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junio 06, 2010
Parte 1,
Parte 2 Mientras atravesaban el campamento principal en dirección al alojamiento de la zelandonia, las cuatro mujeres llamaron la atención de todo el mundo. La gente ni siquiera intentaba disimular las miradas. Marthona nunca pasaba inadvertida allí adonde fuera. Era la antigua jefa de una Caverna importante y conservaba aún gran parte de su poder, además de un considerable atractivo pese a su edad. Aunque algunos conocían o habían visto ya antes a Jerika, ésta era una mujer de aspecto tan poco común, tan distinta, que la gente no podía apartar de ella la mirada. El hecho de que fuera la compañera de Dalanar y cofundadora con él no sólo de una nueva Caverna sino de un nuevo pueblo la hacía aún más excepcional.
La hija de Jerika, Joplaya, la joven hermosa y melancólica de cabello oscuro que, según rumores, planeaba unirse a un hombre de espíritus mixtos, era una mujer rodeada de misterio. La bella mujer rubia traída por Jondalar, que viajaba con dos dóciles caballos y un lobo y era, según decían, una consumada curandera, era probablemente una especie de Zelandoni de otras tierras. Hablaba zelandonii bastante bien y recientemente había encontrado una nueva y magnífica cueva en los territorios de la Decimonovena Caverna. Juntas despertaban aún más interés que por separado, y aunque Ayla empezaba a acostumbrarse a ser centro de atención, agradecía la compañía de las otras mujeres.
Mucha gente estaba ya allí cuando llegaron al alojamiento de la zelandonia. A la entrada, varios hombres donier las miraron escrutadoramente, lo cual sorprendió a Ayla. Como si le adivinara el pensamiento, Marthona explicó:
–A esta reunión no se permite la asistencia de hombres, a menos que sean zelandonia, pero todos los años hay jóvenes, normalmente de los alejados, que intentan acercarse para escuchar. Algunos incluso han intentado entrar disfrazados de mujer. Los zelandonia hombres actúan como guardianes para impedírselo.
Ayla advirtió que varios hombres más de la zelandonia, Madroman entre ellos, permanecían alrededor de la amplia estructura.
–¿Quiénes son los «alejados»? –preguntó.
–Los alojamientos alejados de los hombres jóvenes. Para abreviar, la gente suele llamarlos «alejados». Son alojamientos de verano construidos en la periferia del campamento de la Asamblea Estival por hombres, generalmente jóvenes, que ya no necesitan a una mujer–donii pero aún no se han emparejado –dijo Marthona–. A los jóvenes no les gusta quedarse con sus Cavernas; prefieren estar con amigos de su edad, excepto a las horas de comer –sonrió–. Sus amigos no les obligan a cumplir normas como lo hacen sus madres y los compañeros de sus madres. Los hombres sin pareja, especialmente los de esa edad, tienen absolutamente prohibido acercarse a las jóvenes que están preparándose para los Primeros Ritos, pero siempre lo intentan, así que la zelandonia los mantiene vigilados cuando están en el campamento.
»En sus propios alojamientos, si los construyen a distancia suficiente, pueden armar tanto alboroto como quieran, siempre y cuando no molesten a otra gente. Pueden organizar reuniones e invitar a otros amigos, y a mujeres, claro está. Desarrollan una gran habilidad para conseguir sacarles comida extra a sus madres y a las amigas de sus madres, y siempre intentan hacerse con barma, vino o lo que sea. Creo que compiten por ver qué alojamiento logra engatusar a las mujeres más bonitas para que los visiten.
»Hay también alojamientos alejados para hombres mayores, normalmente aquellos que no tienen pareja por una razón u otra: hombres que prefieren a otros hombres, hombres que están en una etapa entre parejas, o desean estarlo y quieren escapar de sus Cavernas o familias. Durante las Asambleas Estivales, Laramar pasa más tiempo en un alejado que en su propio alojamiento. Allí comercia con su barma, pero no sé qué hace con lo que recibe a cambio. A su familia no le lleva nada, eso desde luego. Los hombres que van a unirse pasan un día o más en un alejado con los zelandonia antes de la ceremonia matrimonial. Jondalar pronto irá, supongo.
Cuando las cuatro mujeres entraron en el alojamiento de la zelandonia, donde no había más luz que la de la hoguera central y algunos candiles, tuvieron la sensación de que el interior estaba a oscuras. Una vez sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Marthona miró alrededor y guió a las otras hacia dos mujeres que estaban sentadas en una esterilla, cerca de la pared de la derecha del área abierta central. Las mujeres sonrieron cuando las vieron acercarse y se apartaron para dejarles sitio.
–Creo que está apunto de empezar –dijo Marthona mientras se sentaban en la esterilla–. Ya haremos las presentaciones formales después –se volvió hacia las que habían llegado con ella–. Éstas son Velima, la madre de Proleva, y Levela, su hermana. Son de Campamento de Verano, la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna –dirigiéndose de nuevo a las primeras, dijo–: Éstas son Jerika, la compañera de Dalanar, y Joplaya, su hija. Y ésta es Ayla de la Novena Caverna, antes Ayla de los Mamutoi, la mujer a la que Jondalar piensa unirse.
Las mujeres se sonrieron, pero no habían tenido apenas ocasión de cruzar palabra cuando la concurrencia quedó en silencio. La Que Era la Primera Entre Quienes Servían A La Gran Madre Tierra y otros varios zelandonia se hallaban de pie frente al grupo. Las conversaciones se interrumpieron a medida que las mujeres advirtieron su presencia. Cuando el silencio fue total, la donier empezó.
–Hablaré aquí de temas muy serios y quiero que me escuchéis atentamente. Mujeres, sois las bendecidas de Doni, las que Ella creó con la capacidad y el privilegio de dar a luz una nueva vida. Aquellas que pronto os emparejaréis necesitáis saber ciertas cosas importantes –guardó silencio un momento y las miró de una en una. Cuando vio a las mujeres que acompañaban a Marthona, se detuvo brevemente. Había dos que no esperaba. Marthona y Zelandoni intercambiaron un gesto de asentimiento, y luego la Primera prosiguió–. En esta reunión hablaremos de temas femeninos: cómo debéis tratar a los hombres que serán vuestros compañeros y qué podéis esperar, y hablaremos también del hecho de tener hijos. Asimismo hablaremos de cómo no tener hijos y de qué hacer si se inicia una vida para la cual no estáis preparadas.
»Puede que algunas de vosotras ya hayáis sido bendecidas con una nueva vida. El vuestro es un honor especial, pero ese honor conlleva también una gran responsabilidad. Algunas de las cosas que os explicaré ya las habréis oído, sobre todo en vuestros Ritos de los Primeros Placeres. Permaneced atentas aunque creáis que ya conozcáis lo que os estoy diciendo.
»En primer lugar, una muchacha nunca ha de unirse antes de ser una mujer, antes de haber comenzado a sangrar y haber celebrado sus Primeros Ritos. Fijaos en la fase de la luna del día en que empezáis a sangrar. Para muchas mujeres, la siguiente vez que la luna esté en esa misma fase volveréis a sangrar, pero no siempre es así necesariamente. Si varias mujeres viven en la misma morada durante un tiempo, a menudo sus momentos lunares cambiarán hasta que los períodos de sangrar se igualen.
Algunas de 1as muchachas más jóvenes miraron a sus amigas y familiares, sobre todo las que no conocían este fenómeno. Ayla no estaba enterada de ello e intentó recordar si le había pasado alguna vez.
–El primer indicio de que habéis sido bendecidas por la Madre, de que Ella ha escogido un espíritu para mezclarlo con el vuestro e iniciar así una vida, será que no sangraréis en vuestra fase lunar. Si en la luna siguiente continuáis sin sangrar, podéis empezar a pensar que habéis sido bendecidas, pero como mínimo tenéis que haber perdido tres fases lunares y haber observado otros indicios para estar totalmente seguras de que se ha iniciado una nueva vida en vuestro interior. ¿Alguien tiene alguna pregunta sobre esto?
No hubo preguntas. Salvo el detalle de que las mujeres que vivían juntas tendían a sangrar al mismo tiempo, lo demás era ya sabido.
–Sé que muchas de vosotras compartís ya el Don del Placer de la Madre con vuestros prometidos, y deberíais disfrutar con ello. Si no es así, hablad con vuestro Zelandoni. Sé que es un hecho que cuesta admitir, pero hay maneras de mejorarlo, y los zelandonia guardarán el secreto, vuestro secreto. Aparte de los jóvenes que acaban de alcanzar la madurez, conviene recordar que pocos hombres pueden aparearse con una mujer más de una o dos veces al día, y menos aún cuando se hacen mayores.
»Tenéis que ser conscientes de algo. No es necesario que compartáis Placeres con vuestro compañero si no queréis y él está de acuerdo, pero no encontraréis a muchos hombres que estén de acuerdo. No hay muchos que se queden con una mujer que no quiera compartir con ellos el Don de la Madre. Aunque ahora os estéis preparando para atar el nudo y no os lo podáis imaginar, el nudo también puede cortarse, por distintos motivos. Seguro que todas conocéis a alguien que ha deshecho la unión con su pareja.
Se produjeron comentarios y cierta agitación. Casi todas conocían algún caso de parejas que ya no vivían juntas.
–Se ha dicho que las mujeres pueden utilizar el Don de la Madre para retener a sus hombres teniéndolos contentos y satisfechos. Hay quienes aseguran que Ella concedió su Don a sus hijas por este motivo. Esta podría ser una razón, pero no la única, de eso estoy segura. Es cierto, no obstante, que vuestro compañero no tendrá tantas tentaciones de buscar placeres con otras mujeres si vosotras satisfacéis sus deseos. Le bastará con compartir este interés pasajero con alguna mujer en las ceremonias para honrar a la Madre, cuando eso es aceptable y los Placeres se comparten para complacer a la Doni.
»Pero recordad que, por más que se considere un placer, todas podéis aceptar o rechazar el ofrecimiento de compartir el Don de la Madre. No tenéis por qué compartir placeres con otro hombre. Si estáis a gusto con vuestro compañero y compartís con satisfacción su Don, la Madre está complacida. Tampoco es necesario esperar a una ceremonia de la Madre. Nada de lo que tiene que ver con los Placeres es obligatorio. Es un Don de la Madre y todos sus hijos son libres de compartirlo con quien les plazca y cuando les plazca. Ni vosotras, ni vuestro compañero debéis sufrir por las diversiones pasajeras del otro. Los celos son peligrosos. Pueden tener consecuencias desastrosas. Pueden provocar violencia, y la violencia puede llevar a la muerte. Si alguien muere, eso puede motivar una venganza por parte de los seres queridos de la persona muerta, lo que generaría otra venganza y al final todo serían enfrentamientos. Aquello que pone en peligro el bienestar de los hijos de la Madre que fueron elegidos para conocerla no es aceptable.
»Los Zelandonii son un pueblo fuerte porque trabajan unidos y se ayudan mutuamente. La Gran Madre Tierra nos ha proveído de todo lo que necesitamos para vivir. Todo aquello que se caza o recoge nos lo da la Doni y a cambio ha de compartirse con todos. Como aceptar lo que Ella ofrece puede ser difícil y a veces peligroso, quienes más dan son los más respetados. Por eso los mejores proveedores y aquellos que están dispuestos a trabajar por todos los hijos de la Madre tienen un mayor rango y son jefes respetados. Están dispuestos a ayudar a los suyos, y cuando no es así la gente deja de acudir a ellos y reconocen a otro como jefe –no añadió que también ésa era la razón por la que los zelandonia gozaban de una elevada posición.
Zelandoni era una buena oradora, y Ayla la escuchaba embelesada. Quería aprender todo lo posible acerca de la gente del hombre con quien pronto se emparejaría, que ahora era también su gente, pero cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que el Clan no era muy distinto a los Zelandonii. También ellos lo compartían todo, y nadie pasaba hambre, ni siquiera la mujer que le habían dicho que había muerto en el terremoto. La mujer era de otro clan, no había tenido hijos, y tras la muerte de su compañero, otro hombre había tenido que tomarla como segunda mujer. Siempre se la había considerado una carga, pero pese a ser su posición la más baja dentro del clan de Brun, nunca pasó hambre y siempre tuvo ropa suficiente.
El Clan sabía todo eso y no necesitaban expresarlo con palabras. La gente del Clan no hacía tanto uso de las palabras como los Otros. Las parejas también se compartían. Se entendía que las necesidades de un hombre debían aliviarse. Ninguna mujer del Clan rechazaba a un hombre que le hiciera 1a señal. No conocía a nadie a quien se le hubiera ocurrido negarse... excepto ella. Pero ahora sabía que lo que quería Broud no eran Placeres. Incluso entonces lo sabía, aunque no fuera capaz de expresarlo. Él no le hacía la señal porque quisiera compartir el Don o para aliviar sus necesidades, sólo lo hacía porque sabía que ella no podía soportarlo.
–Recordad –decía la donier– que es vuestro compañero quien ha de ayudaros y manteneros a vosotras y a vuestros hijos, sobre todo cuando estéis encintas, acabéis de dar á luz o estéis amamantando. Si estáis bien avenidos, si compartís los Placeres a menudo y sois felices juntos, vuestro hombre cuidará a gusto de vosotras y vuestros hijos. Quizá algunas no entendáis por qué insisto tanto en este punto. Hablad con vuestras madres. Cuando estéis cansadas y cargadas de hijos, puede haber momentos en que no os apetezca tanto compartir el Don. Y hay muchos momentos en que no se ha de compartir, pero de eso ya hablaremos más adelante.
»Doni se siente siempre más complacida y favorece más a aquellos hijos que se parecen a vuestros compañeros. También los hombres se sienten a veces más unidos a esos hijos. Si queréis que vuestros hijos se parezcan a vuestro compañero, tenéis que pasar mucho tiempo juntos para que sea su espíritu el escogido. Los espíritus tienen un comportamiento antojadizo. No hay manera de saber cuándo uno decidirá dejarse elegir, cuándo la Madre decidirá que ha llegado la hora de mezclarlos. Pero si os gustáis y estáis bien avenidos, vuestro compañero deseará quedarse con vosotras, y su espíritu se unirá con el vuestro de buen grado. ¿Todas me seguís por ahora? Si tenéis preguntas que hacer, éste es el momento –dijo la Primera, y esperó.
–Y si me pongo enferma y no puedo sentir el Placer –preguntó una mujer.
Otras se volvieron para mirar quién había hablado.
–Tu compañero debería entenderlo, y en definitiva quien decide eres tú. Hay quienes están emparejados y prácticamente nunca comparten Placeres. Si eres buena y comprensiva con tu compañero, él normalmente te corresponderá del mismo modo. Los hombres también son hijos de la Madre. Enferman y por lo general es su compañera quien los cuida. Lo más habitual es que vuestros compañeros os cuiden a vosotras cuando estéis enfermas.
La muchacha asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa de incertidumbre.
–Lo que quiero decir es que los dos miembros de una pareja han de demostrar consideración y respeto mutuos. El Don del Placer puede proporcionaros felicidad a los dos y ayudaros a hacer feliz a vuestro compañero para que la unión dure. ¿Alguna otra pregunta? –la Primera esperó por si alguien tenía más preguntas y después continuó–. Pero emparejarse es mucho más que el hecho de que dos personas decidan vivir juntas. Participan vuestros parientes, vuestra Caverna y también el mundo de los espíritus. Por eso las madres y sus compañeros se lo piensan bien antes de dejar que sus hijos se emparejen. ¿Con quién vivirán? ¿Vosotras o vuestro compañero seréis una buena aportación para la Caverna con la que viviréis? También son importantes los sentimientos del uno hacia el otro. Si la unión se inicia sin afecto, no puede durar mucho. Si la unión no dura, la responsabilidad de los hijos normalmente recae en la familia de la madre y la Caverna, del mismo modo que si uno de vosotros muriese.
Ayla estaba fascinada con lo que oía. Estuvo a punto de hacer una pregunta sobre la mezcla de espíritus que daba origen a una vida. Estaba más convencida que nunca de que era el Don de los Placeres lo necesario para que se iniciara una vida, pero decidió no comentarlo en ese momento.
–Me consta –prosiguió Zelandoni– que ahora casi todas vosotras estáis deseando tener vuestro primer hijo, pero puede haber momentos en que empiece una vida que no debería iniciarse. Hasta que no hayáis recibido el elandon de vuestro hijo de manos de vuestro Zelandoni, el niño no tendrá un espíritu propio, sino únicamente los espíritus combinados que lo han iniciado. En ese momento la Gran Madre Tierra aceptará al niño, separará los espíritus y los devolverá. Pero es mejor detener la continuación de la vida antes de que esté preparada para nacer, y es mejor hacerlo dentro de los tres primeros meses de embarazo.
–¿Por qué íbamos a querer interrumpir una vida que ya se ha iniciado? –preguntó una muchacha–. ¿No son bienvenidos todos los niños?
–Casi todos lo son –contestó Zelandoni–, pero puede haber razones para que una mujer no quiera tener más. No pasa con frecuencia, pero puede quedarse encinta cuando todavía está amamantando y dar a luz a un niño cuando todavía tiene uno muy pequeño. Normalmente, las madres no pueden cuidar como es debido a otro niño tan pronto. Tiene prioridad el que ya está aquí y posee un nombre, sobre todo si está sano. Ya mueren demasiados niños, especialmente en el primer año. No es prudente arriesgar la vida de un hijo que está sano dejando de amamantarlo demasiado pronto. Después del primer año, el destete es el período más difícil de un niño. Si se interrumpe la lactancia demasiado pronto, antes de los tres años, el niño puede debilitarse, y puede dificultarse su crecimiento. Es mejor tener un hijo sano que se convierta en un adulto fuerte que no dos o tres débiles, que acaso no vivan demasiado.
–Ah, no lo había pensado –dijo la muchacha.
–Otro ejemplo puede ser el de una mujer que ha dado a luz a varios niños mal formados que luego han muerto. ¿Ha de seguir padeciendo embarazos y el posterior sufrimiento cada vez? Por no hablar ya de los perjuicios para su salud.
–Pero ¿y si ella quiere un hijo como todo el mundo? –preguntó una muchacha con lágrimas en los ojos.
–No todas las mujeres tienen hijos –contestó Zelandoni–. Algunas deciden no tener. En otras no se inicia nunca la vida. Algunos embarazos no llegan al final, o nacen niños muertos o con malformaciones y no pueden sobrevivir.
–Pero ¿por qué? –preguntó la muchacha llorosa.
–Nadie lo sabe. Quizá alguien que tenía algo contra ellas las ha maldecido. Quizá un espíritu maligno ha encontrado una manera de perjudicar al niño que aún no ha nacido. A los animales también les pasa. Todos hemos visto caballos o ciervos con malformaciones. Hay quienes creen que los animales blancos son consecuencia de un espíritu maligno cuyos intentos se han visto frustrados, y que por eso son afortunados. También hay personas que nacen blancas y con los ojos rosados. Hay animales que tienen crías muertas y otras que no viven mucho tiempo, aunque imagino que los carnívoros las devoran tan pronto que ni siquiera llegamos a verlas. Las cosas son así.
La muchacha seguía llorando, y Ayla no entendía cómo viendo la reacción de la joven la donier podía hablar con tal frialdad.
–Su hermana ha tenido dificultades para dar a luz, y ha estado encinta dos o tres veces –explicó Velima en voz baja–. Supongo que tiene miedo de que le pase también a ella.
–Zelandoni hace bien en no alimentar falsas esperanzas. A veces es un problema de familia –susurró Marthona–. Y si aun siendo así la joven consigue tener un hijo, más satisfecha quedará.
Ayla contempló a la muchacha y se sintió tan conmovida que no pudo evitar hablar.
–Cuando veníamos hacia aquí... –empezó a decir.
Todo el mundo miró con sorpresa a la recién llegada que había tomado la palabra, y muchas mujeres repararon en su peculiar pronunciación.
–... Jondalar y yo paramos en una Caverna Losadunai –prosiguió Ayla–. Había una mujer que nunca había podido tener hijos. Una mujer de una cueva cercana había muerto y había dejado a su compañero con tres niños pequeños. La mujer que no tenía hijos fue a vivir con ellos con la intención de llegar a un acuerdo provechoso para todos. Si se entendían, ella adoptaría a los niños y se uniría al hombre.
Se produjo un breve silencio seguido de unos murmullos.
–Es un buen ejemplo, Ayla –dijo Zelandoni–. Es verdad, las mujeres pueden adoptar niños. ¿La mujer sin hijos tenía pareja?
–No, me parece que no –contestó Ayla.
–Aunque hubiera tenido un compañero, la mujer podría haberse unido al otro hombre, si aquél y éste hubieran estado dispuestos a aceptar el doble emparejamiento. La ayuda de otro hombre para mantener a los niños puede ser bien recibida. Ayla ha hecho un comentario interesante. Las mujeres que no pueden dar a luz a sus propios hijos no siempre han de quedarse sin niños –declaró Zelandoni, y continuó–. Hay otras razones por las cuales una mujer puede decidir poner fin a un embarazo. Una madre puede tener ya demasiados hijos y puede ser que le cueste cuidar de todos, como también a su compañero y a la Caverna que los acoge. Hay mujeres en esta situación que no quieren tener más niños, y desearían que la Madre no fuera tan generosa con ellas.
–Conozco una mujer que tenía un hijo tras otro –comentó otra muchacha. Después de oír a Ayla otras mujeres empezaron a animarse a hablar–. Le dio dos a su hermana y uno a una prima para que los adoptasen.
–Yo también la conozco –dijo Zelandoni–. Por lo visto es una mujer de especial fortaleza que apenas padece los embarazos y encuentra pocas dificultades para dar a luz. Es una mujer afortunada. Ha hecho un gran favor a su hermana, que no puede tener hijos, creo que debido a un accidente, y a su prima, que quería tener otro hijo sin pasar por el embarazo –la corpulenta donier retornó el hilo–. Pero no todas las mujeres son tan sanas ni tan afortunadas. Las hay con grandes dificultades, para dar a luz uno o dos niños, y si tuvieran más hijos podrían llegar a morir y a dejar a los hijos vivos sin madre. Cada mujer es distinta. Por suerte, casi todas las mujeres pueden tener hijos, pero incluso es posible que algunas no deseen tenerlos o que por alguna razón no convenga que concluyan el embarazo.
»Existe una serie de soluciones para interrumpir un embarazo. Algunas pueden ser peligrosas. Una infusión fuerte con una planta entera de tanaceto, con raíz y todo, puede provocar la sangre, pero también puede ser mortal. Una ramita pelada y resinosa de olmo introducida profundamente en la abertura por donde nacen los niños también puede ser eficaz, pero siempre es mejor que habléis con vuestro donier, porque él sabrá cómo ha de ser de intensa la infusión, o cómo se ha de introducir la ramita. Hay otros métodos. Vuestras madres o vuestros zelandonia os darán más detalles si se presenta el caso.
»Lo mismo ocurre con el parto. Hay muchas medicinas que pueden acelerarlo, detener la hemorragia o aliviar el dolor. En un parto casi siempre hay dolores –dijo la Primera–. La Gran Madre también padeció, pero la mayoría de las mujeres tienen pocos problemas en el parto y el dolor pronto se olvida. Todos tenemos que padecer un poco de dolor en la vida. El dolor forma parte de la vida, y no es posible eludirlo. Es mejor aceptarlo.
Ayla sentía interés por las medicinas de que hablaba Zelandoni, si bien las que había mencionado eran bastante conocidas y elementales. Casi todas las mujeres conocían uno u otro método para poner fin a un embarazo, pero unos parecían más peligrosos que otros. Normalmente, a los hombres no les entusiasmaba la idea, e Iza y las otras curanderas del Clan les ocultaban las prácticas de interrupción de embarazo para que no se lo prohibiesen.
La donier no había hablado de cómo impedir que una vida se iniciase, y Ayla deseaba hablar con ella y comparar sus respectivos conocimientos. Había actuado como comadrona en más de un parto. De pronto pensó que no tardaría en ser ella quien diera a luz. Sí, Zelandoni tenía razón: el dolor formaba parte de la vida. Ella había sufrido mucho en el parto de Durc, había estado a punto de morir, pero como en el caso del luminoso hijo de la Madre, había merecido la pena.
–En la vida hay otros dolores además del físico –decía Zelandoni. Ayla volvió a centrar su atención en la donier–. Hay dolores peores que el dolor físico, pero también deben aceptarse. Por el hecho de ser mujeres, tenéis una gran responsabilidad y un deber que, a veces, es difícil cumplir, pero que posiblemente algún día deberéis tener en cuenta. Hay momentos en que la vida que lleváis dentro es muy tenaz, y hagáis lo que hagáis, nada impide la continuidad del embarazo, por más que hayáis decidido que esa vida no debería haberse iniciado. Una vez que el niño ha nacido es más difícil devolverlo a la Madre, pero a veces ha de hacerse.
»Recordad que los que ya están aquí tienen preferencia. Si nace un segundo hijo demasiado pronto, o viene al mundo con grandes malformaciones, o existen otras razones de peso, el niño ha de volver a Doni. Es siempre decisión de la madre, pero debéis recordar vuestras responsabilidades, y debe hacerse sin demora. En cuanto podáis, tenéis que sacarlo a la intemperie y dejarlo en el seno de la Gran Madre Tierra, lo más lejos posible de vuestra morada, y nunca en un campo sagrado de enterramiento porque un espíritu errante podría intentar habitar su cuerpo. Si esto ocurriera, el espíritu se desorientaría y nunca encontraría el camino al otro mundo. Estos espíritus pueden volverse perversos. ¿Alguna no ha entendido lo que acabo de decir?
Ése era uno de los momentos más delicados de la reunión previa al emparejamiento, y por eso Zelandoni dejaba tiempo a las jóvenes para asimilar la dura revelación. Sin embargo, era necesario que lo comprendieran y aceptaran.
Nadie dijo nada. Las muchachas habían oído hablar y habían comentado entre ellas el angustioso deber que podían exigírseles que cumplieran algún día, pero era la primera vez que se les planteaba de manera directa. Todas desearon fervientemente no verse obligadas a dejar morir aun hijo propio exponiéndolo al frío de la Gran Madre Tierra. Era una tétrica posibilidad.
Algunas de las mujeres de mayor edad permanecían inmóviles con los labios apretados y una afligida expresión en la mirada porque ellas habían tenido que cumplir con el penoso deber de conservar la vida de un hijo a costa de desprenderse de otro. Nunca era una decisión fácil, y en general las mujeres preferían interrumpir un embarazo a perder un hijo que ya habían traído al mundo o, peor aún, deshacerse del niño ellas mismas.
Las recomendaciones de Zelandoni dejaron desolada a Ayla. «Nunca sería capaz», pensó. Los recuerdos de Durc se agolparon en su mente. A él habría tenido que abandonarlo a la intemperie, y por entonces no poseía el menor poder de decisión. Recordaba los angustiosos días que había pasado en la pequeña cueva, escondida, para salvarle la vida. Le habían dicho que era deforme. Pero no lo era. Sencillamente era una mezcla, de ella y de Broud, por más que fuera éste el primero en condenarlo. «Si Broud hubiera sabido cada vez que me forzaba que Durc sería la consecuencia, nunca lo habría hecho», pensó Ayla. Estuvo tentada de preguntar por qué no se impedía de antemano que se formara una nueva vida, pero no estaba lo bastante serena para hablar.
Marthona observó perpleja la manifiesta consternación de Ayla. Aquélla era sin duda una idea perturbadora, pero resultaba más que improbable que el hijo que esperaba Ayla tuviera que ser devuelto a la Madre. «Debe ser porque, con el embarazo, está más sensible», se dijo.
No había mucha más información que dar: la prohibición de compartir el Don del Placer cuando se acercaba el parto y durante un breve período posteriormente, así como antes, durante o después de ciertas ceremonias; otros deberes de la mujer emparejada, los períodos en que era conveniente el ayuno, y otros momentos en que debían evitarse ciertos alimentos.
Existían también prohibiciones respecto al emparejamiento entre ciertas personas, como por ejemplo los primos cercanos. Cuando se mencionó esa cuestión, Ayla observó a Joplaya a la discreta manera de las mujeres del Clan. Ella conocía el motivo de aquel aire alicaído que envolvía a la hermosa muchacha. Pero además había oído hablar de las señales de linaje desde su llegada a la Asamblea Estival, y no lo había entendido. ¿Qué significaba tener señales de linaje incompatibles? Las otras mujeres conocían las prohibiciones, y Ayla no quería preguntar nada delante de ellas. Decidió esperar a que saliera todo el mundo para plantear su duda.
–Una última cosa –dijo la Primera para concluir–. Algunas habréis oído que se había presentado una petición para aplazar unos días la ceremonia matrimonial –se oyeron algunas quejas–. Dalanar y su Caverna de los Lanzadonii decidieron venir a la Asamblea Estival de los Zelandonii para que la hija de su compañera se emparejase en nuestra primera ceremonia matrimonial –se produjo un murmullo de voces entre las presentes–. Os complacerá saber que no será necesario el aplazamiento. Joplaya ya está aquí con su madre, Jerika. Joplaya y Echozar se emparejarán con los demás.
»Recordad todo lo que se ha dicho aquí. Es importante. La cacería inicial de la Asamblea Estival empezará mañana por la mañana, y si todo va bien, la ceremonia matrimonial se celebrará poco después. Entonces volveremos a reunirnos –dijo la Primera.
Mientras se disolvía la reunión, Ayla oyó varias veces el término «cabeza chata» y una vez como mínimo la palabra «abominación». No le gustó en absoluto, pero era evidente que muchas mujeres querían marcharse a comentar con las otras que Joplaya se había prometido con Echozar, el hombre que era medio cabeza chata.
Muchas lo recordaban. Ya había estado en la Asamblea Estival la última vez que asistieron los Lanzadonii. Marthona recordaba que en aquella ocasión tuvieron lugar algunos incidentes desagradables en relación con Echozar y sus espíritus mixtos, y deseaba que no se repitieran. Le recordaba a otra Asamblea Estival que había sido dolorosa para ella: la primera a la que Jondalar había faltado al iniciar el Viaje con su hermano y había dejado plantada a Marona, que lo esperaba para unirse a él en la ceremonia matrimonial. La joven se emparejó de todos modos ese verano, en la segunda ceremonia matrimonial, poco antes de volver a casa, pero su unión no había durado. Marona volvía a estar disponible, pero Jondalar había llevado una mujer a casa, una mujer que convenía mucho más a su hijo por distinta que fuera, sobre todo porque lo quería de verdad.
Zelandoni contempló momentáneamente la posibilidad de prohibir a las mujeres comentar con otros lo que se había dicho en la reunión, pero era consciente de que carecía de autoridad para hacer cumplir ese edicto. Era una noticia demasiado sabrosa para pretender que la mantuvieran en secreto. La Primera advirtió que Ayla y sus acompañantes no se iban con el resto de las asistentes, sino que aparentemente la esperaban para hablar con ella. Al fin y al cabo, seguía siendo Zelandoni de la Novena Caverna. Cuando ya no quedaba prácticamente más que los zelandonia, Ayla se le acercó.
–Quería preguntarte una cosa, Zelandoni –dijo.
–Adelante –instó la donier.
–Has hablado de prohibiciones, de personas que podían emparejarse y personas que no. Ya sé que nadie puede unirse a un «primo cercano». Jondalar me contó que Joplaya era su prima cercana (a veces la llamaba «prima de su hogar»), porque los dos habían nacido en el hogar del mismo hombre –dijo Ayla. Eludió la mirada de Joplaya, pero Marthona y Jerika sí se miraron.
–Exactamente –confirmó Zelandoni de la Novena.
–Desde que llegamos a la Asamblea Estival he oído hablar de otra cosa, incluso a ti. Has dicho que una persona no debería unirse a alguien que tuviera una señal de linaje incompatible con la suya. ¿Qué es una señal de linaje?
Los otros zelandonia habrían prestado atención al principio, pero viendo que Ayla sólo pedía información, empezaron a hablar entre ellos o se retiraron a su espacio personal del alojamiento.
–Eso es un poco más difícil de explicar –dijo Zelandoni–. Una persona nace con determinada señal de linaje. En cierto modo forma parte de su elán, su fuerza vital. Las personas conocen su señal de linaje prácticamente desde que nacen, del mismo modo que conocen su elandon. Recuerda que todos los animales son hijos de la Madre. También ella los trajo al mundo, como cuenta el Canto a la Madre:
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores,
unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado,
cada uno era un modelo digno de ser copiado.
La Madre era afanosa; la Tierra cada vez más populosa.
»La señal de linaje está simbolizada por un animal, por el espíritu del animal – con–cluyó Zelandoni.
–¿Es decir, como un tótem? –preguntó Ayla–. Mi tótem es el del León Cavernario. En el Clan todos tienen un tótem.
–Puede ser –dijo la Primera, pensativa–. Pero me da la impresión de que los tótems son otra cosa. Para empezar, aquí no todo el mundo tiene un tótem. Son importantes, pero no tanto como un elán, por ejemplo, si bien es verdad que para conseguir un tótem es preciso haber superado una especie de prueba. Normalmente el tótem te elige a ti; en cambio, todo el mundo tiene una señal de linaje, y muchas personas tienen la misma. Un tótem puede ser cualquier espíritu de animal, un león cavernario, un águila dorada, un saltamontes; pero hay animales que poseen una especie de poder. Sus espíritus tienen una fuerza concreta, como una fuerza vital, pero distinta. La zelandonia los llama animales vitales, pero tiene más fuerza en el otro mundo que en éste. A veces podemos utilizar esta fuerza para protegemos cuando viajamos al mundo de los espíritus, o para hacer que ocurran ciertas cosas.
Ayla reflexionó un instante intentando recordar algo.
–¡Eso hacía Mamut! –exclamó de pronto–. Recuerdo que en una ceremonia hizo que ocurrieran cosas muy extrañas. Me parece que cogió un trozo del mundo de los espíritus y lo trajo a éste, pero tuvo que luchar mucho para controlarlo.
La expresión de Zelandoni delató su sorpresa y admiración.
–Me hubiera gustado conocer a Mamut –dijo. Después continuó–: Por lo general, no se piensa demasiado en las señales de linaje, excepto de cara al emparejamiento. No han de unirse personas con señales de linaje opuestas, y por eso se habla más de ello en las Asambleas Estivales, cuando se deciden uniones y se celebran las ceremonias matrimoniales. El nombre común del animal vital de cada persona es una señal de linaje, y aunque ese nombre puede crear confusiones, casi todos lo usan porque no están acostumbrados a tratar con el mundo de los espíritus; sólo se preocupan de ello cuando van a emparejarse.
–A mí nadie me ha preguntado por mis señales de linaje –dijo Ayla.
–Sólo tiene sentido hacerlo entre los Zelandonii de nacimiento. Las personas nacidas en otros lugares también pueden tener señales de linaje de animales vitales, pero normalmente no pueden compararse con los de los Zelandonii. Cuando una persona se convierte en Zelandonii, puede manifestarse una señal de linaje, pero nunca será opuesta a la del compañero o compañera que ya tiene. El animal vital de su pareja no lo permitiría.
Marthona, Jerika y Joplaya estaban escuchando atentamente. Jerika no era Zelandonii de nacimiento, y sentía curiosidad por las costumbres y creencias de su compañero.
–Nosotros somos Lanzadonii, no Zelandonii. ¿Significa eso que si un Lanzadonii quiere unirse a un Zelandonii la señal de linaje no cuenta?
–Con el tiempo dejará de tener importancia –respondió la Primera–, pero muchos de vosotros, como Dalanar, nacisteis Zelandonii. Los lazos son muy estrechos, y han de tenerse en cuenta.
–Yo nunca he sido Zelandonii, y ahora soy Lanzadonii, como Joplaya –dijo Jerika–. Como Echozar no es por nacimiento de ninguno de los dos pueblos, su señal de linaje no cuenta, pero como una hija recibe la señal de linaje de su madre me gustaría saber cuál es la de Joplaya.
–Es cierto que una hija suele tener la misma señal de linaje que su madre, pero esto no siempre es así. Según tengo entendido, habéis pedido que un Zelandoni se trasladase a vuestra Caverna para que se convierta en vuestro primer Lanzadoni. Creo que será una gran oportunidad para el elegido. Será una persona con buena formación, de eso me encargaré yo, y descubrirá las señales de linaje de todo vuestro pueblo.
–¿Cuál es la señal de linaje de Jondalar? ¿Y cómo puedo yo tener una para transmitírsela a mi hija, si es que tengo una hija? –preguntó Ayla.
–Si quieres, podemos descubrirlo –respondió Zelandoni–. El animal vital de Jondalar es un caballo, como el de Marthona, y el de Joharran, pese a que Marthona también es su madre, es distinto, es un bisonte. Los bisontes y los caballos son opuestos.
–Pero Jondalar y Joharran no son personas opuestas –observó Ayla frunciendo el entrecejo–. Se llevan muy bien.
La corpulenta donier sonrió.
–Opuestos para emparejarse, Ayla. Tienen señales de linaje opuestas.
–Ah, bueno, no creo que lleguen a formar pareja nunca –bromeo ella–. Has dicho que hay animales vitales. Puesto que mi tótem es el León Cavernario, ¿crees que podría ser también mi animal vital? Es poderoso y su espíritu me ha protegido en algunas ocasiones.
–Las cosas son distintas en el mundo de los espíritus –contestó la Primera–. La palabra «fuerza» tiene distintos significados. Los carnívoros son fuertes, pero tienden a actuar por su cuenta, ya sea solos o en pequeñas manadas, y los demás animales los rehuyen. Cuando entras en el mundo de los espíritus, normalmente es porque necesitas saber algo, descubrir algo. El animal que llega más lejos, que tiene acceso a otros muchos animales (o quizá debería decir que puede comunicarse con ellos), es más fuerte o, mejor dicho, posee una fuerza más útil. Depende de para qué vas a ese mundo. A veces buscas animales carnívoros por sus cualidades especiales.
–¿Por qué un bisonte y un caballo son señales de linaje opuestas? –quiso saber Ayla.
–Seguramente porque en este mundo tienden a pisar el mismo terreno en momentos distintos, y eso quiere decir que se superponen, compiten por el alimento. Los uros, por su parte, se comen la vegetación nueva y tierna, o sólo las puntas de la hierba, y dejan los tallos y partes más duras, que, en cambio, les gustan a los caballos. Por tanto, uros y caballos son compatibles. Los dos animales más opuestos son el bisonte y el uro, y tiene su lógica si lo pensamos detenidamente. Los herbívoros suelen tolerarse entre sí, pero los bisontes y los uros no pueden estar en el mismo prado. Se eluden, y hay gente que los ha visto luchar, sobre todo cuando las hembras entran en la estación de los Placeres. Unos y otros se parecen demasiado. Los sementales de uro se alteran cuando huelen a una hembra de bisonte en celo, y los bisontes machos pueden llegar a perseguir a las hembras de uro. Una persona que tenga al uro como señal de linaje no ha de emparejarse nunca con otra que tenga la señal del bisonte.
–¿Cuál es tu animal vital, Zelandoni? –preguntó Ayla.
–Si quisieras, podrías adivinarlo –contestó la donier sonriente–. Cuando entro en el mundo de los espíritus, soy un mamut. Cuanto tú vayas, Ayla, no serás como eres ahora. Irás con la forma de tu animal vital. Entonces averiguarás cuál es.
A Ayla no le entusiasmó demasiado oír a Zelandoni hablar de su futuro viaje al mundo de los espíritus, y Marthona no entendía por qué la donier estaba tan comunicativa. Normalmente no se explayaba de esa manera ni entraba en tantos detalles. La madre de Jondalar sospechó que Zelandoni trataba de tentar a Ayla, de cautivarla mediante retazos de los fascinantes conocimientos asequibles sólo a la zelandonia.
Comprendió la situación. Muchos consideraban ya a Ayla una especie de Zelandoni, y la Primera la quería dentro del grupo para poder controlarla, y no fuera de su alcance, donde podía crearle complicaciones. Pero Ayla ya había dejado muy claro que sólo quería emparejarse y tener hijos, ser como cualquier otra mujer. No quería incorporarse a la zelandonia, y conociendo a su hijo, Marthona estaba segura de que él tampoco le insistiría mucho en que fuera Zelandoni. Sin embargo, Jondalar tendía a sentirse atraído por mujeres que lo eran. Sería un enfrentamiento interesante.
Ya se disponían a marcharse cuando Ayla se volvió.
–Quería hacerte otra pregunta –dijo–. Cuando hablabas de los niños y de la posibilidad de provocar el aborto para poner fin a un embarazo no deseado, ¿por qué no has hablado de la manera de impedir que se inicie una vida?
–Eso no es posible. Sólo Doni tiene el poder de iniciar la vida y sólo Ella puede impedir que se inicie –terció Zelandoni de la Decimocuarta, que se había quedado cerca de ellas escuchando la conversación.
–¡Claro que es posible! –replicó Ayla.
La Primera lanzó una severa mirada a la joven. Quizá debería haber hablado antes con Ayla sobre esa cuestión. ¿Era posible que conociera algún medio para frustrar la voluntad de Doni? Ésa no era la manera correcta de plantearlo, pero ya era demasiado tarde. Los zelandonia que se hallaban cerca vociferaban y gesticulaban, algunos tan alterados como la donier de la Decimocuarta. Decían que aquello era inadmisible. Los demás volvían a aproximarse al espacio central para averiguar qué ocurría. Ayla no imaginaba que su afirmación suscitaría semejante revuelo.
Las mujeres que la acompañaban permanecían unos pasos detrás de ella y observaban. Aunque su expresión no lo revelaba, Marthona contemplaba la escena con ironía. Joplaya no salía de su asombro ante la vehemente disputa de los respetados zelandonia, pero en realidad estaba tan conmocionada como ellos. Jerika escuchaba con sumo interés, pero ya había decidido hablar con Ayla en privado, ya que lo que acababa de anunciar a la zelandonia podía ser la solución aun grave problema que la preocupaba desde hacía un tiempo.
La primera vez que lo vio, Jerika se enamoró perdidamente del apuesto gigante que, a su vez, quedó cautivado por aquella mujer de exquisita delicadeza y que al mismo tiempo mostraba un carácter tan independiente. Pese a su tamaño, él era un hombre tierno y un magnífico amante, y ella disfrutaba enormemente de los Placeres. Cuando él le pidió que fuera su compañera, ella aceptó sin vacilar. Más tarde, cuando descubrió que estaba encinta, sintió una profunda satisfacción. Pero el bebé que llevaba dentro era demasiado grande para su menudo cuerpo, y en el parto estuvieron a punto de morir ella y su hija. Le causó lesiones internas, y nunca volvió a quedar embarazada para su pesar, aunque en cierto modo fue también un alivio.
Ahora su hija había elegido a un hombre quizá no tan alto, pero sí más robusto, con poderosos músculos y grandes huesos. A pesar de ser alta, Joplaya era delgada y frágil, y tenía –como Jerika bien sabía– la cadera estrecha. Desde el momento en que adivinó a quién elegiría su hija como compañero y quién sería, por tanto, el hombre cuyo espíritu tendría más posibilidades de ser elegido por la Madre para iniciar los hijos que pudiera tener, le preocupaba que Joplaya pudiera padecer su mismo destino, o algo peor. Sospechaba que ya estaba encinta, porque había empezado a tener violentas náuseas matinales en el viaje a la Asamblea Estival. No obstante, se había negado a interrumpir el embarazo como le sugería su madre. Jerika sabía que no podía hacer nada al respecto. Era la decisión de la Gran Madre. Joplaya sería bendecida o no según Ella deseara, y viviría o moriría según fuera su voluntad; pero Jerika sospechaba que, con el hombre que Joplaya había elegido, eran altas las probabilidades de que su hija muriera joven en un doloroso parto, si no en el primero, en otro. Cifraba sus esperanzas en que su hija sobreviviera al primer parto y en que, como le había ocurrido a ella, las lesiones que sufriera al dar a luz le impidieran volver a quedar encinta... Ésas eran, efectivamente, sus esperanzas hasta ahora; pero Ayla acababa de decir que sabía cómo prevenir el inicio de una nueva vida, y decidió de inmediato que si su hija tenía tantas dificultades como ella había tenido y conseguía sobrevivir al nacimiento de su primer hijo, se aseguraría, para salvarle la vida, de que no volviera a quedar embarazada.
–Silencio, por favor –dijo la Primera, y, finalmente, el alboroto disminuyó–. Ayla, quiero ver si te he entendido bien. ¿Estás diciendo que sabes prevenir un embarazo antes de que se inicie, que sabes impedir la vida desde antes del comienzo?
–Sí –contestó la joven–. Pensaba que también vosotras lo sabíais. Durante el Viaje desde el este con Jondalar usé ciertas plantas. No quería tener un hijo mientras viajábamos. No contaba con ayuda de nadie.
–Me dijiste que Doni ya te había bendecido –recordó la donier–. Me dijiste que hacía tres lunas que no sangrabas. Entonces aún viajabas.
–Estoy prácticamente segura que este niño se inició cuando acabábamos de cruzar el glaciar –dijo Ayla–. Nos habíamos llevado muy pocas piedras de quemar de los Losadunai, las justas para fundir y convertir en agua el hielo necesario para que los caballos, Lobo y nosotros pudiéramos beber. Durante ese tiempo del Viaje no herví agua para infusiones, pero sí tomé una dosis de esas plantas especiales todas las mañanas. La travesía fue muy dura, y casi no lo conseguimos. Cuando llegamos a este lado y dejamos atrás el glaciar, paramos a descansar unos días y ya no volví a tomar la medicina. Entonces ya no me importaba que se iniciase una nueva vida, porque estábamos a punto de llegar. Me alegré mucho al descubrir que estaba encinta.
–¿De quién aprendiste el uso de esa medicina? –preguntó Zelandoni.
–De Iza, la entendida en medicinas que me crió.
–¿Cómo, según ella, actuaba esa planta? –inquirió Zelandoni de la Decimocuarta.
La Primera la miró, tratando de contener su irritación. Ella formulaba las preguntas según una secuencia lógica. No necesitaba ni ayuda ni intromisiones, pero Ayla contestó de todos modos.
–Según las creencias del Clan –explicó–, el espíritu del tótem de un hombre lucha con el espíritu del tótem de una mujer, y por eso ella sangra. Cuando el tótem del hombre es más fuerte que el de la mujer, lo vence y se inicia una nueva vida. Iza me explicó que ciertas plantas dan fuerza al tótem de una mujer y lo ayudan a luchar contra el espíritu del tótem del hombre.
–Primitivo, pero me sorprende que se lo hayan planteado –declaró Zelandoni de la Decimocuarta, y recibió una dura mirada de la Primera.
Ayla percibió el desdén en la voz de la mujer y se alegró de no haber expuesto antes su idea de que era el hombre quien iniciaba un niño dentro de la mujer. Ella no creía que se tratara de una mezcla de espíritus de la Doni, como tampoco creía que fuera fruto de la derrota de un tótem, pero supuso que, para la donier de la Decimocuarta y algunos otros zelandonia, sus ideas merecerían más críticas que consideración.
–Has dicho que tomaste esas hierbas durante el Viaje –dijo la primera, reasumiendo el control del interrogatorio–. ¿Qué te llevó a pensar que la medicina daría resultado?
–Los hombres del Clan atribuyen un gran valor a los hijos de sus compañeras, sobre todo si son varones –respondió Ayla–. Cuando sus compañeras tienen un hijo, aumenta el prestigio de ellos. Creen que es una prueba de la fuerza de su tótem, que en otro sentido representa la fortaleza interior. Iza me explicó que había utilizado ella misma esas plantas para no quedarse embarazada con la intención de deshonrar a su compañero. Era un hombre cruel, que le pegaba para demostrar su autoridad sobre una entendida en medicinas de su rango, y por eso ella decidió demostrarle que el espíritu de su tótem no era lo bastante fuerte para vencer al de ella.
–¿Y ella por qué toleraba ese trato? –nuevamente fue Zelandoni de la Decimocuarta quien intervino–. ¿Por qué no cortó el nudo y se buscó a otro compañero?
–Las mujeres del Clan no pueden elegir con quién se emparejan –aclaró Ayla–. Lo decide el jefe y los otros hombres.
–¡No pueden elegir! –exclamó Zelandoni de la Decimocuarta.
–Dadas las circunstancias, considero que esa mujer... ¿Iza, se llamaba?... demostró una inteligencia muy aguda –terció de inmediato la Primera, antes de que Zelandoni de la Decimocuarta hiciera otra pregunta–. ¿Todas las mujeres del Clan conocen las propiedades de esas plantas?
–No, sólo la entendida en medicinas, y creo que ese preparado en concreto sólo lo conocían las mujeres de la estirpe de Iza. Ella preparaba el brebaje para otras mujeres si consideraba que lo necesitaban. Pero no sé si les decía qué era. Si los hombres lo hubieran descubierto, se habrían puesto furiosos; pero a Iza nadie le preguntaba nada. Los hombres están al margen de los conocimientos de las entendidas en medicinas. Es una sabiduría que se transmite de madres a hijas, quienes también se hacen curanderas si demuestran aptitudes. Iza me consideraba hija suya.
–Me sorprende que tengan una medicina tan poderosa –comentó Zelandoni, consciente de que hablaba en nombre de otros muchos.
–Mamut del Campamento del León sabía hasta qué punto era eficaz la medicina del Clan. De joven hizo un viaje y se rompió un brazo; era una fractura grave. Fue a parar a la cueva de un clan, y la entendida en medicinas, le colocó el hueso en su sitio y lo cuidó. Llegamos a la conclusión de que se trataba del mismo clan con el que yo viví. La mujer que lo curó era la abuela de Iza.
Cuando Ayla terminó de hablar se produjo un silencio absoluto en el alojamiento. Los zelandonia de las Cavernas cercanas habían oído a Joharran y Jondalar hablar de los cabezas chatas, quienes, según Ayla, se autodenominaban Clan y no eran animales, sino personas. Se había debatido ampliamente al respecto, pero muchos se negaban a aceptar que algo así fuera cierto. Podía ser que los cabezas chatas fueran más inteligentes de lo que ellos pensaban, pero no humanos. Sin embargo, aquella mujer les contaba que habían curado a un miembro de los Mamutoi, y que habían reflexionado sobre el modo en que empezaba la vida. Incluso insinuaba que sus prácticas medicinales podían ser más avanzadas que las de los Zelandonii.
La zelandonia comenzó de nuevo a discutir sobre el tema, y el alboroto del interior se oía incluso fuera del alojamiento. Los zelandonia que habían actuado como vigilantes en el exterior durante la reunión de mujeres se morían de curiosidad por saber cuál era la causa de tal algarabía, pero no tenían más remedio que esperar a que los invitaran a entrar. Sabían que aún quedaban mujeres dentro, pero les extrañaba el alboroto porque no era habitual que una reunión de mujeres fuera tan acalorada.
La Primera ya había oído hablar mucho a Ayla del Clan, y se apresuró a extraer consecuencias y aplicarlas. Estaba ya definitivamente convencida de que los cabezas chatas eran personas, y consideraba importante que los Zelandonii comprendieran lo que eso significaba. Sin embargo, ni siquiera ella se había dado cuenta de lo avanzados que estaban. Había supuesto que llevaban un vida sencilla y más primitiva, y creía que su medicina estaría al mismo nivel que la de los Zelandonii. No obstante, veía que Ayla había recibido una buena formación básica, que ella podía desarrollar. Tenía que meditar. Sus propias Leyendas se remontaban a una época en que los Zelandonii hacían una vida más sencilla, pero su comprensión de los alimentos vegetales y las medicinas siempre había ido por delante de otros ámbitos del conocimiento. Sospechaba que el conocimiento de las plantas era muy antiguo, que se remontaba mucho en el tiempo. Si el Clan era tan antiguo como Ayla creía, no era imposible que sus conocimientos en este terreno estuvieran bastante evolucionados. Sobre todo si era cierto, como había dicho Ayla, que tenían una forma de memoria especial a la que podían recurrir. Zelandoni habría preferido hablar con Ayla antes de plantearlo a la zelandonia, pero tal vez era mejor así. Quizá se requería una conmoción como aquélla para que los zelandonia comprendieran el impacto que podía llegar a tener en ellos la gente que Ayla llamaba «Clan».
–Guardemos silencio, os lo ruego –dijo Zelandoni, intentando calmar los ánimos. Cuando por fin se restableció el orden, habló de nuevo–: Parece que Ayla puede proporcionarnos una información muy útil. Los Mamutoi fueron muy perspicaces cuando la adoptaron en el hogar del Mamut, que de hecho es lo mismo que ser adoptada por la zelandonia. Más adelante hablaremos a fondo con ella y exploraremos el alcance de sus conocimientos. Si realmente conoce maneras de prevenir el inicio de una nueva vida, podría ser sumamente beneficioso, y deberíamos dar gracias por poseer un conocimiento así.
–Debo advertiros que no siempre da resultado –dijo Ayla–. El compañero de Iza murió cuando su cueva se desmoronó a causa de un terremoto, pero ella estaba encinta cuando me encontró. Su hija, Uba, nació poco después. Pero Iza contaba entonces unos veinte años, una edad muy avanzada para que una mujer del Clan tuviera su primer hijo. Allí, las niñas se hacen mujeres a los ocho o nueve años. En todo caso, la medicina le dio resultado durante muchos años, y a mí me hizo efecto a lo largo de casi todo el Viaje.
–Son pocos los conocimientos referentes a la medicina o el arte de curar que pueden considerarse absolutamente ciertos e infalibles –declaró Zelandoni–. En último extremo, sigue siendo la Gran Madre quien decide.
Jondalar se alegró de ver regresar a las mujeres. Esperaba a Ayla desde hacía rato. Se había quedado en el campamento con Lobo cuando Dalanar decidió ir a la zona principal con Joharran, y les había prometido que también él iría en cuanto volviera Ayla. Marthona había dicho a Folara que preparara una infusión y un poco de comida, y había invitado a Jerika y Joplaya a su alojamiento. Ella y Jerika hablaron de los parientes, y Folara explicó a Joplaya algunas de las actividades que planeaban los jóvenes.
Ayla se quedó con ellas un rato, pero después de la discusión final en el alojamiento de la zelandonia, deseaba estar sola. Dijo que tenía que ir a ver a los caballos, cogió la mochila y se marchó con Lobo. Fue río arriba, pasó un rato con los caballos y luego continuó hasta el estanque. Estuvo tentada de bañarse, pero finalmente decidió seguir caminando. Continuó por un sendero muy poco transitado, y cuando se halló cerca de la nueva cueva, advirtió que había recorrido el mismo camino que Jondalar con los otros el primer día.
A cierta distancia del pequeño monte donde estaba la cueva, veía claramente la entrada, y notó que habían limpiado de matorrales el acceso. También habían quitado tierra y piedras del contorno de la abertura, por lo que ahora parecía más ancha. Seguramente, pues, la mayoría de las personas que asistían a la Asamblea Estival de los Zelandonii habían estado ya en el interior de la cueva como mínimo una vez, pero las visitas no habían dejado rastro. La cueva era tan bella, y tan poco comunes sus paredes blancas, que se consideraba un lugar sagrado y, como tal, inviolable. La zelandonia y los jefes de las Cavernas no habían asimilado aún plenamente el hallazgo, y todavía no habían decidido cuándo y cómo convenía utilizarla. No había habido tiempo de crear una tradición; era demasiado nueva.
El sitio donde ella había encendido un pequeño fuego para encender la antorcha y había dejado restos de carbón se había convertido en un hogar de fuego con un círculo de piedras y unas cuantas antorchas a medio quemar al lado. Ayla sacó la yesquera de la mochila, encendió rápidamente una pequeña hoguera y acercó una de las antorchas; a continuación fue hacia la entrada de la cueva.
Con la antorcha en alto, entró en el oscuro espacio. La claridad diurna que penetraba por la abertura iluminaba la tierra blanda de la galería descendente, donde se acumulaban ya las pisadas de todos los tamaños, distinguiéndose huellas de pies descalzos y también calzados. Vio una pisada de un pie largo y estrecho descalzo, seguramente de un hombre alto; otra de un tamaño medio, más ancha, probablemente de una mujer adulta o un muchacho. Había una huella de una suela de sandalia de tallo de hierba o juncos entretejidos y al lado el perfil borroso de otra huella de un mocasín de piel, seguida de una fila de diminutas pisadas muy espaciadas y vacilantes, seguramente de un niño que estaba aprendiendo a caminar. De entre todas ellas destacaban las de Lobo. Ayla se preguntó qué conclusiones extraería un rastreador que no supiera que ella había entrado en la cueva con el animal delante.
Notó que el aire se hacía más fresco y húmedo y el espacio más oscuro a medida que bajaba por la galería. Visitar la cueva, o al menos la cámara principal, no requería especial agilidad. Era una cueva que podían utilizar familias enteras, pero no como espacio habitable. Las cuevas subterráneas eran demasiado oscuras y húmedas para vivir, sobre todo considerando que la región estaba llena de refugios abiertos a la luz diurna, con suelos uniformes y salientes de piedra que protegían el interior de la lluvia y la nieve. Aquella cueva poseía tal belleza que parecía un santuario, una entrada extraordinaria a la matriz de la Madre.
Ayla y Lobo bordearon la gran cámara de paredes blancas por su lado izquierdo, y después ella entró en el pasadizo estrecho del fondo, con las paredes que se ensanchaban en su parte superior y se redondeaban en lo alto. Se detuvo en la zona ancha que envolvía la columna redonda que descendía desde el techo y no llegaba al suelo. Empezaba a tener frío. Buscó la piel suave de ciervo gigante que llevaba en la mochila y se cubrió los hombros. Era la del ciervo que había abatido con el lanzavenablos antes de la cacería de bisontes en que había perdido la vida Shevonar. Desde entonces habían ocurrido tantas cosas que tenía la sensación de que habían pasado años. «Pero no hace tanto tiempo», pensó.
Caminó hasta el final del pasadizo, giró en torno a la columna colgante, retrocedió y se sentó. Le gustaba la sensación de amplitud de aquel espacio. Lobo se le acercó para frotarse la cabeza contra su mano.
–Ya veo que quieres un poco de atención –dijo ella pasándose la antorcha a la mano izquierda para rascar al animal detrás de las orejas.
Cuando Lobo se fue a explorar otra vez, Ayla reflexionó sobre la reunión anterior con las mujeres que iban a emparejarse y los zelandonia, y las posteriores discusiones.
Pensó en las señales de linaje y recordó que la de Marthona era el caballo y que no sabía cuál era la suya. Le resultaba interesante que en el mundo de los espíritus los caballos, los uros y los bisontes fueran animales vitales más importantes que los lobos, los leones cavernarios e incluso los osos cavernarios. En ese mundo las cosas iban al revés. Notó entonces una sensación que no era nueva. No le gustó e intentó resistirse, pero no podía dominarla. Era como si recordara alguna cosa, como si recordara sus sueños, pero iba más allá del recuerdo, era más bien un sueño; como si reviviese sus sueños y recuerdos con la vaga sensación de recordar cosas que no habían sucedido.
Estaba angustiada, había hecho algo mal y apuró el líquido que quedaba en el cuenco. Siguió las luces parpadeantes por una cueva larga e interminable; de pronto había mucha luz y vio a los Mog–urs. Se sintió aturdida y a la vez paralizada de miedo, como si cayera en un abismo negro. Súbitamente Creb la ayudaba, la sostenía, aplacaba sus temores. Él era sabio y bueno. Entendía el mundo de los espíritus.
La escena cambiaba. En medio de un destello rojizo, el felino se abalanzó sobre los uros y derribó a la enorme vaca parduzca, que bramó aterrorizada. Ayla se asustó e intentó fundirse en la sólida roca de la diminuta cueva. Un león cavernario rugió, y una garra gigante penetró en la cueva y le señaló el muslo izquierdo con cuatro cortes paralelos.
–Tu tótem es el león cavernario –dijo el viejo Mog–ur.
Volvió a cambiar. La fila de luces que señalaba el camino por el pasadizo de una cueva larga y tortuosa iluminaba unas formaciones ligeras, con hermosos revestimientos. Vio una que parecía una larga cola de caballo. Se convirtió en una yegua amarillenta que corría entre la manada. Relinchó y sacudió la oscura cola como si la llamara. Ayla miró para ver hacia dónde se dirigía y se sobresaltó al ver que Creb surgía de las sombras. Él le hizo una seña, como si quisiera indicarle que se diera prisa. Ayla oyó un relincho. La manada se alejaba al galope hacia el borde del precipicio. Estaba aterrorizada y corrió tras los caballos. Se le contrajo el estómago de nuevo. Oyó gritar a un caballo como si se estuviera cayendo por el precipicio, dando vueltas y más vueltas en el aire.
Ella tenía dos hijos, hermanos que nadie habría creído que lo fuesen. Uno era alto y rubio como Jondalar, el otro, el mayor, ella sabía que era Durc, pese a que tenía la cara oculta entre las sombras. Los dos hermanos se acercaron desde puntos opuestos hacia una pradera vacía, asolada y barrida por el viento. Ella sentía una gran angustia; estaba a punto de suceder algo horrible, y debía impedirlo. Entonces, aterrorizada, supo que uno de sus hijos mataría al otro. Los dos se acercaron, y ella intentó llegar a ellos, pero se interponía un muro grueso y viscoso. Ellos estaban ya muy cerca uno del otro, con los brazos en alto en ademán de atacar. Ayla silbó.
–Despierta, hija –dijo Mamut–. Es sólo un símbolo, un mensaje.
–¡Pero uno de los dos morirá! –exclamó Ayla.
–No es lo que tú crees, Ayla –dijo Mamut–. Has de averiguar el significado real. Posees el Don. Recuerda que el mundo de los espíritus no es igual que el nuestro, que en él todo parece invertido, cabeza abajo.
Ayla se sobresaltó cuando cayó la antorcha. La recogió antes de que se apagara la llama; después contempló la parte de arriba de la columna colgante que parecía sostener algo, pero que, en realidad, no llegaba al suelo. Estaba invertida. Se estremeció. Entonces, por un instante, la columna se convirtió en un muro viscoso y transparente. Al otro lado, un caballo caía cabeza abajo, dando vueltas en el aire, después de saltar por el borde de un acantilado.
Lobo estaba detrás de ella tocándola con el hocico, gimoteando, apartándose y acercándose. Ayla se levantó y miró al lobo, que trataba de llamar su atención.
–¿Qué quieres, Lobo? ¿Qué me quieres decir? ¿Quieres que te siga? ¿Es eso?
Se dispuso a salir del pasadizo, y cuando llegó al principio, vio bajar por la rampa de la entrada otra antorcha. Obviamente la persona que se iluminaba con ella también vio a Ayla, pese a que el fuego de su antorcha empezaba a chisporrotear y extinguirse. Se detuvo, notó que la luz que se acercaba se movía más deprisa. Se sintió mejor, pero antes de que la otra persona llegara a su lado, sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Veía alguna cosa gracias a la débil luz que procedía de la gran cámara exterior, y pensó que de todos modos habría encontrado la salida si hubiera sido necesario, pero se alegraba de que con ella hubiera alguien más. Sin embargo, le sorprendió ver quién era.
–¡Eres tú! –dijeron los dos al mismo tiempo.
–No sabía que hubiera alguien. No quería molestar...
–Me alegro mucho de verte –le interrumpió Ayla, y sonrió–. De verdad que me alegro, Brukeval. Se me ha apagado la antorcha.
–Ya lo he visto –dijo él–. Si quieres salir, te acompaño.
–Ya hace demasiado rato que estoy aquí. Tengo frío. Tengo ganas de salir al sol. Debería ir con más cuidado.
–Es fácil distraerse en esta cueva. Es preciosa y provoca un efecto... no sé, especial –dijo él al tiempo que alzaba la antorcha entre ambos.
–Sí, es verdad.
–Para ti, debió ser muy emocionante ser la primera en verla –dijo Brukeval–. Nosotros hemos estado en estos montes muchas veces, no sabría expresarlo con palabras de contar, y, sin embargo, no hemos conocido su existencia hasta que tú has venido.
–Su contemplación despierta muchas emociones; lo de menos es haber sido la primera en entrar en ella. Creo que para todo el mundo debe ser igual de emocionante la primera vez que la ve. ¿La habías visitado ya?
–Sí –contestó Brukeval–. Todo el mundo hablaba de la cueva, así que antes de que oscureciera cogí una antorcha y vine a verla. No pude ver gran cosa porque ya era muy tarde. Pero me quedé con ganas de volver hoy.
–Pues me alegro –declaró Ayla mientras subían por la rampa hacia la entrada–. Seguramente habría podido salir de todos modos, porque allí atrás llega un poco de luz, y Lobo me habría ayudado, pero te aseguro que he sentido un gran alivio al ver tu antorcha.
Brukeval bajó la vista y vio al lobo.
–Sí, seguro que Lobo te habría ayudado. No lo había visto. Él también es especial, ¿verdad?
–Para mí, sí. ¿Ya lo conoces? –preguntó Ayla–. Le presento a las personas de una manera formal para que sepa que son amigas.
–Me gustaría ser amigo tuyo –dijo Brukeval.
El modo en que lo dijo indujo a Ayla a mirarlo de la forma discreta propia de las mujeres del Clan. Sintió un escalofrío y una sensación de mal augurio. En la declaración de Brukeval parecía haber algo más que un deseo de amistad. Presintió un anhelo de poseerla; pero decidió que debía estar equivocada. ¿Por qué habría de desearla Brukeval? Apenas se conocían. Le sonrió, en parte para disimular su malestar.
–Pues te presentaré a Lobo –dijo. Cogió la mano de Brukeval y llevó a cabo todo el proceso de dejársela olfatear al animal al mismo tiempo que manifestaba su aprobación.
–Creo que nunca te he dicho la admiración que sentí por ti el día que te enfrentaste a Marona –dijo Brukeval una vez concluida la presentación–. Puede llegar a ser una mujer cruel y perversa. Lo sé porque viví con ella cuando era pequeño. Supuestamente somos primos, primos lejanos, pero cuando mi madre murió, su madre era la parienta más cercana a la mía que podía amamantar a un niño, y tuvo que quedarse conmigo. Aceptó la responsabilidad, aunque no era algo que le complaciera demasiado.
–He de reconocer que Marona no me inspira mucha simpatía –admitió Ayla–. No obstante, siento lástima por ella porque algunas personas creen que no puede tener hijos.
–No sé si no puede o sencillamente no quiere. También se dice que hace lo posible para perderlos siempre que es bendecida. De todas formas, no sería buena madre. Es incapaz de pensar en nadie aparte de en sí misma –declaró Brukeval–. No es como Lanoga. Ella sí será una madre excelente.
–Ya lo es –dijo Ayla.
–Y gracias a ti, hay muchas posibilidades de que Lorala sobreviva. Ayla volvió a sentirse incómoda por el modo en que él la miraba.
Bajó la vista y acarició a Lobo para disimular.
–Son las otras madres las que amamantan a Lorala, no yo.
–Pero nadie más se había preocupado de saber que la niña no tenía leche con que alimentarse, ni ayuda de ningún tipo. Te he visto con Lanoga. La tratas como si fuera una persona importante.
–Porque lo es –dijo Ayla–. Es una niña admirable, y será una mujer extraordinaria.
–Sí, es cierto, pero sigue siendo de la familia con menos rango de la Novena Caverna –afirmó Brukeval–. Yo me emparejaría y compartiría mi posición con ella; al fin y al cabo no me sirve de nada. Pero dudo que ella quisiera. Soy demasiado mayor para ella, y además... En fin... no le gusto a ninguna mujer. Espero que encuentre a alguien que la merezca.
–También yo, Brukeval, pero ¿por qué crees que no te querrá ninguna mujer? –pro–testó Ayla–. Por lo que sé, en la Novena Caverna tienes un rango muy cercano al primero. Además, Jondalar dice que eres un magnífico cazador y que tu aportación es muy importante para la Caverna. Él tiene muy buena opinión de ti. Si yo fuera una Zelandonii que buscara compañero, y no fuera a unirme a Jondalar, te tendría en cuenta. Tienes mucho que ofrecer.
Él la miró atentamente, como si quisiera asegurarse de que no decía todo aquello para engatusarlo y después burlarse de él, como hacía Marona. Sin embargo, Ayla parecía sincera, y sus sentimientos, genuinos.
–¡Pero, desgraciadamente, no buscas compañero! –dijo Brukeval–. Si algún día decides buscar a otro, házmelo saber –añadió, esforzándose en que pareciera que bromeaba.
Desde el instante en que había visto a Ayla, pensó claro que ella era la mujer que siempre había soñado. El problema era que iba a unirse con Jondalar. «¡Qué suerte! –pensó–. Pero, de hecho, Jondalar siempre ha tenido suerte. Espero que sepa valorar lo que tiene, porque si no lo hace, yo sí podría valorarlo. La aceptaría sin pensármelo dos veces, si ella quisiera».
Oyeron unas voces y alzaron la cabeza. Vieron que se acercaban algunas personas procedentes del campamento de la Novena Caverna. Los dos hombres altos que tanto se parecían eran fáciles de identificar. Ayla saludó con la mano y sonrió a Jondalar y Dalanar. Ellos la reconocieron y le devolvieron el saludo. Las dos muchachas altas que los acompañaban no podían haber sido más distintas y, sin embargo, eran primas lejanas; ambas estaban emparentadas en mayor o menor grado con Jondalar. A Ayla le habían explicado los complejos vínculos familiares entre los Zelandonii, y en eso pensaba mientras los veía aproximarse.
Entre los Zelandonii, sólo los hijos de la misma mujer se llamaban hermanos; los hijos del mismo hombre del hogar se consideraban primos, no hermanos. Folara y Jondalar eran hermanos porque tenían la misma madre, pese a que los hombres de su hogar eran distintos; Joplaya era su prima cercana, porque, a pesar de que Dalanar era el hombre del hogar de los dos, tenían madres distintas. Sin embargo, aunque no se reconociese entre ellos una relación de hermanos, se tenía en cuenta la proximidad familiar. Los primos cercanos, sobre todo los que también se llamaban «primos del hogar», tenían un lazo demasiado próximo para emparejarse.
La otra persona que los acompañaba era Echozar, el prometido de Joplaya. Destacaba tanto como los dos hombres altos por su robusta constitución. Joplaya y Echozar se emparejarían en la misma ceremonia matrimonial que ella y Jondalar. Sabía que entre las parejas que compartían una misma ceremonia surgían con frecuencia profundas amistades, y a Ayla le habría gustado que eso fuera posible entre ellos cuatro, pero vivían muy lejos y era poco probable que eso ocurriera.
A medida que se acercaban notó que Joplaya miraba a Jondalar de vez en cuando, pero no le molestó en absoluto. Sintió lástima por ella. Comprendía su tristeza. También ella había estado prometida con el hombre equivocado, pero para Joplaya no habría ningún indulto de última hora. Los primos cercanos a menudo crecían juntos o vivían cerca, y sabían que eran parientes y no podían considerar la posibilidad de emparejarse. Pero cuando Jondalar fue a vivir con el hombre de su hogar, después de la pelea en la que había roto dos dientes delanteros al hombre que actualmente se llamaba Madroman, ya era un adolescente. La hija del hogar de Dalanar, Joplaya, era un poco más joven, pero no se habían visto nunca de niños.
Dalanar estaba encantado de tener a sus dos hijos en casa y quería que se conocieran bien. Decidió que lo mejor era instruirlos a los dos en el oficio de tallar el pedernal, para que tuvieran algo en común. De hecho, fue una buena idea, pero no preveía el efecto que tendría en Joplaya estar tan cerca del joven que se parecía tanto a él. La muchacha sentía adoración por el hombre de su hogar, y cuando llegó Jondalar, fue muy fácil transferir ese intenso amor a su primo cercano. Jerika se dio cuenta, pero ni Dalanar ni Jondalar eran conscientes de ello. Joplaya siempre disimulaba sus sentimientos con bromas, y ellos, que sabían que los primos cercanos no podían emparejarse, las interpretaban literalmente y daban por hecho que eran un juego.
La Caverna de los Lanzadonii de Dalanar no era muy numerosa, y no había nadie que pudiera ofrecer gran cosa a una muchacha hermosa e inteligente. Cuando Jondalar se fue de Viaje, Jerika insistió a Dalanar para que llevase a la Caverna de los Lanzadonii a la Asamblea Estival de los Zelandonii de vez en cuando. Los dos esperaban que Joplaya conociera a alguien y, de hecho, muchos jóvenes se interesaron por ella, pero la joven se sentía extraña con tantas atenciones y no encontró a nadie con quien se sintiera tan a gusto como con su primo Jondalar.
Sabía que había habido casos de emparejamientos entre primos, aunque siempre se trataba de primos lejanos. Sin embargo, prefería no pensar en ello, y fantaseaba con la idea de que Jondalar volviera de su Viaje y decidiera que la quería a ella como ella lo amaba a él. Sabía que era poco probable que su sueño se hiciera realidad, pero esperaba apasionadamente que un día regresara a casa y la reclamara como su único amor. En lugar de eso volvió con Ayla. Joplaya se hundió, pero se dio cuenta del amor que Jondalar sentía por la forastera y comprendió que su sueño era imposible.
El único hombre con quien había encontrado alguna afinidad era un nuevo miembro de la Caverna de Dalanar, a quien también miraban todos atentamente fuera a donde fuera. Se llamaba Echozar y era un hombre con espíritus mixtos. Fue Joplaya quien lo ayudó a integrarse en la Caverna, quien lo hizo entender que Dalanar y los Lanzadonii lo aceptaban, e incluso lo ayudó a aprender la lengua. Fue a ella a quien Echozar explicó su historia por primera vez.
La madre de Echozar había sido forzada por un hombre de los Otros, que, además, había matado a su compañero. Cuando ella dio a luz la maldijeron y sabía que traía mala suerte porque habían matado a su compañero y había tenido un hijo deforme. Ella había abandonado el Clan, dispuesta a morir, pero la rescató Andovan, un hombre ya de cierta edad que había huido de la perversa jefa de los S'Armunai. Andovan había vivido durante un tiempo en una Caverna Zelandonii, pero no se sentía cómodo con personas que tenían costumbres tan distintas a las suyas. Se había ido y había vivido solo hasta que encontró a la mujer del Clan y a su hijo. Entre los dos habían criado a Echozar, que había aprendido de su madre el lenguaje de las señas del Clan y de Andovan el lenguaje hablado, que, en realidad, era una mezcla de la lengua materna de Andovan y el zelandonii que había aprendido. Pero cuando el niño creció, Andovan murió. Su madre no soportó la soledad y sucumbió a la maldición de muerte que le habían impuesto. Murió poco después que Andovan y dejó solo a Echozar.
El muchacho no quería vivir solo e intentó volver al Clan, pero lo consideraron deforme y no quisieron aceptarlo. Pese a que sabía hablar, las Cavernas lo rechazaron porque dijeron que era una abominación de espíritus mixtos. En su desesperación, intentó suicidarse, y cuando despertó, vio la cara sonriente de Dalanar, que lo había encontrado herido pero todavía vivo y lo había llevado a su Caverna. Los Lanzadonii lo aceptaron, y él acabó idolatrando al hombre alto y amando a Joplaya.
Ella había tratado bien a Echozar, habían tenido largas conversaciones, lo había escuchado e, incluso, le había cosido una preciosa túnica adornada para la ceremonia de adopción de los Lanzadonii. Él la amaba profundamente y sufría por ello, pero no creía tener la menor posibilidad. Había dudado mucho antes de reunir el valor suficiente para pedirle que fuera su compañera, y cuando ella lo aceptó, no podía creérselo. Eso ocurrió después de que Jondalar, primo de su hogar, regresara con Ayla, con quienes Echozar congenió de inmediato. Ellos no lo trataban como si fuera distinto.
Echozar no podía ir a ninguna parte sin que lo miraran con curiosidad. La combinación de rasgos heredados del. Clan y los Otros no era muy atractiva. En cuanto a la estatura, era como un hombre medio de los Otros, pero conservaba la constitución robusta, el pecho ancho, las piernas más bien cortas y arqueadas, y el cuerpo peludo del Clan. Tenía el cuello largo y era capaz de hablar. Incluso tenía un poco de barbilla, como los Otros, pero tan pequeña que le confería un aire débil. La nariz prominente y 1as cejas gruesas y espesas que le cruzaban la frente en un solo trazo eran totalmente propias del Clan. En cambio, la frente no. La tenía recta y alta como cualquiera de los Otros.
Para la mayoría de la gente era una combinación extraña, como si todo él no acabara de encajar, pero no para Ayla. Ella había crecido entre la gente del Clan y, por tanto, compartía sus criterios de belleza. Siempre se había visto grande y fea. Era demasiado alta y los rasgos de su cara eran extrañamente delicados. Pero por más que ella encontrara atractiva la mezcla de Echozar, para todos los demás resultaba un hombre extraordinariamente feo. Sólo sus enormes ojos, de un negro brillante salpicado de tonos castaños, llamaban la atención. Tenía una mirada muy intensa, cautivadora e inteligente, y cuando contemplaba a Joplaya rebosaba amor.
Ella no lo amaba, pero sentía una especie de afinidad con él y lo respetaba. A ella la miraban por su exótica belleza, pero también eso la hacía sentirse distinta y la hacía sufrir tanto como a él. Además, Joplaya se sentía a gusto con Echozar, podía hablar con él. Decidió que si no podía tener a quien amaba se emparejaría con el hombre que la amaba, y sabía que nunca encontraría a nadie que la quisiera más que Echozar.
A medida que se acercaba la gente del campamento, Ayla notó que Brukeval se ponía tenso. Miraba fijamente a Echozar, y su expresión no era en absoluto cordial. Se fijó en los parecidos y las diferencias entre ambos. Echozar era un hijo mixto, fruto de la unión de una mujer del Clan y un hombre de los Otros, mientras que Brukeval había heredado los rasgos del Clan de su abuela. Así pues, el parecido de Echozar con los hombres del Clan era mucho más evidente, aunque para ella –y para todo el mundo– la mezcla era tan patente en uno como en otro, a pesar de que Brukeval se pareciera más a los Otros que Echozar.
Pese a que Ayla empezaba a discernir los gustos de los Otros, aún encontraba atractivos los pronunciados rasgos del Clan. Hablaba sinceramente al decir a Brukeval que no comprendía por qué pensaba que ninguna mujer le querría. Seguramente ella sí lo tendría en cuenta si no tuviera previsto emparejarse con Jondalar y fuera una Zelandonii. Pero también sabía que no era una auténtica Zelandonii, al menos por el momento. Además, Brukeval no le era muy simpático. Si bien lo encontraba atractivo y le parecía que poseía muchas cualidades, también tenía algo que le inspiraba rechazo. Le recordaba más a Broud que a cualquier otro miembro del Clan, y comprendió la razón al ver la expresión con que Brukeval recibía a Echozar.
–Saludos, Brukeval –dijo Jondalar acercándose a él con una sonrisa– Me parece que ya conoces a Dalanar, el hombre de mi hogar, pero no sé si conoces a mi prima Joplaya y a su prometido Echozar.
Jondalar estaba a punto de iniciar las presentaciones formales, y Echozar había ya levantado las manos. Pero antes de que pudiera empezar, Brukeval intervino.
–¡No tengo la menor intención de tocar a un cabeza chata! –dijo apoyándose las manos en la cadera. Luego se dio media vuelta y se fue.
Todos se quedaron atónitos. Fue Folara la primera en hablar.
–¡Qué grosero! Sé que culpa de la muerte de su madre a los cabezas chatas... bueno, al Clan, pero lo que acaba de hacer es imperdonable. Puede que nadie le enseñara buenos modales, pero nuestra madre sí se tomó la molestia de enseñarle a comportarse. Si lo hubiera oído se habría quedado de una pieza.
–Mi madre era cabeza chata o miembro del Clan, puede decirse como se quiera, pero yo no lo soy –dijo Echozar–. Yo soy Lanzadonii.
–Por supuesto –dijo Joplaya cogiéndole la mano–. Y pronto nos emparejaremos.
–Ya ves que también entre sus antepasados hay alguien del clan –declaró Dalanar–. Es evidente. Si no soporta la idea de tocar a alguien con tales antecedentes, ¿cómo se soporta a sí mismo?
–No se soporta, ése es su problema –aseveró Jondalar–. Brukeval no se soporta. Se burlaron mucho de él cuando era pequeño; los demás niños lo llamaban «cabeza chata» y él siempre lo negaba.
–Pero no puede cambiar lo que es cierto por más que lo niegue –dijo Ayla.
No habían bajado la voz, y Brukeval tenía un excelente oído, así que lo oyó todo. Poseía otra característica de los Otros que era ajena al Clan: podía llorar. Y mientras se alejaba, se le llenaron los ojos de lágrimas. «Incluso ella –pensó después del comentario de Ayla–. Creía que era distinta. Creía que hablaba sinceramente cuando ha dicho que me tendría en cuenta si no estuviera Jondalar, pero también ella opina que soy un cabeza chata. No hablaba en serio. Nunca me tendría en cuenta». Cuanto más pensaba en ello, más se indignaba. «No es justo que dé esperanzas a una persona de forma infundada. Yo no soy un cabeza chata. A pesar de lo que digan ella y los demás, no soy un cabeza chata».
Aún era de noche, pero el cielo había pasado ya del negro al azul oscuro, con un indicio dorado que perfilaba los montes en el horizonte oriental, cuando el grupo de la Novena Caverna de los Zelandonii y la Primera Caverna de los Lanzadonii salieron hacia el campamento. Utilizaron las antorchas para encontrar el camino hacia el lugar donde Jondalar había hecho la demostración con el lanzavenablos, y vieron con alivio que ya había una gran hoguera encendida en medio de la amplia franja de tierra apisonada que antes había sido un campo de hierba. Ya habían llegado algunos cazadores. El cielo fue clareando y la fría bruma matinal que se elevaba del Río empezó a difundirse entre los árboles y los matorrales de la zona circundante y a envolver a las personas que esperaban junto al fuego.
El coro matinal de pájaros llenaba el aire de trinos, reclamos y silbidos que ahogaban el murmullo de las voces humanas y daban mayor realce al ánimo expectante de todo el mundo. Sujetando el cabestro de Whinney, Ayla se arrodilló, abrazó a Lobo y sonrió a Jondalar, que acariciaba a Corredor para que no se pusiera nervioso. Luego miró alrededor maravillada. Era la partida de caza más numerosa que había visto en su vida. Había demasiadas personas para poder contarlas. Recordó que Zelandoni se había ofrecido a enseñarle a utilizar las palabras de contar para números grandes, y decidió recordárselo. Le habría gustado poder decir cuántas personas había allí reunidas.
Normalmente las mujeres que estaban a punto de emparejarse no participaban en la cacería prematrimonial. Había restricciones y otras actividades previstas para ellas. La Primera la había puesto al día de todo rápidamente para que pudiera excusarse. Esa cacería sería una prueba para los caballos y para el lanzavenablos de Jondalar, y la necesitaban. Ayla se alegraba de que le hubieran permitido añadirse a 1a partida, pese a la inminencia de la ceremonia matrimonial. Siempre le había gustado cazar. Si no hubiera aprendido a cazar cuando vivía sola en el valle, no habría sobrevivido, y además eso le había dado sensación de independencia.
Muchas de las mujeres que iban a emparejarse habían cazado, pero sólo una quiso participar en la cacería. Como se había hecho una excepción con Ayla, también se le permitió ir a esa muchacha. Las chicas solían salir a cazar con los chicos, y pasada la pubertad muchas continuaban haciéndolo, sobre todo porque era lo que hacían sus jóvenes amigos. A algunas les gustaba cazar, pero cuando se emparejaban y empezaban a tener hijos, la mayoría tenía demasiado trabajo y dejaba la caza a los hombres. Entonces se dedicaban a otros oficios y artes para mejorar su posición y su capacidad de intercambio y regateo, actividades que les permitían estar cerca de sus hijos. Pero las mujeres que había cazado de jóvenes se consideraban compañeras más valiosas. Se hacían cargo de las dificultades de la caza, valoraban los logros y se mostraban comprensivas con los fracasos de sus compañeros.
Ayla había ido a la ceremonia de Búsqueda organizada por la zelandonia la tarde anterior, junto con muchos de los jefes y algunos cazadores, pero sólo había observado, sin participar. Gracias a la Búsqueda se «había sabido» que una gran manada de uros estaba en un valle cercado especialmente propicio para cazar y decidieron intentarlo. Sin embargo, no había ninguna garantía. Por más que un Zelandoni «viera» metafísicamente animales durante una Búsqueda, podía ocurrir que al día siguiente ya no estuvieran allí; no obstante, en el valle había buenos prados que atraían a distintas clases de rumiantes, y si los uros ya no estaban, era probable que hubiera otros animales. Sin embargo, los cazadores esperaban encontrar uros, porque en esa época del año esos animales formaban grandes manadas y proporcionaban una carne sabrosa y abundante.
Si un uro macho había dispuesto de la suficiente comida para alimentarse bien, al crecer alcanzaba los dos metros de altura, desde el lomo hasta el suelo, y pesaba más de una tonelada; es decir, unos ochenta centímetros más alto y pesaba el doble que su descendiente domesticado más grande. Se parecía a un toro corriente, pero de tamaño mucho más grande, comparable incluso al de un mamut. El alimento preferido de los uros era la hierba, fresca y verde, no los tallos maduros ni las hojas de los árboles. Preferían pacer en los claros, los alrededores de los bosques, los prados y los pantanos que en las estepas. También comían bellotas, frutos secos y semillas en otoño para conservar la grasa, y en la época de escasez del invierno no hacían ascos a las hojas ni a los brotes.
El macho normalmente tenía el pelo largo y negro, con una franja más clara en el lomo. Tenía una mata espesa de pelo rizado en la frente y dos cuernos largos y más bien delgados, de un gris blanquecino que se ennegrecía en las puntas. Las hembras eran más pequeñas y bajas, y su pelo solía ser de un color más claro, a menudo rojizo. Por lo general, sólo los animales más viejos o más jóvenes eran presa de los depredadores cuadrúpedos. Un macho en su época de máximo vigor no temía a ningún cazador, ni siquiera a los humanos, y no se tomaba la molestia de rehuirlos, sobre todo en la época de celo en el otoño, aunque, en realidad, el uro estaba permanentemente listo para luchar y podía embestir con una furia descontrolada, cornear a un hombre o a un lobo y levantarlo por el aire. También era capaz de clavar los cuernos a un león cavernario y a menudo incluso destriparlo. Los uros eran rápidos, fuertes, ágiles y muy peligrosos.
La partida de caza se puso en marcha tan pronto como la claridad lo permitió. Caminando a buen paso, avistaron la manada de uros antes de que el sol estuviera muy alto. Era un valle sorprendentemente cerrado. Un extremo conducía a un gran desfiladero que se estrechaba hacia un cañón angosto y más allá volvía a abrirse en un cercado natural. No era un cañón totalmente ciego, sino que tenía algunas salidas estrechas. Ya lo habían utilizado antes, aunque normalmente nunca más de una vez por estación. El olor de la sangre de una cacería importante tendía a asustar a los animales hasta que la nieve del invierno la hacía desaparecer. Sin embargo, previendo que volverían a utilizarla, habían construido vallas en las salidas, y algunos de los cazadores fueron a revisarlas y eligieron un punto óptimo desde donde arrojar las lanzas. Un aullido de lobo –no mal imitado a juicio de Ayla– fue la señal de que todo estaba a punto. Como ya la habían avisado, controló a Lobo por si se le ocurría contestar. El graznido más suave de un cuervo fue la señal de respuesta.
Los demás cazadores se habían quedado cerca de la manada, procurando no alterarla demasiado, lo cual era bastante difícil con tanta gente. Ayla y Jondalar se habían quedado más atrás para que el olor del lobo no precipitase ninguna reacción. Al oír la señal, montaron a caballo y salieron al galope, con Lobo corriendo al lado. Por rápidos y fuertes que fueran los uros, eran animales de manada, y entre ellos los había de corta edad. El ruido de las pezuñas y los gritos, así como la visión de las cosas desconocidas que les agitaban delante los asustó, y cuando uno empezó a correr, los otros lo siguieron. Con los dos humanos a caballo acercándose más de lo que esperaban y agitando objetos y gritando, unido ello el olor del lobo, la manada de inmediato salió en estampida hacia el desfiladero.
La estrecha entrada les impidió seguir a la misma velocidad, y se amontonaron ante la abertura pretendiendo abrirse paso. En medio de la polvareda y los bramidos de la manada, algunos animales intentaron escapar y buscaban salida en cualquier dirección. Se encontraban a personas, caballos y al lobo por todas partes, que les cortaban la huida, obligándolos a volver, pero, finalmente, un viejo y resuelto macho se cansó de aquello. Se quedó inmóvil, escarbó la tierra con la pezuña, bajó los cuernos, y recibió dos lanzas rápidas arrojadas con el lanzavenablos. Cayó de rodillas, se tambaleó y se desplomó de costado. En ese momento, la mayor parte de la manada había pasado ya por el desfiladero, y se había colocado la valla para cerrar la salida. Entonces se inició la matanza.
Lanzas de todo tipo, con puntas de pedernal, de hueso afilado o de marfil, largas y cortas, salieron disparadas hacia los animales atrapados. Los cazadores tenían que lanzar desde detrás de las estrechas vallas que los protegían de los enormes cuernos y las afiladas pezuñas. Algunos utilizaban lanzavenablos; ya no eran sólo Ayla y Jondalar quienes disponían de la poderosa arma. Los más atrevidos habían estado practicando, y probaban los lanzavenablos entonces por primera vez, ya que en esa ocasión fallar no tenía tanta importancia porque los uros no podían escapar más que hacia el seno de la gran madre tierra en el mundo de los espíritus.
En una sola mañana habían obtenido carne suficiente para alimentar a todos los asistentes a la Asamblea Estival durante una buena temporada, y para organizar un gran banquete en la ceremonia matrimonial. En cuanto los uros quedaron atrapados tras las vallas, se envió un mensajero al campamento para que saliera una segunda partida de refuerzo. Una vez abatido el último animal, los recién llegados entraron en el recinto y comenzaron a descuartizar a los animales y cortar la carne para conservarla.
Había distintas maneras de almacenar la carne. Gracias a la cercanía de los glaciares y la capa de tierra permanentemente helada que existía a distintas profundidades bajo la superficie, simplemente cavando hoyos en la tierra podía aprovecharse el hielo subterráneo para crear depósitos fríos donde guardar la carne en condiciones. Ésta también podía guardarse en estanques o lagos profundos, o en los remansos de arroyos o ríos. Le ponían piedras encima y la marcaban con largas estacas para localizarla y recuperarla más adelante. Así, la carne podía aguantar un año sin apenas estropearse. También secaban algunas piezas de carne para que durasen unos cuantos años. El problema que conllevaba secarla era que a principios del verano era la temporada de las moscas, las cuales podían echar a perder la carne que se dejaba secar al sol y al viento. Mediante hogueras que despedían mucho humo, se conseguía mantener a raya a la mayor parte de los insectos, pero siempre tenía que haber alguien vigilando durante todo el proceso y el ambiente resultaba desagradable al estar lleno de humo. Fuera como fuese era necesario secar carne para disponer de alimentos cuando se salía de viaje.
Aparte de la carne, eran también muy importantes las pieles. Se empleaban para elaborar utensilios, recipientes y ropa, así como en la construcción de refugios. La grasa se usaba para calentar, dar luz y también como alimento; el pelo, para hacer fibras, rellenos y prendas de abrigo; los tendones, para hacer cuerdas y correas para las viviendas. Las astas servían para realizar recipientes y diversos dispositivos, como, por ejemplo, goznes para los paneles, e incluso alhajas, y los dientes a menudo se empleaban en la confección de abalorios y herramientas. Los intestinos podían convertirse en fundas y ropas impermeables, y en envoltorios para los embutidos y la grasa.
Los huesos tenían muchos usos. Podían hacerse utensilios y platos, tallas y armas; podía extraerse la médula, que era nutritiva, o quemarse en los hogares como combustible. No se desperdiciaba nada. Incluso las pezuñas y los retazos de piel sobrantes servían para preparar colas y adhesivos, que tenían numerosas aplicaciones. Combinados con los tendones, por ejemplo, servían para unir las puntas a las lanzas, los mangos a los cuchillos, y las diversas partes de un asta de lanza, así como para pegar suelas duras a un calzado blando.
Pero primero era necesario despellejar a los animales, separar las partes y guardar la carne, y todo debía hacerse deprisa. Se colocaron vigilantes para ahuyentar a los ladrones, otros carnívoros deseosos de aprovecharse de la matanza, y dispuestos a todo. Una concentración tan grande de uros muertos atrajo a los animales carnívoros de las inmediaciones. Las sigilosas hienas fueron las primeras que Ayla vio aparecer. Ya tenía la onda en la mano e indicó a Whinney que las persiguiera casi sin pensarlo.
Tuvo que desmontar para coger más piedras, pero la rapidez con la que lanzaba era razón suficiente para que la pusieran de guardia junto con Jondalar. Todo el mundo sabía despedazar animales, incluso los más jóvenes, pero para ahuyentar a los carnívoros eran necesarios un mayor esfuerzo y otras habilidades con las armas. La manada de lobos llamó la atención de Lobo. Deseaba hacer huir a los lobos de las piezas cobradas por su propia manada, pero Ayla lo ayudó. Los glotones, maliciosos y agresivos, eran mucho peores. Dos glotones, seguramente macho y hembra, que debían ir juntos porque era su época de apareamiento, rociaron a una hembra de uro con sus glándulas. Olía tan mal luego que después de retirar la lanza para devolvérsela al cazador alejaron a rastras entre unos cuantos al animal y dejaron que los glotones se lo disputaran con otros carnívoros que también lo reclamaban, tarea difícil porque los glotones defendían sus presas incluso contra los leones.
Ayla vio armiños, con el pelaje marrón del verano que en invierno se volvería totalmente blanco como el de una comadreja, salvo por las puntas negras de la cola. Vio zorros y linces, y atisbó un leopardo de las nieves, y más allá, un grupo de leones cavernarios –que contemplaban la escena tranquilamente–, los primeros que Ayla veía desde su llegada.
Se detuvo a observarlos. Los leones cavernarios eran de color claro, normalmente marfil; aquellos, en cambio, eran casi blancos. Primero tuvo la impresión de que eran hembras, pero el comportamiento de uno de los animales la indujo a fijarse con mayor atención. ¡Era un macho sin cabellera! Cuando le preguntó a Jondalar, él le explicó que los leones cavernarios de aquella región no tenían cabellera; a él le habían sorprendido los leones del este, que sí tenían melena, pese a ser más pequeños.
Por el cielo rondaban también otros carnívoros, esperando la oportunidad de posarse en tierra, y por más que los ahuyentaran, volvían a intentarlo una y otra vez. Buitres y águilas, sin gran derroche de energía, flotaban en las corrientes de aire caliente que sostenían sus grandes alas extendidas. Milanos, halcones y quebrantahuesos se alzaban y descendían en picado, a veces compitiendo con majestuosos y ruidosos cuervos. A los pequeños roedores y reptiles les era más fácil escabullirse sin que los vieran los humanos, pero estos depredadores a menudo se convertían en presas. Finalmente, acabarían de limpiar el lugar los más pequeños de todos, los insectos. Pero por di1igentes que fueran los vigilantes, todos los carnívoros se llevarían una parte del botín antes de que los uros estuvieran totalmente descuartizados, y aunque no fuera su objetivo principal, antes de acabar, los cazadores también consiguieron unas cuantas pieles que no eran de uro.
Una primera cacería con éxito en la Asamblea Estival era un buen augurio. Garantizaba un buen año a los Zelandonii y se consideraba un presagio especialmente bueno para las parejas que estaban a punto de unirse. El emparejamiento se celebraría en cuanto la carne y los demás productos estuvieran en el campamento y bien guardados para que no se estropeasen y no pudieran robarlos los diferentes carnívoros cuadrúpedos que había en los alrededores.
Después del entusiasmo y el trabajo de la cacería, la atención del campamento de la Asamblea Estival volvió a centrarse en las inminentes ceremonias matrimoniales. Ayla estaba impaciente, pero también nerviosa. Jondalar se sentía igual que ella. A menudo se sorprendían mirándose, sonreían casi con timidez y deseaban que todo saliera bien.
Zelandoni intentó buscar un momento para hablar con Ayla en privado acerca de la medicina que prevenía la concepción, pero siempre surgía algún impedimento. A la joven tampoco le sobraba el tiempo. Como aquélla era una cacería comunitaria en la que habían participado todos los Zelandonii, la Primera había tenido que celebrar ceremonias especiales para asegurarse de que el espíritu de los uros se apaciguara, e importantes rituales para agradecer a la Gran Madre las vidas de todos los animales que se habían sacrificado a fin de que los Zelandonii pudieran vivir.
El buen resultado de la cacería había sido sorprendente, y les había costado más tiempo del previsto llevar a cabo todas las tareas asociadas a una cacería. Se troceó la carne, y se fundió y dividió en porciones la grasa. Se rasparon y pusieron a secar las pieles, o se enrollaron y dejaron en los depósitos subterráneos junto con la carne, los huesos y otras partes. Colaboró prácticamente todo el mundo, incluidas las mujeres que tenían que emparejarse. La ceremonia matrimonial podía esperar.
La Primera se resignó al aplazamiento, pero aún lamentaba no haber dedicado un rato para hablar tranquilamente con Ayla antes de partir de la Novena Caverna, cuando habría sido más fácil observarla y conocerla mejor. ¿Quién podía imaginarse que aquella joven –a los diecinueve años aún era joven, pese a que Ayla, por lo visto, se considerase una anciana– poseyera tantos conocimientos? Parecía tan cándida que era fácil deducir erróneamente que tenía poca experiencia. Sin embargo, Zelandoni empezaba a ver que Ayla era mucho más compleja de lo que había pensado. Sabía que no era sensato subestimar a un elemento desconocido, pero no había seguido su propio consejo.
Y en esos momentos la Primera tenía entre manos otro asunto. La zelandonia había decidido celebrar los Primeros Ritos antes que la ceremonia matrimonial, pese a que normalmente se hacía después por una razón muy concreta. Antes de los Primeros Ritos todas las Zelandonii de sexo femenino se consideraban niñas, y no debían compartir el Don de los Placeres de la Madre. Los Ritos de los Primeros Placeres era la ceremonia en la que las muchachas, bajo una estricta y atenta supervisión, eran «abiertas» físicamente y pasaban a ser capaces de recibir los espíritus que iniciarían una nueva vida. Hasta ese instante no eran plenamente mujeres. Pero los Primeros Ritos se celebraban también durante la Asamblea Estival, y solía haber un tiempo, después de su primer período lunar y antes de sus Primeros Ritos, en que las muchachas estaban en una especie de limbo. Era entonces cuando los hombres las encontraban especialmente seductoras, probablemente porque les estaban prohibidas.
Al final de la Asamblea Estival se celebraba una segunda ceremonia para las muchachas que empezaban a sangrar durante el verano, pero el largo intervalo entre las Asambleas planteaba serias complicaciones. Los hombres jóvenes, y algunos no tan jóvenes, perseguían sin cesar a las muchachas pubescentes, y debido a los Festivales para Honrar a la Madre que tenían lugar a lo largo del año, las chicas tomaban más conciencia de sus necesidades, sobre todo aquellas que habían tenido la primera menstruación en otoño. Ninguna madre quería que sus hijas tuvieran su primer período lunar en esa época, cuando tenían por delante todo un invierno de oscuridad y escasas actividades al aire libre.
Pese a que caía un estigma sobre aquellas que no esperaban a los Primeros Ritos, algunas muchachas sucumbían inevitablemente al continuo asedio. Pero por implacable que fuera la presión a que se veían sometidas, las jóvenes, por el hecho de ceder, pasaban a ser menos deseables como compañeras porque se consideraba que tenían poco control sobre sí mismas. En opinión de algunos, era injusto estigmatizar a una mujer porque en su primera adolescencia había cometido lo que en ese momento le parecía una inocente transgresión de una costumbre establecida. Pero también había quienes lo veían como una importante prueba de carácter, de su integridad, fortaleza y perseverancia inherentes, que se consideraban rasgos importantes en una mujer.
Las madres acostumbraban solicitar la ayuda de la zelandonia para ocultar la indiscreción, y se celebraban de todos modos los Primeros Ritos porque una mujer no podía emparejarse sin pasar antes por eso. La zelandonia siempre procuraba que los hombres escogidos para «abrir» a las muchachas que ya estaban abiertas fueran discretos, y que el hecho no se divulgara. Aun así, se sabía quiénes eran las jóvenes que habían cedido; para empezar, lo sabían los zelandonia que en su fuero interno creían que aquélla era una prueba reveladora, y lo sospechaban otros muchos.
Sin embargo, ese verano había surgido un problema poco habitual. Janida, una joven de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna que aún no había pasado por los Primeros Ritos, estaba encinta y quería unirse al joven que la había abierto prematuramente. Peridal, también de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, no mostraba el mismo entusiasmo que ella ante la idea de emparejarse, pese a haberla perseguido con extraordinaria persistencia a lo largo de todo el invierno y haberle hecho exageradas promesas. En Roca del Reflejo, una caverna enorme con múltiples niveles, era muy fácil encontrar rincones aislados para sus citas.
En favor de Peridal, se alegaba que era muy joven. No estaba seguro de querer emparejarse todavía, y a su madre no le hacía ninguna gracia que asumiera ya tal compromiso, y menos con una muchacha que había cedido. Pero la zelandonia estaba recurriendo a todo su poder de persuasión para animarlos a aceptar. Si bien no era fundamental que una mujer estuviera emparejada al dar a luz, era preferible que un niño naciera en el hogar de un hombre, en especial el primer hijo.
La otra cara del asunto era que, por lo general, si una mujer quedaba embarazada antes de emparejarse, se volvía más deseable, porque ya había demostrado que era capaz de aportar hijos al hogar de un hombre, pero el estigma por no haber tenido control suficiente para esperar hasta los Primeros Ritos tenía un peso considerable. Janida y su madre lo sabían, pero también sabían que si Janida había sido ya bendecida cuando se emparejara, se consideraría un hecho afortunado y debería verse de manera favorable. Albergaban la esperanza de que lo uno compensara lo otro.
Muchos hablaban de la muchacha, unos decantándose de un lado y otros del otro, pero casi todos coincidían en que era una situación interesante, sobre todo el planteamiento adoptado por Janida y su madre. Aquellos que tomaban partido por Peridal y su madre opinaban que el muchacho era demasiado joven para asumir las responsabilidades del emparejamiento; otros decían que si la Madre, en efecto, había elegido su espíritu para bendecir a la muchacha, debía considerar que estaba capacitado para ser el hombre del hogar. Y quizá Janida, pese a un poco control de sí misma, era afortunada, y Peridal debía emparejarse con ella de buena gana. Algunos hombres incluso contemplaban la posibilidad de unirse a ella, con o sin estigma, si Peridal se negaba. Janida debía contar ciertamente con el favor de Doni si quedaba embarazada con tanta facilidad.
Todas las jóvenes que se preparaban para los Ritos de los Primeros Placeres ocupaban un alojamiento vigilado especial cerca del de la Zelandonia. Se decidió que la muchacha encinta estaría con las otras jóvenes y se sometería a la ceremonia completa, ya que en todo caso debía celebrar los Primeros Ritos para poder emparejarse. Se consideraba que debía enseñársele lo que las jóvenes necesitaban saber, pero cuando se la instaló allí con las otras, algunas de sus compañeras protestaron.
–Los Ritos de los Primeros Placeres es una ceremonia para abrir a una niña y hacerla así mujer –dijo una de ellas levantando la voz lo suficiente para que todos la oyeran–. Si Janida ya está abierta, ¿qué hace aquí? Se supone que esto es para muchachas que esperan, no para muchachas que hacen trampa.
Varias estuvieron de acuerdo, pero no todas. Una de ellas contraatacó:
–Está aquí porque quiere emparejarse en la primera ceremonia matrimonial, y una muchacha no puede emparejarse hasta que ha celebrado los Primeros Ritos, y además la Madre la ha bendecido.
Otras, algunas de las cuales habían iniciado sus períodos lunares no mucho después de la anterior Asamblea Estival y, según rumores, habían experimentado también con algunos ritos de apertura en privado, procuraron mostrarse más acogedoras, pero en su mayoría sintieron la necesidad de obrar con cautela. Sabían que su buen nombre dependía probablemente de la discreción del hombre que había sido elegido para ellas, y que podía estar emparentado con una de las muchachas que sí había esperado. No querían ofender a nadie. Eran más que conscientes de que podían padecer una vergüenza similar y veían los problemas que eso podía causar.
Janida sonrió a la que habló en su defensa, pero guardó silencio. Se sentía un poco mayor y más sabia que la mayoría de las muchachas del alojamiento. Al menos sabía qué esperar, no como las que aguardaban impacientes y preocupadas, y a fuerza de hacer frente a sus detractores, había desarrollado cierto valor. Además, dijeran lo que dijeran, estaba encinta, bendecida por Doni, y se encontraba en una etapa de su embarazo en que rebosaba optimismo. Ignoraba que el embarazo había activado ciertas hormonas de su organismo; sólo sabía que se sentía feliz y satisfecha ante la perspectiva de tener un hijo.
Aunque se suponía que las jóvenes estaban aisladas y bien custodiadas, los comentarios hechos cuando Janida se unió al resto –especialmente la frase «para muchachas que esperan, no para muchachas que hacen trampa»– se propagaron de algún modo por todo el campamento. Cuando llegaron a oídos de la Primera, se puso furiosa. Tenía que ser alguien de los suyos, alguien de la zelandonia, quien se había ido de la lengua –nadie más podía estar tan cerca como para enterarse de algo así–, y deseó saber quién había sido.
Ayla y Jondalar llevaban casi todo el día trabajando con las pieles de uro. Primero se raspaba la grasa y las membranas del interior y el pelo del exterior con raspadores de pedernal y después se ponían a remojo en una solución hecha con los sesos de las hembras triturados y mezclados con agua, lo cual daba a las pieles una gran elasticidad. Luego se enrollaban y doblaban para escurrirlas lo mejor posible, tarea que a menudo se realizaba entre dos personas, una a cada lado. A continuación se practicaban pequeños agujeros a lo largo de los bordes, a intervalos de unos ocho centímetros. En un bastidor rectangular más grande que la piel entera, se colocaba la piel sujeta al marco mediante cordeles pasados por unos agujeros previamente hechos y se tensaba. Entonces empezaba el trabajo duro.
Con el bastidor bien inmovilizado, apoyando contra unos árboles o un travesaño, se curtían las pieles. Se cogía una vara con la punta redondeada y se hincaba en la piel tanto como ésta daba de sí trozo a trozo, de arriba abajo y de un lado a otro, una y otra vez hasta que la piel, tras media jornada de trabajo, quedaba totalmente seca. En esta fase, la piel era casi blanca, con un acabado flexible y suave como el del ante, y ya podía confeccionarse algo con ella; el problema era que si volvía a mojarse debía curtirse de nuevo, pues si no, al secarse se convertía en cuero crudo. Así pues, para que la piel conservara siempre la textura aterciopelada y flexible tenía que someterse a otro proceso. Había varias opciones, según su utilización.
La opción más sencilla era ahumarla. Un método consistía en usar una pequeña tienda cónica de viaje, tapar la salida de humos y encender dentro una hoguera que produjera mucho humo. Dentro, en lo alto, se colgaban varias pieles y se cerraba bien la entrada. Cuando el humo llenaba la tienda y envolvía las pieles, revestía las fibras de colágeno que constituían la piel. Después del ahumado, la piel permanecía flexible aunque se lavara o mojara. El ahumado cambiaba también el color de la piel que, según la clase de madera empleada, oscilaba entre diversas tonalidades de amarillo y marrón.
Otro proceso consistía en mezclar ocre rojo en polvo con sebo –grasa derretida en agua hirviendo– y adobar la piel con la mezcla. Ello no sólo le daba un color rojizo, que iba del rojo anaranjado al marrón oscuro, sino que, además, la impermeabilizaba. La untuosa sustancia podía aplicarse mediante un hueso o un palo liso y se extendía por la superficie hasta obtener un acabado brillante y más resistente, casi por completo impermeable. El ocre rojo, por otra parte, inhibía la descomposición bacteriana y repelía a los insectos, incluidos los parasitarios que vivían en animales de sangre caliente como los humanos.
Existía aún otro proceso, más trabajoso y no tan conocido, para convertir en un blanco casi puro el blanco natural de la piel. Fracasaba con frecuencia porque era difícil mantener la flexibilidad de la piel, pero cuando salía bien, el resultado era asombroso. Ayla lo había aprendido de Crozie, la anciana Mamutoi. Para empezar, debía guardar su propia orina y esperar a que, por la acción de sus procesos químicos naturales, se convirtiera en amoniaco, que era un agente blanqueador. Tras el raspado, la piel se dejaba a remojo en el amoniaco, luego se lavaba con raíz de jabonera, se suavizaba con la mezcla a base de sesos y se adobaba con caolín en polvo –una delicada arcilla blanca– mezclado con sebo muy puro.
Ayla sólo había hecho una prenda blanca, y Crozie la había ayudado, pero había visto un filón de caolín no muy lejos de la Tercera Caverna, y pensó que quizá volviera a intentarlo. Se preguntó si la espuma que los Losadunai le habían enseñado a hacer con grasa y cenizas daría mejor resultado que la jabonera.
Mientras trabajaba, Ayla oyó una de las discusiones acerca de Janida, y la situación le resultó interesante porque le ofrecía una fascinante perspectiva de las tradiciones y costumbres de los Zelandonii. No tenía la menor duda de que Peridal había iniciado el niño que crecía dentro de Janida, porque los dos habían dado a entender que ningún otro hombre había penetrado a la muchacha, y Ayla tenía la firme convicción de que era la esencia del órgano masculino lo que daba comienzo al embarazo. Mientras volvían al campamento de la Novena Caverna, agotados después de todo un día de trabajo con las pieles, preguntó a Jondalar sobre la insistencia de los Zelandonii respecto a los Primeros Ritos antes de que las mujeres pudieran escoger libremente.
–No veo la diferencia entre que el joven la abriese el invierno pasado y otro hombre la abra ahora, siempre y cuando no sea forzada –dijo Ayla–. No es como el caso de Madenia, la muchacha Losadunai, que fue violada por una pandilla de jóvenes antes de los Primeros Ritos. Janida es un poco joven para estar encinta, pero también yo lo era, y no supe qué eran los Primeros Ritos hasta que tú me lo explicaste.
Jondalar comprendía y compadecía a Janida. También él había transgredido las tradiciones establecidas durante su iniciación a la virilidad al enamorarse y desear emparejarse con su mujer–donii. Cuando descubrió que Ladroman... Madroman... había estado espiándolos, que de hecho se había escondido para observarlos, y después había contado a todo el mundo que querían emparejarse, Jondalar montó en cólera y lo golpeó hasta romperle los dientes. Como todos, Madroman también quería a Zolena como mujer–donii, pero ella había elegido a Jondalar, y nunca había considerado siquiera a Madroman.
Jondalar creía entender la extrañeza que el caso de Janida causaba a Ayla y por qué. Ella no había nacido entre los Zelandonii y no daba el mismo valor que ellos a las costumbres que su puesto había respetado siempre, ni comprendía lo que implicaba ir contra las tradiciones que conocían. Jondalar no era consciente de que lo que ocurría, en realidad, era que Ayla había quebrantado las tradiciones del Clan y había pagado con creces las consecuencias, hasta el punto de que había estado muy cerca de la muerte, por lo que ya no le asustaba poner en tela de juicio cualquier tradición.
–La gente es más tolerante con aquellos que vienen de otras partes –dijo Jondalar–, pero Janida sabía a qué se arriesgaba. Espero que Peridal se una a ella y que sean muy felices, pero si no lo hace creo que hay otros hombres dispuestos a emparejarse con Janida.
–Ya lo supongo. Es joven y atractiva, y tendrá un hijo que aportar al hogar de otro hombre si Peridal la rechaza –declaró Ayla.
Caminaron un rato en silencio hasta que Jondalar comentó:
–Creo que la ceremonia matrimonial de esta Asamblea Estival se recordará durante mucho tiempo. Están Janida y Peridal, que seguramente serán los más jóvenes que se hayan emparejado nunca si se deciden a hacerlo, aun sin contar su precoz embarazo. Estamos nosotros dos: yo que acabo de volver de un largo Viaje, y tú que vienes de muy lejos. Después están Joplaya y Echozar. Los dos tienen unos antecedentes familiares y un linaje insólitos. Espero que quienes se oponen a su unión no creen demasiadas complicaciones. Apenas puedo creer que Brukeval actuara como lo hizo. Creía que tenía mejores modales, sean cuales sean sus sentimientos.
–Echozar tenía razón cuando dijo que él no era del Clan –afirmó Ayla–. Su madre lo era, pero a él no lo crió la gente del Clan. Aunque lo hubieran vuelto a aceptar, dudo que le hubiera sido fácil vivir con ellos. Conoce su lenguaje de señas, más o menos, pero ni siquiera sabe que usa señas propias de las mujeres.
–¿Señas propias de las mujeres? –repitió Jondalar–. Nunca me habías mencionado nada así.
–La diferencia es muy sutil, pero la hay –dijo Ayla–. Las primeras señas que aprenden los bebés son de sus madres, pero cuando crecen, como las niñas se quedan con las madres continúan aprendiendo esas señas, mientras que, como los niños, empiezan a participar en actividades con los hombres, van aprendiendo las de éstos.
–¿Qué nos enseñaste a mí y a la gente del Campamento del León? –preguntó Jondalar.
Ayla sonrió.
–El lenguaje de los niños pequeños.
–¿Quieres decir que cuando hablaba con Guban, le hablaba como un niño pequeño? –preguntó Jondalar, horrorizado.
–Ni siquiera eso, para serte sincera, pero él te entendía –contestó Ayla–. No obstante, el mero hecho de que supieras algo, de que intentaras usar correctamente su lenguaje, lo impresionó.
–¿Correctamente? –dijo Jondalar–. ¿Pensaba Guban que su manera de hablar era la correcta?
–Por supuesto. ¿Acaso no lo piensas tú de la tuya?
–Supongo –convino él, y sonrió–. ¿Cuál crees tú que es la manera correcta?
–La manera correcta es siempre aquella a la que uno está acostumbrado –respondió Ayla–. Para mí, ahora, el lenguaje del Clan, el mamutoi y el zelandonii son todos igual de válidos, pero a la larga, cuando lleve mucho tiempo hablando sólo en zelandonii, sin duda pensaré que ésta es la manera correcta de hablar, aunque probablemente nunca llegue a dominar tu lengua por completo. Sólo conoceré a la perfección el lenguaje del Clan, más aún, sólo concretamente el del clan con el que crecí, que no es del todo igual al que se usa por aquí.
Cuando llegaron al riachuelo, Ayla notó que el sol ya se ponía y una vez más quedó fascinada por el magnífico despliegue de colores del cielo. Los dos se detuvieron a contemplarlo.
–Zelandoni me ha preguntado si quería ser elegido para los Primeros Ritos mañana, probablemente por Janida –comentó Jondalar.
–¿Eso te ha dicho? Según Marthona, nunca se informa a los hombres de quién será la muchacha, y en teoría ellos no deben decirlo.
–No me lo ha dicho exactamente. Me ha dicho que quería alguien que no sólo fuera discreto, sino también cuidadoso. Estaba enterada de tu embarazo, y ha pensado que yo sabría cómo tratar a alguien que podría requerir la misma clase de cautela. ¿Quién podría ser, sino Janida?
–¿Vas a aceptar? –preguntó Ayla.
–He estado pensándolo –respondió Jondalar–. En otro tiempo habría estado más que dispuesto, incluso deseoso, pero he dicho que probablemente no.
–¿Por qué?.
–Por ti.
–¿Por mí? –dijo Ayla–. ¿Pensabas que me opondría?
–¿Te opondrías?
–Sé que es una costumbre de tu gente, y otros hombres emparejados lo hacen.
–Y tú accederías te gustara o no, ¿verdad? –dijo Jondalar.
–Supongo.
–La razón por la que he rehusado el ofrecimiento no era porque temiera que pudieses oponerte, aunque probablemente no me gustaría si tú decidieras convertirte en mujer–donii durante una temporada. Es porque no creo que pueda concederle a esa joven toda la atención que merece. Estaría pensando en ti, comparándola contigo, y eso no sería justo para ella. Estoy más dotado que otros hombres, y me contendría y trataría de ser tierno y afectuoso para no hacerle daño, pero estaría deseando estar contigo todo el tiempo. No me importa mostrarme tierno y afectuoso, pero contigo no he de preocuparme por si te hago daño, al menos por el momento. Cuando estés más avanzada en el embarazo, no sé; pero entonces ya encontraremos una solución.
Ayla no había imaginado lo mucho que la alegraría que él se negara a participar en los Primeros Ritos. Había llegado a sus oídos que aquellas jovencitas ejercían una gran atracción en la mayoría de los hombres, y se había preguntado si empezaba a sentir celos. No era su deseo; había oído hablar a Zelandoni en la reunión de mujeres de lo perjudiciales que resultaban los celos, y no se habría opuesto si Jondalar hubiera aceptado la proposición de la donier, pero se alegraba mucho de que no lo hubiera hecho. Ayla no pudo contener una sonrisa, una sonrisa amplia y radiante, comparable casi a la puesta de sol, que llenó de cariño a Jondalar.
Todas las parejas que iban a estar presentes en la ceremonia matrimonial se reunieron con la zelandonia al día siguiente de celebrarse los Ritos de los Primeros Placeres. En su mayoría, eran jóvenes, pero había algunas cuyos componentes eran de mediana edad e incluso había otros que tenían más de cincuenta años. Independientemente de su edad, todos estaban emocionados y aguardaban el acontecimiento con ilusión. Además, se percibía gran cordialidad entre las diferentes parejas; era fácil que se creara un vínculo especial entre todas ellas al celebrar su unión en la misma Ceremonia Matrimonial. Muchas duraderas amistades se creaban en esa ocasión.
Ayla dejó a Lobo con Marthona, que dijo que no tenía inconveniente en quedarse con él; aun así tuvo que atarlo para evitar que la siguiera. Antes de irse, advirtió que en efecto Marthona ejercía una influencia tranquilizadora, y el animal parecía más relajado cuando estaba con ella.
Al llegar al alojamiento de la zelandonia, Ayla vio a Levela y a un hombre a quien no conocía. Levela les hizo una seña para que se acercaran y presentó a todos a Jondecam, un hombre de estatura media con barba roja, una amable sonrisa y mirada pícara.
–Así que eres del Hogar del Patriarca –dijo Jondalar–. Kimeran y yo somos viejos amigos. Recibimos juntos los cinturones de la virilidad. Lo vi durante la cacería de bisontes. No sabía que era ya el jefe de la Segunda Caverna.
–Es mi tío, el hermano menor de mi madre –explicó Jondecam.
–¿Tu tío? –repitió Ayla–. Parecéis de la misma edad
–Sólo tiene unos pocos años más que yo; es más como un hermano mayor –aclaró Jondecam–. Mi madre rondaba la edad de los Primeros Ritos cuando nació su hermano. Incluso entonces fue siempre para él como una segunda madre. Cuando su madre, mi abuela, murió, mi madre se ocupó de él. Era bastante joven cuando se emparejó, pero su compañero murió prematuramente. Yo soy su primogénito, y tengo una hermana menor, pero apenas recuerdo al hombre de mi hogar. Luego mi madre sintió la llamada de la zelandonia y no volvió a emparejarse.
–Yo recuerdo una situación embarazosa –admitió Jondalar–. Una vez vi a la madre de Kimeran e hice el típico comentario sobre la mujer joven y atractiva que estaba allí con las madres, y me pregunté quién sería el hijo que completaba sus ritos de la virilidad –sonrió–. No os imagináis el chasco que me llevé cuando Kimeran me dijo que estaba allí por él, que era tan grande como yo. Luego me explicó que, en realidad, era su hermana.
Cuando llevaban allí un rato y los zelandonia parecían preparados, para empezar, llegaron otras dos personas, los jóvenes Janida y Peridal. Se quedaron a la entrada, al parecer nerviosos y un poco asustados, y por un momento dio la impresión de que se darían media vuelta y echarían a correr. De pronto Levela dejó el grupo y se dirigió apresuradamente hacia la pareja.
–Saludos, soy Levela de la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna. Vosotros sois Janida y Peridal, ¿no? Creo que ya nos conocíamos, Janida, de una vez que viniste a Campamento de Verano para la recolección del piñón hace un par de años. Estoy con Ayla y Jondalar. Ella es la de los animales, y él el hermano del compañero de mi hermana. Venid a conocerlos –dijo, y empezó a guiarlos hacia el fondo.
Ellos no parecían saber qué decir.
–Digna hermana de Proleva, ¿no? –susurró Joplaya.
–Sí, imagino perfectamente a Proleva saliendo a dar la bienvenida a alguien así –coincidió Ayla.
Mientras la joven pareja y Levela se acercaban, ésta decía:
–Joplaya y Echozar también están aquí; son los Lanzadonii que han venido a emparejarse con nosotros. Y éste es mi prometido. Jondecam de la Segunda Caverna de los Zelandonii, te presento a Janida y Peridal, ambos de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna –se volvió hacia la joven pareja y preguntó–: ¿Es así, no?
–Sí –respondió Janida, con una nerviosa sonrisa y cara de preocupación al mismo tiempo.
Jondecam tendió las manos a Peridal.
–Saludos –dijo con una amplia sonrisa.
–Saludos –contestó Peridal cogiendo sus manos tímidamente y, aparentemente, sin saber qué más decir.
–Saludos, Peridal –dijo Jondalar a su vez, y le tendió también las manos–. ¿No te vi en la cacería?
–Estaba allí –confirmó el muchacho–. Te vi... sobre el lomo de un caballo.
–Sí, y a Ayla también, imagino.
Peridal parecía incómodo.
–¿Tuviste suerte? –preguntó Jondecam.
–Sí –contestó Peridal.
–Mató a dos hembras –dijo Janida por él–, y una llevaba dentro una cría.
–¿Sabes que con la piel de esa cría puede hacerse una excelente ropa para bebé? –co–mentó Levela–. Es muy suave y delicada.
–Eso mismo dijo mi madre –contestó Janida.
–No nos conocíamos –dijo Ayla, y le tendió las manos–. Soy Ayla, antes del Campamento del León de los Mamutoi, ahora de la Novena Caverna de los Zelandonii. En nombre de la Gran Madre Tierra, Mut, también conocida como Doni, te saludo.
Janida quedó un tanto asombrada. Nunca había oído a nadie hablar con un acento tan raro. Por un momento se produjo un embarazoso silencio. De pronto, como si acabara de recordar su buena educación, respondió:
–Yo soy Janida de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna de los Zelandonii. En nombre de Doni, te saludo, Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii.
Entonces Joplaya dio un paso al frente y ofreció las dos manos a la muchacha.
–Soy Joplaya de la Primera Caverna de los Lanzadonii, hija del hogar de Dalanar, fundador y jefe de los Lanzadonii. En nombre de la Gran Madre, te saludo, Janida. Éste es mi prometido, Echozar de la Primera Caverna de los Lanzadonii.
Mirando a la pareja, Janida quedó literalmente boquiabierta. No era la primera en aparentar sorpresa, pero ella parecía menos capaz de controlarla que la mayoría. Al instante, como si súbitamente se hubiera dado cuenta de lo que hacía, cerró la boca y se ruborizó.
–Lo... lo siento. Mi madre se enfadaría mucho si se enterara de lo descortés que he sido, pero no he podido evitarlo. Se os ve tan distintos, pero tú eres hermosa, y él... no –dijo, y volvió a sonrojarse–. Lo siento. Quería decir... no quería decir eso...Yo sólo...
–Lo que quieres decir es que ella es muy hermosa, y él muy feo –terció Jondecam con un destello en la mirada. Los contempló a los dos y, sonriendo, añadió: Es la verdad, ¿no?
Se produjo un incómodo silencio, y finalmente habló Echozar.
–Tienes toda la razón, Jondecam. Soy feo. No entiendo cómo ha podido elegirme esta hermosa mujer, pero no pongo en duda mi suerte –declaró, y de inmediato una sonrisa iluminó sus ojos.
Ver una sonrisa en unas facciones propias del Clan siempre sorprendía a Ayla. La gente del Clan no sonreía. Para ellos, una expresión que enseñara los dientes se interpretaba como amenaza, o como nerviosa demostración de servilismo. Pero de algún modo la sonrisa alteró la configuración del rostro de Echozar, suavizando los rasgos del Clan y dándole una aire mucho más accesible.
–En realidad, me alegro de que estés aquí, Echozar –dijo Jondecam, y señaló a Jondalar–. Al lado de este gigante, todos quedamos mal; contigo, en cambio, incluso este muchacho y yo tenemos un aspecto aceptable. Sin embargo, las mujeres son todas preciosas.
Jondecam era tan ingenioso que hizo sonreír, y todos se relajaron. Levela lo miró con amor.
–¡Vaya, Jondecam, gracias! –dijo–. Pero tendrás que admitir que Echozar tiene unos ojos tan poco comunes como los de Jondalar y no menos llamativos. Nunca había visto unos ojos oscuros tan fascinantes, y por la forma en que mira a Joplaya, entiendo la razón por la que se emparejan. Si me mirara a mí así, me sería difícil rechazarlo.
–Yo encuentro muy atractivo a Echozar –comentó Ayla–, pero sí estoy de acuerdo en que los ojos son lo mejor de su rostro.
–Puestos a decir lo que pensamos sin tapujos –prosiguió Jondecam–, tú, Ayla, hablas de una manera muy peculiar. Cuesta un poco acostumbrarse, pero me gusta. Lo obliga a uno a fijarse y escuchar con atención. Debes venir de muy lejos.
–Más lejos de lo que imaginas –aseguró Jondalar.– Y quiero preguntar otra cosa –añadió Jondecam–. ¿Dónde está ese lobo? Otros me han dicho que lo han conocido, y tenía la esperanza de que me lo presentarías a mí también.
Ayla le sonrió. Eran tan franco y directo que inevitablemente sintió simpatía por él, y parecía tan relajado y a gusto consigo mismo que todos los demás se sintieron igual.
–Lobo está con Marthona. Me ha parecido que lo mejor para él y para todo el mundo sería que no viniera. Pero si pasas por el campamento de la Novena Caverna, te lo presentaré encantada, y es más, tengo la impresión de que le caerás bien –dijo Ayla. Mirando a los otros, incluida la joven pareja, que sonría ya más relajada, agregó–: Tú, y todos los demás, claro.
–Sí, desde luego –convino Jondalar. Le caían bien aquellas parejas que acababan de conocer, pero en particular Levela, que era una mujer extrovertida y atenta, y Jondecam, que le recordaba a su hermano Thonolan.
Advirtieron que la Primera ya ocupaba el centro del alojamiento y aguardaba en silencio a que la concurrencia callara. Cuando por fin tuvo la atención de todos, les habló, advirtiéndoles de la seriedad del compromiso que iban a asumir, repitiendo algunas de las cosas que ya habían dicho antes a las mujeres, y dándoles instrucciones respecto a 1o que se esperaba de ellos en la ceremonia matrimonial. Luego otros zelandonia les explicaron dónde debían colocarse, hacia dónde dirigirse y qué tenían que decir. Procedieron luego a ensayar los pasos y movimientos.
Antes de dejarlos marchar, la Primera volvió a tomar la palabra.
–La mayoría de vosotros ya lo sabéis, pero quiero decirlo ahora para que quede claro. Después de la ceremonia matrimonial, durante un período de medio ciclo lunar, aproximadamente catorce días usando las palabras de contar, las parejas recién unidas no pueden hablar con nadie excepto entre sí. Únicamente en caso de extrema urgencia podéis comunicaros con otras personas, que obligatoriamente serán de la zelandonia y decidirán si las circunstancias justificaban o no el incumplimiento de la prohibición. Quiero que comprendáis la razón de esta norma. Es una manera de obligar a los miembros de una pareja a darse cuenta de si realmente pueden vivir juntos. Al final de ese período, si deciden que son incompatibles, tienen la opción de cortar el nudo sin consecuencias. Sería como si nunca se hubieran emparejado.
La Primera sabía que la mayoría de las parejas esperaba con ilusión el período de prohibición, encantadas con la idea de pasar un tiempo en el que ambos miembros estarían totalmente absortos el uno en el otro. Pero al final, como bien sabía, habría casi con toda seguridad una o dos parejas cuyos componentes decidirían discretamente seguir caminos separados. Observó con atención a cada uno de los presentes intentando adivinar qué parejas tenían futuro y cuáles no. Trataba asimismo de evaluar cuáles no durarían siquiera esos primeros catorce días. Luego deseó suerte a todos y anunció que la ceremonia matrimonial se celebraría al día siguiente por la noche.
Ayla y Jondalar no temían en absoluto que el período de prueba en el que tenían que estar completamente solos pusiera de manifiesto que eran incompatibles. Ya habían pasado solos la mayor parte de un año, salvo por las breves visitas a unas cuantas Cavernas a lo largo del Viaje. Los dos esperaban con ganas ese período de intimidad forzosa, ahora iban a disfrutarlo especialmente al sentirse relajados, sin la presión de las dificultades que suponía viajar.
Al salir del alojamiento, las cuatro parejas caminaron juntas hacia sus campamentos. Janida y Peridal fueron los primeros en desviarse. Antes de irse, la muchacha tendió las dos manos a Levela.
–Quiero darte las gracias por incluirnos y hacernos sentir acogidos –dijo–. Al entrar, he tenido la sensación de que todos nos miraban, y no sabía qué hacer. Pero cuando nos marchábamos he notado que la gente miraba a Joplaya y Echozar, y a Ayla y Jondalar, e incluso a ti y Jondecam. Quizá todo el mundo miraba a todo el mundo, pero tú has sido quien me ha permitido sentirme parte de algo, no aislada o al margen.
Se inclinó y rozó la mejilla de Levela con la suya.
Cuando siguieron su camino, Jondalar comentó:
–Janida es una muchacha inteligente. Peridal puede considerarse afortunado de haberla conseguido, y espero que sepa valorarla.
–Parece haber un sincero afecto entre ellos –dijo Levela–. Me pregunto por qué se resistía él a la unión.
–Supongo que esa resistencia partía más de su madre que de él –observó Jondecam.
–Creo que tienes razón –convino Ayla–. Peridal es muy joven. Su madre todavía debe ejercer mucha influencia sobre él. Pero también Janida. ¿Cuántos años deben tener?
–Diría que tanto ella como él tienen trece años –aventuró Levela–. Ella quizá recién cumplidos; pero él debe tener unas cuantas lunas más, estará cerca de los catorce años.
–A su lado, yo soy un viejo –dijo Jondalar–. Yo tengo dos manos más de años, veintitrés. Peridal ni siquiera ha tenido ocasión aún de vivir en un alojamiento alejado.
–Y yo soy una anciana –añadió Ayla–. Tengo diecinueve años.
–Ésos no son muchos años, Ayla –dijo Joplaya–. Yo tengo veinte.
–¿Y tú, Echozar? –preguntó Jondecam–. ¿Cuántos años tienes?
–No tengo la menor idea. Nadie me lo ha dicho ni, que yo sepa, ha intentado nunca llevar la cuenta.
–¿Has tratado alguna vez remontarte en el tiempo y recordar un año tras otro? –pre–guntó Levela.
–Tengo buena memoria, pero mis recuerdos de la niñez son muy borrosos, y cada estación se funde con la siguiente –respondió Echozar.
–Yo tengo diecisiete años –dijo Levela.
–Y yo veinte –informó Jondecam voluntariamente–. Y ahí está nuestro campamento. Hasta mañana.
Se despidieron de los cuatro que siguieron hacia el campamento combinado de Zelandonii y Lanzadonii con el habitual gesto de «volver a visitarnos mañana».
Ayla madrugó el día que ella y Jondalar iban a emparejarse. La tenue luz previa al amanecer se filtraba débilmente a través de las rendijas de los paneles casi opacos del refugio, marcando las junturas y perfilando la abertura de la entrada. Yació inmóvil intentando distinguir los detalles de las oscuras siluetas que se recortaban contra las paredes.
Oía la acompasada respiración de Jondalar. Se levantó sigilosamente y contempló el rostro del hombre que dormía a su lado en la penumbra. La nariz fina y recta, la angulosa mandíbula, la ancha frente. Recordó la primera vez que, en la cueva del valle, había observado su cara mientras dormía. Era el primer hombre de los de su propia raza que ella veía –por lo que podía recordar–. Estaba gravemente herido. No sabía si sobreviviría, pero ya entonces pensó que era hermoso.
Aún lo pensaba ahora, aunque más tarde supo que normalmente no se calificaba de «hermosos» a los hombres. El amor que sentía por él se extendió por todo su cuerpo hasta llenarla por completo. Prácticamente ni siquiera podía soportar aquel sentimiento, era doloroso de tan intenso, y a la vez maravillosamente cálido. Apenas podía contenerse. Se levantó sin hacer ruido, se vistió deprisa y salió del alojamiento.
Dirigió la mirada más allá del campamento. Desde la ligera elevación veía extenderse ante ella el valle del Río. En la semioscuridad, los alojamientos parecían montículos negros que surgieran de la tierra desdibujada, cada una con su poste central en torno al cual se sostenía el resto de la estructura. El campamento se hallaba aún sumido en el silencio, muy distinto del sitio activo y bullicioso en que se convertiría más tarde. Ayla fue hacia el riachuelo y lo siguió corriente arriba. Clareaba perceptiblemente, e iban desapareciendo las parpadeantes chispas que salpicaban el cielo. En el cercado, los caballos la vieron aproximarse y la saludaron con suaves relinchos. Ayla se dirigió hacia ellos, pasando bajo los maderos colocados horizontalmente entre las estacas que delimitaban el espacio. Rodeó con el brazo el cuello de la yegua amarillenta.
–Hoy es el día que Jondalar y yo nos emparejaremos, Whinney. Parece que ha pasado tanto tiempo desde que lo llevaste sangrando y casi muerto a la cueva. Hemos recorrido tan largo camino desde entonces. Nunca volveremos a ver aquel valle –dijo Ayla al animal.
Corredor la tocó con el testuz, reclamando su parte de atención. Ayla dio unas palmadas al corcel castaño y abrazó su robusto cuello. Lobo salió del bosque, regresando de su cacería nocturna. Trotó hacia la mujer rodeada por los caballos.
–Por fin apareces, Lobo –dijo Ayla–. ¿Dónde te habías metido? Esta mañana no estabas –con el rabillo del ojo, percibió un movimiento entre los árboles. Alzó la vista justo a tiempo de ver un segundo lobo, oscuro, ocultarse tras la espesa maleza. Se agachó, cogió entre las manos la cabeza de Lobo y acariciándole los carrillos peludos dijo.–: ¿Has encontrado pareja, o un amigo? ¿Quieres volver a la vida salvaje, como hizo Bebé? Te echaría de menos, pero nunca te apartaría de tu pareja.
El lobo dejó escapar un suave gruñido de satisfacción mientras ella le frotaba. Por lo visto, de momento no tenía intención de volver junto a la oscura figura escondida en el bosque.
El borde superior del sol asomó por el horizonte. Ayla olió el humo de las hogueras matutinas del campamento y miró río abajo. Unos cuantos madrugadores iban ya de un lado a otro. El campamento cobraba vida.
Vio a Jondalar acercarse a grandes zancadas, con el entrecejo fruncido. Era una expresión habitual en él. «Siempre está preocupado por algo», pensó Ayla. Se había familiarizado con todas las arrugas y movimientos de su cara. A menudo lo observaba furtivamente, siguiéndolo con la mirada dondequiera que estuviese o hiciera lo que hiciese. Arrugaba la frente del mismo modo cuando se concentraba en un nuevo trozo de pedernal, como si intentara distinguir las invisibles partículas del homogéneo material para adivinar por dónde se partiría. A Ayla le encantaban sus expresiones, pero le gustaba sobre todo cuando sonreía de manera cordial y burlona, o cuando la miraba con los ojos muy abiertos, rebosante de amor y deseo.
–Me he despertado y no estabas –dijo Jondalar, todavía de lejos.
–Me he despertado temprano y no podía dormir –explicó Ayla–, por eso he salido. Me parece que Lobo tiene una compañera escondida en el bosque. Por eso se había ido esta mañana.
–Una buena razón para irse. Si yo tuviese una compañera, no me importaría escaparme con ella al bosque –dijo él con una sonrisa que le borró las arrugas de preocupación de la frente.
Rodeó a Ayla con los brazos y, acercándosela, inclinó la cabeza para mirarla. Ella tenía aún el cabello alborotado de dormir, y le caía suelto sobre los hombros, encuadrando su rostro en una masa de ondas trigueñas. Había empezado a llevar el pelo recogido alrededor de la cabeza como las mujeres de la Caverna, pero a él seguía gustándole más cuando lo llevaba suelto, tal como la primera vez que la vio desnuda bajo la luz del sol, ante la cueva del valle, después de bañarse en el río.
–Tendrás una compañera antes de que acabe el día –dijo Ayla–. ¿Adónde querrías huir con ella?
–Hasta el final de mi vida –respondió él, y la besó.
–¡Por fin os encuentro! Recordad que es el día de vuestro emparejamiento. Nada de Placeres hasta después de la ceremonia –era Joharran–. Marthona quiere verte, Ayla. Me ha pedido que saliera a buscarte.
Ella volvió al alojamiento. Marthona le había preparado una infusión.
–Hoy has de ayunar, Ayla, así que tienes que conformarte con esto.
–Ya me viene bien. No creo que pudiera comer. Gracias, Marthona. –contestó la joven, y observó a Jondalar salir cargado de bultos con Joharran.
Jondalar vio que Joharran le hacía señas desde el otro extremo de un campo cuando se disponía a entrar en el alojamiento que compartía con algunos de los otros hombres que se emparejarían esa noche. Muchos de ellos estaban unidos por lazos familiares, y todos tenían al menos uno o dos amigos o parientes en el grupo. Jondalar acababa de trasladar todo lo que necesitaría durante el período de prueba de catorce días a una pequeña tienda que había plantado a cierta distancia de los campamentos de la Asamblea Estival, cerca de la parte posterior del monte donde se encontraba la nueva cueva. Aunque habría podido transportar él mismo las cosas de Ayla, sabía que alguien las llevaría más tarde, como era la tradición.
Esperó a su hermano ante la entrada del alojamiento. El sitio no era muy distinto de los alojamientos alejados en los que a menudo se había instalado con otros jóvenes solteros en las Asambleas Estivales, muchachos que huían de la mirada vigilante de sus propias madres o de las de sus compañeros y de otras personas con autoridad. Jondalar recordaba los veranos pasados en aquellos alojamientos con amigos alborotadores y, de vez en cuando, con alguna muchacha. Por lo general, existía una sana rivalidad entre los alojamientos alejados para atraer a las muchachas más jóvenes y conseguir que se quedaran allí. El objetivo parecía ser que cada hombre tuviera la compañía de una mujer distinta cada noche, salvo aquellas noches reservadas sólo a los hombres.
En esas ocasiones no dormía nadie hasta el amanecer. Bebían barma y vino, si encontraban. Algunos llevaban partes de ciertas plantas que normalmente se reservaban para fines ceremoniales. Los jóvenes se pasaban la noche cantando, bailando, contándose historias y jugando, sin parar de reír. Las noches en que invitaban a muchachas, las reuniones terminaban antes, tan pronto como las parejas o grupos se retiraban a rincones más discretos.
Los hombres que estaban apunto de emparejarse siempre tenían que soportar las bromas y los comentarios de quienes ocupaban los alojamientos alejados, y Jondalar los aceptó con buen humor; en su día, él también lo había hecho. El alojamiento donde estaba ahora, en cambio, era más tranquilo, y los hombres más serios. A todos les esperaba lo mismo, y para ellos no era un asunto para tomarlo a broma como lo era para los jóvenes que aún no se habían comprometido.
Los hombres que iban a emparejarse tenían prohibido acercarse al alojamiento de la zelandonia donde estaban las mujeres; ese día, las parejas no podían verse hasta la ceremonia matrimonial. Mientras los hombres estaban en los alojamientos, lejos del campamento, gozaban de cierta libertad. Podían ir de un lado a otro sin restricciones, salvo la de acercarse a las mujeres a las que estaban prometidos. Los hombres se instalaban en varios alojamientos pequeños; en cambio, las mujeres y sus familiares y amigas íntimas compartían uno solo. Pese a que el alojamiento fuera mayor que cualquier otro, las mujeres estaban más apretadas que los hombres, quienes se sentían intrigados por los gritos y carcajadas de ellas.
–¡Jondalar! –gritó Joharran desde lejos–. Marthona quiere verte. En el alojamiento de la zelandonia, donde están las mujeres.
Aquello le sorprendió, pero se apresuró a acudir, preguntándose que querría su madre. Dio unos golpes a la estaca exterior de la entrada del alojamiento, y cuando se apartó la cortina, no pudo reprimir el impulso de asomarse y mirar hacia el interior con la esperanza de ver a Ayla. Pero Marthona cerró la abertura rápidamente. Su madre llevaba un paquete en la mano, uno que a Jondalar le resultaba familiar. Era el que Ayla se había obstinado en cargar durante todo el Viaje. Reconoció las finas pieles atadas con cordeles. Siempre le había intrigado, pero ella eludía sus preguntas.
–Ayla me ha pedido que te lo dé –dijo Marthona, y le tendió el paquete–. Ya sabes que no has de tener contacto con ella antes de la ceremonia, ni siquiera indirectamente, pero Ayla no lo sabía; me ha dicho que de haber conocido la prohibición te lo habría dado antes. Estaba muy alterada, casi llorando, y me parece que habría incumplido la norma si me hubiera negado a dártelo. Me ha pedido que te diga que es para la ceremonia matrimonial.
–Gracias, madre –contestó Jondalar. Marthona echó la cortina de la entrada antes de que él pudiera añadir nada más.
Jondalar volvió al alojamiento mirando el paquete. Lo sopesó e intentó adivinar qué contenía. Era blando pero abultaba mucho, razón por la cual no había entendido que Ayla se empeñara en llevarlo en el Viaje cuando necesitaban aligerar la carga y disponer de espacio. «¿Lo ha traído hasta aquí para poder dármelo antes de la ceremonia matrimonial?», se preguntó. Parecía demasiado importante para abrirlo allí a la vista de todo el mundo. Quería encontrar un sitio más privado.
Descubrió con satisfacción que no había nadie en el alojamiento cuando entró con el misterioso paquete de Ayla. Trató de desatar los cordeles, pero los nudos eran muy resistentes, y tuvo que acabar cortándolos con un cuchillo. Desenvolvió las pieles. Dentro había algo blanco. Lo levantó. Era una túnica de piel de un blanco puro, preciosa, sin más adorno que las puntas negras de las colas de los armiños. Ayla había dicho que era para la ceremonia matrimonial. ¿Le había hecho una túnica para le ceremonia?
Le habían ofrecido varios trajes ceremoniales para ponerse, y él había elegido uno profusamente decorado al estilo zelandonii. La túnica de Ayla era muy distinta. Por el corte, recordaba el estilo de los Mamutoi, pero la ropa que éstos usaban normalmente también presentaba una elaborada ornamentación, con cuentas de marfil, conchas y otros materiales. Aquélla sólo tenía algunas colas de armiño, y, sin embargo, era extraordinaria por su color, de un blanco puro y radiante, el color más difícil de conseguir en una piel, y era admirable por su sencillez, ya que carecía de adornos para que nada impidiera ver la pureza del blanco.
«¿Cuándo debió hacerla?», pensó. Durante el Viaje le había sido imposible. Además, había cargado con aquel paquete desde el principio. Debía de haberla cosido durante el invierno que pasaron con los Mamutoi, en el Campamento del León. Pero ése era el invierno en que se había prometido con Ranec. Jondalar se colocó la túnica extendida ante el cuerpo. Era de su talla; para Ranec habría sido demasiado grande, porque era más bajo y robusto. ¿Por qué había hecho esa túnica para él, una túnica tan magnífica, considerando que tenía pensado quedarse con los Mamutoi y vivir con Ranec? Jondalar se aferró a la túnica mientras se devanaba los sesos. Era tan flexible y suave... Las pieles que Ayla elaboraba siempre tenían esa cualidad, pero ¿cuánto tiempo habría dedicado a esa piel en particular para alcanzar ese grado extremo de flexibilidad? ¿Y el color? ¿Quién le habría enseñado a conseguir ese blanco? ¿Nezzie, quizá? No recordaba haberla visto nunca trabajar con una piel blanca, pero quizá él no había prestado demasiada atención.
Deslizó los dedos entre las sedosas colas de armiño. ¿De dónde habría sacado los armiños? Recordó entonces que el día que había llegado al albergue de tierra con el lobezno llevaba también algunos armiños. Sonrió al recordar el alboroto que se organizó. Pero entonces ellos ya habían discutido –mejor dicho, había discutido él, ya que él tenía toda la culpa–, y él se había trasladado al hogar de cocinar. Esa noche ella había visitado el hogar de Ranec. Estaban casi prometidos. Sin embargo, ella había dedicado quién sabía cuántas horas, seguramente días, a hacer para él aquella túnica flexible, blanca y extraordinaria. ¿Ya lo amaba tanto por aquel entonces?
A Jondalar se le empañaron los ojos; casi se le saltaban las lágrimas. Sabía que era él quien la había tratado con frialdad, movido por los celos; peor aún, por el temor a lo que la gente pudiera decir si se enteraba en dónde se había criado Ayla. Él la había empujado a los brazos de otro hombre, y sin embargo ella se había pasado días y días haciendo aquella túnica para él, y después había cargado con semejante bulto todo el Viaje para regalársela en el momento de la ceremonia matrimonial. No era raro que Ayla estuviera alterada y dispuesta a saltarse la prohibición de no verlo para podérsela dar.
Jondalar volvió a contemplar la túnica. Ni siquiera estaba arrugada. Debía haber encontrado el modo de colgarla y aplicarle vapor después de llegar a la Caverna. De nuevo la extendió ante sí y acarició la piel; fue casi como si tuviera a Ayla entre sus brazos, de tanto amor como ella había puesto en hacerla. Jondalar habría estado dispuesto a ponérsela aunque no hubiera sido tan preciosa.
Pero era una maravilla. En comparación con ella, la ropa que había elegido él para la ceremonia matrimonial resultaba insulsa. A Jondalar le sentaba bien la ropa, y él lo sabía. Siempre se había enorgullecido secretamente de ello, y de su buen gusto para vestir. Era una cualidad que había heredado de su madre; no había nadie tan elegante como Marthona. A saber si su madre habría visto la túnica. Pero lo dudaba. Ella habría apreciado su asombrosa sutileza, sin más ornamentación que las colas de armiño, y le habría dado alguna indicación con la mirada, alguna pista.
Alzó la vista cuando Joharran entró en el alojamiento.
–¡Ah, estás aquí, Jondalar! Me paso el día buscándote. Te necesitan para darte unas instrucciones especiales –vio la prenda–. ¿Qué es eso?
–Ayla me ha hecho una túnica matrimonial. Para eso quería verme nuestra madre, para dármela.
La sostuvo en alto para que su hermano la viera.
–¡Jondalar, es extraordinaria! –exclamó Joharran–. Creo que nunca he visto una piel tan blanca. A ti te gusta vestir bien, y con esa túnica estarás imponente. Más de una deseará estar en el lugar de Ayla; pero también hay más de un hombre que desearía estar en el tuyo, tu hermano mayor incluido, si no fuera por Proleva, claro está.
–Soy un hombre afortunado, y no sabes hasta qué punto.
–Quería decirte que os deseo mucha felicidad –dijo Joharran–. No he tenido ocasión de decírtelo hasta ahora. Antes me preocupabas un poco, sobre todo después de... aquel incidente, cuando te mandaron fuera de aquí. Cuando volviste, siempre andabas con una u otra, y temía que nunca encontraras a la mujer que podía hacerte feliz. Habrías acabado emparejándote, de eso estoy seguro, pero no sabía si encontrarías la clase de felicidad que se tiene con una buena compañera, como Proleva. Nunca pensé que Marona fuera la mujer idónea para ti.
Jondalar estaba conmovido.
–Sé que debería bromear sobre lo mucho que lamentarás haberte comprometido con las responsabilidades de un hogar –prosiguió Joharran–, pero te hablaré con sinceridad: a mí Proleva me ha hecho muy feliz, y desde que llegó su hijo se ha creado en nuestro hogar un cálido, ambiente que no puede compararse con nada. ¿Sabes que espera otro niño?
–No, no lo sabía. Ayla también está encinta. Nuestras compañeras tendrán hijos casi de la misma edad –dijo Jondalar sonriendo–, y serán como primos del hogar.
–Estoy seguro de que el hijo de Proleva es fruto de mi espíritu, y espero que el que lleva dentro también lo sea, pero aunque no fuera así, los niños de un hogar pueden dar a un hombre muchas satisfacciones, un sentimiento tan especial que resulta difícil describirlo. Ver a Jaradal me llena de alegría y orgullo.
Los dos hermanos se abrazaron dándose palmadas en la espalda.
–¡Cuántas confesiones de profundos sentimientos por parte de mi hermano mayor! –dijo Jondalar con una sonrisa. Al instante adoptó una actitud seria–. También yo te hablaré con sinceridad, Joharran. A menudo he envidiado tu felicidad, incluso antes de marcharme, antes de que hubiera un niño en tu hogar. Ya entonces sabía que Proleva era la mujer que te convenía. Ella hace de tu hogar un sitio acogedor, y en el poco tiempo que ha pasado desde mi llegada, he tomado afecto a su hijo. Jaradal se parece a ti.
–Más vale que ahora te marches, Jondalar. Me han dicho que te dieras prisa.
Jondalar plegó la túnica blanca, la envolvió en la suave piel y la dejó cuidadosamente sobre sus pieles de dormir. Luego salió con su hermano, pero se volvió un momento para mirar el paquete. Estaba impaciente por probarse la túnica blanca, la túnica que llevaría puesta cuando él y Ayla se emparejaran.
–No sabía que hoy tendría tan poca libertad de movimiento; de haberlo sabido habría organizado las cosas previamente –dijo Ayla–. Tengo que asegurarme de que los caballos están bien, y Lobo necesita ir y venir sin restricciones. Se pone nervioso si no me ve de vez en cuando.
–Este problema nunca se nos había planteado –se quejó Zelandoni de la Decimocuarta Caverna–. En teoría, deberías estar recluida antes de la ceremonia en el día de tu emparejamiento. En las Historias y Leyendas se habla de una época en que las mujeres debían estar recluidas durante una luna entera.
–De eso hace mucho tiempo, cuando los emparejamientos se celebraban a menudo en invierno, antes de que se concentraran en una única ceremonia matrimonial –aclaró la Primera–. Por entonces había menos Zelandonii, y no se reunían como hacemos nosotros ahora. Para una sola Caverna, tener a una o dos mujeres aisladas durante una luna en pleno invierno no debía ser problemático; pero hoy no nos podemos privar tanto tiempo de la contribución de las mujeres que van a emparejarse en la temporada de caza y recolección durante una Asamblea Estival. Aún estaríamos intentando almacenar los uros si ellas no hubieran colaborado.
–Bueno, es posible –dijo la otra Zelandoni–, pero un solo día tampoco es una exageración.
–Normalmente no –repuso la Primera–. Pero, debido a los animales, ésta es una situación excepcional. Seguro que podemos solucionarlo.
–¿Tienes algún inconveniente en que Lobo entre y salga? –preguntó Marthona–. A las mujeres no parece importarles. Pero deberíamos dejar sin atar la parte de abajo de la cortina de la entrada.
–No creo que eso represente un problema –dijo la donier de la Decimocuarta.
Ésta se había mostrado gratamente sorprendida al conocer al cazador cuadrúpedo. El lobo le había lamido la mano y parecía haber sentido simpatía hacia ella, que había disfrutado acariciando la piel del animal vivo. Tras unas cuantas preguntas, Ayla le contó la historia de cómo había llevado al lobezno a su casa y rescatado a la pequeña potranca de las hienas. Había insistido en que si eran suficientemente jóvenes en el momento de encontrarlos, muchos animales podían con toda probabilidad establecer relaciones cordiales con las personas. Zelandoni de la Decimocuarta había advertido la atención y el prestigio que el lobo granjeaba a la forastera, y se preguntaba si sería muy difícil entablar amistad con un animal, aunque quizá uno más pequeño. De hecho, el tamaño era lo de menos: cualquier animal que permaneciera por propia voluntad en estrecho contacto con una persona atraería 1a atención de la gente.
–Entonces sólo queda el problema de los caballos –dijo Marthona– ¿No puede atenderlos Jondalar?
–Claro que puede, pero he de decirle que ha de hacerlo –respondió Ayla–. Vengo encargándome yo de eso desde que llegamos a la Asamblea Estival, porque él ha estado ocupado con otras cosas.
–No le está permitido comunicarse con él –insistió la donier de 1a Decimocuarta–. ¡No puede cruzar con él una sola palabra!
–Pero otra persona sí puede –dijo Marthona.
–Nadie que participe en la ceremonia, me temo, ni nadie de la familia –intervino Zelandoni de la Decimonovena–. Zelandoni de la Decimocuarta tiene razón, y como ahora las mujeres ya no pasan tanto tiempo recluidas, es aún más importante que se respete rigurosamente este día.
Tal vez la mujer estuviera casi impedida a causa de la artritis, pero eso no mermaba su fortaleza de carácter. Ayla ya lo había notado antes.
Marthona se alegró de no haber mencionado que había entregado a Jondalar el paquete de Ayla. Los zelandonia se habría enfadado con ella. Podían llegar a ponerse muy severos con el cumplimiento de las costumbres y el comportamiento correcto durante las ceremonias importantes, y si bien la ex jefa normalmente estaba de acuerdo con ellos, en su fuero interno opinaba que siempre era posible hacer excepciones. Los jefes debían saber cuándo mantenerse firmes y cuándo ceder un poco.
–¿Puede decírsele a alguien que no tenga la menor relación con la ceremonia? –pre–guntó Ayla.
–¿A quién conoces que no tenga ningún tipo de relación contigo ni con tu prometido? –preguntó Zelandoni de la Decimocuarta.
Ayla pensó por un momento.
–¿Podría ser Lanidar? –preguntó–. Marthona, ¿el niño está emparentado con Jondalar de algún modo?
–No... no lo está. Me consta que yo no lo estoy, y Dalanar me comentó precisamente la mañana que nos visitaron que él había sido seleccionado para los Primeros Ritos de la abuela de Lanidar, así que no lo está.
–Es verdad –confirmó Zelandoni de la Decimonovena–. Recuerdo que Denoda quedó muy... abrumada por Dalanar. Tardó un tiempo en olvidarse de él. Dalanar manejó bien la situación. Era considerado y atento pero mantenía las distancias. Me impresionó.
–Siempre... –dijo Marthona casi en un susurro, y terminó la frase en su mente: «Siempre era muy correcto; hacía exactamente lo que debía hacer.»
La donier de la Decimonovena no iba a dejarlo pasar.
–Siempre ¿qué? –inquirió–. ¿Siempre era atento? ¿Considerado? ¿Impresionante?
Marthona sonrió.
–Todo eso –dijo.
–Y Jondalar es el hijo de su hogar –añadió la Primera.
–Sí –dijo Marthona–, pero hay diferencias. Jondalar no posee quizá el tacto de Dalanar, pero quizá tiene más corazón.
–Sea cual sea el hombre cuyo espíritu inicia a un niño, éste siempre tiene también algo de la madre –dijo la Primera.
Ayla escuchó atentamente aquella conversación salpicada de insinuaciones, sobre todo después de aludirse a Jondalar, y detectó entonaciones y gestos que revelaban más que las palabras. Comprendió que el comentario de Zelandoni de la Decimonovena acerca de Denoda no era precisamente elogioso y percibió que la anciana donier se había sentido atraída en su día por Dalanar. También se daba a entender que el hijo de Marthona no había demostrado el mismo refinamiento que su ex compañero; naturalmente, todos estaban al corriente de las indiscreciones juveniles de Jondalar. Marthona conocía los sentimientos de la anciana hacia los dos, y le hizo saber que ella conocía mejor a Dalanar, y no estaba tan impresionada.
La Primera les había dicho que ella también conocía a los dos hombres y había insinuado que Jondalar era como Dalanar y poseía los mismos atractivos, no menos. Incluso había hecho un cumplido a Marthona por el hecho de que el espíritu de Dalanar y la Madre la hubieran elegido a ella para traer al mundo al hijo del hogar de aquel hombre. Ayla empezaba a entender que para una mujer era bueno ser escogida para tener un hijo del espíritu del hombre con quien estaba emparejada. Marthona había dejado claro a los zelandonia, sobre todo a la de la Decimonovena, que si su hijo no poseía todas las buenas cualidades de Dalanar, tenía otras que eran aún mejores. La Primera no sólo estuvo de acuerdo con ella, sino que añadió que las mejores cualidades procedían de su madre. Saltaba a la vista que la ex jefa y Zelandoni de la Novena Caverna tenían una estrecha relación personal y se profesaban un gran respeto mutuo.
Había sutilezas dentro de las sutilezas que agregaban significado al lenguaje de señas del Clan, incluida la comprensión de las expresiones faciales y las posturas, así como los gestos e incluso algunas palabras, pero el lenguaje que empleaba todos los matices de la voz, tono e inflexión, así como las expresiones faciales, las posturas inconscientes y los gestos secundarios transmitía incluso más, si uno era capaz de captarlo. Ayla estaba familiarizada con las señales inconscientes del lenguaje corporal, y poco a poco aprendía cómo eran expresadas por los Otros, pero al mismo tiempo cobraba cada vez mayor conciencia de las palabras y el modo en que se empleaban.
–¿Puede ir alguien a buscar a Lanidar para que yo pueda pedirle que hable con Jondalar? –preguntó la joven.
–Tú no, tú no puedes pedírselo, Ayla –respondió Marthona–. Pero lo haré yo... –añadió, mirando a los zelandonia que había en el alojamiento transformado en refugio de las mujeres que iban a emparejarse– si alguien va a buscarlo.
–Claro que sí –dijo la Primera. Miró alrededor buscando a un candidato e hizo un gesto a Mejera ahora acólita de Zelandoni de la Tercera Caverna. Los había acompañado en su visita a las profundidades de Roca de la Fuente cuando fueron a buscar el elán de Thonolan. Por entonces estaba en la Decimocuarta Caverna, pero no se sentía a gusto allí.
Ayla la reconoció y sonrió.
–Te he de hacer un encargo –dijo la Primera–. Marthona te lo explicara.
–¿Conoces a Lanidar de la Decimonovena Caverna? –preguntó Marthona. A juzgar por su expresión, la joven no sabía de quién le hablaba–. El hijo de Mardena, cuya madre se llama Denoda.
Mejera movió la cabeza en un gesto de negación.
–Debe de tener doce años, pero aparenta menos –añadió Ayla– tiene un brazo atrofiado.
Mejera sonrió.
–Claro que lo conozco. Arrojó una lanza en la demostración.
–Exacto –confirmó Marthona–. Tendrías que ir a buscarlo, y cuando lo encuentres, dile que trate de dar con Jondalar para que diga de mi parte que Ayla está preocupada por los caballos, y que debería ir a verlos antes de la ceremonia matrimonial de esta noche. ¿Me has entendido?
–¿No sería más fácil que fuera yo directamente a decírselo a Jondalar? –preguntó Mejera.
–Sería mucho más fácil, pero tú intervienes en la ceremonia matrimonial de esta noche, y por tanto no puedes transmitir un mensaje a Jondalar hasta que se haya celebrado, y menos aún un mensaje de Ayla, ni siquiera a través de mí. No obstante, si no encuentras a Lanidar, imagino que puedes pedírselo a cualquiera que no tenga relación alguna con él. ¿Lo has entendido? –repitió la mujer.
–Sí, lo he entendido. Descuida, Ayla, yo me encargaré de que le llegue el mensaje –aseguró Mejera, y se fue.
–Supongo que a los zelandonia no les parecería bien que Mejera haya hablado contigo, así que mejor será que no entremos en detalles –sugirió Marthona–. Y tampoco hace falta que mencionemos el paquete que le he dado a Jondalar.
–Vale más que no mencionemos nada –dijo Ayla.
–Bueno, ya es hora de que empieces a prepararte.
–Pero si sólo es mediodía. Falta mucho para que llegue la noche. No me costará tanto ponerme la túnica que me hizo Nezzie.
–Hay que hacer otras cosas –explicó Marthona–. Iremos al Río para que os bañéis todas las que os tenéis que emparejar. Ya están hirviendo el agua para purificarla para el ritual. Resulta muy agradable lavarse con agua caliente. Es una de las mejores partes de los rituales previos al emparejamiento. Jondalar y los demás hombres harán lo mismo, pero en un sitio distinto, claro.
–Me encanta el agua caliente –dijo Ayla– Cerca del refugio de los Losadunai hay un manantial de agua caliente. ¡No te imaginas el placer que es bañarse allí!
–Sí me lo imagino. He viajado un par de veces al norte. No muy lejos del nacimiento del Río hay estanques de agua caliente que brota de la tierra.
–Creo que conozco ese sitio o uno parecido –comentó Ayla–. Paramos cuando veníamos hacia aquí. Me gustaría preguntarte algo. No sé si aún estoy a tiempo, pero me gustaría hacerme agujeros en las orejas.– ¿Es posible? Tengo aquellos dos trozos de ámbar a juego que me regaló Tulie, la jefa del Campamento del León, y quería ponérmelos si encuentro la manera de colgármelos de las orejas. Ella me dijo que era así como debía llevarlos.
–Creo que podemos arreglarlo –contestó Marthona–. Seguro que algún Zelandoni te hará los agujeros con mucho gusto.
–¿Tú qué opinas, Folara? ¿Así? ¿O así? –preguntó Mejera, sosteniendo un mechón de cabello de Ayla con una mano y mostrando las dos opciones.
Folara había llegado al alojamiento de la zelandonia después de que las mujeres realizaran el ritual de la limpieza. Habían encendido muchos candiles, pero el interior seguía pareciendo oscuro. Ayla hubiera preferido salir al sol en lugar de estar allí sentada mientras le arreglaban el pelo.
–Me gusta más de la primera manera –declaró Folara.
–Mejera, ¿por qué no acabas de contamos dónde los has encontrado? –dijo Marthona.
Era obvio que Ayla se sentía incómoda. No estaba acostumbrada a dejarse peinar. Como la joven acólita parecía capaz de hablar y trabajar al mismo tiempo, Marthona pensó que un poco de charla distraería a Ayla.
–Pues, como os he dicho, he preguntado a todo el mundo. Nadie sabía dónde estaba ninguno de los dos. Por fin, en vuestro campamento... Creo que era la compañera de uno de los íntimos amigos de Joharran, Solaban o Rushemar, la que tiene un niño pequeño... Bueno, estaba haciendo una cesta...
–Es la compañera de Rushemar, Salova –apuntó Marthona.
–Pues ella me ha dicho que uno de los dos debía estar con los caballos, así que he ido río arriba y allí los he encontrado –prosiguió Mejera–. Lanidar me ha contado que su madre le había dicho que tú, Ayla, estarías todo el día con las mujeres, así que fue a ver a los caballos, tal como le habías pedido. Y Jondalar me ha dicho lo mismo, poco más o menos, que como sabía que tú pasarías todo el día recluida con las mujeres, decidió ir a ver cómo estaban los caballos y se encontró allí con Lanidar, así que aprovechó para enseñarle a usar el lanzavenablos.
»Ha resultado que yo no era la única que andaba buscando a Jondalar. Al cabo de un momento ha aparecido Joharran. Parecía un poco molesto, porque hacía rato que buscaba a su hermano para decirle que tenía que ir al Río para el ritual de purificación con los otros hombres.
Jondalar me ha encargado que te dijera que los caballos estaban bien, y que tenías razón, que Lobo debe haber encontrado una compañera o un amigo. Los ha visto juntos.
–Gracias, Mejera, me quedo más tranquila si sé que Whinney y Corredor están bien. No sabes cuánto te agradezco el tiempo y el esfuerzo que has dedicado para encontrar a Lanidar y Jondalar –dijo Ayla.
Se alegraba de saber que los caballos estaban bien, y más aún de que Lanidar hubiera tenido la iniciativa de ir a verlos. De Jondalar ya era de esperar en circunstancias normales, pero él, al fin y al cabo, también tenía que emparejarse, y Ayla no podía estar segura de que no surgiera algo que lo distrajese o le impidiese ir a verlos. Lobo la tenía un poco preocupada. En parte, deseaba que encontrara una compañera y fuera feliz, pero también temía perderlo y sufría por él.
Lobo nunca había vivido con otros lobos; probablemente había visto más Ayla cuando aprendía a cazar que el propio lobo. Sabía que los lobos eran muy leales a su manada, pero también que defendían ferozmente su territorio contra otros lobos. Si Lobo había encontrado una loba solitaria o una poco considerada por su manada y decidía vivir con ella como un lobo, tendría que pelearse para delimitar su territorio. Era un animal fuerte y sano, más grande que muchos otros lobos, pero no había crecido en una manada, donde habría jugado a pelearse con sus hermanos desde pequeño. No estaba acostumbrado a luchar con otros lobos.
–Gracias, Mejera –dijo Marthona–. Ayla está preciosa. No sabía que se te diera tan bien arreglar el pelo. Ayla levantó las manos y se tocó el cabello con cuidado, palpándose los bucles y el recogido. Había visto los peinados de las otras mujeres e imaginaba que el suyo sería parecido.
–Iré a buscar un reflector para que te veas –dijo Mejera.
La débil imagen del reflector mostraba a una mujer con el cabello arreglado de manera parecida al de las otras jóvenes del alojamiento. Pero ella no se reconocía. No sabía sin Jondalar la reconocería.
–Ahora ponte los pendientes de ámbar –propuso Folara–. Y deberías empezar a vestirte.
Una servidora de la zelandonia le había agujereado las orejas le había dejado una astilla de hueso atravesada en cada orificio. También había enrollado un poco de tendón por delante y detrás y a ambos lados de los trozos de ámbar y había dejado unas lazadas para sujetarlos a las astillas de hueso que atravesaban los lóbulos de las orejas de Ayla. Mejera ayudó a Folara a colgarle los trozos de ámbar de las orejas.
Entonces Ayla se puso su vestido especial para el emparejamiento Mejera quedó deslumbrada.
–¡No había visto nunca algo tan precioso! –exclamó.
Folara estaba fascinada.
–¡Ayla, qué maravilla! Es muy original. Todo el mundo querrá copiarlo. ¿De dónde lo has sacado?
–Lo he traído desde muy lejos. Me lo hizo Nezzie, la compañera del jefe del Campamento del León. Me dijo que durante la ceremonia tenía que llevarse así –explicó Ayla abriendo la parte delantera y dejado a la vista los pechos, cada día más turgentes a causa del embarazo. Volvió a atarse los cordeles–. Nezzie decía que una Mamutoi debía enseñar los pechos con orgullo cuando se emparejaba. Ahora querría ponerme el collar que me regalaste, Marthona.
–Hay un problema, Ayla –dijo Marthona–. El collar te quedará precioso con el gran fragmento de ámbar entre los pechos, pero no con esa bolsita de piel que llevas al cuello. No se vería el collar. Ya sé que es muy importante para ti, pero creo que deberías quitártela.
–Mi madre tiene razón, Ayla –declaró Folara.
–Mírate en el reflector –sugirió Mejera. Sostuvo la lámina de madera ennegrecida, pulida y bañada en aceite para que la joven se viera. Era la misma desconocida de antes, pero esta vez Ayla vio los trozos de ámbar colgando de sus orejas, y la bolsita gastada del amuleto, de contornos irregulares por los objetos que contenía, suspendida de una cuerda deshilachada.
–¿Qué hay en esa bolsita? –preguntó Marthona–. Parece llena.
–Es mi amuleto, y los objetos que contiene son todos dones de mi tótem, el espíritu del León Cavernario. Casi todos me han ayudado a tomar decisiones que han sido muy importantes en mi vida. En cierto modo también contiene mi espíritu vital.
–Viene a ser como un elandon, pues –dijo Marthona.
–El Mog–ur me auguró que si un día perdía mi amuleto, me moriría –explicó Ayla. Lo cogió y palpó a través de la piel los familiares bultos, despertando en su mente un caleidoscopio de recuerdos de su vida con el Clan.
–Si es así, deberías guardarlo en un sitio especial –propuso Marthona–, quizá al lado de una donii para que la Madre te lo vigile, pero tú no tienes ninguna donii, ¿verdad? Normalmente, todas las mujeres reciben una antes de los Primeros Ritos. Tú no debes haber celebrado esa ceremonia.
–En realidad, sí –respondió Ayla–. Jondalar me enseñó el Don del Placer de la Madre, y la primera vez hizo una especie de ceremonia y me regaló una figura donii que había tallado él mismo. La llevo en la mochila.
–Bien, si alguien sabe hacer una ceremonia de los Primeros Ritos como es debido, ése es Jondalar. Le sobra experiencia –declaró Marthona–. ¿Por qué no me permites que te guarde el amuleto? Cuando tú y Jondalar vayáis a pasar vuestro período de prueba, te lo devolveré para que puedas llevártelo.
Ayla dudó, pero finalmente asintió con la cabeza. Sin embargo, cuando se lo iba a quitar, el cordel de piel se le enredó en el peinado.
–No te preocupes –dijo Mejera–. Ya te lo arreglaré.
Ayla mantuvo la bolsita en la mano, reacia a desprenderse de ella. Tenían razón: no quedaba bien con la elegante ropa de la ceremonia matrimonial, pero no se la había quitado nunca desde que se la dio Iza, poco después de encontrarla el Clan. Hacía tanto tiempo que formaba parte de su vida que le costaba quitársela; además, le daba miedo. Era como si el amuleto tampoco quisiera separarse de ella, y por eso se enredara en su pelo. Quizá su tótem quería decirle algo; tal vez no debía intentar convertirse en una de los Otros, únicamente con ropa mamutoi y un collar zelandonii. Cuando conoció a Jondalar, era una mujer del Clan; quizá debía añadir algo en su acicalamiento que manifestara su vínculo con ellos.
–Gracias, Mejera, pero he cambiado de idea. Llevaré el pelo suelto, a Jondalar le gusta más así –decidió Ayla.
Contempló el amuleto aún un momento antes de entregárselo a Marthona. Dejó que ésta le atara el collar que le había regalado la madre de Dalanar y que había guardado para ella, y a continuación empezó a quitarse las horquillas que le mantenían recogido el cabello al elegante estilo zelandonii.
Mejera lamentó ver en qué quedaban sus esfuerzos, pero la decisión era de Ayla, no de ella.
–Te lo cepillaré –se ofreció, aceptando con dignidad la elección de Ayla, lo cual impresionó a Marthona.
«Creo que esta joven será algún día una buena Zelandoni», pensó.
Cuando Jondalar, junto con los demás hombres, se encaminó hacia el alojamiento de la zelandonia, al pie de la pendiente donde se celebraría la ceremonia, estaba hecho un manojo de nervios. No era el único. Las mujeres habían salido del gran alojamiento. Con la ayuda de varios zelandonia, los hombres se dispusieron en el orden ensayado, primer según la palabra de contar de la Caverna donde vivirían, y después teniendo en cuenta su rango. Puesto que todas las palabras de contar poseían poder –sólo la zelandonia conocía las diferencias enigmáticas entre ellas–, no determinaban el estatus, sino meramente una forma de ordenación, de colocarse en fila. El rango dentro de la Caverna, no numerado y a menudo tácito, era ya otra cuestión, pero los hombres se colocaron en sus lugares correspondientes rápidamente y sin problemas
El rango de una persona podía cambiar, y de hecho cambiaba, como consecuencia de los emparejamientos. Era una de las muchas cosas que se negociaban antes de la ceremonia. Podía mejorar o todo lo contrario porque la posición social del hogar era una combinación de lo que 1os dos miembros de la pareja aportaban a la unión, y ésta determinaba también la posición de los niños. Se daba por hecho que el hogar resultante pertenecía al hombre, pero se ocupaba de él la mujer; los niños que nacían de la mujer, nacían también en el hogar del hombre. Ellos sus familias querían que el rango del nuevo hogar fuera lo más elevado posible por el bien de los niños y por los títulos y lazos de las personas relacionadas con ellos, pero tenían que estar de acuerdo algunos jefes y zelandonia de otras cavernas, por lo que a veces resultaba una negociación conflictiva.
Ayla no había participado apenas en las negociaciones por la posición del nuevo hogar de ella y Jondalar, pero tampoco habría entendido los matices de haberlo hecho. Fue Marthona quien se encargó de ello. Las sutiles conversaciones que había mantenido con algunos zelandonia, incluida Zelandoni de la Decimonovena Caverna, y que Ayla empezaba a comprender, habían sido uno de los elementos de la negociación. Zelandoni de la Decimonovena había intentado utilizar las indiscreciones juveniles de Jondalar para rebajar su estatus, en parte porque le había incomodado que Ayla hubiera descubierto la excepcional cueva dentro de su territorio. Un hallazgo que, sin embargo, había elevado mucho la posición social de Ayla pese a no haber nacido allí.
El problema estribaba en que si la hubiera descubierto la Decimonovena Caverna habrían podido mantenerla en secreto y limitar el uso, y eso les habría otorgado considerable prestigio. Pero por el hecho de haberla descubierto una forastera durante la Asamblea Estival la cueva quedaba abierta automáticamente a todo el mundo, circunstancia que la Primera se había apresurado a dejar bien clara.
Jondalar tenía un estatus muy elevado, porque su madre había sido jefa y su hermano lo era en ese momento de la Caverna más grande de los Zelandonii. A ello se unían sus propias aportaciones, algunas de ellas fruto de su Viaje, y también su complejo oficio de tallador de pedernal, una aptitud que debía ser evaluada por reconocidos y respetados talladores de otras Cavernas, el lanzavenablos, recientemente presentado en una demostración pública. Pero determinar el estatus de Ayla había supuesto un problema. La posición social de los forasteros siempre era la más baja, y este hecho perjudicaba el estatus del nuevo hogar que iban a formar Ayla y Jondalar. Pero Marthona se opuso a ello, aduciendo que el rango de Ayla entre su gente era muy elevado, y que la joven tenía muchas cualidades. Los animales eran un factor ambiguo, porque unos sostenían que aumentaba su posición y otros que la disminuía. Así pues, la categoría social del nuevo hogar no se había decidido aún, pero eso no impedía el emparejamiento. La Novena Caverna había aceptado a Ayla, y era allí donde viviría junto a Jondalar.
Las mujeres se habían trasladado a un nuevo alojamiento cercano que hasta no hacía mucho había acogido a las muchachas que se preparaban para los Primeros Ritos, pero que estaba vacío en ese momento y podía tener otra utilidad. Alguien había sugerido que podían esperar allí los hombres a fin de que las mujeres no tuvieran que moverse, pero la idea de que el lugar, después de acoger a muchachas en su transición de niña a mujer, pasara a albergar a hombres que iban a emparejarse causó cierto malestar entre los zelandonia y algunas otras personas. Siempre quedaban manifestaciones de las fuerzas espirituales cuando se celebraban actividades trascendentes, sobre todo en un grupo numeroso, y las vitalidades significativas de hombres y mujeres por lo general eran opuestas. Se decidió, pues, trasladar a las mujeres que debían emparejarse, puesto que ése era el siguiente paso lógico en la vida de las muchachas que habían ocupado antes el alojamiento.
Las mujeres no estaban menos nerviosas que los hombres. Ayla no sabía si Jondalar decidiría ponerse la túnica que le había confeccionado, y lamentaba no haber estado enterada de que pasaría recluida las horas previas a la unión, porque de haberlo sabido se la habría dado ella misma el día anterior; así habría sabido si era de su agrado y si la consideraba adecuada. Ahora no lo sabría hasta que se vieran en la ceremonia matrimonial.
También colocaron por orden a las mujeres, tal como a los hombres, para que quedaran bien emparejados. Ayla sonrió a Levela, que iba varios puestos por delante. Le habría gustado estar al lado de la hermana de Proleva mientras esperaban, pero ella era de la Novena Caverna, y había varias mujeres entre ella y la otra joven, que viviría en la Segunda Caverna con Jondecam. Los dos tenían estatus semejantes, porque procedían de familias de jefes y fundadores, las personas con las posiciones más elevadas dentro de una Caverna, y por tanto la posición de su hogar no cambiaría apenas. Jondecam tenía un rango ligeramente más alto que el de Levela, pero ello sólo podía tenerse en cuenta si la pareja se fuera a vivir a la Caverna de él.
Cada Zelandoni se encargaba de oficiar, auxiliado por los otros zelandonia, la parte de la ceremonia en que las parejas que iban a vivir en su Caverna ataban el nudo. Intervenían también las madres de los jóvenes que se emparejaban y a menudo los parientes cercanos, que se situaban en las filas delanteras del público asistente esperando a que les llegara el momento de cumplir su función. Si los miembros de la pareja ya no eran jóvenes y aquélla no era ya su primera unión, pero deseaban de todos modos llevar a cabo una ceremonia formal, no era necesario que estuvieran presentes las madres. Bastaba con la autorización de la Caverna donde vivirían, pero a menudo también invitaban a participar en el acto a amigos y familiares.
Ayla vio a Janida hacia el final de la fila, porque era de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, y la muchacha le sonrió cuando sus miradas se cruzaron. En último lugar vio a Joplaya, también forastera, una Lanzadonii, pese a que el hombre de su hogar hubiera sido en otro tiempo un Zelandonii de alto rango. No obstante, aunque allí su posición era la última, ella era de las primeras entre los Lanzadonii, que era lo que contaba. Ayla miró a todas las mujeres que se emparejarían esa noche. Había muchas que no conocía, así como Cavernas de las que no había conocido a una sola persona, al margen de las presentaciones generales. Alguna de las mujeres había dicho pertenecer a la Vigésimo cuarta Caverna, y otra a Monte del Oso, una parte de Hogar Nuevo en el valle del Río de la Hierba.
A Ayla la espera se le hacía interminable. «¿Por qué tardarán tanto?», pensó. Las apremiaban para colocarse en orden y luego las hacían esperar. Quizá los hombres iban con retraso. Tal vez alguien había cambiado de idea. ¿Y si Jondalar cambiaba de idea? No. ¡Imposible! ¿Por qué habría de hacerlo? Pero ¿y si lo hacía?
En el alojamiento de la zelandonia, la Primera apartó la cortina que ocultaba el acceso privado de la parte posterior del amplio espacio, justo en el lado opuesto a la entrada principal. Se asomó y recorrió con la mirada la zona de reunión que abarcaba desde la ladera del fondo hasta el campamento. La gente había ido llegando a lo largo de la tarde y ya estaba casi todo lleno. Era la hora.
Los hombres salieron primero. Cuando Jondalar miró ladera arriba, vio que estaba allí todo el mundo. El murmullo de la multitud subió de volumen, y oyó más de una vez la palabra «blanco». Mantuvo la mirada fija en la espalda del hombre que tenía delante, pero era consciente de la impresión que causaba su túnica. El hombre alto, rubio y apuesto, de ojos cautivadores, siempre llamaba la atención, en aquella ocasión, pero, con el pelo limpio y brillante, bien aseado y recién afeitado, y aquella túnica de un blanco puro y luminoso, estaba deslumbrante.
–Parece la personificación de Lumi, el amante de Doni –dijo la madre de Jondecam, la rubia y alta Zelandoni de la Segunda Caverna, a Kimeran, su hermano menor y jefe de la Segunda Caverna.
–¿De dónde habrá sacado esa túnica? –preguntó Kimeran–. Me gustaría tener una igual.
–Seguro que todos los hombres están pensando lo mismo, aunque creo que tú, Kimeran, serías de los pocos a quienes le quedaría igual de bien –dijo ella. En su opinión, su hermano no sólo era igual de alto y rubio que su amigo Jondalar, sino que era, además, tan apuesto como él–. Jondecam también está magnífico. Me alegro de que se haya dejado la barba este verano. Le queda muy bien.
Después que los hombres, en fila, formaran un semicírculo a un lado de la enorme hoguera, les tocó el turno a las mujeres. Ayla alargó el cuello para ver si por fin habían abierto la cortina de la entrada. Era casi de noche. El sol aún no se había puesto del todo, y bajo su cegadora claridad quedaba amortiguado el resplandor de la gran hoguera ceremonial, y no se veían apenas las antorchas dispuestas alrededor, que un poco más tarde serían las que iluminarían el espacio. Ayla vio gente junto al fuego. La voluminosa silueta de espaldas a ella tenía que ser Zelandoni. Alguien hizo una señal, y las mujeres salieron.
Una vez fuera, vio la alta figura con la túnica blanca. Mientras las mujeres formaban un semicírculo frente a los hombres, Ayla pensó: «¡Se la ha puesto! ¡Se ha puesto mi túnica!» Todos llevaban sus mejores galas, pero nadie iba de blanco, y Jondalar destacaba del resto. Para ella era el más hermoso... No, el hombre más apuesto de todos. Casi todo el mundo estaba de acuerdo con ella. Vio que él la miraba desde su sitio, iluminado por la gran hoguera, y lo hacía como si no pudiera apartar la mirada de ella. «Está preciosa –pensaba él–. Nunca había estado tan bonita». La túnica dorada que le había hecho Nezzie, adornada con cuentas del marfil, hacía juego con su pelo de color trigueño, que le caía suelto como a él le gustaba.
No llevaba más joyas que los pendientes de ámbar en las orejas recién agujereadas –los fragmentos de ámbar de Tulie, recordaba Jondalar– y el collar de ámbar y conchas que le había obsequiado Marthona. Las brillantes piedra de color anaranjado recogían los rayos del sol poniente y resplandecían entre sus pechos desnudos. La túnica, abierta por delante pero ceñida en la cintura, era distinta de todas las demás, a Ayla le sentaba perfectamente.
Marthona, que observaba desde la primera fila, se llevó una grata sorpresa al ver aparecer a su hijo con la túnica blanca. Había visto 1a ropa que él había elegido inicialmente para ponerse, y no le resultó difícil deducir que la túnica que llevaba era el regalo que se hallaba dentro del paquete que ella le había dado de parte de Ayla. La falta de ornamentación ponía de relieve la pureza del color; sólo las colas de armiño le añadían un toque de elegancia. Marthona había advertido que Ayla tenía pocas pertenencias, y que le gustaba rodearse de objeto sencillos pero bien hechos. La túnica blanca era una extraordinaria muestra de ello. En este caso, la calidad era el mejor adorno.
La sencillez del atuendo de Jondalar contrastaba con el conjunto que ella lucía en ese momento. Marthona daba por hecho que más de una trataría de copiar el vestido de Ayla, pero posiblemente ninguna lo conseguiría. Ella pudo admirar la exquisita calidad de su ornamentación cuando se lo enseñó y pudo reconocer en él la única forma de riqueza que podía reconocer un Zelandonii: el tiempo que se había tardado en confeccionarlo. Tanto por la calidad de la piel y el ámbar, las conchas y los dientes, como por los miles de cuentas de marfil labradas a mano ese vestido sería la prueba del elevado estatus de Ayla. El hogar de su hijo estaría entre los primeros.
Jondalar no podía apartar su mirada de Ayla. Los ojos de ella brillaban, y mantenía la boca entreabierta para llenar más fácilmente los pulmones, ya que su respiración era agitada a causa de la emoción. Era ésa la expresión habitual de Ayla cuando sentía admiración por algo bello o entusiasmo durante una cacería, y Jondalar notó que la sangre se le concentraba entre las ingles. «Es una mujer dorada –pensó–. Dorada como el sol.» La deseaba, y no podía creer que una mujer de belleza tan sensual fuera a convertirse en su compañera. Su compañera... Le gustaba como sonaba. Compartiría con él la morada que él había planeado construir para sorprenderla. ¿No empezaría nunca la ceremonia? ¿No terminaría nunca? Jondalar no quería esperar; quería correr hasta ella cogerla en brazos y llevársela.
La zelandonia ocupaba ya sus puestos, y la Primera comenzó con un canto cautivador. De pronto se sumó otro Zelandoni con un tono monótono, y después un tercero. Cada donier eligió un único tono y un único timbre, que de vez en cuando variaba en una melodía repetitiva pero fácil de sostener. Cuando el Zelandoni que debía unir a la primera pareja empezó a hablar, todo el coro mantenía de fondo un canto continuo y grave, cada voz con su tono. La combinación podía ser armoniosa o no, pero eso poco importaba. Antes que el primero se quedara sin aliento, se añadía otra voz, y después otra, y otra, a intervalos variables. El resultado era una fuga entretejida y monótona que podía continuar indefinidamente si había cantores suficientes para que pudieran descansar los que tenían que parar de vez en cuando.
Aunque fuera sólo música de fondo, la salmodia penetró en la mente de Jondalar, que miraba extasiado a la mujer que amaba. Apenas oyó las palabras de los zelandonia dirigidas a las primeras parejas.
Notó de repente que el hombre de detrás le daba un ligero golpe y se sobresaltó. Estaban pronunciando su nombre. Caminó hacia la corpulenta figura de Zelandoni, y vio que Ayla se acercaba desde el otro lado. Se quedaron cara a cara, uno a cada lado de la donier.
Zelandoni los miró complacida. Jondalar era el más alto de los hombres, y ella siempre había pensado que era también el mas atractivo. Pese a que por entonces él era muy joven, ésa era una de las razones por las que había decidido enseñarle el Don del Placer de Doni cuando le llegó la hora de aprender. Y desde luego Jondalar había aprendido bien, quizá demasiado bien. Después casi había conseguido convencerla a ella para que desoyera su llamada. Zelandoni se alegraba de que las circunstancias se hubieran interpuesto entre ellos, pero en ese momento, viéndolo con aquella impresionante túnica, recordó por qué había estado apunto de dejarse convencer por él. Sin duda, había traído esa túnica de su Viaje. Obviamente fue el color lo que más le llamó la atención, pero también el diseño poco habitual, y la ausencia de ornamentación que le confería una exótica apariencia. Estaba a la altura de la mujer que había escogido. Zelandoni se volvió para contemplar a Ayla, que estaba desde luego a la altura de él. No, ella lo superaba, lo que no era fácil, en opinión de Zelandoni. La donier se hubiera sentido decepcionada si Jondalar hubiera elegido a una mujer que no estuviera a la altura del concepto que tenía de él, pero debía admitir que no sólo había encontrado a una mujer que lo igualaba en cualidades, sino que incluso lo superaba. Sabía que aquella pareja era el centro de atención por muchos motivos. Todos los conocían, o como mínimo sabían quiénes eran; habían sido el tema de conversación de la Asamblea Estival y eran, sin comparación, los más atractivos.
Era lógico y conveniente que ella, la Primera, celebrara la ceremonia y fuera la que atara el nudo de la pareja más extraordinaria. La propia Zelandoni era una presencia memorable. Llevaba realzado con colores más intensos el tatuaje de la frente; iba peinada de una manera extravagante pero cuidadosa que la hacía aún más alta; y su túnica, larga y profusamente decorada, era una obra de arte que requería a una persona de su corpulencia para lucirla debidamente. Todos permanecían atentos al trío. Zelandoni guardó silencio, reclamando así mayor atención aún.
Marthona se había colocado junto a su hijo, con Willamar, su actual pareja, a la derecha y un paso por detrás. A la izquierda tenía a Dalanar y, un poco más atrás, a Jerika. Los dos tendrían que esperar al final para que se emparejasen Joplaya y Echozar. Al lado de Willamar se hallaban Folara y Joharran, los hermanos de Jondalar. Junto a este último estaban Proleva y su hijo, Jaradal. Entre el público había muchos amigos y parientes, en una zona reservada a los allegados de la pareja. Zelandoni los miró a todos y luego, antes de empezar, dirigió la vista hacia la multitud situada en la pendiente.
–Cavernas de los Zelandonii –comenzó la donier con voz vibrante y solemne–, os ruego que seáis testigos de la unión de un hombre y una mujer. Doni, la Gran Madre Tierra, Primera Creadora, Madre de todos, la que da a luz a Bali, que ilumina el cielo, y cuyo compañero y amigo Lumi, brilla sobre nosotros esta noche como testigo. A Ella honramos con la sagrada unión de sus hijos.
Ayla contempló la luna, en fase creciente, y se dio cuenta de pronto de que ya había oscurecido. El sol se había puesto hacía rato, pero la enorme hoguera y la gran cantidad de antorchas iluminaban el campamento como si fuera de día.
–Los dos que esperan unirse han complacido a la Gran Madre Tierra al decidir emparejarse. Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii, hijo de Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna, ahora compañera de Willamar, maestro de comercio de los Zelandonii; nacido en el hogar de Dalanar, fundador y jefe de los Lanzadonii; hermano de Joharran, jefe de la Novena Caverna de los Zelandonii...
Ayla dejó vagar el pensamiento mientras Zelandoni pronunciaba la interminable lista de títulos y lazos de Jondalar, muchos de los cuales no conocía. Era una de las pocas ocasiones en que se recitarían todos sus vínculos. Volvió a atender cuando el tono de la donier cambió tras la larga letanía.
–... escoges a Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, bendecida por Doni, y honrada por su bendición...
Surgió un murmullo de la muchedumbre. Era una pareja con suerte. Ella estaba ya encinta.
–...antes Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el espíritu del Oso Cavernario, amiga de los caballos llamados Whinney y Corredor y del cazador cuadrúpedo Lobo.
Ayla se preguntó dónde se habría metido Lobo. No lo había visto desde esa tarde, y se sentía decepcionada. Sabía que aquella ceremonia no significaba nada para el animal, pero a ella le habría gustado que estuviera presente en su emparejamiento.
–Aceptada por Joharran, hermano de Jondalar y jefe de la Novena Caverna de los Zelandonii, y por Marthona, madre de Jondalar y antigua jefa de la Novena Caverna. Aprobada por Dalanar, fundador y jefe de los Lanzadonii, hombre del hogar en el nacimiento de Jondalar...
Zelandoni siguió enumerando a los parientes de Jondalar. Ayla no era consciente de todos los lazos que estaba adquiriendo con aquel emparejamiento, pero Zelandoni habría deseado que hubiera más. Había tenido que pensar demasiado para encontrar vínculos legítimos que hicieran apropiado el ritual. Ayla tenía pocos.
–La escojo –contestó Jondalar mirando a Ayla.
–¿La respetarás, la cuidarás cuando esté enferma y la mantendrás cuando esté encinta y la ayudarás a mantener a todos los hijos nacidos en tu hogar mientras estéis juntos? –preguntó Zelandoni.
–La respetaré, la cuidaré y la mantendré a ella y a sus hijos –respondió Jondalar.
–Y tú Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, aceptada por la Novena Caverna de los Zelandonii, ¿escoges a Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii, hijo de Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna, ahora emparejada con Willamar, maestro de comercio de los Zelandonii, nacido en el hogar de Dalanar, fundador y jefe de los Lanzadonii? –Esta vez Zelandoni había decidido mencionar sólo los lazos esenciales, para no recitarlos todos otra vez. Ayla, como otros muchos, dejó escapar un suspiro de alivio.
–Lo escojo –dijo, mirando a Jondalar. Las palabras resonaron en su mente: «Lo escojo... Lo escojo... Lo elegí hace tiempo, y ahora finalmente puedo escogerlo».
–¿Lo respetarás, lo cuidarás cuando esté enfermo, enseñarás a tus hijos, incluido éste con el que ya te ha bendecido Doni, a respetarlo como corresponde a un compañero y proveedor? –prosiguió Zelandoni.
–Lo respetaré y cuidaré, y enseñaré a mis hijos a respetarlo –declaró Ayla.
Zelandoni hizo una seña.
–¿Quién tiene autoridad para aprobar la unión entre este hombre y esta mujer?
Marthona avanzó unos pasos.
–Yo, Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna de los Zelandonii, tengo autoridad. Estoy de acuerdo con el emparejamiento de mi hijo, Jondalar, con Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii –dijo.
A continuación, se adelantó Willamar.
–Yo, Willamar, maestro de comercio de los Zelandonii, emparejado con Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna de los Zelandonii, también estoy de acuerdo con el emparejamiento.
La aprobación de Willamar no era imprescindible, pero su inclusión en la ceremonia añadía autoridad a la unión del hijo de su compañera con una forastera, y facilitaba la inclusión del anterior compañero de Marthona, que dio un paso al frente.
–Yo, Dalanar, fundador y jefe de los Lanzadonii, hombre del hogar en el nacimiento de Jondalar, también estoy de acuerdo con el emparejamiento entre Jondalar, hijo de mi anterior compañera, y Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes Ayla de los Mamutoi.
Dalanar lanzó una mirada apreciativa a Ayla tan parecida a las que le dirigía Jondalar que ella sonrió al percibir que su cuerpo respondía de la misma manera. No era la primera vez... Dalanar y Jondalar no sólo se parecían –al margen de la diferencia de edad– sino que a Ayla le producían las mismas sensaciones. No se pudo resistir y sonrió abiertamente al hombre de avanzada edad con una de aquellas radiantes sonrisas que parecían iluminarla desde dentro. Por un momento Dalanar deseó estar en el lugar de su hijo. Luego miró a Jondalar, y vio la burlona mirada de éste. ¡El joven sabía exactamente qué le rondaba por la cabeza y le divertía! Estuvo apunto de echarse a reír.
–¡Lo apruebo, sin duda! –añadió Dalanar.
–¿Quién más tiene autoridad para aprobar la unión entre esta mujer y este hombre? –preguntó de nuevo Zelandoni.
–Yo, Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León e hija del Hogar del Mamut, tengo autoridad para hablar en mi propio nombre, autoridad que me confirió el Mamut del Hogar del Mamut, el más anciano y respetado de todos los Mamutoi, Talut, jefe del Campamento del León, y su hermana Tulie, jefa del Campamento del León. En su nombre acepto este emparejamiento con Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii –dijo Ayla. Ésa era la parte que la había puesto más nerviosa, tener que memorizar y repetir las palabras que debía decir en la ceremonia.
–Mamut del Hogar del Mamut, Servidor de la Madre de los Mamutoi –dijo Zelandoni–, dio a la hija de su hogar la libertad de decidir por sí misma. Como Una Que Sirve a la Madre para los Zelandonii, también puedo hablar en nombre del Mamut. Ayla ha elegido emparejarse con Jondalar, y por tanto su decisión es igual que la aceptación del Mamut –a continuación Zelandoni añadió en voz alta y clara–: ¿Quién habla en nombre de la pareja?
–Yo, Joharran, jefe de la Novena Caverna de los Zelandonii, hablo por esta pareja, y doy la bienvenida a Jondalar y Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii –dijo el hermano mayor de Jondalar. Luego se volvió hacia las personas congregadas detrás de él.
–Nosotros, de la Novena Caverna de los Zelandonii, les damos la bienvenida –dijeron todos a una.
Zelandoni extendió los brazos como si quisiera abarcarlos a todos.
–Cavernas de los Zelandonii –declaró con un tono que reclamaba atención–, Jondalar y Ayla se han escogido mutuamente. Ha quedado acordado y han quedado aceptados por la Novena Caverna. ¿Qué decís de esta unión?
Se oyó un clamor de aceptación. Si alguien se hubiera opuesto, la objeción habría quedado ahogada por el vocerío de los demás. La donier aguardó a que disminuyera el alboroto.
–Doni, la Gran Madre Tierra, aprueba esta unión de sus hijos –declaró por fin–. Bendiciendo a Ayla ha expresado su aceptación.
A una señal de la corpulenta mujer, Ayla y Jondalar levantaron los brazos y los extendieron hacia ella. La Primera cogió una sencilla correa de piel, unió con ella las manos de los dos jóvenes e hizo un nudo. Cuando terminara el período de prueba, debían devolver la correa entera, sin cortar, y a cambio les entregarían dos collares iguales, obsequio de la zelandonia. Ésa sería la señal de que su unión había sido sancionada y se les podían ofrecer otros regalos.
–Se ha atado el nudo. Estáis emparejados. Que Doni os sonría por siempre –la pareja se dirigió hacia el público por el interior del círculo, y Zelandoni anunció–: Ahora son Jondalar y Ayla de la Novena caverna de los Zelandonii.
Todos se retiraron juntos, incluida La Que Era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra, para dejar el sitio a la siguiente pareja. Mientras se desplazaban hacia atrás para dejar espacio a la familia de la otra pareja, Ayla y Jondalar fueron hacia donde esperaban las otras parejas con las muñecas atadas mediante una correa. Aún faltaban otras muchas.
Aunque la mayoría lo había pasado bien con el espectáculo de aquella pareja tan favorecida mientras manifestaba su compromiso y se dejaba atar las muñecas, había algunas personas a las que el emparejamiento había suscitado sentimientos de otra clase. Una de ellas era la hermosa mujer de cabello casi blanco, piel muy clara y ojos de color gris tan oscuro que parecía negro. Los hombres miraban a Marona con admiración hasta que percibían su desagradable expresión; pero ella no les hacía el menor caso.
Marona no sonreía a la encantadora pareja. Miraba con un odio intenso a la forastera y al hombre que en otro tiempo había sido su prometido. En teoría, ella debería haber sido el centro de atención aquel año, pero Jondalar se había ido de Viaje, dejándola abandonada sin un hombre con quien emparejarse. Para colmo, había acudido también su prima cercana, aquella mujer extraña de cabello oscuro que todo el mundo encontraba tan hermosa, y que se emparejaba con el hombre más feo que Marona había visto en su vida, llevándose todas las miradas. Era cierto que había encontrado a un hombre más que aceptable para emparejarse antes del final del verano, pero no era Jondalar, a quien siempre había querido y supuestamente debía ser suyo. Ahora él había vuelto por fin, pero con una mujer que se obstinaba en ir acompañada de animales, y a la que le traía sin cuidado ir vestida con ropa interior de muchacho. Se habían emparejado, y ella estaba encinta. Ya había sido bendecida. No era justo. ¿Y de dónde había sacado el conjunto que llevaba, abierto, enseñando los pechos? Marona no habría dudado en ponerse un vestido como aquél si se le hubiera ocurrido, pero ahora ya no lo haría jamás, aunque el resto de las mujeres lo hiciera. «Algún día –pensó Marona–, algún día le daré una lección. Algún día se arrepentirá. Algún día se arrepentirán los dos».
Había otros que tampoco estaban especialmente contentos con aquella unión. Laramar no sentía simpatía por ninguno de los dos. Jondalar siempre lo miraba por encima del hombro, incluso cuando se bebía su barma, y aquella mujer, Ayla, la del lobo, que tanto alboroto había organizado con la hija pequeña de Tremeda y había contribuido a que ahora Lanoga se creyera muy superior. La niña ya no estaba nunca en la morada para prepararle la comida. En lugar de eso, se pasaba el día sentada con las demás mujeres como si la Lorala fuera suya, y ni siquiera era aún una mujer... aunque le faltara poco. Quizá incluso fuera una mujer hermosa algún día, mucho más que la vieja descuidada en que se había convertido su madre. «Ojalá Ayla no se acercara más a mi alojamiento –pensó Laramar, y esbozó una burlona sonrisa–. A menos que quiera honrar a la Madre. ¡Me gustaría verla cargada de barma en un festival de la Madre! ¡A saber qué haría! Algún día, quizá».
Había otra persona que tampoco deseaba precisamente felicidad a la pareja. «Ahora me llamo Madroman –pensó el acólito– y me gustaría que se acordaran, sobre todo Jondalar. Sólo hay que verlo, tan engreído con su túnica blanca, sonriendo a todas las mujeres recién emparejadas. Se sorprendió al saber que ahora pertenezco a la zelandonia. No se lo esperaba; pensaba que no era capaz, pero soy mucho más inteligente de lo que él cree. Y llegaré a Zelandoni, le guste o no a esa mujer gorda que actúa como si la forastera fuese ya Zelandoni. Desde luego es hermosa. Yo habría podido encontrar a una mujer así si Jondalar no me hubieran roto los dientes. No tenía ningún motivo para golpearme de aquel modo. Yo me limité a decir la verdad. Él quería emparejarse con Zolena, y ella lo habría aceptado si yo no los hubiera denunciado a tiempo. Debería haber dejado que se emparejaran. De haberlo hecho, ahora Jondalar tendría por compañera a una vieja gorda en lugar de esa forastera que se ha traído. Ella juega a Zelandoni, pero no lo es. Ni siquiera es servidora de zelandonia, ni sabe hablar correctamente el zelandonii. Me gustaría ver cuántas mujeres lo encontrarían maravilloso si tuviera los dientes rotos. Sería digno de verse. Me gustaría verlo, algún día».
Una cuarta persona había observado la unión de la favorecida pareja sin buena voluntad. Brukeval no podía apartar los ojos de la mujer dorada con el cabello suelto y los pechos desnudos, grandes y hermosos. Estaba encinta; aquéllos eran unos pechos maternales, y a él le habría gustado tocarlos, acariciarlos. Eran tan perfectos que empezó a pensar que ella se vanagloriaba de ellos, mortificándolo a él con su turgencia y con la exhibición de sus pezones duros y rosados, que parecían estar pidiendo que los chuparan.
«Jondalar tocará esos pechos, los acariciará, se meterá los pezones en la boca. Siempre Jondalar, siempre el preferido, siempre el afortunado. Incluso tenía la mejor madre. A la madre de Marona yo le traía sin cuidado; en cambio, Marthona era mi refugio cuando yo ya no podía resistir más. Siempre hablaba conmigo, me explicaba cosas, me permitía quedarme un rato con ellos. Siempre me trató bien. Jondalar tampoco se portaba mal conmigo, pero era porque le daba lástima, porque yo no tenía madre. Ahora se empareja con una madre, una mujer dorada como Bali, el gran hijo dorado de la Madre, de hermosos pechos».
Ella le había parecido tan contenta en la cueva al verlo llegar con la antorcha para guiarla al exterior, y había dicho que, a no ser por Jondalar, lo habría considerado como pareja. Pero no era verdad. Al llegar Jondalar y aquel cabeza chata, Ayla había dejado muy claro que creía que él, Brukeval, era un cabeza chata igual que aquel Lanzadonii. «No entiendo cómo permite Dalanar que un cabeza chata como ése ponga siquiera los ojos en la hija de su compañera, y menos aún que se empareje con ella. Eso no está bien. Es una abominación, medio animal, medio humano. No debería permitirse. Joplaya parece una buena chica, tranquila, y siempre ha sido amable conmigo. ¿Cómo se le ha ocurrido unirse a un cabeza chata? No está bien. Alguien debería impedirlo –pensó Brukeval–. Quizá podría impedirlo yo. Si Ayla se parara a pensarlo, se daría cuenta de que yo hacía lo correcto... Quizá podría conseguir que me viera de otra manera. Tal vez me consideraría de verdad en cuenta si ocurriera algo, si Jondalar desapareciera. Si algún día le pasara algo a él, es posible que ella se fijara en mí».
Levela y Jondecam tendieron sus manos unidas en señal de bienvenida cuando Ayla y Jondalar llegaron a la zona de espera.
–¿Ha dicho que estabas ya bendecida? –preguntó Levela. Ayla asintió con la cabeza, demasiado emocionada para hablar.
–¡Es maravilloso! ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Lo sabía Jondalar? ¡Qué afortunada eres!, –exclamó, sin darle a Ayla tiempo de contestar e intentando abrazarla. Pero por un momento olvidó la mano a la que estaba atada y se enredó con el brazo de Jondecam.
Todos se echaron a reír, incluidos algunos que se hallaban cerca, y Levela acabó abrazando a Ayla con un solo brazo.
–¡Estás preciosa con ese vestido! Nunca había visto nada igual. Tiene muchas cuentas de marfil y ámbar; en algunos sitios casi parece que esté hecho exclusivamente de marfil y ámbar. La piel es el tono de amarillo que mejor le va. Y me encanta cómo lo llevas, abierto por delante, sobre todo pensando que pronto serás madre. Pero debe pesar mucho. ¿Dónde lo has conseguido? –dijo Levela.
Estaba tan exaltada que Ayla no pudo evitar sonreír.
–Sí, pesa mucho, pero ya estoy acostumbrada. He estado cargando con él durante un largo camino. Me lo regaló Nezzie cuando pensaba que me emparejaría con un hombre Mamutoi, y me explicó cómo tenía que llevarlo. Nezzie era la compañera del jefe del Campamento del León. Cuando decidí marcharme con Jondalar, me dijo que me lo llevara y me lo pusiera cuando me emparejara con él. Jondalar le caía bien, a ella y a todos. Querían que se quedara y se convirtiera en Mamutoi, pero él dijo que debía volver a casa. Creo que entiendo por qué.
Varias personas se habían agrupado alrededor y estaban escuchándola. Deseaban contar a los demás qué había dicho la forastera acerca de su exquisita ropa.
–También Jondalar está magnífico –comentó Levela–. Tu conjunto, Ayla, es extraordinario por las cuentas y adornos; y el de él llama la atención por su sencillez y su asombroso color.
–Exacto –dijo Jondecam. Señalándose la ropa, añadió–: Todos llevamos nuestras mejores galas, todas muy ornamentadas, aunque ninguna como la tuya, Ayla, pero cuando ha aparecido Jondalar vestido así, todo el mundo se ha fijado en él. Su túnica es muy elegante y a él le sienta especialmente bien. Ya me imagino lo que va a pasar: todas las mujeres querrán un conjunto como el tuyo, y todos los hombres querrán alguna túnica como la de Jondalar. ¿Te la regaló alguien?
–Ayla –respondió él.
–¿Tú has hecho esa túnica? –preguntó Levela, sorprendida.
–Una mujer Mamutoi me enseñó a hacer piel blanca –explicó la joven.
La gente empezaba a volverse para mirar al siguiente Zelandoni.
–Mejor será que callemos –sugirió Levela–. Ya van a empezar.
Cuando guardaron silencio para que comenzara la ceremonia de la siguiente pareja, Ayla reflexionó sobre el significado del ritual de unión que incluía atar las muñecas de las parejas con una correa que costaría desatar. El eco que se había producido cuando Levela, en su entusiasmo, había intentado abrazarla le permitió comprender que esa atadura obligaba a pensar antes de precipitarse irreflexivamente. No era una mala lección acerca de lo que significaba vivir en pareja.
–Ojalá se den prisa –susurró uno de los hombres recién emparejados–. Me muero de hambre. Después de todo un día de ayuno, estoy seguro de que incluso los del fondo oyen el ruido de mi estómago.
Ayla, en cambió, agradeció la larga enumeración de títulos y lazos, porque le dio tiempo para abstraerse en sus pensamientos. Ya estaba emparejada. Jondalar era su compañero. Quizá a partir de ese momento empezaría a sentirse realmente como Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, aunque se alegraba de que «Ayla de los Mamutoi» formara parte de sus títulos. El hecho de que fueran a vivir en la Novena Caverna no significaba que fuera a convertirse en otra persona. Simplemente tenía nuevos títulos y lazos que añadir a su lista de vínculos y relaciones. Tampoco había perdido su tótem del Clan.
Sus recuerdos se remontaron a los tiempos en que era una niña y vivía con el Clan. Allí, cuando dos personas se emparejaban, no tenían la costumbre del nudo, pero tampoco la necesitaban. Desde que eran muy jóvenes, las mujeres aprendían a permanecer siempre atentas a los hombres, en particular a sus compañeros. Se esperaba que una buena mujer previera las necesidades y deseos de su compañero, porque un hombre del Clan aprendía desde muy temprana edad a no ser consciente, o al menos no demostrar que era consciente, de sus propias carencias, malestar o dolor. Nunca pedía ayuda a su compañera, y ella tenía que adivinar cuándo la necesitaba.
Broud no precisaba la ayuda de Ayla, pero planteaba exigencias continuamente. Se inventaba cosas para que ella las hiciera sólo porque podía obligarla a hacerlas: llevarle agua, atarle los cordones de los calzones. Podía decir que, al fin y al cabo, ella era sólo una niña y tenía que aprender, pero a él le traía sin cuidado si ella aprendía o no, y a Ayla no le servía de nada intentar complacerlo. Él sólo quería demostrar su poder sobre ella porque ella se le había resistido, y las mujeres del Clan no desobedecían caprichosamente a los hombres. Ayla lo había hecho sentirse degradado como hombre, y él la odiaba por eso, o quizá es que sabía que las de su clase eran distintas. Para ella, no había sido fácil aprender la lección, pero al fin lo había conseguido, y fue Broud, con sus continuas exigencias, quien la había enseñado, pero Jondalar había sido el beneficiario de todo ese esfuerzo. Ayla siempre estaba pendiente de él, y se le ocurrió pensar que por eso ella se sentía incómoda cuando no sabía dónde estaba él. Eso le ocurría también con los animales.
De pronto, como si pensar en él provocara su aparición, vio que Lobo estaba allí. Como tenía la mano derecha atada a la izquierda de Jondalar, se agachó y abrazó a Lobo con el brazo izquierdo. Alzó la vista para mirar a Jondalar.
–Estaba preocupada por él. No sabía dónde se había metido –dijo Ayla–. Pero se le ve bastante contento.
–Quizá tenga sus motivos para estarlo –comentó Jondalar con una sonrisa.
–Cuando Bebé encontró pareja, se fue. Venía a visitarme de vez en cuando, pero vivía con los de su especie. Si Lobo tiene una compañera, ¿crees que decidirá marcharse y vivir con ella?
–No lo sé. Siempre has dicho que ve a la gente como su manada pero si va a emparejarse, ha de ser con alguien de su especie.
–Quiero que sea feliz, pero lo echaría de menos si no volviera –dijo Ayla, al tiempo que se levantaba.
Alrededor, la mayoría de la gente la observaba junto al lobo, en especial aquellos que la conocían poco. Con una seña, Ayla indicó al animal que permaneciera cerca de ella.
–Es un lobo muy grande, ¿no? –comentó una mujer retrocediendo un poco.
–Sí, lo es –dijo Levela–, pero quienes lo conocen aseguran que nunca amenaza a las personas.
En ese momento una pulga empezó a importunar al lobo. El cuadrúpedo se sentó, se encorvó y comenzó a rascarse. La mujer dejó escapar una risa nerviosa y dijo:
–Desde luego eso no parece muy amenazador.
–Excepto para la pulga que está molestándole –añadió Levela.
De pronto Lobo se interrumpió, ladeó la cabeza como si oyera, oliera o percibiera algo, y luego se levantó y miró a Ayla.
–Ve, Lobo, ve –dijo Ayla, indicándole con una seña que era libre de marcharse–. Si quieres ir, vete.
El lobo echó a correr sorteando a la gente. Algunos se sobresaltaron al verlo.
En la siguiente ceremonia no se unía a una pareja sino a un trío, un hombre y dos gemelas idénticas. Ellas no querían separarse, y no era raro que dos gemelas o, sencillamente, dos hermanas muy unidas accedieran a emparejarse con el mismo hombre, aunque podía ser difícil para un joven mantener a dos mujeres y sus hijos. En este caso, el hombre era algo mayor, bien establecido, con buena reputación y categoría elevada. Aun así, lo más probable era que un día se incorporara un segundo hombre al hogar, aunque eso nunca se sabía.
Cuando llegaba la hora del último emparejamiento, la gente solía estar ya aburrida y poco atenta –sobre todo si la ceremonia era por alguien que uno no conocía–, pero esta vez los últimos volvieron a despertar interés. Cuando Joplaya y Echozar se adelantaron, se produjo entre el público una ahogada exclamación colectiva y luego un rumor de voces. Si bien ninguno de los dos tenía el habitual aspecto de los Zelandonii, y la concurrencia sabía que de hecho no eran Zelandonii sino Lanzadonii, para muchos de los presentes constituían una asombrosa visión.
La mujer era alta, esbelta, exóticamente atractiva, de cabello oscuro y una belleza etérea difícil de describir. El hombre que la acompañaba no podría haber sido más distinto. Era algo más bajo, y con unas facciones tan marcadas y poco comunes que a la mayoría de la gente le parecían feas. Los gruesos arcos de las cejas, cubiertos de pelo espeso y alborotado, destacaban por encima de los ojos hundidos y oscuros. Tenía la nariz prominente, en parte porque la parte frontal de su ancha cara sobresalía y en parte porque la propia nariz, bien definida y semejante en su forma al pico de un águila –aunque no tan estrecha–, era enorme, y sin embargo proporcionada al tamaño de la cara. Al igual que muchos hombres, solía dejarse la barba en invierno, porque protegía el rostro del frío, pero se afeitaba en verano. Se había afeitado recientemente, y su pronunciada mandíbula presentaba una forma bien delineada pero, como la gente del Clan, apenas tenía mentón, un rasgo que se acentuaba a causa de la abultada nariz.
El rostro de Echozar era el de un hombre del Clan, excepto por la frente, que no era tan huidiza y aplanada como era propio de la gente del Clan; él no era un cabeza chata. Por encima de las huesudas cejas de Echozar, la frente se alzaba vertical y ancha como la de cualquiera de los allí presentes. Y mientras que la gente del Clan era de corta estatura, Echozar era tan alto como muchos de los hombres que allí había, pero tenía la complexión recia y el pecho grande y redondeado característicos del Clan. Asimismo, tenía las piernas cortas en proporción al cuerpo y un tanto arqueadas, pero tan musculosas como los brazos. Indudablemente era un hombre fuerte.
Y sin duda era hijo de espíritus mixtos, para algunos una abominación, medio hombre, medio animal. Había quienes creían que no debía permitírsele que se emparejara con la mujer que se hallaba a su lado. Por foráneo que fuera el aspecto de ella, innegablemente era humana, una de ellos, no una de aquellos animales cabezas chatas. Los Zelandonii deberían oponerse, negarse a reconocer aquella unión.
Como los Lanzadonii no tenían aún su propio donier, volvió a intervenir la Primera, que además era Zelandoni de la Novena Caverna, donde Dalanar había vivido antiguamente. Tenía aún lazos más estrechos con ellos que con cualquier otra Caverna, y Joplaya era la hija de su hogar.
Cuando la Primera ocupó su lugar, pensó que Echozar parecía tan fuerte que muy pocos estarían dispuestos a desafiarlo. Dado que era la última pareja en celebrar la ceremonia de unión, la Primera pensó, adelantándose a los acontecimientos: «Cuando estén emparejados, podría ser un buen momento para anunciar que la Primera Acólita de la Segunda Caverna de los Zelandonii ha recibido la llamada y, tras riguroso examen, ha demostrado ser Zelandoni. Ha decidido irse con Dalanar a su Caverna y convertirse en la Primera Lanzadoni Que Sirve a la Gran Madre Tierra. Ella es una persona apta, y aquél un buen puesto para ella.»
La donier miró a las personas reunidas alrededor. Dalanar estaba henchido de orgullo. Era asombroso lo mucho que se parecía a Jondalar, pero la Primera era consciente de ciertas diferencias, probablemente porque en otro tiempo había mantenido una relación muy íntima con éste. Jondalar, atado aún a Ayla, se había apartado del grupo de recién emparejados y estaba con el círculo familiar. Al fin y al cabo, Joplaya era su prima cercana. Al lado de Dalanar estaba Jerika, la madre de Joplaya, y detrás de ella se encontraba Hochaman, el hombre del hogar de Jerika. Este último se apoyaba en un joven que la Primera no conocía. Supuso que era originario de una Caverna lejana de los Zelandonii, o de algún otro pueblo más remoto, quizá los Losadunai, pero el diseño de la ropa y las alhajas lo identificaba como Lanzadonii.
Hochaman era un anciano menudo y arrugado con el rostro como el de Jerika; apenas podía tenerse en pie y mucho menos aún andar. Dalanar y Echozar lo habían llevado sobre sus espaldas todo el camino hasta la Asamblea Estival. Hochaman contaba a la gente que se le habían agotado las piernas en su Viaje, pero nadie había llegado tan lejos como él. Había viajado desde los Mares Interminables del este hasta las Grandes Aguas del oeste, y dedicado a ello la mayor parte de su vida. Sabía contar una historia, tenía muchas que contar, y no le importaba repetirlas. Probablemente estaría muy solicitado cuando las ceremonias acabaran y se iniciaran los juegos y competiciones, así como las narraciones de los fabuladores. Los recién emparejados deberían renunciar a esas actividades y aislarse en el silencio de su período de prueba de dos semanas. La zelandonia elegía ese propósito adrede. Si la unión de una pareja no era lo bastante seria como para poder privarse de los juegos y las fábulas, probablemente no les convenía emparejarse.
Los cantores entonaban aún su fuga –aunque ahora eran todos distintos– cuando la Primera empezó la ceremonia.
–Cavernas de los Zelandonii –dijo la donier con voz todavía vibrante–, os ruego que seáis testigos de la unión de un hombre y una mujer. Doni, la Gran Madre Tierra, Primera Creadora, Madre de todos, la que da a luz a Bali, que ilumina el cielo, y cuyo compañero y amigo, Lumi, brilla sobre nosotros esta noche como testigo. A Ella honramos con la sagrada unión de sus hijos. Los dos que esperan unirse han complacido a la Gran Madre Tierra al decidir emparejarse.
El murmullo de fondo del público subió de volumen. La ceremonia se desarrolló algo más deprisa que las anteriores, ya que no había muchos títulos y lazos; él apenas tenía. Era Echozar de la Primera Caverna de los Lanzadonii, Hijo de Mujer bendecida por Doni, aceptado por Dalanar y Jerika de la Primera Caverna de los Lanzadonii. Joplaya poseía una lista más larga de títulos y lazos, en su mayoría vínculos con los Zelandonii a través de Dalanar. Jondalar y Ayla fueron mencionados. Por parte de Jerika, se dieron sólo los nombres de la madre de ésta, Ahnlay, que caminaba por el mundo de los espíritus, y del hombre de su hogar, Hochaman.
–Yo, Dalanar, jefe de la Primera Caverna de los Lanzadonii, hablo en nombre de esta pareja, y me complace que Joplaya y Echozar sigan viviendo en la Primera Caverna de los Lanzadonii –dijo el jefe para acabar–. Les doy la bienvenida.
A continuación se volvió de cara a la gente reunida detrás de él entre el público, el resto de los Lanzadonii que habían viajado hasta la Asamblea Estival de los Zelandonii para contribuir a sancionar el emparejamiento.
–Nosotros, de la Primera Caverna de los Lanzadonii, les damos la bienvenida –dijeron todos al unísono.
Entonces la Primera extendió los brazos como si quisiera abarcarlos a todos.
–Cavernas de los Zelandonii y los Lanzadonii –comenzó con un tono que reclamaba atención–, Echozar y Joplaya se han escogido mutuamente. Ha quedado acordado y han quedado aceptados por la Primera Caverna de los Lanzadonii. ¿Qué decís de esta unión?
Una parte considerable de la concurrencia contestó afirmativamente, pero hubo una porción que dijo «No».
Zelandoni quedó atónita y, por un instante, no supo qué decir. Nunca había oficiado una ceremonia de emparejamiento que no fuera secundada por todos los presentes. Cuando había objeciones, se resolvían siempre con antelación. Ésa era la primera vez que oía un «No», del público. Dalanar y Jerika quedaron desconcertados, y muchos de los Lanzadonii miraron alrededor. En su mayoría parecían incómodos; algunos estaban indignados. La Primera decidió pasar por alto el «No», y proseguir con la ceremonia como si no lo hubiera oído.
–Doni, la Gran Madre Tierra, aprueba esta unión de sus hijos. Ya ha bendecido a Joplaya –dijo. Les indicó que extendieran los brazos.
Tras una breve vacilación, Joplaya y Echozar ofrecieron sus manos a la Primera, que les rodeó sus muñecas con una correa de piel y ató el nudo.
–Se ha atado el nudo. Estáis emparejados. Que Doni os sonría por siempre –ellos se volvieron de cara a la gente, y Zelandoni anunció–: Ahora son Joplaya y Echozar de la Primera Caverna de los Lanzadonii.
–¡No! –gritó alguien entre el público–. No ha de permitirse. No está bien. Él es una abominación.
Varias personas reconocieron la voz. Era Brukeval. La Primera intentó de nuevo pasar por alto la protesta, pero otra voz se sumó a la de Brukeval.
–Tiene razón. No deberían emparejarse. Él es medio animal –dijo Marona.
«Puedo entender a Brukeval, pero a Marona esto le trae sin cuidado –pensó Zelandoni de la Novena–: Ella sólo quiere causar problemas. ¿Acaso intenta vengarse de Jondalar y Ayla humillando a la prima de él?»
A continuación se unió a la queja una tercera voz, ésta procedente de la zona ocupada por la Quinta Caverna.
–Tienen razón. Los Zelandonii no deberían aprobar este emparejamiento.
Era un hombre que había intentado incorporarse a la zelandonia, pero había sido rechazado. Por lo visto, los descontentos aunaban sus fuerzas para crear conflictos. Otros expresaron opiniones similares, incluido Laramar. Zelandoni también reconoció su voz. «¿Por qué alborota Laramar? –se preguntó la donier–. Algunos basan sus quejas en firmes creencias, pero a él todo le da igual.»
–Quizá deberías reconsiderar este emparejamiento, Zelandoni –gritó otra vez. Era Denanna, la jefa de las tres heredades de la Vigésimo novena Caverna.
«He de poner freno a esto», se dijo la Primera.
–¿Por qué sugieres eso, Denanna? Estos dos jóvenes han hecho su elección, y ha sido aceptada por su Caverna. No entiendo vuestras objeciones.
–Pero tú también pides nuestra aprobación –dijo Denanna.
–Y la mayoría de los Zelandonii ha aceptado la unión. Conozco muy bien a cada uno de los que han planteado objeciones a este emparejamiento –Zelandoni dirigió la mirada hacia la abarrotada pendiente, y aquellos que protestaban tuvieron la sensación de que los miraba directamente a ellos–. La mayoría tiene sus propias razones; las de algunos, no guardan relación con esta pareja, y aunque hay quienes realmente tienen opiniones sólidas sobre este asunto, no veo razón alguna para que esos pocos perturben el desarrollo de esta ceremonia, ofendan a los Lanzadonii y avergüencen a los Zelandonii. Joplaya y Echozar están emparejados. Cuando hayan superado el período de prueba, su emparejamiento quedará ratificado. No hay más que hablar al respecto. Es hora de la procesión y el banquete.
Hizo una seña a los zelandonia, que organizaron a las parejas recién unidas y las guiaron alrededor de la hoguera, que empezaba a perder intensidad. Después de que dieron cinco vueltas completas al fuego los condujeron hacia la zona donde se servía la comida para iniciar el banquete y la celebración, pero para entonces se había desvanecido la sensación de júbilo propia de una ceremonia matrimonial.
Se empezaron a cortar las ancas de uro que se habían estado haciendo a la brasa todo el día ensartadas en espetones. Otras porciones de carne, en algunos casos más gruesas, se habían enterrado en hoyos revestidos de piedras calientes, junto con ciertas raíces. Había asimismo un caldo llamado «sopa verde», que contenía flores de lirio de día, junto con botones y raíces de la misma planta, mas cacahuetes, verduras, brotes nuevos de helecho, cebollas y, para dar sabor, algunas hierbas. Era un plato tradicional en el banquete de la primera ceremonia matrimonial. Raíces maduras de lirio de día y enea, machacadas para eliminar las fibras, se mezclaban con semillas de amaranto, secas y molidas en forma de harina, y la masa resultante se cocía para obtener una especie de pan duro y plano que acompañaba a la sopa.
Ayla conocía ya las pequeñas bayas con forma de corazón que crecían cerca del suelo y estaban cubiertas de diminutas semillas; vio encantada las fresas recién cogidas apiladas en cuencos. Algunas de éstas, recolectadas antes y ya un poco reblandecidas, se cocían para elaborar una especie de compota junto con otras varias frutas, y una planta de gruesos tallos rojizos, cuyas largas hojas siempre se cortaban y eliminaban. Los acres tallos añadían una agradable acidez a las bayas y frutas, pero las hojas podía resultar nocivas. Había asimismo tallos de laureola sazonados con sal procedente de las Grandes Aguas del Oeste, y odres llenos de la barma de Laramar.
A medida que avanzaron los festejos y se consumió más cantidad de aquella bebida fermentada, disminuyó la tensión. Jondalar, con los ojos brillantes, dio las gracias afectuosamente a Dalanar por venir desde tan lejos para acudir a su emparejamiento.
–Habría venido sólo por ti, pero vinimos también por Joplaya y Echozar. Lamento que su ceremonia haya tenido un final desagradable. Me temo que les han estropeado el emparejamiento, y quizá no sólo a ellos, sino también a todos los demás –dijo el hombre.
–Siempre hay unos cuantos que intentan aguar la fiesta a los demás, pero ya no tendremos que volver a las Asambleas Estivales de los Zelandonii para que se emparejen nuestros jóvenes. Ahora tenemos a nuestra propia Lanzadoni –declaró Jerika.
–Eso está muy bien –dijo Jondalar–, pero espero que vengáis igualmente de vez en cuando. ¿Quién es?
–Lanzadoni, ya lo sabes –bromeó Dalanar, con una sonrisa–. Se supone que renuncian a su individualidad y pasan a ser uno con su pueblo, pero he observado que utilizan las palabras de contar para nombrarse, y las palabras de contar tienen más poder que los propios nombres. Era la Primera Acólita de Zelandoni de la Segunda Caverna. A partir de ahora se llamará Lanzadoni de la Primera Caverna de los Lanzadonii.
–La conozco –dijo Ayla–. Nos guió a la Profundidad de la Roca de la Fuente cuando fuimos a ayudar a Zelandoni a encontrar el espíritu de tu hermano. ¿Te acuerdas, Jondalar?
–Sí. Creo que será una excelente Lanzadoni. Está muy entregada a su labor y es una buena curandera, según me han dicho –comentó Jondalar.
A medida que avanzó la velada, las parejas recién unidas fueron pronunciando las últimas palabras que dirigirían a amigos y parientes hasta pasados catorce días. Para algunos, resultaba extraño; era algo así como decir adiós sin marcharse. Las Cavernas celebrarían individualmente banquetes menores cuando las parejas volvieran al redil después del período de prueba. Entonces recibirían los regalos para iniciar su nueva vida juntos. Los emparejamientos no se reconocían plenamente hasta después del período de prueba, ya que en ese momento serían libres de separarse si lo deseaban. Aunque las parejas solían marcharse temprano, para los demás el festejo continuaría hasta el amanecer.
Cuando Ayla y Jondalar se iban, tuvieron que aguantar los chistes y comentarios groseros de unos cuantos bromistas que los siguieron un trecho, en su mayoría jóvenes que se habían excedido con la barma de Laramar. Muchos de ellos no conocían a Jondalar, salvo de oídas. Inició su Viaje cuando ellos aún eran unos niños. La mayor parte de los amigos de su edad no se dedicaba ya a importunar a las parejas que acababan de aceptar el compromiso. Estaban ya emparejados, y con uno o más hijos en sus hogares.
Jondalar cogió una de las antorchas que se habían utilizado para iluminar el área de la ceremonia a fin de alumbrarse el camino y encender el fuego cuando llegaran. Caminaron pendiente arriba por la orilla del riachuelo y se detuvieron a beber en el manantial. Ayla no sabía adónde iban. Cuando llegaron al lugar vio plantada la misma tienda que habían utilizado a lo largo del Viaje. Ayla sintió una punzada de nostalgia al verla una vez más. Se alegraba de que el largo Viaje hubiera terminado, pero nunca lo olvidaría. Oyó un relincho de bienvenida y sonrió a Jondalar.
–¡Has traído a los caballos! –exclamó sonriendo de satisfacción.
–He pensado que podríamos ir a montar por la mañana –dijo él levantando la antorcha para que ella viera a los animales. La hoguera estaba ya preparada y a punto, así que Jondalar sólo tuvo que acercar la antorcha para encenderla. Luego fueron a saludar a la yegua y el corcel. Jondalar y Ayla estaban habituados a trabajar juntos ocupándose de distintas tareas, pero tener las manos atadas les hacía difícil incluso atender a los caballos, porque se tropezaban e importunaban uno al otro.
–Quitémonos la correa –propuso Jondalar–. Ha sido una gran alegría ponérmela, pero ahora agradecería poder desprenderme de ella.
–Sí, pero sirve para recordarnos que debemos prestarnos atención el uno al otro.
–Yo no necesito nada para acordarme de que debo prestarte atención, y menos esta noche en particular.
Ayla se agachó y entró en el familiar habitáculo, manteniendo la mano atrás y en alto para que él pudiera seguirla. Él encendió un candil de piedra con la antorcha y luego la tiró a la hoguera. Cuando Jondalar miró hacia el interior de la tienda, Ayla estaba sentada en las pieles de dormir extendidas en la tierra, encima de un saco de cuero que él había rellenado cuidadosamente de hierba seca. Se detuvo un momento y contempló a la mujer con quien acababa de emparejarse. La tenue luz del candil hacía danzar la sombra de Ayla detrás de ella, y la pequeña llama se reflejaba en su pelo arrancándole destellos.
Jondalar vio la túnica amarilla, abierta por delante para revelar los pechos llenos y turgentes, con el hermoso colgante de ámbar entre ellos. Pero faltaba algo. De pronto se dio cuenta de qué era.
–¿Dónde está el amuleto? –preguntó acercándose a ella.
–Me lo he quitado –respondió Ayla–. Quería ponerme este vestido que me regaló Nezzie y el collar de tu madre, y con el amuleto no me quedaba bien. Marthona me ha dado una pequeña bolsa de cuero crudo sin adornos para el amuleto que me ha parecido apropiada. Se lo ha llevado ella al alojamiento y me ha sugerido que mañana vayamos a dejar la ropa que nos hemos puesto esta noche, para no cargar con ella todo el tiempo. Me preguntó si podría enseñar mi vestido de ceremonia a algunas personas, y le dije que sí; a Nezzie probablemente le encantaría que lo hiciera. Cuando vayamos al alojamiento, recuperaré el amuleto. Nunca me había separado de él desde que el Clan me adoptó, y me siento extraña si no lo llevo.
–Pero tú ya no perteneces al Clan –dijo Jondalar.
–Lo sé, ni volveré a pertenecer a él nunca más. Me maldijeron, y no puedo regresar, pero el Clan siempre formará parte de mí, y nunca lo olvidaré. Iza me hizo el primer amuleto y luego me pidió que eligiera un trozo de ocre rojo para guardarlo dentro... Ojalá hubiera podido estar aquí. Se habría llevado una gran alegría. Todas las cosas que contiene el amuleto son importantes para mí; marcan momentos decisivos de mi vida. Me las ha dado mi tótem, el espíritu del León Cavernario, que siempre me ha protegido. Si perdiera el amuleto, moriría –afirmó con absoluta certeza.
Jondalar comprendió entonces lo importante que era para Ayla el haberse unido a él si había accedido a quitarse el amuleto para la ceremonia; pero no le gustaba la idea de que creyera que moriría si llegaba a perderlo.
–¿No es eso una simple superstición? ¿La superstición del Clan?
–No más que vuestro elandon, Jondalar –repuso Ayla–. Marthona lo ha admitido. El amuleto contiene mi espíritu; es a través de él como puede encontrarme mi tótem. Cuando me adoptó el Campamento del León, no anuló mi vida anterior con el Clan; se sumó a ella. Por eso Mamut añadió mi tótem a mi nombre formal. Ahora me he convertido en miembro de la Novena Caverna, pero eso no cambia el hecho de que todavía soy Ayla de los Mamutoi. Sencillamente se ha alargado mi nombre –explicó, y sonrió–. Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes del Campamento del León de los Mamutoi, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de dos caballos y Lobo... y emparejada con Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii. Si mi nombre crece mucho más, seré incapaz de recordarlo todo.
–Mientras recuerdes la última parte, «emparejada con Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii» –dijo él, y extendió el brazo para acariciarle un pezón, que de inmediato se contrajo y endureció.
Ayla sintió un cosquilleo de placer.
–Quitémonos la correa –repitió Jondalar–.Estorba.
Ella se inclinó sobre las muñecas de ambos e intentó deshacer los nudos con la mano izquierda, que era la que tenía libre, pero como era diestra se sintió torpe e incapaz de hacerlo.
–Sería mucho más fácil cortarla.
–¡Ni se te ocurra! –exclamó Jondalar–. Nunca cortaré el nudo que nos une. Quiero seguir atado a ti el resto de mi vida.
–Yo estoy atada a ti, y siempre lo estaré, con o sin correa –afirmó Ayla–, pero tienes razón. Creo que esto está planteado como desafío. Déjame ver otra vez ese nudo –lo examinó un momento y finalmente dijo–: Mira, si tú sujetas por ahí, yo tiraré de aquí, y creo que así se deshará.
Jondalar obedeció, Ayla tiró, y el nudo se soltó.
–¿Cómo has sabido que daría resultado? –preguntó Jondalar–. Yo sé un poco de nudos, y no me parecía tan evidente.
–Has visto mi bolsa de las medicinas, ¿no? –dijo ella.
Jondalar asintió con la cabeza.
–Así pues, sabes que todos los saquitos que hay dentro están atados con nudos. La clase de nudo y el número de nudos de cada saquito indican cuál es su contenido. A veces tengo que abrir esos saquitos deprisa. No puedo perder el tiempo intentando deshacer nudos cuando alguien necesita atención inmediata. Así que entiendo mucho de nudos; Iza me enseñó.
–Pues me alegro de que sea así –declaró Jondalar sosteniendo en alto la larga y estrecha correa–. Voy aguardarla en mi mochila para que no se pierda. Tenemos que demostrar que no la hemos cortado, y cambiarla por los collares de la zelandonia cuando regresemos –la enrolló y la guardó. Luego concentró su atención por completo en Ayla. Estrechándola contra sí, dijo–: Así es como me gusta abrazarte cuando te beso.
–También yo lo prefiero así –aseguró Ayla. Jondalar la besó, abriéndole la boca con la lengua, y le tocó un pecho. Después la hizo tenderse en las pieles y se inclinó sobre ella para tomar el pezón entre sus labios. Ella reaccionó al instante, y la intensidad de las sensaciones fue en aumento mientras él succionaba y mordisqueaba un pezón y le acariciaba el otro con los dedos.
Ella lo apartó y empezó a quitarle la túnica blanca que le había confeccionado.
–¿Qué harás cuando nazca el niño, Jondalar? Tendré los pechos muy llenos de leche.
–Prometo que no robaré demasiada, pero puedes estar segura de que la probaré –res–pondió él, sonriente, y acabó de despojarse de la túnica–. Tú ya has tenido un hijo. ¿Tienes la misma sensación cuando chupa un niño?
Ayla pensó por un momento.
–No, no exactamente –contestó por fin–. Es agradable amamantar a un bebé pasados los primeros días. Al principio, el niño succiona con tal fuerza que los pezones duelen. Pero mis sensaciones cuando amamantaba no son las mismas que cuando chupas tú. A veces basta con una caricia tuya para que las sensaciones sean muy profundas, algo muy diferente a cuando daba de mamar a mi hijo.
–Yo también tengo a veces sensaciones muy profundas con sólo mirarte –dijo Jondalar.
Quitó a Ayla la correa que le ceñía la cintura. Luego le abrió la túnica, le frotó con suavidad el vientre redondeado y le acarició los muslos. Sólo tocarla era ya un placer para él. La ayudó a quitarse la túnica. Ella se desató las tiras de cuero de la cintura de los calzones y acabó de desnudarse. Después él le desató los apretados cordones del calzado.
–Jondalar, me he alegrado tanto al ver que llevabas la túnica que yo te hice –dijo Ayla.
Él cogió la túnica que había dejado, vuelta del revés, sobre las pieles de dormir, la plegó y la colocó con delicadeza encima de la mochila antes de empezar a despojarse de sus propios calzones. Ayla se quitó el collar de ámbar y conchas y los pendientes –aún le dolían un poco los lóbulos de las orejas a causa de los recientes agujeros– y los guardó en su mochila; no quería perderlos. Cuando se volvió, descubrió que Jondalar –que no podía erguirse cuan alto era dentro de la tienda– estaba encorvado, sobre un solo pie, sacándose los calzones, pero tenía ya el miembro hinchado y más que a punto. Ayla no pudo resistirse a la tentación de alargar el brazo y agarrárselo, con lo cual él perdió el equilibrio y cayó sobre las pieles. Los dos se echaron a reír.
–¿Cómo voy a quitarme esto si tú estás tan impaciente? –dijo él al tiempo que se liberaba de la pernera restante de los calzones con la ayuda del otro pie. Luego los apartó a un lado de una patada. A continuación se estiró junto a ella en las pieles de dormir–. ¿Cuándo me hiciste la túnica? –preguntó apoyándose en un codo para mirarla. Sus ojos se veían oscuros, aunque se adivinaba su color azul gracias a la luz de la única llama que ardía, dilatada, mientras él miraba a Ayla con amor y deseo.
–Cuando estábamos en el Campamento del León –contestó ella.
–Pero ese invierno estabas prometida a Ranec. ¿Por qué me hiciste una túnica a mí?
–No estoy muy segura. Supongo que conservaba alguna esperanza. Además, se me ocurrió una idea extraña. Recordé que dijiste que querías capturar mi espíritu cuando, en mi valle, me representaste en aquella pequeña talla, y yo esperaba en cierto modo poder capturar el tuyo haciendo algo para ti. Y como una vez que todo el mundo hablaba de animales negros y animales blancos tú dijiste que para ti el blanco era un color especial, cuando Crozie se prestó a enseñarme a hacer piel blanca, decidí confeccionarte algo. Siempre que trabajaba en la túnica pensaba en ti. Creo que los momentos que me dediqué a confeccionarla fueron para mí los más felices de aquel invierno. Incluso te imaginé vestido con ella en una ceremonia de emparejamiento. Hacerla me sirvió para mantener viva la esperanza. Por eso cargué con ella a lo largo de todo el Viaje de regreso.
Jondalar notó que se le humedecían los ojos.
–Lamento que no esté decorada –se disculpó Ayla–. Nunca se me ha dado muy bien coser cuentas y adornos. Empecé a hacerlo varias veces, pero siempre había algo que me interrumpía. Conseguí al menos prenderle unas cuantas colas de armiño. Quería reunir más, pero ese invierno no pude hacerlo. Quizá el próximo pueda salir y cazar algunos más.
–La túnica es perfecta tal como está, Ayla –aseguró Jondalar–. Su color blanco ya la hace suficientemente especial. Todos han pensado que la habías querido dejarla así, sin ornamentación, y les ha encantado. Marthona me ha dicho que le gustaba que el valor que le habías dado a la túnica fuera la calidad y el trabajo bien hecho. Está segura de que pronto verás a más de uno vestido con túnica blanca.
–Cuando Marthona me ha dicho que no podía verte ni hablarte hasta después de la ceremonia, estaba dispuesta a saltarme todas las costumbres de los Zelandonii sólo para dártela –explicó Ayla–. Por eso ella se ha ofrecido a entregártela, aunque sospecho que incluso eso le ha parecido demasiado contacto. Pero no sabía si te gustaría, ni si comprenderías por qué quería que te la pusieras.
–¿Cómo pude ser tan estúpido y estar tan ciego ese invierno? Te amaba tanto... Te deseaba tanto... Cada vez que ibas a la cama de Ranec, no podía soportarlo. Me era imposible dormir; lo oía todo. Por eso te tomé aquel día en la estepa cuando salimos a adiestrar a Corredor. Percibía hasta el último movimiento de tu cuerpo cuando montamos juntos a lomos de Whinney. ¿Podrás perdonarme algún día por haberte forzado de aquella manera?
–Intenté decírtelo una y otra vez, pero te negaste a escucharme. No me forzaste, Jondalar. ¿Acaso no te diste cuenta de lo deprisa que yo reaccionaba? ¿Cómo pudiste pensar que estabas violándome? Para mí, ése fue el día más feliz del invierno. Durante días soñé con ese momento. Cada vez que cerraba los ojos, te sentía y deseaba tenerte de nuevo, pero tú no volviste a mí.
Jondalar la besó, asaltado por un voraz deseo. No podía esperar más. Se colocó encima de ella, le separó las piernas y encontró su cavidad húmeda y caliente. La penetró profundamente, notando la cálida caricia de ella en torno a su virilidad. Ayla estaba preparada. Al percibir que la penetraba, se tensó para recibirlo, y gimió mientras sentía la plenitud de él en sus propias profundidades. Jondalar se retiró y volvió a entrar una y otra vez. A medida que el ritmo se aceleraba, Ayla se arqueó para aumentar la presión allí donde la deseaba. Allí. Justo allí. Ambos estaban cerca del clímax. Jondalar tuvo la impresión de que perdería el control de un momento a otro, y de pronto todos sus nervios se tensaron, ajenos a todo lo demás, y las maravillosas oleadas del Placer los envolvieron a los dos, estallando en una extraordinaria liberación. Él empujó unas cuantas veces más y después se desplomó sobre ella.
–Te quiero, Ayla. No sé qué haría si te perdiera. Siempre te querré, sólo a ti –declaró estrechándola.
–Yo también te quiero, Jondalar. Siempre te he querido –afirmó ella con lágrimas en los ojos. Lloraba emocionada no sólo por el amor que sentía por él, sino también por la tensión tan repentinamente liberada después de tanta agitación.
Yacieron en silencio a la luz de la vacilante llama del candil. Luego él se separó de ella, extrayendo lentamente su fláccido miembro, y se tendió de costado.
–He pensado que quizá peso demasiado para ti –dijo acariciando su vientre–. No creo que te convenga soportar tanta carga en estos momentos.
–El peso todavía no es problema –aseguró Ayla–. Más adelante, cuando el niño empiece a abultar, tendremos que buscar posiciones más cómodas.
–¿Es verdad que notas moverse la vida dentro de ti?
–Aún no, pero no tardaré. También tú la notarás. Bastará con que pongas la mano en mi vientre como ahora.
–Creo que me alegro de que hayas tenido ya un hijo –comentó Jondalar–. Así sabes qué esperar.
–Pero nunca es exactamente igual. Cuando llevaba dentro a Durc, estaba mareada casi siempre.
–¿Y ahora cómo te encuentras? –preguntó Jondalar preocupado.
–Perfectamente. Al principio tuve náuseas, pero ahora han desaparecido.
Permanecieron en silencio durante mucho rato. Jondalar se preguntó si Ayla se habría quedado dormida. Empezaba a sentir deseos de empezar de nuevo, esta vez más despacio, pero si ella estaba dormida.
–Me pregunto cómo estará mi hijo –dijo Ayla de pronto.
–¿Lo echas de menos?
–A veces lo echo tanto de menos que no sé qué hacer –contestó Ayla–. En la reunión de la zelandonia, Zelandoni cantó el Canto a la Madre. Me encanta esa historia. Siempre que la oigo, cuando llegan a la parte en que la Gran Madre no es capaz de retener a su hijo junto a Ella, y quedan separados para siempre, siento ganas de llorar. Tengo la impresión de que entiendo cómo se siente Ella. Aunque no vuelva a verlo nunca, desearía saber cómo está, si se encuentra bien, cómo lo han tratado Broud y los demás.
Volvió a guardar silencio. Sus palabras hicieron pensar a Jondalar.
–En el Canto dice que la Gran Madre dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones. ¿Es muy doloroso?
–Con Durc tuve un parto difícil. No me gusta recordarlo, pero, como dice el Canto, valió la pena.
–¿Tienes miedo? –preguntó Jondalar–. ¿Miedo de dar a luz otra vez?
–Un poco. Pero en este embarazo me encuentro tan bien que tengo esperanzas de que el parto será mejor.
–No sé cómo las mujeres podéis pasar por algo así.
–Lo hacemos porque vale la pena, Jondalar. Yo quería a Durc más que a nada en el mundo; cuando me dijeron que era deforme y que no podía quedármelo me quise morir –se echó a llorar. Jondalar la abrazó–. Fue horrible. Yo no podía hacer una cosa así. Al menos, con los Zelandonii la madre puede decidir. Nadie intentará obligarme a nada.
Oyeron aullidos de lobo a lo lejos, e inmediatamente, mucho más cerca, escucharon otros en respuesta que les resultaron familiares. Lobo andaba por los alrededores.
–Me pregunto si Lobo también me abandonará –dijo Ayla.
Escondió la cabeza en el hombro de Jondalar. Él la estrechó contra su pecho para darle consuelo. «Es difícil ser honrada por Doni –pensó–. Una bendición, pero...». Intentó imaginar qué debía sentirse llevando dentro una nueva vida, pero fue incapaz. Los hombres no tenían hijos. ¿Por qué si Doni había creado también a los hombres? Si no hubiera hombres, las mujeres podrían igualmente cuidar de sí mismas. No todas las mujeres estaban encintas al mismo tiempo, así que unas podían cazar y otras podían ayudar a las que estaban en avanzado estado de gestación o con niños muy pequeños. Las mujeres siempre se ayudaban entre ellas cuando daban a luz. Probablemente podían sobrevivir incluso sin cazar, ya que podían recolectar frutos, una tarea más sencilla para una mujer con hijos de corta edad.
Jondalar se había planteado antes esas dudas, y se preguntaba si otros hombres habían pensado también en ello. Desde luego, nunca lo había hablado con nadie. Doni debía tener algún motivo para crear dos clases de personas: hombres y mujeres. Siempre parecía haber una lógica en todo lo que Ella hacía. El mundo tenía un orden. El sol salía todos los días; la luna cumplía sus fases con toda regularidad; las estaciones se sucedían igual un año tras otro.
¿Acaso tenía razón Ayla? ¿Era necesario el hombre para que se iniciase una vida en una mujer? ¿Era ése el motivo por el que existían hombres y mujeres? Jondalar pugnaba con estas ideas mientras tenía a Ayla entre los brazos. Quería que hubiera una razón para su existencia, una verdadera razón. No sólo el disfrute de los Placeres, no sólo la función de mantener, ayudar, apoyar. Quería que su vida fuera necesaria, que el sexo masculino fuera necesario. Deseaba creer que no era posible una nueva vida sin la intervención de los hombres, que sin ellos no habría más niños, y los Hijos de la Tierra dejarían de existir.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que los sollozos de Ayla habían cesado. La miró y sonrió. Ella respiraba de manera acompasada; estaba profundamente dormida. Había madrugado, y el día había sido largo. Sacó el brazo de debajo de ella, lo flexionó para que volviera a circular la sangre y bostezó. También él estaba cansado. Se levantó para apagar la llama de la mecha de musgo del candil y buscó a tientas en la oscuridad el camino de regreso hasta la mujer dormida para tenderse a su lado.
Por la mañana, cuando Jondalar abrió los ojos, tardó un momento en reconocer dónde estaba. Se había acostumbrado a dormir en el alojamiento del campamento, y en la tienda el espacio era mucho más pequeño, aunque desde luego le resultaba mucho más familiar. Habían dormido allí juntos durante un año. De pronto se acordó. Se habían emparejado la noche anterior. Ayla era su compañera. La buscó con la mano junto a él, pero no estaba. Le llegó entonces el olor de algo que estaba cocinándose fuera. Se incorporó, y sin pensarlo, tendió la mano hacia su vaso y le sorprendió encontrarlo allí, lleno de infusión caliente de menta. Tomó un sorbo. Estaba justo a la temperatura que le gustaba, y al lado del vaso había una rama de gaulteria recién pelada. Ayla había vuelto a hacerlo: había previsto sus deseos por la mañana, y lo tenía todo preparado para él. Aún no se explicaba cómo lo conseguía.
Bebió otro trago. Luego apartó las pieles de dormir y se levantó. Ayla estaba con los caballos; Lobo también se encontraba allí. Se enjuagó la boca, mordisqueó la punta de la ramita y la utilizó para limpiarse los dientes, y luego volvió a enjuagarse; por último, apuró la infusión. Cogió su ropa, pero antes de ponérsela decidió que no era necesaria; no había nadie más por allí, así que se acercó a ella desnudo. Ayla le sonrió y lanzó una ojeada a su miembro. Bastó con eso para que empezara a aumentar de volumen. Su sonrisa se tornó más pícara, mientras él se limitó a sonreírle.
–Hace un día magnífico –comentó aproximándose a ella con su orgullosa virilidad erecta.
–Sabes, esta mañana me apetece ir a nadar contigo –propuso ella–. Aquel estanque situado corriente arriba no está lejos de aquí.
–¿Cuándo quieres ir? –preguntó Jondalar–. Me ha llegado el olor a comida.
Ayla sonrió maliciosamente.
–Quizá ahora. Puedo apartar la comida del fuego.
–Vayamos, pues –dijo él cogiéndola entre sus brazos y besándola–. Me pondré la ropa. Podemos ira hasta al1í a caballo –sonrió–. Así llegaremos antes.
Ayla cogió la mochila pero montaron a pelo. Llegaron al estanque al cabo de un momento y dejaron pacer en libertad a los caballos. Extendieron una piel en tierra y, riendo, corrieron hacia el agua. Lobo corrió con ellos, pero mientras chapoteaban en el estanque, otra cosa reclamó su interés.
–Esto sienta tan bien, es tan refrescante –comentó Ayla zambulléndose.
Jondalar se zambulló también. Cruzaron el estanque a nado, y cuando salían del agua, él tendió un brazo hacia ella.
–Además de sentarte muy bien –dijo–, estoy seguro de que ahora, después del baño sabes incluso mejor –la levantó en brazos y fue a dejarla en la piel–. Ayer fue muy precipitado. Hoy tenemos tiempo.
La contempló con sus asombrosos ojos azules. Luego se inclinó para besarla, lentamente y con mucha ternura, apretándose contra ella, notando su piel fría después del baño y el calor procedente del interior de su cuerpo. Le mordisqueó la oreja, le besó la garganta, buscó a tientas su pecho y encontró el pezón. Era lo que él quería, lo que ella deseaba.
Se tomó su tiempo, acariciando, apretando, frotando uno con los dedos; chupando y mordisqueando el otro. Notó que estaba a punto. A Ayla, su contacto y sus caricias despertaban sensaciones que recorrían todo su cuerpo, como relámpagos, llegando a las partes del Placer. Jondalar le frotó el vientre redondeado y le encantó percibir su abultamiento, consciente de que dentro crecía un niño. Luego descendió un poco más, buscando el montículo y la hendidura que lo surcaba.
Ella se arqueó y él encontró el pequeño botón. La intensa palpitación de las sensaciones cobró mayor fuerza dentro de ella. Luego Jondalar se colocó entre sus piernas, abrió sus pliegues rosados y los contempló un momento. Después cerró los ojos y dejó que su lengua captara el sabor. Ésa era la mujer que deseaba, la única con ese sabor. Ésa era Ayla.
Ella permaneció inmóvil, dejando que la explorara, que descubriera los puntos calientes. Al cabo de unos instantes, Jondalar encontró de nuevo el botón y, usando la lengua, empezó a juguetear con él, moviéndolo, frotándolo, chupándolo. Ayla comenzó a gemir, concentrada en su propio placer, ese placer que Jondalar sabía proporcionarle. Se apretó aún más contra su boca cuando él aceleró el ritmo, y los gemidos que escapaban de su garganta aumentaron de volumen e intensidad.
Jondalar notó la tensión de su propio miembro y ansió sentirse dentro de ella, pero antes quería hacerla llegar a su clímax, que estaba a punto de alcanzar. Entonces, de repente, el placer irrumpió dentro de ella en olas ascendentes, y Ayla deseó sentirlo dentro de ella.
Tiró de él y lo ayudó a entrar. Aguardó el primer placentero embate. Jondalar se retiró y volvió a embestir, a llenarla. Notó los cálidos pliegues de ella alrededor de su miembro cada vez que penetraba profunda y completamente. Se acoplaban a la perfección. Ésa era la mujer que deseaba. Podía albergarlo totalmente; no debía preocuparse por el gran tamaño de su verga. Se retiró casi del todo y arremetió de nuevo, una y otra vez. Ella percibió una creciente sensación de placer, sus suspiros eran más ahogados y acelerados. Y entonces la palpitación creció hasta recorrer a Jondalar de arriba abajo. Dejó de contenerse cuando ella alcanzó la cima de su Placer. Se retiró y embistió unas cuantas veces más, y por fin se abandonó y se relajó sobre ella. Ayla no quería que se moviera. Le encantaba tenerlo encima de ese modo. Quería saborear los placeres y relajarse también.
Fueron a nadar de nuevo, pero esta vez, cuando salieron del agua, Ayla sacó de la mochila las suaves pieles de secarse. Llamaron a los caballos con un silbido y regresaron a su campamento. Lobo estaba allí, paseándose alrededor de la tienda, gruñendo, y los caballos parecían nerviosos.
–Ahí hay algo –dijo Ayla–. A Lobo no le gusta, y los caballos parecen inquietos. ¿No serán los lobos que oímos anoche?
–No lo sé, pero después de comer podríamos recoger la tienda e ir a hacer una larga excursión, ¿no crees? –propuso Jondalar–. Quizá podríamos pasar la noche en otro sitio.
–Buena idea –contestó Ayla–. De camino, podemos pasar por el alojamiento y dejar la ropa de la ceremonia. Así también podremos coger el resto de nuestras cosas de viaje e ir a explorar la zona. Cuando regresemos, podemos plantar la tienda cerca del estanque. Casi nadie va por allí. Será mejor que nos llevemos a Lobo. Alguna manada podría creer que ha invadido su territorio, y podría tratar de pelear con él para defenderlo.
Cuando llegaron a caballo al campamento de la Novena Caverna y desmontaron cerca de su alojamiento, la gente actuó como si no los viera; pasaban de largo junto a ellos y desviaban la mirada. Ayla identificó la situación y sintió un escalofrío: aquello era como la maldición del Clan. Sabía qué significaba que las personas a quienes se ama te rehuyan y se nieguen a verte aunque estés delante agitando los brazos y vociferando.
Entonces vio a Folara mirándolos y tratando de ocultar una sonrisa, y se relajó. No había mala voluntad. Era el período de prueba, y ella y Jondalar no podían hablar con nadie. No obstante, advirtió que otros los miraban de soslayo y procuraban no sonreírles. Saltaba a la vista que todos eran muy conscientes de su presencia. Entraron en el alojamiento en el preciso momento en que Marthona salía. Se cedieron paso mutuamente sin cruzar palabra, pero la mujer de mayor edad los miró a la cara y sonrió. No consideró necesario atenerse a rajatabla a las normas de eludirse, ya que le pareció que bastaba con no hablarles ni inducirlos a hablar.
Dejaron sus prendas ceremoniales en los sacos rellenos de sus sitios de dormir vacíos y cogieron sus pertrechos de viaje. Luego fueron hasta el sitio de Willamar y Marthona. En la cama la madre de Jondalar había dejado la bolsa de cuero crudo con el amuleto de Ayla, y colocado al lado un poco de comida que les había guardado. Ayla estuvo a punto de dar las gracias en voz alta, pero se contuvo, y con una fugaz sonrisa hizo las señas del Clan que significaban: «Agradezco tu amabilidad, madre de mi compañero».
Marthona no comprendió las señas, pero interpretó que eran un gesto de gratitud y sonrió a la joven que era ya compañera de su hijo, pensando que podría ser útil aprender algunos de aquellos gestos. Podía resultar interesante comunicarse sin hablar, y sin que nadie más supiera lo que uno decía. Cuando se marcharon, Marthona se acercó a su cama y contempló la ropa que habían usado la noche anterior.
Con aquella túnica blanca, Jondalar había llamado la atención, aunque normalmente él solía atraer hacia sí las miradas de los demás. Desde luego, era asombrosa y revelaba una avanzada técnica en la elaboración de la piel. No obstante, el conjunto de Ayla había causado más revuelo, tal como Marthona había previsto. De hecho, ya había inducido a algunos a reconsiderar el rango que estaban dispuestos a reconocerle a Ayla. Marthona había invitado aquel día a algunas personas a tomar vino de arándano, que recientemente había empezado a servir tras mantenerlo almacenado durante dos años en un rincón seco y oscuro de su morada, dentro de un odre hecho con el estómago bien lavado y tapado de un alce. Decidió que colocaría unos cuantos candiles estratégicamente situados en el alojamiento para que vieran mejor el interior. Se inclinó y extendió la túnica y los calzones, arreglándolos luego para dejar a la vista una zona en particular de la labor de cuentas que había quedado cubierta por un pliegue.
Ayla y Jondalar disfrutaron de aquellos días de simbólica separación del resto de 1os Zelandonii. Fue como revivir el Viaje pero sin la presión que éste había supuesto. Dedicaron aquellos largos días estivales a cazar, pescar y recolectar para cubrir sus necesidades, y también a nadar y montar a caballo. Lobo los acompañaba sólo a ratos, y Ayla lo echaba de menos cuando no estaba. Parecía que le costaba decidir si quedarse con aquellos humanos a quienes adoraba o regresar al bosque, donde había descubierto algo que por lo visto le fascinaba. Siempre los encontraba, acamparan donde acamparan, y Ayla se alegraba mucho cuando lo veía aparecer en la tienda. Le prestaba mucha atención, lo acariciaba y mimaba, le hablaba y cazaba con él. Normalmente las atenciones de Ayla lo animaban a quedarse un tiempo, pero al final volvía a marcharse, y a menudo pasaba una o más noches fuera.
Exploraron los montes y valles de los alrededores. Jondalar redescubrió su territorio, que tan bien creía conocer. Recorrerlo a caballo y cubrir largas distancias en un breve tiempo, le permitió verlo en toda su extensión y de una forma muy distinta. Pudo conocer mucho mejor aquellas tierras, a la vez que ambos pudieron tener una idea más aproximada de la riqueza de la región. En manadas y caminando en solitario, vieron la gran cantidad y diversidad de animales que habitaban el territorio de los Zelandonii.
La mayoría de los pacedores y los ramoneadores compartían plácidamente los mismos campos, praderas y bosques, y ninguno de ellos prestaba atención a los dos caballos montados por humanos, por lo que podían acercarse mucho a ellos. A Ayla le gustaba permanecer sobre el lomo de Whinney mientras la yegua pacía y observar a los otros animales. Jondalar a menudo se unía a ella, aunque también dedicaba parte de su tiempo a otras cosas. Preparaba un lanzavenablos y lanzas para Lanidar, que fueran más acordes con su tamaño; esperaba que los cambios que estaba incluyendo en el arma hicieran más fácil su utilización con un solo brazo.
No obstante, Jondalar estaba con Ayla cuando se encontraron con una manada de bisontes una tarde.
Pese a que los hombres habían cazado muchos uros y bisontes, la cantidad se volvía insignificante al contemplar el gran número de animales que deambulaban por el paisaje abierto. Nunca se veía juntos a aquellos dos característicos bóvidos. Se eludían mutuamente. A Ayla y Jondalar, que habían matado y ayudado a descuartizar a muchos bisontes en los últimos tiempos, les resultó muy interesante observarlos moverse en su hábitat. Los pacedores habían perdido su pelo lanoso, oscuro y tupido durante la muda de primavera, y aparecían cubiertos del pelaje más claro del verano. Ayla disfrutaba sobre todo contemplando a los alegres y juguetones becerros, todavía bastante jóvenes, ya que las hembras parían a finales de la primavera y comienzos del verano. Las crías se desarrollaban bastante despacio y requerían mucha atención, a pesar de lo cual muchas veces caían presas de osos, lobos, linces, hienas, leopardos, algún que otro león cavernario... y de los humanos.
Abundaban los ciervos de diversas especies, y los había de todos los tamaños, desde el enorme megaceros hasta el pequeño corzo. Jondalar y Ayla vieron una reducida manada de megaceros, compuesta íntegramente por machos, con sus delicados hocicos alargados y sus extraordinarias cornamentas. Las astas tenían la forma de una mano con los dedos extendidos, y si bien podían llegar a alcanzar una envergadura de más de tres metros y medio y pesar alrededor de setenta y cinco kilos, aquéllos en concreto eran ejemplares jóvenes y estilizados, con apéndices todavía pequeños. No habían desarrollado aún los cuellos enormes y musculosos de los machos adultos, pese a que todos tenían joroba en la cruz, donde se insertaban los tendones que sostendrían en el futuro las enormes cornamentas. Incluso los megaceros jóvenes evitaban los bosques, donde sus astas podían quedar atrapadas entre las ramas. El gamo moteado era la variedad de bosque.
En una zona pantanosa vieron a un ciervo solitario de otra clase, alto y desgarbado, con la cornamenta palmeada de menor tamaño, pero muy robusta, de pie en medio del agua; hundía la cabeza en el pantano y la sacaba con la boca llena de chorreantes plantas acuáticas. Su hocico era grande. Se lo conocía como alce.
Mucho más corriente era la variedad de alce conocida allí como ciervo rojo. Estos animales tenían también grandes astas, pero de tipo ramificado. Los ciervos rojos eran básicamente pacedores y podían vivir tanto en las montañas como en las estepas. Ágiles y audaces, las laderas escarpadas y el terreno escabroso no los disuadían; tampoco los estrechos salientes de roca si había hierba para tentarlos. Les gustaban los bosques con espacio suficiente entre los árboles para permitir la aparición de helechos y matorrales o con soleados claros eran los hábitats aceptables, y también los brezales y las estepas abiertas.
Al ciervo rojo no le gustaba correr, pero con las zancadas de sus largas patas o su brioso trote se movía con rapidez, y si lo perseguían, podía correr muchos kilómetros y, de un salto, cubrir doce metros de longitud o salvar obstáculos de casi tres metros de altura. Además, era un excelente nadador. Aunque prefería comer hierba, podía alimentarse de hojas, brotes, bayas, setas, brezos, corteza de árbol, bellotas, hayucos y frutos secos. El ciervo rojo se agrupaba en manadas poco numerosas durante esa época del año, y Ayla y Jondalar vieron varios en una pradera, junto a un arroyo, y se detuvieron a observarlos. La hierba empezaba a adquirir un tono dorado y unas cuantas frondosas hayas se alineaban en una orilla mientras que en la otra se extendía una considerable franja de bosque.
Era una manada compuesta por machos de diversas edades, todos ellos con una magnífica cornamenta. Ésta empezaba a aparecer en los machos de alrededor de un año, primero en forma de dos puntas aisladas. Salía a principios de la primavera, y luego crecía casi de inmediato. Cada año se añadía un nuevo tronco, que al llegar el verano se había desarrollado ya por completo y aparecía revestido de una suave piel surcada por infinidad de vasos sanguíneos que transportaban los nutrientes necesarios para permitir un crecimiento tan rápido de las astas. Entre mediados y finales del verano, esa piel aterciopelada se secaba y producía al animal un intenso picor, por lo que el ciervo se rascaba en árboles y rocas para desprenderse de ella. No obstante, a menudo la piel sanguinolenta colgaba en jirones antes de desaparecer totalmente.
En el animal de mayor tamaño, contaron doce puntas, que pesaban alrededor de treinta y cinco kilos, Aunque se lo llamaba ciervo rojo, el color del pelaje del animal era negro con matices grises y marrones; en la manada los había también de un color rojo parduzco, algunos cercanos al marrón, y también había uno rubio. Un ejemplar muy joven, en el que apenas empezaban a insinuarse los pitones, presentaba aún las manchas blancas propias de un cervato. Jondalar estuvo tentado de capturar al ciervo de la enorme cornamenta, pero abandonó la idea pese a tener la seguridad de que podía abatirlo con el lanzavenablos.
–Ese grande ha alcanzado ya la madurez –dijo–. Más adelante me gustaría volver y observarlo. A menudo regresan a los mismos sitios. En su época de los Placeres luchan por conseguir hembras, aunque a los más poderosos muchas veces les basta con mostrar la cornamenta para disuadir a sus rivales. Son animales que luchan ferozmente, y el enfrentamiento puede durar un día entero. El ruido de cada topetazo es imprescindible, se oye desde muy lejos. Llegan incluso a erguirse sobre los cuartos traseros y pelear con las patas delanteras. Con su tamaño ese ejemplar debe ser un luchador agresivo y eficaz.
–Yo los he oído luchar, pero nunca los he visto –comentó Ayla.
–Una vez, cuando vivía con Dalanar, vimos a un par de ellos con los cuernos trabados. No podían separarse por más que lo intentaran. Tuvimos que cortarle las astas para separarlos. Fueron presa fácil, pero Dalanar dijo que les hacíamos un favor, porque de todos modos habrían muerto de hambre y sed.
–Creo que ese enorme macho ha tenido ya algún roce con los humanos –advirtió Ayla, indicando a Whinney que retrocediera–. El viento acaba de cambiar de dirección, y debe haberle llegado nuestro olor, porque se ha puesto tenso. Empieza a alejarse. Si se va él, se irán todos.
–Sí, se le ve nervioso –convino Jondalar retrocediendo también.
De pronto, un lince que acechaba en la rama de un haya saltó sobre el lomo del animal más joven cuando éste pasó por debajo. El ciervo levemente moteado brincó para intentar zafarse del carnívoro, pero el felino de cola corta y orejas peludas permaneció aferrado a él y le hincó los dientes, abriéndole las venas. Los otros ciervos huyeron de inmediato mientras el joven cérvido con el felino en el lomo echaba a correr trazando un amplio círculo. Cuando Jondalar y Ayla vieron volver en dirección a ellos al animal aterrorizado, prepararon sus lanzavenablos para protegerse, por si acaso, pero el lince había estado bebiendo la sangre del ciervo, y éste empezaba a mostrar signos de cansancio. Se tambaleó. El lince volvió a morder, y salió más sangre a borbotones. El ciervo dio unos pasos más, se tambaleó de nuevo y acabó desplomándose. El felino le abrió el cráneo a dentelladas y empezó a comerse los sesos.
Todo terminó muy deprisa, pero los caballos estaban nerviosos y los humanos se dispusieron a marcharse.
–Por eso el macho parecía nervioso, –dijo Ayla–. No era por nuestro olor.
–Ese ciervo era muy joven –comentó Jondalar–. Aún se le veían las manchas. Quizá la madre murió y lo dejó solo demasiado pronto. La cría encontró la manada de machos, pero no le ha servido de nada. Los animales jóvenes siempre son vulnerables.
–Una vez, cuando era niña, intenté matar a un lince con la honda –dijo Ayla al tiempo que instaba a Whinney a moverse.
–¿Con la honda? –preguntó Jondalar–. ¿Qué edad tenías?
Ayla reflexionó por un momento, intentando recordarlo.
–Ocho o nueve años, creo.
–Podrías haber acabado muerta con la misma facilidad que ese ciervo –dijo Jondalar.
–Lo sé. El lince se movió, y la piedra rebotó a su lado. Se irritó y saltó sobre mí –explicó Ayla–. Conseguí apartarme, y afortunadamente encontré una rama caída con la que pude golpear al animal y hacerlo huir
–¡Gran Madre! –exclamó Jondalar echándose atrás sobre el lomo de Corredor, con lo cual éste aminoró la marcha–. Ayla, pudiste haber muerto.
–Después de eso me dio miedo salir sola durante un tiempo, pero fue entonces cuando se me ocurrió la idea de lanzar dos piedras. Pensé que si hubiera tenido otra a punto, le habría dado la segunda vez antes de que él se abalanzara sobre mí. No estaba segura de si lo habría logrado, pero me ejercité y desarrollé la habilidad. Aun así, sólo cuando maté a una hiena me sentí lo bastante segura para volver a salir de caza.
Jondalar se limitó a mover la cabeza en un gesto de asombro. Pensando en ello, resultaba asombroso que Ayla siguiera con vida. En el camino de regreso a su actual campamento, vieron a una manada de animales que atrajo la atención de Whinney y Corredor. Eran onagros, animales semejantes a los caballos. En realidad, eran un cruce entre caballos y asnos, que, sin embargo, podían reproducirse entre animales de su misma especie; es decir, que no eran estériles. Whinney se detuvo a olfatear sus excrementos y Corredor les relinchó. El sonido con que los otros animales respondieron se parecía más a un rebuzno, pero por lo visto tanto unos como otros eran conscientes de la afinidad.
Vieron también una hembra de antílope saiga con dos crías. Éste era un animal parecido a la cabra, que prefería las llanuras y las estepas, por yermas que fuesen, a las colinas y las montañas. Ayla recordó que el antílope saiga era el tótem de Iza.
Al día siguiente vieron a una manada de animales que la inquietó: caballos. Tanto Whinney como Corredor se sintieron atraídos hacia ellos.
Ayla y Jondalar los examinaron y percibieron ciertas diferencias entre la manada salvaje y los animales que ellos habían llevado hasta allí desde el este. En lugar del color amarillo pardo de Whinney, que era el más común en todas partes, o el raro marrón oscuro de Corredor, la mayoría de los caballos de aquella manada presentaban un color gris azulado, con el vientre blanco. Todos, incluidos los dos que ellos montaban, tenían similares crines negras erizadas y colas también negras, así como listas apenas marcadas en los cuartos traseros. En general, los caballos eran pequeños, de lomo ancho y vientre redondeados, pero los de la manada parecían ligeramente más altos y tenían el hocico algo más corto.
Observaron a Whinney y Corredor con la misma intensidad que éstos los observaban a ellos, pero esta vez el saludo del corcel recibió en contestación un relincho de desafío. Ayla y Jondalar cruzaron una mirada cuando lo oyeron y, desde el otro lado de la manada, vieron encaminarse hacia ellos a un enorme semental. Sin mediar palabra se alejaron de allí galopando tan deprisa como les fue posible. Jondalar no quería que Corredor se dejara arrastrar a una pelea con el macho de la manada. Además, Lobo estaba ausente la mayor parte del tiempo, Ayla temía que también los caballos se sintieran tentados de abandonarla y decidieran vivir con los de su especie.
En los días siguientes, Lobo pasó más tiempo con ellos, y Ayla se sintió como si su familia estuviera otra vez reunida. Se mantuvieron a distancia de un enorme jabalí que escarbaba la tierra en busca de trufas, y se rieron de un par de nutrias que jugaban en un estanque formado a causa de la presa construida por un solitario castor que se sumergió en el agua nada más verlos. Vieron el revolcadero de un oso y parte de su pelo prendido a la corteza de un árbol, pero no al propio animal, y les llegó el característico olor de un glotón. También pudieron ver a un leopardo moteado saltando elegantemente de un alto saliente de roca, y a unos íbices, cabras monteses, trepar ágilmente por una pared rocosa casi vertical.
Varias hembras de íbice con sus crías –la apretada lana les daba un aspecto de masas redondas con palos por patas– habían bajado de las montañas para alimentarse de la rica vegetación de las tierras llanas. Tenían largos cuernos que se curvaban por encima de sus lomos, los ojos muy separados, una giba tras la cabeza, y cascos duros y fuertes en el borde, en torno a una parte central blanda y flexible que les daba mayor adherencia a la roca.
Jondalar vio a Ayla cerrar los ojos como si se concentrara, volviendo la cabeza a izquierda y derecha para oír mejor.
–Creo que vienen mamuts en esta dirección –comentó.
–¿Cómo lo sabes? Yo no veo nada.
–Los oigo, sobre todo al enorme macho.
–Yo no oigo nada –repitió Jondalar.
–Es un retumbo grave, muy grave –explicó ella, aguzando de nuevo el oído–. ¡Mira, Jondalar! ¡Allí! –exclamó con entusiasmo al ver a lo lejos una manada de mamuts en dirección a ellos.
Ayla captaba el remoto barrito de un mamut macho en celo, que, aunque estaba por debajo del umbral auditivo de los humanos, podía ser oído por una hembra en celo en un radio de casi diez kilómetros, ya que los sonidos de esa frecuencia no se atenuaban tan rápidamente con la distancia. Pese a no ser audible para la mayoría de las personas, Ayla tenía el sentido del oído muy desarrollado y pudo percibir el berrido.
La manada se componía fundamentalmente de las hembras y sus crías, pero como una de las hembras jóvenes estaba en celo, varios machos la seguían de cerca con la esperanza de aparearse, pese a que estaba ya emparejada con el macho dominante de la región. Ella se había resistido a las insistentes solicitudes de otros machos más pequeños hasta que llegó el macho dominante, y ahora éste mantenía a raya a los demás, ya que ninguno se atrevía a desafiarlo, lo cual permitía a la hembra comer y amamantar a su primera cría.
El espeso pelaje del mamut lanudo cubría al animal completamente, desde la punta de las patas hasta el extremo de la larga trompa, incluidas las pequeñas orejas. Cuando se aproximaron, se hicieron más visibles los distintos tonos del pelo. Los animales más pequeños tenían el pelaje más claro, y entre las hembras el color oscilaba desde el castaño intenso de las más jóvenes al marrón oscuro de la vieja matriarca. En la madurez, los machos se volvían casi negros. Tenían una capa inferior de pelo muy tupido, que se hacía bastante largo y erizado y los abrigaba incluso en los inviernos más fríos, sobre todo después de beber agua casi helada o comer nieve o hielo. Era entonces cuando sus cuerpos tendían a bajar mucho de temperatura.
–Aún es pronto para que estén aquí –comentó Jondalar–. Antes no veíamos mamuts hasta el otoño, hasta bien entrado el otoño. Mamuts, rinocerontes, almizcleros y renos, ésos son animales de invierno.
En el último día de su período de aislamiento, Ayla y Jondalar madrugaron. Habían pasado los días anteriores explorando la región al oeste del Río, cerca de un segundo río casi paralelo. Recogieron todas sus pertenencias, pero querían hacer una última expedición antes de regresar a la Asamblea Estival, tan llena de gente y donde deberían iniciar una intensa vida social, que les exigiría tiempo y atención continuas, a pesar de lo cual también les proporcionaba satisfacción y placer. Habían agradecido el respiro, pero estaban preparados para volver y contemplaban ilusionados la perspectiva de ver a las personas que amaban. Habían pasado casi un año solos con sus animales, así que estaban muy familiarizados con las ventajas y desventajas de la soledad.
Cogieron comida y agua, pero no tenían prisa, ni destino alguno previsto. Lobo los había dejado hacía dos días, lo cual entristecía a Ayla. A lo largo de su Viaje nunca se había separado de ellos, pero entonces sólo era un lobezno. Aunque daba la impresión de que hacía ya mucho tiempo, en realidad sólo había pasado un año y unas dos estaciones desde el invierno durante el cual, estando con los Mamutoi, Ayla apareció un día con una revoltosa cría de lobo que había nacido no hacía más de una luna. Así pues, pese a su gran tamaño, Lobo era aún joven.
Ayla no sabía cuánto tiempo vivían los lobos, pero sospechaba que su expectativa de vida era mucho menor que la de los humanos, y veía a Lobo como a un animal adolescente, edad considerada la más conflictiva por la mayoría de las madres y sus compañeros. Eran años de desbordante vitalidad y escasa experiencia en que los jóvenes, llenos de energía y convencidos de que vivirían eternamente, corrían riesgos que ponían en peligro sus vidas. Si superaban esa etapa, normalmente aprendían y adquirían conocimientos que los ayudaban a sobrevivir más tiempo. Ayla pensaba que probablemente no era muy distinto en el caso de los lobos, y no podía dejar de preocuparse.
Había sido un verano poco caluroso, y más seco que los otros que Jondalar recordaba. En las abiertas llanuras se levantaban pequeños remolinos de polvo, que giraban por unos momentos y después se desvanecían. Él y Ayla se alegraron de ver un pequeño lago más adelante. Se detuvieron en la orilla y compartieron Placeres a la sombra de un sauce llorón, cuyas ramas se doblaban sobre la superficie del agua repletas de hojas lanceoladas. Luego descansaron y charlaron y, al cabo de un rato, decidieron bañarse.
Después de entrar chapoteando en el agua, Ayla gritó:
–Te reto a una carrera hasta la otra orilla.
Inmediatamente empezó a nadar con brazadas largas y seguras. Jondalar la siguió al instante, salvando poco a poco la distancia que los separaba gracias a sus brazos más largos y sus poderosos músculos; aunque reconocía que debía hacer un considerable esfuerzo. Ayla volvió la vista atrás, lo vio acercarse y renovó sus esfuerzos. Ambos llegaron a la otra orilla al mismo tiempo.
–Tú has empezado primero, así que he ganado yo –protestó Jondalar tendiéndose en tierra y respirando con dificultad.
–Deberías haberme retado tú antes –contestó Ayla riéndose–. Hemos ganado los dos.
Cuando el sol rebasaba su cenit y empezaba a descender, marcando el final de la primera mitad del día, regresaron nadando a la otra orilla, ahora más tranquilamente. Un tanto tristes, guardaron sus cosas, conscientes de que el idílico respiro casi había concluido. Montaron sobre los caballos y se encaminaron hacia el campamento de la Asamblea Estival. Ayla echaba de menos a Lobo y deseaba que estuviera con ellos.
Se hallaban ya cerca del campamento, quizá a unos pocos kilómetros, cuando oyeron gritos en medio de las nubes de polvo que se alzaban de la tierra seca. Al aproximarse un poco más vieron a varios jóvenes que probablemente compartían un alojamiento alejado para solteros. Jondalar dedujo por la ornamentación de su ropa que eran de la Quinta Caverna. Cada uno tenía una lanza, y se hallaban dispuestos en círculo, a intervalos regulares; en medio del círculo había un animal de pelo largo y greñudo, con dos enormes cuernos en el hocico.
Era un rinoceronte lanudo, una bestia colosal de casi cuatro metros de largo y más de un metro y medio de alto. Este animal lento y pesado, provisto de patas cortas y gruesas para sostener su inmensa mole, comía grandes cantidades de hierba, plantas y matorrales de las estepas, así como ramas grandes y pequeñas de los árboles de hoja perenne alineados a orillas de los ríos. Tenía los ojos a los lados de la cabeza, y no veía bien, sobre todo al frente. Tenía asimismo las ventanas de la nariz divididas, y sus sentidos del olfato y el oído eran finísimos para compensar su deficiente vista.
El primero de los dos cuernos medía más de un metro y ofrecía un temible aspecto, barriendo la tierra en arco de un lado a otro. En invierno lo usaba para apartar la nieve y acceder a la seca y resistente hierba esteparia. Cubría su cuerpo una lana espesa, de color marrón grisáceo, entre la que colgaba un pelo exterior más largo, que casi rozaba el suelo. En su franja central tenía una característica banda de pelo algo más oscuro, dando la impresión, pensó Ayla, de que alguien le hubiera puesto un manta de montar, aunque ciertamente a nadie se le habría ocurrido algo así, teniendo en cuenta que aquél era poderoso, imprevisible, peligroso y, a veces, malévolo.
El rinoceronte lanudo escarbó la tierra con la pata, volvió la cabeza de izquierda a derecha intentando ver al joven cuya presencia le indicaba su sensible nariz. De pronto embistió. El muchacho permaneció inmóvil hasta el último momento y entonces esquivó, por muy poco, el cuerno largo y puntiagudo del rinoceronte.
–Eso parece peligroso –dijo Ayla cuando detuvieron los caballos a una distancia prudencial.
–Por eso lo hacen –respondió Jondalar–. Es difícil cazar a un rinoceronte lanudo sean cuales sean las circunstancias. Son animales imprevisibles y tienen muy mal genio.
–Como Broud –dijo Ayla–. El rinoceronte lanudo era su tótem. Los hombres del Clan los cazaban, pero yo nunca los vi. ¿Qué hacen esos muchachos?
–Acosándolo, ¿no lo ves? Uno a uno intentan llamar su atención para que embista, y cuando se les echa encima, lo esquivan –explicó Jondalar–. Se divierten a costa del rinoceronte, y el juego consiste en ver quién tarda más en apartarse cuando el animal embiste. El más valiente es el que nota el roce del rinoceronte. Suelen hacerlo los jóvenes. Intentan cazarlo por agotamiento, y si lo matan, ofrecen la carne a la Caverna y reciben grandes elogios por la proeza. Luego se comparten las otras partes del animal, y aquel a quien se le atribuye el mérito de cazarlo es el que elige primero. Normalmente se queda el cuerno. Los cuernos de rinoceronte son muy valorados, para hacer herramientas, mangos de cuchillo y cosas así, pero también por otros motivos. Como su forma recuerda al miembro viril de un hombre excitado antes de los Placeres, corre el rumor de que si se muelen y se le da el polvillo secretamente a una mujer, ésta se mostrará más apasionada con el hombre que se lo ha dado –añadió con una sonrisa.
–La carne no está mal –comentó Ayla–, y bajo esa gruesa piel hay una gran cantidad de grasa. Pero es un animal que no se ve con frecuencia.
–Y menos en esta época del año. Los rinocerontes lanudos son animales solitarios la mayor parte del tiempo, y en verano muy escasos por esta zona. Les gustan los climas más fríos, pese a que muden la capa inferior de pelo en primavera. El pelo queda prendido en los arbustos antes de que echen las hojas, y la gente suele salir a recogerlo, en especial los tejedores y los cesteros. Yo acompañaba a mi madre. Lo hacíamos varias veces al año. Ella conoce la época de muda de todos los animales, del íbice y el muflón, el almizclero e, incluso, el caballo y el león, y, naturalmente, del mamut y el rinoceronte lanudo.
–¿Has acosado alguna vez a un rinoceronte?
Él se echó a reír.
–Sí, la mayoría de los hombres lo hacemos, sobre todo cuando somos jóvenes. Acosamos así a muchos animales, como los uros o los bisontes, pero el rinoceronte es el preferido. También algunas mujeres lo hacen. Jetamio, por ejemplo. Yo les enseñé a ella y a los suyos a cazar rinocerontes. Era la mujer Sharamudoi con quien se emparejó Thonolan. Se le daba bien. Los Sharamudoi no solían cazar rinocerontes. Pescaban el enorme esturión del Río de la Gran Madre desde aquellas piraguas que te mostraron, y cazaban íbices y gamuzas en lo alto de las montañas, que son presas muy difíciles, pero no conocían la técnica para cazar rinocerontes lanudos –se interrumpió con expresión triste–. Fue gracias a un rinoceronte cómo conocimos a los Sharamudoi. Thonolan había sido corneado por uno, y ellos le salvaron la vida.
Observaron a los muchachos mientras practicaban el peligroso juego. Uno de ellos, gritando y agitando los brazos, intentaba atraer la atención del rinoceronte. El olfato del animal, normalmente muy agudo, no le permitía en ese momento orientarse a causa de la presencia de tantos hombres dispuestos alrededor. Cuando por fin detectó el movimiento con sus ojos pequeños y miopes, embistió en esa dirección, ganando velocidad a medida que se acercaba a su contrincante. Pese a sus cortas piernas, el animal se movía a considerable velocidad. Agachó un poco la cabeza al aproximarse, preparándose para hundir el enorme cuerno en cualquier cosa que opusiera resistencia, pero no encontró más que aire, puesto que el joven había logrado apartarse con admirable agilidad. El rinoceronte tardó un momento en darse cuenta de que había embestido en vano. Luego redujo la marcha hasta detenerse.
El animal, frustrado, empezaba a cansarse y a enfurecerse. Escarbó la tierra mientras los hombres se apresuraban a disponerse de nuevo en círculo alrededor de él. Otro muchacho se adelantó y empezó a vociferar y mover los brazos para atraer la atención de la colosal bestia. El rinoceronte se volvió hacia él y acometió otra vez; el joven lo esquivó. La siguiente vez costó más inducirlo a atacar. Por lo visto, empezaban a lograr su objetivo de cansar al rinoceronte. Los agotadores y furiosos arrebatos de energía empezaban a pasarle factura.
La descomunal bestia permaneció inmóvil, con la cabeza gacha, respirando entrecortadamente. Los jóvenes estrecharon el círculo, preparándose para matarlo. El muchacho a quien le correspondía atraer la atención del animal se acercó con cautela con la lanza en la mano. El rinoceronte no pareció darse cuenta. Cuando el joven se acercó, el imprevisible animal captó el movimiento con su débil vista, y recobradas las fuerzas tras el breve descanso, se sintió impulsado por la furia de su primitivo cerebro.
Sin previo aviso, embistió. Todo ocurrió tan deprisa que cogió desprevenido al muchacho. La enorme bestia lanuda consiguió hincar el poderoso cuerno en algo más sólido que el aire. Oyeron un grito de dolor, y el hombre rodó por tierra. Sin pensar, Ayla estimuló a su yegua sin pararse siquiera a pensar.
–¡Ayla! ¡Espera! ¡Es peligroso! –gritó Jondalar al tiempo que salía tras ella, preparando a la vez el lanzavenablos.
Los otros jóvenes arrojaban ya sus lanzas. Cuando Ayla saltó del caballo aún en movimiento y corrió hacia el herido, la enorme bestia yacía en tierra con varios venablos clavados en su cuerpo, un par de ellos procedentes del arma de Jondalar. Parecía un grotesco puerco espín. Pero su muerte había llegado tarde, y el furioso animal había encontrado ya satisfacción.
Varios jóvenes, asustados y sin saber qué hacer, se apiñaban en torno al muchacho herido, que yacía encogido e inconsciente en el lugar donde había caído. Cuando Ayla se acercó a ellos, seguida de Jondalar, parecieron sorprenderse de verla, y por un momento dio la impresión de que uno de ellos iba a impedirle el paso o preguntarle quién era; pero ella no le prestó atención. Dio vuelta al herido y comprobó su respiración. Luego sacó su cuchillo y cortó los calzones ensangrentados para dejar al descubierto la pierna. Las manos se le tiñeron de sangre y sin darse cuenta dejó una mancha roja en su cara al apartarse un mechón de pelo. No llevaba tatuaje de Zelandoni en el rostro y, sin embargo, parecía saber lo que hacía. El joven, que en un primer momento había pretendido impedirle el paso, retrocedió.
Cuando logró dejar la pierna al descubierto, los daños resultaron obvios. La pantorrilla derecha se doblaba de forma antinatural en un lugar donde no había articulación. El enorme cuerno del rinoceronte se había clavado en ella y había fracturado los dos huesos. El músculo estaba desgarrado, y se veía el contorno irregular de un hueso por donde se había roto. Además, la sangre manaba a borbotones formando un charco en la tierra.
Ayla alzó la vista para mirar a Jondalar.
–Ayúdame a estirarlo mientras está inconsciente. Cuando despierte, le resultará muy doloroso moverse. Luego dame pieles flexibles; las que utilizamos para secarnos servirán. He de aplicar presión para detener la hemorragia. Después necesitaré ayuda para entablillarle la pierna.
Jondalar se alejó a toda prisa, y Ayla se volvió hacia uno de los jóvenes que se hallaban alrededor, boquiabiertos.
–Habrá que trasladarlo al campamento. ¿Sabes hacer una parihuela? –preguntó. El chico la observó con expresión de no haberla entendido–. Necesitamos algo para tender al herido y trasladarlo.
El muchacho asintió con la cabeza.
–Una parihuela –repitió.
En realidad, era muy joven, advirtió Ayla.
–Jondalar te ayudará –dijo cuando él regresó con las pieles.
Tendieron al herido boca arriba, y él gimió pero no llegó a despertar. Ayla volvió a examinarlo. Quizá hubiera sufrido un golpe en la cabeza al caer, pero no había ninguna lesión evidente. Apoyándose con fuerza en la pierna por encima de la rodilla, intentó cortar la pérdida de sangre. Pensó en la posibilidad de hacer un torniquete, pero si podía colocar los huesos en su sitio y vendar la pierna, quizá no fuera necesario. Bastaría con ejercer presión sobre la misma herida. Aún sangraba, pero Ayla había visto heridas peores. Se volvió hacia Jondalar.
–Necesitamos tablillas, trozos de madera rectos de la longitud de su pierna. Parte algunas de esas lanzas si hace falta.
Jondalar le entregó dos tablillas y Ayla se apresuró a cortar en tiras una de las pieles para envolverlas. Luego cogió el pie de la pierna fracturada, sujetando los dedos con una mano y el talón con la otra, y lo enderezó con delicadeza notando los puntos en que ofrecía resistencia y encajando el hueso. El herido se sacudió varias veces, y algunas exclamaciones de dolor se escaparon de su boca; había estado a punto de despertar. Ayla introdujo los dedos en la herida y palpó la fractura para ver si los huesos estaban alineados.
–Jondalar, agárrale con fuerza el muslo –dijo–. He de arreglarle la pierna antes de que despierte, y mientras todavía sangra. La sangre ayudará a mantener limpia la herida –a continuación miró a los muchachos que había alrededor; observaban con expresiones de horror y asombro–. Tu y tu –ordeno mirando a la cara a los dos elegidos–. Voy a levantarle la pierna y tirar para alinear los huesos de manera que se suelden rectos. Si no lo hago, no volverá a andar nunca. Quiero que cojáis esas tablillas y las pongáis debajo de la pierna para que yo la coloque justo entre las dos. ¿Podéis hacerlo?
Asintieron con la cabeza y se apresuraron a coger las astas de lanza envueltas. Cuando todos estuvieron preparados, Ayla agarró de nuevo el pie con las dos manos por el talón y los dedos, y con suavidad y firmeza a la vez levantó la pierna. Con Jondalar sujetando el muslo, Ayla tiró, ejerciendo fuerza con cuidado. No era la primera vez que Jondalar la veía encajar huesos, pero en ese momento lo intentaba con dos simultáneamente. Vio la concentración en su rostro mientras tiraba, intentando percibir intuitivamente el punto en que los huesos quedaban en su posición. Incluso el propio Jondalar notó una ligera sacudida y el acoplamiento posterior, como si un hueso hubiera encajado. Ayla bajó lentamente la pierna y la examinó. A Jondalar le parecía recta, pero ¿qué sabía él? Como mínimo, no presentaba una torsión anormal.
Ella le indicó que podía soltar y centró su atención en la herida sangrante. Apretándola lo mejor que pudo, con la ayuda de Jondalar, la vendó, con tablillas incluidas, y luego lo envolvió todo con las tiras de piel que había cortado. Después se sentó sobre los talones.
Fue entonces cuando Jondalar se dio cuenta de la cantidad de sangre que había perdido el muchacho. Había sangre por todas partes: las vendas, las tablillas; Ayla, él mismo, los jóvenes que la habían ayudado, todos estaban cubiertos de sangre.
–Creo que debemos trasladarlo al campamento de inmediato –dijo Jondalar.
Un fugaz pensamiento pasó por su mente. No había concluido aún la prohibición de hablar, y el ritual que eximía a la pareja recién unida no se había realizado. Ayla, desde luego, ni se había detenido a planteárselo, y él se despreocupó al instante de ese problema. Aquello era una emergencia, y no había cerca ningún Zelandoni a quien preguntar.
–Tendréis que preparar la parihuela –dijo Ayla a los jóvenes que estaban de pie alrededor, aparentemente más paralizados que el que yacía en tierra.
Cruzaron miradas y se movieron incómodos. Todos eran jóvenes e inexpertos. Varios acababan de llegar a la edad viril, algunos habían capturado sus primeras presas en la masiva cacería de bisontes con la que se había iniciado la temporada de caza, y ésa había sido una cacería muy fácil, poco más que una práctica de tiro. La idea de acosar al rinoceronte se le había ocurrido a uno de ellos, que había visto divertirse a su hermano con un pasatiempo similar unos años antes, y a otros dos que habían oído hablar de ello; pero básicamente había sido una decisión espontánea, tomada entre todos al ver al animal. Todos sabían que deberían haber llamado a algunos cazadores expertos y de mayor edad antes de intentar abatir a la enorme bestia, pero pensaron sólo en la gloria que les proporcionaría, las envidia de los ocupantes de otros alojamientos lejanos, y la admiración de todos los asistentes a la Asamblea cuando llevaran al animal. Ahora uno de ellos estaba gravemente herido.
Jondalar se hizo cargo de la situación de inmediato.
–¿A qué Caverna pertenece? –preguntó.
–A la Quinta –contestaron.
–Adelántate y cuenta lo que ha pasado –dijo Jondalar, y el muchacho a quien se había dirigido echó a correr. Pensó que él mismo a lomos de Corredor habría llegado mucho antes al campamento, pero alguien debía supervisar la construcción de la parihuela. Los muchachos seguían asustados y conmocionados, y necesitaban tener allí a un hombre adulto que los dirigiera–. Tres o cuatros de vosotros tendréis que transportarlo. Los otros deberíais quedaros aquí para destripar al rinoceronte. Puede que no tarde en hincharse. Luego mandaré gente aquí a ayudaros. No tiene sentido desperdiciar esa carne; el precio ha sido muy alto.
–Es mi primo –dijo un joven–. Me gustaría ayudar a trasladarlo.
–De acuerdo. Elige a otros tres que te ayuden. Los demás pueden quedarse –dijo Jondalar. Se dio cuenta entonces de que el muchacho estaba al borde de las lágrimas–. ¿Cómo se llama tu primo?
–Matagan. Es Matagan de la Quinta Caverna de los Zelandonii.
–Sé que debes de estar preocupado por Matagan, y que esto es una difícil experiencia para ti –dijo Jondalar–. Tu primo ha resultado gravemente herido, pero te diré la verdad: ha sido una gran suerte para él que Ayla pasara casualmente por aquí. No puedo prometértelo, pero creo que se recuperará, y quizá incluso vuelva a andar. Ella es una excepcional curandera. Me consta. A mí me atacó un león cavernario, y habría muerto en las estepas si Ayla no me hubiera encontrado y curado. Si alguien puede salvar a Matagan, ésa es Ayla.
El muchacho dejó escapar un sollozo de alivio y luego trató de recobrar la serenidad.
–Ahora, traed unas cuantas lanzas para que podamos llevar a tu primo al campamento –dijo Jondalar–. Necesitaremos al menos cuatro, dos para cada lado.
Siguiendo sus indicaciones, no tardaron en atar las lanzas con correas para disponer de dos robustos soportes a los que sujetar trozos de ropa extendidos. Ayla volvió a examinar al herido, y luego entre varios lo colocaron en la improvisada parihuela.
No estaban muy lejos del campamento. Ayla y Jondalar hicieron señas a Whinney y Corredor para que los siguieran, y acompañaron a pie al herido. Ayla lo observaba preocupada, y cuando hicieron un alto para que los portadores se relevaran, comprobó su respiración y le tomó el pulso. Era débil pero claro.
Se hallaban más cerca de la zona del campamento situada río arriba, cerca del lugar elegido por la Novena Caverna. La noticia del accidente había corrido deprisa, y varias personas acompañaban al joven que había ido a avisar cuando éste regresaba a reunirse con ellos, incluido Joharran, que los vio a lo lejos. Cuando los dos grupos se encontraron, volvió a relevarse a los portadores de la parihuela, y se aceleró el paso hacia el campamento principal.
–Marthona ha mandado a alguien a buscar a la Primera, y a Zelandoni de la Quinta –informó Joharran–. Estaban en el otro extremo del campamento, en una reunión de la zelandonia –volviéndose hacia Ayla, preguntó–: ¿Lo llevamos a nuestro campamento o al suyo?
–Quiero cambiarle las vendas y aplicarle un emplasto en la herida para evitar que se le infecte –contestó Ayla. Reflexionó por un momento–. No he tenido mucho tiempo para reabastecerme de medicinas, pero estoy segura de que Zelandoni está bien provista, y preferiría que ella le echara un vistazo. Llevémoslo al alojamiento de la zelandonia.
–Buena idea. Zelandoni tardaría un rato en llegar aquí; probablemente nosotros podemos acercarlo hasta allí en menos tiempo. La Primera ya no corre tanto como antes –comentó Joharran, aludiendo más o menos diplomáticamente a la gran corpulencia de la mujer–. Zelandoni de la Quinta probablemente también querrá verlo, pero el arte de curar nunca ha sido su fuerte, según me han contado.
Cuando llegaron al alojamiento de la zelandonia, la Primera salió a recibirlos a la entrada. Ya le habían preparado un sitio al herido, y Ayla se preguntó si alguien se habría adelantado para informarla de que ella había decidido no detenerse en el campamento de la Novena Caverna, sino llevar al herido directamente allí. Varias personas que los habían visto llegar hablaban ya de la gran cantidad de sangre. Aunque había fuera varios miembros de la zelandonia, el alojamiento estaba vacío.
–Colocadlo allí –indicó la Primera señalando una de las plataformas elevadas del lado opuesto a la entrada.
Los hombres acarrearon la parihuela hasta el lugar indicado y tendieron al herido en la cama. A excepción de Jondalar y Joharran, los demás hombres se marcharon.
Ayla se aseguró de que la pierna siguiera recta y empezó a retirar las vendas.
–Necesita un emplasto para que no se infecte la herida –dijo.
–Eso puede esperar un momento –contestó la Primera–. Cuéntame qué ha ocurrido.
Ayla y Jondalar explicaron rápidamente las circunstancias del accidente.
–Los dos huesos inferiores de la pierna están rotos –concluyó Ayla–, y la pantorrilla estaba doblada hacia atrás en el punto de la fractura. Sabía que si no se la enderezaba, nunca volvería a andar, y es muy joven. He decidido arreglarle la pierna allí mismo, mientras estaba inconsciente, y antes de que toda la zona empezara a hincharse, porque eso habría dificultado la tarea de encajar los huesos; He tenido que palpar dentro de la herida y tirar con fuerza para alinear los huesos, pero creo que ya están en su sitio. Camino hacia aquí el muchacho gemía; posiblemente no tardará en despertar. Estoy segura de que le dolerá mucho.
–Es evidente que sabes bastante sobre esto, pero he de hacerte una cuantas preguntas –dijo la Primera–. Para empezar, supongo que has encajado huesos ya antes.
Jondalar contestó por ella.
–Una mujer Sharamudoi, una buena amiga que yo apreciaba mucho, la compañera del jefe, cayó por un precipicio y se rompió un brazo. La curandera había muerto, y no habían conseguido avisar a otra, y el hueso empezaba a soldar en una posición mala y muy dolorosa. Vi a Ayla romper el hueso y volver a encajarlo correctamente. También la he visto atender a un hombre del Clan con una fractura grave. Había saltado de una roca muy alta para proteger a su compañera de unos jóvenes Losadunai que se dedicaban a atacar a mujeres del Clan. Si hay algo que Ayla saber hacer, es curar huesos rotos y heridas abiertas.
–¿Dónde aprendiste, Ayla? –preguntó la Primera.
–La gente del Clan tiene los huesos muy duros y resistentes, pero los hombre se los fracturan con frecuencia cuando salen de caza –explicó Ayla–. No usan lanzas arrojadizas, sino que persiguen al animal para clavarle el venablo directamente, o a veces saltan sobre él. O hacen lo que hacían esos muchachos: incitar a un animal a perseguir a varios de ellos hasta que la bestia se cansa tanto que pueden acercarse para matarla. También las mujeres se rompen huesos, pero es un accidente más común entre los hombres. Primero aprendí un poco acerca de las fracturas de huesos con Iza, porque también en el clan de Brun había de vez en cuando problemas de ese tipo, pero cuando aprendí realmente fue el verano que fuimos a la Reunión del Clan. Allí vi arreglar huesos rotos y curar heridas a las otras entendidas en medicinas.
–Creo que ha sido una gran suerte para este muchacho que tú estuvieras allí, Ayla –dijo la Primera–. No todos los zelandonia habrían sabido qué hacer con una fractura así de grave. Otros te harán también preguntas. Zelandoni de la Quinta querrá hablar contigo, estoy segura, y también la madre del muchacho. Pero lo has hecho muy bien. ¿En qué clase de emplasto habías pensado para la herida?
–He cogido unas raíces viniendo hacia aquí. Creo que la planta se llama anémona –respondió Ayla–. La herida sangraba mientras yo manipulaba los huesos, y a veces la propia sangre de una persona es lo mejor para mantener limpia la herida, pero ahora que la sangre está secándose, me proponía triturar estas raíces y hervirla para obtener un agua con la que limpiar la herida, y luego añadir un poco de esa agua limpia a la masa triturada, junto con alguna otra raíz, para utilizar la mezcla como emplasto. En mi bolsa de medicinas llevo un poco de raíz de geranio en polvo, para coagular la sangre, y esporas de licopodio para absorber los fluidos. De todas formas, quería preguntarte si tenías algunas plantas o sabías dónde crecían.
–Bien, pregunta.
–Hay una raíz... cuando describí 1a planta a Jondalar me dijo que se llamaba consuelda. Ayuda a cicatrizar, por dentro y por fuera. También es buena para las magulladuras mezclada con grasa y aplicada en forma de ungüento; pero para lo que mejor va es para los cortes y las heridas recientes. Un emplasto recién preparado reduce la hinchazón cuando se ha roto un hueso, y ayuda a que éste suelde.
–Sí, tengo raíz de consuelda en polvo y conozco un sitio cerca de aquí donde crece. Desde luego, yo describiría sus propiedades tal como tú lo has hecho –convino la Primera.
–También me gustaría utilizar esas flores de colores muy vivos, de una planta que se llama, si no me equivoco, caléndula. Son especialmente buenas para las heridas abiertas y para las llagas que se resisten a cerrarse. Yo exprimo el jugo de las flores recién cogidas, o hiervo los pétalos secos para aplicarlos sobre las heridas abiertas, y luego mantengo el emplasto húmedo. Previene las infecciones, y me temo que este muchacho va a necesitar un tratamiento de este tipo. Perdón, ¿cómo se llamaba, el chico?
–Matagan –respondió Jondalar–. Su primo me ha dicho que es Matagan de la Quinta caverna.
–¿Qué más utilizarías si lo tuvieras? –preguntó Zelandoni.
Por un instante Ayla tuvo la pasajera sensación de hallarse ante Iza cuando ponía a prueba sus conocimientos.
–Enebrinas aplastadas para una herida sangrante, o esa seta redonda... el bejín. Eso puede cortar una hemorragia. También sirve la hidrastina en polvo, y...
–Es más que suficiente –la interrumpió la Primera–. Estoy convencida de que sabes lo que haces. El tratamiento que propones es muy apropiado. Pero ahora, Jondalar, quiero que la lleves a algún sitio donde pueda lavarse... y también tú. Los dos estáis cubiertos de la sangre de ese muchacho, y veros así inquietaría mucho a la madre. Déjame las raíces de anémona, y mandaré a alguien a coger consuelda. Ahora nosotros nos ocuparemos de él. Tú puedes volver cuando estés limpia y hayas descansado. ¿Por qué no volvéis al campamento de la Novena Caverna por el camino de atrás para no cruzar otra vez el campamento? Estoy segura de que fuera se ha congregado una muchedumbre. Usad la otra salida; será más rápido, y así evitaréis a los que quieran pararos. Antes de marcharos, no obstante, creo que debéis ser eximidos de la prohibición de hablar. Parece que vuestro período de aislamiento ha terminado un día antes.
–¡Ah, me había olvidado! –exclamó Ayla–. ¡Ni siquiera había pensado en ello!
–Yo sí –afirmó Jondalar–, pero pensé que era más importante atender al muchacho.
–Has hecho bien –aseguró Zelandoni–. Esto era, sin duda, una emergencia. Aun así, por formulismo, debo preguntároslo. Habéis completado vuestro período de prueba, Jondalar y Ayla, ¿habéis decidido que queréis permanecer juntos, o preferís dar por terminada vuestra unión ahora y tratar de encontrar a otra persona con quien quizá fuerais más compatibles?
Los dos la miraron, luego se miraron entre sí, y finalmente apareció en el rostro de Jondalar una sonrisa de la que Ayla se contagió.
–Si no soy compatible con Ayla, ¿con quién voy a serlo? –dijo Jondalar–. Puede que esto haya sido nuestra ceremonia matrimonial, pero en mi corazón yo me había emparejado ya con ella hacía mucho tiempo.
–Así es. Incluso dijimos esas mismas palabras antes de cruzar el glaciar, justo después de separarnos de Guban y Yorga. Entonces sabíamos ya que estábamos emparejados, pero Jondalar quería que tú ataras el nudo por nosotros, Zelandoni.
–¿Quieres desemparejarte, Ayla? –preguntó Zelandoni–. ¿Y tu, Jondalar?
–No, no quiero –contestó Ayla sonriendo a Jondalar–. ¿Y tú?
–Ni por un instante, mujer –dijo él–. He tenido que esperar mucho para emparejarme contigo. No voy a ponerle fin ahora a nuestra unión.
–En ese caso quedáis eximidos de la prohibición de hablar con otras personas y podéis declarar a todo el mundo que Jondalar y Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii están emparejados. Ayla, cualquier hijo que nazca de ti nacerá en el hogar de Jondalar. Será la responsabilidad de los dos cuidarlo hasta que sea mayor. ¿Tenéis la correa?
Mientras buscaban la larga correa de piel, Zelandoni fue a por dos collares a una mesa cercana. Cogió la correa y ató alrededor de sus cuellos dos sencillos collares.
–Os deseo una vida larga y feliz juntos –concluyó la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.
Abandonaron furtivamente el alojamiento por la salida posterior y regresaron por el camino de atrás sin detenerse. Algunos los vieron marcharse y los llamaron, pero ellos siguieron adelante. Cuando llegaron al estanque alimentado por el manantial, Ayla se metió en el agua totalmente vestida. Jondalar la siguió. En cuanto Zelandoni les llamó la atención respecto a la sangre, la sentían y la olían continuamente, y deseaban limpiarse. Esperaba que las manchas desaparecieran con el agua fría, pero Ayla pensó que de no ser así, simplemente, tiraría esa ropa y se haría otra nueva. Tras las grandes cacerías, tenía ya varias pieles, así como otras partes de los animales cazados a las que también encontraría algún uso.
Habían dejado a los caballos en el prado cercano al campamento de la Novena Caverna camino del alojamiento de la zelandonia, y los animales habían ido solos al cercado. El olor de la sangre siempre los inquietaba, y tanto el rinoceronte como el muchacho habían sangrado copiosamente. El cercado les producía una sensación de seguridad. Jondalar se había envuelto en la ropa mojada y corrió hasta el campamento, con la esperanza de encontrar a los caballos, y ropa para cambiarse en los canastos.
Le sorprendió encontrar allí a Lanidar tranquilizando a los animales, pero el niño parecía alterado, y dijo que quería hablar con Ayla. Jondalar le respondió que ella acudiría allí en cuanto le llevara algo de ropa, Se tomó el tiempo necesario para descargar los canastos y quitar las mantas y cabestros a los caballos, Transmitió a Ayla el mensaje de Lanidar, y cuando ella vio al niño, adivinó por su postura, pese a la distancia, que se sentía muy disgustado por algo, Se preguntó si, por alguna razón, su madre le habría prohibido seguir cuidando a los caballos.
–¿Qué pasa, Lanidar? –preguntó en cuanto llegó a su lado.
–Es Lanoga –contestó él–. Lleva todo el día llorando.
–Pero ¿por qué?
–Por la niña. Quieren quitarle a Lorala.
–¿Quién quiere quitársela? –preguntó Ayla.
–Proleva y otras mujeres –contestó Lanidar–. Dicen que han encontrado una madre para Lorala, alguien que puede amamantarla siempre.
–Vamos a ver qué pasa –propuso Ayla–. Ya volveremos luego a ocuparnos de los caballos.
Cuando llegaron al campamento, Ayla se alegró de ver a Proleva allí, y ésta le sonrió cuando se acercaban.
–¿Y bien? ¿Ya se ha confirmado? ¿Estáis emparejados? ¿Podemos celebrar el banquete y sacar los regalos? No hace falta que contestes. Ya veo los collares.
Ayla no pudo evitar devolverle la sonrisa.
–Sí, estamos emparejados –respondió.
–Zelandoni acaba de confirmarlo –añadió Jondalar.
–Necesito hablar contigo de otro asunto, Proleva –dijo Ayla con expresión seria.
–¿De qué? –preguntó la mujer, intuyendo la preocupación de Ayla por la expresión de su rostro.
–Me ha dicho Lanidar que vais a quitarle la niña a Lanoga.
–Bueno, yo no lo expresaría así –repuso Proleva–. Pensaba que te complacería saber que habíamos encontrado un hogar para Lorala. Una mujer de la Vigésimo cuarta Caverna perdió a su hijo. Nació con una grave deformidad y murió. La mujer tiene mucha leche, y está dispuesta a adoptar a Lorala, aunque sea ya algo mayor. Desea mucho tener un niño, y me da la impresión de que ha abortado varias veces. Me pareció una solución perfecta.
–Eso parece, pero ¿quieren dejarlo ahora las mujeres que estaban amamantando a Lorala? –quiso saber Ayla.
–En realidad, no. La verdad es que me sorprendió. Cuando se lo pregunté a un par de ellas, las noté un tanto disgustadas. Incluso Stelona comentó que la Vigesimocuarta Caverna está muy lejos y que lamentaría no poder ver crecer sana y fuerte a Lorala.
–Me consta que has pensado que eso sería lo mejor para Lorala, pero ¿le has preguntado a Lanoga?
–No, lo cierto es que no –contestó Proleva–. Se lo pregunté a Tremeda. Supuse que para Lanoga sería un alivio librarse de la responsabilidad de cuidar a su hermana. Es muy joven para preocuparse de cuidar de un bebé a todas horas. Ya tendrá tiempo de sobra para eso cuando sea madre.
–Dice Lanidar que Lanoga lleva todo el día llorando.
–Ya sé que se ha llevado un disgusto, pero pienso que lo superará. Al fin y al cabo, ella no amamanta a Lorala; ni siquiera es aún una mujer. No cuenta más de once años.
Ayla recordó que ella misma no tenía más de doce años cuando dio a luz a Durc, y no fue capaz de abandonarlo. Hubiera preferido morir antes que separarse de él. Cuando se le retiró la leche, las mujeres del Clan amamantaron a Durc, pero no por eso ella fue menos madre de su hijo. Aún lamentaba haberlo tenido que dejar cuando se vio obligada a apartarse del Clan. En aquel momento deseaba llevárselo, y sólo por el temor a lo que pudiera ocurrirle si llegaba a pasarle algo a ella dejó allí a su hijo de tres años. No le sirvió de consuelo saber que Uba lo amaría y cuidaría como si fuera suyo. Sufría aún cada vez que se acordaba de él. Nunca lo había superado, y no quería que Lanoga padeciera esa clase de dolor.
–No es amamantar lo que la convierte a una en madre, Proleva, y tampoco la edad, desde luego –declaró Ayla–. Fíjate en Janida. No es mucho mayor que Lanoga, y a nadie se le ocurriría quitarle a su hijo.
–Janida tiene un compañero, y con cierta posición, y el niño nacerá en el hogar de él. Peridal se responsabilizará de su bienestar, e incluso si el emparejamiento no dura, varios hombres han hecho saber ya que estarían dispuestos a aceptarla como compañera. Janida tiene una buena situación; es atractiva y está embarazada. Sólo espero que Peridal se dé cuenta de que se ha unido a una mujer muy favorecida antes de que su madre, la de Peridal, cause más problemas. Esa mujer llegó al extremo de ir a buscarlos durante el período de prueba para intentar que él renunciara al emparejamiento –Proleva se interrumpió. Habría tiempo de sobra para contarle eso a Ayla–. Pero Lanoga no es Janida.
–No, Lanoga no es una joven favorecida, pero debería serlo. Es imposible pasarse casi un año cuidando de un bebé, y no tomarle afecto. Ahora Lorala es más hija de Lanoga que de Tremeda. Puede que sea joven, pero ha sido una buena madre.
–Sí, claro que lo ha sido. Ésa es la cuestión. Es una niña extraordinaria, y será una excelente madre algún día –dijo Proleva– si llega a tener la oportunidad. Pero cuando tenga edad de emparejarse, ¿qué hombre estará dispuesto a aceptarla teniendo que quedarse también con su hermana pequeña, y no como segunda mujer sino como una niña de la que hacerse responsable aunque no haya nacido en su hogar? Lanoga tiene ya las cosas bastante complicadas, considerando el hogar en el que ella y Lorala nacieron. Me temo que el único dispuesto a aceptarla será alguno como Laramar, al margen de quien recomiende a Lanoga. Me gustaría saber que, al menos, tiene la oportunidad de mejorar su vida.
Ayla estaba segura de que Proleva tenía toda la razón, y era obvio que se preocupaba sinceramente por la niña y que haría todo lo posible por ayudarla. Sin embargo, sabía cómo se sentiría Lanoga si perdía a Lorala.
–Lanoga no tiene que preocuparse por encontrar a un compañero –intervino Lanidar.
Ayla y Proleva casi habían olvidado que el muchacho estaba allí. También Jondalar se sorprendió. Había escuchado atentamente la discusión entre las dos mujeres, y comprendía los motivos de ambas partes.
–Aprenderé a cazar, y a imitar los cantos de las aves para hacer de reclamo en las cacerías, y cuando sea mayor, me emparejaré con Lanoga y la ayudaré a cuidar de Lorala, y a sus demás hermanos si ella quiere. Ya se lo he propuesto, y ha accedido. Es la única niña que he conocido que no le da importancia a mi brazo, y no creo que a su madre le preocupe demasiado.
Ayla y Proleva miraron boquiabiertas a Lanidar, y luego se miraron como si no estuvieran seguras de haber oído lo mismo, ni de estar pensando lo mismo. En realidad, no sería un mal emparejamiento, sobre todo si Lanidar perseveraba en su intención de aprender a hacer cosas para mejorar. Los dos eran buenos chicos, y asombrosamente maduros para las edades que tenían. Eran muy jóvenes, desde luego, y podían cambiar de idea, pero, por otra parte, ¿qué otras opciones tenían?
–Así que no le des la niña de Lanoga a otra mujer –dijo Lanidar–. Me gusta verla llorar.
–Lanoga quiere mucho a esa niña –añadió Ayla–, y la Novena Caverna ha demostrado que está dispuesta a ayudarla. ¿Por qué no dejamos las cosas como están?
–¿Qué le diré ahora a la mujer que iba a adoptar a Lorala? –dijo Proleva.
–Dile sencillamente que la madre no ha querido separarse de ella –sugirió Ayla–. Es la verdad. Tremeda no es en realidad su madre; lo es Lanoga. Si esa mujer de verdad quiere un niño, lo tendrá, ya sea propio o de algún otro que necesite una madre, quizá incluso un recién nacido. En el territorio zelandonii hay muchas Cavernas y mucha gente. Continuamente ocurren cosas.
Casi todas las personas de la Novena Caverna de los Zelandonii y la Primera de los Lanzadonii acudieron a la gran celebración conjunta por los emparejamientos del hermano del jefe de una y la hija del hogar del jefe de la otra, que además estaban emparentados. Resultó que otras dos personas de la Novena Caverna se habían unido también con personas de otras Cavernas. Proleva se enteró y se aseguró de que se los incluyera. Una joven llamada Tishona se había unido a Marsheval de la Decimocuarta Caverna, y se iría a vivir con él. Y otra mujer algo mayor, Dynoda, se había ido hacía tiempo y había tenido un hijo, pero recientemente había cortado el nudo con su antiguo compañero y formado una nueva relación con Jacsoman de la Séptima Caverna. Volverían a establecerse en la Novena Caverna. Dynoda tenía a su madre enferma y quería estar cerca de ella.
En el transcurso del día otros acudieron a expresar sus mejores deseos. Levela y Jondecam, y la madre de ella, Velima, que era también madre de Proleva, pasaron con ellos la mayor parte del día, lo cual fue del agrado de Ayla y Jondalar, y de Joplaya y Echozar. Todos disfrutaban de su mutua compañía. La madre y el tío de Jondecam también estuvieron allí un rato.
Ayla y Jondalar se alegraron de ver a Kimeran, que ahora estaba lejanamente emparentado con ellos a través de la compañera de su sobrino, que era hermana de Proleva. Ayla se desorientó con algunos de los enrevesados lazos de parentesco, pero le complació especialmente ver a la madre de Jondecam, Zelandoni de la Segunda Caverna. Por alguna razón se alegró de conocer a una Zelandoni que había tenido hijos, en particular uno tan sociable y seguro de sí mismo como Jondecam.
Janida y Peridal pasaron también casi todo el día con la Novena Caverna, y –circuns–tancia significativa– sin la madre de él. Deseaban marcharse de la Vigésimo novena Caverna, y hablaron con Kimeran y Joharran para ver si la Segunda o la Novena Caverna estarían dispuestas a aceptarlos. Jondalar tenía la certeza de que una u otra los acogería. La Primera ya había hablado con los jefes y con Zelandoni de la Segunda Caverna al respecto. Consideraba sensato separar a la joven pareja de la madre de Peridal, al menos por una temporada. La Primera se había enfurecido con la mujer por presentarse ante ellos a la fuerza durante el período de aislamiento.
Al final del día, cuando las cosas empezaron a calmarse, Marthona preparó una infusión para varios parientes y amigos que aún estaban allí. Proleva, Ayla, Joplaya y Folara ayudaron a repartir los vasos. Estaba también allí un joven que había sido aceptado recientemente como acólito de Zelandoni de la Quinta Caverna, y se había quedado sólo porque era la primera vez que se hallaba en tan augusta compañía y no deseaba marcharse. Le imponía especial respeto la Primera.
–Estoy seguro de que ese joven herido por el rinoceronte no volvería a andar si no hubiera habido allí alguien que supiera qué hacer –comentó el acólito. Había dirigido sus palabras a todos los presentes, pero en realidad pretendía impresionar a la gran donier.
–Creo que tu observación es del todo correcta, Cuarto Acólito de Zelandoni de la Quinta –declaró la corpulenta mujer–. Eres muy perspicaz. El resto depende de la Gran Madre, y de la capacidad de recuperación del joven.
El acólito rebosaba de orgullo por el hecho de que Zelandoni le hubiera respondido, y más aún por su halago. Era para él una enorme satisfacción verse incluido en aquella conversación informal con la Primera.
–Puesto que ahora eres acólito, ¿no te corresponderá uno de los turnos en los cuidados de Matagan? Es de tu Caverna, ¿no? –preguntó Zelandoni–. Naturalmente, es difícil quedarse en vela toda la noche, pero de momento necesita alguien a su lado continuamente. Supongo que tu Zelandoni ha solicitado tu colaboración. Si no es así, puedes ofrecerte voluntario. El de la Quinta sin duda sabrá valorarlo.
–Sí, claro que haré uno de los turnos –afirmó él, y se puso en pie–. Gracias por la infusión. Ahora debo irme; he de atender mis responsabilidades –tratando de adoptar un aire digno, cuadró los hombros y con expresión seria se encaminó hacia el campamento principal.
Cuando el joven acólito se hubo marchado, varios de los presentes dejaron brotar la sonrisa que habían estado reprimiendo.
–Has hecho muy feliz a ese muchacho, Zelandoni –dijo Jondalar–. Casi resplandecía de placer. ¿Toda la zelandonia siente el mismo respeto por ti?
–Sólo los jóvenes –contestó ella–. Por cómo los demás discuten conmigo, a veces me pregunto por qué siguen aceptándome como Primera. Quizá se deba a mi imponente presencia, –sonrió. Era una broma en referencia a su considerable tamaño.
Jondalar le devolvió la sonrisa, captando el sentido. Marthona se limitó a dirigirle una elocuente mirada con las cejas enarcadas. Ayla advirtió el cruce de gestos, y creyó comprenderlo, aunque no estaba muy segura. Las sutilezas derivadas del profundo entendimiento entre personas que se conocían desde hacía mucho tiempo no estaban aún a su alcance.
–En todo caso –prosiguió Zelandoni–, creo que prefiero las discusiones. Es bastante agotador cuando cada palabra que pronuncio se recibe como si saliera directamente de la boca de Doni. Me produce la sensación de que he de andarme con pies de plomo con todo lo que digo.
–¿Quiénes deciden qué Zelandoni es el Primero Entre Quienes Sirven a la Madre? –preguntó Jondalar–. ¿Se nombra igual que al jefe de una Caverna? ¿Simplemente cada Zelandoni dice quién le parece que debería ocupar el puesto? ¿Han de estar todos de acuerdo, o la mayoría, o sólo algunos en concreto?
–La elección de los zelandonia forma parte del proceso, pero no acaba ahí. Se toman en consideración muchas cosas. La aptitud para el arte de curar es una de ellas, y nadie juzga eso con más severidad que los curanderos de la zelandonia. Es posible disimular cierta ineptitud ante la gente sin conocimientos medicinales, pero no puede engañarse a alguien que sabe. No obstante, ejercer de curandero no es absolutamente esencial. Ha habido Primeros que tenían sólo un conocimiento rudimentario del arte de curar, pero esa carencia quedaba más que compensada por su capacidad en otros terrenos. Algunos tienen dotes naturales u otros atributos.
–Sólo oímos hablar del Primero o la Primera. ¿Hay un Segundo o un Tercero? ¿Puede actuar alguien como sustituto si le ocurre algo al Primero? ¿Y hay un Último? –preguntó Jondalar, cada vez más entusiasmado con el tema.
Todos estaban interesados. Zelandoni casi nunca daba tantas explicaciones acerca del funcionamiento interno de la zelandonia, pero percibía el interés de Ayla y tenía motivos para mostrarse así de comunicativa.
–El orden no decrece individualmente. Hay rangos. Sería difícil que una Caverna aceptara al Último Entre Quienes Sirven, ¿no? Los acólitos tienen la posición más baja, naturalmente, pero también entre los acólitos hay categorías, a veces en función de sus particulares aptitudes. Es posible que hayáis adivinado que el joven que es el Cuarto Acólito de Zelandoni de la Quinta Caverna ha sido aceptado muy recientemente. Es un novicio, el rango inferior, pero tiene posibilidades, de lo contrario ni siquiera habría sido aceptado. Algunos no desean pasar de acólitos. No quieren asumir el peso de la responsabilidad de ser Zelandoni; sólo quieren sacar partido a sus aptitudes, y pueden hacerlo mejor en el seno de la zelandonia.
»El rango inmediatamente superior al de acólito es el de los nuevos doniers. Cada Zelandoni debe sentir que ha sido llamado personalmente, y más importante aún, debe convencer al resto de la zelandonia de que ha sido una verdadera llamada. Algunos nunca pasan de la categoría de acólito aunque lo deseen. A veces un acólito, movido por un ferviente deseo de ser Zelandoni, cree erróneamente recibir la llamada o incluso lo finge, pero en tales casos siempre se rechaza al candidato. Aquellos que han pasado por la difícil prueba perciben la diferencia. Eso ha provocado mucho resentimiento entre algunos acólitos... algunos ya antiguos.
–¿Qué más se requiere para llegar a Zelandoni? –insistió Jondalar–. ¿Y qué se necesita en concreto para ser la Primera o el Primero?
Los demás no tenían inconveniente en dejarle a él las preguntas. Aunque algunos de los presentes, como era el caso de Marthona, que había sido acólita en su día, conocían los requisitos, los demás rara vez habían recibido respuestas tan directas por parte de Zelandoni.
–Para ser Zelandoni hay que memorizar todas las Historias y Leyendas de los Ancianos, y alcanzar una buena comprensión de su significado. Hay que conocer las palabras de contar y cómo emplearlas, la llegada de las estaciones, las fases de la luna, y algunas cosas que sólo saben los zelandonia. Pero quizá lo más importante sea la capacidad para visitar el mundo de los espíritus –explicó Zelandoni–. Por eso uno debe recibir la verdadera llamada. La mayoría de los zelandonia saben desde el principio quién será el Primero, y quién tiene más probabilidades de sucederlo. Es posible que eso se revele la primera vez que uno recibe la llamada para aventurarse en el mundo de los espíritus. Ser el Primero es también una llamada, y no una llamada que todo Zelandoni desea oír.
–¿Cómo es el mundo de los espíritus? –continuó preguntando Jondalar–. ¿Es aterrador? ¿Se siente miedo cuando hay que visitarlo?
–Nadie puede describir el mundo de los espíritus a alguien que nunca ha estado allí. Pero sí, es aterrador, sobre todo la primera vez. El miedo nunca desaparece del todo, pero puede llegar a controlarse con meditación y preparación, junto con la certeza de que uno cuenta con la ayuda de la zelandonia y especialmente de la Caverna. Sin la ayuda de la gente de la propia Caverna, sería difícil regresar.
–Pero si es aterrador, ¿por qué vais? –quiso saber Jondalar.
–No hay manera de negarse.
De pronto Ayla notó frío y se estremeció.
–Muchos intentan resistirse, y algunos lo consiguen por un tiempo –prosiguió la donier–, pero al final se hará la voluntad de la Madre. Es mejor ir preparado. Alguien que se aventura en esa dirección nunca está exento de peligros, y por eso la iniciación puede resultar muy dura. Al otro lado, la prueba es aún peor. Puedes sentirte despedazado, y ver tus pedazos esparcidos en el torbellino y la oscuridad desconocida. También hay quienes regresan, pero dejan allí una parte de sí mismos, y ya nunca se recuperan del todo. Pero nadie puede ir y permanecer inalterado.
»Una vez que recibes la llamada, debes aceptarla, junto con las obligaciones y responsabilidades que la acompañan. Creo que por eso hay tan pocos zelandonia emparejados. No existe restricción alguna respecto a emparejarse o tener hijos, pero ser Zelandoni es en gran medida como ser jefe. Puede ser difícil encontrar un compañero dispuesto a vivir con alguien en quien recaen tantas exigencias. ¿No es así, Marthona?
–Sí –contestó ella, y sonrió a Dalanar antes de volverse hacia su hijo–. ¿Por qué crees que Dalanar y yo cortamos el lazo, Jondalar? Hablamos de ello el día después de tu emparejamiento. No se debió sólo a su intenso deseo de viajar; también Willamar siente ese impulso. Dalanar y yo nos parecíamos en muchos sentidos. Él se siente a gusto ahora, que es jefe de su propia Caverna, de su propia gente, de hecho, pero tardó en darse cuenta de que era eso lo que quería. Se resistió a asumir la responsabilidad durante mucho tiempo, pero creo que fue eso lo que inicialmente lo atrajo de mí. Al principio fuimos muy felices. Pero él estaba cada vez más inquieto. Lo mejor fue separarse. Jerika es la mujer idónea para él. Tiene una voluntad férrea, y Dalanar necesita a una mujer fuerte al lado, pero él es jefe.
Las dos personas aludidas cruzaron una mirada y sonrieron. Luego Dalanar tendió la mano para coger la de Jerika.
–Losaduna es El Que Sirve para la gente que vive al otro lado del glaciar. Tiene una compañera, y su compañera tiene cuatro hijos y parece muy feliz –comentó Ayla, que había estado escuchando a Zelandoni fascinada.
–Losaduna es afortunado de haber encontrado a una mujer como ella, del mismo modo que yo tuve suerte de encontrar a Willamar –contestó Marthona–. Yo era muy reacia a volver a emparejarme, pero ahora me alegro de que él fuera tan insistente –se volvió para sonreír a su actual compañero–. Supongo que ésa es una de las razones por las que finalmente delegué el mando. Fui jefa durante muchos años con Willamar a mi lado, y nunca tuvimos un solo problema por ello, pero me cansé de las exigencias del puesto. Necesitaba tiempo para mí, y quería también disponer de cierto tiempo para compartirlo con Willamar.
Cuando llegó Folara, deseé dedicarme a ella. Joharran parecía estar capacitado, así que empecé a prepararlo, y cuando tuvo edad suficiente, le cedí gustosa la responsabilidad. Se parece mucho a Jocannon; estoy segura de que es el hijo del espíritu de Jocannon –sonrió a su primogénito–. Aún conservo cierta autoridad. Joharran consulta conmigo a menudo, aunque sospecho que 1o hace más por mí que por su propia necesidad.
–Eso no es cierto, madre –repuso Joharran–. Valoro mucho tus consejos.
–¿Amabas mucho a Dalanar, madre? –preguntó Jondalar–. Como sabes, corren canciones e historias sobre vuestro amor –las había oído, pero con frecuencia se preguntaba por qué se habían separado si su amor era realmente tan profundo.
–Sí, claro que lo amaba. Una pequeña parte de mí aún lo ama. No es fácil olvidar a alguien a quien se ha querido tanto, y me alegra que sigamos siendo amigos. Creo que ahora somos mejores amigos que cuando estábamos emparejados –se fijó en el semblante de su hijo mayor–. También amo todavía a Jocannon. Su recuerdo permanece vivo en mí, y me trae a la memoria mi juventud y mi primer amor, pese a que a él le costó un tiempo decidir qué quería –añadió enigmáticamente.
Jondalar recordó la historia que había oído acerca de su madre en su Viaje.
–Decidirse entre tú y Bodoa, o por las dos, ¿a eso te refieres, madre? –preguntó.
–¡Bodoa! –exclamó Zelandoni–. Hacía mucho tiempo que no oía ese nombre. ¿No era la forastera que estaba siendo adiestrada por la zelandonia? Pertenecía a algún pueblo del este... ¿Cómo se llamaban? Zar... Sard... Algo así.
–S'Armunai –apuntó Jondalar.
–Exacto –recordó Zelandoni–. Yo aún era joven cuando se marchó, pero cuentan que era muy apta.
–Ahora es S'Armuna. Ayla y yo la conocimos en nuestro Viaje. Las Lobas, como se hacían llamar un grupo de mujeres S'Armunai, me capturaron, y Ayla les siguió el rastro y vino a por mí. Tuvimos suerte de escapar con vida. De no haber sido por Lobo, dudo que estuviéramos ahora aquí. No os podéis imaginar la sorpresa que me llevé al encontrar entre aquella gente a alguien que no sólo hablaba zelandonii, sino que, además, conocía a mi madre.
–¿Qué ocurrió? –preguntaron varios a la vez. Jondalar contó brevemente la historia de la cruel Attaroa y el Campamento de los S'Armunai que ella pervirtió.
–Aunque S'Armuna ayudó en un principio a Attaroa, más tarde se arrepintió y decidió ponerse del lado de su gente y tratar de corregir los daños causados por Attaroa –con–cluyó finalmente, Jondalar.
Todos hicieron gestos de asombro.
–Es la historia más descabellada que he oído jamás –declaró Zelandoni–, pero ilustra lo que puede ocurrir cuando un Zelandoni se corrompe. Creo que Bodoa podría haber llegado muy lejos si no hubiera abusado de su poder. Fue una suerte para ella que finalmente recobrara la sensatez. Se dice que El Que Sirve a la Madre pagará en el otro mundo el mal uso que haga de su poder en éste. Ésa es una de las razones por las que la zelandonia selecciona tan cuidadosamente a sus miembros. No hay vuelta atrás. En eso nos diferenciamos de los jefes de las Cavernas. Un Zelandoni es Zelandoni para toda la vida. Aunque a veces querríamos liberamos de esa carga, no es posible.
Todos guardaron silencio por un rato, pensando en la historia que Jondalar había contado. Alzaron la vista cuando se acercó Ramara.
–Me mandan a informarte, Joharran, de que han traído el rinoceronte –anunció la mujer–. El mérito corresponde a Jondalar; fue su lanza la que lo mató.
–Me alegra oírlo, Ramara, gracias. A la mujer le habría gustado quedarse y escuchar la conversación, pero tenía otras cosas que hacer, y no estaba invitada a la reunión, aunque nadie le habría pedido que se marchara.
–Tú eres el primero en elegir, Jondalar –dijo Joharran cuando Ramara se retiró–. ¿Vas a quedarte el cuerno?
–Creo que no. Prefiero la piel.
–Cuéntame qué ha pasado con ese rinoceronte –quiso saber Joharran.
Jondalar explicó que casualmente habían visto a aquellos muchachos acosar al rinoceronte lanudo y se habían detenido a observar.
–No me di cuenta de lo jóvenes que eran hasta después del accidente. Creo que, más que el rinoceronte, querían admiración y elogios, y convertirse en la envidia de sus amigos.
–Ninguno de ellos tenía la menor experiencia con rinocerontes; en realidad, apenas habían cazado –dijo Joharran–. No deberían haber intentado abatir a una bestia semejante ellos solos. Han aprendido, por el camino más difícil, que cazar un rinoceronte, o cualquier otro animal, no es un juego.
–Pero es cierto que si hubieran cazado ellos solos a ese rinoceronte lanudo habrían recibido grandes elogios y se habrían convertido en la envidia de sus amigos –observó Marthona–. En cierto sentido este accidente, por horrible que haya sido, quizá sirva para prevenir futuros intentos de la misma clase y tragedias aún peores. Pensad que si hubieran conseguido su propósito, otros muchos jóvenes intentarían imitarlos. Ahora nuestros chicos se lo pensarán dos veces antes de intentar una cosa así, al menos durante un tiempo. La madre de ese joven sufrirá y se preocupará, pero su sacrificio puede ahorrar a otras madres un padecimiento mucho mayor. Espero que Matagan sobreviva sin grandes secuelas.
–En cuanto Ayla ha visto, que el rinoceronte lo corneaba, ha corrido a ayudar –con–tinuó Jondalar–. No es la primera vez que se mete en una situación peligrosa cuando alguien esté herido, pero a veces eso me preocupa.
–Matagan ha tenido mucha suerte de que ella estuviera allí. Estoy segura de que habría quedado lisiado de por vida, o algo peor, si no hubiera habido cerca alguien que supiera qué debía hacerse –dijo Zelandoni. Volviéndose hacia Ayla, preguntó–: ¿Qué has hecho primero exactamente?
Ella lo explicó a grandes rasgos. Zelandoni le sonsacó más detalles y le pidió que argumentarse sus actuaciones. Bajo el disfraz de una simple conversación examinaba los conocimientos de Ayla en el arte de curar. Aunque todavía no lo había mencionado, Zelandoni se proponía convocar una primera reunión formal de la zelandonia para dar a conocer el alcance de la preparación de Ayla, pero dio gracias por esa oportunidad de interrogarla antes personalmente. Había sido una desgracia para el pobre Matagan, pero Zelandoni se alegraba de esa demostración de sus aptitudes ante todos los asistentes a la Asamblea Estival. Le proporcionaba una excelente ocasión para empezar a plantear a la zelandonia la idea de incorporar a Ayla.
La Primera ya había reflexionado profundamente sobre las aptitudes de Ayla, pero en esos momentos veía a la joven bajo una luz completamente nueva; Ayla no carecía de experiencia. Era una igual, una auténtica colega. Era muy posible que Zelandoni pudiera aprender muchas cosas de ella. Aquellas esporas de licopodio, por ejemplo; ésa era una aplicación que ella nunca había utilizado, pero tras reflexionar al respecto, veía que probablemente era un buen procedimiento. Estaba deseando hablar con Ayla a solas, comparar ideas y conocimientos. Además, pensó que sería bueno tener a alguien con quien conversar en la Novena Caverna.
Zelandoni colaboraba con otros zelandonia de la región y trataba de cuestiones profesionales con sus colegas durante las Asambleas Estivales. Tenía un par de acólitos, naturalmente, pero ninguno seriamente interesado en el arte de curar. Contar con una auténtica curandera en su propia Caverna, y más una que aportara conocimientos nuevos, podía ser muy provechoso.
–Ayla –dijo Zelandoni–. Quizá no esté de más hablar con la familia de Matagan.
–No estoy muy segura de saber qué decirles –respondió la joven.
–Deben estar preocupados, y probablemente les gustará saber qué ha ocurrido. Sin duda, sería conveniente intentar tranquilizarlos.
–¿Cómo puedo hacerlo? –preguntó Ayla.
–Puedes decirles que ahora todo depende de la Madre, pero existen posibilidades de que se recupere. ¿No es ésa tu opinión? Yo así lo creo –dijo Zelandoni–. Creo que Doni sonrió a ese joven, porque dio la casualidad de que tú estabas allí.
Jondalar ahogó un bostezo mientras se quitaba la túnica, una nueva que había recibido de su madre en la fiesta de emparejamiento, hecha con hebras de lino que ella había preparado y tejido. Había acordado con algún artesano una ornamentación sencilla, a base de bordados y cuentas. Era ligera y cómoda. Le había regalado una parecida a Ayla, muy amplia para que pudiera usarla más tarde, cuando su embarazo fuera más avanzado. Jondalar se la había puesto de inmediato; Ayla, en cambio, la reservaba para más adelante.
–Nunca había oído a Zelandoni hablar tan abiertamente sobre la zelandonia –comentó él mientras se preparaba para acostarse–. Ha sido interesante. No sabía lo difícil que podía ser su trabajo, pero recuerdo que siempre que se veía obligada a superar una prueba complicada decía que hacerlo tenía sus compensaciones. Me pregunto cuáles serán esas compensaciones. Apenas ha dicho nada sobre ello.
Yacieron juntos en silencio durante un rato. Ayla estaba muy cansada, tanto que apenas podía pensar. Entre el accidente en la cacería del rinoceronte del día anterior y quedarse luego hasta muy tarde en el alojamiento de la zelandonia, y la celebración por el emparejamiento de ese día, había dormido muy poco y había estado sometida a considerables tensiones. Notaba un poco de dolor en tomo a las sienes, y se planteó levantarse para preparar una infusión de corteza de sauce, pero el cansancio la disuadió.
–Y mi madre... –prosiguió Jondalar, como si pensara en voz alta–. Siempre había creído que ella y Dalanar simplemente decidieron separarse. No sabía por qué. Supongo que uno sólo ve a su madre como nada más que su madre. Una persona que nos quiere y nos cuida.
–No creo que la separación fuera fácil para ella –comentó Ayla–. Estoy segura de que amaba mucho a Dalanar, y la entiendo... Tú te pareces mucho a él.
–No en todo. Yo nunca he querido ser jefe, y sigo sin querer. Echaría de menos el contacto con la piedra. No hay nada más satisfactorio para mí que tallar una hoja de cuchillo perfecta, una hoja que salga tal cual la has imaginado.
–Dalanar también es tallador de pedemal –adujo Ayla.
–Sí, y el mejor; pero ahora apenas tiene tiempo de trabajar la piedra. El único que se le puede comparar es Wymez, y continúa en el Campamento del León haciendo excelentes puntas para las lanzas de los cazadores de mamuts. Es una lástima que no lleguen a conocerse. Les habría gustado aprender el uno del otro.
–Pero tú los has conocido a los dos, y entiendes la piedra tan bien como el que más –dijo Ayla–. ¿No puedes mostrarle a Dalanar lo que aprendiste de Wymez?
–Sí, ya he empezado a hacerlo –respondió él–. Dalanar está tan interesado como lo estuve yo. Me alegro mucho de que aplazaran la ceremonia matrimonial hasta la1legada de los Lanzadonii. Y me complace que Joplaya y Echozar se unieran en la misma ceremonia que nosotros. Eso crea un vínculo especial entre nosotros. Siempre he sentido un profundo afecto por mi prima, y esto nos une aún más. Creo que también a Joplaya le gustó.
–Estoy segura de que Joplaya se alegró mucho de compartir la ceremonia matrimonial contigo. Creo que siempre lo ha deseado –y aquello había sido lo más parecido posible a lo que de verdad deseaba, pensó Ayla. Lo sentía por Joplaya, pero debía admitir que se alegraba de la prohibición contra el emparejamiento de los primos cercanos–. Echozar parece muy feliz.
–Creo que aún no acaba de creérselo –dijo Jondalar, rodeándola con los brazos y acariciándole el cuello con los labios–. Había algunos otros que opinaban lo mismo por distintas razones.
–Echozar la ama profundamente –afirmó ella, que hacía esfuerzos para no dormirse–. Un amor así puede compensar muchas cosas.
–En realidad, no es tan feo cuando te acostumbras a verlo. Es sólo distinto. Pero es verdad que en su rostro son evidentes los rasgos del Clan.
–Yo no creo que sea feo. A mí me recuerda a Rydag, Y a Durc –dijo Ayla–. Yo encuentro atractivas a las personas del Clan.
–Ya lo sé, y tienes razón. Son personas atractivas, a su manera. Y tú tampoco estás nada mal, mujer.
Le acarició el cuello con los labios, la besó y notó nacer su propia necesidad de ella, pero vio que estaba casi dormida. Sabía que no lo rechazaría –nunca lo habría hecho–, pero ése no era buen momento. En todo caso, todo saldría mejor cuando ella estuviera descansada.
–Espero que Matagan se recupere –dijo Jondalar cuando Ayla se dio la vuelta. Él se apretó contra su espalda.
–Eso me recuerda una cosa –Ayla se dio otra vez la vuelta para mirarlo–. Zelandoni, el donier de la Quinta y yo hemos estado hablando con su madre. Hemos tenido que decirle que tal vez le quede alguna secuela del accidente. Quizá Matagan vuelva a andar, pero nadie puede asegurarlo.
–Sería una lástima que no pudiera andar. Es tan joven.
–Simplemente no lo sabemos, claro está, pero aunque llegue a andar, quizá quede cojo –explicó Ayla–. Zelandoni ha preguntado a su madre si el chico había mostrado interés por algún arte u oficio. Lo único que le ha venido a la cabeza, además de la caza, era que Matagan se hacía sus propias puntas de lanza. Me ha recordado a aquellos muchachos S'Armunai que Attaroa dejaba lisiados. Tú enseñaste a uno de ellos a tallar pedernal, para que pudiera valerse. Le he dicho a su madre que si él quería, te preguntaría si tú estabas dispuesto a enseñarle.
–Es de la Quinta Caverna, ¿no? –dijo Jondalar, considerando la idea.
–Sí, pero tal vez podría venir a vivir a la Novena durante un tiempo. ¿No vivió Danug en un Campamento Mamutoi distinto durante un año aproximadamente para conocer mejor el pedernal? Quizá podríamos hacer lo mismo por Matagan.
–Sí, es verdad. Danug acababa de volver después de pasar un año en un Campamento de mineros para conocer la piedra en su mismo origen, tal como yo aprendí en la mina de Dalanar. No podría haber tenido un maestro mejor que Wymez cuando vino a aprender a trabajar el pedernal, pero un buen tallador ha de conocer también el mineral –Jondalar arrugó la frente mientras consideraba las posibles consecuencias–. No sé... Le enseñaría con mucho gusto, pero debería hablar antes con Joharran sobre la posibilidad de acogerlo en la Novena Caverna. Necesitaría un sitio donde vivir. Joharran tendría que negociarlo con la Quinta Caverna... y todo eso si Matagan está interesado en aprender. Puede que se hiciera él mismo las puntas de lanza porque quería cazar, y no había nadie dispuesto a hacérselas. Ya veremos, Ayla. Es una posibilidad. Si sus lesiones son tan graves, desde luego tendrá que aprender un oficio.
Los dos se acomodaron entre las pieles, pero Ayla, pese al cansancio, no se durmió de inmediato. Sin querer, empezó a pensar en su futuro, y en el del niño que llevaba dentro. ¿Y si era un niño y decidía acosar aun rinoceronte? ¿Y si le ocurría algo? ¿Dónde estaba Lobo? Ese animal era casi como un hijo para ella, y no le veía desde hacía días. Cuando por fin se durmió, soñó con niños, lobos y terremotos. Aborrecía los terremotos. No sólo la asustaban, sino que los veía como un mal augurio personal.
–Me cuesta creer que aún haya gente poniendo reparos al emparejamiento de Joplaya y Echozar –dijo Zelandoni–. Ya está hecho. Están emparejados. Han pasado la prueba del aislamiento, y la unión está confirmada. Ya es un hecho. Incluso han celebrado la fiesta de emparejamiento. No hay nada más que decir.
La Primera tomaba un último vaso de infusión antes de regresar al alojamiento de la zelandonia después de pasar la noche en el campamento de la Novena Caverna. Había más personas sentadas en torno a la gran hoguera en forma de zanja acabando de desayunar antes de iniciar las febriles actividades del día.
–Están planteándose volver a casa antes de lo previsto –comentó Marthona.
–Sería una lástima después de venir desde tan lejos –dijo Jondalar.
–Ya tienen lo que venían a buscar –declaró Willamar–. Joplaya y Echozar están oficialmente emparejados, y tienen a su Zelandoni, o mejor dicho, Lanzadoni.
–Yo esperaba pasar un tiempo con ellos –se lamentó Jondalar–. Tardaremos mucho en verlos.
–Eso mismo esperaba yo –añadió Joharran–. He estado hablando con Dalanar sobre los motivos que lo impulsaron a fundar los Lanzadonii como grupo aparte, y, por lo que me ha explicado, sus razones van más allá del hecho de querer vivir a una considerable distancia. Tiene ideas interesantes.
–Siempre las ha tenido –dijo Marthona.
–Echozar y Joplaya han optado por dejar de ir al campamento principal porque la gente no deja de mirarlos... y las miradas no son especialmente cordiales –dijo Folara.
–Puede que estén más susceptibles desde las objeciones presentadas durante la ceremonia matrimonial –comentó Proleva.
–He analizado esas objeciones caso por caso, y por separado no se sostienen –afirmó la Primera–. El iniciador de todo fue Brukeval, nada menos, y todo el mundo sabe cuál es su problema. Por su parte, Marona pretende crear problemas únicamente porque los Lanzadonii están emparentados con Jondalar, y aún quiere vengarse de él y de todos los que lo rodean.
–Esa mujer parece estar adiestrándose en el arte de mantener el rencor –dijo Proleva–. Necesita algo en qué ocuparse. Quizá con un hijo tendría otra cosa en qué pensar.
–Yo no la querría como madre de ningún niño –comentó Salova.
–Quizá Doni esté de acuerdo contigo –dijo Ramara–. Que se sepa, nunca ha sido bendecida.
–¿No es parienta tuya, Ramara? –preguntó Folara–. Las dos tenéis el mismo pelo de color rubio claro.
–Es prima mía, pero no cercana –contestó la mujer.
–Creo que Proleva tiene razón –dijo Marthona–. Marona necesita algo que hacer, pero eso no significa que tener un hijo sea la única solución. Debería aprender algún oficio, algo a lo que dedicarse que mereciera la pena, y así no pensaría tanto en complicar la vida a los demás sólo porque su vida no es como a ella le hubiera gustado. Creo que todo el mundo debería conocer algún oficio o arte, algo con lo que disfrutar y que a la vez beneficie a los demás. Si Marona no encuentra algo así, seguirá causando problemas para llamar la atención.
–Puede que no baste con eso –observó Solaban–. Laramar tiene una ocupación, un oficio por el que es reconocido e incluso admirado. Elabora buena barma, pero no para de crear problemas. Se ha puesto del lado de Brukeval en el asunto de Joplaya y Echozar, y eso también le proporciona atención. Le he oído decir agente de la Quinta Caverna que el hogar de Jondalar no debería estar ya entre los primeros porque se ha emparejado con una forastera, y ella tiene la posición más baja. Me parece que aún guarda resentimiento por el hecho de que Ayla no se colocara detrás de él en el funeral de Shevonar. Actúa como si no le importara, pero creo que no le gusta en absoluto ser el último.
–Si es así, debería hacer algo al respecto –declaró Proleva, airada–, como, por ejemplo, ocuparse de los hijos de su hogar.
–El hogar de Jondalar está exactamente donde debe estar –dijo Marthona con una leve sonrisa de satisfacción–. La situación que suponía su unión con Ayla era muy poco corriente, pero los zelandonia tomaron una decisión al respecto, como tenía que ser, y Laramar no es quién para juzgarla.
–Quizá sea eso lo que deberíamos hacer en relación con el caso de Joplaya y Echozar –dictaminó la Primera–. Creo que hablaré con Dalanar sobre la posibilidad de convocar una reunión de los zelandonia y los jefes de Caverna para hablar del problema que ha supuesto esa unión. De esta forma daremos a las personas reacias a aceptarla una oportunidad de hacer públicas sus opiniones.
–Además, sería una buena ocasión para que Ayla y Jondalar expongan sus experiencias con los cabezas chatas... o el Clan, como ellos se llaman a sí mismos –añadió Joharran–. En todo caso, quería plantear el asunto a los demás jefes.
–Quizá podemos ir y hablar con Dalanar ahora –propuso Zelandoni–. He de regresar cuanto antes al alojamiento. Tengo un problema. Alguien de la zelandonia esta pasando información que debería mantenerse en secreto. Una parte es información muy personal sobre ciertas personas, y otra parte son conocimientos que no deberían divulgarse. Necesito averiguar quién es, o como mínimo ponerle fin de una vez a la filtración.
Ayla había escuchado atentamente la conversación, y reflexionó sobre todo lo dicho mientras los demás se levantaban y se marchaban en distintas direcciones. Los Zelandonii le recordaban a un río. Si bien en la superficie todo estaba en calma, por debajo existían corrientes y contracorrientes a distintas profundidades. Imaginó que probablemente Marthona y Zelandoni conocían mejor que muchos lo que ocurría bajo la superficie, pero supuso que ni siquiera ellas estaban enteradas de todo, ni se conocían totalmente la una a la otra. Había percibido en ellas expresiones, posturas y tonos de voz que insinuaban qué podía haber en el trasfondo, pero tal como ocurría con el problema que tenía Zelandoni con la persona que filtraba información, una vez lograra resolverlo, saldría a la luz algún otro conflicto latente. Las profundas corrientes y contracorrientes cambiarían, provocando unas cuantas ondas en la superficie y pequeñas olas en las orillas. Eso nunca acabaría en tanto hubiera personas interrelacionándose.
–Voy a ver a los caballos –dijo a Jondalar–. ¿Me acompañas, o tienes algo que hacer?
–Iré contigo, pero espérame un momento. Quiero ir a buscar el lanzavenablos y las lanzas que he preparado para Lanidar. Ya casi he terminado, y me gustaría probarlos. Pero como yo soy demasiado grande, esperaba que lo hicieras tú. Ya sé que también para ti serán pequeños, pero sabrás valorar mejor si pueden servirle a él.
–Estoy segura de que has hecho un magnífico trabajo, pero los probaré –dijo Ayla–. No obstante, el más indicado para decirlo será el propio Lanidar, y no lo sabrá hasta que desarrolle un mínimo de habilidad. Tengo la sensación de que vas a hacer muy feliz a ese niño.
El sol llegaba a su cenit cuando empezaron a recoger sus cosas. Habían cepillado a los caballos, y Ayla los examinó detenidamente. En la parte más calurosa del año, a menudo los insectos voladores intentaban poner huevos en las comisuras húmedas y calientes de diversos rumiantes, en particular los ciervos y los caballos. Iza le había enseñado los usos del claro fluido que se extraía de una planta blanca azulada que parecía muerta y se encontraba en sitios umbríos del bosque. Se alimentaba de la vegetación descompuesta porque carecía de la vital clorofila verde de otras plantas, y su amarillenta superficie se volvía negra al tocarla, pero no había mejor tratamiento para el escozor y la inflamación de ojos que el líquido que rezumaba el tallo.
Había probado el pequeño lanzavenablos y llegado a la conclusión de que le iría bien a Lanidar. Jondalar había acabado las lanzas en las que estaba trabajando, pero decidió hacer unas cuantas más al ver cerca de allí un bosquecillo de alisos jóvenes de troncos delgados, justo del diámetro apropiado para lanzas pequeñas. Taló varios. Ayla no estaba segura de qué la impulsó a adentrarse en el bosque que se extendía a la orilla del riachuelo, al otro lado del cercado de los caballos.
–¿Adónde vas? –le preguntó Jondalar–. Deberíamos volver ya. Esta tarde he de ir al campamento principal.
–No tardaré.
Jondalar la vio atravesar la cortina de árboles y se preguntó si habría visto moverse algo más allá, quizá algo peligroso para los caballos. Tal vez debía ir con ella, pensaba cuando la oyó gritar.
–¡No! ¡Oh, no!
Jondalar corrió tan deprisa como pudo, pisando la maleza y chocando contra los árboles. Cuando llegó donde ella estaba, cayó de rodillas lanzando un grito desesperado.
En el barro, a la orilla del arroyo, Jondalar se agachó junto a Ayla. Ella estaba prácticamente tendida al lado del enorme lobo, sosteniendo entre las manos la cabeza del animal, que yacía de costado. La sangre procedente de la oreja medio desgarrada le manchaba el dorso de la mano. Lobo trató de lamerle la cara.
–¡Es Lobo! ¡Está herido! –exclamó. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas dejando un rastro blanco en la piel cubierta de barro.
–¿Qué puede haberle pasado? –preguntó Jondalar.
–No lo sé, pero hay que ayudarle –dijo ella, incorporándose–. Tenemos que improvisar una parihuela para llevarlo al campamento.
Lobo intentó levantarse cuando ella se irguió, pero volvió a desplomarse.
–Quédate con él, Ayla. Yo haré una parihuela con aquellos troncos que acabo de cortar –propuso Jondalar.
Cuando llegaron con el animal herido al campamento, varias personas se acercaron apresuradamente para ofrecer ayuda. Ayla comprendió entonces que mucha gente sentía afecto por el lobo.
–Le prepararé un sitio en el alojamiento –dijo Marthona adelantándose a ellos.
–¿Puedo hacer algo? –preguntó Joharran. Acababa de regresar al campamento.
–Podrías comprobar si a Zelandoni le queda algo de la consuelda que utilizó para las heridas de Matagan, y pétalos de caléndula –respondió Ayla–. Creo que Lobo se ha peleado con otros lobos, y las heridas de mordeduras pueden ser graves. Hay que limpiarlas bien y tratarlas con una medicina potente.
–¿Hay que poner agua a hervir? –preguntó Willamar. Ayla asintió con la cabeza–. Encenderé el fuego. Es una suerte que acabemos de traer leña.
Cuando Joharran regresó del alojamiento de los zelandonia, lo acompañaban Folara y Proleva. Zelandoni les había dicho que enseguida iría. Al cabo de un rato, en la Asamblea Estival todos sabían que el lobo de Ayla estaba herido, y en su mayoría recibieron la noticia con preocupación.
Jondalar se quedó al lado de Ayla mientras ella examinaba al animal, y por la expresión de su rostro, supo que las heridas eran graves.
Ella estaba convencida de que lo habla atacado una manada entera, y le sorprendía que Lobo siguiera con vida. Pidió a Proleva un trozo de carne de uro, lo raspó como hacía con la comida para niños pequeños y, tras mezclarlo con estramonio, se lo hizo tragar a Lobo para que se relajara y durmiera.
–Jondalar, ¿puedes traerme un poco de piel de la cría nonata del uro que maté? –pidió Ayla–. Necesito algo absorbente para limpiarle las heridas.
Marthona la observó verter raíces y polvos en varios cuencos de agua caliente y luego le entregó un retazo de cierto material.
–Esto es lo que prefiere usar Zelandoní –dijo. Ayla lo observó. El retazo de suave textura no era de piel. Parecía más bien de la misma clase de delicado tejido de que estaba hecha la túnica larga que Marthona le había regalado. Lo hundió en el agua de uno de los cuencos. La tela la absorbió enseguida.
–Esto servirá –declaró Ayla–. De hecho, es perfecto. Gracias, Marthona.
Zelandoni llegó cuando Jondalar y Joharran ayudaban a dar la vuelta al lobo para que Ayla pudiera curarle el otro costado. La Primera participó con ella en la limpieza de una herida especialmente delicada. Luego Ayla sorprendió a los presentes enhebrando una fina fibra de tendón en el agujero de su pasahebras y usándola para coser los bordes de las peores heridas mediante unos cuantos puntos estratégicamente situados. Había enseñado aquel inocente artilugio a varias personas, pero nadie la había visto usarlo para coser piel viva. Incluso cosió la oreja desgarrada a Lobo, aunque le quedarían incisiones en el contorno.
–Así que eso me hiciste a mí –dedujo Jondalar con una lúgubre sonrisa.
–Según parece, ayuda a mantener unidos los labios de la herida para que cicatrice debidamente –comentó Zelandoni–. ¿También eso lo aprendiste de la entendida en medicinas de tu Clan? ¿Coser la piel?
–No. Iza nunca usó esta técnica. La gente del Clan no cose las heridas; en realidad, las ata. Suelen usar ese hueso pequeño y afilado de la parte inferior de las patas delanteras de los ciervos a modo de punzón para perforar las pieles, y tendón ya parcialmente secado y endurecido en las puntas para pasarlo por los agujeros y después anudarlo. Así hacen también recipientes con corteza de abedul. Fue al ver que las heridas de Jondalar se abrían una y otra vez mientras yo intentaba cerrarlas para mantener bien unidos los tejidos cuando me pregunté si quizá unos cuantos nudos me permitirían sujetar en su sitio la piel y los músculos. Así que lo probé. En apariencia, dio resultado, pero no sabía con seguridad cuándo quitárselos. No quería que las heridas se abrieran pero tampoco que la carne cicatrizara con los nudos dentro. Puede que tardara demasiado en cortarlos. Probablemente le dolió un poco más de lo que debería cuando se los saqué.
–¿Quieres decir, pues, que ésa fue la primera vez que cosías las heridas de alguien? –preguntó Jondalar–. ¿Lo probaste conmigo sin saber si daría resultado? –se echó a reír–. Me alegro. Salvo por 1as cicatrices, nadie diría que me atacó un león.
–Así que esta técnica, coser las heridas, la inventaste tú –dijo Zelandoni–. Sólo a una persona con mucha experiencia y una aptitud natural para las curaciones y medicinas se le ocurriría una solución así. Ayla, tu sitio está entre los zelandonia.
Una repentina tristeza se adueñó de la joven.
–Pero yo no quiero ser una Zelandoni –protestó–. Yo... yo te lo agradezco, claro... no me interpretes mal, por favor. Es un honor para mí, pero mi único deseo es unirme a Jondalar y tener a su hijo y ser una buena mujer zelandonii –eludió la mirada de la donier.
–Por favor, tampoco tú me interpretes mal. No ha sido un ofrecimiento a la ligera, hecho sin pensar, como se hace una invitación informal a comer. He dicho que tu sitio está entre los zelandonia. Lo he reflexionado durante un tiempo. Una persona con tus aptitudes necesita relacionarse con otras que tengan un nivel de conocimientos equiparable al tuyo. Te gusta ser curandera, ¿no?
–Soy una entendida en medicinas, eso no puedo cambiarlo –afirmó Ayla.
–Claro que lo eres, Ayla, eso es incuestionable –dijo la Primera–; pero entre los Zelandonii sólo se dedican a curar quienes pertenecen a la zelandonia. La gente no aceptaría a un curandero que no fuera Zelandoni. Si no formas parte de la zelandonia, nadie te llamará cuando sea necesaria la intervención de un curandero. No podrás ejercer de «entendida en medicinas», como tú dices. ¿Por qué te resistes a entrar en la zelandonia?
–Me has hablado de lo mucho que ha de aprenderse, y del tiempo que eso requiere. ¿Cómo puedo ser una buena compañera para Jondalar y ocuparme de mis hijos si dedico tanto tiempo al aprendizaje para ser Zelandoni?
–Entre Aquellos Que Sirven a la Madre hay mujeres emparejadas y con hijos –adujo la donier–. Tú misma me has hablado de una que vive más allá del glaciar, y que tiene compañero y varios hijos. Además, ya has conocido a Zelandoni de la Segunda Caverna. Hay otras en su misma situación.
–Pero no muchas.
La Primera observó detenidamente a la joven y llegó a la conclusión de que había algo más que Ayla no revelaba. Sus motivos no residían en su carácter. Era una excelente curandera y tenía curiosidad, aprendía deprisa y además disfrutaba con ello. No descuidaría a su compañero ni tampoco a sus hijos, y si en determinados momentos debía ausentarse, siempre habría alguien dispuesto a ayudarla. De hecho, era casi demasiado atenta. Bastaba con ver el tiempo que dedicaba a los animales, y sin embargo normalmente estaba disponible y nunca se negaba a colaborar cuando había algo que hacer, y asumía más tareas de las que podía exigírsele.
La Primera había quedado impresionada por la manera en que involucró a todo el mundo en la necesidad de ayudar a Lanoga a cuidar de su hermana pequeña y de los otros niños, y también por cómo ayudó al muchacho del brazo deforme. Ésa era la clase de acciones propias de una buena Zelandoni. Ayla había asumido la función de forma natural. La donier decidió que debía descubrir el verdadero problema, porque tenía la firme determinación de que Ayla, de un modo u otro, fuera Una de Las Que Servían a la Gran Madre Tierra. Tenía que captarla. Podía representar una grave amenaza para la estabilidad de la zelandonia dejar escapar a su influencia a una persona con los conocimientos y aptitudes de Ayla.
La gente sonreía al ver a Lobo envuelto en vendas –hechas con pieles suaves y el tejido de fibras de Marthona– caminar al lado de Ayla por el campamento principal. Casi daba la impresión de que el animal fuera vestido con ropa humana, convirtiéndose en una caricatura de un feroz devorador de carne. Muchos se paraban a preguntar cómo estaba, o a dar la opinión de que tenía buen aspecto. Pero Lobo permanecía muy cerca de Ayla. Fue tal su desconsuelo la primera vez que ella lo dejó atrás, que aulló y corrió a alcanzarla. Algunos de los fabuladores empezaban ya a tejer historias sobre el lobo que amaba a la mujer.
Ayla tuvo que adiestrarlo otra vez para que se quedara donde se le ordenaba. Al final, Lobo comenzó a sentirse de nuevo a gusto con Jondalar, Marthona o Folara, pero también adoptaba una actitud defensiva respecto al territorio del campamento de la Novena Caverna, y Ayla se vio obligada a contenerlo para que no amenazara a los visitantes. La gente, en especial las personas más allegadas a ella, se asombraban de su ilimitada paciencia con el animal, pero también veían los resultados. Muchos de ellos habían pensado que podía ser interesante tener un lobo que obedeciera órdenes, pero no estaban muy seguros de que el tiempo y el esfuerzo necesarios merecieran la pena. En todo caso, aquello sirvió para que los demás comprendieran que el control de Ayla sobre los animales no era magia.
Ayla comenzaba a estar más tranquila porque Lobo por fin volvía a acostumbrarse a los visitantes ocasionales, hasta que un joven –oyó que lo presentaban como Lenadar de la Undécima Caverna– fue a visitar a Tivonan, el aprendiz de comercio de Willamar. Cuando Lobo se acercó a él, empezó a gruñir y a enseñar los colmillos en actitud francamente amenazadora. Ayla tuvo que sujetarlo, y aun así el animal siguió gruñendo. El joven retrocedió asustado, y Ayla se deshizo en disculpas. Willamar, Tivonan y otras personas que estaban allí contemplaron la escena sorprendidos.
–No sé qué le pasa –dijo Ayla–. Creía que ya no actuaba tan a la defensiva respecto a su territorio. Lobo no suele comportarse de esta manera, pero ha tenido algunos problemas y aún no se ha recuperado del todo.
–Me enteré de que estaba herido –comentó el joven. Ayla notó entonces que Lenadar llevaba un collar de dientes de lobo y, prendida de la mochila, una piel de lobo a modo de adorno.
–¿Puedo preguntarte de dónde has sacado esa piel de lobo? –quiso saber ella.
–Bueno, la mayoría de la gente cree que cacé un lobo, pero te diré la verdad. Lo encontré. De hecho, encontré dos lobos. Debieron verse envueltos en una gran pelea, porque estaban destrozados. Uno era una hembra de pelaje negro; el otro, un lobo gris corriente, era macho. Primero le arranqué los dientes, y luego decidí guardarme también parte de la piel.
–Llevas en la mochila la piel del macho gris –dijo Ayla–. Creo que ya lo comprendo. Lobo debió intervenir en esa pelea, y así es como resultó herido. Sabía que había encontrado a un amigo, probablemente la hembra de pelaje negro. Aún es joven, y no creo que pretendiera aparearse. Todavía no tiene dos años, pero él y la hembra empezaban a conocerse. Debía de ser la hembra de inferior rango en la manada de esta zona o una loba solitaria de otra manada.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Tivonan. Varias personas más se habían congregado alrededor y los escuchaban.
–Los lobos quieren que todos los de su manada se parezcan. Sospecho que es porque pueden interpretar con más facilidad las expresiones de otros de su especie si el color de su pelaje es corriente. A los lobos que se salen de lo normal, ya sea por ser totalmente negros, totalmente blancos o moteados, no se los acepta tan bien... aunque unos amigos Mamutoi me contaron que en lugares donde hay mucha nieve todo el año los lobos blancos son más frecuentes. Pero el lobo poco común, como esa loba negra, se convierte a menudo en el último de su manada, así que probablemente abandonó a los otros y se convirtió en una loba solitaria. Por lo general, los lobos solitarios rondan los territorios de otros lobos buscando un sitio propio, y si encuentran a otro lobo solitario, existe la posibilidad de que intenten crear su propia manada. Supongo que los lobos de esta región defendieron su territorio contra los dos lobos desconocidos. Y Lobo, pese a su gran tamaño, estaba en desventaja. Sólo ha tratado con humanos. No se ha criado entre lobos. Así que aunque debe saber ciertas cosas por instinto, desconoce otras muchas al no haber tenido hermanos, ni tíos, ni otros lobos alrededor que le pudieran enseñar cómo sobrevivir en estado salvaje.
–¿Cómo sabes todo eso? –preguntó Lenadar.
–Pasé muchos años observando a los lobos. Cuando aprendí a cazar, sólo cazaba animales carnívoros, y no la clase de animales cuya carne suele utilizarse como alimento. Desearía pedirte un favor, Lenadar –dijo Ayla–. ¿Puedes cambiarme esa piel de lobo por algo que te interese? Creo que el motivo por el que Lobo gruñe y te amenaza es que huele al lobo con el que peleó, al menos uno de ellos, y al que probablemente mató. Pero los otros mataron a su amiga y casi acabaron con él. Sería peligroso para ti llevar encima esa piel. No debes venir nunca aquí con ella porque no sé cómo reaccionaría Lobo.
–Puedo dártela sin más –propuso el joven–. Es sólo un jirón de piel cosido de cualquier manera a la mochila. No quiero aparecer en las canciones y fábulas como el hombre que fue atacado por el lobo que amaba a la mujer. ¿Hay algún problema en que me quede con los dientes? Tienen cierto valor.
–No, ninguno; quédatelos. Pero te sugiero que los dejes a remojo durante unos días en una infusión fuerte de color claro. ¿Te importaría decirme dónde encontraste a esos dos lobos?
Cuando el joven entregó a Ayla el conflictivo retazo de piel, ella se lo tendió a Lobo. El animal lo atacó, lo agarró entre los dientes y lo sacudió intentando desgarrarlo. Habría resultado cómico si la gente que observaba no conociera la gravedad de las heridas que había sufrido, y el hecho de que su amiga o potencial compañera había resultado muerta. En realidad, sintieron compasión por el lobo, atribuyéndole los sentimientos que ellos mismos habrían experimentado en una situación similar.
–Me alegra haberme desprendido ya de esa piel –comentó Lanadar.
Ayla y él se pusieron de acuerdo para ir más tarde al lugar donde el joven había encontrado los lobos, ya que en ese momento los dos tenían otras ocupaciones pendientes. Ayla no sabía qué esperaba hallar exactamente; a esas alturas los carroñeros ya lo habrían devorado todo. Sin embargo, recordando las heridas del animal, se preguntaba qué distancia habría recorrido para llegar hasta ella. Cuando Lenadar se marchó, pensó en las canciones y fábulas que el joven había mencionado sobre el lobo que amaba a la mujer.
Ayla había visitado el campamento de los fabuladores y músicos. Era un lugar pintoresco y animado. Incluso la ropa de aquella gente parecía de colores más vivos. No todos procedían del mismo sitio; no tenían un refugio de piedra propio sino únicamente sus tiendas de viaje y alojamientos. Viajaban de un sitio a otro y permanecían una temporada en una Caverna y luego en otra, pero era evidente que todos se conocían entre sí y había una especie de parentesco entre ellos. Daba la impresión de que siempre había niños con ellos. Tal como hacían durante el resto del año, visitaban las distintas Cavernas, pero allí, en la Asamblea Estival, no acudían a los refugios de piedra sino a los campamentos. También ofrecían actuaciones para todos en el llano donde se había celebrado la ceremonia matrimonial mientras la gente los contemplaba desde la pendiente.
Ayla sabía que los fabuladores habían empezado a narrar historias sobre los animales de la Novena Caverna. A veces trataban de lo útiles que podían ser; por ejemplo, en el caso de los caballos, que podían transportar cargas pesadas, o en el caso de Lobo, que la ayudaba a cazar, como ocurrió en la demostración con el lanzavenablos, en que espantó a unas aves. Corría una nueva historia sobre cómo el lobo la había ayudado a encontrar la nueva caverna, pero los relatos de los fabuladores contenían por lo general algún elemento sobrenatural o mágico. En esas historias, Lobo no cazaba porque ella lo hubiera adiestrado con ese fin, sino porque entre ambos existía un especial entendimiento, lo cual era cierto, pero no era esa la razón por la que cazaban juntos. El relato sobre el lobo que amaba a la mujer se había convertido ya en la historia de un hombre que se había transformado en lobo al visitar el mundo de los espíritus y luego había olvidado recuperar su naturaleza humana al regresar a este mundo.
Esas historias se habían contado y vuelto a contar ya muchas veces e iban camino de incorporarse a las tradiciones y leyendas populares. Algunos fabuladores inventaron otras historias sobre animales que eran criados por personas, y en ocasiones invertían los términos, siendo las personas quienes eran criadas por los animales. A veces se convertían en espíritus de animales que ayudaban a la gente. Con toda probabilidad estas historias se transmitirían de generación en generación, manteniendo viva la idea de que los animales podían adiestrarse, domesticarse o criarse, y no únicamente cazarse.
–Lobo estará bien con Folara –aseguró Jondalar–. Se encuentra a gusto con los visitantes, y éstos cada vez son más cuidadosos y, antes de venir, se aseguran de avisar a alguien de la Novena Caverna. No atacará inesperadamente a nadie; ahora sabemos por qué se comportó de una manera tan agresiva con Lenadar. Lo está pasando mal; los últimos sucesos forzosamente lo han hecho cambiar, pero en esencia sigue siendo el Lobo que tú has amado y adiestrado desde que era un cachorro. No obstante, no creo que convenga llevarlo a la reunión. Ya sabes lo mucho que se exaltan algunas personas, y Lobo podría ponerse nervioso. Es posible que no le guste ver agente gritar o alborotar, sobre todo si tú estás allí y cree que te amenazan.
–¿Quiénes asistirán? –preguntó Ayla.
–Básicamente los jefes de las Cavernas y los zelandonia, además de aquellos que han hablado en contra de Echozar –contestó Joharran.
–Es decir, Brukeval, Laramar y Marona –dedujo Ayla–. Ninguno de ellos es amigo nuestro.
–Peor aun –prosiguió Jondalar– Zelandoni de la Quinta Caverna y Madroman, su acólito, que desde luego no es mi mejor amigo, también estarán presentes. Y también Denanna de la Vigésimo novena Caverna, aunque no acabo de entender por qué presentó quejas.
–Creo que no le gusta la idea de que haya animales vivos cerca de las personas. Recuerda que cuando nos detuvimos allí, no quería que los animales llegaran hasta su refugio –dijo Ayla–. Aunque yo incluso prefería acampar en el prado.
Cuando llegaron al alojamiento de los zelandonia, la cortina se abrió antes de que anunciaran su presencia, y de inmediato los hicieron pasar. Sin concederle demasiada importancia, Ayla se preguntó por qué, al parecer, sabían siempre en qué momento iba a llegar ella, tanto si se la esperaban como si no.
–¿Conoces ya al nuevo miembro de la Novena Caverna? –preguntó Zelandoni. Se dirigía a la mujer de aspecto amable y sonrisa conciliadora en quien, no obstante, Ayla percibía una fortaleza subyacente.
–Estuve en la presentación, claro está, y en la ceremonia matrimonial, pero aún no la conozco personalmente –respondió la mujer.
–Esta es Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, compañera de Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii, hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna, antes Ayla de los Mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario y protegida por el Oso Cavernario –dijo la Primera.
–Ayla, ésta es Zelandoni de la Vigésimo novena Caverna.
La joven saludó a la mujer, pero le sorprendió oír una presentación formal tan breve. No obstante, no hacía falta más. Como Zelandoni, había renunciado a su identidad individual y se había convertido en la personificación de la Vigésimo novena Caverna de los Zelandonii, aunque si ella lo hubiera deseado, podría haber incluido en la presentación su nombre original y sus anteriores lazos. Simplemente resultaba innecesario en la mayoría de los casos, puesto que ya no era esa persona.
Pensó en su última adquisición de títulos y lazos de parentesco. Le gustaba el modo en que Zelandoni la había presentado. Se había convertido en Ayla de los Zelandonii y en compañera de Jondalar, y eso mencionaba en primer lugar, pero antes había sido Ayla de los Mamutoi, no había perdido sus vínculos con ellos, unos lazos que para ella tanto significaban. Y seguía siendo la elegida por el espíritu del León Cavernario y protegida por el Oso Cavernario. Le complacía que se incluyeran incluso su tótem y sus vínculos con el Clan.
A su llegada, cuando oía recitar aquellas largas listas de títulos y lazos en las presentaciones formales, se preguntaba por qué lo hacían. ¿Por qué no las simplificaban y enunciaban sólo los nombres utilizados habitualmente por las personas, como por ejemplo Jondalar, Marthona, Proleva? Pero en ese momento le había producido tal satisfacción oír sus propios vínculos familiares, que se alegraba de la costumbre de los Zelandonii de incluir las referencias pasadas. En otro tiempo pensaba en sí misma como «Ayla de Nadie», una mujer sin otra compañía que un caballo y un león. En el presente mantenía lazos con muchas personas, estaba emparejada y esperaba un niño.
Cuando se disponía a centrar nuevamente su atención en las personas allí reunidas, otro pensamiento pasó por su cabeza. Deseó poder incluir «madre de Durc del Clan» en su lista de títulos y lazos, pero considerando el motivo de la reunión, y recordando la noche de su emparejamiento, así como los problemas causados a raíz de la aparición de Echozar, dudaba si algún día podría revelar a los Zelandonii la existencia de su hijo Durc.
Cuando la Primera se situó en el centro del alojamiento, en seguida se hizo el silencio.
–Empezaré advirtiendo que esta reunión no cambiará nada –dijo la donier–. Joplaya y Echozar están emparejados, y eso sólo ellos pueden cambiarlo. Pero, según parece, existe un trasfondo de crueles rumores y una general animadversión hacia ellos, circunstancia que yo considero vergonzosa. No me hace sentir precisamente orgullosa ser Zelandoni de una gente tan despiadada con dos jóvenes que acaban de iniciar su vida juntos. Dalanar, el hombre del hogar de Joplaya, y yo decidimos sacar este asunto a la luz. Si alguien tiene sinceras quejas, éste es el momento de exponerlas.
Se produjeron nerviosos movimientos, y todos eludían las miradas de los demás. Algunos estaban visiblemente abochornados, sobre todo aquellos que habían escuchado las maliciosas habladurías con avidez o quizá incluso las habían difundido. Ni siquiera los jefes espirituales y seculares se hallaban por encima de tales defectos humanos. En apariencia, nadie quería sacar a relucir el tema, como si fuera demasiado absurdo incluso para mencionarlo, y la Primera se disponía ya a pasar a la siguiente razón por la que se había convocado la reunión.
Laramar percibió que se le escapaba de las manos el momento que tanto se había esforzado en provocar, y él había sido uno de los principales instigadores del descontento.
–Es verdad, pues, que la madre de Echozar era una cabeza chata, ¿no? –dijo.
La Primera lo miró con desprecio e indignación.
–Nunca lo ha negado.
–Eso significa que es hijo de espíritus mixtos, y un hijo de espíritus mixtos es una abominación, lo cual lo convierte en una abominación –adujo Laramar.
–¿Quién te ha dicho que un hijo de espíritus mixtos es una abominación? –preguntó Zelandoni, Que Era la Primera.
Laramar miró alrededor con expresión ceñuda.
–Todo el mundo lo sabe.
–¿Por qué? –insistió la Primera.
–Porque lo dice la gente.
–¿Qué gente dice eso?
–Todos –contestó Laramar.
–Si todos dijeran que mañana no saldrá el sol, ¿sería verdad? –preguntó la donier.
–Bueno... no. Pero la gente siempre ha dicho que...
–Si no recuerdo mal, yo se lo he oído decir a algún Zelandoni –comentó uno de los presentes.
La Primera se volvió para mirar a la persona que había hablado; había reconocido la voz.
–¿Estás diciendo que es una enseñanza de los zelandonia, que un niño de espíritus mixtos es una abominación, Marona?
–Pues sí –respondió la joven con tono desafiante–. Estoy segura de habérselo oído decir a algún Zelandoni.
–Marona, ¿sabías que incluso una mujer hermosa puede parecer fea cuando miente? –replicó la Primera.
La joven se sonrojó y lanzó una virulenta mirada a la Primera. Varias personas se volvieron a mirarla para ver si se cumplía la afirmación de la Primera, y algunas estuvieron de acuerdo en que la rencorosa expresión de la joven desvirtuaba su reconocida belleza. Ella desvió la mirada, pero masculló:
–¿Y tú qué sabes, vieja gorda?.
Alrededor, varios ahogaron exclamaciones al oír tal insulto dirigido a la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra. Ayla, que estaba en el lado opuesto de la amplia estancia, contuvo también la respiración; a pesar de la distancia había oído a Marona, al igual que algunos otros de los presentes, entre ellos la Primera, que también tenía un oído bastante fino.
–Observa con atención a esta vieja gorda, Marona, y recuerda que, como a ti, en otro tiempo se me consideró la mujer más bella de la Asamblea Estival –repuso Zelandoni–. La belleza es un Don muy efímero. Utilízalo con sensatez mientras lo conservas, porque cuando lo pierdas, serás muy desdichada si no te queda nada más. Yo nunca he lamentado la pérdida de la belleza, porque lo que he acumulado en conocimientos y experiencia es mucho más satisfactorio –a continuación, volvió a dirigirse al resto del grupo–. Marona ha dicho, y Laramar ha insinuado, que los zelandonia enseñan que los niños nacidos como resultado de la mezcla del espíritu de uno de nosotros con el espíritu de uno de aquellos a quienes llamamos cabezas chatas son abominaciones. Estos últimos días me he sumido en una profunda meditación y he rememorado todas las Historias y Leyendas de los Ancianos, así como las tradiciones que sólo los zelandonia conocemos, para investigar el origen de esa idea, ya que Laramar tiene razón en un sentido. Se trata de algo que «todo el mundo» cree saber –guardó silencio un instante y miró a los allí reunidos–. Pero esa idea nunca ha formado parte de las enseñanzas de los zelandonia.
Los zelandonia habían permanecido muy callados al verla meditar a solas con la placa del pecho vuelta del revés de manera que los grabados y adornos permanecían ocultos y quedaba a la vista el lado liso, dando a entender que no quería que la interrumpiesen. Ahora sabían por qué.
Se produjeron algunas protestas.
–Pero son animales ...
–Ni siquiera son humanos.
–Están emparentados con los osos.
Zelandoni de la Decimocuarta Caverna tomó la palabra y declaró:
–Esa mezcla horroriza a la Madre.
–Son una abominación –afirmó Denanna, la jefa de la Vigésimo novena Caverna–. Siempre lo hemos sabido.
Madroman habló en susurros al oído de Zelandoni de la Quinta Caverna:
–Denanna tiene razón. Son mitad humanos, mitad animales.
La Primera aguardó a que se apaciguaran.
–Pensad dónde habéis oído todo eso –dijo–. Intentad recordar un solo ejemplo en las tradiciones o en las Historias y Leyendas de los Ancianos donde se mencione explícitamente que los hijos de espíritus mixtos son abominaciones, o que los cabezas chatas son animales. No hablo de vaguedades o insinuaciones, sino de referencias expresas –los dejó reflexionar por un momento y luego prosiguió–. De hecho, si lo pensáis detenidamente, os daréis cuenta de que la Madre nunca se horrorizaría por algo así, ni querría que los consideráramos abominaciones. Son hijos de la Madre, igual que nosotros. Al fin y al cabo, ¿quién elige al espíritu de un hombre que ha de mezclarse con el espíritu de una mujer? No ocurre con frecuencia; no nos relacionamos apenas con los cabezas chatas; pero si en ocasiones la Madre decide crear una nueva vida mezclando el elán de un cabeza chata con el de un Zelandonii, es la voluntad de Ella. No está bien que sus hijos menosprecien a esos otros vástagos. La Gran Madre Tierra decidió crearlos, quizá por algún motivo especial. Echozar no es una abominación. Él nació de una mujer, como todos nosotros. No por el hecho de ser su madre una mujer del Clan él es menos hijo de la Gran Madre. Si él y Joplaya se han elegido mutuamente, Doni se da por satisfecha, y lo mismo debemos hacer nosotros.
Todos quedaron sorprendidos por sus palabras, y como no oyó claras manifestaciones de rechazo, la Primera decidió seguir adelante.
–El otro motivo por el que hemos convocado esta reunión es que Joharran quiere hablar de esos a quienes llamamos «cabezas chatas», pero antes considero oportuno que sepáis más cosas de ellos a través de alguien que los conoce bien. Ayla fue criada por los cabezas chatas, que ella llama la «gente del Clan». Ayla, puedes venir aquí y hablarnos de ellos.
La joven se levantó y se encaminó hacia la Primera. Tenía el estómago revuelto y la boca seca. No estaba acostumbrada a hablar formalmente en público y no sabía por dónde empezar, así que comenzó allí donde se iniciaban sus recuerdos.
–Yo tenía cinco años aproximadamente cuando perdí a la familia en la que nací. No recuerdo bien esa parte, pero creo que un terremoto se los llevó a todos. A veces aún sueño con eso. Supongo que vagué sola un tiempo; recuerdo claramente que no sabía adónde ir ni qué hacer. No sé cuánto tiempo pasé sola antes de que me persiguiera un león cavernario. Creo que me escondí en una cueva pequeña, muy pequeña, porque el león metió la garra para alcanzarme y me arañó la pierna. Aún tengo las cicatrices, cuatro líneas de sus uñas en la pierna. Mi primer recuerdo nítido es que abrí los ojos y vi a Iza, una mujer de esa gente a quienes llamáis «cabezas chatas». Recuerdo que grité al verla, y entonces ella me tuvo abrazada hasta que me calmé.
La gente quedó atrapada de inmediato en la historia de una niña huérfana de no más de cinco años. Ayla explicó que el hogar del clan que la encontró había sido destruido por el mismo terremoto, y que estaban buscando un nuevo lugar donde vivir cuando dieron con ella por casualidad. Les contó que ella era consciente de no pertenecer al Clan y sabía que era una de «Los Otros», que era el término con el que aquella gente designaba a las personas como ella. Explicó cómo fue adoptada por la entendida en medicinas del clan de Brun y el hermano de ésta, Creb, que era un gran mog–ur, una especie de Zelandoni. Mientras hablaba fue tranquilizándose y prosiguió con toda la naturalidad, inspirada por la emoción y los sinceros sentimientos originados por la evocación de su vida con la gente que se hacía llamar «el Clan del Oso Cavernario».
No omitió nada, ni los conflictos con Broud, el hijo de la compañera del jefe Brun, ni lo mucho que disfrutó aprendiendo el uso de las medicinas con Iza. Habló de lo mucho que quería a Creb e Iza, y también a su hermana en el Clan, Uba, y de cómo aprendió a utilizar la honda ella sola y cuáles fueron las consecuencias de ello años después. Vaciló sólo llegado el momento de hablar de su hijo. Pese al lógico y generoso razonamiento de la Primera para explicar que los miembros del Clan también eran hijos de la Madre, Ayla sabía, por las expresiones y el lenguaje corporal de varias personas –en especial aquellas que habían presentado objeciones a la unión de Echozar y Joplaya–, que no habían cambiado de opinión. Simplemente habían decidido que era mejor reservarse esa opinión por el momento. Finalmente, Ayla consideró preferible no hacer referencia a su hijo.
Les contó que la habían obligado a abandonar el Clan cuando Broud asumió el mando, y si bien intentó explicarles qué era una maldición de muerte, dudó que comprendieran plenamente la magnitud real de su fuerza coactiva. Causaba literalmente la muerte de un individuo del Clan si éste no tenía ningún sitio adonde ir, y nadie, ni siquiera sus seres más queridos, reconocían su existencia. Habló brevemente de su etapa en el valle, pero se explayó más al referirse a Rydag, el niño mixto que había adoptado Nezzie, la compañera del jefe del Campamento del León.
–A diferencia de Echozar, Rydag carecía de la fortaleza física de la gente del Clan y padecía una debilidad interna; pero, al igual que los miembros del Clan, era incapaz de producir ciertos sonidos. Yo enseñé a Rydag y Nezzie, a la vez que al resto del Campamento del León y al propio Jondalar, a comunicarse mediante señas. Para Nezzie, fue una gran alegría la primera vez que el niño la llamó «madre» –concluyó Ayla.
A continuación Jondalar se colocó frente a la concurrencia y contó que él y su hermano Thonolan conocieron a unos hombres del Clan poco después de cruzar el glaciar de las tierras altas del este. Luego refirió la graciosa anécdota de cuando capturó sólo medio pez, porque compartió la otra mitad con un joven del Clan. Explicó asimismo las circunstancias que los llevaron a pasar unas cuantas noches en compañía de Guban y Yorga, la pareja del Clan, y a «hablar» con ellos en el lenguaje que Ayla le había enseñado.
–Si algo descubrí en mi Viaje –declaró Jondalar– es que esos a quienes siempre hemos llamado «cabezas chatas» Son personas: personas inteligentes. No son más animales que vosotros o yo. Puede que sus costumbres sean distintas; puede que incluso su forma de inteligencia sea diferente, pero no es en modo alguno inferior. Sólo es distinta. Hay ciertas cosas que nosotros somos capaces de hacer, y ellos no; pero también hay algunas cosas que ellos pueden hacer y nosotros no.
Luego se puso en pie Joharran para hablar de sus preocupaciones y la necesidad de desarrollar nuevas formas de relación con la gente del Clan. Finalmente, Willamar aludió a la posibilidad de entablar tratos comerciales con ellos. Después se plantearon numerosas dudas, y el debate se prolongó durante mucho tiempo. Aquello fue una revelación para los zelandonia y los jefes de los Zelandonii. A algunos les costó creerlo, pero otros escucharon con la mente abierta. Resultaba evidente que la historia de Ayla era cierta; ni siquiera el mejor fabulador podía haber inventado una narración tan convincente. Y otorgaba al Clan naturaleza humana, pese a que algunos se negaran a aceptar que sus miembros eran humanos. No se tomó ninguna determinación, pero lo dicho allí dio mucho qué pensar a todos.
La Primera se levantó por fin para dar por concluida la reunión.
–Creo que nos hemos enterado de cosas de suma importancia –declaró–, y agradezco a Ayla que haya accedido a venir y nos haya hablado tan libremente acerca de sus insólitas experiencias. Nos ha ofrecido una peculiar visión de la vida de unas personas, por extrañas que nos parezcan, que acogieron a una niña que sabían que era distinta y la trataron como si fuera una de ellos. Algunos de nosotros nos hemos atemorizado si casualmente hemos visto a un cabeza chata al salir de cacería o reco1ección. Según parece, ese temor no es justificado si son gente dispuesta a acoger a alguien que se encuentra perdido y solo.
–¿Significa eso, en tu opinión, que pudieron haber acogido a aquella mujer de la Novena Caverna que se perdió hace ya tiempo? –preguntó la canosa Zelandoni de la Decimonovena Caverna–. Si no recuerdo mal, estaba encinta cuando regresó. Acaso la Madre decidiera bendecirla cuando se hallaba con los cabezas chatas, y utilizó el espíritu de uno de ellos para...
–¡No! ¡Eso no es verdad! ¡Mi madre no era una abominación! –gritó Brukeval.
–Tu madre no era una abominación, es cierto –confirmó Ayla–. Eso precisamente hemos intentado aclarar. Ninguna persona nacida de espíritus mixtos lo es.
–Mi madre no nació de espíritus mixtos –repuso Brukeval.
Miró a Ayla con tal aversión que ella tuvo que volver la cabeza para eludir la fuerza de su mirada. Acto seguido, Brukeval se marchó indignado. El debate terminó. La gente se puso en pie y empezó a irse. Cuando se dirigía hacia la salida, la Primera notó que Marona la miraba de un modo descortés e insolente y luego oyó los comentarios de Laramar a Zelandoni de la Quinta Caverna y su acólito Madroman.
–¿Cómo puede estar entre los primeros el hogar de Jondalar? –preguntó Laramar–. El pretexto fue que Ayla poseía un alto rango entre los Mamutoi, el pueblo del que supuestamente procedía, y que su categoría debía mantenerse entre los Zelandoni, pero, en realidad, ni siquiera conoce a la gente entre la que nació. Si la criaron los cabezas chatas, es más cabeza chata que Mamutoi. Y decidme cuál es la categoría de un cabeza chata. Debería ser la última, y, sin embargo, ahora está entre los primeros. No lo considero justo.
Tras la larga y agotadora sesión, que terminó con la vehemente intervención de Brukeval, Ayla se sentía extenuada. Suponía que debía ser inquietante para los Zelandonii descubrir de pronto que unas criaturas que hasta entonces consideraban animales eran en realidad personas, seres con raciocinio y sentimientos. Era un cambio radical, y los cambios nunca se asimilaban fácilmente; pero la reacción de Brukeval era irracional, y su mirada llena de rencor le había hecho sentir miedo.
Jondalar propuso ir a por los caballos y salir a montar un rato para alejarse de la gente y relajarse después de los intensos momentos vividos en la reunión. Ayla se alegró de ver a Lobo trotar de nuevo junto a ellos, ya sin vendajes pese a no haberse curado aún totalmente.
–He procurado disimularlo, pero estaba furiosa con quienes se opusieron a la unión entre Echozar y Joplaya porque la madre de él era del Clan –dijo Ayla–. Y, la verdad, no creo que esta reunión especial celebrada a petición de Zelandoni y Dalanar haya resuelto nada. Sospecho que en la ceremonia matrimonial algunos dieron su consentimiento únicamente porque los emparejados no eran Zelandonii. Se hacen llamar «Lanzadonii» pero no veo la diferencia. ¿Qué diferencia hay, Jondalar?
–En cierto sentido, Zelandonii se refiere sólo a nosotros, nuestra gente, los hijos de la Gran Madre Tierra, pero Lanzadonii significa eso mismo –explicó Jondalar–. El verdadero significado de Zelandonii sería Hijos de la Tierra del Suroeste, y el de Lanzadonii, Hijos de la Tierra del Noreste.
–¿Por qué Dalanar no siguió llamándose Zelandonii y convirtió a su gente en otra Caverna con el número que le correspondiera? –preguntó Ayla.
–No lo sé. Nunca se lo he preguntado. Quizá porque viven muy lejos. Uno no llega hasta allí en una tarde, ni siquiera en un día o dos. Creo que sabe que si bien siempre existirán lazos entre nosotros, algún día constituirán un pueblo diferente. Ahora que tienen su propia Zelandoni o, mejor dicho, Lanzadoni, hay aún menos motivos para que hagan el largo viaje a nuestra Asamblea Estival. Problablemente sus doniers continuarán siendo instruidas por la zelandonia durante un tiempo, pero a medida que crezcan, empezarán a instruirse allí.
–Serán como los Losadunai –observó Ayla–. La lengua y las costumbres se parecen a las de los Zelandonii; en otro tiempo debieron ser un mismo pueblo.
–Posiblemente tienes razón, y quizá por eso mantenemos aún tan buenas relaciones de amistad. Ahora no los incluimos en nuestras listas de títulos y lazos, pero tal vez antiguamente sí se hacía.
–Me pregunto cuánto tiempo hará de eso. Ahora existen muchas diferencias, incluso en los versos de su Canto a la Madre –dijo Ayla. Siguieron cabalgando un rato más–. Si los Zelandonii y los Lanzadonii son el mismo pueblo, ¿por qué al final cedieron quienes se oponían al emparejamiento entre Echozar y Joplaya? ¿Sólo porque Lanzadonii significa que viven en el noreste? No tiene sentido. Pero, claro está, su oposición no ha tenido el menor sentido desde el principio.
–Ya ves quién estaba detrás de todo –comentó Jondalar–. ¡Laramar! ¿Qué interés tiene en armar este alboroto? No has hecho más que ayudar a su familia. Lanoga te adora, y dudo que Lorala siguiera viva si tú no hubieras intervenido. Me pregunto si de verdad le importa todo esto o si sólo quiere llamar la atención. Creo que no deberían haberle invitado a una reunión especial como ésa, con las personas de mayor rango, donde varias de ellas, incluida la Primera, le presentaban directamente a él sus argumentos, y otras lo respaldaban. Ahora que Laramar ha saboreado ese pequeño triunfo, me temo que seguirá creando problemas, sólo para continuar recibiendo la atención de los demás. Pero aún no comprendo la actitud de Brukeval. Conoce bien a Dalanar y Joplaya, incluso está emparentado con ellos.
–¿Sabías que la madre de Matagan me dijo que Brukeval estuvo en el campamento de la Quinta Caverna intentando convencer a la gente para que presentara una objeción al emparejamiento de Joplaya antes de la ceremonia matrimonial? –dijo Ayla–. Siente un profundo rechazo contra el Clan y, sin embargo, su parecido con Echozar es evidente. Brukeval tiene rasgos característicos del Clan, no tan marcados como los de Echozar, pero los tiene. Creo que ahora me odia por decir que su madre nació de espíritus mixtos, pero yo sólo pretendía explicar que las personas mixtas no tienen nada de malo, no son abominaciones.
–Probablemente él todavía piensa lo contrario. Por eso pone tanto empeño en negarlo. Debe ser horrible detestar lo que uno mismo es. Eso no puede cambiarse. Es curioso; Echozar también aborrece al Clan. ¿Por qué odian a la gente de la que forman parte?
–Quizá porque otros los hacen sufrir por lo que son, y ellos no pueden ocultarlo porque su aspecto es distinto –contestó Ayla–. Pero la mirada que Brukeval me ha lanzado rebosaba rencor, y eso me asusta. Me recuerda un poco a Attaroa, como si algo no anduviera bien dentro de él, como si hubiera en él algo defectuoso o deforme; semejante a lo que le ocurre a Lanidar en el brazo, pero por dentro.
–Quizá ha penetrado en él algún espíritu maligno, o su elán se ha torcido –aventuró Jondalar–. No lo sé, pero quizá deberías mantenerte alejada de Brukeval, Ayla. Puede que intente crearte más complicaciones.
E1 verano avanzaba y los días eran cada vez más calurosos. La hierba de los prados ganaba altura y adquiría un color dorado, oscilando sus puntas por el peso de la simiente, promesa de nueva vida. También el cuerpo de Ayla aumentaba de peso conforme crecía el niño que llevaba en su vientre. Estaba trabajando al lado de Jondalar, extrayendo semillas de unos tallos de avena silvestre, cuando notó por primera vez un movimiento en su interior. Se detuvo y se apretó el abultado vientre con la mano. Jondalar lo advirtió.
–¿Qué pasa, Ayla? –preguntó preocupado.
–He notado moverse al niño. ¡Es la primera vez que lo noto! –exclamó sonriendo pletórica de alegría. Tras cogerle a Jondalar la herramienta de desgranar, tomó su enorme mano y se la llevó al vientre–. Aquí. Quizá el niño vuelva a moverse.
Él aguardó expectante.
–No noto nada –dijo al cabo de un momento. De pronto se produjo un leve movimiento bajo su mano, apenas una ondulación–. ¡Sí! ¡Sí! ¡He notado moverse al niño!
–Más adelante esos movimientos serán más fuertes –le explicó Ayla–. ¿No es maravilloso, Jondalar? ¿Qué te gustaría que fuera, niño o niña?
–Me da igual. Sólo quiero que nazca sano, y que tengas un parto fácil. ¿Y tú que prefieres que sea?
–Creo que me gustaría tener una niña, pero estaría igual de contenta con un niño. La verdad es que no me importa. Sólo quiero un hijo, tú hijo. También es tu hijo.
–¡Eh, vosotros dos! Si seguís holgazaneando de esa manera, seguro que gana la Quinta Caverna.
Al volverse, vieron acercarse a un joven de estatura media y complexión sólida y fibrosa. Caminaba con la ayuda de una muleta y llevaba un odre de agua en la mano libre.
–¿Os apetece un poco de agua? –ofreció.
–¡Hola, Matagan! Con este calor, se agradece esa agua –dijo Jondalar. Cogiendo el odre y, levantándolo por encima de su cabeza, dejó caer en su boca el agua que manaba del pitorro. Luego lo pasó a Ayla y preguntó al joven–: ¿Cómo va esa pierna?
–Más fuerte cada día. No tardaré en poder desprenderme de la muleta –contestó Matagan con una sonrisa–. Se supone que sólo puedo repartir agua entre los de la Quinta Caverna, pero he visto a mi curandera preferida y he pensado que bien podía hacer un poco de trampa. ¿Cómo estás, Ayla?
–Muy bien. Acabo de notar vida dentro de mí por primera vez hace un momento. El bebé crece –respondió ella–. ¿Quién calculas que va por delante?
–No está nada claro. La Decimocuarta ha llenado ya varias cestas, pero la Tercera ha localizado otro bancal grande.
–¿Y la Novena? –preguntó Jondalar.
–Creo que tienen opciones, pero apuesto por la Quinta –respondió el joven.
–No eres imparcial. Quieres los premios –Jondalar se echó a reír–. ¿Qué ha donado este año la Quinta Caverna?
–La carne ya en cecina de dos uros muertos en la primera cacería, una docena de lanzas y una gran fuente de madera labrada por nuestro mejor tallista. ¿Y la Novena?
–Un gran odre del vino de Marthona, cinco lanzavenablos de madera de abedul con tallas, cinco piedras del fuego y dos de las grandes cestas de Salova, una llena de avellanas y la otra de manzanas ácidas –contestó Jondalar.
–Si gana la Quinta, yo iré a por el vino de Marthona. Espero que los huesos me respondan. En cuanto pueda librarme de esto –levantó la muleta–, volveré a la tienda de los hombres. Creo que, con o sin muleta, podría volver ya, pero mi madre prefiere que aún no me vaya. Me ha tratado de maravilla; nadie me habría cuidado mejor. Pero ahora ya me mima demasiado. Desde el accidente, me da la sensación de que soy un niño de cinco años.
–No puedes reprochárselo –dijo Ayla.
–No se lo reprocho. Lo comprendo. Simplemente tengo ganas de volver al alojamiento de los hombres. Si no estuvieras emparejado, Jondalar, incluso te invitaría a la fiesta que organizaremos con el vino.
–La verdad es que tuve bastantes fiestas en los alojamientos de hombres cuando era joven; pero gracias de todos modos –contestó Jondalar–. Algún día, cuando seas mayor, te darás cuenta de que estar emparejado no es tan malo como ahora piensas.
–Pero tú te has quedado ya con la mujer que yo quería –bromeó el joven, lanzando una burlona mirada a Ayla–. Si la tuviera a ella, también yo me iría de buena gana de la tienda de los hombres. Cuando la vi en vuestra ceremonia matrimonial, pensé que era la mujer más hermosa de esta tierra. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Creo que todos los hombres presentes pensaron lo mismo que yo y desearon estar en tu lugar, Jondalar.
Si bien al principio Matagan se sentía cohibido ante Ayla, perdió la timidez a medida que fue conociéndola mejor durante los muchos días que ella acudió al alojamiento de los zelandonia para ayudar a atenderlo. Luego empezaron a manifestarse su sociable cordialidad y su desenfadada simpatía naturales.
–Sí, ya ves –comentó Ayla sonriendo y dándose palmadas en el prominente vientre–. ¡Vaya «hermosura»! Una mujer vieja con barriga.
–Eso te hace aún más hermosa. Además, me gustan las mujeres mayores que yo. Quizá algún día me empareje con alguna... si encuentro a una como tú –dijo Matagan.
Jondalar sonrió al joven, que le recordaba a Thonolan. Era evidente que estaba enamorado de Ayla, pero con el tiempo llegaría a ser un hombre con mucho encanto, y tal vez lo necesitara si se quedaba cojo para siempre. A Jondalar no le importó que practicara un poco con Ayla. En su día también él se había enamorado de una mujer mayor.
–Además, recuerda que eres mi curandera preferida –su mirada adquirió una expresión más seria–. Cuando me llevaban en la parihuela, me desperté varias veces, y al verte pensé que estaba soñando. Creía que era una bella donii que venía para guiarme hasta la Gran Madre. Estoy convencido de que me salvaste la vida, y dudo que ahora pudiera andar de no haber sido por ti.
–El azar quiso que estuviera allí en ese momento, e hice lo que pude –contestó ella.
–Es posible, pero quiero que sepas que si alguna vez necesitas algo... –Bajó la vista, avergonzado, y se sonrojó. Le costaba decir lo que tenía pensado. Volvió a mirar a Ayla–. Si alguna vez puedo hacer algo por ti, sólo tienes que pedírmelo.
–Recuerdo un tiempo en que también yo creía que Ayla era una donii –terció Jondalar para aliviar el malestar de Matagan–. ¿Sabías que me cosió las heridas? Y una vez, en nuestro Viaje, todo un campamento S' Armunai creyó que Ayla era la mismísima Madre, una donii viva venida para ayudar a sus hijos en la tierra. Y que yo sepa, quizá lo sea, a juzgar por cómo se enamoran de ella los hombres.
–¡Jondalar, no le metas esas estupideces en la cabeza! –protestó Ayla–. Y más vale que continuemos trabajando, o la Novena Caverna perderá. Además, quiero guardar un poco de este grano para un par de caballos, y quizá un potrillo. Hicimos bien en recoger centeno de sobra cuando maduró, pero los caballos prefieren la avena.
Echó un vistazo a la cesta que llevaba colgada del cuello para tener libres las dos manos y vio la cantidad de semillas que ya había dentro; luego sostuvo la piedra en posición y se puso a trabajar. Con una mano juntaba unos cuantos tallos de grano maduro y con la piedra redondeada en la otra mano iniciaba un suave y uniforme movimiento ascendente, haciendo desprenderse las semillas, que recogía en esa misma mano. Después las echaba en la cesta y agarraba unos cuantos tallos más.
Era una labor lenta y minuciosa, pero no era difícil una vez que se le cogía el tranquillo. El uso de una piedra permitía desgranar las espigas con mayor eficacia y, por tanto, con mayor rapidez. Cuando Ayla preguntó, nadie supo decirle de dónde había salido aquella idea; recogían así el grano desde tiempos inmemoriales.
Cuando Matagan se alejó renqueando, Ayla y Jondalar vertían ya en sus cestas las semillas desprendidas.
–Tienes un ferviente admirador en la Quinta Caverna, Ayla –bromeó Jondalar–. Otros muchos comparten esos sentimientos. Has hecho muchos amigos en esta Asamblea. La mayoría de la gente te ve como una Zelandoni. Por costumbre, identifican a las curanderas con las doniers.
–Matagan es un joven simpático –dijo Ayla–. Su madre también es muy agradable. El abrigo con capucha y forrado de piel que me ha regalado es precioso, y lo bastante holgado para poder usarlo este invierno. Me pidió que fuera a visitarlos en otoño cuando hayamos regresado. ¿Pasamos por el hogar de la Quinta Caverna cuando veníamos hacia aquí?
–Sí, está corriente arriba, a la orilla de un pequeño afluente del Río. Puede que paremos allí en el camino de vuelta. Por cierto, dentro de unos días saldré a cazar con Joharran y algunos hombres. Puede que estemos un tiempo fuera –explicó Jondalar, adoptando un tono despreocupado para que pareciera una actividad normal y corriente.
–Supongo que no podré ir –dijo Ayla con nostalgia.
–Me temo que tendrás que abandonar la caza por una temporada. Ya sabes, y el accidente de Matagan lo ha dejado muy claro, que la caza puede ser peligrosa, sobre todo si no estás ya tan ágil como antes.
–Volví a cazar en cuanto nació Durc. Siempre había alguna mujer que lo amamantaba si yo no regresaba a tiempo.
–Pero nunca te marchabas durante varios días seguidos.
–No, sólo cazaba animales pequeños con la honda –admitió Ayla.
–Bueno, quizá puedas volver a hacerlo, pero deberás evitar las salidas de varios días con partidas de caza. Además, ahora soy tu compañero. Es mi obligación cuidar de ti y de tus hijos. Eso te prometí cuando nos unimos. Si un hombre no es capaz de mantener a su familia, ¿qué utilidad tiene? ¿Para qué sirven los hombres si las mujeres dan a luz a los hijos y también los mantienen?
Ayla nunca había oído hablar así a Jondalar, y se preguntó si todos los hombres pensarían lo mismo que él. ¿Necesitaban los hombres buscar el sentido de su existencia porque no podían tener hijos? Intentó ponerse en su lugar: quiso saber cómo se sentiría en caso de cambiarse los papeles, en caso de no poder tener hijos y creer que su única aportación posible era ayudar a mantenerlos. Se volvió hacia Jondalar.
–Este niño no estaría dentro de mí si no fuera por ti –afirmó llevándose las manos a la prominencia formada bajo sus pechos–. Este niño es tan tuyo como mío. Simplemente crece dentro de mí desde hace un tiempo. Sin tu esencia, no se habría iniciado.
–Eso no lo sabes con seguridad –dijo Jondalar–. Es lo que tú piensas, pero nadie más coincide contigo, ni siquiera Zelandoni.
Los dos se hallaban cara a cara en medio del campo abierto, no en actitud hostil, sino cada cual con su propia opinión. Jondalar vio que unos mechones rubios blanqueados por el sol habían escapado de la cinta de cuero con que Ayla se había recogido el cabello y le azotaban la cara agitados por el viento. Iba descalza, y sus bronceados brazos y pechos quedaban al descubierto por encima de la sencilla prenda de piel que rodeaba su creciente cintura y pendía suelta hasta las rodillas para proteger su piel de los arañazos de los secos y ásperos tallos de avena que desgranaban. Su mirada revelaba determinación, firmeza, casi airado desafío, pero a la vez ella parecía muy vulnerable. Jondalar adoptó una expresión más transigente.
–En todo caso, poco importa. Te quiero. Mi único deseo es cuidar de ti y tu hijo –declaró, y abrió los brazos para envolverla en ellos.
–Nuestro hijo, Jondalar; nuestro hijo –insistió ella abrazándolo y estrechándose contra su pecho.
Él notó, con igual satisfacción, sus senos desnudos y su abultado vientre.
–De acuerdo, Ayla: nuestro hijo –aceptó Jondalar. Deseaba creerlo.
Corría un aire fresco cuando salieron del alojamiento. En los pequeños bosques, las hojas de los árboles presentaban tonos amarillentos y, a veces, rojizos, y la hierba y las plantas que no se hallaban pisoteadas entre el polvo alrededor del campamento ofrecían un aspecto marchito y parduzco. Todas las ramas caídas y matorrales secos de las inmediaciones se habían usado ya como leña, y los bosques habían perdido espesura.
Jondalar cogió las mochilas que estaban en tierra cerca de la entrada del alojamiento.
–Los caballos con las angarillas van a ser muy útiles para transportar las reservas de comida para el invierno. Ha sido una provechosa temporada.
Lobo corrió hasta ellos con la lengua colgando a un lado de la boca. Tenía una oreja algo caída, con el borde mellado, que le daba cierta apariencia de golfo.
–Creo que sabe que nos marchamos –comentó Ayla–. Me alegro tanto de que regresara y se quedara con nosotros, aunque estuviera herido. Lo habría echado de menos. Tengo muchas ganas de regresar a 1a Novena Caverna, pero siempre recordaré esta Asamblea Estival, en la que nos hemos emparejado.
–También yo he disfrutado mucho. Hacía mucho tiempo que no asistía a una Asamblea. Pero ahora que nos vamos, estoy impaciente por volver a casa –dijo Jondalar, y sonrió.
Pensaba en la sorpresa que, como él sabía, aguardaba a Ayla. Ella percibió un cambio en su expresión. Su sonrisa era más bien una mueca de placer, y transmitía una sensación de expectación. Intuyó que le ocultaba algo, pero no tenía la menor idea de qué podía ser.
–Me alegro de que hayan venido los Lanzadonii. Han de recorrer un largo camino, pero Dalanar ha conseguido la donier que buscaba –prosiguió Jondalar–, y Echozar y Joplaya se han emparejado como es debido. Los Lanzadonii son aún un pueblo poco numeroso, pero no tardarán en formar una segunda Caverna. Han tenido muchos hijos, y afortunadamente han sobrevivido la mayoría.
–¡Qué bien que Joplaya esté encinta! –dijo Ayla–. Fue bendecida antes de su unión, pero no creo que se enterara de eso mucha gente durante la ceremonia matrimonial.
–Algunos tenían otros asuntos en la cabeza –comentó Jondalar–, pero me alegro por ellos dos. He encontrado a Joplaya un tanto distinta, más triste en cierto modo. Quizá sólo necesita un niño.
–Vale más que nos demos prisa –apremió Ayla–. Dijo Joharran que quería salir temprano.
No deseaba hablar de la tristeza de Joplaya porque conocía la causa, y tampoco quería mencionar la larga conversación que había mantenido con Jerika. La madre de Joplaya le había pedido cierta información muy concreta. Contó a Ayla sus propias complicaciones en el momento de dar a luz y mostró su interés en saber todo aquello que Ayla pudiera explicarle para facilitar un parto potencialmente difícil. También quería informarse acerca de la medicina de Ayla destinada a prevenir la concepción, y de los posibles métodos para provocar un aborto si lo primero no daba resultado. Temía por la vida de su única hija, y prefería no tener nietos a perderla. Pero como Joplaya estaba ya encinta y decidida a tener al niño, si sobrevivía al parto, Jerika tenía la firme determinación de evitar futuros embarazos.
La Undécima Caverna había remontado el río con todas sus balsas, y Joharran había acordado con ellos el traslado de una parte de la carga a la vuelta, pero el Sitio del Río tenía sólo un número de balsas limitado, y todas las Cavernas querían utilizarlas. La Novena llenó las angarillas y cargó los lomos de Whinney y Corredor de paquetes de cecina envueltos con cuero crudo y canastos de alimentos recolectados. Los alojamientos que les habían servido de hogares durante el verano fueron desmontados, y las partes reutilizables se añadieron asimismo a la carga de los caballos. Además, cada persona acarreaba una mochila llena de cosas, y algunos, inspirándose en las angarillas de los caballos, se construyeron artefactos similares que arrastraban ellos mismos. Ayla pensó en hacer una angarilla para Lobo, pero aún no lo había adiestrado como animal de tiro. Quizá al año siguiente también él podría colaborar en el transporte de la carga.
Joharran iba de un lado a otro del campamento, dando prisa a la gente, haciendo sugerencias y cerciorándose de que todo estaba a punto. Cuando se hubo asegurado de que la Novena Caverna lo tenía todo listo para partir, se colocó al frente para encabezar la marcha, empuñando su 1anza. Al viajar de día y siendo un grupo grande, si permanecían juntos no se acercaría a ellos ningún cazador cuadrúpedo. No obstante, a la primera señal de peligro, al tener la lanza en la mano, Joharran podría encajarla rápidamente en el lanzavenablos y prepararse para arrojarla. Se había ejercitado con el arma a lo largo del verano, y la manejaba ya con cierta destreza. Había media docena de hombres asignados a proteger los flancos, y Solaban y Rushemar cubrían la retaguardia. Las tareas de vigilancia se realizarían por turnos, pasando a ocupar esos puestos otros que de momento ayudaban a transportar los pródigos frutos de ese verano en su viaje de regreso a la Novena Caverna.
Antes de marcharse, Ayla contempló una vez más el lugar donde se había celebrado la Asamblea Estival. Montones de huesos y desperdicios salpicaban el pequeño valle. Varias Cavernas habían partido ya, dejando amplios espacios vacíos entre los campamentos de quienes continuaban allí, con postes y armazones de troncos todavía en pie y rectángulos y círculos negros donde habían estado las fogatas. Se había abandonado una tienda ya demasiado maltrecha para usarla, y un jirón de cuero desprendido de una estaca ondeaba al viento, que arrastraba un cesto viejo. Ayla observó que los alojamientos de otras Cavernas estaban a medio desmontar. El campamento de la Asamblea Estival ofrecía un aspecto desolador.
Pero los desechos pertenecían a la tierra y pronto se descompondrían. En la primavera siguiente apenas quedarían indicios de las Cavernas que habían pasado allí el verano. La tierra se recuperaría pronto de la invasión.
El viaje de regreso fue duro. La gente avanzaba penosamente con la pesada carga y, llegada la noche, se desplomaba exhausta en sus camas. Al principio, Joharran impuso una marcha rápida, pero la aminoró gradualmente para que los más débiles pudieran mantener el paso. No obstante, todos veían con ilusión la vuelta a casa y estaban muy animados. Aquella carga representaba su supervivencia durante los crudos meses del invierno.
Cuando se acercaban al hogar de la Novena Caverna, el familiar paisaje los incitó a apretar el paso. Impacientes por llegar al refugio bajo el saliente de roca, se esforzaron para no tener que pasar fuera una noche más. Las primeras estrellas del anochecer parpadeaban en el cielo cuando avistaron la Piedra que Cae y la familiar pared rocosa. Con ciertas dificultades a causa de la menguante luz y la pesada carga, atravesaron el Río del Bosque por las piedras dispuestas en el cauce y luego ascendieron por el sendero hacia la terraza del refugio. Cuando por fin llegaron al porche de piedra que se extendía ante la abertura en la roca bajo el protector saliente, casi había oscurecido.
Correspondió a Joharran la tarea de encender la primera fogata y una antorcha para llevarla al interior del refugio, y se alegró de poder contar para ello con las piritas. El fuego prendió enseguida y encendió la antorcha. A continuación la gente aguardó con impaciencia a que Zelandoni retirara la figurilla de formas femeninas colocada frente al refugio para protegerlo. Tras dar gracias a la Gran Madre por vigilar su hogar mientras estaban ausentes, se encendieron varias antorchas más. La Caverna formó una procesión tras la corpulenta mujer mientras ésta devolvía la donii a su lugar detrás de la gran hoguera, al fondo del espacio protegido, y luego todos se dispersaron, dirigiéndose cada cual a su propia morada para desprenderse por fin de la carga.
El primer trabajo inevitable consistía en inspeccionarlo todo en busca de posibles daños causados por las alimañas durante su ausencia. Había algunos excrementos de animales, las piedras de algún hogar estaban fuera de su sitio, y algunas cestas habían sido derribadas; pero los desperfectos eran mínimos. Dentro se encendió el fuego de los hogares y se acomodaron las provisiones y reservas. Se extendieron las pieles de dormir en las correspondientes plataformas. La Novena Caverna de los Zelandonii había vuelto a casa.
Ayla se encaminó hacia la morada de Marthona, pero Jondalar la llevó en otra dirección. Lobo los siguió. Sosteniendo una antorcha en una mano y cogiendo la mano de Ayla con la otra, la guió hacia otra estructura, una que ella no recordaba haber visto allí. Jondalar se detuvo ante la entrada, apartó la cortina y le indicó que pasara.
–Esta noche dormirás en tu propia morada, Ayla –anunció Jondalar.
–¿Mi propia morada? –repitió ella, tan abrumada que apenas podía hablar.
Cuando entró en el oscuro espacio, el lobo la acompañó. Jondalar penetró después, manteniendo la antorcha en alto para que ella viese bien el interior.
–¿Te gusta? –preguntó él.
Ayla miró alrededor. En esencia, la morada estaba vacía, pero había estantes adosados a la pared adyacente a la entrada y, a un lado, una plataforma para las pieles de dormir. El suelo se había recubierto con secciones planas y lisas de piedra caliza procedentes de la cercana pared rocosa y se habían soldado entre ellas con arcilla endurecida del río. Se habían dispuesto ya las piedras del hogar, y una estatuilla femenina ocupaba el nicho situado justo enfrente de la entrada.
–Mi propia casa –Ayla, con ojos chispeantes, empezó a dar vueltas en el centro de la estructura vacía–. ¿Una morada para nosotros dos solos?
Lobo se sentó sobre las patas traseras y la observó. Aquél era un lugar nuevo, pero dondequiera que Ayla estuviese era para él su hogar.
Una extraña sonrisa surcaba el rostro de Jondalar.
–Bueno, para nosotros tres –dijo dándole una palmada en el vientre–. Prácticamente está vacío...
–Me encanta. Me gusta muchísimo. Es preciosa, Jondalar.
Tan complacido estaba por las muestras de satisfacción de Ayla que sintió que se le anegaban los ojos en lágrimas, y tuvo que esforzarse por contenerlas. Entregó a Ayla la antorcha.
–Si es así, tienes que encender el candil, Ayla. Con ese gesto das a entender que la aceptas. Guardo aquí un poco de grasa derretida; la he traído todo el camino desde nuestro último campamento.
Se llevó la mano bajo la túnica y sacó una bolsa pequeña, la vejiga curada de un ciervo, envuelta en otra bolsa algo mayor hecha de piel del mismo animal, con el pelo vuelto hacia dentro. La vejiga era casi impermeable, pero con el tiempo rezumaba un poco, especialmente debido al calor. La segunda bolsa tenía la función de absorber esa mínima filtración, y el pelo añadía una capa más para embeber la grasa que pudiera traspasar la membrana de la vejiga. En su parte superior, la vejiga se había atado con tendón de la pata del animal en torno a una vértebra de la espina dorsal del ciervo, rebajado el hueso superfluo hasta obtenerse una forma circular. El orificio natural de la vértebra, donde antes había estado alojada la médula espinal, era el agujero por el que se vertía el contenido. A modo de tapón, llevaba una correa de cuero atada repetidas veces hasta formar un nudo que encajaba en el agujero.
Jondalar tiró del extremo de la correa para retirar el nudo y vertió un poco de grasa líquida en un candil de piedra nuevo. Empapó una punta de una mecha absorbente de liquen extraído de las ramas de los árboles próximos al campamento de la Asamblea Estival y la colocó en el aceite. Luego acercó la antorcha. Prendió al instante. Cuando la grasa, ya caliente, se fundió por completo, Jondalar sacó un paquete de mechas envueltas con una hoja de árbol; éstas se habían elaborado a partir de hongos porosos cortados en tiras y dejados a secar. Le gustaba usar mechas de hongo, porque ardían durante más tiempo y proporcionaban una iluminación más acogedora. Desplazó a un lado la primera mecha y la colocó de forma que sobresaliera un poco más del borde del recipiente poco profundo. Luego añadió una segunda y una tercera mecha al mismo candil, para que uno solo alumbrara como si tuvieran tres.
Después llenó el segundo candil y entregó la antorcha a Ayla. Ella acercó la llama a la mecha. Prendió, chisporroteó y al cabo de un momento se estabilizó en un vivo resplandor. Jondalar llevó el candil al nicho que contenía la donii y lo dejó frente a la estatuilla. Ayla lo siguió. Cuando él se dio la vuelta, ella alzó la vista y le miró la cara.
–Ahora esta morada es tuya, Ayla –declaró Jondalar–. Si me dejas encender mi hogar entre estas paredes, todos los niños nacidos aquí serán de mi hogar. ¿Me lo permites?
–Sí, claro –contestó ella.
Jondalar volvió a coger la antorcha de la mano de ella y, a grandes zancadas, se dirigió al espacio reservado al hogar, delimitado ya mediante un círculo de piedras. Dentro había leña lista para arder. Acercó la antorcha a las astillas y observó hasta que las llamas de la leña menuda prendieron en los troncos mayores. No estaba dispuesto a correr el menor riesgo de que el fuego se apagara. Cuando alzó la vista, Ayla lo miraba con amor. Jondalar se irguió y la tomó entre sus brazos.
–Jondalar, soy tan feliz... –dijo ella, quebrándosele la voz, al mismo tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
–¿Entonces por qué lloras?
–Lloro de alegría –contestó ella, y se estrechó contra él–. Nunca había soñado que llegaría a ser tan feliz. Voy a vivir en esta preciosa casa, y los Zelandonii son mi pueblo, y voy a tener un hijo, y soy tu compañera. Pero soy feliz sobre todo porque me he emparejado contigo. Te quiero, Jondalar; te quiero mucho.
–Yo también te quiero, Ayla. Por eso he construido esta morada para ti –dijo él, e inclinó la cabeza para unir sus labios a los de ella. Notó el sabor de sus lágrimas.
–Pero ¿cuándo la construiste? –preguntó ella tras apartarse de él–. ¿Cómo? Hemos pasado todo el verano en la Asamblea.
–¿Recuerdas la expedición de caza que hice con Joharran y otros? No era sólo una expedición de caza. Volvimos aquí y construimos la morada.
–¿Recorristéis todo el camino hasta aquí para construir nuestra casa? ¿Por qué no me lo dijiste?
–Quería que fuera una sorpresa –contestó Jondalar, complacido por la reacción de feliz asombro de ella–. No eres tú la única capaz de planear sorpresas.
–Es la mejor sorpresa que me han dado nunca –declaró ella, de nuevo con lágrimas en los ojos.
–Has de saber, Ayla –dijo él con repentina seriedad–, que si alguna vez tiras las piedras de mi hogar, tendré que regresar con mi madre o irme a alguna otra parte. Significaría que quieres cortar el nudo de nuestra unión.
–¿Cómo se te ocurre decir una cosa así, Jondalar? –protestó Ayla, horrorizada–. ¡Nunca haría eso!
–Si fueras Zelandonii de nacimiento, no tendría que decírtelo –aclaró Jondalar–; ya lo sabrías. Sólo quiero asegurarme de que lo entiendes. Esta morada es tuya, Ayla, y de tus hijos. Sólo el hogar es mío.
–Pero tú la has construido. ¿Cómo puede ser mía?
–Si quiero que tus hijos nazcan en mi hogar, tengo la responsabilidad de proporcionaros un sitio donde vivir a ti y a los niños. Y este lugar será tuyo pase lo que pase.
–¿Quieres decir que estabas obligado a construir una morada para mí? –preguntó Ayla.
–No exactamente. Estoy obligado a asegurarme de que tienes un sitio donde vivir, pero no a darte una casa para que sea tuya. Podríamos habernos quedado con mi madre; es bastante corriente cuando un joven está recién emparejado. O si fueras Zelandonii, podríamos haber acordado que te quedaras con tu madre, o algún otro pariente, hasta que yo pudiera proporcionarte un sitio tuyo. En tal caso, naturalmente, quedaría en deuda con tu familia.
–No me hacía cargo de las obligaciones que asumías respecto a mí al unirnos –dijo Ayla.
–No es sólo respecto a una mujer, sino también respecto a los hijos. Ellos no pueden cuidarse por sí solos; hay que mantenerlos. Algunas parejas viven con parientes toda la vida, a menudo con la madre de la mujer. Cuando ésta muere, su morada pasa a pertenecer a sus hijos, pero si uno vivía con ella, es quien tiene prioridad. Si la casa de una mujer pasa a su hija, el compañero de ésta no ha de proporcionarle ya una morada, pero puede quedar en deuda con los hermanos de su compañera. Si la casa pasa a un hijo, puede que éste quede en deuda con sus propios hermanos.
–Creo que aún tengo mucho que aprender sobre los Zelandonii –admitió Ayla frunciendo el ceño.
–Y yo aún tengo mucho que aprender sobre ti –dijo él tendiéndole los brazos.
Ella se dejó abrazar de buena gana. Jondalar sintió crecer su propia deseo mientras se besaban y percibió también la reacción de Ayla.
–Espera aquí –dijo.
Salió y regresó con las pieles de dormir. Desató los fardos y extendió las pieles sobre la plataforma. Lobo los observaba desde el centro de la vacía estancia principal, y de pronto alzó la cabeza y aulló.
–Me parece que está inquieto –comentó Ayla–. Quiere saber dónde va a dormir él.
–Será mejor que vaya a la casa de mi madre y traiga la cama de Lobo. No te marches –dijo Jondalar sonriéndole.
Enseguida volvió y colocó la ropa vieja de Ayla que servía de cama a Lobo y su cuenco de comer junto a la entrada. El animal olfateó sus cosas, se paseó alrededor y, finalmente, se tendió sobre la ropa hecho un ovillo.
Jondalar fue con la mujer que lo esperaba aún junto al fuego, la levantó en brazos, la llevó a la plataforma de dormir y la dejó sobre las pieles. Empezó a desnudarla lentamente, y ella se dispuso a desatarse un cordón para ayudar.
–No –dijo Jondalar–. Quiero hacerlo yo, por favor.
Ayla bajó la mano. Él continuó desnudándola despacio, con delicadeza, y luego se despojó de su propia ropa y se tendió junto a ella. Y suavemente, con exquisita ternura, le hizo el amor durante media noche.
La Caverna pronto se adaptó de nuevo a su rutina de costumbre. Fue un otoño magnífico. En los campos, la hierba formaba ondas doradas agitadas por el impetuoso viento, y los árboles de las orillas del Río despedían destellos amarillos y rojos. Los arbustos estaban colmados de bayas; las manzanas presentaban un color rosado pero seguían agrias, esperando a las primeras heladas para endulzarse; los frutos secos caían de las ramas. Mientras duró el buen tiempo, los días se empleaban en reunir los abundantes frutos secos, frutas, bayas, raíces y plantas de la temporada veraniega. Cuando por la noche comenzaron a alcanzarse temperaturas inferiores a cero grados, se organizaron regularmente partidas de caza para acumular una reserva de carne fresca con la que complementar la cecina de las cacerías del verano.
Durante los días cálidos, poco después de su regreso, se revisaron los pozos de almacenamiento y se cavaron otros nuevos en la tierra reblandecida durante el verano a fin de que quedaran por debajo del nivel habitual de permafrost, y se revistieron con piedras. La carne fresca procedente de las últimas cacerías se cortaba y se dejaba durante la noche en plataformas elevadas, lejos del alcance de las alimañas, para que se congelara. Al llegar la mañana, se guardaba en el interior de los profundos pozos, con lo cual se evitaba que se descongelara al subir las temperaturas durante el día. Varios de estos depósitos fríos se encontraban cerca de la Novena Caverna. Se cavaron también otros pozos menos profundos para guardar la fruta y las verduras de modo que se conservaran frías, pero no heladas, durante la primera etapa de la temporada de invierno. Más adelante, cuando avanzara el glacial invierno y se endureciera la tierra por efecto del frío, las frutas y verduras se trasladarían al fondo del refugio.
El salmón, que en esa época del año remontaba los ríos, se capturaba y se ahumaba o congelaba. También se pescaban otras variedades de peces mediante un método nuevo para Ayla: las trampas para peces de la Decimocuarta Caverna. Había visitado Pequeño Valle, y Brameval, que siempre la había tratado amablemente, le había explicado que las trampas tejidas, que estaban lastradas, permitían que los peces entraran fácilmente, pero no les dejaban salir. Ayla también se alegró de ver a Tishona y Marsheval. Pese a que no había tenido ocasión de conocerlos bien durante la ceremonia matrimonial, las dos parejas sentían ciertos lazos entre ellos por haberse emparejado en la misma ceremonia.
Había también quien pescaba con anzuelo. Brameval le entregó uno de aquellos pequeños fragmentos de hueso, afilado por ambos extremos y sujeto en su parte central por un cordel fino, pero resistente, y le dijo que atrapara ella misma su comida. Tishona y Marsheval la acompañaron, en parte para ver si necesitaba ayuda, pero también para disfrutar de su compañía. Jondalar le había enseñado a utilizar un anzuelo, y ella tenía lombrices y trozos de pescado para usarlos como cebo, así que empezó insertando una lombriz en el hueso. Se hallaban de pie en la orilla del Río, y lanzó el cordel. Cuando notó un tirón del primer pez que había mordido el anzuelo, tiró con fuerza confiando en que el hueso afilado se hubiera alojado horizontalmente en la garganta del animal, hincándose por ambos extremos. Sonrió al sacar un pescado del agua.
Cuando paró en la Undécima Caverna en el camino de regreso, Kareja no estaba, pero vio al donier de la Undécima con Marolan, su alto y apuesto amigo, y se detuvo a charlar con ellos. Los había visto juntos varias veces en la Asamblea Estival, y se había dado cuenta de que Marolan era algo más que un simple amigo para el donier, algo parecido a un compañero, pese a que no se habían unido mediante una ceremonia matrimonial. Pero la ceremonia oficial de emparejamiento se celebraba básicamente de cara al futuro nacimiento de niños. Muchas personas optaban por vivir juntas sin celebrar ceremonia de emparejamiento: además de aquellos que sentían interés por los de su mismo sexo, tomaban esta opción sobre todo parejas de edad avanzada que ya no podían tener hijos y algunas mujeres que habían tenido hijos sin un compañero y más adelante decidían convivir con una o dos amigas.
Ayla acompañaba a Jondalar a menudo cuando él salía con una partida de caza. Pero cuando los cazadores de animales grandes se alejaban, ella permanecía cerca de la caverna y utilizaba su honda o se ejercitaba en el manejo de la vara arrojadiza. En las llanuras del otro lado del Río habitaban tanto perdices blancas como urogallos. Sabía que podía haber cazado a las aves con la honda, pero quería aprender a utilizar la vara arrojadiza con igual destreza. También quería aprender a hacerlas. Era difícil separar secciones finas de los troncos –labor que se realizaba normalmente con cuñas– y después darles forma y alisarlas, para lo que se requería bastante tiempo. Aún más difícil era aprender a lanzarlas con un movimiento especial que las hacía girar horizontalmente a través del aire. En una ocasión había visto a una mujer Mamutoi usar una de diseño similar; la había lanzado contra una bandada de aves en vuelo bajo y había abatido a tres o cuatro a la vez. A Ayla siempre le había gustado cazar con armas que exigieran habilidad.
Disponer de una nueva con que practicar le permitía sentirse menos excluida; además, cada vez manejaba mejor la vara arrojadiza. Casi nunca volvía a casa sin una o dos aves. Siempre se llevaba también la honda, y con frecuencia tenía una liebre que añadir a la olla. Eso le daba asimismo cierta independencia para poder intercambiar con los demás y conseguir las cosas que necesitaba. Aunque le complacía ya el aspecto que empezaba a tener su casa –había encontrado buen uso para muchos de los regalos que ella y Jondalar habían recibido al unirse–, estaba aprendiendo a comerciar, y a menudo intercambiaba plumas de aves, y también su carne, por objetos que deseaba para decorar su nuevo hogar. Incluso los huesos huecos de los pájaros, cortados, servían para hacer abalorios o pequeños instrumentos musicales, como flautas de tonos muy agudos, y también se empleaban como piezas de diversas herramientas o utensilios.
No obstante, se guardaban muchas de las pieles de las liebres y conejos que cazaba con la honda, o las finas y suaves pieles de las aves. Tenía previsto utilizarlas para confeccionar ropa para el bebé cuando llegaran los fríos y se viera obligada a permanecer en el refugio.
Un día fresco y tonificante de finales de la estación, Ayla decidió reorganizar sus cosas y dejar espacio para las del bebé. Cogió la ropa interior masculina de invierno que Marona le había regalado, y sostuvo la túnica extendida ante sí. Se le había quedado pequeña hacía tiempo, pero pensó que podría ponérsela más adelante. Era un conjunto cómodo. «Podría hacerme otro con la parte de arriba más holgada», pensó. Tenía pieles de ciervo de sobra. Plegó la túnica y la guardó.
Había prometido visitar a Lanoga esa tarde, y decidió llevarle un poco de comida. Había cogido verdadero afecto a la niña y a su hermana pequeña, y las visitaba con frecuencia pese a que ello implicara ver y hablar con Laramar y Tremeda más de lo que habría deseado. También llegó a conocer un poco mejor a los otros niños, sobre todo a Bologan, aunque su relación con éste era un tanto forzada.
Vio a Bologan al llegar a la morada de Tremeda. Había empezado a aprender a elaborar barma con el hombre de su hogar. Ayla albergaba sentimientos encontrados al respecto. Era correcto que un hombre enseñara a los hijos de su hogar, pero los hombres que rondaban siempre por allí para beber la barma de Laramar no eran la clase de personas con las que, en opinión de Ayla, Bologan debía relacionarse; sin embargo, ése no era asunto de ella.
–Saludos, Bologan –dijo–. ¿Está Lanoga?
Aunque Ayla lo había saludado varias veces desde su regreso a la Novena Caverna, el muchacho aún parecía sorprenderse cuando ella se dirigía a él y nunca parecía encontrar palabras para contestarle.
–Saludos, Ayla. Está dentro –dijo, y de inmediato se dio media vuelta para marcharse.
Probablemente porque había estado ordenando su propia ropa, Ayla recordó de pronto una promesa que le había hecho a Bologan.
–¿Has tenido suerte este verano? –preguntó.
–¿Suerte? –preguntó él desconcertado–. ¿A qué te refieres?
–Varios jóvenes de tu edad cazaron su primera presa importante en la Asamblea Estival –respondió Ayla–. Me preguntaba si también tú habías tenido suerte en la caza.
–Un poco. Maté dos uros en la primera cacería.
–¿Conservas las pieles?
–Cambié una por ingredientes para preparar barma. ¿Por qué?
–Te prometí que te haría ropa interior de invierno si tú me ayudabas –recordó Ayla–. Me pregunto si quieres utilizar esa piel de uro, aunque creo que una de ciervo daría mejor resultado. Quizá podrías conseguir alguna cambiándola por algo.
–Pensaba cambiar también la otra piel por más ingredientes. Creía que te habrías olvidado de eso. Lo dijiste hace mucho tiempo, al poco de llegar aquí.
–Te lo dije hace mucho, sí, pero ahora estoy pensando en confeccionar ropa, y se me ha ocurrido que a la vez podría hacerte algo a ti –dijo Ayla–. Me sobran unas cuantas pieles de ciervo, pero tendrías que venir a casa para que te tome las medidas.
Bologan la miró con una expresión extraña, casi especulativa.
–Has estado ayudando mucho a Lorala, y también a Lanoga. ¿Por qué?
Ayla reflexionó un momento.
–Al principio fue sencillamente porque Lorala era muy pequeña y necesitaba ayuda. La gente siempre quiere ayudar a un bebé, y por eso las mujeres empezaron a amamantarla cuando se enteraron de que a su madre se le había retirado la leche. Pero ahora, además, le he cogido cariño, y también a Lanoga.
Bologan guardó silencio un momento y luego la miró.
–De acuerdo –dijo–. Si de verdad quieres hacerme ropa, tengo la piel de ciervo que necesitas.
Jondalar participaba en una expedición de caza junto con Joharran, Solaban, Rushemar y Jacsoman. Este último era de la Séptima Caverna y recientemente se había trasladado a la Novena con su nueva compañera, Dynoda. Su misión era localizar renos más que cazarlos, para averiguar dónde se hallaban y cuándo se acercarían a su región en la época de migración, a fin de organizar una gran cacería. Ayla se sentía inquieta. Había iniciado el viaje con la partida de caza, pero luego había regresado a la Caverna. Por el camino, Lobo había espantado a un par de perdices, todavía no del todo blancas pero casi, que ella abatió de inmediato.
Willamar también se había marchado, en lo que probablemente sería su última misión comercial de la temporada. Se había dirigido hacia el oeste, para obtener sal de la gente que vivía cerca de las Grandes Aguas. Ayla invitó a Marthona, Folara y Zelandoni a compartir una comida para ayudarla a terminar las perdices. Les dijo que las prepararía tal como las guisaba para Creb cuando vivía con el Clan. Había cavado un pequeño hoyo en el Valle del Bosque al pie del sendero que descendía desde el refugio, lo había rodeado de piedras y encendido en el interior un buen fuego. Mientras la leña se consumía, desplumó a las aves, incluidas las patas, donde les crecían plumas para protegerse de la nieve, y luego cogió un haz de heno para envolverlas.
Si hubiera encontrado también los huevos, los habría usado para rellenar las aves, pero no era temporada de cría. Las aves no intentaban criar polluelos cuando se acercaba el invierno. En lugar de eso, cogió un puñado de hierbas aromáticas, y Marthona le había ofrecido un poco de la escasa sal que le quedaba, lo cual Ayla agradeció. Las perdices estaban haciéndose en el hoyo, junto con algunos frutos secos, y Ayla había pasado un rato cepillando los caballos, así que buscaba algo en qué ocuparse hasta que las aves estuvieran listas.
Decidió pasarse por la morada de Zelandoni para ver si podía ayudarla en algo. La donier dijo que necesitaba un poco de ocre rojo molido, y Ayla se ofreció a ir a buscárselo. Regresó al Valle del Bosque, llamó con un silbido a Lobo, al que antes había dejado explorando nuevos e interesantes montículos y agujeros, y se encaminó hacia el Río. Excavando, extrajo el mineral de hierro de color rojo y encontró un bonito canto rodado que podía utilizar para moler el ocre. Volvió a llamar a Lobo con un silbido cuando empezó a ascender por la cuesta, sin prestar atención a quién más transitaba por el sendero.
Se sobresaltó cuando prácticamente tropezó con Brukeval. El hombre la había eludido desde la reunión en el alojamiento de los zelandonia para discutir el asunto de Echozar y el Clan, pese a que la observaba continuamente desde lejos. Veía con satisfacción su embarazo cada vez más avanzado, sabiendo que pronto sería madre, e imaginando que el niño que llevaba dentro era de su espíritu. Cualquier hombre podía fantasear con que el niño de una mujer embarazada era de su propio espíritu, y la mayoría de ellos se lo preguntaba de vez en cuando respecto a una mujer en particular, pero la fantasía de Brukeval se había convertido en una obsesión. A veces se despertaba en plena noche imaginando toda una vida con Ayla, remedando en su mayor parte lo que subrepticiamente la veía hacer con Jondalar, pero al encontrarse cara a cara con ella en el sendero, no supo qué decir. Allí no había manera de eludirla.
–Brukeval –dijo ella intentando sonreír–. Hace tiempo que quiero hablar contigo.
–Bien, pues aquí me tienes.
–Sólo quería que supieras que no pretendía insultarte en aquella reunión –se apresuró a decir Ayla–. Jondalar me contó que antes se burlaban de ti llamándote cabeza chata, hasta que obligaste a los demás a cambiar de actitud. Admiro el hecho de que te defendieras y les exigieras que dejaran de llamarte así. No eres un cabeza chata, no perteneces al Clan. Nadie debería haberte llamado así nunca. Eres uno de los Otros al igual que cualquier Zelandonii, y así te verían los miembros del Clan.
La expresión de Brukeval pareció relajarse.
–Me alegra que te hayas dado cuenta de eso.
–Pero debes comprender que, para mí, los miembros del Clan son personas –prosiguió Ayla–. No pueden ser animales. Nunca he pensado en ellos más que como seres humanos. Me encontraron sola y herida, y me acogieron y cuidaron de mí. Me criaron. Hoy no estaría viva si no fuera por ellos. Descubrí que eran gente admirable. No pensaba que considerarías un insulto mi afirmación de que tu abuela podía haber vivido con ellos cuando se perdió y estuvo ausente durante tanto tiempo, que quizá la gente del Clan cuidó también de ella.
–Bueno, supongo que no podías saberlo –dijo él con una sonrisa.
Con una sensación de alivio, Ayla le devolvió la sonrisa y trató de explicarse con mayor claridad.
–Es simplemente que me recuerdas a personas por las que siento un gran afecto. Por eso me sentí atraída por ti desde el principio. Había un niño al que conocí, al que amé, y tú me recuerdas a él...
–¡Un momento! ¿Sigues creyendo que ellos son parte de mí? Acabas de decir que yo no soy un cabeza chata –protestó Brukeval.
–Y no lo eres. Ni Echozar tampoco. Que su madre fuera del Clan no quiere decir que él lo sea. No lo criaron ellos, como tampoco te criaron a ti...
–Pero sigues pensando que mi madre era una abominación. ¡Ya te dije que no lo era! Ni mi madre ni mi abuela tenían nada que ver con el Clan. Ninguno de esos animales inmundos ha tenido nada que ver conmigo, ¿me oyes? –vociferaba y había enrojecido de ira–. ¡No soy un cabeza chata! Me parece muy bien que a ti te criaran esos animales, pero yo no tengo nada que ver con ellos.
Lobo gruñía al hombre alterado dispuesto a saltar sobre él en defensa de Ayla. Daba la impresión de que Brukeval quisiera agredirla.
–¡Lobo! ¡No! –ordenó Ayla.
Había vuelto a cometer el mismo error. ¿Por qué no había podido callarse cuando él le había sonreído? Aun así, Brukeval no tenía por qué llamar animales inmundos a los miembros del Clan, porque no lo eran.
–Probablemente crees que ese lobo también es humano –dijo Brukeval con sorna–. Eres incapaz de distinguir entre una persona y un animal. No es natural que un lobo actúe como éste entre la gente –no se daba cuenta de lo cerca que estaba de los colmillos de Lobo con aquellos gritos, pero probablemente no habría importado. Brukeval estaba fuera de sí–. Déjame decirte una cosa: si esos animales no hubieran atacado a mi abuela, no habría estado tan asustada como para dar a luz a una mujer débil, y mi madre hubiera sobrevivido para cuidar de mí, para amarme. Esos miserables cabezas chatas mataron a mi abuela y también a mi madre. Por lo que a mí se refiere, no son útiles para nadie. Deberían estar todos muertos, como mi madre. No te atrevas a decirme nunca más que tienen algo que ver conmigo. Si de mí dependiera, los mataría a todos con mis propias manos.
A la vez que vociferaba, se acercaba cada vez más a Ayla, obligándola a retroceder cuesta abajo. Ella sujetaba a Lobo del pelo del cuello para impedir que atacara al hombre iracundo. Finalmente, Brukeval se fue apartándola de un empujón y alejándose sendero abajo a toda prisa. Ayla nunca lo había visto tan colérico. Su ira no sólo se debía a que ella le hubiera atribuido una ascendencia del Clan, sino a que en su estado había dado rienda suelta a sus sentimientos más profundos. Brukeval había deseado más que nada en el mundo tener una madre a la que acudir cuando los otros se burlaban de él. Pero la mujer que heredó a Brukeval junto con el resto de las pertenencias de su madre no sentía el menor cariño por el bebé al que de mala gana amamantó. Brukeval era una carga para ella, que lo consideraba repulsivo. Tenía varios niños propios, incluida Marona, con lo cual le resultaba aún más fácil olvidarse de él. Pero no era una buena madre ni siquiera para sus propios hijos, y Marona había aprendido de ella su manera de ser fría e insensible.
Ayla estaba temblando. Realmente había complicado las cosas. Intentó serenarse mientras, tambaleándose, subía por la cuesta y entraba en la morada de Zelandoni, quien alzó la vista cuando la vio entrar. Advirtió inmediatamente que ocurría algo grave.
–Ayla, ¿qué te pasa? Parece como si acabaras de ver un espíritu maligno –dijo.
–Creo que sí lo he visto, Zelandoni. Acabo de cruzarme con Brukeval –respondió entre sollozos–. He tratado de explicarle que no pretendí insultarlo en aquella reunión, pero por lo visto siempre he de decirle lo menos apropiado.
–Siéntate y cuéntamelo.
Ayla explicó lo que había ocurrido durante su encuentro con Brukeval en el sendero. Después, Zelandoni guardó silencio un momento y preparó una infusión a la joven. Ayla se calmó; hablar del asunto le había ayudado a desahogarse.
–Llevo mucho tiempo observando a Brukeval –dijo Zelandoni al cabo de un rato. Acumula mucha rabia dentro de él, desea vengarse del mundo que le ha hecho tanto daño, y ha decidido echar la culpa a los cabezas chatas, al Clan. Los considera la raíz de su sufrimiento. Detesta todo y a todos aquellos que guardan relación con él. Lo peor que podías hacer es insinuar que él podría estar emparentado de algún modo con esa gente. Lo siento, Ayla, pero me temo que te has creado un enemigo. Ahora ya nada puede hacerse.
–Lo sé. Me he dado cuenta. ¿Por qué la gente los odia tanto? –preguntó Ayla–. ¿Qué los hace tan espantosos?
La donier la miró, pensativa, y por fin se decidió.
–Cuando dije en aquella reunión que me había sumido en profundas meditaciones para recordar todas las Historias y Leyendas de los Ancianos, era totalmente cierto. Utilicé todos los estímulos y apoyos a la memoria que conozco para sacar a la luz todo aquello que he memorizado a lo largo del tiempo. Probablemente es algo que debería hacerse con mayor frecuencia; resulta esclarecedor. Sospecho, Ayla, que el problema es que nosotros nos establecimos en sus tierras. Al principio no fue demasiado conflictivo. Había espacio de sobra, y muchos refugios vacíos. No era difícil compartir el territorio con ellos. Ellos tendían a aislarse, y nosotros los eludíamos. Por entonces no los llamábamos animales, sino simplemente cabezas chatas, y era un término más descriptivo que peyorativo. Pero a medida que pasó el tiempo y nacieron más niños, empezamos a necesitar más espacio. Algunos comenzaron a ocupar los refugios de esa gente, a veces luchando contra ellos, a veces matándolos o muriendo ellos mismos en los enfrentamientos. Por esas fechas, llevábamos ya mucho tiempo viviendo aquí, y éste era también nuestro hogar. Quizá los cabezas chatas estuvieran aquí primero, pero nosotros necesitábamos lugares donde vivir, así que nos apropiamos de los suyos. Cuando la gente trata mal a los demás, ha de racionalizarlo para poder seguir viviendo. Nos damos excusas a nosotros mismos. En ese caso la excusa que utilizamos fue que la Gran Madre nos había concedido la Tierra como hogar, «tanto el mar como la tierra, toda su Creación». Eso significa que todas sus plantas y animales son nuestros y podemos utilizarlos. Nos convencimos después de que los cabezas chatas eran animales, y que, por tanto, podíamos despojarlos de sus refugios para quedárnoslos.
–Pero no son animales –dijo Ayla–; son personas.
–Sí, tienes razón; pero oportunamente nos olvidamos de eso. La Madre dijo también que la Tierra es «para hacer uso, sin caer en el abuso». Los cabezas chatas también son Hijos de la Tierra. Eso fue lo otro que descubrí en mis meditaciones. Si la Madre mezcla sus espíritus con los nuestros, ellos deben ser también personas. Pero no creo que las cosas hubieran cambiado mucho si los hubiéramos considerado personas. Estoy segura de que habríamos actuado del mismo modo. Doni ha creado otras criaturas vivas que han de matar para poder vivir. Dudo que tu lobo se preocupe por las liebres que mata para sobrevivir o por los ciervos que sus congéneres cazan cuando van en manada. Nació para matarlos. Sin ellos no viviría, y Doni ha dotado a todo Ser vivo del deseo de continuar viviendo –declaró la donier–. Pero a los humanos se les ha otorgado la facultad de pensar, y eso es lo que nos permite aprender y madurar. También es eso 1o que nos lleva a saber que la cooperación y el mutuo entendimiento son necesarios para nuestra propia supervivencia, y eso ha dado origen a la empatía y la compasión, pero esa clase de sentimientos tienen otra cara. La empatía y la compasión que sentimos por los de nuestra propia clase a veces se extiende al resto de los seres vivos. Si permitiéramos que esos sentimientos nos impidieran matar a un ciervo u otros animales, no sobreviviríamos mucho tiempo. El deseo de vivir es el sentimiento predominante, así que aprendemos a sentir compasión de manera selectiva. Encontramos maneras de cerrar la mente. Limitamos nuestro sentido de la empatía.
Ayla, fascinada, escuchaba con mucha atención.
–El problema es saber hasta qué punto podemos restringir esos sentimientos sin pervertirlos. En mi opinión, eso es lo que preocupa a Joharran tras escuchar la información que tú, Ayla, nos has traído. Mientras la mayoría de la gente creía que los miembros del Clan eran sólo animales, podíamos matarlos sin pararnos a pensar en ello. Matar a otros seres humanos es diferente; la mente deberá inventar nuevos pretextos para justificar esa acción. Pero si conseguimos de algún modo vincular esas muertes a nuestra propia supervivencia, la mente realizará las maniobras necesarias para racionalizarlas. Eso se nos da muy bien. Pero la gente cambia, aprende a odiar. Tu lobo no necesita odiar a sus presas. Para nosotros, sería más fácil si pudiéramos matar sin remordimientos como tu lobo. Pero en tal caso no seríamos humanos..
Ayla meditó un instante acerca de 1o que Zelandoni acababa de decir.
–Ahora sé por qué eres la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre. Es difícil matar. Yo sé bien lo difícil que es. Recuerdo el primer animal que maté con la honda. Era un puerco espín, sentí tanta pena que no volví a cazar durante mucho tiempo, y llegado el momento tuve que encontrar una razón. Decidí matar sólo carnívoros porque a veces robaban la carne a los cazadores, y porque mataban a los mismos animales que el Clan necesitaba como alimento.
–Eso es precisamente la pérdida de la inocencia, Ayla. El instante en que tomamos conciencia de lo que debemos hacer para vivir. Por eso es tan importante la primera presa de un joven cazador. No sólo son los cambios físicos del cuerpo 1o que hace adulta a una persona. La primera cacería es la más difícil, y no sólo se reduce a vencer el miedo. Un hombre y una mujer deben demostrar que son capaces de sobrevivir, que son capaces de hacer lo necesario para seguir viviendo. También es ése el motivo por el que tenemos ciertas ceremonias destinadas a honrar a los espíritus de los animales que matamos. Es asimismo una manera de honrar a Doni. Necesitamos recordar y saber valorar que la vida de esos animales nos es dada para que podamos vivir. De lo contrario, los humanos podríamos insensibilizamos demasiado, y eso se volvería contra nosotros. Siempre debemos demostrar agradecimiento por lo que tomamos. Y también es necesario honrar a los espíritus de los árboles, la hierba y otros alimentos que crecen en la tierra. Debemos tratar todos los Dones de la Madre con respeto. Ella puede encolerizarse si nos olvidamos de honrarla debidamente y retiramos la vida que nos ha dado. Puede incluso dejar de aprovisionamos. Si algún día la Gran Madre decidiera volver la espalda a sus hijos, nos quedaríamos sin hogar.
–Zelandoni, me recuerdas a Creb en muchos aspectos –dijo Ayla–. Era un hombre bondadoso y yo lo apreciaba por eso, pero lo más importante era que comprendía a la gente. Yo siempre podía acudir a él... Espero que no te moleste esta comparación, porque no es ésa mi intención.
Zelandoni sonrió.
–No, claro que no me molesta. Me hubiera gustado conocer a ese hombre tan valioso del Clan. Y espero que sepas que siempre puedes acudir a mí.
Ayla reflexionó sobre su conversación con la Primera mientras se disponía a moler el mineral rojo. Pero cuando comenzó la ardua tarea de triturar los terrones de mineral de hierro con la piedra redondeada sobre una roca plana en forma de fuente, procuró abstraerse para olvidar el incidente con Brukeval. El esfuerzo la ayudó a ello; la monótona actividad física le permitió dejar vagar libres sus pensamientos, que derivaron hacia su conversación con Zelandoni. «Tiene razón –se dijo–. Creo que me he creado un enemigo. Pero ¿qué puedo hacer ahora? El mal ya está hecho. No creo que hubiera podido evitarlo. Brukeval pensará lo que quiera pensar, independientemente de lo que yo diga o haga.»
A Ayla no se le había ocurrido mentir y decirle que en realidad no creía que tenía el aspecto de un miembro del Clan. No era verdad. Estaba convencida de que era un espíritu mixto. Comenzó a preguntarse por la abuela de Brukeval. La mujer se había extraviado, y cuando volvieron a encontrarla, declaró que la habían atacado unos animales; todos dedujeron que esos animales debían ser aquellos conocidos como cabezas chatas. Los del Clan seguramente la encontraron, ¿cómo, si no, había conseguido sobrevivir? Y si ellos la acogieron y le dieron de comer, seguramente le pidieron que trabajara, como las demás mujeres, y cualquier hombre del Clan consideró entonces que podía utilizarla para satisfacer sus necesidades. Si ella se opuso quizá alguien la forzó, como Broud había hecho con ella. Para una mujer del Clan era inconcebible resistirse, puesto que podía ser castigada por ello.
Ayla intentó imaginar cómo reaccionaría una mujer nacida entre los Zelandonii en una situación así. Para los Zelandonii, el Placer era un Don de la Gran Madre Tierra, y nunca debía hacerse por la fuerza. Estaba destinado a compartirse, pero sólo cuando el hombre y la mujer estaban de acuerdo en ello. La abuela de Brukeval, sin duda, interpretó los requerimientos de que fue objeto como una agresión. ¿ Qué podía pensar al verse atacada por alguien a quien consideraba un animal? ¿Forzada a compartir el Don del Placer con semejante criatura? Una experiencia así bastaría para trastornar su mente. Quizá sí. Las mujeres Zelandonii no estaban acostumbradas a recibir órdenes, eran independientes, tanto como los hombres.
Ayla dejó de moler la piedra roja. Tenía que ser cierto que un hombre del Clan había obligado a la abuela de Brukeval a aparearse con él, porque ella había vuelto embarazada, y sólo de ese modo podía haberse iniciado la vida que crecía en su interior. Y como resultado de eso nació la madre de Brukeval. Era una mujer débil, había dicho Jondalar. Rydag también era débil. «Quizá haya algo en la mezcla entre razas que a veces provoca hijos enfermizos.»
Su hijo Durc, sin embargo, no era débil, ni tampoco Echozar o los S' Armunai. Eran personas fuertes, y muchas de ellas presentaban las facciones del Clan. Quizá los débiles morían jóvenes, como Rydag, y sólo sobrevivían los más fuertes. ¿Serían acaso los S' Armunai el resultado de una mezcla de razas iniciada mucho tiempo atrás? A ellos no les preocupaban tanto los mestizajes, tal vez porque estaban más acostumbrados. Parecían personas corrientes, pero tenían ciertas características propias del Clan.
¿Habría sido ese el motivo por el que el compañero de Attaroa había intentado dominar a las mujeres antes de que ella le matara? ¿Acaso se transmitía el concepto que tenían los hombres del Clan sobre las mujeres del mismo modo que se transmitían sus rasgos físicos? ¿O se trataba sólo de algo que cada hombre aprendía conviviendo con ellos? Pero los S' Armunai poseían también muchas cualidades positivas. Bodoa, la S'Armuna, había descubierto cómo sacar arcilla de un río y quemarla hasta convertirla en piedra y su acólita era una excelente tallista. «Y Echozar es realmente una persona muy especia1», se dijo Ayla. Los Lanzadonii, al igual que los Zelandonii, pensaban que el aspecto de esa clase de gente se debía a la mezcla de espíritus, pero la madre de Echozar había sido atacada por uno de los otros.
Ayla continuó moliendo el mineral. «¡Qué ironía! –pensó–. Brukeval odia a la gente que inició la vida de la que él nació. Son los hombres quienes inician la vida que crece en el interior de las mujeres, de eso estoy segura. Son necesarios el hombre y la mujer. No es extraño que la Caverna de los S' Armunai estuviera desapareciendo bajo el mando de Attaroa. No podía obligar a los espíritus de las mujeres a mezclarse entre sí para crear vida. Las únicas mujeres que tenían hijos eran aquellas que escapaban furtivamente por las noches para visitar a sus hombres.»
Ayla pensó en la vida que crecía dentro de ella. Sería hijo de Jondalar tanto como de ella. Estaba convencida de que se inició cuando dejaron atrás el glaciar. Ella no había preparado su infusión especial; estaba convencida de que era esa infusión la que había impedido que se iniciara una vida en su interior durante el largo Viaje. Ella había sangrado por última vez poco antes de que empezar a cruzar el glaciar. Se alegraba de no haber tenido náuseas la mayor parte de ese tiempo, o al menos no tantas como cuando estuvo embarazada de Durc. Los niños que resultaban de una mezcla de razas acarreaban más problemas a las mujeres durante el embarazo y el parto, y a veces eran los propios niños los que lo padecían. Esta vez se sentía perfectamente. ¿Sería niña o niño? ¿Y qué tendría Whinney?
La Novena Caverna construyó un refugio para los caballos bajo el saliente de piedra en la sección sur, la menos usada, cerca del puente de Río Abajo. Ayla había preguntado a Joharran si alguien se opondría a que ella y Jondalar construyeran una estructura para proteger a los animales. Había pensado en algo sencillo, que sirviera para protegerlos de la lluvia y la nieve arrastradas por las ráfagas de viento. Cuando el jefe de la Novena Caverna convocó una reunión en la Piedra de los Oradores para tantear las reacciones de la gente, todos se ofrecieron a ayudar y les construyeron una sólida morada con muros bajos de piedra y paneles encima para impedir el paso del viento. Pero no tenía cortinas en la entrada, ni cerca para mantenerlos encerrados.
Los caballos seguirían disfrutando de la libertad para ir y venir a su antojo a la que estaban acostumbrados. Whinney había compartido la caverna de Ayla en el valle, y los dos caballos se habían acostumbrado al refugio que la gente del Campamento del León les había construido en su largo albergue. En cuanto Ayla les enseñó su nueva casa, les dio de comer hierba seca y avena y les puso agua, los animales empezaron a comprender que aquél espacio era para ellos. Al menos volvían con frecuencia, utilizando el camino más directo desde la orilla del Río, más cercana a esa sección de la Caverna. Rara vez iban por el sendero que ascendía desde el valle del Río del Bosque y cruzaba frente a la concurrida área de viviendas a menos que los llevara Ayla.
Una vez construido el refugio para los caballos, Ayla y Jondalar decidieron hacer un abrevadero de madera, un cajón cuadrado con entalladuras al estilo de los recipientes de los Sharamudoi, y cuando empezaron, su trabajo despertó mucho interés entre la gente. Les costó varios días, pese a que contaban con numerosos ayudantes, y aún más espectadores. Primero tuvieron que localizar el árbol adecuado, y eligieron un pino muy alto situado en medio de un espeso bosquecillo. La escasa distancia entre los árboles los obligaba a crecer a gran altura para alcanzar la luz del sol, y tenían pocas ramas en la parte inferior, con lo cual la madera estaba libre de nudos. El árbol se cortó con hachas de pedernal, tarea de por sí ardua. Un hacha de pedernal tenía poco filo y apenas se hincaba. Eso obligó a realizar la incisión en el tronco en un ángulo muy abierto e ir arrancando fragmentos y delgadas astillas. Al final daba la impresión de que el tocón había sido mordisqueado por un castor. Una vez caído el árbol tuvo que cortarse otra vez, justo por debajo de las ramas inferiores. La copa del árbol no se desperdició; los tallistas y fabricantes de herramientas examinaron enseguida aquella gran cantidad de madera, y los trozos sueltos se utilizaron como leña. El mismo árbol permitió hacer también un comedero. Conforme a la tradición Sharamudoi, Jondalar y Ayla plantaron semillas del pino en torno al árbol talado, en agradecimiento a la Gran Madre. Zelandoni quedó muy impresionada por la ceremonia.
A continuación hicieron una demostración de cómo extraer tablones del tronco mediante cuñas y mazos. Los tablones resultantes, más estrechos por un lado que por el otro, tenían muchas utilidades, por ejemplo, como estantes. Los cajones entallados les pareció a todos una idea ingeniosa. Usando un buril de pedernal o cualquier otra herramienta similar, cortaban un tablón para separar una sección alargada con los extremos rectos, que luego se rebajaban hasta formar un ángulo en el borde. A distancias previamente medidas, se practicaban en la tabla tres entalladuras transversales, es decir, surcos en forma de cuña que no llegaban a traspasar totalmente la madera. Con la ayuda de vapor, la tabla se doblaba entonces por las entalladuras, hasta cerrar completamente sobre sí mismo cada uno de los surcos y formar un cajón rectangular al juntarse los extremos. Con un taladro de pedernal, se realizaban varios agujeros en los extremos rebajados. Para conseguir un acabado suave, la madera se restregaba con arena y piedras.
Para el fondo se nivelaba y daba forma a otro tablón mediante cuchillos y piedras de lijar a fin de introducirlo en el cajón y encajarlo en la acanaladura previamente realizada a lo largo del borde inferior del cajón. Cuando estaba ensamblado, los extremos rebajados en ángulo de la cuarta esquina del cajón se aseguraban mediante estaquillas insertadas a golpes de mazo en los orificios hechos con el taladro. Aunque al principio perdía agua por las rendijas, la madera se hinchaba al empaparse y el cajón quedaba completamente estanco, lo cual lo convertía en un recipiente útil para líquidos o grasas, y si se usaban piedras calientes, muy eficaz como vasija para guisar. También eran buenos recipientes para contener agua y comida para los caballos. Era muy probable que en el futuro se hiciera más cajones como aquél.
Marthona observó a Ayla subir por el sendero con las mejillas rojas y el aliento empañado a causa del frío. Calzaba unos mocasines de suela gruesa y, unidas a éstos, unas polainas que le ceñían las pantorrillas por encima de las perneras de los calzones. Llevaba el abrigo forrado de piel que le había regalado la madre de Matagan, y que no ocultaba su evidente embarazo, sobre todo porque ella se ataba muy alto el cinturón del que pendían su cuchillo y varios saquitos. La capucha le caía sobre la espalda, y llevaba el pelo recogido en un cómodo moño, pero el viento agitaba unos cuantos mechones sueltos.
Usaba aún su morral mamutoi en lugar de una mochila al estilo zelandonii, y la llevaba llena de algo. Ayla se había habituado al morral, que colgaba de un solo hombro, y lo solía utilizar en las salidas cortas. Tener un hombro libre, que le permitía cargar las piezas cobradas en sus cacerías. En ese momento tres perdices, atadas por las patas con plumas, colgaban de su hombro a la espalda y, a modo de contrapeso, por delante pendían dos liebres de buen tamaño.
Lobo la seguía. Ayla acostumbraba a llevárselo en sus salidas. No sólo era útil para espantar aves o animales pequeños, sino que, además, podía ver dónde habían caído entre la nieve las blancas aves o las liebres.
–No sé cómo te las arreglas, Ayla –dijo Marthona colocándose junto a ella y caminando a su lado cuando llegó al porche de piedra–. Cuando yo estaba ya de tantos meses, me notaba tan torpe y pesada que ni me planteaba ya ir de caza. Tú, en cambio, aún sales, y raro es el día que no traes algo.
Ayla sonrió.
–Me noto torpe y pesada, pero no se requiere mucha agilidad para arrojar una vara o lanzar una piedra con una honda, y Lobo me ayuda más de lo que imaginas.
Marthona sonrió al animal que andaba entre ellas. Pese a lo mucho que se había preocupado por él cuando lo atacaron otros lobos, ahora le gustaba su oreja ligeramente caída. Entre otras cosas, porque lo hacía más fácilmente reconocible. Esperaron mientras Ayla dejaba la caza frente a su morada sobre un bloque de piedra caliza que a veces se usaba para dejar cosas, y a veces para sentarse.
–Nunca se me dio muy bien cazar animales pequeños –comentó Marthona–, salvo con cepos o trampas. Pero me divertía salir con las partidas de caza mayor. Hace tanto tiempo que no cazo, que creo que ya se me ha olvidado cómo se hace; pero tenía buen ojo para seguir los rastros. Ahora ya tampoco veo tan bien como antes.
–Mira qué más he traído –dijo Ayla descolgándose el abultado morral para enseñarle el contenido a Marthona–. ¡Manzanas!
Había encontrado un manzano sin una sola hoja, pero adornado aún con pequeñas y lustrosas manzanas rojas, ya menos duras y ácidas después de las primeras heladas, y había llenado el morral.
Las dos se dirigieron hacia el refugio de los caballos. Ayla no esperaba verlos allí en pleno día, pero echó un vistazo al abrevadero. En invierno, cuando la temperatura bajaba de cero grados, ella les deshelaba el agua, pese a que en su hábitat natural los caballos se las arreglaban perfectamente sin ayuda de nadie. Dejó unas cuantas manzanas en el comedero,
Luego se acercó al borde de la terraza y miró hacia el Río, flanqueado de árboles y matorrales. No vio a los caballos, pero lanzó un silbido, la señal que los animales habían aprendido a contestar, esperando que estuvieran lo bastante cerca para oírla. No tardó en ver a Whinney subir por la empinada cuesta, seguida de Corredor. Lobo y Whinney se rozaron los hocicos cuando la yegua llegó a lo alto; parecía su saludo formal. Corredor relinchó, y en respuesta recibió un juguetón aullido, tras lo cual el corcel y el lobo se rozaron también los hocicos.
Marthona todavía se sorprendía del control que Ayla tenía sobre sus animales. Se había acostumbrado a Lobo, que siempre estaba entre las personas y le respondía a ella con naturalidad. Pero los caballos eran más asustadizos, no tan cordiales, y parecían menos dóciles, excepto con Ayla y Jondalar. Los veía más parecidos a los animales salvajes que ella había cazado en otro tiempo.
Ayla emitía los sonidos que Marthona la había oído usar ya otras veces con los caballos mientras les rascaba y acariciaba; luego los llevó al refugio. Ayla cogió una manzana para cada uno, y los animales comieron de sus manos mientras ella seguía hablándoles a su extraña manera. Marthona intentó discernir los sonidos que emitía. No eran exactamente una lengua, pensó. No obstante, tenían cierto parecido con algunas de las palabras que Ayla había usado en sus demostraciones del lenguaje de los cabezas chatas.
–Se te está poniendo una tripa enorme, Whinney –dijo Ayla y, dándose palmadas en el vientre, añadió–: Igual que a mí. Probablemente darás a luz en primavera, quizá a finales, cuando empiece a mejorar el tiempo. Por entonces mi hijo habrá nacido ya. Me encantaría montar un rato, pero supongo que en mi estado no es conveniente. Dijo Zelandoni que podía ser malo para el niño. Me encuentro bien, pero no quiero correr riesgos. Jondalar te sacará a pasear cuando vuelva, Corredor.
Eso era lo que quería decir a los caballos, y lo que les decía en su mente, si bien la combinación de señas y palabras del Clan y los otros sonidos de su lenguaje particular no se habrían traducido exactamente así... si alguien hubiera sido capaz de traducirlos. Poco importaba. Los caballos entendían el tono cordial de su voz, el contacto afectuoso y ciertos sonidos y señas.
El invierno llegó de improviso. A media tarde empezaron a caer pequeños copos blancos. Poco a poco se hicieron más grandes y gruesos, y al anochecer caía una intensa tormenta de nieve. En la Caverna todos exhalaron suspiros de alivio cuando los cazadores que habían salido esa mañana llegaron al refugio antes de oscurecer por completo, con las manos vacías, pero sanos y salvos.
–Joharran ha decidido volver cuando hemos visto a los mamuts dirigirse a buena marcha hacia el norte –dijo Jondalar después de saludar a Ayla–. Ya conoces el dicho: «No des un paso más si los mamuts al norte van.» Los mamuts se marchan al norte, donde hace más frío, pero el clima es más seco y la nieve no se acumula en capas tan profundas. En la nieve blanda y abundante pierden movilidad. Joharran no quería correr riesgos, pero esos nubarrones se desplazaban tan rápidamente que quizá hayan alcanzado incluso a los mamuts. La nieve ya llega hasta las rodillas. Hemos tenido que ponernos raquetas en los pies para volver.
La tormenta duró toda la noche y el día y la noche siguientes. No se veía nada, excepto aquella movediza cortina blanca, ni siquiera podía distinguirse el Río. A veces la nieve, atrapada en una contracorriente de aire que azotaba la pared rocosa, sin encontrar otra salida, rebotaba contra la dirección de los vientos dominantes formando un vertiginoso remolino de copos. A ratos, cuando el viento amainaba, la nieve caía a plomo, pesadamente, en un continuo movimiento hipnótico.
Ayla agradecía el protector saliente de piedra del refugio que se extendía hasta el lugar donde estaban los caballos, aunque la primera noche estuvo preocupada, ya que no sabía si los animales habían encontrado el camino hasta allí antes de acumularse mucha nieve, y temía que hubieran quedado aislados, aprisionados, por el espeso manto de nieve, si habían buscado cobijo en otra parte.
Sintió alivio al oír un relincho cuando se acercó al refugio de los caballos a la mañana siguiente temprano y dejó escapar un hondo suspiro al ver a los animales. Pero al saludarlos percibió su nerviosismo. Tampoco ellos estaban familiarizados con aquella cantidad de nieve. Decidió quedarse un rato con ellos y los cepilló con espinosas hojas de cardencha, lo cual los reconfortaba, y a 1a propia Ayla le resultaba relajante.
Viéndolos a salvo en su refugio, se preguntó dónde se guarecerían los caballos salvajes. ¿Habrían emigrado a la región más fría y seca que se extendía al norte y al este, donde la nieve no alcanzaba tanta profundidad y no cubría el heno seco del que se alimentaban en invierno?
Se alegró de haber recogido hierba en abundancia para Whinney y Corredor, además de grano, para complementar su forraje; Había sido idea de Jondalar. Él sabía lo profunda que podía llegar a ser la capa de nieve; ella no. Ahora se preguntaba si habrían almacenado suficiente comida. Los caballos se adaptaban al frío, eso no la preocupaba. Su pelaje había crecido y se había espesado para proteger sus cuerpos robustos y compactos, pero ¿tendrían hierba suficiente?
Los inviernos en la región donde vivía la gente de Jondalar eran fríos, pero no secos. Su principal característica era la nieve, una densa nieve que saturaba el aire e iba de un lado a otro impulsada por el viento. Ayla no había visto tanta nieve desde que vivía con el Clan. Se había acostumbrado a las heladas estepas de loess que absorbían la humedad de la atmósfera, situadas más al interior en torno a su valle y en el territorio de los cazadores de mamuts. Aquí, donde el clima estaba sujeto a las influencias marinas de las Grandes Aguas del oeste, el paisaje se conocía como estepas continentales. En invierno llovía y nevaba más, clima parecido en cierto modo al del lugar donde ella se había criado, el extremo montañoso de una península que se adentraba en un mar interior mucho más al este.
La pesada nieve apilada en el porche delantero formaba ante la abertura del refugio una alta y sólida barrera que resplandecía de noche con el reflejo dorado de las hogueras encendidas bajo el saliente de piedra. Ayla entendía ahora por qué se usaban grueso troncos para sostener los numerosos travesaños del armazón cubierto de cueros que protegía el pasadizo por el que se accedía al cercado utilizado en invierno como vertedero en lugar de las zanjas.
La segunda mañana después del comienzo de la nevada Ayla despertó y se encontró la cara sonriente de Jondalar, que la sacudía con delicadeza, de pie al lado de la plataforma de dormir. Tenía las mejillas rojas a causa del frío y en su pesado abrigo había aún restos de nieve sin deshacer. Sostenía un vaso de infusión caliente.
–Venga, levanta ya, dormilona –dijo–. Recuerdo los tiempos en que estabas en pie mucho antes que yo. Aún queda un poco de comida. Ha parado de nevar. Abrígate y sal. Quizá deberías ponerte debajo aquellas prendas que te regalaron Marona y sus amigas.
–¿Tú ya has salido? –preguntó Ayla incorporándose para tomarse la infusión–. Últimamente parece que necesito dormir más.
Conteniéndose para no apremiarla, Jondalar esperó mientras ella se lavaba, tomaba un bocado y empezaba a vestirse.
–Jondalar, no puedo atarme estos calzones a la cintura, y la túnica ya no me cabe. ¿De verdad quieres que me ponga esto? No quiero estirarla.
–Los calzones son importantísimos. Da igual si no puedes atártelos. Haz lo que puedas. Encima llevarás tu otra ropa. Aquí tienes las botas. ¿Dónde está tu abrigo?
Mientras se encaminaban hacia el exterior del refugio, Ayla vio el radiante cielo azul y la resplandeciente luz del sol que bañaba el saliente de piedra. Saltaba a la vista que algunas personas habían madrugado. Habían limpiado de nieve el sendero que bajaba al Río del Bosque y esparcido grava de piedra caliza por la pendiente para hacerla menos resbaladiza. A ambos lados las paredes de nieve llegaban a la altura del pecho, pero cuando Ayla contempló el paisaje, se le cortó la respiración.
Alrededor, todo se había transformado. La reluciente capa blanca había suavizado los contornos del terreno y, por contraste con aquella intensa y cegadora blancura, el cielo parecía aún más azul. Hacía frío; la nieve crujía bajo los pies y el aliento se le condensaba. Vio a unas cuantas personas en el llano que sé extendía al otro lado del río.
–Cuidado al bajar por el sendero –advirtió Jondalar–. Puede ser peligroso. Dame la mano.
Llegaron al pie de la cuesta y cruzaron el pequeño río helado. Algunos de 1os que los vieron acercarse los saludaron con la mano y se dirigieron hacia ellos.
–Pensaba que no ibas a levantarte nunca –protestó Folara–. Hay un sitio al que vamos todos los años, pero se tarda media mañana en llegar. Le he preguntado a Jondalar si podíamos llevarte, pero le parecía que era demasiado lejos para ti en tu estado. Cuando la nieve esté más dura, podemos hacerte un asiento en un trineo y turnarnos para tirar de ti. Normalmente los trineos se usan para acarrear leña o carne o cualquier otra cosa, pero cuando no se los necesita para eso podemos utilizarlos nosotros –estaba eufórica.
–Cálmate, Folara, –dijo Jondalar. La nieve era tan profunda que cuando Ayla intentó caminar a través de ella, se tambaleó, perdió el equilibrio y se agarró de Jondalar, arrastrándolo en su caída. Quedaron los dos sentados y cubiertos de nieve, riendo de tal modo que no podían levantarse. Folara reía también.
–No te quedes ahí parada –protestó Jondalar–. Ven y ayúdame a levantar a Ayla.
Entre los dos, consiguieron ponerla de nuevo en pie. De pronto, un proyectil redondo y blanco surcó el aire y fue a estrellarse ruidosamente contra el brazo de Jondalar. Al alzar la vista vio a Matagan, que estaba riéndose. De inmediato cogió un puñado de nieve con las dos manos, la moldeó hasta formar una bola y la lanzó contra el joven a quien estaba planteándose tomar como aprendiz. Pese a su cojera, Matagan echó a correr con relativa rapidez, y la bola de nieve no lo alcanzó.
–Creo que ya está bien por hoy... –dijo Jondalar. Ayla tenía una bola de nieve oculta, y cuando Jondalar se acercó, se la arrojó. Le dio en el pecho, y la nieve, al estallar la bola, le salpicó la cara.
–Así que quieres jugar... –dijo él cogiendo otro puñado de nieve e intentando echársela en la espalda por debajo del abrigo.
Ayla forcejeó para zafarse, y al cabo de un momento los dos rodaban por la nieve, riendo y tratando de meterse nieve mutuamente por el cuello. Cuando por fin se detuvieron y se sentaron, estaban los dos rebozados de blanco de la cabeza a los pies.
Fueron a la orilla del río helado, lo cruzaron y volvieron al refugio. Camino de su morada, pasaron por delante de la de Marthona, que se asomó porque los había oído acercarse.
–¿De verdad te parece conveniente sacar a Ayla y traerla empapada de nieve en su estado, Jondalar? –le reprochó su madre–. ¿Y si se hubiera caído y el niño hubiera llegado antes de tiempo?
Jondalar pareció compungido. No había pensado siquiera en esa posibilidad.
–No te preocupes, Marthona –terció Ayla–. La nieve estaba blanda, y no me he lastimado ni he hecho ningún esfuerzo excesivo. No sabía que la nieve pudiera ser tan divertida –sus ojos chispeaban aún de entusiasmo–. Jondalar me ha ayudado a bajar y subir por el sendero. Estoy bien.
–Pero mi madre tiene razón... –dijo Jondalar arrepentido–. Podrías haberte hecho daño, y yo ni lo he tenido en cuenta. Debería haber ido con más cuidado. Pronto serás madre.
Jondalar se mostró tan solícito a partir de entonces que Ayla se sintió casi confinada. No quería que bajara por el sendero, ni que saliese siquiera del refugio. De vez en cuando Ayla se quedaba un rato en lo alto de la cuesta mirando abajo con añoranza, pero cuando tuvo ya tanta barriga que no se veía los pies y se vio obligada a inclinarse hacia atrás para compensar la carga de delante, desaparecieron sus deseos de abandonar la seguridad del refugio de piedra de la Novena Caverna.
Le complacía permanecer cerca del fuego, a menudo en compañía de amigos, en su morada o en cualquier otra, o bien ir a la bulliciosa área de trabajo central bajo el techo protector del enorme saliente y entretenerse haciendo cosas para el bebé que pronto llegaría. Tenía clara conciencia de la vida que crecía dentro de ella, y esa circunstancia era en lo que principalmente centraba su interés por entonces.
Visitaba a los caballos diariamente, los cepillaba y mimaba, y se aseguraba de que tuvieran suficientes provisiones y agua. También ellos estaban menos activos, aunque bajaban al Río, totalmente helado, y lo cruzaban hasta la pradera que se extendía al otro lado. Aunque sin la eficacia de los renos, los caballos también eran capaces de escarbar en la nieve para encontrar pasto, y su aparato digestivo estaba habituado a los alimentos duros: los tallos de hierba congelados, la corteza de abedul y otros árboles de corteza igualmente fina, y pequeñas ramas de arbustos. Pero bajo la aislante capa de nieve, donde asomaba la hierba aparentemente muerta, encontraban a veces la base aún viva de los tallos y nuevos brotes esperando a crecer. Los caballos se las arreglaban para hallar comida suficiente con la que llenarse el estómago, pero el grano y la hierba que Ayla les proporcionaba contribuían a mantenerlos sanos.
Lobo salía más que los caballos. La temporada del año más dura para los herbívoros solía ser la mejor época para los comedores de carne. Se alejaba mucho y a veces estaba fuera todo el día, pero siempre regresaba por la noche para dormir en la pila de ropa vieja de Ayla. Ella le trasladó la cama junto a la plataforma de dormir, y cada anochecer lo esperaba preocupada hasta que volvía, a veces muy tarde. Algunos días, sin embargo, Lobo no se movía de la morada, y se quedaba junto a Ayla para descansar o jugar con los niños del refugio.
Durante la relativa inactividad de los meses invernales, cada cual se dedicaba a las labores propias de su oficio. Aunque en ocasiones salían de caza, sobre todo en busca de renos, que al ser animales muy adaptados al frío tenían mucha grasa almacenada, incluso en los huesos, había suficiente comida en el depósito del refugio para mantenerse y leña de sobra para el fuego que les servía para calentarse, guisar e iluminar sus moradas. A lo largo del año se recolectaban y guardaban los diversos materiales que necesitarían en invierno para llevar a cabo su trabajo. Era la época destinada a curar el cuero, suavizar las pieles, teñirlas y darles brillo o impermeabilizarlas; la época de confeccionar ropa y adornarla con cuentas y bordados; Se hacían botas y cinturones, y también hebillas, a menudo con tallas ornamentales, y muchos aprovechaban para aprender o perfeccionar un oficio.
Ayla había quedado fascinada por el proceso del tejido. Cuando Marthona hablaba de ello observaba y escuchaba atentamente. Las fibras de los animales que mudaban de pelo en primavera se habían recogido en arbustos espinosos o de la tierra desnuda se habrían almacenado hasta el invierno, cuando se disponía de tiempo para hacer cosas artesanales. Tenían gran variedad de fibras, tales como lana de muflón, carnero e íbice. Una capa de vello corto y aterciopelado crecía en otoño bajo el enmarañado pelo de diversos animales, incluidos el mamut, el rinoceronte y el almizclero, siendo el de este último el más codiciado por su suavidad. El pelo largo y áspero de los animales era más permanente y se recogía sólo después de matarlos, por ejemplo el de los animales lanudos y las largas colas de los caballos. Se utilizaban asimismo fibras de muy distintas plantas, con las que se hacían cordones, cuerdas y finas hebras, que podían teñirse o dejarse con su color natural, y luego se prensaban para darles dureza o se tejían para hacer ropa o esterillas, alfombras y colgaduras para impedir las corrientes de aire y cubrir las frías paredes de roca.
Se fabricaban cuencos de madera, puliéndolos y decorándolos con figuras pintadas y talladas; se tejían cestas de todas formas y tamaños; se hacían alhajas con cuentas de marfil modeladas, dientes de animales, conchas y peculiares piedras; se labraban el marfil, el hueso y el asta para hacer platos y fuentes, mangos para cuchillos, puntas de lanza, agujas para coser, y otros muchos utensilios, herramientas y objetos decorativos. Asimismo se realizaban estatuillas de animales en las que se trabajaba muchos los detalles, que servían como piezas ornamentales o como complementos de los más diversos objetos, y para ello se utilizaba cualquier material susceptible de ser tallado, como la madera, el hueso, el marfil o la piedra. Los talladores también realizaban estatuillas de formas femeninas, las donii, y a la gente le gustaba decorar las paredes del refugio con pinturas y tallas en relieve.
El invierno era también la época en que se ejercitaban las distintas clases de talento. Se creaban instrumentos musicales, en particular melodiosas flautas e instrumentos de percusión de interesantes sonidos, y luego se tocaban. Se ejecutaban danzas, se cantaban canciones, se contaban historias. Algunos se divertían con la práctica de deportes como la lucha y el tiro al blanco, y muchos se entregaban al juego y las apuestas.
Se adiestraba a los jóvenes en ciertas habilidades básicas necesarias, y aquellos que mostraban predisposición o aptitud para determinada actividad especializada encontraban siempre a alguien dispuesto a enseñarles. Había un transitado sendero entre la Novena Caverna y Río Abajo, y muchos de los artesanos que viajaban hasta allí desde sus propias Cavernas pasaban a menudo unas cuantas noches en la Novena,
Zelandoni enseñó las palabras de contar a quienes quisieron conocerlas, así como las Historias y Leyendas, pero rara vez disponía de tiempo libre. La gente se resfriaba, tenía dolores de cabeza, de oídos, de vientre y de muelas; las molestias causadas por la artritis y el reumatismo se agravaban siempre con el frío, y aparecían también otras enfermedades más graves. Algunos morían, y sus cuerpos se dejaban en los fríos pasadizos de entrada de ciertas cuevas, donde permanecían hasta la primavera, ya que la nieve y el terreno helado impedían enterrarlos en los campos exteriores destinados a ello. En algunos casos, aunque no era frecuente, se 1os dejaba permanentemente allí.
También había nacimientos. El solsticio de invierno había pasado. Zelandoni había explicado a Ayla que en esa fecha el punto del horizonte por el que el sol se ponía estaba más a la izquierda que en ningún otro momento del año, permanecía ahí durante unos días y luego empezaba otra vez a desplazarse imperceptiblemente hacia la derecha. Ese cambio de la trayectoria solar se celebraba con una ceremonia, una fiesta y un banquete, que aportaban cierta emoción a los plácidos días de esa estación,
A partir de ese momento el sol se pondría cada día más a la derecha hasta el solsticio de verano, fecha en que alcanzaba su punto máximo por ese lado y parecía quedarse allí por unos días, El paso por el punto medio entre ambos extremos coincidía con los equinoccios, es decir, el principio de la primavera y, en el recorrido opuesto, el principio del otoño. Zelandoni señaló una depresión entre las montañas en el horizonte, el lugar exacto donde estaba ese punto medio. Para calcularlo, había usado las palabras de contar y hecho una marca en una sección plana de asta. Ayla encontró fascinante esa información. Le gustaba aprender esa clase de cosas.
En pleno invierno, la época más fría, cruda y desapacible del año, la nieve no invitaba ya a las excursiones por pura diversión. Incluso las salidas breves para ir a por leña o carne congelada podían ser un suplicio. Las piedras amontonadas sobre pozos de almacenamiento y depósitos fríos a menudo se helaban en bloque, y era necesario volver a separarlas. Las frutas y verduras de los depósitos menos profundos habían sido trasladadas hacía tiempo a hoyos revestidos de piedras excavados al fondo del refugio, pero se requerían muchos cepos y mucha vigilancia para impedir que los animales pequeños se apropiaran de una proporción demasiado grande. Los pequeños roedores, en particular, sobrevivían holgadamente gracias al duro trabajo de los humanos y siempre se las ingeniaban para compartir la caverna con ellos. Uno de los juegos de los niños en ese período del año consistía en lanzar piedras a las diminutas y rápidas alimañas, un juego alentado, desde luego, por los adultos. Una piedra arrojada con fuerza podía matar a un roedor, y el juego no sólo se convertía en un elemento más en la incesante lucha contra esa voraz plaga, sino que permitía a los niños desarrollar la puntería, cualidad indispensable para convertirse un día en consumados cazadores, y algunos de los pequeños ciertamente lo conseguían. Ayla comenzó a utilizar la honda con ese fin, y al cabo de un tiempo estaba ya enseñando a los niños a usar su arma preferida. Lobo se reveló asimismo como una valiosa ayuda en el esfuerzo por diezmar la población de roedores.
Al parecer, los pozos exteriores no padecían la acción de estas alimañas, y la comida se mantenía allí el mayor tiempo posible. Pero cuando las temperaturas más bajas del invierno ponían en peligro la calidad de los alimentos frescos, se verán obligados a entrarlos al refugio. Las verduras, una vez congeladas, solían emplearse sólo en guisos, como la mayoría de los alimentos secos.
Una repentina erupción de energía había invadido a Ayla en los últimos días. Había ido sintiéndose cada vez más incómoda a medida que aumentaba de peso y volumen, y de cuando en cuando tenía arrebatos de llanto y otros arranques emocionales que desconcertaban a Jondalar. El activo bebé la despertaba a menudo por las noches, y Ayla tenía serias dificultades para levantarse cuando estaba sentada en el suelo en su postura habitual, con las piernas cruzadas; ella que siempre había podido ponerse en pie con gráciles movimientos. Conforme se acercaba el momento, creció su temor al parto, aunque su deseo de tener el niño le hacía olvidar sus miedos.
Zelandoni tenía la certeza de que Ayla pronto saldría de cuentas, y le había dicho:
–La Gran Madre Tierra, en su sabiduría, hizo incómodos los últimos días del embarazo intencionadamente, a fin de que las mujeres fueran capaces de afrontar el miedo al parto y superarlo.
Ayla había acabado de disponerlo y organizarlo todo para el niño, y luego había arreglado una vez más toda la casa. También había decidido preparar una comida especial para Jondalar. Le dijo todas las verduras que necesitaba de los hoyos de almacenamiento del fondo del refugio, y también qué carne quería. Cuando él regresó con todo, ella no se había movido, y tenía una extraña expresión en el semblante, mezcla de alegría y miedo.
–¿Qué pasa, Ayla? –preguntó él, dejando caer la cesta con la verdura.
–Me parece que el niño está preparándose para nacer –respondió ella.
–¿Ahora? –dijo Jondalar, asaltado por un súbito nerviosismo–. Vale más que te eches en la cama. Iré a buscar a Zelandoni. Quizá sea mejor que traiga también a mi madre. No hagas nada hasta que vuelva.
–Aún no. Jondalar, cálmate. Todavía tardará un rato. No vayas aún a por Zelandoni; asegurémonos antes –propuso ella. Cogió la cesta con la verdura. Fue al espacio destinado a cocinar y comenzó a vaciarla.
–Ya me encargo yo de eso. ¿No deberías descansar? ¿Estás segura de que no quieres que traiga a Zelandoni?
–Jondalar, ya has visto nacer niños antes, ¿no? No tienes por qué preocuparte tanto.
–¿Quién dice que estoy preocupado? –replicó él tratando de aparentar serenidad. Ella se llevó la mano al vientre y se quedó inmóvil–. Ayla, ¿de verdad no crees que es mejor que avise a Zelandoni? –insistió él con el entrecejo fruncido.
–Está bien; ve a avisarla, pero sólo si me prometes que le dirás que es sólo el comienzo. No hay prisa.
Jondalar salió como una exhalación y regresó con Zelandoni casi a rastras.
–Te pedí que le dijeras que no había prisa –le reprochó Ayla a su compañero. Luego miró a la donier–. Perdona por haberte obligado a venir tan pronto. Las contracciones acaban de empezar.
–Jondalar, es mejor que te vayas un rato a la morada de Joharran. De paso dile a Proleva que quizá necesite su ayuda –se volvió hacia Ayla y añadió–: No estoy muy ocupada. Me quedaré a hacerte compañía. ¿Tienes alguna infusión preparada? –preguntó Zelandoni.
–Puedo prepararla en un momento –se ofreció la joven–. Creo que Zelandoni tiene razón, Jondalar. ¿Por qué no vas a ver a Joharran?
–De camino puedes entrar a decírselo a Marthona, pero no hace falta que la traigas a rastras –sugirió Zelandoni, y Jondalar se marchó apresuradamente–. Cuando nació Folara estuvo presente durante todo el parto, sin alterarse en lo más mínimo. Pero siempre es distinto cuando se trata de la propia compañera.
Ayla volvió a quedarse inmóvil, aguardando a que pasara la contracción, y luego comenzó a preparar la infusión. Zelandoni la observó y se dispuso a calcular el tiempo que pasaba hasta la siguiente contracción. Se acomodó en un gran banco que Ayla había hecho especialmente para las visitas de Zelandoni, ya que sabía que no le gustaba sentarse en el suelo ni en almohadones si podía evitarlo. En los últimos tiempos lo había usado mucho ella misma.
Mientras tomaron la infusión y charlaron de trivialidades, Ayla tuvo algunas contracciones más. Finalmente, Zelandoni le pidió que se tendiera para poder examinarla. La joven obedeció. La Primera esperó hasta la siguiente contracción y le palpó el vientre.
–Puede que no tarde demasiado, después de todo –comentó la curandera.
Ayla se puso en pie, pensó en sentarse en el suelo sobre un almohadón, cambió de idea y fue a la cocina, donde tomó otro sorbo de infusión. Sintió una nueva contracción. Se preguntó si no convendría que volviera a tumbarse. Las cosas iban más deprisa de lo que había previsto.
Zelandoni la examinó con mayor detenimiento y luego miró con atención a la joven.
–Éste no es tu primer hijo, ¿verdad?
Ayla aguardó a que pasara el espasmo antes de contestar.
–No, no lo es –respondió en un susurro–. Ya había tenido un niño.
Zelandoni se preguntó por qué no tenía al niño con ella. ¿Habría muerto? Si el niño nació muerto o si murió poco después del parto, sería importante saberlo.
–¿Qué le pasó? –preguntó.
–Tuve que dejarlo. Se lo di a mi hermana Uba. Aún vive con el Clan, o al menos eso espero.
–El parto fue muy difícil, ¿no?
–Sí, estuve a punto de morir al dar a luz –contestó ella con un tono uniforme y controlado, procurando no revelar emoción alguna, pero la donier percibió temor en su mirada.
–¿Qué edad tiene ahora, Ayla? O mejor dicho, ¿qué edad tenías tú cuando diste a luz? –quiso saber Zelandoni.
–No contaba aún doce años –dijo Ayla, notando otra punzada de dolor. Se sucedían cada vez con mayor frecuencia.
–¿Y ahora? –preguntó Zelandoni tras la contracción.
–Ahora cuento diecinueve, veinte pasado el invierno. Soy ya vieja para tener hijos.
–No, no lo eres, pero eras muy joven cuando tuviste al primero. Demasiado. No es extraño que fuera un parto difícil. Has dicho que lo dejaste con el Clan –Zelandoni hizo una pausa para pensar cómo formular la siguiente pregunta. Por fin dijo–: ¿Es tu hijo de espíritus mixtos?
Ayla tardó en contestar. Se volvió hacia Zelandoni y se encontró con su mirada. Luego casi se dobló con la siguiente contracción.
–Sí –dijo con expresión atemorizada cuando el dolor pasó.
–Posiblemente eso contribuyó a complicar el anterior parto. Por lo que sé, las mujeres tienen más dificultades para dar a luz a niños de espíritus mixtos. Tiene algo que ver con la cabeza, según me han dicho. La de ellos es de mayor tamaño y de forma distinta, y no se contrae tanto. Es probable que esta vez te resulte más fácil. Por ahora todo va bien, ya lo sabes.
La donier había notado el nerviosismo de Ayla en la última contracción. «Es mejor que se relaje; los nervios sólo sirven para empeorar las cosas –pensó la donier–; pero me temo que recuerda un primer parto muy complicado. Ojalá me lo hubiera dicho antes. Podría haberla ayudado. Espero que Marthona no tarde mucho. Creo que Ayla necesita ahora alguien que le preste toda su atención; voy a intentar que se relaje. Quizá con un poco de conversación el miedo se aleje de su mente.»
–¿Por qué no me hablas de tu primer hijo?
–Al principio pensaron que era deforme, y que sería una carga para el Clan –comenzó Ayla–. En un primer momento ni siquiera era capaz de mantener la cabeza erguida, pero luego se fortaleció. Todos le cogieron cariño. Grod incluso le hizo una lanza, de su tamaño. Y a pesar de lo pequeño que era, corría mucho.
Ayla sonreía con lágrimas en los ojos por el recuerdo. La Primera pudo formarse una idea de lo sucedido. Comprendió de pronto lo mucho que Ayla quería a ese niño, lo orgullosa que estaba de él, fuera o no de espíritus mixtos. Al decir que se lo había dado a su «hermana», Zelandoni había pensado en un primer momento que podía haber sido un alivio para ella encontrar a alguien que se quedara con el niño.
Algunos zelandonia hablaban aún de la abuela de Brukeval. Aunque nunca se mencionaba en público, la mayoría de ellos tenía la seguridad de que la hija que dio a luz era de espíritus mixtos. Nadie deseaba acogerla cuando su madre murió, y Brukeval sufrió el mismo destino. Él tenía el mismo aspecto que su madre, quizá no tan marcado, pero sin duda era también de espíritus mixtos; Zelandoni estaba convencida de ello, pero nunca lo admitiría ante nadie, y menos ante él.
¿Cabía la posibilidad de que Ayla fuera propensa a atraer los espíritus del Clan por haber sido criada entre ellos? ¿Sería también mestizo el niño que estaba por nacer? Y si lo era, ¿qué ocurriría? Lo más sensato sería poner fin a su vida antes de que se iniciara. Sería muy fácil, y todos pensarían que sencillamente había nacido muerto. Probablemente ahorraría muchos sufrimientos a todos, incluido al niño. Sería lamentable tener en la Caverna a otro niño no deseado ni amado, como había sido el caso de Brukeval y su madre.
«Pero si Ayla había amado a su primer hijo –pensó la donier–, ¿no amaría también a éste? Resulta asombroso verla con Echozar. Da la impresión de que ella siente verdadera simpatía por él, y él se siente a gusto con ella. Quizá saldría bien si Jondalar...»
–Jondalar me ha dicho que te había empezado el parto, Ayla... –dijo Marthona entrando en la morada–. Ha insistido en que era sólo el comienzo y no había ninguna prisa, pero estaba tan impaciente por hacerme venir que casi me ha sacado a empujones de casa.
–Me alegro de que hayas venido... –dijo Zelandoni–. Me gustaría prepararle algo.
–¿Para acelerar el parto? –preguntó Marthona. Sonrió a Ayla–. A veces los primeros partos se alargan tanto.
–No –respondió Zelandoni, y guardó silencio en actitud pensativa antes de proseguir–. Sólo algo para que se relaje. Evoluciona bien, más deprisa de lo que preveía. Pero está muy nerviosa; está un poco asustada por el parto; creo.
Ayla advirtió que la curandera no corrigió a Marthona la suposición de que aquél era su primer parto. Desde el principio había presentido que Zelandoni conocía muchas cosas; muchos secretos que no contaba a nadie. Quizá fuera mejor que ella misma siguiera ocultando la existencia de Durc, y hablara de ello sólo con Zelandoni.
Se oyó que llamaban a la entrada. Era Proleva, que entró sin esperar respuesta.
–Jondalar me ha dicho que Ayla estaba de parto. ¿Puedo ayudar en algo? –dijo. Llevaba un niño cargado a la espalda, sujeto a ella mediante una manta.
–Sí –contestó Zelandoni. Había asumido la responsabilidad de autorizar quién podía entrar en la morada y quién no, lo cual Ayla agradeció. Notando que se acercaba la siguiente contracción, lo último que quería era tener que decidir quién debía estar allí y quién debía marcharse. La curandera advirtió que la joven se ponía tensa, preparándose para luchar contra el dolor. Era evidente que prefería no gritar–. Puedes sentarte con Ayla mientras Marthona pone agua a hervir. Yo he de ir a buscar una medicina especial.
Zelandoni salió apresuradamente. Pese a su volumen, podía moverse con rapidez cuando se lo proponía. Folara se aproximaba cuando la mujer dejó caer la cortina a sus espaldas.
–¿Puedo entrar, Zelandoni? –preguntó–. Me gustaría ayudar si es posible.
La donier se detuvo sólo un instante.
–Sí, adelante. Ayuda a Proleva a intentar calmar a Ayla –respondió, y se alejó a toda prisa.
Cuando regresó, Ayla se revolvía desesperadamente en medio de otra contracción, pero seguía sin gritar. Marthona y Proleva estaban una a cada lado de ella, sujetándole las manos, visiblemente preocupadas. Folara añadía otra piedra caliente al agua para que no se enfriara. Tenía la misma expresión de preocupación que su madre. La mirada de Ayla reflejaba miedo, pero pareció aliviada al ver a la curandera.
Zelandoni corrió junto a ella.
–Todo irá bien. Lo estás haciendo perfectamente; sólo debes relajarte. Voy a prepararte algo para reconfortarte.
–¿Qué es? –preguntó Ayla cuando el dolor remitió. Zelandoni la miró y advirtió que no lo preguntaba por miedo, sino por interés. De hecho, dio la impresión de que esa información podía apartar la angustia de su mente por un instante.
–Corteza de sauce y hojas de frambuesa –explicó la donier. Fue a ver si el agua hervía–. También he añadido flores de tilo y una pizca de estramonio.
Ayla movía la cabeza en un gesto de asentimiento.
–La corteza de sauce es un calmante suave; las hojas de frambuesa resultan especialmente relajantes durante el parto; las flores de tilo son endulzantes; y el estramonio ataja el dolor y adormece, pero podría llegar a interrumpir 1as contracciones. No obstante, una pizca me puede ir bien.
–Eso mismo he pensado yo –dijo la donier.
Mientras se apresuraba a añadir las hierbas y trozos de corteza al agua que Folara mantenía caliente, Zelandoni cayó en la cuenta de que dejar participar a Ayla en su propio tratamiento podía resultar tan útil para relajarla como las medicinas; pero sería absurdo tratar de ocultarle algo considerando sus amplios conocimientos en la materia. Requirió un buen rato preparar la infusión medicinal, y durante ese tiempo Ayla tuvo varias contracciones más. Cuando por fin Zelandoni le llevó el vaso, la joven estaba muy dispuesta a aceptarlo; aun así se incorporó y saboreó antes la infusión, concentrándose con los ojos cerrados. Asintió y se la bebió.
–Más hojas de frambuesa que corteza de sauce, y sólo el tilo suficiente para anular el sabor amargo del estramonio –recitó Ayla. Luego se tendió de nuevo para aguardar el siguiente acceso de dolor.
Por un brevísimo instante Zelandoni se sintió tentada de replicar sarcásticamente, «¿Qué? ¿Das tu aprobación?», pero se contuvo, y enseguida se reprendió por el solo hecho de haberlo pensado. La experta donier no estaba acostumbrada a que los demás probaran e hicieran comentarios acerca de sus medicinas, pero ¿no haría ella lo mismo? La joven no tenía ánimo de criticar, comprendió Zelandoni; simplemente constataba sus propios conocimientos. La miró y sonrió, convencida de saber qué estaba pensando exactamente Ayla en ese momento, porque ella habría hecho lo mismo. La joven estaba evaluando los efectos que la medicina tenía en ella. Observaba en silencio sus propias reacciones, esperando para ver cuánto tardaba en actuar la infusión y con qué intensidad. Y como la curandera había supuesto, eso apartaba de su mente el miedo y la ayudaba a relajarse.
Todas aguardaron hablando en susurros; el parto parecía ir un poco mejor. Zelandoni no sabía si se debía a la medicina o la disminución del temor –probablemente a ambas cosas–, pero Ayla ya no se retorcía ni se agitaba. En lugar de eso se concentraba en sus sensaciones, comparando ese parto con el anterior y notando que esa vez parecía todo más fácil. Todo seguía el curso que ella había observado en otras mujeres que habían tenido partos normales. Había estado presente cuando Proleva dio a luz, y ahora sonreía mientras la mujer amamantaba a su hija.
–Marthona, ¿sabes dónde guarda la manta para el parto? –preguntó Zelandoni–. Creo que se acerca el momento.
–¿Tan pronto? No esperaba que fuera tan rápido, y menos viendo las dificultades del principio –comentó Proleva dejando a la niña en la manta.
–Pero ahora parece tenerlo ya bajo control –dijo Marthona–. Iré a traer la manta para el parto. ¿Está donde me enseñaste, Ayla?
–Sí –contestó ella de inmediato, notando el inicio de otra convulsión que le agarrotaba los músculos y parecía recorrer todo su cuerpo.
Cuando pasó, Zelandoni dio instrucciones a Folara y Proleva para que extendieran en el suelo la manta de piel para el parto, decorada con dibujos y símbolos, y luego hizo una seña a Marthona.
–Ya es hora de ayudarla a levantarse –dijo. Dirigiéndose a Ayla, añadió–: Tienes que levantarte y dejar que la atracción de la Gran Madre Tierra ayude a salir al niño. ¿Puedes?
–Sí –respondió Ayla con la respiración entrecortada. Había estado empujando con fuerza en cada contracción, y sintió el impulso de volver a empujar, pero trataba de contenerse un momento–. Eso creo.
Entre todas la ayudaron a ponerse en pie y la llevaron hasta la manta. Proleva le mostró la posición en cuclillas que debía adoptar y luego se colocó a su lado mientras Folara la sostenía desde el otro lado. Marthona, enfrente, sonreía y le daba apoyo moral. Zelandoni se situó detrás de Ayla y la estrechó contra su enorme pecho, rodeándola con los brazos por encima del abultamiento del vientre.
Ayla se sintió envuelta por la blandura y el calor de la corpulenta mujer; resultaba reconfortante apoyarse contra ella. La donier parecía la Madre, todas las madres combinadas en una, el suave seno de la propia Tierra. Pero en contacto con ella se notaba algo más: una colosal fuerza permanecía oculta bajo la masa de carne. Ayla tuvo la clara impresión de que aquella mujer era capaz de mostrar todos los estados de ánimo de la mismísima Madre, desde la dulzura de un cálido día de verano hasta la fiereza de una intensa ventisca. Si se sentía impulsada a ello, podía desplegar el devastador poder de una turbulenta tempestad, o reconfortar y abrigar como una delicada neblina.
–Ahora, en la siguiente contracción, quiero que empujes –indicó Zelandoni.
A ambos lados de Ayla, las dos mujeres le sujetaban las manos, ofreciéndole algo a qué agarrarse.
–Ya viene –anunció Ayla.
–¡Empuja! –ordenó Zelandoni. Ayla respiró hondo y empujó con todas sus fuerzas. Notó que la donier la ayudaba, empujando al niño a la vez que ella. Un chorro de agua caliente cayó sobre la manta.
–Bien, eso estaba yo esperando –dijo Zelandoni.
–También yo me preguntaba cuándo rompería aguas –comentó Proleva–. Yo rompí aguas tan pronto que estaba casi seca cuando llegó la niña. Así es mejor. Ahí va otra vez.
–Ahora vuelve a empujar, Ayla –dijo Zelandoni. . La joven obedeció y percibió movimiento.
–Ya veo la cabeza –dijo Marthona–. Estoy preparada para coger al niño.
Se arrodilló cerca de Ayla en el preciso instante en que empezaba otra intensa contracción. La muchacha tomó aire y empujó.
–¡Ya sale! –exclamó Marthona. Ayla notó el paso de la cabeza. El resto fue fácil. Cuando el niño resbaló hacia fuera, la madre de Jondalar tendió las manos y lo cogió.
Ayla bajó la vista y vio al bebé mojado en brazos de Marthona, y sonrió. También en el rostro de Zelandoni se dibujó una sonrisa.
–Ayla, empuja una última vez para expulsar la placenta –ordenó, tratando de ayudarla de nuevo.
Ella obedeció y vio caer en la manta una masa de tejido sanguinolento.
Zelandoni la soltó y fue a situarse frente a la nueva madre. Proleva y Folara sostuvieron a Ayla mientras la donier cogía al bebé, le volvía cabeza abajo y le daba unas palmadas en la espalda. Se oyó el ligero sonido de un hipo. Zelandoni golpeó a la criatura enérgicamente en los pies y observó que, sobresaltado, echaba el aire y de inmediato tomaba su primer aliento vital. Siguió un llanto casi inaudible, al principio poco más que un maullido, pero que fue en aumento a medida que los pulmones del bebé se acostumbraban a mantener la vida.
Marthona sostuvo al recién nacido mientras la donier limpiaba un poco a Ayla, enjugando la sangre y los fluidos; luego Folara y Proleva la ayudaron a volver a la cama. La Primera ató un trozo de tendón en torno al cordón umbilical del pequeño –teñido de rojo con ocre a petición de Ayla– para pinzarlo y evitar una hemorragia por el tubo aún abierto. Con una afilada hoja de sílex, cortó el cordón por encima del nudo, separando al niño de la placenta que le había proporcionado alimento y un sitio donde crecer hasta su nacimiento. El bebé de Ayla era ya una entidad aparte, un ser humano único e independiente.
Marthona y Zelandoni limpiaron al recién nacido con una aterciopelada piel de conejo que Ayla había hecho con ese propósito. La madre de Jondalar tenía ya a punto una pequeña manta, también aterciopelada, tan suave de hecho que parecía la piel del bebé. Estaba confeccionada con la piel de un feto de ciervo poco antes de nacer. Zelandoni había dicho a Jondalar que traería suerte al niño nacido en su hogar si le conseguía una piel así para el momento del nacimiento, y él y su hermano habían salido de caza a finales del invierno en busca de una cierva preñada.
Ayla lo había ayudado a elaborar la flexible manta con la piel fetal. A Jondalar siempre le había asombrado la suavidad de las pieles que trabajaba su compañera, cuyas técnicas había aprendido del Clan, como él bien sabía. Después de trabajar con ella en la preparación de una de esas pieles, incluso a partir de una tierna piel fetal, comprendió el esfuerzo que requería. Zelandoni dejó el bebé en la manta y a continuación Marthona lo envolvió y se lo llevó a Ayla.
–Puedes estar satisfecha –dijo Marthona, entregándole el pequeño bulto a la madre–. Es una niña sanísima.
Ayla contempló aquel diminuto retrato de sí misma.
–¡Es preciosa! –retiró el envoltorio de suaves pieles y examinó con atención a su hija recién nacida, un tanto temerosa aún de descubrir alguna deformidad pese a las tranquilizadoras palabras de Marthona–. ¡Es... preciosa! –repitió. ¿Habías visto alguna vez una niña tan guapa?
La mujer se limitó a sonreír. Claro que había visto bebés igual de preciosos: los suyos. Pero ese bebé, la hija del hogar de Jondalar, no le parecía menos precioso de lo que le habían parecido los suyos.
–Ha sido un parto muy fácil, Zelandoni –dijo Ayla cuando se acercó la donier y las miró a las dos–. Me has ayudado mucho, pero la verdad es que no me ha costado apenas. Me alegro tanto de que sea una niña. Mira, ya busca el pecho –guió a la pequeña. Con la naturalidad propia de la experiencia, pensó Zelandoni–. ¿Puede ya venir a verla Jondalar? Creo que se parece mucho a él, ¿no, Marthona?
–Enseguida podrá venir –respondió Zelandoni mientras examinaba a Ayla y le colocaba un emplasto de piel absorbente entre las piernas–. No ha habido desgarro; ni herida de ningún tipo. Sólo la sangre para limpiar. Ha sido un buen parto. ¿Sabes ya cómo vas a llamarla?
–Sí, llevo pensándolo desde que me dijiste que tendría que elegir yo el nombre del bebé –contestó Ayla.
–Estupendo. Dímelo. Le pintaré un símbolo en esta piedra –dijo. Cogió la manta del parto donde estaba envuelta la placenta y añadió: Luego me llevaré esto para enterrarlo antes de que la vida espiritual que aún queda en la placenta intente buscar un sitio donde habitar cerca de la vida que antes contuvo. Debo hacerlo deprisa. Después le diré a Jondalar que venga.
–He decidido llamarla... –empezó a decir Ayla.
–¡No! –la interrumpió Zelandoni–. No pronuncies el nombre en voz alta; sólo has de susurrármelo.
Cuando la donier se inclinó sobre ella, Ayla le habló al oído. Acto seguido, la mujer se marchó. Marthona, Folara y Proleva se sentaron al lado de la nueva madre, admirando al bebé y conversando en voz baja. Ayla estaba cansada, pero se sentía feliz y relajada, y no como cuando nació Durc. Tras su primer parto, quedó exhausta y dolorida. Se adormiló, y despertó cuando Zelandoni regresó y le entregó la piedra, ahora con enigmáticas marcas en rojo y negro.
–Guarda esto en lugar seguro, quizá en el hueco detrás de la donii –dijo Zelandoni.
Ayla asintió, y entonces vio asomar a alguien por la cortina de la entrada.
–¡Jondalar! –exclamó.
Él se arrodilló al lado de la plataforma de dormir.
–¿Cómo estás?
–Bien. No ha sido un parto difícil. En realidad, todo ha ido mucho mejor de lo que esperaba. Mira la niña –dijo Ayla mientras la desenvolvía para que él la viera–. ¡Es perfecta!
–Ya tienes la niña que querías –dijo él contemplando a la recién nacida y sintiéndose un poco sobrecogido–. Es tan pequeña. Y mira, incluso tiene uñitas –de pronto, lo abrumó la idea de que una mujer diera a luz a un nuevo ser humano con todos sus detalles–. ¿Qué nombre le has puesto a tu hija?
Ayla miró a Zelandoni.
–¿Puedo decírselo?
–Sí, ahora ya no hay peligro.
–Le he puesto a nuestra hija Jonayla, por ti y por mí, Jondalar, porque ha salido de nosotros dos. También es hija tuya.
–Jonayla –repitió él–. Me gusta el nombre... Jonayla.
A Marthona también le gustó. Ella y Proleva sonrieron con indulgencia a Ayla. No era infrecuente que las nuevas madres trataran de transmitir a sus compañeros la certidumbre de que sus hijos provenían del espíritu de ellos. Aunque Ayla no había pronunciado la palabra «espíritu», las dos creían comprender a qué se refería. Zelandoni no estaba tan segura. Ayla tendía a decir lo que pensaba con toda precisión. Jondalar, por su parte, no tuvo la menor duda al respecto; sabía exactamente a qué se refería su compañera.
«Sería bonito que fuera verdad», pensó mientras contemplaba a la niña, que sin la manta, expuesta al aire frío, empezaba a despertarse.
–Es preciosa –dijo Jondalar–. Se parecerá a ti.
–También se parece a ti. ¿ Quieres cogerla?
–No lo sé –respondió él, un tanto evasivo–. Es tan pequeña...
–No tan pequeña como para que no puedas cogerla –dijo Zelandoni–. Vamos, te ayudare. Siéntate cómodamente.
La donier se apresuró a envolver a la niña en la manta, la levantó y se la colocó a Jondalar en los brazos, enseñándole cómo debía sostenerla.
La niña tenía los ojos abiertos y parecía mirarlo. «¿Eres mi hija? –se preguntó–. Eres muy pequeña; velaré por ti y ayudaré a cuidarte hasta que crezcas.» La estrechó un poco más contra sí, invadido por un sentimiento de protección. De pronto, para su sorpresa, lo asaltó una oleada de inesperado afecto protector hacia la niña. «Jonayla –pensó–. Mi hija, Jonayla.»
Al día siguiente, Zelandoni pasó a ver a Ayla. Había estado observando y esperando un momento en que se quedara sola. La joven estaba sentada en un almohadón en el suelo, amamantando al bebé, y Zelandoni se acomodó también en un almohadón, a su lado.
–¿Por qué no usas el banco? –dijo Ayla.
–Aquí estoy bien. No es que no pueda sentarme en el suelo; es sólo que a veces prefiero no hacerlo. ¿Cómo está Jonayla?
–Muy bien. Es buena niña –contestó la flamante madre–. Anoche me despertó, pero duerme la mayor parte del tiempo.
–Quería decirte que pasado mañana recibirá su nombre como Zelandonii del hogar de Jondalar, y será anunciado a la Caverna –dijo la donier.
–Estupendo. Me complacerá que sea una Zelandonii y lleve el nombre del hogar de Jondalar. Eso lo completará todo.
–¿Te has enterado de lo de Relona, la compañera de Shevonar, el hombre que fue pisoteado por el bisonte poco después de tu llegada? –preguntó Zelandoni adoptando un tono de cordial conversación.
–No. ¿Qué le ha pasado?
–Ella y Ranokol, el hermano de Shevonar, van a emparejarse el próximo verano. Él empezó ayudándola para compensarla por la pérdida de su compañero, y al final se han tomado mutuo cariño. Creo que puede ser una buena pareja.
–Me alegra saberlo. Ranokol estaba tan apenado cuando murió Shevonar. Casi parecía que se sintiera culpable. Creo que pensaba que debería haber muerto él en lugar de su hermano –dijo Ayla.
A continuación se produjo un silencio, y la joven percibió cierta expectación. Se preguntó si la Primera había ido a verla por alguna razón que aún no le había revelado.
–También quería hablar contigo de otra cosa –prosiguió finalmente Zelandoni–. Me gustaría saber algo más sobre tu hijo. Me hago cargo de por qué no lo habías mencionado, sobre todo después de los conflictos habidos con Echozar; pero si no te importa hablar de él, hay ciertas cosas que desearía saber.
–No me importa hablar de él. A veces me muero de ganas de hablar de él –respondió Ayla.
Habló largo y tendido a la donier del hijo que tuvo cuando vivía con el Clan, el niño de espíritus mixtos, de sus náuseas matinales –que se prolongaron casi todo el embarazo y le duraban la mayor parte del día–, y acerca de su doloroso parto. Ya había olvidado las molestias de dar a luz a Jonayla, y, sin embargo, recordaba todavía los dolores sufridos en el parto de Durc. Habló de su deformidad a los ojos del Clan, de cómo huyó ella a su pequeña caverna para salvar la vida del niño, y de su regreso pese a temer aún que lo perdería. Le contó cuánto le alegró que el niño fuera aceptado, y del nombre que Creb eligió para él, Durc, y de la leyenda de Durc, de la que procedía el nombre. Habló de su vida juntos, como madre e hijo, de las risas del niño y la satisfacción de ella por el hecho de que Durc fuera capaz de emitir sonidos como ella, y del lenguaje que empezaron a crear juntos. Y habló del momento en que lo dejó con el Clan al verse obligada a irse. Hacia el final de la historia, las lágrimas apenas le permitían continuar.
–Zelandoni –dijo mirando a la mujer corpulenta y maternal–, cuando estaba escondida con él en la caverna, concebí una idea, y cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que es verdad. Se trata de la forma en que se inicia la vida. No creo que el origen de una nueva vida sea la combinación de espíritus. Creo que la vida empieza cuando un hombre y una mujer se aparean. Creo que los hombres inician la vida que crece dentro de las mujeres.
Era asombroso que una joven planteara una idea así, sobre todo porque nadie había dicho nunca a Zelandoni nada semejante; pero no era una idea que le resultara del todo ajena, si bien la única persona a quien conocía que había pensado en esa posibilidad era ella misma.
–He pensado mucho en ello desde entonces –continuó Ayla–, y ahora estoy aún más segura de que la vida empieza cuando un hombre introduce su miembro en una mujer, en el sitio por donde luego saldrá el niño, y deja ahí su esencia. Creo que eso es lo que da origen a una nueva vida, no la unión de espíritus.
–¿Te refieres al momento en que comparten el Don del Placer de la Gran Madre Tierra? –dijo Zelandoni.
–Sí –confirmó Ayla.
–Déjame hacerte unas preguntas. Una mujer y un hombre comparten el Don de la Madre muchas veces, y, sin embargo, no nacen tantos niños. Si empezara una vida cada vez que un hombre y una mujer compartieran Placeres, habría muchos, muchos más niños.
–También yo me planteé eso. Es evidente que no empieza una vida cada vez que un hombre y una mujer comparten Placeres, así que para que se origine la vida debe ser necesario algo más. Quizá deben compartir Placeres muchas veces, o quizá han de hacerlo en momentos especiales. Tal vez la Gran Madre decide cuándo se inicia una nueva vida y cuándo no. Pero la Madre no combina sus espíritus, sino la esencia del hombre y quizá también una esencia especial de la mujer. Estoy segura de que la vida de Jonayla se inició justo después de que Jondalar y yo bajáramos del glaciar, aquella primera mañana en que despertamos y compartimos Placeres.
–Dices que has pensado en eso durante mucho tiempo, pero ¿qué te llevó a pensarlo en un principio? –preguntó Zelandoni.
–Lo pensé por primera vez cuando estaba escondida con Durc en mi pequeña caverna –contestó Ayla–. Me dijeron que debía llevármelo y abandonarlo porque era deforme –estaba al borde del llanto–. Pero yo lo examiné con atención, y no lo vi deforme. No se parecía del todo a ellos ni del todo a mí; en realidad, tenía algo de ellos y algo de mí. La cabeza era alargada y grande por detrás, y los arcos de las cejas muy prominentes como los de la gente del Clan; pero la frente era ancha como la mía. Tenía un aspecto semejante al de Echozar, aunque posiblemente cuando crezca, su cuerpo sea más cercano al nuestro. Nunca fue tan robusto como los niños del Clan, y tenía las piernas largas y rectas, no arqueadas como las de Echozar. Era una mezcla, pero era fuerte y sano.
–Echozar es una combinación de razas; su madre era del Clan. Pero ¿cuándo compartiría Placeres con un hombre de los nuestros? –preguntó Zelandoni–. ¿Por qué desearía uno de los nuestros compartir Placeres con una cabeza chata?
–Echozar me contó que a su madre le habían echado la maldición porque su compañero había muerto intentando defenderla de un hombre de los Otros. Al descubrir que estaba embarazada, le permitieron quedarse hasta que nació Echozar.
Jonayla había soltado el pezón y alborotaba un poco. Ayla se la apoyó en el hombro y le dio unas palmadas en la espalda.
–¿Quieres decir que un hombre de nuestra raza forzó a su madre? –preguntó Zelandoni–. Supongo que esas cosas pasan, pero no alcanzo a comprenderlas.
–Le ocurrió también a una mujer que conocí en la Reunión del Clan. Tenía una hija mestiza. Me contó que la habían forzado unos hombres de los Otros, hombres que tenían el mismo aspecto que yo. Su propia hija murió cuando uno de esos hombres la agarró y la niña se le cayó de los brazos. Cuando se dio cuenta de que volvía a estar encinta, deseó otra niña, lo cual enfureció a su compañero. Se supone que las mujeres del Clan sólo deben desear niños varones, pero en secreto muchas mujeres desean tener niñas. Cuando la pequeña nació deforme, él la obligó a quedársela para darle una lección.
–¡Qué historia tan triste! –exclamó la donier–. Verse tratada así por su compañero después de haber sido forzada por hombres violentos y haber sufrido tal pérdida.
–Me pidió que intercediera ante Brun, el jefe de mi clan, para pactar un emparejamiento entre su hija, Ura, y mi Durc. Temía que, de lo contrario, su hija nunca encontrara compañero. Me pareció una buena idea. A los ojos del Clan, Durc también era deforme, y tendría exactamente las mismas dificultades para encontrar pareja. Brun accedió. Ahora Ura está prometida a Durc. Después de la siguiente Reunión del Clan, ella debía trasladarse al clan de Brun... Bueno, ahora es el clan de Broud. Ya debe estar allí. No creo que Broud la trate con mucha consideración –Ayla hizo una pausa y pensó en la situación de Ura al tener que trasladarse a un clan que no conocía–. Será duró para ella separarse de los suyos, y de una madre que la quiere, e ir a vivir con gente que quizá no la reciba muy bien. Esperó que Durc se convierta en la clase de hombre dispuesto a ayudarla –Ayla movió la cabeza en un gesto de lástima. La pequeña dejó escapar un ligero eructo, y ella sonrió. La dejó apoyada en su hombro un rato más, dándole aún palmadas en la espalda–. Durante nuestro Viaje, Jondalar y yo oímos más historias sobre hombres jóvenes de los Otros que habían forzado a mujeres del Clan. Según parece, les divierte desafiarse mutuamente a hacerlo, pero a la gente del Clan eso no le gusta.
–Sospecho que tienes razón, Ayla, por más que la idea me resulta inquietante. Por lo visto, algunos jóvenes disfrutan haciendo lo que no deben. Pero violar a una mujer, sea o no una mujer del Clan, es del todo inaceptable –declaró la Primera.
–No estoy segura de que todos los niños mezclados sean fruto de una mujer del Clan forzada por hombres de los Otros, o viceversa –dijo Ayla–. Rydag era mestizo.
–Ése era el niño que adoptó la compañera del jefe de los Mamutoi con quienes viviste, ¿no? –preguntó Zelandoni.
–Sí. Su madre era del Clan, y como ellos, no era capaz de hablar; bueno, sólo emitía algunas palabras que nadie entendía muy bien. Era un niño enfermizo, y por eso murió. Nezzie me contó que la madre de Rydag estaba sola, y los siguió. Eso no es propio de las mujeres del Clan. Debían de haberla maldecido por alguna razón, o de lo contrario no se habría quedado sola, y menos con un embarazo tan avanzado. Yo creo que debió conocer a alguien de los Otros, alguien que la trató bien, de lo contrario se habría escondido de los Mamutoi, y nunca los habría seguido. Quizá fue el hombre que inició en ella la vida de Rydag.
–Quizá... –se limitó a decir Zelandoni. Pensó en aquellos cuyos espíritus eran mixtos, se preguntó si Ayla sabía algo más acerca de Echozar. Estaba más interesada en él desde que había sido aceptado por la gente de Dalanar y autorizado a unirse a la hija de Jerika– ¿Y la madre de Echozar? ¿Has dicho que fue maldecida? No sé si entiendo muy bien lo que eso significa.
–Fue expulsada, desterrada. Se la consideró una mujer de mal agüero, porque su compañero resultó muerto cuando ella fue atacada y sobre todo después de dar a luz a un hijo «deforme». A la gente del Clan tampoco le gustan los niños mestizos. Un hombre llamado Andovan la encontró sola, a punto de morir con su hijo después de ser rechazada por su clan. Echozar dijo que era un hombre de cierta edad, que vivía solo por alguna razón y que los acogió a él y a su madre. Creo que era un S'Armunai, pero vivía en la periferia del territorio zelandonii y conocía vuestra lengua. Es posible que escapara de Attaroa. Crió a Echozar y le enseñó a hablar en zelandonii y un poco en S’armunai, mientras que con su madre el niño aprendió el lenguaje de señas del Clan. Andovan también tuvo que aprenderlo, porque ella no sabía hablar su zelandonii. Pero Echozar sí. Era como Durc –volvió a interrumpirse, y se le empañaron los ojos–. Mi hijo podría haber aprendido a hablar si hubiera tenido a alguien que le enseñara. Hablaba ya un poco cuando yo me marché, y era capaz de reír. ¿Cómo podían pensar que Durc se parecería a la gente del Clan si era hijo mío, nacido de mí? Sin embargo, no se parecía del todo a mí, no como Jonayla; lo que es lógico pues fue Broud quien lo inició.
–¿Quién es ese Broud?
–Era hijo de Ebra, la compañera de Brun. Brun era el jefe del clan. Era un buen jefe. Broud fue quien me obligó a abandonar el clan cuando tomó el mando. Crecimos juntos, pero desde niños ya me odiaba. Siempre me odió.
–Pero ¿no has dicho que fue él quien inició en ti la vida de tu hijo? –preguntó Zelandoni–. Tú piensas que la vida se origina al compartir Placeres. ¿Por qué quería compartir Placeres contigo si te odiaba?
–No compartí Placeres con él. Para mí no hubo ningún Placer. Broud me forzó. No sé por qué lo hizo la primera vez, pero fue horrible. Me hizo mucho daño. Me resultó odioso, y también él por hacerme algo así. Supo lo mucho que me desagradaba, y por eso volvió a hacerlo. Quizá sabía ya desde el principio que me repugnaría, pero me consta que por eso continuó haciéndolo una y otra vez.
–¡Y tu Clan lo consintió! –exclamó Zelandoni.
–Las mujeres del Clan deben aparearse siempre que un hombre lo desee, siempre que él da la señal. Eso es lo que les enseñan.
–No lo entiendo. ¿Por qué habría de desear un hombre a una mujer si ella no lo desea a él?
–No creo que a las mujeres del Clan eso les importe demasiado –contestó Ayla–. Apenas disponen de maneras de inducir a un hombre a darles la señal. Iza me habló de esas tácticas, pero yo nunca quise utilizarlas, y menos con Broud. Aquello me repugnaba tanto que era incapaz de comer, no tenía ganas de levantarme por las mañanas, no quería salir del hogar de Creb. Pero cuando me di cuenta de que iba a tener un hijo, me alegré tanto que ya ni siquiera me preocupaba Broud. Me limité a soportarle, a ignorarlo. A partir de ese momento no volvió a tocarme. No le divertía si yo ya no oponía resistencia, si no podía forzarme contra mi voluntad.
–Dijiste que no contabas más de once años cuando nació tu hijo. Eras muy joven. La mayoría de las muchachas no son siquiera mujeres todavía a esa edad.
–Sin embargo, para el Clan yo era ya mayor –dijo Ayla–. Entre ellos, algunas niñas se hacen mujeres a los siete años, y cuando tienen diez, la mayoría han tenido su primera regla. En el clan de Brun algunos pensaban que yo nunca pasaría por esa experiencia. Estaban seguros de que nunca tendría hijos; decían que mi tótem es demasiado fuerte para una mujer.
–Pero obviamente se equivocaban.
Ayla guardó silencio un momento mientras pensaba.
–Sólo las mujeres pueden dar a luz. Pero si quedan embarazadas de una mezcla de espíritus, ¿para qué creó Doni a los hombres? ¿Sólo para hacer compañía a las mujeres, sólo para compartir Placeres con ellas? Creo que tiene que haber otra razón. Las mujeres pueden hacerse compañía mutuamente, pueden ayudarse a mantenerse unas a otras, pueden cuidarse entre ellas e incluso darse Placer mutuamente. Attaroa de los S'Armunai aborrecía a los hombres. Los tenía encerrados. No les permitía compartir el Don de los Placeres con las mujeres. Las mujeres compartían sus hogares con otras mujeres. Attaroa pensaba que si prescindía de los hombres, los espíritus de las mujeres se verían obligados a combinarse y tendrían sólo hijas; pero eso no dio resultado. Algunas mujeres compartían Placeres, pero no podían aparearse, no podían mezclar sus esencias. Nacían muy pocos niños.
–Pero ¿nacían algunos? –preguntó Zelandoni.
–Algunos, sí, pero no sólo niñas... Attaroa dejó lisiados a un par de niños varones. La mayoría de las mujeres no estaba de acuerdo con la manera de hacer las cosas de Attaroa. Algunas visitaban furtivamente a sus hombres, ayudadas por las propias guardianas de los prisioneros. Las mujeres con hijos fueron las primeras que tuvieron un compañero con quien compartir sus hogares la primera noche que los hombres quedaron en 1ibertad. Eran las que estaban emparejadas o querían estarlo. Creo que la única razón por la que tuvieron hijos fue que visitaban a sus hombres. No se debió a que compartieran un hogar y pasaran juntos el tiempo necesario para que un hombre demostrara que tenía méritos suficientes para que su espíritu fuera elegido. Aquellas mujeres rara vez veían a sus hombres, y cuando los veían sólo era por un momento, el tiempo justo para aparearse. Era peligroso. Attaroa las habría hecho matar de haberlo averiguado. Creo que las mujeres quedaban embarazadas al compartir los Placeres con sus parejas.
Zelandoni movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
–Es un razonamiento interesante. Se nos ha enseñado que la vida se origina gracias a una mezcla de espíritus, y eso parece dar respuesta a la mayoría de los interrogantes acerca de ese misterioso hecho, por lo que la mayoría de la gente no lo pone en duda; sencillamente acepta esa verdad. Tu infancia fue distinta, y estás más dispuesta a cuestionar cosas; pero te aconsejo que no hables de esa idea con cualquiera. Para algunos resultaría demasiado perturbadora. Yo misma me he preguntado algunas veces por qué creó Doni a los hombres. Es cierto que las mujeres podrían cuidarse solas si fuera necesario. Incluso he llegado a preguntarme por qué creó a los animales macho. Las hembras por lo general cuidan de sus crías solas, y machos y hembras no pasan mucho tiempo juntos, sino que se reúnen en determinados momentos del año para compartir Placeres.
Ayla se sintió animada a continuar.
–Cuando vivía con los Mamutoi, conocí a un hombre del Campamento del León. Se llamaba Ranec y vivía con Wymez, el tallador de pedernal.
–¿El tallador del que habla Jondalar?
–Sí. Wymez realizó un Viaje muy largo cuando era joven. Regresó diez años más tarde. Fue al sur del gran mar, lo rodeó por el este hasta el final y luego volvió por el oeste. Se emparejó con una mujer que conoció allí, e intentó traerla a ella y a su hijo al territorio de los Mamutoi, pero ella murió en el camino. Al llegar traía sólo al hijo de su compañera. Me contó que ella tenía la piel casi tan negra como la noche, al igual que toda su gente. Tuvo a Ranec después de emparejarse con Wymez, y éste decía que su hijo era distinto de todos los demás niños porque tenía la piel muy clara, y, sin embargo, a mí su piel me parecía muy oscura. Era una piel marrón casi tan oscura como la de Corredor, y tenía el cabello muy negro y rizado.
–¿Crees que ese hombre era de ese color porque su madre era casi negra y su compañero blanco? –preguntó Zelandoni–. También eso podría ser resultado de una mezcla de espíritus.
–Podría –admitió Ayla–. Eso creían los Mamutoi, pero si allí todos eran negros excepto Wymez, ¿no había muchos más espíritus negros con los que poder mezclarse el espíritu de la madre? Estaban emparejados; compartían Placeres –Ayla miró por un momento a su hija y luego de nuevo a Zelandoni–. Hubiera sido interesante ver qué aspecto tendrían mis hijos si me hubiera unido a Ranec.
–¿Es el hombre con quien ibas a emparejarte?
Ayla sonrió.
–Tenía unos dientes muy blancos y una mirada risueña. Era inteligente y gracioso. Me hacía reír. Y era el mejor tallador que he conocido. Hizo una donii especialmente para mí, y una talla de Whinney. Me amaba. Decía que nunca había deseado nada en su vida tanto como unirse conmigo. Era distinto a todas las personas que he conocido antes y después. Tan distinto que incluso tenía facciones muy diferentes a todos los demás. Me fascinaba. A no ser porque amaba ya a Jondalar, podría haber amado a Ranec.
–Si era tal como dices, lo comprendo –comentó Zelandoni sonriendo–. Es curioso. Corren rumores de que viven algunas personas de piel oscura con una Caverna que se encuentra al sur, más allá de las montañas que se alzan a orillas del gran mar. Un joven y su madre, se dice. Nunca he acabado de creerlo, porque nunca se sabe qué hay de verdad en esas historias; además, me parecía tan increíble. Ahora ya no estoy tan segura de que sea mentira.
–Ranec se parecía a Wymez pese a las diferencias de color y facciones –dijo Ayla–. Eran de la misma estatura, tenían la misma constitución y caminaban exactamente igual.
–No es necesario ir tan lejos para encontrar parecidos –observó Zelandoni–. Muchos niños se parecen al compañero de la madre, pero algunos se parecen a otros hombres de la Caverna, a veces algunos que apenas conocen a la madre.
–Podría haber ocurrido durante una fiesta o una ceremonia para honrar a Doni. ¿No comparten Placeres muchas mujeres con hombres que no son sus compañeros en esas ocasiones?
Zelandoni permaneció pensativa.
–Ayla, esa idea tuya requiere hondas reflexiones. No sé si comprendes las posibles consecuencias. Si eso es cierto, provocaría cambios que ni tú ni yo podemos siquiera imaginar. Una revelación así sólo podría proceder de la zelandonia. Nadie aceptaría semejante idea a menos que creyeran que partía de alguien que habla en nombre de la Gran Madre Tierra. ¿A quién has hablado de eso?
–Sólo a Jondalar, y ahora a ti –contestó Ayla.
–Te recomiendo que no se lo comentes a nadie más todavía. Hablaré con Jondalar y le insistiré también en la necesidad de que lo mantenga en secreto.
Las dos guardaron silencio por un momento, inmersas en sus cavilaciones.
–Zelandoni, ¿te has preguntado alguna vez qué se siente siendo un hombre? –pre–guntó Ayla.
–No es común preguntarse una cosa así.
–Pensaba en algo que me dijo Jondalar. Fue cuando yo quería salir de caza, y él prefería que me quedara. Sé que la razón era en parte que se proponía volver aquí y construir nuestra morada, pero no era sólo eso. Dijo algo acerca de necesitar una finalidad. «¿Cuál es la finalidad de un hombre si las mujeres dan a luz a los niños y también los mantienen?», dijo. Yo nunca me había planteado que para vivir fuera necesaria una razón. ¿ Cómo me sentiría si pensara que mi vida no tiene sentido?
–Puedes llevar ese razonamiento aún más lejos. Sabes que parte de tu razón de ser es concebir a la siguiente generación, pero ¿cuál es la finalidad de traer otra generación al mundo? ¿Cuál es el sentido de la vida?
–No lo sé –admitió Ayla–. ¿Cuál es?
Zelandoni se echó a reír.
–Si pudiera contestarte a eso, yo estaría al mismo nivel que la Gran Madre. Sólo Ella puede responder a esa pregunta. Muchos afirman que estamos en este mundo para honrarla. Quizá nuestra razón de ser sea simplemente vivir, y cuidar de nuestros hijos para que ellos puedan vivir. Puede que sea ésa la mejor manera de honrar a Doni. El Canto a la Madre dice que nos creó porque estaba sola, porque quería ser recordada y reconocida. Sin embargo, hay otros que sostienen que no hay una razón que justifique nuestra existencia en esta tierra. Dudo que podamos hallar la respuesta a esa pregunta en esta vida, y no estoy segura de que pueda encontrarse en el otro mundo.
–Pero al menos las mujeres saben que son necesarias para que exista una próxima generación –adujo Ayla–. ¿Cómo puedes sentirte si crees que tu vida no tiene sentido? ¿Cómo puede sentirse un hombre al pensar que con él o sin él la vida seguiría exactamente igual, que las personas de su mismo sexo no son necesarias?
–Ayla, yo no he tenido hijos –aseveró Zelandoni–. ¿Debería pensar que mi vida no tiene sentido?
–No es lo mismo. Tú, siendo mujer, podrías haber tenido hijos, y de no haber podido, seguirías perteneciendo al sexo que trae la vida.
–Pero todos somos humanos, incluidos los hombres. Todos somos personas. Continúa habiendo hombres y mujeres en la siguiente generación. Las mujeres tienen hijos varones con la misma frecuencia, que hijas.
–Precisamente. Las mujeres tienen hijos varones con la misma frecuencia que hijas, ¿y qué tienen los hombres que ver con eso? Si tuvieras la sensación de que tú y todos los de tu sexo no desempeñáis ningún papel en la creación de la próxima generación, ¿te sentirías humana? ¿No te sentirías menos importante, una especie de añadido de última hora, algo superfluo? –Ayla estaba inclinada y exponía apasionadamente sus opiniones.
Zelandoni reflexionó un momento y luego miró muy seria a la joven que sostenía a su hija dormida en brazos.
–Tu lugar está en la zelandonia, Ayla. Expones tus razonamientos tan bien como cualquier Zelandoni.
Ayla se echó atrás.
–No quiero ser una Zelandoni –declaró.
La corpulenta mujer la observó con expresión interrogativa.
–¿Por qué no?
–Sólo quiero ser madre, y la compañera de Jondalar.
–¿Ya no quieres ser curandera? Tienes muchas aptitudes para ello; tantas como yo misma –afirmó la donier.
Ayla frunció el entrecejo;
–Bueno, sí quiero seguir siendo curandera.
–Me has contado que a veces ayudaste a Mamut en algunas de sus obligaciones, ¿no te pareció interesante? –preguntó la Primera.
–Fue interesante, sí –recohoció Ayla–, sobre todo porque aprendí cosas que no conocía. Pero también fue aterrador.
–¿No habría sido mucho más aterrador si hubieras estado sola y no hubieras tenido preparación? Ayla, eres hija del Hogar del Mamut. Él tenía razones para adoptarte. Yo me doy cuenta de ello y creo que tú también. Mira en tu interior. ¿Te ha asustado alguna vez algo extraño y desconocido cuando estabas sola?
Ayla eludió la mirada de Zelandoni, mirando primero en otra dirección y luego al suelo, pero movió la cabeza en un tímido gesto de asentimiento.
–Sabes bien que hay en ti algo distinto, algo que poca gente tiene, ¿verdad? –continuó Zelandoni–. Intentas olvidarlo, apartarlo de tu mente, pero a veces resulta difícil, ¿no?
Ayla alzó la vista. Zelandoni la miraba fijamente, obligándola a sostener su mirada del mismo modo que había hecho cuando se vieron por primera vez. La joven intentó por todos los medios eludirla, pero no 1o consiguió.
–Sí –susurró–. A veces resulta difícil.
Zelandoni se relajó, y Ayla volvió a bajar la vista.
–Nadie se convierte en Zelandoni a menos que sienta la llamada –dijo la mujer con delicadeza–. Pero ¿y si sintieras la llamada y no estuvieras preparada? ¿No crees que sería mejor recibir cierto adiestramiento por si acaso? La posibilidad está ahí, por más que trates de negarla.
–Pero ¿no lo haría aún más probable la propia preparación? –inquirió Ayla.
–Sí. Así es. Pero puede ser interesante. Te seré franca. Quiero un acólito. No me quedan muchos años. Quiero adiestrar yo misma a mi sucesor o sucesora. Ésta es mi Caverna. Quiero lo mejor para todos los que viven aquí. Soy la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra. No lo digo a menudo, pero no soy la Primera por casualidad. Si una persona tiene las dotes necesarias, nadie mejor que yo para adiestrarla. Y tú tienes esas dotes, y quizá son superiores a las mías. Podrías ser la Primera.
–¿Y Jonokol? –preguntó Ayla.
–Tú deberías conocer la respuesta a eso. Jonokol es un artista excelente. Nunca tuvo inconveniente en seguir siendo un acólito, nunca quiso convertirse en Zelandoni hasta que le enseñaste aquella cueva. Bien sabes que se marchará el próximo verano. Se trasladará a la Decimonovena Caverna en cuanto consiga que lo acepte Zelandoni de la Decimonovena, y buscará una excusa para dejarme. Le interesa esa cueva blanca, Ayla, y creo que debe tenerla. No sólo la embellecerá, sino que en sus paredes dará vida al mundo de los espíritus –declaró Zelandoni.
–¡Fíjate, Ayla! –exclamó Jondalar sosteniendo en alto una punta de pedernal. Estaba eufórico–. He calentado el pedernal de la misma manera que Wymez, hasta tenerlo muy caliente. Sabía que lo tenía en el punto idóneo al enfriarse porque lo he notado liso y lustroso, casi como si lo hubiera impregnado de aceite. Luego lo he retocado por las dos caras, utilizando las técnicas de presión que él desarrolló. No he alcanzado aún su calidad, pero creo que con la práctica lo conseguiré. Se me ocurren las más diversas posibilidades. Ahora puedo eliminar esas escamas largas y delgadas. Eso significa que puedo fabricar puntas muy finas, y obtener un filo largo y recto para un cuchillo o una lanza, sin la curva que siempre aparece cuando se parte de una hoja separada del núcleo del mineral. He logrado enderezar más fácilmente esas hojas haciendo cuidadosos retoques en el lado interior de ambos extremos de una hoja curva. Puedo hacer cualquier clase de incisión que me proponga y confeccionar puntas con una espiga en la base para encajarlas en el mango. Es increíble lo mucho que se puede conseguir con esta técnica. Puedo hacer lo que quiera, ya que me permite manipular la piedra a voluntad. ¡Ese Wymez es un genio!
Ayla le sonrió.
–Puede que Wymez sea un genio Jondalar, pero tú eres igual que él.
–Ojalá tuvieras razón. No olvides que él desarrolló este procedimiento. Yo sólo intento copiarlo. Es una lástima que viva tan lejos, pero estoy contento de haber podido pasar un tiempo con él. Desearía que Dalanar estuviera aquí. Dijo que también él probaría esta técnica este invierno; todo sería más fácil si pudiéramos trabajar juntos –Jondalar volvió a examinar la hoja con detenimiento. Luego alzó la vista y sonrió a Ayla–. Ah, casi me olvidaba de decírtelo. Decididamente voy a tomar a Matagan como aprendiz, y no sólo para este invierno. He tenido tiempo de observarlo, y creo que tiene talento y aptitudes para labrar la piedra. He mantenido una larga conversación con su madre y el compañero de ella, y también Joharran está de acuerdo.
–Matagan me cae bien –dijo Ayla–. Me alegra que le enseñes tu oficio. Tienes mucha paciencia y eres el mejor tallador de pedernal de la Novena Caverna, y probablemente de todos los Zelandonii.
Jondalar sonrió. Era normal que la mujer de tu hogar te elogiara, se dijo; pero en el fondo pensó que quizá fuera cierto todo lo que decía.
–¿Tendrías inconveniente en que se quedara en casa con nosotros todo el tiempo?
–Creo que me gustaría. Tenemos tanto espacio en la habitación principal que podemos utilizar una parte para hacerle un dormitorio. Espero que la niña no lo moleste. Jonayla aún se despierta por las noches.
–Los jóvenes tienen el sueño profundo. No creo que ni siquiera la oiga.
–Hace tiempo que quiero hablarte de una cosa que dijo Zelandoni –prosiguió Ayla.
Jondalar creyó advertir en ella cierta preocupación, pero pensó que quizá sólo eran imaginaciones suyas.
–Zelandoni me propuso que fuera su acólita –le anunció Ayla–. Quiere adiestrarme.
Jondalar alzó la cabeza sobresaltado.
–No sabía que te interesara ser Zelandoni, Ayla.
–No estoy muy segura de si me interesa. Ella ya me había dicho muchas veces que, en su opinión, mi puesto estaba entre los zelandonia pero la primera vez que me propuso abiertamente tomarme como acólita fue poco después de nacer Jonayla. Dice que necesita a alguien, y yo ya tengo ciertos conocimientos sobre el arte de curar. El hecho de que sea acólita no implica necesariamente que llegue a ser Zelandoni. Jonokol ha sido acólito durante mucho tiempo y no se ha convertido en Zelandoni –dijo Ayla fijando la mirada en las verduras que estaba cortando.
Jondalar se acercó a ella y le levantó el mentón para mirarla a 1a cara. En efecto, advirtió preocupación en sus ojos.
–Ayla, todo el mundo sabe que Jonokol es acólito de Zelandoni únicamente por la calidad de su trabajo como artista. Captura el espíritu de los animales con gran habilidad, y ella le necesita para las ceremonias. Nunca será un donier.
–Podría llegar a serlo –repuso Ayla–. Según Zelandoni, quiere trasladarse a la Decimonovena Caverna.
–Le interesa la nueva cueva que tú encontraste, ¿no? –dijo Jondalar–. Bueno, sería la persona indicada para el puesto. Pero si tú aceptaras el papel de acólita, acabarías siendo Zelandoni, ¿o me equivoco?
Ayla no había aprendido aún a negarse a contestar una pregunta directa, ni a decir mentiras.
–Tienes razón, Jondalar. Creo que algún día sería Zelandoni si me uno a la zelandonia, pero no por el momento.
–¿Es eso lo que quieres hacer? ¿O te ha convencido Zelandoni porque eres curandera?
–Dice que en cierto modo ya soy Zelandoni. Quizá tenga razón, no 1o sé. Dice que debe adiestrarme por mi propia seguridad, porque podría ser muy peligroso para mí si sintiera la llamada y no estuviera preparada.
Ayla nunca le había contado a Jondalar las cosas extrañas que pasaban en su interior, y no decírselo le parecía igual que mentir, pese a que en el Clan uno podía abstenerse de mencionar algo. No obstante, a pesar del malestar que le causaba, optó por no decirle nada.
Ahora fue Jondalar quien pareció preocupado.
–En cualquier caso, sea cual sea mi opinión, la decisión es tuya. Probablemente es mejor que estés preparada. No sabes lo mucho que me asustaste cuando tú y Mamut hicisteis aquel extraño viaje. Creía que estabas muerta, y rogué a la Gran Madre que te devolviera a la vida. Creo que nunca he rogado algo con tanta vehemencia. Espero que nunca vuelvas a hacer una cosa así.
–Estaba segura de que eras tú. Mamut dijo que alguien nos llamaba de regreso, y nos llamaba con tal fuerza que no podíamos resistirnos –explicó Ayla–. Me pareció verte allí cuando recobré el conocimiento, pero luego ya no te vi.
–Estabas prometida a Ranec –dijo Jondalar recordando vívidamente aquella horrible noche–. No quería entrometerme.
–Pero me amabas. Si no me hubieras amado tanto, quizá mi espíritu seguiría perdido en el vacío. Mamut dijo que nunca volvería allí de ese modo, y me aconsejó que si yo volvía a emprender ese viaje debía asegurarme de contar con una mayor protección si quería regresar –de pronto tendió los brazos hacia él y, sollozando, preguntó–: ¿Por qué yo, Jondalar? ¿Por qué he de ser Zelandoni?
Jondalar la abrazó. «Sí, ¿por qué ella?», pensó. Recordó haber oído hablar a la donier sobre las responsabilidades y los peligros de ese puesto. Ahora comprendía por qué había sido tan franca. Intentaba prepararlos. Debía haberlo sabido desde el principio, desde el día que llegaron, del mismo modo que también lo supo Mamut. Por eso la adoptó para su hogar. ¿Puedo ser compañero de una Zelandoni? Pensó en su madre y en Dalanar. Marthona había dicho que él no fue capaz de quedarse a su lado porque ella era jefa. «Las exigencias de una Zelandoni son aún mayores.»
Todo el mundo decía que él era igual que Dalanar, que no había duda de que era hijo de su espíritu. «Pero, según Ayla, no es sólo cuestión de espíritus. Ella dice que Jonayla es mi hija. Si tiene razón, yo debo ser hijo de Dalanar.» La idea lo dejó estupefacto. ¿Podía ser él hijo de Dalanar en igual medida que de Marthona? Si así era, ¿sería tan parecido a Dalanar que no soportaría vivir con una mujer cuyas obligaciones fueran tan importantes? Era una idea inquietante.
Notó que Ayla temblaba entre sus brazos y la miró.
–¿Qué te pasa?
–Tengo miedo. Por eso me resisto a aceptar. Me asusta ser Zelandonii –Ayla se serenó un poco y se apartó de él–. La razón de mi miedo, Jondalar, es que me han pasado cosas de las que nunca te he hablado.
–¿Qué clase de cosas? –preguntó él, preocupado.
–Nunca te lo he contado porque no sé cómo explicarlo. Aún no estoy segura de si seré capaz de describirlo, pero lo intentaré. Como sabes, cuando vivía con el clan de Brun, fui con ellos a la Reunión del Clan. Iza estaba demasiado enferma para ir. Murió poco después de que regresáramos –los recuerdos se reflejaron en la mirada de Ayla–. Ella era la entendida en medicinas; en principio era ella quien debía preparar la bebida especial para los mog–urs. Nadie más sabía cómo elaborarla. Uba era demasiado joven (aún no era mujer), y 1a bebida tenía que ser preparada por una mujer. Iza me explicó cómo debía hacerlo antes de marcharnos. Pensé que los mog–urs no me permitirían prepararla, porque al fin y al cabo decían que yo no pertenecía al Clan. Pero entonces vino Creb y me encargó elaborarla. Era la misma bebida que había hecho ya para Mamut y para mí cuando emprendimos nuestro extraño viaje.
»No sabía qué debía hacer exactamente, pero obedecí a Creb. Al final también yo bebí un poco. Ni siquiera sabía adónde iba cuando seguí a los mog–urs al interior de la caverna. Era una bebida tan potente que quizá estaba ya en el mundo de los espíritus. Cuando vi a los mog–urs, me oculté y observé; pero Creb, que, como ya te he dicho, era un poderoso mago, adivinó que yo estaba allí. Era como Zelandoni, el Primero, el Mog–ur. Él lo dirigía todo, y de algún modo mi mente se unió a la de ellos. Regresé con ellos, regresé a los orígenes. No puedo explicarlo, pero estuve allí. Cuando volvimos al presente, vinimos a este lugar. Creb impidió el paso a los demás. No sabían que yo los acompañaba, pero entonces él los dejó al1í y me siguió. Sé que era este lugar; reconocí la Piedra que Cae. El Clan vivió aquí durante generaciones, no sabría decirte cuánto tiempo.
A su pesar, Jondalar estaba fascinado.
–Mucho tiempo atrás surgimos todos de la misma gente –prosiguió Ayla–, pero más adelante nosotros cambiamos. El Clan se quedó atrás, y nosotros avanzamos. Pese a su gran poder, Creb no pudo seguirme, pero vio algo, y me dijo que me marchara, que saliera de la caverna. Fue como si lo oyera dentro de mí, dentro de mi cabeza, como si me hablara. Los otros mog–urs no llegaron a saber que yo estaba al1í, y él nunca se lo dijo. Me habrían matado. Las mujeres no estaban autorizadas a participar en esas ceremonias.
»A partir de entonces Creb cambió. Nunca volvió a ser el mismo. Empezó a perder su poder. Creo que ya no le interesaba dirigir las mentes. No sé cómo, pero le hice daño, y aunque desearía que nunca hubiera ocurrido también él ejerció una gran influencia en mí. He sido distinta desde entonces. Los sueños me parecen diferentes, y a veces me asalta una extraña sensación, como si me fuera a alguna otra parte. No sé cómo explicarlo, pero algunas veces tengo la sensación de que sé lo que piensa la gente. Bueno, no es eso exactamente; más bien sé lo que sienten, cuáles son sus emociones... No sé, es difícil explicarlo, Jondalar. En todo caso, la mayor parte del tiempo consigo aislar esa sensación; pero a veces, sobre todo cuando se trata de emociones muy intensas, como en el caso de Brukeval, consiguen salir a la superficie.
Jondalar la miraba con una expresión extraña.
–¿Sabes qué estoy pensando ahora, qué pensamientos tengo en la cabeza?
–No. Nunca distingo los pensamientos exactamente. Pero sé que me amas –Ayla vio cambiar su expresión–. Te molesta, ¿verdad? Quizá no debería habértelo dicho –mas–culló. Podía percibir las emociones de Jondalar con toda claridad y temió que ello le molestara. Agachó la cabeza y hundió los hombros.
Él advirtió su malestar y, de pronto, su propia inquietud se desvaneció. La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo. La mirada de Ayla poseía una increíble profundidad, y reflejaba una tristeza y una melancolía indescriptibles.
–No tengo nada que ocultarte, Ayla. Me trae sin cuidado que sepas lo que siento o lo que pienso. Te amo y siempre te amaré.
Ella se echó a llorar; se sentía aliviada y más enamorada que nunca de Jondalar. Se irguió para besarle al tiempo que él inclinaba la cabeza y la estrechaba entre sus brazos; quería poder protegerla de todo aquello que pudiera causarle dolor. Ella se apretó contra él. Mientras tuviera a Jondalar, ninguna otra cosa tenía verdadera importancia. En ese preciso instante Jonayla empezó a llorar.
–Yo sólo quiero ser madre, y compañera tuya, Jondalar; en realidad, no quiero ser Zelandoni –dijo Ayla a la vez que iba acoger a la niña.
«Está muy asustada, pero ¿quién no lo estaría? –pensó Jondalar–. A mí ni siquiera me gusta acercarme a un campo de enterramiento, y menos aún visitar el mundo de los espíritus.» La observó regresar con la niña en brazos, sus ojos todavía anegados en lágrimas, y lo asaltó un repentino sentimiento de protección y amor hacia la mujer y la niña. ¡Qué más daba si llegaba a ser Zelandoni! Para él seguiría siendo Ayla y seguiría necesitándola.
–Todo saldrá bien –le aseguró, y cogió a la niña y empezó a mecerla en sus brazos. Nunca había sido tan feliz como lo era desde el momento de su unión, en particular desde el nacimiento de Jonayla. Contempló a la pequeña y sonrió. «También yo creo que es mi hija», pensó–. Tú debes decidirlo, Ayla. Tienes razón. Aunque formes parte de la zelandonia, no significa que acabes siendo una Zelandoni. Pero si así fuera, tampoco habría inconveniente. Siempre he sabido que me unía a alguien especial, no sólo a una mujer hermosa, sino a una mujer con un raro don. Fuiste elegida por la Madre, lo cual es un honor, y Ella te lo ha demostrado honrándote en nuestra unión. Y ahora tienes una hija preciosa... Tenemos una hija preciosa. Dijiste que también es hija mía, ¿no? –dijo él intentando disipar sus temores.
A Ayla se le saltaron otra vez las lágrimas, pero sonrió.
–Sí. Jonayla es tan hija tuya como mía –afirmó, y empezó a sollozar de nuevo. Jondalar rodeó a Ayla con un brazo, mientras en el otro sostenía a la niña–. Jondalar, si algún día dejaras de amarme, no sé qué haría. Por favor, nunca dejes de quererme.
–Nunca dejaré de amarte, claro que no. Siempre te amaré. Nada me lo impedirá –de–claró Jondalar, sintiéndolo en lo más hondo de su corazón, y esperando que fuera siempre verdad.
El invierno terminó, por fin. Los restos de nieve, sucios a causa del polvo que arrastraba el viento, se deshicieron, y entre sus últimos vestigios asomaron las flores moradas y blancas de las primeras matas de azafrán. Los carámbanos gotearon hasta desaparecer, y surgieron los primeros brotes verdes. Ayla pasaba mucho tiempo con Whinney. Acarreando a la niña en una manta sujeta a la espalda, paseaba tirando de la yegua o montándola a paso muy lento. Corredor estaba más brioso, e incluso Jondalar tenía dificultades para controlarlo, pero le divertía el desafío.
Whinney relinchó al verla, y ella le dio unas palmadas y la abrazó afectuosamente. Ayla tenía previsto reunirse con Jondalar y otras personas en el pequeño refugio que se encontraba río abajo. Querían extraer la savia a unos cuantos abedules; hervirían una parte de ella para preparar un suculento sirope y dejarían fermentar otra parte para elaborar una bebida ligeramente alcohólica. No era lejos de allí, pero había decidido llevar a Whinney para que hiciera ejercicio y también porque deseaba permanecer cerca de ella. Casi habían llegado cuando empezó a llover. Apremió a Whinney y notó que la yegua respiraba entrecortadamente. Ayla le palpó los redondeados flancos justo en el momento en que la yegua tenía otra contracción.
–¡Whinney! –exclamó–. Te ha llegado el momento, ¿verdad? Me pregunto cuánto tardarás en dar a luz. No estamos lejos del refugio donde debo reunirme con los demás. Espero que no te moleste tener a otras personas alrededor.
Cuando llegó al campamento preguntó a Joharran si podía llevar a Whinney al refugio de piedra porque estaba a punto de dar a luz. Él accedió de inmediato, y un repentino entusiasmo se propagó entre la gente. Aquello sería toda una experiencia. Ninguno de ellos había estado jamás cerca de una yegua durante el parto. Ayla guió a Whinney bajo el saliente de piedra.
Jondalar se acercó apresuradamente y le preguntó si necesitaba ayuda.
–No creo que Whinney necesite mi ayuda, pero quiero estar cerca de ella –contestó Ayla–. Si puedes vigilar a Jonayla, te lo agradecería. Acabo de darle el pecho. Estará tranquila durante un rato.
Jondalar tendió los brazos para coger a la niña, que al ver su rostro sonrió complacida. Sonreía sólo desde hacía unos días, y había empezado a saludar al hombre de su hogar con ese gesto de reconocimiento.
–Tienes la sonrisa de tu madre, Jonayla –dijo él al cogerla, mirando a la niña y devolviéndole la sonrisa.
La pequeña se concentró un momento en su cara y balbuceó algo, sonriendo de nuevo. Jondalar se enterneció. Se colocó a Jondalar en el hueco del brazo y regresó con la gente reunida en el otro extremo del pequeño refugio.
Ayla acariciaba a Whinney, que parecía alegrarse de no estar ya bajo la lluvia. La había llevado a una zona de tierra seca lo más alejada posible de la gente. Dio la impresión de que los demás adivinaban que Ayla deseaba que permanecieran a cierta distancia, pero el espacio era reducido, y aun desde donde estaban, veían perfectamente. Jondalar se dio media vuelta para observar la escena junto con los demás. No era la primera vez que veía dar a luz a Whinney, pero no por eso tenía menos curiosidad. Estar familiarizado con el proceso del nacimiento no disminuía la impresión que causaba el hecho de ver aparecer una nueva vida. Tanto si era una vida humana como animal, se trataba del mayor Don de la Madre. Todos aguardaron en silencio.
Al cabo de un rato cuando pareció que Whinney no estaba aún del todo a punto, pero sí cómoda, Ayla se acercó a la hoguera en torno a la cual aguardaba la gente para tomar un trago de agua. Le ofrecieron una infusión, y ella aceptó, pero antes fue a llevarle un poco de agua a la yegua.
–Ayla –empezó Dynoda cuando regresó junto al fuego–, creo que nunca te he oído contar cómo encontraste a tus caballos. ¿Por qué no se asustan de la gente?
Ayla sonrió. Comenzaba a acostumbrarse a contar historias, y no le importaba hablar de sus caballos, así que explicó cómo había atrapado y matado al caballo que había dado a luz a Whinney, y que poco después advirtió la presencia de la potranca y la hiena. Les contó que se llevó a la cría a su caverna, la alimentó y la crió. Fue entrando poco a poco en el relato, y sin darse cuenta aportó a su narración la riqueza de su lenguaje gestual, aprendido mientras vivía entre la gente del Clan.
Siempre pendiente de la yegua, representó de manera inconsciente aquellos sucesos, y los allí presentes, varios de ellos de otras cavernas cercanas, quedaron cautivados. Su exótico acento y su singular aptitud para imitar los sonidos de los animales añadía un elemento de interés a la insólita historia. Incluso Jondalar la escuchaba absorto, pese a conocer ya las circunstancias. Nunca la había oído contar la historia completa de aquel modo. Surgieron más preguntas, y Ayla comenzó a describir su vida en el valle, y cuando explicó que había encontrado y criado a un león cavernario, se produjeron expresiones de incredulidad. Jondalar confirmó de inmediato sus palabras. De todas formas, tanto si la creían como si no, a todos les pareció que la historia de un león, un caballo y una mujer viviendo juntos en la caverna de un valle aislado era ciertamente atractiva. Un sonido procedente de la yegua la interrumpió.
Ayla se levantó de un salto, y corrió junto a ella, que en ese momento yacía de costado. Estaba empezando a aparecer la cabeza de un potro envuelta en una membrana. Por segunda vez Ayla hizo de comadrona para su yegua. Aun antes de haber sacado completamente los cuartos traseros, el potranco húmedo recién nacido intentaba ya ponerse en pie. Whinney miró hacia atrás para ver a su cría y le dirigió un débil relincho. Tendida aún en tierra, el potro se arrastró hacia la cabeza de Whinney, pero se detuvo un momento para intentar mamar aun antes de que ambas estuvieran de pie. Cuando se encontró frente a su madre, la yegua comenzó a limpiarlo con la lengua. En cuestión de minutos el pequeño animal intentaba levantarse de nuevo. Cayó de bruces. Pero al segundo intento estaba ya de pie, sólo unos momentos después de nacer. «Un potro muy fuerte», pensó Ayla.
Tan pronto como la cría estuvo de pie, Whinney se levantó también, y entonces el potro la acarició con el hocico e intentó mamar de nuevo, agachándose bajo su madre sin acabar de encontrar el sitio. Tras verlo pasar por segunda vez bajo sus patas traseras, Whinney dio a la cría un pequeño empujón para encaminarla en la dirección correcta. Bastó con eso. La yegua, sin ayuda de nadie, había dado a luz a aquel potro de fuertes patas.
La gente había observado en silencio; todos estaban sorprendidos del conocimiento que la Gran Madre Tierra había concedido a sus criaturas salvajes acerca de los cuidados de sus crías. La única forma de que las crías de caballo sobrevivieran, y también las de la mayoría de las demás especies de animales que pastaban en manada en las vastas estepas, era que pudieran tenerse en pie y echar a correr casi tan deprisa como un adulto poco después de nacer. De lo contrario se convertían en presa fácil para los depredadores. Además, la fortaleza de las crías era elemental para preservar la supervivencia de las especies. En cuanto el potro comenzó a mamar, Whinney pareció satisfecha.
Presenciar el nacimiento de un caballo fue un hecho insólito para todos los allí presentes; con toda seguridad de allí surgiría una historia que contarían una y otra vez quienes habían sido testigos. Varias personas desearon hacer preguntas y comentarios a Ayla en cuanto los dos caballos parecieron tranquilos y ella regresó con los demás.
–No sabía que las crías de los caballos podían caminar casi desde el momento de nacer. Un ser humano tarda al menos un año en andar. ¿Los potros crecen también así de deprisa?
–Sí –respondió Ayla–. Corredor nació un día después de encontrar yo a Jondalar. Ahora es un corcel totalmente desarrollado y sólo tiene tres años de vida.
–Has de buscar un nombre para la cría, Ayla –dijo Jondalar.
–Sí, pero quiero pensármelo bien –contestó ella.
Jondalar captó de inmediato el sentido de su respuesta. La yegua rubia había dado a luz a un caballo de distinto color. También era cierto que entre los caballos de las estepas del este, cerca de la región de los Mamutoi, había algunos que presentaban un pelaje castaño oscuro, como Corredor. Jondalar no estaba seguro de cuál sería el color de la cría, pero no parecía que fuera a ser muy parecido al de su madre.
Lobo los encontró poco después. Como si supiera instintivamente que debía acercarse con cuidado al nuevo miembro de la familia, se dirigió primero hacia Whinney. La yegua había aprendido que aquel no era un carnívoro al que debiera temer y lo dejó acercarse. Ayla se aproximó a ellos, y Whinney, después de reconocer a Lobo, tranquilizada sobre todo por la presencia de la mujer, le permitió olfatear a la cría, y dejó que el potro identificara igualmente el olor del lobo.
La cría era una potranca gris.
–Creo que voy a llamarla Gris –dijo Ayla a Jondalar–, y será el caballo de Jonayla: Pero tendremos que enseñarlos a los dos –sonrió complacida ante la perspectiva.
Al día siguiente, ya en la zona del refugio destinada a los caballos, Corredor recibió a su joven hermana con ávida curiosidad, pero bajo la rigurosa supervisión de Whinney. Casualmente, Ayla miraba en dirección al área de viviendas cuando vio acercarse a Zelandoni. Le sorprendió que la donier acudiera a ver a la nueva potranca, ya que rara vez realizaba el menor esfuerzo por ver a los animales. Otros habían encontrado ocasión para ir a verlos, y Ayla les había pedido que no se aproximaran demasiado al principio, pero la donier le fue presentada personalmente a Gris.
–Jonokol me ha anunciado que dejará la Novena Caverna cuando vayamos a la próxima Asamblea Estival –dijo la donier después de examinar a la potranca.
–En fin, ya lo preveías –comentó Ayla, un tanto tensa.
–¿Has decidido ya si serás mi nueva acólita? –preguntó Zelandoni sin rodeos ni vacilaciones.
La joven bajó la vista y luego volvió a mirar a la Primera.
Zelandoni aguardó y, finalmente, miró a Ayla a los ojos.
–Creo que no tienes elección. Sabes que algún día recibirás la llamada, quizá antes de lo que piensas. Lamentaría ver aniquilado tu potencial, aun si lograras sobrevivir sin apoyo ni adiestramiento.
Ayla intentó por todos los medios zafarse de su imperiosa mirada. De pronto, procedente de las profundidades de su ser o de los recovecos de su cerebro, encontró un recurso. Sintió crecer en su interior un poder y supo que no se hallaba ya bajo la coacción de la donier, sino que, por el contrario, era ella quien ejercía control sobre la Primera, y sostuvo su mirada. Eso le produjo una sensación indescriptible, una sensación de fuerza, de dominio, de autoridad que nunca antes había experimentado conscientemente.
Cuando Ayla redujo la presión sobre Zelandoni, ésta desvió la mirada, y al volver a mirarla un instante después, no percibió ya en ella la sensación de enorme poder que la había sorprendido. Ayla la miraba con una sonrisa de complicidad. En sus brazos, Jonayla empezó a agitarse como si le molestara algo, y la madre concentró su atención en la niña.
Zelandoni temblaba, pero enseguida se controló. Se dio media vuelta para marcharse, pero se volvió a mirar de nuevo a Ayla, esta vez de forma sinceramente afectuosa, y no desafiante como antes, con lo que sin preverlo había provocado la pugna de voluntades.
–Dime ahora que no eres una Zelandoni –dijo con serenidad.
Ayla se sonrojó y, llena de incertidumbre, miró alrededor como si buscara una escapatoria. Cuando volvió a mirar a la corpulenta mujer, Zelandoni era la imponente presencia que siempre había conocido.
–Se lo diré a Jondalar –contestó, y de inmediato bajó la mirada hacia la niña.
Canto a la Madre
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía.
Al otro creó del polvo que al nacer traía consigo,
un hermano, compañero, pálido y resplandeciente amigo.
Juntos crecieron, aprendieron qué era amor y consideración.
y cuando Ella estuvo a punto, decidieron confirmar su unión.
Él la rondó expectante. Su pálido y luminoso amante.
En un principio su otra mitad la colmó de ventura;
mas con el tiempo se sintió inquieta, su alma insegura.
Amaba a su blanco amigo, su complemento adorado,
pero algo le faltaba, parte de su amor veía desaprovechado.
La Madre era. De algo estaba a la espera.
Desafió al caos, a las tinieblas, al gran vacío,
para hallar la chispa dadora de vida en un confín sombrío.
La oscuridad era absoluta; el torbellino, aterrador.
El caos se helaba, y acudió a Ella en busca de calor.
La Madre era valerosa. Su misión, azarosa.
Extrajo del frío caos la fuente germinal,
y tras concebir, huyó con la fuerza vital.
Creció junto con la vida que dentro llevaba,
y se entregó con amor y orgullo, sin traba.
Algo al mundo traía. Su vida compartía.
El oscuro vacío y la Tierra yerma y vasta
aguardaron el nacimiento con ánimo entusiasta.
La vida desgarró su piel, bebió la sangre de sus venas,
respiró por sus huesos, y redujo sus rocas a blancas arenas.
La Madre alumbraba; otro alentaba.
Al romper aguas, éstas llenaron mares y ríos,
anegándolo todo, creando así árboles y plantíos.
De cada preciosa gota, hojas y tallos brotaron,
verdes y exuberantes plantas la Tierra renovaron.
Sus aguas fluían. Nueva vegetación crecía.
En violento parto, vomitando fuego a borbotones,
dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones.
Su sangre seca se tornó en limo ocre, y llegó el radiante hijo.
El supremo esfuerzo valió la pena, ya todo era gran regocijo.
El niño resplandecía. La Madre no cabía en sí de alegría.
Se alzaron montañas, de cuyas crestas brotaban llamas,
y Ella alimenta a su hijo con sus colosales mamas.
Chispas saltaban al chupar el niño, tal era su anhelo,
y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo.
Una vida se iniciaba. A su hijo amamantaba.
El niño reía y jugaba, y así se desarrollaban su cuerpo y su mente.
Para gozo de la Madre, las tinieblas disipaba con su luz refulgente.
Su mente y su fuerza crecían, recibiendo de Ella cariño,
pero pronto aquel hijo maduró, pronto dejó de ser niño.
Atrás quedaba la edad de la inocencia. Quería independencia.
A la fuente Ella recurrió cuando a una vida dio nacimiento.
Ahora el vacío y gélido caos atraía al hijo con embaucamiento.
La Madre daba amor, pero el joven tenía otras ambiciones,
buscaba conocimientos, aventuras, viajes, emociones.
Para Ella el vacío era abominable. A él le parecía deseable.
Se march6 de su lado cuando la Gran Madre dormía,
mientras fuera se arremolinaba la oscuridad vacía.
Por todos los medios, las tinieblas procuraron al hijo tentar,
y él, fascinado por el gran torbellino, se dejó cautivar .
A su hijo arrebataba. Al joven que tanto brillaba.
El hijo de la Madre, en un primer momento alborozado,
pronto se afligi6 en aquel vacío glacial y desolado.
Su incauto vástago, corroído por su conciencia quejosa,
no pudo escapar a aquella fuerza misteriosa.
Estaba en un grave aprieto. El caos lo tenía bien sujeto.
Pero en el preciso instante en que lo engullía la oscuridad,
la Madre despertó, tendió1a mano y lo sostuvo con tenacidad.
Buscando quien la ayudara a recobrar a su hijo radiante,
la Madre acudió al pálido y luminoso amigo, antes su amante.
La Madre lo agarró fuerte. Perderlo habría sido la muerte.
Ella agradeció su regreso al que fuera su compañero,
y el triste suceso le contó en tono pesaroso y lastimero.
El querido amigo accedió a intervenir en el lance,
dispuesto a rescatar a su hijo de tan difícil trance.
Le habló de su honda aflicción, y del turbulento ladrón.
Al borde del agotamiento, Ella necesitaba una pausa,
al luminoso amante dejó luchar por su justa causa.
Mientras la Madre dormía, él combatía a la fuerza glacial,
y momentáneamente la obligó a volver a su estado inicial.
Tenía alma de paladín. Pero incierto era aún el fin.
Dándolo todo, su magnífico amigo luchó con bravura,
el combate era enconado, la contienda penosa y dura.
Al cerrar su gran ojo, abandonó por un instante la cautela,
y la oscuridad robó la luz de su cielo con una triquiñuela.
Su pálido amigo desfallecía. Su luz se extinguía.
En la oscuridad absoluta, la Madre despertó con un grito.
El tenebroso vacío se había propagado por el espacio infinito.
Ella se sumó a la pugna, organizó con rapidez la defensa,
y a su amigo liberó de aquella sombra tétrica y densa.
Pero a su hijo perdió de vista. La noche borró toda pista.
En las garras del torbellino, el hijo radiante y exaltado
dejó de dar calor a la Tierra, el frío caos había triunfado.
La vida fértil y verde dio paso a la nieve y el hielo,
y un cortante viento siguió azotándola cual flagelo.
La Tierra era un desierto. Las plantas habían muerto.
La Madre estaba angustiada, exánime, exhausta,
pero tendió de nuevo su mano en ocasión tan infausta.
No podía rendirse, de eso tenía clara conciencia;
de Ella dependía la luz de su hijo, su supervivencia.
No cesó de luchar. La luz quería recuperar.
Y su luminoso amigo no iba ya a ceder más terreno
ante el ladrón que mantenía retenido al hijo de su seno.
Juntos pugnaron por el rescate del hijo que Ella adoraba.
Sus esfuerzos no fueron en vano, su luz de nuevo alumbraba.
Recobraba la energía. Su resplandor volvía.
Pero las inhóspitas tinieblas ansiaban su vivo y radiante calor.
La Madre firme se mantuvo en su defensa y resistió con vigor.
El torbellino tiró con violencia, negándose a soltar a su presa,
y Ella luchó de valiente contra la oscuridad arremolinada y aviesa.
De las tinieblas se protegió. Pero su hijo otra vez se alejó.
Cuando la Madre combatía al torbellino y al caos hacía huir,
la luz de su hijo con intensidad veía nuevamente refulgir.
Cuando Ella flaqueaba, el inhóspito vacío volvía a la carga,
y la oscuridad retornaba a final de una jornada ardua y larga.
De su hijo sentía el calor. Mas aún no había vencedor.
En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena,
su hijo y Ella por siempre separados, ésa era la condena.
Suspiraba por el niño que en otro tiempo fuera su centro,
y una vez más recurrió a la fuerza vital que llevaba dentro.
No podía darse por vencida. Su hijo era su vida.
Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto,
devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto.
Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas,
tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas.
La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto.
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores,
unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado,
cada uno era un modelo digno de ser copiado.
La Madre era afanosa; la Tierra cada vez más populosa.
Todos: aves, peces y mamíferos, eran su descendencia,
y esta vez la Madre nunca habría de padecer su ausencia.
Cada especie viviría cerca de su lugar originario
y compartiría con los demás aquel vasto escenario.
Con la Madre permanecerían, de Ella no se alejarían.
Aunque todos eran sus hijos, y la colmaban de satisfacción,
consumían la fuerza vital que hacía latir su corazón.
Pero aún le quedaba suficiente para una génesis postrera,
un hijo que supiera y recordara quién era la Suma Hacedora.
Un hijo que la respetaría, ya protegerla aprendería.
La Primera Mujer nació ya totalmente desarrollada y viva,
y recibió los Dones que necesitaba, ésa era su prerrogativa.
La Vida era el Primer Don, y como la Madre naciente,
al despertar, del gran valor de la vida era ya consciente.
La Primera en salir de la horma, las demás tendrían su forma.
Vino luego, el Don de la Percepción, del aprendizaje,
el deseo de saber, el Don del Discernimiento, un amplio bagaje.
La Primera Mujer llevaba el conocimiento en su interior,
que la ayudaría a vivir y transmitiría a su sucesor.
Sabría la Primera Mujer, cómo aprender, cómo crecer.
Con la fuerza vital casi extinta, la Madre se consumía,
transmitir el Espíritu de la Vida, sólo eso pretendía.
A sus hijos confirió la facultad de crear una nueva vida,
y también la Mujer con esa posibilidad fue bendecida.
Pero la Mujer sola se sentía; a nadie tenía.
La Madre recordó la experiencia de su propia soledad,
el amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad..
Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó,
para compartir la vida con la Mujer, a! Primer Hombre creó.
De nuevo alumbraba; otro mas alentaba.
A la Mujer y al Hombre había deseado engendrar,
y el mundo entero les obsequió a modo de hogar,
tanto el mar como la tierra, toda su Creación.
Explotar los recursos con prudencia era su obligación.
De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso.
A los Hijos de la Tierra la Madre concedió
los Dones precisos para sobrevivir, y luego decidió
otorgarles la alegría de compartir y el Don del Placer,
por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer.
Los Dones aprendidos estarán, cuando a la Madre honrarán.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado.
Les enseñó a amarse y a respetarse en el hogar formado,
y a desear y buscar siempre su mutua compañía,
sin olvidar que el Don del Placer de la Madre provenía.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor.
Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar.
FIN