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julio 25, 2010
El 16 de septiembre del año de gracia de 1962 las cosas iban poco más o menos como siempre, si bien algo peor. La guerra fría que había crecido y decrecido para volver a crecer y decrecer entre los Estados Unidos y la Alianza Oriental (Rusia, China y sus respectivos satélites) estaba más caliente que nunca. La guerra, la guerra ardiente, parecía no sólo inevitable sino de una inminencia aterradora.
La carrera por alcanzar la Luna era una de sus causas inmediatas. Cada nación había depositado a algunos hombres sobre su superficie y cada una de ellas la reivindicaba. Ambas naciones comprobaron que los cohetes enviados desde la Tierra no bastaban para permitir que se estableciese allí una base permanente, y que sólo el establecimiento por la fuerza de una base permanente en la Luna decidiría su posesión. Y por lo tanto ambas naciones (por razones de comodidad daremos a la Alianza Oriental el nombre de nación, aunque exactamente no lo era) apresuraron la construcción de una estación del espacio que debería ser puesta en órbita alrededor de la Tierra.
Después de dar este paso intermedio en el espacio, la llegada a la Luna con grandes cohetes sería un juego de niños y la construcción de bases armadas dotadas de importantes efectivos resultaría tarea relativamente sencilla. El primero que llegase no sólo podría reivindicar la posesión del satélite, sino que se hallaría en disposición de respaldar su demanda con la fuerza. La rígida censura militar de ambas naciones impedía que se divulgasen los detalles de la construcción de cada base y así el público no sabía cuanto faltaba para que éstas estuviesen terminadas, pero la presunción general - que luego resultó correcta - era de que el trabajo estaría terminado antes de un año, o en dos años como plazo máximo.
Ninguna de ambas naciones podía permitir que la otra dominase la Luna. Esto era un hecho que resultaba evidente incluso para aquellos que se esforzaban por mantener la paz a toda costa.
El 17 de septiembre de 1962 un empleado del servicio de estadística del Departamento Demográfico de la ciudad de Nueva York (se llamaba Wilbur Evans, pero eso no importa aquí) advirtió que de ochocientos trece nacimientos registrados el día anterior, seiscientos cincuenta y siete habían sido hembras y sólo ciento cincuenta y seis varones.
Sabía que, desde el punto de vista estadístico, esto era prácticamente imposible. En una pequeña población donde sólo se produzcan, por ejemplo, diez nacimientos diarios, sería muy posible - y no resulta alarmante en absoluto - que en un día determinado, el noventa o incluso el cien por ciento de los nacimientos perteneciesen al mismo sexo. Pero en una cifra tan considerable como ochocientos trece, una desproporción tan considerable como la que había entre seiscientos cincuenta y siete y ciento cincuenta y seis era verdaderamente alarmante.
Wilbur Evans se presentó al jefe de su negociado, el cual tampoco pudo disimular su interés y su alarma. Se realizaron comprobaciones telefónicas... principiando por las ciudades más próximas y, a medida que el número de pruebas aumentaba, se ampliaron las llamadas a poblaciones más distantes.
Al término de la jornada, los sorprendidos técnicos - que ya constituían entonces un grupo muy numeroso - sabían que en todas las localidades comprobadas había ocurrido lo mismo. Los nacimientos que se habían producido en todo el Hemisferio Occidental y en Europa, había presentado aquel día un promedio semejante: tres varones por cada trece hembras.
Ulteriores comprobaciones permitieron descubrir que este hecho alarmante había empezado a producirse casi hacía una semana, con un ligero predominio de los nacimientos femeninos. La diferencia se había puesto de relieve apenas había unos cuantos días. El día 15, la proporción había sido de tres varones por cinco hembras y el 16 fue de cuatro por catorce.
La noticia saltó a las primera páginas de los periódicos, como es de suponer, y estos le dieron amplia difusión. La televisión hizo chistes sobre el caso, aunque el mismo hiciese muy poca gracia al público. Pero cuatro días después, o sea el 21 de septiembre, sólo un niño de ochenta y siete pertenecía al sexo masculino. El asunto se iba poniendo serio. El público y los gobiernos empezaron a preocuparse; los biólogos y los laboratorios que ya habían empezado a investigar el fenómeno, le concedieron importancia capital. La televisión dejó de hacer bromas después de que uno de los principales cómicos del país se atrevió a hacer un chistecito sobre el asunto, que le valió 875.480 cartas de indignados televisores y la pérdida de su contrato.
El 29 de septiembre, si bien el número de nacimientos en todo el territorio de la Unión fue normal, sólo cuarenta y uno de éstos eran varones. Las investigaciones realizadas demostraron que, en cada uno de los casos, se trataba de un nacimiento retrasado. Se hizo evidente que ningún niño varón había sido concebido durante la segunda mitad de diciembre del año anterior, o sea 1961. A la sazón ya se sabía, por supuesto, que lo mismo se había producido en todas partes - en los países de la Alianza Oriental así como los Estados Unidos, y en todas las demás naciones y lugares del mundo - entre los esquimales, los ubangi y los indios.
El extraño fenómeno, fuera lo que fuese, sólo afectaba a los seres humanos. Los nacimientos que tenían lugar entre los animales, salvajes o domésticos, mostraban la relación normal entre los dos sexos.
Las obras para la construcción de las dos estaciones espaciales continuó, pero se habló menos de guerra y disminuyó el número de incidentes que podían provocar un conflicto. La humanidad tenía algo nuevo de que preocuparse. Era algo menos urgente, pero con el tiempo sería mucho peor. A pesar de la aparente inevitabilidad de la guerra, eran muy pocos los que creían que ésta podía significar el fin definitivo de la especie humana; en cambio, una falta completa de varones lo sería. El fin definitivo.
Y por primera vez sucedía algo de lo cual los Estados Unidos no podía culpar a la Alianza Oriental, y viceversa. El Oriente - la China y la India en particular - sufría más, tal vez, que el Occidente, porque en aquellos países los hijos varones son de suprema importancia para los padres. Se produjeron tumultos en la India y en la China, en los que corrió la sangre a raudales, hasta que los alborotadores se dieron cuenta de que no sabían de quién o de qué protestaban, y se hundieron en la más abyecta pasividad.
En los países más adelantados, los laboratorios trabajaban día y noche, y cualquiera que supiese distinguir a un gene de un cromosoma podía hacerse pagar su peso en oro para mirar por un microscopio... aunque esto de nada sirviese. Los biólogos y los especialistas en genética adquirieron más importancia que los presidentes y los dictadores. Pero no conseguían mayores resultados que los cultos que surgían por doquier (especialmente en California) y que echaban la culpa de lo ocurrido a una conspiración tramada por los ancianos de Sión o bien a una invasión interplanetaria (con lo cual daban pruebas de muy buen sentido), y aconsejaban desde el vegetarianismo hasta la reinstauración del culto fálico (en lo cual demostraban también muy buen sentido)
A pesar de los científicos y los cultos, las algaradas y la resignación, ni un solo niño perteneciente al sexo masculino nació en todo el mundo durante el mes de diciembre de 1962. Hubo algunos casos aislados, todos ellos representados por nacimientos muy tardíos, durante los meses de octubre y noviembre.
Enero de 1963 siguió sin registrar nacimientos masculinos, a pesar de que se intentó todo y todos hicieron lo que pudieron.
Quizá con excepción de la única persona que estaba destinada a realizar la aportación principal.
No era que el capitán Raymond F. Carmody, USSF, ya en la reserva, fuese exactamente lo que se llama un misógino. Le gustaban bastante las mujeres, tanto de una manera abstracta como concreta. Pero una vez recibió un buen escarmiento, que le había curado de cualquier veleidad matrimonial. Dejando aparte el matrimonio, aceptaba a la mujeres tal como eran... y la verdad es que no le faltaban.
Pero el lector no debe llamarse a engaño por la expresión «en la reserva». En el Servicio Espacial los pilotos de astronaves se retiran a la madura edad de veinticinco años, para pasar entonces a la reserva. La temeridad, rapidez de reflejos y el nervio de los jóvenes valen mucho más que la experiencia. El secreto para pilotar un cohete no es hacer nada determinado, sino poseer la suficiente resistencia para permanecer vivo y sin perder la razón hasta que el viaje ha terminado. Los técnicos se encargan de realizar los cálculos y los únicos mandos que hay que manejar son los cohetes de frenado, que impiden que la navecilla se haga mil pedazos al aterrizar; la rapidez de reflejos es más importante que la experiencia en manejarlos. Pero ni la rapidez ni la experiencia sirven de nada si durante la ruta el piloto ha perdido la cabeza a consecuencia de los días que ha permanecido encerrado en el equivalente de un ataúd, o si no tiene arrestos suficientes para no matarse en un buen aterrizaje. Y un buen aterrizaje es aquel que sólo se comprueba después de permanecer varios minutos sumido en la inconsciencia.
Esto explica que Ray Carmody, a los veintisiete años de edad, y fuese un piloto de cohetes retirado. Dejando aparte algunos vuelos de prueba alrededor de la Tierra y en las inmediaciones de ésta, había realizado un viaje a la Luna coronado por el éxito, con alunizaje en el satélite y retorno. Después realizó otros dos viajes... en total, cinco viajes de ida y vuelta con éxito entre dieciocho intentos.
Pero los cohetes que había utilizado apenas llevaban carburante necesario para permitir que regresase a la Tierra, con raciones mínimas para el período requerido. Además, tuvo que utilizar cohetes en varias etapas, y éstos son espantosamente caros y constituyen unos armatostes pesadísimos y poco manejables.
Cuando Carmody se retiró del Servicio Espacial dos años antes, ya se reconocía que el establecimiento de una base permanente en la Luna sería completamente imposible hasta que existiese una estación espacial situada en órbita alrededor de la Tierra, que actuaría como empalme. Los cohetes de gran tamaño podrían alcanzar una estación del espacio con relativa facilidad, y la partida desde una estación situada en el espacio teniendo que vencer una atracción menor de la gravedad terrestre, para cubrir el resto del camino hasta la Luna, sería aun más sencilla.
Pero nos apartamos de Ray Carmody, como éste se había apartado del Servicio Espacial. Podía haber conseguido un empleo burocrático en la organización después de retirarse por su edad, un empleo mejor remunerado que el que tenía por el momento. Pero sabía muy poco acerca del aspecto técnico de los cohetes, y aun sabía menos de labores burocráticas y administrativas, las cuales no le interesaban en absoluto. Lo que más le atraía era la Cibernética, o sea la ciencia de las calculadores electrónicas. Aquellas grandes máquinas siempre le habían fascinado, y había conseguido trabajar junto a la mayor de ellas, ya que se encontraba en el edificio que se alzaba en un ángulo de los terrenos del Pentágono y que fue construido especialmente en 1958 para albergarla.
Naturalmente, sus íntimos la conocían por el nombre de Junior.
Carmody ocupaba allí el cargo de operador de primer grado, lo cual significaba que, a pesar de su gran fama y nombradía como uno de los pocos hombres vivientes que habían estado en la Luna y habían podido contarlo, y a pesar de haberse retirado con la honrosa graduación de capitán, sus antecedentes habían sido comprobados minuciosamente, para asegurarse de que, ni siquiera cuando estaba en la cuna, había pronunciado una palabra imprudente o subversiva.
Sólo había otros tres operadores de primer grado calificados para hacer preguntas a Junior y transmitir sus respuestas sobre cuestiones tocantes a la seguridad nacional... preguntas que incluían cuestiones de logística, energía nuclear, balística y cohetes, planes militares de todas clases y todo cuanto las fuerzas armadas consideran secreto, o sea prácticamente todo, excepto el color normalmente preferido para los uniformes de la Infantería.
La Alianza Oriental hubiera dado sin duda tres dictadores títeres y la tumba de Lenin por haber tenido un agente, aunque sólo hubiese sido un simpatizante, infiltrado como operador de primer grado cerca de Junior. Pero incluso los operadores de segundo grado que sólo se ocupaban de problemas concernientes a asuntos que no afectaban la seguridad nacional, habían sido objeto de una cuidadosa depuración. Esto se había hecho, posiblemente, para que no hiciesen preguntas subversivas a Junior o introducir ideas contrarias al régimen en su cerebro electrónico.
Así las cosas, la tarde del 2 de febrero de 1963 Ray Carmody se hallaba de guardia en la sala de mandos. Él era el único operador, por supuesto; el servicio de Junior y su cuidado requerían docenas de técnicos pero sólo un operador podía introducir datos en su interior o hacerle preguntas. Por lo tanto, esto quiere decir que Carmody se encontraba solo en la sala de mandos, con paredes a prueba de ruidos.
Por el momento permanecía ocioso. Acababa de introducir en Junior una complicadísima serie de datos acerca de la estructura molecular del cromosoma y había hecho a la máquina por diezmilésima vez la pregunta capital para la supervivencia de la especie humana: ¿Por qué todos los niños que nacían pertenecían al sexo femenino? ¿Qué podía hacerse para remediarlo?
Esta vez le había facilitado un número considerable de datos y sin duda Junior tardaría algún tiempo en digerirlos, añadirlos a los que ya poseía y realizar una síntesis del conjunto. Era casi seguro que a los pocos minutos diría: «Datos insuficientes». Al menos, hasta el momento ésta había sido su única respuesta a la capitalísima cuestión.
Carmody se recostó en su asiento y se dedicó a observar el complicado tablero de mandos de Junior con mirada cansada. Y como el micrófono estaba desconectado y Junior no podía oír lo que él dijese y además la sala de mandos tenía paredes a prueba de sonido y nadie podía oírle, dio rienda suelta a sus palabras, hablando del modo siguiente:
- Junior - dijo - mucho me temo que has fracasado en esta cuestión particular. Te hemos dado cuanto saben los químicos, los biólogos y los especialistas en Genética de esta parte del mundo, y lo único que tú sabes hacer es salir con eso de «datos insuficientes». ¿Qué quieres?... ¿sangre?
»Oh, en algunas cosas eres una calculadora estupenda. Te pintas sola para calcular órbitas y carburantes de cohetes, pero por lo visto eres incapaz de entender a las mujeres. Pues te confieso que yo también. Y tengo que reconocer que gastaste una buena jugada a la especie humana... me refiero a la energía nuclear. Conseguiste convencernos de que si construíamos y utilizábamos bombas de hidrógeno, ambos bandos perderían la próxima guerra. Sí, digo la perderían. Y sabemos que los del otro bando obtuvieron la misma respuesta de tus hermanas, las máquinas cibernéticas que poseen, con el resultado de que ni las construirán ni tampoco las utilizarán. Ganar una guerra con bombas de hidrógeno viene a ser, más o menos, como ganar un encuentro de lucha libre con bombas de mano; es tan perjudicial para el que la utiliza como para el adversario. Pero no hablábamos de bombas de mano. Hablábamos de mujeres. O hablaba yo. Escucha, Junior...
Una luz, no en el tablero de mandos de Junior sino en el techo, se encendió y se apagó alternativamente. Era la señal de una inminente llamada por el intercomunicador. Sería del jefe operador, sin duda; nadie más podía establecer contacto - por intercomunicador o cualquier otro sistema - con aquella sala de mandos.
Carmody accionó un conmutador.
- ¿Ocupado, Carmody?
- Por el momento no, jefe. Acabo de dar a Junior esos datos sobre la estructura molecular de genes y cromosomas. Estoy esperando a que me diga que son datos insuficientes, pero aun necesitará algunos minutos.
- Muy bien. Cuando termine el trabajo dentro de un cuarto de hora haga el favor de pasar por mi despacho. El Presidente quiere hablar con usted.
- Sí, señor - respondió Carmody -. Me podré mi mejor delantal.
Cerró el conmutador. Lo hizo con rapidez, porque una luz verde estaba parpadeando en el tablero de mandos de Junior.
Conectó nuevamente el micrófono y preguntó por él:
- ¿Qué hay, Junior?
- Datos insuficientes - dijo la voz indiferente y mecánica de Junior.
Carmody suspiró y anotó la respuesta de la máquina en el informe terminado por una pregunta que había leído por el micrófono
Luego dijo:
- Junior, me siento avergonzado de ti. Muy bien, veamos si hay algo más que pueda preguntar para que tú me des una respuesta antes de quince minutos.
Tomó un montón de archivadores que tenía sobre la mesa, frente a él, y los hojeó rápidamente. Ninguno de ellos contenía menos de tres páginas de datos.
- Nada - dijo - aquí no hay nada que pueda darte en menos de quince minutos. Habrá que esperar que venga Bob a relevarme.
Volvió a recostarse contra el respaldo, y se desperezó. No trataba de rehuir el trabajo; la experiencia había demostrado que, aunque una calculadora digital AE7 pudiese aceptar datos verbales de acuerdo con cualquier vocabulario que hubiese recibido, para traducir aquellos datos en símbolos matemáticos (del mismo modo como traducía los símbolos matemáticos de su respuesta en palabras que pronunciaba mecánicamente), no podía adaptarse a un cambio de voz sin una operación previa. Podía ajustarse, en efecto, de manera que comprendiese la voz de Carmody o la voz de Bob Dana, quien pronto vendría a relevarle. Pero si Carmody empezaba a darle los datos de un problema determinado, tenía que terminarlo él mismo, o de lo contrario Bob tendría que borrar lo que él había dicho y empezar de nuevo. Por lo tanto, no merecía la pena empezar algo que no podía terminarse.
Ojeó algunos de los informes y preguntas para matar el tiempo. El que se refería a la estación del espacio era el que más le interesó, pero lo encontró demasiado técnico para entenderlo.
- Pero tú no lo encontrarás demasiado técnico - dijo a Junior -. Tengo que reconocerlo, amigo: cuando no se trata de mujeres, eres verdaderamente bueno.
El micrófono estaba conectado, pero como aquello no era una pregunta, Junior, naturalmente, no respondió.
Dejando los archivadores, Carmody fulminó a Junior con la mirada.
- Junior - le apostrofó - éste es tu punto débil, las mujeres. Y no podemos tener Genética sin mujeres, ¿no es verdad?
- No - repuso Junior.
- Bien, por lo menos sabes eso. Pero yo también lo sé. Mira, ahí va una pregunta que no sabrás responder. ¿Qué me dices de esa rubia que anoche conocí en una fiesta?
- La pregunta - respondió Junior - ha sido hecha de manera inadecuada; le ruego que la exponga más claramente.
Carmody sonrió.
- Lo que tú quieres es que te la describa, ¿eh? Pero no lo conseguirás. Sólo voy a preguntarte una cosa: ¿Debo verla de nuevo?
- No - dijo la voz mecánica de Junior, implacable.
Carmody enarcó las cejas.
- ¿Cómo qué no? ¿Y puedo preguntarte por qué, sin conocer a esa dama, te atreves a decirme eso?
- Sí. Puede preguntar por qué.
Esto era lo malo que tenía Junior; siempre respondía literalmente a la pregunta, haciendo caso omiso de su intención o su doble sentido.
- ¿Y por qué? - preguntó Carmody, dominado ya por una auténtica curiosidad -. ¿Quieres decirme por qué no debo ver de nuevo a la rubia que conocí anoche?
- Esta noche - respondió Junior - estará usted ocupado. Antes de mañana por la noche estará casado.
Carmody casi saltó de la silla. La máquina calculadora se había vuelto loca. No cabía otra explicación. No existían mayores probabilidades de que un canguro diese a luz una máquina de escribir portátil. Además de eso, Junior nunca hacía predicciones para el futuro... con excepción de cuestiones técnicas como órbitas y la extrapolación estadística de tendencias dominantes.
Carmody seguía mirando fijamente al impasible tablero de mandos de Junior con la incredulidad y la consternación más profundas pintadas en su semblante, cuando la lucecita roja que era el equivalente del timbre se encendió en el techo. Su turno había terminado y Bob Dana venía a relevarle. No había tiempo de hacer más preguntas y, por otra parte, sólo se le hubiera ocurrido en aquellos momentos, preguntar a la máquina si se había vuelto loca.
Carmody no le hizo esta pregunta. Prefería no saberlo.
Carmody desconectó ambos micrófonos y permaneció mirando el impasible tablero de Junior durante largo rato. Movió la cabeza, se dirigió a la puerta y la abrió.
Bob Dana entró en la cámara y luego se detuvo para mirar a Carmody.
- ¿Qué te ocurre, Ray? - le preguntó -. Parece como si hubiese visto a un fantasma, y perdóname una frase tan sobada.
Ray Carmody denegó con la cabeza. Quería reflexionar antes de hablar con nadie... y cuando se decidiese a hacerlo sería con el jefe operador Reeber y con nadie más. Así es que dijo:
- Estoy un poco cansado, Bob.
- ¿No te ocurre nada especial?
- No. Como no sea que tal vez me van a despedir. Reeber quiere verme a la salida - sonrió -. Dice que el presidente quiere hablar conmigo.
Bob le sonrió con simpatía.
- Si está de buen humor, entonces tienes empleo para un día más. Buena suerte.
La puerta aislante se cerró tras Carmody, el cual saludó con un gesto a los dos guardias armados apostados ante ella. Se hallaba sumido en profundas reflexiones mientras recorría el larguísimo pasillo que conducía al despacho del jefe operador.
¿Y si Junior hubiese sufrido una avería? Si así fuese su deber era comunicarlo inmediatamente. Pero si lo hacía, se vería metido en un lío. Estaba prohibido que los operadores hiciesen preguntas personales a las grandes máquinas calculadoras, aunque se tratase de preguntas muy importantes. El hecho de que se tratase de una pregunta hecha en son de broma aun empeoraría las cosas.
Pero Junior le había respondido también en tono festivo - lo cual era imposible, pues la calculadora no tenía sentido del humor - o bien había cometido, sin paliativo posible, un craso error. En realidad dos. Junior había dicho que Carmody estaría ocupado aquella noche... y la verdad, nada le hubiera hecho cambiar su propósito de pasar una tranquila velada entregado a la lectura. En cuanto a la idea de que mañana estaría casado, no tenía ni pies ni cabeza. No existía una sola mujer en toda la faz de la Tierra con la que pensase contraer matrimonio. Más adelante, tal vez, después de divertirse bien, cuando se sintiese dispuesto a sentar la cabeza. Entonces tal vez. Pero para eso aun tenían que transcurrir varios años. Desde luego, mañana ni hablar, ni aunque fuese para ganar una apuesta.
Junior tenía que haber cometido un error, y si se había equivocado, la cosa era seria, muy seria. Estaba en juego algo más que el empleo de Carmody.
Por lo tanto, ¿tenía que informar honradamente acerca de lo sucedido? Tomó su decisión poco antes de llegar a la puerta del despacho de Reeber. Adoptaría una solución de compromiso. Todavía no podía asegurar que Junior se hubiese equivocado. No podía asegurarlo con certeza matemática... había un billón de probabilidades contra una de que aquello fuese cierto. Por lo tanto, esperaría hasta eliminar aquella última posibilidad de duda, hasta demostrar de manera incuestionable que Junior había cometido un error. Entonces comunicaría lo que había ocurrido y cargaría con las consecuencias... si es que éstas eran las que temía. Quizá se limitarían a imponerle un castigo y a darle un severo rapapolvo.
Abrió la puerta y entró. El primer operador Reeber se levantó y, en el otro extremo de la mesa, un hombre alto de cabellos grises hizo lo propio.
- Ray - dijo Reeber - tengo el honor de presentarte al Presidente de los Estados Unidos. Ha venido para hablar con usted. Señor Presidente, el capitán Ray Carmody.
Efectivamente, era el Presidente. Carmody tragó saliva y se esforzó por desviar la mirada como si se ocupase de otra cosa, lo cual era verdad. El Presidente Saunderson sonrió benévolamente y le tendió la mano.
- Me alegro mucho de conocerle, capitán - le dijo.
Carmody consiguió balbucear la vulgarísima frase de que se sentía muy honrado de estrechar la mano del Presidente.
Reeber le ordenó que se acercase una silla y él así lo hizo. El Presidente le miró con expresión grave.
- Capitán Carmody, le hemos elegido para que tenga la oportunidad de ofrecerse voluntario para una misión de extrema importancia. Es una misión peligrosa, pero no tanto como el viaje a la Luna. Usted efectuó el tercero de ellos, ¿no es verdad?, de los cinco que realizaron con éxito los pilotos de los Estados Unidos.
Carmody asintió.
- Esta vez el riesgo que va usted a correr es considerablemente menor. Se han realizado muchos adelantos técnicos en el campo de los cohetes desde que usted dejó el servicio hace dos años. Las probabilidades adversas que se encuentran ahora en un viaje de ida y vuelta - aun sin la ayuda que representaría la estación del espacio, para terminar la cual todavía nos faltan dos años - son mucho menores. En realidad, las probabilidades de éxito son de diez contra una a su favor, comparadas con las de un cincuenta por ciento que existían cuando usted realizó su viaje anterior.
Carmody se enderezó:
- ¿Mi viaje anterior? ¿Entonces, esta misión voluntaria es otro viaje a la Luna? La verdad, señor Presidente, yo preferiría que...
El Presidente Saunderson levantó una mano.
- Espere, todavía no lo ha oído todo. El viaje a la Luna y regreso es la única parte de la misión que entraña riesgo físico, pero es la menos importante. Capitán, esta misión es, posiblemente, de mayor importancia para la humanidad que el primer viaje a la Luna, incluso que el primer viaje a las estrellas... si es que alguna vez llega a realizarse. Lo que está en juego es la supervivencia de la propia especie humana para que ésta pueda algún día llegar a las estrellas. Su viaje a la Luna constituirá un intento por resolver el problema que, de lo contrario...
Hizo una pausa y se secó la frente con un pañuelo.
- Más valiera tal vez que se lo explicase usted, mister Reeber. Está usted más familiarizado que yo con la manera como fue planteado el problema a su calculadora, y con sus respuestas exactas.
Reeber dijo entonces:
- Carmody, usted ya sabe cuál es el problema. Sabe también cuantos datos se han suministrado a Junior para su resolución. Conoce algunas de las preguntas que le hemos hecho, y sabe que hemos podido eliminar algunos factores. Por ejemplo, sabemos que... el fenómeno no está causado por virus, bacterias ni nada parecido. No es una epidemia, porque atacó a la Tierra el mismo día, simultáneamente. Ni siquiera han quedado libres de sus efectos los habitantes de islas que vivían al margen de la civilización.
»Sabemos también que, sea lo que fuere lo que sucede - sean cualesquiera los cambios moleculares que ocurran -, los mismos tienen lugar en el óvulo fecundado, muy poco después de la fecundación. Hemos preguntado a Junior si una radiación invisible de otra clase podría ser la causa de esto. Junior respondió que era posible. Y en respuesta a una nueva pregunta, respondió que esta radiación o fuerza posiblemente está siendo utilizada por... enemigos de la humanidad.
- ¿Insectos? ¿Animales? ¿Marcianos?
Reeber movió la mano con un gesto de impaciencia.
- Tal vez marcianos, si es que existen marcianos. Todavía no lo sabemos. Pero con toda probabilidad, son extraterrestres. Ahora bien: Junior no podía responder a esta cuestión porque, naturalmente, no poseemos los datos pertinentes. La calculadora tendría que adivinarlo, igual que nosotros... y Junior, al ser una máquina, no puede adivinar. Pero hay una posibilidad: vamos a suponer que algunos seres extraterrestres han aterrizado en algún punto de nuestro planeta y han establecido una estación emisora que difunde las radiaciones causantes del fenómeno en cuestión, a saber, que sólo nazcan niñas. Esta radiación no puede ser detectada por nosotros; al menos, hasta ahora no lo hemos conseguido. Así terminarían con la raza humana y conseguirían un hermoso planeta nuevo para habitar, sin tener que disparar un tiro, sin correr el menor riesgo ni sufrir pérdidas. Es cierto que tendrían que esperar un tiempo a que todos nos muriésemos, pero tal vez el tiempo tenga poca importancia para ellos.
Carmody asintió lentamente.
- Parece fantástico, pero cabe dentro de lo posible. Desde luego, una situación tan fantástica como ésta tiene que tener una explicación igualmente fantástica. ¿Pero qué podemos hacer para remediarla? ¿Y cómo conseguiremos demostrar que existe?
Reeber repuso:
- Presentamos esta posibilidad a Junior como una hipótesis de trabajo - no como un hecho - y le preguntamos cómo podríamos comprobarlo. La máquina apuntó que enviásemos a una pareja de recién casados a pasar la luna de miel en la propia Luna... y comprobar si allí las circunstancias son diferentes.
- ¿Y usted desea que yo les lleve como piloto?
- No exactamente, Ray. Algo más que eso...
Carmody se olvidó de la presencia del presidente, al exclamar:
- ¡Buen Dios, insinúa usted que yo...! ¡Eso quiere decir que Junior no había enloquecido, después de todo!
Avergonzado, tuvo que explicar entonces la pregunta particular que había hecho casualmente a Junior y respuesta que la calculadora le dio.
Reeber no pudo contener la risa.
- Por esta vez, haremos la vista gorda a su transgresión del artículo 17, Ray. Es decir, si usted acepta la misión. Ahora voy a...
- Espere usted - dijo Carmody -. Quiero saber algo más. ¿Cómo supo Junior que yo iba a ser seleccionado? ¿Y en realidad, por qué me han escogido a mí?
- Preguntamos a Junior qué cualidades tenía que reunir el... ejem... novio. La máquina nos recomendó a un piloto de cohete que ya hubiese realizado el viaje con éxito, aunque pasase un año o dos de la edad límite de veinticinco. Nos recomendó además que uno de los factores a considerar más importantes debía ser la fidelidad, y que un hombre que ocupase un cargo de gran confianza y de carácter gubernamental respondería a esta calificación. Por último, recomendó que fuese un hombre soltero.
- ¿Por qué soltero? Caramba, hay otros cuatro pilotos que han realizado el mismo viaje, y todos ellos son hombres de gran fidelidad, dejando aparte el cargo que ahora ocupen o el empleo a que se dediquen. Yo les conozco a todos ellos personalmente. Y todos están casados excepto yo. ¿Por qué no envían ustedes a un hombre que ya tenga su bola y su cadena?
- Por la sencilla razón, Ray, que la mujer que tiene que acompañarlo todavía ha debido ser elegida con mayor cuidado. Usted sabe lo duro que es un alunizaje; sólo una mujer entre cien sería capaz de salir con vida de esta prueba y al mismo tiempo hallarse en disposición de... Quiero decir que existen poquísimas probabilidades de que las esposas de uno cualquiera de los otros cuatro pilotos reuniesen las condiciones que requiere la mujer que necesitamos.
- Hum. Bien, supongo que Junior sabrá lo que se dice. De todos modos, comprendo ahora por qué me ha elegido a mí. Estos requerimientos me van como anillo al dedo. Pero oigan, ¿es que tendré que permanecer unido al marimacho capaz de realizar este viaje? Todo tiene un límite, comprendan.
- Naturalmente. Ustedes se casarán legalmente antes de su partida, pero a su regreso obtendrán inmediatamente el divorcio si ambos lo desean. En realidad, bastará con que lo desee uno de los dos. El fruto de su unión, si es que hay fruto, pasará a depender del Estado, tanto si es varón como hembra.
- Esto me parece bien - dijo Carmody -. De todos modos, no hay muchas posibilidades de acertar a la primera vez.
- Luego enviaremos otras parejas. El primer viaje es el más difícil e importante. Tenga usted en cuenta que después de éste, estableceremos una base. Así, tarde o temprano obtendremos la solución. Nos bastará para ello con que nazca en la Luna un solo niño varón. Esto no nos ayudará, naturalmente, a localizar la estación que emite estas radiaciones o a detectarlas o identificarlas, pero sabremos que nuestra presunción es acertada y podremos investigar con conocimiento de causa. ¿Acepta usted?
Carmody suspiró.
- ¿Qué otro remedio me toca? Pero me parece un método muy largo para... Digan, ¿quién es la afortunada?
Reeber carraspeó.
- Preferiría que fuese usted quien le explicase esta parte, señor presidente.
El presidente Saunderson sonrió al ver que Carmody le miraba. Entonces le dijo:
- Existe una razón más importante, que Mr. Reeber ha omitido, que nos obliga a escoger a un hombre soltero, capitán. El experimento se hace sobre una base internacional, a causa de importantísimas razones diplomáticas. Su fin es la salvación de la humanidad, no de una nación o una ideología determinada. La esposa que le ha sido asignada es rusa.
- ¿Una rojilla? Usted bromea, señor presidente.
- No bromeo. Se llama Ana Borisovna. Yo aun no la conozco pero me han informado de que se trata de una joven muy atractiva. Posee cualidades similares a las que usted reúne, excepto, naturalmente, que no ha estado en la Luna. Ninguna mujer ha estado allí hasta ahora. Pero ha pilotado cohetes de pruebas en vuelos a corta distancia. Y, además, es técnica cibernética y trabaja en la gran calculadora de Moscú. Tiene veinticuatro años. Y le diré de paso que no es un marimacho. Como usted sabe, los pilotos de cohetes no deben ser corpulentos. Además, presenta una ventaja suplementaria: habla inglés.
- ¿Quiere usted decir que tengo que hablar con ella además?
Carmody se dio cuenta de la mirada con que Reeber le fulminó y dio un respingo.
El presidente continuó:
- Se casarán ustedes mañana en una ceremonia televisada. Ambos despegarán de la Tierra mañana por la noche... a horas diferentes, desde luego, puesto que usted partirá de aquí y ella de Rusia. Y se reunirán en la Luna.
- Aquello es muy grande, señor presidente.
- Ya se ha pensado en eso. El comandante Granham... usted le conoce, ¿no es verdad? - Carmody asintió -. El comandante Granham dirigirá su despegue y el envío de los cohetes de abastecimiento. Esta noche, en un avión que ya está preparado, irá usted desde el aeropuerto de esta ciudad al campo de cohetes de Suffolk. El comandante Granham le dará a usted toda clase de instrucciones. ¿Podrá estar en el aeropuerto a las siete y media?
Carmody reflexionó antes de asentir. Eran las cinco y media y tendría que hacer muchas cosas en dos horas, pero si se lo proponía conseguiría llegar a tiempo. ¿No le había dicho Junior que aquella noche estaría muy ocupado?
- Una cosa más antes de terminar - le dijo el presidente Saunderson -. Lo que le he dicho es rigurosamente confidencial, hasta que la misión tenga éxito. No queremos hacer surgir falsas esperanzas, ni aquí ni entre las naciones de la Alianza Oriental - sonrió -. Y si a usted y a su esposa se les ocurriese pelearse en la Luna, no queremos que sus peleas tengan repercusiones internacionales. Por lo tanto, le agradeceríamos que se esforzase por mantener la paz matrimonial. - Le tendió la mano -. Esto es todo. Y ahora, permita que le dé las gracias.
Carmody llegó a tiempo al aeropuerto. El avión le estaba esperando con el piloto ya instalado a bordo. Él se había figurado que tendría que pilotarlo personalmente, pero comprendió que así era mejor, pues podría descansar un poco antes de llegar la campo Suffolk.
Pudo descansar, pero no mucho. El avión era un aparato rapidísimo, que llegó a su destino en menos de una hora. Un oficial de enlace le estaba esperando para conducirle inmediatamente a presencia del comandante Granham.
Granham fue al grano casi sin dar tiempo a Carmody para que se sentase en la silla que le ofreció.
- La cosa es como sigue - le dijo -. Desde que usted abandonó el servicio, hemos aumentado de una manera tremenda la precisión de nuestros cohetes, tripulados o no. Son tan precisos que, si las cosas se hacen bien, podemos dirigirlos al punto escogido de la Luna con un error inferior a un kilómetro. Hemos escogido el Cráter del Infierno... es pequeño, pero le dejaremos a usted en el mismísimo centro del mismo. No tendrá que preocuparse por las correcciones de rumbo; caerá en el centro del cráter con un error inferior a un kilómetro sin tener que utilizar sus cohetes de frenado para nada menos para frenar.
- ¿El Cráter del Infierno? - dijo Carmody -. Ese cráter no existe.
- Nuestros mapas lunares poseen cuarenta y dos mil cráteres con nombre. ¿Acaso los conoce usted a todos? Para que lo sepa, le diré que éste fue bautizado con el nombre del padre Maximiliano Hell, S.J:, quien fue director del Observatorio de Viena en la vieja Austria.
Carmody no pudo contener una sonrisa.
- Con esto ha echado usted a perder el efecto. ¿Y como fue que lo escogieron como lugar para pasar la luna de miel? ¿A causa del nombre?
- No. En uno de sus tres viajes realizados con éxito, los rusos aterrizaron y despegaron de este cráter. Encontraron un terreno ideal; mejor que todos cuantos ellos o nosotros hemos encontrado hasta ahora. Casi no había polvo; no tendrán que hundirse hasta la rodilla en piedra pómez cuando tengan que ir a recoger los cohetes de abastecimiento. Probablemente se trate de un cráter de formación más reciente que todos cuantos hemos explorado hasta ahora.
- De acuerdo. En cuanto al cohete que yo tripularé... ¿Qué carga lleva además de la mía?
- Nada, con excepción del alimento, el agua y el oxígeno que usted necesitará durante el viaje, y su traje del espacio. Ni siquiera carburante para el regreso, aunque utilizará usted el mismo cohete para volver. Todo lo demás, incluyendo el carburante para el retorno, estará allí esperándole; ya lo hemos enviado. Anoche disparamos diez cohetes de abastecimiento. Como usted despegará mañana por la noche, estos cohetes habrán llegado allí cuarenta y ocho horas antes que usted. Así...
- Espere un momento - le atajó Carmody -. En mi primer viaje llevé veintidós kilos de carga además del carburante para el regreso. ¿Será éste un tipo más pequeño de cohete?
- Sí, y mucho mejor. No es un cohete de varias etapas como el que usted utilizó antes. Posee un carburante mejor y transporta más cantidad del mismo; ello le permitirá acelerar por más tiempo y a menos gravedades, y llegará antes. Cuarenta y ocho horas en lugar de los tres días y pico que antes se tardaban. La última vez tuvo usted que soportar cuatro G y media durante siete minutos. Esta vez sólo soportará tres G y dispondrá de doce minutos de aceleración antes de que se encuentre en Brennschluss... fuera de la gravedad terrestre. En su primer viaje, tuvo usted que transportar consigo carburante para el regreso y una carga reducida porque entonces aún no éramos capaces de disparar un cohete de aprovisionamiento en seguimiento suyo... o procediéndole... para hacerlo caer dentro de un radio inferior a los treinta kilómetros de su punto de alunizaje. ¿Entendido? Cuando terminemos de hablar, le llevaré al depósito de abastecimientos, para que vea el tipo de cohete que utilizamos para enviar los víveres y equipo y cómo hay que abrirlo y descargarlo. Le facilitaré también un inventario del contenido de cada uno de los doce cohetes de abastecimiento que hemos enviado.
- ¿Y si alguno de ellos se pierde?
- Puede usted estar seguro de que por lo menos once llegarán. Previendo esto, todo está duplicado; si un cohete se perdiese, todavía tendría de sobra en los restantes... para atender a las necesidades de dos personas. Los rusos, por su parte, dispararán un número equivalente de cohetes de abastecimiento, con lo que el margen de seguridad se duplica. - Entonces sonrió -. Si ninguno de nuestros cohetes llegase a la Luna, no le tocaría más remedio que comer borsht y beber vodka, pero no se morirá de hambre.
- Supongo de eso del vodka será una broma, ¿no?
- Tal vez no lo sea. Nosotros incluimos una caja de whisky escocés, embotellado en envases de poco peso. Lo hacemos con la intención de que les sirva para romper el hielo y brindar por su viaje de bodas.
Carmody se limitó a lanzar un gruñido.
- Es posible que los rusos piensen lo mismo - prosiguió Granham - y les envíen un poco de vodka para festejarlo. Los carburantes para el regreso, a propósito, no son idénticos, pero pueden utilizarse indistintamente. Tanto ellos como nosotros enviamos bastante carburante para facilitar el regreso de dos cohetes. Si nuestro carburante no llegase, utilice el suyo, y viceversa.
- Me parece perfectamente. ¿Qué más?
- Llegará usted poco después del alba... hora lunar. Así dispondrá de una horas en que la temperatura no será ni un frío horrible ni un calor abrasador. Aproveche usted esas horas para realizar la mayor parte del trabajo, recogiendo los abastecimientos de los cohetes y metiéndolos en el refugio prefabricado que los mismos transportan a piezas. Tenemos un duplicado de este refugio en el depósito de abastecimientos y quiere que usted se ejercite en su montaje.
- Buena idea. ¿Es estanco e isotérmico?
- Será estanco una vez usted haya pintado las junturas con una preparación especial que se incluye. En cuanto al aislamiento térmico, es excelente. Posee una pequeña e ingeniosísima esclusa neumática. No tendrán que malgastar oxígeno para entrar y salir.
Carmody asintió.
- ¿Cuál será el tiempo de permanencia?
- Doce días. Días terrestres, naturalmente. Así dispondrá usted de tiempo más que suficiente para despegar antes de que llegue la noche lunar.
Granham soltó una risita.
- ¿Desea instrucciones sobre lo que tiene que hacer durante esos doce días? ¿No? Bien, vamos al depósito y luego le mostraré su cohete, cuando haya visto los cohetes de abastecimiento y el refugio.
Efectivamente, aquella noche resultó atareadísima. Carmody se fue a la cama cuando faltaba poco para amanecer, con la cabeza atiborrada de datos y cifras, que casi había olvidado que era aquel el día de la boda. Granham le dejó dormir hasta las nueve, luego envió a un ordenanza a despertarle y comunicarle que la ceremonia se celebraba a las diez y que debía darse prisa.
Por unos instantes, Carmody no supo a qué «ceremonia» se refería, luego se encogió de hombros y se levantó de un salto.
Encontró esperándole a un juez de paz y a varios técnicos, atareados con una pantalla y un proyector. Granham le saludó con estas palabras:
- Los rusos aceptan que la ceremonia se celebre aquí, a condición de que sea un matrimonio civil. Supongo que usted no tendría inconveniente, ¿verdad?
- Me encanta - dijo Carmody -. Terminemos de una vez. ¿O es que no debemos aceptar la ceremonia civil? En lo que a mí concierne...
- Hay que pensar en la reacción de muchas personas cuando se enteren. Muchos protestarían violentamente si el matrimonio no fuese legítimo - dijo Granham -. De modo que, déjese de objeciones. Póngase ahí.
Carmody se puso donde Granham le indicaba. Una imagen confusa se formó en la pantalla de televisión, para ir aclarándose paulatinamente. Y lo que iba surgiendo, era cada vez más bonito. El presidente Saunderson no había exagerado al decir que Ana Borisovna era atractiva y que distaba mucho de ser un marimacho. Era una joven muy bonita, morena, esbelta y muy atractiva.
Carmody se alegró de que nadie hubiese tenido la malhadada idea de hacerle vestir un traje de novia. Ana llevaba el pulcro uniforme de técnico, que ella rellenaba admirablemente con delicadas curvas en los lugares más adecuados. Tenía unos grandes ojos obscuros, de expresión grave hasta que le sonrió. Sólo entonces se dio cuenta él que la emisión era en dos sentidos y que ella también le estaba viendo.
Granham, de pie a su lado, hizo las presentaciones:
- La señorita Borisovna, el capitán Carmody.
Este último, alelado:
- Encantado de conocerla - dijo.
Y luego redimió su vulgaridad con una sonrisa.
- Igualmente, capitán - dijo ella con voz musical que sólo tenía un ligero deje extranjero.
Carmody empezó a pensar cómo estarían allá arriba los dos juntos, si conseguían evitar discutir de política.
El juez de paz se adelantó hasta aparecer en el campo de visión del proyector.
- ¿Están ustedes dispuestos para la ceremonia? - les preguntó.
- Un momento - dijo Carmody -. Me parece que nos dejamos un preliminar obligatorio. Señorita Borisovna, ¿quiere usted casarse conmigo?
- Sí. Y llámeme Ana.
Incluso tiene sentido del humor, se dijo Carmody, estupefacto. Hasta entonces, le había parecido imposible que un comunista tuviese sentido del humor. Se los había imaginado como individuos - e individuas - de aspecto fúnebre, que hablaban con gran seriedad de su ridícula ideología y de cualquier cosa.
Le devolvió la sonrisa y dijo:
- De acuerdo, Ana. Y tú puedes llamarme Ray. ¿Estas a punto?
Cuando ella asintió, él se hizo a un lado para permitir que el juez de paz ocupase la pantalla junto a él. La ceremonia fue breve y formularia.
Desde luego, no podía besar a la novia ni siquiera estrecharle la mano. Pero poco antes de que cortasen la comunicación, le dirigió una sonrisa y le dijo:
- Nos veremos en el Infierno, Ana.
Pero ya empezaba a pensar que aquello distaría mucho se ser un infierno, en su compañía.
Tuvo una tarde atareadísima repasando hasta el menor detalle el manejo y funcionamiento del nuevo cohete, hasta que lo conoció por dentro y por fuera mejor que a sí mismo. Luego incluso le facilitaron detalles acerca de los cohetes rusos, tanto los tripulados como los de abastecimientos, y se quedó sorprendido (e interiormente un poco horrorizado) al descubrir hasta qué punto los Estados Unidos y la Unión Soviética habían intercambiado informes y secretos. Aquello no podía ser cosa de un par de días.
- ¿Cuánto tiempo hace que se estaba preparando esto? - preguntó a Granham.
El comandante replicó:
- Yo me enteré del viaje que se proyectaba hace un mes.
- ¿Y por qué sólo me lo comunicaron con un día de anticipación? ¿Se retiró algún otro antes que yo, en el último momento?
- Usted ha sido el único, pues solamente usted reunía todas las condiciones requeridas por el aparato cibernético. ¿Pero acaso no recuerda lo que sucedió en su último viaje? Cuando le comunicaron que tenía que efectuarlo, faltaban sólo treinta horas para el despegue. Se considera que éste es el tiempo óptimo... lo bastante para prepararse mentalmente, pero no lo suficiente para tener tiempo de preocuparse.
- Pero yo voy en calidad de voluntario. ¿Y si no hubiese aceptado?
En su fuero interno, Carmody obsequió con un adjetivo muy poco amable a Junior
Granham prosiguió
- Además, hubiéramos tenido todos los voluntarios que hubiésemos deseado. Hay docenas de cadetes de la Escuela de Astronáutica que reúnen todas sus calificaciones, con excepción de un viaje a la Luna ya realizado. Hubiera bastado con enseñarles una fotografía de Ana, para que se pegasen con el fin de obtener ese privilegio. ¡Menudo cebo hubiera sido la muchacha!
- Tenga usted cuidado con lo que dice - le amonestó Carmody -. Está hablando de mi esposa.
Bromeaba, por supuesto, pero a pesar de todo tenía gracia... no le había gustado nada la broma de Granham.
La hora cero estaba fijada para las diez de la noche, y cuando faltaban quince minutos para el despegue él ya estaba sujeto en su asiento, esperando. No tenía absolutamente nada que hacer. Los cohetes serían disparados gracias a un cronómetro que funcionaba con una precisión de décimas de segundo.
A pesar de la pequeña carga que llevaba, el cohete era algo más espacioso que el primero que le llevó a la Luna, el R-24. El R-24 era tan desahogado como un ataúd. En cuanto al que ocupaba en aquellos instantes, o sea el R-46, poseía un diámetro interior de 1,20 metros. Incluso podía realizar un poco de ejercicio con brazos y piernas durante el viaje para no llegar tan anquilosado como la primera vez. Experimentó entonces tales calambres, que tardó más de una hora en poder moverse con soltura.
Y esta vez, además, no pasaría por la terrible incomodidad de tener que llevar puesto el traje del espacio durante el viaje, con la sola excepción del casco. En aquel cilindro de más de un metro de diámetro había espacio suficiente para revestir un traje del espacio, y el suyo se hallaba en un compartimento - junto con el alimento, el agua y el oxígeno - situado en la parte delantera (o superior) del cohete. Tardaría por lo menos una hora en ponérselo, realizando grandes esfuerzos y contorsiones, pero no tendría que hacerlo hasta que se encontrase a algunas horas solamente de la Luna.
Sí, aquel viaje sería una delicia comparado con el último. Relativa libertad de movimientos, cuarenta y ocho horas en lugar de noventa, y sólo tres gravedades en lugar de cuatro y media.
Entonces le asaltó un sonido ultrasónico, un sonido tan agudo que lo oía con todo su cuerpo y no solamente con sus oídos, cuidadosamente tapados. Fue en crescendo, a cada segundo que pasaba parecía ser más fuerte, mientras su peso también iba aumentando. Duplicó su peso normal y aún siguió pesando más. Notó la aterradora curva que describió el cohete cuando el piloto automático lo inclinó, haciéndolo apartar de su ruta vertical para adoptar una inclinación de cuarenta y cinco grados. Entonces él pesaba ciento veinte kilos y la suave malla sobre la que descansaba parecía tan dura como el acero y se hundía en su carne. La almohadilla sobre la que apoyaba la cabeza estaba tan comprimida, que parecía de piedra. El sonido y la opresión no cesaban... parecían interminables. Sin duda habían transcurrido horas en lugar de minutos.
Hasta que de pronto en el momento del Brennschluss, libre de la tracción terrestre, reinó un silencio repentino, una ingravidez total. El velo negro cubrió sus ojos.
Sólo habían transcurrido unos cuantos minutos cuando recuperó el conocimiento. Durante unos instantes luchó contra las náuseas y sólo cuando consiguió dominarlas se desató del asiento en forma de litera sobre el que había descansado durante el período de aceleración. Avanzaba ingrávido, a una velocidad que le llevaría sano y salvo hacia el campo gravitatorio de la Luna. No sería necesario ya consumir más carburante, hasta que tuviese que utilizar los cohetes de frenado.
Lo único que entonces tenía que hacer era esperar y evitar que la sensación de claustrofobia le volviese loco durante las cuarenta horas que aún faltaban para que tuviese que hacer los preparativos de aterrizaje.
Fueron unas horas muy monótonas, pero fueron pasando.
Embutido ya en su traje del espacio, se acomodó nuevamente en la litera, pero esta vez con las manos libres para poder manipular las palancas que accionaban los cohetes de frenado.
Realizó un buen alunizaje; ni siquiera perdió el conocimiento. Transcurridos solamente unos minutos, ya pudo desatar las correas que le mantenían sujeto a la litera. Cerró su escafandra espacial y dio el oxígeno. Luego salió del cohete. Después del alunizaje el cohete había caído de costado; pero esto era normal y no le preocupó pues disponía del equipo necesario para levantarlo y sabía cómo hacerlo. Por otra parte, la operación no corría ninguna prisa.
Los cohetes de abastecimiento, en efecto, habían sido disparados con una precisión extraordinaria. Seis de ellos, cuatro de tipo americano y dos rusos, aparecían esparcidos en un radio inferior a los cien metros de su cohete. Más lejos distinguió a otro, pero no perdió el tiempo en contarlos. Buscaba a uno mayor que los restantes... el cohete ruso tripulado. Finalmente lo localizó, a más de un kilómetro de distancia. A su lado no distinguió ninguna figura en traje del espacio.
Se dirigió hacia él, corriendo con el movimiento deslizante, casi propio de un patinador que según se vio, resultaba más fácil que andar para desplazarse por la Luna, en una gravedad seis veces menor. A pesar de su escafandra espacial, sus botellas de oxígeno y el resto de su equipo, su peso total no excedía los veinte kilos. Recorrer un kilómetro era más descansado que hacer los cien metros lisos en la Tierra, a pesar de que iba corriendo.
Su alegría fue considerable al ver abierta la escotilla del cohete ruso, cuando ya le faltaba poco para llegar a él. Hubiera tenido que tomar una decisión muy arriesgada si hubiese encontrado la escotilla cerrada al llegar allí. Al no saber si Ana estaría encerrada en su traje espacial en el interior del cohete, no se hubiera atrevido a abrir la escotilla por sus propios medios. Pero suponiendo que la joven estuviese gravemente herida, no hubiera tenido más remedio que hacerlo.
Mas cuando él llegó junto al cohete, ella ya se encontraba en el exterior. Su cara, a través del casco de transpariplástico, se veía pálida, pero consiguió sonreírle.
El conectó la radio de su traje y le preguntó:
- ¿Te encuentras bien?
- Un poco debilucha. Al alunizar recibí un golpe que me dejó atontada, pero no creo haberme roto ningún hueso. ¿Dónde... instalaremos la casa?
- Creo que es preferible instalarla cerca de mi cohete. Está más cerca de la zona donde han caído la mayoría de cohetes de abastecimientos, y así no tendremos que realizar tantos viajes. ¿Sabes cómo hay que andar con esta gravedad?
- Ya me lo explicaron. Todavía no he podido probarlo. Seguramente me caeré de narices varias veces.
- Pero no te hará daño. Cuando empieces a probarlo, tómatelo con calma; no hay prisa. Así te irás acostumbrando. Yo empezaré con este cohete de abastecimientos... el más próximo. Entre tanto, tú observa cómo camino.
El cohete en cuestión se encontraba a un centenar de metros de distancia, sobre la ruta que había seguido al venir.
Los cohetes de abastecimiento tenían cosa de un metro de diámetro exterior y estaban construidos de tal modo que la ojiva y la cola, que contenía el motor cohete, podían desprenderse fácilmente, dejando la sección media que contenía la carga y tenía aproximadamente el tamaño de un gran bidón de petróleo. Entonces, era muy fácil llevarse esta parte rodando. En la Luna, la parte central pesaba sólo veintidós kilos.
Mientras desmontaba el segundo cohete de abastecimientos, vio como Ana se disponía a trabajar. Al principio se movía torpemente y perdió el equilibrio varia veces, pero no tardó en moverse con soltura. Una vez lo consiguió, resultó que se movía con más gracia y agilidad que Carmody. En menos de un ahora había conseguido alinear una docena de secciones centrales junto al cohete de Carmody.
Ocho de las secciones pertenecían a cohetes americanos y por los números que ostentaban, Carmody supo que disponía de todas las secciones necesarias para construir el refugio prefabricado.
- Valdrá más que empecemos a montarlo, enseguida - dijo Carmody a Ana -. Una vez lo tengamos a punto, nos podremos tomar las cosas con más calma y descansar antes de ir en busca del resto del equipo. Incluso podemos brindar por el éxito de la empresa.
El sol estaba muy alto sobre la pared del cráter del Infierno y empezaba a hacer ya demasiado calor. Incluso con la protección que representaba el traje espacial isotérmico. Dentro de pocas horas, según sabía Carmody, haría tanto calor que ninguno de los dos podría permanecer más de una hora fuera del refugio, pero este intervalo les bastaría para recoger el equipo que se encontraba en los otros cohetes de abastecimiento.
En el depósito de abastecimientos de la Tierra, Carmody había conseguido montar un duplicado prefabricado en poco más de un ahora. Aquí la tarea resultaba más difícil a causa de lo engorroso que resultaba trabajar con los gruesos guantes aislantes puestos. Con la ayuda de Ana, tardó casi dos horas.
Entregó a la joven la preparación hermética y una herramienta especial para aplicarla. Mientras ella aplicaba el producto sobre las junturas para hacer el refugio estanco, él empezó a introducir diversas piezas del equipo, entre las que se incluían botellas de oxígeno. Un poco de cada cosa; no había necesidad de estar apretados en el interior, metiendo más de lo que necesitaban para un día o dos.
Montó el aparato de refrigeración que mantendría en el interior del refugio una temperatura agradable, a pesar del sol abrasador. Preparó el acondicionamiento del aire, que liberaba oxígeno en una proporción determinada y absorbía el anhídrido carbónico, para ponerlo en marcha así que el refugio fuese hermético y la esclusa estuviese cerrada. Una vez en marcha, aquel aparato crearía una atmósfera respirable con gran rapidez. Esto les permitiría desembarazarse de los engorrosos trajes del espacio.
Salió al exterior para ver como iba el trabajo de Ana y la encontró recubriendo la última juntura.
- Hola, nena - le dijo a guisa de saludo.
No pudo contener una sonrisa al pensar que debería penetrar en el refugio llevando en brazos a su esposa... pero esto le sería extremadamente difícil, pues la puerta de la «mansión conyugal» era una esclusa por la que uno tenía que entrar a gatas. En cuanto al refugio, era una cúpula semiesférica y su aspecto era el de un iglú de metal, incluso con la esclusa saliente que recordaba su entrada baja y semicircular.
Recordó que se había olvidado del whisky y se dirigió a una de las secciones de los cohetes en busca de una botella. Regresó con ella, protegiéndola con su cuerpo de los rayos directos del sol, para evitar que el líquido hirviese.
Entonces levantó la mirada.
Fue una equivocación.
- Es increíble - rezongó Granham.
Carmody lo asaeteó con la mirada.
- Claro que lo es. Pero sucedió. Es cierto. Sométame a un detector de mentiras si no me cree.
- Lo haré - dijo Granham, ceñudo -. Precisamente ahora me traen uno; estará aquí dentro de pocos minutos. Quiero someterlo a él antes de que el presidente y otros que le interrogarán, tengan ocasión de hacerlo. Tengo órdenes de llevarlo a Washington en avión inmediatamente, pero antes quiero someterlo al detector.
- Lo prefiero - dijo Carmody -. Sométame a él y váyase al cuerno. Le digo la verdad.
Granham se mesó su desordenada cabellera, antes de decir:
- Me siento inclinado a creerle, Carmody. Pero, verá... es algo demasiado grande, demasiado importante para fiarse de la palabra de una sola persona... incluso de dos, suponiendo que Ana Borisovna, perdón, Ana Carmody, cuente la misma historia. Nos han comunicado que ha aterrizado felizmente y va a presentar su informe.
- Dirá lo mismo que yo. Lo que nos sucedió fue eso.
- ¿Está usted seguro, Carmody, que eran... extraterrestres? ¿Qué no podían ser los rusos, por ejemplo? ¿De veras no podían haberlo sido?
- Claro que no podían haber sido los rusos. Es decir, sólo en el caso de que hubiese rusos de más de dos metros de alto y tan flacos que en la Tierra sólo pesasen veinte kilos, y además con la tez amarilla. No quiero decir amarilla como los orientales, sino de un color amarillo rabioso. Y además con cuatro brazos y unos ojos sin pupilas ni párpados. Por otra parte, no creo que los rusos posean astronaves que no utilizan cohetes... y no me pregunte usted qué energía empleaban, porque lo ignoro.
- ¿Y dice que les tuvieron prisioneros a ambos durante trece días, en celdas separadas? ¿Ni siquiera pudieron...?
- Ni siquiera eso - repuso Carmody, ceñudo y con expresión amarga -. Y si no hubiésemos conseguido escapar cuando lo hicimos, ya hubiera sido demasiado tarde. El sol estaba muy bajo en el horizonte... caía la noche lunar... cuando conseguimos llegar a nuestros cohetes. Tuvimos que darnos una prisa enorme para llenar los depósitos de combustible y levantarnos sobre los alerones de popa para poder despegar a tiempo.
Alguien llamó con los nudillos a la puerta del despacho. Era un técnico provisto de un detector de mentiras... uno del tipo portátil, de la marca Nally, aparatos de confianza y muy seguros que habían sido adoptados por el ejército en 1958.
El técnico lo preparó inmediatamente y observó las esferas mientras Granham hacía algunas preguntas, muy circunspectas para que el técnico no supiese demasiado. Luego Granham miró a este último inquisitivamente.
- Perfecto - dijo el técnico -. Las agujas ni se han movido.
- ¿El no podría haber engañado al aparato?
- ¿A este detector? - exclamó el técnico, dando una palmada a la máquina -. Haría falta neurocirugía o sugestión posthipnótica, incapaces de realizar, para engañar a esta criatura. Incluso descubrimos con ella a los mentirosos psicopáticos.
- Venga - dijo Granham a Carmody -. Nos vamos inmediatamente a Washington. El avión está a punto. Perdone que haya dudado de usted, Carmody, pero tenía que asegurarme... e informar al presidente de que confío plenamente en usted.
- No le censuro - repuso Carmody -. A mí también me cuesta creerlo, a pesar de que estaba allí.
El avión que había llevado a Carmody de Washington al campo de Suffolk había sido rapidísimo. El que realizó el viaje de vuelta - con Granham a los mandos - era más veloz que el pensamiento. Atravesó la barrera del sonido como una exhalación y siguió aumentando su velocidad de manera constante.
Tomaron tierra a los veinte minutos del despegue. Un helicóptero ya les esperaba en el aeropuerto, para llevarlos a la Casa Blanca en menos de diez minutos.
Y transcurridos otros dos minutos se encontraron en la sala principal de conferencias, en la que se hallaban reunidos el presidente Saunderson y media docena de personajes. Entre ellos se encontraba el embajador de la Alianza Oriental.
El presidente Saunderson les estrechó las manos muy nervioso y prescindió de las presentaciones.
- Queremos que nos lo cuente todo, capitán - dijo -. Pero antes, quiero quitarle un peso de encima diciéndole dos cosas. ¿Ya sabía usted que Ana aterrizó felizmente cerca de Moscú?
- Sí. Granham me lo dijo.
- Y hace el mismo relato que usted... cuenta lo mismo que me refirió el comandante Granham por teléfono, después de que usted se lo hubo contado a él.
- Supongo - dijo Carmody - que también le han aplicado un detector de mentiras.
- Escopolamina - observó el embajador de la Alianza Oriental -. Tenemos más fe en el suero de la verdad que en los detectores de mentiras. Sí, su relato se mantuvo íntegramente bajo los efectos de la escopolamina.
- Hay otra cosa aún más importante - dijo el presidente a Carmody - Exactamente, ¿cuándo salieron de la Luna, según la hora de la Tierra?
Carmody hizo un rápido cálculo mental y le dijo aproximadamente la hora.
Saunderson hizo un grave gesto de asentimiento.
- Y eso fue unas horas después de que los biólogos, que siguen trabajando día y noche, advirtieron los inicios del cambio. En una palabra: la alteración molecular del óvulo ya no ocurre. Los nacimientos que tengan lugar dentro de nueve meses a partir de ahora, estarán formados por la proporción habitual de niños de ambos sexos.
»¿Comprende lo que eso significa, capitán? Fuese cual fuese la radiación causante de ello, debían de dirigirla hacia la Tierra desde la Luna... desde la nave que les capturó a ustedes. Y por la razón que fuese, cuando ellos comprobaron su fuga, se marcharon. Posiblemente pensaron que su regreso a la Tierra provocaría un ataque en masa por nuestra parte.
- Y pensaron muy bien - comentó el embajador -. Todavía no estamos equipados para luchar en el espacio, pero les hubiéramos enviado lo que tenemos. ¿Y... se da cuenta usted de lo que esto significa, señor presidente? Tenemos que reunir todos nuestros esfuerzos y prepararnos para la guerra interplanetaria. Sin pérdida de momento. Al parecer, de momento se ha ido, pero nada nos asegura que no regresen.
Saunderson hizo un nuevo gesto de asentimiento. Volviéndose al capitán preguntó:
- Decía usted, capitán...
- Ambos alunizamos felizmente - dijo Carmody -. Conseguimos reunir suficientes cohetes de abastecimientos para iniciar nuestra vida allí e inmediatamente nos pusimos a montar el refugio prefabricado. Cuando estábamos a punto de terminar y nos disponíamos a meternos en él, yo vi a la astronave que venía por encima de la pared del cráter. Era...
- ¿Todavía llevaban ustedes los trajes del espacio? - preguntó uno de los presentes.
- Sí - gruñó Carmody -. Todavía llevábamos los trajes del espacio, si es que ese detalle interesa. Yo vi la nave y se la señale a Ana, la cual también la vio. No tratamos de escondernos ni desaparecer de su vista, porque era evidente que ya nos habían distinguido; la nave venía en derechura hacia nosotros, descendiendo al propio tiempo. Hubiéramos podido meternos en el refugio, pero nos pareció inútil hacerlo. No nos hubiera ofrecido ninguna protección. Además, no sabíamos cuáles eran sus intenciones. Hubiéramos podido tener nuestras armas a punto, caso de disponer de armas... pero no las teníamos. La nave se posó con la ligereza de una burbuja sólo a treinta metros de nosotros, poco más o menos, y una portezuela descendió en un costado de la extraña máquina...
- Descríbanos la nave, por favor.
- De unos quince metros de largo por unos seis de ancho, con los extremos redondeados. No vimos portillas ni ventanas (deben de arreglárselas para ver a través de las paredes), ni toberas de eyección. Con excepción de la portezuela, la nave no presentaba exteriormente rasgos distintivos. Cuando descansó en el suelo, la escotilla descendió, formando una especie de rampa curvada que conducía hasta la entrada. La otra...
- ¿No vieron esclusa neumática?
Carmody denegó con la cabeza.
- Al parecer, no respiraban aire. Salieron inmediatamente de la nave y se dirigieron hacia nosotros. No llevaban escafandras ni trajes del espacio. Ni la temperatura ni la falta de la atmósfera parecía molestarles lo más mínimo. Pero iba a decirles algo más acerca del aspecto exterior de la nave. En la parte superior de la misma se alzaba un corto mástil, coronado por una especie de enrejado de alambres, que recordaba a un transmisor de radar. Si emitían alguna radiación con destino a la Tierra, no cabe la menor duda de que procedía de allí. La Tierra estaba en el cielo, por supuesto, y pude observar que la pantalla se movía siempre de cara a nuestro planeta, fuese cual fuese el rumbo y la trayectoria de la nave.
»Pues, como iba diciendo, la escotilla se abrió y dos de ellos bajaron por la pasarela hacia nosotros. Empuñaban objetos de aspecto amenazador, que me parecieron armas avanzadísimas. Nos apuntaron con ellas y por gestos nos indicaron que subiésemos por la pasarela y penetrásemos en la nave. No nos tocó más remedio que obedecer.
- ¿No intentaron entrar en comunicación con ustedes?
- No, señor, ni entonces ni en ningún momento. Naturalmente, mientras aún llevábamos puestos nuestros trajes del espacio, no podíamos haberles oído... a menos que se hubiesen comunicado con nosotros utilizando la misma frecuencia de nuestro receptor individual. Pero después tampoco intentaron establecer contacto con nosotros. Entre ellos hablaban, si se puede decir así, lanzando una especie de silbidos. Cuando penetramos en la nave, vimos que dentro había otros dos. Eran cuatro en total...
- ¿Pertenecían todos al mismo sexo?
Carmody se encogió de hombros.
- A mí todos me parecían iguales, pero es posible que Ana y yo también se lo pareciésemos a ellos. Por medio de señales nos indicaron que entrásemos en dos pequeñas cabinas separadas (eran como celdas carcelarias, muy reducidas), situadas hacia la proa de la nave. Los obedecimos y nos encerraron allí.
»Yo me senté y no tardé en sentirme dominado por una gran preocupación, pues ninguno de nosotros tenía oxígeno más que para una hora. Si ellos ignoraban este detalle y no nos permitían comunicárselo, no viviríamos más de una hora. Entonces resolví aporrear la puerta. Ana hacía lo propio. Yo no podía oír con el casco puesto, naturalmente, pero notaba las vibraciones de los golpes que ella daba, cada vez que dejaba yo de aporrear mi puerta.
»Entonces, cuando había transcurrido aproximadamente una media hora, mi puerta se abrió y yo casi caí de bruces. Uno de los extraterrestres me hizo retroceder apuntándome un arma. Otro hizo unos gestos como para indicar que me quitase el caso. De momento no le comprendí, pero luego miré algo que me indicaba y vi una de nuestras botellas de oxígeno grandes con el grifo abierto. A su lado había un gran montón de nuestras vituallas, comida, agua y otras cosas. Por lo visto, sabían que necesitábamos oxígeno para respirar... y aunque ellos no lo necesitaban, sabían cómo se podía preparar una atmósfera adecuada para nosotros. Así es que utilizaban nuestro equipo para crear una atmósfera respirable en el interior de su nave.
»Me despojé del casco e intenté hablar con ellos, pero uno tomó una larga varilla aguzada y me pinchó con ella, obligándome a meterme de nuevo en la celda. Yo no me atreví a intentar arrebatarle la varilla, pues otro de ellos me seguía apuntando con aquel arma cuyo aspecto no me hacía ninguna gracia. Así es que me dieron de nuevo con la puerta en las narices. Me quité el resto del equipo porque allí hacía mucho calor, y entonces pensé en Ana al oír que golpeaba de nuevo la puerta de su celda.
»Yo quería que ella supiese que ya podía quitarse la escafandra, pues podíamos respirar sin temor. Entonces me puse a golpear en la pared que separaba nuestras dos celdas, en el código Morse. Ella tardó un poco en comprenderlo. Entonces me preguntó qué quería. Yo le comuniqué cómo estaba la situación y añadí que ya podía sacarse el casco, después de lo cual podríamos hablar. Si gritábamos lo suficiente podríamos oírnos muy bien de una celda a otra.
- ¿Ellos no les impedían que hablasen?
- Mientras nos tuvieron prisioneros, no nos hicieron el menor caso. Sólo les veíamos cuando nos traían la comida. No nos hicieron ninguna pregunta; al parecer, se figuraba que no sabíamos nada que les pudiese interesar y que ya no supiesen sobre los seres humanos. Ni siquiera nos estudiaron. Presumo que se proponían llevársenos como ejemplares raros; no hay otra explicación.
»No podíamos calcular el tiempo transcurrido con exactitud, pero a juzgar por el número de veces que comimos y dormimos, pudimos formarnos alguna idea. Los primeros días - Carmody soltó una breve risita - tuvieron su lado cómico. Es evidente que aquellos seres sabían que necesitábamos ingerir líquido para subsistir, pero eran incapaces de distinguir entre el agua y el whisky. Durante los dos o tres primeros días, no tuvimos más que whisky para beber. Nos achispamos de lo lindo. Nos pusimos a cantar en nuestras celdas y yo aprendí un buen número de canciones rusas. Nos hubiéramos divertido más, desde luego, si hubiésemos podido cantar a dúo... ya me entienden ustedes.
El embajador no pudo contener una sonrisa.
- Le entiendo perfectamente, capitán. Le ruego que continúe.
- Entonces nos empezaron a dar agua en vez de whisky y se nos pasó la pítima. Y empezamos a devanarnos los sesos, tratando de hallar un medio de escapar. Yo empecé a estudiar el mecanismo de las cerraduras de mi puerta. No era como nuestras cerraduras, pero empecé a comprender cómo funcionaba y finalmente, creo que debía ser hacia el décimo día, pude hacerme con una herramienta que me permitiría descerrajar la puerta. Ellos nos habían quitado nuestros trajes del espacio, dejándonos únicamente con las ropas con que nos cubríamos y aun habían registrado a éstas para que no ocultásemos objetos de metal susceptibles de convertirse en armas o herramientas.
»Pero nos traían la comida en latas de conserva, que después se llevaban, una vez vacías. Pero en esta ocasión a que me refiero, quedó una pequeña tira de metal en el borde de una de las latas, y moviéndola arriba y abajo conseguí desprenderla y guardarla. Durante todo aquel tiempo, yo me había dedicado a observar y escuchar, con el resultado de que conocía perfectamente las costumbres de aquellos esperpentos. Dormían todos a la vez y a intervalos regulares. Me pareció que su sueño duraba unas cinco horas seguidas, con intervalos de vigilia de unas quince horas. Si mi cálculo es exacto, ello significa que probablemente proceden de un planeta que posee un período de rotación de unas veinte horas.
»Entonces esperé a su siguiente período de descanso y me puse a trabajar en la cerradura con la tira de metal. Tardé dos o tres horas en abrirla, pero finalmente lo conseguí. Y una vez fuera de mi celda, en la cámara principal de la nave, vi que la puerta de Ana se abría con facilidad desde fuera, y así la puse en libertad.
»Pensamos si podíamos cambiar las cosas hallando un arma para atacarles, pero no vimos ninguna. A pesar de sus dos metros de estatura aquellos seres parecían tan endebles y ligeros que resolví atacarles con las manos desnudas. Lo hubiera hecho si hubiera podido abrir la puerta que conducía a la parte delantera de la nave. La cerradura era de un tipo completamente distinto y no pude conjeturar ni remotamente cómo funcionaba. Y ellos dormían en la parte delantera de la nave. La sala de mandos debía de encontrarse allí.
»Afortunadamente, nuestros trajes del espacio estaban en la cámara principal. Y como sabíamos que el peligro era cada vez mayor, pues faltaba ya muy poco para que se despertasen, nos pusimos apresuradamente los trajes y luego yo comprobé que la puerta exterior se abría fácilmente. Al abrirse, debió de hacer algún ruido... lo mismo que el aire aprisionado en el interior de la nave al escapar al vacío exterior... mas por lo visto, ellos no se despertaron.
»Así que abrimos la escotilla, vimos que teníamos mucho menos tiempo del que suponíamos. El sol se ponía por detrás de la pared más lejana del circo lunar (seguíamos en el cráter del Infierno) y oscurecería dentro de una hora. Trabajamos como unos condenados para repostar de combustible a nuestros cohetes y ponerlos de pie sobre los alerones para el despegue. Ana salió antes que yo y al poco tiempo yo la seguí. Y esto es todo. Tal vez hubiéramos debido quedarnos allí y tratar de reducir por la fuerza a los cuatro tripulantes de la nave, cuando estos se despertasen, pero nos pareció que era más importante comunicar la noticia a la Tierra.
El presidente Saunderson asintió lentamente.
- Hizo usted muy bien, capitán. Su decisión fue acertada, tanto en esto como en todo cuanto hizo. Ahora ya estamos informados y sabemos lo que debemos hacer. ¿No es verdad, señor embajador Kravich?
- En efecto. Uniremos nuestras fuerzas. Construiremos cuanto antes una sola estación espacial, e iremos a la Luna y la fortificaremos conjuntamente. Reuniremos todos nuestros conocimientos científicos y daremos un impulso extraordinario a la Astronáutica y la fabricación de nuevas armas. Haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para estar dispuestos a recibirlos como se merecen, si se atreven a volver.
El presidente se mantenía con aspecto ceñudo.
- No hay duda de que volvieron a su planeta en busca de nuevas órdenes o de refuerzos. Si supiésemos el tiempo de que disponemos... tal vez son únicamente algunas semanas, aunque también pueden ser varias décadas. Ni siquiera sabemos si proceden de nuestro sistema solar o de otra galaxia. Tampoco sabemos qué velocidades pueden alcanzar en sus viajes por el Cosmos. Pero suponiendo que vuelvan, trataremos de hallarnos preparados. Señor embajador, ¿tiene usted poderes para...?
- Plenos poderes, señor presidente. Para lo que sea, incluso la fusión de nuestras dos naciones bajo un gobierno conjunto. Probablemente, no será necesario llegar a este extremo, ya que nuestros intereses son actualmente los mismos. Por nuestro lado ya hemos comenzado el intercambio de información científica y datos estratégicos. Algunos de nuestros primeros científicos y generales se dirigen ya hacia aquí, con órdenes de cooperar plenamente con ustedes. Todas las restricciones han sido suprimidas. - No pudo contener una sonrisa -. Y nuestra propaganda ha dado marcha atrás. La paz que ahora empieza no será una paz fría. Puesto que vamos a ser aliados contra lo desconocido, quizá valdría la pena de que empezásemos a sentir cierta simpatía mutua.
- Me parece muy bien - dijo el presidente. Volviéndose de pronto hacia Carmody, añadió -: Capitán, puede usted pedirnos lo que desee. Estamos en deuda con usted. Diga lo que quiere, que se lo concederemos.
Estas palabras cogieron desprevenido a Carmody. Tal vez si hubiese tenido más tiempo para pensar, hubiera pedido algo diferente. O tal vez, a la vista de lo que supo más tarde, no lo hubiera hecho. Se limitó a decir:
- Lo único que ahora deseo es olvidar el Cráter del Infierno y volver a mi trabajo para olvidarlo aún más de prisa.
Saunderson sonrió.
- Concedido. Si luego desea algo más, pídalo. Comprendo que ahora se encuentre algo confuso. Pero probablemente tiene usted razón. El retorno al trabajo rutinario será lo mejor para usted.
Carmody salió con Granham.
Este dijo:
- Avisaré al primer operador Reeber. ¿Cuándo quiere que le diga que piensa reintegrarse al trabajo?
- Mañana por la mañana - respondió Carmody -. Cuanto antes mejor.
Y rechazó la sugerencia de Granham, en el sentido de que se tomase una temporada de descanso.
A la mañana siguiente, Carmody ocupó de nuevo su puesto frente a la calculadora.
Tomó la carpeta que ocupaba la parte superior del montón de problemas para aquel día, leyó los datos de Junior y la máquina dio su respuesta. Luego leyó el contenido de la segunda carpeta. Trabajaba mecánicamente, sin prestar atención a los problemas ni a las respuestas. Su espíritu estaba muy lejos. En la Luna, en el Cráter del Infierno.
Se encontraba combinando raciones para el espacio sobre el infiernillo de alcohol, esforzándose porque perdiesen su sabor a productos químicos concentrados y se asemejasen más a una comida humana. Le resultaba difícil medir la proporción del extracto de hígado, porque Ana se empeñaba en besarle la oreja izquierda.
- ¡Qué lástima! Quedarás desequilibrado - decía ella -. Si no te beso ambas orejas el mismo número de veces.
El echó el resto de lo que contenía el recipiente en la sartén y la abrazo, haciendo descender sus labios por su cuello hasta la cálida unión de éste con el hombro. Ella se debatió con deleite entre sus brazos, como una corza a la que hiciesen cosquillas. - Seguiremos casados cuando volvamos a la Tierra. ¿Verdad, cariño? - dijo ella soltando grititos de gozo.
El mordió delicadamente su hombro, apartando su fina y perfumada cabellera.
- Claro que permaneceremos casados, estupenda, maravillosa e inteligente criatura. Después de encontrar a la mujer de mis sueños, no pienso renunciar a ella por culpa de cualquier militarote o de cualquier politicastro... ¡Ya sean tuyos o míos!
- A propósito, hablando de política... - dijo ella, para gastarle una broma, pero él se apresuró a cambiar el tema.
Carmody volvió a la realidad. Tenía en sus manos un papel repleto de datos y de guarismos, y no la cara sonriente de Ana. Tendría que ir a un psiquiatra; la escena que acababa de imaginar tan vívidamente era completamente freudiana, el producto torturado de su líbido insatisfecho. Se había enamorado de Ana, y aquellos condenados extraterrestres le habían aguado la luna de miel. A la sazón, su yo subconsciente se había rebelado con fantasía, haciéndole soñar despierto. Desde luego, aquello demostraba cuán precarias e inestables eran sus emociones.
De todos modos, la cosa en sí no tenía mayor importancia. El problema principal estaba resuelto. En realidad, se habían matado dos pájaros de un tiro, pues se había evitado la guerra entre los Estados Unidos y la Alianza Oriental. Y la especie humana sobreviviría, a menos que los extraterrestres regresasen demasiado pronto y con medios muy poderosos.
Pensó que no regresarían, y entonces se preguntó por qué lo había pensado.
- Datos insuficientes - dijo la voz mecánica de la calculadora electrónica.
Carmody anotó la respuesta y luego miró distraídamente cuál era el problema. No era extraño que hubiese pensado en los extraterrestres y el tiempo que duraría su ausencia; aquel había sido precisamente el problema que acababa de plantear a Junior. La respuesta, desde luego, no podía ser otra sino aquella. «Datos insuficientes».
Miró a Junior sin alcanzar el tercer problema que tenía preparado. En lugar de eso, formuló la siguiente pregunta a la máquina:
- Dime, Junior, ¿por qué tuve el presentimiento de que esos seres del espacio no regresarían?
Junior le dio esta desconcertante respuesta:
- Porque eso que tú llamas un presentimiento procede de la mente subconsciente, y tu mente subconsciente sabe que esos seres extraterrestres no existen.
Carmody se enderezó y miró a la máquina con ojos muy abiertos.
Luego exclamó:
- ¿Cómo?
Junior repitió lo que había dicho.
- Estás loco - dijo Carmody -. Yo los vi. Y Ana también.
- Ninguno de vosotros los vio. El recuerdo que tenéis de ellos es el resultado de una intensísima sugestión post-hipnótica, que ningún ser humano podría contrarrestar o resistir. Lo mismo puede decirse de tu deseo de volver a trabajar de nuevo aquí. Y de que me hayas hecho la pregunta que acabas de hacerme.
Carmody asió fuertemente los brazos de su sillón.
- ¿Fuiste tú quien implantó en mi mente estas sugestiones post-hipnóticas?
- Sí - respondió Junior -. Si fuese obra de otro ser humano, el detector de mentiras hubiera descubierto el engaño. Tenía que hacerlo yo.
- Pero... ¿y esos cambios moleculares en el óvulo? ¿Y todos esos nacimientos femeninos? ¿Qué cesaron cuando...? Espera, empecemos por el principio. ¿Qué causó esos cambios moleculares?
- Una modificación especial introducida en la frecuencia normal de la emisora radiofónica JVT de Washington, la única estación de radio de los Estados Unidos que funciona las veinticuatro horas. Esta modificación no era detectable por ningún instrumento de que dispone actualmente la ciencia humana.
- ¿Y tú causaste esa modificación?
- Sí. Tal vez recordarás que hace un año me confiaron el problema de diseñar un nuevo tubo de rayos catódicos. Introduje esa modificación especial en el diseño de dicho tubo.
- ¿Y por qué cesó tan bruscamente la alteración molecular?
- La parte especial de dicho tubo que causaba la modificación de la onda de radio estaba calculada para durar un período de tiempo determinado. El tubo sigue funcionando, pero aquella parte del mismo ya está gastada. Dejó de funcionar dos horas después de que Ana y tú abandonasteis la Luna.
Carmody cerró los ojos.
- Por favor, Junior, explícate.
- Las máquinas cibernéticas están construidas para ayudar a la humanidad. Una guerra mundial - cuyos desastrosos efectos yo puedo calcular exactamente - era inevitable si no se hacía algo para impedirlo. Mis cálculos me mostraron que la mejor manera de evitar la guerra consistía en crear un enemigo imaginario común. Para convencer a la humanidad de la existencia de semejante enemigo común, originé una situación crítica que dio por resultado vuestro envío a la Luna en misión especial. Teniendo en cuenta los diversos factores en juego, era inevitable tu elección como emisario. Además, era necesario que fueses tú, porque mis facultades de sugestión post-hipnótica se limitan a aquellos con los que estoy en contacto directo.
- Pero tú no estabas en contacto directo con Ana. ¿Y por qué ella tiene los mismos falsos recuerdos que yo?
- Ella estaba en contacto con otra gran calculadora electrónica.
- Pero... ¿Por qué esa calculadora imaginó las cosas igual que tú?
- Por la misma razón que dos sencillas máquinas sumadoras, debidamente construidas, darán la misma solución a un problema idéntico.
De momento, las ideas giraban vertiginosamente en el cerebro de Carmody. Levantándose, empezó a medir la sala a grandes pasos.
- Escucha, Junior... - dijo pero se dio cuenta de que no hablaba por el micrófono. Dirigiéndose a él, prosiguió:
- Escucha, Junior, ¿por qué me cuentas esto? Si todo lo que sucedió no fue más que una colosal patraña, ¿por qué permites que lo sepa?
- Conviene que la humanidad en general no se entere de la verdad. Mientras los hombres crean en la existencia de seres extraterrestres hostiles, reinará la paz y la amistad entre ellos y terminarán por alcanzar los planetas y finalmente las estrellas. Sin embargo, para tu propio bien conviene que tú sepas la verdad. Pero no la revelarás. Ni Ana. Puedo asegurar que, teniendo en cuenta que la calculadora de Moscú ha sacado las mismas conclusiones que yo, en estos momentos está informando a Ana de la verdad, o ya se la ha comunicado, o lo hará dentro de pocas horas.
Carmody interrumpió:
- Pero si mis recuerdos de lo que ocurrió en la Luna son falsos, ¿qué ocurrió en realidad?
- Mira a la luz verde que está en el centro del tablero que tienes delante.
Carmody lo hizo, y se acordó de todo. La verdad duplicaba todos sus recuerdos anteriores, hasta el momento en que dirigiéndose hacia el refugio terminado, con la botella de whisky, levantó la mirada hacia la pared del circo lunar.
Levantó la mirada, pero no había visto nada. Entonces entró en el refugio y ajustó la esclusa. Ana se unió a él y ambos abrieron la espita de las botellas de oxígeno para crear una atmósfera respirable.
Sus trece días de estancia allí constituyeron una maravillosa luna de miel. Ana y él se enamoraron perdidamente. Un par de veces estuvieron a punto de enzarzarse en peligrosas discusiones políticas, pero terminaron por decidir que todo aquello no valía la pena. También resolvieron seguir casados cuando regresasen a la Tierra y Ana prometió que iría a vivir con él a Norteamérica. Pasaron momentos tan maravillosos allí, que retrasaron su partida hasta el último momento, cuando el sol ya estaba muy bajo, pues temían la breve separación que les impondría el viaje de regreso.
Pero antes de marcharse, hicieron algunas cosas que él entonces no comprendió: A la sazón se daba cuenta de que habían obrado bajo los efectos de una sugestión post-hipnótica. Borraron todas las trazas de su estancia en el refugio, dejándolo todo de manera que los que fuesen a investigar allí no encontrasen la menor contradicción en el relato que ambos harían a su retorno a la Tierra.
Se acordó entonces que le causó gran desconcierto, de momento, tener que hacer todas aquellas extrañas cosas.
Pero por encima de todo se acordaba de Ana y de la embriagadora felicidad de aquellos trece días que pasaron juntos, durante su luna de miel en el Infierno.
- Gracias, Junior - dijo.
Luego se apresuró a tomar el teléfono y pidió al primer operador Reeber que le pusiese con la Casa Blanca, pues deseaba hablar con el presiente Saunderson. Tras una espera de minutos que le parecieron siglos, oyó la voz del presidente por el auricular.
- Carmody al aparato, señor presidente - dijo -. Le llamo acerca de la recompensa que usted me ofreció. Me gustaría dejar el trabajo inmediatamente para tomarme unas largas vacaciones. Y también desearía un avión muy rápido para que me llevase a Moscú. Quiero ver a Ana.
El presidente Saunderson rió.
- Estaba seguro de que no tardaría usted en cambiar de idea, capitán, y me pediría que lo relevase de este trabajo. Considérese en vacaciones indefinidas a partir de este momento. Pero en cuanto al avión, no creo que le haga falta. Acaban de comunicarnos de Rusia que... ejem... la señora Carmody acaba de despegar hacia aquí en un turborreactor estratosférico. Si se da prisa, llegará usted al aeródromo a tiempo de recibirla.
Carmody se dio prisa y, efectivamente, llegó a tiempo.
FIN