a discutirlo, pero sí a recordarle, doctor Danziger, que cualquier decisión vital que afecte al proyecto en sí debe tomarse por una mayoría de cuatro de los miembros más antiguos de esta junta. Y del propio presidente en disposición de un quinto voto, si fuera necesario. De estos cuatro miembros, el doctor Danziger es, desde luego, el primero, los otros tres son el señor Prien, el señor Fessenden, representante del presidente de la nación, y yo mismo. Ciertamente, no pienso hacer de esto una cuestión de forma, pero está claro lo que opina el doctor Danziger, así como lo que pensamos el señor Prien y yo. Así pues, señor Fessenden, ¿qué dice usted? ¿Ha tomado ya una decisión?
Yo no sabía a quién se refería hasta que Fessenden habló; mejor dicho, hasta que carraspeó antes de tomar la palabra. Era un tipo de unos cincuenta años, bastante calvo, aunque con unos largos cabellos grises en un costado de la cabeza, que se peinaba hacia el lado contrario por encima del cráneo, en un intento por ocultar la calvicie, al menos a sí mismo. Tenía mejillas bastante regordetas, y lucía gafas con una montura metálica tan delgada que era casi imperceptible. Si lo había visto con anterioridad, no había dejado huella en mi memoria.
—Si alguna vez se llegara a eso, querría considerar mi voto. Detenidamente. Consultarlo con la almohada. Pero en justicia debo decir que me siento inclinado a opinar como usted.
Esterhazy abrió la boca para decir algo, pero Danziger se le adelantó: —¿Es eso, entonces? ¿Es ésta la decisión?
—No creo que sea nada formal... —empezó a decir Esterhazy.
—¡Deje de dar rodeos! —lo interrumpió bruscamente Danziger—. ¿Es ésta la decisión? —Aguardó unos instantes, luego vociferó—: ¿Y bien?
Esterhazy apretó los labios y sacudió la cabeza. Fue un momento doloroso.
—Tiene que hacerse, doctor. Sencillamente, tiene que...
—Presento mi dimisión —dijo Danziger. Se puso de pie y se volvió para empujar la silla hacia atrás, con el fin de apartarse de la mesa.
—¡Aguarde! —Esterhazy se levantó—. No podemos dejar que esto ocurra así... Quisiera hablar con usted. A solas. Dentro de unos minutos.
Tuve que reconocer los méritos de aquel anciano. Nunca lo había visto en una actitud poco digna, y tampoco lo vi entonces. No salió con paso majestuoso, no hubo ninguna negativa violenta; él aborrecía esa clase de espectáculos. Tras vacilar por un segundo, contestó:
—Como quiera, pero ya está hecho; nadie va a cambiar ni a dar marcha atrás. Lo espero en mi despacho, coronel. —Luego, en medio de un absoluto silencio, se encaminó hacia la puerta y se marchó.
—No me gusta esto —dijo alguien situado al final de la mesa, y todos volvimos la mirada hacia él. Era un hombre joven, aunque rechoncho y calvo. De una de las universidades de California, creí recordar. Parecía inteligente e irritado—. Yo no tengo voto y mucho menos voz. Ni siquiera tengo intereses en esto. Soy meteorólogo y estoy aquí principalmente para informar a mi universidad. Pero no voy a irme sin preguntar cómo tienen el valor de no aceptar la opinión y las decisiones del doctor Danziger.
—¡Eso, eso!, como dicen los británicos —gritó alguien, y su voz sonó complacida, como la de un tipo que disfruta realmente con una pelea mientras él no se vea metido entre los dos contrincantes.
Pensé que contestaría el coronel Esterhazy, pero fue Rube quien se levantó, con movimientos lentos, absolutamente tranquilo y tomándose su tiempo. Haciéndose cargo del mando, se me ocurrió de pronto.
—¿Que cómo? Porque nadie quiere retroceder. Nunca. No se gastan miles de millones en preparar a un hombre para enviarlo a la Luna y luego se decide no hacerlo. Ni se inventa un avión y se prueba para luego decidir no fabricarlo porque alguien algún día deje caer una bomba desde lo alto. Sencillamente, nadie interrumpe un descubrimiento tan grande como éste. La raza humana nunca lo ha hecho. ¿Que existen riesgos? Sí, por supuesto. Pero ¿quién se ha atrevido nunca a parar estas cosas? ¿Alguien cuya fecha de nacimiento se haya convertido en una fiesta nacional? Nosotros vamos a seguir adelante. Nosotros...
—¿A quién se refiere con eso de «nosotros»? —preguntó una voz airada que no conseguí identificar.
—A todos nosotros —respondió Rube con voz medida, apoyando todo su peso sobre los nudillos para inclinarse sobre la mesa—. Los que hemos dedicado a este proyecto horas interminables y esfuerzos enormes, una parte muy importante de nuestra vida... ¡Piénsenlo, maldita sea! ¿Puede alguien imaginar realmente que esto va a detenerse? ¿Abandonarlo? ¿Olvidarlo? No ocurrirá nada de esto, caballeros. ¿Para qué, entonces, seguir ahí sentados, dándole vueltas al asunto?
Ésa fue la conclusión, la de verdad, aunque la discusión siguió durante un rato. Llegaron las copias de mi informe y de la prueba, y se distribuyeron entre los presentes. Cada una iba numerada y tenía que leerse y devolverse antes de que la junta abandonara la sala. Varios de los presentes alzaron sus ojos para mirarme, sonreír y sacudir la cabeza con asombro, y me esforcé para devolverles la sonrisa. Las discusiones siguieron por estos derroteros. Los había que estaban de acuerdo con que el proyecto debía proseguir con cautela, otros lo ponían en duda, o al menos reflexionaban en voz alta al respecto. Creo que más de uno no había entendido hasta ese momento la poca importancia que tenía su presencia en la junta a la hora de decidir la política a seguir. La reunión terminó después de que Esterhazy recordara a todos, utilizando unas formas más diplomáticas, que cuanto sabían sobre el proyecto era información estrictamente confidencial. Ya se les notificaría, añadió, la fecha de la siguiente reunión; hasta entonces, les daba las gracias por su asistencia.
Rube sabía que yo debía tomar una decisión, de modo que lo tuve pegado a mí en cuanto salí de la sala de conferencias. En el pasillo me invitó a un bar de la Sexta Avenida en el que ya habíamos estado un par de veces y donde podríamos almorzar. Contesté que antes quería ver al doctor Danziger, y nos dirigimos hacia su despacho. Pero la secretaria dijo que estaba reunido con el coronel Esterhazy —lo cual no creo que sorprendiera a Rube—, y que en su opinión tenían para un buen rato. Yo estaba hambriento, de modo que acepté la invitación de Rube; almorzamos un buen plato de sopa de verduras y un bocadillo de carne ahumada cada uno, con un par de jarras de cerveza. Nos sentamos en el último apartado del rincón del fondo, con una pared de ladrillo a un lado y otra detrás de nosotros, donde nadie estuviera lo bastante cerca para escuchar nuestra conversación.
No voy a detallar aquí todo cuanto dijimos. Encargamos las consumiciones y Rube, en un tono tranquilo e imparcial, señaló que si bien confiaban en que yo continuara con el proyecto —no era fácil hallar nuevos candidatos, y entrenarlos constituía una tarea pesada y lenta—, tampoco era esencial para llevarlo a cabo. Si decidía no continuar, lo lamentarían, pero con el tiempo encontrarían un sustituto. Yo era consciente de ello, por supuesto. Como mínimo sabía que se trataba de una posibilidad real, si no la certeza que Rube pretendía dar a entender. Y me produjo cierto escalofrío oírselo decir, porque era inútil negarme a mí mismo que la idea de no volver allí me resultaba difícil de aceptar. Sin embargo, me limité a asentir y a decir que lo entendía, pero que el hecho de continuar en el proyecto no apaciguaría mi conciencia, si decidía que no estaba haciendo lo correcto.
Llegaron nuestros bocadillos y empezamos a comer. Rube había engullido con fruición la mitad del suyo antes de depositar el resto sobre el plato de cartón e inclinarse sobre la mesa para contestar. A un metro de distancia, su voz apenas resultaba audible:
—Simón, el doctor Danziger es un anciano; hay que admitirlo... Y lo que se ha descubierto hasta ahora con el proyecto ya es suficiente... para él. Para él significa la culminación, ha logrado lo que se había propuesto. Y si eso fuera todo lo que hay, podría sentirse satisfecho. Lo aprecio, de veras. Pero es un anciano obsesionado con el riesgo. Escúchalo lo bastante y llegarás a creer que si estornudas demasiado fuerte en enero de 1882, de alguna manera puedes desencadenar una cadena de acontecimientos capaces de barrer el mundo... Pero no es así; no tendría mayor efecto que si estornudaras aquí, en este momento. ¡Inténtalo, Si! —Sonrió y volvió a coger su bocadillo—. ¡Adelante! Hay aquí un par de docenas de personas. Estornuda y verás que no ocurre absolutamente nada... ¡Diablos, la gente no se casa o deja de casarse, o de hacer cualquier otra cosa de importancia, sólo por una acción rutinaria y trivial de un desconocido! Tú no provocaste a ese tipo, Pickering, en ningún momento. Es obvio que es así por naturaleza, actúa de esta manera y se comportará de acuerdo con ella, con o sin tu ayuda. De todos modos, esto carece de importancia. Los hechos realmente importantes no se originan de manera espontánea, sino que son el resultado de tantas fuerzas importantes entrecruzadas, que al final resultan inevitables. No es una sola cosa lo que los origina. A menos que regreses y deliberadamente hagas algo tan vital que a la larga tenga que alterar un acontecimiento, no vas a cambiar gran cosa... ¿Vas a tomar postre?
Respondí que no, y Rube pidió tarta de manzana y otra jarra de cerveza. No añadí gran cosa ni discutí con él. Me quedé sentado con aspecto dubitativo, probablemente confuso, porque así era como me sentía. Rube comió con voracidad, un cuarto del trozo de tarta con cada bocado, y la cuarta parte de la jarra de cerveza. De pronto, impulsivamente, sonrió con su expresión de chico simpático y maravilloso.
—¡Por el amor de Dios, Si, quédate con nosotros! Hasta el momento no has provocado el menor daño ni has alterado nada en absoluto. Tenemos la prueba de eso. Y seguirá siendo así si andas con cuidado.
Estuvimos charlando un poco más acerca de lo que me había ocurrido en el número 19 de Gramercy Park. Rube permanecía cómodamente recostado en el rincón del apartado, fumando su cigarro mientras yo le explicaba algo de lo que había sentido respecto al Nueva York de entonces y al de ahora. Él escuchaba y hacía preguntas, absolutamente fascinado.
—Yo no puedo hacerlo, ¿sabes? Lo intenté mucho antes de conocerte, y, sencillamente, no pude. Sólo Dios sabe cuánto te envidio. —Miró su reloj, luego se irguió de mala gana y empezó a deslizarse sobre el asiento para salir del reservado, pero de repente estiró la mano y me agarró del brazo—. La verdad es que no necesito convencerte, Si, porque tú lo ves como yo lo veo. Este proyecto no puede suspenderse, eso es todo. Y, puesto que deseas seguir en él, sería absurdo que no lo hicieses.
No asentí ni realicé el menor gesto de aprobación, pero tampoco dije que no. Rube salió del reservado y yo lo seguí, y de regreso en el almacén estuvimos hablando de fútbol. Incluso ahora siento vergüenza; no tengo excusa. No podía renunciar a la posibilidad de volver allí. Y lo sabía.
Cuando llegamos, Danziger ya se había marchado. Para siempre, como debí de haber imaginado y tal vez imaginé. Pero su secretaria me dio su dirección y el número de teléfono. Vivía en el Bronx. Utilicé el teléfono de ella para llamarlo, pero no obtuve respuesta. Probablemente aún no hubiese llegado, tal vez no fuera directamente a casa. Cuando colgué, permanecí por un instante con la mano apoyada en el auricular, pero no marqué el número de Katie. ¿Estaría retrasando el momento de ponerme en contacto con ella?
Poco después, al cruzar la ciudad rumbo a la tienda, reflexioné al respecto. Había estado demasiado ocupado, me dije. Sin apenas un momento para telefonearle. Pero, aunque eso era cierto, no era toda la verdad. ¿Tendría algo que ver con Julia esa falta de interés? Debía de ser eso, no pude por menos que reconocer. Lo cierto era que cada vez que había estado cerca de Julia, esa especie de chispa eléctrica había saltado de inmediato, para qué negarlo, pero no creía que el motivo fuese ella.
Tal vez fueran las noticias que tenía que darle a Katie: que el padre de Ira había sido, sencillamente, un ladrón, un estafador, un timador. Pero había muerto mucho antes de que Katie naciera y, además, no tenían parentesco alguno, ni la noticia podía hacer ya daño a Ira... Ignoraba cuál sería el motivo, de modo que seguí andando hasta que llegué a la tienda.
Katie estaba allí. Acababa de entrar desde la trastienda cuando abrí la puerta y la campanita sonó. Estaba sacando capas de pintura vieja de una silla y se había puesto téjanos, una blusa vieja y delantal. Tenía las manos manchadas con el unte que estaba utilizando, de modo que nos limitamos a inclinarnos el uno hacia el otro para darnos un leve beso. Luego la seguí hasta el taller y me senté en un pequeño barrilito que había por allí, y mientras ella trabajaba en la silla, la puse al corriente de todo lo sucedido. Resultó divertido, porque Katie estaba totalmente subyugada.
Después de que cerrara la tienda, caminamos una manzana hasta el supermercado, donde compró unos filetes y mantequilla; yo entré en la tienda de licores que había unas casas más allá y compré una botella de whisky, luego retrocedí y cogí unas latas de soda. Pero cuando me encontré arriba, en el pequeño apartamento de Katie, después de tomarnos el segundo whisky mientras las patatas se asaban en la cocina, fui incapaz de comprender por qué había dudado tanto en ponerme en contacto con ella. Aquél era el único sitio donde me apetecía estar, y las horas que aún me quedaban para permanecer allí resultaban muy prometedoras.
Como es lógico, Katie sentía un interés especial en lo que le iba contando mientras tomábamos unas copas y, luego, durante la cena. Ella había visto la época y el lugar de los que le hablaba, y como mínimo había echado una ojeada a Jake Pickering, de modo que cuando le hablé de Carmody se limitó a permanecer en su sitio, con los labios entreabiertos, fascinada. Al hablarle de Danziger, de Esterhazy, de Rube y de la decisión que yo había tomado, me escuchó, después hizo unos breves y cautelosos comentarios, procurando no interferir en mi resolución. Pero comprendí que se alegraba de que yo regresase allí, y era incapaz de disimularlo.
Se levantó de la mesa, se dirigió hacia el dormitorio y regresó con la carpeta plegable de cartón rojo, desatando el lazo de las cintas rojas mientras se acercaba. Y, una vez más, contemplamos la extraña foto en blanco y negro de la tumba de Andrew Carmody. Allí se erguía, misteriosamente, entre las matas de diente de león ya marchitas y los hierbajos dispersos, una lápida de las que se dibujan en las tiras cómicas: la parte superior redondeada en un semicírculo perfecto, los lados rectos, la losa hundida en el suelo y ligeramente ladeada. Y sobre la lápida, claro y definido, el extraño dibujo: no una palabra, un nombre o una fecha, sino la estrella de nueve puntas dentro de un círculo, realizada mediante docenas de puntos cincelados en la piedra; el mismo dibujo que, increíblemente, habíamos visto impreso sobre la nieve al pie de una farola de Broadway, en el Nueva York del 23 de enero de 1882.
Volvimos a contemplar, maravillados, el sobre azul con la dirección escrita en tinta negra cuyo contenido en hierro asomaba en forma de oxidado. Katie sacó la nota del interior del sobre y, en voz alta, leyó lo que había escrito, también en tinta negra, por encima del doblez:
—«Si una charla referente al Carrara del Palacio de Justicia pudiera ser de interés para usted, por favor, acuda al parque del City Hall a las doce y media del próximo jueves...» —Bajó la nota, me miró y, sobrecogida, añadió—: Ahora ya sabemos, con toda certeza, qué ocurrió en el parque... Me alegro de que Ira nunca llegara a enterarse. —De nuevo levantó la nota y leyó el texto que había por debajo del pliegue—: «Que el envío de esto sea capaz de Destruir por el Fuego el... —¿cuál sería la palabra que allí faltaba?— Mundo por completo, parece poco menos que increíble. Y sin embargo es así, y la Responsabilidad y la Culpa... —Hizo una nueva pausa para indicar la otra palabra que faltaba— mías, y nunca podré negarlo ni escapar a ello. De modo que, con el funesto recuerdo de aquel Acontecimiento ante mí, pongo ahora fin a la vida que debería haber concluido entonces.» —Katie volvió a deslizar la nota dentro del sobre—. Haz lo que sea que te envíen a hacer allí, Si. Pero averigua para mí el significado de esta nota. Es por esto por lo que no has hecho caso a Danziger, ¿verdad? Estás decidido a regresar, no puedes evitarlo.
Me limité a asentir.
Esterhazy tuvo la delicadeza de no haber ocupado ya por la mañana el despacho del doctor Danziger. Nos reunimos en el pequeño cuartito de Rube, quien, en mangas de camisa detrás de su escritorio, retrepado en su sillón giratorio con las manos unidas detrás de la cabeza, sonreía. Esterhazy estaba apoyado sobre la esquina del escritorio de Rube; se lo veía muy elegante, casi marcial con su traje de gabardina gris, camisa blanca y corbata oscura. Me senté en una silla, frente a los dos.
Debía regresar allí y reanudar mis contactos; era todo cuanto tenían que decirme. Querían comprobar qué más cosas podía averiguar respecto a Andrew Carmody y lo sucedido entre éste y Jake Pickering. Pero a quien más interesaba era a los historiadores, añadió Rube. En la Biblioteca del Congreso, éstos ya tenían un equipo formado por dos profesores y dos alumnos posgraduados, que indagaban todo cuanto podían respecto la relación de Carmody con Cleveland. Entretanto, un segundo equipo, similar al anterior, revisaba los Archivos Nacionales. Cualquier cosa que yo averiguase tal vez contribuyera a expandir o iluminar lo que ellos descubriesen en el futuro. Confiaban en que el resultado final de aquella prueba piloto del proyecto desembocara en un método viable para engrandecer nuestros conocimientos sobre la historia.
Durante el trayecto de regreso al Dakota —Rube me acompañó hasta allí con su coche—, me dije que estaba haciendo lo correcto, lo único que se podía hacer; que no había fallos en las explicaciones que había escuchado ni en las que me había dado a mí mismo. No obstante, si esto era así, me dije, ¿por qué tenía la sensación de que lo que hacía no era lo adecuado? Y ¿por qué, si estaba tan seguro de lo que hacía, no había hablado con el doctor Danziger? Había tenido tiempo de sobras para telefonearle. Aún lo tenía. Pero sabía que no iba a hacerlo.
17
Dejar el Dakota, salir a la calle y regresar al invierno de 1882 ya se había convertido en un hábito. Estaba acostumbrado al proceso ahora y ya no me quedaban dudas acerca de qué iba a ocurrir. No lo cuestionaba; sencillamente, sabía que había regresado y lo aceptaba. Por eso, al subir el escalón de entrada a Central Park — había nevado durante el día—, consideré de lo más natural ver trineos tirados por caballos, docenas y docenas de ellos, deslizándose por todos los caminos del parque hasta donde alcanzaba la vista.
Era un espectáculo maravilloso, y mientras avanzaba por el sendero sentí que mis sentidos se estremecían. De pronto fui consciente de la realidad invernal que me rodeaba. Sentí el aire penetrantemente claro presionando sobre mis mejillas al andar, y mis pulmones lo cataron, frío y diáfano. Casi todos los caballos que pasaban llevaban cascabeles en los arneses, y el aire invernal se alegraba con su sonido. El tamborileo de los cascos y el siseo de los patines resultaban eléctricamente excitantes. Y en el sonido de las voces al aire libre —agudo y débilmente amortiguado en medio de la nieve recién caída— había una cualidad especial, una alegre nostalgia. Un trineo marrón pasó por mi lado y observé que en los paneles laterales habían pintado escenas típicamente invernales, advertí también que algunos caballos llevaban penachos de crines o plumas teñidas, y hubiese jurado que los ojos de los hombres, mujeres y niños que pasaban junto a mí sonreían debido al placer que les producía aquel instante. Me detuve a un lado del sendero y realicé un rápido boceto de la escena, que concluí mucho después, elaborándolo con el estilo de aquella época, pues lo consideré más apropiado. Lo he reproducido en las páginas que siguen y, como verán, por el fondo se distingue el Dakota.
Me gustaría que pudieran oír el sonido argentino de los cascabeles maravillosamente labrados que colgaban de la grupa de los caballos.
Al otro lado del parque, vi gente patinar en el estanque, y por todos lados había chiquillos en movimiento, tumbados boca abajo en sus pequeños patines de madera, criaturas abrigadas hasta las orejas y sentadas sobre trineos de los que tiraban sus hermanas o hermanos mayores, o incluso algún adulto. Uno de éstos pasó tirado por un hombre de barba blanca cuya indumentaria —zapatos con polainas, pantalones muy ajustados y una extraña chistera de seda mate, reluciente en la parte superior— hacía años que había pasado de moda. Aun cuando debía de tener más de setenta años, tiraba de aquel trineo y sonreía. Como todas las personas que veía en el parque, estaba divirtiéndose... También yo me sentí repentinamente feliz de estar allí, en aquel lugar y en aquella época, en aquel mismo momento. Me di cuenta de que me sentía feliz por el simple hecho de haber regresado.
Pero no ansiaba regresar al 19 de Gramercy Park, pues era domingo y Jake Pickering sin duda estaría en casa. De modo que me detuve en un salón de la calle 57 Oeste. La puerta principal estaba cerrada, por deferencia a la ley que obligaba a cerrar los domingos, según supe cuando seguí a dos tipos que entraron por una puerta lateral. Allí tomé un plato de sopa y dos bocadillos enormes. Quería que los saludos y preguntas, y sobre todo mi primer encuentro con Jake, fueran lo más breve posibles, luego subiría a mi habitación y, a la hora de cenar, me excusaría diciendo que no tenía hambre. Pero cuando doblé la esquina, dos enormes trineos aguardaban frente a la casa... Félix Grier y una chica a quien yo no conocía estaban sentados en el asiento delantero del primero. Félix sujetaba las riendas, mientras la joven sostenía en su regazo la cámara de fotos que le habían regalado a él por su cumpleaños. Byron Doverman estaba ayudando a una joven a subir al asiento de atrás. Julia bajaba por los escalones de la entrada, pisando con cuidado para no resbalar debido a la capa de nieve reciente. A su lado, sujetándola del codo, iba Jake, con chistera y abrigo oscuro, el cuello forrado de astracán. Maud Torrence los seguía. Y en el descansillo, tía Ada estaba cerrando la puerta.
Me vieron antes de que pudiera dar media vuelta y me llamaron a voces, a la vez que me hacían señas. Félix, muy excitado —por la presencia de la chica, imaginé—, me gritaba desde el otro lado de la calle:
—¡Bienvenido a casa! ¡Justo a tiempo para la fiesta del trineo! ¡El señor Pickering ha alquilado dos!
Devolví el saludo, esbocé una sonrisa y, mientras me acercaba, intenté imaginar una excusa: cansancio; un largo viaje en tren; los primeros síntomas de una gripe...
Desde luego, yo no podía ser la carabina en el trineo de los dos solteros con sus amigas; y viajar en el otro trineo, con Pickering mirándome ceñudo y luego haciendo Dios sabe qué locura, era del todo imposible. Todos me rodearon. Félix saltó del trineo para estrecharme la mano libre. Me dieron la bienvenida y no pararon de hacer preguntas —¿cómo estaba mi hermano?, ¿y mi familia?—. Byron fue el siguiente en estrecharme la mano. Todo el mundo se mostraba tan sinceramente complacido al verme, que experimenté un leve escozor en los ojos.
De pronto sentí que volvían a cogerme la mano, ¡y vi que quien lo hacía era Jake, que sonreía feliz! Yo trataba de responder: mi hermano había mejorado repentinamente; en casa todos estaban bien; ¡me alegraba de estar de vuelta otra vez! Pero no dejaba de mirar a Jake con asombro. Sus enormes ojos pardos eran cálidos y amistosos, y su sonrisa era auténtica, tan evidentemente sincera como la de los demás.
Julia sonreía con tanta satisfacción al verme, que el corazón me dio un vuelco. Me estrechó la mano, y lo mismo hizo Maud, y cuando le llegó el turno a tía Ada, ésta se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.
Después de semejante recibimiento, todo lo que deseaba era ir con aquella gente. Tía Ada cogió mi bolsa y volvió a abrir la puerta para dejarla dentro, mientras Byron y Félix me presentaban a sus amigas: la de Félix era muy joven y bonita; la de Byron era algo mayor, y aunque tenía la cara picada de viruelas, era una mujer atractiva, de apariencia sencilla e inteligente. Me pidieron cortésmente que subiera con ellos, pero, antes de que pudiera responder, Jake replicó que no, que viajaría con ellos, y me cogió del codo, apremiándome para que subiera. Y cuando Julia sugirió que fuera delante con ellos dos, Jake accedió entusiasmado y me preguntó si quería «las cintas», refiriéndose a las riendas, según comprendí enseguida. Dejé de hacer cabalas respecto a lo que estaba ocurriendo y, sencillamente, supuse que Jake era un maníaco depresivo, una especie de péndulo emocional, y me quedé tranquilo y satisfecho dejándolo así.
Jake se hizo cargo de las riendas, después de que yo renunciara dándole las gracias. Los caballos me habrían mirado y se habrían reído de mí si hubiese intentado conducirlos. Maud y tía Ada se sentaron detrás, Julia delante, entre Jake y yo, y descubrí que había algo profundamente íntimo en arrimarse a una chica cubierto desde la rodilla hasta la cintura con una manta. Mientras remetía ésta bajo mi cuerpo, me volví hacia Jake, pero éste sonreía, sujetando las riendas con ambas manos, dispuesto para partir. Yo no me sentía muy cómodo, pegado hombro con hombro, así que saqué el brazo izquierdo y lo apoyé en el respaldo del asiento, detrás de Julia, procurando no rozarla. Aquello carecía de sentido, era absurdo que me dejase dominar por la agradable sensación que experimentaba al estar a su lado, y me esforcé por pensar en el entorno, en la nieve que se había acumulado sobre la negra verja de hierro, en los árboles y los arbustos del pequeño parque de Gramercy Park alrededor de nosotros.
—¿Listos? —gritó Félix por encima del hombro, y Jake, radiante, respondió que estaba a punto.
Las riendas de ambos restallaron simultáneamente, los dos carruajes se pusieron en marcha y los cascabeles de los arreos cobraron vida. Los patines se deslizaron fácilmente, los caballos avanzaron con paso lento; luego, después de hacer restallar las riendas por segunda vez, al doblar la esquina de la calle Veintiuno, los animales levantaron la cabeza, soltaron un chorro de cálido aliento por los ollares, y empezaron a trotar, sin duda disfrutando con el ejercicio, mientras los cascabeles dejaban oír su alegre tintineo.
Todo lo que puedo decir del resto de ese día es que fue mágico. Como un sueño. Las blancas calles de Manhattan estaban llenas de trineos; por todos lados el aire cobraba vida con la música de los cascabeles. Y si esto suena excesivamente lírico, no puedo evitar que sea así. Las carretas y furgones de los días laborables habían desaparecido, incluso los vehículos públicos tirados por caballos y los carruajes eran escasos. Las calles y las aceras pertenecían a la gente.
Por las aceras había criaturas que tiraban de pequeños trineos, lanzaban bolas de nieve o hacían monigotes. Niños, ancianos, hombres y mujeres se llamaban a voces, riendo. Y por las calles adelantábamos a otros trineos, y éstos a nosotros, y nos gritábamos unos a otros.
A veces competíamos en una carrera, y al subir por la Quinta Avenida, tres trineos, uno al lado del otro, corrimos a lo largo de tres manzanas, los conductores de pie, haciendo restallar los látigos, las muchachas chillando, hasta que nos vimos obligados —por los trineos procedentes de otra dirección— a colocarnos en fila, riendo y gritando. Hacia el norte, a la altura de las calles Cincuenta —el trineo de Félix había quedado rezagado—, Jake dobló impulsivamente por una calle al mismo tiempo que lo hacía un trineo que venía en dirección sur.
Al ritmo de los cascabeles, los dos se deslizaron uno al lado del otro, mientras los ocupantes nos mirábamos mutuamente y sonreíamos.
Era un hermoso trineo: enorme, pintado de verde y rematado en forma de cuello de cisne. En él iban cinco jovencitos que debían de tener entre dieciocho y poco más de veinte años, y una de las chicas, que llevaba una gorra blanca y roja de punto, atada debajo de la barbilla, empezó a cantar Jingle Bells:
—«Entre la nieve volando, en un trineo descapotable, tirado por un caballo..., ¡por el campo vamos!»
Y luego los diez a la vez, pues todos conocían la letra excepto yo, continuaron con el «¡Riendo todo el rato!». Siguiendo el ritmo exacto de los cascos de los caballos y el traqueteo de los cascabeles, entonamos:
—«¡El son de los cascabeles, que de la cola cuelgan, el espíritu nos alegra! ¡Qué bello es montar en trineo y entonar... —¡y lo era, oh, cielos, vaya si lo era!— una canción esta noche al pasear!» —Luego todos, a voz en grito, cantamos—: «Jingle bells! Jingle bells! ¡Cantan todo el rato! ¡Oh, qué divertido es ir en un trineo descapotable, tirado por un caballo!»
A lo largo de dos manzanas seguimos cantando, mientras la gente nos llamaba desde las aceras y los niños nos arrojaban bolas de nieve. A mi lado, la voz de soprano de Julia sonaba aguda, muy clara, dulce y encantadora, y el vaho blanco de su aliento puntuaba cada verso.
A Maud apenas se la oía, la voz de tía Ada sonaba sorprendentemente juvenil; Jake, por su parte, era un retumbante barítono, y yo, supongo, una especie de tenor perdido entre la algarabía. Al llegar a la esquina, los jóvenes giraron hacia el sur. Tras despedirnos de ellos, nos dirigimos en dirección al norte, hacia Central Park, y en los dos trineos seguimos cantando hasta que las voces de los demás ya no se oyeron.
Félix se reunió con nosotros y, ya en el parque, tomó la delantera. Seguimos por los serpenteantes caminos en compañía de centenares de otros trineos. Por rápido que fuéramos, había otros que nos adelantaban; los cascos retumbaban y en ocasiones los patines de un lado se levantaban sobre la nieve al tomar una curva. Algunos de los conductores llevaban lo que llamaban «un cuerno», una trompa de bronce que producía un único sonido lastimero, y sin embargo excitantemente metálico, después de soplar aún perduraba en el aire por un instante.
Delante de nosotros, Félix se detuvo para tomar una foto del camino, y aguardamos a que enfocara la enorme cámara de cuero rojo y madera barnizada, cuyos herrajes de bronce relucían bajo la luz invernal. La foto le salió muy bien y más tarde, al verla, le pedí una copia, que me regaló. Es la del principio de la página siguiente, y cada vez que la miro no puedo evitar sonreír de placer.
Medio kilómetro más adelante, Félix vio otra escena que quiso fotografiar, y cuando nos detuvimos detrás de su trineo y advertí qué había llamado tanto su atención —la foto que aparece al final de la página siguiente—, no pude por menos que admitir que tenía muy buen ojo... Los otros no se dieron cuenta; la madre estaba sacando un pañuelo para el chico del trineo, y oí que la criatura que iba en el cochecito llamaba «tata» a la señora mayor.
Mientras Félix tomaba la foto, aproveché para acercarme a su trineo y, cuando hubo finalizado, le dije que al otro lado del parque, en la calle Setenta y
dos, había visto un edificio de apartamentos que me parecía admirable. Le pregunté si querría fotografiarlo para mí.
—¿El Dakota? —preguntó—. ¡Claro! Pero sácala tú —añadió, tendiéndome la cámara.
Primero vacilé, pero me apetecía usar la cámara y le di las gracias. Luego me enseñó cómo cargarla con una nueva placa.
A mitad del parque le pedí a Jake que se detuviera y, con la ayuda de Félix, tomé la fotografía de la página siguiente. Es una foto que me gusta, pues en ella se advierte lo aislado que estaba el Dakota.
Aunque apenas tuve en cuenta el reflejo del sol sobre el hielo y, sorprendentemente, salió sobrexpuesta. Por ejemplo, en el fondo, hacia el centro, había un hombre con sombrero de copa, y no creo que logren distinguirlo.
Después nos aproximamos más al Dakota y coloqué la cámara sobre un pilar de piedra para poder efectuar una exposición más prolongada, dado que la luz iba menguando. La cámara era sencilla, sin duda, pero muy buena, pues logré sacar la hermosa foto que aparece más abajo; no lo habría hecho mejor con una Leica, una Graflex, o cualquier otra cámara.
Seguimos cruzando el parque, luego salimos y continuamos subiendo hasta llegar a campo abierto. Y, aunque me costaba creerlo, todavía estábamos en la isla de Manhattan...
Por fin nos detuvimos ante una gran cabaña de madera, una hostería llamada Gabe Case's. Ya había oscurecido y la posada brillaba con la luz que se filtraba por las ventanas, reflejándose sobre la nieve y formando rectángulos cuarteados. El local estaba a rebosar: seguramente habría unos cincuenta trineos en el gran cobertizo exterior, donde los caballos estaban atados a unas estacas y cubiertos con mantas.
Dentro, todas las mesas estaban ocupadas. El local estaba atestado, y el estruendo de voces y risas era tan fuerte que resultaba casi imposible mantener una conversación. Félix me hizo señas y me abrí paso hasta su grupo, separándome del mío. Tomamos unos bocadillos y vino caliente —de pie, puesto que no había ni una mesa libre—, y charlamos por encima del griterío,
aunque la mayor parte del tiempo nos limitábamos a mirarnos y sonreír, como
consecuencia de la burbujeante alegría y la excitación. Fueron una tarde y una noche extraordinarias, que se ganaron un artículo
en el Times de la mañana siguiente. Éste era el titular que lo encabezaba: «POR
LAS CALLES» — MILES DE ALEGRES PARRANDEROS DISFRUTARON DEL PASEO EN
TRINEO.
Aquellas personas dueñas de trineos ligeros, de trineos antiguos tirados por dos caballos, de viejas cajas sobre deslizadores o de cualquier clase de vehículo sobre patines, y aquellas que podían permitirse alquilar alguno y sentarse detrás de un trotador de raza, o de un caballo de la más baja especie, tuvieron la oportunidad de disfrutar a su aire por los senderos de Central Park o por las espléndidas avenidas que allí desembocan. Los paseos en trineo son excelentes por Broadway, por la Quinta Avenida o por las avenidas de la ciudad donde no circulan tranvías. La nevada dotó a las calles de la mejor cobertura de la estación para pasear en trineo, y miles de personas aprovecharon esta circunstancia. Por las calles se vieron muchos caballos notables. Y comerciantes, banqueros, políticos y conductores profesionales se adelantaban unos a otros con festivo buen humor.
El regidor de Obras Públicas, Hubert O. Thompson, montado en un delicado trineo de un solo caballo, fue objeto de gran interés mientras conducía con elegantes modales un poderoso caballo. El regidor de Justicia, George Caufield, que guiaba un caballo alazán, indicó al señor Thompson el camino hacia el cobertizo de Gabe Case's. Este último se bajó del trineo y sin duda le dio las gracias al señor Caufield por haberle salvado la vida. J. Henry Ford, el magistrado del tribunal correccional, pasó como un rayo por la nieve en un elegante trineo tirado por un veloz caballo, y no hubo forma de convencerlo de que se detuviera. John Murphy, un conductor profesional, pasó raudo como el viento sentado detrás de su yegua baya Modesty. Lo siguieron Frank Work con su pareja Edward y Retozón; Joseph Doyle, con su espléndida yegua Annie Pond; William Vassar con Rojo, Negro y Loto; John De Mott, en el trineo más bello del desfile, tirado por el bayo Charley; Samuel Sniffen con su Reina de Blackwood; el general J. Nay con su Garryowen; Salvine Bradley con su pareja Jack Slote y Sirena; Ike Woodruff con su Dan Smith; James Kelly con su yegua marrón Bacalao; Robert J. Dean con un par de yeguas en un trineo grande; y John Barry con su alazán
Chismoso.
Al anochecer, cuando todo el campo estaba blanco y reluciente a la luz de la luna, y a lo largo de varios kilómetros las farolas de las calles semejaban enjambres de luciérnagas en vuelo nupcial, la diversión alcanzó su punto culminante, y cantidades ingentes de trineos, atestados de jóvenes de ambos sexos que no paraban de reír y cantar, se diseminaron rápidamente en todas las direcciones...
Regresamos a casa en medio de la noche —mi grupo me estaba esperando cuando salimos de Gabe Case's—, y como el viento había empezado a soplar y hacía cada vez más frío, nos acurrucamos debajo de nuestras mantas y con voz suave cantamos El caballero español, y luego, con voz dulce y melosa, Bring Back My Bonnie to Me. En el parque, la nieve centelleaba, y más allá la luz de la luna bañaba los edificios de la Quinta Avenida confiriéndoles un aspecto misterioso.
Mientras cruzábamos maravillados la ciudad, presenciamos una escena que quedó grabada de tal modo en mi mente, que mucho más tarde la plasmé en una acuarela. En la página siguiente puede apreciarse tal como la recuerdo, y me gustaría que transmitiera la maravillosa realidad de lo que vi.
Luego pasamos por delante de los enormes muros del embalse de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y dos, donde yo sabía —aunque los otros no— que algún día se levantaría la Biblioteca Pública Central. Más abajo por la avenida, al pasar Madison Square, me habría gustado que hubiera habido más luz para que Félix pudiese fotografiar el brazo derecho de la estatua de la Libertad, donde los nudillos de la mano y la punta de la llama estaban cubiertos de nieve recién caída. Luego giramos hacia el este por la calle Veintitrés, en dirección a Gramercy Park.
—Señor Pickering —dije—, tengo que darle las gracias, porque ésta ha sido una de las tardes más espléndidas que he pasado en mi vida.
Jake asintió. Estaba fumando un puro, y cada vez que daba una calada el humo se alejaba formando una estela larga y delgada sobre su hombro.
—No hay de qué, señor Morley. Esto ha sido una especie de celebración, ¿sabe?
«Sí, lo sé —pensé—. Celebras el haberte convertido en rico gracias a la extorsión.» En cambio, educadamente, contesté:
—No, no lo sabía.
Él volvió a asentir, y se inclinó por encima del regazo de Julia para mirarme mejor. En sus ojos observé una expresión presuntuosa, de complacencia.
—Sí—dijo, alargando la palabra. Más tarde comprendí que deliberadamente había retrasado la noticia durante toda la velada, prolongando la expectación, y ahora iba a experimentar el placer de anunciarla—. En Gabe's estuvimos buscándolo queríamos que se uniera al brindis.
Con el cigarro colgándole en una comisura de la boca, sonrió ante mi gesto de desconcierto. Pero aguardó tanto en proseguir, que fue Julia quien dio la respuesta; supongo que debido a la impaciencia, a pesar de que su voz no lo exteriorizó.
—El señor Pickering y yo nos hemos prometido en matrimonio.
Al cabo de unos segundos, pronuncié las palabras adecuadas y compuse la expresión idónea. Sonriendo, tendí la mano por encima de Julia para estrechar la de Jake, al tiempo que lo felicitaba. A continuación, sin dejar de sonreír, comenté con tía Ada y Maud que era una noticia maravillosa. Luego miré a Julia y dije:
—Espero que sea usted muy feliz.
Pero noté que la sonrisa se extinguía en mis ojos y Julia lo advirtió, pues se limitó a asentir, apretando los labios con enfado. Pregunté cuándo y dónde iban a casarse, y fingí que escuchaba lo que Jake y tía Ada respondían, aunque no los oía.
Sin embargo, en los pocos minutos que tardamos en detenernos junto al bordillo, frente al 19 de Gramercy Park, pensé en algunas cosas. Pensé en las letras tatuadas sobre el pecho de Jake, todavía en proceso de curación, que le marcarían de por vida con el nombre de Julia.
Yo nunca había constituido una amenaza para su futuro con ella; eso no era posible. Pero él no lo sabía. O quizá lo hubiera sido si las cosas hubiesen funcionado de manera distinta, y eso él debía haberlo intuido. Ahora Jake —el mentón y la barba ligeramente levantadas, sonriendo complacido, el humo del cigarro flotando por encima de su hombro— por fin la tenía para sí. Me di cuenta de que para Jake aquel compromiso significaba un contrato que la ataba a él; ahora Julia estaría libre de cualquier amenaza, le pertenecería para siempre... La verdad era que al verme, Jake había experimentado una gran alegría: la alegría del triunfo.
Sin embargo, más que en Jake pensé en Julia, silenciosa ahora a mi lado. No creía que fuese una muchacha que deseara ser poseída en la forma que Jake creía poseerla. Y sabía —con absoluta certeza— que no podría ser feliz el resto de su vida junto a un hombre de espíritu tan degradado, capaz de hacer chantaje. No obstante, tenía que permitir que eso ocurriera. Sabiendo lo que sabía acerca de Jake Pickering, no podía hacer otra cosa que mostrarme complacido, dejar que aquella muchacha encantadoramente irritada que se sentaba a mi lado se casara con él y —como ocurriría forzosamente— destrozara su vida. «¡Doctor Danziger! —llamé en silencio, a través de los años que nos separaban—. ¿Tengo que hacerlo?» Sin embargo, ya sabía cuál era la respuesta: no podía interferir en los acontecimientos.
Me resultaba sencillamente imposible entrar en la casa cuando llegamos, subir a mi habitación y ponerme a dormir. Salté del trineo para ayudar a bajar a Julia, a su tía y a Maud Torrence, quienes subieron presurosas por los escalones de la entrada al tiempo que nos daban las buenas noches. Félix hizo restallar las riendas y él y Byron se marcharon con su trineo a acompañar a sus damas a casa, o a donde fuera que iban. Jake se quedó en su trineo para devolverlo al establo, y pensé que las mujeres habían dado por sentado que lo acompañaría. Pero cuando la puerta de la casa se cerró tras ellas, hice un leve gesto de despedida a Jake y me dispuse a entrar en la casa. En cuanto Jake hizo restallar las riendas y se marchó, di media vuelta y me dirigí a toda prisa hacia la Tercera Avenida.
No tenía ni idea de hacia dónde iba, sólo sabía que necesitaba pensar, y a lo largo de varias manzanas anduve por la avenida, oscura y casi desierta. Pero el viento soplaba con mayor fuerza, y la temperatura había bajado bruscamente, e imaginé que seguiría haciéndolo. Volvía a nevar, sin embargo ahora la nieve, impulsada por el viento, se me incrustaba en la cara como pequeños perdigones, y la notaba granulosa bajo los pies. Era una mala noche para caminar, y en la calle Dieciséis miré por encima del hombro y vi que un tranvía se acercaba en mi misma dirección, el caballo con la cabeza gacha contra el viento, los fanales de queroseno parpadeando al frente del vehículo.
El tranvía se detuvo para mí, subí a la plataforma de delante, y el caballo volvió a apoyarse en la collera, patinando y golpeando pesadamente con los cascos herrados sobre la nieve, hasta que consiguió ponerse en marcha otra vez. Esa noche, con aquel tiempo y tan pocos pasajeros, era un tranvía «reducido», un término que había oído utilizar a Byron Doverman y que significaba que iba sin cobrador. Allí, en la plataforma al aire libre, donde el conductor pudiera vigilarla, colgaba la caja donde se depositaba la tarifa del viaje. Dejé caer en ella la moneda de cinco centavos, abrí la puerta, entré y la cerré de inmediato contra el embate del viento. Sólo había un pasajero, un hombre con bombín y bigote de morsa, que leía el Evening Sun. Avancé por el pasillo sobre un colchón de paja húmeda y sucia, y tomé asiento. La lámpara con pantalla metálica que colgaba del techo humeaba, y el hedor a queroseno era muy fuerte.
Mientras avanzábamos a través de la noche ventosa, me entretuve mirando absorto las tienduchas miserables de la Tercera Avenida, algunas con tenues lámparas de gas en el interior, muchas con postes para atar las caballerías y marquesinas de estaño proyectándose sobre la acera. Varias de las zonas por donde pasamos parecían el decorado de una película del Oeste. Aquello era algo que yo había visto con anterioridad y no valía gran cosa. No obstante, seguí mirando, incansablemente, sin perder del todo la emoción y el asombro de estar allí, en aquel Nueva York tan desconocido.
En una ocasión, un amigo que había pasado sus vacaciones en París me dijo que, como a la mayoría de la gente, le había encantado la ciudad, que paseaba todo el día hasta que las piernas le temblaban, satisfecho con casi todo lo que veía. Sin embargo, no fue hasta después de dos semanas de estar allí que, una mañana, París y sus gentes se convirtieron de repente en algo más que un simple decorado para sus vacaciones. Estaba sentado en la terraza de un café tomando una pequeña taza de aromático y sabroso café parisiense, complacido como siempre al ver la cantidad de personas que, con sus bicicletas, se abrían paso con pericia entre los coches, los autobuses y los camiones. Entonces el semáforo cambió, el tráfico se detuvo a esperar y un ciclista, con el pie apoyado en el suelo, alzó el brazo y con el dorso de la mano se secó el sudor de la frente. De pronto se convirtió en alguien real. A partir de ese instante dejó de ser un elemento pintoresco en un entorno encantador: se había transformado en un hombre de verdad, cansado por el pedaleo de la bicicleta. Por vez primera se le ocurrió a mi amigo que había una razón para que tanta gente circulara de forma tan pintoresca en bicicleta en medio de aquel intenso tráfico, y la razón consistía en que lo hacían para ahorrarse el billete de autobús, ya que no podían permitirse el lujo de tener coche. Después de esto, durante los pocos días que le quedaban de estancia allí, mi amigo siguió disfrutando de París. Pero la ciudad había dejado de ser un inmenso cartel turístico para convertirse en una ciudad real, pues ahora sus habitantes eran seres de carne y hueso.
Y allí, en el tranvía que circulaba por la Tercera Avenida, con los pies metidos hasta los tobillos entre la paja sucia y a pesar de todo con frío —sentía los dedos ligeramente entumecidos—, vislumbré a través de la ventanilla de la puerta delantera cómo el conductor tiraba de las riendas y el tranvía se detenía. Una mujer de mediana edad subió; su rostro tan irlandés como una caricatura antiirlandesa publicada en la última página de cualquier ejemplar de Harper's Weekly. Se cubría el cabello gris con un grueso chal de punto, que también le protegía los hombros; no llevaba otra prenda de abrigo, y de su brazo colgaba una cesta... Mientras la mujer mantenía la puerta abierta y el aire que entraba hacía rodar la paja del pasillo, oí que el caballo resbalaba y pateaba buscando un punto de apoyo, escuché el chasquido del látigo del conductor y, justo cuando la puerta se cerraba, vi que el cuerpo de éste oscilaba al dar pataditas en el suelo, cuyo sonido me llegó amortiguado. De pronto, al caer en la cuenta del frío que debía de hacer allí fuera, en aquella plataforma desprotegida, aquel hombre se hizo real para mí.
Y, a partir de ese instante, la ciudad también se volvió real, aquel tranvía ya no fue una curiosa pieza de museo del futuro, sino algo perteneciente al aquí y al ahora: sólido, desportillado, incómodo, sucio debido a que la paja del suelo estaba cubierta de escupitajos de tabaco, conducido por un hombre taciturno y fatigado, y arrastrado por una bestia maltratada. Hacía frío en aquella plataforma, de eso estaba seguro, pero aun así me levanté, caminé hasta la parte de delante, la abrí, salí y la cerré detrás de mí. Tenía que hablar con aquel hombre.
Fui lo bastante cuerdo como para no iniciar de inmediato una conversación. Me quedé de pie a la derecha del conductor, mirando al frente, por encima de la grupa del animal, hacia la calle adoquinada bajo la sombra que proyectaban las vías del Elevado. El viento era tan fuerte y gélido que mis ojos empezaron a lagrimear, y me vi obligado a entrecerrarlos. Con frecuencia soplaban breves ráfagas de un desagradable viento cruzado, y observé que levantaban delgadas capas de nieve dura tanto dentro como fuera de las vías. El conductor me miró con suspicacia; ¿para qué querría yo estar allí fuera si no había motivos para que lo hiciese? Volví la cabeza hacia él y esbocé una sonrisa. Llevaba una gorra redonda de tela con un colgajo que le tapaba la nuca y las orejas, y encima de ésta una bufanda de punto, deshilachada y de color indefinido, atada debajo de la barbilla. También lucía un enorme bigote caído. Vestía un grueso abrigo de tela color tostado, muy raído, y de un bolsillo medio roto le colgaba un gran pañuelo de colores. Llevaba, además, recias botas, mitones con una gruesa capa de suciedad, y tantas prendas como cabían debajo de aquel abrigo, lo cual daba a su cuerpo una apariencia informe. La oscilante luz de los fanales que colgaban frente al vehículo iluminaban su cara desde arriba, pero necesité más de un minuto para darme cuenta de que no era un viejo; sin embargo, su rostro —el rostro de un hombre hastiado—, estaba surcado de diminutas venas rotas, del color de la carne cruda.
Se limitaba a estar allí, la mayor parte del tiempo con las riendas flojas en la mano, afrontando el frío. Me costaba entender las razones de que la plataforma estuviera a la intemperie. Delante de nosotros, una carreta ligera de reparto, de cuyo eje trasero colgaba un farol, salió a la Tercera Avenida desde una calle transversal y, al descubrir que las ruedas rodaban con mayor fluidez por las vías del tranvía, se instaló en ellas. Pero avanzaba a un ritmo más lento que el nuestro, y el conductor del tranvía se vio obligado a hacer sonar la campana con el pie. El otro vehículo aceleró la marcha.
—Hace frío —dije entonces, encorvando momentáneamente los hombros. La verdad era que no se trataba de un comentario estúpido, sino de unas palabras pronunciadas en voz alta como reconocimiento a su presencia.
—Sí, hace frío —replicó él en tono sardónico.
Yo guardé silencio y al cabo de unos instantes, pregunté:
—¿Se acostumbra uno a esto? —Yo no creo que pudiese soportarlo.
—¿Acostumbrarse? Bueno, debería echarme a reír. —Reflexionó por un par de segundos—. No, uno no se acostumbra. Usted no podría soportarlo, así de sencillo. Si quiere hacerse una idea de lo que es el auténtico frío, trabaje en invierno como conductor de tranvía. Si yo tuviese que organizar una expedición al Polo Norte y quisiera un grupo de hombres capaces de aguantar el clima, los escogería entre los conductores del transporte de superficie, porque un hombre capaz de soportar esto puede aguantarlo todo. —Era como un estallido de palabras, y tuve la impresión de que yo era el primer pasajero en mucho tiempo que le daba la ocasión de charlar.
Guardamos silencio. Luego, media manzana más adelante, al cruzar una calle transversal, una ráfaga de viento atravesó ululando la plataforma; era tan espantosamente helado que el caballo a punto estuvo de patinar. Yo me limité a darle la espalda, encorvar los hombros y resistir; pensé que no podría soportarlo, y deseé regresar al interior del vagón, pero no lo hice.
Esto hizo sonreír ligeramente al conductor, pero también le animó a reanudar la conversación.
—Se nota bastante el frío, ¿eh? Veo que da pataditas y se mete las manos en los bolsillos. Permanezca un rato aquí y verá como pronto se queda helado.
Deseará estar cerca de una estufa para calentarse... Yo, en cambio, tengo que soportar esto durante todo el día; aguantar aquí fuera, de cara al viento y el aguanieve, hasta que las manos se me quedan tan heladas que apenas puedo sentir las riendas, y mi nariz está más congelada que un carámbano.
—¿Cuántas horas trabaja?
—Mi jornada laboral es de catorce horas. A veces más, pues el vagón debe quedar lavado y en orden. No tiene uno muchas posibilidades para ver a la familia, ¿verdad? —Contesté que no y él asintió antes de proseguir—. ¿Cuánto cree que ganamos? —El dique se había derrumbado y el torrente corría libre. Me limité a negar con la cabeza—. Un dólar con noventa centavos al día; un poco más para las rutas largas hasta Harlem. Esto es lo mejor que podemos conseguir... Se supone que debemos hacer siete viajes al día, a veintisiete centavos con catorce el viaje. Si el tranvía se ve metido en un atasco y no podemos hacer tantos viajes, se nos descuenta de la paga. Imagine usted lo que es alimentar a la mujer y a los críos con un dólar con noventa al día. La mayoría trabajamos los domingos. En una gran ciudad como ésta, los pobres no podemos permitirnos descansar el día del Señor... A veces, cuando tengo un domingo libre, voy a la iglesia y llevo a la mujer y a los críos. Por algún motivo, asistir me parece algo respetable. Entonces el pastor se pone de pie y habla de la gratitud que debemos sentir hacia Dios por todas las bendiciones que nos da, de lo agradecidos que debemos estarle por vivir gracias a su merced. Debe de ser cierto por lo que a él se refiere, pero a menudo pienso, y no querría ser desagradecido ni irreverente, que la mayoría de la gente de este mundo tiene muy pocas cosas de que estarle agradecida, y muy pocos motivos para dar gracias a Dios por la vida... Nueve de cada diez habitantes de Nueva York apenas encuentran un momento en su vida al que puedan llamar suyo, y de un año al otro ven poca cosa más que miseria. —Estaba profundamente preocupado, y su voz lo delataba; había en todo aquello una contradicción casi inadmisible, pero inevitable, que no lograba quitarse de la cabeza—. ¿Cómo puedo dar sinceramente gracias a Dios por la comida y la vida que me da, si cada bocado que me llevo a la boca debo ganarlo con tantas fatigas, e incluso con sufrimiento? Es posible que exista una providencia para los ricos, pero cada pobre debe ser su propia providencia. En cuanto al valor de la vida, nosotros los pobres no vivimos para nosotros, sino para los demás. A menudo me pregunto si el rico que posee muchas acciones de las empresas de transporte de superficie y que cuenta su fortuna por millones piensa a veces, cuando está sentado ante su bien surtida mesa y mira las caras felices de sus hijos, en el pobre conductor de tranvía que trabaja en beneficio de él. Ese hombre que trabaja duro por apenas un dólar con noventa centavos al día y es feliz si prueba la carne dos veces por semana y puede dar a sus hijos ropa de abrigo y mantas para pasar el invierno.
»¿Frío, dice usted? Bueno, la gente se acostumbra a todo, supongo, y nosotros al cabo de un tiempo estamos tan acostumbrados al frío que ya no nos importa gran cosa... Antes dejaban que nos sentáramos, pero hace un par de inviernos un hombre murió congelado. El tranvía llegó al depósito y se encontraron al conductor sentado en el taburete, completamente rígido, con una mano en el freno y las riendas en la otra. Se había quedado dormido y nunca despertó. Tuvo suerte. En el peor sitio donde podía ir al menos se está calentito... Aunque he oído decir que los esquimales creen que el infierno es un sitio muy frío. Sea como sea, ése nunca más se verá obligado a conducir un tranvía a cambio de un dólar con noventa al día... ¿Y qué hizo la compañía después de esto? ¿Aislar las plataformas? No, eso cuesta dinero. Se pasó una circular a los empleados, advirtiéndoles que no se les permitía estar sentados, por miedo a que se durmieran y muriesen congelados. Aseguran que es una forma muy agradable de morir, y lo creo, porque una vez noté que me quedaba dormido y comprobé que me volvía insensible al frío. Pero enseguida me animé y empecé a dar pataditas en el suelo para mantenerme despierto, pues pensé en mis hijos. Al menos ellos no tendrán que dormir en las barcazas de heno, como se verían obligados a hacer si yo faltara.
—¿Barcazas de heno?
Me miró, irritado ante mi ignorancia.
—¿Dónde cree que duermen por la noche los niños, y también las niñas, que durante el día le limpian los zapatos o le venden periódicos? La mayoría son huérfanos, o críos a quienes nadie quiere y que los han dejado para que se las apañen por sí solos. Unos pocos duermen en los nuevos hogares de acogida
o sitios así, pero la mayoría lo hace donde puede. Baje ahora mismo al East River y encienda un fanal junto a las barcazas de heno. Las hay a centenares, amarradas a lo largo de los muelles y de la orilla. Verá a las criaturas acurrucadas en pequeños nidos que ellos mismos abren en el heno; algunos ni siquiera llegan a los cinco años. Hay quien dice que los hay a miles, y yo también lo creo, aunque nadie lo sabe con seguridad... Así que, por mi propio bien, aprendí a soportar el frío. Alguna que otra vez he intentado mantener el calor con la ayuda de una copita de whisky, pero he descubierto que después siento más el frío.
Delante de nosotros, un hombre con sombrero hongo y grueso jersey por el que asomaba una camiseta de felpa gris, salió corriendo de una taberna hacia la esquina, donde estaba la parada del tranvía. Cuando el vehículo empezó a frenar decidí bajarme allí. Y al posar el pie sobre el peldaño de la plataforma, me pregunté cómo debía despedirme del conductor. ¿Deseándole buena suerte? No lo creía conveniente; no creí que fuera a tenerla alguna vez. El tranvía se detuvo, volví la cabeza hacia el hombre, y dije:
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Durante el servicio militar me enseñaron el modo en que había que utilizar la vista por la noche: no había que mirar directamente lo que se pretendía ver, sino hacia un lado. Así, con el rabillo del ojo, se distinguía con mayor claridad. A veces, cuando se deja a un lado algún problema, la mente trabaja de la misma forma indirecta, sin forzar una respuesta. Caminé hacia Broadway, frente al hotel Metropolitan subí a un cabriolé y, cuando llegué a Gramercy Park, ya había averiguado qué tenía que hacer.
El trayecto fue largo por la zona comercial de Broadway, ahora desierta y oscura. Pero estaba resguardado del viento, abrigado hasta la cintura con una gruesa manta de pieles, algo raída y maloliente, pero al cabo de un rato tibia y acogedora. El continuo e invariable eco de los cascos del caballo, amortiguado por el empañado cristal de la ventanilla, resultaba hipnótico, y los pensamientos acudieron sin esfuerzo a mi mente. La ciudad había sido un lugar mágico aquella tarde, llena de trineos y desbordante con el sonido de canciones y risas. Sin embargo, en aquellos momentos, ya avanzada la noche, comprendí que era también la ciudad del conductor del tranvía con quien acababa de hablar; y que mientras me deslizaba por Central Park en el trineo de Jake, innumerables criaturas sin hogar buscaban un sitio donde dormir en el interior de las barcazas de forraje del East River. En aquellos momentos la ciudad ya no era un entorno exótico para mi extraña aventura, sino algo real, y finalmente comprendí que me encontraba allí, en aquella época, y que aquellas gentes eran seres vivos. Y lo mismo ocurría con Julia.
Observar, no interferir... Era una regla muy fácil de formular y de obvia necesidad en un proyecto para el cual las gentes de esa época sólo eran fantasmas que habían desaparecido hacía mucho tiempo de la realidad, de las que nada quedaba excepto algunas antiguas fotografías color sepia pegadas en viejos álbumes o guardadas sin clasificar en cajas de cartón, debajo del mostrador de alguna tienda de antigüedades. Pero, donde yo me encontraba en aquellos momentos, las personas estaban vivas. Allí, la vida de Julia ya no era algo pasado y olvidado desde hacía tiempo; aún estaba presente, ¡y era tan valiosa como cualquier otra! Ahí residía la clave. Finalmente había comprendido que si en mi propia época no podría soportar ni permitir que una chica a la que conocía, y a quien apreciaba, destrozara su vida mientras yo pudiese impedirlo, tampoco podía permitirlo ahora.
¿Iba a destrozar su vida realmente? Estaba reflexionando al respecto cuando el carruaje giró en Union Square para salir de Broadway y enfiló la Cuarta Avenida. Con la manga limpié el vaho del cristal y vi la marquesina de un teatro bajo el resplandor de unos globos amarillentos. NUEVO TEATRO DE TONY PASTOR, ponía allí, y en los carteles enmarcados que había a cada lado de las entradas se anunciaba: PERSEVERANCIA; O LA DONCELLA FASCINADA POR EL TEATRO. ¡VEA A LA SEÑORITA LILLIAN NUSSELL! UN ÉXITO QUE LE DEJARÁ SATISFECHO. UNA JOYA ARTÍSTICA. Sentí el impulso de detenerme y ver la última parte de la obra, pero tenía mucho en que pensar. Aunque yo había pasado unas pocas horas con Julia, estaba seguro de que en cierta medida la conocía. Si se tiene la habilidad suficiente para dibujar el auténtico retrato de una persona, al hacerlo se aprenden más cosas acerca de ella que las que se aprenderían durante días o incluso semanas de relación espontánea. Siempre he apreciado la historia que de vez en cuando se oye acerca del psiquiatra —en aquel entonces lo llamarían alienista— que se quedó mirando un retrato pintado por Sargent, o por Whistler, no recuerdo cuál de los dos. Era el retrato de un hombre que había sido paciente suyo y, después de estudiarlo durante unos veinte minutos, el alienista asintió y dijo: «Ahora entiendo qué le pasaba.» Bien, yo no era Whistler ni Sargent, no tenía su talento ni su agudeza, pero si se quiere atrapar la esencia de una persona sobre el papel o sobre el lienzo, hay que observar algo más que lo que pueda captar una cámara. Y... sí, yo sabía que para una persona tan especial como Julia Charbonneau, una vida como esposa de Jacob Pickering cambiaría el rostro que yo había dibujado en otro de permanente amargura e infelicidad, y no podía permitir que eso ocurriera.
¿Qué no podía interferirse en el pasado porque podía tener consecuencias en el futuro? Me encogí de hombros. Cualquier acto pasado influía en el futuro. Alterar el curso de un hecho en mi propio tiempo siempre implica alterar de manera inimaginable otro futuro, y sin embargo, lo hacemos a cada instante. De modo que el futuro que en aquellos instantes constituía mi verdadero tiempo tendría que correr sus propios riesgos, porque ahora yo sabía que no iba a permitir que Julia se hundiera en el abismo como si de algún modo ella no importara y nosotros sí. Me incliné hacia un lado cuando el coche giró por la calle Veinte, y luego, una manzana más adelante, por Gramercy Park. Al reducir la marcha y detenerse frente al número 19, yo estaba sonriendo. Ahora sabía que me las ingeniaría para encontrar la forma de romper el compromiso de Julia con Jake Pickering. ¿Quién podía afirmar que las consecuencias para mi propia época, si es que había alguna, no iban a suponer una mejora? En cualquier caso, a mi tiempo no le vendría nada mal.
18
Por la mañana, salí a la calle después de un desayuno durante el cual apenas pude permanecer quieto el tiempo necesario para tomarlo. Tía Ada me lo había servido junto con el Times, pero ni siquiera intenté leer. La verdad es que no podía hacer otra cosa que pensar, una y otra vez: «Ha llegado el día.» Esa noche, a las doce, Pickering y Carmody se encontrarían en el parque del City Hall. Nada podría impedir que yo también estuviera allí, y supe que finalmente averiguaría el significado de la nota del sobre azul: «Destruir por el Fuego el... Mundo por completo.» Las palabras carecían de sentido, no significaban nada... Sólo que por culpa de ellas, en un día lejano, Andrew Carmody se metería una bala en la cabeza.
No entiendo cómo pude ser tan estúpido, pero consideré que no podía hacer nada, excepto ocupar de algún modo ese día hasta que llegara la hora deacudir al parque. Subí y cogí la cámara de Félix de su habitación. Él me había dado permiso, me había animado incluso, y la noche anterior, en Gabe Case's, había repetido el ofrecimiento. La cámara se cargaba con placas secas, que él guardaba dentro de una caja, en el armario. Tenía docenas de placas, de manera que llené la pequeña caja de madera lacada que utilizaba para su transporte. En ella cabían diez, y metí otra dentro de la cámara. La ciudad estaba llena de sitios que deseaba fotografiar.
La isla de Manhattan es pequeña; se puede ir de un extremo al otro, en un día, de modo que cogí primero el Elevado hasta Battery Park. Mientras esperaba la llegada del tren, no paraba de enfocar todo lo que veía, pues la cámara disponía de un fuelle extensible de cuero rojo que hacía muy fácil el ajuste. Estaba esperando a que apareciera un tren para fotografiarlo cuando, de pronto, sin saber cómo, me sentí súbitamente preocupado. ¿Acaso debía hacer algo que tuviese más importancia que aquello? Pero en ese instante el andén empezó a temblar; a lo lejos, por la vía, se aproximaba un tren. Procedía del sur, pero eso carecía de importancia para mí, de modo que levanté la cámara y lamantuve en posición hasta que conseguí enfocar el tren. Ésta es la fotografía que obtuve y, en el tiempo que tardé en hacerla y en cambiar las placas, la duda sin resolver ya se había alejado de mi mente.
Pasear por Battery Park fue muy agradable. Había mucha nieve, pero la habían retirado de los paseos. Descubrí allí a un montón de inmigrantes recién llegados, echando su primer vistazo al país, y no pude resistir la tentación de retratarlos.
A continuación tomé el Elevado hasta el puente de Brooklyn —como un auténtico turista— y subí a la torre por una serie de escaleras de madera, procurando no mirar hacia abajo hasta que no llegué a lo alto. Sin pensar en ello ni por un instante, avancé por un pequeño puente de madera provisorio, que colgaba por encima de la calzada todavía sin terminar. De pronto, el puente empezó a oscilar. El único asidero que había era un cable delgado y, si daba un traspié, nada podía evitar que cayese. Era impresionantemente alto, y se balanceaba al impulso de la brisa helada. Con la mirada fija en las tablas de madera sobre las cuales arrastraba los pies —ya que no me atrevía a levantarlos—, no pude evitar mirar entre las rendijas, y abajo, infinitamente lejos, distinguí el gris plomizo del río y los espacios horriblemente vacíos de la calzada. Di sólo diez pasos, y no pude seguir. Sin embargo, al volverme en redondo, descubrí que en dirección contraria se acercaban dos hombres. No quedaba espacio para pasar por su lado y regresar a la torre: de haberlo intentado, seguro que habría caído al vacío.
Durante lo que me pareció una eternidad, me esforcé por avanzar pasito a pasito. El cable del asidero se deslizaba por la palma de mi mano, hasta abrasarla y dejarla negra de suciedad, pero finalmente conseguí llegar al otro lado, en lo alto de la torre de Brooklyn, maravillosamente sólida bajo mis pies, magníficamente amplia. Me detuve para tragar saliva y sentí que el sudor provocado por la inminencia del desastre empezaba a secarse en mi cara.
Aquí pueden ver la foto que tomé allí arriba, y me siento muy orgulloso de
ella. De pronto vi que los dos hombres que habían entrado en el puente detrás
de mí se habían detenido en el centro para contemplar la vista y que uno de
ellos incluso se recostaba contra el cable que hacía las veces de barandilla.
Apenas me atreví a mirar. Sin embargo, ¿verdad que es una vista admirable? Lo
que se ve a lo lejos, a la izquierda, es la Trinity Church. Me sentía feliz, me alegraba de haber cruzado —intrépidamente, pretendía convencerme a mí mismo— por encima del río. Sin embargo, para regresar a Manhattan preferí coger el transbordador.
No había andado veinte metros cuando me vi metido de lleno en los barrios más pobres de la ciudad, y después de recorrer dos manzanas había visto mucho más de lo que pretendía ver. La fotografía que tomé allí les dará una idea del porqué. Habían quitado la nieve de las aceras, pero éstas se hallaban repletas de barriles desbordantes de basura, como si hiciera semanas que no la recogían, y supuse que así era. No obstante, en las calles era peor: los arroyos estaban llenos de nieve, y encima de ésta se acumulaban montañas de basura, desperdicios, escombros y toda clasede inmundicia. Ésta es la foto que hice. Actualmente no nos importa gran cosa lo que pueda ocurrirles a los pobres, pero creo que en el siglo XIX importaba menos aún.
Es posible que fuera por cobardía, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto, y resultaba demasiado deprimente. Con paso rápido me dispuse a cruzar la ciudad rumbo al parque del City Hall. Quería salir de allí cuanto antes.
Al llegar a Park Row y mirar hacia la izquierda descubrí el edificio del Times y, justo al lado, el edificio donde Jake tenía su despacho secreto. Nada más verlo, una idea penetró en mi mente lo mismo que un cohete supersónico: ¡ellos no iban a quedarse en el parque! Por un instante, me quedé petrificado en la acera. ¿Cómo se me podía haber pasado por alto? ¿Qué clase de lío mental me había hecho pensar que Pickering y Carmody iban a sentarse al otro lado de la calle, a medianoche, en el parque a oscuras?
Doblé por Park Row hacia el edificio Potter, y entonces supe que estaba en lo cierto: Jake nunca llevaría al parque los documentos que poseía, pues no quería arriesgarse a que se los quitara por la fuerza alguien que Carmody hubiese apostado allí. Además, querría contar el dinero. En cuanto a Carmody, no iba a entregar los dólares sin antes examinar los documentos de Pickering. «Irán a la oficina de Jake para la transacción; tienen que hacerlo. Y yo no podré escuchar lo que digan.»
Me detuve en la acera y me quedé contemplando el edificio. Ya no pensaba en hacer fotografías. El edificio no había cambiado: los pisos superiores eran cuatro filas idénticas de ventanas estrechas, con la parte superior en forma de arco, sin nada especial que las distinguiera. Los escaparates de las tiendas de la calle estaban tan sucios como siempre, los toldos gastados y rotos, plegados contra la pared, y las rejillas que protegían los cristales oxidadas y descascarilladas; no había esperanza para ellas, ni tenían nada que ofrecer. Alcé los ojos hacia los letreros alargados y estrechos que identificaban los despachos de los principales inquilinos, y que colgaban de alguna de las ventanas del piso superior, como en la mayor parte de las fachadas de los edificios de la parte baja de Broadway. Los letreros estaban inclinados hacia abajo para que pudieran leerse desde la calle y, como ya había hecho la vez anterior, leí lo que ponía en ellos. TURF, TERRENOS Y GRANJAS, destacaban las letras doradas sobre el gran fondo negro que colgaba debajo de la hilera de ventanas del tercer piso; EL DETALLISTA, rezaba otro, y un tercero, EL ESCOCÉS AMERICANO. Debajo de las ventanas del segundo piso colgaba EL CIENTÍFICO AMERICANO y —sin mayor interés que el que había sentido respecto a los demás— volví a leer el letrero que nunca podría olvidar: THE NEW YORK OBSERVER.
Sin otra razón especial que echar un vistazo a las demás fachadas de la casa —muy similares a la primera, observé—, caminé en torno al edificio, primero por la calle Beekman, luego doblé en la calle Nassau, donde entré por la puerta que daba a ella. Esta vez, al pisar el vestíbulo, no percibí los ruidos de la sierra ni del martillo al arrancar los clavos, y al subir por la escalera al primer piso, la puerta del despacho donde había visto a los carpinteros, estaba cerrada. Pero no sólo cerrada, sino que la entrada se hallaba sólidamente entablada desde el suelo hasta el techo, y las tablas pintadas con advertencias. Era evidente que habían terminado de arrancar el suelo.
Mientras subía al segundo piso, pensé que tal vez estuvieran trabajando allí ahora, o quizás a punto de empezar, y que de algún modo eso me daría la oportunidad que necesitaba.
Pero todo estaba igual en el segundo piso. Si habían empezado a trabajar allí desde mi anterior visita, ahora no estaban. La puerta se hallaba cerrada con candado, como la otra vez, y había el mismo aviso pintado en rojo. De nuevo intenté abrir la puerta del despacho de Pickering, aunque sin esperanzas, y comprobé que seguía cerrada.
Nada había cambiado. Me agaché, miré a través de la cerradura, y nuevamente vi el buró y el sillón al otro lado de la estancia, delante de la ventana, así como la puerta a la derecha, clausurada mediante tablas horizontales. A continuación me incorporé y permanecí en el pasillo, desolado. No había forma de entrar. Y, sin embargo, tenía que conseguirlo. Intenté pensar en todo lo que había oído decir respecto a la forma de entrar en una habitación cerrada. Bastaba con deslizar una tarjeta de plástico o de celuloide entre el dintel y la puerta y empujar hacia atrás el pestillo, explicaban las historias que había leído. Pero eso era para unas cerraduras que aún no se habían inventado. Aquélla era de una clase distinta, sin pestillo. Me quedé en el estrecho pasillo, iluminado por un único mechero de gas, y miré con rabia, obstinadamente, la puerta cerrada con llave. Alguien subió por la escalera a mi derecha, y luego alguien bajó, y en cada ocasión, con la cámara colgando del hombro, me alejé por el corredor principal, como si me marchara. Cuando los pasos dejaban de oírse, regresaba junto a la puerta del despacho.
No podía marcharme de allí; estaba como hipnotizado. Pensaba en cosas tan absurdas como deslizarme desde el tejado con una cuerda hasta la ventana del despacho o la de la habitación clausurada de al lado. O ingeniármelas para escalar por el hueco semiabierto del ascensor hasta el techo del primer piso y luego... ¿Luego qué? Lo ignoraba.
Oí que se abría una puerta en el pasillo. Rápidamente me volví y caminé hacia las escaleras, delante de quien hubiera salido de uno de los despachos a mis espaldas. Subí por la escalera y él bajó, luego volví a bajar, retrocedí y me quedé una vez más en el pasillo, impotente y obstinado. Transcurrió un minuto, imagino. Sabía que podía marcharme, pero era incapaz de hacerlo.
Directamente a mis espaldas, arrastrándose, sonaron pasos —de zapatillas de felpa, de modo que no los oí hasta que doblaron la esquina y enfilaron el pasillo— y me volví en redondo. El viejo portero avanzaba lentamente hacia mí, la cabeza baja mientras entornaba los ojos encima de una pequeña pila de cartas que llevaba en las manos. Aún no me había visto, pero lo haría en cuanto levantase la cabeza, y el pasillo era demasiado estrecho para que yo pudiera pasar disimuladamente por su lado. Además, no había ningún sitio donde esconderse. Tuve tiempo para componer una amable sonrisa, luego él levantó la cabeza, se detuvo y me miró frunciendo el entrecejo. Me había visto con anterioridad, de eso estaba seguro, pero no lograba situarme... De pronto se acordó y sonrió.
—Buenos días, señor Pickering; no hay correspondencia para usted —dijo, pasó por mi lado y comenzó a deslizar algunos sobres por debajo de las puertas.
Yo no sabía qué hacer. Durante los quince segundos que el portero necesitó para llegar al extremo del corto pasillo, volverse y regresar, me limité a observarlo. De nuevo alzó la mirada hacia mí, esta vez con irritación.
—¿Qué ocurre? ¿Se le ha olvidado la llave? —inquirió, y antes de que yo pudiera contestar empezó a sacudir la cabeza con gesto airado—. No tengo duplicado; no para esa puerta. Seguramente lo tuve. Antes solía tener llaves de repuesto... Pero se extravió... ¡No puedo hacer nada por usted! Tendrá que
regresar a casa a buscarla. Ahora no tengo tiempo...
Lo interrumpí con una sonrisa, y esta vez sincera.
—Seguro que tiene una —dije con voz suave—. Tiene usted un duplicado y lo sabe. Pero hay un largo trayecto hasta el sótano, ¿verdad? —Saqué la cartera y extraje un billete de dólar—. Sin embargo, no es tan largo como el que tendría que hacer yo para ir en busca de la mía. —Le tendí el billete—. Vamos, bajaré con usted y le ahorraré el viaje de vuelta.
Dos minutos después, al subir por la escalera del sótano, llevaba conmigo la llave, de la cual colgaba una sucia etiqueta de papel con el número 27. Pero no subí hasta el despacho, sino que crucé directamente el edificio, salí a Park Row y, al lado del edificio del Times, encontré al cerrajero cuyo letrero recordaba, junto al restaurante Nash & Crook, en la planta del sótano. Me cobró diez centavos por hacerme un duplicado, y de regreso volví a atar la etiqueta a la llave original. Un cuarto de hora después de que me la hubiese entregado, se la devolví al portero, a quien encontré en el primer piso distribuyendo la correspondencia.
Mientras subía a la segunda planta, caí en la cuenta de que antes debería haber probado el duplicado, pero éste funcionó a la perfección. Metí la llave en la cerradura, se amoldó suavemente a las guardas, y las hizo rodar. Seguidamente hice girar el pomo de la puerta y entré en el despacho secreto de Jake Pickering.
Estaba lleno de archivadores. Conté hasta trece, situados uno al lado del otro en las cuatro paredes. Eran de roble amarillo, con tres cajones a lo alto, y en cada uno de ellos un tirador metálico situado verticalmente. Estaban gastados y llenos de arañazos, seguramente de segunda o tercera mano. Junto con el escritorio y el sillón que había debajo de la ventana, ocupaban unas dos terceras partes del pequeño despacho. Saqué la llave de la cerradura y cerré la puerta a mis espaldas. A continuación permanecí escuchando unos instantes. Después de comprobar que todo estaba tranquilo, eché la llave. Luego, lo más silenciosamente que pude, empecé a abrir algunos cajones al azar.
Los había que eran muy pesados, completamente llenos o casi. La mayoría estaba hasta la mitad, o tal vez a un cuarto de su capacidad. En uno había tan sólo unos cinco centímetros de papeles. En otro encontré un par de chanclos para la lluvia. Y en otro había una botella de litro de whisky Eagle, llena hasta la mitad. Los archivos estaban extremadamente ordenados, no había esquinas de papeles que asomaran por encima o por los lados. En los separadores había etiquetas pulcramente anotadas, casi con primor, utilizando tinta negra o roja. La mayor parte de esos rótulos consistía en combinaciones de letras, o de letras y números, como por ejemplo: «LL 4; D; A 6, 7, 8; NN», etcétera. No conseguí detectar en ellas ninguna relación. En todos los cajones había media docena o más de estos separadores, y sin relación identificable en las etiquetas. También vi uno en el que ponía «Duplicados», otro en el que rezaba «Ambos Integr.», y otro marcado con «???». Sin sacar ninguno de los documentos archivados, examiné algunos. Tal como Pickering le había dicho a Carmody, en los trece archivadores había facturas a montones, centenares, miles tal vez. También había albaranes y notas, y de vez en cuando cartas: algunas con los membretes comerciales de la casa central, ilustrados en banco y negro, o de las fábricas, que por todas sus chimeneas lanzaban orgullosas estelas de humo negro. Y había también auténticos contratos firmados, doblados y ligados con cinta roja. No logré descifrar de qué manera estaban agrupados aquellos documentos; cada cajón que examinaba, independientemente de cómo estuviera etiquetado, contenía documentos en los que había docenas y docenas de nombres diferentes.
La tapa corredera del buró estaba levantada. Me senté y registré todos los casilleros, así como los cajoncitos que había encima. Sin sacar nada, me limité a mirar. Había dos botellas de tinta china Daly's Best, una roja y otra negra; una cajita redonda de cartón, llena de plumillas; tres mangos de pluma de madera, todos mordidos en la punta; un trozo de tela manchado de rojo y negro, sin duda utilizado para limpiar las plumillas; cinco sobres rectangulares, de color azul, sin usar; un trozo de tabaco para mascar, marcado con una estrella roja de metal; y una hoja de papel doblada. Cogí ésta, la saqué y la desplegué. En ella, con tinta negra, habían escrito unas treinta o cuarenta veces el nombre de Jacob Pickering. Uno debajo del otro, y a doble columna. Todos con la misma letra, aunque con un estilo altamente variado: algunos mucho más grandes y fluidos que otros, otros altamente legibles, otros con una especie de elegante garabato. Jake había estado ensayando su firma, como si buscase la que consideraba más impresionante. Me sentí conmovido y a la vez avergonzado de estar allí sentado, registrando las pertenencias de aquel hombre.
Pero no interrumpí mi tarea, ni consideré siquiera la posibilidad de hacerlo. Registré los cajones inferiores que había a cada lado del hueco para colocar las piernas y descubrí una caja de cartón, medio llena, que contenía separadores de archivo sin utilizar; un vaso chato de cristal muy grueso, que intuí había robado en algún restaurante; unas chancletas de piel; dos hojas de periódico dobladas, en cuyo interior observé un par de manchas de grasa, algunas migas y un hueso seco de melocotón; dentro de una bolsa de papel había varias cortezas de pan, cuatro o cinco galletas saladas y una manzana que empezaba a pudrirse. También había una foto montada sobre cartón, en la que se veían los hombros y la cabeza de Julia. También la cogí, la saqué y la sostuve frente a la luz que se filtraba por la ventana. Era una fotografía excelente. Observé el brillo y la densidad de la cabellera de Julia, así como la sagaz y a veces maliciosa mirada que sus ojos tenían incluso cuando se hallaban en reposo.
La dejé en su sitio, me recosté en el asiento y miré alrededor. En la pared, unos cuadrados y unos rectángulos levemente más limpios que el resto indicaban el lugar donde antes colgaban cuadros o diplomas enmarcados. Y allí donde antes había habido un reloj de péndulo, se adivinaba la huella invertida de un banjo... Ahora aquellas paredes estaban desnudas, salvo por un calendario publicitario —un anuncio de «Tintas de Imprenta Junius Roos e Hijo»— en el que sólo quedaba la última hoja: la correspondiente a diciembre de 1880. Del techo colgaba un tubo metálico en forma de T invertida, del cual salían dos mecheros de gas. El suelo era de madera, y al lado del sillón había una escupidera de latón, extremadamente abollada. Ése era el despacho, y no había en él un solo lugar donde esconderse.
Me acerqué al portal que comunicaba con la habitación contigua. Estaba en medio de la pared, completamente tapado con tablas de pino de casi dos centímetros de grosor y unos quince centímetros de ancho, cortadas con bastante exactitud para que todas tuvieran el largo adecuado. No obstante, eran de pino basto, con muchos nudos, y entre las tablas había rendijas de dos centímetros e incluso más. La cabeza de los clavos sobresalía unos tres milímetros para que resultara fácil sacarlos. En la calle Frankfort, unas puertas más abajo de Park Row, había visto una ferretería, de modo que salí y cerré con llave. Al cabo de diez minutos ya estaba de vuelta con un martillo. A través de la rendija que quedaba por debajo de la tabla inferior, lo deslicé en la habitación contigua y lo empujé detrás del marco de la entrada, donde no lo pudieran ver. Ahora ya sabía que no sólo iba a oír, sino incluso a ver la reunión que se celebraría allí esa noche —pocas horas más tarde—, me fui.
Había una foto que deseaba hacer por encima de todas las demás, la auténtica razón de que hubiese tomado prestada la cámara a Félix para toda la mañana. De modo que cogí el Elevado de la Sexta Avenida hasta la calle Veintitrés, anduve una manzana hacia el este, hasta el cruce de Broadway con la Quinta Avenida, y en el centro de la calzada, protegido por un espléndido farol en forma de candelabro —¿por qué lo quitarían de allí?—, apoyé la cámara sobre el reborde de un gran abrevadero y tomé la foto de arriba en exposición para eliminar el denso tráfico. Y ahí lo tienen, al fondo a la derecha: el brazo de la estatua de la Libertad, elevándose por encima de los árboles de Madison Square.
A continuación reproduzco una ampliación que hizo Félix, en la cual el brazo se ve con mayor claridad.
Era casi mediodía y estaba hambriento. A una docena de pasos bajando por la calle Veintitrés, vi un salón y entré. Su aspecto correspondía exactamente a lo que esperaba: un largo mostrador con una barra de latón, un espejo de marco recargado detrás de ésta y, al fondo, una mesa repleta de comida. Había grandes pilas de pan, carnes cortadas en lonchas —entre las cuales se incluía jamón, pollo, pavo, pato salvaje y ternera asada—, ensalada de patata, un cuenco enorme rebosante de huevos hervidos, y encurtidos de todo tipo, salsas, rabanitos picantes, mostaza, y sé que se me olvidan muchas otras cosas, por ejemplo, remolacha en vinagre cortada en rebanadas. Uno podía comer gratis lo que quisiera si pedía una jarra de cerveza de cinco centavos. Y eso es lo que pedí: una cerveza que sabía de manera muy distinta de la actual. Con mucho más sabor a malta o a lúpulo, supongo, aunque no sabría identificar a cuál. Mientras tomaba a sorbos la cerveza e iba probando cuanto me apetecía del almuerzo, me entretuve en leer un enorme letrero, enmarcado en roble, que había al fondo del mostrador: letras doradas encima de un reluciente espejo de fondo negro.
Me hiela la sangre escuchar como al Ser Supremo
se le invoca por cualquier tema o trivialidad.
Mantened la compostura, condenad la zafiedad.
Blasfemar no es de sabios, valientes o buenos.
En el lecho de muerte, nadie se atreve a jurar.
El Creador puede quitaros la vida. ¡Reflexionad!
Por lo visto yo era el único en el local que lo había leído. A todos los demás, incluido el camarero, les tenía sin cuidado aquella sentencia, a juzgar por su forma de hablar. Supuse que el letrero estaba allí colgado únicamente para mitigar la propaganda de la Liga Antialcohólica de Mujeres Cristianas.
En un extremo del mostrador había una Guía de Residentes de la ciudad de Nueva York, y la cogí. ¿Quién estaría vivo en aquellos momentos en Nueva York? Bueno, del curso universitario sobre literatura norteamericana recordé, por ejemplo, a Edith Wharton. Debía de ser una muchacha de diecinueve o veinte años, todavía soltera, de apellido Jones, observando a la sociedad neoyorquina sobre la cual escribiría años más tarde. Pero el apellido Jones ocupaba cuatro páginas, como es lógico, y si alguna vez había sabido el nombre de pila del padre de ella, cosa que dudo, ya no lo recordaba. Sabía que Franklin Roosevelt había nacido en 1882, o al menos eso creía. Pero no en enero, ni en esa ciudad; aun así busqué «Roosevelt» y encontré a más de doce, entre los cuales había un Elliot y un James. Al Smith, un antiguo político contra el que mi padre solía despotricar, debía de ser un chiquillo en algún lugar del bajo East Side, pero no me molesté en buscar ningún «Smith». Encontré a Ulysses S. Grant, domiciliado en el número 3 de la calle 66 Este. Walt Whitman no figuraba. ¿Vivía tal vez en Brooklyn? No lo recordaba. Sin embargo, la esposa del general Custer, Elizabeth B., constaba como «viuda» y vivía en el 148 de la calle 18 Este. ¿Quizás en el edificio de apartamentos de Stuyvesant?
Finalicé mi almuerzo y, al disponerme a marchar, me acordé de otro nombre y lo busqué. Allí estaba: «Melville, Hermán, inspector de aduanas, r. 104 E. 26th.» Subí por la calle Veintiséis y encontré el 104 entre las avenidas Cuarta y Lexington, en el lado sur de la calle. Era una casa antigua, pasada de moda incluso en aquellos momentos. Me entretuve por allí unos minutos, paseando arriba y abajo por la calle Veintiséis. Estaba seguro de que se encontraría trabajando en cualquiera de los hangares de aduanas a lo largo del río, y, además, ignoraba cuál sería su aspecto. Sólo tenía la vaga idea de que, si aparecía por allí, de algún modo lo reconocería y le diría que Moby Dick me había gustado muchísimo, lo cual sería una exageración, aunque no excesiva. Aquello era una estupidez y, después de dar un par de vueltas por delante de la vivienda, me marché. Pensé en sacar una foto de la casa, pero no tenía ningún interés especial, y, además, no me quedaban demasiadas placas. No obstante, me hubiese gustado hacerle una foto al escritor.
En la calle Treinta y cinco con la Quinta Avenida, vi que se acercaba un ómnibus idéntico al que Katie y yo habíamos subido, y sentí la necesidad de hacerle esta foto, sobre todo teniendo en cuenta que al mismo tiempo enfocaba la mansión de A. T. Stewart, a la derecha, y las casas Astor, las dos gemelas de la izquierda.
Aquí es donde más tarde se levantaría el edificio del Empire State. Era una vista bastante típica de la Quinta Avenida: las barandillas de hierro forjado que se ven en la esquina inferior izquierda servían de protección a las escaleras que bajaban hacia los semisótanos, y se extendían a lo largo de las hileras de casas de tres o cuatro pisos, muchas de las cuales aún sobrevivían, sin cambios, en la última mitad del siglo XX.
En mi mente, un pensamiento luchaba por emerger a la superficie, lo mismo que un tronco al que soltaran en el fondo de un lago y flotara lentamente hacia arriba: Julia. Bien, ¿qué pasaba con ella?
Continué hacia el norte por la Quinta Avenida. Casi hacía calor ahora, y grandes fragmentos de cielo azul se filtraban entre la capa gris. No había ningún problema por lo que se refería a Julia; eso ya lo había decidido la noche anterior, y era una decisión que no estaba dispuesto a modificar. Sin embargo, persistía una sensación de inquietud indescriptible.
Había utilizado más de la mitad de mis placas fotográficas, pero al llegar a la calle Cuarenta y dos sentí la necesidad de sacar una foto al embalse Crotón. En el muro de piedra de la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y dos había un conjunto de travesaños de hierro en los que abundaban las manchas de orín, y, aunque dudaba que estuviera permitido hacerlo, subí hasta lo más alto, que después del puente era lo mismo que nada. Al llegar arriba, de pie en la esquina que daba al sur, saqué la fotografía que aparece en la parte superior de la página siguiente; a la derecha está el embalse, y a la izquierda, hacía el sur, se ven más casas de piedra arenisca como las que he mencionado.
Creo que la foto da una idea mejor de lo estrecha que era la Quinta Avenida. Observen que las aceras no eran de cemento sino de piedra tallada.
Permanecí unos segundos en lo alto del embalse Crotón, observando el carruaje que se había detenido junto al bordillo que en la foto se ve en el ángulo inferior izquierdo, aunque en realidad no estaba mirándolo... Había algo que se me había pasado por alto, y estaba relacionado con Julia. Pero nada acudió a mi mente, y cuando una mujer salió de la casa —más bien una mansión— para entrar en el coche que estaba esperándola y el cochero vestido de librea saltó al suelo para abrirle la portezuela, suspiré, me colgué la cámara del hombro y con sumo cuidado volví a bajar.
En la calle Cuarenta y cuatro saqué esta foto. Estoy seguro de que Ye Olde Willow Cottage era una reliquia de la época colonial.
En el interior de Tyson's colgaban animales enteros despellejados, aunque debido al exceso de sombra no salieron en mi foto.
En la zona más distinguida que constituían las calles Cincuenta obtuve la imagen de arriba, de la mansión de William K. Vanderbilt; es la del centro, de aspecto completamente nuevo y edificada con piedra caliza deslumbrantemente blanca.
Caminé hasta las calles Setenta y a lo largo de Central Park antes de dar media vuelta. Me hallaba de nuevo en la zona de pequeñas granjas, todavía muy poco edificada, y gracias al paseo en trineo del día anterior sabía que después de éstas sólo había campo abierto.
Para variar, en el trayecto de regreso bajé hasta una manzana por encima de la avenida Madison, luego doblé hacia el sur y en la calle Setenta y una me detuve a tomar la fotografía siguiente. Una vez más, e ignoro por qué esto me interesaba tanto, estaba convencido de que la granja también era una reliquia colonial todavía en funcionamiento en la isla de Manhattan. Al otro lado de Central Park se alzaba el Museo de Historia Natural, claramente visible desde la esquina de la avenida Madison con la calle Setenta y una, en aquel Nueva York extrañamente rural.
Me quedaba una placa, que utilicé más adelante, en las calles Cuarenta, de nuevo en la parte edificada de la ciudad, y es la mejor de todas, al menos para mí. La avenida Madison era mucho más tranquila que la Quinta, pero, al igual que en ésta, pronto habían quitado la nieve caída el día anterior. Estaba convencido de que en aquellas casas tenían criados y que éstos habían retirado la nieve hacía mucho rato con una pala y habían limpiado las escaleras de la entrada y las aceras.
Había tanta tranquilidad que podía oír mis propios pasos, y en la cálida tarde de aquel enero brevemente benigno, sintiendo el limpio sol sobre mi cara —el cielo estaba casi azul ahora—, paseé por aquella pacífica y residencial avenida desaparecida hacía mucho tiempo, y me sentí más feliz que nunca. En la calle Cuarenta y uno había un conjunto de pilares alineados a los lados de los peldaños de la entrada de una casa, y coloqué la cámara de Félix encima del remate plano de uno de ellos. Me tomé mi tiempo, enfoqué con mucho cuidado y saqué la foto que aparece a continuación. En mi opinión capta perfectamente la calidad de vida que he intentado describir: la paz y la tranquilidad de unos tiempos mejores. Aquí la tienen, la calle Cuarenta y uno con la avenida Madison, un lugar y un mundo completamente distintos a finales del siglo XX.
Pero a mí me gustaba de esa forma. Después de sacar la foto seguí andando, y todavía puedo oír detrás de mí el golpeteo hueco de los cascos del caballo que tiraba de aquel carruaje que se ve a media distancia, así como los pasos de la mujer de sombrilla y falda larga que se hallaba a una manzana. En aquellos momentos, en el preciso instante en que hice la foto, me encontraba en el único lugar del mundo donde me apetecía estar.
Y entonces, como un ordenador que finalmente diera con el dato exacto, mi mente me comunicó: «¿Cómo? ¿Cómo vas a conseguir que Julia rompa su compromiso? ¿Cómo explicarle lo que sabes sobre Jake?» Pero no había respuesta. Como si eso pudiera ayudarme, empecé a caminar más rápido hacia Gramercy Park, que era como decir hacia Julia. Pero de nuevo aminoré el paso. La noche anterior, aquello era una decisión fácil. Sin embargo, ahora... ¿qué diablos iba a decirle? «No pregunte nada... Julia, sólo confíe en mi palabra, pero no puede usted casarse... Por favor, no me pida que se lo explique, pero...»
En el salón del 19 de Gramercy Park, antes de cenar —el día estaba a punto de concluir y con la llegada de la oscuridad un frío invernal había vuelto a
apoderarse del ambiente—, me hallaba sentado con Byron y con Félix, intercambiando secciones del Evening Sun.
Félix se mostró encantado con que yo hubiera utilizado su cámara, se negó en redondo a que le pagara las placas que había utilizado, y añadió que después de cenar las revelaría y sacaría copias. Luego bajó Maud Torrence y finalmente lo hizo Jake. Tía Ada y Julia estaban poniendo la mesa en el comedor, y en dos ocasiones Julia me descubrió mirándola, mientras yo me preguntaba cómo diablos llevar a cabo lo que tenía que hacer.
Empecé a sentirme furioso. Observaba a Jake, que permanecía sentado al lado de la gran estufa niquelada, leyendo el periódico, o al menos intentándolo; como si le resultara difícil estarse quieto, no paraba de alzar la vista, fruncía las cejas, y en dos ocasiones se había humedecido los labios. Entonces me di cuenta de que no podía permitir, por ningún motivo, que se casara con Julia. Pero no sabía cómo impedirlo.
Durante la cena se sentó a la mesa casi delante de mí, y no pude evitar sentir deseos de fastidiarlo, de atacarlo. Maud Torrence estaba hablando de un tal profesor Peirce, que acababa de dar una conferencia en la Academia de Ciencias de Nueva York sobre las ventajas de establecer horarios nacionales e internacionales por zonas geográficas. Mientras la escuchaba, descubrí que aún no había unificación horaria en ningún lugar del país ni del mundo; cualquier aldea era libre de elegir su propio horario, y a menudo lo hacían, de modo que la hora podía variar entre poblaciones que se hallaban a pocos kilómetros de distancia unas de otras, a veces once minutos, otras diecisiete, o incluso treinta y uno. En las estaciones ferroviarias había relojes que marcaban la hora de distintos lugares, y Byron explicó que en los largos viajes en tren al Oeste era casi imposible establecer una guía de horarios, pues los trenes pasaban por setenta y pico de sitios con horarios distintos. La sugerencia del profesor Peirce consistía en que a las diversas zonas horarias se las denominara Horario Atlántico, Horario del Mississippi, Horario de las Rocosas y Horario del Pacífico. Consideré la probabilidad de efectuar una predicción, pero en aquellos momentos estaba más interesado en Jake. De modo que cuando Maud finalizó, dije, y no mentía:
—Esta tarde estuve por Central Park y —ahora sí mentí— hablé con un hombre, quien me comentó que, un rato antes había creído ver al inspector Byrnes cabalgando por allí. Lo decía como si se tratara de... —estuve a punto de decir «una celebridad», pero de pronto dudé si existiría esa palabra— un personaje importante. ¿Quién es el inspector Byrnes?
El comentario funcionó a la perfección; Jake cerró la boca con tal fuerza que su bigote y su barba se juntaron, y en sus ojos había una gran dureza cuando se volvió a mirarme. Como suele ocurrir siempre que se intenta algo malvado y se consigue el éxito, no experimenté ninguna sensación de triunfo. No me sentía satisfecho conmigo mismo, sino algo rastrero e indigno. Aun así, me quedaba un poco de espacio para sentir una especie de alegría furtiva, pues había conseguido que el tema cobrara vida. Al menos tres personas habían contestado simultáneamente, lo cual indicaba, sin lugar a dudas, que el nombre del inspector Byrnes poseía una magia poderosa.
—¿Ese hombre? —preguntó tía Ada, y una expresión de desaprobación hizo centellear sus ojos.
Maud murmuró algo, pero todo lo que pude oír fue la palabra «vergonzoso». Y Byron respondió:
—Bien, voy a explicarte quién es. —Y lo hizo—. Es posible que él no siga siempre las leyes al pie de la letra. —Byron había dejado a un lado el tenedor y el cuchillo y se había inclinado sobre la mesa, muy interesado en el tema—. Pero no se puede protestar contra esto, porque obtiene resultados. Ha conseguido ahuyentar a los rateros. Y a los atracadores de bancos. ¿No es así, Jake?
Jake había sacado un cigarro y, aunque no lo había encendido por encontrarse en la mesa, estaba mordiéndolo y dándole vueltas en la boca, y ya ni siquiera fingía que seguía comiendo. No contestó a la pregunta de Byron, sino que se limitó a asentir brevemente.
—El inventó el tercer grado —informó Félix, ansioso por demostrar sus conocimientos.
—¡Pues eso no contribuye a aumentar sus méritos! —exclamó tía Ada.
—Se refiere a que apaliza a la gente, ¿verdad? —preguntó Maud, nerviosa.
Julia no dijo nada, y al volverme hacia ella descubrí que estaba mirándome con curiosidad. Se me ocurrió que tal vez hubiera imaginado algo de lo que yo pretendía al mencionar el tema de Byrnes. Si era eso lo que estaba pensando, me limité a sonreír, sin negar nada.
—Oh, no —contestó Byron dirigiéndose a Maud—. Al menos éste no es todo su significado. No creo que a él le importe dar una pequeña tunda a alguien, si lo considera culpable. ¿Por qué iba a importarle? No creo que debamos tener prejuicios al respecto. ¿Preferiría que dejara impune a un criminal, con grave riesgo para la sociedad, a cambio de un poco de persuasión? Ese hombre no es un burro, es el policía más experimentado de la ciudad. Carece de escrúpulos, cierto, y a menudo actúa más allá de donde lo permite su autoridad y la fuerza de la ley. Además, es un hecho reconocido que si bien no acepta dinero, ni bonos, ni acciones de los millonarios a quienes favorece, sí acepta información secreta sobre Wall Street. Se rumorea que su riqueza es una consecuencia de eso. Pero deberíamos pensar en él como en un buen sargento; si dirige adecuadamente la compañía, mejor no estudiar muy de cerca sus métodos. Y si recibe algunas gratificaciones que no figuran en el reglamento, no tiene por qué parecemos mal. De lo contrario, ¿para qué iba a molestarse? Está muy lejos de ser un simple matón, y si yo lo hubiera visto pasar con su carruaje, como su amigo en el parque, señor Morley, lo habría saludado tocándome el ala del sombrero. Su famoso «tercer grado» suele consistir en algo más que apalizar a un rufián para obtener su confesión. ¿Han oído hablar del modo en que solucionó el caso del asesinato de Unger?
—¡Sí! —exclamó Félix, tan ansioso por explicar la historia que Byron sonrió.
—Adelante, Félix —dijo—, explícalo tú.
—Bueno, Byrnes torturó al sospechoso. Lo torturó de verdad. —Félix miró en torno a la mesa, para comprobar si había conseguido su efecto—. Y sin ponerle siquiera un dedo encima. Durante tres días lo tuvo encerrado en una celda, casi en la más absoluta oscuridad. La única luz procedía de la ventana situada al final del pasillo de fuera. Nadie hablaba con él. Ni siquiera veía la cara de un ser humano. La comida y el agua se la deslizaban por debajo de la puerta cuando dormía. No podía hacer otra cosa que pasear por aquella celda diminuta o tenderse en el catre, que era todo lo que había allí dentro. Poco antes del amanecer del cuarto día, cuando el ánimo del prisionero estaba en su punto más bajo —Félix volvió a mirar en torno a la mesa, para cerciorarse de que había conseguido la atención de su público—, Byrnes se posicionó en silencio ante la puerta enrejada de la celda del prisionero. Y entonces, por primera vez, encendió el fanal que colgaba del techo del pasillo. La luz iluminó la cara del desgraciado que dormía, el cual despertó con un sobresalto. Byrnes no se movió, se limitó a mirarlo fijamente, pero aseguran que la frialdad y la expresión amenazadora de sus ojos son capaces de atravesar a un hombre. Parpadeando bajo la luz, el prisionero vio aquellos dos ojos de hielo que estaban mirándolo y se incorporó con un grito. Tal como Byrnes había previsto, el catre sobre el cual había pasado la mayor parte de los tres días y sus noches, ¡estaba cubierto de manchas de sangre seca! ¡Aquél era el lecho donde había matado a su víctima mientras ésta dormía! Con un chillido, el prisionero saltó del catre y cayó de rodillas ante Byrnes, agarró los barrotes con ambas manos y suplicó que lo dejaran salir, que lo confesaría todo. Byrnes había llevado consigo a un taquígrafo, y hasta que el prisionero no lo hubo confesado todo y firmado una declaración completa no dejó que éste saliera de la celda donde estaba el catre manchado de sangre y se trasladara a otra. Un mes después, al poco de celebrar el juicio, lo ejecutaron en la horca.
—¡Espantoso! ¡Espantoso! —exclamó tía Ada, y Julia y Maud asintieron, mientras Byron se encogía de hombros.
—Es posible que esta estratagema fuera una violación de sus derechos civiles —murmuré, pero nadie prestó atención a mi comentario.
Jake se sacó el cigarro de la boca y comentó:
—He oído decir que no le importa amañar pruebas falsas, si no puede conseguirlas de otra forma.
—Es posible —dijo Byron, y volvió a encogerse de hombros—. La opinión general reconoce que carece de convicciones morales, o incluso de que sepa qué es eso. Pero no hay noticias de que los muchachos de Wall Street se hayan quejado.
—No —admitió Jake, al tiempo que asentía con gesto pensativo, y tuve la seguridad de que estaba pensando en que, después de esa noche, se convertiría en uno de aquellos muchachos.
Estuve a punto de preguntarle si había tenido éxito deteniendo a extorsionadores, pero no me molesté en hacerlo. Hablamos un poco más sobre Byrnes, luego sobre Guiteau, y finalmente todos, excepto yo, coincidieron en condenar a los mormones. Por algunas referencias, descubrí que la poligamia aún estaba fuertemente arraigada en las praderas de Utah, y que en aquella mesa nadie lo aprobaba, aunque a Byron eso parecía divertirle más que exasperarle. A continuación, tía Ada y Julia sirvieron tarta de manzana como postre.
Fue una velada horrible, tanto para mí como para Jake. El se levantaba y se sentaba, cogía una revista o un periódico y leía por unos pocos minutos, luego se levantaba y cruzaba la estancia para hablarle a alguien, sin apenas escuchar. Durante un rato permaneció sentado a la mesa del comedor, haciendo solitarios. En dos ocasiones subió a su habitación —sospecho que para tomar un trago— y volvió a bajar casi enseguida.
Yo estaba más tranquilo físicamente, pero mi mente parecía chirriar. En dos ocasiones tuve que dominar la irresistible tentación de levantarme, dirigirme hacia la cocina y explicárselo todo a Julia, que ayudaba a su tía a lavar los platos; de donde venía yo, por qué estaba allí, y qué había averiguado acerca de Jake.
Sencillamente, no sabía qué hacer, y no recuerdo siquiera si intenté leer. Poco después de las diez, Jake ya no pudo soportarlo más —estoy seguro de que en su mente sólo cabía lo que estaba a punto de suceder—, dio unas repentinas «buenas noches» a Julia, que zurcía una toalla ante la mesa del comedor, y subió a su habitación. Al cabo de unos minutos, Maud también subió a la suya. Aquélla era una casa en la que la gente se levantaba temprano, pues Byron y Félix, que se habían quedado en el salón a jugar a las chapas con monedas, también se habían retirado. Tía Ada salió de la cocina, y, cuando oí que cerraba con llave la puerta de la entrada, ya no me quedó otra cosa por hacer que dar las buenas noches y retirarme a mi habitación. Mientras subía por las escaleras, Julia y su tía permanecieron abajo apagando las lámparas y decidiendo qué prepararían de desayuno.
Ya en mi cuarto, y sin encender la luz, me quedé con la oreja pegada a la rendija de la puerta y oí que tía Ada y Julia subían a sus dependencias del segundo piso y se deseaban mutuamente las buenas noches. Seguí escuchando un poco más y, al no oír a nadie en el pasillo de la primera planta, abrí la puerta —«ahora o nunca»—, salí, cerré sin hacer ruido y subí presuroso y en silencio al piso de arriba. Sabía que la habitación de Julia daba a la calle, y vi una rendija de luz por debajo de la puerta. Me acerqué y llamé con una uña. Julia abrió la puerta.
—He esperado a que subiera... —dije—. Tengo que contarle algo que nadie más debe saber.
Ella vaciló por una fracción de un segundo, luego asintió.
—Pase.
Entré en una habitación pequeña, con una sola ventana, un banquito debajo de ésta, un catre con un cobertor blanco, un pequeño escritorio y una mecedora. Julia me indicó cortésmente la mecedora, pero me negué.
—No, cójala usted —dije, y me senté en el banquito que había debajo de la ventana.
Ella lo hizo en la mecedora, frente a mí, y, con las manos cruzadas sobre el regazo, sonriendo afablemente, se quedó esperando a que yo hablara.
Dije lo único que se me había ocurrido idear durante aquella larga velada, y tal vez lo mejor que podía decir, dado que era lo menos complicado:
—Soy un detective privado... —declaré, y en su asentimiento creí advertir cierta satisfacción, como si aquello contestara a una pregunta—. Lamento informarle que estoy aquí para investigar a uno de sus huéspedes. —Esperé un momento, luego añadí—: Por chantaje... —Ella abrió desmesuradamente los ojos; sabía que no me refería a Félix ni a Byron, y yo asentí, confirmándole lo que estaba pensando—. No estoy muy seguro de cuándo será del dominio público todo esto. Puede que nunca. Incluso es posible que consiga salirse con la suya; no soy de la policía... —Vacilé, luego añadí—: Julia, no puedo permitir que se case con él... Tenía que decírselo.
Julia contestó con voz serena, sin discutirlo ni aceptarlo:
—¿Y a quién hace chantaje?
Se lo dije. El nombre no significaba nada para ella. Pero entonces, utilizando casi las mismas palabras que él, describí los preparativos que Jake había llevado a cabo durante dos años, sus auténticas razones para trabajar en el Ayuntamiento. Y mientras observaba su cara, supuse que mi explicación le resultaba creíble, que había dado una posible respuesta a algunas de las preguntas que se hacía mentalmente. Le hablé de la reunión que se planeaba aquella noche, que yo iba a ser testigo de lo que allí se dijera, y cómo. Luego, tras una pausa de tres o cuatro minutos —bastante larga, dadas las circunstancias—, ella consideró en silencio lo que yo le había contado. Ante su cama había una alfombra de nudos, desteñida después de muchos lavados, y la miró fijamente. Luego alzó la vista hacia mí, evaluándome, y seguidamente volvió a posar los ojos en la alfombra. Yo permanecí sentado con la espalda apoyada en la ventana, notando la frialdad del cristal, y eché un vistazo a la habitación. Era muy limpia y austera. En la pared había un par de cuadros sin importancia, y en la repisa de la ventana se apilaban una docena de libros, así como unos boletines religiosos; no conseguí ver los títulos de los libros. Las paredes se hallaban empapeladas hasta más o menos un metro del techo, después de lo cual estaban enyesadas, con un blanco inmaculado. El único mechero de gas, que colgaba justo encima del cabecero de la cama de hierro pintado, estaba cubierto con un globo de cristal blanco y opaco.
Aquélla era una habitación bastante cómoda, un refugio aceptable para una persona atareada, que no pasaba mucho tiempo allí. Pero tenía el aspecto de un lugar que careciera temporalmente de propietario, y de manera deliberada. Al mirar alrededor, y luego nuevamente a Julia —que se mordía el labio inferior y seguía con la vista fija en la alfombra, cuya esquina movía ligeramente con la punta del zapato—, pensé que podía imaginar en qué estaba pensando. Aquélla era una muchacha inteligente y enérgica que para ganarse la vida ayudaba a su tía a dirigir la pensión. Para llegar a eso tenía que haber pasado por épocas difíciles, en las que había adquirido un sentido práctico. De modo que debía de haber pensado que su futuro no residía en aquella habitación sino en el matrimonio. Sin embargo, tan pronto como oyó lo que yo le contaba sobre Jake, supo que podía ser cierto.
A pesar de todo, ¿estaría pensando aún en casarse con él? ¿En prevenirle contra mí? Era posible, pero yo no lo creía. Aunque constituía un riesgo que debía aceptar. Ignoraba cuáles eran sus sentimientos hacia Jake cuando había accedido a contraer matrimonio con él. Me resultaba difícil admitir que se tratara de amor, pero... ¿qué significa eso o siquiera qué sentido tiene esa palabra para los demás? Julia sentía algo por él. Tal vez lo hubiera hecho por interés, hasta cierto punto; incluso era posible que se hubiese visto obligada a ello. Pero no era una mujer sin escrúpulos. Debía de sentir algo por Jake, aunque también estuviera preocupada por su futuro. Sencillamente, le costaba aceptar mi palabra contra él, aun cuando no negara esa posibilidad. No sé si detecté un movimiento con el rabillo del ojo —probablemente fue eso—, pero volví la mirada hacia la calle y vi que Jake acababa de bajar el peldaño inferior de la entrada. Estaba abrochándose el abrigo, y rápidamente me levanté para apartarme de la ventana, por si miraba hacia arriba.
Julia supo de inmediato qué acababa de ver yo. Se acercó a la cortina, la apartó unos centímetros de la pared y observó a Jake alejarse con paso rápido hacia la calle Veinte —yo estaba detrás de ella en aquellos momentos, mirando por encima de su hombro— y desaparecía de nuestra vista. Creo que Julia habría tomado de cualquier manera la misma determinación, pero aquello la decidió. Permaneció por unos instantes con la vista fija en el lugar por donde Jake se había marchado, luego se volvió hacia mí y, sin preguntármelo, sino advirtiéndomelo, dijo:
—Voy a ir con usted esta noche.
Asentí.
—De acuerdo. Dentro de dos minutos nos encontraremos en el recibidor.
19
Jake estaba en su despacho. Eran las once y treinta y cinco de la noche, y Julia y yo aguardábamos en el oscuro portal del edificio Morse, justo delante de la entrada del edificio Potter por la calle Nassau. Conté los pisos y las ventanas: en la segunda planta, contando desde la entrada de la calle Nassau, la segunda ventana de la derecha era un alto rectángulo de luz amarillenta. Se trataba del despacho de Jake, la única habitación iluminada en la fachada completamente a oscuras del viejo edificio. Diez minutos después, la luz titiló, luego enrojeció por un momento, y a continuación se apagó.
Yo había tomado a Julia del brazo, y sentí que éste se tensaba.
—Se marcha —murmuró ella, y asentí en la oscuridad; había tres cuartos de luna creciente, pero estaba muy alta en el cielo y nosotros nos hallábamos muy atrás en el portal.
Imaginé a Jake, que en ese instante debía de estar cerrando la puerta de su despacho... Avanzaba por el corto pasillo iluminado por la tenue luz del exterior, quizás utilizando una cerilla, a pesar de que yo no veía ningún resplandor. Luego bajaba por las escaleras, con una mano en la barandilla. Y entonces, justo en aquel momento, doblaría por el largo pasillo para cruzar el edificio hacia Park Row y el parque del City Hall. Cruzaría la calle hasta los jardines del centro de la plaza y miraría el reloj del Ayuntamiento, que señalaría las doce menos diez o menos once. Tal vez al otro lado del parque, bajo la luz de la luna, Carmody también estuviese entrando en la plaza llevando consigo un pesado maletín.
Presioné el brazo de Julia para indicar que debíamos ponernos en marcha y —nunca puede anticiparse del todo lo que los otros harán— Jake salió por el portal que había justo al otro lado de la calle, permaneció en la acera y miró con cautela en ambas direcciones... ¿Estaría escuchando también? De inmediato nos quedamos absolutamente quietos, sin respirar siquiera. ¿Se escucharían en aquel silencio los latidos de mi corazón? ¿Habríamos movido los pies y hecho algún ruido? Al otro lado de la calle, Jake pasó por delante de nuestro portal en dirección a la calle Beekman, luego cruzó ésta y bajó por la calle Ann; sus pisadas sonaron fuertes, produciendo ecos entre los muros de las casas.
Claro... No había salido por Park Row por si acaso Carmody o alguien más estuvieran vigilando en la calle, frente al parque. En cambio, ahora se dirigiría hacia allí caminando en dirección norte por Broadway y entrando por el oeste, con lo cual mantendría en secreto la localización de su despacho hasta el momento de conducir a Carmody hasta él.
Aguardamos, con el oído atento y observando desde nuestro portal. Vi que Jake llegaba a la calle Ann y se alejaba hacia el oeste, y de inmediato se interrumpió el ruido de sus pisadas. A continuación nos apresuramos a cruzar la calle Nassau —como máximo, disponíamos de unos minutos—, subimos por las escaleras a la luz de la luna y recorrimos el corto pasillo hasta el despacho de Jake. Yo ya había sacado la llave, encontré la cerradura, hice girar la llave en ella y abrí la puerta. Encendí una cerilla y, protegiendo la llama con la mano, me acerqué a la lámpara de gas que había al lado del escritorio, abrí la llave de paso, rocé la punta con mi cerilla y se produjo una pequeña explosión rojiza que se convirtió en llama. Luego la bajé para regular la intensidad e inmediatamente crucé la habitación, palpé por debajo de la tabla inferior del portal clausurado y encontré el martillo.
No quedaba más remedio que aceptar cierta cantidad de chirridos de protesta a medida que iba sacando los clavos. Pero los saqué poco a poco, mediante una fuerza continua, manteniendo muy bajo el nivel de ruido. Tan pronto como los hube aflojado, tiré silenciosamente de la tabla con la garra del martillo. Saqué primero dos tablas, y luego una tercera, hasta que dejé un boquete de medio metro a poco más de medio metro por encima del suelo. Ayudé a Julia a pasar, mientras se apoyaba con las manos en la tabla inferior. Primero pasó una pierna, luego agachó los hombros, metió la cabeza por el boquete y dejó escapar un grito de terror. De inmediato metí la cabeza por la abertura; la habitación se hallaba débilmente iluminada por la luz de la luna que se filtraba a través de la única ventana, y la mayor parte del suelo había sido arrancado, de modo que abajo no se veía más que el oscuro vacío.
Los carpinteros habían estado trabajando desde la última vez que los había visto. Habían finalizado ya el primer piso y luego se habían trasladado al de arriba, aserrando las tablas del suelo de aquella habitación, cuyas largas vigas estaban al descubierto. Habían estado trabajando, posiblemente aquella misma tarde, desde la pared del fondo hacia la entrada, y sólo quedaba una esquina del suelo, un triángulo que iba más o menos del portal clausurado con las tablas hasta la puerta que daba al pasillo.
Quedaba espacio suficiente para permanecer de pie, tal vez incluso para sentarse, y, al cabo de unos segundos, Julia pasó por el boquete. Yo la seguí tan rápido como me fue posible. Habíamos perdido unos minutos y tal vez los necesitáramos, si Carmody estaba esperando en el parque y él y Jake se dirigían hacia el despacho. Tal vez en aquellos instantes estuvieran ya en el portal del edificio, o empezaran a subir por las escaleras.
Tenía que arriesgarme, aceptar los ruidos y confiar en la suerte. Cogí la última de las tres tablas que había sacado, la coloqué en su sitio de modo que las puntas de los clavos coincidieran con sus agujeros y conseguí clavarla exactamente donde antes estaba, disponiendo de espacio suficiente para hacer girar el brazo y aun así poder ver. Había colocado la segunda tabla y ahora sentía mis movimientos bastante limitados, pero a pesar de ello aún podía manejar el martillo. Había levantado el brazo, dispuesto a golpear, cuando caí en la cuenta.
Solté la tabla y el martillo, que resonaron sobre el suelo de madera del despacho de Jake, y a continuación —retorciéndome, empujando, sin preocuparme por el hecho de que un botón del abrigo saltara mientras lo hiciera en nuestro lado, arañándome la cara desde el pómulo hasta la oreja— pasé a través del boquete abierto en las tablas, di un traspié en el despacho de Jake, estuve a punto de caer y, con el brazo extendido hacia delante, avancé el par de pasos que me separaban del escritorio. Seguidamente, hice girar la llave del gas, la luz se apagó, tal como Jake la había dejado y, en medio de la oscuridad, retrocedí y pasé por el boquete a la otra habitación vacía, cuyo suelo prácticamente había desaparecido. Julia me tendió el martillo y la tabla que había dejado caer. Forzando la vista, intenté ajustaría a toda prisa bajo la tenue luminosidad de la luna, encajé la punta de los clavos en los agujeros originales y los clavé a la misma profundidad que estaban antes. Recordé que debía dejar el martillo en nuestro lado y, mientras recogía la tercera tabla, oímos —muy débilmente, a través de la mole del edificio— que el reloj del Ayuntamiento empezaba a dar lentamente la hora. No esperamos a contar... Sonó perezosamente doce veces mientras Julia y yo, tomando la tabla cada uno por un extremo, la ubicamos en su sitio y, probando y equivocándonos, finalmente logramos encajar los clavos en su sitio. Primero uno y luego el otro, tiramos con todas nuestras fuerzas del extremo de la tabla, mientras yo rezaba en silencio para que no resbaláramos y cayésemos de espaldas en el oscuro vacío que había detrás de nosotros. Cuando sonó la última campanada, tanteé, con los dedos metidos en las rendijas, arriba y abajo de la tabla, en busca de la cabeza de los clavos, que sobresalían un buen centímetro, y cuando comprobé si la tabla estaba firme, ésta se movió. Aun así, me dije, desde el otro lado no daría la impresión de que la hubiesen sacado.
Todavía dispusimos de un par de minutos, puede que fueran incluso tres, para instalarnos. Lo más cómodamente que nos fue posible, con los abrigos doblados a modo de cojín, nos sentamos en la oscura habitación, de cara a la puerta clausurada con las tablas. Con las rodillas levantadas y los brazos alrededor de los tobillos, nos ubicamos cerca de las rendijas con cuidado de que las puntas de nuestros zapatos no asomaran por la abertura que quedaba debajo de la última tabla. Palpé hasta rozar la rodilla de Julia y le di unos golpecitos para tranquilizarla, o al menos ésa era mi intención.
No oímos ningún ruido procedente del pasillo, ni pasos, ni voces, ni siquiera el crujido de una tabla del suelo. De pronto, una llave sonó en la cerradura del despacho de Jake Pickering, y Julia me tomó del brazo. Ya estaban entrando, una mezcla confusa de pasos sobre el entarimado, y luego la voz de Carmody, que sonó terrorífica en la habitación donde nos hallábamos.
—¿Qué es esto? —preguntó.
La voz retumbó, hueca, en el espacio vacío donde nos encontrábamos sentados, y la mano de Julia se cerró con fuerza en torno a mi brazo. En el despacho de al lado se encendió la luz, proyectando a través de las rendijas y los agujeros de los nudos de las tablas el ondulante marco de la puerta contra la pared del fondo de nuestra habitación. Justo en el centro del vano se distinguía la silueta de un hombre que intentaba atisbar dentro, y por la rendija de unos cinco centímetros que quedaba debajo de la última tabla asomaban las puntas de un par de botas, que casi tocaban las mías. Al lado, en el suelo, vi la punta plateada de un bastón de ébano.
—Nada; el hueco del ascensor —contestó con impaciencia Pickering. Nosotros no podíamos ver más allá de Carmody, que se encontraba a menos de quince centímetros de nuestros ojos—. Déjeme ver ese maletín.
Carmody permaneció inmóvil por unos segundos, con el maletín en la mano. Por encima de nuestras cabezas, siguió inspeccionando el interior de la habitación donde estábamos.
—El suelo ha desaparecido —murmuró, y a continuación se volvió.
Exceptuando los bordes cubiertos de pelusa de las tablas y los círculos que se proyectaban contra la pared detrás de nosotros, así como la línea paralela de luz a nuestros pies, la habitación donde nos hallábamos era todo sombras y oscuridad. La luz de la luna, que penetraba sesgada por la estrecha ventana, era sólo una pálida estela que se difuminaba en la negrura de abajo. Al otro lado de nuestra trinchera, veía casi todo el despacho, a excepción de la pared más próxima, una franja del suelo y otra del techo, justo al otro lado del portal. Al observar a aquellos dos en secreto, no pude reprimir un estremecimiento de excitación y cierto sentimiento de culpabilidad que no experimentaba desde la infancia.
—Póngalo aquí encima —dijo Pickering, que estaba de cara a nosotros, al lado del escritorio, al tiempo que señalaba éste.
Con el maletín en la mano, Carmody se acercó al escritorio y oímos que soltaba un gruñido al depositarlo encima de él. Ambos se habían quitado el sombrero, que habían colgado de unos ganchos en la puerta, pero llevaban puesto el abrigo. Vimos a Carmody mover las manos, oímos el crujido de las correas cuando las desató, los chasquidos metálicos de las hebillas al abrirlas... Pickering, todavía de cara a nosotros, observaba con los ojos muy abiertos.
Luego Carmody abrió la pequeña maleta y la dejó plana, encima del escritorio. Estaba llena de billetes de banco, verdes y amarillos, en paquetes delgados y sujetos mediante fajas de papel marrón. Oímos que Jake Pickering suspiraba y lo vimos inclinarse para mirar con atención. Luego, sonriendo lentamente, alzó la mirada hacia Carmody, y ambos se mostraron felices, amistosos, como si compartieran el placer que producía la visión de lo que había encima del escritorio.
—¿Está todo aquí? —preguntó arrastrando las palabras, casi con temor.
Carmody asintió y Jake volvió a sonreír, muy amistoso con Carmody ahora, como si todo estuviera perdonado.
Todavía asintiendo —vi el brillo de su oscuro cabello a medida que movía la cabeza—, Carmody contestó:
—Sí, todo está aquí. Todo lo que va a conseguir... Diez mil dólares.
Contuve la respiración, y no pude por menos que reconocer el autodominio de Jake. No cambió de expresión, pero entrecerró los ojos que, bajo el débil palpitar de la llama de gas, centellearon al dirigir a Carmody una mirada dura, amenazadora. No dijo nada. Apoyó los nudillos en el borde del escritorio y se inclinó hacia Carmody por encima del maletín. Luego esperó, mirando al otro hasta que éste se vio obligado a decir algo.
—¡Los lectores están hartos de los escándalos del círculo de Tweed! — exclamó, irritado, aunque su voz denotaba que estaba a la defensiva—. En cuanto a sus molestias y a la información que posee —señaló con el mentón el maletín que había entre los dos—, eso es cuanto valen; nada más... El círculo ya no existe y Tweed está muerto, así como la mayoría de los testigos... —Con el puño de su bastón, esculpido en forma de cabeza de león, indicó los archivadores que se alineaban contra las paredes—. Por lo que se refiere a sus documentos, ni siquiera todos juntos lograrían enviarme a la cárcel.
—Oh, eso ya lo sé —dijo Jake sin alterar su postura—. Su dinero lo evitaría; eso es algo que siempre he sabido. Pero destrozaría su reputación, y no le alcanzarían todos los dólares que tiene para restaurarla.
Carmody se echó a reír —un bufido por la nariz—, y empezó a pasear por el despacho. Hacía balancear el puño del bastón, que sujetaba por la mitad, y gesticulaba mientras hablaba.
—La reputación... —exclamó en tono de desdén—. Es usted un funcionario, con una mentalidad de funcionario. ¿Cree que alguien que valga la pena va a menospreciarme por la información que usted posee? No hay un solo rico en la ciudad que no haya hecho lo que yo. ¡Y algunos cosas peores! —Se detuvo ante el escritorio de Pickering y, con el puño del bastón, golpeó con ademán despreciativo el maletín lleno de dinero—. Coja esto y considérese afortunado.
Pero, una vez más, Jake sonrió.
—Tiene usted razón. A Carnegie le tendría sin cuidado. Pensaría, sencillamente, que es usted un estúpido por haberse dejado atrapar. Tampoco a Goul le importaría. Ni a Michaels, ni a Morgan, ni a Seligman, ni a Sage, ni a ninguno de los demás. A los hombres no les importaría en absoluto. —Tendió la mano por encima de los fajos de billetes y de uno de los casilleros del escritorio sacó una larga tira de periódico, cuidadosamente recortada por los lados. Estaba doblada por la mitad. La desplegó y, al inclinarla para que le diese la luz, comprobé que se trataba de una larga lista impresa, escrita a dos columnas—. «La señora Astor» —leyó en tono admirativo—. Eso es todo lo que pone, pues ya sabemos quién es la señora Astor, ¿verdad? A ella sí le importaría, señor Carmody... «Señora de August Belmont», seguro que no le tendría sin cuidado. «Señora de Frederic H. Betts, señora de H. W. Brevoort, Señora de John H. Cheever, señora de Clarence E. Day...» A todas ellas les importaría. Y a la «señora de Stuyvesant Fish, señora de Robert Goelet, señora de Ulysses S...»
—¿Qué está leyendo? —inquirió Carmody, con aspereza.
—Unos cuantos nombres al azar. De la lista de organizadoras del Baile de Caridad que esta noche se celebra en la Academia de la Música. «Señora de Oliver Harriman, señora de J. D. Jones, señora de Pierre Lorillard, señora de Thomas B. Musgrave, señora de Peter R. Olney, señora de John E. Roosevelt, señora de A. T. Stewart.» ¡A todas estas mujeres les importaría! Y a la «señora de W. E. Strong, señora de Henry A. Taber, señora de Cornelius van...»
—Ya es suficiente.
—Todavía no. —Pickering alzó la vista del papel—. He pasado un nombre por alto; el más importante de todos. De todos los que hay en esta lista, ella es a quien más le importaría, porque su nombre nunca volvería a verse en tan ilustre compañía. —El índice de Pickering se trasladó al comienzo de la lista, luego empezó a deslizarse lentamente hacia abajo, y casi de inmediato se detuvo—. «Señora de Andrew W. Carmody» —leyó, y el puño de plata en forma de cabeza de león que remataba el bastón de Carmody lo golpeó en la cabeza.
Jake cayó como una marioneta sin hilos, chocó contra el sillón del escritorio, y lo empujó chirriando hacia el otro lado de la habitación. Julia dejó escapar un gemido, casi un grito, pero el sonido estridente del sillón lo ahogó. Y cuando intentó levantarse, la sujeté de los hombros, la obligué a permanecer sentada y
le susurré al oído:
—¡No! ¡No! No está herido... —dije, aunque no lo sabía.
Carmody miró fijamente a Pickering, que estaba encogido en el suelo, y luego al puño del bastón manchado de sangre. A continuación volvió la cabeza hacia el maletín lleno de dinero y seguidamente la bajó, no en dirección a Pickering, sino al trozo de periódico que éste tenía en la mano; se agachó y lo arrancó de entre sus dedos. Se incorporó y empezó a leerlo; es decir, lo examinó rápidamente en busca de un nombre. Al encontrarlo, murmuró en voz alta:
—«Señora de Andrew W. Carmody...»
Permaneció todavía un rato contemplando la lista impresa, luego volvió a bajar la vista hacia el cuerpo inmóvil de Pickering, en el suelo. De pronto, estrujó el recorte hasta convertirlo en una bola y lo lanzó con fuerza contra el chantajista. Dejó caer al suelo su bastón y se acercó al sillón del escritorio, a sólo dos pasos de él. Lo arrastró hasta ubicarlo al lado de Jake, se agachó, cogió a éste por debajo de las axilas y lo levantó con esfuerzo para colocarlo en el sillón. Pickering, con la cabeza bamboleante, comenzó a resbalar hacia abajo, pero Carmody inclinó hacia atrás el respaldo del sillón, hasta que los pies del otro sólo rozaron el suelo. A continuación le desabrochó el cinturón y tiró de él para sacarlo de las trabillas. Luego lo pasó entre los barrotes del respaldo e intentó juntar los dos extremos sobre el pecho y los brazos de Pickering. Pero resultaba demasiado corto, de modo que levantó una rodilla para mantener el sillón inclinado hacia atrás, se sacó su propio cinturón y ató un extremo a la hebilla del otro. Seguidamente pasó el doble cinturón en torno al pecho y los brazos de Pickering, justo por encima de los codos, y deslizó la hebilla a la espalda. Lo ciñó con tal fuerza, que oímos que el cuero crujía, y hasta me pregunté si Pickering podría respirar.
Pero podía: estaba moviéndose cuando Carmody finalizó. Murmuró algo y, en el instante en que, con los ojos todavía cerrados, forcejeó para levantar la cabeza, un largo hilo de saliva corrió por la comisura de su boca. Carmody retrocedió, recogió su bastón y, con paso rápido, se situó detrás del sillón. Jake levantó la cabeza, vi que abría los ojos, que los enfocaba y luego los cerraba con fuerza cuando el dolor del golpe lo atacó. La cabeza debía de latirle terriblemente, pues observé que palidecía, luego las mejillas se le hincharon y encorvó los hombros luchando contra las náuseas. Por unos segundos no se movió. A continuación, muy lentamente, levantó de nuevo la cabeza y abrió los ojos, un poco cada vez, para acostumbrarlos a la luz. Una vez más, agitó los hombros. Luego, tras parpadear muchas veces, consiguió mantener los ojos abiertos, y la expresión de dolor regresó a su rostro.
Miró fijamente el suelo por un instante. Después movió las manos hacia el cinturón. Pero lo único que consiguió, dado que apenas si podía torcer las muñecas, fue rozar el cuero con la punta de los dedos. Carmody rodeó el sillón para enfrentarse a él. Se miraron. Un hilo delgado de sangre coagulada, casi perfectamente recto, caía de la sien de Pickering, y otro le bajaba por la frente hasta la esquina de una ceja poblada y negra.
—Ha creado una situación insostenible —dijo Carmody—. Ha descubierto la clave —añadió, y con la punta del bastón tocó la arrugada bola de papel de periódico, luego la lanzó hacia la puerta clausurada, donde pasó por debajo de la tabla de abajo, rodó por mi lado y cayó por el hueco del ascensor—. Esta temporada es la primera en que mi familia ha ocupado un lugar entre la sociedad de Nueva York, y no será la última... Haré lo imposible para que así sea. —Cerró el maletín y ató las correas, luego lo depositó en el suelo, al lado de la puerta—. Debió aceptar esto cuando tuvo la ocasión. Ahora no tendrá nada. —Carmody se quitó el abrigo, lo dejó encima del escritorio, se aflojó la corbata y el cuello, se desabrochó el chaleco, sacó un cigarro del bolsillo de éste y, con mucho cuidado, lo encendió. Cuando comprobó que había prendido bien, sacudió la cerilla, la dejó caer al suelo y la pisó. Seguidamente se acercó a uno de los archivadores, tiró del cajón superior y lo abrió.
Por unos instantes permaneció allí en silencio, con el cigarro entre los dientes, mirando las anotaciones codificadas del archivo. Jake Pickering, que podía hacer girar su sillón, se había vuelto hacia él. Carmody lo miró por encima del hombro, como si fuera a decirle algo, pero no habló. Se volvió de nuevo hacia el archivador y, comenzando por la parte delantera del cajón, empezó a examinar cada uno de los documentos que había en él, pasándolos con un movimiento regular del índice. Debía de examinar un papel por segundo, y la mano apenas se detenía en su continuo movimiento, aunque de vez en cuando se tocaba el índice con la lengua o se quitaba el cigarro de la boca para sacudir las cenizas. Raras veces sacaba un documento, sino que se limitaba a echarle una ojeada y luego lo pasaba. Sin embargo, en ocasiones se detenía para leer con mayor atención, para lo cual sacaba el papel; por dos veces dejó éste a un lado, encima del archivador. Las otras no se molestaba en devolverlo a su sitio, sino que lo estrujaba y lo arrojaba al suelo.
Sin embargo, imagino que habría tres o cuatro mil papeles, puede incluso que cinco mil, en aquel cajón de madera de poco más de medio metro de profundidad. El reloj del Ayuntamiento sonó una sola vez: eran la una de la madrugada. Carmody estaba a menos de la mitad del cajón, y encima del archivador sólo había apartado dos documentos.
—He esperado para que lo comprobara personalmente —dijo Pickering—. Le llevará horas registrar este archivo, y hay trece en total. Un número nada afortunado para usted.
Carmody se acercó al escritorio y dejó caer el cigarro dentro de la escupidera que había en el suelo, a su lado. Luego regresó al cajón abierto, colocó las manos sobre los documentos archivados, como si se dispusiese a proseguir la búsqueda y, volviendo la cabeza hacia Jake, sonrió y dijo amablemente:
—Dispongo de toda la noche. Y si eso no basta, de todo el día de mañana. O de mucho más tiempo, si es preciso. —El dedo índice siguió con su movimiento regular, y el continuo ruido que hacía al doblar las esquinas de los papeles casi llegó a formar parte del silencio.
Me incliné todo lo posible hacia Julia, y cuando mis labios rozaron su oreja, le susurré como si fuera una exhalación:
—Tiéndase y descanse. Creo que estaremos aquí mucho tiempo.
Veía claramente su cara, y cuando asintió, una franja de luz amarillenta, procedente de la otra habitación, subió y bajó por su frente. Lo más lentamente posible para no hacer ruido, se tendió en el suelo, a lo largo de la pared. Luego recosté cautelosamente un hombro en el portal y apoyé la cabeza contra el quicio, y con un ojo observé a Carmody a través de una rendija. Casi paralizado, seguía ante el cajón del archivador, con la cabeza inclinada; sólo el brazo y la mano continuaban con su monótono movimiento.
Cuando el reloj de fuera sonó dos veces, Carmody se hallaba aproximadamente a un tercio del cajón de en medio, y Pickering volvió a hablar.
—A estas alturas ya habrá observado que no se encuentra ningún expediente completo en un mismo lugar —dijo—. Para reunir todos los que se refieren a usted, decenas de documentos relacionados con cada caso dispersos por todos los cajones..., lo más probable es que yo necesitara veinte minutos, y eso que el sistema para encontrarlos está dentro de mi cabeza. En cambio, usted sólo ha encontrado un par en dos horas. ¿No cree que ha llegado el momento de que entienda que está obligado a llegar a un trato conmigo?
Carmody no se detuvo, ni siquiera alzó la vista.
—Un millón a cambio de toda una noche —dijo—, e incluso un día completo, representa un buen salario para mí. —Y siguió con la interminable y monótona acción de pasar uno tras otro los papeles.
Yo vigilaba, medio adormecido; no había forma de calcular el paso del tiempo hasta que el reloj volviese a sonar. Al cabo de un rato, sin detenerse en su labor, Carmody levantó un pie lentamente y movió la pierna arriba y abajo, flexionando los músculos, haciendo girar el tobillo. Hizo lo mismo con la otra pierna, luego, con los pies algo más separados que antes, continuó pasando papeles. Yo seguía mirándolo fijamente, ni despierto ni dormido. Tras un tiempo que no pude calcular, se detuvo por un instante, en actitud reflexiva, luego sacó el cajón y, arrastrando los pies debido al peso, lo llevó al escritorio. Allí se sentó al borde del tablero, de cara al cajón, y reanudó la búsqueda. Pickering se echó a reír.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en ocurrírsele esto —dijo—. Si está usted cansado, permita que le ofrezca mi sillón.
Pero Carmody no hizo la menor señal de haberlo oído. Continuó inspeccionando los documentos sin detenerse en ningún momento.
Me tendí al lado de Julia. La oscuridad me impedía saber si estaba despierta; por otro lado, tenía miedo a susurrar innecesariamente. Me habría gustado tener una taza de café, y al pensar en ello la deseé con tal intensidad, que me pareció imposible que no pudiera tenerla. Algo para comer, pensé entonces, y de inmediato me sentí hambriento. Intenté sonreír, pero me pregunté cuánto tiempo podríamos permanecer allí; yo no había previsto nada al respecto. ¿Hablaría en serio Carmody al decir que podía quedarse allí todo el día siguiente? Era imposible. Tendría que salir en busca de comida; tendría que descansar. Y lo mismo servía para Jake... Sólo con que ambos se durmieran, Julia y yo podríamos largarnos de allí. El sueño me vencía por momentos, y me esforzaba por mantener los ojos abiertos en la oscuridad. No me atrevía a dormirme, pues a medio metro a mi derecha el entarimado del suelo acababa y corría el riesgo de rodar y caer las tres plantas que había hasta el sótano. Volví a sentarme. Sabía que Julia estaba durmiendo, ya que apenas percibía el ritmo lento y regular de su respiración. Y era consciente de que no podía retroceder hasta la puerta, pues existía el peligro de que ella rodara hacia la derecha y cayese, o que la oyeran de la habitación de al lado. Tenía que quedarme allí, a su lado, por si empezaba a agitarse, a fin de tranquilizarla y asegurarme de que no hacía ruido al despertar.
Durante dos horas permanecí sentado sin atreverme siquiera a apoyarme contra la pared. Continuamente tenía que erguir la cabeza, pero conseguí mantenerme despierto y oí que el reloj del Ayuntamiento daba las tres. En la habitación de al lado, el continuo roce de papeles no se detenía ni por un instante.
Después de lo que me pareció una eternidad, el reloj empezó a sonar de nuevo, y aproveché el ruido de las campanadas para levantarme. Sentía las piernas entumecidas, y para conservar el equilibrio tuve que apresurarme a apoyar las manos contra la pared, por encima del cuerpo de Julia. Luego, muy lentamente, y sin hacer ruido, estiré cada uno de mis músculos —brazos, piernas, espalda, cuello— a medida que contaba cada una de las lentas campanadas. Eran las cuatro. Me acerqué a la puerta clausurada y atisbé a través de una rendija. Jake se había quedado dormido, tenía la cabeza apoyada en el pecho y roncaba débilmente. Carmody seguía sentado en el borde del escritorio, pero ahora la parte superior de su cuerpo permanecía tendida a lo largo del cajón que tenía a su lado. Observé que se trataba del cajón superior del segundo archivador. Dormía en silencio, y tuve que mirar con mucha atención para entrever el leve movimiento de la espalda de su chaleco. Supongo que de vez en cuando la gente siente la tentación —o al menos el impulso— de hacer lo que raramente se puede realizar: silbar en una iglesia, contestar algo exageradamente inapropiado en una situación determinada... De pronto se me ocurrió soltar un «¡Buuuu!» tan fuerte como me fuera posible, y luego contemplar la alocada reacción de los que estaban en el despacho de al lado. Sonreí y me senté muy cerca de Julia, seguro de que había despertado, aunque sin saber por qué.
Me tendí a su lado y acerqué la boca a su oído. Tuve que colocar un brazo en torno a ella a fin de orientarme, pero no me importó.
—¿Está despierta?
Asintió, y su cabello me rozó la nariz. Luego le expliqué la situación y le dije la hora. Me preguntó si yo había dormido, a continuación hizo que cambiáramos de sitio y se sentó a vigilar mientras yo me sumía en un profundo sueño casi al instante.
La primera luz del día en mi cara y las lentas campanadas del reloj del Ayuntamiento me despertaron. Abrí los ojos y observé la mano de Julia a dos dedos de mi boca, dispuesta a cerrármela si yo empezaba a hablar. Alcé la cabeza y le besé la palma de la mano. Asustada, la retiró bruscamente y sonrió. Señaló hacia la habitación contigua, luego se llevó un dedo a los labios y asintió. Yo seguía atento a las campanadas del reloj. Eran las siete. Cuando dejaron de sonar, percibí de nuevo lo que me pareció llevar toda la vida escuchando: el monótono rozar de papeles en la habitación contigua.
Nos acercamos en silencio a la puerta clausurada y nos sentamos como antes. A la luz del día —una capa de nieve reciente había surgido fuera, en el alféizar de las ventanas—, la habitación tenía un aspecto gris y miserable; salvo por eso, nada había cambiado. Carmody estaba sentado sobre el escritorio, pasando los documentos del cajón inferior del tercer archivador, según comprobé. Jake se había vuelto en el sillón para observarlo. Tenía un enorme bulto en la cabeza, del tamaño de un puño, el rostro macilento, los ojos enrojecidos, y debajo de éstos la piel le colgaba en múltiples arrugas. También tenía la boca ligeramente abierta. Debía de estar dolorido, pensé. Por el golpe que había recibido en la cabeza, tal vez, o por la incapacidad de cambiar de postura. Pero Carmody parecía igualmente cansado, pues miraba fijamente, con ojos somnolientos, y me pregunté si aún sería capaz de entender qué eran aquellas manchas borrosas que pasaban entre sus dedos. Ahora había cinco papeles encima del segundo archivador.
Era obvio que algo tendría que cambiar, y pronto. Bajo la nueva luz del día, muy blanca debido a la nieve que había caído, observé a Julia, a mi lado. Tenía aspecto de haber descansado, y sonrió. Sin embargo, por eso mismo, comprendí que ni ella ni yo podríamos seguir allí mucho tiempo. Y tampoco Carmody. Era posible que no le importara dejar a Jake Pickering tal como estaba, pero él no podía tardar en marcharse, aunque sólo fuera para conseguir algo de comida, y luego regresar. Si se iba, tendría que amordazar a Jake, imagino. Este no se atrevería a gritar por miedo a recibir otro golpe en la cabeza, pero sin duda lo haría apenas Carmody se hubiese ido, hasta que alguien lo oyera y acudiera a investigar. Eso era algo que no tardaría en ocurrir, pues, por el continuo ruido que Julia y yo oíamos fuera, al otro lado de las ventanas, la ciudad estaba completamente despierta. El edificio también había cobrado vida.
En dos ocasiones, por el hueco del ascensor oí ruido de pasos que subían por las escaleras. Me pregunté qué debíamos hacer si Carmody se marchaba. No podíamos empujar las tablas que habíamos aflojado y pasar por el despacho de Jake sin que éste nos viera. Me eché hacia atrás, alejándome del portal, para mirar hacia abajo. El suelo de madera había desaparecido a mi lado y detrás de mí, y podía ver el pozo del ascensor hasta muy abajo, iluminado en cada piso por la luz que se filtraba a través de las ventanas que daban a la calle Nassau. Observé que habían quitado las vigas de cada piso por debajo de nosotros, de modo que no existía forma de que pudiéramos salir de allí por el hueco del ascensor.
Y yo estaba cansado. Me dolía todo a causa del tiempo que había permanecido sentado o tendido sobre el suelo de madera. Estaba sediento y con hambre, y Julia debía de sentir lo mismo. Pero si había algo que pudiera hacerse aparte de seguir allí sentado, mirando hacia la habitación de al lado, no se me ocurría qué podía ser. Sencillamente, me repetía a mí mismo que pronto algo tendría que cambiar, que algo debería ceder, y en cuanto Julia me miró, le dirigí una sonrisa tranquilizadora.
Al cabo de media hora, aproximadamente, Carmody se interrumpió. Se puso de pie, movió los hombros e hizo girar la cabeza al tiempo que inclinaba el cuello para desentumecer los músculos. Luego miró a Jake con expresión inquisitiva y creí leerle el pensamiento: estaba preguntándose si se atrevería a dejarlo solo por un rato, y la mejor forma de hacerlo. Pero entonces se le ocurrió algo en lo que yo no había pensado: se volvió y empezó a registrar, uno tras otro, los cajones del escritorio de Jake. Yo ya los había registrado también, y recordé lo que iba a encontrar.
Metió la mano en el cajón de la izquierda, lo abrió, sacó la bolsa de papel, miró dentro, luego se volvió hacia Jake y sonrió. Se sentó en el escritorio y se comió las cuatro o cinco galletas blancas, al tiempo que mantenía la mano abierta debajo del mentón para recuperar las migajas, de las que al final también dio cuenta. En la manzana había algunos puntos blandos y marrones, pero aun así se la comió toda, incluido el corazón. No intentaba torturar deliberadamente a Jake, pero éste lo miraba, y cuando Carmody volvió a levantarse y se sacudió las últimas migas de las manos, estaba sonriendo. Abrió un cajón de un archivador, sacó la botella de whisky medio llena, quitó el tapón y se tomó un buen trago. Con el corcho todavía en la mano, miró reflexivamente a Jake por un momento.
—¿Quiere un trago? —preguntó.
Jake vaciló, luego se encogió de hombros, sin querer decir que sí y a la vez incapaz de rehusar. Carmody se acercó a él y, con cierto desdén, sostuvo la botella sobre los labios de Jake mientras lo observaba tomar dos tragos. Luego se la quitó. Seguidamente reanudó su trabajo y yo me estrujé la cabeza con ambas manos al tiempo que, impotente, me mecía hacia atrás y hacia delante.
Durante más de dos horas seguimos sentados en una especie de letargo. La nevada era más intensa y la nieve se apilaba en el alféizar de la ventana, adhiriéndose contra el cristal. Habíamos estado demasiadas horas sentados o tumbados sobre el suelo, y yo sabía que no podríamos resistir mucho más. La mayor parte del tiempo, Julia se lo pasó mirando al suelo, y lo mismo me ocurrió a mí. Al cabo de un rato, pasé un brazo por sus hombros e hice que se apoyara contra mí. Entonces se me ocurrió que a Jake Pickering se le veía en muy buena forma. Tenía mejor color ahora, probablemente a causa del whisky. Pero también había dormido más que cualquiera de nosotros y, aunque tuviera los brazos atados, éstos se hallaban protegidos por varias capas de ropa, aparte de que las correas que lo sujetaban eran planas y no se los entumecerían. Aun así, llevaba más de nueve horas sin poder moverse. Pensé que debía de estar terriblemente incómodo, de modo que no pude por menos que admirar la calma de su voz cuando por fin habló.
Haría una hora o así que habíamos oído el reloj del Ayuntamiento dar las nueve y media, y de pronto, en un tono ligeramente falso en el que creí advertir cierto matiz de vacilación, comentó:
—Un financiero tiene que ser forzosamente hábil con los números. He aquí un problema para ponerlo a prueba. Si un hombre demora nueve horas y media en registrar dos archivadores y medio, ¿cuánto le llevará registrar trece archivadores?
Sin volverse hacia Pickering, Carmody interrumpió su tarea para escuchar, las manos inmóviles sobre los papeles comprimidos del cajón que tenía delante. Parecía una tortura bastante suave, y supuse que Carmody se limitaría a sonreír
o a encogerse de hombros, contestaría amablemente y reanudaría su labor. Pero de pronto advertí que yo respondía automáticamente al «problema» planteado por Pickering, y pensé que tal vez Carmody hiciera lo mismo. Pareció reflexionar por unos instantes, y creo que una parte de la inevitable respuesta penetró en su mente: la forzosa comprensión de la inmensidad del trabajo que todavía le quedaba por hacer, el hecho de que la mareante concentración por la que había pasado sólo fuera el principio. Porque de pronto estalló. Miró a Jake, quien sonrió, y de inmediato se volvió de nuevo hacia el cajón, metió las manos dentro de éste y sacó un enorme fajo de papeles. Alzó los brazos, giró nuevamente hacia Jake y le arrojó a la cara la resbaladiza masa de documentos.
La fuerza del golpe hizo que Jake se balanceara en el sillón y los muelles de metal chirriaran. Los papeles cayeron en cascada sobre su pecho y sus hombros, aletearon hasta el suelo y se deslizaron sobre su regazo. Pero cuando Jake volvió a enderezarse, seguía riendo, y Carmody cogió el resto de documentos del cajón, un fajo enorme, se irguió, y descargó con él un fuerte golpe en la hinchada cabeza de Jake. Sin embargo, éste no dejaba de reír, lo cual enfureció todavía más a Carmody.
De un tirón sacó el cajón superior de uno de los archivadores, que cayó al suelo arrojando la mitad de su contenido, y se resquebrajó. A continuación pateó el cajón roto, desparramando lo que quedaba. Sacó otra media docena de cajones, a la velocidad que le permitía agarrar los tiradores, y todos crujieron con estrépito y se quebraron al golpear contra el suelo. Luego pasó por encima de aquel mar de papeles, pateándolos y desperdigándolos por toda la estancia. Se detuvo por un instante en medio de aquella lluvia de documentos, y, jadeando, miró alrededor con gesto de desesperación. Imagino que estaba buscando una forma de liberarse de aquellos papeles, porque de repente empezó a empujarlos con el pie hacia la puerta clausurada detrás de la cual estábamos nosotros. Después, de una patada, lanzó un fajo de documentos por debajo de la tabla inferior, los cuales pasaron ante Julia y ante mí. Oímos el aleteo de las hojas sueltas y a continuación el lejano golpe de la mayor parte de ellos al chocar contra el suelo del sótano. De esta manera siguió empujando la mitad de los papeles por debajo de las tablas y enviándolos abajo por el hueco del ascensor, antes de que tuviera que interrumpirse para recuperar el aliento. Mientras lo hacía, miraba fijamente a Jake, con los hombros hundidos y la respiración anhelante, y en ningún momento éste dejó de sonreír.
Sin embargo, creo que aquella reacción espontánea y descontrolada había sido benéfica para Carmody, pues, en cuanto recuperó el aliento, también empezó a sonreír. Y entonces, curiosamente, por unos breves instantes hubo casi una especie de compañerismo entre los dos hombres. Carmody metió la mano en el bolsillo del abrigo que estaba sobre el escritorio, al lado del cajón del archivador, y sacó un cigarro. Empezó a llevárselo a la boca, pero se detuvo y miró a Jake durante un segundo. Luego le tendió el cigarro, Jake se inclinó hacia delante, mordisqueó la punta y la escupió al suelo. Sin dejar de sonreír, Carmody colocó el otro extremo del cigarro en la boca de Pickering al tiempo que preguntaba:
—¿Por qué diablos está riendo? —Se volvió para sacar un segundo cigarro, que guardaba en un estuche de piel, y mordió la punta mientras escuchaba la respuesta de Jake y asentía.
—Porque puede usted patear mis archivos por todo el edificio —dijo Jake—. Me dará mucho trabajo volver a ponerlos en orden, pero no podrá comérselos, Carmody. En algún lugar de este caos, aquí arriba, o abajo, en el hueco del ascensor, habrá un pequeño puñado de documentos que todavía van a costarle... ¡un millón de dólares! —Con el cigarro en la comisura de la boca, le dirigió una sonrisa torcida. Carmody asintió, sacó una enorme cerilla de madera y la encendió con pericia, utilizando la uña del pulgar. Sostuvo la llama ante el cigarro de Jake, quien dio varias chupadas hasta que en el extremo se formó un círculo rojo. Contemplar aquello antes de desayunar, hizo que se me revolviera el estómago.
Luego Carmody encendió su propio cigarro, pausadamente, disfrutando del proceso, tal como suelen hacer los fumadores de puros. Exhaló una redonda bocanada de humo azulado, luego se sacó el cigarro de entre los labios y, sosteniéndolo con la punta de los cuatro dedos y el pulgar, inspeccionó, satisfecho, el resplandor. Por un instante observó el extremo encendido cubrirse de ceniza, luego hizo girar la muñeca para apagar el fósforo, pero no lo hizo.
Contempló la llama, que ya había consumido la mitad de la cerilla, cuya negra cabeza se curvaba hacia abajo. La anaranjada llama seguía ardiendo, y Carmody deslizó el pulgar y el índice hacia el extremo de la varilla para evitar quemarse. Luego separó los dedos y la dejó caer.
La cerilla podía haberse apagado antes de llegar al suelo. O haber caído sobre la madera y extinguirse hasta apagarse. Pero el extremo carbonizado se rompió y fue a dar sobre una hoja de papel de seda. Se hizo el silencio, todo lo que se movía en la estancia era la diminuta lengua de fuego; Carmody permanecía quieto, Jake inclinado hacia delante en su sillón, hasta donde le era posible, apretando el cigarro entre los dientes. Ambos miraban aquella cerilla. Un humo azulado se elevó de repente, y dio la impresión de que iba a apagarse. Pero no fue así; la pálida llama aleteó y se quedó inmóvil, y luego, súbitamente, surgió un círculo de bordes amarillentos en la superficie del papel, que de inmediato se volvió de color marrón. Luego creció, transformándose en un agujero irregular, un círculo que se expandía a medida que la llama lo quemaba. A continuación se oyó un leve chasquido, la llama enrojeció y saltó, y el documento empezó a arder. El círculo de fuego se hizo más grande y reptó hasta el borde de la hoja, rozó otra hoja de papel que se montaba encima de la primera, y ésa también prendió.
No recuerdo haberme levantado, pero Julia y yo estábamos de pie, ella sujetándome de la muñeca, con una expresión inquisitiva en los ojos. Vacilé, con la cara apretada contra una rendija. Si Jake o Carmody hubieran mirado en ese momento hacia la puerta clausurada, habrían visto nuestros pies y nuestros tobillos, cubiertos sólo con calcetines, asomar por debajo de la tabla inferior; sin embargo, ninguno de los dos miró. La llama crecía lentamente, deslizándose entre las hojas de papel, y comprendí que aún había tiempo de apagarla a pisotones, que con un hombro podía empujar las tablas y extinguir el fuego en unos segundos. Me puse los zapatos y Julia me imitó. Luego recuperé nuestros abrigos y los sombreros y nos los pusimos, sin apartar la mirada de las rendijas de la puerta. Me sentía alerta, dispuesto a entrar en acción en el instante en que el fuego fuese incontenible. Miré a Julia y sonreí; me di cuenta de que no estaba asustado sino receloso, y de que a ella le ocurría lo mismo.
Pero Jake estaba atado, indefenso. Pensé que intentaba contener las palabras apretando los dientes en torno al cigarro, pero no lo logró:
—¡Jesús! —exclamó—. ¡No! —Luego miró a Carmody con expresión de odio, pero también de súplica.
Carmody se volvió hacia él. Luego, fascinado, bajó la vista nuevamente hacia aquel círculo del tamaño de un plato que crepitaba levemente a medida que la llama se arrastraba.
—Ésta es la solución, ¿no? —susurró—. ¡Quemar sus malditos archivos! Es la forma de acabar con ellos. ¡Y ni se me había ocurrido!
—Carmody, por el amor de Dios. —La voz de Jake sonó serena, pero enseguida estalló—: ¡Desáteme!
—¿Por qué? —No estaba martirizándolo, sino formulando seriamente una pregunta.
—No puede usted permitir una cosa así. ¿Qué me dice de la otra gente que hay en el edificio? ¡Desconocidos que nunca le han hecho nada!
—Escaparán —respondió Carmody—, hay muchas escaleras... Y el edificio ha dejado de ser rentable. Potter se alegrará de verse libre de él... —Sonrió, recogió el abrigo de encima del escritorio y se lo puso.
Vi que las llamas aún podían apagarse fácilmente, sin duda, y esperé. Si Carmody se marchaba tendría que arremeter contra las tablas, pisotear la llama y desatar a Jake. Todavía confiaba en que no hablara en serio respecto a abandonar a éste. Y no lo hizo. Le hizo pasar unos momentos muy malos mientras se ponía el abrigo, luego sonrió.
—Voy a soltarle —dijo—. Dentro de un minuto. Saldremos gritando «¡Fuego!», y abandonaremos el edificio. Nadie sufrirá ningún daño.
Dicho esto, se quedó allí, esperando. Pero los papeles, que habían caído planos en el suelo y formaban una gruesa alfombra de hojas superpuestas, no ardían fácilmente. Para encenderse con rapidez necesitaban aire por debajo. Por unos segundos la llama se extendió formando un círculo casi perfecto, transformándose poco a poco en un óvalo de bordes chamuscados. Julia y yo permanecíamos quietos, en silencio, observando. Yo tenía muy presente que era de la mayor importancia que no interfiriese; tan pronto como ellos se marcharan, Julia y yo podríamos abandonar el lugar. Yo no estaba allí para alterar los acontecimientos, y mucho menos para salvar un edificio viejo y decrépito.
Pero Carmody fruncía el entrecejo con gesto de impaciencia. Así que se agachó, recogió un par de puñados de papeles y, tras estrujarlos y retorcerlos, comenzó a lanzarlos uno a uno a las llamas. Entonces, bruscamente, el fuego y el humo centellearon y crepitaron como una auténtica hoguera, y Carmody se acercó a Jake, cuyas manos estaban ocupadas en la hebilla, detrás del respaldo del sillón. Era todo cuanto yo necesitaba para no intervenir, y mientras Julia obedecía a la presión de mi mano sobre su hombro, abría los ojos, frenética.
En cuanto las correas se hubieron soltado, Jake saltó del sillón como impulsado por un resorte. Sin embargo, debido a que tenía los músculos entumecidos después de tantas horas de permanecer sentado, se tambaleó... ¡y cayó boca abajo sobre las llamas! Pero en realidad no cayó, sino que se lanzó sobre el fuego y empezó a rodar sobre él como un loco, con lo cual el olor a ropas y pelo chamuscados impregnó todo el despacho. ¡Iba a conseguir apagarlo! Carmody lo agarró entonces por un pie y un tobillo y lo arrastró sobre la espalda, apartándolo del fuego, mientras Jake sacudía los brazos y las manos en busca de algo donde sujetarse. De un tirón consiguió liberar una pierna, rodó sobre manos y rodillas y de nuevo se arrastró hacia las llamas, pero Carmody se le adelantó, lanzó una patada directamente al montón de papeles que ardían y los empujó por debajo de la tabla inferior de nuestra puerta. Julia y yo nos apartamos instintivamente, uno a cada lado, con lo cual los papeles en llamas pasaron entre los dos. Al instante oímos el rugido que hacían al cobrar nueva vida a medida que caían, y me volví a tiempo para mirar por el hueco del ascensor y ver que la bola de fuego se estrellaba, se esparcía y menguaba por unos instantes; y luego la masa de papeles ardió en el fondo del hueco como si se hubiese producido una explosión. No hubo crepitación entonces, el fuego sonaba como el rugido de una catarata, y las llamas lamieron las paredes del pozo hasta un tercio de su altura. ¡Incluso percibimos el calor que empezaban a desprender!
No había forma de apagar aquello; ya no podíamos esperar por más tiempo. Apliqué el hombro izquierdo contra las tablas que clausuraban la puerta, empujé con fuerza apoyándome en la pierna derecha y me abrí paso, enviando las tablas sueltas por los aires dentro del despacho de Pickering. Cogí a Julia de la mano y pasamos por encima de las dos tablas de abajo, que aún seguían en su sitio. De rodillas en el suelo, Jake sujetaba por los pies a Carmody, que forcejeaba frenéticamente para mantener el equilibrio. Ambos volvieron la cara hacia nosotros y nos miraron asombrados. Por un instante quedaron inmóviles, formando un cuadro viviente: Carmody haciendo equilibrios sobre una pierna y Jake de rodillas, sujetándole la otra por el tobillo.
—¡Váyanse! —les grité—. ¡Tienen que abandonar este lugar! ¡Miren, por el amor de Dios! —Señalé hacia el hueco, al otro lado; no se veían las llamas, pero podía oírse el rugido del fuego, y percibirse el brillo tembloroso del aire caliente que se elevaba formando espirales. Entonces Jake tiró de la pierna de Carmody con todas sus fuerzas y el otro pie, apoyado sobre una resbaladiza capa de papeles superpuestos, salió disparado de debajo de él. Carmody cayó pesadamente al suelo, haciendo que el entarimado se estremeciera. Apoyándose en las rodillas, Jake saltó como una fiera sobre él y ambos rodaron por el suelo. Ignoro si Jake no habría entendido que el fuego había prendido en el fondo del pozo y no había forma de apagarlo, o si habría perdido toda capacidad para razonar al ver que estaba a punto de perder aquello en lo que había basado sus esperanzas. Pero fuera, en el pasillo, oí pisadas apresuradas, y en otra parte un hombre gritó: «¡Fuego!» Una frenética carrera de pasos sonó al bajar por las escaleras desde el piso de arriba, y una mujer soltó un chillido escalofriante. Hubo más gritos de «¡Fuego!», pero ahora quien contaba era Julia. Los que se peleaban en el suelo ya estaban avisados, eran libres de marcharse, de modo que me volví hacia la puerta, y advertí que Julia tiraba de mi brazo, intentando soltarse.
—¡Jake! —gritaba—. ¡Jake, por Dios! ¡Sal de aquí!
Yo la agarraba de la mano con tal fuerza que tuve miedo de quebrarle un hueso, así que la arrastré y abrí la puerta. A continuación, me puse detrás de ella, le sujeté la otra muñeca para impedir que se agarrara del marco, y a empujones la obligué a salir. Luego la obligué a recorrer el pequeño tramo del pasillo hacia las escaleras.
Por todo el edificio se oían chillidos y gritos de «¡Fuego!», pasos que resonaban y gente que llamaba a otros por su nombre. Sujetando a Julia de la muñeca con mi mano derecha, avanzaba medio paso por delante de ella, arrastrándola. Giré hacia las escaleras a toda prisa, atento a no tropezar. Pero de pronto, al agarrarme al pasamano, frené bruscamente. Las escaleras estaban bien —podíamos ver el piso de abajo por encima de la barandilla—, así como el rellano y el siguiente tramo de escalones hasta el primer piso. Pero a partir de allí, y hasta la planta baja, las escaleras que subían junto al hueco del ascensor habían desaparecido por completo y en su lugar había una masa de sólidas llamas anaranjadas y espeso humo negro que subía serpenteando hacia nosotros. Un hombre en mangas de camisa, con la pluma todavía en la mano, y dos muchachas, con la falda recogida hasta la mitad de las piernas, retrocedían lentamente por la escalera en nuestra dirección, mirando fascinados la rugiente masa negra y anaranjada de abajo. De repente, giraron en redondo y subieron corriendo hacia donde nos encontrábamos.
Retrocedimos por los escalones delante de las llamas y luego echamos a correr por el largo pasillo que cruzaba a lo largo el edificio, en dirección a las escaleras que daban a Park Row. Julia intentó frenar al llegar al corto pasillo que se desviaba hacia el despacho de Jake, pero yo la sujetaba de la muñeca, y le grité que probablemente ya se hubiesen marchado. Luego proseguimos en dirección a la otra escalera que teníamos al frente. Pero, por rápidos que fuéramos, ya era demasiado tarde.
Al llegar allí nos asomamos sobre la barandilla y vimos que las escaleras de Park Row ardían desde la planta baja hasta la primera planta y las llamas subían peldaño a peldaño mientras las mirábamos. No cabía duda de que el incendio se había extendido por los pisos de abajo, y que toda la planta baja estaba en llamas. El hombre y las dos muchachas que venían corriendo detrás de nosotros habían seguido subiendo y, en el preciso instante en que volvimos la mirada hacia atrás, las llamas surgieron por las escaleras que habíamos dejado a lo lejos. Las lenguas de fuego eran muy altas y no tardaron en rozar la parte inferior del techo del piso de arriba, incendiándose también aquel tramo de escaleras. Entonces me di cuenta de que el suelo estaba muy caliente debajo de nuestros pies.
Agarré el pomo de una puerta que había a nuestro lado y que daba a uno de los despachos de la parte de Park Row. Estaba cerrada con llave. Giré sobre los talones y, con la mano de Julia todavía en la mía, corrimos por aquel pasillo a lo largo de una sucesión de puertas, hacia una que justo al final vimos abierta de par en par. THE NEW YORK OBSERVER, ponía en la puerta. Entramos corriendo y cruzamos una gran sala llena de escritorios de tapa corredera, mesas de madera y archivadores. Vimos una ventana abierta, cuya persiana verde batía con fuerza, y corrimos directamente hacia allí. Si existía alguna forma de salir de aquel edificio era a través de aquella ventana, e interiormente sentí un escalofrío de terror al recordar la fachada que daba a la calle; no había en ella ninguna repisa, sólo el alféizar de las ventanas, y estábamos en el segundo piso; es decir, a la altura de la tercera planta, y las tres con unos techos muy altos. Era impensable saltar desde allí.
Sobre la nieve nueva del alféizar había pisadas. ¿Habría subido alguien allí para saltar? Me asomé y no vi a nadie chafado en la acera, pero observé que la gente se concentraba ya a lo largo de la pared oriental del edificio de Correos, que cruzaba la calle en diagonal, así como en la acera del parque del City Hall, justo frente a donde estábamos. La multitud aumentaba por momentos; observé que corrían por los senderos del parque para reunirse con los demás. En la calle, justo debajo de nosotros, se había detenido el primer carro contra incendios y dos de los bomberos corrían con una manguera hacia una boca de agua, mientras otro desenganchaba los caballos. Las campanas no paraban de sonar, y por Park Row surgió otro carro de cuya chimenea de latón, ubicada detrás del conductor, salía una estela de humo blanco; el par de caballos iba a todo galope, las crines al viento, los cascos echando chispas. A lo lejos, al otro lado del parque por Broadway, un carro de bomberos de los que transportaban escaleras, tirado por cuatro caballos grises, giró bruscamente en un ángulo obtuso al doblar hacia nosotros por la calle Mail.
Capté todo esto en una fracción de segundo, luego volví a mirar el alféizar de la ventana y vi el letrero que en otra ocasión había leído desde la calle, el del THE NEW YORK OBSERVER, debajo mismo de la repisa. Por el borde inferior estaba sujeto a la pared, pero el superior se hallaba separado unos treinta centímetros, y estaba unido a ésta mediante unos alambres oxidados. Yo ignoraba si podría aguantar nuestro peso, pero de todos modos sabía que no estaba hecho para eso. Tal vez soportase el peso de Julia, de modo que tendría que ir ella primero, antes de que mi peso aflojara el rótulo o lo soltara.
—¡Sal, Julia! —dije—. Súbete al letrero y arrástrate hasta el edificio del
Times.
Pero ella palideció, cerró los ojos y negó con la cabeza. Comprendí que le sería imposible arrastrarse sola por aquel letrero; había personas que, sencillamente, no soportaban el miedo a caer. Yo había cerrado la puerta del despacho para impedir que el fuego entrara, y al volverme hacia allí vi que el negro humo empezaba a filtrarse por debajo.
No teníamos elección, de modo que me subí al alféizar de la ventana y me acuclillé. Bajé el pie izquierdo, lo apoyé sobre el borde superior del letrero inclinado y luego, poco a poco, trasladé a él mi peso. El letrero resistió, así que me sujeté al antepecho de la ventana con las manos y apoyé el pie derecho en el canalón que formaba el letrero al juntarse con el edificio. A continuación me levanté lentamente, me solté de la repisa y apoyé todo mi peso en el letrero. El viento lanzaba afilados copos de nieve contra mi cara y mis ojos y, ridículamente, a pesar del horrible miedo a que el letrero se soltara, me alegré de llevar el gorro de pieles y el abrigo. El letrero chirrió pero aguantó, y me volví hacia la ventana abierta que tenía a mi lado. Envuelta en su abrigo oscuro y aún con su sombrerito, Julia parecía petrificada, y me miraba fijamente. Antes de que pudiera retroceder, tendí la mano derecha, la agarré de la muñeca y tiré con tal fuerza y celeridad que se vio obligada a subir la rodilla sobre el alféizar de la ventana para no verse arrastrada por encima. Seguí tirando de Julia hacia mí, y, para no caer, tuvo que levantar la otra rodilla. Yo seguía tirando —ahora con pequeñas sacudidas—, y finalmente ella, sólo para evitar caer de cabeza, pasó las piernas por encima del alféizar y quedó frente a mí, medio de pie y medio agachada encima del letrero del THE NEW YORK OBSERVER, con una mano ante los ojos para protegerse de la nieve. Advertí que un pequeño tirabuzón del alambre se tensaba justo delante de Julia y me apresuré a gritar:
—¡No mires abajo! ¡No bajes la vista! ¡Limítate a avanzar!
La empujé y luego, medio agachados, cada uno con el pie izquierdo en el borde superior del letrero y el otro en el canalón, y la mano derecha apoyada en la fachada del edificio, nos arrastramos hacia el edificio del Times que teníamos en frente; el viento gemía alrededor de nosotros, la nieve y el agua congelada nos azotaba la cara.
El edificio en llamas y el del Times estaban construidos pared por pared y ambos se tocaban, o casi, dado que entre los dos sólo había menos de cinco centímetros. Pero esas dos paredes servían como un sólido muro de mampostería doble, sin puertas ni ventanas, que funcionaba a la perfección contra los incendios. No se veía la menor señal de que hubiera fuego en el edificio que teníamos delante. Sin embargo, directamente desde abajo, mientras avanzábamos por encima de la calle, una corriente de calor pasaba por nuestro lado, parcialmente desviada por la V que formaba la inclinación del letrero. Julia avanzaba más lentamente que yo, debido a que la ropa que llevaba dificultaba sus movimientos, y me veía obligado a detenerme, momentos en que era consciente de la calle y del parque. Las campanas de los bomberos no habían parado de sonar, y en aquellos momentos, a través de la niebla formada por la nieve que caía, atisbé justo encima de la chimenea de un carro de bomberos, que lanzaba chispas al aire. Vi que unos bomberos corrían acarreando escaleras, y a otros que, por parejas, sostenían unas mangueras de cuyas lanzas de latón salían gruesos chorros blancos en dirección al edificio en llamas; la nieve empezaba a blanquear los impermeables de goma negra. La policía desplegaba largas tiras de cuerda obligando a la gente a apartarse de la calle y subir a la acera al otro lado de Park Row. La multitud concentrada en torno al parque era mucho más densa ahora, y, desde donde yo estaba, semejaba una sólida masa oscura. Curiosamente para mí, entre la gente había muchos paraguas abiertos contra la nieve y, por alguna extraña razón, la visión de aquellos paraguas negros hizo que me diese cuenta de la altura a la que me encontraba. Aparté la vista de la gente y a lo lejos, más allá del parque, por la calle Chambers, divisé una ambulancia negra tirada por un solo caballo y con una cruz blanca en un lateral, que corría hacia nosotros desde el oeste. Me pareció oír su campana y vi al conductor que, inclinado hacia delante, fustigaba al caballo, que avanzaba al galope. Luego se esfumó por detrás del Palacio de Justicia.
Invertí un par de segundos en ver todas esas cosas, y Julia no había adelantado más de un metro. Miré hacia atrás y abajo antes de seguir tras ella; las llamas eran muy altas y el humo salía rodando y se enroscaba en la parte superior de las ventanas que yo veía en la planta baja, así como en algunas del primer piso. El hombre y las dos muchachas que habían corrido detrás de nosotros por el pasillo se apretujaban de pie en el alféizar de una ventana de la segunda planta; él rodeaba con los brazos los hombros de las muchachas, impidiéndoles bajar al letrero en que nos hallábamos, consciente sin duda de que éste se soltaría y caería bajo el peso de una persona más. Vio que yo los miraba y me apremió para que siguiera.
Avancé arrastrándome, intentando darme prisa, pero un cable de sujeción se enredó en uno de mis pies y oí una vibración y un chasquido detrás de mí. Sentí que el letrero protestaba y se estremecía bajo mi peso. En ese instante una mujer soltó un chillido, muy cerca, y pensé que había sido Julia. Pero advertí que había llegado desde arriba, de modo que alcé la mirada, sin dejar de avanzar. Las puntas de unos zapatos sobresalían del alféizar de una ventana directamente encima de mí, y tuve que inclinar la cabeza hacia la calle para mirar hacia lo alto. En la repisa había una mujer; estaba aterrorizada, y debajo de su ventana no se veía letrero alguno.
De pronto, Julia se paró, acurrucada e inmóvil en el borde mismo del letrero, y yo me incliné por encima de ella para atisbar la calle y averiguar por qué se había detenido. Los pisos del edificio del Times eran algo más altos, de modo que el letrero que había debajo de las ventanas de la segunda planta colgaba ligeramente por encima de la nuestra; vi que, además, era corto, que ocupaba el largo de dos ventanas, y que rezaba J. WALTER THOMPSON, AGENTE PUBLICITARIO. Entre los dos letreros había un boquete de unos cincuenta centímetros, y Julia se acurrucó en el extremo del nuestro, paralizada, incapaz de dar el paso necesario para cruzar el espacio sobre el vacío.
Nuestro letrero empezó a vibrar violentamente y volví la cabeza hacia atrás. Una de las chicas del alféizar de la ventana había apoyado un pie en nuestro letrero y se disponía a bajar, presa del pánico. En el instante en que lo hiciera, el cartel se soltaría y caería; estaba seguro de eso. Julia también miró hacia atrás, y vio y entendió lo mismo que yo. De pronto se incorporó y —habría jurado que con los ojos cerrados— elevó el pie derecho por encima del boquete. Aquél golpeó contra la pared del edificio del Times y a continuación se deslizó dentro del canalón que formaba el letrero al unirse con la pared. Luego levantó el pie izquierdo y lanzó el cuerpo por encima del boquete, al tiempo que con el pie tanteaba el borde superior del otro letrero. Por nada del mundo querría volver a presenciar un momento como aquél: ver cómo el pie de Julia se precipitaba hacia el montoncito de nieve acumulada sobre el canto de aquel cartel, consciente de que si fallaba caería por encima de éste. Pero posó el pie, lo hizo deslizar sobre la nieve resbaladiza y luego apoyó la mano derecha contra la pared del edificio del Times y todo su cuerpo osciló mientras recuperaba el equilibrio. Medio agachada y medio caída hacia delante —a pesar del miedo aún recordaba que yo iba detrás— siguió avanzando, dejándome espacio para que yo también pasara.
Pero no lo hice. Me arrastré hasta el borde del letrero donde estaba y esperé. No estaba seguro de que el letrero de Julia resistiera el peso de ambos, pero sí que el nuestro lo había soportado. Volví una vez más la cabeza y vi que sólo una de las chicas había bajado, y que avanzaba hacia mí. Julia ya había llegado a la primera ventana y, antes de que tuviera tiempo de preguntarme si estaría abierta, por ésta salieron los brazos de un hombre cubiertos por las mangas de una chaqueta, cogieron a Julia por las axilas, la alzaron del letrero y un instante más tarde vi sus pies desaparecer por la ventana.
Entonces me incorporé, pasé a través del boquete y avancé rápidamente hacia la misma ventana. Al llegar a ella volví la mirada hacia atrás y entre la nieve vi que la segunda muchacha había bajado al letrero y avanzaba por él, pero que el hombre seguía en el alféizar, sobre el que de vez en cuando salía alguna que otra llamarada. El calor debía de ser terrible allí. Le hice un leve gesto de saludo y sonreí, con la esperanza de infundirle valor. Era un hombre con una fuerte disposición de ánimo. Luego me acerqué a la ventana, el mismo hombre —joven, con barba— me ayudó a entrar, y tanto Julia como yo estuvimos a salvo.
Rodeé la cintura de Julia con un brazo y sonreí, y ella me abrazó al tiempo que apoyaba la cabeza en mi pecho. Luego alzó la mirada hacia mí, sacudió la cabeza y dejó escapar un sonido que era a la vez risa y sollozo de alivio.
—Gracias, Dios mío... —murmuró—. Gracias, Dios mío...
Tendí la mano libre hacia el hombre que nos había ayudado a entrar y me presenté. Se llamaba Thompson, y aquél era su despacho. Era una estancia bastante grande, en la que había un buró, dos sillones y un archivador de madera, una mesa de dibujo y un montón de anuncios de una columna de periódico, en los que sólo aparecía el texto, clavados con una chincheta en un tablero de corcho. Había otros dos hombres, que sonreían, y reconocí a uno de ellos: era el doctor Prime, del Observer, el hombre que me había enviado a ver al portero del otro edificio días atrás. El y el hombre que había a su lado, me dijo, habían logrado escapar arrastrándose por el letrero, como nosotros.
Thompson regresó a la ventana para ayudar a entrar a la primera de las muchachas que nos habían seguido por el cartel, y Julia y yo aprovechamos para irnos. Avanzamos por el pasillo hasta la escalera y un hombre en mangas de camisa, que forcejeaba para ponerse la chaqueta, corrió hacia nosotros y nos llamó cuando nos disponíamos a bajar. Era un reportero del Times.
Nos preguntó si éramos de los que habían escapado del edificio en llamas por el letrero del Observer y contesté que no, que todos estaban en el despacho de Thompson. Luego Julia y yo corrimos escaleras abajo hasta la calle.
Salimos al viento y a la nieve que caía sesgada, y al instante una voz nos gritó, colérica. Alcé la vista y descubrí que un bombero subido en su carro nos hacía señas con vehemencia de que cruzáramos la calle. Los carbones al rojo vivo de la gran caldera de bronce circular filtraban ininterrumpidamente sus cenizas sobre la nieve, que se fundía entre las grandes ruedas rojas.
Antes de que pudiéramos movernos, unos cinco hombres pasaron directamente por delante de nuestro portal, acarreando un par de escaleras extensibles de un vehículo que se hallaba aparcado en el lado norte. Uno de aquellos hombres, de mediana edad y rostro airado, tocado con una chistera que llevaba atada con una bufanda azul, me gritó en plena cara al pasar:
—¡Ayúdenos!
Julia y yo corrimos a su lado, ellos apoyaron la escalera en el suelo y yo los ayudé a acuñarla contra el edificio incendiado y a elevar la extensión. Mientras la izábamos, a través de un sistema de poleas y cuerdas incorporado a la misma escalera, levanté los ojos y vi lo que estábamos haciendo.
Tres hombres en mangas de camisa y chaleco, uno de ellos con visera verde, aguardaban de pie en el alféizar de tres ventanas contiguas del tercer piso, y nos miraban atentamente a través de la cortina de nieve. El hombre de la ventana más próxima al edificio de al lado estaba dominado por el pánico: agitaba violentamente los brazos mientras gritaba frases ininteligibles.
Nuestra escalera era demasiado corta. Apoyada entre un par de ventanas, tocaba la pared justo encima del segundo piso, muy por debajo de los tres hombres del tercero. Yo no sabía qué hacer, y miraba frenéticamente a mi alrededor. A poco más de cinco metros a mis espaldas, Julia contemplaba desde la calle el edificio en llamas, y hubo algo en su expresión que me impulsó a correr a su lado y mirar en la misma dirección que ella. Entonces vi toda la fachada del edificio.
Conservo, y creo que siempre lo conservaré, un ejemplar del New York Times de la mañana siguiente, 1 de febrero de 1882. La primera página, y parte de la segunda, está ocupada por un reportaje de aquel horrible incendio. No voy a narrar ahora lo que Julia y yo vimos, sino que prefiero citarlo directamente del periódico.
... las ventanas de arriba estaban llenas de formas vivientes. Aterrorizados rostros de hombres y mujeres atisbaban entre el humo a los miles de personas que había abajo, tendían las manos pidiendo ayuda y gritaban con todas sus fuerzas que los rescataran. [Toda mi vida recordaré cómo tendían sus manos.] La mezcla de humo y fuego daba a sus rostros una apariencia sobrenatural, y sus chillidos, mezclados con el rugido del fuego y los roncos gritos de los bomberos, llegaban como voces de ultratumba a los oídos de las gentes que se apiñaban abajo. Los bomberos hacían todo lo que podían, arriesgando intrépidos sus vidas en el esfuerzo por salvar a las víctimas que habían quedado atrapadas. Pero sus movimientos, por rápidos que fueran, parecían demasiado lentos a las criaturas que se asfixiaban en el edificio incendiado. Debido a la celeridad con que el fuego se había extendido, era imposible llegar a ellas por la escalera. De modo que los bomberos trajeron escaleras de mano, pero éstas sólo llegaban al segundo piso, y se consumió un tiempo precioso al añadirles escaleras más cortas a fin de incrementar su longitud. Mientras tanto, los que se habían quedado atrapados en el edificio veían la muerte avanzar progresiva e inexorablemente por detrás, y que los preparativos que desde fuera se hacían para salvarlos parecían interminables...
Julia soltó un grito y se tapó la boca con la mano. El hombre dominado por el pánico se había arrojado al vacío, y, mientras caía, su cuerpo giraba lentamente en un salto mortal completo, batiendo instintiva y furiosamente las piernas en el aire, en busca de un sitio inexistente donde afirmar el pie. Todos volvimos la cabeza a un lado en el instante en que se estrelló contra la acera.
Desde el edificio contiguo, dos bomberos corrieron hacia nosotros transportando una mesa de madera. El colérico hombrecito de la chistera seguía gritando al tiempo que me hacía señas, y corrí de nuevo hacia la escalera. Todos nos agachamos, agarramos los dos largueros, levantamos la escalera y avanzamos de lado, con paso vacilante, para deslizar la parte superior contra la pared del edificio, hasta que quedó por debajo de las dos ventanas, entre los otros dos hombres que aguardaban acurrucados. Las temblorosas llamas empezaban a salir con fuerza por la parte superior de aquellas ventanas, y de vez en cuando brotaba algún que otro torbellino de humo. Los bomberos habían llegado a nuestro lado y empujaron la mesa debajo de los largueros de la escalera, tras lo cual depositamos encima el extremo de los largueros y alzamos la cabeza hacia la fachada del edificio.
El extremo superior de la escalera estaba más cerca de aquellos dos hombres, aunque todavía muy por debajo de ellos... Sin embargo, bajo las dos ventanas había un letrero, que yo no podía leer a través de la nieve y del humo que salía de las ventanas de abajo. De pronto uno de los hombres apoyó los pies sobre el letrero, se deslizó hasta el punto donde estaba la escalera, se volvió de cara a la pared, se colgó del borde superior del letrero y bajó a pulso, sacudiendo las piernas hasta que encontró el peldaño superior. Entonces se soltó, dobló las rodillas, se agarró a los largueros y descendió tan rápido como pudo. Mientras tanto, el hombrecito encargado del rescate no paraba de gritarle al otro individuo:
—¡Estará a salvo en un momento! ¡Mantenga la calma!
A continuación, el segundo hombre alcanzó la escalera como el primero y, a medida que descendía, el hombrecito de la chistera sonreía y nos estrechaba la mano.
—Soy Anthony Comstock —decía—. ¡Mis más sinceras gracias! ¡Que Dios los bendiga!
Los dos bomberos aguardaban, sin soltar la escalera, y en el instante en que el hombre saltó al suelo, empezaron a bajarla. Nos dieron las gracias y nos dijeron que cruzáramos al otro lado de la calle antes de que resultáramos heridos. Corrimos por Park Row, nos agachamos para pasar por debajo de la cuerda que la policía había colocado a fin de mantener a la gente en el parque del City Hall, y luego volvimos la mirada hacia el otro lado de la calle.
Oí que Julia emitía un extraño sonido: estaba llorando, y giró lentamente la cabeza para no ver el edificio en llamas. Dudo que el mundo moderno pueda contemplar alguna vez una imagen como aquélla. Sólo las paredes exteriores del edificio eran de piedra; todo el interior —suelos, marcos de ventanas, puertas— era de madera, así como el mobiliario de los despachos y oficinas. Incluso las paredes y los techos eran de listones de madera cubiertos de estuco. Además, con el paso de los años aquella construcción se había convertido en pólvora seca. En la planta baja, el fuego literalmente había explotado, y había ascendido por los dos tramos de escalera hasta el piso de arriba. En aquellos momentos, unas anchas lenguas de fuego brotaban frenéticas, altas y rojas, por todas las ventanas de la planta baja y de la primera planta; en realidad, daban la sensación de querer escalar todavía más. Junto con las llamas, salía, en espiral, una densa y grasienta humareda que se deslizaba por el marco superior de las ventanas. El viento la empujó a ráfagas por Park Row, y por un instante interminable las llamas se doblaron bajo el impulso del viento, titilaron y se estremecieron, luchando por permanecer erguidas y volver a adherirse a la fachada.
Siempre que cierro los ojos y lo recuerdo, veo el horrible color de aquel incendio: la oscura y tiznada fachada del viejo edificio, la espantosa mezcla anaranjada, roja y negra de las enormes llamas y del humo que se extendía rodando, la roja telaraña de las escaleras de mano, la gente en las aceras, todos de blanco y negro a excepción de una muchacha que llevaba un largo y alegre vestido verde, y la escena adquiere en mi memoria un aspecto extraño, de pesadilla o ensueño a través de la blanca cortina de la nieve.
Éramos miles los que mirábamos formando una hilera en el borde del parque y a lo largo del muro oriental del edificio de Correos, de pie en medio de un silencio sólo roto por el monótono rumor de los motores, los gritos de los bomberos y los agudos chillidos de aquellos que aún estaban en los alféizares de las ventanas. Los del segundo piso fueron rescatados rápidamente, aunque en aquellos momentos las ventanas que daban sobre el letrero del Observer eran pasto de las llamas. Los últimos del segundo piso ya bajaban por su cuenta o los ayudaban a hacerlo. Una muchacha colgaba flácidamente sobre el hombro del bombero que la llevaba, y sus brazos oscilaban inertes a lo largo de la espalda del hombre. De pronto, la multitud soltó un gemido. Algunas de las escaleras extensibles eran lo suficientemente largas para llegar hasta el tercer piso, pero como las extensiones se elevaban más arriba de la segunda planta, la maraña de cables de telégrafo que colgaban sobre la acera chocaban contra los largueros de las extensiones. Sin cambiar de sitio la base de las escaleras, hasta quedar pegada casi a la fachada del edificio, la parte superior nunca conseguiría superar aquella barrera.
Media docena de bomberos habían levantado una de las escaleras y, utilizándola como un ariete vertical, trataban de hacerla pasar entre los cables por la fuerza. Los delgados hilos negros se tensaron, se rompieron y cayeron, balanceándose libremente, y la parte superior de la escalera penetró a través de ellos. Dos escaleras más se forzaron de este modo, y la gente comenzó a bajar por ellas, desapareciendo a veces en medio del humo. Pero algunos no consiguieron pasar, y vimos que un hombre, y luego una mujer, se colgaban de la ventana y, al grito del bombero que aguardaba en lo alto de la escalera, saltaban sobre ella, mientras aquél afirmaba las piernas en los travesaños, a la espera de sujetar a los que saltaban.
En una repisa del cuarto piso había dos hombres. De pronto, el cristal de la ventana estalló y una bola de humo con manchas rojas pasó entre ambos. Vi que los fragmentos de cristal salían disparados hacia el centro de la calle, culebreaban y caían, reflejando la luz a medida que se confundían con la nieve que flotaba en el aire. Al desaparecer las ventanas, el calor era excesivo, y los faldones del chaqué de uno de aquellos dos hombres empezó a arder y a humear. De inmediato, los dos se pusieron de rodillas, se situaron de cara al edificio, se colgaron del alféizar de la ventana y comenzaron a agitar los pies en busca de un apoyo en el saliente de los adornos de la fachada por encima de las ventanas del tercer piso. Pero también por éstas salía fuego, y estoy seguro de que aquellos infortunados habrían muerto en cuestión de segundos debido al calor y a los gases de la combustión si uno de los bomberos no los hubiese visto y hubiera dirigido hacia ellos el chorro de la manguera con que intentaba apagar las llamas que salían por las ventanas del segundo. Siguió así, alternando el chorro entre los dos hombres y las ventanas de la segunda planta, hasta que desde abajo consiguieron forzar el paso de una de las escaleras. Un bombero subió por ella y, debió de gritarles, porque uno de los dos hombres se desplazó unos treinta centímetros, cambiando una mano tras otra, y luego se dejó caer encima de la escalera, aterrizando justo debajo del bombero. Debió de hacerse daño, e incluso puede que se dislocara o se fracturara algo, porque bajó con dificultad, aunque con vida. El segundo hombre también se balanceó en el aire y se dejó caer sobre la escalera.
Todo esto ocurrió en cuestión de segundos, después de que pasáramos por debajo de la cuerda de contención de la policía. Entonces Julia me agarró del brazo y lo sacudió.
—¡Jake! ¡Jake! —me gritó al oído—. ¡Tal vez esté en una ventana! ¡En el lado de la calle Nassau!
La verdad era que me había olvidado por completo de Jake y de Carmody; los había borrado de mi mente. Pero Julia dio media vuelta y yo la seguí, forcejeando para abrirme paso entre la gente. Conseguimos salir y corrimos junto a la línea irregular que formaban las espaldas de la multitud a lo largo del parque, y en la calle Mail cruzamos hacia el edificio de Correos. Allí volvimos a abrirnos paso entre la gente hasta llegar a las primeras filas. Los había que murmuraban, volviéndose a mirarnos al pasar de costado por su lado, y algunos incluso me maldijeron. Por fin conseguimos ubicarnos junto al bordillo, pero la cuerda de contención nos impedía pasar. Desde allí no sólo veíamos la cara del edificio que daba a Park Row, sino también la que daba a la calle Beekman.
De repente estalló una ventana del cuarto piso en Park Row, próxima a la esquina con Beekman, y los cristales saltaron por el aire. Tras ella algo pareció moverse, y al instante una mujer subió con dificultad al alféizar. Tenía la cara negra —a causa del humo, pensé al instante—, pero entonces distinguí una mancha roja encima del oscuro rostro, y me di cuenta de que se trataba de un pañuelo, con el que se cubría la cabeza. Aquella mujer era la negra Ellen Bull... La mujer de la limpieza que días atrás me había indicado dónde podía encontrar al portero. De pie sobre el alféizar de la ventana, empezó a sacudir violentamente los brazos; quizá lo hiciera presa del pánico, pero pienso que tal vez tratara de aliviar algo el terrible calor que salía a sus espaldas, ya que casi de inmediato las llamas brotaron por allí y envolvieron su largo vestido gris. La mujer se dejó caer de rodillas, se volvió, se deslizó por la repisa y quedó colgando de las manos, el cuerpo balanceándose en el aire. De la ventana del tercer piso, debajo de ella, aún no salían llamas, y el cristal estaba intacto, pero no había ningún sitio donde apoyar los pies. A nuestra izquierda, dos hombres pasaron por debajo de la cuerda de contención y echaron a correr hacia una carreta estacionada al otro lado de la calle Mail; se había visto atrapada por el lío del incendio, nos explicó una mujer que había a nuestro lado, aunque el dueño se había llevado los caballos por el parque. Aquellos dos hombres desataron y luego arrancaron un sucio toldo de lona de la carreta, y a continuación lo arrastraron por Park Row. Cinco plantas por debajo de los oscilantes pies de Ellen Bull, empezaron a tensar la lona... Una docena de hombres que estaban detrás de la línea de contención de la policía, en la esquina de la calle Beekman, pasaron por debajo de la cuerda y corrieron a ayudarlos. Pero no había nadie al mando. Los veíamos gritarse los unos a los otros, hacer gestos y tirar de la lona. Al final consiguieron tensarla, y se hacían señas mientras tomaban posición, pero ninguno miraba hacia arriba cuando las manos de Ellen Bull se soltaron y la mujer cayó.
Un terrible gemido se elevó de la multitud, y los hombres que sostenían la lona miraron hacia lo alto a la vez que intentaban correr para colocarse, pero ella pasó por su lado, y desde donde estábamos pudimos oír claramente el horrible sonido que hizo al chocar contra el suelo. La gente dejó escapar un suspiro de desesperación, y una mujer que estaba cerca de nosotros se cubrió el rostro con las manos enguantadas, se dobló sobre sí misma, los codos hundidos en el vientre, se desmayó y cayó de lado, aunque no tocó el suelo debido a la presión que ejercía la multitud en torno a ella. Los hombres que habían intentado salvar a Ellen Bull la colocaron encima de la lona, luego la arrastraron a lo largo del edificio y la entraron en el del Times. Al día siguiente, este periódico informaría que la habían llevado al hospital de la calle Chambers, donde falleció una hora después.
En la calle Beekman, un anciano colgaba de una ventana del tercer piso [informa mi ejemplar del New York Times del miércoles 1 de febrero de 1882, aunque en aquel momento Julia y yo lo estábamos viendo en medio de la gente enmudecida] y las atentas manos de los bomberos izaron una escalera para llegar hasta él. El hombre se sujetaba con todas sus fuerzas, pero las llamas eran más fuertes que él. Se las veía brotar con violencia por la ventana de la cual colgaba el anciano. Los bomberos estaban a punto de llegar a su lado cuando de pronto un ronco gemido escapó de miles de gargantas. Habían visto que el hombre soltaba una mano y su cuerpo se estrellaba pesadamente contra el adoquinado de abajo. El anciano era Richard S. Davey, quien trabaja de cajista en El Escocés Americano. Fue trasladado, inconsciente, al hospital de la calle Chambers, donde al cabo de poco la muerte le alivió de mayores sufrimientos.
Con el rabillo del ojo vi que Julia se volvía hacia mí, y cuando la miré observé que estaba blanca como la cera y tenía los ojos desmesuradamente abiertos.
—Nosotros podríamos haberlo evitado —murmuró como si reflexionara. Luego me cogió del brazo con ambas manos y me sacudió con tanta violencia que me tambaleé—. ¡Pudimos haberlo evitado! —exclamó furiosa, y me miró fijamente. Luego se volvió, susurrando—: Nunca me lo perdonaré...
Yo no sabía qué responder, y deseé estar muerto. Tenía que ponerme en movimiento, hacer algo, emprender alguna acción contra lo que estaba pasando. En la línea de policías que acordonaban la zona, el más cercano a nosotros estaba, como sus compañeros, de cara a la multitud, con su abrigo azul hasta las rodillas y el casco de fieltro. Pero, también como los demás, de vez en cuando se volvía para mirar por encima del hombro el edificio en llamas al otro lado de la calle. Esta vez, cuando lo hizo levanté la cuerda, empujé a Julia para que pasara y la seguí. Corrimos entre la nieve y los helados chorros de agua que salían de la unión de las mangueras con las bocas de incendio. Al llegar al otro lado oímos que los agentes nos maldecían, pero pasamos por debajo de las cuerdas, nos metimos entre la multitud y nos abrimos paso hasta la esquina de la calle Beekman. Allí podíamos oler el humo, oír el chisporroteo y el rugido de las llamas, y, cuando corría una ráfaga de viento, incluso percibir el calor. Llegamos a la esquina junto al edificio del New York Evening Mail, luego proseguimos por la calle Beekman hasta Nassau, a menos de una manzana hacia el este. Sabía que Julia pensaba encontrar a Jake allí... Y entonces tuve ocasión de hacer algo.
A la mañana siguiente, en el reportaje del Times se leería este párrafo:
Cuando la excitación se hallaba en su punto más alto, Charles Wright, un joven limpiabotas muy conocido entre quienes trabajan en la plaza de la Casa de la Prensa, alzó la mirada hacia el edificio en llamas y vio que en las ventanas del cuarto piso tres hombres gesticulaban con furia. Desde una de aquellas ventanas colgaba una cuerda que iba hasta uno de los postes de telégrafo en la esquina opuesta de la calle Beekman, donde habían tendido una pancarta durante las últimas elecciones. A Wright se le ocurrió al instante que aquélla podía significar una vía de escape para los tres hombres, y un segundo después puso en práctica su plan. El poste de telégrafo estaba resbaladizo a causa de la nieve y el hielo, pero una docena de brazos corpulentos auparon al muchacho hasta que alcanzó los pequeños salientes que sirven de base para apoyar el pie a los instaladores de las líneas telegráficas.
El Times no lo explicaba con total exactitud. El muchacho —un chico de color, para ser exactos— se dirigió hacia el poste, trepó aproximadamente medio metro, pero una capa de hielo le impidió seguir. Entonces gritó:
—¡Ayúdenme a subir!
Todos los que estábamos cerca del poste comprendimos cuál era suintención, y me agaché con la espalda pegada al poste. Él colocó los pies sobre mis hombros y entonces me levanté, empujándolo más arriba. Dos hombres se situaron uno a cada lado, deslizaron una mano entre mis hombros y los pies del muchacho, y lo levantaron un metro o tal vez más, y de este modo consiguió alcanzar el primero de los tacos de madera para apoyar el pie.
Según la propia expresión del joven, se «aupó» por el poste de telégrafo hasta llegar a la cuerda. Tardó un momento [en realidad fue bastante más que un «momento», ya que se demoró un minuto o puede que más] en desatar la cuerda del poste, y dejó que cayera hacia el edificio en llamas. Los tres hombres del cuarto piso se agarraron a aquella cuerda y se deslizaron por ella, uno detrás del otro, hasta llegar al suelo, aunque con las manos seriamente desolladas a causa de la fricción del descenso. El joven Wright fue recibido con vítores al bajar y se convirtió en el héroe de la jornada. Pero, de no haber sido por su oportuna intervención, es indudable que los hombres a quienes salvó habrían muerto antes de que les llegara cualquier clase de ayuda.
Esta parte del reportaje es absolutamente cierta. Fue maravilloso ver cómo aquel cable chocaba contra el lateral del edificio en cuanto el muchacho lo soltó, y cómo luego quedaba colgando a medio metro de la acera, y cómo el primero de los hombres se aferraba a él y éste resistía, observar cómo ninguno de los otros dos perdía la cabeza y aguardaba hasta que el que lo precedía llegaba al suelo. Aunque se deslizaron con excesiva rapidez, y eso les abrasó las manos. También es cierto que vitoreamos a Wright en cuanto bajó del poste. Yo saqué un billete de diez dólares de mi cartera y se lo di, y otros seis hombres también le dieron dinero. Uno hasta le regaló una moneda de oro... Los tres rescatados se acercaron al muchacho, le estrecharon la mano y se lo llevaron con ellos, y seguro que debieron de hacer algo por él, porque el condenado se lo merecía.
En la página siguiente, aunque muy reducida, reproduzco una página del Frank Leslie's Illustrated Newspaper del 11 de febrero de 1882, en la que se ve a Charles Wright trepando al poste, desatando la cuerda que salvó a los tres hombres.
Julia y yo nos abríamos paso entre el gentío a lo largo de la calle Beekman, cuando alrededor de nosotros todas las cabezas se volvieron hacia el este. Justo enfrente, al otro lado de un estrecho callejón, el andamiaje de madera de un enorme edificio de piedra todavía en construcción se incendió de pronto y las llamaradas saltaron al centro de la calle. La fachada del edificio se elevaba formando dos torres, más altas que cualquier otra cosa en torno a ella, y en aquellos momentos el fuego ascendía por el andamiaje hasta las torres. Allí prendió en los marcos de las ventanas, que aún estaban sin cristales, y se deslizó por los aleros, por las molduras de los gabletes del tejado y las torneadas barandillas de las azoteas de las torres. Fue un espectáculo tan extrañamente repentino como asombroso de círculos, cuadrados, triángulos y líneas paralelas ardiendo en las barandillas, como si se tratase de un gigantesco Cuatro de Julio fragmentado que estuviésemos admirando en medio de una tormenta de nieve, y creo que la gente que volvió la mirada hacia allí sintió, al igual que nosotros, una especie de alivio en comparación con lo que acabábamos de ver.
Sin embargo, mientras mirábamos, una joven salió a la repisa de una ventana del tercer piso en llamas, y cuando me volví y la vi, me pregunté si habría estado allí dentro todo el rato, tal vez corriendo de un extremo al otro de la planta, hasta que encontró aquel lugar en el que aún no se había extendido el incendio. Justo encima de ella, el fuego rugía al surgir violentamente por la ventana del cuarto piso, como si una corriente de aire lo alimentara. Las ondulantes llamaradas de color naranja salían disparadas hasta la mitad de la calle, formando una especie de dosel sobre nuestras cabezas. No obstante, la joven no parecía dominada por el pánico; cerró la ventana a sus espaldas, cuidando de bajarla por completo. Luego se puso de pie, levantó los brazos y colocó una mano a cada lado del hueco de la ventana, apoyándose y manteniendo el equilibrio. Era una postura asombrosamente tranquila. Se limitaba a permanecer allí de pie, sin gritar, sin chillar, mirando hacia abajo, esperando. Debía de haber comprendido que no había posibilidad de volver atrás, que aquella ventana era su última oportunidad, y que no disponía de mucho tiempo antes de que el fuego brotara a sus espaldas.
Y nada ocurría, no llegaba ningún bombero con una escalera de mano. Supongo que creerían, y nadie podía culparlos por ello, que ya nadie saldría por una ventana a aquellas alturas del incendio. La chica estaba esperando, con su largo vestido negro, los brazos extendidos, las manos en los laterales del hueco que la enmarcaba. En torno al cuello llevaba un chal blanco. De repente, el cristal estalló detrás de ella y una tremenda humareda negra llenó toda la ventana, girando y ocultando a la muchacha por completo. Cerca de nosotros, una mujer soltó un grito de angustia y la multitud se estremeció, al tiempo que todos murmuraban entre sí. En algún lugar de la cuerda de contención, un hombre gritaba furioso, pidiendo una escalera. Procedente de la calle Beekman, un policía pasó por delante de nosotros, corriendo desesperadamente.
No había llamas en la negra humareda que salía por la ventana, y todos los que estábamos allí concentrados, sin excepción, contuvimos el aliento. ¿Habría desaparecido aquella joven en cuanto volviéramos a ver la ventana? Julia no se daba cuenta, pero con ambas manos me agarraba del brazo, apretándomelo cada vez más.
El viento despejó el humo con rapidez y la muchacha aún seguía allí, con una mano en el lateral de la ventana y la otra cubriéndose la boca. Entonces se golpeó el pecho y advertimos que tosía. Volvió a enderezarse, con los brazos extendidos entre los dos laterales de piedra, y miró hacia abajo, esperando, mientras la multitud le murmuraba que fuera valiente y conservara la calma. Los minutos pasaban, y un hombre a nuestro lado miraba a la muchacha y no paraba de maldecir, aunque es posible que no se diese cuenta. Finalmente, dos bomberos llegaron corriendo por la esquina de la calle Nassau, transportando una escalera extensible. Sin embargo, al detenerse junto a la pared del edificio, todavía sosteniendo la escalera, empezaron a discutir entre sí y uno de ellos sacudió con violencia la cabeza. El policía que vigilaba la cuerda de contención corrió hacia ellos, pero regresó enseguida.
—¡La escalera es demasiado corta! —explicó.
Uno de los bomberos echó a correr por donde habían venido, pero de pronto se detuvo —nunca sabré por qué— y regresó a toda prisa. A continuación los dos levantaron la escalera contra el edificio y desplegaron rápidamente la extensión; los topes de la escalera rebotaban contra la pared a medida que iban subiendo.
En efecto, era demasiado corta. En los días que siguieron hubo muchas críticas en los periódicos relacionadas con el hecho de que los bomberos utilizaran escaleras tan cortas en una época en que muchos de los edificios tenían una altura de cuatro, cinco o seis plantas, y hasta diez en el caso de algunos nuevos. Tras extenderla al máximo, la escalera aún estaba casi a un metro y medio por debajo de la repisa de la ventana donde se hallaba la muchacha. Una vez más, una ráfaga de humo negro salió en espiral detrás de la joven, ocultándola por completo. Estoy seguro de que habría muerto —cayendo hacia atrás dentro de la casa, o precipitándose al vacío— de no haber sido por el viento, que se apoderó de la lenta espiral de humo y la envió volando en delgados fragmentos a lo largo de la fachada del edificio, al tiempo que observamos cómo aleteaban el blanco chal y la negra falda de la joven.
Desearía aclarar una cosa. Desde que habíamos salido del Times y habíamos visto el edificio en llamas, no había parado de hablar conmigo mismo. La verdad era que no me culpaba por no haber irrumpido en el despacho de Jake Pickering a fin de apagar el pequeño fuego con los pies cuando aún estaba a tiempo; nadie habría podido imaginar que todo sucedería tan repentinamente. Lo que me corroía en aquellos momentos era que al presenciar ocultos aquella escena, Julia y yo quizás hubiésemos cambiado el curso de los acontecimientos, tal como el doctor Danziger había temido en todo momento. Tal vez al hacer un ruido, por leve que fuera, por ejemplo, pero que Carmody hubiese advertido mientras rebuscaba entre los cajones de los archivadores... Aunque fuese apenas perceptible, aquel ruido podía haber afectado ligeramente sus acciones futuras. Pongamos por caso que hubiera dejado caer la cerilla encendida unos centímetros a un lado, para que aterrizara encima del papel y prendiera. Por otro lado, de no haber estado nosotros allí para hacer el más leve ruido, ¿quién podía asegurar que la cerilla no habría caído sobre el suelo de madera, y que él se habría quedado allí, mirando cómo se consumía?
Comprendí que Julia también debía de estar sufriendo con sus reflexiones. Las personas que acabábamos de ver morir eran seres reales. Y ahora, aquella increíble joven se encontraba allí arriba, sobre la calle, esperando, valiente y en silencio, a morir, o a que, en cuestión de segundos, alguien la salvara.
Yo no podría soportar otra muerte... No resistiría verla desaparecer dentro del edificio, o estrellarse contra el pavimento, delante de mí. Tenía que hacer algo, de modo que —no era cuestión de valor, sino de pura necesidad— me abrí paso a empujones, luego pasé por debajo de la cuerda de contención y crucé la calle como una exhalación. No me limité a subir, sino que salté a la escalera y corrí hacia arriba. Odio las alturas; me ponen nervioso, hacen que me sienta presa del pánico. Pero en aquellos momentos no había tiempo para prestarle atención. Me sentía dominado por una especie de arrebato: la cabeza inclinada hacia atrás para mirar por encima de aquellos travesaños, las manos y los pies como si volaran, la repisa acercándose precipitadamente hacia mí. No sabía qué iba a hacer una vez arriba, pero cuando mi mano se cerró sobre el último travesaño fue como si siempre lo hubiera sabido... Cogí con fuerza los topes redondeados de la escalera y seguí subiendo hasta que quedé en posición agachada, como una bola: el pie izquierdo encima del último travesaño, el derecho justo en el de abajo. Por un instante me detuve, inmóvil, buscando el equilibrio. Luego, precisamente en el momento justo, solté la escalera y me impulsé hacia arriba con las piernas. Por unos segundos hice esfuerzos por no perder pie, luego caí hacia delante y me aferré al alféizar de la ventana. Con una mano a cada lado de las puntas de los zapatos que sobresalían de la repisa, alcé la mirada y vi los botones que bajaban por el lateral de uno de los zapatos.
Bastó con que se lo dijera una sola vez. La joven se volvió rápidamente y, medio gateando, se deslizó por mi espalda hacia la escalera. Al mirar hacia abajo, vi que entre mis pies asomaban la cabeza y los hombros de un bombero. Éste alzó las manos, agarró los tobillos de la joven a fin de guiarla para bajar en el descenso, y ella se deslizó por mi espalda hacia el peldaño que había debajo. Y entonces... ¡Aquella maravillosa joven había entendido perfectamente lo que tenía que hacer conmigo! Mientras el bombero la sujetaba, ella alzó los brazos y colocó las manos en torno a mi cintura, apretó con fuerza, y manteniendo el equilibrio gracias a este apoyo, pude soltarme del alféizar de la ventana, agacharme apresuradamente y agarrarme de nuevo a los topes de la escalera. Seguidamente los tres nos apresuramos a bajar en fila, y antes de que hubiésemos completado la mitad del descenso, la negra humareda de la ventana donde había estado la joven se convirtió de pronto en una rugiente llamarada anaranjada.
En cuanto posé los pies en la acera, la joven me lanzó los brazos al cuello y me besó en la mejilla. Le pregunté cómo se llamaba y contestó que Ida Small. Entonces la cogí de la mano por un instante y me sentí feliz y redimido.
Nunca olvidaré los ojos de Julia cuando volví a pasar por debajo de la cuerda de contención, detrás de la cual estaba esperándome. La gente me daba palmaditas en la espalda y me felicitaba, alguien me gritó algo halagador al oído, y un anciano con chistera y el cabello excesivamente largo para la época —le llegaba hasta el cuello del abrigo— quiso regalarme su reloj de oro. Le di las gracias y rehusé, luego cogí a Julia del brazo y nos marchamos de allí, en dirección a la calle Nassau.
Intuía que, al menos en aquellos instantes, Julia se sentía enamorada de mí; sus ojos estaban llenos de amor, y lo único que pude hacer fue sonreír y llevarme una mano a la cabeza, preguntándome en qué momento habría perdido el sombrero. Me sentía un farsante, porque el valor no había tenido nada que ver con aquello... Lo que yo pretendía era la absolución, y la había conseguido: Ida Small —ella sí que era valerosa— aún tendría toda una vida por delante.
A la mañana siguiente, el Times informaría que «trabajaba como secretaria en el despacho de D. P. Lindsley, autor de una obra sobre taquigrafía». Estaba sola en el despacho, y por ese motivo no se había enterado del incendio hasta mucho después que los demás.
La portada del Frank Leslie's Illustrated Newspaper del 11 de febrero, que puede verse en la página siguiente, reprodujo un grabado en el que se ve a Ida Small en el alféizar de la ventana y a su «anónimo rescatador» en la escalera. Aunque sé que no debería, incluyo aquí aquella portada, si bien el rostro del hombre no se asemeja demasiado al mío, y además yo no llevaba chaleco.
En la esquina nos detuvimos a inspeccionar tanto la cara del edificio que daba a la calle Nassau como la que daba a la calle Beekman, pero allí no quedaba nadie en ninguna de las ventanas, e incluso se habían retirado las escaleras de mano. Al igual que el resto de la gente en ambas calles, permanecimos observando, fascinados e impotentes, los chorros de agua que formaban arcos a través de las aberturas de las ventanas del edificio en llamas, los surtidores de aire caliente y chispas que se elevaban ininterrumpidamente de los humeros que las bombas de vapor, así como la cortina sesgada de los torbellinos de nieve.
De repente, el incendio concluyó: el techo se desplomó, estrellándose con estruendo dentro de lo que quedaba de la debilitada planta inferior, y a continuación el interior del edificio se desmoronó hasta el sótano. Una enorme ráfaga de chispas, humo y fragmentos encendidos se elevó unos quince metros por encima del tejado con un ruido que debió de escucharse a varias manzanas de distancia. En cuestión de momentos, el edificio quedó destruido, el incendio concluyó, y a través de los huecos de las ventanas pudo verse el cielo vacío. En el sótano, las ruinas todavía ardían, aunque débilmente. El fuego se había extinguido, y la nieve caía, flotando bellamente por el espacio vacío encerrado entre las cuatro paredes. En la parte superior de los boquetes de las ventanas había una gran mancha negra en forma de abanico, y ya resultaba difícil imaginar que aquella enorme mole muerta hubiera estado antes viva y repleta de gente. Parecía imposible que hubiéramos estado allí dentro escuchando a Jake Pickering y a Andrew Carmody, hacía sólo... Saqué el reloj y me costó creerlo. ¡Una hora!
El grandioso espectáculo había concluido, la gente que se encontraba alrededor de nosotros empezó a hablar, el sonido se elevó hasta convertirse en un rumor continuo y excitado, y entonces escuché a alguien decir:
—Ha sido una bendición que hubieran trasladado el periódico.
—¿A qué periódico se refiere? —le pregunté a Julia.
—Al World* —contestó sin darle importancia—. Hasta hace unos meses, éste había sido el edificio del World, y la mayoría de la gente aún lo llama así. Ocupaba toda la última planta. Sin duda habrían muerto muchísimas personas allí arriba...
—El World... —murmuré, ensayando su pronunciación, y entonces caí en la cuenta de su significado.
«Que el envío de esto —decía la nota del viejo sobre azul que Katie me había enseñado en su apartamento— sea capaz de Destruir por el Fuego el... — "edificio del", eran las palabras que faltaban— Mundo por completo, parece poco menos que increíble. Y sin embargo es así...» Durante el resto de su vida, esto iba a torturar la conciencia de Carmody... Y sentí que en mi propia conciencia se me quitaba un peso de encima: ¡ahora sabía que ni Julia ni yo habíamos hecho nada que provocara aquel incendio!
Cogí a Julia del brazo y nos abrimos paso entre la multitud, dirigiéndonos hacia el sur por la calle Nassau. Entonces oímos un alarido, un único grito de advertencia, y a continuación un murmullo ahogado se elevó de la multitud. Al volvernos vimos que toda la fachada del edificio que daba a la calle Beekman se inclinaba hacia dentro poco a poco, casi imperceptiblemente, y luego cada vez con mayor celeridad, hasta que —casi de una sola pieza— se desplomó como el tronco de un árbol cortado sobre las ruinas que ardían en el sótano. Y en ese instante, con el interior expuesto a la vista de todos y a la tormenta, fue como si el edificio nunca hubiera existido.
Cogimos el Elevado para regresar a casa. Julia permaneció sentada al lado de la ventanilla, mirando sin ver; yo le hablaba de vez en cuando, intentando tranquilizarla, pero no lo conseguí. Era cierto, y yo lo sabía, que no habíamos hecho nada que contribuyese a provocar aquel incendio. Habíamos sido espectadores invisibles, sin responsabilidad alguna en los acontecimientos. Y, aunque no podía explicarle por qué lo sabía, la convicción de esta certeza se exteriorizó de tal modo en mi voz que creo que conseguí persuadir a Julia de que así era. Sin embargo, como es lógico, ella deseaba que hubiéramos alterado los acontecimientos que se desarrollaron a continuación: yo la había obligado literalmente a salir del despacho de Jake, y ahora se preguntaba si habría podido ayudarlo de haberse quedado... También yo me lo preguntaba. Aunque no habría cambiado nada de los hechos, ya que de lo contrario lo más probable era que nosotros también hubiéramos perecido.
Ya en casa, agotada, Julia subió directamente a su habitación. No había nadie abajo; la casa estaba en silencio. Había pasado la hora del almuerzo y no habíamos desayunado, pero yo me sentía vacío más que hambriento, sin ánimos para merodear por la cocina. Subí a mi habitación, me quité el abrigo y me tendí en la cama. Después de la noche y la mañana que habíamos pasado estaba muy cansado, tanto que creí que no conseguiría conciliar el sueño. Sin embargo, al cabo de unos minutos me quedé dormido.
* World significa «mundo», en inglés. (N. del T.)
Cuando desperté, había oscurecido, y con un hambre tan intensa que me sentí mareado. No tenía ni idea de la hora que era; debía de ser muy tarde, pero cuando bajé Maud Torrence y Félix Grier estaban leyendo en el salón. Alzaron la vista y me saludaron espontáneamente con una inclinación de la cabeza, lo cual me indicó que ignoraban que yo había presenciado el incendio. Con la misma naturalidad, pregunté si Jake Pickering estaba en casa, y Félix, que ya había regresado a la lectura de su libro, respondió que no.
Crucé el oscuro comedor hasta la cocina, pues había visto que por debajo de la puerta se filtraba luz. Julia estaba sentada a la mesa con su tía, comiendo —unas lonchas de carne asada fría, que probablemente habían sobrado del almuerzo, pan con mantequilla y té caliente—, y, tan pronto como entré, tía Ada se levantó para servirme algo. Por la expresión de su rostro me di cuenta de que al menos sabía algo de lo ocurrido, pero no hizo ningún comentario. Julia alzó la vista y asintió débilmente; había oscuras ojeras debajo de sus ojos. Yo estaba seguro de que conocía la respuesta, pero aun así tenía que preguntarlo:
—¿No ha vuelto?
Julia contestó que no, cerró con fuerza los ojos y dejó caer la barbilla sobre el pecho, al tiempo que sacudía la cabeza como si intentara borrar una imagen mental o un pensamiento, o ambas cosas a la vez. No supe qué decir.
Cuando terminé de cenar, Julia todavía estaba ante la mesa, con las manos en el regazo, esperando. —Quiero regresar allí, Si —dijo cuando la miré, y me limité a asentir. No sabía por qué, pero yo también lo deseaba.
Fuera volvía a nevar, y todavía soplaba el viento. La capa de nieve en las aceras era demasiado profunda ahora para andar, pero en la calle había marcas de las ruedas de los coches y las seguimos hasta la estación del Elevado, en la calle Veintitrés. A las diez de la noche volvíamos a estar contra la pared oeste del edificio de Correos, protegidos contra el viento...
... la nieve en Park Row, frente a las oficinas del Times y de lo que quedaba del antiguo edificio del World [informaba el New York Times del 1 de febrero de 1882] sólo se veía hollada por las pisadas de los bomberos y los agentes de la policía. Las líneas de las mangueras que cruzaban las rodadas de los carros desaparecían de la vista enterradas por la nieve, y los chorros de agua que brotaban de las bocas de las mangueras parecían haberse agotado. Las llamas seguían centelleando, como si ni siquiera una inundación pudiera influir en ellas. Las tuberías del suministro de gas contribuían a crear gran parte del resplandor. Hombres, mujeres y niños se apiñaban cerca de los muros de la Central de Correos en el lado de Park Row... La brisa había arreciado hasta convertirse en un ventarrón, y la nieve se revolvía con tal fuerza que la gente se veía obligada a buscar refugio en alguna parte, de modo que a las diez las calles del barrio estaban casi desiertas. Algunas personas, que semejaban estatuas de nieve, seguían allí tranquilamente, como si creyeran que así estarían a mano en caso de que las necesitasen. Se frotaban la espalda contra los muros del edificio de Correos y miraban fijamente la mellada pared del edificio incendiado que daba a Park Row. El viento ululaba por la calle Beekman, y las ráfagas que soplaban por la calle Spruce al juntarse con Nassau y Park Row lo hacían con tal furia, que los que se aventuraban a doblar por estas esquinas se veían levantados del suelo. El reloj del Ayuntamiento parecía asomar entre
la niebla... A las once de la noche casi había cesado de nevar, el viento había
amainado y el aire era claro y placentero, pero los curiosos no regresaron.
Nosotros estábamos entre los últimos que se marcharon, hipnotizados por la negra mole que había enfrente. Delante de ésta, las farolas estaban rotas y sin luz, y la oscura pared del edificio aparecía carente de detalles. Pero la parte inferior de los boquetes de las ventanas resaltaba claramente contra el continuo resplandor de las tuberías de gas que seguían ardiendo al otro lado, y vimos que la nieve recién caída se acumulaba en el alféizar. Era como si aquellos escombros tuvieran cientos de años, igual que unas ruinas antiguas; las negras siluetas de los bomberos parecían petrificadas, con lo cual el único movimiento perceptible eran los chorros de agua a través de las desoladas ventanas. Más arriba, la difusa luz que a menudo acompaña a las nevadas nocturnas rozaba las paredes. Nos quedamos mirando el chamuscado letrero del Observer por donde habíamos logrado escapar y, más allá de éste, en la fachada del Times, el letrero de J. Walter Thompson, agente de publicidad, sobre el cual habíamos saltado para salvar la vida. Finalmente nos marchamos y, después de cruzar Park Row y entrar en la calle Beekman, el reloj del Ayuntamiento dio las once. En Beekman, la nieve de la acera había sido tan pisoteada durante el día y la noche, que se había derretido, de modo que ahora resultaría fácil caminar. Al otro lado de la calle, el muro se había derrumbado, dejando al descubierto el espacio de lo que fuera el interior del edificio. Las llamas de las tuberías de gas rotas rugían suavemente, sin parar, y los chorros de agua humedecían todo lo que había a su lado. Pero el incendio en sí había finalizado, «la destrucción del Mundo» se había completado y empezaba a ser ya no historia, sino olvido... En aquellos momentos, en el Leslie's Illustrated Newspaper, a un par de manzanas al oeste del parque y College Place, y en Harper's, un enjambre de dibujantes estaría trabajando duro bajo las lámparas de gas, grabando escenas del incendio sobre planchas de madera que se publicarían al cabo de una semana. La joven que tenía a mi lado, así como la mayoría de los habitantes de la ciudad, contemplaría por unos instantes aquellas imágenes, reviviendo la experiencia. Sin embargo, yo era consciente, en tanto que ellos no lo eran, de cuan rápidamente se extinguirían los hombres que en aquellos instantes grababan las planchas de madera, así como toda la gente que las admiraría. Y, por increíble que pareciera, también debía incluir a aquella joven que tenía a mi lado. Aquí y allá quedarían algunos ejemplares, que amarillearían en los archivos y se convertirían en algo pintoresco y levemente gracioso; y aquel edificio y su incendio se borrarían por completo del recuerdo de la humanidad. Por unos breves instantes, mientras avanzábamos por la calle Beekman, frente a las ruinas que en algunos sitios ya se hallaban cubiertas de nieve, me sentí abrumado por la tristeza. La vida de los humanos era tan breve, que daba la sensación de que careciera de significado... Esos pensamientos eran del tipo de los que por lo general se tienen al despertar por la noche y se descubre que se está solo en el mundo. Pero yo sabía que llegaría un tiempo en que sería como si aquel edificio y el incendio nunca hubieran existido, y eso era lo que provocaba en mí aquellos sentimientos.
Al llegar a la esquina doblamos por la calle Nassau —sin hablar, cada uno consciente de la presencia del otro— y aceleramos el paso, repentinamente ansiosos por abandonar para siempre aquel lugar. Allí delante, frente a la entrada del edificio del Times, la farola se conservaba intacta, y un círculo de luz amarillenta centelleaba con débil hermosura en la nieve de nuestra acera. También allí, sobre la acera, la nieve estaba casi sin pisar, aunque no del todo. En ella se veía una única línea de pisadas que se alejaba hacia la oscuridad, más allá de la farola. Empezaban como si alguien se hubiese asomado a una ventana que daba al edificio ya extinguido del World y luego hubiese cruzado la calle Nassau, para subir a la acera y proseguir la marcha.
Llegamos a donde empezaban las pisadas y las huellas de las nuestras se sumaron a las que ya había. Entonces, justo debajo de la farola, agarré a Julia del brazo y ambos nos detuvimos; nítidamente grabada sobre la nieve, tal como ya la había visto en otra ocasión, estaba la silueta de una lápida, con docenas de puntitos que formaban un círculo en cuyo interior había una estrella de nueve puntas. Pero esta vez había muchas más. En la hilera de pisadas, la parte posterior de cada huella tenía la silueta de una lápida, con el borde de arriba redondeado y recto el de abajo.
—¡Son las huellas de un tacón! —exclamé y, agachándome al lado de una de aquellas huellas, señalé—: La estrella y el círculo están formados por las cabezas de los clavos...
Alcé la vista hacia Julia, quien asintió con expresión de desconcierto.
—Sí, claro... Los hombres a menudo encargan que se lo hagan al comprarse las botas. Es una especie de diseño personal. —Se encogió de hombros—. Un símbolo de buena suerte.
Asentí al darme cuenta de lo ocurrido; aquél era el símbolo de Carmody, e implicaba que había escapado del incendio. Además, hacía sólo unos instantes que había estado allí; para contemplar nuevamente su obra. Por unos segundos me quedé mirando aquella extraña huella sobre la nieve recién caída, y pensé en que a él iban a enterrarlo bajo aquel signo. Al cabo de los años, su viuda lavaría y vestiría su cadáver aún caliente y luego lo enterraría bajo un signo idéntico al que yo estaba mirando. ¿Por qué? ¿Por qué? La pregunta seguía sin contestación.
Regresamos a casa caminando. El viento ya había amainado, había dejado de nevar y ya no hacía frío. Debido a que era tan tarde y a que había pasado tan poco tiempo desde la tormenta, las calles estaban desiertas y teníamos todo el mundo para nosotros, o al menos las calles por las que transitábamos... Medio perdidos la mayor parte del tiempo, avanzamos siempre hacia el norte por las calles más antiguas de la parte más antigua del bajo Manhattan. En algunos tramos habían quitado la nieve de las aceras, pero en otros no, de modo que caminábamos sobre las rodadas que habían dejado los coches o las carretas. Además, las nubes de la tormenta se habían desgarrado y empezaba a asomar una media luna para luego retirarse de nuevo, con lo que a veces, a una manzana de una farola, o incluso más lejos, nos veíamos obligados a avanzar en la oscuridad. Pero en otras, al caminar bajo la luz de la luna, cuyo reflejo se duplicaba sobre la nieve, era como si fuese de día.
A menudo cruzábamos o caminábamos a lo largo de silenciosas calles residenciales exactamente idénticas a las que todavía existían en grandes áreas del San Francisco del siglo XX. Y allí no eran nuevas reliquias aisladas, sino manzanas enteras de casas del siglo XIX sin modificar, que se parecían en todo —con la excepción de los coches aparcados delante— a las viejas fotos que de ellas mismas existían. Y en aquellos momentos, en el Manhattan del siglo XIX —donde a menudo se piensa que sólo había una manzana tras otra de bloques de casas de piedra rojiza con tres o cuatro plantas—, veía manzanas y calles enteras de casas de madera, altas, esbeltas y profusamente adornadas, exactamente iguales a sus duplicados en el moderno San Francisco. De vez en cuando distinguíamos una luz en una casa a lo lejos, detrás de las cortinas de una ventana; alguien que estaría enfermo, supuse. Y esporádicamente, a lo lejos,
o en una calle lateral, distinguíamos una silueta en movimiento. También de vez en cuando, allí donde no había rodadas de carruajes, nos encontrábamos con trechos en que la nieve acumulada nos llegaba hasta la rodilla, y entonces cogía a Julia de la mano y la ayudaba a cruzar por allí. Hasta que en una de esas ocasiones, después de cruzar uno de esos tramos, ya no nos soltamos. Cogidos de la mano, caminamos por aquella noche silenciosa y reluciente, y sentí que el horror del incendio empezaba a retroceder hacia el pasado y a abandonarnos. Y creo que Julia sintió lo mismo.
En uno de aquellos largos tramos de nieve acumulada, ya congelada a aquellas horas de la noche, corrimos para tomar impulso y, todavía cogidos de la mano, patinamos por aquel trecho, luchando por mantener el equilibrio, como yo no hacía desde el último curso en la escuela primaria. Era muy tarde y no reímos ni gritamos, pero sonreímos. Y en un par de ocasiones cogimos un puñado de nieve, hicimos una bola y la lanzamos fuertemente al aire por el simple placer de hacerlo. Fue hermoso aquel paseo, y al oír el relincho de un caballo —supongo que en el establo de la parte trasera de una casa—, de pronto fui consciente del enorme misterio que suponía estar allí, caminando por las calles de Nueva York en una noche de invierno de 1882.
Al llegar a la calle Catorce, doblamos hacia el este para recorrer la corta manzana que daba a Irving Place, y que tanto entonces como ahora conducía a Gramercy Park. Justo allí delante, el edificio que había en la esquina de la calle Catorce con Irving Place estaba brillantemente iluminado, y oímos que de él salía música. Un vals.
—La Academia de Baile —me informó Julia.
Al acercarnos comprobamos que las puertas laterales estaban abiertas, y nos detuvimos para atisbar dentro.
Lo que vimos era asombroso, deslumbrante. Al menos una tercera parte de la platea, de la cual habían retirado los asientos, estaba ocupada por una plataforma de baile ligeramente elevada, cuya superficie, encerada y reluciente, aparecía repleta de parejas que giraban, se inclinaban y se movían al ritmo del vals. En el paraíso había una gran orquesta, los arcos de cuyos violines subían y bajaban frenéticos en diagonal. Y los palcos —que piso tras piso se curvaban como una herradura gigantesca que empezaba en un lado del escenario y concluía en el otro— estaban repletos de gente que charlaba y reía al tiempo que observaba a los danzarines. Sin embargo, aún había más espectadores, que llenaban el escenario, así como el resto de la platea. Grandes urnas llenas de flores se alineaban alrededor de la plataforma de baile, y colgando encima del escenario había unos tubos de gas que formaban grandes letras y números. Los tubos estaban encendidos, y las amarillentas letras de las llamas anunciaban: BAILE DE CARIDAD-1882.
El baile era una isla de luz, música y animación en aquella noche blanca y silenciosa. Parecía cosa de magia haber dado con aquello. Todos los hombres vestían frac y corbata blanca, aunque la gran variedad en la longitud del cabello y la forma de peinarlo, así como la de las barbas, los bigotes y las patillas, los individualizaba y los hacía reconocibles e interesantes. En cuanto a las mujeres, con sus largos vestidos sin hombros y sorprendentemente escotados... En fin, si el atuendo diurno de aquella época tendía a ser muy soso, por la noche las mujeres se resarcían con creces. Desconozco la terminología del vestuario femenino, así como los materiales con que está hecho, de modo que echaré nuevamente mano del Times, y citaré el artículo que sobre el baile publicaría al día siguiente:
La señora Grace llevaba un vestido de raso y brocado color crema, con adornos de perlas al frente. La señora de R. H. L. Towsend, vestía un traje de raso azul con bordados de hojas y flores en oro. La señora de Lloyd S. Bryce lucía un vestido de brocado de raso blanco con volantes de encaje. La señora de Stephen H. Olin llevaba un vestido de muaré blanco, con adornos de perlas y pedrería. La señora Woolsey iba ataviada con un vestido de gasa negro con cuerpo de terciopelo y adornos de pedrería. La señora del comodoro Vanderbilt se había puesto un traje de seda blanco con pedrería. La señora Crawford llevaba un vestido de seda azul. La señora de J. C. Barron un vestido de raso blanco con encajes y pedrería.
La razón de que cite esto es que aquellas mujeres, que llenaban todo el salón, eran absolutamente deslumbrantes.
De pie a unos pasos de nosotros, un hombre vestido de gala pero con aspecto de policía había estado vigilándonos. Con bastante indulgencia, puesto que debía de hacer rato que había concluido la hora de recoger las entradas. Lo miré fijamente y se acercó a nosotros.
—Conozco a una de las señoras que hay aquí —dije—. ¿Existe alguna forma de localizarla?
Entorné los ojos e hice como si buscara a alguien por el salón; por algún extraño motivo, siempre tratamos a los agentes de policía como si fueran estúpidos. Se acercó a un pequeño sillón dorado, cogió una lista de varias páginas escritas a mano y me la entregó. En el encabezamiento ponía «Palcos del Proscenio», y debajo había una lista de los palcos y sus ocupantes por orden alfabético, empezando por la D. Examiné rápidamente la larga columna de nombres. «Palcos de Artistas» rezaba el encabezamiento de la siguiente columna, cuyos palcos llevaban nombres de compositores famosos, como Mozart, Meyerbeer, Bellini, Donizetti. Examiné los nombres que figuraban en aquellos palcos, todos bellamente caligrafiados por una mano femenina. Busqué en Verdi, Gounod, Weber, Wagner, Beethoven, Auber, Halévy, Grisi, y luego, en Piccolomini, hallé los nombres de cuatro mujeres y los de sus maridos, y uno de los cuatro era el nombre que yo buscaba.
El guardián, o policía, me indicó cuál era el palco Piccolomini, y vi que estaba ocupado por cuatro mujeres y tres hombres que observaban a los que bailaban abajo. El guardia se apartó y yo murmuré a Julia al oído:
—Allí están. Cuatro mujeres... Estoy seguro de que una de ellas sabe que su marido ha matado hoy a media docena de personas, y que poco ha faltado para que él mismo muriera en el incendio. Ahora dime: ¿cuál de esas cuatro es ella?
—En eso no hay ninguna duda, ¿verdad? —inquirió Julia—. La del vestido amarillo.
Asentí. No había duda al respecto. Allí estaba ella, sentada muy erguida, sin que su espalda tocara el pequeño sillón dorado. Era una mujer sorprendentemente atractiva, de poco más de treinta años, y la expresión de su rostro era de absoluto autocontrol. Si no hubiese sido por esto último, habría sido hermosa, incluso bella. Nunca había visto una cara —ni la veré creo— con semejante expresión de autodominio, de extrema capacidad y absoluta determinación.
—¿Te has fijado en lo que está mirando? —preguntó Julia, y advertí que la mujer de amarillo no contemplaba a las parejas de la pista de baile.
Delante mismo de su palco, uno de los más grandes y destacados del salón, la señora de Andrew W. Carmody contemplaba las grandes y llameantes letras de gas —BAILE DE CARIDAD-1882— que corroboraban que aquél era el acontecimiento social más importante del año. Entonces entendí por qué Andrew Carmody había reaccionado como lo había hecho: porque no le quedaba otro remedio.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó Julia al advertir que yo no podía apartar los ojos de aquel rostro terriblemente atractivo.
—Esa mujer me asusta. Siento escalofríos al mirarla. Pero también me fascina... Me produce una especie de estremecimiento furtivo.
—Oh. ¿Y por qué?
—Porque llegará un día en que esta clase de rostro y de persona, este gran drama en el que se halla inmersa, ya no existirán... Estarán pasados de moda... Los malvados serán gente vulgar que cometerá crímenes violentos en los que habrá desaparecido cualquier sentido del drama. Y entre esos dos tipos de personas y malvados, siempre elegiré a los que tienen sentido de la elegancia.
Julia me miraba con expresión irónica, enarcando las cejas. Eché una última ojeada a la señora Carmody y a aquel maravilloso baile, luego di media vuelta y me alejé de allí, avanzando por la acera con paso rápido junto a una hilera de carruajes estacionados; los faroles laterales titilaban, los caballos permanecían inmóviles debajo de sus mantas, los hombres de librea aguardaban, y entonces, a medida que nos alejábamos por la silenciosa calle rumbo a casa, la música del vals se fue extinguiendo a nuestras espaldas.
20
Dormí hasta muy tarde al día siguiente. Cuando finalmente bajé, hacía rato que habían dado las doce. A pesar de todo, conseguí que me sirvieran el desayuno mientras leía el artículo del Times sobre el incendio, que ocupaba toda la primera página y parte de la segunda. Hacía rato que los demás huéspedes se habían marchado, de modo que yo estaba solo. Fue Julia quien me sirvió. Pálida y ojerosa, trajo el café en cuanto me hube sentado, me dio los buenos días y no dijo nada más.
Desayuné tortitas preparadas por tía Ada; mientras Julia me servía el café, había oído el ritmo de la cuchara contra el cazo de barro al batir la masa. Y cuando ésta me trajo la primera tanda y se quedó junto a la mesa, observando cómo untaba la mantequilla, alcé los ojos hacia ella.
—No se habrá perdido una existencia muy feliz, ¿verdad, Si?
Negué con la cabeza antes de responder.
—Jake estaba obsesionado, desquiciado con un anhelo que nunca habría podido satisfacer. Nunca nada habría sido bastante para él, Julia. De vez en cuando hay hombres que estarían mejor muertos, y él era uno de ésos.
Pero Julia no parecía dispuesta a aceptarlo, y sacudió la cabeza incluso antes de que yo concluyera.
—¿Quiénes somos nosotros para afirmar algo así? Si nos hubiésemos quedado... Sólo con que nos hubiésemos quedado...
—Escucha esto —le dije al tiempo que cogía el periódico, que tenía abierto por la segunda página, y leí en voz alta—: «El subjefe James Heaney, de la Compañía de Bomberos número uno, asegura que su carro llegó a la calle Nassau unos dos minutos después de que empezara el incendio, y que nunca se ha sentido tan sorprendido en su vida. Piensa que, de haber estallado un polvorín, el fuego no se habría extendido con tanta rapidez.» —Miré a Julia, luego proseguí con la lectura—. «El capitán Tynan declaró anoche que jamás, en los años que lleva en el cuerpo de policía, había visto un incendio que se extendiera con tal fuerza e intensidad.» —Pasé a la primera página y deslicé el dedo sobre una columna mientras continuaba—: «Quien efectuó la siguiente declaración respecto al origen del incendio fue el señor E. O. Ball: "Yo pasaba por la parte de atrás, delante de las escaleras que dan a la calle Nassau... y cuando me hallaba al pie de las escaleras, las llamas estallaron desde el sótano por el hueco del ascensor. Nada había ocurrido hasta aquel momento que indicara que iba a producirse una explosión. Las llamas subieron como un rayo por el hueco, y casi con la misma rapidez unos terribles torrentes de fuego se extendieron por las escaleras, con una densa humareda negra, que casi de inmediato impidió cualquier posibilidad de salida..."»
Julia se apretaba el pecho con una mano.
—¿De veras dice eso? Aún no he leído el periódico. No lo soportaría.
—Son declaraciones textuales, palabra por palabra, del New York Times del primero de febrero de 1882. Cualquiera puede leerlo y comprobarlo. El periódico está lleno de citas así, Julia. «Edward S. Moore, de El Escocés Americano, asegura que "menos de un minuto después de que se diera la alarma, resultaba prácticamente imposible escapar del edificio por el lado de Park Row".» Y lo mismo asegura John D. Cheever, de la New-York Belting & Packing Company... Y Alfred E. Beach, de El Científico Americano... Y un tipo llamado James Munson, que al mirar por la ventana de su oficina, en el edificio del Tribune, vio que el edificio del World estaba como siempre, y cuando al cabo de sólo cinco minutos volvió a mirar, el edificio ardía en llamas... Puedes estar tranquila, Julia. Ni provocaste ese incendio ni podías haberlo impedido, y lo más probable es que no hubieses podido ayudar a Jake... —Lancé el periódico sobre la mesa y señalé un párrafo—. Por cierto, no dejes de leer esto. Es una narración detallada del modo en que el doctor Prime huyó por el letrero del Observer hasta la oficina del señor Thompson en el edificio del Times. El hombre que iba con él se llamaba Stoddard.
Yo había ayudado a Julia; estaba completamente seguro. Lo que había leído era cierto, y vi que en sus ojos asomaba finalmente la convicción y el triste reconocimiento de que nada podría haber cambiado. Cuando di cuenta de las tortitas, Julia me trajo una segunda tanda, y le leí un par de artículos más que había encontrado en el periódico. Los parientes de Guiteau, informaba una breve reseña, tenían intención de congelar su cuerpo después de la ejecución y luego exhibirlo, cobrando una entrada a cambio La noticia me hizo sonreír, pero a ella no. En el segundo artículo se decía que los alumnos de Harvard, del curso de 1876, habían recaudado dinero para enviar a Denver a uno de sus miembros con el fin de ayudar a un compañero de promoción al que se le acusaba de asesinato. Julia esbozó una sonrisa.
A media tarde, mientras hojeaba un ejemplar del Harper's Weekly junto a la ventana de la sala, observé que un policía pasaba por allí con su alto casco de fieltro y su largo abrigo azul marino, en cuya manga lucía los galones de sargento. Vi que se paraba frente a la puerta, tiraba de la campanilla y tía Ada acudía a abrir. Julia se encontraba en algún lugar, arriba, y oí que el policía en la puerta pronunciaba con dificultad el nombre de ella al leerlo:
—¿La señorita Charbonneau? ¿Vive aquí?
Tía Ada contestó que sí, se acercó al pie de la escalera y llamó a Julia.
—¿Y Morley...? —preguntó el policía—. ¿Simón Morley? ¿Vive aquí también?
Yo ya me había levantado y, con el periódico en la mano, me dirigí hacia el recibidor antes de que tía Ada pudiera contestar. El policía estaba en el vano de la puerta, con una pequeña hoja de papel en la mano.
—Soy Simón Morley.
El policía asintió.
—Venga conmigo, pues —dijo, y luego señaló con un gesto a Julia, que estaba bajando por las escaleras—. Acompáñenme los dos. Cojan sus abrigos.
—¿Por qué? —preguntamos tía Ada y yo al unísono.
—Ya se les informará a su debido tiempo. —Había algo en la pronunciación de aquel hombre que me hizo pensar que era irlandés.
—Bien, me gustaría saberlo ahora—dije—. ¿Estamos arrestados?
—¡Les aseguro que lo estarán si no hacen lo que les digo! —De pronto sus ojos centellearon, furiosos y a la defensiva, como a menudo suelen mirar los policías cuando se cuestiona lo que hacen.
Julia daba palmaditas en el brazo de su tía y le murmuraba algo para tranquilizarla. Yo era consciente de que no estábamos en el mejor momento para invocar nuestros derechos civiles y, por el bien de Julia —por no mencionar el mío propio—, mantuve la boca cerrada.
Cogí mi abrigo y el gorro de pieles del perchero del recibidor y Julia sacó su abrigo y el sombrero del armario que había debajo de las escaleras, tranquilizó a su tía diciéndole que sin duda dentro de poco volveríamos a casa y de que no había nada por lo que debiera preocuparse.
El coche que estaba esperando junto a la acera era para nosotros. Yo había supuesto que iríamos andando, pero el policía se nos adelantó, abrió la puerta del carruaje y nos indicó qué subiéramos. En su interior, sentado en un pequeño asiento plegable de cara a la parte de atrás, un hombre nos observaba. Ayudé a Julia a colocarse en el amplio asiento frente a él, luego agaché la cabeza y pasé entre ella y el hombre al tiempo que notaba que el carruaje se hundía y se balanceaba bajo mi peso. El agente cerró de un portazo mientras yo me sentaba al lado de Julia, y al volverme hacia él vi que levantaba el brazo para hacer el saludo al hombre sentado frente a nosotros: no con un estilo muy depurado, pero sí con enorme respeto. Las riendas restallaron, el coche se puso en marcha y el hombre asintió con calma como respuesta al saludo del sargento. Luego se volvió para examinarnos, y cuando vi aquel rostro asombrosamente escalofriante, supe de pronto quién era. Nunca lo había visto, pero lo supe, y de pronto me sentí terriblemente asustado.
Era un tipo fornido, de hombros anchos. En la página siguiente aparece la foto que encontré de él y la semejanza es muy buena, a pesar de que en ella no se ve la zona calva de la coronilla ni la auténtica mirada de aquellos ojos. Porque eran éstos los que provocaban aquel temor. Unos ojos enormes y grises, muy juntos, como se aprecia en la foto, pero avivados por el secreto interés que sentía hacia nosotros mientras los deslizaba por nuestras caras, por nuestras ropas, sin que le interesáramos en absoluto como seres humanos. Significábamos algo para él, algo importante, pero no como personas.
Lucía el bigote más grande que he visto en mi vida, el cual le cubría la boca por completo. Y si aquel enorme bigote de morsa que destacaba, tupido y grueso, como esculpido en madera, pudiera parecer cómico o divertido, créanme que no lo era. Volví a mirarlo detenidamente, fascinado, al tiempo que me preguntaba si la expresión de la boca que había debajo de aquel bigote era tan cruel que se veía obligado a ocultarla.
Llevaba abrigo negro, desabrochado, y traje negro cruzado, con botones forrados de tela; chaleco negro sin cruzar, con una gruesa cadena de oro que le salía de un ojal; zapatos negros. También llevaba cuello postizo duro y un alfiler de corbata con una perla que parecía ser auténtica; diría que la misma que se ve en la foto. Pero fue su cara lo que me llamó la atención. La movía ligeramente a medida que aquellos extraños ojos grises nos estudiaban, nos registraban, recorrían de forma casi increíble nuestra piel, como si buscara cicatrices... Simulé un falso interés por mis zapatos y bajé la vista para que no coincidiese con la de él; me ruboricé y me sentí culpable por reaccionar de ese modo.
Así era el inspector Thomas Byrnes, del Departamento de Policía de Nueva York, y el miembro más famoso de éste, en muchos aspectos. Si había venido personalmente para llevarnos consigo, entonces aquél no era un arresto corriente, y el terror hizo que me estremeciese. Supongo que en un intento por librarme de esta sensación y a la vez plantarle cara a aquel hombre, formulé una pregunta que pretendía que sonara dura y firme, pero que no surgió así, sino medio humorística, como si me dispusiera a añadir que sólo estaba bromeando.
—¿Y bien? —inquirí—. ¿No piensa advertirnos sobre nuestros derechos constitucionales?
Su rostro permaneció impasible pero los ojos grises se volvieron rápidamente hacia los míos, extrayendo cualquier significado que pudiera haber en aquella intrépida pregunta. Vio que no había ninguno y, en un tono inexpresivo, contestó con una absurda mezcla de discurso medio iletrado y una ampulosa pronunciación de las «aes», como supuse que debía de hablar la clase alta.
—Se lo advierto, será mejor que se guarde sus estúpidas observaciones, o de lo contrario probará el extremo grueso de la porra. —Extraña forma de hablar para el inspector Byrnes, pero no me reí, ni siquiera interiormente.
A continuación recorrimos en silencio varias docenas de manzanas, bajando por la Tercera Avenida, por debajo del Elevado, dando tumbos y balanceándonos sobre el adoquinado; a veces hasta dábamos bandazos o nos inclinábamos lateralmente al pasar por encima de los montículos de nieve. Julia miraba a través de la pequeña ventanilla redondeada que tenía a su lado, irritada, negándose a posar la vista en Byrnes. Yo lo miraba de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo contemplaba el suelo o la calle. El día estaba muy nublado y las tiendas por delante de las que pasábamos débilmente iluminadas por luces generalmente amarillentas y regulares si la llama estaba protegida, o rojizas y titilantes en caso contrario... Muchas de aquellas tiendas tenían toldos de madera que se apoyaban sobre postes clavados en el borde de la acera y, una vez más, como había hecho ya con anterioridad, intenté interesarme por el hecho de que la Tercera Avenida se pareciera enormemente al decorado para una película del Oeste, debido tanto a los toldos como a los postes para atar a los caballos. Pero en absoluto estaba interesado por aquello.
Pasamos frente al instituto Cooper y, por lo que pude ver, su aspecto era tal como yo lo había visto la última vez. Luego giramos a la derecha, donde las avenidas Tercera y Cuarta se juntaban con el Bowery. Dando tumbos, seguimos varias manzanas por debajo del Elevado, y el día se oscureció todavía más cuando un tren pasó por encima de nosotros, mientras una lluvia de chispas y pavesas al rojo vivo caía de la máquina; una de ellas golpeó contra la grupa del caballo y se detuvo allí por un instante, hasta que se convirtió en ceniza, pero el animal no dio señales de que lo sintiera.
—¿Tienen algo que decirme ahora? —me preguntó Byrnes de pronto.
Estuve a punto de dar un respingo, luego negué con la cabeza, y Julia hizo lo mismo. Llegué a la conclusión de que aquello era un truco típico de Byrnes: primero un silencio prolongado, luego una pregunta repentina que nos sobresaltara, obligándonos a hablar... si hubiésemos sabido de qué quería que hablásemos. Pero yo estaba equivocado. Byrnes me llevaba una gran ventaja; tenía unas razones a las que nunca habría podido anticiparme.
Seguimos avanzando un par de manzanas más, luego giramos a la derecha, por Bleecker. Unas pocas calles después giramos a la izquierda, por Mulberry, según vi en los rótulos de cristal pintados en torno a los paneles de la farola. A media manzana nos detuvimos a la izquierda y vi dos grandes faroles cuadrados que flanqueaban los peldaños de la entrada a un edificio de piedra de cuatro plantas. Los cristales de los faroles eran de color verde, y comprendí que aquél era un edificio de la policía. El cochero se apeó y abrió la portezuela del coche. Byrnes hizo una señal y Julia bajó. El conductor —que aun cuando era policía llevaba bombín y un abrigo color tostado— estaba esperándonos, y en cuanto Julia posó un pie en el suelo la cogió del brazo con firmeza. Byrnes me indicó que bajara, y él lo hizo justo detrás, cogiéndome de la muñeca. Subimos rápidamente por los peldaños de la entrada y, en cuanto el agente de paisano que llevaba a Julia abrió una de las grandes puertas, leí las letras doradas con contrastado reborde negro que había en el gran ventanuco en forma de abanico sobre la entrada: JEFATURA DE POLICIA DE NUEVA YORK.
Ya dentro, cruzamos rápidamente un vestíbulo con el suelo de madera, pasamos ante el mostrador, detrás del cual había un agente uniformado muy corpulento, atisbé unos suelos gastados, escupideras de porcelana desportilladas y llenas de manchas, sucias paredes pintadas de verde oscuro, y percibí el olor característico —cuyo origen desconocía, de aquella clase de edificios excesivamente usados. Moviéndonos casi al trote— ¿por qué los policías suelen comportarse de manera desagradable sin necesidad, como si lo hicieran obedeciendo una especie de instinto?—, fuimos empujados por un tramo de escaleras que bajaban a un sucio sótano de muros de ladrillo y techo bajo. Había allí una mesa pequeña, una silla corriente de cocina, un soporte en el cual habían soldado una tubería de gas con agujeros y un reflector detrás, la cual se hallaba conectada a una toma de gas mediante un tubo flexible que serpenteaba por el suelo de madera. Apoyada encima de un trípode, había una gran cámara de madera barnizada, latón y cuero negro.
Tres policías de paisano, en mangas de camisa, entraron inmediatamente detrás de nosotros. Uno era calvo, los otros dos se peinaban con raya a la izquierda, como el inspector, y ambos llevaban bigotes de morsa, aunque más pequeños que el de su jefe. Obedeciendo a una indicación de Byrnes, Julia y yo nos quitamos el abrigo y el sombrero y los dejamos sobre la mesa que había al lado de la puerta. Uno de los agentes se acercó a la cámara y empezó a manipularla. Los otros se quedaron esperando junto a la silla que había frente a aquélla. Para sujetarme a ella si hacía falta, advertí.
Yo no tenía ninguna posibilidad de resistirme, y lo sabía; sin embargo, la Constitución era la misma que en mi tiempo, y sentía la necesidad de decir algo.
—Quiero saber por qué estoy aquí. Quiero saber de qué se me acusa. Quiero consultar con un abogado y me niego a que me fotografíen antes de hablar con él.
Byrnes hizo una seña a los dos policías.
—Ya han oído al caballero. Díganle por qué está aquí.
Los dos me cogieron de ambos brazos, uno a cada lado, y uno levantó la rodilla, me soltó un golpe tremendo allí donde termina la espalda —Julia dejó escapar un grito ahogado— y me envió dando traspiés al otro lado de la estancia, hacia la silla. Habría caído de bruces si no me hubiera sujetado. De inmediato me retorcieron los brazos y me obligaron a girar sobre mí mismo. Luego, cada uno con una mano sobre mi hombro, hicieron que me sentara en la silla con tal violencia que la madera crujió y las patas resbalaron sobre el suelo. Abrí la boca, dejé escapar un gemido inaudible, y el dolor hizo que las lágrimas asomaran a mis ojos. Uno de los agentes se inclinó hasta colocar la boca junto a mi oído y, con tono jubiloso por el placer de lo que había hecho y de lo que se disponía a hacer, me gritó:
—¡Está aquí, señor, porque nos da la gana!
Me volví hacia él y, antes de que pudiera retirarse, le escupí las palabras a la cara:
—¡Asqueroso hijo de perra!
Me cogió por el cuello con una mano y se disponía a propinarme un puñetazo con la otra, cuando Byrnes se apresuró a impedírselo.
—No, no quiero que le dejes marcas —dijo.
Al cabo de un momento, el otro bajó el puño y con la otra mano incrementó la presión sobre mi cuello, pero al final cedió.
Yo era perfectamente consciente de que rebelarme no había servido de nada. Sin embargo, a pesar de todo lo necesitaba. A mi lado, los dos policías estaban atentos a cualquier resistencia por mi parte, y advertí por la expresión de sus rostros que deseaban que lo intentara, pero con una vez ya era suficiente para mí.
El hombre de la cámara sostenía una cerilla en la mano. Levantó una pierna, hizo palanca con la cerilla sobre la tensa tela de los pantalones y aquélla se encendió. Al instante percibí un intenso olor a azufre. Seguidamente hizo girar una llave de bronce y el gas siseó en el reflector del soporte. Luego acercó la cerilla a los agujeros y el gas estalló en una roja llamarada. El hombre volvió a hacer girar la válvula a fin de regular el gas y las decenas de pequeñas lenguas se encogieron hasta adquirir una tonalidad azul. Noté sobre mi piel el calor de la brillante luz del reflector, tan cegadora que me obligó a cerrar con fuerza los ojos.
—¡Nada de eso! —Una mano me sacudió el hombro con fuerza, y los dientes me castañetearon—. ¡Abra los ojos!
Me esforcé por obedecer, y el hombre de la cámara se agachó detrás de su tela negra. El fuelle de la cámara avanzó, se detuvo, retrocedió ligeramente y luego vi que la mano del hombre apretaba el percutor.
—Ya lo tengo —dijo, y entonces le llegó el turno a Julia. Me alegré de que nadie la tocase cuando se sentó, pues me habría visto obligado a intervenir si se hubiesen mostrado rudos con ella, y entonces me habrían golpeado hasta dejarme sin sentido. El fotógrafo volvió a pulsar el percutor y, cuando sacó la cabeza de debajo de la tela negra, Byrnes lo señaló y ordenó:
—Enseguida.
El hombre contestó con un presuroso «Sí, señor» y salió corriendo de la estancia llevándose las placas. Uno de los otros dos agentes había sacado un bloc de notas y Byrnes se volvió a examinarme:
—De veintiocho a treinta —redactó, y el agente escribió con celeridad—. Un metro setenta y cinco aproximadamente, unos setenta kilos... —añadió, y el lápiz del agente casi voló sobre el papel.
Byrnes me describió a mí y a mi atuendo, incluyendo el abrigo y el gorro de pieles. A continuación hizo lo mismo con Julia y su indumentaria, y el agente siguió escribiendo. Luego Byrnes me hizo una seña de que me acercara y dijo:
—Déme su billetero.
Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sentí que nunca más volvería a ver el billetero. Con la otra mano saqué un puñadito de monedas que llevaba en el bolsillo del pantalón y, de mala gana, tendí el dinero y la cartera a Byrnes.
—¡Quédese el cambio! —exclamó, sonriendo ante su propia broma, y el policía de paisano soltó una risita. Byrnes no tocó mi cartera; se limitó a sacudir la cabeza—. Primero cuéntelo.
Lo hice. Había en ella cuarenta y tres dólares. Cuando hube finalizado, Byrnes, que estaba garabateando en un pequeño bloc de notas, alzó la mirada hacia mí:
—¿Cuánto?
Se lo dije y anotó la cantidad, luego arrancó la página y me la entregó: un recibo escrito a mano por cuarenta y tres dólares, y lo firmaba «Thomas Byrnes, Inspector».
—Aquí no somos despreciables rateros, ¿sabe? —dijo, luego se volvió hacia Julia y le pidió que contara el dinero que llevaba en su bolso.
En él había nueve dólares, que él cogió. Luego le entregó un recibo junto con el bolso. Julia le dio ásperamente las gracias y le preguntó por qué nos quitaba el dinero.
—Podrían intentar escapar —contestó, encogiéndose de hombros—. Pero sin dinero no irían muy lejos, ¿verdad?
Regresamos al coche, Byrnes de nuevo frente a nosotros, vigilándonos, esperando. Al llegar a la Quinta Avenida, giramos rumbo a la parte alta de la ciudad.
—¿Adonde vamos? —pregunté.
—Pensaba que ya lo habían adivinado.
—Pues no.
—Entonces aguarde y lo verá.
Nuestro coche pasó por delante de Washington Square, que tenía el mismo aspecto que ahora, sólo que sin el arco. Incluso muchos de los edificios eran los mismos, sobre todo en uno de los laterales de la plaza, y por un instante me pareció imposible no ver a ningún automóvil por allí. A continuación, manzana tras manzana de casas, avanzamos por la avenida siguiendo el rítmico sonido de los cascos del caballo. De vez en cuando, los ojos de Julia coincidían con los míos. Yo forzaba una sonrisa tranquilizadora y lo mismo hacía ella. Luego miré a través de la ventanilla, en un intento por interesarme por la gente y los edificios que dejábamos atrás, pero la convicción de que estábamos metidos en dificultades no me permitía concentrarme.
Cuando finalmente el coche se detuvo, entre las calles Cuarenta y siete y Cuarenta y ocho, supe adonde nos dirigíamos —y lo mismo pensó Julia, pues lo vi en sus ojos—, pero no conseguí adivinar por qué. Allí estaba, delante de la portezuela de nuestro carruaje, al otro lado de la acera, la mansión de Andrew Carmody en la Quinta Avenida, casi idéntica a la antigua mansión Flood de Nob Hill, en San Francisco, incluso en la magnífica verja de piedra y bronce que rodeaba el jardín delantero. La puerta del coche estaba abierta y el conductor hacía señas de que bajáramos, a punto para sujetar a Julia del codo mientras Byrnes me cogía de la muñeca.
Al llegar al amplio porche delantero, el policía tiró de la campanilla y todos esperamos. ¿Habría pensado Carmody, al vernos salir a Julia y a mí de la habitación contigua al despacho de Jake, que de algún modo formábamos parte del plan para hacerle chantaje? ¿Iría a acusarnos ahora?
Una doncella acudió a abrir; llevaba un vestido negro hasta los pies y manga larga, un enorme delantal blanco y una complicada cofia de encaje. Era una muchacha que no tendría más de quince años, de mejillas coloradas, como si acabara de frotárselas.
—Caballeros, señorita, pasen, por favor... Les están aguardando. —Lo dijo en un tono tan respetuoso, que dio la impresión de estar asustada.
Ni Byrnes ni el agente contestaron; se limitaron a indicarnos que entrásemos. Miré a la muchacha, sonreí y le di las gracias, para demostrarle lo patanes que eran los policías.
Nos encontrábamos en un amplio vestíbulo con un magnífico par de escaleras de madera oscura barnizada, que se curvaban en direcciones opuestas. Mientras seguía a la doncella, y a pesar de lo que nos ocurría, yo no paraba de mirar alrededor, especialmente en dirección al enorme salón que se extendía al fondo, a ambos lados de las escaleras. Vi espléndidas alfombras sobre un suelo de baldosas, paredes adornadas con molduras de estuco, globos de luz adosados a las paredes, mesas, sillas, jarrones desbordantes de flores.
Pasamos por debajo de un portal en forma de arco y nos encaminamos por un corto pasillo con el suelo de parquet barnizado y, tras franquear otro portal, entramos en una sala de estar absolutamente distinta de la de tía Ada. Era cuatro veces más grande, tenía vidrieras a lo largo de uno de los laterales, y su mobiliario era de estilo francés, elegante y tan ligero y delicado que apenas parecía utilizable. El trabajo de carpintería, así como la parte interna de las dos altas puertas de la sala, estaba todo pintado de blanco con adornos dorados. De todas las paredes colgaban cuadros y había bustos de mármol en las hornacinas con remates en forma de arco. Cerca de las ventanas había un enorme piano de cola blanco y dorado, o tal vez fuese un clavicordio.
Era un salón magnífico, pintado con colores suaves, y de pie frente a la blanca repisa de una pequeña chimenea, como si la hubieran diseñado para ella, aguardaba la señora de Andrew Carmody, con un largo vestido rosa de mangas anchas y, en la mano, un abanico de marfil, sin abrir... La expresión de su rostro era idéntica a la que Julia y yo le habíamos visto la noche anterior en el Baile de Caridad, tan decidida como si en su vida no la hubiera asaltado la menor duda acerca de nada.
—Buenas tardes, inspector. Ya han avisado al señor Carmody de que usted había llegado. Bajará enseguida... —Miró a Byrnes y sonrió con la misma naturalidad con que se había mostrado indiferente con los demás, como si no nos hubiera visto.
—Buenas tardes, señora Carmody. Espero que su esposo no sufra.
—Sus quemaduras son dolorosas, pero... —Encogió un hombro con delicadeza y una sonrisa radiante se dibujó en su rostro, como dando a entender que daba por concluida la conversación. Luego abrió el abanico y lo agitó un par de veces delante de su cara.
Para disimular el hecho de que no le hubieran indicado que tomara asiento, Byrnes se acercó a un busto de mármol de María Antonieta y se inclinó a inspeccionarlo.
Se oyeron unos pasos que bajaban lentamente por las escaleras del vestíbulo y luego seguían por el pasillo de parquet, pero al llegar a la puerta de la sala dejaron de oírse. Me volví hacia allí y vi que un hombre terriblemente vendado cruzaba poco a poco la gran alfombra en dirección al sofá. Un vendaje blanco le cruzaba la frente, le cubría las sienes y las mejillas y se ajustaba en torno al cuello. Pero la nariz y las estrechas franjas de piel que asomaban entre aquélla y los bordes del vendaje estaban tan rojas y tumefactas, tan espantosamente chamuscadas, que cualquiera que fuese la capa de piel que aún le quedaba apenas bastaba para contener la sangre. Tenía el cabello completamente quemado y la parte superior de la cabeza hinchada y llena de costras. También los ojos estaban hinchados; parpadeaba constantemente y de vez en cuando los cerraba con fuerza. Llevaba un brazo vendado, en cabestrillo, y los extremos de los dedos sobresalían hinchados y cuarteados.
Se recostó en el sofá como si estuviera agotado. Vestía pantalones negros con finas rayas blancas y un batín azul marino, guarnecido con cordoncillo. Al lado del sofá, en una mesita plegable, había un vaso, una jarra, una cajita de pastillas y un termómetro. Carmody cerró los ojos, guardó silencio por unos instantes. Luego los abrió y empezó a hablar:
—Como pueden... —Una tos espasmódica le impidió proseguir, a la vez que de lo más profundo de su pecho brotaba un jadeo asmático. Lo intentó de nuevo, pero en un tono más bajo a fin de no provocar otro acceso de tos, con lo que le salió una especie de suspiro—. Como pueden comprobar, en el incendio de ayer sufrí graves quemaduras... Aunque tuve suerte al poder escapar con vida. —De pronto, se vio obligado a respirar profundamente, y se llevó la mano al pecho, como si fuera a toser, pero tragó saliva dos veces y consiguió evitarlo. Por unos instantes permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Luego los abrió, echó un vistazo a Julia, después a mí, y finalmente asintió varias veces y, dirigiéndose a Byrnes, susurró—: Sí, son ellos. Gracias, inspector. Pero tome asiento, por favor.
—Oh, gracias —exclamó Byrnes, como si permaneciera de pie sólo porque se le había olvidado sentarse. Seguidamente acercó una pequeña silla al sofá y tomó asiento—. Bien, señor, ¿podría explicarnos lo ocurrido?
Permanecimos de pie mientras Carmody le contaba lo de la carta que Pickering le había enviado y su encuentro en el parque del City Hall.
—No dudé ni por un momento que dispusiera de documentos... Como contratista, yo había hecho trabajos honrados para el Ayuntamiento, de los cuales sin duda existían recibos de pagos. No todo lo que se hizo allí en la época de Tweed fue deshonesto...
—Claro que no.
—Sin embargo, aunque sus documentos fueran de escaso valor, ahora me hallo comprometido en unos negocios muy delicados, en los que se han invertido millones, y que podrían verse malogrados por culpa de chismorreos y difamaciones, por falsos que éstos fuesen. De modo que hice seguir al tal Pickering... Este ni siquiera se molestó en dar esquinazo al polizonte, quien descubrió que vivía en el 19 de Gramercy Park. Entonces hice que averiguara los nombres de todos los que vivían con él en la casa, pues temí que algunos estuvieran implicados en aquel absurdo plan... Ayer por la mañana me reuní con Pickering, quien me llevó a su despacho secreto, en el antiguo edificio del World. Yo llevaba conmigo mil dólares en efectivo, y estaba decidido a pagárselos para librarme de él. Pero si Pickering hubiese insistido en que le diera un centavo más, habría hecho que usted lo detuviera en su propia casa...
—Por supuesto —dijo Byrnes, aunque necesité unos segundos para entenderlo.
Era una historia muy buena, pensé; de haber estado en su lugar, yo apenas la habría modificado. Deteniéndose de vez en cuando para toser, prosiguió diciendo que Pickering, consciente de que no tenía pruebas de ningún fraude, había accedido de mala gana a aceptar aquellos mil dólares. Que le había explicado qué era lo que había detrás de la puerta clausurada, y que, mientras seleccionaba de los archivos los documentos que debía entregarle a cambio del dinero, en el hueco del ascensor había estallado un incendio, ignoraba por qué motivos. Asombrado, había visto cómo nosotros —nos señaló— irrumpíamos por la puerta clausurada, yo saltaba sobre Pickering y luchaba cuerpo a cuerpo con él, mientras Julia empezaba a meterse el dinero entre sus ropas. Luego había oído el crepitar de las llamas y visto cómo el humo subía por el pozo del ascensor, al tiempo que se escuchaban gritos de «¡Fuego!» y gente que corría. Se había visto obligado a escapar para salvar la vida... Empezó a toser con fuerza y la señora Carmody, tras dirigirnos una mirada agorera, se apresuró a acudir a su lado y le tendió el vaso de agua que había sobre la mesita, del que Carmody tomó un sorbo.
Mi única reacción fue mirarlo fijamente. Luego me volví hacia Julia y vi que ella también me observaba, tan perpleja como yo. Al principio no se me ocurrió por qué Carmody pretendía implicarnos, pero de pronto pensé que tal vez tuviese una leve sospecha, ya que Carmody empezó a sacudir la vendada cabeza con gesto de irritación, dejaba el vaso a un lado y se erguía sobre el sofá.
—Conseguí escapar por las escaleras de la calle Nassau —explicó con un ronco suspiro, que era el equivalente a un grito—. Uno de los últimos en hacerlo, imagino. Y a cambio de múltiples quemaduras en la cara, en la cabeza, en la mano y en el brazo, que, según asegura mi médico—añadió amargamente— me desfigurarán para el resto de mi vida. —La cara le quedaría desfigurada para siempre, añadió, permanentemente roja, y tanto en el rostro como en la cabeza le crecería ya muy poco pelo—. ¡Y vosotros sois los culpables! —exclamó, señalándonos con el dedo.
Sentí que lo creía así realmente, que nos hacía responsables de sus terribles heridas, y que nos odiaba por ello.
Como es lógico, concluyó, nosotros estábamos enterados del plan de Pickering. No podía ser de otro modo, al menos en lo que a mí se refería. De todos los que habitaban en la casa con Pickering, nosotros éramos los únicos cuya apariencia y edad coincidía con la descripción de la pareja que había entrado precipitadamente en el despacho. Por ese motivo había hecho que el inspector Byrnes nos llevara a su casa, para identificarnos. Carmody se recostó en el sofá y añadió:
—Y si Pickering todavía no ha dado señales de vida, entonces ellos son los responsables de su muerte. De no haber sido por la intromisión de estos dos, él habría podido escapar conmigo.
Byrnes se volvió hacia nosotros.
—Pickering sigue sin dar señales de vida.
—En ese caso, aquí están sus asesinos.
Nunca me había enfrentado a un odio semejante al que exteriorizaban aquellos ojos al mirarnos entre las vendas. ¿Tenía algún sentido que yo protestara con la verdad, que era él quien había iniciado el fuego, que no éramos nosotros sino él quien se había enzarzado en una pelea con Pickering y que era el único a quien podía culparse de la muerte de éste? Quise gritárselo, pero, en ese caso, ¿cómo explicar el hecho de que nos hubiésemos ocultado en el despacho contiguo al del Pickering? ¿Contándole al inspector todo lo referente al proyecto de Danziger? No había explicación posible para nuestra presencia allí.
Byrnes me miraba fijamente.
—¿Y bien? —inquirió—. ¿Tienen algo que decirme ahora?
Al cabo de un momento, negué con la cabeza.
Entonces sonó la campanilla de la entrada. Oímos pasos en dirección a la puerta, ésta se abrió, se escuchó la voz de la doncella y a continuación la de un hombre. Seguidamente los pasos se acercaron por el pasillo, la doncella se quedó a un lado de la entrada y el agente que habíamos dejado en el 19 de Gramercy Park se presentó con el casco debajo del brazo. Entonces hizo una auténtica reverencia: agachó la cabeza humildemente, retrocedió un paso y levantó un dedo para atusarse el bigote. Carmody asintió con gesto regio y la señora Carmody inclinó graciosamente la cabeza. La breve ceremonia duró varios segundos en realidad, y si yo no lo hubiera sabido con anticipación, habría averiguado que aquella casa era el hogar de gente rica y poderosa, y que aquellos dos policías así lo entendían.
—¿Y bien? —preguntó Byrnes, y su voz indicó que su posición en aquella estancia era muy superior a la del agente uniformado.
—En efecto, señor. —El sargento se desabrochó dos botones del abrigo del uniforme por encima del cinturón, introdujo la mano y, con el sentido instintivo del drama que todos poseían desde la cuna en aquella época, se acercó a la mesita que había junto al sofá de Carmody y, hasta que no llegó a su lado, no sacó el fajo de billetes de banco sujeto mediante una faja de papel, que depositó sobre la mesita.
—He encontrado esto, señor. En el dormitorio de él... —Me señaló con un movimiento de la cabeza—. La casera me indicó cuál era su habitación y el dinero estaba en su maletín, debajo de algunas prendas.
Quedé paralizado, tal como suena. No podía moverme ni hablar... Byrnes se había acercado a la mesa y se inclinó para examinar los billetes.
—¿Es éste su dinero, señor?
Carmody volvió lentamente la cabeza, como si le doliera, y posó los hinchados ojos sobre el dinero.
—Sí. Los billetes están marcados... Mi banco los identificará, uno por uno.
Byrnes cogió el fajo, se volvió, y se acercó a Julia y a mí mientras se metía el dinero en un bolsillo interior de la chaqueta.
—Bueno. —Se detuvo delante de mí y con tono casi alegre preguntó por tercera vez—: ¿Tienen algo que decirme ahora?
—No hay nada que decir. —Me encogí de hombros—. Él miente, y el dinero es una prueba amañada para sostener su mentira. —Ignoraba si el término era correcto, pero aun así Byrnes me entendió, porque asintió—. Nosotros nunca hemos tocado ese dinero... —De pronto me interrumpí, pues se me había ocurrido algo—: ¿Han examinado las huellas digitales? —pregunté excitado—. ¡Verá como encuentran las de él! —Señalé hacia el sofá—. ¡Pero no las mías, ni las de la señorita Charbonneau!
—¿Qué es lo que no vamos a encontrar?
—Nuestras huellas digitales.
—No sé de qué me habla.
Y era cierto. Me di cuenta de que lo decía en serio. Desconozco cuándo se había aplicado el descubrimiento de las huellas digitales como identificación policial, pero era indudable que en 1882 todavía no.
—No se preocupe... Él está mintiendo. Eso es todo lo que tengo que decir.
—Bien, es posible —admitió Byrnes.
El sargento se acercó a él y le susurró algo al oído. Byrnes asintió y el sargento salió. El inspector me miró con expresión reflexiva por un momento y a continuación se frotó la barbilla, como si considerara sinceramente la posibilidad de que yo dijese la verdad.
—Tenemos una acusación y una negativa. Si ustedes dos son los responsables, sólo el señor Carmody los vio. Pero díganme una cosa: ¿Estaban ustedes allí, ocultos en el despacho contiguo al de Pickering? ¿Por algún motivo inocente, tal vez? —Sonrió, invitándonos a responder.
Pero yo era perfectamente consciente de que no podía admitir que hubiese estado allí. ¿Cómo explicar nuestra presencia? Si reconocía que habíamos estado allí pero no podíamos aclarar por qué, la acusación de Carmody parecería cierta... Me apresuré a negar con la cabeza.
—No... La única relación entre Pickering y nosotros era que vivíamos en la misma casa de huéspedes. No sabemos nada sobre su chantaje a este hombre, ni siquiera si se lo hacía. Empiezo a sospechar que el señor Carmody mató a Pickering y dejó que se quemara. Ahora teme que se conozca la verdad y quiere un chivo expiatorio antes de que empiecen a interrogarlo. Dado que nosotros vivimos en el mismo sitio que Pickering, ha ocultado el dinero en mi bolsa, o ha ordenado que alguien lo hiciera, y ahora nos acusa a nosotros.
—Es muy posible —dijo Byrnes con tono de comprensión—, si ayer no estaban en el edificio del World... Y usted asegura que no estaban, ¿verdad? — Asentí, y entonces Byrnes se acercó a la puerta y llamó—: ¡Sargento!
Inmediatamente sonaron pasos en el pasillo y el sargento apareció por el umbral, con su casco todavía debajo del brazo, como un jugador de fútbol americano. A continuación, un hombre pasó por su lado y entró en la estancia. Al instante caí en la cuenta de que lo conocía, aunque por unos segundos no logré ubicarlo... Saludo cortésmente a la señora Carmody con una inclinación de la cabeza y luego miró la figura vendada del sofá, aunque apartó la vista de inmediato. Nos examinó detenidamente a Julia y a mí durante un momento y luego asintió en dirección a Byrnes.
—Sí, son ellos —admitió al tiempo que observaba unas fotos que sostenía en la mano y que yo reconocí: eran las copias de las fotografías que antes nos habían tomado a Julia y a mí—. Los he reconocido por las fotos —dijo, a la vez que se las tendía a Byrnes—. Tal como le dijo el doctor Prime, escaparon por el mismo sitio que él, y yo los ayudé a subir a mi despacho... —Volvió a mirarnos a Julia y a mí, y en sus ojos había sincera preocupación—. Si están ustedes metidos en dificultades, lo lamento... —añadió, como si se disculpase con nosotros por tener que hacer aquello.
Byrnes le dio las gracias y J. Walter Thompson, en cuya oficina habíamos conseguido refugiarnos tras huir del edificio en llamas la mañana anterior, saludó a todos los presentes y se marchó. A pesar de lo que acababa de hacer, era un hombre considerado, y casi sentí deseos de correr tras él y asegurarle que su pequeña empresa iba a ser un éxito y que incluso iba a perdurar.
Estábamos metidos en graves apuros. «¿Tienen algo que decirme ahora?», había preguntado Byrnes en el coche, camino de la Jefatura de Policía, y luego en varias ocasiones más. Era indudable que, de haber estado en el incendio del edificio del World, habríamos tenido algo que decirle, a menos que pretendiéramos ocultar algo. Intencionadamente, nos había ofrecido la posibilidad de hablar —ahora estaba seguro—, con la certeza de que cualquier explicación que diéramos después de que se nos acusara, semejaría sin duda una mentira. Nos había atrapado con inocentes palabras, pero comprendí que, a pesar de su cómica forma de hablar, aquél era un hombre peligroso.
—Lo felicito, señor —dijo dirigiéndose al hombre vendado del sofá—. Tengo la impresión de que ha atrapado a un par de asesinos.
—Gracias a usted. Cuando me encuentre algo más recuperado y regrese a Wall Street, me gustaría reiterarle mi agradecimiento. En mi despacho. ¿Todavía mantiene su interés por esa zona, inspector?
—Oh, por supuesto.
—Espléndido, porque todos lo apreciamos sinceramente. Desde que estableció usted la barrera en la calle John no se ve por allí ni un ratero, ni un alborotador. No lo entretengo más, inspector. Sé que va a estar muy ocupado asegurándose de que estos dos no escapen a la justicia. Una vez que lo haya conseguido, venga a verme a mi despacho.
—Cuente con ambas cosas, señor.
Yo escuchaba, azorado, cómo aquellos dos negociaban con nosotros como si fuésemos moneda. Pero cuando me volví hacia Julia y sonreí para tranquilizarla, no mentía; estábamos metidos en dificultades, pero sabía que la posibilidad de que Carmody probara su acusación ante un tribunal —al fin y al cabo era su palabra contra la nuestra— sería muy distinta de convencer al inspector Byrnes.
Antes de que transcurriera un minuto, supe que el inspector también estaba pensando en ello, y empecé a alegrarme. El sargento nos cogió del brazo y abandonamos la casa, seguidos de Byrnes. En la acera, éste se adelantó a fin de abrir la puerta del carruaje, pero entonces, con una mano en el pomo, se detuvo y se volvió con actitud reflexiva hacia nosotros.
—En un juicio, él los acusaría y ustedes lo negarían. Está el dinero hallado en su dormitorio y la declaración de Thompson. Pero no debemos olvidar el tufillo del Círculo de Tweed en torno a Carmody, ¿no es así? Y él accedió a pagar el chantaje, por pequeño que fuera. —Guardó silencio por unos segundos mientras nos estudiaba atentamente, y a continuación abrió la portezuela—. Suba, sargento —le ordenó, y el policía lo miró sorprendido, pero nos soltó el brazo e hizo lo que se le pedía. Luego Byrnes se volvió hacia nosotros, de espaldas al oficial, y habló con rapidez; estoy seguro de que ni éste ni el cochero lo oyeron—: Ha hablado usted de derechos constitucionales —murmuró, como si esa frase le intrigara—. Bien, de acuerdo. Creo que es demasiado pronto para arrestarlos. Habrá que buscar más pruebas... —Guardó silencio, sin dejar de mirarnos, y luego pareció tomar una decisión—. Váyanse —dijo—, pero no salgan de la ciudad, ¿entendido? —Por nuestra expresión, debió de darse cuenta de que no estábamos seguros de que hablara en serio—. ¡Lárguense! — añadió casi con amabilidad, y ofreció a Julia una especie de afecto paternalista, al menos hasta donde aquel duro rostro era capaz de expresar.
No era el momento de esperar a que cambiara de opinión, pensé, de modo que cogí a Julia del brazo y nos alejamos rápidamente por la Quinta Avenida en dirección contraria a la que llevaba el carruaje. Dimos quince pasos, veinte, treinta, y Byrnes no cambiaba de opinión ni nos llamaba. No pude resistir la tentación de mirar hacia atrás. Él todavía estaba al lado del coche, observándonos.
—¡Sargento! —gritó de pronto al tiempo que abría de golpe la portezuela y nos señalaba—. ¡Los prisioneros se escapan!
Me detuve con la mano en el brazo de Julia y la obligué a volverse conmigo. Yo no conseguía entender aquella situación. Porque el sargento asomó la cabeza por la ventanilla y nos apuntó con el dedo. Pero no se trataba de un dedo, pues vi un destello y oí un estampido, y a continuación el silbido de una bala al cortar el aire cerca de nuestras cabezas.
Entonces nuestra mente se puso en funcionamiento. Corrimos desesperadamente y oímos de nuevo la detonación del revólver del sargento, el agudo silbido, y a continuación vimos que una astilla saltaba de la balaustrada de la casa que teníamos delante. De nuevo se escuchó el estampido asombrosamente fuerte del enorme revólver y luego, al llegar a la esquina, volví la mirada hacia atrás. Byrnes estaba en la calle, sosteniendo el brazo del sargento para obligarlo a apuntar hacia arriba. Yo sabía que no lo hacía para salvarnos, sino porque entre nosotros y el arma había demasiada gente que, desconcertada, se detenía a mirar.
Habíamos doblado por la calle Cuarenta y siete y corríamos con todas nuestras fuerzas; Julia se recogía la falda con una mano y la gente nos observaba asombrada. Al otro lado de la calle, un hombre que había delante de la entrada del hotel Windsor cruzó la calle hacia nosotros indicándonos con la mano en alto que nos detuviéramos, al tiempo que nos decía algo. No logré saber qué, pero levanté el puño y él se detuvo junto al bordillo, mientras pasábamos por su lado. Aquélla era una larga manzana transversal, una interminable hilera de casas idénticas, y a mitad de camino Julia empezó a jadear.
—No puedo más... Tengo que parar.
Aminoramos el paso y miré hacia atrás. Sin embargo, aunque la gente nos miraba, se asomaba a las ventanillas de los coches o se volvía hacia nosotros en el asiento de las carretas de reparto, nadie salió en nuestra persecución, y tampoco había señales de Byrnes o del sargento. Ignoro por qué razón.
Llegamos a la avenida Madison. Un tranvía que se dirigía hacia el sur acababa de detenerse en la esquina de enfrente, de modo que bajamos a la calle, ayudé a Julia a subir en marcha a la plataforma trasera, y la seguí. El vehículo avanzaba tan rápido como podíamos haberlo hecho nosotros si hubiésemos corrido a toda velocidad y sin parar, lo cual era imposible. Además, de ese modo pasaríamos más inadvertidos. Pagué nuestros pasajes, tomamos asiento y miramos por la ventanilla, recuperando el resuello al tiempo que procurábamos no llamar la atención. Pero nadie se fijó en nosotros. Los pasajeros contemplaban a través de las ventanillas la misma calle tranquila por la que yo había paseado dos días antes, con la cámara de Félix. La gente tosía, bostezaba, subía y bajaba del tranvía, o avanzaba por el pasillo haciendo crujir la paja, que nos llegaba hasta los tobillos y cuya misión, supuestamente, era mantener calientes nuestros pies, pero no lo conseguía. En la calle Cuarenta y cuatro, y de nuevo en la Cuarenta y tres, miré hacia la izquierda y vi que la Estación Central estaba exactamente donde se suponía que debía estar, y donde la había visto innumerables veces, sólo que en aquellos momentos era de ladrillo rojo y piedra blanca, y su altura no superaba los tres pisos.
Al frente, en la calle Cuarenta y dos, había mucha actividad, mucho ruido. Oíamos el interminable traqueteo de las ruedas metálicas sobre el adoquinado, y vi que dos guardias dirigían el tráfico. Uno era bajito, el otro alto, pero los dos tenían un vientre prominente, que combaba el largo abrigo azul de uniforme. Las vías trazaban una curva hacia la calle Cuarenta y dos, y el policía alto que se hallaba junto a ellas miró en dirección a nuestro tranvía, se quitó el casco y echó una ojeada al interior.
Nos acercábamos a él a medida que el tranvía describía la curva, y cuando estuvo directamente debajo de nuestra ventanilla, me incliné por encima del regazo de Julia a fin de atisbar dentro de su casco y ver qué estaba mirando. No creo que nunca me haya sentido tan sorprendido. Allí, metida en el fondo de la copa de su casco, estaba mi propia cara, mirándome. Al lado estaba la de Julia —una vez más eran las fotos que nos había tomado la policía, montadas sobre cartulina dura—, y entonces comprendí por qué el fotógrafo de Byrnes había salido literalmente corriendo con sus placas. A partir de ese momento, y trabajando los más rápido posible, habían sacado copias de nuestras fotos. Y mientras nos dirigíamos hacia la casa de Carmody, mientras escuchábamos a éste, a Byrnes y a Thompson, habían repartido aquellas fotos a todos los policías que salían a patrullar por la ciudad. ¡Habían ordenado nuestra búsqueda cuando aún estábamos detenidos!
De pronto, el policía de la calle Cuarenta y dos alzó la vista y comprendí, demasiado tarde, que durante la última hora o más había estado comparando nuestras imágenes de las fotos con la cara de todos los transeúntes así como con la de los ocupantes de todos los carruajes que pasaban por su lado. Era probable que hubiesen ofrecido una recompensa para el agente que consiguiese detenernos. Nuestras miradas coincidieron y, a dos palmos de mi cara, vi que el hombre abría desmesuradamente los ojos, sorprendido, y —lo que mayor asombro me causó— que el miedo asomaba en ellos. Ignoro hasta qué punto les habrían advertido sobre nuestra peligrosidad pero, a pesar de que nos hallábamos a la distancia de un tranvía, en su voz percibí un tono de apremio cuando se volvió gritando a su compañero. El otro contestó, si bien no logré entender qué le decía, y ambos empezaron a correr por el centro de la calle en nuestra persecución.
Venían unos veinte metros más atrás pero no ganaban terreno; corrían pesadamente, la cabeza echada hacia delante, sosteniéndose el voluminoso vientre con una mano. Era una imagen muy similar en todos los aspectos a muchas otras que había visto en las películas cómicas del cine mudo. Ya no gritaban, pues necesitaban todo el aire para seguir corriendo. Pero el más pequeño cogió la larga porra que le colgaba del ancho cinto, la levantó por encima de la cabeza y la blandió amenazadoramente. Entonces la semejanza con los policías de las películas mudas fue total, hasta en los bigotes que ambos ostentaban.
Sólo que en aquellos dos policías no había nada de divertido. Eran absolutamente reales, y yo sabía que si nos atrapaban podríamos terminar en la prisión de Sing Sing. Ni el cochero ni el cobrador los habían visto, aunque un par de pasajeros habían vuelto la cabeza hacia atrás al mismo tiempo que Julia y yo. Estaba seguro de que el tranvía se detendría al llegar a la Estación Central, y los policías nos atraparían en cuestión de segundos. Me puse de pie y cogí a Julia de la mano. Tratando de aparentar tranquilidad, avancé hacia la parte delantera del tranvía, con Julia pisándome los talones. Pasamos ante el cobrador, a quien sonreí, y salimos a la plataforma abierta de delante.
Justo enfrente de la Estación Central, en lo alto del centro de la calle, se levantaba el pequeño edificio de madera y tejado a dos aguas de una estación del Elevado, hacia la cual ascendían varias escaleras a los lados de la calle Cuarenta y dos. Tenía el aspecto de una línea secundaria, que seguramente conectaba con la línea principal de la Tercera Avenida, y vagamente se me ocurrió un plan, si es que podía llamarse así. Había cuatro escaleras que conducían a la estación, dos a cada lado de la calle, y aquélla se encontraba justo al final de la vía del ramal secundario. Se podía acceder a la estación por cualquiera de los cuatro tramos de escalera, y si subíamos corriendo tendríamos exactamente las mismas posibilidades que los policías: mientras cada uno subía por un tramo, nosotros podríamos escapar por los otros dos.
Era todo lo que se me ocurría, y, de pie en la plataforma, murmuré:
—Salta y echa a correr cuando yo lo haga.
Julia sonrió y asintió como si le hubiera hecho un comentario sin importancia. Observé al conductor, que tiraba de las riendas, y sentí el cuerpo que se inclinaba hacia delante a medida que el tranvía frenaba. Luego di un codazo a Julia y ambos saltamos y echamos a correr. Primero por el centro de la calle, paralelos al caballo, a continuación nos agachamos para pasar entre dos carretas —una cargada con grandes pilas de barriles— y subimos a la acera. Luego iniciamos la ascensión saltando los peldaños de dos en dos; Julia iba delante, corriendo a la misma velocidad que yo.
La gente que bajaba no nos prestó especial atención, se limitaba a apartarse a un lado para dejarnos paso, y me di cuenta de que en la Estación Central no era nada extraño ver gente bajar o subir corriendo por las escaleras. Oí gritos a nuestras espaldas, y al llegar al descansillo volví la cabeza. El policía más alto llegaba al primer peldaño —corría más rápido de lo que yo había creído—, y nos apresuramos a entrar en la estación. Allí dentro fingí una sonrisa, nos acercamos a la taquilla y saqué del bolsillo dos monedas de cinco centavos. Entonces sentí que Julia tironeaba de mi manga. La miré y, mientras aguardaba a que el hombre de la taquilla arrancara perezosamente dos billetes de su tira, observé que fuera, al final de la vía única, un tren de un solo vagón estaba esperando, con el frente de la locomotora casi a la altura de la caseta de la estación. En el interior del vagón había un anciano, con las manos juntas y la barbilla apoyadas sobre el puño del bastón, aguardando tranquilamente a que el tren se pusiera en movimiento. Sentado en el extremo más alejado del vagón, el cobrador miraba por la ventanilla hacia el otro lado de la calle. Por un instante resultó tentador, pero al coger nuestros billetes miré a Julia y sacudí la cabeza: no podíamos arriesgarnos a que nos atraparan en el interior del vagón, lo cual sin duda ocurriría si por cada una de las dos puertas entraba un policía.
Nos apresuramos a salir al andén y, al pasar junto a la locomotora, me volví hacia las escaleras por donde acabábamos de subir. Observé que tras el último peldaño asomaba un casco de policía, y luego la cara de éste.
Cuando advirtió nuestra presencia, Julia y yo echamos a correr por el andén en dirección a las escaleras del extremo contrario, y al pasar por delante del vagón oí que el cobrador cerraba de golpe la portezuela metálica de la plataforma descubierta, la cual no debía de llegarle más arriba de la cintura. La pequeña máquina de vapor soltó un pitido y, al volverme, vi que el diminuto eje de arrastre se ponía en movimiento. Entonces el vagón pasó rodando por nuestro lado y Julia soltó un gemido de decepción. ¡Podríamos haber subido!
Pero ya era demasiado tarde. Entre resoplidos, la locomotora dio marcha atrás y empujó el vagón en su trayecto de vuelta por la vía única, al tiempo que ganaba velocidad y el cobrador cerraba la portezuela de la plataforma trasera. En ese preciso instante el casco del segundo agente asomó por las escaleras hacia las cuales corríamos. ¡Habían adivinado nuestras intenciones! Me volví en redondo y vi que a unos quince metros de distancia el segundo policía corría hacia nosotros por el andén sujetándose el casco con una mano.
Nunca he sido de esos que piensan con rapidez en casos de emergencia. Es decir, no es que no piense con rapidez, sino que, en general, lo que pienso es lo menos adecuado. En esta ocasión, sin apenas reflexionar, me volví hacia Julia, que iba a mi lado. La cogí por la cintura, la levanté en vilo y la dejé caer al otro lado de la plataforma trasera del vagón, que en aquellos instantes pasaba por nuestro lado. Seguidamente —cuando el policía bajito estaba a punto de atraparme, pues sentí su mano deslizarse por mi espalda cuando me volví— salté por el hueco de la puerta al interior de la locomotora, giré con celeridad y la cara del policía que se disponía a seguirme, chocó directamente contra la palma de mi mano. El agente dio un traspié y se quedó en medio del andén, mirando el tren alejarse.
El maquinista, que estaba asomado a la ventanilla para vigilar la vía que tenía al frente, no advirtió que yo subía de un salto a la locomotora. De pie ante el hueco de la puerta, yo sabía muy bien dónde me encontraba. Íbamos justo por encima de la calle Cuarenta y dos, avanzando hacia el este más allá de la Estación Central. Luego hice un dibujo, que se reproduce abajo, en el momento en que nuestro tren salía de la Estación Central y del andén del Elevado. La Tercera Avenida, hacia la cual nos dirigíamos, está a la derecha, y lo que se ve debajo del tren es la calle Cuarenta y dos. Al mirar hacia arriba, en el espacio que desde siempre había visto ocupado por el afilado rascacielos del edificio Chrysler sólo descubrí la mancha gris del cielo invernal. Luego bajé la vista y, allí donde debiera estar la base del Chrysler, se levantaba la torre circular de ladrillo rojo y piedra blanca que puede apreciarse en el dibujo, la cual superaba en algo más de tres metros la altura de las vías sobre las cuales avanzábamos. Y en ese momento, mientras nos trasladábamos por aquella ciudad en parte familiar y sin embargo completamente extraña, repentinamente hostil, sentí que una oleada de nostalgia estaba a punto de apoderarse de mí, y tuve que cerrar por un instante los ojos para luchar contra aquella emoción.
Al cabo de unos segundos ya estábamos frenando, y entramos entre los dos andenes gemelos de la estación situada en el otro extremo del ramal, cuya longitud era de dos manzanas. Por lo tanto, no era absurdo pensar que aquellos policías hubieran bajado corriendo desde la calle Cuarenta y dos, o incluso que hubieran confiscado un coche o una carreta, de manera que me quedé en la puerta de la locomotora mirando hacia delante, en dirección a la línea de la Tercera Avenida, confiando en que estuviera a punto de entrar algún tren al que pudiéramos transbordar. Sin embargo, no había ninguno a la vista, y en cuanto la plataforma de madera del andén se materializó ante mí, salté a ella —no creo que el maquinista se hubiera percatado de mi presencia siquiera— y dejé que mi propio impulso me llevara hasta el vagón de delante, a punto de detenerse. Julia estaba de pie ante la puerta, al lado del cobrador.
—Esto va contra la ley, ¿sabe? —me espetó el hombre, colérico.
Yo no sabía si se refería al hecho de haber ayudado a Julia a saltar a la plataforma o a que yo viajase en la locomotora. Le dije que lo sentía y le entregué nuestros pasajes. Luego —ansioso por pedirle que abriera la portezuela, pero a la vez temeroso de que actuara intencionadamente más despacio que nunca— esperé a que perforara con meticulosidad los billetes y me los devolviera. Luego le di las gracias, y sólo entonces abrió la portezuela para dejar salir a Julia. De inmediato, corrimos hacia las escaleras.
Creo que si los dos policías lo hubieran intentado, habrían conseguido darnos alcance y aguardar a que bajáramos por las escaleras que conducían a la acera de la Tercera Avenida con la calle Cuarenta y dos. Pero para eso habrían tenido que correr como nunca lo habían hecho en sus años de servicio, de modo que no nos alcanzaron. No obstante, al otro lado de la calle había un policía haciendo su ronda. Primero se asomó al interior de una taberna por encima de los batientes que tapaban la entrada hasta la altura del pecho, luego se encaminó hacia el bordillo de la esquina y allí se quedó, como un hábil profesional del espectáculo, haciendo girar su porra por el extremo de la correa. Tuve la sensación de que había dedicado más tiempo a hacer girar la porra que a atrapar delincuentes, y cuando giramos hacia el sur y nos alejamos por la Tercera Avenida, caminando lo más rápido posible, aunque, como es lógico, sin correr, me alegré de que aquélla fuera su demarcación. Julia me miró inquisitivamente e intuí qué quería decirme. ¿Estarían nuestras fotografías dentro de su casco también? Me encogí de hombros. Si no estaban, no tardarían en estar. Todos los policías de la ciudad debían de tenerlas ya, para pasárselas al turno siguiente. Y probablemente hubiese también más policías haciendo la ronda, tanto de uniforme como de paisano. La recompensa que Carmody había ofrecido casi abiertamente a Byrnes sería importante si nos cogían y condenaban o nos mataban «al intentar escapar»; cualquiera de ambas soluciones sería válida. Byrnes era listo y sabía que nuestra «huida» o fuga se aceptaría como una confesión de culpabilidad.
El policía de la esquina estaba a media manzana de nosotros ahora y ni siquiera nos había mirado de reojo. Pero el siguiente podría ser distinto. Y si ése no lo hacía, entonces lo haría el que apareciera a continuación. Sencillamente, no podíamos deambular por las calles manzana tras manzana; si lo hacíamos, nos atraparían en cuestión de minutos... Y tomar un transporte público sería igualmente riesgoso. Teníamos que retirarnos de la circulación cuanto antes. Subir a un cabriolé, pensé con nostalgia, en el que sentarnos y recorrer las calles sin que nos vieran, con tiempo para pensar. Pero Byrnes conocía las dificultades de la gente que pretendía esconderse. Para eso hacía falta dinero, y él se había quedado con el nuestro.
—Julia, ¿tienes amigos que puedan esconderte por unos días, o prestarte algo de dinero?
—En Brooklyn sí; vivimos allí hasta hace dos años. Pero los únicos amigos de aquí a los que podría pedirles una cosa así viven en Lexington con la Sesenta y uno, y...
—Demasiado lejos, demasiado lejos... —Me sentía desorientado—. ¿Dónde estamos ahora, Julia? ¿En la Cuarenta y uno? ¿Cuál es el puente más cercano? Es posible que aún no los vigilen y podamos...
—Sólo hay un puente, Si. El de Brooklyn, y está muy lejos, en el centro.
Asentí al tiempo que echaba una ojeada a los escaparates de las tiendas al pasar, para ver si en ellos se reflejaba alguien que nos estuviera siguiendo o se dispusiera a pedirnos la documentación. Nunca había sido tan consciente de que Manhattan era una isla, y no muy grande, además, ya que su perímetro podía recorrerse en un día.
—No quiero que nos atrapen sentados en un transbordador, como a un par de ingenuos. Necesitamos dinero, ¡maldita sea! Para ocultarnos en un hotel donde puedan servirnos la comida. ¿Y si telefoneáramos a tu tía...? —Me detuve a mitad de la frase.
—¿Cómo?
—No me hagas caso.
Pero me había oído.
—No conozco a nadie que tenga teléfono... Ni siquiera a alguien que haya visto alguno.
—¡Lo sé, lo sé!
—Podríamos enviar a un mensajero. Hay una oficina aquí cerca.
—Pero habría que esperar la respuesta, ¿o no?
—Sí.
—Cuando el muchacho volviera, el policía que, estoy seguro, debe de vigilar la casa, vendría con él. ¡Dios, cómo me gustaría que hubiera salas de cine! Entre los dos seguramente juntaríamos el precio de una entrada barata y podríamos aguardar sentados hasta que oscureciera.
—¿Salas de cine?
Perdería la razón si persistía con aquello, me dije.
—Tenemos que separarnos, Julia. Hasta que anochezca. Ellos buscan a una pareja; no se lo hagamos tan fácil. Oscurecerá dentro de cuarenta minutos, una hora como máximo. Entonces intentaré entrar a hurtadillas en la casa. Tengo dinero en mi habitación. Nos encontraremos dentro de hora y media en... ¿Cuál es el sitio más indicado cerca de casa? ¡En Madison Square! Cruza la plaza como si te dirigieras a alguna parte y yo te seguiré. Si no estoy allí, inténtalo al cabo de media hora. Si no aparezco, olvídame y... —me encogí de hombros— haz lo que mejor te parezca. ¿Entendido?
Antes de que pudiera responder, miré hacia el escaparate de la tienda por delante de la cual pasábamos. La entrada estaba situada entre dos paneles de cristal que formaban un ángulo de cuarenta y cinco grados con la acera. En ellos se reflejaba casi media manzana a nuestras espaldas, y vi que un hombre se acercaba corriendo a nosotros en silencio. Aunque iba vestido de paisano, con un abrigo largo y un sombrero hongo, no podía disimular que se trataba de un policía. Corría de puntillas sin hacer ruido, y se hallaba a unos cien metros de distancia. Sin volverme, susurré:
—Julia, tienes que echar a correr. Hacia la esquina. Dobla por allí y sigue corriendo. Hazlo ahora mismo. ¡Ya!
No vaciló ni un segundo ni perdió tiempo en mirar hacia atrás, sino que se recogió la falda y echó a correr. Yo me volví y me dirigí de inmediato hacia el centro de la calle. Allí volví la cabeza hacia la acera y me quedé esperando. Entonces el hombre que corría hacia nosotros tuvo que elegir entre seguirme a mí o ir en pos de Julia, con lo cual no sabría que hacía yo a continuación. Estaba obligado a decidirse por mí, y lo hizo inteligentemente: primero pasó corriendo por mi lado como si fuera a perseguir a Julia, y por un instante pensé que lo haría. Luego giró rápidamente en ángulo recto y vino por mí. Pero yo había echado un vistazo a una columna de metal de las que sostenían las vías del Elevado, y me acerqué a ella. Permanecimos quietos por unos segundos, separados por la columna, mientras tratábamos de engañarnos el uno al otro. Luego él se abalanzó sobre mí, pero me aparté rápidamente y eché a correr.
Él podía dispararme... Probablemente lo habría hecho si yo hubiese empezado a coger ventaja, y a aquella distancia nunca habría fallado. Era inútil seguir corriendo, de manera que hice la única cosa que me quedaba por hacer: di media vuelta y me arrojé literalmente a sus tobillos, en una acción que probablemente nunca había visto hacer a nadie con anterioridad. En el fútbol americano se suele placar por detrás, pero yo lo hice de frente. Yo había jugado algo al fútbol en el instituto, antes de que los jugadores fueran demasiado corpulentos para mí. Así que le golpeé las espinillas con mi hombro izquierdo, lo agarré con fuerza de las rodillas mediante una llave tan ilegal que me habría valido una penalización de cien yardas, y el policía cayó hacia delante, por encima de mi espalda, dando de bruces en el adoquinado. Pensé que me había roto el hombro, y el entumecimiento me recordó por qué había abandonado yo aquel deporte, pero enseguida me puse de pie y corrí en dirección contraria. Al mirar hacia atrás vi que el policía aún seguía tendido en el suelo. Seguí corriendo por el centro de la calle, mientras los carreteros me miraban extrañados. Entonces me volví de nuevo. El policía estaba ahora de rodillas, y del bolsillo trasero sacaba un gran revólver niquelado. Proseguí por el lado de las columnas opuesto a él y por encima del hombro continué echando fugaces ojeadas hacia atrás. El policía apuntó cuidadosamente, sujetando el arma con ambas manos; era indudable que pretendía matarme. Me detuve y al instante reemprendí la carrera, en un intento por hacerle fallar la puntería. Disparó y la bala se estrelló contra una columna, produciendo una extraña reverberación. La gente quedó paralizada en las aceras, pero nadie hizo el menor gesto de salir al centro de la calle. Al llegar a la esquina doblé en dirección contraria a la que había seguido Julia, y oí una nueva detonación. Me examiné el cuerpo mentalmente y llegué a la conclusión de que no me había herido.
Había doblado ya la esquina y estaba fuera de la línea de fuego. El policía se encontraba muy lejos, probablemente intentando ponerse de pie, y comprendí que si el aliento no me fallaba podría llegar hasta la Segunda Avenida. Recorrí los últimos doce metros jadeando, mirando hacia atrás, pero el policía seguía sin aparecer. En la Segunda me dirigí hacia el sur y comprendí que, como no existían radios ni coches patrulla, y apenas si había teléfonos, volvía a estar momentáneamente a salvo.
Cuatro manzanas más adelante entré en una taberna, ordené una jarra de cerveza, tomé un par de sorbos, luego me dirigí hacia los lavabos por un oscuro pasillo y, tras descansar allí unos seis o siete minutos, regresé y tomé un par de tragos más. De pie ante la barra había una media docena de hombres, que no me prestaron ninguna atención. Seguidamente me acerqué a la mesa de comida gratis y cogí un emparedado de jamón, dos huevos duros y un pepino encurtido, y regresé a la barra, donde di cuenta de ellos junto con el resto de la cerveza. Antes de salir cogí otro par de huevos duros y un grueso bocadillo de queso, y me los metí en el bolsillo del abrigo.
Pasé un cuarto de hora de pie en un callejón, frente a un portal cerrado con llave. De vez en cuando sacaba el reloj y lo miraba como si esperase a una persona, por si alguien estaba mirando desde uno de los pisos de arriba. Luego volví a ponerme en marcha y bajé por la Segunda Avenida. En dos ocasiones pasó un ómnibus, pero yo los evitaba; quería tener libertad para moverme en las cuatro direcciones... En la calle Treinta y siete vi a un policía, y dejé la Segunda Avenida para trasladarme a la Tercera, donde volví a encaminarme hacia el sur. Siete u ocho manzanas después, un policía salió de la calle Veintinueve, a menos de diez metros de distancia, y me miró.
—¡Alto! —ordenó, al tiempo que empezaba a caminar con paso rápido en mi dirección.
Me detuve. Estaba demasiado cerca para echar a correr; me habría disparado por la espalda. Unos pasos más adelante, en el bordillo de la acera, un hombre y una mujer se habían detenido también. Entonces el policía se sacó el casco y se detuvo frente a la pareja. Mientras yo pasaba por su lado, procurando que mis pasos fueran lo más silenciosos posibles, a la vez que intentaba hacerme invisible, el policía sacó las fotografías del interior del casco. Vi que la pareja era muy joven y que el vestido de la chica, que asomaba por debajo del abrigo, era del mismo color que el de Julia, aunque no del mismo tono, y que el abrigo del joven recordaba vagamente al mío. Pero ambos coincidían con la descripción que Byrnes había dictado, y mientras doblaba por la calle Veintinueve oí que el agente ordenaba al joven que volviese la cabeza., por lo que supuse que estaría comparando su cara con mi foto. Tan rápido como pude, y sin llamar su atención, me dirigí hacia la avenida Lexington. Allí, un par de faroleros bajaban por la acera, encendiendo las farolas, y antes de llegar a Gramercy Park, en la calle Veintiuno, ya había oscurecido.
El rectángulo rodeado por la cerca que constituía Gramercy Park se interponía entre yo y el número 19. Me quedé en la zona de sombra entre dos farolas y, a través de las ramas sin hojas y los negros barrotes de la cerca, atisbé la casa por encima del césped cubierto de nieve y los arbustos. Las ventanas de la planta baja —la sala, el comedor y la cocina— estaban iluminadas, así como dos del primer piso. Había visto a alguien cruzar ante una de las ventanas de abajo —debía de ser Byron Doverman, o tal vez Félix Grier—, con un periódico en la mano. Y, en aquel instante, una de las luces de arriba se apagó. Luego, apenas visible entre los arbustos y árboles que se interponían, descubrí que al otro lado de la plaza un policía paseaba lentamente por delante de la casa.
Cuando llegó a la esquina de la plaza dio media vuelta y, con idéntica parsimonia, desanduvo el camino hasta llegar a la esquina opuesta, donde volvió a girar sobre sus talones. Entonces saqué el reloj y lo cronometré; invirtió aproximadamente un minuto y medio en llegar nuevamente ante la casa. Seis veces, con el reloj en la mano, cronometré su ronda, y en cada ocasión invertía un minuto y medio en llegar de la esquina a la casa. Si yo adecuaba mis movimientos a los suyos, podría perfectamente rodear la plaza hasta la esquina, y entonces, cuando me diera la espalda después de pasar por delante de la puerta, cruzar la calle, subir rápidamente por los escalones de la entrada, abrir la puerta con mi propia llave y entrar antes de que él diera media vuelta para regresar. Luego subiría a mi habitación, cogería el resto del dinero, volvería a bajar, vigilaría al policía por la rendija de la puerta y, cuando no pudiese verme, volvería a salir y cruzaría la calle.
Pero no me moví. ¿Era realmente tan sencillo engañar a Byrnes? El inspector había ideado una trampa para Julia y para mí, sin descuidar nada hasta el momento. Aquel agente, tan fácil de burlar, ¿sería lo que parecía? Me quedé vigilándolo, y una vez más realizó su ronda exactamente como las otras veces. Quizá fuese lo que aparentaba, no el propio Byrnes sino un simple policía, un ser humano que desempeñaba un trabajo cansado y que se dejaba arrastrar por la rutina. Me desplacé unos metros a lo largo de la cerca para seguir vigilándolo, y entonces lo descubrí: en el parque, absolutamente inmóvil —debía de estar congelado a pesar de las múltiples capas de ropa que llevaba—, había un hombre sentado en un banco frente al número 19. Vestía prendas oscuras, llevaba levantado el cuello del abrigo y, camuflado en la penumbra del parque, resultaba casi invisible. Permanecía allí sentado, esperando a que yo o Julia adecuáramos inteligentemente nuestros movimientos a los del policía que hacía la ronda por la calle, mientras él vigilaba. Luego, cuanto la puerta de la casa se cerrara a nuestras espaldas, emitiría un suave silbido y el agente daría de pronto media vuelta y correría hacia allí.
Retrocedí un par de pasos, apartándome del parque, luego di media vuelta y me alejé. Estaba a pocas manzanas de Madison Square y, aunque las recorrí con cautela, ahora sabía que iban a atraparnos. A menos que dejara a Julia en la estacada —algo que no estaba dispuesto a hacer—, Byrnes nos cogería. Nos llevaría a un callejón sin salida. Sin dinero ni comida, sería inútil que nos ocultáramos. Todo marchaba según sus planes, y lo sabía incluso antes de que nos hubiese atrapado. ¿Acaso quería vernos muertos, para evitar así detenernos? Tal vez. Sería una forma sencilla y rápida de celebrar la reunión en el despacho de Carmody en Wall Street. ¿O haría lo contrarío? Lo más probable era que le tuviese sin cuidado. Nuestra «fuga» probaba que éramos culpables, o al menos desestimaba cualquier afirmación de inocencia. Para dos personajes tan poderosos como Byrnes y Andrew Carmody no sería difícil que, después de nuestro intento de fuga, un tribunal de 1882 nos condenara por asesinato. Y todo cuanto podía hacer yo al respecto era no separarme de Julia. Tendría que limitarme a eso y a esperar contra toda esperanza... la verdad era que no sabía de qué.
La vi entrar en la plaza desde la Quinta Avenida. Con paso rápido, decidida, su larga falda se recortaba contra la luz de una farola mientras avanzaba por un sendero, luego se difuminó entre las sombras y volvió a perfilarse al acercarse a la siguiente luz amarillenta. Me encontré con ella en el extremo de la plaza que daba al centro de la ciudad. Al advertir mi presencia, sonrió aliviada. La cogí del brazo y caminamos hacia el otro extremo de la plaza, como si supiéramos a donde nos dirigíamos. Mientras caminábamos, le conté lo ocurrido, que seguíamos sin dinero, y por un segundo cerró los ojos y suspiró.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué te ocurre?
—Estoy muy cansada, Si. Sencillamente, no puedo seguir caminando interminablemente... —Luego me apretó el brazo debajo del suyo y volvió a sonreír.
Yo no sabía qué hacer para infundirle ánimos. Julia me contó que, tan pronto como nos habíamos separado, se había detenido en una oficina de mensajeros y había enviado una nota a su tía. En ella la informaba de que se encontraba bien, que estaría ausente por un tiempo, y que ya se lo explicaría todo cuando regresara. Mientras tanto, no debía preocuparse.
—Por supuesto que va a preocuparse —dijo Julia—. Pero al menos ahora tiene noticias de mí. Era lo mejor que podía hacer. Desearía...
Sentí que su brazo se tensaba bruscamente, y observé que dos policías cruzaban la Quinta Avenida hacia la plaza. De inmediato dimos media vuelta y caminamos a toda prisa en dirección contraria, confiando en que no nos hubieran visto todavía a través de los árboles y los arbustos. Podía parecer inútil, pero instintivamente retrasábamos el momento de nuestra detención.
Cuando nos acercábamos al extremo sur de la plaza y distinguimos la calle Veintitrés, descubrí a un policía en la acera de enfrente. Se encontraba de espaldas y no nos había visto; probablemente estaría pensando en cualquier cosa menos en nosotros. Sin embargo, si salíamos del parque y pasábamos por su lado nos vería, de modo que dimos media vuelta y seguimos por el mismo sendero. Delante, todavía a unos dos tercios de la plaza donde nos hallábamos, los dos policías se acercaban caminando, charlando entre sí. Podíamos ir tanto a la derecha como a la izquierda, poco importaba, de modo que en el primer cruce que encontramos giramos en dirección a la Quinta Avenida. Julia caminaba con paso rápido a mi lado, pero cuando habló comprendí que estaba a punto de echarse a llorar.
—Tengo que parar, Si. Lo necesito. Deja que me siente en este banco. Tú puedes seguir... Regresa más tarde y, si todavía estoy aquí...
Pero yo negué con la cabeza. Tiré de ella con fuerza, obligándola a seguir, corriendo casi. Había algo en aquel sendero, en el aspecto de los árboles, en el modo en que estaban dispuestos los bancos, que de pronto me resultaba familiar. Había paseado por allí con anterioridad, y... ¡Sí! Al llegar a la curva del sendero, de pronto surgió ante nosotros una silueta informe y oscura, borrosa tras la pantalla de árboles sin hojas, pero aun así la reconocí. Y, al completar la curva, de pronto lo vi con claridad, recortándose contra el cielo oscuro: ¡el brazo derecho de la estatua de la Libertad, con la punta de la gran antorcha asomando por encima de los árboles!
Subimos rápidamente y en silencio por la escalera de caracol, y al llegar arriba nos sentamos en la plataforma circular que constituía la base de la gran llama metálica. La barandilla ornamental nos ocultaba, pero a la vez nos permitía ver a través de ella, y durante un minuto, supongo, permanecimos en silencio, mirando la ciudad en penumbras, escuchando el sonido y contemplando las titilantes luces del tráfico de la Quinta Avenida. El aire era helado. Percibíamos el frío del metal a través de las ropas, pero por el momento —sólo con permanecer sentados, sin tener que seguir andando— nos bastaba con estar allí. Si alguien subía en busca de nosotros, como muy bien podía suceder, no habría escapatoria. Byrnes no nos había encontrado, pero como mínimo nos había empujado a un callejón sin salida. Sin embargo, momentáneamente carecía de importancia. A la débil luz de las farolas de la plaza, vi el brillo mate y levemente irisado del cobre moldeado sobre el cual Julia apoyaba la cabeza, y advertí que sonreía, agotada.
—¡Qué bien! —murmuró—. Es una dicha poder descansar un rato. —Abrió los ojos y, al ver que yo la observaba, esbozó una sonrisa para indicar que eso no le importaba—. Si sólo tuviera algo para comer...
Entonces me acordé y, sonriendo, extraje del bolsillo el bocadillo y los huevos chafados, cuya cáscara se había convertido en pequeñas partículas, y se los tendí. Julia no se entretuvo en preguntar de dónde los había sacado, se limitó a sacudir la cabeza, maravillada, y empezó a comer el bocadillo. Me ofreció una parte, pero le dije que yo ya había comido y dónde, y dejé que ella saciara su hambre.
Pasamos la noche sentados en la parte superior de la escalera de caracol, al resguardo del leve viento que se había levantado. Nos sentamos juntos, acurrucados en el cuarto escalón del final de la escalera, de modo que los nuestros quedaban al nivel de la plataforma y por debajo de la barandilla podíamos contemplar la ciudad. Me senté medio ladeado de cara a Julia, rodeándola con mis brazos, su cabeza apoyada en mi pecho... El frío era tolerable allí, porque estábamos lejos del viento, e incluso me gustaba. Julia se quedó dormida casi de inmediato, pero durante un rato seguí sosteniéndole la cabeza y contemplando la ciudad. Todo cuanto veía era oscuridad, salpicada por algunas luces. Luego éstas se apagaron poco a poco, hasta que todo fue negrura y silencio, y entonces, también yo me dormí.
Despertamos en dos ocasiones, helados y entumecidos, y nos levantamos para estirarnos y flexionar los dedos. La segunda vez, con mucho cuidado de no hacer ruido, salimos al exterior y paseamos en torno a la plataforma circular, dando una docena de vueltas mientras observábamos los árboles de abajo y los senderos iluminados del parque, o atisbábamos por encima de la ciudad, que seguía en penumbra. De nuevo allí dentro, acurrucados para darnos mutuamente calor, mis brazos otra vez en torno a Julia, comprendí que ya había dormido todo cuanto me permitiría el frío metal de la escalera. Aún me sentía cansado, pero el sueño me había ayudado.
—¿Estas despierto? —susurró.
Asentí, y al hacerlo rocé su cabello, con lo cual supe que había captado mi respuesta.
—Yo también —añadió.
Y entonces, sin haberlo planeado, sin haber reflexionado en ello antes de que mis palabras surgieran en voz baja, le expliqué quién era yo y para qué había ido allí. Sentí que había llegado el momento y que ella tenía el derecho a saberlo. Le hablé del proyecto, de Rube, del doctor Danziger, de Oscar Rossoff, de mi vida en aquel tiempo tan lejano. Mi voz era un murmullo ininterrumpido, apenas audible más allá de su oreja; le hablé de mis preparativos con Martin, de mi vida en el Dakota, del primer intento exitoso, de mi llegada a su casa. En dos ocasiones alzó la cabeza y estudió mi cara todo lo que se lo permitía la oscuridad apenas mitigada, luego volvió a apoyarla en mis brazos y me pregunté en qué estaría pensando. Lo ignoraba. Sabía que yo estaba violando una regla fundamental del proyecto, y que nadie de los que participaban en él entendería aquello. Pero sentí que estaba haciendo lo que debía. Cuando por fin concluí, aguardé su reacción.
Sentí que Julia respiraba hondo y luego dejaba escapar un suspiro.
—Gracias, Si —dijo—. Eres el hombre más comprensivo que he conocido en mi vida. Me has ayudado a pasar esta larga noche. Nunca me había sentido tan cautivada desde que era una niña y leí Mujercitas... Deberías escribir esta historia y tal vez ilustrarla. Estoy segura de que Harper's te la publicaría... Ahora creo que volveré a dormir un rato.
—Bien —dije, y sonreí para mí en la oscuridad; no había sido más que una historia que me había inventado para entretenerla. ¿Qué diablos había creído que iba a pensar ella? Al cabo de cuatro o cinco minutos, también yo me sumí en el más profundo de los sueños.
Cuando por fin desperté, tuve la extraña sensación de que era el final de la noche, de que no faltaba mucho para que amaneciese, y lo lamenté. Por incómodo que fuera, también había sido bueno estar allí con Julia. Ahora ya no quedaba nada por delante, excepto un día que no llegaríamos a superar. Probablemente pudiésemos comprar algo para el desayuno, luego sólo nos quedaría la posibilidad de seguir caminando —con todo el cansancio del día anterior en las piernas al cabo de una hora— hasta el momento en que nos detuvieran... Quizá debiéramos entregarnos enseguida, pensé. Así al menos estaríamos calientes y podríamos dejar de huir.
No había claridad. Aún faltaba mucho para que saliera el primer rayo de sol, aunque la oscuridad ya empezaba a diluirse débilmente. Si miraba hacia fuera, ahora distinguía los recargados adornos de la barandilla.
Una vez más, la extrañeza del lugar en que nos encontrábamos se apoderó de mí. Tuve que repetirme que por increíble que fuera nos hallábamos en lo alto del brazo y la antorcha de la estatua de la Libertad. Y entonces se me ocurrió la idea. ¿Podría lograr que ocurriera? Lo consideré y pensé que quizá lo lograra. Con cuidado, estreché a Julia entre mis brazos, apreté mi mejilla contra su cabeza y la mantuve muy cerca de mí, tanto como me fue posible. Luego, empleando la técnica que Oscar Rossoff me había enseñado, empecé a liberar mi mente del tiempo en que me encontraba; porque aquella gran mano de metal, junto con su antorcha, también formaba parte de los dos Nueva York que yo había conocido, y existía en ambos. Y dejé que el siglo XX volviera a revivir en mi mente. Luego me repetí dónde estaba, dónde estábamos los dos, Julia y yo... Y sentí que ocurría.
Al apretar mis brazos, incrementando incluso la presión sobre ella, sentí que se agitaba y advertí que abría los ojos. Al volverlos hacia mí, había desconcierto en su mirada.
—¿Dónde...? —Seguidamente miró alrededor y, acordándose, exclamó con una sonrisa—: ¡Oh!
La solté y me levanté, entumecido. Ella también se levantó, y ambos salimos a la plataforma. La oscuridad estaba extinguiéndose y una blanca luminosidad flotaba en el aire, aunque todavía no podíamos ver realmente. Pero en cambio lo oímos. Yo lo esperaba, y fui el primero en reconocer el sonido, al tiempo que miraba a Julia de reojo. Observé una expresión de desconcierto en su rostro, luego se volvió hacia mí y frunció el entrecejo.
—¿Olas? —inquirió—. Oigo olas, Si... ¡Te lo juro! —Luego husmeó al aire—. También huelo a mar. —Estaba asustada—. Si, ¿qué...?
Pasé el brazo en torno a sus hombros y susurré:
—Hemos escapado, Julia... La historia que te conté anoche era cierta. Te dije la verdad, Julia. Te he traído conmigo a mi propio tiempo...
Ella me miró fijamente a la cara, vio la verdad en mis ojos, y enterró el rostro en mi pecho.
—¡Oh, estoy asustada, Si! ¡No me atrevo a mirar!
Frente a nosotros todo el cielo se hallaba iluminado ahora, con un tono rosado en el horizonte, y las pequeñas olas del puerto de pronto se hicieron visibles a lo lejos.
—Sí que te atreves —le dije y, cogiéndola del mentón, le levanté la cabeza y la obligué a volverla hacia el este, por encima de la barandilla. Entonces Julia miró y vio el agua y el puerto en la distancia, y de inmediato descubrió la capa verde gris, la pátina de varias décadas sobre la gigantesca antorcha de cobre que se elevaba detrás de nosotros, y empezó a temblar.
Se estremeció bajo mi brazo, aterrorizada, aunque era incapaz de dejar de mirar. No hacía más que volver la cabeza de un lado al otro, observándolo todo, sin parar de repetir: «Oh, Si», en un tono de miedo y excitación.
Estaba pálida, y al llevarse una mano a la mejilla, observé que temblaba, pero empezó a sonreír.
A lo lejos, el primer rayo de sol acarició la línea del océano y los buques se hicieron visibles. Luego, cuando el sol asomó por el horizonte, cogí a Julia del brazo y paseamos en torno a la pequeña barandilla de la plataforma circular. Al llegar al otro lado, ella se detuvo bruscamente y quedó sin aliento al descubrir, al otro lado del puerto, los altos rascacielos que se elevaban en la orilla misma de la isla de Manhattan. Miles de ventanas centelleaban anaranjadas al despuntar el día.
21
Tomamos la primera barcaza de turistas que regresaba a Manhattan, y el grupo de visitantes invernales que la llenaban miraron con curiosidad a Julia mientras esperábamos a subir a bordo. A mí no me hicieron caso, mi abrigo y la gorra de pieles no eran muy distintos de los de muchos otros. Aquélla era la única barcaza del día que regresaba a Nueva York sin pasajeros, exceptuándonos a nosotros. La siguiente dejaría a los recién llegados y se llevaría de regreso a la primera tanda, y así sucesivamente durante todo el día. Fue una suerte, pues no me sentía de humor para que me mirasen con curiosidad. Sin poder disimular cierta actitud beligerante, el controlador me preguntó de dónde salíamos. Le dije que habíamos perdido la última barcaza del día anterior y que habíamos pasado la noche en la isla. Necesitó un par de segundos para decidir qué opinar sobre lo que yo le decía, luego sonrió lascivamente y nos hizo señas de que subiéramos. Nuestra indumentaria no pareció preocuparle en absoluto.
En cuanto la barcaza enfiló el canal, subimos a la segunda cubierta por la escalera interior. Allí, al aire libre, Julia observaba paralizada cómo los rascacielos de la punta de la isla se hacían cada vez más grandes. Disponíamos de una vista completa y sin obstáculos del bajo Manhattan, de New Jersey, del sur de Brooklyn, de Staten Island y del puerto en dirección al puente Verrazano, y durante diez minutos ella se limitó a mirar fijamente, sin decir nada. Luego se apoyó contra mí y, sin apartar ni por un instante los ojos de los enormes edificios que se apiñaban en el extremo de Manhattan —hermosos en aquellos momentos, bajo el sol de la mañana—, preguntó:
—¿Qué hace que se aguanten?
Le expliqué lo que sabía, o lo que creía saber, sobre los armazones de acero, pero me detuve a mitad de la frase. Ella no estaba escuchando, no había oído ni una sola palabra. Se limitaba a mirar, hasta que de pronto me agarró del brazo y su rostro se iluminó.
—¡El nuevo puente! —exclamó, señalando el puente de Brooklyn sobre el East River, a la derecha de Manhattan.
Un buque de carga que se dirigía hacia el mar iba aumentando de volumen a medida que se acercaba, y Julia lo observó con atención. Cuando por fin pasó, bastante cerca de nosotros, y sus laterales de acero se elevaron, enormes, a nuestro lado, se apretujó contra mí y pestañeó con aprensión.
—¿No corre peligro de volcar? —susurró.
Le dije que era imposible, pero cuando miramos la negra pared del enorme buque deslizarse ante nosotros, y percibí el fragor de sus hélices, comprendí lo que ella debía de sentir. Parecía imposible que algo tan grande y tan alto pudiera flotar en el agua, y me pregunté qué habría dicho Julia si en aquellos momentos, increíblemente, el Queen Elizabeth hubiera pasado humeando por allí.
En ese instante, un avión, un cuatrimotor de hélices, cruzó el cielo gris, no demasiado alto, a unos tres mil metros de altitud. Me sentí feliz, satisfecho de poder enseñarle lo que tal vez fuera el símbolo de aquel siglo en particular.
—Mira, Julia —dije al tiempo que señalaba hacia arriba, pues ella había oído el ruido pero no sabía de dónde provenía—. Aquello es un avión. Un aeroplano...
Aguardé, supongo que en actitud algo presuntuosa, a que Julia se asombrara. Pero ella alzó la vista por unos segundos, sonrió ligeramente, interesada y complacida, aunque no asombrada. Luego me hizo un gesto con la barbilla.
—He leído sobre ellos en las obras de Julio Verne. Claro que ahora vosotros los tenéis. Me encantaría volar en uno. ¿Hay muchos? —Sin embargo, una vez más se había vuelto hacia lo que realmente la sorprendía: los acantilados llenos de ventanas que se alzaban en la orilla de Manhattan.
—Bastantes —respondí con una sonrisa, enormemente satisfecho.
Al bajar de la barcaza no vimos inmigrantes en el Battery Park. Pero tras cruzar el pequeño parque, Julia se detuvo bruscamente y se llevó una mano al pecho. Al principio pensé que se sentía abrumada ante la proximidad de los altos edificios y la estrechez de las calles atestadas de taxis, coches y peatones, así como por el ruido, ya que al del tráfico habitual había que añadir el traqueteo ensordecedor de un martillo neumático. Pero Julia no observaba los coches ni los edificios, sino a la gente, a la gente corriente que pasaba por nuestro lado. La observé detenidamente y descubrí que no era la forma en que iba vestida lo que la había obligado a detenerse. Recordé el repentino temor que se había apoderado de mí al ver realmente viva, respirando, a la gente de 1882, porque en aquellos momentos tuve la seguridad de que en la cara de Julia veía la misma extrañeza vertiginosa. En la estatua de la Libertad, ella era tan consciente de su propia apariencia, que los pasajeros que desembarcaban de la barcaza apenas le habían parecido reales. Pero ahora, como me había ocurrido a mí la primera vez, los veía pasar por su lado sin que repararan en ella, y eran personas vivas, que se movían, que hablaban..., gente que pertenecía a una vida posterior a la de ella. Cuando volvió la mirada hacia mí, estaba nuevamente pálida, y todo lo que hizo fue sacudir la cabeza, en silencio, asustada.
Caminamos por Broadway y, al pasar por delante de lo que quedaba del Bowling Green, le pregunté:
—¿Sabes dónde estamos?
Mis palabras la sobresaltaron, como si le hubiera preguntado por una ciudad del extranjero en la que nunca hubiese estado. Mientras intentaba adivinarlo, miró arriba y abajo por la calle, luego se volvió hacia mí, todavía asustada por todo lo que veía, aunque también sonriente.
—No.
—Al final de Broadway.
—¡No! ¡No es posible! —De nuevo miró arriba y abajo por la calle, y entonces su sonrisa se esfumó—. Oh, Si..., ya no queda nada de lo que yo conozco. Nada...
—Aguarda —dije y, cogiéndola del brazo, caminamos con paso rápido un par de manzanas más.
Entonces ella aminoró la marcha y al dirigir la mirada al frente, al otro lado de la calle, quedó boquiabierta. Seguimos unos cincuenta metros, nos detuvimos en el bordillo, y entonces Julia descubrió, al otro lado de la calle, perdida al final de un desfiladero de piedra y cristal, la Trinity Church. Luego echó la cabeza hacia atrás, para observar los gigantescos rascacielos que empequeñecían por completo la construcción que había sido la más alta de la isla de Manhattan.
—No me gusta, Si... —dijo volviéndose hacia mí—. ¡No me gusta ver a Trinity de esta manera! —De nuevo miró al otro lado de la calle y elevó la vista hacia el lejano cielo, por encima de los enormes edificios. Sin embargo, cuando volvió a bajarla, sonreía—. Pero me gustaría subir a uno de estos edificios. —Cerró con fuerza los ojos por un instante, al tiempo que fingía un estremecimiento—. Como mínimo, Broadway es tan ruidoso como siempre. —Volvió a examinar la ajetreada calle—. ¡Qué extraño no ver un solo caballo! —De pronto se dio cuenta—: ¡Si! ¡Todo mi mundo ha desaparecido!
Cogimos un taxi en la esquina y, mientras girábamos por la calle Nassau, le expliqué lo de las calles con dirección única. Julia miraba apreciativamente por la ventanilla, de modo que bajé la voz para que el taxista no me oyera:
—Esto es un automóvil —dije.
—¡Lo sé! —exclamó, y de inmediato también bajó la voz—. Recuerdo tu dibujo de Madison Square. Los he reconocido en cuanto los he visto... ¡Me gustan los automóviles! ¡Esto es muy divertido! —Acarició admirada la tapicería—. Me gustaría que tía Ada pudiera verlos. ¡Mira! —exclamó al tiempo que señalaba un pequeño descapotable rojo—. ¡Qué bonito! ¡Y lo conduce una mujer! ¡Cómo me gustaría conducir uno! —El taxista redujo la velocidad, pues el semáforo de la calle Nassau cambiaba de verde a rojo, y Julia lo captó de inmediato—. Muy inteligente. ¿Cómo diablos no se nos había ocurrido esto? Claro que detrás de los cristales de colores hay luz eléctrica, ¿verdad?
Bajamos donde la calle Nassau se unía con Park Row, y el taxi se quedó esperando junto a la acera. Le señalé Park Row en dirección a Broadway.
—Ahí es donde estaba el hotel Astor, Julia. Construyeron otro en la parte alta de la ciudad, por la calle Cuarenta y cuatro, aunque tampoco existe ya. —Volví a señalarle algo, esta vez una construcción que no creo que yo hubiera visto nunca—. Y ahí es donde estaba el edificio de Correos.
Cada vez que yo señalaba algo, Julia miraba y asentía ante lo que yo le decía. Pero no creo que entendiera realmente el significado de que allí hubiera estado el hotel Astor, o que allí se hubiera levantado el edificio de Correos.
Pero entonces soltó una leve exclamación de sorpresa y placer al ver el City Hall y el Palacio de Justicia, ambos exactamente iguales a como ella los conocía, y comprendió que la plaza que había allí delante era el parque del City Hall. Por lo que yo podía apreciar, aquello tampoco había cambiado. Las pequeñas modificaciones que pudiese haber no eran apreciables para ninguno de los dos. Julia lo contempló desde el otro lado de la calle y sonrió sinceramente aunque con cierta emoción. Por un instante asomó el brillo de una lágrima en sus ojos; sin embargo, ante el placer de lo que estaba viendo, pronto se disipó.
—Me alegro, Si —dijo con voz muy queda—. Me alegro mucho de que no haya cambiado. ¡Qué feliz me hace comprobarlo!
Orientada ahora por vez primera, Julia comprendió de pronto dónde estábamos, y de inmediato se volvió para confirmarlo. Asentí, ella se volvió de nuevo y, después de que hiciera señas al taxi de que nos siguiera, caminamos por Park Row, al lado de lo que en otro tiempo había sido el edificio del Times, todavía en pie, aunque muy cambiado. Entonces nos detuvimos en el lugar donde se había levantado el edificio que había quedado destruido por el incendio. Un edificio tan viejo ahora como antes lo había sido el del World, cuando se erigía en aquel lugar. Era igualmente insulso, e increíblemente similar al anterior; daba la sensación de que lo hubieran edificado inmediatamente después del incendio.
Nos quedamos mirándolo, desconcertados. Visualicé por un instante, sin dificultad, las grandes llamas anaranjadas reptando por las ventanas del viejo edificio, percibí el olor de la negra humareda, oí el rugido huracanado del incendio que en aquellos momentos se había borrado de la memoria de la humanidad, a excepción de la mía y la de la joven que tenía a mi lado, y me pregunté qué habría sido de la vida de Ida Small. Seguimos acercándonos y apoyé la palma de mi mano sobre la pared del edificio, y lo mismo hizo Julia. Permanecimos así por unos segundos, palpando la realidad de la piedra que se alzaba allí en aquellos momentos, notando cómo absorbía el calor de nuestras manos, y que debería haber sido real. Pero Julia me miró y sacudió la cabeza, y yo asentí.
—Lo sé, para mí tampoco es real —dije, y metí la mano en el bolsillo de mi abrigo mientras ella deslizaba la suya en el manguito.
Julia se aproximó al bordillo de la acera, donde el taxi estaba aguardándonos, se volvió hacia el viejo edificio y señaló:
—Ahí es donde colgaba el letrero del Observer. —Miró de reojo al taxista, que fingía no habernos oído, luego se acercó a mí y, con un susurro, añadió—: Si, ¿puedes creer que hace sólo dos días que nos arrastramos por aquel letrero? —Señaló el viejo edificio del Times—. Y allí está la misma ventana por donde entramos en la oficina del señor J. Walter Thompson.
Asentí, y sonreí ante lo difícil que resultaba ahora imaginar todas aquellas cosas.
—Su agencia de publicidad todavía existe. Creo que es la más grande del mundo, o poco le falta.
—¿De veras? —preguntó con expresión de alegría, como si recibiera buenas noticias de un viejo amigo—. Me hace feliz saberlo, porque era un hombre muy agradable.
Subimos nuevamente al taxi y continuamos camino. Julia no paraba de mirar alrededor. Casi todo era totalmente desconocido para ella, un lugar completamente nuevo, exceptuando lo que le informaban los letreros amarillos de las calles. Y, una y otra vez, la oía murmurar:
—Ya no está... Ya no está... Ya no está...
No sé qué pensaría el taxista, porque no dejaba de observarnos por el espejo retrovisor. Pero cuando sus ojos coincidieron con los míos y fue a decir algo, le dirigí una mirada severa. La verdad era que no me gustaban los taxistas de Nueva York —se les ha hecho una publicidad exagerada y eso los ha vuelto arrogantes—; no me interesaba escuchar ninguna frase ingeniosa que aquel tipo quisiera soltar... Ahora Julia sabía también que él estaba escuchando todo cuanto decíamos, y cuando nos deteníamos en los semáforos veía que desde los coches y los camiones que se paraban a nuestro lado observaban nuestra indumentaria y luego nos miraban a la cara. Pero hay que reconocer que eso nos habría ocurrido más a menudo si hubiéramos ido andando o nos hubiésemos detenido en la calle. Aunque, la verdad, no creo que a nadie le importara; seguramente suponían que nos dirigíamos a alguna clase de ensayo, probablemente a rodar un anuncio para la televisión. Pero Julia era muy consciente de sus miradas, y cuando el taxista nos dio otro repaso a través del retrovisor, me susurró al oído:
—¿Tardaremos mucho en llegar a tu casa, Si?
Respondí que no, e indiqué al taxista que fuera directamente. Sin embargo, todavía efectuamos otro desvío. En la Tercera Avenida, cuando nos acercábamos a la calle Veintitrés, indiqué al conductor que doblara a la izquierda. Y cuando él empezó a recordarme, en tono de tipo listo, las instrucciones que le había dado antes, lo atajé:
—¡A la izquierda por la Veintitrés!
Rodeamos Madison Square y nos dirigimos hacia el sur por Broadway, pasando por el lado oeste de la plaza. Julia me agarró de pronto del brazo, tal como había pensado que haría.
—¡Si! —murmuró—. ¡Ha desaparecido!
—¿El qué?
—¡El brazo! ¡El brazo de la estatua de la Libertad! —Supongo que el taxista debía de estar a punto de enloquecer de frustración—. Claro que era lógico... Sin embargo, ahora sé que ha ocurrido de verdad, y que toda la estatua se halla en el puerto. —Me cogía del brazo, y noté que me lo apretaba contra su costado—. Da un poco de miedo —añadió, y tuvo que hacer esfuerzos para sonreír.
Mientras esperábamos en el semáforo de la calle Veintitrés, Julia se dedicó a mirar a través del parabrisas, sin importarle ya la reacción del taxista.
—El hotel Quinta Avenida —dijo, señalando—. Tampoco está... —Se volvió a mirar por encima del hombro a través de los árboles de la plaza—. Todos los hoteles han desaparecido... Y también Delmonico's.
En la calle Veintidós, mientras esperábamos en el semáforo para doblar a la derecha, Julia señaló:
—El teatro Abbey Park también ha desaparecido... ¿Y la Milla de las Damas, Si?
Asentí.
—Ya no está. Todo ha desaparecido. —La luz del semáforo cambió y doblamos a la derecha—. Aquello que tenemos al frente es la avenida Lexington. Podemos girar al sur allí, y a una manzana de distancia se encuentra Gramercy Park. Tu casa todavía está en pie. ¿Quieres verla?
—¡Oh, no! —Sacudió violentamente la cabeza—. No podría soportarlo, Si.
A Julia le encantó el ascensor de mi casa. Aunque no la mujer de mediana edad que sostenía un perrito de lanas entre los brazos y no paró de inspeccionar su indumentaria, hasta que llegamos a mi piso. Yo guardaba una llave metida en una rendija que había entre el bastidor de la puerta y la pared del pasillo, más o menos a un metro de altura del suelo. Con un papel doblado varias veces hice palanca y la saqué, luego abrí la puerta e indiqué a Julia que entrara. En cuanto cruzó el umbral, pulsé el interruptor que había en la pared y la lámpara del techo de la sala se encendió, lo cual fue casi tanto una novedad para mí ahora como lo era para Julia. Esta sonreía como una chiquilla y miraba de la lámpara al interruptor de la pared, y de nuevo a la lámpara. Al menos repitió ese gesto tres veces seguidas. Luego me miró, vacilante, y yo asentí. A continuación cogió con cautela el interruptor entre el índice y el pulgar y lo pulsó hacia arriba. La lámpara se apagó y Julia la miró fijamente.
—Qué maravilla —murmuró—. Una luz tan clara, y siempre que una quiera... Tan fácil como esto —añadió, y bajó de nuevo el interruptor.
—Yo prefiero la luz de gas —dije, aunque era algo tan increíble que ella ni se molestó en contestar. Sin apartar los ojos de la lámpara, volvió a mover el interruptor y la apagó.
Cogí dinero de debajo del forro de papel de uno de los cajones y bajé a pagar al taxista. Cuando volví a subir, Julia seguía mirando la lámpara, fascinada, encantada, encendiéndola y apagándola una y otra vez.
La ayudé a quitarse el abrigo, que colgué en el armario junto con el sombrero y el manguito. Entonces Julia levantó la mano hacia el cabello y se produjo un momento de extrañeza y embarazo entre los dos. Creo que fue el acto de quitarse el abrigo y el sombrero lo que hizo que se diese cuenta de que estaba a solas conmigo en mi apartamento, algo que sin duda consideraría incorrecto, al menos en circunstancias normales. Procuró disimularlo examinando el sofá y cada pieza del mobiliario; en realidad, su interés era auténtico, dado que su diseño era nuevo para ella. Me formuló un par de preguntas, luego se dirigió hacia la ventana y yo la seguí. Por unos momentos contemplamos la avenida Lexington allí abajo, y una vez más me maravillé de estar allí.
Recuerdo el resto del día como una sucesión de imágenes: Julia al lado de la nevera mientras yo buscaba con qué preparar el desayuno, maravillándose del frío que despedía, de su habilidad para hacer hielo, de su congelador, de la luz que se encendía al abrir la puerta; su asombro ante el café instantáneo, el placer de su fragancia, la decepción de su sabor, que le hizo fruncir la nariz; su sorpresa y satisfacción ante el zumo de naranja congelado que yo había sacado del congelador, que había disuelto en una jarra y servido con cubitos de hielo.
Y otras muchas imágenes: Julia de regreso en la sala, con un vaso de zumo de naranja en la mano, contemplando la pantalla en blanco del televisor mientras yo, con la mano sobre el selector de canales, la ponía sobre aviso de lo que iba a ocurrir en cuanto lo encendiese. Ella se apresuró a asentir, excitada por lo que yo le había prometido, posiblemente sin creerme, o al menos sin comprender lo que aquello significaba en realidad. Porque en cuanto hice girar el botón, y a pesar de mis advertencias, se asustó terriblemente, soltó un grito y dio un traspié al retroceder, derramando parte del zumo sobre la alfombra en cuanto la imagen distorsionada de la pantalla se convirtió de pronto en una cara femenina que se movía al hablar, animando a Julia a probar un nuevo detergente para el lavavajillas. Julio Verne no la había preparado para aquello. La televisión era algo totalmente asombroso. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Luego balbuceó, me preguntó cómo funcionaba, y escuchó mi respuesta sin comprender, alternando las miradas de reojo a mi cara y a la pantalla del televisor.
Le expliqué que si bien lo que ahora veía estaba grabado en una cinta, el aparato también podía emitir acontecimientos lejanos que ocurrían en ese mismo instante, convencido de que aquello la sorprendería todavía más. En cambio, me preguntó qué significaba que estaba grabado en una cinta, y cuando le expliqué que había un sistema para conservar fotos de gente en movimiento, junto con el auténtico sonido de su voz, me miró más asombrada que antes.
Creo que el televisor —así como lo que le había explicado— era tan inconcebible para ella, que por un instante dudé de que le gustase. Pero cuando le acerqué una silla por detrás y el asiento rozó la parte posterior de sus rodillas, se sentó poco a poco y el asombro se transformó en una fascinación tan absorbente como la de un chiquillo. Con el más absoluto interés por cada movimiento y cada sonido, tanto si procedía de una telecomedia como de un anuncio, siguió sentada con la espalda recta, sin moverse. Y cuando le mostré que podía cambiar de imagen sólo con hacer girar un botón, se dedicó a hacerlo una y otra vez, a intervalos de unos diez segundos, pasando de una teleserie a un concurso, de una película antigua o a un programa infantil. Finalmente tuve que darle unos golpecitos en el hombro para que volviese la cara y escuchase lo que estaba diciéndole.
—Tengo que salir. Estaré fuera una media hora. ¿No te importa quedarte sola?
Ella negó con la cabeza y de inmediato volvió a fijar su atención a la pequeña pantalla.
En el dormitorio me cambié y me puse unos téjanos, una camisa deportiva, un suéter, mocasines y una cazadora. Al volver a entrar en la salita, Julia alzó la vista.
—¿Es así como visten los hombres ahora? —preguntó.
Contesté que sí, que era una de las maneras de vestir, y Julia asintió, aunque ya había vuelto su atención al anuncio de una compañía de seguros.
Dudo que se diera cuenta del tiempo que yo estuve fuera, que fue más de media hora, probablemente unos cuarenta y cinco minutos. Cuando entré en el apartamento, seguía sentada con la mirada fija en el televisor. Daban una vieja comedia de los años cuarenta que debía de ser incomprensible para ella, al menos en un noventa y cinco por ciento. Pero aquello se movía y hablaba, y con eso ya tenía bastante.
De la serie de imágenes que constituyen mi recuerdo de las muchas cosas que sucedieron ese día, la siguiente fue incluso más memorable que el modo en que la televisión había hipnotizado a Julia. Me vi obligado a apagar el aparato.
—¡Oh, no! —exclamó cuando la imagen desapareció—. ¡Todavía no!
Me eché a reír.
—Julia, hay muchas otras cosas para ver. Puedes volver a mirar la televisión después.
Asintió y se levantó, aunque de mala gana, sin apartar los ojos del aparato.
—Un teatro en tu propia casa... —musitó—. ¡Seis teatros! Es todo un milagro. ¿Cómo se puede hacer otra cosa que no sea mirarla?
—Hay personas que no pueden. Pero no creo que tú seas de esa clase. En realidad, no es buena, Julia; la mayor parte de lo que hacen no vale la pena. — Como es lógico, ella no podía llegar a esta conclusión todavía.
Yo había depositado sobre el sofá cuatro o cinco paquetes, que contenían las cosas que había comprado. Los cogí y empecé a apilarlos en los brazos de Julia.
—Pienso que deberías ponerte esto, Julia... Puedes cambiarte en el dormitorio.
—¿Qué es? ¿Ropa? ¿Prendas modernas?
—Sí —respondí. Al advertir que vacilaba, añadí con suavidad—: De lo contrario, la gente se volvería a mirarte. —Hizo un mohín y asintió. Proseguí—: Disculpa si te hablo de esto, pero es necesario que te lo explique. Supongo que puedes conservar puesta la ropa interior que llevas, pero, si tienes alguna dificultad, avísame. —La dificultad la tenía yo para mantener el semblante serio—. Ahí dentro hay una blusa, una falda, una combinación y un suéter.
También zapatos y medias. Póntelo todo... He traído un liguero para las medias, e imagino que adivinarás cómo funciona. Si algo no es de tu talla, nos detendremos en alguna tienda y lo sustituiremos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Asintió tímidamente y se dirigió al dormitorio.
Abrí el último paquete, una caja grande de cartón, saqué el abrigo que había comprado para ella y lo doblé sobre el respaldo del sofá, como una sorpresa final para Julia. Era de color tostado, con grandes solapas, cuello alto y enormes botones de nácar. Todas aquellas prendas eran muy caras, pero no me había importado gastarme el dinero.
Julia tardaba más de lo que había pensado y, debido a lo delgadas que eran las puertas en nuestro siglo —algo que sin duda Julia no había advertido—, podía oír sus pequeñas exclamaciones de sorpresa, o incluso alguna de perplejidad. Luego oí que soltaba un «¡Oh!», al parecer algo escandalizada, y la siguiente imagen que destaca en mis recuerdos de ese día es la de Julia —al cabo de una larga espera— saliendo con paso vacilante del dormitorio y deteniéndose en el vano de la puerta, al tiempo que con voz avergonzada decía:
—Creo que te has equivocado, Si... ¡Mira esa falda!
No pude reprimirme por más tiempo y me eché a reír. La falda que le había comprado era de lana, de un largo bastante conservador, ya que le llegaba a la altura de las rodillas. Y se la había puesto correctamente. Sin embargo, le comprimía la cintura porque debajo llevaba, como mínimo, ¡dos de sus largas enaguas!
—Lo siento, Julia —exclamé, y ella me miró indignada—, pero no puedes llevar esas enaguas... Ponte la combinación.
—¿La combinación?
—Las enaguas de color de rosa que te he comprado.
—¡Ya la llevo puesta! —Se ruborizó—. Debajo de mis enaguas. ¡Pero es demasiado corta!
Hice un esfuerzo por dejar de reír y, en el tono más serio de que fui capaz, dije:
—No, Julia. La combinación no es demasiado corta. Es del mismo largo que la falda; una pizca más corta para que no asome por debajo. —Me encogí de hombros—. Es lo que se lleva actualmente... Yo no soy quien las diseña.
Me miró por un instante, como si pensara discutírmelo, mientras yo intentaba contener la risa al observar los buenos treinta y cinco centímetros de fruncidas enaguas blancas que asomaban por debajo de la falda. De repente, Julia giró sobre sus talones, entró en el dormitorio y permaneció allí durante otros diez minutos como mínimo.
Cuando volvió a salir andaba como un pato, con los brazos rígidos a los lados del cuerpo. Necesité unos segundos, y unos cuantos pasos, para darme cuenta de que aquella extraña forma de andar se debía a que mantenía las piernas muy juntas.
—¿Es así... como se supone que debe lucir?
Se detuvo para que la inspeccionase, y no pude por menos que reconocer que su aspecto era impresionante. El cuello de la blusa le quedaba a la perfección, el suéter color chocolate le iba ceñido, aunque no demasiado, y la falda le sentaba de maravilla... Tal como había imaginado, poseía una figura magnífica, aunque no había sospechado que sus piernas fueran tan hermosas. Los zapatos de tacón alto, me había recordado la dependienta, no estaban de moda, pero yo había insistido en llevarme unos de piel marrón y tacón alto, y al verla comprobé que había sido un acierto. Con las medias color carne y aquellos tacones que resaltaban los finos huesos de los tobillos y la redondez de las pantorrillas, Julia estaba francamente hermosa. Con aquel atuendo, lucía muy atractiva, y la larga melena, que se había recogido en un moño en lo alto de la cabeza, realzaba su belleza. Mi cara, mis ojos y mi sonrisa exteriorizaron lo que yo pensaba, y eso la ayudó. Sonrió también, complacida y orgullosa de pronto, y se inclinó para echar un vistazo a su falda. Ruborizada al comprobar que le llegaba mucho más arriba de lo que nunca hubiera soñado, se acercó a toda prisa al sofá, cogió el abrigo que yo había depositado encima de éste y, con la mayor rapidez que le fue posible, se lo colocó en torno a la cintura, con la parte inferior de la prenda rozándole los zapatos.
—¡No puedo, Si! —gimió—. Sencillamente, no puedo salir a la calle de esta manera.
Me eché a reír y sacudí la cabeza mientras me acercaba a ella. Le pasé un brazo por los hombros y entonces, siguiendo un impulso, la besé. Sólo fue un beso apresurado, y ella me miró sobresaltada. Pero sonrió y la ayudé a ponerse el abrigo, asegurándole que sería más largo que la falda. Y lo era, sólo tres centímetros, pero esto ayudó. Con el abrigo puesto, volvió a bajar la vista para mirarse, y, cuando yo pensaba que echaría de nuevo a correr hacia el dormitorio, se dominó y permaneció quieta. Le recordé que cualquier mujer de las que viera por la calle llevaría un abrigo tan corto como aquél, y asintió sombríamente, pero al fin lo aceptó.
Me dirigí hacia el dormitorio para coger un sombrero de fieltro del armario y, al regresar, me encontré a Julia frente al espejo que colgaba sobre la mesita del recibidor, intentando atarse las cintas de su sombrero debajo de la barbilla. Esta vez no intenté disimularlo siquiera; habría sido inútil. Estuve riendo un buen rato, incapaz de reprimirme o de decir algo, mientras Julia me observaba, aunque no enfadada, sino confusa. Y cada vez que la veía allí de pie, frunciendo el entrecejo con expresión de desconcierto, sobre aquellos tacones altos y con aquel abrigo moderno y el sombrerito plano y antiguo, ribeteado con florecitas, y las cintas formando un lazo debajo de su barbilla, la risa volvía a brotar dentro de mí... No pretendía ser descortés ni molestar a Julia, de modo que me sentí aliviado al ver que no se enfadaba; ocurría, sencillamente, que de pronto me había parecido tan moderna que, estúpido de mí, creí que ella también se daba cuenta. Pero, como es lógico, el nuevo atuendo le era del todo ajeno, así que no estaba en condiciones de juzgarlo. Para Julia, su sombrerito encajaba a la perfección con aquellas prendas nuevas y extrañas.
Pero cuando le dije que el sombrero no casaba con ellas, la mujer que había en su interior comprendió de inmediato que debía de ser así, aunque no alcanzara a entenderlo, y de un tirón se desató el lazo y se lo quitó. Le dije que muchas mujeres iban con la cabeza descubierta por la calle, sobre todo si llevaban el cabello largo como ella. Me miró sorprendida y dudó de lo que le decía, pero añadí que si eso le preocupaba, cuando saliéramos nos detendríamos en alguna tienda y compraríamos un nuevo sombrero. Luego coloqué las manos sobre sus hombros y me aparté un poco, exteriorizando lo que pensaba y lo que sentía.
—Hazme caso, Julia... Ahora, cuando salgamos, serás una de las mujeres más atractivas de Nueva York. No te miento.
Comprendió que hablaba en serio, y observé que la satisfacción asomaba en sus ojos al tiempo que erguía la barbilla. Luego, tambaleándose un poco sobre unos tacones ligeramente más altos y más delgados que los que solía llevar, aunque superando bastante bien la prueba, volvió a entrar en el dormitorio. En la puerta del armario había un espejo de cuerpo entero, y supuse que se dirigía hacia allí por eso. Advertí que ahora sabía que era capaz de salir a la calle, y que no le costaría mucho sentirse complacida con su nueva apariencia. Entonces deseé haberla besado antes de que se alejara de mis manos, cuando las tenía apoyadas sobre sus hombros.
Ya en la calle, subimos a un taxi enseguida, para que Julia se acostumbrara poco a poco a estar a la vista de todo el mundo. A continuación, nos dirigimos por la Tercera Avenida en dirección a la parte alta de la ciudad, con el fin de que se asombrara al verla sin el tren Elevado ni los tranvías. En la calle Cuarenta y dos doblamos a la izquierda para pasar por la Estación Central, y Julia comentó que era mucho más impresionante que el pequeño edificio de ladrillo rojo que habíamos visto allí la última vez, con lo cual estuve de acuerdo.
Al subir por la avenida Madison, la calle tranquila y encantadora que ella recordaba ahora era irreconocible. Luego subimos por la Cincuenta y nueve, junto al extremo sur de Central Park, y una vez más experimentó el alivio y la satisfacción de encontrar algo familiar que no hubiera sufrido cambios esenciales. Allí alquilé un coche tirado por caballos, pues imaginé que a Julia le gustaría, y durante un rato —de nuevo acompañados por el sonido acompasado de los cascos— seguimos más o menos sin rumbo por los serpenteantes caminos, mientras Julia se maravillaba ante la ausencia de otros carruajes, así como ante la velocidad y el relativo silencio de los «auto móviles». Le gustaban los automóviles, pensaba que eran más atractivos y mucho más interesantes que los carruajes tirados por caballos, y me di cuenta de que hubiese preferido seguir en taxi.
Continuamos por Central Park West y le enseñé el Dakota, ahora rodeado de otros edificios. Regresamos a la parada, pagué al cochero y nos encaminamos hacia la esquina de la calle Cincuenta y nueve con la Quinta Avenida. Aquélla era la esquina donde yo, una fría mañana de enero, había echado el primer vistazo real al mundo de 1882, cuando, asustado y excitado, había visto cómo se me acercaba aquel ómnibus tirado por un caballo y luego, al volverme para mirar hacia el sur, descubrí una calle residencial, estrecha y tranquila, que resultó ser la Quinta Avenida. Entonces iba con Katie, pero no quería pensar en eso ahora... Quería que Julia descubriera el mismo tramo de la Quinta Avenida en mi propio mundo.
Al acercarnos a la esquina, frente al hotel Plaza, dije:
—Estamos caminando por un costado de Central Park, Julia, y ésa es la esquina de la Cincuenta y nueve con la Quinta, de modo que ya sabes dónde nos encontramos. —Había elegido mis palabras con cuidado. Levanté el brazo, señalé a lo largo de lo que debían de ser las doce manzanas más espectaculares del mundo, y pregunté—: y bien... ¿qué calle es ésta?
Julia abrió la boca, miró desconcertada hacia mí, luego volvió la cabeza hacia la avenida y la magnitud del cambio que se había producido en lo que veía, el ataque a los sentidos que suponía mirar las asombrosas construcciones del presente, fue casi insoportable.
—¿La Quinta Avenida? —preguntó débilmente, y luego, asombrada—: ¿Eso es la Quinta Avenida?
—Sí.
Durante un largo minuto contemplamos aquella calle, recordando lo que había sido. Luego Julia se volvió hacia mí, consiguió esbozar una sonrisa, y echamos a andar por la Quinta Avenida abajo, pasando por delante de aquellas moles relucientes, aquellos logros arquitectónicos asombrosamente hermosos o miserablemente feos que se alzaban a lo largo de un par de kilómetros, y que al menos la mitad de la población mundial había visto con sus propios ojos o en las películas. Aquellos grandes edificios lisos, con paredes de cristal, resultaban extraños incluso a los ojos de un habitante del siglo XX, y no estoy muy seguro de que Julia fuera capaz de captarlos en su totalidad, pues eran extraordinariamente distintos de cualquier cosa que ella hubiera conocido. Creo que debía de ser casi imposible captarlos, o incluso comprenderlos, ya que cuando ella miró hacia la calle Cincuenta y uno y cerró los ojos para asegurarse de lo que realmente estaba viendo, sintió lo que yo había sentido antes, sólo que con mayor intensidad. Con los ojos arrasados en lágrimas, observó que la catedral de St. Patrick seguía en pie, casi sin cambios, en el mundo actual. Al otro lado de la avenida, frente a la catedral, se alzaba el Rockefeller Center —de cuya presencia dudo que ella se percatara siquiera—, y la guié hacia uno de los bancos de piedra que había en el pasaje. Nos sentamos allí durante un rato, mientras ella contemplaba la catedral. Luego miró hacia la parte alta de la avenida, y de nuevo a St. Patrick, en busca de un punto de referencia. A continuación volvió la mirada hacia el sur, y una vez posó los ojos en la catedral en busca de alivio. Esto la ayudó a convencerse de dónde estaba, y la familiaridad del templo fue una especie de consuelo y de seguridad para ella. Luego continuamos con nuestro recorrido. Aquí y allá, Julia encontraba antiguos nombres que le resultaban familiares, tiendas de artículos para la mujer que ella había visto por última vez en Broadway. Y durante un rato nos paramos a contemplar los rutilantes escaparates de las tiendas, sumergiéndonos en ellos, fascinados por joyas, vestidos, pieles, sombreros y zapatos.
—La Milla de las Damas, Julia —dije.
Asintió, y susurró:
—Me gusta. Creo que posiblemente... —Titubeó por un segundo, luego prosiguió—: Es extraño, pero creo que llegaría a acostumbrarme a todo esto... —Una vez más miró arriba y abajo por la Quinta Avenida—. Incluso a estos edificios... —Sacudió la cabeza—. ¿Quién lo hubiera creído, verdad? ¿Quién podría imaginarse esto?
En la calle Cuarenta y dos nos detuvimos frente al sucio edificio blanco de la Biblioteca Pública, y nos maravillamos ante la ausencia de los grandes muros inclinados del embalse. Luego, al ver que ella necesitaba descansar después de ver tantas cosas, la llevé a un pequeño bar que yo recordaba en la calle Treinta y nueve. Al principio se negó a entrar en una «taberna», pero pronto aceptó el hecho de que ahora las mujeres hacían muchas cosas que antes no les estaban permitidas.
Encontramos una mesita en un rincón apartado de la barra, cerca del cual sólo había otra pareja, que hablaba entre susurros. Julia pidió una copa de vino y yo un whisky con soda. Ella pareció tranquilizarse. Debido a un acuerdo tácito, hasta el momento ninguno de los dos había hablado de lo que habíamos dejado atrás. Necesitábamos descansar un poco, olvidarnos de aquello, y lo habíamos conseguido. Pero entonces decidimos volver al tema del incendio, de Jake Pickering, del extraño comportamiento de Carmody y de nuestra huida del inspector Byrnes. En aquel establecimiento, donde los sonidos del Nueva York actual formaban parte del ambiente, los nombres que pronunciábamos me sonaban extraños, remotos, incluso ligeramente ridículos. Parecía absurdo que me hubiera sentido realmente amedrentado por el bigote de morsa del inspector Byrnes, quien nunca había oído hablar de las huellas dactilares. ¿Nos habíamos asustado realmente, o sólo habíamos participado en una especie de broma inocente? Este era el contenido de mis pensamientos mientras tomábamos nuestras copas, y la razón de que hablara sin dejar de sonreír. Sin embargo, aunque Julia permanecía seria y no entendía mi sonrisa, comprendí que para ella estábamos hablando de un mundo en el que Byrnes, Pickering, Carmody y el incendio del edificio del World eran mucho más reales que lo que había alrededor de nosotros.
No hablamos de nada nuevo; sólo obedecíamos a una necesidad de comentar aquellas cosas. A Julia le preocupaba lo que su tía estuviese pensando en esos instantes, y flotando sobre todo cuanto dijimos estaba la cuestión sobre el futuro de Julia. Pero eso necesitaba tiempo para discutirlo, y no dije nada al respecto porque no tenía nada que decir, aunque sí mucho acerca de lo cual reflexionar.
Había otras cosas que quería enseñarle a Julia, y al cabo de un rato salimos y subimos a un taxi. Aún había luz y llevé a Julia al edificio del Empire State, para subir a la planta del mirador. En el ascensor, durante el largo viaje a través de decenas de pisos, Julia no apartó la vista del panel indicador, mientras se esforzaba por convencerse de que era posible subir tan alto y a aquella velocidad. Al comprender que así era, me tomó de la mano y la apretó con fuerza. En la plataforma protegida por un murete de piedra, noventa y pico de pisos sobre el nivel de la calle, examinó la neblinosa ciudad, tratando de aceptar que a semejante altura, por encima de la calle Treinta y cuatro, la zona verde que se veía a lo lejos era Central Park, y que la red de calles repletas de coches que veía abajo era realmente la ciudad que ella había conocido íntimamente y que ahora le resultaba tan desconocida. Paseó la mirada por encima de la ciudad, el parque y los ríos. Luego alzó los ojos al cielo y señaló una extraña nube, pues nunca había visto una igual. Miré hacia donde me señalaba y, en cierto sentido, supongo que debía de ser una nube..., porque se había convertido en eso. En lo alto, en un cielo donde imagino que no debía de soplar el viento, quedaba la estela de un avión a reacción, cuyos bordes ya se habían difuminado hasta convertirse en una nube completamente recta, delgada, de varios kilómetros de longitud, iluminada por el sol de la tarde. Y en ese instante, no la vi como la estela de un avión, sino como una nube recta y alargada, obteniendo así otro atisbo del punto de vista, distinto del mío, desde el que Julia veía mi mundo.
Ella se mostró muy interesada cuando le expliqué qué era en realidad aquella nube, y disfrutó de la visita al mirador, impresionada y excitada ante el panorama que desde él se observaba. Pero luego se apartó de la barandilla, dejó escapar un leve suspiro, y dijo:
—Ya basta, Si. Es todo cuanto puedo soportar por el momento. Llévame a casa, por favor.
De modo pues, que en vez de llevarla a cenar a un restaurante —tenía intención de enseñarle uno de los más bonitos—, nos detuvimos en el colmado que había al lado de casa y compré unos bistecs y vegetales congelados. Estas verduras —maíz y coliflor, que metí en agua hirviendo dentro de la misma bolsa de plástico transparente que servía de envase— fascinaron a Julia. Le encantó la facilidad con que se preparaban, aunque el sabor —o la escasez de sabor— ya era otra cosa. Sin embargo, se mostró muy educada.
Tomamos café en la salita y, después de reponer fuerzas y reanimarnos, Julia comentó:
—Ya he visto tu mundo, Si. O al menos le he echado un vistazo. Ahora cuéntame qué ha ocurrido en todos estos años, entre... Resulta tan extraño decirlo... Entre mi tiempo y el tuyo. —Se acurrucó sobre los cojines del sofá y me miró expectante, igual que una niña a la espera de que le expliquen un cuento.
Imagino que quería corresponder a su sonrisa y a sus expectativas de satisfacción, porque me detuve a pensar: «¿Por dónde empiezo? ¿Cómo voy a resumir todas estas décadas?» Y de pronto descubrí que estaba buscando cosas buenas que contar.
—Bueno, la viruela ha sido prácticamente erradicada; ya no se ven rostros con picaduras. Y también el cólera; creo que en Estados Unidos hace décadas que no se da un caso. —Julia asintió y proseguí—. Y la polio, es decir, la parálisis infantil, está a punto de erradicarse también, como mínimo en los grandes países civilizados.
Julia asintió otra vez, como si hubiese esperado eso.
—¿Y las enfermedades cardíacas? ¿Y el cáncer?
—Bueno, todavía no. ¡Pero se hacen trasplantes de corazón! Mediante una operación quirúrgica se saca el corazón dañado y se sustituye por el de alguien que acaba de fallecer.
—¡Esto es un milagro! ¿Y sobreviven?
—Bueno, por lo general no mucho tiempo. La verdad es que no funcionan demasiado bien. Pero con el tiempo lo conseguirán.
—¿Y cuánto tiempo vive la gente? Seguro que doscientos años, o más. Leí una predicción en la revista Atlantic Monthly que...
—La verdad, Julia, es que la gente no suele vivir mucho más tiempo que en tu época. De hecho, hay algunas cosas nuevas que..., en fin, que nos matan o acortan nuestra vida, y que no existían en tu tiempo. La contaminación ambiental, por ejemplo. Pero disponemos de aire acondicionado.
—¿Y eso qué es?
—Máquinas que enfrían el aire en verano.
—¿Por todos lados?
—No, sólo en los interiores. Yo tengo uno en el dormitorio... Es esa cosa que hay en la ventana, si te has fijado. Durante los meses de calor, enfría el aire hasta los veinte grados.
—Vaya lujo.
—Sí, es bastante agradable. Y ahora los tienen en la mayor parte de oficinas, restaurantes, salas de cine, hoteles...
—¿Qué es el cine? Ya lo mencionaste antes.
Le expliqué que era como la televisión, sólo que con la pantalla mucho más grande, más nítido y, de vez en cuando, mucho mejor. Luego empecé a hablar de las mantas eléctricas, los supermercados, el radar, viajes en avión, lavadoras automáticas, lavavajillas e incluso, que Dios me perdone, de autopistas.
Julia terminó lo que le quedaba de café, cogió mi taza y el platillo y, junto con los suyos, se los llevó a la cocina. Luego regresó a la sala de estar.
—Pero ¿qué sucedió, Si? —preguntó—. Háblame de eso.
Mientras reflexionaba al respecto, teniendo en cuenta la situación actual, ella empezó a deambular por la estancia; tocaba las cortinas, miraba detrás del televisor, encendía y apagaba la luz del techo. Pero yo seguía atascado en busca de una respuesta. Aquello me recordaba la redacción de una carta: era posible llenar varias cuartillas describiendo un fin de semana, pero intentar poner al corriente a un viejo amigo sobre los últimos cinco años ya no era tan fácil. ¿Qué había sucedido en el transcurso de toda una vida?
—Bueno, ahora hay cincuenta estados.
—¿Cincuenta?
—Exacto —contesté con la misma presunción que si los hubiera creado yo—. Todos los territorios son estados ahora. También Alaska y Hawai. Y ha cambiado la bandera; ahora hay cincuenta estrellas.
Julia asintió, interesada. En aquellos momentos estaba curioseando en el revistero que había en un extremo del sofá y sacó un periódico.
—Veamos... —proseguí—. Hubo un terremoto en San Francisco. En 1906, creo... La ciudad quedó destruida casi por completo, sobre todo debido a los incendios que se desencadenaron a continuación.
—¡Oh, cuánto lo siento! He oído decir que es una ciudad preciosa... —Con la barbilla señaló el periódico que tenía en la mano—. Veo que se ha descubierto la forma de imprimir fotografías. —Dejó a un lado el periódico y se acercó a mi librería.
—Sí, y también en color. Por algún sitio tiene que haber un antiguo ejemplar de la revista Life, con fotografías en color... ¡Dios! ¿Cómo se me ha olvidado? ¡Enviamos cohetes al espacio! Transportan cápsulas con hombres dentro. Un par de ellos viajaron a la Luna y pisaron su suelo. Transportan hombres en su interior y luego vuelven a la Tierra.
—¿Lo dices en serio? ¿A la Luna? ¿Con hombres dentro?
—Sí, te lo juro. —De nuevo percibí aquel tono ridículo en mi voz, como si yo tuviera algo que ver en el asunto.
Julia me miró encantada.
—¿Y estuvieron en la Luna?
—Sí. Dieron un paseo por su superficie.
—¡Esto es fascinante!
Vacilé por un instante antes de contestar, luego dije:
—Sí, supongo... Pero no tanto como yo creía cuando era un niño que leía novelas de ciencia ficción. —Me miró desconcertada—. Es difícil de explicar, Julia, pero... no parece que haya significado gran cosa. Después de la emoción del auténtico viaje, que retransmitieron por la televisión... ¿Te imaginas, Julia? ¿Poder verlo realmente, y oír a los hombres en la Luna? Pero después lo olvidé, casi de inmediato... Apenas había vuelto a pensar en ello. Fue un acto increíblemente valeroso para el hombre, sin embargo... de alguna manera dio la impresión de que al proyecto le faltaba dignidad. No tenía ningún propósito real, ningún objetivo... —Me callé, pues Julia no estaba escuchando.
Mientras yo hablaba, ella había estado mirando los títulos de mis libros, y sacó una novela que empezó a hojear. De repente alzó la mirada hacia mí y tanto su rostro como su cuello enrojecieron hasta donde permitía ver el cuello de la blusa.
—Simón... —Horrorizada, miró la página abierta del libro que tenía en la mano—. ¿Cosas así se ponen en letra de imprenta? —Cerró el libro de golpe, como si las palabras fueran a reptar y salirse de la página—. ¡Nunca me lo hubiera imaginado! —exclamó.
No supe qué decir. ¿Cómo explicar los cambios que a lo largo de varias generaciones se habían producido en la forma de pensar? Pero sonreí. La novela que había estado hojeando era muy suave. Había otras en la librería que le habrían provocado un desmayo.
Turbada, nerviosa, alzó el brazo y de uno de los estantes sacó otro libro casi al azar. Leyó el título en voz alta, apenas sin prestarle atención, ansiosa por enterrar el tema que la había horrorizado.
—Historia en imágenes de la Guerra Mundial—dijo, y entonces captó el significado de las palabras—. ¿Una guerra? ¿Una guerra mundial? ¿Qué significa eso, Si? —Se dispuso a abrir el libro, y en cuanto su mano se movió me incorporé de un salto y me acerqué con paso rápido.
Siempre resulta sorprendente darse cuenta luego de la celeridad con que la mente funciona en ocasiones, de la cantidad de pensamientos e imágenes que ésta produce en apenas un segundo... Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había ojeado el libro que Julia acababa de coger, pero mientras me acercaba a ella recordé docenas de fotografías que había en él: una ciudad destruida, convertida en escombros, y en primer plano un caballo muerto en una zanja; refugiados por un camino de tierra, la cara de una niña que miraba asustada a la cámara; un avión que caía envuelto en llamas; una trinchera medio llena de cadáveres vestidos de uniforme, las piernas envueltas con polainas de tela, la cara de uno de ellos en un estado de descomposición tan avanzada que más parecía un cráneo, a pesar de que conservaba el cabello. Y una fotografía de la que recordaba particularmente cada detalle: en un saliente de la pared de una trinchera había sentado un soldado, vivo, sin el casco. Tenía los pies hundidos hasta los tobillos en el agua que se había acumulado en el fondo de la trinchera; estaba al lado de un cadáver, fumando un cigarrillo mientras miraba ojeroso y asombrado la cámara, como si nunca hubiera sonreído ni nunca fuera a hacerlo. De pronto me había dado cuenta de que no debía revelar a Julia aquellos horrores, a menos que se incorporara al mundo que los había producido. De modo que forcé una sonrisa y le quité el libro de la mano antes de que lo abriese.
—Ah, sí —dije tranquilamente, y miré las letras doradas del lomo, como para confirmar el título—. Esto ocurrió hace mucho tiempo.
—¿Una guerra mundial?
—La llamaron así porque... todo el mundo estuvo implicado en ella. Fue cosa de todos, ¿sabes? Pronto se acabó. Ya casi la había olvidado.
Ignoraba si eso tendría algún sentido para Julia.
—¿Y qué significa esa «I» antes de la frase «Guerra Mundial»?
—Bueno... —No se me ocurrió nada que decir, aparte de la verdad—. Eso no es una letra del alfabeto. Es un número, Julia. Un número romano.
—¿La guerra mundial número uno? ¿Es que hubo más?
—Hubo una segunda.
Julia intuyó algo.
—¿Y... cómo fue?
Mi mente volvió a recurrir al milagro habitual. Apenas sin necesidad de hacer una pausa antes de responder, fui capaz de reflexionar sobre los cuatro largos años de guerra de trincheras que había significado la Primera Guerra Mundial: la batalla de Verdún, en la que habían muerto un millón de hombres, la guerra desenfrenada de los submarinos... Luego pensé en la Segunda Guerra Mundial y en la destrucción de las ciudades por parte de los alemanes, en el asesinato de mujeres, ancianos y niños, en las bombas incendiarias que los norteamericanos lanzaron sobre las ciudades alemanas, creando auténticos huracanes de fuego, quemando mujeres, niños y viejos. Y pensé en un hombre al que había imaginado a menudo, un diseñador alemán que se levantaba cada mañana, desayunaba, iba a su oficina, se sentaba ante su mesa de dibujo, se enrollaba metódicamente las mangas y, con extremo cuidado, mediante detallados dibujos a tinta china e instrucciones de fabricación muy precisas, diseñaba falsas rosetas de ducha que en su momento filtrarían un gas venenoso para matar a millones de personas en lo que eran auténticas fábricas de la muerte. Y pensé en la gente que habían exterminado con un método más eficiente: cientos de miles de muertes instantáneas en medio de los brillantes destellos de dos explosiones atómicas sobre Japón... ¿Que cómo había sido la Segunda Guerra Mundial? Increíblemente, había sido peor que la primera, y ninguna respuesta o estúpida mentira me vino a la mente en aquellos momentos.
Julia lo adivinó. Comprendió que a las guerras no se las clasificaba de «mundiales» por nada. Miró de nuevo el grueso libro ilustrado que yo le había quitado de las manos y luego alzó los ojos hacia mí.
—No quiero saber nada sobre esas guerras.
—Y yo no quiero contártelo.
Volví a dejar el libro en su sitio y regresamos al sofá, pero Julia no se recostó en el respaldo, sino que se sentó en el borde del asiento tapizado, con las manos entrelazadas en el regazo. Mirando al frente, mientras ponía orden en sus pensamientos, guardó silencio por un instante y luego dijo:
—Durante el día he estado pensando en lo que quiero hacer. He pensado en quedarme aquí, si fuera posible informar a tía Ada de lo ocurrido. Durante buena parte del día, mientras paseábamos por la Quinta Avenida, creía haber decidido que si podíamos decírselo a tía Ada, me quedaría... —Yo estaba sentado al lado de Julia y ella se volvió hacia mí y, con una leve sonrisa, añadió—: Nunca creí posible que me atreviera a preguntarle eso a un hombre,
pero me atrevo... ¿Tú me quieres, Simón?
—Sí.
—Yo a ti también. Casi desde el momento en que te vi, aunque no lo supiera. Pero Jake lo adivinó, ¿verdad? O lo intuyó. Ahora yo también lo sé. ¿Qué debo hacer, Si? ¿Qué quieres que haga? ¿Debo quedarme?
Creí que necesitaría pensarlo, pero luego comprendí que no. Supongo que Julia creyó que estaba considerando la respuesta mientras la miraba a la cara, pero no era así. Lo que hacía era hablarle mentalmente: «No, no quiero que te quedes, Julia. Nosotros somos unas personas que contaminamos el mismo aire que respiramos. Y nuestros ríos. Estamos destruyendo los grandes lagos; el Erie casi ha desaparecido, y ahora empezamos con el océano. Hemos saturado nuestra atmósfera con lluvia radiactiva que emponzoña los huesos de nuestros niños, y lo sabemos. Hemos inventado bombas capaces de acabar con la humanidad en cuestión de minutos, y las tenemos apuntando, a punto de disparar. Hemos terminado con la polio, pero el ejército de Estados Unidos produce nuevas cepas de gérmenes que pueden causar enfermedades incurables, con resultado fatal. Tenemos la ocasión de hacer justicia con nuestra gente de color, pero cuando la exigen, se la negamos. En Asia quemamos viva a la gente. De veras. Y en nuestro propio país permitimos que los niños crezcan mal nutridos. Permitimos que alguna gente se enriquezca utilizando nuestros canales de televisión para convencer a los jóvenes de que fumen, cuando saben que los perjudica. Esta es una época en que cada vez resulta más difícil convencerse de que todavía somos gente buena. Nos odiamos los unos a los otros. Y nos hemos habituado a eso.»
Pero no iba a decir nada de todo eso. No le correspondía a ella cargar con ese peso. De modo que le pregunté:
—¿Has estado en Harlem?
—Sí, claro.
—¿Y te gusta?
—Por supuesto; es precioso... Siempre me ha gustado el campo.
—¿Alguna vez has paseado de noche por Central Park?
—Sí.
—¿Sola?
—Sí; es muy tranquilo.
Había cosas horrorosas en el tiempo de Julia; estaba seguro. Sabía que las semillas de todo cuanto odiaba de mi propio tiempo ya estaban plantadas y germinaban entonces. Pero aún no habían florecido... En el Nueva York de Julia, las calles todavía se llenaban de trineos bajo la luz de la luna las noches que seguían a la nevada, los desconocidos se saludaban, cantaban y reían. En la mente de las personas la vida aún tenía una finalidad, un objetivo; el gran vacío no había empezado todavía. Ahora los buenos tiempos para vivir parecían haberse extinguido, y probablemente la época de Julia correspondía al final.
—Tienes que regresar —dije, y cogí sus manos entre las mías—. Hazme caso, Julia, porque te quiero... No puedes quedarte aquí.
Al cabo de unos segundos, ella asintió lentamente.
—¿Y tú, Si? ¿Vendrás conmigo también?
La alegría que sentí sólo de pensarlo debió de exteriorizarse en mi cara, porque Julia sonrió.
Pero tenía que decirle la verdad:
—No lo sé. Primero he de hacer algunas cosas por aquí.
—Y no sabes si podrás volver para siempre, ¿verdad?
—Tengo que estar muy seguro...
—Sí, por supuesto. Por el bien de los dos. —Durante varios segundos nos miramos fijamente, luego Julia anunció—: Voy a regresar, Si. Ahora. Esta noche. De lo contrario empezaré a suplicarte que vengas y... Si vas a pasar el resto de tu vida en otra época, es algo que sólo tú debes decidir.
Yo pensaba lo mismo, de modo que asentí.
—¿Podrás regresar tú sola?
—Creo que sí... No habría podido venir aquí, a un futuro mucho más allá de lo imaginable, si tú no me hubieses traído. Pero puedo visualizar mi propio tiempo, sentirlo, saber que está allí... Es mucho más de lo que tú sabías la primera vez que lo intentaste.
De pronto, en mi mente, surgió algo que casi había olvidado, tan ajeno era a aquella habitación y aquella época.
—¡Carmody! —exclamé—. ¡No puedes regresar, Julia! Carmody te hará...
—No, no me hará nada. —Negó enérgicamente con la cabeza—. ¿Te acuerdas de lo que estaba haciendo yo cuando el inspector Byrnes vino a buscarnos? Tú te encontrabas abajo, en el salón, leyendo, y yo...
—Estabas arriba.
—Sí, en el dormitorio de Jake. Doblaba sus ropas para guardarlas en el baúl. Estaba envolviendo sus botas cuando oí tu llamada... Esta tarde, no sé por qué razón, me he acordado de aquellas botas. Acababa de cogerlas cuando sonó la campanilla de la puerta y... ¡Entonces vi los tacones, Si! Los clavos formaban un dibujo... Una estrella de nueve puntas dentro de un círculo... ¡Fue Jake quien sobrevivió al incendio, no Carmody! Era Jake, oculto bajo los vendajes, quien estaba en casa de Carmody... Dominado por el odio.
Entonces comprendí que Julia decía la verdad, y supuse lo que habría pasado.
—¡Dios mío, Julia! De algún modo consiguió escapar del incendio. Con graves quemaduras, pero que no le impidieron idear un plan. Estoy seguro de que se fue directamente a la casa de Carmody, vio a la viuda de éste y... ¿Te lo imaginas? ¡Llegaron a un acuerdo! Sin Carmody, ella podía perder su fortuna, de modo que él se convirtió en Carmody... Cuando la vimos en el Baile de Caridad, a pesar de que su marido acababa de fallecer, ellos ya habían llegado a un acuerdo... ¿Puede haber alguien que haya deseado tanto una fortuna y una posición como estos dos? ¡Es indudable que están hechos el uno para el otro!
—¿Por qué sonríes?
—¿Estaba sonriendo? No me he dado cuenta. No resulta fácil explicarlo, pero... Sonreía porque Jake es todo un villano. Es la primera vez que he utilizado este calificativo en mi vida, pero eso es lo que es, sin duda. Un completo villano, en todos los aspectos. Un auténtico hombre de su tiempo. Y supongo que sonreía porque, a pesar de todo, me cae bien. El bueno de Jake, disfrazado de Carmody, por fin podrá acceder a Wall Street. Confío en que la Bolsa le dé lo que se merece, sea lo que sea.
—Sí —dijo Julia—, era un desgraciado... Espero que encuentre la felicidad, aunque lo dudo. —Como es lógico, Julia no sabía a qué me refería yo. Para ella no había nada de extraño o irónico en la palabra «villano»; Jake era eso, y nada más—. No puede hacerme daño ahora que sé quien es, y en cuanto él se dé cuenta, estaré a salvo... Y tú también, si es que regresas. —De pronto guardó silencio, y, con paso rápido, se dirigió hacia el dormitorio a cambiarse de ropa.
Cogimos un taxi para volver al centro de la ciudad. Ya había oscurecido y Julia se recostó en el asiento, alejada de la ventanilla, de modo que sólo el taxista vio su indumentaria. Bajamos a media manzana de nuestro destino, lejos de cualquier farola. Pagué al taxista, luego Julia y yo caminamos con paso rápido hacia la enorme mole de granito que formaba la base del puente de Brooklyn, en el lado de Manhattan.
En medio de las sombras más profundas, cogí las manos de Julia entre las mías y la miré. Vestida con su larga falda, el abrigo y el sombrero, y con el manguito colgándole de la muñeca, su aspecto era el correcto; tenía la apariencia que debía tener.
—Deseo regresar —dije—. Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado, pero...
—Lo sé, lo sé.
Repetimos lo que ya nos habíamos dicho. Varias veces. Entonces la cogí entre mis brazos y la abracé durante largo rato. La besé, nos miramos a los ojos una vez más, luego suspiramos y sonreímos con cierta tristeza. Nos lo habíamos dicho todo. Julia posó sus dedos sobre mi mejilla por un instante y a continuación sacudió la cabeza.
Me cogió de la mano y dimos unos pasos apartándonos del gran muro de granito que formaba la torre del puente, luego nos volvimos a mirarla. En aquellos momentos semejaba una enorme cortina pétrea que ocultara el mundo de la vista.
—El tiempo en que yo nací, y al cual pertenezco, está ahí detrás, Si —dijo—. Para mí es mucho más real que el tiempo al que he podido echar una ojeada hoy. Es mi propio mundo... Puedo sentirlo intensamente. Es muy real. ¿Tú no lo percibes?
Asentí, incapaz de hablar. Julia se volvió hacia mí, me besó apresuradamente, luego me soltó la mano y, con paso rápido, se dirigió en diagonal hacia la esquina de aquel muro enorme. Cuando llegó allí, titubeó, miró hacia atrás como si quisiera decir algo, pero no lo hizo. Dio unos últimos pasos y luego se fue. Detrás de la esquina de la enorme base de la torre, el sonido de sus pisadas se alejó rápidamente.
Silencio. Entonces empecé a caminar hacia aquella misma esquina. De pronto eché a correr, con todas mis fuerzas... Cuando doblé la esquina lo hice con tal rapidez, que era imposible que Julia hubiera desaparecido. Pero ya no estaba.
22
—Puede que esto dé la sensación de ser algo indecorosamente precipitado, incluso de mal gusto... —me dijo el coronel Esterhazy, y señaló con un ademán el despacho del doctor Danziger.
Estaba sentado detrás del escritorio. Rube y yo habíamos entrado y habíamos tomado asiento en dos sillones metálicos, tapizados con piel, que había frente a la mesa. Al igual que Rube, ese día Esterhazy llevaba pantalones de algodón y camisa del ejército, sin galones, tan planchados que parecían de hojalata pintada de color caqui. Los de Rube estaban limpios, pero las rayas no parecían soldaduras. Yo me había puesto el traje azul.
—Pero me he trasladado aquí porque estamos terriblemente limitados de espacio —prosiguió Esterhazy—, y éste era el único despacho vacío. Alguien tiene que dirigir el proyecto, y Danziger se ha ido. —Se encogió de hombros, como si lo lamentara—. Desearía que fuera él y no yo quien estuviera aquí sentado.
No hice ningún comentario al respecto. Yo había echado un vistazo al despacho al entrar y me había parecido el mismo, sólo que más ordenado. Las fotografías y la librería de Danziger ya no estaban, así como tampoco la caja de cartón repleta de papeles que tenía en el suelo, aunque ahora había media docena de sillas plegables apiladas contra el extremo de la pared. El escritorio estaba vacío, con la excepción de una lámpara de mesa, e imagino que dentro de los cajones tampoco había nada. Detrás del escritorio, colgando de un soporte había ahora una bandera de Estados Unidos, de nailon, con ribetes dorados, y en la pared había un gran marco con una foto en color del presidente.
—El interrogatorio ha resultado totalmente positivo, como ya le informé por teléfono —dijo Rube dirigiéndose a Esterhazy—. Y créame, ha sido un alivio. —Se volvió hacia mí y sonrió—. Porque has estado muy ocupado en este viaje, ¿eh? Escapando del incendio. Huyendo de... ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Inspector Byrnes.
—Sí. Y también escapando de esa chica, supongo. De Julia.
Me limité a sonreír, y los dos hombres me miraron con expresión afable por unos instantes. Había pasado toda la mañana en la sede del proyecto, recitando mi lista de hechos al azar, dictando un larguísimo informe de todo lo que había hecho en aquel último «viaje», como solíamos llamarlo ahora. Lo expliqué todo, excepto que Julia había regresado conmigo. Eso no tenía nada que ver con el éxito o el fracaso de mi misión, de modo que sólo dije que en mitad de la noche, ocultos en el interior del brazo de la estatua de la Libertad, ella se había acordado del dibujo de los clavos en las botas de Jake. Al comprender que ahora ella estaría a salvo, al amanecer la había acompañado a su casa, en el 19 de Gramercy Park, había cogido mi dinero y luego había alquilado un coche para regresar al Dakota. Concluí diciendo que había pasado todo el día anterior en mi apartamento, durmiendo.
—Si después de todas estas peripecias resulta que el interrogatorio ha salido a la perfección —dijo Rube—, significa que el curso de los acontecimientos pasados...
—Es como siempre hemos asegurado —lo interrumpió Esterhazy—. Me refiero a la teoría de «la ramita en el río» —me recordó con brusquedad—. El curso de los acontecimientos pasados es, sin duda, una corriente muy poderosa, a la que puede desviarse fácilmente por casualidad, tal como ya debería ser obvio. Puede ocurrir por accidente, tal como hemos comprobado. Sin embargo, las consecuencias han sido insignificantes. Me refiero en el contexto histórico... Aunque no tenemos ninguna duda, como tampoco la tenía el doctor Danziger, de que la historia sí podría alterarse intencionadamente.
Me resultaba difícil mantener siquiera la atención en lo que estaba diciendo, de modo que cuando hizo una pausa me limité a asentir y dije vagamente:
—Bien, en fin, coronel, Rube... Creo que ya he completado mi misión. Hasta qué punto puede ser práctico estudiar los acontecimientos del pasado, considerando el riesgo que he demostrado al implicarme en ellos, es algo que les toca a ustedes juzgar. Pero mis propios asuntos se han ido acumulando ante mí y tengo un montón de cosas por solucionar. De manera que lo que me gustaría ahora, si han acabado conmigo, es una licencia honorable.
Ninguno de los dos contestó. Ambos me miraron, luego se miraron el uno al otro y finalmente fue Esterhazy quien se decidió a hablar.
—Bueno, Si —dijo—, antes de ocuparnos de esto hay algo que me gustaría que supiera. Es usted muy libre de abandonarnos; lo ha hecho de maravilla, ha logrado todo lo que esperábamos de usted, e incluso más. Pero estoy seguro de que le interesará escuchar lo que voy a decirle. Luego tal vez no quiera abandonarnos aún...
La puerta se abrió y se asomó una joven a la que nunca había visto por el proyecto.
—Los demás ya están aquí, coronel.
—Estupendo, hágalos pasar. —Esterhazy se puso de pie y miró hacia la puerta con una amable sonrisa.
Dos hombres, a quienes reconocí, entraron en el despacho. El primero era el joven profesor de Historia que tenía una nariz grande y una gran greña de cabello ralo, que me recordaba a un cómico de la televisión y me impulsaba a mirar hacia otro lado. Su nombre era Messinger. El hombre que lo seguía era Fessenden, el representante del presidente, un hombre que rondaría los cincuenta, calvo, y que se peinaba el cabello castaño grisáceo de uno de los laterales por encima del reluciente cráneo. Ambos me saludaron y, cuando me levanté, el profesor Messinger se acercó para estrecharme la mano.
—¡Bienvenido a casa! —dijo levantando las fotocopias de unas hojas mecanografiadas y grapadas en una esquina, y vi que se trataba de la relación que yo había efectuado de mi último viaje—. Fantástico —exclamó, haciendo restallar los papeles—, absolutamente fantástico. —Incluso hablaba como un personaje de la tele.
Fessenden me saludó con una formal inclinación de la cabeza, y luego, contagiándose de Messinger, decidió añadir una sonrisa y hacer ondear su copia en mi honor: lo cual fue sin duda un error, ya que sonreír cordialmente no formaba parte de su naturaleza.
Rube trajo un par de sillas plegables. Empujó el sillón que había ocupado hacia Fessenden y una de las sillas, ya abierta, hacia Messinger. Cuando todos estuvimos sentados, formando un pequeño semicírculo ante el escritorio, Esterhazy tomó asiento.
—Ésta es ahora la junta, Si. Además del senador, que hoy tenía que defender un proyecto de ley en el Congreso y no ha podido reunirse con nosotros. Y del profesor Butts, a quien tal vez recuerde... El profesor de Biologíade Chicago. Él es ahora miembro asesor, aunque sin voto; sólo está presentecuando su especialidad lo requiere. La antigua junta era difícil de manejar. Ésta es mucho más práctica... Jack, tal vez quiera usted poner a Si al corriente.
Messinger volvió la cabeza hacia mí y sonrió tranquilamente, con amabilidad. Vi que Fessenden lo miraba, y se me ocurrió que éste envidiaba a Messinger.
—Bien, señor Morley... ¿Puedo llamarlo Si?
—Por supuesto.
—Perfecto. Usted llámeme Jack, por favor. Mientras usted se encontraba fuera, Si, nosotros también hemos estado ocupados. Haciendo lo mismo que usted: investigar al señor Andrew Carmody, aunque no tan de cerca. Estuve en Washington de permiso, y acompañado por una secretaria. Una mujer muy capacitada, aunque —miró a Esterhazy y sonrió— podría habérmela buscado algo más atractiva... Los dos estuvimos cómodamente a solas en los Archivos Nacionales, literalmente en los sótanos, revisando papeles relacionados con las dos administraciones del presidente Cleveland. Mientras, los demás integrantes de mi equipo buscaban en otras secciones de los Archivos. En efecto, Carmody fue un consejero de Cleveland, uno entre muchos, en los años que siguieron a su visita, Si. Empezó a meterse en política a comienzos de la primavera de 1882, cuando Cleveland era gobernador de Nueva York. A través de algunas notas de éste, de las actas de varias reuniones y de las referencias halladas en dos de sus cartas, he averiguado que se convirtió en algo semejante a un amigo del presidente durante el primer mandato de éste. Ignoro cómo llegó a producirse esto. No queda constancia de ello, lo cual tampoco debe sorprendernos. Su influencia sobre él era nula en aquel entonces, por lo que hemos podido averiguar. Pero Carmody, o Pickering, como ahora ya sabemos, fomentó esta amistad, que alcanzó su plenitud durante el segundo mandato de Cleveland. Las referencias que hemos hallado en los Archivos demuestran claramente que a veces el presidente hacía caso a Carmody, nombre que consta en los archivos y que seguiré utilizando para referirme a él. Su influencia nunca fue muy prolongada, ni importante. Con una excepción. Y las pruebas que he hallado al respecto son irrefutables. Cleveland inició su segundo mandato durante la guerra de Cuba, la cual era alentada desde algunos periódicos en su propio beneficio. Cleveland deseaba evitar aquella guerra, y algunas personas le ofrecieron soluciones bastante buenas, como por ejemplo la oferta de comprar Cuba a España. Esto es de dominio público, ya que consta en las actas de la época; se pueden hallar referencias en cualquier crónica detallada del segundo mandato de Cleveland... Ya había precedentes de semejante plan en la adquisición del Territorio de Louisiana a Francia, o del de Alaska a Rusia. Y hay pruebas de que España habría visto con buenos ojos la posibilidad de evitar una guerra que sabía que no podría ganar. Precisamente ahí es donde he hallado el lugar que Pickering-Carmody ocuparía en la historia... Fue su consejo lo que hizo que Cleveland se opusiera a semejante posibilidad. No sabemos qué le diría; lo poco que he averiguado es parcialmente técnico y bastante esquemático. Pero ocurrió de verdad, en ello no hay posibilidad de error... Y eso es todo. Su papel relativamente importante en la historia es de efecto negativo, muy pequeño, una nota de pie de página de la que no le importaría jactarse si estuviera aquí para hacerlo. Después del segundo mandato de Cleveland no se vuelve a oír hablar de él, que yo sepa.
Dicho esto, guardó silencio y yo asentí, reflexionando acerca de lo que acababa de contar. La verdad era que me había intrigado.
—Bien —dije—, me alegro de haber contribuido a que ahora se sepa que Carmody era, en realidad, Pickering, por poca importancia que eso tenga ahora. Personalmente me siento algo complacido al pensar que nuestro querido Jake Pickering llegó a frecuentar la Casa Blanca como asesor de Cleveland.
—También nosotros nos alegramos de la contribución que usted nos ha prestado. Confiamos en usted para algo como esto, y ha cumplido. La suya ha sido una contribución mucho más importante de lo que imagina... ¿Rube?
Rube se volvió hacia mí, pasó una pierna por encima del brazo del sillón a fin de estar más cómodo y, mirándome fijamente, me dedicó una de esas sonrisas que hacían que uno se alegrara de que fuese amigo suyo, y deseara ponerse de su parte.
—Eres un tipo inteligente, Si —dijo—. De modo que comprenderás que este proyecto tiene que perseguir resultados prácticos. Es fantástico que contribuya a aumentar nuestros conocimientos eruditos, pero no basta con ello. No pueden gastarse millones, ni apartar de su trabajo a personas importantes, para añadir a la historia una pequeña nota marginal relacionada con alguien de quien nadie ha vuelto a oír hablar. Tu éxito, respecto al cual dudo que existan palabras para destacar hasta qué punto lo es, ha posibilitado la siguiente fase de este proyecto... Esta fase va a constituir un avance en el experimento. Tan cauteloso y precavido como los que lo han precedido. Pero de él se derivará un enorme beneficio potencial...
—Un beneficio incalculable... —lo interrumpió Esterhazy.
—Un beneficio incalculable para Estados Unidos... Después de que esta junta lo considerara y lo aprobase por unanimidad, ha sido aprobado por las más altas esferas de Washington. Hemos estado discutiendo con ellos por teléfono durante casi una hora esta mañana...
Esterhazy mantenía los brazos apoyados sobre el escritorio, las manos entrelazadas en lo que pasaba por ser una postura relajada. Pero entonces se inclinó hacia mí, y cuando habló, me volví hacia él y observé que tenía las manos tan apretadas que los nudillos estaban casi blancos. Pero no pudo evitar interrumpir a Rube:
—Queremos que regrese allí una vez más —dijo, interrumpiendo nuevamente a Rube—. Luego, si aún lo desea, su renuncia será aceptada de inmediato y con el agradecimiento de un gobierno complacido. Eso se lo garantizo. Cuando llegue el momento en que todo esto deje de ser secreto, si bien no durante nuestra vida, imagino, aunque el momento sin duda llegará, ocupará usted un lugar destacado en la historia de nuestro país. Sus hallazgos, Si, han posibilitado la siguiente fase de este experimento, y ahora queremos que los utilice. Tiene usted que regresar y hacer una sola cosa: revelar el secreto de Carmody. Tiene que revelar quién es él en realidad; es decir, un archivero llamado Pickering, responsable de la muerte de Carmody y del incendio del edificio del World. Usted no dispone de pruebas, como es lógico, de modo que él no será encarcelado, juzgado ni condenado. Pero va a desacreditarlo, tal como se merece... ¿Puede usted hacer esto, Simón?
Mi reacción fue lenta, de desconcierto.
—Pero... ¿por qué? ¿Para qué?
Esterhazy sonrió ante la satisfacción que producía en él el explicármelo.
—¿No se da cuenta? Éste es el paso más lógico para dar a continuación, Si... Un experimento muy pequeño y perfectamente controlado, que sólo altera ligeramente el curso de los acontecimientos del pasado. Hasta ahora habíamos evitado hacerlo, escrupulosamente, en la medida que nos era posible tal como era nuestra obligación. Hasta que la experiencia nos enseñó que el riesgo accidental de alterar el desarrollo de los acontecimientos en el pasado era insignificante. Y que, incluso cuando esto ocurría, los efectos reales parecían sumamente triviales... Ahora ha llegado el momento de efectuar el siguiente paso hacia delante, en bien de nuestro propio tiempo y de nuestro país... Podemos impedir que Carmody, o Pickering, tal como ahora sabemos que es, se convierta en asesor de Cleveland, por insignificante que fuera como tal. Hay razones obvias para pensar que esto supondría un cambio en el curso de nuestra historia. Si Cuba se hubiese convertido en una posesión permanente de Estados Unidos en la década de 1890... —Sonrió—. En fin, no hace falta que exponga los beneficios que esto habría supuesto. El apellido Castro seguiría siendo lo que era, desconocido. Y el hombre en sí habría seguido siendo lo que era, un trabajador en los campos de la caña de azúcar, supongo, del que nuncase habría oído hablar. Éste será el siguiente paso, Simón, si es que funciona: un indudable beneficio inmediato y, lo que es más importante todavía, una guía para otros más importantes incluso. ¡Dios mío! —Su voz se ahogó en una exclamación de respeto—. Poder corregir errores en el pasado que nos han afectado de manera adversa en el presente... ¡Que increíble oportunidad!
Guardó silencio y todos permanecimos callados. Yo estaba aturdido... Me consideraba una persona corriente que, mucho después de haber crecido, aún mantenía la teoría infantil de que la gente que controla en gran medida nuestras vidas está, de algún modo, más informada y posee un juicio superior al de la mayoría de los demás; que son mucho más inteligentes. No fue hasta la guerra de Vietnam que finalmente descubrí que algunas de las decisiones más importantes de todos los tiempos podían tomarlas ciertos hombres que no poseían mayores conocimientos ni eran más inteligentes que el resto de nosotros... Que cabía la posibilidad de que mis propias opiniones y juicios fueran tan buenos o incluso mejores que los de un político que tomara decisiones de consecuencias trascendentales. Sin embargo, una parte de ese respeto infantil y de esa aceptación de la autoridad aún persistía, y mientras permanecía sentado frente al escritorio de Esterhazy, esperando y en silencio como los demás, me pareció una presunción que un ser insignificante como Simón Morley pudiera cuestionar el juicio de aquella junta... O el de los hombres de Washington que habían estado de acuerdo con ella. Pero supe que tenía que hacerlo. Que iba a hacerlo.
Sin embargo, me embarullé. Me expliqué mal y de manera confusa. Incluso empecé con lo que imagino era el aspecto menos importante de la decisión:
—¿Regresar allí y desacreditar deliberadamente a Jake? —pregunté—. ¿Destrozar su vida? Yo... ¿Acaso tiene alguien derecho a hacer una cosa así?
—Es un hombre que murió hace mucho tiempo, Si —dijo Esterhazy con tono amable, como si se dirigiera a un bobalicón al que no quisiera ofender—. Quien importa somos nosotros.
—Pues allí donde yo lo viese él no estaría muerto.
—Eso es cierto... Pero ha habido un montón de hombres que, por el bien del país, han hecho sacrificios mucho mayores.
—¡Pero a él ni siquiera se le consultaría al respecto!
—A los otros tampoco. Sencillamente se los alista en el ejército.
—Bueno, pues tal vez deberían consutarlos también.
—¿Qué quiere decir con esto? —preguntó. Era indiscutible que no me entendía.
—Que quizás esté mal forzar a un hombre a alistarse en el ejército y matar a otra gente contra su voluntad.
Los otros se limitaron a mirarme. Lo que yo decía era realmente incomprensible para ellos, y me di cuenta de que había discutido un aspecto equivocado.
—Coronel, Rube, señor Fessenden, profesor Messinger, piensen en lo que les digo. ¿Sería... correcto alterar los acontecimientos del pasado? Lo que quiero decir es: ¿quién tiene la certeza de que esto sea algo bueno? Me refiero a quién puede estar completamente seguro.
—¿Por qué diablos tenemos que estar seguros? —exclamó Esterhazy—. ¿Niega acaso que estaríamos muchísimo mejor si Cuba fuera desde hace mucho tiempo una posesión de Estados Unidos en vez de un país comunista a ciento cincuenta kilómetros de nuestra costa?
Me encogí de hombros, inquieto.
—No, no es eso lo que niego. La cuestión es que no importa lo que yo piense, porque podría estar equivocado. ¿Quién puede estar seguro de que Cuba nos perjudicará? Es un país terriblemente pequeño, y todavía no nos ha hecho daño.
—Lo han intentado, ¿no? —Esterhazy estaba a punto de gritar.
Fessenden intervino en un tono suave, intentando tranquilizar los ánimos.
—La crisis de los misiles —dijo, como si me recordara algo que podía habérseme escapado.
—Bueno, sí —admití—. Aunque según Robert Kennedy fueron los militares quienes intentaron convencer a John F. Kennedy de que el peligro era mucho mayor de lo que podía haber sido. Pero no quiero dejarme arrastrar a un debate sobre Cuba... Independientemente de cuál sea la verdad al respecto, no creo que nadie esté en posesión de la sabiduría divina para arreglar el presente mediante una alteración del pasado. ¡Esto es ir demasiado lejos! Dios mío, basta con ver lo ocurrido. Los científicos hacen descubrimientos cada vez más fantásticos, que pasan de inmediato a manos de un grupo de hombres, casi una nueva «raza», que siempre sabe qué es lo mejor para el resto de nosotros. ¡La ciencia averigua cómo desintegrar el átomo, y ellos averiguan enseguida que lo mejor que puede hacerse con este nuevo conocimiento es borrar del mapa Hiroshima!
—¿Y no cree que era lo mejor? —preguntó Esterhazy, con frialdad—. ¿O hubiese preferido que cientos de miles de soldados americanos murieran en las playas de Japón?
—No lo sé. ¿Quién puede saberlo? Creo que la mayor parte de las grandes decisiones las toma gente que tampoco lo sabe. Gente que sólo conoce sus propias decisiones. Consideran que es correcto y necesario envenenar la atmósfera con la radiactividad. Saben que deben utilizar los descubrimientos genéticos de los científicos para crear nuevas clases de enfermedades terribles, sin siquiera preguntarle al noventa y nueve por ciento restante de la gente qué piensa al respecto. Y ahora que otro científico, el doctor Danziger, ha realizado este gran descubrimiento, debe quedarse en casa, forzado a abandonar, sin poder decisorio sobre lo que debe hacerse con lo que ha descubierto. Pero ustedes, no. Una vez más, ustedes saben que lo mejor que puede hacerse con su descubrimiento es eliminar la Cuba de Castro. Bien, ¿cómo lo saben? ¿Quién ha dado a esa nueva raza de hombres que polucionan el medio ambiente, capaces de barrer del planeta a la humanidad, el poder divino de controlar la vida y el futuro del resto de nosotros? La mayoría no ha oído hablar de ellos, y ni siquiera los hemos elegido. —Los miré de uno en uno, luego bajé el tono de voz—. Aun cuando tuvieran razón en lo de Cuba, como posiblemente sea el caso, miren a qué conduciría esto. Conduciría directamente a cambios cada vez mayores, con un puñado de mentes militarizadas reescribiendo el pasado, el presente y el futuro de acuerdo con sus ideas de lo que es mejor para el resto de los humanos. No, caballeros. Me niego.
Esterhazy hizo rechinar los dientes con expresión de furia, soltó el aire por la nariz y aspiró profundamente. Rube se dio cuenta de que estaba a punto de estallar, y, antes de que pudiese replicar, intervino.
—¡Déjeme a mí! —Había un tono de mando en su voz, y con sorpresa advertí que se trataba de una orden.
¿Del comandante Prien al coronel Esterhazy? De pronto advertí que no había entendido cuáles eran las auténticas jerarquías en aquel proyecto. Esterhazy apretó los labios con fuerza, obedeciendo. Entonces Rube se volvió hacia mí y habló con voz tranquila, llana, sin intentar complacerme o congraciarse conmigo, sencillamente explicándome cómo eran las cosas.
—Lo sentiremos si rehúsas, porque eres el mejor agente que tenemos. Nuestra labor de reclutamiento ha seguido sin cesar y no ha resultado en absoluto más fácil que antes hallar personas cualificadas. No obstante, aún podemos encontrarlas, y las encontraremos. Además, se han desarrollado otras ramas del proyecto. La tuya no era la única. El hombre que pasó unos segundos en el París medieval lo ha conseguido otra vez. Hace cuatro días logramos trasladarnos al Denver de 1901 durante veinte minutos. Fracasamos en Dakota del Norte, en el cerro Vimy y en Montana. Y tuvimos serias dificultades con el proyecto de Winfield, en Vermont... El hombre lo consiguió. Logró la transición en dos ocasiones, pero después de la segunda ya no volvió; no sabemos por qué. Tenemos una suposición bastante obvia, pero no lo sabemos con seguridad. Te preguntarás adonde quiero ir a parar con todo esto. Seré franco contigo; estamos teniendo serias dificultades. Te diré que probablemente eres, con mucho, el mejor colaborador que hallaremos jamás. Y te diré que confiamos profundamente en que al final reconsideres tu decisión. Pero también te diré que, si no lo haces... —Se detuvo a mitad de la frase y me miró. Ya no sonreía. Luego, en tono tranquilo, sin tapujos, prosiguió—: Sencillamente, buscaremos a otro. Y si el experimento no puede llevarse a cabo en el Nueva York de 1882, con Jacob Pickering, se realizará otro en otro lugar, en otra época, y con otra persona. No pienso discutir contigo. Sólo quiero que entiendas que, sea como sea, se hará.
Rube permaneció sentado por unos instantes sin moverse, mirándome fijamente a los ojos. A continuación permitió que aflorara el leve atisbo de una sonrisa.
—Estoy de acuerdo con buena parte de lo que has dicho y de lo que piensas; no con todo, ni siquiera con una parte importante.
Pero lo que sientes, te honra, Si... No obstante, sólo puedo repetirte una cosa: si tomáramos todas las precauciones posibles, nunca llegaríamos a hacerlo. De modo que tómate tu tiempo. Siéntate y piensa en ello. Luego dinos qué quieres hacer... Sea lo que sea, lo aceptaremos al instante, sin mayor discusión.
Durante varios minutos, que me parecieron interminables, supongo que reflexioné como no lo había hecho en mi vida. Hubo un momento en que Messinger fue a hablar, pero Esterhazy levantó una mano y exclamó:
—¡Aguarde!
Yo alcé la vista y vi que el coronel se retrepaba en su sillón, relajándose ostentosamente, como si me diese a entender que yo disponía de todo el tiempo que quisiera, y él también. De nuevo se hizo el silencio, y al cabo de largo rato volví la vista hacia ellos.
—Bien, mi conciencia está limpia. He hecho todo cuanto he podido para convencerlos de que lo que todavía siento es lo correcto. Y, si queda algún registro de estas sesiones, me gustaría que constara en él... Respecto a lo que has dicho, Rube, no hay respuesta. Si esto va a hacerse, independientemente de lo que yo piense, sienta o haga, entonces querría participar en ello. Yo lo empecé, y quiero acabarlo antes de que otro lo haga. Sé que puedo hacer esto mejor que nadie, y pido que se me autorice a hacerlo. Haré lo que queráis porque sé que de todos modos se hará; esto o cualquier cosa por el estilo. Pero os pido que me dejéis ser lo más condescendiente posible con Jake Pickering. Me he metido en su vida sin que él lo quisiera y le he hecho daño, aunque creo que estaba justificado. Pero no querría destruirlo. Dejen que lo desacredite únicamente entre las personas que a ustedes les interesan. De ese modo se conseguirá lo que pretenden sin destrozarlo por completo. Su futuro ya es bastante sombrío; dejen que al menos conserve algo. Si están de acuerdo con eso, lo haré. Pero luego presentaré mi dimisión.
Todos quedaron complacidos, y Rube y Esterhazy aceptaron de inmediato. Luego nos pusimos de pie y todos me estrecharon la mano mientras me aseguraban que no lo lamentaría, que ellos no eran unos inconscientes, que en la capital habían tenido que convencer a gente muy seria, responsable y extremadamente importante de que se tomarían todas las garantías. Que iban a telefonear a Washington de inmediato. ¿Cuándo estaría en condiciones de partir de nuevo? Contesté que necesitaría un poco de tiempo, para arreglar ciertos asuntos personales. ¿Qué les parecía al cabo de una semana? Rube respondió que una semana les parecía bien. Entonces pregunté por Oscar Rossoff y por Martin Lastvogel, que me caían muy bien y a quienes me gustaría ver. Pero Esterhazy dijo que Oscar había abandonado el proyecto, pues tenía que ocuparse de su profesión, y que el tiempo que habían acordado desgraciadamente había concluido. Era posible que dijera la verdad, incluso probable, pero no le creí. A pesar de que podía estar equivocado, en mi mente cuajaba la idea de que Oscar había abandonado como protesta por el rumbo que estaba tomando el proyecto. Martin también se había marchado, para volver a la enseñanza.
De pie en aquel despacho, mientras nos despedíamos, logré forzar una sonrisa y conseguí hilvanar un breve discurso de despedida:
—Bien, ahora todos sabemos dónde estamos. Hice todo cuanto pude para que cambiaran de opinión. Creo que debía hacerlo. Pero tengo que admitir que, dado que iban a seguir adelante tanto conmigo como sin mí, prefiero con mucho que sea conmigo.
Todos sonrieron, e incluso hubo un amago de aplauso, que quedó en un par de palmadas simbólicas.
No voy a explicar gran cosa acerca de mi visita a Katie. En primer lugar, fue una visita extraña. Ella estaba esperando una entrega y no podía abandonar la tienda, así que nos quedamos allí a charlar un rato, interrumpidos de vez en cuando por algún cliente que entraba en la tienda. Entonces me veía obligado a deambular por el establecimiento, anhelando que el cliente se largara, y a la vez procurando disimularlo.
Como es lógico, a Katie le hablé de mi «viaje» —el término que se utilizaba en el proyecto y que yo también había adoptado—, y, como era de esperar, se mostró fascinada. La entrega llegó cuando estaba explicando la última parte, y ella tuvo que revisar una cristalería antigua y cuidadosamente embalada dentro de cuatro cajas de cartón, verificando el contenido y su condición antes de firmar el albarán. Finalmente, aunque no era la hora de cerrar, si bien faltaba muy poco, Katie cerró la tienda y subimos a su apartamento.
Lo primero que hizo, después de preparar café, fue ir a su dormitorio y traer el archivador de cartón rojo que se plegaba como un acordeón. Y mientras concluía mi historia, examinamos una vez más el largo sobre azul y la nota que había en su interior. Cuando por fin dejé de hablar, Katie leyó en voz alta la última frase:
—«De modo que, con el funesto recuerdo de aquel Acontecimiento ante mí, pongo ahora fin a la vida que debería haber concluido en aquel entonces.» — Alzó la vista y asintió; las preguntas que Katie se había formulado durante gran parte de su vida ya tenían respuesta—. Me lo he imaginado tan a menudo... El estampido del disparo, y la mujer que vivía como su esposa acudiendo presurosa.
—Junto al cadáver en cuyo pecho se había tatuado el nombre de Julia.
Katie asintió.
—Sí. De modo que ella sola lo lavó y lo vistió. Nadie más iba a ver aquel tatuaje...
Yo sostenía el sobre azul en la mano y le eché un último vistazo, luego se lo devolví a Katie y cogí la pequeña fotografía que ella guardaba. De nuevo contemplé la nítida imagen de la lápida bajo la cual la señora de Andrew Carmody había enterrado a Jake. No había nombre alguno en ella; había vivido con él como si fuera su esposo, pero no iba a enterrarlo como tal. Allí, sobre aquella lápida de Gillis, Montana, estaban los puntitos, los hoyos deteriorados por el tiempo que formaban la estrella de nueve puntas dentro de una circunferencia. Sólo que ahora ya no parecía una lápida. Redondeada en la parte superior, rectos los lados, la pequeña lápida me sugería lo que debía de haberle sugerido a la mujer que había ordenado su construcción: el tacón de la bota de Jake Pickering reproducido en piedra, el último acto del melodrama que había sido la vida de él en el siglo XIX.
Katie dejó a un lado el archivador, sirvió el café y nos sentamos a charlar, a la espera de que lo que tenía que decirse se dijera. Finalmente, de manera torpe, comenté:
—No habría salido bien, ¿verdad, Katie?
—No —contestó—. Ignoro por qué... ¿Y tú?
Negué con la cabeza.
—Creí que saldría bien; estaba seguro. Pero llegó el momento en que tenía que funcionar y...
Katie no deseaba seguir con aquello.
—Y no funcionó. Bueno, a veces pasa, Si... ¿Qué más se puede decir? No es cuestión de buscar posibles fallos; no se puede forzar. De modo que no te culpes.
Por supuesto, charlamos durante un rato, bastante largo, según comprobé con sorpresa. Incluso nos reímos de algunas cosas que habían ocurrido en el pasado. Cuando por fin me marché, creo que nos sentimos cómodos el uno con el otro, y supe que cuando hubiera transcurrido un tiempo y nuestras nuevas relaciones ya fueran algo viejo, me sentiría complacido si un día veía a Katie de nuevo.
En el trayecto hacia casa, las dudas se apoderaron de mí, y me sentí desolado. ¿Sería capaz de regresar y pasar lo que me quedara de vida con Julia? ¿Podría hacerlo, conociendo el futuro? ¿Podría vivir en el Nueva York del siglo XIX y mirar a los bebés dentro de sus cochecitos, sabiendo lo que les aguardaba? Se trataba de un mundo extinguido, en realidad; casi todos habrían muerto hacía tiempo. ¿Alguna vez podría unirme realmente a él?
Durante la semana que siguió almacené esa pregunta en lo más hondo de mi mente, sin intentar forzar una respuesta. En cambio, finalicé algunos dibujos y empecé esta narración, trabajando continuamente y con rapidez, escribiendo a mano dado que no tenía máquina de escribir, interrumpiéndolo para comer y de vez en cuando dar un paseo, pero sin hacer muchas más cosas. Indirectamente, eso me ayudó a planificar lo que tenía que hacer, me obligó a centrarme en lo que realmente importaba. De vez en cuando pensaba en Rube Prien y me echaba a reír. Si hubiese sabido lo que yo estaba haciendo, habría ordenado que clasificaran cada una de mis páginas como ALTAMENTE SECRETO. O mejor aún, habría ordenado que las quemaran. Eso es lo que tendría que hacer yo, a menos que me reuniera con Julia y las llevara conmigo.
Yo tenía un amigo, un escritor, del que estaba convencido que era el único hombre capaz de rebuscar entre un montón de antiguos panfletos religiosos en la sección de libros raros de la Biblioteca Pública de Nueva York. Si decidía reunirme con Julia podría finalizar este manuscrito, decidí, y luego, cuando fuera que se construyera la Biblioteca —¿en 1911?—, podría depositarlo allí, donde sabía que rebuscaría algún día. Sentado ante la mesa de la cocina, sonreí ante la idea; al menos me daba la sensación de que había un propósito en el hecho de escribir esto. Pero el auténtico propósito no se había conseguido; la pregunta que había en mi mente no se contestaba por sí sola.
Rube telefoneaba cada día, y durante aquella semana pasó a verme en dos ocasiones. Pero siempre llamaba antes, para evitar dar la sensación de que estaba controlándome, que era lo que hacía en realidad. Cada vez que hablábamos, me costaba sudor y esfuerzos hacerle entender que yo no había cambiado de opinión.
El último día busqué el nombre del doctor Danziger en el listín telefónico y lo llamé. Descolgó al quinto timbrazo, cuando yo ya pensaba en desistir, limpia mi conciencia. Mientras hablábamos, deseé haber colgado antes de que respondiera, pues —del modo misterioso en que a veces ocurren estas cosas— de repente su voz sonó envejecida, y me alegré de no poder verlo. Su tono era trémulo ahora, como si fuese un anciano agotado, y me invadió cierta convicción de que Danziger estaba viviendo los últimos momentos de su vida. Le conté lo que Esterhazy y Rube me habían dicho; él insistió en que se lo dijera, y yo pensé que tenía derecho a saberlo. Danziger no se habría enterado, porque nadie se lo habría dicho. Lo noté tan afectado, su voz sonaba tan temblorosa, que temí terriblemente que se echase a llorar. Sin embargo, como es lógico, no lo hizo. Aunque debería habérmelo imaginado. Él podría dar la sensación de que de pronto era muy viejo, pero no era un hombre que se permitiera cambiar hasta ese punto. Lo que ocurría era que estaba furioso.
—¡Párales los pies! —exclamó—. ¡Tienes que impedir que lo hagan! Prométemelo, Si. ¡Dime que vas a impedirlo!
Se lo prometí, por supuesto. Estaba decidido a hacerlo. Y, al escuchar mi propia voz, confié en que sonara como yo quería.
Una semana después de haber vuelto ya estaba otra vez en el Dakota, nuevamente vestido con aquellas ropas, que ahora me resultaban casi más naturales que las que había dejado en mi apartamento. Pasé allí la última noche y parte del día siguiente, no porque lo necesitara para alcanzar el estado mental necesario para salir a lo que ahora consideraba el tiempo de Julia, sino porque allí me sentía más aislado que en mi apartamento, y más libre para reflexionar sobre la decisión más importante de mi vida... Allí, en aquella especie de limbo entre dos mundos y dos épocas.
Ya no nevaba, pero durante todo el día el cielo estuvo gris, visiblemente encapotado, como si de pronto fuera a nevar. Y finalmente, bastante después de que oscureciera, salí del apartamento, bajé por las escaleras y giré hacia la calle en dirección al parque. Los neumáticos de los coches chirriaban en el asfalto húmedo, y me quedé esperando en el bordillo. Luego el semáforo cambió a verde y crucé, entré en el parque, busqué un banco y me senté. Entonces aguardé, en la más profunda oscuridad, en medio del silencio y, sencillamente, dejé que el cambio se produjera, casi por acumulación. Cuando por fin me levanté y miré alrededor, cuando vi los árboles sin hojas recortados contra el cielo nocturno, iluminados por la blancura de la nieve, no me pareció que el parque fuera distinto. Pero yo sabía, con absoluta certeza, dónde estaba, y al salir de nuevo a la Quinta Avenida una carreta de reparto pasó traqueteante por mi lado, el caballo cansado, y un fanal de queroseno balanceándose debajo del eje trasero. En la acera, una mujer con un sombrero de plumas negro y una capa de pieles sobre los hombros pasó sujetándose la larga falda negra unos dos centímetros por encima del suelo adoquinado.
Giré hacia el sur y bajé por una Quinta Avenida residencial, estrecha y tranquila, y al caminar contemplaba la luz amarillenta de las ventanas a la vez que captaba alguna que otra escena: un hombre calvo y con barba que leía el periódico vespertino, a la luz de una chimenea que yo no podía ver y que se reflejaba contra el cristal de la ventana; o una doncella con delantal y cofia blancos, que cruzaba por una habitación; o un árbol de Navidad con un mes de antigüedad, y a una mujer que acercaba una cerilla encendida a las velas para complacer a un niño de cinco años que estaba a su lado.
Seguí caminando sin pensar, a la espera únicamente de comprobar qué sentía. Luego me quedé al otro lado de la calle, junto a la verja del parque, mirando hacia las ventanas superiores iluminadas del 19 de Gramercy Park. Permanecí allí unos minutos, y en una ocasión vi que alguien pasaba rápidamente ante una de las ventanas delanteras, aunque no logré distinguir de quién se trataba. Me quedé allí hasta que sentí los pies entumecidos a causa del frío. Pero no entré. Al cabo de un rato, me alejé con paso presuroso.
Luego, siguiendo por Broadway hacia el norte desde Madison Square, caminé a lo largo de Rialto, la zona de Nueva York donde estaban los teatros cuando Broadway todavía era Broadway. La calle estaba atestada de carruajes recién lavados y encerados. Las aceras estaban repletas de gente, la mitad cuando menos con traje de gala, y el bullicio, la animación y la inminencia del placer llenaban el aire.
Pero yo no formaba parte de aquello. Pasé por delante de los teatros iluminados, los restaurantes y los grandes hoteles, hasta que llegué al Gilsey House, entre la calle Veintinueve y la Treinta. Allí compré un puro, un largo cigarro con ambos extremos cortados, y me lo metí cuidadosamente en el bolsillo delantero de la chaqueta. Salí, crucé la calle Treinta y me detuve ante un teatro que parecía completamente nuevo: el Wallack. Las enormes letras mayúsculas de los carteles que había a cada lado de las entradas anunciaban Los FORJADORES DE RIQUEZA. Justo delante de mí, un hombre que llevaba un bastón con el puño de plata se quitó la chistera de copa y sostuvo la puerta del vestíbulo abierta para que pasara la joven que iba con él. Los dos entraron y yo los seguí a un vestíbulo tan espléndido que resultaba abrumador. Allí todo era terciopelo azul o marrón, con adornos dorados o plateados, madera oscura barnizada y lámparas recargadas que colgaban del techo. Dos escaleras idénticas, una a cada lado del vestíbulo, se curvaban hacia el anfiteatro. Me acerqué a la taquilla, ante la cual había una pequeña cola, y leí la lista de precios enmarcada que había al lado: BUTACAS DE PLATEA, 1,50$. ANFITEATRO: Primera fila, 2,00$; Segunda y Tercera filas, 1,50$; De la Cuarta a la Novena, 1,00$; Resto, 0,75 ¢ y 0,50 ¢.
Entonces atisbé a través de los cristales de la puerta de la entrada. La mujer a la que yo esperaba aún no estaba allí, de modo que me quedé a un lado, junto a la pared, aunque algo apartado, escuchando la animada excitación de quienes estaban en el vestíbulo. Pasaron unos minutos, quizá cuatro o cinco, y entonces la vi: la espalda encorvada, arrastrando los pies... Tenía el cabello blanco, llevaba un abrigo de hombre sin botones, con una cuerda en torno a la cintura, los zapatos rotos en los lados, y un harapiento pañuelo atado debajo de la barbilla. Colgada del brazo llevaba una pequeña cesta, medio llena de rojas y lustrosas manzanas. Entonces se colocó en medio de la acera y empezó su interminable cacareo de vendedora:
—¡Manzanas! ¡Manzanas! ¡Manzanas! ¡Compre su manzana ahora mismo! ¡Manzanas! ¡Las de Apple Mary son las mejores! ¡Dense prisa! ¡Rápido! ¡Apple Mary tiene las mejores!
La miré atentamente. Sólo un hombre de los tres o cuatro que vi que le entregaban una moneda cogió la manzana, y no entró en el teatro, sino que siguió caminando al tiempo que se la comía. Los otros entraron o permanecieron en la acera.
Los carruajes no paraban de dejar a sus pasajeros junto al bordillo. En aquel instante se detuvo uno y bajó una familia, todos vestidos de gala: el padre con barba, un rubí en la pechera de la almidonada camisa; la madre, una mujer amable y sonriente, lucía un vestido rosado y un abrigo gris; y dos jovencitas, una de unos veinte años y la otra más joven. Ambas llevaban el abrigo doblado sobre el brazo, los hombros desnudos; una lucía un vestido gris adornado con lacitos color granate, y la más joven un maravilloso vestido de terciopelo verde primavera, sin adornos ni nada que lo realzara. Cuando sonreía, como hizo al pasar ante la puerta que su padre le sostenía, estaba deslumbrante.
En el vestíbulo se encontraron con unos amigos y, entre risas, se detuvieron a hablar. Me habría gustado escuchar qué decían, pero no podía. Tenía que seguir vigilando a Apple Mary, que anunciaba su mercancía en la acera. Y al cabo de menos de un minuto llegó él, con su traje de gala, totalmente afeitado a excepción del bigote, moviéndose con soltura entre los grupos de la acera, un hombre delgado, muy alto y atractivo, de poco más de veinte años. Las puertas del vestíbulo que había a mi lado se abrían y cerraban continuamente, y cuando el joven se detuvo junto a Apple Mary, lo oí pronunciar las palabras que casi hubiera podido repetir con él:
—Aquí tienes, Mary. ¡Buena suerte para ti y buena suerte para mí!
Vi el destello del oro en la moneda que dejó caer en la mano de la mujer, quien al ver lo que había en la palma de su mano, lo miró y exclamó:
—¡Bendito sea usted, señor! ¡Oh, bendito sea! —Mis labios se movieron casi al mismo tiempo que los de ella—. Esta noche será venturosa para usted. ¡Acuérdese de lo que le digo!
Eché un vistazo a mi izquierda. El grupo familiar estaba despidiéndose de sus amigos y se volvía hacia la escalinata, al tiempo que éstos lo hacían en dirección a las puertas de la platea. Entretanto, el joven a quien yo vigilaba se acercaba por la acera hacia mi puerta, el brazo tendido en busca del tirador. En el instante en que él empujaba la puerta, saqué la mano del bolsillo delantero de la chaqueta, sonreí interceptándole el paso, y lentamente alcé hasta la boca el cigarro que sostenía en la mano al tiempo que decía:
—Usted disculpe, señor. ¿Podría darme fuego?
—Por supuesto.
Sacó una cerilla, alzó un pie para frotarla en la suela, luego levantó la chisporroteante varilla, la protegió con una mano y la acercó a mi cigarro. Dominado por la congoja, agaché la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos, y di varias caladas para encender el cigarro.
—Muchísimas gracias —dije mientras con el rabillo del ojo veía la parte más alejada de la escalinata que conducía al anfiteatro, y a la chica del vestido verde que subía por ella.
—No se merecen. —El joven, que estaba en la parte de fuera de la entrada, sacudió la cerilla, luego entró en el vestíbulo y miró alrededor. Pero no vio nada que atrajera su interés. En lo alto de la escalinata hubo un último destello de terciopelo verde, pero no creo que él lo advirtiese siquiera. Entonces sacó una entrada del bolsillo del chaleco y cruzó el vestíbulo para entrar en la sala.
Mientras yo avanzaba por la acera de la izquierda de Broadway, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, me sorprendí al caer en la cuenta de que si alguna vez volvía a entrar en el gran almacén de ladrillo rojo con el letrero que rezaba «Beekey» —aunque sabía muy bien que nunca volvería allí—, lo haría en un local de seis plantas con pisos de cemento y repletas de productos para el hogar, nada más. Y que si en el ejército seguía la pista de un comandante llamado Rube Prien, al final encontraría a un ex jugador de fútbol bajito y corpulento, con una sonrisa maravillosa. Sin duda estaría detrás de algún escritorio, con un limpio uniforme color caqui, planeando con absoluta buena fe y la más indiscutible certeza Dios sabría qué terrible diablura. Pero no me reconocería.
Yo le había prometido al doctor Danziger que cumpliría con la decisión que había tomado el día en que me había enfrentado a Rube Prien y a Esterhazy. Ahora acababa de cumplir con mi promesa, y el joven que debería haber sido el padre del doctor Danziger —el parecido habría sido asombroso— y la muchacha de verde que en el futuro debería haber sido su madre, ya no lo serían.
Pero éstos eran pensamientos que ya no pertenecían a mi tiempo. Ahora correspondían a un lejano futuro al que yo ya no pertenecía. Acaricié el manuscrito inconcluso que llevaba en el bolsillo del abrigo y miré alrededor el mundo donde me encontraba, las casas de paredes rojizas e iluminadas por gas que tenía a mi lado, al cielo nocturno de invierno. Aquél también era un mundo imperfecto, pero el aire —respiré profundamente y sentí su cortante frialdad en los pulmones— aún seguía siendo limpio... Los ríos fluían incontaminados, como habían hecho desde sus inicios. Y la primera de las terribles guerras mundiales aún estaba a muchas décadas de distancia. Cuando llegué a la avenida Lexington, doblé hacia el sur y, con las luces amarillentas de Gramercy Park aguardando al final de la calle, me encaminé hacia el número 19.
NOTA EXPLICATORIA
He intentado ser verdaderamente preciso en esta historia. Los coches públicos tirados por caballos efectuaban los trayectos que Si realiza con ellos; las estaciones del tren Elevado se hallaban localizadas allí donde él sube y baja de los trenes; todo lo que ve en el vestíbulo del antiguo Astor House estaba allí realmente; las citas de los periódicos que lee son textuales; y el brazo de la estatua de la Libertad se alzó realmente en Madison Square, lo cual me complace de manera especial. En ocasiones mis esfuerzos por ser exacto han sido compulsivos, como la narración del incendio del edificio del World y los acontecimientos que lo precedieron, donde me obsesioné por seguir las auténticas horas del día y los detalles exactos de los cambios meteorológicos en el transcurso del incendio, así como los nombres de los inquilinos, e incluso que los números de los despachos de aquel ruinoso edificio fueran correctos, o casi... Incluso me dije que la solución final al misterio que originó aquella tragedia debía encajar tan bien con los hechos conocidos, que pudiera aceptarse como una verdad en la época en que ocurrió. Esta clase de investigación se convirtió en una estúpida pérdida de tiempo, pero resultó divertido.
De todos modos, no he permitido que la exactitud interfiera en esa historia. Si necesitaba un elegante edificio de apartamentos como el Dakota en 1882, y descubría que éste no se había edificado hasta 1885, me limitaba a desplazarlo un poco en el tiempo; pueden pedirme cuentas, si lo desean. De modo que existen algunas inexactitudes deliberadas, y tal vez incluso un par de errores auténticos, pero sólo se trata de una novela, escrita para pasar un rato entretenido. No obstante —con la gran ayuda de Warren Brown y de Lenore Redstone, que realizaron una inteligente e imaginativa labor de investigación—, dudo que haya muchos de estos errores.
Como es lógico, tanto las fotografías como los dibujos de Si no son obra suya. Muchas de las mejores ilustraciones se consiguieron con la infinita paciencia, amabilidad e inteligente juicio de la señorita Charlotte La Rue, del Museo de la Ciudad de Nueva York. Otras me las proporcionaron Brown Brothers (p. 215); Culver Pictures, Inc. (pp. 200, 219, 220); Home Insurance Company (p. 97); Museo de la Ciudad de Nueva York (pp. 128, 196 arriba, 196 abajo, 197 abajo, 209 arriba, 209 abajo, 210 arriba, 210 abajo, 217, 218 arriba, 218 abajo, 219); y The New York Historical Society de la ciudad de Nueva York (p.
197 arriba). Las fotografías y los dibujos representan muy bien la época, creo, si bien no todos pertenecen estrictamente a la década de 1880. Antes de 1900 las cosas no cambiaban tan rápidamente como ahora..., una razón más por la que Si decidió, sabiamente, quedarse allí.
J. F.
FIN