Publicado en
julio 25, 2010
© 1999 by José María Bravo Lineros. En Espada y Brujería y Realidad Cero. Publicado en Sangre y Acero 4 en 2001.
"...las cadenas de la muerte nada son para vosotros…"
Prepárense a la travesía más mortal y terrorifica de sus vidas. Compren su boleto de ida al Infierno junto con Daramad y Rakvar El Fiero, en un océano plagado de magia, horror y aquellos que regresan desde las sombras. La venganza esta por comenzar y nadie será perdonado.
El viento aullaba entre los riscos de la costa, álgido y cortante, arremolinando la nieve que caía copiosamente sobre la tierra en sombras. Un firmamento obscuro surcado de venas de fuego azul que destellaban seguidas de distantes y atronadores rugidos se cernía como una amenaza, cubriéndolo todo. Embravecido, el mar se estrellaba contra los farallones de roca negra, verdes aguas y plateada espuma rompiendo con fragor.
En una playa de arena gris guarecida del viento se veían varadas dos embarcaciones. La primera y de mayor envergadura era un barco pirata tarkvaro con el mástil abatido, un Hiendeolas, como los llamaban sus aguerridos tripulantes. Eran navíos veloces, maniobrables, de ahusados cascos con espolones de bronce a proa, una larga hilera de remos a cada costado y una gran vela cuadra de lino. La segunda embarcación era una balandra de vela triangular empleada como barco de pesca, pues podían verse redes y arpones dentro de ella.
De la solitaria playa subía un sendero desdibujado por la nieve, como si ésta quisiera borrar su rastro, el cual llegaba hasta un altillo iluminado por el resplandor de muchas antorchas, defendido por un palenque de madera. En él, vigilantes, se columbraban varias figuras quietas y taciturnas, cuyo aliento surgía en largas vaharadas. Dentro de aquel sombrío campamento estaban las formas oblongas de varias construcciones de madera toscas y resistentes, con ladeadas techumbres cubiertas de pieles. Una de ellas destacaba del resto por su gran tamaño: su planta tenía sesenta pasos de largo y veinte de ancho y su caballete se alzaba más de nueve pasos sobre el suelo. En la frente de aquella casa, sobre dos lanzas cruzadas, relucía un gran escudo de bronce con las zarpas de un águila pintadas en añil. Por las rendijas de la gran puerta de doble hoja surgían haces de fina luz amarillenta y se escapaba el estruendo de muchas voces rudas cantando obscenas trovas o rugiendo denuestos, carcajadas y maldiciones, junto al bullicio de los cubiertos y las sillas al entrechocar.
Era la morada de Rakvar El Fiero, el pirata tarkvaro más temido en los mares del Oeste de Anarank. En aquella noche fría y desapacible del breve otoño de las tierras del Norte, los piratas festejaban su regreso tras numerosas incursiones en las costas de Myrmyra, Zaikaman, Esmyria, Ymalrn e incluso Aran, abordando a los mercantes que se cruzaban en su camino. El Hiendeolas de Rakvar, el Rampante, había zarpado a finales de primavera con noventa hombres de dotación, guerreros tarkvaros de probada valía, temerarios, sedientos de botín, matanza y aventuras. Más de treinta bajas habían sufrido durante el viaje, pero ninguno de los piratas sintió pena por los caídos, pues tal fin podría ser el suyo en la próxima incursión y aceptaban aquello sin reparos o miedo. Los piratas tarkvaros bajaban del Norte eludiendo las bien defendidas costas de Ghathar y sus inabordables galeras de guerra, atacando de forma imprevista y brutal los asentamientos y barcos a su alcance. Sus víctimas quedaban paralizadas de terror al divisar los Hiendeolas en la lejanía y al oír el lúgubre tronar de los cuernos de guerra que precedían a su ataque, junto a las risas y cánticos que proferían mientras atacaban y daban muerte con sus espadas y hachas.
El interior de la morada de Rakvar El Fiero era vasto y estaba bien alumbrado por gran número de teas de pino y lámparas de aceite, cuyo humo obscuro y grasiento ensombrecía el techo y aumentaba la sensación de enormidad de aquella estancia. Una larga mesa hecha del colosal fuste de un abeto de los bosques suaros la cruzaba de parte a parte; en su áspera y veteada superficie, llena de puntadas de cuchillo, se disponían muchos platos y bandejas repletas de carnes, encurtidos, pescados en salazón y salsas, junto a toneles de licor, vino y cerveza.
Cincuenta y cuatro guerreros banqueteaban sentados en aquella mesa entre el alboroto de sus risas, juramentos e imprecaciones, atendidos por esclavos cabizbajos de aspecto miserable y regalándose los sentidos con las bellas mujeres capturadas en sus incursiones. Los tarkvaros eran altos, vigorosos, de pelo rojo o rubio siempre largo y enmarañado, y sus ojos verdes como el mar, zarcos como los picachos de las montañas o grises como el humo ardían impetuosos. Morenos por soles distantes y curtidos por las inclemencias, sus rostros llenos de cicatrices estaban poblados por espesas barbas o mostachos, partidas o trenzadas las primeras y de largas y retorcidas guías los segundos. De sus poderosos pechos cubiertos de cuero y mallas negras subían vozarrones insolentes, rudos como la tempestad. Cerca tenían sus cascos de hierro, decorados con plumas azules o pardas, y también sus espadas, hachas o mazas, que descansaban junto a ellos como fieles canes, tanteadas cariñosamente por los piratas cuando no asían los cálices y cuernos rebosantes de bebida.
Presidiendo la gran sala como un Dios de la Guerra y el Destino, Rakvar El Fiero se sentaba en su sitial de ébano tallado, grave y taciturno. Sostenía un cáliz de oro lleno de vino aranés en su diestra; distraídamente, daba sorbos cortos y pausados. El rostro de Rakvar estaba pincelado por las sombras del contraluz y parecía cavernoso, airado. La melena pelirroja le llegaba hasta los hombros como un torrente de cobre, encuadrando su amplia frente, donde nacía una profunda bregadura que le surcaba el entrecejo, la nariz y una de sus mejillas hasta perderse en su larga barba roja y crespa. Los ojos de Rakvar eran de un azul brumoso, como zafiros moteados de gris. En sus fuertes y velludos brazos se veían anchos brazaletes de plata, electro y bronce. Sus ropas eran abigarradas y suntuosas: una capa de seda roja sobre los hombros, una coraza de bruñido acero, pantalones de piel curtida y unas botas negras de excelente cuero.
Siembratumbas, el arma favorita de Rakvar, descansaba en su regazo. Era un hacha larga de magnífica hechura, cuya hoja estaba portentosamente forjada en un acero obscuro y filoso, labrado profusamente con intrincadas runas dazyres y embutido con hilos de plata; el astil era de roble endurecido al fuego y reforzado con tachas de bronce. Pesada y temible, Siembratumbas era una maldición sobre los vivos. Los hombres de Rakvar la reverenciaban. Había muchas leyendas que hablaban de un hacha parecida a aquella e igual nombre; según ellas, Siembratumbas había pertenecido a un rey de antaño, quien, tras satisfacer los ardientes deseos de una oréade de las Montañas Yertas, la había recibido como dádiva. Sin embargo, algunos de los hombres de Rakvar no creían en esas leyendas, atribuyéndole otro origen al arma. Aseguraban que Siembratumbas había sido forjada en las cavernas de los ogros marinos, templada en la sangre de una ondina e imbuida de su magia por el hálito de Nermek, el Dios de las Profundidades. Rakvar la había obtenido entregándole su alma al tenebroso dios como pago, y tras morir iría a la morada de Nermek, donde es atendido por sus hijas y concubinas y le sirven todos aquellos que sucumben en sus dominios.
Apurando el vino, Rakvar dejó desdeñoso el cáliz, paseó ceñudo su penetrante vista y, de súbito, se incorporó, irguiéndose en toda su formidable estatura. Con el astil de Siembratumbas golpeó la mesa tres veces, clamando con estrépito.
–¡Silencio! He de deciros algo –retumbó su voz.
Como hipnotizados, los guerreros tarkvaros callaron al punto. Rakvar, complacido, sonrió, extendiendo su diestra en un ademán que abarcó la gran sala y a los presentes en ella.
–Hemos regresado tras otro largo viaje a las costas del Este y el Sur para alimentar nuestras espadas y arcas. Hemos asolado aldeas, capturado barcos, derramado sangre capaz de llenar ríos... ¿y todo eso acabará perdiéndose en el olvido? No, os digo. Alguien debe narrar nuestras hazañas, para que éstas nos sobrevivan. Dunral –llamó, mirando a uno de los presentes.
–¿Sí? –respondió el aludido, secándose su rubio mostacho tras beber de su copa.
Dunral era alto, esbelto y de enredadas y rubias guedejas. Sobre sus rodillas tenía a una joven esclava vestida con una túnica sencilla, de rasgos estilizados, tez pálida y negros cabellos, a la que había estado dedicando sus atenciones.
–En tu aldea fuiste bardo y, según me han dicho, compones con soltura y maestría. ¿Glosarás sobre nos y nuestras aventuras, o preferirás hacerlo para esa ramera a la que cortejas?
Una carcajada brotó al unísono de muchas gargantas y todos miraron expectantes a Dunral, el cual, sonriendo, apartó a la esclava de su regazo y, levantándose, le mandó traer su lira.
–Cierto, Rakvar, quizás deba emplear mi poesía y narrar nuestro viaje. Escucha pues, capitán –cerró los ojos, buscando inspiración, hasta que, con un primer rasgueo de su lira, comenzó así:
Zarpamos al alba una mañana brumosa de primavera,
ávidos de aventura, gloria y tesoros.
Mientras el viento preñaba la vela,
y la proa filosa de nuestra nave hendía las aguas,
Vlares, el Tonante, desde su morada de roca y hielo en las Montañas Yertas, sonreía ominoso.
Sabía que nosotros, sus fieles, extenderíamos su mensaje,
y éste no es sino muerte y desolación.
Navegamos hacia el Sudeste, hacia las costas de los dazyres.
Arrasamos muchas de sus aldeas a sangre y fuego,
y nos regocijamos con sus orgullosas mujeres, domeñando su espíritu y carne.
Seguimos hacia el Sur, hacia Myrmyra, la tierra sombría,
donde negros castillos de roca se enseñorean desde los acantilados.
Allí también llevamos nuestro fatídico mensaje,
y rojas llamas y negras humaredas despidieron nuestra ida.
Y más allá, aún, nos llevaron los vientos,
hacia las villas de la pérfida Zaikaman,
donde hombres y mujeres de pelo obscuro alzaban furiosos sus puños,
lloraban y nos maldecían al vernos partir ahítos de botín y sangre.
Tres largos meses de rapiña, tres meses de infortunio para los demás mortales
y de regocijo para cuervos y alimañas.
Fuimos daño de viudas y huérfanos sin cuento,
que largos años llorarán a sus muertos, largos años, sí.
Y siempre, al frente de la liza, nuestro capitán, Rakvar, El Fiero,
ardientes sus ojos, presta en sus manos Siembratumbas, la acerada muerte,
sembrando su semilla en aciagas huesas,
dolor y lamentos su acíbar fruto.
Y con él nosotros, sus hombres, los terribles piratas del Norte,
riendo, entonando su siniestra melodía nuestras espadas y hachas.
Con el rescate de diez reyes llenando nuestras arcas,
navegamos de regreso por mares teñidos de sangre,
sin ciar jamás, henchidos de gloria.
Largo es el invierno, sí, mas también perecedero.
Pronto, cuando Vlares despierte en su trono de hielo y roca,
y los hielos crujan y los ríos bramen con furia al despeñarse en el verde mar,
pronto, volveremos, portando nuestro funesto mensaje.
Dunral tañó los últimos acordes de su inspirada trova, y hubo un silencio en el que las notas vibraron y luego murieron. Rakvar asintió desde su sitial, acariciando el astil ennegrecido de Siembratumbas.
–Bien, Dunral, me has complacido –y, alzando su cáliz, se irguió–. Brindemos por la gloria y la matanza, el botín y los mares de los que somos señores –sus hombres alzaron sus copas y las entrechocaron, prorrumpiendo en entusiastas vítores.
–Y ahora, sigamos con nuestro banquete. Reposad y paladead nuestro triunfo, dulce como el licor con que los dioses llenan su copa –dicho esto, dejó su puesto en la gran mesa, llevando consigo a Siembratumbas, pues jamás se alejaba de su arma, como un celoso amante.
Los esclavos se apartaban de él atemorizados, mientras iban y venían sirviendo a los piratas. Rakvar se acercó a un rincón obscuro, cerca de la pared, donde se encontraba un hombre fuertemente aherrojado con cadenas a uno de los pilares de madera que sostenían la sala. El hombre tenía su mirada fija en Rakvar, con una osadía insospechada; postrado y silencioso, fruncía el ceño y tensaba sus férreos músculos como sogas, lleno de impotencia. Las facciones de aquel hombre eran vagamente aquilinas y mordaces; su pelo era negro y crespo, y bajo una frente despejada, sus finas cejas se contraían en un irritado visaje sobre sus ojos castaños, que irradiaban resolución y suspicacia. Pequeñas cicatrices marcaban aquel rostro, obscurecido por una barba negra e hirsuta de varias semanas; una de estas cicatrices, sobre la ceja izquierda, era reciente. Estaba ataviado con una sencilla camisa de lino llena de salpicaduras de sangre reseca, unos pantalones y unas botas, ambos de ajado cuero. Bajo los rotos de su camisa aparecía su piel atezada y cosida de cicatrices, sobre todo por una muy profunda y larga que le cruzaba de través el pecho. Sus brazos nervudos y enjutos tenían intrincados tatuajes en azul y verde, destacando uno que le bajaba del hombro derecho hasta el codo, un monstruo serpentino, símbolo de Neym, el Dios Obscuro de las Profundidades helktornés.
Su nombre era Daramad Mur Asyb. Había sido ladrón, asesino, marinero, mercenario y mucho más en sus veintisiete años de azarosa vida. Por sus trazas podía adivinarse que provenía de las tierras del lejano Este, las tierras cálidas del perfume, la seda y el óleo, la picaresca y el arrayán. Aunaba en su temple el brío y el coraje de los hombres del Norte con la fina astucia del oriental; su padre había sido un marinero dazyr afincado en Murubi, una de las ciudades de la tumultuosa Saremia, dónde se había casado y tenido cuatro hijos. Daramad era un hábil y corajudo luchador, aunque sobre todo ágil y preciso, dotado de la potencia súbita y cegadora de un felino y un instinto nato para la supervivencia.
Dos meses antes y más de seiscientas leguas marinas al Sureste, Daramad había vuelto a despilfarrar su capital en vino y mujeres en Toreln La Altiva, una de las más importantes ciudades-estado de Zaikaman. Impelido por la falta de fondos y el hastío, decidió a probar suerte como marino y buscó un puesto en la tripulación del Petrel, un barco mercante recién botado gracias al dinero de varios mercaderes de las Casas de Comercio. El armador reunía la dotación para el primer viaje del Petrel, en el que navegaría hacia las costas suaras del Norte para intercambiar paños, brocados y gemas por pieles, madera para mástiles, marfil y aceite de ballena. No eran pocos los riesgos del viaje, pues el Mar Helado era traicionero y arduo de navegar, sobre todo por sus impredecibles temporales y el peligro de quebrar el casco contra los peñascos de hielo que flotaban en sus frías aguas. Como los saremios eran tenidos por excelentes hombres de mar –y no en vano, pues eran los navegantes más intrépidos de su era–, Daramad fue aceptado como contramaestre.
El Petrel era un buque mercante de dos palos y casco redondo, buen arqueo y elevada obra muerta, aparejado de proa a popa con velas de cuchillo blancas y rojas. Sus cuadernas estaban recién calafateadas con estopa y brea y pintadas con almagre. Era una nave estable y sus velas ceñían bien el viento, aunque no era una embarcación muy veloz y quedaba por ver cómo maniobraría a plena carga. La tripulación era de veinticinco marinos, el capitán, su segundo y un grupo de diez mercenarios zaikamandeses armados con escudos redondos, espadas cortas, arcos y jubones de cuero. El capitán del Petrel era un helktornés llamado Sehad, un avezado navegante, alto y enjuto, de rasgos angulosos, pelo negro y tez obscura. Daramad sabía reconocer a un buen capitán y le alegró contar con Sehad en aquella travesía.
Zarparon a mediados de verano, tendiendo velas y enfilando la proa hacia las costas suaras. Navegaron de bolina contra el viento del Norte durante más de quinientas leguas, hasta divisar la costa tarkvara y arrumbar luego al Noroeste. Después de voltejear cien leguas, el Petrel llegó a su destino, una cala próxima a una aldea suara. Los suaros estaban acostumbrados a la llegada ocasional de barcos mercantes del Sureste y a comerciar con ellos. Sehad había hecho este viaje antes y conocía a los habitantes de la aldea, los cuales advirtieron la llegada del Petrel y fueron al encuentro de los mercaderes en un lugar convenido, donde ambas partes expusieron sus mercancías. Después de varios días de regateos y discusiones, el preboste del Petrel llegó a un acuerdo con el jefe de la aldea y se realizó el trueque. El Petrel fue estibado con doce quintales de marfil, pieles, barricas llenas de aceite de ballena y madera de abeto. Con la borda más baja, el buque mercante izó velas y puso rumbo de regreso a Toreln, con un viento bonancible soplando por la aleta de estribor.
Durante la travesía de regreso, el viento refrescó paulatinamente, y Sehad, precavido, ordenó a sus hombres que aferraran la mayor parte del velamen y estuvieran alerta. El instinto de Sehad prevenía un temporal, y no le falló; tres días más tarde, una súbita tempestad atrapaba al Petrel y desataba todo su tremendo furor. Navegaron corriendo el viento con tan sólo los foques, hasta que tuvieron que desventarlos también y navegar a palo seco. El temporal arreció; Sehad, temiendo zozobrar, mandó a sus hombres que arrojaran aceite de ballena por la borda de barlovento como último recurso. El Petrel sobrevivió al temporal tras una desesperada pugna con las fuerzas de la naturaleza que se cobró seis hombres de su tripulación, entre ellos el segundo de a bordo. Aún más, el viento había torcido el mastelerillo del palo mayor y rifado sus velas, desarbolando el mastelero del palo trinquete. La tripulación del Petrel achicó el agua de la sentina e hizo todo lo posible por reparar las velas, pese a estar exhausta tras la lucha con la tempestad y desanimada por las bajas.
Durante el viaje, Daramad se había ganado la confianza de Sehad, y éste le eligió para reemplazar a su segundo de a bordo. Sin embargo, ejerció dicho cargo por poco tiempo; una semana después de la tormenta, los hados volvieron a ensañarse con el Petrel y su tripulación. Al amanecer, el vigía del palo mayor avistó una mancha en lontananza, a más de dos leguas. Sehad prefirió no correr riesgos y ordenó a sus hombres soltar más trapo, orzando dos cuartas para alejarse de la derrota que parecía seguir aquel barco. Más tarde, el vigía, ya sin dudas, oteó un barco que navegaba a un descuartelar hacia el nornordeste, siguiendo la costa. Si aquel navío conservaba su actual rumbo, lo perderían pronto de vista.
Mas no conservó aquel rumbo. Un escalofrío recorrió el espinazo de los tripulantes del Petrel cuando divisaron la silueta angosta y la vela cuadrada del Hiendeolas tarkvaro. Sehad sabía que los piratas tan sólo podían virar hacia sotavento y tratar de alcanzarles con una bordada. No era infrecuente que los buques mercantes que bajaban de las costas suaras coincidieran con los Hiendeolas de regreso; para zafarse de ellos, aprovechaban su mayor velocidad a vela con el viento a favor, y era esa misma táctica la que pretendía llevar a cabo Sehad, aunque el Petrel tenía el serio inconveniente de no disponer de todo su velamen. Sehad dio la orden de arribar para navegar de popa y tender todas las velas, pese al riesgo de que se soltaran de sus nervios. Los hombres obedecieron con rapidez y en silencio, intercambiando tan sólo miradas y gestos de angustia. El Petrel sería una presa fácil para los piratas si le daban alcance. Sin embargo, como para los tarkvaros era imprescindible la luz del día –ya que navegaban siguiendo la costa–, si les evitaban hasta el anochecer estarían a salvo.
El Petrel, impulsado por una brisa fresca, ganó arrancada y dejó atrás al Hiendeolas. Los piratas no cejaron y, tras concluir su bordada, navegaron tenazmente tras ellos. Sehad mandó entonces aliviar algo de la carga, pese a las protestas del preboste, y sus hombres desalojaron dos quintales de madera y los arrojaron por la borda. Aligerado, el Petrel se distanció del Hiendeolas y estuvo a punto de perderlo de vista. Los marinos gritaron alborozados, mas por poco tiempo: la brisa fresca que les había impulsado comenzó a rachear, amainando lentamente. La panza de las velas fue cayendo fláccida y el Petrel, sin su único medio de propulsión, quedó a la merced de las corrientes marinas. Los marineros del Petrel contemplaron cómo el Hiendeolas aparecía en la distancia, como un perro de presa, y se resignaron a su suerte con entereza.
Los tarkvaros habían replegado el mástil, inútil ahora, bogando briosamente con los largos remos. La afilada proa del Hiendeolas de Rakvar, el Rampante, la vela azul y los propios tarkvaros se distinguieron con claridad, al igual que sus gozosos gritos y el bramido de sus cuernos de guerra. Junto al mascarón de proa en forma de águila, un hombre enorme, vestido con mallas de hierro negro, coraza y escarcela de acero y un pesado yelmo taraceado en jade, instaba a los piratas a remar más rápido, levantando en desafío un hacha de dos manos de hoja obscura. Las flechas comenzaron a surcar el aire, clavándose en las cuadernas del Petrel con secos chasquidos. Los mercenarios zaikamandeses aprestaron sus arcos y hondas, respondiendo al fuego de los piratas. El vigía fue el primero en morir, acertado en un ojo por una saeta; cayó desde la cofa del palo mayor gritando espeluznantemente y chocó con un ruido sordo contra la cubierta.
Sehad llamó a sus hombres a formar para el zafarrancho de combate y, secundado por Daramad, dispuso a la tripulación del Petrel en la borda de babor. Los piratas lanzaron sus garfios para abordar el mercante; los más osados iban a proa, junto a su líder, mientras los arqueros les cubrían desde la popa. La tripulación del Petrel se armó con alfanjes, machetes, dagas, hachas de abordaje y broqueles, tratando de cortar frenéticamente las gruesas sogas de fibra de los garfios, aunque al hacerlo se exponían a ser asaeteados. Daramad tomó un hacha de un marino muerto por un flechazo y comenzó a cortar la maroma de un garfio, protegiéndose con el escudo de un mercenario caído.
Los piratas halaron de los garfios, abarloando los barcos. El brusco choque de los dos cascos hizo temblar al Petrel, y los tarkvaros, subiendo ágilmente por los cabos de amarre, comenzaron el asalto del mercante. Uno de ellos, con el pelo rojo fuego y larga barba, subía por el cabo que trataba de cortar Daramad. El tarkvaro, asiéndose con la mano izquierda a la soga, le tiró una estocada con la diestra desde abajo. Daramad la detuvo con el escudo y cortó el resto de la cuerda de un último hachazo. El pirata cayó con un grito, aterrizando en la borda de su propia nave y quebrándose la espalda.
Daramad corrió hacia otro de los garfios para cortar su cabo justo cuando una mano grande y enguantada asía la borda y trataba de izar a su dueño. De un hachazo, cercenó cuatro de los dedos de aquella mano y escuchó el aullido de dolor del pirata cuando caía. Guareciéndose con el escudo, le vio precipitarse durante un breve instante, y cómo, atorado entre los dos cascos, era aplastado brutalmente. Poco después otro pirata ocupaba el puesto de su compañero y conseguía trepar hasta el coronamiento antes de que Daramad cortara la soga. Un hachazo del tarkvaro sajó en dos el escudo de bronce y madera de Daramad y le hizo retroceder el tiempo suficiente para que el pirata ganara la cubierta. Desdeñando el destrozado escudo y el hacha, Daramad desnudó el yiruk y su larga daga y cerró contra su adversario. El pirata le tiró un tajo al cuello con su espada y Daramad, deteniéndolo con un diestro quite de sable, arremetió de cerca con la daga; su punta alcanzó el flanco del tarkvaro, traspasó la malla, resbaló sobre una costilla y se hincó profundamente bajo ella, interesándole el hígado. Exhalando un agónico jadeo, el pirata se tuvo un momento, vacilante, derrumbándose después entre estertores. Por el rabillo del ojo, Daramad atisbó a otro de los piratas y el borrón de su arma viniendo traicioneramente por su flanco izquierdo y, con un ágil regate, se agachó bajo el golpe de hacha a la vez que tajaba hacia la pierna izquierda del tarkvaro. El filo de su sable destrozó la rótula limpiamente, subiendo luego en un poderoso revés que atravesó loriga, cuero y carne, rompió costillas y horadó un pulmón.
Su siguiente contrincante cerró contra él furiosamente al ver sucumbir a su compañero y le alcanzó a Daramad en la frente, abriendo un sesgo que ensangrentó sus facciones. Daramad retrocedió, cegado por la sangre, parando los golpes confusamente. Uno de los tajos de espada le alcanzó en el hombro izquierdo y penetró el recio cuero de su jubón, sintiendo el saremio el frío acero cortando su carne. Aturdido, evitó los demás golpes casi a ciegas y comprobó que la herida del brazo no era grave. Su oponente, sin dejarle tiempo para tomar un respiro, le lanzó una terrible estocada. Daramad la vio venir en uno de sus gestos y la eludió, colocándose de una zancada a su flanco zurdo y asestándole un preciso y fuerte golpe con el pomo de la daga en el antebrazo, unos cuatro dedos por debajo del codo. El dolor enervó el brazo derecho del pirata y le hizo soltar la espada. Daramad no le dio oportunidad para rehacerse y su sable se abatió sobre su cuello como el hacha de un verdugo. La cabeza voló de los hombros y rebotó por la cubierta; como indeciso, el cuerpo decapitado del tarkvaro se tuvo en pie por un momento y luego se derrumbó.
Mejor armados, casi el doble de numerosos, los piratas inclinaron pronto el combate en su favor. Cuando la primera avanzada rompió la línea defensiva que Sehad había distribuido en el coronamiento de babor, el destino de los tripulantes del Petrel estuvo sellado. Entre una lluvia de saetas, venablos y piedras, los tarkvaros subieron por la borda como una tromba, cortando, hendiendo y aplastando mientras la cubierta del mercante se teñía de rojo. Rakvar, al frente de sus hombres, con la temible Siembratumbas en sus manos, se abrió paso como una tormenta que asolara una campiña, segando con formidables hachazos como rayos negros las vidas de los marinos, hendiendo con cada mandoble torsos, cráneos y miembros. Manchado de sangre de pies a cabeza, pletórico, Rakvar dejó una estela de cadáveres al avanzar junto a sus hombres. El último de los mercenarios de Torenl se interpuso ante él, y, con salvaje frenesí, Rakvar abatió a Siembratumbas partiendo en dos el alfanje de su contrario y arrancándole la mandíbula inferior. Rakvar le apartó a un lado con desdén y buscó a su próximo adversario.
De la tripulación del Petrel quedaban ya tan sólo siete hombres, tres de los cuales luchaban con denuedo junto a Daramad en el puente de popa, con el brillo desesperado en sus ojos de los que saben próxima su muerte. Uno logró atravesar de una estocada el corazón de su contrincante, pero sucumbió ante su siguiente enemigo, que le cortó el cuello de un revés; el segundo, tras batirse entre gritos, perdió su brazo de raíz primero y la vida después entre rojos borbotones; y por último, el tercero, que había roto su cuchillo contra el casco de un pirata y se batía con una cabilla, a modo de maza, cayó de espaldas dos pasos atrás, hendida su clavícula y torso por un tajo de espada.
Mientras tanto, Sehad, el capitán del mercante, se abría paso hasta Rakvar tras acabar con tres de sus piratas, armado de sable y broquel, renqueando por un feo corte en su muslo y con el coleto de cuero tachonado que ceñía su torso hecho trizas. Ambos contrincantes eran de talla similar, aunque el norteño era mucho más robusto que el helktornés, más ágil y esbelto. Los piratas se hicieron a un lado y dejaron que su capitán se enfrentara a Sehad sin interferir, pues tal era su costumbre. Ambos capitanes se miraron durante un instante que pareció eterno, hasta que la lucha dio comienzo. Siembratumbas y el bruñido yiruk de Sehad entrechocaron con fragor y, ya en el segundo lance, el sable mordió la coraza del tarkvaro e hizo saltar chispas y esquirlas de metal, aunque no logró traspasarla. Un hendiente de Siembratumbas golpeó el broquel y, con un crujido, hendió el bronce y el codo del helktornés, el cual titubeó ante el agudo dolor del brazo. Rakvar aprovechó aquel instante y su hacha tajó el muslo de Sehad, sajándole el fémur y derribándole. El capitán del Petrel aulló de dolor y se arrastró apoyándose en su brazo sano, arrostrando la muerte con dignidad.
Daramad, que se desembarazaba de su cuarto contrincante en aquel momento, contempló impotente cómo Rakvar le abría el cuello a Sehad con su hacha como a una res en el degolladero. Embargado por la ira y maldiciendo al capitán pirata en todas las lenguas que conocía, Daramad se abalanzó sobre él a la carrera, como un poseso. Uno de los tarkvaros se interpuso en su camino y le tiró un tajo a la cabeza, y Daramad, sin detenerse, se agazapó para eludir el golpe y le asestó un revés al vientre. El yiruk emergió de la herida quebrando las escamas de la loriga, mientras el pirata caía de rodillas y miraba con incredulidad cómo se esparcían sus entrañas por la cubierta. Un segundo tarkvaro trató de interceptarle, esta vez por su derecha; Daramad maldijo con impaciencia y, antes de que alzara su hacha, le propinó un empellón con el hombro, derribándole gracias al impulso de su carrera. Los demás piratas reaccionaron con demasiada lentitud para detenerle antes de que alcanzara a Rakvar y éste, agradado por el arrojo de su adversario, les ordenó que no intervinieran con un gesto. Sin embargo, poco después la sonrisa de desdén desaparecía de sus rasgos velados por el yelmo y era substituida por una mueca de esfuerzo, ya que el saremio acometía con ímpetu y maestría inauditas, pese a su menor altura y corpulencia. El yiruk de Daramad bajó en un potente tajo y Rakvar lo detuvo con dificultad con el astil de Siembratumbas; contraatacando, le asestó un hachazo a la cabeza, mas el saremio reculó de un salto y eludió el mortal filo del hacha. Tanteó con su sable la guardia del tarkvaro, amagó un par de veces, pero la destreza de Rakvar en combate era mayor de la que había supuesto. El capitán pirata, con un resoplido, le volvió a embestir con otro terrible hachazo. Sabedor de que era una locura tratar de detener aquellos devastadores golpes, Daramad lo evitó reculando. Hacha, sable y daga fulguraron cruzándose en rapidísimos ataques, contraataques y quites. Rakvar acertó a Daramad en el flanco, pero fue un tajo sesgado y tan sólo desgarró el coleto de cuero del saremio; a su vez, un sablazo de Daramad resonó sobre la coraza casi inexpugnable que defendía el pecho de Rakvar. Otro hachazo de Siembratumbas silbó cerca de la cabeza de Daramad, un golpe de su daga hirió a Rakvar en el brazo. Enfurecido al sentir la puñalada, Rakvar redobló sus esfuerzos, golpeando a diestro y siniestro en un alocado frenesí. Retrocediendo para evitar aquella tormenta de acero, Daramad se tuvo a la defensiva, ciando hasta el palo mayor. El pirata alzó su hacha para sentenciar la lucha y, entonces, Daramad actuó inesperadamente, en apariencia como un suicida, arrojándose contra Rakvar justo cuando bajaba el arma. Rakvar, sorprendido, desvió el golpe y Daramad, evitando la mortal trayectoria de Siembratumbas, tajó hacia la cintura del tarkvaro. El sable mordió el acero de la coraza, atravesando las launas de la escarcela y la cota de mallas con un agudo chirrido. La herida hizo clamar a Rakvar, el cual trató de zafarse de Daramad, colérico, pues éste estaba demasiado cerca de él como para poder asestarle un mandoble con su hacha. Las acometidas que Daramad tiraba por lo bajo con la daga eran temibles, y enseguida se volvieron las tornas en el combate: Rakvar retrocedía contra el palo mayor ante el acoso del saremio, azuzado por el dolor que ardía en su flanco. Bufando, Rakvar alcanzó con un cabezazo a Daramad en la frente y le abrió una brecha, mas el saremio resistió el golpe, contraatacando con un tajo de daga al cuello de abajo arriba súbito e impredecible. Tan sólo los reflejos de Rakvar le salvaron de la muerte: bajó la cabeza a tiempo y la visera de su yelmo repelió el filo de la daga. Aturdido, Rakvar retrocedió y Daramad, aprovechando el hueco en su defensa, le largó una fuerte patada al pecho que le hizo trastabillar hasta darse un encontronazo contra el palo mayor. El golpe no le hizo daño alguno gracias a su coraza, mas le robó el aliento durante unos preciosos instantes. Daramad trataba de aprovechar la flaqueza de Rakvar justo cuando advirtió alguien a su espalda e, instintivamente, echó la cabeza a un lado, sintiendo una aguda nota de agonía antes de que todo se desvaneciera.
Se despertó atado al mástil del Hiendeolas, con un dolor de cabeza y una sed terribles, sin saber dónde estaba ni qué había pasado. Más tarde supo que el lugarteniente de los piratas de Rakvar le había golpeado a traición con una maza en la cabeza, y que sólo su instintivo movimiento había evitado que el mazazo le hendiera el cráneo. No sabía exactamente porqué Rakvar no había acabado con él; sin duda, los piratas habían incendiado el Petrel tras saquearlo, dejando a los heridos y a los posibles supervivientes en el barco en llamas. Tal vez le reservaba para una exquisita tortura, aunque lo que Daramad intuía es que, por vez primera, Rakvar había estado a punto de ser derrotado y tal hecho le consumía. Quizás temiera que sus hombres murmuraran de él si le mataba atado e inerme, como un cobarde. Los tarkvaros alababan el valor y la fuerza por encima de todo lo demás, y aquel enjuto oriental de tez morena y negros cabellos había demostrado un coraje admirable: había acabado con cinco de ellos en combate y, aún más, había puesto en un brete a su capitán.
De cualquier forma, Rakvar, pese a que no había perdido ocasión durante la travesía de maltratarle, le había dado la suficiente agua y víveres para que sobreviviera, aunque no sin padecimientos. Daramad sobrevivió a la fiebre, a la escasez, al frío y al azote del viento y la lluvia, resistiendo tenazmente la adversidad gracias al vigor de su cuerpo y su férrea voluntad de vivir y prevalecer. Cuatro días duró el viaje hacia la morada de los piratas; a su término, lo aherrojaron con cadenas a aquel poste y le olvidaron, hasta que Rakvar se dirigió hacia él.
La cólera hacía vibrar los músculos de Daramad, marcando gruesas venas en su sien. Rakvar bramó una carcajada al ver su impotencia, y, viendo esto, Daramad relajó su postura. Calma, se dijo. No deseaba que aquel patán barbudo gozara de su desdicha, así que atemperó sus ánimos y pospuso sus anhelos de venganza, encarándole con altivez y esbozando una sonrisa.
–¿Aún te quedan fuerzas para sonreír, perro del Este? –le dijo Rakvar, divertido, empleando el omern, una lengua comercial que conocían ambos.
Daramad entrecerró los ojos, tratando de permanecer sereno.
–Me quedan fuerzas para sonreír, perro del Norte, e incluso para abrirte el cuello de lado a lado. ¡Libérame y dame un arma! Acabemos lo que uno de tus hombres interrumpió tan cobardemente.
Rakvar dejó escapar una seca carcajada, ignorando la pulla del oriental. Apurando su copa, paladeó el vino lentamente y se aproximó a Daramad, empequeñeciendo sus pupilas.
–Han muerto hombres por mucho menos, saremio –y, con la palma abierta, le golpeó el rostro.
Daramad volvió la cara, apretando los dientes y volviendo a confrontar a Rakvar. La sangre floreció en sus labios y en su mejilla, en un rasguño largo dejado por uno de los anillos de oro que Rakvar lucía en sus dedos.
–Entonces... ¿a qué esperas? ¡Mátame de una vez, maldito seas!
Rakvar se acuclilló ante él, admirado de la osadía de aquel extranjero.
–Dentro de poco te complaceré. Te reservo para un fin mejor... mereces una tortura exquisita, y he de meditarla con cuidado.
Daramad resopló, resignado, fingiéndose abatido, mas luego alzó la vista y sonrió burlón.
–¿Y esa herida del costado, Rakvar? ¿Duele? –le espetó.
Rakvar alzó las cejas, irritado. Se incorporó y, furioso, le asestó una patada al flanco, escupiéndole después.
–Muy pronto, las olas lamerán tus huesos descarnados. Acabarás pidiéndome que te mate, pero postergaré todo lo que pueda tu agonía. Reza a tus dioses, saremio, si es que pueden escucharte desde aquí –Rakvar se alejó de él, y Daramad, contrayendo el gesto, aguantó el dolor del costado estoicamente.
En ese momento, un encorvado sirviente, viejo y de pelo encanecido, chocó con Rakvar cuando volvía a su sitial, derramando las copas de vino que llevaba en una bandeja de madera. Parte del morado licor salpicó las ropas del jefe pirata, y el anciano se postró ante él, tembloroso, balbuciendo una sarta de apresuradas disculpas y recogiendo las copas y la bandeja. Rakvar, enfurecido, le asió por el cuello con la diestra, levantándole por encima de su hombro y zarandeándole cruelmente.
–¡Viejo inútil! ¿Aún vives? Te obstinas en vivir, cuando hace tiempo que debería haber arrojado tus magros huesos a mis perros –con su mano libre, acercó el filo de Siembratumbas al cuello del desdichado sirviente, el cual gemía disculpándose patéticamente.
–Bah... no merece la pena matarte. Vive lo poco que te quede, anciano –y, dicho esto, lo arrojó al suelo.
El hombre cayó con un apagado gemido al lado de Daramad, golpeándose la cabeza. Los hombres de Rakvar vieron la escena y se burlaron de él jocosamente, tirándole huesos mondos e increpándole a que se levantara y les sirviera más vino. El pobre anciano se arrastró débilmente entre sollozos, sangrando por una brecha en la frente. Rakvar ocupó su asiento en la mesa, y los demás piratas, aburridos, se olvidaron del viejo y siguieron con el banquete.
Daramad observó al viejo, que gimoteaba débilmente, aún postrado. Tenía un rostro macilento, pálido, y un pelo escaso, entreverado de gris y negro. Llevaba ropas raídas y muy manchadas de lana gruesa.
–Anciano... –le susurró–. ¿Estás bien? –el hombre se incorporó con lentitud, vacilante; por sus rasgos, Daramad dedujo que provenía de Myrmyra.
–Viviré –le contestó el viejo, con voz entrecortada.
Recuperando parte de su orgullo, se restañó la sangre y las lágrimas del rostro con la roída manga de su camisa y le agradeció el interés a Daramad, contemplando pesaroso las cadenas que lo aprisionaban.
–Desdichada suerte la tuya, extranjero. Ser esclavo de Rakvar y sus piratas es como padecer los tormentos del Infierno.
–No seré su esclavo por mucho tiempo. Mañana mismo me dará muerte; ha prometido torturarme de la forma más cruel que imagine... afortunadamente, según creo, estos norteños no tienen la paciencia necesaria para torturas muy largas. De todos modos, al final siempre acude la muerte –Daramad suspiró, resignado–. Pero eso ocurrirá mañana. En estos momentos, aún vivo. Eso me basta.
El viejo quedó cabizbajo, como si meditara las extrañas palabras del extranjero.
–¿Eres de Myrmyra, anciano?
–Sí... al menos, eso recuerdo –el viejo comenzó a toser bruscamente, y siguió haciéndolo largo rato entre espasmos y espumarajos de sangre, hasta que su tos se calmó y pudo continuar–. Me capturaron en una incursión a mi aldea natal, en la costa de Myrmyra. Asesinaron a mis hijos, violaron a mi mujer hasta la muerte y raptaron a mi única hija para que les diera solaz en las frías noches de su tierra. A mí me cargaron de cadenas y me hicieron su esclavo. Día tras día soporté sus escarnios y vejaciones. Día tras día tuve que ver cómo se humillaba mi hija en brazos de esos indeseables... ella no pudo soportar mucho tiempo tanto oprobio, y acabó con su vida cuando tuvo la menor oportunidad.
"He pensado en unirme a mi hija y arrebatarles el placer de verme desfallecer día tras día, pero no he tenido fuerzas para suicidarme. Aunque en realidad, hay algo que me impulsa a vivir... el anhelo de venganza que arde en mi enteco pecho. El odio me roe las entrañas, pero también me alienta y mantiene vivo. Y, muy pronto, podré vengarme. Dime, hombre del Este, ¿qué día es hoy?"
Daramad frunció el ceño, pensativo. Si no recordaba mal, el día en el que los piratas abordaron el Petrel era uno de los últimos del décimo mes del año. Habían viajado unos cuatro días, pero no podía estar muy seguro, pues le habían subido al Hiendeolas sin conocimiento.
–No sabía decirlo con exactitud... Tal vez –aventuró– el penúltimo o el último día del décimo mes del año.
–Sí... eso es. He contado cada día minuciosamente desde que mi hija murió, pero siempre tuve miedo de errar los cálculos. Hoy es el solsticio de invierno, el Yhal-Than. Los hombres del Norte conocen esta fecha, aunque los tarkvaros no la temen. Necios...
Daramad alzó las cejas, sin comprender la cháchara del anciano. Su marchito rostro se veía iluminado por un malsano júbilo, casi propio de un demente. El viejo siguió desbarrando, entre susurros, jadeos y amargas risas.
–Esta es la noche... He esperado largos meses a que llegara esta fecha, tratando de burlar a la muerte para sobrevivir hasta hoy. Mas todo llega. Esta es la noche en la que Savrak, el Señor de la Muerte, libera a sus desdichados siervos; los caminos de los muertos y los vivos se cruzan, y aquellos que vagan tras el velo de la muerte, aullando sin voz en las Tierras del Pesar, caminan de nuevo como débiles sombras por la tierra que les vio nacer. Por una noche, ésta precisamente, son libres...
"...libres para visitar a sus antiguos amigos y deudos, para advertirles y para traerles nuevas de la Tierra de la Muerte. Mas también son libres otros espíritus, para los que la muerte no supone traba si uno conoce los signos y palabras adecuadas."
Daramad compadeció a aquel pobre viejo, cuya cordura se había hecho añicos tras tanto infortunio. Sin embargo, un extraño presentimiento nació en su nuca y le estremeció al contemplar los rasgos del hombre. El myrmyro volvía a toser entre violentas contracciones; la saliva fluía de las comisuras de sus labios, teñida de rojo, y una expresión terrible se veía en su rostro, furiosa y alborozada al tiempo, ya absolutamente demencial. Rebuscando entre sus ropas mugrientas, extrajo una cuchara de latón, escamoteada sin duda al servir las mesas; tenía los bordes aguzados, probablemente tras haberlos frotado pacientemente contra una piedra u otro metal. Como arma, pensó Daramad, era poco menos que inútil. Pero, al ver cómo usaba la cuchara el anciano, abrió los ojos, sorprendido. Tomándola con pulso trémulo, el anciano la apoyó contra su muñeca izquierda, cortando profundamente y abriéndose las venas. La sangre obscura manó del corte perezosamente, y su olor, metálico y dulzón, asaltó el olfato de Daramad.
–Viejo... ¿qué demonios...? –comenzó a decir Daramad, mas se interrumpió al ver al anciano mojar sus dedos en la herida, y, como si su sangre fuera tinta y el suelo de tablas un pergamino, trazó un tosco círculo con su índice, donde inscribió extraños símbolos.
Mientras se desangraba lentamente, el myrmyro comenzó a desgranar las apagadas estrofas de un extraño y luctuoso cántico.
Escuchadme, Espíritus de la Venganza, y recordad,
acudid a mí, solazaos con la sangre derramada,
venid, mi hechizo os abrirá el camino.
Escuchadme, aquellos que no olvidáis,
acudid a mí, las cadenas de la muerte nada son para vosotros,
venid, ¡yo os conjuro!
Daramad había aguzado el oído para escuchar los susurros del anciano en su lengua, que chapurraba apenas. Lo poco que llegó a comprender llegó a conmoverle, pues reconoció en aquellas frases una siniestra evocación. El anciano continuó murmurando la letanía entre jadeos y toses, temblando, mientras la sangre resbalaba viscosa de su muñeca formando un pequeño y reluciente charco en el suelo. Daramad le observó languidecer, hasta que, asqueado, retiró la vista y la paseó por la gran sala.
Los tarkvaros seguían banqueteando con estrépito y bulliciosa alegría, resonando con fuerza sus achispadas voces. Dunral volvió a tañer la lira y a glosar su trova, añadiendo nuevas estrofas de las batallas que habían librado, junto a otras más soeces sobre las mujeres extranjeras que arrancaron carcajadas a los comensales. Rakvar sonreía desde su sitial, acariciándose la barba pelirroja. Propuso un brindis, aceptado gustosamente por los piratas, que entrechocaron con entusiasmo sus copas y las apuraron de un solo trago.
Seguro de que los piratas estaban demasiado ocupados como para descubrir lo que se proponía, Daramad inspiró lentamente para relajar su cuerpo y espiró luego con fuerza a la vez que arqueaba la espalda y tironeaba de sus cadenas. El metal se clavó sañuda y dolorosamente en la carne; tensó y pugnó con toda la fuerza de sus músculos para liberarse. Las arrugas surcaron su frente y las venas abultaron en sus sienes, cuello y brazos, hasta que pareció que iban a reventar. Temblando, con el rostro congestionado por el esfuerzo, jadeó y siguió tirando de sus cadenas. Sintió la sangre deslizándose cálida de su espalda y brazos, y, esperanzado, escuchó el chirriar de los eslabones. Sacando fuerzas de flaqueza y apelando hasta la última fibra de su ser, a punto de desvanecerse, con el rostro lívido y el corazón atronando en sus oídos, hizo un postrer intento.
Con una brusca exhalación, abandonó su empeño, respirando con anhelosas bocanadas. Bajó la cabeza, abatido, y se rindió a la evidencia. Aquellas cadenas estaban más allá de sus posibilidades; eran muy sólidas, de un hierro forjado por un excelente herrero: tan sólo un ser de una fuerza descomunal podría haberlas quebrado. Su situación era realmente desesperada.
Hincó sus pupilas en los piratas, enardecido por la frustración que lo embargaba. Especialmente, atravesó con la mirada a Rakvar, el cual volvía a proponer otro brindis. Sus hombres alzaron picheles, cuernos y copas rebosantes de bebida, mas sus labios no consumaron tal brindis.
La puerta de doble hoja resonó una vez, dos veces, hasta tres, como el latido de un monstruoso corazón. Todos miraron extrañados la puerta; Rakvar arrugó el entrecejo, maldijo para sí y llamó a cuatro de sus hombres.
–Yngvel, Steran, Kari y Firk; id a abrir. Tened cuidado –les ordenó.
Los aludidos se levantaron, acercándose a la enorme puerta de madera reforzada con bronce, desatrancándola y abriendo una de sus hojas cautelosamente.
Afuera, una niebla espesa, húmeda y etérea como una aparición flotaba impregnando el ambiente. Los piratas junto a la puerta vieron una forma que obscurecía la niebla, agazapada a un paso de ellos. Un gemido apagado brotaba de ella. Steran dio un paso atrás, amedrentado, desnudando su espada. Pero Yngvel despegó los labios, reconociendo a la figura que se arrastraba penosamente hacia ellos.
–¡Harek! ¡Es Harek, por Vlares! –dijo en voz alta.
Rakvar les gritó, enfurecido.
–¿Y a qué esperáis, imbéciles? ¡Ayudadle! Y volved a atrancar la puerta.
Yngvel asintió, y junto a Steran levantó del suelo a Harek, mientras Kari y Firk cerraban y atrancaban la puerta tras ellos. Firk miró por última vez hacia la niebla y la vio arremolinarse sin cesar, como contrayéndose entre las dolorosas contracciones de una parturienta.
Yngvel y Steran llevaron a Harek en brazos, tendiéndole sobre un lecho de pieles que extendió con rapidez un esclavo. Los piratas se levantaron lentamente de sus asientos, mientras Rakvar urgía a los esclavos a por vino y lino limpio para Harek. El desdichado estaba pálido y respiraba con afán. Una mancha encarnada crecía en su costado, y cuando uno de los esclavos le retiró las ropas descubrió un corte largo por el que asomaban las costillas. Apartando a empellones a sus hombres, Rakvar se arrodilló ante Harek. Éste miró a su capitán con la mirada turbia y su rostro empapado de sudor.
–Rakvar... –masculló– nos rodean...
–¿Qué dices, Harek? ¿De quiénes hablas? –le increpó.
–Ellos... –dijo entre toses–. Estábamos en la empalizada, haciendo nuestro turno de guardia... –volvió a interrumpirse, expectorando sangre–...y entonces se nos arrojaron encima. Vinieron con la niebla... no les vimos llegar.
–¿Qué dices, maldito? –tronó Rakvar, iracundo, aunque notablemente inquieto.
Los tarkvaros murmuraban, mirándose con zozobra, tentando nerviosos sus armas.
–Tengo sed... dadme vino –pidió débilmente Harek, aunque cuando uno de los esclavos le acercó lo que pedía, dejó escapar un agudo quejido, sufrió un violento estertor y murió finalmente, con los ojos muy abiertos y sin brillo.
Rakvar maldijo en alta voz, velando los ojos del muerto y levantándose. Entonces, una carcajada débil pero triunfal, áspera y entrecortada, rompió ominosa el silencio. Los tarkvaros se volvieron a un rincón de la estancia, donde el esclavo myrmyro reía con amargura, echando atrás su cabeza, arrodillado y con la muñeca izquierda ensangrentada.
Daramad miró en ese instante también al viejo, sorprendido como los demás, pues los murmullos del myrmyro se habían apagado hacía rato y ya le creía muerto. Sin embargo, el viejo se tenía aún sobre sus rodillas mientras continuaba riéndose con aquellas extrañas y triunfales carcajadas, como si éstas hubieran aguardado largo tiempo para brotar de su débil pecho. Rakvar, irritado por aquella risa, se acercó al viejo con furiosas zancadas.
–¿De qué te ríes, viejo estúpido? Veo que al fin has tenido valor para acabar con tu vida –dijo mirando la herida de su muñeca y, tomándole con su diestra por el cuello como a un pelele, lo alzó sobre su cabeza.
El myrmyro cesó de reír, aunque una petulante e inexplicable sonrisa se extendía por sus agrietados labios.
–Ya vienen, Rakvar han acudido a mi llamada. Estáis muertos, todos muertos... los que no olvidan obtendrán su ansiada venganza, y su venganza, ¡será la mía!
Rakvar contrajo los labios y apretó las mandíbulas, poseído por la cólera. Lo dejó en el suelo bruscamente y de un rápido mandoble de Siembratumbas segó su cabeza. Ésta cayó y salió despedida hacia atrás, rebotando en el suelo con sordo golpeteo, mientras el cuerpo caía entre chorros de sangre.
–Eres todo un valiente, Rakvar –le dijo Daramad, meneando la cabeza.
Rakvar aulló de rabia y alzó sobre su cabeza a Siembratumbas dispuesto a acabar con el saremio. Cuando tomaba impulso para tirar el golpe, un fuerte resonar le detuvo.
Alguien llamaba de nuevo a la puerta. Dos golpes seguidos la hicieron retumbar y gemir. Quienquiera que golpeara la puerta de esa forma tenía una fuerza terrible.
Rakvar desvió su arma, escupió al saremio y acaudilló a sus hombres, que miraban amedrentados la puerta.
–¡Moveos, malditos seáis! Tomad los muebles, sillas y todo lo que podáis acarrear, y reforzad la puerta. ¡Beln, Steran, Ari, repartid las armas! ¡Vamos! ¡Quiero una hilera de arqueros ahora mismo! –Rakvar siguió dando órdenes frenéticamente, trazando un plan de acción ante aquel inesperado ataque.
Sus hombres apilaron el moblaje de la sala contra la puerta y la apuntalaron con el astil de varias lanzas. Insistentes, los golpes arreciaron, clamando como el embate de las olas contra la costa. Los tarkvaros aprestaron sus atavíos y armas para guerrear, armándose veinte de ellos con arcos y flechas.
Rakvar ordenó cerrar filas ante la inminente irrupción de sus enemigos, aún sin saber contra quiénes se enfrentaban; mandó a los esclavos y a las mujeres al fondo de la sala, entregándoles las armas que habían sobrado para que lucharan por su vida. Sus hombres aguardaban ansiosos, apretando con fuerza sus armas, ya disipados los efectos de la bebida.
La puerta retemblaba entre crujidos. Uno de los clavos de la jamba se desprendió, cayendo al suelo con un tintineo, y una grieta surcó la madera. ¿Quién demonios les atacaba? Fueran quienes fueran los atacantes, habían sido muy hábiles para hallar su cubil en aquella abstrusa cala, y muy cautos también para que los centinelas no les advirtieran. Tal vez se trataba de un ataque por parte de otro pirata tarkvaro, pero Rakvar hubiera esperado otra táctica más eficaz, como incendiar la casa para forzarles a salir de ella. Los pensamientos de Rakvar fueron interrumpidos por una voz vigorosa y con un marcado acento oriental.
–¡Libérame, Rakvar! –acució Daramad, agitando sus cadenas con impaciencia–. ¡Libérame y dame un arma, y combatiré a vuestros enemigos!
Rakvar contempló al hombre del Este mientras el estruendo de los golpes arreciaba. Con un movimiento brusco de su diestra, dos de sus hombres se encargaron de liberar a Daramad, abriendo el cerrojo de las cadenas y dejándole una espada. El saremio se frotó los entumecidos miembros y sopesó el peso de la espada, gozoso.
Rakvar le contempló, suspicaz.
–Eres libre para luchar. Mas, si sobrevivimos, habremos de resolver nuestra cuenta pendiente –y se volvió hacia la puerta, olvidándole.
Daramad se irguió tembloroso, lleno de calambres, debilitado por la carestía pero sintiéndose dueño de su destino.
La viga de madera que aseguraba la puerta cedió otro palmo con un espantoso crujido, y ésta se abrió un par de dedos más. Por entre las entreabiertas hojas de la puerta se filtraba la niebla, espesa e irreal, contorsionándose obscenamente.
Con un último restallido, la puerta se doblegó y sus hojas se abrieron de par en par, derribando la improvisada barrera de muebles. Más allá de la entrada sólo se veía la obscuridad de la noche y los zarcillos de la espectral niebla. De ella se recortaron muchas siluetas sombrías, vacilantes, caminando con pasos tardos como los de un tullido. Eran pasos lentos, pero inexorables... Como famélica y reseca hueste vomitada del seno del Averno, unos hombres desgarbados, andrajosos y lívidos surgieron de la niebla. La espantosa y blasfema horda entró en la gran sala, amenazante, con herrumbrosas armas dispuestas para la lucha. Aquellos seres habían venido de muy lejos, de tierras que todos los nacidos visitaban más tarde o más temprano, pero de la que jamás ninguno había vuelto. Algunos de ellos venían de los profundos abismos del mar; en sus rostros amoratados, enredadas en sus cabellos y colgando de sus legamosas ropas, se veían algas podridas. Sus armas estaban mohosas, verdes y embotadas, pero aún eran letales. Caminaban como sonámbulos, faltas de emoción sus macilentas facciones, salvo sus terribles ojos, que traicionaban su impasible aspecto ardiendo con un odio infinito, un odio alimentado durante largos años por indecibles sufrimientos.
Los tarkvaros retrocedieron, incluso Rakvar, al ver cómo irrumpían los espíritus de la venganza. Los espectros no tardaron en hacerles recordar sus pasadas incursiones. Muchos de los piratas ahogaron exclamaciones y gritos de pavor, pues ante ellos se tenían sus antaño víctimas y enemigos, mudos, terribles e ineluctables. Sus armas les habían dado cierta muerte años atrás, pero, aún así, estaban ahora frente a ellos; eran muchos, cientos... tenían aquí y allá heridas sin cerrar, de las que había huido toda la sangre de sus marchitos cuerpos, que mostraban evidentes y nauseabundos signos de descomposición. Nada dijeron... ninguna sílaba brotó de sus labios yertos. Tan sólo podía oírse el tabaleo de sus pasos desmañados y el rozar de sus deslustradas armas. Su intención era inequívoca.
Los tarkvaros temblaban violentamente, paralizados por el helado roce de la muerte en sus espinazos. Rakvar, cubierto de sudor frío, retrocedió entre reniegos, mas no tardó en estallar con un súbito ramalazo de cólera, sobreponiéndose al pavor.
–¡Despertad, malditos! –instó a sus hombres–. ¡Disparad!
Los tarkvaros, al oír su poderosa voz de mando, obedecieron, olvidando su temor. Largas saetas volaron hacia los espíritus, clavándose en su carne muerta. Ninguno de ellos se inmutó; ni siquiera intentaron arrancarse las saetas. Rakvar ordenó a la segunda hilera de sus hombres disparar. El astil de las flechas asomó en los cuerpos de los espectros como penachos de plumas grises. Amedrentados, los piratas cesaron de disparar, viendo cuán inútiles eran sus esfuerzos. El miedo a lo sobrenatural, a una muerte ineludible, les atenazó de nuevo. Dejaron caer los arcos, abatidos, reculando hasta el extremo de la larga mesa.
Rakvar les maldijo, colérico.
–¡El Infierno os lleve! ¡Empuñemos las armas y hagámosles frente! Les matamos una vez... ¡y por Vlares que volveremos a enviarlos allí de dónde han regresado! –y con dos zancadas, cargó contra el más adelantado de los espectros, rubricando sus palabras con un mandoble de Siembratumbas. El acero del hacha arrancó el cráneo del aparecido, haciendo volar fragmentos de hueso y sesos.
Admirando la valentía de su capitán y exaltados por su ejemplo, los tarkvaros sobrepujaron su terror a lo sobrenatural, pues apreciaban el valor más que cualquier otra cosa. Rugieron de rabia, yendo al encuentro del pavoroso enemigo. Fue un terrible duelo de voluntades, furia y miedo enfrentándose a fría venganza, acero bruñido y afilado ante hierro herrumbroso, miradas de ojos claros ante pupilas ahítas de odio. Las lanzas se hincaron sañudas en la carne de los espectros, las espadas cortaron miembros y gargantas y las hachas hendieron pechos y cráneos, hirientes los quejidos del metal al quebrarse o atravesar cascos y armaduras. Los espíritus de la venganza bajaban sus herrumbrosas armas sin mostrar piedad o júbilo, y la sangre de los piratas comenzó a empapar la gran sala. Las armas de los tarkvaros se enterraban en sus cuerpos fríos sin hacerles mella, incluso Siembratumbas. Rakvar maldecía y aullaba de rabia, bajando la hoja de Siembratumbas como un poseso. El pesado filo cercenaba brazos y cabezas, hundía torsos secos entre chasquidos, mas, esta vez, no sembraba su amarga cosecha. Los espíritus de la venganza eran atroces oponentes, y tan sólo dejaban de luchar cuando eran despedazados. Ante ellos, los piratas de Rakvar comenzaron a sucumbir como hojas secas tras el estío. Gund fue el primero, con un mazazo entre los ojos que le aplastó el rostro; Korno, el segundo, con el brazo arrancado de una cuchillada a la altura del hombro. Skaln, Nuh y Leyn les siguieron poco después, y muchos otros... Los piratas tarkvaros eran formidables luchadores, pero ahora se las veían contra seres sobrenaturales casi inexpugnables.
Sobrecogido, Daramad apretó la espada entre sus dedos. A lo lejos, en la puerta, brotando de aquella condenada niebla, las largas filas de los espíritus de la venganza caminaban lentamente hacia los piratas, como esperando su turno. Daramad vio a Rakvar repartiendo hachazos acosado por media docena de espectros; cerca estaban sus guerreros más fieles, batallando con ardor. Los piratas, empujados por la marea de espectros, fueron retrocediendo hacia el fondo de la estancia, disponiéndose a ambos lados de la larga mesa de abeto; rodeándola, los espíritus de la venganza avanzaron volcando toneles, bandejas con viandas, sillas y taburetes. Rakvar, con la coraza llena de abolladuras y la malla que cubría el resto de su cuerpo surcada de desgarrones teñidos de sangre, acució a sus hombres a que resistieran ante el enemigo, ronca su voz por el esfuerzo. Cerca de él estaba Dunral, torvos sus hermosos rasgos, frenando a tres espectros desde lo alto de la mesa y recibiendo en su escudo la formidable violencia de sus golpes. Hundió una estocada en un rostro descarnado y detuvo un mazazo con el escudo, pero éste, vencido, se astilló, y el golpe de maza le partió el brazo. Dunral aulló de dolor y tiró un revés al cuello del espíritu, separando la cabeza de sus hombros. Su tercer contrincante le hincó su cuchillo en la pierna y le destrozó el muslo. Chillando de angustia, Dunral perdió pie y cayó de la mesa, donde sus pasadas víctimas lo acuchillaron hasta la muerte.
Sólo dos tarkvaros quedaban entre Daramad y los espectros. El primero, rubio y fornido, traspasó el pecho del más adelantado de los muertos con su acero, rompiéndole el esternón y derribándole. Otro espíritu de la venganza se abalanzó sobre él cuando trataba de destrabar su espada y alanceó con tremenda violencia su vientre. Sus entrañas cayeron al suelo como rojizas serpientes que emergieran de su húmedo y maloliente cubil, y el pirata cayó sobre sus rodillas, sujetándose las tripas entre gemidos de agonía. El segundo pirata, que había acabado con uno de sus adversarios tras despedazarlo a tajos de hacha, tronó una maldición al ver sucumbir a su amigo y redobló sus fuerzas, partiendo en dos por la cintura a otro espíritu con un hachazo. Una espada le alcanzó bajo las costillas y penetró mallas y carne, emergiendo por la espalda tras romper el omoplato izquierdo con un horrible chasquido. El tarkvaro parpadeó asombrado, jadeó de angustia y luego expiró.
Daramad dirigió una rápida mirada por la estancia, comprobando que no había salida posible; tan sólo angostos respiraderos en las paredes y la chimenea al fondo de la sala, donde se apiñaban entre sollozos los esclavos y mujeres de los piratas, mirando aterrados la lucha. Resignado, se enfrentó a su primer enemigo y detuvo un rapidísimo lanzazo con un quite de espada, cortando en dos el astil de la lanza. Asestó un mandoble a otro espectro y le abrió el cráneo, aunque éste tan sólo se tambaleó hacia atrás antes de volver a la carga. Tres muertos se unieron a él y Daramad, viendo que tenía pocas posibilidades contra ellos, subió de un salto a la mesa y retrocedió, a la defensiva. Los espíritus le tiraron golpes a su paso y Daramad, eludiendo unos y parando otros, consiguió retroceder y escapar a su alcance. Entonces comprobó algo que le hizo maldecir su estupidez. Los espíritus de la venganza, una vez se hubo retirado, lo ignoraron, rodeando la mesa o subiéndose a ella para llegar hasta los pocos piratas que se tenían aún en pie. Daramad comprendió que aquellos espíritus seguían ciegamente a sus pasados asesinos como a una luz en un lóbrego paraje, y que tan sólo le habían atacado porque se había interpuesto en su camino. Mucho más tranquilo retrocedió hasta la chimenea, donde infundió ánimos a los aterrados sirvientes.
Aquí y allá, grotescamente dispuestos en el suelo o sobre la mesa, los cadáveres de los tarkvaros teñían la tablazón del suelo de rojo, y ésta bebía ávida la sangre que manaba de sus heridas como un tábano hambriento. Pocos espíritus de la venganza habían caído, en cambio, pues sólo se les vencía cuando sus cuerpos eran deshechos o mutilados a golpes, como murallas desmoronadas por el asalto de los elementos. Apenas quince piratas se disponían en semicírculo junto a la pared oeste, a un lado de la mesa de abeto, rodeados por la horda infernal de los que no podían olvidar. Rakvar, con la visera de su yelmo doblada y decenas de heridas menores, aún fiero empuñando a Siembratumbas, ya no instaba a sus hombres a resistir, pues todos se sabían perdidos; reservaba como sus hombres todas sus energías para defender y atacar, notando que sus reflejos y la potencia de sus ataques disminuían como la luz del Sol en el ocaso. Paró con el astil de Siembratumbas y contraatacó con un tremendo hendiente, sajando a un espectro desde el hombro a la ingle; agachándose ante una cuchillada, le cortó una pierna a otro, subiendo instantes después a Siembratumbas a la vez que se volvía hacia un nuevo contrincante y le quebraba la cadera de un hachazo. Aprovechando un breve instante de respiro, alzó airado a Siembratumbas, clamando al destino.
–¡Maldigo mil veces tu nombre, Savrak, Dios de los Muertos, te maldigo a ti y a tu condenada hueste infernal! ¿Me oyes? ¡Maldito seas! –arrebatado por la cólera, se abalanzó de nuevo contra sus contrincantes como una tempestad, derribando con cada hachazo a uno de ellos.
Entretanto, sus hombres luchaban también con ahínco, aunque ya menos de una docena restaban para alzar las armas. Yngvel, un muchacho cuya primera incursión había sido la de aquel año, se tenía junto a su amigo Steran a la izquierda de Rakvar, defendiendo su flanco. Steran, que había perdido un ojo durante la refriega y el brazo izquierdo le pendía como un guiñapo de los tendones, casi cercenado, gruñía con cada golpe que detenía o propinaba casi a ciegas. Yngvel atisbó cómo Steran perecía ante un golpe de guadaña, y, sin resuello, con la lengua hecha un nudo rasposo en su garganta, reculó hasta uno de los pilares de madera de la sala y se enfrentó a otros dos espectros. En uno de ellos reconoció a un labriego myrmyro al que había degollado cuando trataba de impedir que violara a su mujer e hijas, haciéndole frente tan sólo con una azada. Transportado por la locura y la rabia, se lanzó sobre sus dos enemigos, decapitando al myrmyro con su espada. Sin embargo, aún decapitado, el muerto bajó su azada sobre él y le alcanzó en la frente. El pesado canto de la azada resbaló por su rostro, desgarrando la carne. Yngvel se debatió con los ojos llenos de sangre, sintió una punzada en el costado y, en un último arranque, acometió con puños y dientes a su adversario hasta hallar la muerte.
Beln, el lugarteniente de Rakvar, luchaba con tesón junto a su capitán. Vio sucumbir uno tras otro a sus compañeros; a Firk, decapitado de una cuchillada, a Erln, cosido a tajos, a Svarl, degollado... hasta que sólo quedaron, además de él y Rakvar, tres piratas: Harnel, el suaro, Rugder y Varyan. Formaron un estrecho círculo para luchar tenazmente hasta que el último de ellos muriera. Rakvar bajaba incansablemente a Siembratumbas una vez tras otra, entre gruñidos; de vez en cuando, creía reconocer un rostro y lo insultaba entre carcajadas, desbarrando como un loco. Beln paró maquinalmente con su escudo, volviendo a golpear con su maza a otro espectro. Escuchó un quejido ahogado y columbró a Rugder tambaleándose con la garganta cortada. Harnel y Varyan luchaban codo con codo valerosamente; Varyan, adusto, sereno aún en lo más hondo de la batalla, tenía ahora las facciones desencajadas y los ojos desorbitados; Harnel, el suaro, rechoncho y corpulento, fruncía aún más su arrugado rostro, sin casco y con el pelo blanquecino teñido de rojo por una brecha en su cabeza. Cuando tajaba el hombro hasta el pecho a uno de los espíritus, una estocada le alcanzó debajo de la oreja y le atravesó el cráneo. Varyan sintió el desfallecer de su amigo y lanzó un grito poseído por la rabia como el restallar del trueno; enloquecido, lanzó golpes con su hacha de doble filo, hasta que una formidable cuchillada tajó profunda en su antebrazo y otra le alcanzó en la espalda, por encima de la cadera, emergiendo la punta rojiza del arma por su vientre. El dolor de las heridas enardeció su cólera y se debatió con mayor ardor por unos momentos, hasta sus golpes fueron cada vez más torpes. Antes de morir, el último de sus alocados hachazos golpeó el candil que colgaba de uno de los pilares, derribándolo de su soporte. El candil cayó al suelo, quebrándose con estrépito y, con un siseo, el aceite se inflamó y las llamas comenzaron a propagarse con rapidez.
Beln vio desesperado cómo el fuego se expandía y flaqueó. Detuvo con torpeza el lanzazo de un espectro, y, finalmente, una cuchillada golpeó el costado de su casco; exhalando un gemido, se desmoronó pesadamente.
Rakvar apercibió que era el único tarkvaro en pie, rodeado por los espíritus de la venganza y el fuego, que ardía con júbilo cebándose con la madera de la gran sala. Asfixiado, se retiró el yelmo y lo arrojó con desdén a sus enemigos, sosteniéndose ante ellos con el último reducto de sus energías, jadeante, con el rostro lívido y Siembratumbas apretada entre sus dedos. Contempló a la larga hilera de espectros que le acosaba y, extrañado, vio cómo aguardaban, teniéndose ante él con sus armas teñidas de sangre y sus ojos refulgiendo, aún sedientos –tal vez por siempre–de venganza.
–¿A qué esperáis? ¡Venid a por mí! Venid y veremos a cuantos más de vosotros envío de vuelta al Averno... ¿Es que no me oís, malditos? –Rakvar calló, ronco, mirando sus rostros impasibles.
Los espíritus de la venganza retrocedieron y formaron un pasillo por el que, penosamente, avanzó uno de ellos renqueando. El cuello le caía laxo hacia un hombro, pues tiempo atrás le habían cortado el cuello; era alto, vestía como un guerrero tarkvaro e iba sin armas. El pelo rubio, largo y revuelto estaba sucio de tierra, y los gusanos de la podredumbre reptaban por su tumefacto rostro y el interior de su desgarrada garganta. Aún así, Rakvar reconoció aquellas facciones; ante él, veía un rostro que creyó olvidado, un rostro de alguien a quien había matado a traición por la espalda, seducido por la codicia.
–Gyveln... –musitó, aterrado, con los labios entreabiertos en una sobrecogida mueca–. Hermano, has vuelto... –le saludó, espeluznado; en su diestra, Siembratumbas comenzaba a resbalar, como si quisiera huir de su presa y regresar con su antiguo dueño.
Éste, con su torcida vista clavada en Rakvar, continuó caminando lentamente hacia él.
–¡No! –aulló súbitamente–. ¡No me la arrebatarás! ¡Me pertenece! –y mientras chillaba histérico, cargó contra su difunto hermano, alzando a Siembratumbas.
Los espíritus de la venganza le cerraron el paso, doblegándole y arrancándole de las manos a Siembratumbas. Rakvar volvió a chillar, angustiado, forcejeando para librarse. Gyveln, tomando a Siembratumbas, la alzó con decisión, casi con alborozo, descargándola sobre Rakvar y hendiendo su cráneo hasta la mandíbula. La asesina hoja del hacha se quedó alojada en la herida y Gyveln, cumplida ya su tarea, se retiró arropado por los demás espíritus. Lentamente, éstos se marcharon en muda procesión. La niebla les acogió en su seno y, embozados por ella, dejaron vacía la gran sala, salvo por los cadáveres de los piratas esparcidos, el fragor del fuego y los charcos de sangre que hervían lamidos por las llamas.
Daramad, nada más comprobar que tenían libre la salida de aquel Infierno, apremió a los sirvientes a actuar, pues estaban paralizados por el miedo.
–¡Vamos, moveos! ¿Es que queréis quemaros aquí junto a los cadáveres? Tomad lo que podáis acarrear y seguidme –asintiendo, tomaron sacas y metieron en ellas provisiones y odres de vino y agua.
Daramad les vio llenar sus bolsillos con algunos puñados de monedas de oro y sonrió. Tomando un cofrecillo lleno de joyas de una mesa y un grueso abrigo de pelo, los empujó fuera de la sala, eludiendo el fuego.
Dedicó en el umbral una última mirada al cadáver de Rakvar y vio a Siembratumbas clavada en su cráneo. La tentación de reclamar el arma como suya fue muy fuerte, tanto que le sorprendió. Sin embargo, no tardó en desechar tal pensamiento; aquella arma estaba maldita por demasiada muerte y malhadados hechos como para que se atreviera a tocarla. Justo cuando se marchaba, una viga del artesonado del techo se desprendió sobre el cadáver de Rakvar, sepultándolo junto a su arma.
El viento y el frío del exterior le hicieron estremecerse violentamente. Se arrebujó en el abrigo y caminó hacia la playa en silencio, seguido por la veintena de antiguos esclavos. Subieron las provisiones al Rampante, el Hiendeolas de los piratas, empujaron entre todos el barco hasta la orilla, alzaron el mástil y desplegaron la vela. Daramad se acercó al remo que hacía de timón en la popa, volviéndose a los hombres y mujeres que se repartían por la cubierta, antaño esclavos de los piratas, y sonrió al ver que lo miraban esperando instrucciones.
–Veamos... tal vez pueda formar con vosotros una tripulación... ¿Alguno de vosotros fue marino?
Varios hombres le respondieron afirmativamente, y Daramad, satisfecho, les encargó que instruyeran al resto. Poco después, la afilada proa de la embarcación cortaba las aguas, alejándose de la playa gris y perdiéndose en el mar sombrío y tempestuoso.
FIN