Publicado en
junio 06, 2010
Parte 1 «La próxima estrofa me encanta, pero me pregunto cómo la cantará Zelandoni», pensó Ayla.
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores,
unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado,
cada uno era un modelo digno de ser copiado.
La Madre era afanosa; la Tierra cada vez más populosa.
Todos: aves, peces y mamíferos, eran su descendencia,
y esta vez la Madre nunca habría de padecer su ausencia.
Cada especie viviría cerca de su lugar originario
y compartiría con los demás aquel vasto escenario.
Con la Madre permanecerían, de Ella no se alejarían.
Aunque todos eran sus hijos, y la colmaban de satisfacción,
consumían la fuerza vital que hacía latir su corazón.
Pero aún le quedaba suficiente para una génesis postrera,
un hijo que supiera y recordara quién era la Suma Hacedora.
Un hijo que la respetaría, ya protegerla aprendería.
La Primera Mujer nació ya totalmente desarrollada y viva,
y recibió los Dones que necesitaba, ésa era su prerrogativa.
La Vida era el Primer Don, y como la Madre naciente,
al despertar, del gran valor de la vida era ya consciente.
La Primera en salir de la horma, las demás tendrían su forma.
Vino luego, el Don de la Percepción, del aprendizaje,
el deseo de saber, el Don del Discernimiento, un amplio bagaje.
La Primera Mujer llevaba el conocimiento en su interior,
que la ayudaría a vivir y transmitiría a su sucesor.
Sabría la Primera Mujer, cómo aprender, cómo crecer.
Con la fuerza vital casi extinta, la Madre se consumía,
transmitir el Espíritu de la Vida, sólo eso pretendía.
A sus hijos confirió la facultad de crear una nueva vida,
y también la Mujer con esa posibilidad fue bendecida.
Pero la Mujer sola se sentía; a nadie tenía.
La Madre recordó la experiencia de su propia soledad,
el amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad..
Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó,
para compartir la vida con la Mujer, al Primer Hombre creó.
De nuevo alumbraba; otro mas alentaba.
A la Mujer y al Hombre había deseado engendrar,
y el mundo entero les obsequió a modo de hogar,
tanto el mar como la tierra, toda su Creación.
Explotar los recursos con prudencia era su obligación.
De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso.
A los Hijos de la Tierra la Madre concedió
los Dones precisos para sobrevivir, y luego decidió
otorgarles la alegría de compartir y el Don del Placer,
por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer.
Los Dones aprendidos estarán, cuando a la Madre honrarán.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado.
Les enseñó a amarse y a respetarse en el hogar formado,
y a desear y buscar siempre su mutua compañía,
sin olvidar que el Don del Placer de la Madre provenía.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor.
Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar.
Ayla esperó la continuación, pero viendo que todos quedaban en silencio, comprendió que el Canto a la Madre había concluido.
La gente regresó a sus Cavernas de dos en dos o de tres en tres. Algunos no llegarían a casa hasta la medianoche; otros decidieron quedarse a dormir con amigos o parientes. Algunos acólitos y zelandonia permanecieron junto a la tumba finalizando los aspectos más esotéricos de la ceremonia y no volverían a casa hasta la mañana siguiente.
Un grupo de personas acompañó a Relona y sus hijos a su morada y se quedaron toda la noche allí, durmiendo en el suelo. Se consideraba conveniente que Relona estuviera en compañía de mucha gente. Se creía que los elanes de los compañeros muertos podían regresar a sus hogares antes de tomar conciencia de que ya no pertenecían a este mundo. Las compañeras o compañeros afligidos eran susceptibles de ser invadidos por los espíritus errantes y necesitaban la protección de muchas personas para hacer frente a las influencias maléficas. Los ancianos en particular sentían a veces la tentación de seguir al elán de sus parejas hasta el otro mundo poco después de morir uno de los dos. Afortunadamente, Relona era aún joven y tenía dos hijos que la necesitaban.
Ayla fue una de las personas que se quedaron con la nueva viuda, y Relona se lo agradeció. Jondalar también quería hacerle compañía, pero cuando el ceremonial terminó del todo/era ya tan tarde que la morada estaba llena de gente, y él no encontró un solo hueco donde acomodar su enorme cuerpo. Ayla le hizo una seña desde el extremo opuesto de la estancia. Lobo estaba a su lado, y quizá por eso ella disponía de un poco más de espacio, pero cuando Jondalar intentó pasar, despertó a varias personas. Marthona, más cerca de la entrada, le dijo que se fuera a casa, y él, aunque se sintió un poco culpable por no quedarse, en parte se alegró. Las vigilias nocturnas para mantener a raya a los espíritus errantes no le entusiasmaban. Además, ya había tenido suficiente trato con el mundo de los espíritus por aquel día, y estaba cansado. Echó en falta a Ayla a su lado cuando se tapó con las pieles, pero enseguida le venció el sueño.
Al regresar a la Novena Caverna, La Que Era la Primera entró de inmediato en su morada. Pronto volvería a viajar al otro mundo y quería meditar, prepararse. Se quitó la placa del pecho y le dio la vuelta para mostrarla por su lado liso. No quería interrupciones. Además de guiar al espíritu de Shevonar hacia el más allá, se proponía buscar al elán de Thonolan; pero para eso necesitaría a Jondalar y Ayla.
Jondalar despertó con el incontenible deseo de hacer unas herramientas para él. Aunque quizá no lo hubiera manifestado abiertamente, aún sentía cierto malestar por los misteriosos acontecimientos que había vivido recientemente. La talla de pedernal no sólo era su oficio, sino que, además, le gustaba, y trabajar con las manos un buen trozo de piedra era una excelente manera de olvidarse del ambiguo, intangible y vagamente amenazador mundo de los espíritus.
Sacó de su mochila el fragmento de pedernal que había conseguido en la mina de los Lanzadoni. Dalanar había examinado el material que Jondalar había extraído de un afloramiento que contenía el pedernal d mejor calidad por el que se conocía a los Lanzadoni y le había hecho algunas sugerencias respecto a los trozos que le convenía llevarse y qué material podía eliminar, para que sólo acarreara en el Viaje nódulo que fueran aprovechables. Los caballos podían transportar mucha más carga que las personas, pero el pedernal era muy pesado. La cantidad de piedra que Jondalar pudo llevar hasta la Novena Caverna no había, sido muy grande, pero sí que era de gran calidad.
Eligió dos piedras de cantos pulidos y dejó el resto. Cogió luego el fardo de piel con las herramientas para trabajar el pedernal. Desató los cordeles y sacó varios martillos, retocadores de hueso y asta y las piedras mazo, para a continuación inspeccionar cada una de las herramientas minuciosamente. Luego las envolvió de nuevo junto con los nódulos de pedernal. A media mañana estaba listo para salir en busca de algún lugar, a ser posible aislado, donde trabajar la piedra. Las esquirlas de pedernal eran muy afiladas y podían ir a parar muy lejos cuando saltaban. Los buenos artesanos de la piedra siempre elegían lugares alejados de las zonas por donde pasaba la gente, en especia niños con los pies descalzos y sus madres agobiadas o sus cuidadoras distraídas.
Jondalar apartó la cortina de la entrada y salió de la morada de su madre. Vio que el cielo estaba encapotado y gris. Una fría llovizna inducía a la gente a quedarse bajo el refugio de piedra y, por tanto, la zona comunitaria cercana al área de viviendas estaba totalmente ocupada. No había horarios establecidos para la práctica de los oficios y actividades concretas, pero aquél era uno de esos días que muchos elegían para desarrollar sus proyectos. Se habían colocado paneles y pieles atadas con cuerdas como protección contra el viento y la lluvia y se habían encendido unas cuantas hogueras para dar luz y calor, pese a que las frías corrientes de aire imponían el uso de ropa de abrigo.
Jondalar sonrió al ver a Ayla dirigirse hacia él. Se saludaron rozándose las mejillas, y él percibió su aroma de mujer. Eso le recordó que no habían dormido juntos esa noche. Le asaltó el deseo de llevarla a la cama y hacer algo más que dormir.
–Ahora iba a casa de Marthona a buscarte –dijo ella.
–Me he levantado con ganas de trabajar la piedra y he cogido un poco del pedernal de Dalanar para hacer herramientas nuevas –explicó Jondalar alzando el fardo de piel–. Pero parece que todo el mundo ha decidido ponerse a trabajar al mismo tiempo –lanzó una ojeada hacia el abarrotado espacio de trabajo–. No quiero quedarme aquí.
–¿Adónde irás? –preguntó ella–. Voy a hacer una visita a los caballos pero después puedo pasar a verte.
–Creo que iré Río Abajo. Allí siempre hay muchos artesanos haciendo herramientas –contestó Jondalar. Tras pararse a pensar, añadió–: ¿Quieres que te acompañe a ver a los caballos?
–Si no te apetece, no –dijo Ayla–. Sólo voy a echarles un vistazo. Hoy no creo que salga a cabalgar, pero podría llevarme a Folara y, si quiere, dejarla montar a Whinney. Se lo propuse, y me dijo que le hacía ilusión.
–Me gustaría verla montar, pero hoy tengo ganas de trabajar un poco.
Fueron juntos hasta el área de trabajo, y allí Jondalar siguió hacia Río Abajo mientras Ayla y Lobo fueron a buscar a Folara.
La llovizna se había convertido en una lluvia constante, y mientras esperaba a que se despejase, Ayla se dedicó a observar a las personas que trabajaban en diversos proyectos. Siempre la habían fascinado los distintos oficios, y de inmediato encontró en aquello una buena fuente de distracción. Se respiraba un ambiente ajetreado, pero apacible. Ciertos aspectos de cada oficio requerían una intensa concentración; no obstante, las tareas repetitivas dejaban tiempo para conversar. A casi todos les complacía contestar a sus preguntas, enseñarle sus técnicas y explicarle sus métodos.
Vio a Folara que estaba extendiendo un telar con Marthona. La muchacha le aseguró que le encantaría acompañarla a ver a los caballos, pero que en ese momento estaban en plena faena. Ayla no habría tenido inconveniente en quedarse a observarlas mientras trabajaban, pero pensó que los caballos debían necesitarla, así que prometió a Folara que irían a ver a los caballos en otro momento, y en cuanto paró de llover salió antes de que empezara de nuevo.
Encontró a Whinney y Corredor un poco más allá del Valle del Bosque. Estaban contentos y se alegraron de verla, a ella y también a Lobo. Habían descubierto un pequeño prado en medio de la boscosa cañada, y un refugio bajo los árboles muy útil cuando llovía. También había un manantial de agua clara que había formado una laguna. Los ciervos rojos que compartían el lugar con ellos huyeron al ver a la mujer y el lobo, mientras que los caballos relinchaban y corrían hacia ellos.
«Estos ciervos se han encontrado ya con alguna partida de caza –pensó Ayla–. Unos ciervos adultos nunca huirían ante la presencia de un solo lobo. El viento lleva mi olor hacia ellos, y deben de saber por experiencia que han de cuidarse de los cazadores humanos».
Había salido el sol, y aprovechó para recoger unas flores secas de cardencha del año anterior y, de paso, utilizó la espinosa planta para almohazar a los caballos. Cuando acabó, advirtió que Lobo estaba en actitud alerta. Cogió la honda, que llevaba colgada del cinturón, y un guijarro de la rocosa orilla de la laguna, y cuando el animal asustó a un par de liebres, acertó de pleno a una de ellas al primer tiro. Dejó que Lobo persiguiera a la otra.
Una nube tapó el sol. Ayla alzó la vista, calculó la posición del astro en el cielo y se dio cuenta de que el tiempo había pasado muy deprisa. Había estado tan ocupada durante los últimos días que había disfrutado de poder pasar un rato sin tener alguna obligación concreta que realizar. Pero cuando empezaron a caer unas gotas, decidió volver a la Novena Caverna a lomos de Whinney. Corredor y Lobo las siguieron. Se alegró de su decisión cuando vio que la lluvia se hacía más intensa en el preciso momento en que llegaba al refugio. Condujo a los caballos hasta el porche de piedra y siguió en dirección a la parte menos utilizada, dejando atrás la zona de viviendas.
Pasó junto a unos hombres sentados al lado de una fogata y le pareció que estaban jugando. Los hombres se interrumpieron un momento para observarla. A ella le pareció una grosería que la miraran tan directamente, y optó por mostrar más educación que ellos no mirándolos siquiera. Pero conservaba su aptitud de mujer del Clan para mirar discretamente y asimilar mucha información. Notó que hacían comentarios y le dio la impresión de que olían a barma.
Más adelante vio a un grupo de personas adobando pieles de bisonte y ciervo. «A ellos también debía de parecerles demasiado concurrida el área de trabajo», pensó Ayla. Llevó 1os caballos hasta el final del saliente, cerca del canal que separaba la Novena Caverna de Río Abajo, y llegó a la conclusión de que aquél sería un buen sitio donde levantar un refugio para los animales antes del invierno. Hablaría de ello con Jondalar. Enseñó a los caballos el sendero que llevaba a la orilla del Río y los observó para ver qué hacían. Lobo se inclinó por seguir a 1os caballos cuando éstos comenzaron a bajar por el sendero. Con o sin lluvia preferían pacer cerca del Río que quedarse en el árido refugio para no mojarse.
Ayla se planteó ir a ver a Jondalar, pero cambió de idea y regresó al lugar donde adobaban las pieles. Todo el mundo se alegró de tener un pretexto para descansar un rato y, más aún, para charlar con una mujer que se hacía seguir por un lobo y de la que los caballos no huían. Ayla vio que estaba allí Portula. La muchacha le sonrió, deseosa de hacer las paces. Parecía sinceramente arrepentida de su participación en la mala jugada de Marona.
Ayla quería hacer ropa para Jondalar, para ella y para el niño que esperaba, y se acordó del macho joven de ciervo gigante que había matado. No sabía dónde había ido a parar, pero ya que estaba allí decidió que como mínimo despellejaría la liebre que llevaba colgada del cinturón para hacerle alguna prenda al niño.
–Si hay sitio, querría despellejar esta liebre –dijo.
–Hay espacio de sobra –respondió Portula–. Y te dejaré con mucho gusto mis herramientas si las necesitas.
–Las necesito, sí. Gracias por el ofrecimiento, Portula. Tengo muchas herramientas, lo que no es extraño viviendo con Jondalar –dijo Ayla con una irónica sonrisa. Muchos esbozaron sonrisas de complicidad–. Pero no las llevo encima.
A Ayla le complacía trabajar con personas dedicadas a las labores que dominaban. ¡Qué diferencia respecto a los días de soledad en su caverna del valle! Aquello se parecía más a su infancia en el clan de Brun, donde todos trabajaban en grupo. Destripó y despellejó rápidamente la liebre y después preguntó:
–¿Te importa si lo dejo todo aquí? He de ir a Río Abajo. Lo recogeré a la vuelta.
–Yo te lo vigilaré –dijo Portula–. Y si no has vuelto cuando acabe, me lo llevaré.
–Te lo agradecería –contestó Ayla. Le caía bien la joven, que obviamente se esforzaba por mostrarse amable. Al irse dijo–: Luego volveré.
Tras atravesar el puente de troncos del canal, vio a Jondalar con un grupo de personas en el primer refugio. Saltaba a la vista que aquel lugar se usaba desde hacía tiempo para tallar pedernal. El suelo estaba salpicado de afiladas esquirlas debido al proceso de tallado de la piedra, por lo que no era aconsejable caminar descalzo por allí.
–¡Por fin apareces! –exclamó Jondalar–. Ya nos preparábamos para volver. Ha venido Joharran a informarnos de que Proleva ha organizado un banquete con la carne de uno de los bisontes. Lo hace tan bien y tan a menudo que me temo que acabaremos acostumbrándonos. Pero hoy todo el mundo ha estado muy ocupado, y Proleva ha pensado que sería lo más cómodo. Puedes volver con nosotros, Ayla.
–Me había dado cuenta de que ya es casi mediodía –dijo ella.
Cuando regresaban a la Novena Caverna, Ayla vio a Joharran un poco más adelante. No lo había visto dirigirse hacia allí. «Debe haber pasado por mi lado mientras yo charlaba con Portula y los otros cuando he parado a despellejar la liebre,» pensó. Vio que se acercaba a los hombres groseros sentados junto al fuego.
Al pasar apresuradamente por allí para anunciar a los artesanos de Río Abajo el banquete preparado por Proleva, Joharran había visto que Laramar y unos cuantos más estaban jugando. En ese momento había pensado que eran unos holgazanes, que se dedicaban a jugar mientras otros hacían el trabajo, seguramente consumiendo la leña que otro había recogido. Al volver seguían allí, y esta vez decidió intervenir. Aunque la aportación de aquellos hombres fuera escasa, pertenecían a la Novena Caverna y algo debían hacer.
Enfrascados en su conversación, los hombres no vieron acercarse a Joharran. Y cuando éste se hallaba a unos pasos, oyó comentar a uno de ellos:
–¿Qué puede esperarse de alguien que dice que aprendió a curar con los cabezas chatas? ¿Qué pueden saber esos animales de medicinas?
–Esa mujer no es curandera. Si lo fuera, Shevonar no hubiera muerto –dijo Laramar.
–¡Tú no estabas allí! –lo interrumpió Joharran tratando de dominar su genio–. Como de costumbre, no te tomaste la molestia de participar en la cacería.
–No me encontraba bien –pretextó Laramar.
–Por culpa de tu barma –reprochó Joharran–. Te aseguro que nadie podría haber salvado la vida de Shevonar. Ni Zelandoni ni el curandero más apto del mundo. ¿Qué hombre puede soportar el peso de un bisonte? A no ser por Ayla, dudo que Shevonar hubiera vivido lo suficiente para ver por última vez a Relona. Ella encontró la manera de aliviarle el dolor. Hizo lo que pudo. ¿Por qué haces correr rumores malintencionados sobre ella? ¿Qué te ha hecho?
Guardaron silencio mientras Ayla y Jondalar pasaban con un grupo de personas.
–¿Y tú por qué vienes a escondidas y escuchas conversaciones privadas? –contraatacó Laramar, aún a la defensiva.
–No creo que acercarse a plena luz del día pueda considerarse «venir a escondidas», Laramar. Me he acercado para deciros que Proleva y un grupo de gente han preparado un banquete para todos, y que ya está listo –contestó Joharran–. Os he oído porque hablabais en voz alta y era imposible que no os oyera –se dirigió a los otros–. Zelandoni está convencida de que Ayla es una buena curandera, ¿por qué no la dejáis en paz? Deberíamos alegrarnos de contar con una persona tan apta. Nunca se sabe cuándo se la puede necesitar. ¿Por qué no venís a comer?
Los miró a todos uno por uno, dejando claro que los reconocía y los recordaría, y luego se alejó.
El grupo se disolvió, y por separado siguieron a Joharran hacia el otro extremo del refugio. Algunos coincidían con el jefe de la Caverna, como mínimo en cuanto a dar a Ayla la oportunidad de demostrar su valía, pero otros no podían o no querían vencer sus prejuicios. A Laramar, pese a que había dado la razón al hombre que había criticado a Ayla, en realidad lo mismo le daba una cosa que otra. Tendía a acomodarse a la opción más fácil.
Mientras iba con el grupo de artesanos de Río Abajo hacia el área de trabajo, bajo la protección del saliente de roca porque volvía a llover con fuerza, Ayla pensó en las distintas aptitudes y habilidades en que a la gente le gustaba ocuparse. Muchas personas disfrutaban haciendo cosas, pero elegían diferentes materiales para ello. A algunas, como a Jondalar, les gustaba trabajar el pedernal para crear herramientas y armas de caza; otras prefería trabajar la madera, el marfil o el hueso, y otras se inclinaban por las fibras y pieles. Se le ocurrió que también había personas, como era el caso de Joharran, a las que les gustaba trabajar con la gente.
A medida que se acercaban y su olfato captaba los deliciosos olores de los guisos, cayó en la cuenta de que cocinar y manipular los alimentos era otra de las tareas preferidas por algunos. Saltaba a la vista que Proleva disfrutaba organizando reuniones comunitarias, y que ése era posiblemente el verdadero motivo de aquel festín improvisado. Ayla pensó en sí misma y en sus actividades predilectas. Le interesaban muchas cosas, y le complacía especialmente aprender habilidades nuevas, pero sobre todo le gustaba ejercer de curandera.
La comida se sirvió cerca del amplio espacio donde la gente desarrollaba sus proyectos, pero cuando se aproximaban, Ayla vio que preparaban un área contigua para una tarea que debía de ser mucho más ingrata y que debía llevarse a cabo. Entre unas estacas, se habían extendido, a medio metro del suelo, varias redes para poner a secar la carne de las piezas cazadas. Había una capa de tierra sobre la superficie de piedra del refugio y el porche delantero, poco profunda en algunos puntos pero lo suficiente en otros para sostener las estacas. Algunas estaban clavadas permanentemente en grietas de la piedra o en hoyos cavados en la tierra. A menudo se añadían pilas de piedras como sostén adicional.
Había otras estructuras similares, aseguradas al suelo o atadas entre sí, construidas, sin duda, con el mismo propósito, y que se usaban sobre todo como secadores portátiles de comida. Podían levantarse y apoyarse contra una pared para quitarlas de en medio cuando no se necesitaban. Pero cuando hacía falta poner a secar carne o verdura, los armazones portátiles eran prácticos porque podían colocarse donde conviniera. A veces se secaba la carne, para conservarla, cerca del sitio donde se mataba la pieza, o en las herbosas llanuras, pero cuando llovía o la gente quería trabajar a menor distancia de casa, se inventaban formas de colocarla en cuerdas o redes.
Había ya unas cuantas piezas de carne en forma de lengua en los secadores, y ya ardían con abundante humo varias hogueras cuya finalidad era alejar a los insectos y dar más sabor a la carne. Ayla decidió que después de comer se ofrecería para ayudar a cortar la carne que debía ponerse a secar. Ella y Jondalar acababan de elegir la comida y buscaban un sitio donde acomodarse cuando vieron a Joharran, que se aproximaba a grandes zancadas y con cara de pocos amigos.
–Jondalar, ¿no crees que Joharran parece enfadado? –preguntó Ayla. Él se volvió para observar a su hermano.
–Diría que sí. ¿Qué habrá pasado? –dijo. Pensó que después se lo preguntaría.
Ayla y Jondalar cruzaron una mirada y luego se acercaron a Joharran, Proleva, su hijo Jaradal, Marthona y Willamar. Éstos los saludaron efusivamente y les dejaron sitio. Era evidente que el jefe no estaba de muy buen humor, pero no parecía tener ganas de hablar, al menos con ellos. Todos recibieron a Zelandoni con una sonrisa cuando se unió al grupo. La mujer había pasado el día en su morada, pero había decidido salir para participar del festín.
–¿Te traigo algo? –preguntó Proleva.
–Hoy he hecho ayuno y he meditado, a fin de prepararme para la búsqueda, y prefiero no comer aún demasiado –respondió Zelandoni. Luego se quedó mirando a Jondalar de una manera que lo incomodó y que le indujo a pensar que su contacto con el otro mundo aún no había terminado–. Ya me traerá algo Mejera. Le he pedido a Folara que la ayude. Mejera es una acólita de la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna, pero no se encuentra a gusto allí y quiere venir aquí para ser mi acólita. He de pensarlo bien, y naturalmente he de consultarte a ti, Joharran, si la aceptarías en la Novena Caverna. Es un poco tímida e insegura, pero su valía está fuera de toda duda. No me importaría enseñarla, pero ya sabéis que con la Decimocuarta he de andarme con pies de plomo –dijo Zelandoni, y miró a Ayla–. Se pensaba que la nombrarían Primera, pero la zelandonia me eligió a mí. Ella intentó superarme y obligarme a abandonar el puesto. Fue mi primer enfrentamiento, y pese a que al final ella se retiró, no creo que haya aceptado del todo mi designación, ni que me haya perdonado –volvió a dirigirse al grupo en general–. Sé que me acusará de quitarle la acólita si admito a Mejera, pero he de pensar en el interés de todos. Si Mejera no está recibiendo la preparación que merece para desarrollar sus posibilidades, no puedo quedarme al margen por no herir los sentimientos de alguien. Por otra parte, si hubiera otro Zelandoni dispuesto a ser maestro y crear un vínculo con ella, quizá evitaría un enfrentamiento con la Decimocuarta. Me gustaría esperar hasta después de la Asamblea Estival para tomar la decisión.
–Me parece lo más prudente –declaró Marthona cuando llegaban Mejera y Folara.
La joven acólita llevaba dos cuencos en las manos, y la hermana de Jondalar sostenía el suyo y también un odre lleno de agua, además de llevar unos utensilios para comer en la mochila. Mejera entregó un cuenco con un caldo claro a la Primera y miró a Folara con expresión de agradecimiento. Luego sonrió tímidamente a Ayla y Jondalar y, finalmente, fijó la mirada en su comida.
Al cabo de un momento de incómodo silencio, Zelandoni habló:
–No sé si conocéis todos a Mejera.
–Yo conozco a tu madre y al hombre de tu hogar –dijo Willamar–. También tienes hermanos, ¿verdad?
–Sí, una hermana y un hermano –contestó la joven.
–¿Cuántos años tienen?
–Mi hermana es un poco más pequeña que yo, y mi hermano debe ser de la misma edad que él–dijo señalando al hijo de Proleva.
–Me llamo Jaradal. Soy Jaradal de la Novena Caverna de los Zelandonii. ¿Tú quién eres?
Lo dijo con total precisión, tal como le habían enseñado, y dirigió una sonrisa a todos, incluida la muchacha.
–Soy Mejera de la Decimocuarta Caverna de los Zelandonii. Yo te saludo, Jaradal de la Novena Caverna de los Zelandonii.
El pequeño sonrió encantado.
«Se nota que está acostumbrada a tratar con niños», pensó Ayla.
–Somos unos descuidados –dijo Willamar–. Creo que deberíamos presentarnos como es debido.
Todos se presentaron y saludaron con afecto a la tímida joven.
–¿Sabías que el compañero de tu madre quería ser comerciante antes de conocerla, Mejera? –preguntó Willamar–. Me acompañó en algunos viajes, pero al final decidió que no le gustaba pasar tanto tiempo separado de su mujer, ni tampoco de ti después de que nacieras.
–No, no lo sabía –respondió ella, complacida de enterarse de algo acerca de su madre y de su compañero.
«No me extraña que sea buen comerciante» pensó Ayla. Sabía cómo tratar a la gente y que todos se sintieran cómodos. Mejera parecía más tranquila, aunque un tanto abrumada por haberse convertido en el centro de atención. Ayla la comprendía perfectamente.
–Proleva, he visto gente que ponía a secar carne de la cacería –comentó Ayla–. No sé bien cómo la repartís ni quién ha de guardarla, pero me gustaría colaborar si no tienes inconveniente.
Proleva sonrió.
–Claro que puedes colaborar si quieres. Da mucho trabajo, y tu ayuda nos vendrá bien.
–Ya lo creo –confirmó Folara–. Si no se hace entre muchas personas, puede ser un trabajo largo y aburrido. Pero cuando somos muchos, puede llegar a ser incluso divertido.
–La carne y la mitad de la grasa son para todos, según las respectivas necesidades –prosiguió Proleva–, pero el resto del animal, la piel y la cornamenta, son de la persona que lo ha matado. Me parece que tú y Jondalar cazasteis un megacero cada uno. Él también mató al bisonte que sacrificó a Shevonar, pero este animal se ha entregado a la Madre como ofrenda. Lo enterramos al lado de su tumba. Los jefes han decidido daros otro bisonte. Los animales se marcan al descuartizarlos, normalmente con carbón. Ahora que lo pienso, no conocíamos tu abelán, y tú estabas ocupada con Shevonar, así que le preguntaron a Zelandoni de la Tercera. Te ha asignado un abelán provisional para señalar las pieles y otras partes de las piezas obtenidas.
Jondalar sonrió.
–¿Y cómo es? –preguntó. Para él su propio abelán resultaba enigmático y sentía curiosidad por las marcas nominales de las demás personas.
–Me parece que te ha visto como una persona protectora y acogedora –explicó Proleva–. Mira, te lo enseñaré –cogió una ramita, alisó la tierra y trazó una raya recta. Luego añadió una línea que empezaba cerca de la parte superior y se abría ligeramente hacia un lado, y una tercera línea igual al otro lado–. Me recuerda a una tienda o un refugio, algún sitio donde guarecerse cuando llueve.
–Tienes razón –dijo Jondalar–. No es un mal abelán para ti, Ayla. Es verdad que tiendes a ser protectora y útil, sobre todo cuando alguien está enfermo o herido.
–Yo sé dibujar mi abelán –afirmó Jaradal. Todos sonrieron con indulgencia. Le dejaron la ramita y le permitieron que dibujase. Luego miró a Mejera y le preguntó–: ¿Tú tienes?
–Claro que tiene, Jaradal, y seguro que te lo enseñará encantada. Pero más tarde –dijo Proleva, riñendo a su hijo con delicadeza. Le parecía bien que interviniera en las conversaciones de los mayores, pero no quería que se acostumbrara a exigir su atención.
–¿Qué te parece tu abelán, Ayla? –preguntó Jondalar, preocupado por la reacción de ella a la asignación de un símbolo zelandonii.
–Como no tuve una elandon con un abelán pintado en él al nacer, al menos que yo recuerde –contestó Ayla–, éste me parece bien. No me importa en absoluto usarlo como abelán.
–¿No te adjudicaron los Mamutoi ninguna marca? –preguntó Proleva, pensando que tal vez Ayla tenía ya un abelán. Siempre resultaba interesante conocer cómo hacían las cosas otros pueblos.
–Cuando los mamutoi me adoptaron, Talut me hizo un corte en el brazo para sacarme sangre y pintar con ella una marca en una placa que él se ponía en el pecho durante las ceremonias –respondió Ayla.
–Pero ¿no era una marca especial? –preguntó Joharran.
–Para mí sí lo era. Aún tengo la cicatriz –dijo Ayla, mostrando la señal del brazo. De pronto se le ocurrió otra cosa–. Es curioso que la gente use métodos tan distintos para demostrar cuál es su identidad, y a qué grupo pertenece. Cuando el Clan me adoptó, me dieron la bolsa del amuleto con un trozo de ocre rojo dentro, y cuando le ponen nombre a una persona, el Mo–gur le dibuja una raya roja que va desde la frente hasta la punta de la nariz. Así es como dice a alguien, sobre todo a la madre, cuál es el tótem del niño, reproduciendo la señal del tótem con ungüento en el propio niño.
–¿Quieres decir con eso que la gente de tu Clan usaba marcas para demostrar quiénes eran? –preguntó Zelandoni–. ¿Como si fueran abelanes?
–Imagino que sí, que esas marcan son como abelanes. Cuando un niño se hace hombre, el Mo–gur le graba la señal del tótem, y después le frota con unas cenizas especiales para que le quede un tatuaje. Normalmente a las niñas no les hacen marcas en la piel porque, de mayores, ya sangran; pero a mí el león cavernario me marcó con su señal cuando me eligió. Tengo las señales de sus garras en la pierna. Ésta es la marca usada en el Clan para el león cavernario, y así supo el Mo–gur que éste era mi tótem, aunque por lo general no sea propio de una mujer. Es de hombre, y se asigna a los muchachos destinados a ser grandes cazadores. Cuando me aceptaron como Mujer Que Caza, el Mo–gur me hizo un corte aquí –se llevó un dedo al cuello por encima del esternón– para sacarme sangre, que utilizó para trazar una señal sobre las cicatrices de la pierna –mostró las cicatrices de la pierna izquierda.
–Así pues, ya tienes un abelán. Ésa es tu marca, las cuatro barras –dijo Willamar.
–Creo que así es –respondió Ayla–. La otra marca no me dice nada, posiblemente porque es sólo una señal convenida, para que la gente sepa a quién pertenecen las pieles. Aunque mi tótem del Clan no sea una señal zelandonii, para mí tiene una significación muy especial. Quiere decir que me adoptaron, que les pertenecía. Me gustaría usarla como abelán.
Jondalar pensó en las palabras de Ayla sobre la pertenencia. Ella lo había perdido todo; no sabía de quién había nacido, ni cuál era su gente. Luego perdió a la gente que la había criado. Se había referido a sí misma como «Ayla de Nadie» al conocer a los Mamutoi. Comprendió la importancia que para ella tenía pertenecer a un grupo.
Se oyeron unos insistentes golpes en el panel contiguo a la cortina de la entrada. El ruido despertó a Jondalar, pero se quedó adormilado pensando que ya contestaría alguien. Finalmente, se dio cuenta de que no había nadie más en la morada. Se levantó y dijo a voz en grito:
–Enseguida salgo.
Se puso algo de ropa y le sorprendió ver que era Jonokol, el artista que actuaba como acólito de Zelandoni, porque el muchacho no acostumbraba a ir de visita sin su maestra.
–Adelante –dijo.
–Zelandoni de la Novena Caverna dice que ha llegado la hora –anunció Jonokol.
Jondalar frunció el entrecejo, aquello no le hacía ninguna gracia. No sabía bien a qué se refería el chico, pero se formaba una vaga idea, y no le apetecía en absoluto. Ya había tenido contacto más que suficiente con el otro mundo y no sentía el menor deseo de volver a repetir la experiencia.
–¿Te ha dicho Zelandoni para qué? –preguntó.
Jonokol sonrió al advertir su repentino nerviosismo.
–Me ha dicho que ya te lo imaginarías.
–Por desgracia, sí –confirmó Jondalar aceptando lo inevitable–. ¿Tengo tiempo de desayunar?
–Zelandoni recomienda no comer nada en estos casos.
–Posiblemente tienes razón –dijo Jondalar–. Pero si no te importa, me tomaré una infusión para enjuagarme la boca; siempre tengo mal sabor por la mañana.
–Ya deben haberte preparado alguna bebida –comentó Jonokol.
–Supongo que sí, pero no creo que sea infusión de menta, que es lo que prefiero tomar por las mañanas.
–Las infusiones de Zelandoni suelen estar aromatizadas con menta.
–Es posible que aromatizadas, pero no creo que la menta sea el ingrediente principal.
Jonokol sonrió.
–Está bien –dijo Jondalar con una sonrisa forzada–. Enseguida voy. Supongo que antes podré ir a hacer aguas.
–Sí, no es necesario que te aguantes las ganas –contestó el joven acólito–. Trae también ropa de abrigo.
Cuando Jondalar regresó de las zanjas le sorprendió y complació ver que Ayla lo esperaba junto a Jonokol atándose las mangas de una túnica gruesa a la cintura. El acólito también debía haberle recomendado a ella que cogiese alguna prenda de abrigo. Pensó mientras la miraba que la noche anterior había sido la primera que no había dormido con Ayla desde que lo habían capturado los S'Armunai durante su Viaje; este pensamiento lo inquietó un poco.
–Hola –le susurró al oído cuando ella le rozó la mejilla y lo abrazó–. ¿Adónde has ido esta mañana?
–A vaciar el cesto de noche –respondió Ayla–. Al volver he visto a Jonokol, y me ha dicho que Zelandoni quería vernos, así que he ido a pedirle a Folara que vigile a Lobo. Me ha dicho que iría a buscar a unos cuantos niños para que lo entretuvieran. Antes he ido a ver a los caballos. Alguien me ha dicho que había otros caballos cerca; quizá deberíamos construir un cercado para que Whinney y Corredor no se vayan.
–Quizá sí –convino Jondalar–. Sobre todo deberíamos hacerlo para cuando llegue la época de los Placeres de Whinney. No querría que una manada intente capturarla. Seguramente Corredor la seguiría.
–Antes ha de dar a luz –dijo Ayla.
Jonokol escuchaba, aparentemente muy interesado por los caballos. Gracias a su relación con ellos había aprendido muchas cosas. Ayla y Jondalar siguieron al acólito, y cuando llegaron al porche de piedra de la Novena Caverna, Jondalar vio que el sol estaba ya muy alto.
–No sabía que fuera tan tarde –comentó–. ¡No sé por qué no ha venido nadie a despertarme!
–Zelandoni ha ordenado que te dejásemos dormir, porque ayer debiste acostarte tarde –aclaró Jonokol.
Jondalar respiró hondo y, sacudiendo la cabeza, expulsó el aire con un resoplido.
–¿Adónde vamos si puede saberse? –preguntó siguiendo al acólito por el refugio en dirección a Río Abajo.
–A Roca de la Fuente. –contestó Jonokol.
Jondalar, sorprendido, abrió los ojos desmesuradamente. Roca de la Fuente –un precipicio que incluía dos cuevas y toda la zona circundante– no era hogar de ninguna Caverna de los Zelandonii; era mucho más importante que eso. Era uno de los lugares más sagrados de la región. A pesar de que no vivía allí ningún grupo de manera permanente, si había alguien que podía considerarlo su hogar, eran los zelandonia, Los Que Sirven, porque era un sitio bendecido y santificado para la Gran Madre Tierra, para Ella.
–Tendré que parar para beber agua –dijo Jondalar con determinación cuando se acercaban al puente que cruzaba sobre el canal de agua fresca que separaba la Novena Caverna de Río Abajo. No estaba dispuesto a consentir que Jonokol le impidiese saciar su sed aunque hubiese tenido que renunciar a su infusión matinal. A unos metros del puente había una estaca clavada en el suelo, de la cual colgaba un vaso hecho con hojas de enea cortadas en tiras y entretejidas de manera que formaban una trama impermeable; estaba atado con una cuerda, porque si no 1o ataban se perdía con frecuencia. El vaso se cambiaba regularmente cuando estaba muy gastado, pero Jondalar recordaba que siempre había habido uno allí. Todo el mundo sabía que ver agua fresca provocaba sed, y aunque una persona pudiera agacharse para coger el agua con las manos era mucho más fácil beber si se tenía un vaso. Los tres bebieron y después continuaron por el hollado camino. Cruzaron el Río por el Paso, y en Roca de los Dos Ríos doblaron hacia el Valle de la Hierba, atravesaron otro río y siguieron por el sendero que discurría paralelo al cauce. Gente de otras Cavernas los saludó cuando pasaban, pero nadie los entretuvo. Todos los zelandonia de la zona, incluidos los acólitos, estaban ya en Roca de la Fuente, y todo el mundo se imaginaba adónde se dirigían las dos personas que iban con el acólito de Zelandoni.
También podían imaginarse para qué. En una comunidad tan estrechamente relacionada había corrido el rumor de que la pareja había traído algo que podía ayudar a los zelandonia a localizar el espíritu errante del hermano muerto de Jondalar, Thonolan. Por más que supiesen lo importante que era guiar aun elán recién liberado hacia el lugar que le correspondía en el mundo de los espíritus, la idea de entrar en el otro mundo antes de que los llamase la Madre no gustaba a nadie. Ya resultaba bastante escalofriante pensar en ayudar al elán de Shevonar, que acababa de fallecer y seguramente estaba cerca, como para ponerse a pensar en el espíritu de alguien que había muerto lejos de allí y hacía mucho tiempo. Poca gente, salvo los zelandonia –y ni siquiera todos ellos–, habría deseado estar en la piel de Jondalar y Ayla. Prácticamente todo el mundo dejaba con mucho gusto que Quienes Servían a la Madre trataran con el mundo de los espíritus. Pero no podía hacerlo nadie más: sólo ellos sabían dónde había muerto el hermano de Jondalar. Incluso La Que Era La Primera sabía que aquél sería un día agotador y no tenía la total certeza de que consiguieran encontrar al espíritu errante de Thonolan.
Ayla, Jondalar y Jonokol continuaron río arriba, y encontraron un imponente afloramiento de roca a la izquierda. De cerca, el enorme conjunto de rocas se alzaba con tal verticalidad que parecía un monolito, pero de hecho era sólo la primera de una sucesión de paredes rocosas que se retiraban en ángulo recto respecto al Río de la Hierba. La colosal piedra situada en primer plano se elevaba desde el lecho del valle, formaba una protuberancia redondeada en su franja central, se estrechaba en la cima y acababa en un remate plano y vistoso.
Desde delante, y mirando hacia la roca, con cierta imaginación podía verse, en las grietas y formas redondeadas, el remate como si fuera pelo, una recta frente bajo el remate, una nariz achatada, y dos ojos casi cerrados que miraban enigmáticamente por encima del pedregal y la maleza de la pendiente. Para los que sabían cómo mirar, la visión frontal sutilmente antropomórfica se interpretaba como una cara oculta de la Madre, una de las pocas fisonomías que Ella accedía a mostrar, e incluso ésta aparecía muy disimulada. Nadie podía mirar di– rectamente la cara de la Madre, ni siquiera una representación aproximada, porque aun así su rostro misteriosamente desprendía un poder indescriptible.
La hilera de precipicios flanqueaba un pequeño valle con un arroyo en medio que descendía hacia el Río de la Hierba y que nacía de un manantial que brotaba de la tierra con tanta energía que creaba un profundo estanque en medio de una boscosa cañada. Se le conocía como Fuente de las Profundidades y el arroyo que allí se formaba se llamaba Arroyo de la Fuente, pero los zelandonia le daban otros nombres que casi todo el mundo conocía. El manantial y el estanque eran las Aguas del Nacimiento de la Madre y el arroyo era el Agua Bendita. Se sabía que tenían un gran poder curativo y que, sobre todo, y si se utilizaban correctamente, ayudaban a 1as mujeres a concebir.
Por un ángulo de la pared rocosa, detrás del saliente principal, ascendía un camino de unos trescientos metros hacia una terraza no muy alejada de la cima con una pequeña comisa de piedra que cubría las entradas de dos cuevas. A las numerosas cavidades de aquella región de precipicios de piedra caliza se las llamaba a veces «cuevas», pero se las consideraba espacios vacíos en la roca ya menudo se aludía a ellas también como «vacíos». Del mismo modo, una cueva especialmente larga u honda se llamaba «profundidades». La abertura situada a la izquierda de la pequeña terraza penetraba en la roca unos sesenta metros y los zelandonia sobre todo la utilizaban de vez en cuando como refugio. Popularmente se conocía como Roca de la Fuente, pero algunos la llamaban el Vacío de la Doni. La cueva de la derecha conducía a un profundo pasadizo que entraba unos cien metros en el corazón del inmenso precipicio, con cámaras, entrantes, nichos y otros pasadizos menores que se bifurcaban del principal. Aquél era un lugar tan sagrado que normalmente su nombre esotérico ni siquiera se pronunciaba. El lugar era tan conocido, tan reverenciado, que por lo general no era necesario mencionar su santidad y su poder. Como mucho, quienes conocían su verdadero significado preferían darlo por hecho y no convertirlo en un tema de la vida cotidiana. Por eso todo el mundo conocía aquel lugar simplemente como Roca de la Fuente, y por eso la cueva se llamaba la Caverna Profunda de la Roca de la Fuente o a veces Profundidades de la Doni. No era el único lugar sagrado de la región. Prácticamente todas las Cavernas tenían cerca algún lugar sagrado, y también habían sido bendecidos algunos sitios fuera de las Cavernas, pero la profunda cueva de roca de la fuente era uno de los lugares sagrados más importantes. Jondalar conocía otros comparables a Roca de la Fuente, pero ninguno de ellos lo superaba en importancia. Ascendiendo al precipicio con Jonoko1, Jondalar sentía una mezcla de emoción y aprensión, y a medida que se acercaba a la terraza un sentimiento de temerosa expectación. No tenía el menor deseo de hacer lo que tenía que hacer pero por grande que fuera su miedo quería que Zelandoni localizase el espíritu de su hermano. No sabía qué se esperaba de él ni cómo se sentiría.
Cuando llegaron a la elevada terraza que se extendía entre las cuevas, los recibieron otros dos acólitos, un hombre y una mujer. Estaban esperándolos a la entrada de la profunda cueva de la derecha. Ayla se detuvo un instante y se volvió para contemplar el camino que habían recorrido. Desde lo alto del porche de piedra podía verse el valle del Río de la Fuente y parte del Valle de la Hierba con su río. Era una vista imponente, pero lo que vio de cerca en la oscura cavidad cuando entraron en el pasadizo la impresionó mucho más.. Entrar en la cueva, sobre todo de día, impactaba y sobrecogía; se pasaba de estar en un espacio amplio y abierto a uno estrecho y cerrado; de contemplar el sol reflejado en la piedra a experimentar el desasosiego de la oscuridad. El cambio iba más allá de un simple hecho físico o externo, sobre todo para aquellos que comprendían y aceptaban el poder inherente del paraje: representaba dejar atrás lo conocido y familiar para penetrar en lo desconocido, en lo que produce temor, pero también era experimentar una transición hacia alguna cosa fecunda y extraordinaria.
Con la claridad exterior sólo se veían los primeros metros del pasadizo, pero a medida que los ojos se acostumbraban a la escasa luz de 1a entrada, las paredes de roca del angosto pasillo insinuaban el camino hacia el lóbrego interior. En un pequeño vestíbulo justo a la entrada había un candil de piedra encendido no muy grande sobre un saliente de la pared y otros que estaban apagados. En un nicho natural de 1a piedra había antorchas. Jonokol y el otro muchacho cogieron un candil cada uno, además de un palo seco y delgado, que acercaron a la llama del candil de la entrada para encender las mechas de musgo de sus respectivos candiles. Las mechas estaban apoyadas en el borde del recipiente, en el lado opuesto del gancho, empapándose en la grasa parcialmente solidificada. La mujer encendió una antorcha y, con una seña les indicó que la siguiesen.
–Vigilad donde pisáis –aconsejó. Mantenía la antorcha baja par mostrarles el suelo desigual y la arcilla húmeda y reluciente que llenaba algunos de los espacios formados entre las rocas–. Podéis resbalar.
Cuando entraron en el pasadizo, pisando con cuidado, aún había un poco de claridad exterior, pero al cabo de unos treinta metros la oscuridad era absoluta, disipada únicamente por el resplandor tenue de las pequeñas llamas. Entre las estalactitas suspendidas del techo pasaba una ligera corriente de aire que hacía temblar las diminutas luces de los candiles y que a ellos les provocaba escalofríos de miedo. Sabían que una vez dentro, si se apagaba la luz, una oscuridad más cerrada que 1a de la noche más negra les impediría ver, y que entonces deberían buscar el camino a tientas con manos y pies en la roca fría y húmeda, por lo que podrían equivocarse y adentrarse por un pasadizo sin salida en lugar de ir hacia la entrada de la cueva.
Una oscuridad aún más intensa a la derecha, ya sin el reflejo de las pequeñas llamas en las paredes de piedra húmeda, revelaba que quizá aquello era un nicho o el punto de partida de otro pasadizo. Por delante y por detrás de ellos, las tinieblas eran casi palpables y la oscuridad de una densidad agobiante. La corriente de aire era la única manifestación de la existencia de un pasaje que llevaba hacia el exterior. Ayla habría deseado coger de la mano a Jondalar. Un poco más adelante se añadieron otras luces a los candiles que sostenían los acólitos. Había, candiles de piedra en forma de cuenco colocados en el suelo, a intervalos regulares, a lo largo del oscuro corredor y emitían una claridad que resultaba extrañamente intensa en la oscuridad de la cueva. Pero las llamas de un par de ellos ya se desvanecían. O necesitaban más grasa en el cuenco, o una nueva mecha de musgo. Ayla deseó que alguien las sustituyera cuanto antes. Aquellos candiles despertaron en ella la misteriosa sensación de que ya había estado allí antes y se sintió presa de un miedo irracional por hallarse allí. No quería seguir a la mujer que la precedía, no se consideraba una persona con miedo a las cuevas, pero aquélla en particular tenía algo que la impulsaba a darse la vuelta y echar a correr, o a tocar a Jondalar para tranquilizarse. Recordó entonces haber caminado por el oscuro corredor de otra cueva siguiendo los puntos de luz de candiles y antorchas hasta encontrarse delante de Creb y los otros mog–urs. El recuerdo la hizo estremecer y de pronto se dio cuenta de que tenía frío.
–¿Queréis parar para poneros la ropa de abrigo? –preguntó la mujer volviéndose con la antorcha hacia Ayla y Jondalar–. En la cueva hace mucho frío, sobre todo en verano. En invierno, cuando afuera nieva y todo está helado, dentro se está mucho más caliente. Las cuevas profundas se mantienen a la misma temperatura todo el año.
El alto para hacer una cosa tan corriente como ponerse la túnica de manga larga serenó un poco a Ayla. A pesar de que había estado a punto de darse media vuelta y salir corriendo de la cueva, cuando la acólita reanudó la marcha, Ayla respiró hondo y la siguió. El largo pasadizo le parecía ya estrecho y la temperatura había bajado gradualmente. Después de unos quince metros el rocoso pasillo se estrechó todavía más. El aumento de la humedad en el ambiente era evidente por el brillo de las paredes y los carámbanos de hielo que pendían del techo y se alzaban desde el suelo. Unos sesenta metros más adentro el suelo del pasadizo ascendía sin llegar a bloquear el camino, pero hacía más difícil el avance. Habría sido fácil ceder a la tentación de volverse en aquel mismo instante, y decidir que era ya suficiente; seguramente más de uno lo habría hecho. Se requería determinación para seguir adelante a partir de aquel punto.
Sosteniendo la antorcha, la mujer que la precedía trepó por la roca hacia una estrecha abertura superior. Ayla subió tras la trémula luz apoyándose en las pulidas rocas y respirando hondo hasta llegar al lado de la mujer. La siguió por una estrecha abertura saltando por encima de otras rocas y pasando por un hueco que bajaba hacia el centro del precipicio de roca.
La suave corriente de aire del primer tramo se echaba en falta. Tras atravesar el estrecho agujero era imposible advertir el menor movimiento de aire. El primer indicio de que alguien había pasado por allí antes que ellos eran tres puntos rojos en la pared de la izquierda. Poco después, Ayla distinguió algo a la luz trémula de la antorcha que mantenía en alto la mujer de delante que la sorprendió. No podía dar crédito a sus ojos y habría deseado que la acólita se parara un momento y acercase más la luz a la pared de la izquierda. Se detuvo y esperó a que Jondalar, que iba detrás, la alcanzase.
–Me parece que hay un mamut pintado en la pared –susurró Ayla.
–Sí, hay más de uno –confirmó Jondalar–. Imagino que si Zelandoni no creyera que tenemos por delante una tarea más importante, te enseñaría esta cueva con la debida ceremonia. A casi todos nos ha traído de pequeños. Bueno, no demasiado pequeños, a una edad suficiente como para entender lo que nos enseñaba. Es escalofriante, pero extraordinario cuando lo ves por primera vez si te lo explican bien. Aunque sepas que forma parte de una ceremonia te pone la carne de gallina.
–¿Para qué hemos venido, Jondalar? –preguntó ella–. ¿Porqué es tan importante?
La acólita se había dado la vuelta y había retrocedido al notar que Ayla ya no la seguía.
–¿No te lo han explicado? –preguntó.
–Jonokol sólo me ha dicho que Zelandoni quería vernos a Jondalar y a mí –contestó Ayla.
–No estoy del todo seguro –dijo Jondalar–, pero me parece que hemos venido para ayudar a Zelandoni a localizar el espíritu de Thonolan, y si es necesario ayudarlo a encontrar su camino: Somos los únicos que vimos el lugar donde murió. Con la piedra que me aconsejaste que recogiera, posiblemente Zelandoni lo conseguirá. Ella dijo que había sido buena idea traerla.
–¿Qué es este sitio? –preguntó Ayla.
–Tiene muchos nombres –respondió la mujer. Jonokol y los otros acólitos habían llegado junto a ellos–. Mucha gente lo llama la Cueva Profunda de la Roca de la Fuente y también Profundidad de la Doni. Los zelandonia conocen su nombre sagrado, y también mucha gente, pero éste no suele mencionarse. Ésta es la Entrada a la Matriz de la Madre, una de las diversas entradas. Hay otras que son igual de sagradas.
–Naturalmente, todo el mundo sabe que entrada significa salida –añadió Jonokol–. Eso quiere decir que la entrada a la matriz también es el canal de nacimiento.
–Es decir, que es uno de los canales de nacimiento de la Gran Madre Tierra –añadió el acólito de menor edad.
–Como se expresa en el canto que entonó Zelandoni en el entierro de Shevonar, éste debe de ser uno de los lugares donde la Madre concibió a los Hijos de la Tierra –dedujo Ayla.
–Lo ha entendido –dijo la mujer moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento en dirección a los otros dos acólitos–. Debes de conocer bien el Canto a la Madre –comentó dirigiéndose a Ayla.
–Lo oyó por primera vez en el entierro –aclaró Jondalar sonriente.
–Eso no es del todo exacto –dijo Ayla–. Los Losadunai tienen una plegaria parecida salvo que ellos no la cantan, ¿no te acuerdas? Sólo pronuncian las palabras. Me la enseñaron en su lengua. No es del todo igual pero se parece mucho.
–Es posible que eso se deba a que los Losadunai no saben cantar como los Zelandonii –observó Jondalar.
–Tampoco todos nosotros cantamos –precisó Jonokol–. Muchos sólo pronunciamos las palabras. Yo no canto, y si algún día me oís cantar, entenderéis por qué.
–Hay Cavernas que ponen músicas diferentes y la letra a veces también varía un poco –agregó el acólito más joven–. Algún día me gustaría escuchar la versión Losadunai y, a ser posible, que me la tradujeras, Ayla.
–Con mucho gusto. Su lengua se parece mucho al zelandonii. Seguramente la entenderás sin necesidad de traducción.
De pronto, los acólitos tomaron conciencia del extraño acento de Ayla. Siempre habían considerado especiales a los Zelandonii –tanto la lengua como a quienes la hablaban–; ellos eran un Pueblo, eran los Hijos de la Tierra. No entendían cómo aquella mujer podía pensar que gente que vivía al otro lado del gran glaciar, en las tierras altas del este, podía tener una lengua parecida a la de ellos. Para llegar a esa conclusión debía de haber oído muchas lenguas de pueblos que vivían muy lejos y que eran muy distintas del Zelandonii. Todos pensaron que el lugar de procedencia de aquella forastera tenía que ser muy distinto del de ellos y que esa mujer conocía muchas cosas de otras gentes que ellos ignoraban. También Jondalar había aprendido muchas cosas en su Viaje. En los pocos días que habían transcurrido desde su regreso ya les había enseñado muchas de ellas. Quizá fuera ése el motivo de los viajes, aprender cosas nuevas.
Todo el mundo había oído hablar de los viajes. Casi todos los jóvenes querían emprender alguno pero pocos llegaban a cumplir ese propósito, y si lo cumplían no llegaban muy lejos, al menos aquellos que regresaban. Jondalar, en cambio, había estado fuera cinco años. Había viajado muy lejos, había vivido muchas aventuras, pero, lo más importante, había regresado con unos conocimientos provechosos para su gente. Por otra parte, había traído ideas que podían hacer cambiar las cosas... y los cambios no siempre eran deseables.
–No sé si debería enseñaros las paredes pintadas a medida que pasamos –dijo la mujer–. Podría estropear la ceremonia especial preparada para vosotros, pero como igualmente veréis partes, puedo sostener la antorcha para que los observéis mejor.
–Me gustaría verlos con detenimiento –afirmó Ayla.
La acólita levantó la antorcha para que la mujer que había traído Jondalar viera las pinturas de las paredes. En la primera el mamut estaba pintado de perfil, tal como ella había visto casi siempre representados a los animales. La protuberancia de la cabeza seguida de otra en la cruz, pero un poco más abajo del lomo, hacía al animal fácilmente reconocible. Ese perfil característico distinguía a aquella gran bestia lanuda, más aún que los colmillos curvos y la larga trompa. Estaba pintado de rojo pero matizado con marrones rojizos y negros a fin de destacar los contornos y detalles anatómicos concretos. Se hallaba de cara a la entrada, y estaba tan bien pintado que Ayla tuvo la sensación de que el mamut podía salir caminando de la cueva en cualquier momento.
Ayla no comprendía cómo era posible que los animales pintados parecieran tan llenos de vida, ni era capaz de apreciar el esfuerzo que se requería para realizarlos, pero no pudo resistirse a la tentación de contemplarlo un buen rato para ver cómo lo habían hecho. Era una técnica elegante y precisa. Con una herramienta de pedernal se había grabado un perfil definido y claro del animal, con todos sus detalles, en la pared de piedra caliza de la cueva y, encima del contorno, se había pintado una línea negra. Fuera del trazo grabado se había raspado la pared para que aflorase el color de marfil tostado propio de la piedra. De ese modo se resaltaban el contorno y 1os colores con los que se había pintado el mamut, y se contribuía a crear el efecto tridimensional de la obra.
Pero era la pintura dentro del contorno lo más impresionante. Mediante la observación y el adiestramiento de las personas que concibieron la idea de reproducir un animal vivo sobre una superficie bidimensional, los artistas que habían pintado las paredes de la cueva habían alcanzado unos conocimientos sorprendentes e innovadores de la perspectiva. Las técnicas se habían transmitido, y aunque unos artistas eran más hábiles que otros, todos sabían utilizar las sombras para crear la sensación de plenitud vital.
Al pasar junto a la pintura, Ayla tuvo la escalofriante sensación de que el mamut se había movido. Sintió deseos de alargar la mano y tocar el animal pintado en la piedra; lo hizo con los ojos cerrados. Era frío, un poco húmedo, con la textura y el tacto de la cueva de piedra caliza, pero al abrir los ojos, notó que el artista había aprovechado la pared de piedra para dar realce a aquella creación asombrosamente realista. Había colocado el mamut en la pared de tal manera que una parte redondeada de la piedra hacía las veces de vientre, y una estalactita adherida a la pared se había utilizado para pintar la pata posterior. A la luz trémula de los candiles, Ayla advirtió que veía al animal desde un ángulo un tanto distinto a medida que avanzaba, el movimiento cambiaba el relieve natural de la piedra y proyectaba las sombras hacia posiciones ligeramente distintas. Incluso inmóvil, observando los reflejos del fuego agitarse sobre la piedra, tenía la impresión de que el animal pintado en la pared respiraba. Comprendió entonces por qué le había parecido que el mamut se movía al mismo tiempo que ella y se convenció de que si no lo hubiese examinado de cerca podría haber llegado a creer que en efecto el animal se había movido.
Recordó el día de la Reunión del Clan en que había preparado el brebaje especial que le había enseñado a hacer Iza para los mog–urs. Mog–ur le había enseñado a mantenerse entre las sombras sin ser vista y le había dicho exactamente cuándo debía salir para que diera la impresión de que había aparecido de repente. Existía un método en la magia de quienes trataban con el mundo de los espíritus, pero aun así seguía habiendo magia.
Al tocar la pared Ayla había notado algo que era incapaz de explicar o entender. Era un indicio de aquella extrañeza que había percibido a veces desde que tomó sin querer los restos de la poción de los mog–urs y los siguió hasta el interior de la cueva. Desde entonces la asaltaban de vez en cuando sueños perturbadores y en ocasiones experimentaba sensaciones inquietantes, incluso despierta.
Movió la cabeza para sacudirse aquella sensación, alzó la mirada y vio que los otros la observaban. Con una tímida sonrisa apartó rápidamente la mano de la pared de piedra, temiendo haber hecho algo mal, y miró a la mujer que sostenía la antorcha. La acólita guardó silencio y se dio media vuelta para seguir adelante. El resplandor de las pequeñas llamas se reflejaba débilmente en las paredes húmedas con fantásticos destellos chispeantes mientras ellos avanzaban en silencio, uno detrás de otro, por el pasadizo. Se respiraba un ambiente de temor. Ayla estaba convencida de que iban hacia el centro de la gran mole de piedra caliza, y se alegraba de hallarse en compañía de otra gente, porque tenía la certeza de que se habría perdido en caso de haber estado sola. Se echó a temblar presa de una repentina sensación de miedo y mal augurio, y por la idea de lo que podía ser encontrarse sola en una cueva. Trató de desprenderse de esa sensación pero el frío de la cueva no desaparecería fácilmente.
No muy lejos del primer mamut había otro, y al cabo de un rato vieron muchos más y también dos caballos pequeños en los que predominaba el color negro. Se detuvo para observarlos de cerca. Al igual que antes, el perfil del animal estaba perfectamente definido al haberse cincelado en la piedra caliza y destacado con una línea negra. Los caballos estaban pintados de negro, pero como en las demás pinturas, las sombras les conferían un realismo asombroso.
Ayla notó que también había pinturas en la pared de la derecha del pasadizo, unas orientadas hacia fuera y otras hacia adentro. Predominaban los mamuts; daba la impresión de que hubiese una manada de mamuts pintada en las paredes. Ayla contó como mínimo diez en ambos lados del pasadizo, pero quizá había más. Siguió adelante mirando a su paso las pinturas fugazmente iluminadas, pero de pronto la obligó a detenerse una sobrecogedora escena representada en la pared de la izquierda: eran dos renos saludándose. Tenía que verla mejor.
El primer reno, que miraba hacia el interior de la cueva, era un macho. Estaba pintado en negro, y su forma y contornos habían sido representados con absoluta precisión, incluida la enorme cornamenta, aunque ésta se insinuaba con trazos arqueados más que pintados con todos sus detalles. Ayla observó con gran sorpresa y fascinación que el animal tenía la cabeza en alto y lamía con ternura la frente de una hembra. A diferencia de la mayoría de los ciervos, los renos hembra también tenían cuernos y en la pintura, como en la vida, los de ella eran más pequeños. Estaba pintada de rojo como arrodillada, aceptando la dulce caricia del macho.
La escena desprendía gran ternura; a Ayla la hizo pensar en Jondalar y en ella misma. Hasta ese momento no se le había ocurrido que los animales pudieran enamorarse, pero parecía que sí. Se sintió tan conmovida que estuvo apunto de echarse a llorar. Los acólitos que les guiaban le permitieron que se entretuviese un momento: comprendían su reacción; también a ellos les conmovía aquella exquisita escena.
Jondalar, igualmente, contemplaba fascinado la pintura de los dos renos.
–Ésta es nueva –comentó–. Creía que aquí había un mamut.
–Lo había. Si observas a la hembra de cerca, verás debajo parte del mamut –explicó el joven que iba detrás.
–La pintó Jonokol –informó la mujer. Jondalar y Ayla miraron al acólito artista con renovado respeto.
–Ahora entiendo que seas acólito de Zelandoni –declaró Jondalar–. Vales mucho.
Jonokol movió la cabeza en un gesto de asentimiento agradeciendo el halago de Jondalar.
–Todos tenemos nuestros dones. Me han dicho que tú eres un tallador de pedernal muy hábil. Me gustaría ver tus obras. De hecho, tengo una herramienta pensada, pero ninguno de los artesanos que fabrican utensilios acaba de entender lo que necesito. Tenía la esperanza de que Dalanar viniese a la Asamblea Estival para encargársela a él.
–Tiene intención de ir, pero si quieres yo intentaré con mucho gusto hacerte esa herramienta –se ofreció Jondalar–. Me gusta probar cosas nuevas.
–Podríamos hablar de ello mañana –dijo el acólito.
–¿Puedo hacerte una pregunta, Jonokol? –dijo Ayla.
–Claro que sí.
–¿Por qué pintaste los ciervos encima del mamut?
–Esta pared, este sitio en particular, me atraía –contestó él–. Tenía que poner aquí a los renos. Estaban ya en la pared y querían salir.
–Es una pared especial. Conduce al más allá –explicó la mujer. Cuando la Primera canta aquí, o cuando se toca una flauta la pared responde. Tiene eco, resuena con el sonido. A veces te dice lo que quieres.
–¿Todas estas paredes han llamado a alguien para que coloque sus pinturas? –pregun–tó Ayla señalando las pinturas que habían dejado atrás.
–Ésa es una de las razones por las que esta cueva es sagrada. Las paredes te hablan si sabes escucharlas; te llevan a ciertos lugares si estás dispuesto a ir –respondió la acólita.
–No me lo habían dicho nunca –comentó Jondalar–, al menos de esa manera. ¿Por qué nos lo explicas ahora?
–Porque tendréis que escuchar y quizá ir a algún sitio para ayudar a la Primera a encontrar el elán de tu hermano, Jondalar –contestó la mujer. Después añadió–: Los zelandonia han intentado comprender por qué Jonokol tuvo la inspiración de pintar aquí estas figuras. Yo empiezo a hacerme una idea –la mujer sonrió enigmáticamente a Jondalar y a Ayla y se dio la vuelta para continuar adentrándose en la cueva.
–No sé cómo te llamas –dijo Ayla a la mujer tocándole el brazo para detenerla–. ¿Puedo preguntarte el nombre antes de que continuemos?
–Mi nombre no tiene importancia –respondió ella–. En cualquier caso, deberé abandonarlo cuando sea Zelandoni. Soy la Primera Acólita de Zelandoni de la Segunda Caverna.
–Entonces puedo llamarte Acólita de la Segunda –propuso Ayla.
–Sí, de acuerdo. Aunque Zelandoni de la Segunda tiene más de un acólito, los otros dos no han venido, porque han emprendido ya el camino hacia la Asamblea Estival.
–¿Puede ser, pues, Primera Acólita de la Segunda?
–Si tú quieres, responderé a ese nombre.
–¿Y a ti cómo he de llamarte? –preguntó Ayla al joven que iba detrás.
–Yo sólo soy acólito desde la última Asamblea Estival y, como Jonokol, todavía uso mi nombre casi siempre. Quizá debería presentarme formalmente –le tendió las dos manos–. Soy Mikolan de la Decimocuarta Caverna de los Zelandonii, Segundo Acólito de Zelandoni de la Decimocuarta Caverna. Te doy la bienvenida.
Ayla le cogió las manos.
–Yo te saludo, Mikolan, de la Decimocuarta Caverna de los Zelandonii. Yo soy Ayla de los Mamutoi, escogida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de los caballos Whinney y Corredor, y de Lobo, el cazador cuadrúpedo.
–He oído decir que hay gente al este que se refiere a sus cavernas como Hogar del Mamut –dijo la acólita.
–Es verdad –confirmó Jondalar–. Son los Mamutoi. Ayla y yo vivimos un año con ellos, pero me extraña que aquí hayáis oído hablar de esa gente. Viven muy lejos.
La mujer miró a Ayla
–El hecho de que seas hija del Hogar del Mamut explica ciertas cosas. ¿Eres Zelandoni?
–No, no lo soy –contestó Ayla–. El Mamut me adoptó en el Hogar del Mamut. No había sido llamada, pero estaba adiestrándome cuando me fui con Jondalar.
La mujer sonrió.
–No te habrían adoptado si no estuvieses predestinada; seguro que oirás la llamada.
–No creo que sea ése mi deseo –declaró Ayla.
–Eso es posible –dijo la Primera Acólita de la Segunda, y a continuación se volvió para seguir mostrándoles el camino hacia el interior de la Roca de la Fuente.
Más adelante empezaron a ver un resplandor que iba haciéndose cada vez más intenso. Tras la total oscuridad de la cueva, sin más luz que la de las débiles llamas, la vista se había ya acostumbrado, y de pronto una iluminación mayor resultaba cegadora. El pasadizo se ensanchó, y Ayla vio a varias personas que aguardaban en una zona más amplia. Parecía abarrotada. Al llegar, reconoció a algunas personas y advirtió que todos eran zelandonia menos Jondalar y ella.
La corpulenta donier de la Novena Caverna se hallaba instalada en un asiento que alguien debía haberle llevado hasta allí. Se levantó y sonrió.
–Os esperábamos –dijo abriendo los brazos. Ayla dedujo que se trataba de un abrazo formal, una manera de saludar en público a personas con las que existían estrechas afinidades.
Uno de los otros zelandonia saludó a Ayla con un gesto de asentimiento. Ella le devolvió el mismo saludo al hombre de baja estatura y complexión menuda que identificó como Zelandoni de la Undécima, quien le había impresionado con su fuerte apretón de manos y su seguridad en sí mismo. Un hombre de mayor edad, Zelandoni de la Tercera, le sonrió, y ella le correspondió también con una sonrisa; era el que tan amable y comprensivo se había mostrado con ella cuando intentaba ayudar a Shevonar. Reconoció prácticamente a todos los demás y recordó haberlos saludado en algún otro momento.
Habían encendido una pequeña fogata sobre un montón de piedras que habían acarreado hasta allí con ese propósito y que volverían a llevarse al marcharse. Junto a un humeante cuenco de madera para cocinar de tamaño considerable, había un odre de agua. Ayla observó a una joven extraer un par de piedras de cocinar del fondo del cuenco con unas pinzas de madera y sustituirlas por otras que tenía calentándose al fuego. Cuando las piedras entraron en contacto con el agua, se elevó una nube de vapor. La muchacha alzó la cabeza, y Ayla reconoció a Mejera, que le sonrió.
Entonces La Que Era la Primera añadió algo que llevaba en una bolsa.
«Prepara una decocción, para que hierva, no una infusión –pensó Ayla–. Probablemente el brebaje contiene alguna raíz o trozos de corteza, algo fuerte.» Cuando volvieron a añadir piedras, un vapor de un aroma muy intenso impregnó el aire. Era fácil distinguir la fragancia de la menta, pero Ayla percibió también otros olores y sabores que intentó identificar; sospechó que la verdadera finalidad de la menta era camuflar algún gusto desagradable.
Dos personas extendieron sobre el suelo rocoso y húmedo, cerca del asiento de Zelandoni, una piel gruesa y acolchada.
–Ayla, Jondalar, venid aquí y poneos cómodos –dijo la voluminosa mujer indicando la piel–. Quiero que bebáis esto.
La muchacha que se encargaba de la poción del cuenco repartió cuatro vasos del brebaje.
–Aún no está a punto, así que tened un poco de paciencia.
–Ayla ha estado mirando las pinturas de las paredes –explicó Jonoko1–. Creo que le gustaría ver más. Sería más distraído que quedarse aquí esperando a que la bebida esté lista.
–Sí, me gustaría ver más –se apresuró a corroborar Ayla, cada vez más nerviosa por tener que beber una decocción desconocida, y destinada con toda seguridad a ayudarla a encontrar otro mundo. Sus anteriores experiencias con brebajes similares no habían sido demasiado placenteras.
Zelandoni la observó atentamente por un momento. Conocía a Jonoko1 lo suficiente para saber que no habría hecho tal proposición sin un buen motivo. Debía de haber notado cierta inquietud en Ayla, y ciertamente parecía alterada.
–Adelante, pues, Jonokol, ¿por qué no le enseñas las pinturas de las paredes? –acce–dió la Primera.
–Me gustaría acompañarlos –dijo Jondalar, que tampoco estaba demasiado tranquilo–. Quizá podría guiamos la mujer de la antorcha.
–Con mucho gusto –aceptó la Primera Acólita de la Segunda Caverna al tiempo que cogía la misma antorcha de antes–. He de volver a encenderla.
–Hay unas obras magníficas detrás de los zelandonia, pero prefiero no molestarlos –comentó Jonokol–. Te enseñaré una cosa interesante en este pasadizo.
La condujo por un pasillo que se desviaba del principal hacia la derecha. Inmediatamente a la izquierda, se detuvo ante otro panel con un reno y un caballo.
–¿También lo has hecho tú? –preguntó Ayla.
–No, lo hizo mi maestra. Precedió a la hermana de Kimeran como Zelandoni de la Segunda –dijo Jonokol–. Era una pintora excepcional.
–Excelente sin duda, pero me parece que el discípulo ha superado a la maestra –afirmó Jondalar.
–Bueno, pero para los zelandonia no cuenta tanto la calidad como la experiencia –matizó la Primera Acólita de la Segunda–. Estas pinturas no son sólo para contemplarlas.
–Ya lo supongo –repuso Jondalar con una sonrisa burlona–, pero a mí personalmente eso es lo que me gusta: contemplarlas. He de admitir que no espero con mucho entusiasmo esta... ceremonia. Estoy dispuesto a participar y estoy seguro de que será interesante, pero la verdad es que prefiero que sean los zelandonia quienes vivan esas experiencias. Jonokol sonrió comprensivamente.
–No eres el único que piensa así, Jondalar. A la mayoría de la gente le gusta mantenerse firmemente agarrada a este mundo. Venid, os enseñaré otra cosa antes de que nos tengamos que poner serios.
El acólito artista los guió hacia otra zona del lado derecho del pasadizo donde se habían formado más estalagmitas y estalactitas de lo normal. La pared se hallaba cubierta de formaciones calcáreas, pero encima de los abultamientos había pintados dos caballos que se integraban en la pared creando la impresión de una larga capa peluda de invierno. El de detrás se encabritaba con un efecto de gran animación.
–Tienen mucha vida –comentó Ayla, muy intrigada. Había visto caballos en posturas semejantes.
–Los muchachos, al verlo, siempre dicen que el de detrás «se encabrita buscando Placeres» –explicó Jondalar.
–Es una interpretación –dijo la acólita–. Podría ser un macho intentando montar a la hembra de delante, pero yo creo que se dejó expresamente ese punto de ambigüedad.
–¿Los pintó tu maestra, Jonokol? –preguntó Ayla.
–No. No sé quién es el autor –contestó él–. Nadie lo sabe. Los pintaron hace mucho tiempo, por las mismas fechas que los mamuts. Dicen que son obra de nuestros antepasados, nuestros abuelos.
–Ayla –dijo la mujer–, querría enseñarte algo.
–¿Piensas enseñarle la vulva? –preguntó Jonokol un tanto extrañado–; no acostumbra enseñarse en la primera visita.
–Ya lo sé, pero me parece que con ella deberíamos hacer una excepción –adujo la acólita. Con la luz en alto, los guió hacia un lugar no muy alejado de los caballos.
Al detenerse, bajó la antorcha para iluminar una formación de roca muy curiosa que sobresalía de la pared y se prolongaba por el suelo, elevándose. Observándola, Ayla advirtió una zona de piedra realzada con rojo, pero sólo cuando se fijó mejor comprendió qué representaba, y eso porque había atendido a más de una mujer en el momento del parto. A un hombre debía de resultarle más fácil reconocerlo. Por casualidad –o por un designio sobrenatural–, la piedra había tomado la forma exacta de un órgano sexual femenino. La forma, los pliegues e incluso la depresión que constituía la entrada de la vagina: todo estaba allí. Sólo se habían añadido el color rojo, para destacarla, y para que fuera más fácil encontrarla.
–¡Es una mujer! –exclamó Ayla, atónita–. ¡Es exactamente como una mujer! No había visto nunca nada igual.
–¿Entiendes ahora por qué es tan sagrada esta cueva? La Madre la creó para nosotros. Esto es la prueba de que esta cueva es la Entrada a la Matriz de la Madre –aseveró la mujer que se preparaba para servir a la Gran Madre Tierra.
–¿Ya lo habías visto, Jondalar? –preguntó Ayla.
–Sólo una vez. Me lo enseñó Zelandoni. Es impresionante. Una cosa es que un artista como Jonokol mire la pared de una cueva, vea la figura que está en ella y la saque a la superficie para que la contemplen los demás. Pero esto ya estaba aquí. El color añadido sólo lo hace más visible.
–Todavía quiero enseñarte algo más –dijo Jonokol. Retrocedió, y cuando llegaron a la zona más amplia donde esperaban todos, pasó rápidamente y dobló a la derecha, otra vez por el pasadizo principal. Al final de éste, a la izquierda, había un recinto circular, y en la pared unas depresiones cóncavas, como la cara opuesta de un bulto redondeado. En algunas de esas concavidades había mamuts pintados de modo que produjeran una insólita ilusión. A primera vista no parecían depresiones, sino que más bien adoptaban la forma de un estómago de mamut, redondeado hacia afuera. Ayla tuvo que mirarlo dos veces y después tocarlo para convencerse de que eran cóncavas de verdad –no convexas– y que eran huecos y no bultos.
–¡Es increíble! –prorrumpió Ayla–. Están pintados de manera que parecen lo contrario de lo que son.
–Éstos sí son nuevos, ¿verdad? No recuerdo haberlos visto –observó Jondalar–. ¿Los has pintado tú, Jonokol?
–No, pero seguro que conoceréis a la mujer que los hizo.
–Todo el mundo coincide en que es excepcional –dijo la acólita–, como lo es Jonokol, naturalmente. Tenemos suerte de contar con dos artistas de tanto talento.
–Por allí hay algunas figurillas –indicó el acólito mirando a Ayla–. Rinocerontes lanudos, un león cavernario, un caballo grabado; pero el pasadizo es muy estrecho y cuesta llegar. Una serie de rayas marcan el final.
–Ya debe de estar todo a punto –recordó la mujer–. Mejor será que volvamos.
Mientras se daban la vuelta para regresar, Ayla miró una última vez la pared de la derecha, frente al espacio en forma de capilla destinado a los mamuts. La asaltó una angustiosa sensación. Tenía miedo de saber qué ocurriría. Ya le había ocurrido antes. La primera vez había sido cuando preparó la bebida con unas raíces especiales para los mog–urs. Iza le había dicho que era demasiado sagrada para malgastarla, y por eso no se le permitía hacer pruebas. Enseguida se había desorientado, primero por masticar las raíces para reblandecerlas, luego por probar las bebidas que se habían preparado para la noche de la ceremonia y la celebración especial. Al descubrir un poco de líquido en el cuenco antiguo, se lo había bebido para no malgastarlo. El potente brebaje se había hecho aún más fuerte con el rato de reposo, y le había hecho un efecto atroz. Desorientada, había seguido la luz de las hogueras hasta las laberínticas profundidades de la cueva, y cuando se encontró con Creb y los otros mog–urs, ya no pudo volver.
Después de aquella noche, Creb cambió, y tampoco ella había vuelto a ser la misma de siempre. Comenzaron entonces los sueños misteriosos, y los despertares con sensaciones extrañas y visiones enigmáticas que la transportaban a otros lugares y que a veces eran premonitorias. Esos sueños se habían hecho más fuertes y predominantes durante el Viaje.
Ahora, contemplando la pared, la sólida piedra empezó a parecerle débil. La superficie dura de la pared donde se reflejaban las hogueras parecía blanda y honda, y absolutamente negra. Y ella se encontraba allí, dentro de aquel espacio amenazador y nebuloso, y no hallaba la manera de escapar. Se sentía agotada, débil y herida en lo más hondo de sí. Apareció entonces Lobo. Corría a través de la hierba alta, hacia ella, en su busca.
–¡Ayla, Ayla! ¿Te encuentras bien? –preguntó Jondalar.
–¡Ayla! –exclamó Jondalar.
–¡Oh, Jondalar! He visto a Lobo –dijo ella, parpadeando y sacudiendo la cabeza para librarse de la sensación de aturdimiento y vaga premonición.
–¿Qué quieres decir con eso de que has visto a Lobo? No ha venido con nosotros. ¿Es que no te acuerdas? Lo has dejado con Folara –dijo Jondalar, temeroso y preocupado.
–Ya lo sé, pero estaba allí –contestó ella señalando la pared–. Ha venido a buscarme cuando lo necesitaba.
–No es la primera vez –dijo Jondalar–. Te ha salvado la vida en más de una ocasión. Quizá era un recuerdo.
–Quizá sí –contestó ella. Pero, en realidad, no lo creía.
–¿Dices que has visto un lobo en esa pared? –preguntó Jonokol.
–No exactamente en la pared –dijo Ayla–, pero Lobo estaba.
–Creo que deberíamos volver –sugirió la acólita, pero miraba a Ayla intrigada.
–Aquí los tenemos –dijo Zelandoni de la Novena cuando los vio regresar por el pasadizo–. ¿Estáis ya más tranquilos y dispuestos a empezar?
Sonreía, pero Ayla tuvo la sensación de que la corpulenta mujer estaba impaciente y no del todo complacida.
Después del vivo recuerdo de cuando había bebido un líquido que había alterado su percepción, y su momento de confusión al ver a Lobo en la pared, Ayla tenía aún menos ganas que antes de beber una poción que la llevase a otra clase de realidad o a otro mundo, pero tenía la impresión de que no podía elegir.
–No es fácil conservar la calma en una cueva como ésta –adujo Ayla–, y tomar esa infusión me aterroriza, pero si crees que es necesario estoy dispuesta a hacerlo.
La Primera volvió a sonreír, y esta vez su sonrisa parecía sincera.
–Tu franqueza es de agradecer, Ayla. Es cierto que no es fácil conservar la calma aquí dentro. No es ése el objetivo de esta cueva. También es normal que te asuste tomar la infusión. Es muy poderosa. Me disponía a explicarte que te notarás un poco rara después de beberla, y que sus efectos no son del todo previsibles. Suelen desaparecer al cabo de un día o dos, y no sé de nadie que haya tenido efectos perjudiciales, pero si prefieres no tomarla nadie te lo tendrá en cuenta.
Ayla pensó si realmente podía negarse, pero aunque le complaciera tener la opción, aún le costaba más decir que no.
–Si tú quieres, estoy preparada –dijo.
–Estoy segura de que tu participación será útil, Ayla –afirmó la donier–. Y también la tuya, Jondalar. Pero quiero que comprendas que también tú tienes derecho a negarte.
–Ya sabes que el mundo de los espíritus siempre me ha inquietado, Zelandoni –repuso él–, y después de dos días de cavar tumbas y de la ceremonia funeraria he estado ya más cerca de él de lo que querría volver a estarlo hasta que me llame la Madre. Pero fui yo quien te pidió que ayudases a Thonolan, y lo mínimo que puedo hacer es colaborar en la medida de mis posibilidades. La verdad es que ya tengo ganas de acabar.
–Siendo así, ¿por qué no os sentáis en esa piel y empezamos? –dijo la Primera de Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.
En cuanto se sentaron, la muchacha sirvió la infusión en los vasos. Ayla miró a Mejera y sonrió, ella le devolvió la sonrisa con timidez. Ayla notó que era muy joven. Parecía nerviosa. Pensó que debía de ser la primera vez que participaba en aquella ceremonia. Seguramente los zelandonia utilizaban la ocasión como experiencia formativa.
–No hay ninguna prisa –dijo Zelandoni de la Tercera, que ayudaba a la acólita con los vasos–. Tiene un sabor muy fuerte, pero con la menta no es tan desagradable.
Ayla tomó un sorbo y decidió que eso de si era o no tan desagradable era una cuestión de opiniones. En otras circunstancias la habría escupido. La hoguera estaba apagada, pero la bebida seguía bastante caliente. Ayla pensó que alguno de los ingredientes daba mal sabor a la menta. Además, aquello no era una infusión. Había hervido, no reposado, y con el hervor se perdían las mejores cualidades de la menta. Pensó que quizá había otras hierbas inocuas o curativas compatibles con los ingredientes principales para obtener un resultado final más agradable. Raíces de regaliz, tal vez, o flores de tilo. En cualquier caso, el sabor no era como para paladearlo y acabó tomando el brebaje de un trago.
–Jondalar, ¿es ésta la piedra que trajiste del sitio donde reposa el cuerpo de Thonolan? –preguntó la Primera enseñándole la piedra gris, pequeña y lisa, que presentaba una cara azul iridiscente.
–Sí, es ésta –contestó él–. Reconocería esa piedra en cualquier sitio.
–Bien. Es una piedra poco común, y estoy convencida de que contiene aún restos del elán de tu hermano. Cógela y después cogeros de la mano tú y Ayla, de manera que sostengáis la piedra entre los dos. Aproxímate más a mi asiento y dame tu otra mano. Tú, Ayla, acércate un poco y toma de la mano a Mejera.
«Mejera debe de ser una acólita nueva –pensó Ayla–. Posiblemente es la primera vez que se somete a una experiencia como ésta. También para mí es la primera vez con los zelandonia, pero ya viví algo parecido cuando estuve en la reunión del clan con Creb y, desde luego, también con Mamut.» Empezó a recordar su experiencia con el anciano del Campamento del León que intercedía con el mundo de los espíritus y eso no la tranquilizó. Cuando Mamut se enteró de que ella tenía aquellas raíces especiales que usaban los mog–urs quiso probarlas, pero no conocía bien sus propiedades y eran mucho más poderosas de lo que él creía. Prácticamente se perdieron los dos en el vacío y Mamut le recomendó que no las utilizara nunca más. Aunque le quedaban algunas de aquellas raíces, Ayla no tenía la menor intención de emplearlas.
Los cuatro que habían tomado la bebida estaban sentados en círculo y cogidos de la mano; la Primera ocupaba un asiento bajo y acolchado y los demás estaban en el suelo sobre la piel. Zelandoni de la undécima llevó un candil y lo colocó justo en el centro del círculo. Ayla había visto ya candiles parecidos, pero aquélla intrigó. Mientras contemplaba la piedra que contenía fuego, empezaba a notar los efectos de la bebida.
El candil era de piedra caliza. La forma general incluida la sección del recipiente y la prolongación del asa había sido tallada en una piedra más dura, como el granito. Después se había pulido y decorado con marcas simbólicas grabadas con un punzón de pedernal. Dentro había tres mechas, cuyas puntas sobresalían de la grasa liquida. Una mecha era de liquen, que se encendía rápidamente y quemaba bien, fundiendo la grasa; la segunda era de musgo seco, trenzado en forma de cuerda, y daba una buena luz; y la tercera estaba hecha con fibras secas del tallo de una seta porosa, y absorbía tan bien la grasa liquida que seguía ardiendo incluso después de terminarse el aceite. La grasa animal que utilizaban como combustible se había fundido previamente en agua hirviendo para que las impurezas cayesen al fondo y sólo quedase encima el sebo blanco y puro después de colado. La llama ardía clara sin despedir humo ni hollín. Ayla miró alrededor y, con desánimo, vio que un zelandoni apagaba un candil y después otro y otro. Al cabo de un momento todos los candiles estaban apagados salvo el del centro del círculo. Pese a sus diminutas dimensiones, la luz del único candil se propagaba e iluminaba las caras de las cuatro personas cogidas de la mano con un resplandor dorado y cálido. Pero más allá del círculo una oscuridad absoluta llenaba todos los rincones, todas las grietas y todos los nichos de una negrura que parecía espesa y tensa. Ayla estaba atemorizada. Volvió la cabeza y advirtió un punto de luz en el largo pasadizo. Algunos de los candiles que los habían guiado hasta allí seguían encendidos, pensó, y expulsó el aire que sin darse cuenta había retenido en los pulmones.
Empezaba a invadirla una extraña sensación. La decocción tenía un rápido efecto. Le daba la impresión de que las cosas iban más despacio o ella más deprisa. Miró a Jondalar y descubrió que él estaba mirándola, y la asaltó la curiosa sensación de que ella sabía lo que él pensaba. Después miró a Zelandoni y a Mejera y tuvo la misma sensación, pero no tan nítida como con Jondalar. No obstante, pensó que todo aquello podían ser imaginaciones suyas. Empezó a tomar conciencia de que se oía una música, flautas, timbales y personas que cantaban pero sin palabras. No sabía cuándo ni dónde había comenzado. Cada cantor emitía una sola nota, o una serie de notas repetitivas, hasta quedarse sin aliento y entonces tomaba aire y volvía a empezar. Casi todos los cantores y timbaleros repetían lo mismo una vez tras otra, pero unos cuantos cantores excepcionales variaban su melodía, al igual que los flautistas, cada uno empezaba y acababa a su antojo, y eso quería decir que no había dos personas que comenzasen o se interrumpiesen al mismo tiempo. El efecto era un sonido continuo de tonos entretejidos que cambiaban cada vez que arrancaban nuevas voces y se detenían otras, con una superposición de melodías divergentes. A veces era atonal, a veces casi armónico, pero en conjunto era una fuga extraordinaria, preciosa y potente.
Las otras tres personas del círculo también cantaban. La Primera, con su magnífica voz de contralto, era una de las que variaban sus tonos de una manera melódica. Mejera tenía una voz aguda y pura, y emitía una serie de tonos simples y repetitivos. Jondalar también producía una repetición de tonos, un cántico que había perfeccionado y del que se sentía satisfecho. Ayla nunca lo había oído cantar, pero notó que tenía un timbre vibrante, y le gustó. No entendía por qué no cantaba más a menudo.
Tuvo la impresión de que debía unirse a ellos, pero cuando vivía con los Mamutoi había intentado cantar y había comprobado que era incapaz de seguir una melodía. De pequeña no había aprendido y ya era demasiado tarde. Oyó entonces que uno de los hombres situados cerca de ellos canturreaba de una manera monótona. Se acordó de la época en que vivía sola en el valle y tarareaba de una manera parecida por las noches para adormilarse con la bolsa de piel que había hecho servir para llevar a su hijo, arrugada y hecha un rebuño, contra el vientre.
En voz muy baja empezó a canturrear de forma monótona en un tono grave y siguió el ritmo ligeramente encogida. La música resultaba sobrecogedora, su propio canturreo la relajaba, los sonidos producidos por los otros le proporcionaban consuelo, una sensación de protección y de apoyo. Gracias a esa sensación le resultó más fácil abandonarse a los efectos del brebaje, que comenzaba a notar cada vez más poderosamente.
Empezó a tener una conciencia muy clara de las manos que tenía cogidas. A la izquierda notaba la mano de la muchacha, fría, húmeda y flácida. Apretó la mano de Mejera pero no notó que la muchacha le correspondiera a su vez con un apretón. Incluso en eso se mostraba tímida y juvenil. En contraste, 1a mano de la derecha era cálida, seca y un tanto encallecida por el trabajo. Jondalar le sujetaba la mano con firmeza como lo hacía ella, y Ayla era en extremo consciente de la piedra que sostenían entre los dos. Le transmitía una sensación ligeramente desconcertante, pero la mano de él le daba seguridad.
Aunque no 1o viera, estaba segura de que la faceta plana y opalescente se hallaba en contacto con su palma, lo cual significaba que la parte triangular y rugosa del otro lado estaba en contacto con la palma de Jondalar. Se concentró y tuvo la impresión de que la piedra aumentaba de temperatura adaptándose al calor de sus cuerpos, sumándose a ellos como si empezase a formar parte de ellos, o ellos de la piedra. Recordó el escalofrío experimentado al entrar en la cueva, y que el frío se había hecho más intenso a medida que se adentraba en sus profundidades, pero en ese momento, sentada en la piel y vestida con ropa de abrigo, no tenía frío.
Concentrada en la llama del candil, pensó en el agradable calor del fuego de un hogar. Observó la trémula llama atrapada en aquella pequeña incandescencia; se sintió aislada de todo lo demás. Contempló cómo temblaba y flameaba la diminuta luz amarilla. Tenía la impresión de poder controlar la llama con su respiración.
Al mirar con más atención aún, le pareció que la luz no era del todo amarilla. Para que se quedara totalmente quieta mientras la examinaba, contuvo la respiración. En el centro la llama era redonda, con la parte más brillante junto al extremo de la mecha. Dentro del amarillo había una zona más oscura que partía de la punta de la mecha y se estrechaba en forma de cono a medida que ascendía por la llama. Sobre el amarillo donde se iniciaba la llama se advertían tonalidades azules. Nunca había observado con tal atención e intensidad la llama de un candil de aceite. Cuando volvió a respirar, la llama empezó a oscilar al ritmo de la música; cada vez era más radiante y se reflejaba en la superficie resplandeciente del sebo fundido. Los ojos de Ayla se llenaron de una luminiscencia refulgente hasta que ya no vio nada más.
Se sintió grácil, ingrávida, despreocupada, como si pudiese flotar en la cálida luz. Todo era fácil, nada exigía esfuerzo. Sonrió, ahogó una risa y miró a Jondalar. Pensó en la vida que había empezado a crecer dentro de ella, y una oleada de intenso amor por el niño la invadió y superó. Jondalar no pudo evitar responder a aquella sonrisa radiante; ella lo vio sonreír y se sintió feliz y querida. La vida era jubilosa, y ella quería su parte.
Sonrió a Mejera, y ésta le correspondió con una sonrisa incierta; después se volvió hacia Zelandoni y la incluyó en su felicidad. Desde un rincón desapasionado de su mente que parecía haberse distanciado de ella daba la impresión de observarlo todo con extraña lucidez.
–Estoy preparada para llamar al elán de Shevonar y dirigirlo hacia el mundo de los espíritus –dijo la que era la Primera interrumpiendo su canto. Su voz le sonó lejana incluso a ella misma–. Después de ayudarlo, intentaré encontrar el elán de Thonolan. Jondalar y Ayla tendrán que colaborar. Pensad en cómo murió y dónde descansan sus huesos.
Para Ayla el sonido de las palabras de Zelandoni era como una música cada vez más intensa y compleja. Percibió tonos que resonaban en las paredes de alrededor y tuvo la sensación de que la corpulenta donier entraba a formar parte del canto reverberante que volvía a sonar, penetrando en la propia cueva. Vio que la mujer cerraba los ojos. Cuando los abrió se habría dicho que miraba algo muy lejano. De pronto los ojos se le quedaron en blanco, y cuando volvió a cerrarlos, pareció desmoronarse en su asiento.
Mejera empezó a temblar. Ayla no sabía si era por miedo o si sencillamente estaba fuera de sí. Volvió a mirar a Jondalar. Él parecía mirarla, y le sonrió, pero ella se dio cuenta de que también él tenía la mirada perdida en el vacío y contemplaba algo lejano dentro de su mente. De repente, Ayla se encontró de nuevo en las inmediaciones de su valle.
Ayla oyó algo que le heló la sangre y le aceleró el corazón: el eco del rugido de un león cavernario... y un grito humano. Jondalar estaba con ella, tenía la impresión de que estaba dentro de ella; notó en la pierna el dolor de una herida provocada por la garra de un león, pero perdió el conocimiento. Ayla se detuvo, le palpitaba la sangre en los oídos. Hacía mucho tiempo que no oía ningún sonido humano, pero sabía que aquel grito procedía de seres como ella. Estaba tan atónita que ni siquiera era capaz de pensar. El grito la atraía... alguien estaba pidiendo ayuda.
La inconsciencia en que se hallaba Jondalar hacía que su presencia ya no fuera tan dominante, lo que le permitía escuchar a los otros: Zelandoni, lejana pero poderosa; Mejera, más cercana pero insegura; y la música, con las voces y las flautas, débiles pero reconfortantes, y los timbales, graves y sonoros.
Oyó el rugido del león cavernario y vio la melena rojiza. Advirtió entonces que Whinney no estaba nerviosa, y sabía por qué. ¡Es Bebé! ¡Whinney, es Bebé!
Había dos hombres. Apartó al león que había criado y se arrodilló para examinarlos. Sentía extrañeza y curiosidad, pero su principal preocupación era poder hacer algo por ellos como curandera. Sabía que eran hombres, pese a que eran los primeros seres de los Otros que recordaba haber visto.
Supo de inmediato que nada podría hacer por la vida del hombre del cabello oscuro. Estaba en el suelo, con el cuello roto. Las marcas de los dientes en el cuello revelaban la causa. Pese a que no conocía a ese hombre, su muerte le produjo una honda consternación. Se le llenaron los ojos de lágrimas. No era que lo quisiera, sino que tuvo la sensación de haber perdido algo muy valioso antes de poder apreciarlo. Le entristeció hondamente el hecho de que la primera vez que veía personas como ella una estuviese muerta.
Deseaba dar reconocimiento a su carácter humano, honrarlo mediante un entierro, pero al examinar al otro hombre comprendió que no podría hacerlo. El hombre del cabello rojo todavía respiraba, pero la vida se le escapaba por la herida de la pierna. Su única esperanza era trasladarlo a la caverna lo antes posible para curarlo. No había tiempo para entierros.
No sabía qué hacer. No quería dejar al hombre muerto allí con los leones... Advirtió que había muchas piedras sueltas en el fondo del cañón ciego y que en su mayor parte estaban amontonadas tras unas rocas no muy estables. Arrastró el cadáver hacia el fondo del cañón cerca del pedregal...
Luego, una vez tuvo al otro hombre herido atado a la angarilla, volvió al fondo del cañón con una lanza larga y robusta del Clan. Contempló al hombre muerto y sintió lástima por su muerte. Con los mudos gestos y movimientos del Clan se dirigió al mundo de los espíritus.
Había observado a Creb, el viejo Mog–ur, cuando enviaba al espíritu de Iza al otro mundo con sus movimientos fluidos y elocuentes. Ayla había repetido los mismos movimientos al encontrar el cuerpo de Creb en la cueva después del terremoto, pese a desconocer el pleno significado de esos gestos sagrados. Eso carecía de importancia Conocía la intención... A continuación, para mover la gran roca, hizo palanca con la gruesa lanza, tal como habría utilizado una vara para levantar un tronco o arrancar una raíz, y se apartó para dejar que la cascada de piedras sueltas cubriese el cadáver...
Cuando se acercaban a una abertura de la pared entre rocas de contornos irregulares, Ayla desmontó y examinó la tierra. No había ninguna huella reciente.
Ya no sentía dolor. Era un momento distinto, mucho más tarde. Tenía la pierna curada; sólo quedaba una gran cicatriz. Habían montado los dos sobre Whinney. Jondalar desmontó y la siguió, pero ella sabía que él no deseaba estar allí.
Ella lo guió hacia el cañón ciego, se encaramó a una roca, y fue hacia unas piedras fragmentadas del fondo.
–Es aquí, Jondalar –dijo y cogió una bolsa que llevaba colgada de la túnica y se la entregó.
Él conocía aquel lugar.
–¿Qué es esto? –preguntó él mirando la bolsa de piel.
–Ocre rojo para su tumba. Él asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Notó que se le anegaban los ojos de lágrimas y no hizo el menor esfuerzo por contenerlas. Se echó el ocre rojo en la mano y espolvoreó con él las piedras y la grava; después esparció otro puñado. Ayla esperó mientras Jondalar miraba fijamente las rocas caídas con los ojos llorosos, y cuando se dio media vuelta para marchase, ella señaló con un gesto la tumba de Thonolan.
Llegaron al cañón ciego lleno de rocas enormes y lisas y entraron, atraídos por la pila de piedras sueltas del rincón.
Había vuelto a pasar el tiempo. Ahora vivían con los Mamutoi, y el Campamento del León estaba a punto de adoptarla. Habían ido al valle para que Ayla recogiera algunas de las cosas que había hecho para regalar a su nueva gente, y se disponían a regresar.
Jondalar estaba de pie frente al montón de piedras deseando hacer algo a modo de reconocimiento en el lugar donde estaba enterrado su hermano. Quizá la Doni ya lo había encontrado, puesto que lo había llamado siendo aún muy joven. Sabía que Zelandoni intentaría hallar el sitio donde reposaba el espíritu de Thonolan para guiarlo si era posible hacia el mundo de los espíritus. Pero ¿cómo podía indicarle dónde estaba aquel lugar? No habría podido encontrarlo sin Ayla.
Vio que ella tenía una pequeña bolsa de piel en la mano, semejante a la que llevaba colgada al cuello.
–Me has dicho que su espíritu ha de regresar con la Doni. No sé qué hace la Gran Madre, sólo conozco el mundo de los espíritus de los tótems del Clan. Rogué al León Cavernario que lo guiase. Quizá continúe en el mismo sitio, o quizá la Gran Madre conoce ese sitio, pero el León Cavernario es un tótem poderoso y tu hermano no está desprotegido.
Alzó la pequeña bolsa.
–Te he preparado un amuleto. También a ti te escogió el León Cavernario. No es necesario que lo lleves puesto, pero deberías guardarlo. Dentro hay un trozo de ocre rojo, para que conserves parte de tu espíritu y parte de tu tótem, pero creo que tu amuleto debería contener otra cosa.
Jondalar frunció el entrecejo. No quería ofenderla, pero no estaba seguro de querer aceptar aquel amuleto del tótem del Clan.
–Creo que deberías coger una piedra de la tumba de tu hermano. Puede contener una parte de su espíritu. Puedes llevarla dentro del amuleto hasta reunirte con tu gente.
En un primer momento Jondalar no supo qué hacer, pero luego pensó que esa piedra podía servirle a Zelandoni para encontrar el espíritu de su hermano en un tránsito espiritual. Quizá los tótems del Clan eran más importantes de lo que él creía. Al fin y al cabo, ¿no creaba Doni a los espíritus de todos los animales?
–Sí, me guardaré el amuleto y dentro de él pondré una piedra de la tumba de Thonolan –dijo Jondalar.
Observó las piedras sueltas y lisas amontonadas contra la pared en precario equilibrio, de pronto una de ellas, rindiéndose a la fuerza de la gravedad, rodó entre las demás y cayó a los pies de Jondalar. Él la recogió. A simple vista parecía igual que los otros inocuos fragmentos de granito y roca sedimentaria. Pero al girarla vio, sorprendido, una brillante opalescencia en la faceta por donde la piedra se había roto. De la lechosa piedra blanca salían unos intensos rayos rojos, y unas trémulas franjas azules y verdes danzaban y chispeaban a la luz del sol entre sus manos.
–Fíjate, Ayla –dijo enseñándole el lado opalescente de la piedra que había recogido–. Vista al revés no lo parecía. Se habría dicho que era una piedra cualquiera, pero por este lado por donde se ha separado de la roca los colores parecen surgir de muy adentro y son tan resplandecientes que parecen vivos.
–Puede que esté viva o puede que sea una porción del espíritu de tu hermano –dijo ella.
Ayla tomó conciencia de la cálida mano de Jondalar y de la piedra. Su temperatura aumentaba, no tanto como para resultar molesta, pero lo suficiente para hacerse presente. ¿Era el espíritu de Thonolan que quería mostrarse? Habría deseado conocerlo. Por lo que había oído contar desde su llegada, era evidente que todos lo querían. Era una lástima que hubiese muerto tan joven. Jondalar había dicho a menudo que era Thonolan quien había tomado la iniciativa de viajar. Él sólo lo había acompañado en su viaje cuando su hermano había decidido irse, y porque en el fondo no quería emparejarse con Marona.
–¡Oh, Doni, Gran Madre, ayúdanos a encontrar el camino al otro lado, a tu mundo, al lugar del más allá y que, sin embargo, se halla dentro de los espacios invisibles de este mundo! Del mismo modo que la luna vieja contiene al morir a la nueva entre sus brazos sutiles, el mundo de los espíritus, de lo desconocido, contiene el mundo de lo tangible, de la carne y los huesos, la hierba y la piedra, dentro de su invisible abrazo. Pero con tu ayuda podemos verlo, podemos conocerlo.
Ayla escuchó la plegaria cantada por la corpulenta donier con voz extrañamente apagada. Notaba que empezaba a marearse pese a que no era eso exactamente lo que experimentaba. Cerró los ojos y tuvo la sensación de que caía. Al abrirlos de nuevo, unas luces brillaban dentro de ellos. No se había fijado mientras contemplaba las pinturas, pero ahora se daba cuenta de que, además de los animales, había visto otras cosas, señales y símbolos marcados en las paredes de la cueva, algunos de los cuales coincidían con las visiones de sus ojos. Ya daba igual si los tenía abiertos o cerrados. Tenía la sensación de estar cayendo en un profundo agujero, un túnel profundo y oscuro, y se resistió a la tentación. Intentó mantener el control.
–No te resistas, Ayla. Déjate llevar –instó la donier–. Estamos todos aquí, contigo. Tienes nuestro apoyo. Doni te protegerá. Que ella te lleve donde le plazca. Escucha la música, deja que te ayude, dinos qué ves.
Ayla se tiró al túnel de cabeza, como si se zambullese en el agua. Las paredes de esa cueva empezaron a temblar y finalmente se disolvieron.
Ella podía ver su interior a través de las paredes, y también más allá, hacia el campo cubierto de hierba, y aún más lejos, donde había muchos bisontes.
–Veo bisontes, numerosas manadas de bisontes en una gran llanura –dijo Ayla. Por un momento las paredes se solidificaron de nuevo, pero los bisontes continuaban allí. Cubrieron las paredes en el sitio donde estaban los mamuts–. Están en las paredes, pintados en ellas, de color rojo y negro, perfectamente delineados. Son preciosos, y están llenos de vida, como los que hace Jonokol. ¿Es que no los veis? Mirad, allí están.
Las paredes volvieron a fundirse. Ella volvía a ver a través de ellas el interior de la cueva.
–Están otra vez en el campo, una manada entera. Van hacia el cerco –de repente, Ayla lanzó un grito–. ¡No, Shevonar! ¡No! No vayas, es peligroso –después, con pena y resignación, añadió–: Es demasiado tarde. Lo siento, he hecho lo que he podido por Shevonar.
–Ella quería un sacrificio, una demostración de respeto, para que la gente sepa que a veces también ha de sacrificar a uno de los suyos –dijo la Primera. Estaba allí junto a Ayla–. No puedes quedarte aquí más tiempo, Shevonar. Ahora tienes que volver con Ella. Yo te ayudaré. Nosotros te ayudaremos. Te enseñaremos el camino. Ven con nosotros, Shevonar. Sí, está oscuro, pero ¿ves esa luz? ¿Esa luz tan intensa? Ve hacia allí. Ella te espera.
Ayla apretó la mano cálida de Jondalar. Sentía la poderosa presencia de Zelandoni, y también la de la joven de la mano flácida, Mejera, que le parecía ambigua e inconsistente. De vez en cuando se manifestaba con fuerza, pero después se desvanecía en la incertidumbre.
–Ha llegado la hora. Ve con tu hermano, Jondalar –anunció la voluminosa mujer–. Ayla te ayudará. Ella conoce el camino.
Ayla percibió el contacto de la piedra que sostenían entre ambos, y pensó en la preciosa superficie lechosa con tonos azulados y vistosos reflejos rojos. La piedra se expandió, llenando el espacio alrededor, y ella se sumergió en él. Nadaba, no por encima del agua, sino por debajo, y tan deprisa que tuvo la sensación de que volaba, y lo hacía por encima del campo. Veía prados y montañas, bosques y ríos, grandes mares interiores y vastas estepas cubiertas de hierba, y la gran profusión de animales que ocupaban aquellos hábitats. Los otros estaban con ella, la seguían. Percibía muy cerca de ella a Jondalar y también a la poderosa donier. La presencia de la otra mujer era tan débil que le costaba notarla. Ayla los guió hasta el cañón ciego de las áridas y lejanas estepas del este.
–Aquí es donde lo vi. A partir de ahora ya no sé hacia dónde ir –dijo.
–Jondalar, piensa en Thonolan, llama a su espíritu –instó Zelandoni–. Llega hasta el elán de tu hermano.
–¡Thonolan! ¡Thonolan! Lo percibo –dijo Jondalar–. No sé dónde está, pero lo percibo.
Ayla tenía la percepción de Jondalar con alguien más, pero no identificaba a la otra persona. Entonces presintió otras presencias, primero pocas, luego muchas; los llamaban. En medio del bullicio, destacaban dos... No, tres; había un niño.
–¿Todavía viajas, todavía exploras, Thonolan? –preguntó Jondalar. Ayla no oyó respuesta alguna, pero sí notó unas risas. Entonces tuvo la sensación de que la envolvía un espacio infinito para viajar e interminables lugares adonde ir.
–¿Está contigo Jetamio? ¿Y el niño? –inquirió Jondalar. Ayla tampoco pudo oír nada ahora, pero presintió un estallido de amor que irradiaba de manera amorfa.
–Thonolan, sé lo mucho que te gustan los viajes y la aventura –esta vez era la Primera quien hablaba mediante sus pensamientos al elán del hombre–. Pero la mujer que está contigo quiere volver con la Madre. Te ha seguido por amor, pero está preparada para marcharse. Si la quieres, debes irte y llevártelos a ella y al niño. Ha llegado la hora, Thonolan. La Gran Madre Tierra te reclama.
Ayla percibió cierta confusión, la sensación de que alguien estaba desorientado.
–Te enseñaré el camino –dijo la donier–. Sígueme.
Ayla se sintió arrastrada con los otros, a toda velocidad, por encima del paisaje que le habría resultado familiar si los detalles no hubieran sido tan borrosos y no estuviera oscureciendo. Apretó con fuerza la mano de la derecha y notó que le estrechaban con fervor la mano izquierda. A lo lejos apareció un foco de claridad –parecía una gran hoguera–, y poco a poco fue haciéndose más intenso. Aminoraron todos la marcha.
–A partir de este punto puedes encontrar el camino –anunció Zelandoni.
Ayla presintió el alejamiento de los elanes y la separación. Una tenebrosa oscuridad cayó sobre ellos, y los envolvió un completo silencio. Entonces, débilmente, en la misteriosa quietud, escuchó una música: una fuga fluctuante de flautas, voces y timbales. Percibió movimiento. Cada vez era más rápido y notó que en esta ocasión procedía del lado izquierdo. Mejera apretaba con fuerza su mano, asustada, decidida a volver lo antes posible, y la arrastraba con su esfuerzo.
Cuando se detuvieron Ayla notó las dos manos que sujetaba. Volvían a estar en la cueva, sintiendo la música. Abrió los ojos y vio a Jondalar, Zelandoni y Mejera. El candil situado en medio del círculo languidecía; el aceite casi se había consumido y ardía sólo una de las mechas. Tras ella, en la oscuridad, vio que se movía tembloroso el punto de luz de un candil, como si nadie lo estuviera sujetando. Acercaron otro candil y sustituyeron el que había en el centro. Estaban sentados sobre la piel, pero en ese momento a pesar de la ropa de abrigo, Ayla estaba aterida de frío.
Se soltaron las manos, pero ella y Jondalar mantuvieron el contacto aún por un instante, y cambiaron de postura. La que era Primera se aproximó a los cantores y, con una seña indicó que dieran por concluida la fuga musical. Encendieron muchos candiles y la gente empezó a ir de un sitio a otro. Algunos se levantaron y dieron patadas en el suelo.
–Quiero preguntarte una cosa, Ayla –dijo la poderosa mujer. La joven la miró con expresión expectante.
–¿Has dicho que habías visto bisontes en las paredes?
–Sí, habían desaparecido los mamuts y todo estaba lleno de bisontes y después las paredes también desaparecieron y las pinturas se convirtieron en bisontes auténticos. Había otros animales, los caballos y los renos que se miran uno al otro, pero he visto este lugar como una cueva de bisontes –contestó Ayla.
–Creo que tu visión ha venido determinada por la reciente cacería de bisontes y la tragedia que provocó. Te viste muy implicada en ella, y, además, atendiste a Shevonar, –explicó la Primera–. Pero sospecho que tu visión tiene, además, otro significado. Has visto un gran número de bisontes en este lugar. Puede que el Espíritu del Bisonte pretenda dar a entender a los zelandonia que se han cazado demasiados bisontes y es necesario suspender la caza en lo que queda de temporada, para superar el mal augurio.
Se oyeron murmullos de asentimiento. Los zelandonia se sentían mejor pensando que podían hacer algo para apaciguar al Espíritu del Bisonte y eliminar así el mal augurio que la inesperada muerte de Shevonar anunciaba. Informarían a sus Cavernas de la prohibición de cazar bisontes; les complacía tener un mensaje que transmitir. Los acólitos recogieron las cosas que habían llevado a la cueva, volvieron a encender los candiles y los colocaron para iluminar el camino de salida. Los zelandonia abandonaron la cámara y se encaminaron hacia el exterior. Cuando llegaron al saliente de fuera, el sol se ponía ya en medio de un magnífico despliegue de intensos colores rojos, dorados y amarillos. Al regresar de Roca de la Fuente nadie tenía demasiadas ganas de hablar de la experiencia vivida en la profunda cueva. Los zelandonia fueron separándose del grupo para volver a sus respectivas Cavernas. A Ayla le hubiera gustado saber qué sentían los demás, si experimentaban lo mismo que ella, pero no se atrevió a preguntarlo. Tenía muchas preguntas, pero no estaba segura de que fuera oportuno plantearlas, ni de que realmente quisiera oír las respuestas.
Zelandoni preguntó a Jondalar si se alegraba de que hubieran encontrado el espíritu de su hermano y hubieran ayudado a su elán a encontrar el camino. Él le contestó que parecía que Thonolan estaba satisfecho y, por tanto, también él lo estaba; pero Ayla opinaba que eso tenía más que ver con el hecho de haberse quitado un peso de encima. Jondalar había hecho lo que había podido, y aunque no le había sido fácil, finalmente se había librado de una angustia. Cuando Ayla, Jondalar, Zelandoni y Jonokol llegaron a la Novena Caverna, sólo iluminaban su camino las solitarias 1uces del cielo nocturno, las llamitas de los candiles de piedra y las antorchas.
Ayla y Jondalar estaban cansados cuando llegaron a la morada de Marthona. Lobo se alegró mucho de verla. Después de hacer alharacas al animal y saludar a todo el mundo, tomaron un bocado y se acostaron enseguida. Habían pasado unos días muy difíciles.
–¿Quieres que esta mañana te ayude a cocinar, Marthona? –preguntó Ayla. Habían sido las primeras en levantarse, y estaban tomándose una infusión tranquilamente mientras los demás aún dormían–. Me gustaría aprender cómo cocinas y dónde guardas las cosas.
–Me encantaría que me ayudaras, pero esta mañana nos han invitado a compartir la comida de la mañana Joharran y Proleva. Zelandoni también está invitada. Proleva cocina a menudo para ella, y creo que Joharran considera que aún no ha tenido tiempo suficiente para hablar con su hermano desde su regreso. Tiene especial interés en conocer con más detalle esa nueva arma para arrojar lanzas.
Jondalar despertó recordando la conversación sobre los abelanes y lo importante que era para Ayla saber que pertenecía a un pueblo. Era comprensible, considerando que no recordaba a su propia gente y no tenía ya relación con quienes la habían criado. Incluso había abandonado a los Mamutoi, que la habían aceptado como a una más, para regresar a casa con él. La idea no lo dejó descansar durante toda la comida con la familia de Joharran. Todos los presentes pertenecían a los Zelandonii, eran su familia, su Caverna, su gente. Era Ayla la única que no lo era. Es verdad que pronto se emparejarían, pero ella seguiría siendo «Ayla de los Mamutoi, compañera de Jondalar de los Zelandonii».
Después de hablar con Joharran sobre el lanzavenablos, intercambiar anécdotas con Willamar sobre viajes y charlar sobre la Asamblea Estival, la conversación se desvió hacia la unión de Jondalar y Ayla, la primera ceremonia matrimonial. Marthona explicó a Ayla que cada verano se celebraban dos ceremonias de emparejamiento. La primera, y normalmente la más importante, tenía lugar lo antes posible. Las parejas que se unían realizaban los preparativos ya desde hacía tiempo. La segunda se celebraba poco antes de partir, y normalmente se unían quienes decidían atar el nudo durante ese verano. También había dos ceremonias de feminidad, una poco después de la llegada y la segunda antes de acabarse la Asamblea Estival.
Jondalar interrumpió repentinamente sus explicaciones.
–Quiero que Ayla se convierta en una de nosotros; que pertenezca a nuestro pueblo. Después de la unión quiero que sea «Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii» y no «Ayla de los Mamutoi». Ya sé que es una decisión que toma la madre de la persona implicada o el hombre de su hogar, juntamente con los jefes y los zelandonia, cuando la persona quiere cambiar de afiliación, pero Mamut ya previó esta posibilidad cuando Ayla se marchó. Si ella quiere, ¿puedo contar con tu apoyo, madre?
Marthona no esperaba aquella petición, y la cogió desprevenida.
–No te diré que no, Jondalar –contestó, pensando que su hijo la había puesto en una situación muy difícil pidiéndole una cosa así en público sin avisarla–. Pero no depende sólo de mí, yo estaría encantada de aceptar a Ayla como miembro de la Novena Caverna de los Zelandonii, pero es tu hermana y Zelandoni, además de otros, incluida la propia Ayla, quienes tienen la última palabra.
Folara sonrió consciente de que a su madre no le gustaba que la cogieran por sorpresa. Le complació la actitud de Jondalar, pero tenía que reconocer que su madre había salido bastante airosa.
–Bueno, por lo que a mí respecta la aceptaría sin ninguna duda –declaró Willamar–. Incluso la adoptaría, pero como estoy emparejado con tu madre, Jondalar, eso la convertiría en tu hermana, como Folara y no podrías unirte a ella. No creo que eso te gustara demasiado.
–No, pero te lo agradezco –dijo Jondalar.
–¿Por qué sales ahora con eso? –preguntó Marthona, aún un poco disgustada.
–Me ha parecido un buen momento –respondió él–. Pronto iremos a la Asamblea Estival y me gustaría dejar el asunto resuelto antes de marcharnos. Sé que no hace mucho que hemos vuelto, pero ya todos habéis tenido ocasión de conocer a Ayla. Creo que sería una valiosa aportación a la Novena Caverna.
Ayla también estaba muy sorprendida, pero guardó silencio. «¿Quiero que me adopten los Zelandonii? ¿Tiene eso alguna importancia? Si Jondalar y yo nos unimos, seré un miembro más de la Novena Caverna, tanto si tengo el nombre como si no. Él parece quererlo. No sé por qué, pero quizá tenga una buena razón. Conoce a su gente mejor que yo.»
–Tal vez debería decirte una cosa, Jondalar –dijo Joharran–. Creo que para todos los que la conocemos, Ayla sería una aportación más que valiosa para nuestra Caverna, pero no todo el mundo piensa de la misma manera. Ayer, cuando bajaba de Río Abajo, decidí invitar a Laramar ya algunos otros al banquete preparado con la carne de bisonte, y cuando me acercaba a ellos, oí su conversación. Lamento tener que decirlo, pero hacían comentarios despectivos, sobre todo respecto a sus habilidades como curandera y a la manera en que había atendido a Shevonar. Opinan que cualquiera que haya aprendido a curar con... el Clan, no puede saber gran cosa. Son prejuicios, me temo. Les aseguré que nadie, ni siquiera Zelandoni, podría haber hecho nada más por Shevonar, y he de reconocer que los comentarios de esas personas me indignaron.
«Así que por eso estaba tan enfadado», pensó Ayla. Oír aquello le produjo sentimientos encontrados. Le molestó lo que aquellos hombres pudieran haber dicho acerca de su capacidad para curar, aprendida de Iza, pero le complacía que Joharran la hubiese defendido.
–Más motivos aún para convertirla en una de los nuestros –insistió Jondalar–. Ya conoces a esos hombres. Se pasan el tiempo jugando y bebiendo la barma de Laramar. No se han tomado la molestia de aprender un oficio, a menos que jugar se considere un arte. Ni siquiera son buenos cazadores. Son unos holgazanes y unos inútiles que no contribuyen a nada si no se los avergüenza en público, lo que es difícil porque tienen muy poca vergüenza. Harían lo que fuese para ahorrarse un esfuerzo por la Caverna, y todo el mundo lo sabe. Nadie hará caso de lo que digan si las personas respetables están dispuestas a aceptar a Ayla y convertirla en Zelandonii –estaba molesto. Quería que aceptasen a Ayla por sí misma, y eso daba un cariz distinto a la situación.
–Por lo que se refiere a Laramar, eso no es del todo verdad –intervino Proleva–. Puede que sí sea un holgazán para muchas cosas, y no creo que le guste mucho cazar, pero sí tiene un oficio. Sabe elaborar una bebida casi con cualquier cosa que fermente. Le he visto utilizar grano, fruta, miel, savia de abedul, incluso raíces, y preparar esa bebida que gusta a casi todo el mundo y que hace siempre que nos reunimos. Es cierto que hay personas que beben demasiado, pero él sólo es el proveedor.
–Ojalá fuese sólo el proveedor –comentó Marthona con cierta ironía–. En ese caso los niños de su hogar no tendrían que andar mendigando lo que necesitan. O si no, Joharran, dime cuántas veces lo has visto demasiado «enfermo» por las mañanas para unirse a una partida de caza.
–Pensaba que la comida era para todos según sus necesidades –dijo Ayla.
–La comida sí. De hambre no se morirán, pero en cuanto a lo demás dependen de la buena voluntad y la generosidad de los otros –aclaró la Primera.
–Pero si como dice Proleva tiene la habilidad de elaborar una buena bebida que gusta a todo el mundo, ¿no la puede cambiar por lo que necesita su familia? –preguntó Ayla.
–Podría, pero no lo hace –contestó Proleva.
–¿Y su compañera? ¿No puede convencerlo para que contribuya a las necesidades del hogar? –insistió Ayla.
–¿Tremeda? Ella es aún peor que Laramar. Sólo hace que beber barma, y tener hijos de los que nadie se ocupa –dijo Marthona.
–¿Qué hace Laramar con toda la bebida que prepara si no la cambia por cosas para su familia? –quiso saber Ayla.
–No lo sé exactamente –dijo Willamar–, pero una parte debe de cambiarla por ingredientes para peparar más barma.
–¡Es verdad! Cambiar para lo que le interesa sí sabe, pero nunca tiene suficiente para su compañera y sus hijos –afirmó Proleva–. Menos mal que a Tremeda no le da vergüenza andar pidiendo cosas a la gente para sus «pobres niños».
–Y él mismo bebe mucho –declaró Joharran–, y Tremeda también. Además, regala mucha barma. Siempre hay un montón de gente rondándolo en espera de que le caiga un trago. Me parece que a Laramar eso le gusta. Debe pensar que son amigos suyos, pero no creo que se le acercasen si dejara de invitarlos a barma.
–No los vería nunca más, me parece –aseguró Willamar–. Pero no creo que Laramar y sus amigos sean quienes han de decidir si Ayla se convierte o no en Zelandonii.
–Tienes razón, maestro de comercio. Me parece evidente que no tendríamos el menor problema en aceptar a Ayla, pero quizá deberíamos dejar que eso lo decidiera ella –pro–puso Zelandoni–. Nadie le ha preguntado aún si quiere ser una Zelandonii.
Todos se volvieron para mirarla. De pronto era ella quien se sentía incómoda. Tardó un rato en contestar, y eso puso nervioso a Jondalar. Quizá se había equivocado, quizá Ayla no quería ser Zelandonii. Quizá debería habérselo preguntado antes de plantear la cuestión, pero en medio de tanta charla sobre las ceremonias matrimoniales le había parecido un buen momento. Finalmente, ella se decidió a hablar.
–Cuando opté por abandonar a los Mamutoi y acompañar a Jondalar de regreso a casa, sabía lo que pensaban los Zelandonii sobre el Clan, la gente que me crió, y sabía que quizá no me aceptaríais. Admito que me daba miedo conocer a la familia y a la gente de Jondalar. –guardó silencio por un momento tratando de poner en orden sus pensamientos y de encontrar las palabras correctas para expresar cómo se sentía–. Para vosotros soy una desconocida, una forastera con ideas y costumbres extrañas. He traído animales que viven conmigo y os he pedido que los aceptéis. Los caballos son animales que normalmente se cazan, y yo he querido que les hagáis sitio entre vosotros. Hoy mismo pensaba que me gustaría construirles un recinto cubierto en el extremo sur de la Novena Caverna, no muy lejos de Río Abajo. En invierno, los caballos están acostumbrados a tener un refugio donde protegerse del mal tiempo. También he traído un lobo, un carnívoro. Algunos animales de su especie han atacado a personas, y yo os he pedido que dejéis que viva entre nosotros, que duerma en la misma morada que yo... sonrió a la madre de Jondalar–. Tú ni lo dudaste, Marthona. Nos invitaste a mí y a Lobo a vivir en tu casa y tú, Joharran, me permitiste tener los caballos cerca, incluso delante de vuestras viviendas. Brun, el jefe de mi clan, no me habría dejado. Todos me habéis escuchado cuando he hablado del Clan y no me habéis vuelto la espalda. Os habéis mostrado dispuestos a considerar la posibilidad de que aquellos a los que llamáis cabezas chatas puedan ser personas, quizá de una clase diferente, pero no animales. No esperaba que fueseis tan reflexivos, os estoy agradecida.
»Es cierto que no todos han sido igual de amables, pero muchos me habéis defendido cuando prácticamente no me conocíais, pues hace muy poco tiempo que estoy aquí. Quizá lo habéis hecho por Jondalar. Porque confiáis en que él no traería a una persona capaz de perjudicar a vuestra gente o que fuese inaceptable –calló un momento, cerro los ojos y prosiguió–. Pese a los muchos temores que tenía cuando emprendí el viaje, sabía que ya no había vuelta atrás posible. Jondalar no sabía qué pensaríais de mí, pero le daba igual. Yo le quiero. Deseo pasar toda mi vida con él. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario, soportar cualquier cosa, por estar con él. Vosotros me habéis recibido con los brazos abiertos, y ahora me preguntáis si quiero ser una Zelandonii –cerró 1os ojos para no perder el control, tratando de disolver el nudo que tenía en la garganta–. Lo he querido desde que vi a Jondalar, y por entonces ni siquiera sabía si él sobreviviría. Lloré por su hermano, no porque lo conociera, sino porque lo reconocía como un igual. Sufrí por no haber tenido ocasión de conocer a una de las primeras personas de mi raza que recuerdo haber visto. No sé qué lengua hablaba antes de que el Clan me encontrase y me acogiese. Aprendí a comunicarme como se hace en el Clan, pero la primera lengua que recuerdo haber hablado es el zelandonii. Aunque no la hable perfectamente, ya la considero mi lengua. Pero incluso antes de hablarla deseaba pertenecer al pueblo de Jondalar, para que él pudiese aceptarme y para que algún día me tuviese en cuenta como posible compañera; aunque hubiese sido su segunda o tercera mujer, me habría bastado. ¿Me preguntáis si quiero ser Zelandonii? Sí, claro que quiero ser Zelandonii, lo deseo de todo corazón. Lo deseo como no he deseado ninguna otra cosa en mi vida –afirmó Ayla con los ojos anegados en lágrimas.
Se produjo un respetuoso silencio. Sin saber bien qué hacía, Jondalar se acercó a ella y la abrazó. Sus sentimientos hacia ella eran tan intensos que no tenía palabras para expresarlos. Se asombraba que Ayla fuese tan fuerte y a la vez tan vulnerable. Todos los allí presentes estaban conmovidos, incluso Jaradal había entendido un poco lo que pasaba. Folara tenía las mejillas húmedas debido a las lágrimas, y también los demás estaban a punto de llorar. Marthona fue la primera en recobrar la serenidad.
–Personalmente estaría encantada de aceptarte en la Novena Caverna de los Zelandonii –declaró abrazándola de manera espontánea–. Y me alegraré mucho cuando Jondalar cree un hogar contigo por más que otras mujeres piensen lo contrario. Mi hijo siempre ha tenido mucho éxito con las mujeres, pero yo me preguntaba a menudo si llegaría a encontrar a una a quien querer. Ya imaginaba que posiblemente no elegiría a una mujer de nuestro pueblo, pero no creía que tuviese que llegar tan lejos para encontrarla. Ahora entiendo que debía haber una razón para que así fuese, y comprendo por qué te quiere. Eres una mujer única, Ayla.
Hablaron de nuevo acerca de la Asamblea Estival y de cuándo se pondrían en marcha. Zelandoni dijo que todavía les quedaba tiempo para celebrar una pequeña ceremonia de aceptación de Ayla en la Novena Caverna, para convertirla oficialmente en Zelandonii.
En ese momento alguien llamó con insistencia en el panel contiguo a la entrada, pero antes de que nadie atendiese, entró una niña, muy alterada, y corrió hacia Zelandoni. Ayla calculó que tenía unos diez años, pero le sorprendió que llevara una ropa tan rota y sucia.
–¡Zelandoni, me han dicho que estabas aquí! –exclamó la niña–. No consigo que Bologan se levante.
–¿Está enfermo? ¿Ha tenido algún accidente? –preguntó Zelandoni.
–No lo sé.
–Ayla, ¿por qué no me acompañas? Es la hija de Tremeda, Lanoga. Bologan es su hermano mayor –explicó Zelandoni.
–¿Tremeda no es la compañera de Laramar? –preguntó Ayla.
–Sí –contestó Zelandoni.
Las dos mujeres salieron a toda prisa.
Cuando se aproximaban a la vivienda de Tremeda y Laramar, Ayla se dio cuenta de que había pasado varias veces por delante sin fijarse. El refugio de piedra de la gente de Jondalar era tan grande, albergaba a tal número de personas, y habían pasado tantas cosas desde su llegada, que no había podido asimilarlo todo. Quizá entre tanta gente siempre pasaba lo mismo, pero ella tardaría un tiempo en acostumbrarse.
La morada se hallaba en el extremo más alejado del área de viviendas, apartada de las de sus vecinos y más aún de la zona de trabajo de la Caverna. La estructura en sí no era muy grande, pero la familia se había adueñado de una considerable porción del área circundante por el sistema de dispersar sus pertenencias, si bien resultaba difícil discernir qué eran enseres y qué desperdicios. A cierta distancia de la morada se encontraba el espacio que Laramar se había adjudicado para preparar su bebida fermentada, que cambiaba de sabor según los ingredientes que usaba.
–¿Dónde está Bologan, Lanoga? –preguntó Zelandoni.
–Dentro –contestó la niña–. No se mueve.
–¿Dónde está tu madre? –inquirió la donier.
–No lo sé.
Al apartar la cortina de la entrada, las golpeó un hedor insoportable. Aparte del resplandor de un candil, no había más claridad que la del sol procedente del exterior del refugio, reflejada en la piedra de la cara inferior del saliente de roca. Pero dentro estaba a oscuras.
–¿Hay más candiles, Lanoga? –preguntó Zelandoni.
–Sí, pero aceite no –respondió la niña.
–Por ahora podemos dejar la cortina abierta –dijo la donier–. El niño está aquí mismo, al lado de la entrada, en medio del paso.
Ayla encontró el lazo de la cortina y la sujetó a la estaca. Al echar un vistazo al interior, quedó atónita por la suciedad. El suelo no estaba revestido de losas, y en algunos puntos se había formado barro a causa de algún líquido derramado. A juzgar por el mal olor, Ayla pensó que podía tratarse de orina. Daba la impresión de que todo el mobiliario de la casa estuviera tirado por tierra: esteras y cestas rotas, almohadones con el relleno parcialmente salido, montones de pieles y tejidos de lana que debían de haber sido ropa.
Había huesos con restos de carne esparcidos por todas partes. Las moscas volaban sobre la comida abandonada y en estado de descomposición, que a saber cuánto tiempo hacía que estaba en aquellos platos hechos con planchas de madera tan toscas que incluso tenían astillas. Ayla vio un nido de ratas junto ala entrada que contenía unas cuantas crías recién nacidas, rojizas y sin piel, con los ojos todavía cerrados.
Justo al lado de la entrada, tirado en el suelo, había un niño desnutrido. «Debe de tener unos doce años», pensó. Por el cinturón se sabía que estaba llegando ala edad adulta, pero aún era más niño que hombre. Era evidente lo que había ocurrido. Bologan presentaba heridas y contusiones y tenía la cabeza manchada de sangre seca.
–Se ha peleado –dijo Zelandoni~. Y alguien lo ha arrastrado hasta casa y lo ha dejado aquí.
Ayla se inclinó para examinarlo. Le palpó el cuello para tomarle el pulso y notó más sangre; luego acercó la mejilla a su boca. No sólo notó su aliento sino que también lo olió.
–Aún respira –dijo a Zelandoni–, pero está malherido y su pulso es débil. Tiene una herida en la cabeza y ha perdido mucha sangre, pero no se advierte ninguna fractura de cráneo. Alguien debe de haberle pegado, o él se ha golpeado contra algo duro. Por eso no puede despertar, pero, además, huele a barma.
–No sé si conviene moverlo –comentó Zel.andoni–, pero aquí no lo puedo atender.
La niña se dirigió hacia la entrada con un bebé aletargado de unos seis meses en brazos, que parecía que no lo hubiesen lavado desde el día en que nació. Agarrado a su pierna, llevaba a otro niño de muy corta edad con mocos cayéndole de la nariz. A Ayla le pareció ver a otro niño detrás, pero no estaba segura. «Se diría que ella es la madre en lugar de la hermana», pensó.
–¿Está bien Bologan? –preguntó Lanoga, preocupada.
–Aún vive, pero está herido. Has hecho bien en venir a avisarme –dijo la donier. Movió la cabeza en un gesto de exasperación y rabia por el comportamiento de Tremeda y Laramar–. He de atenderlo en mi casa.
Normalmente sólo las enfermedades muy graves se atendían en la morada de la donier. En una Caverna tan grande como la Novena no había sitio suficiente para que todos los enfermos pudieran trasladarse allí al mismo tiempo. Una persona con las heridas de Bologan, por graves que fuesen, generalmente tendría que haber sido atendida en su propia casa, y Zelandoni habría pasado a aplicarle el tratamiento. Pero en aquella vivienda no había nadie para ocuparse del niño, y ella no podía tolerar la idea de tener que volver a entrar allí y menos aún quedarse un rato.
–¿Sabes dónde está tu madre, Lanoga?
–No.
Zelandoni pensó que debía plantear la cuestión de otra forma:
–¿Adónde ha ido?
–Ha ido al entierro –contestó Lanoga.
–¿Y quién cuida de los niños?
–Yo.
–Pero tú no puedes alimentar a este bebé –dijo Ayla, atónita–. No puedes amamantarlo.
–Sí puedo alimentarlo –corrigió Lanoga a la defensiva–. Ya come. Mi madre perdió la 1eche.
–Eso quiere decir que Tremeda volverá a tener un hijo en menos de un año –comentó Zelandoni en voz baja.
–Sé que los bebés pueden comer si es necesario –dijo Ayla, comprensiva, recordando un doloroso momento–. ¿Qué le das, Lanoga?
–Raíces hervidas y chafadas –contestó la niña
–Ayla, ¿quieres ir a explicar a Joharran lo ocurrido y pedirle que venga con algo para trasladar a Bologan a mi morada? Y con alguien para ayudar a moverlo –preguntó Zelandoni.
–Enseguida. No tardaré –respondió Ayla apresurándose a salir.
Era ya tarde cuando Ayla dejó la morada de Zelandoni y corrió hacia la vivienda del jefe. Había estado ayudando a la curandera de la Novena Caverna, e iba a comunicarle a Joharran que Bologan habla despertado y parecía hablar con coherencia.
Jondalar estaba esperando. Antes de salir, Proleva le dijo:
–¿Quieres comer algo? Te has pasado toda la tarde con Zelandoni.
Ayla movió la cabeza en un gesto de negación y se dispuso a marcharse. Abrió la boca para disculparse, pero Proleva añadió al instante:
–¿O una infusión? Ya la tengo preparada. Es de manzanilla, espliego y flores de tilo.
–De acuerdo, un vaso; pero he de irme pronto –respondió.
Mientras cogía la infusión se preguntó si Zelandoni le habría sugerido esa mezcla de hierbas o si la propia Proleva sabía que era una buena bebida para mujeres embarazadas. Era inocua, pero tenía un suave efecto calmante.
Tomó un sorbo de la infusión caliente y lo saboreó. Tenía buen gusto y era saludable para todo el mundo, no sólo para las mujeres encinta.
–¿Cómo se encuentra Bologan? –preguntó la compañera del jefe de la Caverna sentándose junto a Ayla con su propio vaso.
–Creo que se recuperará. Ha recibido un fuerte golpe en la cabeza y ha perdido mucha sangre. Me preocupaba que tuviese una fractura, pero las heridas en la cabeza siempre sangran mucho. Lo hemos lavado bien y no hemos encontrado ninguna señal de fractura, pero sí tiene un buen chichón y otras heridas. Necesita descansar y que alguien cuide de él. Por lo visto se había peleado y había bebido barma.
–De eso quería hablarle a Joharran –comentó Proleva.
–Pero ahora lo que más me preocupa es el bebé –dijo Ayla–. Necesita que lo amamanten. Creo que las otras madres en período de lactancia podrían darle un poco de leche. Las mujeres del Clan lo hicieron cuando... –dudó por un instante– a una mujer se le retiró la leche. Había estado ocupándose de su madre y lloró demasiado cuando ésta murió –Ayla decidió no mencionar que era ella la mujer que había perdido la leche; aún no había dicho a nadie que había tenido un hijo cuando vivía con el Clan–. Le he preguntado a Lanoga qué le daba y me ha dicho que raíces chafadas. Sé que los bebés pueden comer, pero de todos modos necesitan leche. Si no, no crecerá bien.
–Tienes razón, los bebés necesitan leche. Me parece que nadie ha prestado la debida atención a Tremeda y a su familia. Sabemos que no atiende como debe a los niños, pero son suyos y a la gente no le gusta entrometerse en la vida de los demás. Cuesta decidir qué puede hacerse, y es más fácil ignorar la situación. Ni siquiera sabía que se le hubiese retirado la leche –dijo Proleva.
–¿Por qué no se queja Laramar? –preguntó Ayla.
–No creo que se haya dado cuenta. No hace el menor caso a los niños, salvo a Bologan de vez en cuando. No creo que sepa siquiera cuántos tiene. Sólo va allí a comer y dormir, y a veces ni eso. Cuando Laramar y Tremeda están juntos, no paran de discutir. A veces se enzarzan en grandes peleas y ella acaba recibiendo.
–¿Por qué se queda con él? –preguntó Ayla–. Podría dejarlo si quisiera, ¿no?
–¿Y adónde iría? Su madre ha muerto, y no tenía compañero, o sea que no había ningún hombre en su hogar. Tremeda tenía un hermano mayor, pero se marchó cuando ella era aún pequeña, primero a otra Caverna y después más lejos. Nadie ha vuelto a saber de él desde hace años –explicó Proleva.
–¿No podría encontrar a otro hombre? –preguntó Ayla.
–¿Y quién la querría? Es cierto que siempre encuentra a un hombre que honre a Doni con ella en la Fiesta de la Madre, normalmente alguien que ha bebido demasiada barma o ha comido muchas setas o vete a saber qué, pero no es una mujer muy valorada. Y tiene seis hijos que necesitan atenciones.
–¿Seis hijos? –repitió Ayla–. Yo he visto a cuatro o quizá cinco ¿Cuántos años tienen?
–Bologan es el mayor, y tiene doce años –contestó Proleva.
–Eso me parecía –dijo Ayla.
–Lanoga tiene diez –prosiguió la mujer del jefe de la Cavema– Luego vienen uno de ocho, uno de seis, uno de dos y la pequeña. Ésta sólo tiene unas cuantas lunas, quizá medio año. Tremeda tuvo otro que ahora contaría cuatro años, pero murió.
–Temo que ésta pueda morir también. La he examinado, y su salud no es buena. Ya sé que dijiste que la comida se compartía, pero ¿qué pasa con los bebés que necesitan leche? ¿Están dispuestas a compartir su leche las mujeres Zelandonii?
–Si no se tratara de Tremeda, te diría que sí sin dudarlo –contestó Proleva.
–Esta criatura no es Tremeda –precisó Ayla–. No es más que una niña desamparada. Si yo hubiese dado ya a luz a mi hijo, no dudaría un solo instante en ofrecerle mi leche, pero cuando nazca, es posible que ella ya esté muerta. Incluso cuando haya nacido el tuyo podría ser ya demasiado tarde.
Proleva inclinó la cabeza y, sorprendida, sonrió.
–¿Cómo lo has sabido? No se lo había dicho a nadie.
Esta vez fue Ayla la sorprendida. No pretendía hacer suposiciones. Era una prerrogativa de la madre anunciar que esperaba un niño.
–Soy curandera –dijo–. He ayudado a algunas mujeres a parir y conozco los síntomas del embarazo. No quería hablar hasta que lo hicieses tú. Pero sufro por la niña de Tremeda.
–Ya lo sé. No te preocupes, Ayla. Igualmente pensaba decírselo todo el mundo –ase–guró Proleva–, pero no sabía que también tú esperases un niño. Eso quiere decir que nuestros hijos nacerán con poco tiempo de diferencia. Me alegro –guardó silencio un momento y, después de reflexionar, añadió–: Te diré lo que podríamos hacer: invitaré a venir a las mujeres con niños pequeños o a punto de dar a luz. Son las únicas cuya leche aún no se ha ajustado a las necesidades de sus bebés, y todavía tienen de sobra. Entre las dos podremos convencerlas para que alimenten a la niña de Tremeda.
–Si lo hacen entre varias, no supondrá una carga para ninguna –dijo Ayla, y añadió frunciendo el entrecejo–: El problema es que la niña necesita algo más que leche. Necesita que la cuiden mejor. ¿Cómo puede haber dejado Tremeda a un bebé tanto tiempo con una niña que tiene sólo diez años? –comentó Ayla–. Por no hablar ya de los otros niños. Eso es demasiado esperar de una criatura tan pequeña.
–Seguramente la cuida mejor Lanoga que Tremeda.
–Pero eso no significa que una niña de su edad deba encargarse de algo así –insistió Ayla–. ¿Y Laramar, qué? ¿Por qué no ayuda un poco? Tremeda es su compañera, ¿no? Son los hijos de su hogar.
–Muchos de nosotros nos hemos hecho la misma pregunta –dijo Proleva–. No conocemos la respuesta. Mucha gente ha hablado con Laramar, incluidos Joharran y Marthona. No ha servido de nada. A él le trae sin cuidado lo que diga la gente. Sabe que, haga lo que haga, todo el mundo quiere su bebida. Y Tremeda es aún peor, a su manera. Está enferma a causa de la barma, tan a menudo que a duras penas se da cuenta de la situación en la que se encuentra. Ninguno de los dos se preocupa de los niños. No sé por qué la Gran Madre Tierra no deja de darles uno tras otro. Nadie sabe qué hacer, se percibía frustración y tristeza en la voz de la mujer alta y atractiva emparejada con el jefe de la Caverna.
Ayla no sabía qué decir, sólo sabía que tenía que hacer algo.
–Bueno, una cosa sí podemos hacer. Podemos hablar con esas mujeres para que amamanten a la niña. Para empezar, ya es algo –guardó el vaso en la bolsa que llevaba colgada y se puso en pie–. Ahora sí que debo irme.
Cuando Ayla salió de la morada de Proleva no volvió directamente a la de Zelandoni. Estaba preocupada por Lobo, y quería pasar antes por casa de Marthona. Cuando llegó estaba allí toda la familia, incluido Lobo. El animal se abalanzó sobre ella, tan contento de verla que Ayla casi cayó a tierra cuando el gran lobo levantó las patas delanteras y las plantó en sus hombros. Pero como ella lo había visto venir, logró mantener el equilibrio. Le permitió hacer su salutación canina a ella como jefa de la manada lamiéndole el cuello y rodeando su mandíbula suavemente con los dientes. Luego ella le agarró con delicadeza la piel de la cabeza con las dos manos y le mordió también con suavidad la mandíbula. Contempló aquellos ojos que la miraban con adoración, y frotó su cara contra la piel del animal. También ella se alegraba de verle.
–Aún me asusto cuando le veo hacerte eso, Ayla –comentó Willamar levantándose del almohadón.
–Antes, a mí también me daba miedo –dijo Jondalar–. Pero ahora confío plenamente en Lobo, y ya no sufro por ella. Sé que no le hará ningún daño, y he visto lo que es capaz de hacer a las personas que intentan agredirla; pero reconozco que esa manera suya de saludar todavía me sorprende a veces.
Cuando Willamar se acercó, los dos se rozaron las mejillas rápidamente. A esas alturas Ayla había aprendido ya que ese gesto era un saludo informal obligado entre miembros de una familia o amigos íntimos.
–Lástima que no haya podido ir esta mañana contigo a ver a los caballos –dijo Folara mientras las dos se saludaban de la misma manera.
–Tendrás tiempo de sobra para conocerlos –afirmó Ayla, y después rozó la mejilla de Marthona con la suya.
El saludo con Jondalar fue parecido pero más largo e íntimo, más bien un abrazo.
–He de volver a ayudar a Zelandoni –anunció Ayla–, pero he venido porque estaba intranquila por Lobo. Me alegro de que haya vuelto aquí. Eso quiere decir que ya sabe que esto es su casa aunque yo no esté.
–¿Cómo se encuentra Bologan? –preguntó Marthona.
–Se ha despertado y ya puede hablar. Acabo de decírselo a Joharran –Ayla no sabía si hablar de su preocupación por cómo estaba siendo cuidada la hija de Tremeda. Aún era forastera, y quizá si planteaba ese tema podían considerar que estaba haciendo una crítica a la Novena Caverna, Pero es que nadie más parecía al corriente de la situación, y si ella no lo planteaba, ¿quién lo haría?–. He hablado con Proleva de un asunto que me preocupa.
La familia de Jondalar la miró con curiosidad.
–¿Qué? –preguntó Marthona.
–¿Sabíais que a Tremeda se le ha retirado la leche? No ha vuelto a casa desde el entierro de Shevonar y ha dejado al bebé ya los otros niños a cargo de Lanoga, para que los cuide y alimente. La niña sólo tiene diez años y no puede amamantar a su hermana. Lo único que come la pequeña son raíces chafadas. Necesita leche, ¿Cómo puede crecer un bebé sin leche? ¿Y dónde está Laramar? ¿Se preocupa por sus hijos? –Ayla habló sin detenerse ni siquiera para tomar aliento.
Jondalar los observó a todos. Folara estaba impresionada; Willamar parecía un poco aturdido, y a Marthona todo aquello la había cogido desprevenida, cosa que no le gustaba en absoluto. Al ver sus expresiones tuvo que disimular una sonrisa. No le sorprendía la reacción de Ayla ante las necesidades de un desvalido, pero sabía que Laramar, Tremeda y su familia eran un problema para la Novena Caverna desde hacía tiempo. Mucha gente hablaba del asunto; Ayla simplemente lo había sacado a la luz.
–Proleva me ha dicho que no sabía que a Tremeda se le había retirado la leche –prosiguió Ayla–. Reunirá a las mujeres que pueden ayudarnos, les explicaremos cuáles son las necesidades de la pequeña y les pediremos que le den un poco de su leche. Creo que debemos proponérselo a las madres recientes ya las que están apunto de dar a luz. Es una Caverna tan poblada que debe de haber muchas mujeres que puedan colaborar a amamantar a un niño.
Jondalar sabía que podían hacerlo, pero no estaba seguro de si querrían, y se preguntó a quién se le habría ocurrido la idea. Se lo imaginaba, sabía que a veces las mujeres daban el pecho a otros niños aparte de los suyos, pero normalmente eran los de una hermana o una amiga, niños con los cuales estaban dispuestas a compartir su leche.
–Me parece una idea magnífica –aprobó Willamar.
–Suponiendo que estén dispuestas –añadió Marthona.
–¿Por qué no iban a estarlo? –preguntó Ayla–. Las mujeres Zelandonii no dejarán morir aun bebé por falta de leche, ¿no? Le he dicho a Lanoga que iré mañana por la mañana y le enseñaré a preparar más raíces chafadas para su hermana.
–¿Qué come un bebé aparte de leche? –preguntó Folara.
–Muchas cosas –contestó Ayla–. Si se raspa la carne cocida, se obtiene una sustancia blanda que puede comer un bebé, y pueden beber el líquido que queda después de hervir la carne. También les sientan bien los frutos secos chafados y mezclados con algún líquido y el grano molido muy fino y cocido. Pueden hervirse verduras hasta que queden muy blandas y hay frutas que sólo han de triturarse, pero antes deben extraerse las semillas. Yo pasaba el zumo de fruta a través de unos tallos de galio recién cogido. Tenía muchas espinas que se entrecruzan y retienen las semillas. Los niños pueden comer prácticamente todo lo que comen sus madres si es bastante blando y no tiene grumos.
–¿Cómo es que sabes tanto acerca de lo que pueden comer los bebés? –preguntó Folara.
Ayla se sonrojó, desalentada. No esperaba esa pregunta. Sabía que los recién nacidos podían alimentarse de otras cosas además de leche porque Iza le había enseñado a preparar comida para Uba cuando la mujer se había puesto enferma y se le había retirado la leche. Pero los conocimientos de Ayla se habían ampliado mucho cuando murió Iza, y ella quedó tan consternada por la pérdida de la única madre que había conocido que se le retiró la leche. A pesar de que las otras mujeres del pequeño clan de Brun en período de lactancia habían alimentado a Durc, Ayla había tenido que darle comida para saciarlo y para que creciera sano. Pero aún no estaba preparada para hablar de su hijo a la familia de Jondalar. Acababan de anunciarle que querían aceptarla como Zelandonii, pese a que la hubiera criado el pueblo al que ellos llamaban cabezas chatas y al que no consideraban humano. Nunca olvidaría el dolor que había sentido ante la primera reacción de Jondalar cuando ella le había dicho que tenía un hijo mezcla de las dos razas, de espíritus mixtos. Por el hecho de que el espíritu de aquellas personas que ellos consideraban animales se había mezclado con el suyo para iniciar una vida dentro de ella, la había mirado como si fuera una hiena repugnante y la había llamado abominación. Para él, ella era peor que el niño porque le había dado la vida. Desde entonces Jondalar había aprendido más cosas del Clan, y ya no pensaba del mismo modo, pero ¿y su gente, y su familia?
Pensó rápidamente: ¿qué diría la madre de Jondalar si supiese que su hijo quería unirse con una mujer que era una abominación? ¿Y Willamar, y Folara, y el resto de la familia? Ayla miró a Jondalar, y pese a que normalmente sabía discernir sus sentimientos interpretando la expresión de su rostro o su postura, esta vez le fue imposible. No supo qué quería que dijera.
La habían educado con la idea de que debía responder a una pregunta directa con una respuesta sincera. Desde entonces Ayla había descubierto que, a diferencia del Clan, los Otros, la gente como ella, eran capaces de decir cosas que no eran verdad. Incluso tenían una palabra para expresar eso. Lo llamaban «mentir». Por un momento pensó en salir del paso con una mentira, pero ¿qué podía decir? Estaba segura de que se darían cuenta si lo intentaba; no sabía mentir. A lo sumo, podía omitir alguna cosa, pero le resultaba difícil no contestar ante una pregunta directa.
Ayla siempre había supuesto que aquella gente acabaría descubriendo la existencia de Durc. Ella pensaba a menudo en su hijo, y sabía que llegaría un momento en que lo mencionaría sin darse cuenta o decidiría hablar de él. No quería mantener en secreto a Durc toda la vida. Era su hijo. Pero todavía no había llegado el momento de revelarlo.
–Sé preparar comida para bebés, Folara, porque al nacer Uba, a Iza se le retiró la leche muy pronto y me enseñó a hacer comida para su hija. Un bebé puede comer lo mismo que su madre si es blando y fácil de tragar –contestó Ayla.
Era la verdad pero no toda la verdad. Había omitido la existencia de su hijo.
–Has de hacerlo así, Lanoga –explicó Ayla–. Pasas el raspador por la carne. Extraes la esencia y eliminas la parte fibrosa. ¿Lo ves? Ahora inténtalo tú.
–¿Qué hacéis?
Ayla se sobresaltó al oír la voz de Laramar y se dio media vuelta.
–Estoy enseñando a Lanoga a preparar alimentos que pueda comer la pequeña porque su madre no tiene leche para alimentarla –respondió. Estaba segura de haber percibido una expresión de sorpresa en la cara del hombre. «O sea, que él tampoco lo sabía», pensó.
–¿Y eso por qué ha de preocuparte? No creo que le importe a nadie –repuso Laramar.
«A ti tampoco», pensó Ayla, pero se mordió la lengua.
–Sí que me importa, nos importa a todos. Pero los demás no lo sabían –dijo Ayla–. Lo descubrimos cuando Lanoga vino a avisar a Zelandoni de que Bologan se había hecho daño.
–¿Bologan se ha hecho daño? ¿Qué le ha pasado?
Ahora sí parecía sinceramente preocupado. «Proleva tenía razón –se dijo Ayla–. Quiere a su hijo mayor.»
–Bebió tu barma y...
–¡Bebió mi barma! ¿Dónde está? ¡Ya le enseñaré yo a beber mi barma! –gruñó Laramar.
–No es necesario –dijo Ayla–. Ya ha aprendido la lección. Se peleó con alguien y salió mal parado, o se cayó y golpeó con una piedra. Lo trajeron a casa y aquí lo dejaron. Lanoga lo encontró inconsciente y fue a buscar a Zelandoni. Ahora está en la morada de la donier. Estaba malherido y había perdido mucha sangre, pero con reposo y las debidas atenciones se recuperará. Pero no le quiere decir a Joharran quién le pegó.
–Ya me encargaré yo; sé cómo hacerle hablar –dijo Laramar.
–No hace mucho que vivo en esta Caverna, y no soy quién para darte consejos, pero creo que antes deberías hablar con Joharran. Está muy enojado y quiere saber quien lo hizo y por que. Bologan ha tenido suerte. Podría haber sido peor.
–Tienes razón. No eres quién para darme consejos –replicó Laramar–. Ya me encargaré yo.
Ayla calló. No podía hacer nada, salvo explicárselo a Joharran. Se volvió hacia la niña.
–Vamos, Lanoga, coge a Lorala y vámonos –dijo al tiempo que recogió su mochila mamutoi.
–¿Adónde vais? –preguntó Laramar.
–Vamos a bañarnos ya lavarnos un poco, antes de hablar con las mujeres sobre la lactancia de la pequeña. Les pediremos que den un poco de leche a Lorala –explicó Ayla–. ¿Sabes donde esta Tremeda?. También debería venir con nosotras.
–¿No está aquí?
–No. Ha dejado a los niños con Lanoga, y no ha vuelto desde el entierro de Shevonar. Por si te interesa los otros niños están con Ramara, Salova y Proleva en este momento.
Había sido Proleva quien había propuesto a Ayla que lavara a Lanoga y Lorala antes de que las vieran las mujeres. Las que tenían niños podían negarse a aceptar a una criatura sucia por temor a que ensuciara a sus hijos.
Lanoga cogió a la pequeña, y Ayla hizo una seña a Lobo que había observado las actividades medio escondido detrás de un tronco. Laramar no había visto al animal, y cuando Lobo se levantó y vio al poderoso carnívoro, abrió desmesuradamente los ojos y retrocedió unos pasos. Luego dirigió una falsa sonrisa a Ayla.
–¡Vaya animal tan grande! ¿Seguro que no es peligroso que se acerque a la gente, en especial a los niños? –preguntó.
«Los niños le traen sin cuidado –pensó Ayla interpretando el sutil lenguaje corporal del hombre–. Habla de los niños para dar a entender que yo hago algo que puede poner en peligro a los demás, y ocultar así su propio miedo». Otras personas habían expresado esa misma preocupación sin ofenderla, pero a ella no le gustaba que Laramar demostrase tan poca preocupación por los niños de quienes era responsable. Aquel hombre no era de su agrado, y sus objeciones le provocaron una reacción hostil.
–Lobo nunca ha puesto en peligro a un niño, la única persona a quien ha hecho daño ha sido a una mujer que me atacó –dijo Ayla mirándolo directamente a los ojos. Entre la gente del Clan una mirada tan directa habría constituido una amenaza. Añadió–: Lobo la mató.
Laramar retrocedió un paso más con una nerviosa sonrisa.
«¡Qué estupidez! –se dijo Ayla mientras salía hacia el porche acompañada de Lanoga, la pequeña y el Lobo–. No sé por qué lo he dicho» –miró al animal que trotaba confiadamente a su lado–. Me he comportado como la jefa de una manada de lobos, intimidando a un miembro poco importante del grupo. Pero esto no es una manada de lobos, ni yo soy la jefa. Laramar ya habla mal de mí; no hace ninguna falta que yo complique aún más las cosas.»
Cuando se dirigían hacia el extremo más bajo de la terraza, Ayla se ofreció a llevar al bebé un rato, pero Lanoga se negó, al tiempo que lo cambiaba de cadera. Lobo olfateó la tierra, y Ayla vio unas huellas de cascos. Los caballos habían pasado por allí. Iba a comentárselo a la niña, pero se abstuvo. Lanoga era poco habladora, y Ayla no quería incomodarla haciéndola conversar si no era ése su deseo.
En cuanto llegaron a la orilla del Río, Ayla empezó a detenerse de vez en cuando a examinar las plantas. Con un palo para excavar que llevaba colgado del cinturón, extrajo algunas plantas con las raíces. La niña la observaba. Ayla habría querido enseñarle las distintas características de la vegetación para que pudiera buscar las plantas ella misma, pero decidió esperar a que conociera el uso.
El canal lleno de agua de primavera que separaba la Novena Caverna de Río Abajo descendía desde el porche de piedra en forma de estrecha cascada y después se convertía en afluente del Río. Ayla se detuvo cuando llegó al agua que brotaba del canal que se había formado en la piedra caliza y caía por el lado en una cascada de líquido espumoso y borboteante. Bajo la cascada, unas piedras grandes se habían desprendido de la pared y habían creado una especie de presa, como un estanque. Una de las piedras formaba una balsa natural con plantas acuáticas.
El agua que llenaba la concavidad procedía sobre todo de la lluvia y también de las salpicaduras de la cascada. En verano, cuando llovía menos el nivel de la balsa bajaba, y Ayla supuso que el sol habría calentado el agua. Metió la mano. Como esperaba, la encontró tibia, quizá un poco fría, pero más caliente que el agua del estanque, y gracias a las plantas acuáticas el fondo de la balsa era blando.
Ayla dejó la mochila en el suelo.
–He traído comida. ¿Quieres dársela ahora a Lorala o después? –preguntó.
–Ahora –contestó Lanoga.
–De acuerdo, comamos ahora –accedió Ayla–. Llevo grano cocido, la carne que hemos raspado. He traído comida para todas. Incluso unos huesos para el lobo. ¿Qué utilizas para darle de comer a tu hermana?
–La mano –respondió Lanoga.
Ayla le miró las manos sucias. Ya debía haber dado de comer a niña con las manos sucias muchas veces, pero de todas maneras decidió enseñarle a lavárselas. Levantó las plantas que había recogido por el camino.
–Lanoga, ahora te enseñaré para qué sirve esta planta –dijo Ayla. La niña las observó– Se llama jabonera, y hay muchas variedades. Algunas van mejor que otras. Primero le quitaremos la tierra en el arroyo –explicó enseñando a Lanoga cómo debía lavar las plantas. Después buscó una piedra dura y un sitio plano en una de las rocas caídas cerca de la balsa–. A continuación han de chafarse las raíces. Basta con triturarlas, pero si se remojan es posible extraer toda la sustancia.
La niña miraba atentamente, pero no decía nada. Ayla sacó una cestita tupida de la mochila y fue hacia la balsa.
–Sólo con agua a veces cuesta eliminar la suciedad, y con la jabonera es más fácil. El agua de esta balsa está más caliente que el agua del río. ¿Quieres probarla?
–No lo sé –contestó la niña mirándola como si no acabase de entenderla.
–Ven y mete la mano en el agua –instó Ayla. La niña se acercó e introdujo en el agua la mano libre.
–¿Verdad que está más caliente? ¿Te gusta la sensación? –preguntó Ayla.
–No lo sé –respondió Lanoga.
Ayla puso un poco de agua tibia en la cesta, añadió la jabonera chafada y lo mezcló todo con la mano. Entonces cogió unas fibras de 1a planta chafada y se frotó las manos.
–Lanoga, deja al bebé, coge un poco de jabonera y haz lo mismo que yo –indicó Ayla.
La niña la observó, dejó a su hermana en el suelo junto a sus pies y lentamente cogió un poco de jabonera. La mojó y se restregó las manos. Salió un poco de espuma, una momentánea expresión de interés iluminó el rostro de Lanoga. Las fibras de jabonera no producían mucha espuma, pero sí la suficiente para lavarse las manos.
–La jabonera es resbaladiza y hace un poco de espuma –dijo Ayla–. Ahora acláratelas, así. ¿Ves qué limpias tengo las manos ahora?
La niña hundió las suyas en el agua y luego se las miró. Otra expresión de interés asomó a su cara.
–Ahora podemos comer. Ayla fue hacia la mochila y sacó unos paquetes. Uno era un cuenco de madera pulida con tapa, atado con un cordel. Desató el cordel, retiró la tapa y tocó con la punta del dedo el contenido.
–Todavía está caliente –dijo enseñándole la masa coagulada de granos cocidos de distintas variedades y luego picados–. Recogí este grano el otoño pasado cuando Jondalar y yo estábamos de viaje. Hay semillas de centeno y trigo y también de cebada. He añadido una pizca de sal al agua antes de cocerlas. Las semillas negras pequeñas son de una planta que yo llamo ajedrea, pero tiene otro nombre en zelandonii. Las hojas también son comestibles. He preparado esto para Lorala. Me parece que hay suficiente también para ti y para mí, pero probemos antes si le gusta la carne que hemos raspado.
La carne estaba envuelta en grandes hojas de plantas. Ayla se la entregó a Lanoga y la observó para ver qué hacía. La niña abrió el paquete, extrajo un poco de aquella sustancia pulposa con los dedos, y la acercó a la boca del bebé que volvía a tener apoyado en la cadera. La pequeña abrió la boca de inmediato, pero el sabor la sorprendió. Se paseó la comida por la boca, examinando el gusto y la textura, y cuando finalmente se la tragó volvió a abrir la boca pidiendo más. Recordaba a un pajarito.
Lanoga sonrió. Ayla se dio cuenta de que era la primera vez que la veía sonreír. Lanoga dio el resto de la carne a su hermana y después empezó con los cereales. Primero los probó ella, después puso un poco en la boca de su hermana. Las dos observaron la reacción del bebé al nuevo sabor. Con una expresión de intensa concentración, saboreó el pastoso preparado, masticándolo un poco. Tras pensárselo un momento se lo tragó, y luego volvió a abrir la boca para que le dieran más. Ayla se quedó asombrada de todo lo que comió la pequeña; Lanoga no había dejado de darle hasta que su hermana dejó de abrir la boca.
–Si le das a Lorala una cosa para coger, ¿se la lleva a la boca? –preguntó Ayla.
–Sí –contestó la niña.
–He traído un trozo de hueso de la médula. Conocí a un niño que le encantaba cuando era bebé –dijo Ayla Con una sonrisa de afecto y pena provocada por el recuerdo–. Dáselo, a ver qué hace –Ayla le tendió el trozo de hueso de ciervo, Con un orificio en el centro lleno de sabrosa médula. En cuanto Lanoga le dio el hueso, la pequeña se lo metió en la boca volvió a adoptar una expresión de sorpresa mientras examinaba el sabor y enseguida comenzó a chuparlo–. Ahora déjala en el suelo y come tú también, Lanoga.
Lobo había estado observando a la pequeña a unos metros de distancia, donde Ayla le había ordenado que permaneciera. Se arrastró poco a poco hacia el bebé que habían dejado sentado sobre la hierba, y que emitía sonidos infantiles. Lanoga miró por un momento a Lobo y se volvió hacia Ayla con cara de preocupación. Hasta ese instante ni siquiera se había fijado en la presencia del animal.
–A Lobo le encantan los niños –explicó Ayla–. Quiere jugar con ella, pero me parece que el hueso podría desorientarlo. Si ella lo deja caer, Lobo puede pensar que está dándoselo. He traído un hueso con un poco de carne para él. Se lo daré allí, al lado del río, para que lo devore mientras nosotras comemos.
Ayla sacó de la mochila un paquete grande envuelto en piel que contenía unos pedazos de carne de bisonte asada y un hueso crudo de grandes dimensiones todavía con jirones de carne seca y parduzca adheridos. Se levantó, hizo una seña a Lobo para que la siguiese y se acercó al arroyo. Allí le entregó el hueso. El animal se quedó royéndolo con satisfacción.
Cuando regresó al lado de la niña, sacó otras cosas de la mochila. Llevaba distintas clases de comida. Además de la carne y los cereales tenía aún algunas sobras del viaje. Había algunos trozos secos de raíces feculentas, piñones asados, avellanas con la cáscara, y rodajas de manzana seca, agrias y sabrosas.
Mientras comían, Ayla habló con la niña.
–Lanoga, te he dicho que iríamos a bañarnos y a lavarnos un poco antes de ir a ver a las mujeres, pero quiero explicarte por qué. Sé que has hecho todo lo que has podido para alimentar a Lorala, pero para crecer sana ella necesita alguna cosa más que raíces chafadas. Te he enseñado a preparar otras cosas para alimentarla, como trocear la carne para que pueda comérsela aunque no tenga dientes. Pero lo que ella más necesita es leche, aunque sólo sea un poco –continuó Ayla. La niña la observaba sin dejar de comer, pero guardaba silencio–. Donde yo me crié, las mujeres alimentaban a veces a los recién nacidos o lo hacían entre todas, amamantándolo por turnos. Proleva me ha dicho que las Zelandonii también se ayudan en estos casos, pero normalmente sólo cuando los niños son de la familia o de amigos íntimos. Tu madre no tiene hermanas ni primas que estén dando de mamar, por eso quiero pedir a las otras mujeres que estén amamantando ya o que vayan a hacerlo dentro de poco que nos ayuden. Pero las madres son muy protectoras con sus hijos. No les gustaría llevarse al pecho a un bebé que estuviera sucio u oliera mal, y después tener que amamantar a su propio hijo.
»Tenemos que lavar a Lorala para que esté fresca y guapa a la hora de enseñársela a las otras madres. Usaremos la jabonera con la que nos hemos lavado las manos. Te enseñaré cómo bañarla, porque deberás mantenerla siempre bien limpia, y como seguramente serás tú quien se la lleve a la mujer que la amamante, también tendrás que bañarla tú. Te he traído un poco de ropa. Me la ha dado Proleva. Ya está usada, pero está limpia. A su dueña se le ha quedado pequeña –Lanoga no contestó y Ayla no llegó a comprender por qué hablaba tan poco. Preguntó–: ¿Me has entendido?
Lanoga asintió con la cabeza y siguió comiendo, lanzando alguna que otra mirada a su hermana, que aún roía el hueso de la médula. Ayla pensó que a la niña le deleitaban los alimentos que le ofrecían para la nutrición que le faltaba. Las raíces feculentas hervidas no bastaban para un niño en pleno crecimiento. Cuando Lanoga quedó harta, la pequeña parecía adormilada, y Ayla decidió que debían lavarla enseguida antes de que se durmiese por completo. Apartó los recipientes y se levantó. Entonces notó mal olor. La niña también lo notó.
–Se ha ensuciado –dijo Lanoga.
–En el arroyo hay musgo. Limpiémosla antes de bañarla –propuso Ayla.
La niña la observó. Ayla cogió a la pequeña, que se sorprendió, pero no protestó. La acercó al arroyo, se agachó en la orilla, arrancó un puñado de musgo adherido a las rocas, lo sumergió en el agua y, sosteniendo a la niña con el brazo usó el musgo para limpiarle el trasero. Con otro puñado, repitió la operación. Mientras la examinaba para asegurarse de que quedaba limpia, la pequeña se orinó. Ayla la sostuvo en alto hasta que terminó, la limpió de nuevo y se la devolvió a Lanoga.
–Llévala a la balsa, Lanoga. Tenemos que bañarla. ¿Por qué no la dejas allí? –sugirió Ayla indicando la concavidad de la piedra llena de agua.
La niña la miraba desconcertada, con el entrecejo fruncido, pero no se movía. Ayla la observó con atención. No creía que la pequeña fuese retrasada pese a que apenas hablaba; parecía más bien que no sabía qué se esperaba de ella. De repente recordó la época en que acababa de ser adoptada por el Clan y no sabía qué tenía que hacer, y eso la indujo a pensar. Había notado que la niña aparentemente respondía mejor a las órdenes directas.
–Lanoga, deja a la niña en el agua –dijo. No era una petición, sino una afirmación, casi una orden.
Lanoga se acercó lentamente a la concavidad de la piedra y alzó a la niña desnuda que sostenía en la cadera, pero la pequeña parecía reacia a dejar a su hermana. Ayla cogió a Lorala por detrás, sujetándola por debajo de las axilas de manera que quedase de cara a Lanoga, con los pies colgando, y poco a poco la colocó sentada dentro del agua, en la piedra.
El agua tibia fue una nueva sensación para la pequeña, que la impulsó a explorar su alrededor. Metió la mano en el agua, la sacó y se la miró. Volvió a intentarlo y se salpicó por casualidad, cosa que la intrigó; después sacó la mano y se la metió en la boca.
«Al menos, no llora –pensó Ayla–. Buena señal.»
–Mete la mano en la cesta Lanoga, y verás qué jabonosa está el agua –la niña hizo lo que le pedían–. Ahora coge un poco y utilízala para restregar a Lorala.
Mientras la frotaban con el líquido jabonoso, la pequeña se quedó quieta con la frente un poco arrugada. Era una sensación nueva, pero no del todo desagradable.
–Ahora tenemos que lavarle la cabeza –dijo Ayla, que sabía que eso sería más problemático–. Empezaremos frotándole la nuca con un poco de jabonera. Tú puedes lavarle las orejas y el cuello.
Ayla observó a la niña y vio que bañaba a su hermana con seguridad y que cada vez parecía más tranquila. De pronto, la asaltó un pensamiento: «Yo no era mucho mayor que Lanoga cuando tuve a Durc. Quizá tenía uno o dos años más que ella, como mucho. Pero yo contaba con Iza, que me enseñaba a cuidarlo».
–Ahora tiéndela boca arriba, aguantándole la cabeza con una mano para que no se le moje la cara, y lávale el pelo con la otra mano –indicó Ayla. Ayudó a Lanoga a colocar a la pequeña. Lorala se resistió un poco, pero la niña la manejaba con firmeza, y la pequeña no protestó por el agua tibia una vez que se sintió sumergida y segura en manos de su hermana. Ayla la ayudó a lavarle el pelo y después, con las manos todavía jabonosas, le lavó las piernas y el trasero. Ya estaba casi toda ella sumergida en el agua que empezaba a estar un tanto turbia–. Ahora lávale la cara con mucho cuidado, sólo con las manos y el agua. Que no le entre nada en los ojos. No le haría daño, pero le molestaría.
Cuando terminaron volvieron a sentar a la pequeña. Ayla sacó de la mochila una piel amarillenta y suave plegada, la extendió, sacó a la criatura del agua y la envolvió. Se la entregó nuevamente a Lorala.
–Ten, ya está bien limpia –notó que la niña frotaba la piel suave de la toalla–. Es agradable y esponjosa, ¿verdad?
–Sí –contestó Lanoga mirando a la mujer.
–Me la regalaron durante el Viaje. Unas personas conocidas como los Sharamudoi, famosos por las suaves pieles de gamuza que elaboran. Las gamuzas son animales que viven en las montañas cerca de su territorio. Se parecen a las cabras, pero son más pequeñas que un íbice. ¿Sabes si hay gamuzas por aquí, Lanoga?
–Sí –respondió la niña. Ayla esperó sonriente. Había descubierto que Lanoga respondía a las preguntas u órdenes directas, pero no sabía cómo continuar una conversación. No sabía cómo hablar con otra persona. Ayla siguió esperando con una sonrisa en la boca. Lanoga arrugó la frente y por fin dijo–: Unos cazadores trajeron una.
«¡Sabe hablar! Ha pronunciado una frase voluntariamente», pensó Ayla, encantada. Sólo necesitaba un pequeño empujón.
–Puedes quedártela si quieres –ofreció Ayla.
En el rostro de Lanoga se manifestó una serie de estados de ánimo que Ayla no preveía. Primero se le iluminó la mirada, después expresó duda y, finalmente, miedo. Luego frunció el entrecejo y movió la cabeza en un gesto de negación.
–No. No puedo.
–¿Quieres la piel?
La niña bajó la vista.
–Sí.
–Entonces, ¿por qué no puedes quedártela?
–No puedo quedármela –declaró la niña, insegura–, no me dejarían. Me la quitarían.
Ayla empezó a entender.
–¿Sabes qué haremos? Tú me la guardas, y así la tendrás si necesitas usarla.
–Me la quitarán –repitió Lanoga.
–Si alguien te la quita me lo dices, y yo iré a recuperarla –dijo Ayla. Lanoga hizo ademán de sonreír, pero arrugó la frente y volvió a negar con la cabeza. –Se enfadarán.
Ayla asintió.
–Ya lo entiendo. La guardaré yo, pero siempre que quieras usarla, para Lorala o para ti, puedes venir a buscarla. Si alguien intenta quitártela, le dices que es mía.
Lanoga quitó la piel que envolvía a su hermana y se la entregó a Ayla, después la dejó desnuda sobre la hierba.
–La ensuciará –dijo.
–No importa. La lavamos y listo. Envuélvela. Es más suave que la hierba –insistió Ayla. Extendió la toalla en el suelo y colocó encima a la niña notando que conservaba un ligero y agradable olor a ahumado.
Después de lavar y raspar una piel, se adobaba, a menudo con el cerebro del animal; luego se trabajaba y se estiraba mientras iba secándose, hasta obtenerse un acabado suave y con un poco de pelusa. Entonces la piel casi blanca se tostaba sobre un fuego humeante. La leña y el resto del combustible que se quemaba, determinaba el color de la piel –normalmente tostado con un matiz pardo o amarillento– y en cierta medida la textura de la pieza acabada. Sin embargo, el tostado no se hacía inicialmente por el color, sino para conservar la elasticidad. Una piel podía ser flexible antes de tostarla, pero si se mojaba y volvía a trabajarse y estirarse, quedaba dura y rígida. En cambio una vez que el humo revestía las fibras de colágeno se producía una transformación que mantenía la piel flexible incluso después de lavarla. Era el proceso de tostado con humo lo que hacía realmente útiles las pieles de animales.
Ayla notó que a Lorala se le cerraban los ojos. Lobo había terminado el hueso y se había acercado un poco mientras lavaban a la pequeña, dominado por la curiosidad e incapaz de mantenerse a distancia. Ayla lo vio. Le hizo una seña para que se acercase más, y el lobo corrió hacia ellas.
–Ahora nos toca bañamos a nosotras –dijo Ayla, y miró al animal. No era la primera vez que dejaba al lobo vigilando a un bebé dormido. Lanoga puso cara de preocupación– Se quedará aquí y vigilará que no le pase nada, y nos avisará si se despierta. Nosotras estaremos en aquel estanque que hay detrás de la presa formada por las rocas. Podrás verlo. Nos lavaremos como hemos lavado a Lorala pero nuestra agua estará más fría –añadió Ayla con una sonrisa.
Recogió la mochila y la cesta con la jabonara en remojo antes de encaminarse hacia el estanque. Se desnudó y se adentró en el agua ella primero. Hizo una demostración de cómo lavarse y ayudó a Lanoga a enjabonarse el pelo. Después del baño, cogió otros dos trozos de piel para secarse, y un peine de púas largas que le había prestado Marthona. Después de secarse desenredó el cabello a Lanoga y con otro peine se peinó también ella.
A continuación extrajo una túnica del fondo de la mochila. Estaba usada, pero no muy gastada. Parecía nueva y tenía una sencilla ornamentación a base de flecos y cuentas. Lanoga la contempló fascinada y la tocó. Sonrió cuando Ayla le dijo que se la pusiera.
–Quiero que te la pongas para ir a ver a las mujeres –dijo. La niña ni protestó ni se hizo rogar; de hecho, ni siquiera despegó los labios–. Deberíamos irnos ya, se hace tarde. Deben de estar esperándonos.
Emprendieron el camino de regreso hacia la terraza de piedra y una vez allí se dirigieron hacia el área de viviendas y concretamente hacia la morada de Proleva. Lobo las acompañaba, y cuando Ayla se dio la vuelta para ver si las seguía, vio que el animal volvía la vista atrás. Siguió su mirada y vio a un hombre y una mujer a cierta distancia. La mujer se tambaleaba. El hombre caminaba junto a ella, pero no muy cerca, aunque en una ocasión sujetó a la mujer para que no se cayese. Cuando la vio dirigirse hacia la morada de Laramar, Ayla advirtió que era Tremeda, la madre de Lanoga y Lorala.
Por un momento pensó si convenía ir a buscarla para que también ella estuviera presente en la reunión con las mujeres, pero descartó la idea. Seguramente éstas serían más comprensivas con una niña preciosa y un bebé limpio que con una mujer que debía estar borracha.
Continuó caminando, pero siguió mirando al hombre, que no se había desviado como la mujer, sino que había seguido avanzando.
Algo en su figura y en su forma de andar le resultaba familiar. Él la vio y la observó mientras se acercaba. Cuando lo tuvo más cerca lo identificó enseguida. Era Brukeval, y aunque a él no le gustase, lo que Ayla veía era la constitución robusta y los movimientos seguros de un hombre del Clan.
Brukeval le sonrió como si se alegrara sinceramente de verla, y ella le devolvió la sonrisa antes de darse la vuelta y empujar a Lanoga y la pequeña en dirección a la morada de Proleva. Lanzó un breve vistazo atrás y descubrió que la sonrisa del hombre se había convertido en una expresión de ira, como si ella lo hubiera molestado de algún modo. No lo comprendió.
«Me ha visto y se ha apartado, no ha podido esperarse y saludarme –pensó Brukeval–. Creí que ella sería distinta».
–Ya viene –anunció Proleva.
Había salido de la morada para ir en busca de Ayla y se alegró de verla al1í. Temía que las mujeres que había invitado se aburrieran y, pese a su curiosidad, empezaran a poner excusas para marcharse. Únicamente les había dicho que Ayla quería hablar con ellas. El hecho de que la compañera del jefe de la Caverna les hubiera pedido que entraran en su vivienda fue un incentivo más. Proleva mantuvo la cortina abierta e invitó a pasar a las niñas y a Ayla, que hizo una seña a Lobo para que volviera a casa y luego instó a Lanoga a que pasara delante.
Dentro había nueve mujeres, con lo cual la morada parecía pequeña y abarrotada. Seis iban acompañadas de sus hijos, todos recién nacidos o de pocos meses de edad; tres estaban en avanzado estado de gestación. Además, dos niños algo mayores gateaban por el suelo. Todas se conocían en mayor o menor medida –algunas sólo de pasada, y dos eran hermanas–, pero la conversación era fluida. Compararon a sus hijos y comentaron los detalles íntimos del parto, la lactancia y el aprendizaje necesario para convivir en el hogar con un nuevo y a menudo exigente individuo. Dejaron de hablar y, con expresión de sorpresa, dirigieron sus miradas hacia las recién llegadas.
–Ya conocéis todas a Ayla, así que me ahorraré las presentaciones largas y formales –dijo Proleva–. Ya os presentaréis vosotras mismas más tarde.
–¿Quién es la niña? –preguntó una mujer. Era más mayor que las demás, y uno de los niños que estaba en el suelo se levantó y se acercó a ella al oír su voz.
–¿Y el bebé? –preguntó otra. Proleva miró a Ayla, que al entrar se había sentido un tanto abrumada por la presencia de tantas madres, y era evidente que no eran tímidas. No obstante, sus preguntas le dieron pie para empezar.
–Ésta es Lanoga, la hija mayor de Tremeda. La otra es Lorala, su hija más pequeña –explicó Ayla, convencida de que algunas de ellas ya debían conocer a las niñas.
–¡Tremeda! –exclamó la mujer que parecía ser la mayor–. ¿Ésas son hijas de Tremeda?
–Sí, ¿no las reconocéis? Pertenecen a la Novena Caverna –dijo Ayla. Entre las mujeres se produjo un murmullo cuando comenzaron a hablar en susurros. Ayla captó comentarios tanto acerca de su acento poco común como acerca de las niñas.
–Lanoga es su segunda hija, Stelona –dijo Proleva–. Seguramente te acuerdas de cuando nació; tú ayudaste en el parto. Lanoga, ¿por qué no vienes con Lorala y te sientas aquí, a mi lado?
Las mujeres observaron a la niña que alzaba a su hermana, hasta ese momento apoyada en su cadera, y se encaminaba hacia la compañera del jefe de la Caverna; luego se sentó con Lorala en el regazo. Eludía la mirada de las otras mujeres, manteniendo la vista fija en Ayla, que le sonreía.
–Lanoga vino a buscar a Zelandoni porque Bologan se había hecho daño. Al parecer, se había peleado con alguien y tenía una herida en la cabeza –comenzó a explicar Ayla–. Fue entonces cuando descubrimos un problema mayor. Esta niña pequeña no debe de contar más que unas pocas lunas, y a su madre se le ha retirado la leche. Lanoga ha estado cuidándola, pero sólo sabía prepararle para comer raíces cocidas y chafadas –notó que las mujeres estrechaban con más fuerza a sus hijos. Era una reacción que cualquiera podía interpretar, e indicaba que empezaban a formarse una idea de adónde quería ir a parar–. Yo vengo de un sitio muy alejado del territorio de los Zelandonii, pero al margen de nuestro lugar de procedencia y de la gente con quien nos criemos, hay una cosa que sabe todo el mundo: un bebé necesita leche. Entre la gente con la que crecí, cuando una mujer se quedaba sin leche, las otras contribuían a alimentar al recién nacido –todas sabían que Ayla se refería a los que ellos llamaban «cabezas chatas», considerados animales por la mayoría de los Zelandonii–. Incluso las mujeres con niños mayores, a quienes no sobraba apenas leche, ofrecían el pecho al bebé de vez en cuando. En una ocasión, una joven se quedó sin leche, y otra mujer, que tenía más que suficiente para su propio hijo, trató al otro bebé casi como al suyo, y los amamantó como si los dos hubieran nacido juntos.
–¿Y qué pasará con nuestros propios hijos? ¿Y si a una mujer no le sobra leche para esa niña? –preguntó una de las embarazadas. Era muy joven, y posiblemente primeriza.
Ayla sonrió. Luego miró a las otras mujeres y se dirigió a todas:
–¿No es asombroso cómo aumenta la cantidad de leche de la madre para adaptarse a sus necesidades? Cuanto más da de mamar, más leche produce.
–Eso es verdad, y ocurre sobre todo al principio –afirmó desde la entrada una voz que Ayla reconoció. Se volvió y sonrió a la mujer alta y voluminosa–. Lamento no haber podido llegar antes, Proleva. Laramar ha venido a ver a Bologan y ha empezado a interrogarlo. He desaprobado sus métodos y he ido a buscar a Joharran, pero al final, entre los dos, han conseguido sonsacarle algunas respuestas sobre lo ocurrido.
Las mujeres comenzaron a intercambiar nerviosos murmullos. Sentían mucha curiosidad y esperaban que Zelandoni entrara en detalles, pero sabían que de nada les serviría preguntar. La donier hablaría sólo si quería que ellas se enteraran. Proleva quitó un canasto alto y tupido, medio lleno de infusión, de encima de un bloque de piedra situado a un lado para dejarlo libre y cubrirlo después con una almohadilla; era el asiento permanente de Zelandoni en la morada del jefe de la Caverna, dedicado a otros usos cuando ella no estaba. Cuando la donier se sentó, le entregaron un vaso de infusión. Se lo tomó y sonrió a todas las presentes.
Si antes la estancia parecía llena de gente, tras sumarse la corpulenta mujer, daba la impresión de que ya no cabía un alma, pero aparentemente eso no molestaba a nadie. Asistiendo a una reunión con la compañera del jefe de la Caverna y la Primera Entre Quienes Servían a la Madre, las mujeres se sentían importantes. Ayla lo percibió vagamente, pero no había vivido allí el tiempo suficiente para interpretar la importancia que para aquellas mujeres tenía esa ocasión. Para ella Proleva y Zelandoni eran una pariente y una amiga de Jondalar. La donier miró a Ayla, alentándola a continuar.
–Proleva me explicó que entre los Zelandonii se reparte toda la comida. Le pregunté si las mujeres estarían dispuestas a compartir su leche. Me dijo que lo hacían a menudo con parientes y amigas, pero Tremeda, que se sepa, no tiene familia, así que no cuenta con una prima en período de lactancia –dijo Ayla, sin molestarse en mencionar siquiera a posibles amigas. Hizo una seña a Lanoga, que se levantó y se dirigió lentamente hacia ella con su hermana en brazos–. Aunque una niña de diez años esté capacitada para cuidar de un bebé, no puede amamantarlo. He empezado a enseñar a Lanoga a preparar comidas que pueden darse a un bebé, además de las raíces chafadas. Es una niña muy capaz; sólo necesita alguien que la enseñe. Aun así no basta con eso –Ayla se interrumpió y miró a las mujeres una por una.
–¿Las has lavado tú? –preguntó Stelona, la mujer de más edad.
–Sí. Hemos ido a1Río y nos hemos bañado, como hacéis vosotras –respondió Ayla. Luego añadió–: Me he enterado de que Tremeda no es vista con muy buenos ojos, y quizá haya razones para ello, pero este bebé no es Tremeda. Es sólo una niña que necesita leche, al menos un poco.
–Te seré franca –dijo Stelona, que se había convertido en la portavoz del grupo–. No me importaría amamantarla de vez en cuando, pero no estoy dispuesta a entrar en esa morada, ni me interesa demasiado ir a visitar a Tremeda.
Proleva volvió la cabeza para ocultar una sonrisa. «Ayla ha ganado –pensó–. Ya ha conseguido que se comprometa una de ellas; las otras no tardarán en ceder, o al menos la mayoría.»
–No os representará ningún esfuerzo –aseguró Ayla–. Ya he hablado de eso con Lanoga. Ella os llevará a su hermana; podemos establecer una rutina. Cuantas más mujeres ayuden, menor será el sacrificio para cada una.
–Bueno, trae aquí a esa niña –propuso la mujer–. Veamos si aún sabe tomar el pecho. ¿Cuándo dejó de mamar?
–En algún momento de la primavera –respondió Ayla–. Lanoga, déjale el bebé a Stelona.
La niña eludió la mirada de las otras mujeres mientras se acercaba a Stelona, que había entregado el niño que dormía en su regazo a la embarazada que tenía al lado. Con experta soltura, la mujer ofreció el pecho al bebé. La pequeña buscó a tientas con los labios por un momento, con visible ansiedad, pero obviamente no estaba ya familiarizada con la postura. No obstante, cuando Lorala abrió la boca, la mujer le metió el pezón. La niña jugó con él entre los labios durante un rato, pero finalmente empezó a succionar.
–¡Bueno, ya se ha cogido! –exclamó Stelona. Alrededor se produjo un generalizado suspiro de alivio, seguido de sonrisas.
–Gracias, Stelona –dijo Ayla.
–Supongo que es lo mínimo que puede hacerse –declaró la mujer–. Al fin y al cabo, esta criatura pertenece a la Novena Caverna.
–No es exactamente que las obligara a acceder por vergüenza –explicó Proleva–, pero les dio a entender que si no colaboraban, serían peores que los cabezas chatas. Ahora todas se sentirán orgullosas de haber obrado correctamente.
Apoyándose en un codo, Joharran se incorporó y miró a su compañera.
–¿Amamantarías tú a la hija de Tremeda? –preguntó. Proleva se volvió de lado y tiró del cobertor para taparse el hombro.
–Si alguien me lo pidiera, por supuesto –contestó–, pero reconozco que quizá no se me hubiera ocurrido organizar a las mujeres para que la amamantaran, como ha hecho Ayla, y aunque me avergüence, debo admitir que no sabía que a Tremeda se le hubiera retirado la leche. Según Ayla, Lanoga es una niña muy capaz, y sólo necesita a alguien que la enseñe. Y, desde Juego, debe tener razón, porque la niña ha mantenido con vida a esa pequeña y ha hecho más de madre de sus hermanos que la propia madre. Pero una niña de sólo diez años no debería verse obligada a hacer de madre de semejante prole. Ni siquiera ha pasado aún por sus Primeros Ritos. Lo ideal sería que alguien adoptara a ese bebé. Y quizá también a alguno de los otros niños de Tremeda.
–Tal vez encuentres a alguien dispuesto a llevarlos a la Asamblea Estival –sugirió Joharran.
–Ya me había planteado intentarlo, pero no creo que Tremeda haya dejado de tener hijos. La Madre suele dar más hijos a las mujeres que ya han tenido otros antes, pero por lo general espera a que una mujer acabe de amamantar para darle el siguiente niño. Según dice Zelandoni, ahora que Tremeda no amamanta, es muy probable que quede otra vez embarazada en menos de un año.
–Hablando de embarazos, ¿cómo te encuentras? –preguntó Joharran sonriéndole con cariño y satisfacción.
–Bien –respondió ella–. Por lo visto, ya he superado las náuseas, y no habré aumentado mucho de peso durante los calores del verano. Creo que voy a empezar a dar la noticia. Ayla ya se ha dado cuenta.
–Yo todavía no te noto nada, excepto que estás más hermosa... si eso es posible.
Proleva sonrió afectuosamente a su compañero.
–Ayla se disculpó por mencionarlo antes de que yo decidiera hacer pública la noticia; fue un desliz. Dijo que conocía bien los síntomas porque es una entendida en medicinas, que es como ella llama a veces a las curanderas. Ciertamente parece una curandera, pero cuesta creer que haya aprendido tanto de...
–Lo sé –convino Joharran–. ¿Es posible que quienes la criaron sean realmente como los que rondan por esta zona? Si es así, me parece preocupante. No los hemos tratado bien, y me pregunto por qué no han tomado represalias. ¿Y qué pasaría si un día decidiesen contraatacar?
–No creo que ahora debamos inquietarnos por eso –dijo Proleva–. Estoy segura de que aprenderemos sabiendo más cosas acerca de ellos a medida que conozcamos mejor a Ayla –guardó silencio, volvió la cabeza hacia donde dormía Jaradal y escuchó. Había creído oír algo, pero el niño estaba ya tranquilo. «Probablemente ha sido un sueño», pensó, y se volvió de nuevo hacia su compañero–. ¿Sabes que quieren hacerla Zelandonii antes de que salgamos hacia la Asamblea Estival para que sea ya de los nuestros antes de unirse a Jondalar?
–Sí, lo sé. ¿Te parece un poco prematuro? Da la impresión de que la conozcamos hace mucho tiempo, pero, en realidad, no hace tanto que ella y Jondalar llegaron –co–mentó Joharran–. Normalmente no me importa acceder a las propuestas de mi madre. No acostumbra hacer sugerencias a menudo, pese a que continúa siendo una mujer poderosa, y cuando las hace, generalmente se trata de algo razonable que a mí no se me había ocurrido. Cuando asumí la jefatura de la Caverna, me pregunté si realmente ella renunciaría por completo al mando, pero ella deseaba tanto como los demás que fuera yo el nuevo jefe, y siempre ha procurado no entrometerse. No obstante, no veo una razón de peso para otorgar ese reconocimiento a Ayla con tanta urgencia. En todo caso, se la considerará de los nuestros tan pronto como se una a Jondalar.
–Pero no será una Zelandonii por derecho propio, sino sólo como compañera de Jondalar –puntualizó Proleva–. A tu madre le preocupa el prestigio, Joharran. ¿Recuerdas el entierro de Shevonar? Como forastera, Ayla debería haberse colocado al final de la fila, pero Jondalar insistió en que él iría a su lado, dondequiera que la colocaran. Tu madre no quería que su hijo fuera por detrás de Laramar. Habría inducido a pensar que la mujer con la que iba a emparejarse tenía un rango insignificante. Luego Zelandoni declaró que el lugar de Ayla estaba entre los curanderos, y por eso se la situó al frente, pero Laramar no lo vio bien e importunó a Marthona.
–No estaba informado –admitió Joharran.
–El problema es que no sabemos cómo valorar el rango de Ayla –continuó Proleva–. Según parece, la adoptaron unos Mamutoi de elevada posición, pero ¿qué sabemos de ellos? No es lo mismo que si fueran Lanzadonii, ni Losadunai. Yo ni siquiera había oído hablar de ellos, aunque algunos sostienen que sí los conocen. ¡Y se crió entre los cabezas chatas! ¿Qué rango le da eso? Si no se le reconoce un alto rango, podría rebajar la categoría social de Jondalar, y eso tendría un efecto negativo en los títulos y lazos de todos nosotros, los de Marthona, los tuyos, los míos, los de todos sus parientes.
–No había pensado en eso –dijo Joharran.
–También Zelandoni insiste en que debe concedérsele ese reconocimiento. Trata a Ayla como si perteneciera a la zelandonia, como a una igual. No sé bien qué razones tiene, pero está decidida a conseguir que se la considere una mujer de elevada posición.
Proleva volvió otra vez la cabeza en dirección a su hijo al oír los sonidos que emitía. Era una reacción automática de la que ni siquiera se daba mucha cuenta. «Debe de tener sueños muy inquietos», pensó.
Joharran reflexionó sobre los comentarios de Proleva, complacido de que su compañera fuera perspicaz, además de estar bien preparada para su labor. Como jefe de la Caverna, ella era para él una verdadera ayuda, y valoraba en mucho sus dotes. En ese preciso momento agradecía especialmente su capacidad para desentrañar las motivaciones de su madre. A su manera, Joharran sabía escuchar y comunicarse con los demás, y por eso era un jefe competente, pero carecía de aquel sentido innato de Proleva para calcular las consecuencias y repercusiones de una situación.
–¿Bastará con que sólo nosotros demos nuestra aprobación? –preguntó Marthona inclinándose hacia adelante.
–Joharran es el jefe; tú eres consejera y ex jefa; Willamar es maestro de comercio...
–Y tú eres la Primera –completó Marthona–. Pero, rangos aparte, todos nosotros somos parientes, excepto tú, Zelandoni, y todo el mundo sabe que eres amiga.
–¿Quién se opondría?
–Laramar –Marthona seguía molesta y en cierto modo abochornada por el hecho de que Laramar le hubiera reprochado un incumplimiento del protocolo, y su irritación se reflejaba en su semblante–. Sacaría el asunto de quicio, sólo por crear problemas. Lo hizo ya en el entierro.
–Eso no lo sabía. ¿Qué hizo? –preguntó la corpulenta donier. Estaban las dos en la morada de ésta, tomándose una infusión y charlando. Zelandoni se alegraba de que por fin se hubiera marchado su último paciente, devolviéndole la intimidad y permitiéndole así meditar a solas y hablar en privado.
–Me dio a entender que Ayla debería haber ocupado el último lugar en la procesión.
–Pero es curandera, y su sitio estaba entre los zelandonia –afirmó la donier.
–Puede que sea curandera, pero, por más que su sitio esté entre los zelandonia, no es Zelandoni, y Laramar lo sabe.
–Pero ¿qué puede hacer ese hombre?
–Puede sacar a relucir la cuestión. Es miembro de la Novena Caverna. Quizá otros compartan su opinión, pero no se atreven a decirlo en voz alta. Si él lo plantea, esos otros pueden secundarlo. Creo que deberíamos conseguir la aprobación de más gente –propuso Marthona con tono concluyente.
–Puede que tengas razón. ¿A quiénes sugieres? –preguntó Zelandoni. Tomó un sorbo de infusión y frunció el entrecejo pensativamente.
–Stelona y su familia son una posibilidad –dijo la ex jefa–. Según Proleva, fue la primera en acceder a amamantar a la hija de Tremeda. Es una mujer respetada y apreciada, y no está emparentada con nosotros.
–¿Quién se lo pedirá?
–Podría ser Joharran, o yo misma, de mujer a mujer –respondió Marthona–. ¿Tú qué crees?
Zelandoni dejó el vaso, y las arrugas de su frente se hicieron aún más profundas.
–Creo que antes deberías hablar con ella, tantearla. Luego, si la notas predispuesta, debería planteárselo Joharran, pero no como jefe, sino como miembro de la familia. Así, no parecerá que presenta una solicitud oficial y utiliza su posición de jefe para coaccionarla. Será más bien como si estuviera pidiéndole un favor.
–Y se lo estará pidiendo –añadió Marthona.
–Naturalmente. Pero el hecho mismo de que sea el jefe quien hace la petición lleva implícita la fuerza del cargo. Todos conocemos su rango. No es necesario mencionarlo. Y ella podría considerar un halago que él le pida su colaboración. ¿La conoces bien?
–La conozco, sí. Stelona proviene de una familia solvente, pero no hemos tenido ocasión de relacionarnos en un plano personal. Proleva la conoce mejor. Fue ella quien la hizo ir a su casa cuando Ayla quería hablar sobre la niña de Tremeda. Sé que siempre está dispuesta a colaborar cuando hay que organizar reuniones o preparar comida, y siempre la veo ayudar cuando hay trabajo que hacer.
–Siendo así, debería acompañarte Proleva cuando vayas a ver a Stelona –aconsejó Zelandoni–. Pregúntale cuál es, en su opinión, la mejor manera de abordarla. Si tiende a colaborar y está dispuesta a ayudar, quizá deberías apelar a esa faceta de ella.
Las dos meditaron en silencio un momento mientras bebían a sorbos la infusión. Finalmente, Marthona preguntó:
–¿Prefieres una ceremonia de aceptación sencilla o algo más espectacular?
Zelandoni la miró y dedujo que Marthona tenía algún motivo para plantear la cuestión.
–¿Por qué lo preguntas? –Ayla me enseñó una cosa que posiblemente causaría un gran impacto si se maneja como es debido –respondió Marthona.
–¿Qué te enseñó?
–¿La has visto hacer fuego alguna vez? La voluminosa donier dudó apenas un instante y luego se recostó sonriendo.
–Sólo una vez, cuando lo necesitábamos para hervir agua y preparar una bebida calmante para Willamar después que recibió la noticia de la muerte de Thonolan. Dijo que me enseñaría la manera de hacer fuego tan rápido, pero admito que, con el funeral, los preparativos para la Asamblea Estival y todo lo demás, se me había olvidado.
–Una noche, cuando llegamos a casa, se había apagado el fuego, y ella y Jondalar nos hicieron una demostración –explicó Marthona–. Willamar, Folara y yo encendemos fuego a su manera desde entonces. Se necesita una cosa que ella llama «piedra del fuego» y, según parece, han encontrado piedras de esa clase cerca de aquí. No sé cuántas, pero suficientes para distribuirlas entre algunas personas más. ¿Por qué no vienes a casa esta noche? Me consta que tenían previsto mostrártelo, así que podrían hacerlo hoy. Mejor dicho, ¿por qué no compartes una comida con nosotros? Aún me queda un poco de aquel vino de la última cosecha.
–Por mí, encantada. Sí, iré.
–Has estado tan bien como siempre, Marthona –declaró Zelandoni dejando un vaso vacío junto a un cuenco casi limpio.
Estaban sentados en almohadones en torno a la mesa baja. Desde el principio de la comida, Jondalar miraba y sonreía a los demás creando en el ambiente la expectación de que iban a presenciar algo especialmente delicioso. La donier admitió que la actitud de Jondalar había despertado su curiosidad, aunque no tenía la menor intención de exteriorizarla.
Había alargado la comida recreándolos con historias y anécdotas, animando a Jondalar y Ayla a hablar de su Viaje e incitando a Willamar a contar las aventuras de sus expediciones. Había sido una grata velada para todos, pero Folara parecía a punto de reventar de impaciencia y Jondalar estaba tan ufano y satisfecho de sí mismo que a la donier, viéndolo, le entraban ganas de sonreír.
Willamar y Marthona estaban más acostumbrados a esperar hasta el momento oportuno; era una táctica utilizada a menudo en las negociaciones comerciales y los tratos con otras Cavernas. Ayla también parecía dispuesta a esperar, pero para La Que Era la Primera resultaba difícil sondear los verdaderos sentimientos de la joven. Aún no conocía lo suficiente a la forastera. Ayla era un enigma, pero eso la hacía más interesante.
–Si has acabado, desearíamos que te acercaras al hogar –dijo Jondalar con una nerviosa sonrisa.
La corpulenta mujer se levantó de la pila de almohadillas en la que estaba sentada y se dirigió hacia el hogar de cocinar. Jondalar se apresuró a coger los almohadones y fue a colocarlos junto al hogar; pero Zelandoni se quedó de pie.
–Será mejor que tomes asiento, Zelandoni –recomendó Jondalar–. Vamos a apagar el fuego y todas las luces, y esto quedará tan a oscuras como una cueva.
–Como tú quieras –respondió ella, y se sentó en los almohadones apilados.
Marthona y Willamar cogieron sus cojines y se sentaron también mientras los más jóvenes reunían todos los candiles y los colocaban alrededor del hogar, incluido –advirtió Zelandoni, un tanto sorprendida– el que alumbraba la hornacina de la donii. El mero hecho de juntarlos todos sumía en la oscuridad el resto de la morada.
–¿Todos listos? –preguntó Jondalar, y cuando los tres que esperaban asintieron con la cabeza los otros empezaron a soplar las llamas.
Nadie habló mientras las apagaban una a una. Las sombras se hicieron más densas, hasta que una oscuridad absoluta devoró el último resto de claridad e invadió todo el espacio creando una misteriosa sensación de espesor impenetrable. Estaba oscuro como en una cueva, pero en la morada, que hasta hacía un momento se hallaba iluminada por una cálida claridad dorada, el efecto era inquietante, estremecedor y, por alguna razón, más escalofriante que en las frías profundidades de una cueva, donde las tinieblas eran algo normal. Las hogueras de una vivienda solían apagarse, pero siempre se mantenía encendido a propósito algún elemento de la iluminación. Con aquella oscuridad parecían querer tentar a la suerte. El impacto místico no pasó inadvertido a la Primera.
Pero conforme pasaba el tiempo y la vista se acostumbraba a la oscuridad, Zelandoni comprobó que la negrura no era total. No veía la forma de su mano delante de los ojos, pero por encima de la morada sin techo, en un ángulo del saliente de roca, se reflejaban débilmente las luces de otras fogatas. Era una claridad mínima, pero gracias a ella tenía la sensación de no estar tan a oscuras. Pensó que debía recordarlo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una luz a corta distancia que hirió su vista, en ese momento acostumbrada ya a la oscuridad. Iluminó por un instante el rostro de Ayla y luego se apagó, pero poco después surgió una pequeña llama que inmediatamente aumentó de tamaño.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó.
–¿Qué? –dijo Jondalar con una estúpida sonrisa.
–Iniciar un fuego tan rápidamente –Zelandoni veía ya que todos los demás sonreían también.
–¡Es la piedra del fuego! –explicó Jondalar,y le entregó una–. Cuando la frotas con un fragmento de pedernal salta una chispa intensa y duradera. Y si tienes buena yesca y apuntas bien, la chispa prende y hace llama. Te haré una demostración.
Formó un pequeño montón de leña menuda y unas cuantas astillas de madera mezcladas con hierba seca. La Primera se levantó de las almohadillas y se sentó en tierra cerca del hogar. Prefería los asientos altos porque luego no le costaba tanto levantarse, pero eso no significaba que no pudiese agacharse si quería, o si era por una razón importante. Y aquel truco del fuego lo era. Jondalar hizo su demostración y luego le dio las piedras. Zelandoni lo probó varias veces sin lograrlo, cada vez más irritada.
–Ya lo conseguirás –aseguró Marthona para animarla–. Ayla, ¿por qué no la enseñas?
La joven cogió el pedernal y la pirita de hierro, preparó la pila de yesca y, con paciencia, enseñó a la mujer la posición correcta de las manos. Entonces provocó una chispa que cayó en la yesca. Apareció un hilo de humo, lo apagó y después entregó las piedras a Zelandoni.
Sosteniendo las piedras ante sí, la donier empezó a frotarlas, pero Ayla la interrumpió para hacerle cambiar la posición de las manos. Zelandoni probó de nuevo. Esta vez vio una chispa que caía cerca de la yesca, varió ligeramente la posición de las manos y volvió a frotar las piedras. En esta ocasión la chispa fue a parar a la leña seca. Ahora ya sabía lo que debía hacer. Cogió la yesca, se la acercó a la cara y sopló. La pequeña chispa cobró una coloración más roja. Al soplar por segunda vez convirtió la leña menuda en una pequeña llama y a la tercera el fuego prendió en las astillas. Zelandoni dejó la yesca en tierra, añadió trozos pequeños de madera y después otros más grandes. Al acabar sonrió, satisfecha de su proeza.
Los otros también sonreían y la felicitaban.
–Has aprendido muy deprisa –dijo Folara.
–Sabía que lo lograrías –agregó Jondalar.
–Ya te había dicho que era cuestión de práctica –dijo Marthona.
–¡Muy bien! –exclamó Willamar.
–Vuelve a probarlo –propuso Ayla.
–Sí, bien pensado –convino Marthona.
La Que Era La Primera entre quienes servían a la Madre se apresuró a obedecer. Hizo fuego una segunda vez, pero en el tercer intento se le resistió, hasta que Ayla le explicó que no producía una buena chispa y que era preferible frotar las piedras en un ángulo distinto. Tras tres intentos con éxito se dio por satisfecha, se puso en pie, volvió asentarse en las almohadillas y miró a Ayla.
–Lo practicaré en casa –dijo.– Quiero mostrarme tan segura como tú la primera vez que lo haga en público, pero ahora explícame cómo lo aprendiste.
Ayla le contó que distraídamente había cogido una piedra en la orilla rocosa del arroyo del valle donde vivía, en lugar de la piedra martillo que había utilizado previamente para construirse una herramienta nueva destinada a sustituir otra que se le había roto. Como se le había apagado el fuego, la chispa y el humo le dieron la idea de volver a encender el fuego de aquella manera. Para su sorpresa, dio resultado.
–¿Y es verdad que hay piedras del fuego cerca de aquí? –preguntó la donier.
–Sí –contestó Jondalar con entusiasmo... Recogimos todas las que encontramos en el valle, y esperábamos hallar más durante el Viaje; sin embargo, no volvimos a ver ninguna. Pero ya aquí un día Ayla se detuvo a beber en el arroyo del Valle del Bosque y allí las encontró. No muchas, pero sí hay unas cuantas, lo que significa que ha de haber más.
–Parece lógico –convino Zelandoni. Espero que tengas razón.
–Serían muy útiles como material de intercambio –comentó Willamar.
Zelandoni frunció el entrecejo. Ella había pensado más bien en añadir un vistoso efecto a las ceremonias, pero en tal caso el truco debería haber quedado restringido a la zelandonia, y para eso era ya demasiado tarde.
–Tienes razón, maestro de comercio, pero no nos precipitemos –dijo–. Preferiría que el conocimiento de estas piedras permaneciera en secreto por el momento.
–¿Por qué? –preguntó Ayla.
–Porque podrían servirnos para determinadas ceremonias –contestó Zelandoni.
Ayla recordó entonces la ocasión en que Talut celebró una reunión para comunicar su adopción a los Mamutoi. Con gran sorpresa de Talut y Tulie, los jefes del Campamento del León que eran hermanos, un hombre llamado Frebec protestó en cuanto la propusieron. Hasta que ellos no hicieron una demostración, improvisada pero muy efectista, de la manera de iniciar fuego con una de aquellas piedras y le prometieron darle una, Frebec no se echó atrás.
–Supongo que sí –––dijo ella.
–Pero ¿cuándo podré enseñárselo a mis amigas? –suplicó Folara–. Madre me obligó a prometer que no se lo diría a nadie, pero yo me muero de ganas de contarlo.
–Tu madre hizo bien –dijo Zelandoni–. Te prometo que podrás enseñárselo a tus amigas, pero todavía no. Esto es demasiado importante y ha de presentarse como corresponde. Prefiero que te esperes. ¿Serás capaz?
–Claro que seré capaz si tú me lo pides, Zelandoni –contestó Folara.
–Me da la impresión de que hemos organizado más banquetes, ceremonias y reuniones en los pocos días desde su llegada que en todo el invierno pasado –comentó Solaban.
–Proleva me pidió ayuda y yo no podía negársela –dijo Ramara–, del mismo modo que tú no podrías negársela a Joharran. Además, Jaradal siempre juega con Robenan y no me importa vigilarlo.
–Saldremos hacia la Asamblea Estival mañana o pasado mañana, ¿por qué no esperan a que lleguemos? –protestó su compañero. Tenía un montón de cosas esparcidas por el suelo de la morada e intentaba decidir qué debía llevarse. No le gustaba preparar el equipaje. Era la parte de la Asamblea Estival que dejaba siempre para el último momento, y cuando por fin había decidido ponerse a ello quería hacerlo sin niños alrededor jugando y molestando.
–Me parece que tiene algo que ver con el emparejamiento de Jondalar y Ayla –aven–turó Ramara.
Recordó su propia ceremonia matrimonial y miró de reojo a su compañero de oscuro cabello. Tenía el pelo más oscuro que ningún otro en la Novena Caverna, y cuando ella lo conoció le encantaba el contraste con su propio cabello rubio claro. Su cabello negro contrastaba con sus ojos azules y su piel tan clara que a menudo se quemaba a causa del sol, sobre todo al principio del verano. Por entonces también le parecía el hombre más apuesto de la Caverna, más incluso que Jondalar. Era sensible al atractivo del hombre alto y rubio de extraordinarios ojos azules; cuando ella era joven, como casi todas las demás muchachas, estaba enamorada de él. Pero aprendió lo que era el amor al conocer a Solaban. Desde su regreso, Jondalar ya no le parecía tan atractivo, quizá porque él sólo tenía ojos para Ayla. Además, ésta le caía bien.
–¿Por qué no pueden emparejarse como todo el mundo? –preguntó Solaban, malhumorado.
–Pues porque no son como todo el mundo. Jondalar acaba de volver de un Viaje muy largo; de hecho, nadie esperaba que regresara. Y Ayla no es una Zelandonii, pero le gustaría serlo. Al menos eso me han dicho.
–Cuando se una a él será como si lo fuese –afirmó Solaban–. ¿Por qué ha de celebrarse una ceremonia de aceptación?
–No es lo mismo. Así no sería Zelandonii; sería «Ayla de los Mamutoi, compañera de Jondalar de los Zelandonii». En las presentaciones, todos sabrían que es forastera –aclaró Ramara.
–Basta con que abra la boca para que todos sepan que es forastera –dijo él–. Y eso no cambiará por más que se convierta en Zelandonii.
–Es cierto. Puede que hable con un acento extraño, pero cuando la gente la conozca sabrá que ya no es una forastera –insistió Ramara. Observó las herramientas, las armas y la ropa tiradas sobre todas las superficies planas. Conocía a su compañero, comprendía los motivos de su irritación, y sabía que no guardaban relación alguna con Ayla y Jondalar. Sonriendo, añadió–: Si no lloviese, llevaría a los niños al Valle del Bosque a ver a los caballos. A los niños les encantan. Nunca ven animales tan cerca. La expresión de Solaban se tornó aun más acre.
–Eso quiere decir que tendrán que quedarse aquí. Ramara disimuló una sonrisa.
–No, no será necesario. Me parece que iré al otro extremo del refugio, donde están cocinando y preparándolo todo, y ayudaré a las mujeres que vigilan a los niños para que sus madres puedan trabajar. Los niños podrán jugar allí con los otros de su edad. Cuando Proleva me ha pedido que vigilara a Jaradal, sólo quería que estuviera más atenta. Todas las madres lo hacen. Las cuidadoras han de saber a quién vigilan, sobre todo cuando los niños tienen la edad de Robenan. Se vuelven más independientes y a veces intentan escaparse –explicó Ramara, advirtiendo cómo su compañero se relajaba–. Pero deberías terminar antes de la ceremonia. Es posible que después tenga que traer aquí a los niños.
Solaban contempló sus cosas pulcramente organizadas, y las hileras de fragmentos de asta, hueso y marfil de dimensiones parecidas, y sacudió la cabeza. Aún no sabía qué llevarse exactamente, como le pasaba todos los años.
–Terminaré en cuanto me organice y sepa qué llevar a la Asamblea Estival para mí y para intercambiar.
Además de ser uno de los ayudantes más próximos a Jondalar, Solaban elaboraba mangos, sobre todo para cuchillos.
–Me parece que ha venido casi todo el mundo –observó Proleva, y ya no llueve.
Jondalar asintió con la cabeza, abandonó el entrante donde se habían refugiado del chaparrón y se encaminó hacia la plataforma de piedra del otro extremo del refugio. Miró a las personas que empezaban a congregarse y sonrió a Ayla.
Ella le devolvió la sonrisa, pero estaba nerviosa. Miró a Jondalar, que contemplaba la multitud que se formaba en torno a la roca.
–¿Verdad que no hace mucho que estuvimos aquí? –preguntó Joharran con una irónica sonrisa–. Cuando os la presenté, apenas sabíamos nada de Ayla, excepto que había regresado con mi hermano Jondalar y mantenía una insólita relación con los animales. Durante el breve tiempo que lleva entre nosotros, hemos descubierto otras muchas cosas sobre Ayla de los Mamutoi.
»Creo que todos sospechábamos que Jondalar se proponía unirse a la mujer que había traído a casa, y no nos equivocábamos. Se unirán en la primera ceremonia matrimonial de la Asamblea Estival. Una vez emparejados, vivirán con nosotros en la Novena Caverna, y yo les doy la bienvenida.
Se oyeron comentarios de aprobación entre la gente.
–Pero Ayla no es Zelandonii. Cuando un Zelandonii se une a alguien que no lo es, han de llevarse a cabo negociaciones y tenerse en cuenta las distintas costumbres entre nosotros y el otro pueblo. Sin embargo, en el caso de Ayla, los Mamutoi viven tan lejos que deberíamos viajar un año entero para verlos, y para seros franco, yo ya no tengo edad para emprender un largo viaje.
Este comentario provocó carcajadas.
–¿Nos hacemos viejos, Joharran? –gritó un joven.
–Ya verás cuando hayas vivido tanto tiempo como yo –dijo un hombre canoso–. Entonces ya me lo contarás.
Cuando la gente calló, Joharran prosiguió.
–Cuando se emparejen, mucha gente verá a Ayla como un miembro más de la Novena Caverna de los Zelandonii, pero Jondalar ha propuesto que nuestra Caverna la acepte como Zelandonii antes de la ceremonia matrimonial. De hecho, nos ha pedido que la adoptemos. Eso haría más sencillos y menos confusos los actos de la ceremonia matrimonial y no sería necesario solicitar dispensas especiales a todo el mundo en la Asamblea Estival si dejamos el asunto resuelto antes de irnos.
–¿Qué quiere? –preguntó una mujer.
Todos se volvieron a mirarla. Ayla tragó saliva y después se concentró en pronunciar las palabras lo más correctamente que le era posible.
–Más que nada en el mundo, deseo ser Zelandonii y emparejarme con Jondalar.
Por más esfuerzos que hizo, no pudo disimular su peculiar pronunciación, que evidenciaba su origen extranjero; pero aquella sencilla afirmación, expresada con convicción tan sincera, le granjeó las simpatías de casi todos los presentes.
–Ha viajado mucho para llegar hasta aquí.
–En cualquier caso sería como una Zelandonii.
–Pero ¿cuál es su rango? –preguntó Laramar.
–Tendrá el mismo que Jondalar –contestó Marthona, que ya preveía la intromisión de Laramar y esta vez estaba preparada.
–Jondalar tiene un rango elevado en la Novena Caverna porque tú eres su madre, pero de ella no sabemos nada, excepto que la criaron los cabezas chatas –replicó Laramar en voz alta.
–También la adoptó el Mamut de mayor rango, que es como llaman los Mamutoi a su Zelandoni. La habría adoptado el jefe si no se le hubiese adelantado el Mamut –afirmó Marthona.
–¿Por qué siempre ha de haber alguien que se opone? –preguntó Ayla a Jondalar en mamutoi–. ¿Deberíamos encender una hoguera con la piedra del fuego y darle una a Laramar para convencerlo, como hicimos con Frebec en el Campamento del León?
–Frebec resultó ser un buen hombre, y no sé por qué, pero dudo que Laramar lo sea –contestó Jondalar en un susurro.
–Eso es 1o que ella dice –prosiguió Laramar con el mismo tono de protesta–. ¿Cómo podemos saberlo?
–Porque mi hijo ha estado allí, y él lo corrobora –repuso Marthona–. El jefe de la Caverna, Joharran, no lo pone en duda.
–Joharran es de la familia –adujo Laramar–. Es evidente que el hermano de Jondalar se pondrá de su lado. Ayla formará parte de vuestra familia, y por eso queréis que tenga una posición elevada.
–No sé por qué te opones, Laramar –dijo una voz desde el otro extremo. La gente se volvió y vio con sorpresa que era Stelona quien había hablado–. Si no fuese por Ayla, la hija pequeña de tu compañera seguramente habría muerto de hambre. No fuiste tú quien nos dijo que Tremeda había enfermado y se le había retirado la leche ni que Lanoga intentaba mantener con vida al bebé alimentándolo con raíces chafadas. Nos lo dijo Ayla. De hecho, estoy segura que tú ni siquiera lo sabías. Los Zelandonii no permiten que otros Zelandonii se mueran de hambre. Entre algunas madres estamos alimentando a Lorala, que ya empieza a recuperarse. Estoy dispuesta a apadrinar a Ayla si me necesita. Es una mujer de la que los Zelandonii pueden sentirse orgullosos.
Otras mujeres salieron en defensa de Ayla; todas eran madres de niños todavía lactantes. La noticia sobre cómo Ayla había ayudado a la hija más pequeña de Tremeda había empezado a extenderse, aunque no todos conocían la historia completa. La mayoría de los presentes imaginaba qué clase de «enfermedad» había padecido Tremeda; pero el problema no era ése, sino que se le había retirado la leche, y ahora todos se alegraban de que alguien se ocupara de alimentar a la pequeña.
–¿Tienes alguna otra objeción, Laramar? –preguntó Joharran. El hombre movió la cabeza en un gesto de negación y retrocedió unos pasos–. ¿Alguien más se opone a aceptar a Ayla en la Novena Caverna de los Zelandonii?
Al fondo se oyó un murmullo, pero nadie levantó la voz. Joharran se agachó y tendió la mano a Ayla para que subiese a la roca. Después volvió a dirigirse a su gente:
–Puesto que hay varias personas dispuestas a apadrinar a Ayla, y no hay más objeciones os la presentaré ya como Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes miembro del Campamento del León de los Mamutoi, hija del Hogar del Mamut, escogida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de los caballos Whinney y Corredor y del cazador cuadrúpedo Lobo –había hablado antes con Jondalar para memorizar los títulos y lazos de parentesco sin dejarse ninguno–. La mujer que pronto se unirá a Jondalar –añadió–. ¡Vamos a comer!
Todos abandonaron la plataforma de piedra. Cuando se dirigían hacia el banquete, fueron saliéndoles al paso personas que se presentaban, hacían comentarios sobre la hija de Tremeda y daban la bienvenida a Ayla.
Pero había una persona que no tenía ningún deseo de darle la bienvenida. Laramar no era una persona que se avergonzara fácilmente, pero esta vez lo habían dejado en ridículo y no le había gustado. Antes de separarse del grupo miró a Ayla con tal ira que a ella se le heló el corazón. Él no sabía que Zelandoni también había advertido su mirada. Cuando llegaron al lugar donde se servía la comida vieron que había barma de Laramar, pero no la distribuía él, sino su hijo mayor, Bologan.
Acababan de empezar a comer cuando se puso llover otra vez. Se colocaron bajo el enorme saliente para disfrutar del banquete, unos sentados en el suelo, otros en troncos o bloques de piedra que habían ido llevándose allí en ocasiones anteriores. Zelandoni detuvo a Ayla cuando ésta se disponía a reunirse con la familia de Jondalar.
–Me temo que tienes un enemigo: Laramar –dijo.
–Lo siento mucho –respondió Ayla–. No era mi intención complicarle la vida.
–Tú no has hecho tal cosa. Era él quien quería complicártela a ti, o como mínimo pretendía humillarte. Bueno, no sólo a ti, sino también a Marthona y su familia. Le ha salido mal, pero ahora, según parece, te echa a ti la culpa.
–¿Por qué ese interés en molestar a Marthona?
–Porque él es el miembro de la Caverna de más bajo rango, y ella y Joharran son los de más alta posición, y el otro día él sorprendió a Marthona en un pequeño desliz. Ya debes saber que se trata de una situación difícil. Imagino que a Laramar le produjo una pasajera ilusión de triunfo, y sintió tanto placer que pensó que podía intentarlo de nuevo –aclaró la donier.
Ayla frunció el entrecejo mientras escuchaba las explicaciones de Zelandoni.
–Quizá no sólo quería humillar a Marthona –dijo–. Me parece que el otro día yo cometí una equivocación.
–¿A qué te refieres?
–El día que fui a enseñar a Lanoga a preparar comida para su hermana y a bañarla, y también a lavarse ella misma, apareció Laramar. Estoy segura de que no sabía que la niña ya no mamaba, ni siquiera que Bologan estaba malherido. Me indigné; ese hombre no me gusta. Lobo estaba conmigo, y me consta que Laramar se asustó al verlo. Intentó disimular, y yo me comporté como la jefa de la manada de lobos que pone en su lugar al Lobo de rango inferior. Sé que no debería haberlo hecho. Fue en ese momento cuando me gané un enemigo.
–¿Realmente los jefes de las manadas de lobos ponen en su lugar a los lobos de rango inferior? –preguntó Zelandoni–. ¿Cómo lo sabes?
–Aprendí a cazar pequeños carnívoros antes de saber cazar animales grandes –dijo Ayla–. Y me pasaba el día observándolos. Quizá por eso Lobo puede vivir entre personas. Las maneras de comportarse de los lobos no son muy distintas de las nuestras.
–¡Es asombroso! –exclamó Zelandoni–. Pero me parece que tienes razón. Le diste pie al resentimiento, pero no toda la culpa fue tuya. En el entierro te colocamos entre las personas de categoría superior de la Novena Caverna, que es donde yo creía que debías estar; Marthona y yo estuvimos de acuerdo en ello. Pero Laramar quería que fueses donde creía que te correspondía, detrás de él. De alguna forma tenía razón.
»En un entierro, todos los miembros de la Caverna han de ir delante de los visitantes. Pero tú no estás aquí precisamente de paso. Primero te coloqué entre los zelandonia porque eres curandera, y ellos siempre van delante. Después fuiste con Jondalar y su familia porque es tu lugar, como todo el mundo ha confirmado hoy. Pero en el entierro, él se lo reprochó a Marthona, cogiéndola desprevenida. Por eso pensaba que había vencido. Entonces, sin saber nada de lo que había pasado, tú le paraste los pies. Él creía que podía contraatacar, arremeter contra ti y Marthona, pero os ha subestimado.
–¡Ah, estáis aquí! –dijo Jondalar–. Hemos estado hablando de Laramar.
–Nosotras también –contestó Ayla, pero dudaba que ellos hubieran tratado los mismos aspectos del tema.
En parte por culpa de ella y en parte por circunstancias que desconocía, se había creado un enemigo. «Otro más», pensó. No pretendía despertar la aversión de ninguna de las personas de la Novena Caverna, pero en el breve tiempo que llevaba allí, se había creado ya dos enemigos. Marona también la odiaba. Hacía tiempo que no la veía, y Ayla se preguntó qué debía haber sido de ella.
La gente de la Novena Caverna llevaba haciendo preparativos para el viaje anual a la Asamblea Estival de los Zelandonii desde que había regresado de la anterior, pero conforme se acercaba el momento de partir, aumentaron el ajetreo y la expectación. Debían tomarse las últimas decisiones sobre qué llevarse y qué dejar; sin embargo, era el proceso de cerrar las moradas para el verano lo que definitivamente les hacía tomar conciencia de que se marchaban y no volverían hasta que soplaran los vientos fríos. Algunos se quedarían por una u otra razón: enfermedades pasajeras o más graves, proyectos pendientes, la obligación de esperar a alguien. Otros regresarían de vez en cuando a su hogar de invierno, pero la mayoría estarían fuera todo el verano. Algunos permanecerían en las inmediaciones del lugar elegido para la celebración de la Asamblea Estival, pero muchos se desplazarían desde allí a otros sitios por diversos motivos a lo largo de la estación cálida.
Se realizarían expediciones de caza y recolección, visitas a parientes, asistencia a reuniones de otros Zelandonii, y contactos con otros pueblos vecinos. Algunos jóvenes se aventurarían a alejarse y emprenderían viajes. El regreso de Jondalar con nuevos descubrimientos e inventos, una mujer bella y exótica y apasionantes historias animaría a decidirse por fin a algunos de los que llevaban tiempo planteándose la posibilidad de viajar, y algunas madres que sabían que su hermano había muerto lejos de allí lamentarían que Jondalar hubiera regresado y ocasionado tanto revuelo.
La tarde anterior al día que tenían previsto salir, todos los miembros de la Novena Caverna estaban nerviosos e impacientes. Cuando Ayla pensaba en que Jondalar y ella se unirían en la Asamblea Estival, le costaba creérselo. A veces despertaba y casi se resistía a abrir los ojos por miedo a encontrarse con que todo aquello sólo era un sueño maravilloso y que seguía viviendo en su caverna del solitario valle. Se acordaba de Iza con frecuencia y deseaba que, de algún modo, la mujer a quien ella consideraba su madre supiera que pronto tendría un compañero, y que por fin había encontrado a su gente, o como mínimo a aquellos a quienes había elegido como su gente.
Hacía tiempo que había aceptado que nunca conocería a aquellos entre quienes había nacido, ni llegaría a saber quiénes eran, y de hecho eso era algo que la traía sin cuidado. Cuando vivía con el Clan, quería ser como ellos, una mujer del Clan, de cualquier clan. Pero cuando finalmente comprendió que no pertenecía al Clan, ni pertenecería nunca, la única distinción importante era que su sitio estaba con los Otros, que se sentía emparentada con cualquiera de los Otros. Se había sentido a gusto formando parte de los Mamutoi, la gente que la había adoptado, y de buena gana habría sido una Sharamudoi, la gente que les había propuesto a ella y a Jondalar que se quedaran con ellos. Deseaba ser una Zelandonii no porque éstos fueran mejores, o ni siquiera distintos, que cualquiera de los Otros, sino únicamente porque eran la gente de Jondalar.
Durante el largo invierno, cuando la mayoría permanecía cerca de la Novena Caverna, muchos de ellos se dedicaban a hacer objetos para obsequiar a otras personas cuando volvieran a verlas en la siguiente Asamblea Estival. Cuando escucho a la gente hablar de regalos, Ayla decidió hacer también algunos. Pese a que no había dispuesto de mucho tiempo para trabajar en ello, preparó pequeños detalles que pensaba regalar a las personas que la habían tratado con especial amabilidad, y que sabía que le obsequiarían cosas a ella y Jondalar por su ceremonia matrimonial. Tenía también una sorpresa para el que iba a ser su compañero. La había acarreado todo el tiempo desde la Asamblea Estival de los Mamutoi. Era el objeto que insistió en llevar consigo durante todas las adversidades y asperezas del Viaje.
Jondalar planeaba también su propia sorpresa. Joharran y él habían estudiado cuál sería el lugar idóneo para levantar su casa, donde vivirían él y Ayla dentro del refugio de la Novena Caverna de los Zelandonii. Quería que estuviera lista cuando regresaran en otoño. Con ese propósito, había iniciado los preparativos. Habló con quienes fabricaban los paneles exteriores de las paredes, con quienes mejor construían los muros de piedra inferiores, con los expertos en la pavimentación del suelo y con los especialistas en los paneles divisorios del espacio interno; en suma, con todos aquellos que intervenían en la construcción de una morada.
El proyecto para la futura casa implicaba complicados intercambios y negociaciones. Primero, Jondalar accedió al trueque de unos cuantos buenos cuchillos de piedra por pieles nuevas, sobre todo de la última, cacería de megaceros y bisontes. El mismo tallaría las hojas de los cuchillos, pero los mangos los haría Solaban, cuyo trabajo Jondalar admiraba especialmente. A cambio de los mangos, él se había prestado a elaborar unos buriles –una especie de cinceles de sílex para esculpir– ateniéndose a las indicaciones específicas del fabricante de mangos. Habían llegado a un acuerdo sobre lo que querían tras largas conversaciones y después de haber hecho varios dibujos con carbón en una corteza de abedul.
Parte de las pieles adquiridas por Jondalar servirían para los paneles de cuero crudo necesarios para la nueva vivienda, y otros para compensar a Shevola, la fabricante de paneles, por su tiempo y su trabajo. Además, le había prometido hacerle un par de cuchillos especiales para cortar piel, unos raspadores para cuero y unas cuantas herramientas para labrar la madera.
Entabló negociaciones similares con el acólito de Zelandoni, el artista Jonokol, para que pintase los paneles, en cuya composición incorporaría sus propias ideas y dibujos, a partir de los animales y símbolos básicos que todos los Zelandonii utilizaban normalmente, además de otros propuestos por Jondalar. Jonokol también quería unas herramientas especiales. Tenía ciertas ideas para esculpir la piedra caliza en relieve, pero su habilidad en la talla del pedernal no bastaba para crear la herramienta que necesitaba, un buril especial, de punta ganchuda. Los buriles y las herramientas de pedernal para usos específicos siempre planteaban serias dificultades. Se requería un tallador de gran experiencia y destreza para hacerlas bien.
Una vez reunidos los materiales y los distintos componentes, no tardaría demasiado en construir la morada. Jondalar ya había convencido a algunos parientes y amigos para ir durante unos días a la Novena Caverna durante la Asamblea Estival, junto con los trabajadores especializados –pero sin Ayla–, y levantar la casa con su ayuda. Cada vez que imaginaba la alegría que se llevaría Ayla cuando regresara y se encontrara con su propia morada, Jondalar sonreía de satisfacción.
Pese a que tuvo que dedicar muchas tardes a ofrecer su habilidad como tallador a cambio de los elementos necesarios para la construcción de su morada, las negociaciones fueron agradables. Normalmente se empezaba por las cortesías de rigor y luego seguía una afable discusión que a veces podía parecer una enconada disputa o incluso una sucesión de ofensivos comentarios, pero que solía acabar con risas mientras los implicados tomaban una infusión, barma, vino o, incluso comían. Jondalar hizo 1o posible para que Ayla no se enterase de sus preparativos para la morada, pero eso no significaba que no estuviera presente en algunas de las negociaciones.
La primera vez que ella oyó regatear a dos personas no entendió el propósito de aquella acalorada e incluso insultante conversación. Tuvo lugar entre Proleva y Salova, la compañera de Rushemar, que era cestera. Ayla pensó que estaban enfadadas de verdad y fue a buscar a Jondalar para que interviniese.
–¿Dices que Proleva y Salova están enzarzadas en una pelea? –preguntó Jondalar–. ¿De qué hablan?
–Proleva ha dicho que las cestas de Salova son feas y están mal hechas, pero eso es falso. Hace unas cestas preciosas, y Proleva debe de pensar lo mismo que yo, porque he visto varias en su morada. ¿Por qué le habrá dicho una cosa así? ¿No puedes mediar para que dejen de discutir de esa manera?
Jondalar comprendió los motivos de aquella sincera preocupación, pero a duras penas consiguió reprimir una sonrisa. Finalmente, no pudo contenerse más y se echó a reír a carcajadas.
–Ayla, Ayla... No se pelean; están divirtiéndose. Proleva quiere unas cestas de Salova; están negociando. Llegarán a un acuerdo, y las dos se darán por satisfechas. A eso se llama «regateo». No puedo interrumpirlas. Si lo intentara, pensarían que las privo de la diversión. ¿Por qué no vuelves con ellas y las observas? Ya verás como no tardan en sonreírse, convencida cada una de haber llegado a un trato ventajoso.
–¿Estás seguro? Se las ve muy furiosas –dijo Ayla, que no acababa de creer que Proleva sólo quisiera unas cestas de Salova, y que era así como se ponían de acuerdo.
Volvió con ellas y buscó un sitio cercano desde donde observar y escuchar. Si era así como intercambiaban cosas la gente de Jondalar, también ella quería aprender a regatear. Al cabo de un rato, advirtió que había otras personas contemplando la confrontación, sonriendo y haciendo gestos de asentimiento. Pronto se dio cuenta de que efectivamente las dos mujeres no estaban enfadadas, pero dudaba que algún día ella llegara a ser capaz de afirmar que algo era espantoso sien realidad le parecía precioso. Movió la cabeza en un gesto de perplejidad. ¡Qué comportamiento tan extraño!
Cuando terminó el regateo, fue en busca de Jondalar.
–¿Por qué la gente encuentra divertido decir tales barbaridades si no es eso lo que piensan? No sé si aprenderé a regatear así.
–Ayla, tanto Proleva como Salova sabían que la otra no hablaba en serio –explicó Jondalar–. Es un juego. Mientras las dos sean conscientes de que es un juego, no hay ningún peligro.
Ayla reflexionó al respecto. «Es más complicado de lo que parece –pensó–, pero no acabó de verle el sentido.»
La noche antes de ponerse en camino, con los fardos ya hechos, la tienda examinada y reparada, y los pertrechos de viaje a punto, en casa de Marthona estaban todos tan nerviosos que nadie quería acostarse. Proleva se acercó con Jaradal para preguntar si necesitaban ayuda. Marthona los invitó a entrar ya sentarse un rato, y Ayla se ofreció a preparar una infusión. Llamaron al panel de la entrada una segunda vez, y Folara hizo pasar a Joharran y Zelandoni. Habían llegado juntos desde direcciones distintas, ambos con ofrecimientos y preguntas, pero en realidad lo que querían era hacerles una visita y charlar. Ayla añadió agua y hierbas a la infusión.
–¿Necesitaba alguna reparación la tienda de viaje? –preguntó Proleva.
–Nada extraordinario –contestó Marthona–. Ayla ha ayudado a Folara a arreglarla. Han usado el nuevo pasahebras.
Las tiendas de viaje que habrían de plantarse cada noche eran lo bastante grandes para alojar a varias personas, y la tienda de la familia de Marthona sería compartida por todos: Marthona, Willamar y Folara; Joharran, Proleva y Jaradal; Jondalar y Ayla, quien se alegró al saber que Zelandoni viajaría con ellos. Parecía un miembro más de la familia, como una tía sin compañero. La tienda tendría asimismo otro ocupante, el cazador cuadrúpedo, Lobo, y los dos caballos no andarían lejos.
–¿Os ha costado mucho conseguirlos palos para la tienda? –preguntó Joharran.
–He mellado un hacha al cortarlos –respondió Willamar.
–¿Has podido afilarla? –quiso saber Joharran.
Aunque se hubieran talado ya árboles altos y rectos para usarlos como palos de soporte de la tienda, necesitarían leña para el fuego a lo largo del camino y después de llegar al emplazamiento de la Asamblea Estival, y las hachas, aun tratándose de rudimentarias herramientas de piedra, tenían su considerable utilidad.
–Se ha partido del todo. No he podido afilarla; ni siquiera he podido hacerle hoja –contestó Willamar.
–Era un pedernal de mala calidad –dijo Jondalar–, lleno de impurezas.
–Jondalar me ha fabricado un hacha nueva y me ha afilado las otras –informó Willamar–. Es una suerte que haya vuelto.
–Salvo por el hecho de que ahora tendremos que andar otra vez con cuidado con las esquirlas de pedernal sueltas –comentó Marthona. Ayla advirtió que sonreía y comprendió que en realidad aquello no era una queja. También Marthona se alegraba de tener a su hijo en casa–. Aunque esta vez ha limpiado los trozos que han saltado al afilar las hachas, y no como cuando era un crío. No he visto una sola esquirla de piedra. Pero, claro está, mi vista ya no es lo que era.
–La infusión está preparada –anunció Ayla–. ¿Alguien necesita vaso?
–Jaradal no tiene –dijo Proleva. Volviéndose hacia su hijo, le recordó–: Tienes que acordarte siempre de coger tu vaso, Jaradal.
–No hace falta que traiga mi vaso aquí –replicó el niño–. La abuela tiene un vaso para mí.
–Es verdad –confirmó Marthona–. ¿Recuerdas dónde está, Jaradal?
–Sí, Thona –respondió el niño, y de inmediato se puso en pie, corrió hasta un estante bajo y volvió con un vaso pequeño de madera–. Aquí está.
Lo sostuvo en alto para enseñárselo a todos, arrancando sonrisas a los presentes. Ayla notó que Lobo había dejado su sitio habitual cerca de la entrada y, arrastrándose, se aproximaba al muchacho con la cola en alto, expresando con cada movimiento de su cuerpo su anhelo por llegar hasta el objeto de su deseo. El niño observó al animal, apuró la infusión de unos cuantos tragos y dijo:
–Ahora voy a jugar con Lobo.
No obstante, miró a Ayla para ver cuál era su reacción.
Jaradal le recordaba tanto a Durc que no pudo contener una sonrisa. El niño se dirigió hacia el animal, que lanzó un gañido a la vez que se erguía para poder saludarlo debidamente y de inmediato empezó a lamerle la cara. Ayla estaba segura de que Lobo comenzaba a sentirse muy a gusto con su nueva manada –pese a lo numerosa que era–, y en particular con aquel niño del clan familiar y sus amigos. Por Lobo, Ayla casi lamentaba que tuvieran que marcharse tan pronto. Sabía que le resultaría difícil adaptarse a estar entre tantísima gente. Tampoco para ella sería fácil. Su nerviosismo ante la inminencia de la Asamblea Estival incluía cierto grado de temor.
–Una infusión excelente, Ayla –halagó Zelandoni–. La has endulzado con raíces de regaliz, ¿verdad?
La joven sonrió.
–Sí. Alivia las tensiones concentradas en el estómago. Estamos todos un poco alterados con el viaje, y he pensado que convenía preparar algo relajante.
–Y sabe bien –Zelandoni guardó silencio un instante, sopesando sus siguientes palabras–. Puesto que estamos todos aquí reunidos, se me ocurre que quizá deberías enseñar a Joharran y Proleva cómo enciendes fuego. Ya sé que os pedí que no lo contarais aún a nadie, pero vamos a viajar todos juntos, así que lo verían de todos modos.
El hermano de Jondalar y su compañera observaron a los demás con expresión interrogativa, y luego cruzaron una mirada.
–¿Apago el fuego? –preguntó Folara con una sonrisa.
–Sí, mejor será –respondió la donier–. Impresiona más si uno lo ve a oscuras la primera vez.
–No entiendo nada –dijo Joharran–. ¿A qué viene esto del fuego?
–Ayla descubrió una nueva forma de encender fuego –explicó Jondalar–. Pero lo entenderás mejor con una demostración.
–¿Por qué no se 1o enseñas tú, Jondalar? –propuso Ayla.
Él pidió a su hermano y a Proleva que se acercaran al hogar, y cuando Folara apagó el fuego y los demás hicieron lo mismo con los candiles de alrededor, utilizó la piedra del fuego y el pedernal y al instante tuvo una hoguera encendida.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó el jefe de la Caverna–. Nunca había visto una cosa así.
Jondalar alzó la piedra del fuego.
–Ayla descubrió la magia de estas piedras –contestó–. Pensaba decírtelo, pero con tanto ajetreo aún no había tenido tiempo. Hace poco le enseñamos la técnica a Zelandoni, y no mucho antes también a Marthona, Willamar y Folara.
–¿Quiere eso decir que lo puede hacer cualquiera? –preguntó Proleva.
–Sí, con un poco de práctica, cualquiera puede hacerlo –aseguró Marthona.
–Sí, te enseñaré cómo han de usarse las piedras –continuó Jondalar. Repitió el proceso, y Joharran y Proleva quedaron atónitos.
–Una de esas piedras es pedernal, pero ¿qué es la otra? –quiso saber Proleva–. ¿Y de dónde ha salido?
–Ayla la llama «piedra del fuego» –respondió Jondalar, y explicó cómo había descubierto casualmente sus propiedades–. Durante el Viaje, cuando nos dirigíamos aquí, no encontramos ninguna, pese a que íbamos atentos. Yo creía que sólo las había en el este, pero al poco tiempo de nuestro regreso Ayla descubrió unas cuantas aquí cerca, lo que quiere decir que tiene que haber más. Seguiremos buscando. Por ahora tenemos suficientes para todos, pero podrían usarse como regalo en ocasiones importantes, y Willamar opina que servirían para comerciar.
–Jondalar, tú y yo tenemos que charlar largo y tendido –dijo Joharran–. Cada vez me sorprendes con algo nuevo. Te vas de viaje, y vuelves con caballos que os llevan sobre el lomo y con un lobo que deja que los niños le tiren de las orejas, con potentes armas para arrojar lanzas, con piedras mágicas que encienden fuego al instante, con historias sobre unos cabezas chatas inteligentes, y con una mujer preciosa que conoce la lengua de los cabezas chatas y aprendió de ellos el arte de curar. ¿Seguro que no te has dejado nada?
Jondalar sonrió.
–Que yo recuerde, no. La verdad es que oyéndote parece todo increíble.
–¡Y tan increíble! ¿Lo oís? –dijo Joharran–. Jondalar, tengo la impresión de que tu «increíble» Viaje dará que hablar durante mucho tiempo.
–Tiene muchas historias que contar –reconoció Willamar.
–La culpa es tuya, Willamar –dijo Jondalar sonriente, y a continuación se volvió hacia su hermano–. Joharran, ¿te acuerdas de cuando nos quedábamos despiertos hasta tarde escuchando los relatos de sus expediciones y aventuras? Siempre pensé que era mejor que muchos de los fabuladores ambulantes. Madre, ¿le has enseñado a Joharran el último regalo que te ha traído?
–No, Joharran y Proleva aún no lo han visto –respondió Marthona–. Voy a buscarlo –entró en el dormitorio y regresó con una sección plana de una cornamenta palmeada, que tendió a Joharran. Tenía tallados dos animales en actitud de nadar. Parecían peces, pero no eran exactamente peces–. ¿Cómo dijiste que se llamaban?
–Focas –contestó Willamar–. Viven en el agua, pero respiran aire, y salen a tierra para dar a luz.
–Es asombroso –dijo Proleva.
–Sí, ¿verdad? –convino Marthona.
–Vimos animales como éstos durante el Viaje –explicó Jondalar–. Viven en un mar interior, hacia el este.
–Hay quienes sostienen que son espíritus del agua –añadió Ayla.
–Vi a otro animal que vive en las Grandes Aguas del este, y que los habitantes de la zona consideran un espíritu especial, ayudante de la Madre –prosiguió Willamar–. Aún se parece más a los peces. Dan a luz en el mar, pero, según cuentan, respiran aire y amamantan a sus crías. Flotan en el agua apoyándose en la cola, de eso yo mismo he sido testigo, y dicen que tienen una lengua propia. La gente de allí los llama «delfines», y algunas personas afirman que son capaces de hablar la lengua de esos animales. Para demostrármelo, empezaron a lanzar una especie de chillidos entrecortados.
»Corren muchas historias y leyendas sobre los delfines. Dicen que ayudan a las personas a pescar guiando a los peces hacia las redes, y que han salvado la vida a personas cuyas embarcaciones habían naufragado lejos de la costa. Por lo visto, sin la intervención de esos animales, se habrían ahogado. Según sus Leyendas de los Ancianos, antiguamente todos vivíamos en el mar. Algunos volvimos a la tierra, y los que se quedaron se convirtieron en delfines. Hay quienes los consideran primos. La Zelandoni de esas gentes dice que esos animales están emparentados con las personas. Ella me dio esa placa. Veneran a los delfines tanto como a la Madre. Todas las familias tienen una donii, pero también algún objeto con un delfín, una talla como ésta o una parte del animal, un hueso o un diente. Creen que les proporcionan buena suerte.
–¿Y tú decías que yo tengo historias que contar, Willamar? –dijo Jondalar, riéndose–. ¡Peces que respiran aire y se sostienen sobre la cola! Me entran ganas de marcharme contigo.
–Pues el año que viene, cuando vuelva allí para conseguir sal, puedes acompañarme –propuso Willamar–. Comparado con el que tú hiciste, no es un viaje muy largo.
–Creía que se te habían acabado las ganas de viajar, Jondalar –dijo Marthona–. Hace poco que estás en casa y ya estás pensando en otro viaje. ¿Es que te ha entrado la fiebre de viajar, como a Willamar?
–Bueno, las misiones comerciales no son exactamente viajes –contestó Jondalar–. Ahora aún no tengo ganas de viajar, excepto para asistir a la Asamblea Estival, pero dentro de un año ya veremos.
Folara y Jaradal estaban tendidos con Lobo en la cama de ella, y hacían esfuerzos para no dormirse. No querían perderse nada. Pero con Lobo en medio, y arrullados por el murmullo de la conversación y las historias que contaban, enseguida les venció el sueño.
El día siguiente amaneció gris y lluvioso, pero el chubasco veraniego no mermó el entusiasmo de la Caverna por la expedición que tenían por delante. Pese a que se habían acostado tarde, los miembros de la morada de Marthona madrugaron. Desayunaron la comida que habían dejado lista la noche anterior y acabaron de preparar los fardos. La lluvia amainó, y el sol intentó abrirse paso por entre las nubes, pero el agua acumulada durante la noche en las hojas de 1os árboles y en los charcos dejó un ambiente brumoso, frío y húmedo.
Cuando todos los que se iban se reunieron en la terraza delantera, se inició la marcha. Con Joharran al frente, se encaminaron hacia el norte, bajando desde el porche de piedra por el sendero del Valle del Bosque. Era una verdadera muchedumbre, observó Ayla, mucho mayor que el grupo del. Campamento del León cuando partió hacia la Asamblea Estival de los Mamutoi. Ayla apenas conocía a muchos de ellos, pero al menos se sabía ya el nombre de todo el mundo.
Sentía curiosidad por ver qué camino tomaba Joharran. Gracias al paseo a caballo, sabía que las llanas tierras de aluvión de la margen derecha del Río –la orilla en que se hallaba la Novena Caverna– formaban una ancha franja. Si seguían el curso del río corriente arriba, tortuoso pero con rumbo noreste, llegarían a una zona donde los árboles crecían cerca del cauce y donde amplios prados separaban el Río de las llanuras altas a ambos lados, y luego ascenderían hacia las altas mesetas. Sin embargo, tras una corta distancia, la corriente se ceñía a los escarpadas paredes rocosas de la orilla opuesta, la izquierda, que quedaba a la derecha cuando uno viajaba hacia el nacimiento del Río. «Orilla izquierda» y «orilla derecha» eran términos que se referían a los lados de un río cuando uno se orientaba en la misma dirección que la corriente. Y en ese momento viajaba corriente arriba.
Jondalar le había dicho que la comunidad de Zelandonii más cercana se encontraba sólo a unos cuantos kilómetros, pero necesitarían una balsa para completar el viaje si continuaban por la orilla del Río, porque su curso cambiaba. Siguiéndolo corriente arriba en un punto donde enfilaba más hacia el norte, la disposición del terreno arrinconaba las aguas contra el precipicio deja orilla derecha, donde ellos estaban, y no quedaba espacio ni siquiera para una estrecha vereda una vez que el cauce torcía hacia el norte, y finalmente de nuevo hacia el este, antes del siguiente refugio de piedra. La gente de la Novena Caverna solía tomar una ruta por tierra para visitar a sus vecinos más cercanos en dirección norte.
El jefe de la Caverna tomó el sendero que corría junto al afluente del Río del Bosque hasta el vado y allí atravesó el valle del. Río del Bosque. Ayla advirtió que no seguían la misma ruta que habían tomado ella y Jondalar con los caballos poco después de su llegada. En lugar de atajar a través del estrecho valle con el lecho seco y escabroso de una torrentera, Joharran tomó un camino paralelo al Río que llevaba a las llanuras de la orilla derecha. Torcieron a la izquierda y atravesaron una zona de matorrales, y luego comenzaron un gradual ascenso, que terminó en un continuo zigzagueo por la ladera de la alta meseta.
Ayla vigilaba a Lobo con el rabillo del ojo cuando éste se adelantaba dejándose guiar por su olfato. Reconocía la mayoría de las plantas que veía y trató de grabar en su memoria dónde crecían, a la vez que recordaba sus usos. «Hay un bosquecillo de abedules negros por aquel lado, junto al Río –pensó–, cuya corteza sirve para prevenir los abortos. Aquí hay junco dulce, que puede provocarlos. Y nunca está de más saber dónde crecen sauces; la corteza, en decocción, es buena para el dolor de cabeza, de huesos, y también para otras molestias. No sabía que por aquí hubiera mejorana. Queda muy bien en infusión y mejora el sabor de la carne, además de mitigar el dolor de cabeza y prevenir los cólicos de los recién nacidos. Tendré que recordarlo para más adelante. Durc apenas tuvo cólicos, pero es un problema bastante corriente en los niños.»
Cerca de la cima, el sendero se hizo más escarpado, hasta que final– mente desembocó en un campo llano y abierto. Cuando llegaron a la ventosa meseta, se acercó al borde y allí se detuvo a descansar y esperar a Jondalar, que tenía algún que otro problema para tirar de Corredor y la angarilla por el empinado y tortuoso camino salpicado de rocas. Whinney masticó unos cuantos tallos de hierba fresca mientras aguardaban. Ayla reacomodó la angarilla de la yegua y verificó la carga dispuesta en los canastos y el lomo. Luego acarició al animal y le habló en el especial lenguaje de los caballos. Ayla miró abajo y contempló el Río y las tierras de aluvión, y la larga fila de personas, jóvenes y viejas, que subía penosamente por el sendero. Después miró alrededor.
La elevada meseta ofrecía una amplia panorámica del paisaje de los alrededores, y abajo una escena brumosa e ilusoria. Había aún volutas de niebla enredadas a los árboles cerca de la orilla, y un manto blanco y esponjoso ocultaba el Río en algunos puntos, pero el velo se levantaba poco a poco, revelando haces de luz de la radiante esfera reflejados en las impetuosas aguas. A lo lejos, la niebla se espesaba y los precipicios de piedra caliza se desdibujaban con un cielo gris blanquecino.
Cuando llegó Jondalar con Corredor, empezaron a cruzar juntos la meseta. Caminando al lado del hombre alto con quien había viajado durante tanto tiempo, con el lobo pegado a sus talones y, un poco más atrás, los caballos arrastrando las angarillas, Ayla se sintió eufórica. Estaba con aquellos a quienes más amaba, y casi no podía creer que Jondalar fuera a convertirse pronto en su compañero. Recordaba con total claridad cómo se sentía cuando hizo una expedición semejante con el Campamento del León. Por entonces Ayla tenía la sensación de que cada paso que daba la acercaba a un destino inevitable y contrario a sus deseos. Había prometido unirse a un hombre por el que sentía sincero afecto y con quien tal vez podría haber sido feliz si no hubiera conocido y amado antes a Jondalar. Pero éste había adoptado por entonces una actitud distante, y ya no parecía amarla, mientras que Ranec no sólo la amaba sino que la necesitaba desesperadamente.
Ahora no pesaban sobre Ayla aciagos sentimientos como aquéllos. Rebosaba tal felicidad que estaba segura de que la irradiaba e impregnaba con ella el aire que la envolvía. Jondalar recordaba también el viaje a la Asamblea Estival de los Mamutoi. La causa del conflicto habían sido sus celos, y el miedo a presentarse ante su gente con una mujer que acaso no aceptaran. Habían resuelto sus problemas, y ahora su alegría no era menor que la de ella. Cada vez que la miraba, ella le devolvía una mirada llena de amor.
Siguieron el sendero a través de la llana meseta y llegaron a otra atalaya situada al borde del precipicio donde se habían detenido cuando estuvieron allí solos. Antes de vadear el arroyo, se pararon a contemplar la fina cascada que vertía sus aguas directamente al Río. La gente de la Caverna se había dispersado a lo ancho del campo, y algunos tomaron el mismo camino que ellos dos. Llevaban encima sólo lo que podían cargar, pero las mochilas eran a veces muy pesadas, y algunos tenían previsto regresar a por un segundo cargamento, en su mayoría artículos con los que pretendían comerciar.
Ayla y Jondalar habían hablado con Joharran y ofrecido a la Caverna la posibilidad de hacer servir los caballos para transportar la carga. El jefe lo comentó con varias personas, pero decidió cargar en los caballos sólo la carne de las recientes cacerías de ciervos y bisontes. Al planear inicialmente las cacerías, pensó que algunos deberían volver al refugio a buscar la carne y llevarla a la Asamblea Estival.
Los caballos les iban a ahorrar mucho trabajo, y por primera vez el jefe comprendió que adiestrar caballos podía ser algo más que una simple novedad. Estos animales podían serles útiles. Ni la ayuda que habían representado en la cacería ni el muy rápido viaje de Jondalar a la Novena Caverna para avisar del trágico accidente a Zelandoni y la compañera de Shevonar le habían permitido tomar plena conciencia de las grandes posibilidades de esos animales. Sólo ahora, ante la evidencia de que él y otros hombres se librarían de regresar a la Novena Caverna para buscar el resto de la carne, se daba cuenta de las ventajas que representaban, a pesar de algunos inconvenientes.
Whinney estaba acostumbrada a tirar de la angarilla, porque lo había hecho durante todo el Viaje, pero Corredor, menos habituado a la carga, resultaba más difícil de controlar. Joharran se había fijado en que su hermano estaba muy pendiente del caballo, sobre todo en los senderos, donde la angarilla le restaba movilidad. Se requería paciencia para apaciguar al joven corcel, y había que guiarlo para que esquivara los obstáculos sin que se cayera la carga. En la Novena Caverna, Ayla y Jondalar habían iniciado la marcha cerca del grupo de cabeza, pero en cuanto vadearon el arroyo y torcieron hacia el noreste, se quedaron hacia la mitad de la fila.
Llegaron al sitio donde Ayla y Jondalar se habían dado media vuelta la primera vez, el punto en que el sendero empezaba a descender. En esta ocasión siguieron adelante, dejándose llevar por el sinuoso recorrido a través de matorrales, hierba y –en una hondonada protegida de las inclemencias– árboles. Llegaron a un refugio de piedra tan cercano al agua que una parte sobresalía por encima del cauce. Habían recorrido unos tres kilómetros de distancia real, pero las empinadas cuestas alargaron el viaje.
El refugio tenía un porche delantero tan próximo al Río que era posible tirarse al agua desde allí. Se llamaba Mirador del Río y estaba orientado hacia el sur. Se extendía del oeste al este hasta un recodo donde el Río giraba en dirección sur, cerrándose tanto sobre sí mismo que habría formado un círculo completo a no ser por la lengua de tierra que se extendía en medio. Pese a que parecía un refugio habitable, no vivía allí ninguna Caverna; no obstante, los viajeros se detenían en ese lugar a veces, sobre todo los que navegaban en balsa. El cauce estaba demasiado cerca, y cuando el Río crecía mucho, inundaba el refugio.
La Novena Caverna no se detuvo en Mirador del Río, sino que trepó por la cuesta que ascendía por detrás del refugio. El sendero seguía hacia el norte y luego torcía en dirección este. A unos dos kilómetros más allá de Mirador del Río, el sendero bajaba por una pronunciada pendiente hasta el valle de un arroyo seco en verano. Tras cruzar el embarrado lecho del arroyo, Joharran hizo un alto, y todos descansaron mientras que él esperaba a Jondalar y Ayla. Varias personas encendieron pequeñas hogueras para prepararse infusiones. Algunos, especialmente quienes viajaban con niños, sacaron comida ya lista y tomaron un bocado.
–Aquí tenemos que decidirnos, Jondalar –dijo Joharran–. ¿Por dónde crees que nos conviene ir?
Jondalar miró a Ayla. Como el Río, a su serpenteante paso por el valle, se acercaba mucho a las paredes rocosas primero de una orilla y después de la otra, a veces resultaba más aconsejable viajar de una Caverna a otra por las altas mesetas. Para llegar al siguiente enclave, sin embargo, había otra posibilidad.
–A partir de aquí se puede ir por dos caminos –explicó Jondalar–. Si seguimos por éste, hasta lo alto del precipicio, tendremos que subir por esa pendiente, atravesar la meseta, lo cual representa recorrer una distancia equivalente a la mitad de la que hemos hecho hasta aquí, y luego bajar hasta llegar a otro arroyo, el cual rara vez se seca del todo, pero es poco profundo y fácil de cruzar. Más adelante hay otra cuesta empinada que sube por la cara del precipicio que da al Río y más allá un trecho pendiente, abajo. Allí el Río atraviesa por en medio de una gran pradera, las tierras llanas que se inundan en la época de crecida. Podemos parar a visitar a la Vigésimo novena Caverna, y quedarnos a pasar la noche allí.
–Pero hay otro camino –añadió Joharran–. La Vigésimo novena Caverna se llama Tres Rocas porque hay tres refugios, no juntos, sino separados, cerca del Río y en la gran pradera. Dos están a este lado del Río, y el tercero, en la orilla opuesta –Joharran señaló al frente, hacia la cuesta–. En lugar de subir por ese sendero, podemos doblar hacia el este, en dirección al Río. Más adelante, el cauce tuerce en dirección norte y hay que cruzar a la otra orilla porque, en este lado, el agua corre al pie mismo del precipicio, pero hay un tramo largo y poco profundo por donde es fácil vadear. Además, la Vigésimo novena Caverna siempre tiene colocadas algunas rocas en el cauce, como hacemos nosotros en el Paso. Después deberemos seguir un rato por la otra orilla, pero como hay un punto en que el Río vuelve a girar hacia el este e invade la orilla hasta la base misma del precipicio, tendremos que volver a vadear. No obstante, allí, además de que el cauce se ensancha y otra vez se reduce la profundidad, también hay rocas para pasar. Podernos parar en los dos refugios de este lado para visitarlos, pero tenemos que cruzar de nuevo para llegar al tercero, que es más grande, porque probablemente será allí donde pasemos la noche, sobre todo si llueve.
–Si vamos por ese camino, tendremos que trepar por la cuesta; si vamos por este otro, estaremos obligados a cruzar el Río –concluyó Jondalar–. ¿Qué te parece más recomendable para los caballos y las angarillas?
–Es fácil vadear ríos con los caballos, pero si son profundos, la carne cargada en las angarillas puede mojarse, y podría echarse a perder si no la ponemos a secar enseguida –contestó Ayla–. En nuestro Viaje sustituíamos la plataforma entretejida de la angarilla por el bote redondo en forma de vasija, para que la carga flotara cuando vadeábamos ríos. Pero ¿no has dicho que de todos modos tenemos que cruzar el Río al menos una vez?
Jondalar se acercó a la parte posterior de 1a angarilla de Corredor.
–Joharran, si colocamos a un par de personas detrás de los caballos para que levanten las varas lo suficiente para mantener la carga fuera del agua, posiblemente podríamos vadear sin que se mojara nada.
–Estoy seguro de que encontraremos gente dispuesta a hacerlo –dijo el jefe de la Caverna–. Siempre hay jóvenes a los que les gusta chapotear en el agua cuando tenemos que cruzar un río. Iré a preguntar. Supongo que la mayoría de la gente, cargada como va, preferirá ahorrarse una cuesta más.
Cuando se fue Joharran, Jondalar decidió examinar el cabestro de Corredor. Acarició al caballo y le dio un poco de grano que llevaba en una bolsa. Ayla le sonrió, sin dejar de prestar atención a Lobo, que se acercó para ver por qué habían parado. Percibió claramente el especial vínculo creado entre Jondalar y ella a lo largo del Viaje. Se le ocurrió entonces que existía también otro vínculo. Sólo ellos comprendían la relación que podía desarrollarse entre una persona y un animal.
–Hay otra manera de ir río arriba, o mejor dicho, dos –comentó Jondalar mientras aguardaban–. Una es en balsa, pero no creo que fuera un sistema muy práctico con los caballos. La otra es atravesar las altas mesetas del otro lado del Río. Habría que cruzar por el Paso, y, en realidad, es más sencillo ir hasta la Tercera Caverna y partir de allí. Tienen un buen camino para llegar a lo alto de Roca de los Dos Ríos, y arriba se estrecha y atraviesa toda la meseta. El terreno es más uniforme que a este lado; no hay más que un par de hondonadas no muy profundas. En ese lado del Río no desembocan tantos afluentes, pero si se tiene previsto hacer noche en la Vigésimo novena Caverna, igualmente ha de bajarse para cruzar el Río. Por eso Joharran ha decidido quedarse en esta orilla.
Mientras descansaban, Ayla preguntó por la gente a la que iban a visitar. Jondalar describió la desacostumbrada organización de la gente, de la Vigésimo novena Caverna de 1os Zelandonii. Tres Rocas se componía de tres colonias separadas, cada una con su propio refugio de piedra, en tres precipicios distintos que formaban un triángulo en tomo a las tierras llanas de aluvión del serpenteante río, y las tres a corta distancia entre sí.
–Según las Historias, antes eran Cavernas independientes, numeradas con palabras de contar más bajas, y había más de tres –explicó Jondalar–, pero todas tenían que utilizar el mismo campo y los mismos ríos, y estaban siempre disputándose los derechos, discutiendo a qué Caverna le correspondía usar qué y cuándo. Imagino que los enfrentamientos fueron a más. Finalmente el Zelandoni de Cara Sur tuvo la idea de que se unieran en una sola Caverna, trabajaran juntos y lo compartieran todo. Si una manada de uros en migración atravesaba la zona, no irían los cazadores de las distintas Cavernas por separado, sino que formarían una sola partida de caza compuesta por miembros de todas las Cavernas.
Ayla meditó por un momento.
–Pero la Novena Caverna también coopera con la Cavernas vecinas. En la última cacería, colaboraron los cazadores de la Undécima, la Decimocuarta, la Tercera, la Segunda y unas cuantas personas de la Séptima, y al final se repartió la carne.
–Así es, pero nuestras Cavernas no se ven obligadas a compartirlo todo –precisó Jondalar–. La Novena Caverna tiene el valle del Río del Bosque, y a veces pasan animales por la orilla del Río justo frente al porche; la Decimocuarta tiene Pequeño Valle; la Undécima puede cruzar el Río en balsas hasta un extenso campo que hay justo al otro lado del cauce; la Tercera tiene Valle de la Hierba, y la Segunda y la Séptima comparten Valle Dulce... Cuando volvamos, iremos a visitarlos. Podemos colaborar cuando queremos, pero no tenemos que hacerlo forzosamente. Todas las Cavernas que se unieron para formar la Vigésimo novena tenían que compartir la misma zona de caza. Ahora la llaman Valle de las Tres Rocas, pero es una parte del Valle del Río y otra del Valle del Río Norte.
Explicó que el Río giraba hacia el este, atravesando la gran pradera, y al norte vertía en él sus aguas un caudaloso afluente, con su correspondiente valle. Dos de las colonias estaban en la orilla derecha del Río, la del oeste, ala que podía llegarse por tierra desde Mirador del Río, y otra estaba al norte. Al sur había un tercer precipicio enorme con refugios de roca dispuestos en varios niveles, en la orilla izquierda, al otro lado del Río. Era uno de los pocos refugios de roca habitados con orientación norte.
La colonia situada al oeste, o Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna de los Zelandonii, se componía de varios pequeños refugios de roca en la ladera de un monte. Jondalar añadió que la colonia mantenía también, cerca de allí, un campamento más o menos estable de cobertizos, hogueras y secaderos, y –en verano– tiendas y otros refugios provisionales. Se hallaba en la entrada de un abrigado valle poblado de pinos, cuyas piñas repletas de piñones proporcionaban un aceite vegetal tan denso que podía arder en un candil, pero a la vez tan delicioso que rara vez se usaba con ese fin.
La gente de toda la comunidad de Tres Rocas, y otros invitados a ayudar a cambio de una participación en la cosecha, recolectaban los piñones cuando llegaba la época. Ésa era la principal finalidad del campamento, pero también se hallaba cerca de un excelente sitio para pescar, especialmente propicio para la colocación de encañizadas y otras trampas para peces. La comunidad lo utilizaba muy a menudo durante toda la época cálida del año, y no solía cerrarse hasta que el Río se helaba en pleno invierno. Aunque la gente vivía en los diversos refugios de piedra de Heredad Oeste todo el año, y la recolección del piñón, que era el motivo inicial por el que habían plantado allí el campamento, se llevaba acabo en otoño, las primeras tiendas se levantaban a comienzos de la estación cálida con el objetivo de elaborar las trampas para peces, y todos se referían a aquello como ir al «campamento de verano». La colonia del oeste acabó conociéndose como Campamento de Verano.
–Su Zelandoni es una buena artista –dijo Jondalar–. En uno de los refugios, ha grabado animales en las paredes, quizá tengamos tiempo de visitarla. También hace pequeñas tallas que es posible llevarse. En todo caso, volveremos aquí para la cosecha del piñón.
Joharran regresó con cuatro jóvenes –tres hombres y una mujer– que se habían ofrecido voluntarios para ir detrás de los caballos y levantar las angarillas por encima del agua al vadear. Parecían todos muy satisfechos de haber sido elegidos para la tarea. Joharran no tuvo problema para encontrar gente dispuesta a hacerlo; lo difícil fue la selección. Muchos querían acercarse a los caballos y al lobo y conocer mejor a la forastera. Les proporcionaría un interesante tema de conversación para la Asamblea Estival.
En el terreno más llano, excepto cuando tenían que vadear, Jondalar y Ayla pudieron caminar uno al lado del otro tirando de los caballos. Lobo, como de costumbre, no los seguía tan cerca. Cuando viajaba, le gustaba explorar, adelantándose o quedándose atrás, dejándose guiar por la curiosidad y por los olores que su agudo olfato captaba. Jondalar aprovechó la oportunidad para continuar explicando cosas a Ayla sobre la gente con la que pasarían la noche y su territorio.
Le habló del gran afluente que llegaba del norte a través de los campos abiertos y herbosos, llamado Río Norte, que desembocaba en el Río por la margen derecha. En su lado norte, las tierras de aluvión se veían agrandadas por el valle del Río Norte, así como por la creciente anchura del valle del propio Río aguas arriba. Irguiéndose entre los valles del afluente y la corriente principal, se encontraba el emplazamiento más antiguo de la comunidad, la colonia norte, conocida formalmente como Heredad Norte de la Vigésimo novena Caverna de los Zelandonii, aunque comúnmente se la llamaba Cara Sur. Para llegar hasta allí desde Campamento de Verano, dijo Jondalar, utilizaban un sendero que conducía hasta el vado del afluente, pero esta vez irían por la orilla del Río.
Más adelante, en un monte que dominaba el despejado paisaje, había un precipicio triangular con tres terrazas orientadas al sur y dispuestas como peldaños, una encima de otra. Aunque estaba a dos kilómetros de cualquiera de los otros enclaves que componían la comunidad de Tres Rocas, varios emplazamientos auxiliares se hallaban mucho más cerca y se consideraban ya parte de Heredad Norte de la Decimonovena Caverna.
Jondalar explicó que un hollado sendero, con dos pronunciadas curvas, daba acceso fácilmente al nivel intermedio, que era la principal área de vivienda de Cara Sur. El pequeño refugio del nivel superior, que dominaba buena parte del extenso valle se utilizaba como puesto de observación, y solían llamarlo Atalaya de la Cara Sur, o simplemente Atalaya. El nivel inferior era semisubterráneo y se usaba más como depósito de almacenamiento que como espacio donde desarrollar las actividades propias de la vida cotidiana; entre otros alimentos y provisiones, se guardaban allí los piñones recolectados en Campamento de Verano. Algunos de los otros refugios que formaban parte del emplazamiento de Cara Sur tenían sus propios nombres descriptivos, tales como Roca Larga, Orilla Profunda y Buena Fuente, en alusión a un manantial cercano.
–Incluso el espacio de almacenamiento tiene nombre –añadió Jondalar–. Se llama Roca Pelada. Los ancianos del lugar cuentan lo que ellos oyeron de pequeños, que forma parte de las Historias y Leyendas. Trata de un invierno muy crudo y una primavera fría y lluviosa en que se les acabaron las reservas de comida, y el espacio de almacenamiento situado bajo el saliente de roca inferior pasó a conocerse como Roca Pelada. El invierno, en un último coletazo, terminó con una intensa tormenta de nieve, y la gente empezó a pasar hambre, y sólo se libraron de la muerte gracias a una gran cantidad de piñones almacenados en el refugio inferior por las ardillas, que una niña descubrió por casualidad. Es asombroso lo que llegan a acumular esos pequeños roedores.
»Pero cuando el tiempo mejoró lo suficiente para cazar, los ciervos y los caballos que consiguieron matar también habían pasado hambre, y su carne era magra y correosa. Por otra parte, faltaba aún bastante para la recolección de los primeros tubérculos y verduras de la primavera. Al otoño siguiente, la comunidad almacenó muchos más piñones en previsión de otros posibles inviernos crudos y las posteriores hambrunas de la primavera, y comenzó así la tradición de recolectarlos.
Los jóvenes que los habían ayudado a mantener seca la carne mientras vadeaban los ríos se apiñaron alrededor para oír hablar a Jondalar de sus vecinos más cercanos en dirección norte. Tampoco ellos sabían tantas cosas acerca de la Decimonovena Caverna, y le escucharon con interés.
Al otro lado del Río, a unos dos kilómetros, se podía ver la Heredad Sur de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii, el mayor y más singular precipicio de la región. Si bien los enclaves orientados al norte rara vez se habitaban, aquel en particular era demasiado atractivo para pasarlo por alto. La pared rocosa, de unos ochocientos metros de anchura, se elevaba verticalmente desde el Río hasta una altitud de más de setecientos metros, divididos en cinco niveles, y contenía casi un centenar de cuevas y cavidades, además de refugios bajo salientes de roca y terrazas.
Desde estas últimas se disfrutaba de magníficas vistas del valle, así que no era necesario utilizar un refugio o caverna exclusivamente como puesto de observación. Pero, aparte de eso, el precipicio ofrecía una vista distinta y única. En una sección de la terraza inferior que sobresalía por encima de un remanso del Río, era posible asomarse y verse reflejado en la quieta superficie del agua.
–No se le ha dado un nombre por su tamaño –dijo Jondalar–. El nombre le viene de esa inusual vista. Se llama Roca del Reflejo.
La pared rocosa era tan descomunal que la mayoría de los posibles espacios habitables ni siquiera estaban ocupados; si lo hubieran estado, aquel emplazamiento habría parecido una madriguera de marmotas. Los recursos naturales de los alrededores no habrían bastado para tanta gente. Habrían diezmado las manadas de animales y arrasado la vegetación de la zona. Pero el enorme precipicio era un lugar excepcional, y aquellos que vivían allí sabían que la mera visión de su hogar dejaba boquiabiertos a los forasteros y los Zelandonii que lo visitaban por primera vez.
Maravillaba incluso a quienes lo conocían, descubrió Jondalar cuando contempló aquella extraordinaria formación natural. La Novena Caverna, con su magnífica cornisa de roca sobre una espaciosa y cómoda superficie, destacaba por sí misma y era en muchos sentidos más habitable –el sólo hecho de que en su mayor parte estuviera orientada hacia el sur era de por sí una gran ventaja–, pero Jondalar debía admitir que el inmenso precipicio que se alzaba ante él era imponente.
Pero la gente que esperaba de pie en la terraza del nivel inferior estaba también impresionada por lo que veía acercarse hacia allí. El gesto de bienvenida de la mujer que se hallaba un poco por delante de los demás fue más vacilante que de costumbre. Mantenía la mano en alto con la palma vuelta hacia ella, pero el movimiento con que los invitaba a aproximarse era poco enérgico. Había llegado a sus oídos la noticia del regreso del hijo segundo de Marthona, que había llegado con una forastera. Había oído también que los acompañaban dos caballos y un lobo, pero oírlo no era lo mismo que verlo, y ver a los dos caballos caminar tranquilamente entre la gente de la Novena Caverna, detrás de un lobo –un lobo enorme–, una desconocida alta y rubia y el hombre a quien reconocía como Jondalar resultaba más que inquietante.
Joharran volvió la cara para ocultar una sonrisa que no pudo contener al ver la expresión de la mujer, pese a que comprendía perfectamente cómo se sentía. Él había experimentado ese mismo escalofrío de miedo ante esa misma asombrosa visión. Al pararse a pensar en ello, le sorprendió lo pronto que se había acostumbrado a esa novedad. Tan pronto que ni siquiera preveía ya la reacción de sus vecinos, y sabía que debería haberlo hecho. Se alegraba de haber decidido hacer un alto allí. Eso le permitiría formarse una idea del efecto que probablemente causaría en la gente su llegada a la Asamblea Estival con los caballos y Lobo.
–Si Joharran no hubiera decidido plantar la tienda en el prado, creo que me hubiera quedado fuera de todos modos –comentó Ayla–. Quiero estar cerca de Whinney y Corredor mientras viajamos, y no quería hacerlos subir a lo alto del precipicio; no les habría gustado.
–Creo que tampoco a Denanna le habría gustado –dijo Jondalar–. Se la veía muy nerviosa con los animales.
Trotaban río arriba por el valle del afluente conocido como Río Norte, para poder descansar un rato, tanto los animales como ellos, de la compañía de tantas personas. Habían pasado por la formalidad de conocer a todos los jefes, pero a Ayla aún le costaba distinguirlos.
Denanna, que era la jefe de la Roca del Reflejo o Heredad Sur, era asimismo la jefa reconocida de la Vigésimo novena Caverna, pero Campamento de Verano y Cara Sur –las Heredades Oeste y Norte, respectivamente– tenían también sus propios jefes. Siempre que era necesario tomar decisiones que afectaran conjuntamente a Tres Rocas, los tres jefes cooperaban para llegar aun consenso, pero Denanna actuaba como moderadora, porque los demás jefes zelandonii habían insistido en que, si la Vigésimo novena Caverna quería considerarse una única Caverna, debía tener un único jefe en la función de portavoz.
Para los zelandonia, los requisitos eran distintos. Las Heredades Oeste, Norte y Sur tenían cada una su propio Zelandoni, pero los zelandonia de las tres heredades eran ayudantes, o coadyuvantes, de una cuarta donier, que era la Zelandoni de la Vigésimo novena. Como había bastante distancia entre las heredades, era aconsejable que cada una tuviera su propio Zelandoni, y que esta persona fuera una buena curandera, sobre todo durante las estaciones de tormentas y bajas temperaturas, pero cada Zelandoni individual se debía principalmente ala zelandonia en su totalidad, aunque la Caverna ala que servía era de igual importancia o, en algunos sentidos, incluso mayor.
El Zelandoni de Roca del Reflejo era tan buen curandero que incluso las mujeres se dejaban asistir por él durante el parto sin el menor inconveniente. La Zelandoni de la Vigésimo novena, que también vivía en Roca del Reflejo para estar cerca de la jefa general, no destacaba como curandera, pero era una buena mediadora, capaz de intervenir diplomáticamente en las relaciones entre los otros tres zelandonia y los tres jefes y apaciguar las crispaciones que surgían a veces. Algunos opinaban que a no ser por ella la compleja organización llamada Vigésimo novena Caverna no conseguiría mantenerse unida.
Ayla se alegró de tener el pretexto de que los caballos necesitaban cuidados y atención para escapar del resto de los saludos formales, celebraciones y demás rituales. Había hablado con Joharran y Proleva antes de reunirse con sus vecinos de la siguiente Caverna en dirección norte y les había dicho que era esencial para el bienestar de Whinney y Corredor que ella y Jondalar los atendieran. El jefe se ofreció para presentar él mismo sus excusas, y la compañera del jefe prometió guardarles un poco de comida.
Ayla era consciente de que los observaban mientras soltaban las angarillas y quitaban el resto de la carga, y mientras, ella examinaba detenidamente a los dos caballos para asegurarse de que no tenían heridas ni llagas. Frotaron y cepillaron a los dos animales y luego Jondalar sugirió llevar a Whinney y Corredor y dejarlos correr después del día de marcha lenta y cautelosa. Al ver la hermosa sonrisa de agradecimiento de Ayla, se alegró de haberlo propuesto. Lobo se apresuró a trotar ante ellos cuando los vio separarse del grupo; también él parecía contento.
Joharran era uno de quienes los observaban mientras cuidaban de los caballos. Los había visto a menudo hacer esas mismas cosas, pero esta vez pensó que aquéllas eran algunas más de las atenciones que los animales requerían. Por supuesto, los caballos no necesitaban esa clase de cuidados cuando vivían con sus manadas, pero cuando realizaban el trabajo que las personas les exigían, quizá sí los precisaban. Sí, eran indudables las ventajas del uso de caballos para ayudar de distintas maneras, pero ¿merecía la pena considerando el trabajo que daban? Era ésa la pregunta que se hacía mientras observaba alejarse a Ayla y su hermano.
Ella se sintió más relajada tan pronto como se marcharon. Al alejarse a lomos de los caballos se sintió aliviada, liberada. Se habían acostumbrado a viajar juntos sin más compañía que los animales a lo largo del Viaje, y para los dos era un respiro recuperar esa soledad. Cuando llegaron al valle del Río Norte y vieron el enorme prado extenderse ante ellos, se miraron, sonrieron y estimularon a los caballos para animarlos a galopar a través del campo. No vieron a un par de personas que regresaban a la Vigésimo novena Caverna tras una rápida visita al emplazamiento de la Asamblea Estival, pero éstas sí los vieron a ellos. Contemplaron boquiabiertas aquella imagen que nunca habían visto antes y no estaban seguras de querer volver a ver. Ver a otras personas correr a lomos de los caballos le resultaba inquietante.
Ayla se detuvo al lado de un pequeño arroyo, y Jondalar paró junto a ella. En un tácito acuerdo, los dos volvieron los caballos y siguieron el cauce. El nacimiento del arroyo era un estanque alimentado por un manantial y al lado se alzaba un enorme sauce, como si protegiera el origen del agua para sí y sus vástagos: una colección de sauces menores arracimados en torno al amplio y rebosante estanque. Desmontaron, retiraron las mantas de montar de los lomos de los caballos y las extendieron en tierra.
Los caballos bebieron del arroyo y luego los dos decidieron que era un buen momento para revolcarse. La joven pareja no pudo evitar reírse a carcajadas al ver a los animales revolviéndose en tierra sobre los lomos con las patas en el aire, sintiéndose lo bastante cómodos y seguros para rascarse la espalda a gusto.
De pronto Ayla cogió la onda que llevaba atada a modo de cinta en tomo a la cabeza, la desenrolló rápidamente y echó un vistazo al estanque en busca de guijarros. Cogió un par, colocó uno en la cavidad de cuero del arma y lo lanzó. Sin mirar, juntó de nuevo los dos extremos de la tira de cuero y, en el preciso momento en que una segunda ave alzó el vuelo, le disparó la otra piedra. La abatió y después fue a recoger sus dos perdices.
–Si estuviéramos los dos solos, y fuéramos a acampar aquí, ya tendríamos la cena –comentó Ayla sosteniendo en alto sus trofeos.
–Pero no estamos solos, así que ¿qué vas a hacer con esas perdices? –preguntó Jondalar.
–Bueno, las plumas de perdiz son las más ligeras y las que más abrigan, y su color es bonito en esta época del año. Podría hacerle algo al bebé –dijo–. Pero ya tendré tiempo de hacer cosas para el bebé más adelante. Creo que éstas se las regalaré a Denanna. Al fin y al cabo, éste es su territorio y parece tan nerviosa con Whinney, Corredor y Lobo que creo que preferiría que no hubiéramos venido. Quizá se tranquilice con un regalo.
–¿Dónde has aprendido tanta sensatez, Ayla? –preguntó Jondalar mirándola con afecto.
–Eso no es sensatez, es puro sentido común.
Ayla alzó la vista y se perdió en la magia de los ojos de Jondalar. El único lugar donde había visto un color comparable era en los profundos estanques azules de los glaciares, pero sus ojos no eran fríos. Eran cálidos y rebosaban cariño.
Él la rodeó con sus brazos, y ella dejó caer las aves para abrazarlo y besarlo. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde que él la había estrechado de esa manera y cayó en la cuenta de que en efecto había pasado bastante tiempo. No desde la última vez que la había besado, pero sí desde la última vez que habían estado solos en campo abierto con los caballos paciendo satisfechos y Lobo husmeando con su inquisitivo hocico en todos los arbustos y madrigueras que encontraba, y sin nadie más alrededor. Pronto tendrían que volver y proseguir viaje hacia la Asamblea Estival, y quién sabía cuándo disfrutarían de otro momento como aquél. Cuando Jondalar empezó a acariciarle el cuello con los labios, Ayla reaccionó ansiosa.
Notó su aliento cálido y su lengua húmeda y sintió un estremecimiento, abandonándose a él, dejando que la sensación la envolviera. Él le sopló en la oreja y le mordisqueó el lóbulo y luego rodeó la plenitud de sus pechos con las manos. Aún más plenos en ese momento, pensó él, recordando que ella llevaba una nueva vida en su interior, una nueva vida que, según Ayla, era tan suya como de él. Como mínimo, esa vida tenía que ser de su espíritu, de eso Jondalar estaba seguro. Durante la mayor parte de su Viaje, él había sido el único hombre que había estado cerca de ella y de quien la Madre había podido tomar un elán.
Ayla se desató el cinturón, del que pendían varios objetos y saquitos asegurados mediante lazos de cuero o cordeles, y lo depositó al lado de la manta, cerciorándose de que todo lo que llevaba sujeto siguiera en su sitio. Jondalar se sentó en el borde de la manta de piel que despedía un intenso, pero no desagradable, olor a caballo. Era un olor al que estaba acostumbrado y que le traía a la mente gratos recuerdos. Rápidamente, empezó a desatarse y desenrollarse las correas del calzado de alrededor de las piernas, luego se puso de pie y se desató la correa de la cintura que mantenía sujetas las dos piezas frontales superpuestas de su calzón, y se lo quitó.
Cuando alzó la vista, Ayla había hecho lo mismo. Jondalar la miró y le gustó lo que vio. Toda su figura era más redondeada, no sólo los pechos sino también el vientre, donde empezaba a revelarse el crecimiento de la nueva vida. Notó que su virilidad respondía, se despojó de la túnica, y ayudó a Ayla a quitarse la suya. Percibió una brisa fresca en la piel desnuda, vio que a ella se le ponía carne de gallina y la abrazó notando su calor e intentando que no se enfriara.
–Voy a lavarme al estanque –dijo ella. Jondalar sonrió, pensando que aquello era una invitación para que le proporcionara Placer tal como a él le gustaba.
–No es necesario –dijo Jondalar.
–Lo sé, pero quiero hacerlo –insistió ella encaminándose hacia el estanque–. He sudado mucho con tanto caminar y trepar.
El agua estaba fría, pero estaba acostumbrada a lavarse con agua fría, y la mayor parte del tiempo le resultaba estimulante aquella sensación. Por las mañanas, la despejaba. Era un estanque poco profundo, excepto en el lado próximo al manantial. Allí se encontró con que el fondo descendía rápidamente hasta que sus pies no estuvieron ya en contacto con el lecho rocoso. Apartándose de la zona profunda, vadeó hasta la orilla.
Jondalar la siguió, pese a que a él le gustaba el agua fría mucho menos que a ella. Estaba hundido hasta los muslos, y cuando ella se acercó, la salpicó. Ayla lanzó un chillido e intentó esquivar el agua, y con las dos manos lanzó una ola hacia él que le acertó en plena cara y lo mojó de arriba abajo.
–No estaba preparado para eso –dijo él con un repentino escalofrío y volvió a salpicarla.
Los caballos observaban el alboroto que tenía lugar en el agua. Ayla le sonrió, él la cogió y terminó el ruidoso chapoteo. Se abrazaron con fuerza, y sus labios se unieron.
–Quizá debería ayudarte a lavarte –susurró Jondalar al oído de Ayla, deslizándole la mano entre sus piernas, y notando cómo reaccionaba a su virilidad.
–Quizá debería ayudarte yo a ti –contestó ella tendiendo la mano mojada hacia su miembro erecto y duro y frotándoselo arriba y abajo, retirando el prepucio y dejando la cabeza al descubierto.
El agua helada debería haber apagado su ardor, pensó Jondalar, pero la mano fría de ella en su órgano caliente le resultaba curiosa e intensamente estimulante. A continuación Ayla se arrodilló ante él y tomó en su boca la cabeza del miembro, notándola caliente. Jondalar gimió mientras ella se movía hacia atrás y hacia adelante, recorriéndole el glande con la lengua. Sintió una repentina urgencia que lo cogió desprevenido. De pronto, sin poder controlarse, notó crecer su ardor y estallar en una oleada de desahogo que se propagó por todo su cuerpo.
Apartó a Ayla.
–Salgamos de esta agua tan fría –propuso.
Ella escupió la esencia de él y se enjuagó la boca. Luego le sonrió. Cogiéndole la mano, Jondalar tiró de ella hacia la orilla. Cuando llegaron a la manta de montar, se sentaron, y Jondalar la hizo tenderse y se tumbó junto a ella, apoyándose en un codo para mirarla.
–Me has cogido por sorpresa –dijo, relajado, pero un poco incómodo. Las cosas no habían ido como él planeaba.
Ayla sonrió. No era habitual que Jondalar dejase escapar su esencia tan pronto; siempre le gustaba controlarse. Su sonrisa se hizo más amplia, rebosante de satisfacción.
–Debías de estar más preparado de lo que pensabas –comentó.
–No estés tan orgullosa de ti misma.
–No tengo ocasión de sorprenderte con demasiada frecuencia. Eres tú quien me conoce muy bien, quien me sorprende y me da mucho Placer.
Jondalar no pudo evitar devolverle la sonrisa. Se inclinó para besarla, y ella abrió un poco la boca, acogiéndolo con gusto. En cualquier caso, Jondalar disfrutaba también tocándola, abrazándola, besándola. Exploró el interior de su boca con la lengua, con cuidado, con delicadeza, y ella hizo lo mismo. Tal vez él tuviera aún energías para seguir. Desde luego, no tenían por qué darse prisa en volver.
Jondalar pasó un rato sólo besándola y luego le recorrió los labios con la lengua. Buscó después su cuello y su garganta, mordisqueando y besando. Ayla sintió cosquillas y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse. Estaba ya estimulada, y contenerse simplemente aumentó la intensidad de la experiencia. Cuando Jondalar empezó a descender, besándole el hombro y la cara interior del brazo hasta el codo, ella apenas puso soportarlo y a la vez deseó más. Sin darse cuenta se le aceleró la respiración, lo cual animó a Jondalar a continuar. De pronto, él cogió un pezón entre sus labios, y ella jadeó cuando ráfagas de fuego confluyeron dentro de ella en su parte más íntima. La virilidad de Jondalar volvía a aumentar de volumen. Palpó la redondez de sus pechos y luego llevó la boca hasta el otro pezón, contraído y erecto, y lo chupó con fuerza. Con los dedos, acarició mientras tanto el primer pezón. Ayla se apretó contra él, percibiendo la intensidad de aquellas sensaciones y deseando más. Ni oía la brisa entre los sauces, ni notaba el aire fresco; estaba concentrada en las sensaciones que él despertaba en ella.
También él sentía aumentar el calor en su interior y la creciente turgencia de su miembro. Bajó aún más hasta colocarse entre sus muslos, abrió sus pliegues y se inclinó para saborearla. Ella aún estaba mojada, y Jondalar se deleitó en el frío y la humedad y el calor y la sal y el familiar sabor de Ayla, su Ayla. Lo deseaba todo de ella, todo al mismo tiempo, y tendió las manos hacia los pezones a la vez que encontraba con su lengua el nódulo duro y palpitante entre sus pliegues.
Ella gimió y dejó escapar un grito, arqueándose hacia él, mientras Jondalar succionaba y la acariciaba con la lengua. Ayla no pensaba; sólo sentía. Antes de darse cuenta, estaba ya a punto, notaba cómo se expandía la oleada de placer recorriendo todo su cuerpo. Alargó los brazos hacia él, lanzando entrecortadas exclamaciones de necesidad, deseando sentirlo dentro de ella. Jondalar se irguió, vio que ella se abría a él y la penetró, iniciando el rítmico movimiento. Ella se acomodaba al ritmo de Jondalar, empujando y retirándose, arqueándose y cortorsionándose para notar su contacto donde más satisfacción le producía. El deseo de él era evidente, pero a la vez no era tan acuciante como otras veces. En lugar de tener que controlarse se limitó a dejar que fuera en aumento, meciéndose con ella, moviéndose con ella, notando crecer su tensión, penetrando profundamente con alegría y abandono. Ayla gritaba, y sus sonidos inarticulados aumentaron de volumen e intensidad. Por fin llegó el clímax, y entre palabras y gemidos cada vez más sonoros, sintieron un gran desahogo, que creció y se derramó a borbotones. Se detuvieron por un instante y luego repitieron el movimiento unas cuantas veces más. Por fin quedaron inmóviles, sin aliento.
Tendida allí con los ojos cerrados, Ayla oyó el susurro del viento entre los árboles y la llamada de un pájaro a su pareja, tomó conciencia de la brisa fresca y de la deliciosa sensación del peso de Jondalar sobre ella, percibió el olor a caballo de la manta y el aroma de sus Placeres, y recordó el sabor de la piel y los besos de Jondalar. Cuando finalmente él se retiró y la miró, ella sonreía; era una soñolienta sonrisa de satisfacción.
Cuando se levantaron, Ayla volvió al estanque para lavarse como Iza le había enseñado hacía mucho tiempo. Jondalar también lo hizo.
Tenía la sensación de que si ella se lavaba, él también debía hacerlo, aunque no fuera su costumbre antes de conocerla. Desde luego, no le gustaba el agua fría. Sin embargo, mientras se lavaba, pensó que si había muchos más días como aquél, quizá llegara a gustarle.
De regreso a la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, Ayla pensó que no le apetecía demasiado encontrarse con unos vecinos que parecían un poco hostiles. Se sentía aceptada por la familia de Jondalar y por los miembros de la Novena Caverna, pero se dio cuenta de que tampoco tenía ganas de verlos. Durante el viaje ansiaba llegar, tener compañía y otras personas con quienes hablar, pero también se había acostumbrado a los rituales que ella y Jondalar habían establecido durante el Viaje y los echaba en falta. Cuando estaban en la Caverna, siempre había alguien que podía hablar con Jondalar o Ayla, o con los dos. Agradecían la calidez de las relaciones humanas, pero a veces los amantes necesitaban estar solos.
Esa noche, en las pieles de dormir, dentro de la tienda de la familia, con tanta gente cerca, Ayla recordó cómo dormían en el alojamiento de tierra de los Mamutoi y empezó a pensar en ellos. Al conocerlos se había quedado muy sorprendida con el albergue alargado y semisubterráneo que había construido el Campamento del León. Utilizaban huesos de mamut para sostener las gruesas paredes de hierba y paja que cubrían con arcilla, para protegerse del intenso viento y del frío invernal característico de las regiones periglaciales del centro del continente. Recordaba que había pensado que era como si hubieran construido su propia cueva. En cierto modo eso era lo que habían hecho, porque en esa región no había cavernas habitables. Ayla tenía motivos para su asombro, ya que aquella construcción era una verdadera gesta. Las familias que vivían en el albergue alargado del Campamento del León disponían de estancias separadas en torno a hogares de fuego colocados en el centro, y tenían cortinas para aislarlas plataformas de dormir, pero todos compartían un mismo refugio. Vivían a menos de un brazo de distancia de la familia de al lado y tenían que pasar por las moradas de los otros para ir y venir. Para poder vivir tanta gente en un espacio tan reducido, ponían en práctica una cortesía tácita que permitiese la intimidad, y que aprendían desde niños. Ayla no había tenido la sensación de que el albergue de tierra fuera pequeño mientras vivía allí, y no advirtió sus reducidas dimensiones hasta que pudo compararlo con el enorme refugio de la Novena Caverna. Recordó que cada familia del Clan tenía también un hogar separado, pero allí no había paredes, sino únicamente unas piedras para señalar los límites. La gente del Clan también aprendía desde la infancia a no mirar hacia el interior del espacio de otra familia. Para ellos, la intimidad era una cuestión de convenciones y consideraciones.
Las moradas de los Zelandonii tenían paredes, pero éstas no amortiguaban apenas los sonidos. No era necesario que sus viviendas fueran tan sólidas como los albergues de tierra de los Mamutoi; los refugios naturales de piedra los protegían de los elementos. Las estructuras de los Zelandonii conservaban el calor y aislaban del viento que soplaba bajo el saliente de piedra de la pared rocosa. Cuando se paseaba por el área de viviendas del refugio, se oían los fragmentos de conversación provenientes de las moradas, pero los Zelandonii aprendían desde pequeños a no prestarles atención. Era como en el caso del Clan, donde la gente se acostumbraba a vivir sin estar pendiente del hogar del vecino, y como las normas de cortesía practicadas por los Mamutoi. De hecho, Ayla advirtió que en el escaso tiempo que había transcurrido desde su llegada, ya había aprendido a no enterarse de qué ocurría en la morada de al lado... casi nunca.
Mientras la joven pareja se abrigaba con las pieles, con Lobo junto a ellos, oyendo los murmullos procedentes de las otras pieles de dormir, Ayla dijo:
–Me gusta la forma en que los Zelandonii separan las moradas de cada familia, Jondalar, el hecho de que tengan viviendas diferenciadas.
–Me alegro –contestó él, más complacido que nunca por las intrigas que había urdido para tener su morada a punto cuando volviesen de la Asamblea Estival y por haberlo mantenido todo en secreto.
Ayla cerró los ojos y soñó que algún día tendría su propia morada, con paredes. A su juicio, las paredes de una morada zelandonii permitían una intimidad imposible en el Clan, o incluso entre los Mamutoi. Las divisiones internas aumentaban esa intimidad. Era cierto que a veces se había sentido muy sola, pero también había disfrutado de su soledad en el valle, y viajar sola con Jondalar había reforzado su deseo de poner algo entre ella y los demás. No obstante, la proximidad de las otras moradas le daba la seguridad de saber que había más gente cerca.
Si quería, aún podía escuchar los reconfortantes sonidos de las personas que se disponían a pasar la noche, sonidos que había oído toda su vida: voces bajas, el llanto de los niños, una pareja haciendo el amor. Mientras vivió sola había añorado aquellos sonidos; ahora, en la Novena Caverna, podía escucharlos, pero también era posible disfrutar de cierta privacidad. Una vez dentro de los confines de las estrechas paredes de cada morada, era fácil olvidarse de que había más gente fuera, aunque siempre llegase un murmullo apagado de sonidos que a su vez proporcionaban una sensación básica de seguridad. Decidió que la manera de vivir de los Zelandonii era la buena.
Al día siguiente, cuando se pusieron en marcha, Ayla notó que había aún más gente. Se habían añadido al grupo muchas personas de la Vigésimo novena Caverna, pero no de Roca del Reflejo, al menos ella no conocía a nadie. Cuando comentó a Joharran que habían crecido en número, él le contestó que viajaría con ellos casi toda la gente de Campamento de Verano, más o menos la mitad de los habitantes de Heredad Sur y algunos de Roca del Reflejo. Los demás emprenderían el viaje al día siguiente o al otro. Ayla recordó que Jondalar había comentado que volverían a Campamento de Verano para colaborar en la recolección de piñas, y le dio la impresión de que la Novena Caverna tenía lazos más estrechos con la Heredad Oeste que con las otras heredades de la Vigésimo novena Caverna. A partir de Roca del Reflejo, siguiendo corriente arriba, primero se dirigirían hacia el norte, al inicio de un gran recodo que doblaba hacia el este; desde allí, irían en dirección sur, y después trazarían un gran bucle para acabar yendo hacia el norte, dibujando una gran curva en forma de ese. El cauce seguía entonces con curvas más suaves hacia el noreste. Había unos cuantos refugios de piedra pequeños en el extremo norte del primer bucle que los viajeros o los cazadores solían utilizar para hacer un alto, pero ellos pretendían llegar a la siguiente colonia, que estaba situada en el extremo más meridional del segundo bucle, donde un pequeño río confluía con el Río, atravesando Valle Viejo, el hogar de la Quinta Caverna de los Zelandonii.
Si no se viajaba en balsa, lo cual exigía remontar unos quince kilómetros contra corriente, era más fácil llegar a Valle Viejo desde Roca del Reflejo caminando campo a través en lugar de seguir el Río en su amplio recodo hacia el norte y después retroceder. Por tierra, el hogar de la Quinta Caverna estaba a sólo cinco kilómetros hacia el este y un poco al norte, pero el trayecto en sí tomando el camino más fácil que atravesaba los montes no era tan directo.
Cuando Joharran llegó al inicio del hollado camino, se apartó del Río y tomó el sendero que atravesaba el borde de una cadena de montañas hasta alcanzar una cumbre redondeada, donde confluía con el camino alto que venía de la Tercera Caverna a Roca de los Dos Ríos y bajaba por el otro lado hasta el nivel del río. Mientras caminaba, Ayla empezó a pensar en la Quinta Caverna y pidió a Jondalar que le explicara más cosas.
–Si la Tercera Caverna es famosa por sus cazadores, y la Decimocuarta por el modo en que pescan, ¿por qué se conoce ala gente de la Quinta Caverna, Jondalar?
–Yo diría que es famosa por ser muy autosuficiente –contestó él.
Ayla vio que los cuatro jóvenes que se habían ofrecido voluntarios el día anterior para levantar las angarillas cuando atravesaban el Río aún viajaban cerca de ellos, y que se habían acercado más al escuchar la pregunta de ella. Habían vivido en la Novena Caverna toda su vida, y conocían a vecinos de otras Cavernas zelandonii, pero nunca habían oído a nadie describirlas a un forastero, así que se sintieron interesados por las explicaciones de Jondalar.
–Se enorgullecen de ser buenos cazadores, pescadores y expertos en todos los oficios –prosiguió Jondalar–. Incluso construyen balsas y aseguran que fueron los primeros en hacerlo, si bien la Decimonovena Caverna no está de acuerdo. Sus zelandonia y artistas siempre han sido muy respetados. Tienen grabados en las paredes de muchos de sus refugios, y también pueden verse pinturas o placas grabadas, sobre todo de bisontes y caballos, porque la Quinta Caverna mantiene una especial relación con estos animales.
–¿Por qué se llama Valle Viejo? –preguntó Ayla.
–Porque es la colonia donde vive gente desde hace más tiempo. Por su numeración ya se ve que es antigua, aunque la Segunda y la Tercera Cavernas lo son aún más. En todas las Cavernas corren historias acerca de los lazos con la Quinta. Casi todos los grabados de las paredes son tan antiguos que no se sabe quién los ha hecho. Hay uno de cinco animales, obra de un antepasado que aparece mencionado en las Leyendas de los Anciano, que es el símbolo del número de la Caverna. Según los zelandonia, el cinco es un número muy sagrado.
–¿Qué quieren decir con eso de que es sagrado?
–Tiene un significado especial para la Madre. Pídele un día a Zelandoni que te hable del número cinco –propuso Jondalar.
–¿Qué fue de la Primera Caverna? –Ayla guardó silencio por un momento para repasar mentalmente las palabras de contar–. ¿Y de la Cuarta?
–En las Historias y Leyendas de los Ancianos se habla mucho de la Primera Caverna, como tú misma tendrás ocasión de comprobar en la Asamblea Estival, pero nadie sabe qué le ocurrió a la Cuarta. Todo el mundo cree que hubo alguna tragedia. Algunos piensan que un enemigo utilizó a un Zelandoni malvado para provocar una enfermedad que los mató a todos. Otros creen que hubo un enfrentamiento con un jefe inepto tras el cual la mayoría de la gente decidió marcharse y sumarse a otras Cavernas. Pero cuando a una Caverna se le unen personas nuevas, ello suele quedar reflejado en sus historias, y no hay referencias de adopciones de personas de la Cuarta en ninguna de las historias de las Cavernas, al menos de las que circulan ahora –explicó Jondalar–. Hay quienes creen que el número cuatro trae mala suerte, pero La Que Es la Primera sostiene que no es el número, sino las asociaciones con el número las que traen mala suerte.
Después de recorrer unos seis kilómetros, ascendieron a una última sierra y se acercaron a un valle estrecho con un tumultuoso torrente que lo dividía por la mitad y altos precipicios a ambos lados que ofrecían ocho refugios de piedra de distintas dimensiones. Cuando la larga procesión, con Joharran al frente, tomó el camino hacia Valle Viejo, dos hombres y una mujer salieron a recibirlos. Después de la formalidad de los saludos, informaron a los viajeros de que casi toda la Quinta Caverna había salido ya hacia la Asamblea Estival
–Podéis quedaros, claro está, pero como aún no es siquiera medio día, imaginamos que preferiréis seguir –dijo la mujer.
–¿Quién se ha quedado? –preguntó Joharran.
–Dos ancianos que no pueden hacer el viaje, uno apenas puede levantarse de la cama, y una mujer que está a punto de dar a luz. Zelandoni ha considerado que no era prudente que viajara porque en embarazos anteriores ha tenido problemas. Y, naturalmente, dos cazadores Se quedarán aquí hasta la luna nueva.
–Eres la Primera Acólita de Zelandoni de la Quinta, ¿verdad? –preguntó la Primera.
–Sí. Me he quedado para ayudar a la mujer en el parto.
–Ya me parecía que te conocía. ¿Necesitáis ayuda?
–No. La mujer aún no está a punto. Tardará unos días, y también se han quedado su madre y su tía. Está bien atendida.
Joharran convocó a unas cuantas personas de la Novena Caverna, de las Cavernas que se habían sumado a la marcha para realizar un, consulta.
–Los mejores sitios para instalar el campamento ya deben estar ocupados –dijo–. En mi opinión, deberíamos seguir y no parar a des cansar aquí.
Los demás estuvieron de acuerdo, y se decidió seguir adelante. El curso del Río empezó a ser más recto después de la gran ese justo en el punto donde se orientaba hacia el noreste. A lo largo del siguiente tramo del Río había diversos refugios. Todas las Cavernas menos un, habían partido ya hacia la Asamblea Estival, y la que aún permanecí, al1í se unió a ellos, colocándose a la cola de los viajeros. Joharran estaba, cada vez más preocupado, temiendo no encontrar un sitio conveniente para instalar su gran Caverna para pasar el verano.
A Ayla la sorprendía que hubiese tanta gente en la región, y que vi vieran todos tan cerca. Al igual que los Zelandonii, las personas con quienes ella había crecido se autoabastecían para todas sus necesidades. Recolectaban, cazaban y pescaban para alimentarse y vestirse; utilizaban los refugios naturales que encontraban o construían estructuras para protegerse de los elementos; fabricaban utensilios y armas de caza, con los materiales que tenían a su alcance, etc. Ayla intuía que si en la región viviera más gente de la que los recursos naturales podían mantener algunas personas saldrían perjudicadas; tendrían que marcharse o verse privadas de ciertas cosas. Comprendió que el territorio de los Zelandonii tenía que ser extraordinariamente rico para que tantas personas buscaran cobijo allí; no obstante, se sintió preocupada por lo que podría ocurrir si se alteraban las condiciones.
A eso se debía que la Asamblea Estival se celebrara cada año en un lugar distinto. Una concentración tan grande de gente agotaba los recursos del área circundante y se requerían años para que la tierra se recuperase. Ese año la Asamblea no se celebraba muy lejos del refugio de la Novena Caverna, quizá a unos treinta y cinco kilómetros río arriba si hubieran seguido de cerca el cauce del Río, pero se habían ahorrado una parte de esa distancia atajando campo a través desde la Vigésimo novena Caverna hasta la Quinta.
El lugar adonde se dirigía estaba a unos quince kilómetros de Valle Viejo, y Joharran decidió que convenía intentar llegar sin hacer ningún alto para dormir. Se preguntó si era necesario convocar una reunión para discutirlo y para animar a la gente a caminar a buen paso, pero había demasiadas personas, de distintas edades y capacidades, y el ritmo debería adaptarse inevitablemente a la velocidad del que fuera más lento. Una consulta sólo serviría para retrasarlos aún más. Decidió que era mejor tratar de avivar el paso un poco más de lo normal sin decir nada. Si alguien se quejaba, ya decidiría si debían detenerse. A mediodía pararon para comer, y cuando Joharran volvió a ponerse en marcha, todos lo siguieron.
Aún no era de noche pero el sol ya se ponía cuando el Río describió una curva hacia la derecha, cerca de una empinada ladera de la orilla izquierda, o la derecha mirando desde donde ellos estaban. Los viajeros se dirigieron tierra adentro, alejándose del agua, y ascendieron por un camino muy transitado de una ladera de moderada pendiente. Mientras subían, disfrutaron de una amplia vista panorámica del paisaje circundante.
Pero cuando llegaron a lo alto Ayla tuvo que contener la respiración ante una vista muy distinta: una gran multitud de gente pululando por el valle de abajo. Estaba convencida de que allí había más Zelandonii que el número total de Mamutoi que habían acudido a su Asamblea Estival, ¡y aún no habían llegado todos!
Aunque contara a todas las personas que había conocido a lo largo de su vida, tenía la certeza de que no había visto nunca a tanta gente, y menos aún junta. Estaba segura de que el número no era tan grande, pero aun así para ella la única cosa que podía compararse a aquella multitud eran las manadas de bisontes o renos que se congregaban a miles cada año. Aquello era una numerosísima y bulliciosa manada de humanidad.
El grupo que había salido de la Novena Caverna había aumentado considerablemente, pero los que se habían añadido por el camino se dispersaron enseguida para ir a buscar a sus amigos y familiares y encontrar un sitio donde plantar su campamento. Zelandoni se encaminó hacia la zona principal del lugar, donde la zelandonia tenía su alojamiento especial, en el centro, porque desempeñaba un papel preponderante en la Asamblea Estival. Ayla esperaba que la Novena Caverna encontrara un sitio un poco alejado de las actividades principales. Le sería más fácil sacar a los animales a pasear si no se veía obligada a pasar entre la muchedumbre de curiosos.
Jondalar había hablado ya con su hermano de las necesidades de los animales, y le había dejado claro que las concentraciones de gente los ponían nerviosos. Joharran lo había entendido y había dicho que lo tendría en cuenta, pero en el fondo consideraba que las necesidades de las personas de la Novena Caverna eran más importantes que las de los animales. Él quería estar cerca de los centros de actividad, y esperaba encontrar un sitio a la orilla del Río para que no requiriera tanto esfuerzo ir a buscar agua. También había pensado buscar la sombra de uno o dos árboles, y establecerse lo más cerca posible de la zona boscosa para poder recoger leña. Pensó que los grandes bosques cercanos al campamento se quedarían sin ramas cuando terminara la estación. Todo el mundo necesitaba leña.
Cuando él, Solaban y Rushemar empezaron a buscar, Joharran vio de inmediato que los sitios mejores, cerca de los bosques y del agua, ya estaban ocupados. La Novena era una Caverna considerable, con más población que las otras, y necesitaba más espacio para acampar. Además, él quería encontrar sitio antes de que anocheciera. Joharran se vio obligado a inspeccionar la periferia del emplazamiento de la Asamblea Estival. El gran cauce del Río se estrechaba en el último recodo, y había observado que las orillas eran más altas en la parte del río situada más abajo del campamento, por lo que costaba más llegar al agua.
Los tres hombres volvieron al Río y caminaron corriente arriba. Tras un corto trecho, vieron un riachuelo que cruzaba un frondoso prado en dirección al río principal y giraba siguiendo el mismo curso. Un poco más allá del Río divisaron una zona despejada de árboles. Se acercaron y advirtieron que el terreno boscoso se componía de dos franjas de árboles dispuestas a ambos lados del río más pequeño. Se adentraron en el bosque. Caminando por la orilla del riachuelo, Joharran se dio cuenta de que el riachuelo circundaba la base de una ladera y de que el área boscosa se espesaba convirtiéndose en un bosque propiamente dicho, más grande y más denso de lo que parecía a simple vista.
Al cabo de un rato llegaron al nacimiento del riachuelo, una pequeña fuente que brotaba de la tierra, con un entramado de ramas de sauce por encima, y rodeado de abedules, abetos y algún que otro alerce. Al otro lado de la fuente se había formado un estanque profundo. Toda la zona estaba llena de manantiales, los cuales conformaban un pequeño afluente del Río. Detrás de los árboles del otro lado del estanque había una vertiente bastante pronunciada con rocas sueltas de todos los tamaños, desde minúsculos guijarros hasta enormes riscos. Delante del estanque vieron un estrecho valle que conducía a una playita de arena fina, tierra y piedras redondeadas por el agua, con una barrera de tupidos matorrales a la orilla del estanque. Era un paraje idílico. Joharran pensó que si viajara solo o con poca gente, levantaría allí el campamento, pero para toda la Caverna no sólo necesitaba más espacio, sino que debían acomodarse más cerca del campamento principal. Los tres hombres regresaron por la margen del riachuelo, y cuando llegaron al prado que se extendía junto al Río, Joharran se detuvo.
–¿Qué os parece? –preguntó–. Está un poco lejos de todas partes.
Rushemar metió la mano en el riachuelo y probó el agua. Era cristalina y fresca.
–Tendrá agua todo el verano. En cambio, al final de la estación, el arroyo que atraviesa el campamento principal y la parte del Río situada frente al campamento y río abajo no conservarán sus aguas claras y limpias.
–Todo el mundo irá a buscar leña a los bosques más grandes –añadió Solaban–. Esta zona no estará tan transitada, y hay más recursos de lo que parece.
La Novena Caverna plantó el campamento en la llana pradera entre el bosque y el Río, junto al riachuelo. Casi todo el mundo consideró que era un buen sitio. Era poco probable que otra Caverna se instalara riachuelo arriba y ensuciara el agua, ya que estaban algo alejados del centro de actividades. Dispondrían de agua limpia para bañarse y lavar la ropa. La fuente les proporcionaría agua para beber, por sucio que bajase el Río después de que centenares de personas lo usaran. El bosque ofrecía sombra y leña, y por sus reducidas dimensiones probablemente no atraería a otras personas que buscaran los mismos recursos, o al menos no los primeros días. La mayoría iría a los bosques más grandes río abajo. La zona boscosa y los prados proporcionaban también verduras silvestres: bayas, frutos secos, brotes, hojas, y también caza mayor. En el Río había peces y moluscos para todos. El emplazamiento tenía muchas ventajas.
Su principal inconveniente era la distancia que todos deberían recorrer para llegar a la zona donde se desarrollarían la mayor parte de las actividades. Hubo personas que consideraron que estaba demasiado lejos, sobre todo aquellos con familiares y amigos en otras Cavernas que habían levantado sus campamentos en lugares que consideraban más convenientes. Algunos de éstos decidieron acampar con otras Cavernas. Jondalar, en parte, se alegró. Así habría espacio cuando llegaran Dalanar y los Lanzadonii, siempre que a éstos no les importara acampar un poco lejos del centro de actividades.
Para Ayla, el lugar era perfecto. Los caballos estarían alejados de las aglomeraciones de gente y tendrían un prado donde pastar. Los animales empezaban ya a ser objeto de mucha atención, lo cual significaba, obviamente, que también Ayla lo era. Recordaba el miedo que habían pasado Whinney, Corredor y Lobo al llegar a la Asamblea de los Mamutoi, pese a que por entonces parecía ya que aceptaran mejor las concentraciones numerosas de personas, puede que incluso mejor que ella. La gente hablaba sin reparo, y ella no podía evitar oír sus comentarios. Por lo visto una de las cosas que mayor admiración despertaba era el hecho de que los caballos y el lobo se toleraran entre ellos –mejor dicho que parecieran amigos– y obedecieran a la forastera y al hijo de Marthona.
Ella y Jondalar llevaron los caballos corriente arriba y encontraron el prado idílico con su estanque. Era la clase de sitio que les encantaba. Era perfecto para ellos; les producía la sensación de que era de ellos, pese a que, claro está, podía usarlo cualquiera. Sin embargo, Jondalar dudaba que llegara hasta allí alguien más. La mayoría de la gente iba a la Asamblea Estival para participar en las actividades colectivas y tenía menos necesidad de momentos de soledad que Ayla o los animales o, incluso, él mismo. Ayla descubrió con entusiasmo que los densos matorrales eran casi todos avellanos, cuyo fruto era una de sus comidas preferidas. Las avellanas aún no estaban maduras, pero parecía que la cosecha sería buena. Por su parte, Jondalar pensaba que regresaría allí para ver si alguna de las rocas y piedras de la vertiente del otro lado del estanque eran pedernal.
Una vez se instalaron todos e inspeccionaron bien el lugar, la mayoría decidió que había sido una elección magnífica. Joharran se alegró de haber llegado a tiempo de reclamarlo. Pensaba que seguramente le habrían quitado el sitio de no haber sido por un segundo afluente, un poco más grande, que serpenteaba por el centro del gran campo en tomo al que se había dispuesto la Asamblea Estival. Casi todas las Cavernas que habían llegado antes se habían instalado en las orillas de aquel río, porque sabían que las aguas del Río se contaminarían pronto por la excesiva utilización. Era la zona que había inspeccionado primero Joharran, pero ahora se alegraba de haber buscado más arriba.
Jondalar pensó que la conversación con su hermano había inducido a éste a buscar un lugar más cómodo para los caballos y le dio las gracias. Joharran no corrigió su impresión. Era consciente de que se había preocupado sólo por la comodidad de su gente, pero quizá el comentario acerca de los animales también le había influido de alguna manera y lo había ayudado a encontrar aquel lugar. No podía decir que no fuese así, y si su hermano se sentía en deuda con él, adelante. Era muy complicado dirigir una cueva tan grande, y no se sabía nunca si algún día podría necesitar la ayuda de Jondalar.
Como ya era tarde decidieron esperar al día siguiente para montar los alojamientos de verano y plantaron las tiendas para pasar la noche. Una vez levantado el campamento algunas personas fueron hacia la zona principal a buscar amigos o parientes que no habían visto desde la última Asamblea Estival, así como para averiguar qué se había organizado para el día siguiente, pero la mayoría de la gente estaba cansada y decidió quedarse en las tiendas. Muchos inspeccionaron la zona para decidir dónde situarían exactamente su alojamiento individual y para localizar dónde crecía la diversa vegetación, sobre todo los materiales que necesitaban para construir sus residencias de verano. Ayla y Jondalar ataron los caballos cerca del bosque y del riachuelo, pensando que era mejor tenerlos cerca, más para protegerlos de la gente que por temor a que se escaparan. Habrían deseado darles más libertad. Quizá cuando todo el campamento se hubiese acostumbrado a verlos y nadie sintiese la tentación de cazarlos, podrían dejarlos moverse a placer, como hacían en la Novena Caverna.
Por la mañana, después de echar un vistazo a los caballos, Jondalar y Ayla acompañaron a Joharran a la zona principal de la Asamblea Estival, donde él iba a reunirse con los otros jefes. Era necesario tomar de– cisiones para organizar partidas de caza y recolección y para repartir los productos obtenidos. Además, tenían que planificar actividades y ceremonias, incluida la primera ceremonia matrimonial del verano. Lobo seguía a Ayla de cerca. Todo el mundo había oído hablar de la mujer que tenía un misterioso control sobre los animales, pero una cosa era oír hablar y otra verlo uno con sus propios ojos. Las expresiones de consternación los acompañaban por todo el campamento, y si alguien no los veía venir y se los encontraba de repente, la primera reacción era de sobresalto y miedo. Incluso quienes conocían a Joharran y Jondalar quedaban boquiabiertos en lugar de responder a su saludo.
Caminaban por detrás de unos matorrales bajos, que ocultaban al lobo, cuando se les acercó un hombre.
–Jondalar, oí que habías vuelto de tu Viaje y que habías traído a una mujer –gritó el hombre corriendo hacia él–. Me gustaría conocerla.
Tenía un extraño defecto del habla que Ayla no supo identificar en un primer momento, y entonces cayó en la cuenta de que hablaba como un niño pero con voz de hombre: ceceaba.
Jondalar alzó la cabeza y arrugó la frente. No se alegraba especialmente de ver a aquel hombre. De hecho, era el único de todos los Zelandonii a quien no esperaba ver, y no le gustaba que el otro diera por sentada una amistad entre ellos. No obstante, comprendió que no le quedaba más remedio que hacer las presentaciones.
–Ayla de los Mamutoi, te presento a Ladroman de la Novena Caverna –dijo sin darse cuenta de que la había presentado con su antiguo nombre.
Pese a su tono de voz inexpresivo, ella advirtió de inmediato un dejo de desaprobación y lo miró. La tensión de su mandíbula ponía de manifiesto que faltaba poco para que sus dientes rechinaran, y la postura rígida y fría era también un indicio de que aquel individuo no era una presencia grata para él.
El hombre le tendió las dos manos y sonrió, revelando que había perdido dos dientes delanteros. Luego avanzó hacia ella. Ayla sospechaba ya quién podía ser, y la mella en su boca se lo confirmó. Ése era el hombre con quien Jondalar se había peleado; él le había golpeado, saltándole esos dos dientes. Como consecuencia del altercado, Jondalar había tenido que abandonar la Novena Caverna y marcharse a vivir con Dalanar durante un tiempo, lo cual, como se demostró, fue probablemente lo mejor que podía haberle ocurrido. Eso le dio la oportunidad de conocer al hombre de su hogar, y aprender de quien todos consideraban el mejor tallador de pedernal, el oficio que con el tiempo acabaría entusiasmándole.
Ayla ya conocía lo suficiente acerca de los tatuajes faciales para comprender que aquel hombre era un acólito, que estaba formándose para llegar a ser Zelandoni. Para su sorpresa, notó el roce de Lobo contra su pierna cuando acudió a interponerse entre ella y el desconocido, y oyó su grave gruñido de advertencia. Lobo sólo actuaba así cuando creía que ella estaba bajo alguna amenaza. «Tal vez ha percibido la tensión y el rechazo de Jondalar», pensó. En todo caso, por alguna razón aquel hombre también despertaba la aversión del animal. Ladroman vaciló y, con los ojos desmesuradamente abiertos a causa del miedo, retrocedió.
–¡Lobo! ¡Atrás! –ordenó Ayla en mamutoi a la vez que avanzaba un paso para responder al saludo formal–. Yo te saludo, Ladroman de la Novena Caverna –cogió las dos manos del hombre, notando que tenía húmedas las palmas.
–Ya no soy Ladroman, ni de la Novena Caverna. Ahora soy Madroman de la Quinta Caverna de los Zelandonii, y acólito de la zelandonia. Bienvenida seas, Ayla de los... ¿cómo era? ¿Mu... Mutoni...? –dijo él, sin apartar la vista del lobo, cuyo gruñido había subido de volumen. Le soltó las manos de inmediato. Había notado el peculiar acento de Ayla, pero la presencia del lobo lo desconcertó de tal modo que apenas le prestó atención.
–Y ella tampoco es ya Ayla de los Mamutoi, Madroman –rectificó Joharran–. Ahora es Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii.
–¿Ya has sido aceptada por los Zelandonii? Bien, Mamutoi o Zelandonii. Me alegro de haberte conocido, pero ya he de irme... a una reunión –pretextó Madroman separándose lo más deprisa que pudo. Se dio media vuelta y casi se echó a correr por donde había venido.
Ayla observó a los dos hermanos, en cuyos rostros se dibujaron sonrisas casi idénticas.
Joharran vio al grupo de gente que andaba buscando. Zelandoni estaba entre ellos. Hizo una seña a los tres para que se acercaran, pero fue el cuarto, Lobo, quien más atención recibió. Ayla le ordenó que se quedara atrás mientras se procedía a las presentaciones formales. No sabía si reaccionaría con otra persona tal como había hecho con Madroman. Varios de los allí presentes se sorprendieron cuando la forastera de extraño acento era presentada como Zelandonii, antes Mamutoi, pero se explicó que, como no había duda de dónde viviría cuando ella y Jondalar se unieran, la Novena Caverna la había aceptado ya.
Una vez tomada la decisión de emparejarse, la siguiente decisión en orden de importancia era si el hombre viviría con la gente de la mujer, o si la mujer iría a vivir con la de él. En cualquiera de los dos casos, se requería la aceptación de ambas Cavernas, pero principalmente la de aquella que habría de convivir con un nuevo miembro. Puesto que sabían dónde vivirían Jondalar y Ayla, el asunto quedaba zanjado si la Novena Caverna la aceptaba.
Ayla no permitió al lobo apartarse de su lado mientras ella y Jondalar escuchaban a los jefes seculares y los guías espirituales discutir los planes. Se decidió celebrar una ceremonia la noche del día siguiente para averiguar la dirección que convenía tomar en la primera cacería. Si todo iba bien, la primera ceremonia matrimonial tendría lugar poco después. Ayla había sabido que cada verano se celebraban dos ceremonias matrimoniales: la primera para unir a aquellas parejas, por lo general de la misma región, que habían decidido vivir juntos ya durante el invierno anterior; en la segunda, programada normalmente para poco antes del regreso a sus hogares, casi en otoño, la mayoría de las parejas eran de Cavernas más dispersas y tomaban la decisión durante la Asamblea Estival, quizá tras conocerse ese mismo año, o a lo sumo una o dos estaciones antes.
–A propósito de la ceremonia matrimonial –dijo Jondalar–, me gustaría formular una petición. Dado que Dalanar es el hombre de mi hogar y planea venir, me gustaría que la primera ceremonia se atrasara hasta que el llegue. Desearía que estuviera aquí para mi emparejamiento.
–Yo no tendría inconveniente en aplazarla unos días– respondió Zelandoni–, pero ¿y si Dalanar no viene hasta mucho después?
–Preferiría emparejarme durante la primera ceremonia, pero si Dalanar se retrasa demasiado, estoy dispuesto a esperar a la segunda. Me gustaría que esté presente cuando nos unamos.
–Me parece una propuesta admisible –declaró Zelandoni, Que Era la Primera–, pero debería decidirse cuánto tiempo puede postergarse la primera ceremonia matrimonial, y eso depende de los otros que quieren unirse.
Una mujer de cierta edad con el tatuaje de Zelandoni en la cara se unió a la conversación.
–Según tengo entendido –dijo a Joharran–, Dalanar y los Lanzadonii se reunirán con nosotros durante esta estación. Mandó un mensaje a Zelandoni de la Decimonovena, puesto que ésta es la Caverna más cercana al emplazamiento de la Asamblea Estival, para que todos lo supiéramos. La hija de su compañera va a emparejarse ese verano, y Dalanar quiere para ella una ceremonia matrimonial completa. Me consta también que le gustaría encontrar a un donier para su gente. Podría ser una excelente oportunidad para un acólito experimentado o un Zelandoni reciente.
–Jondalar ya nos había informado de eso, Zelandoni de la Decimocuarta –dijo Joharran.
–Ésa es una de las razones por la que este año trae aquí a sus Lanzadonii –explicó Jondalar–. No disponen de un curandero, aunque Jerika tiene ciertos conocimientos, ni de nadie que oficie las ceremonias. Considera que no podrán celebrar una ceremonia matrimonial como es debido hasta que cuenten con su propio donier. Los visitamos en nuestro Viaje de regreso. Joplaya se prometió cuando estábamos allí. Va a emparejarse con Echozar.
–¿Va a consentir Dalanar que Joplaya se empareje con el hijo de una cabeza chata, un hombre de espíritus mixtos? –lo interrumpió Zelandoni de la Decimocuarta–. ¿Cómo puede tolerarlo? ¡Su propia hija! Ya sé que Dalanar ha aceptado en su Caverna a personas un tanto peculiares, pero ¿cómo puede acoger a esos animales?
–¡No son animales! –prorrumpió Ayla mirando con ira a la mujer.
La mujer se volvió para mirar a Ayla, sorprendida de que la recién llegada hubiera tomado la palabra, y más aún de que la hubiera contradicho con tanto descaro.
–Tú no eres quién para hablar aquí –dijo–. Lo que se discute en esta reunión no es asunto tuyo. Aquí eres una visitante, ni siquiera una Zelandonii –sabía que la forastera se convertiría supuestamente en la compañera de Jondalar, pero por lo visto necesitaba corregirse y aprender a comportarse debidamente.
–Disculpa, Zelandoni de la Decimocuarta –terció La Que Era la Primera–. Ayla ha sido presentada a los demás, y debería habértela presentado a ti también cuando has llegado. En realidad, Ayla sí es Zelandonii. La Novena Caverna la aceptó antes de venir aquí.
La mujer se volvió hacia la Primera. Su hostilidad era casi palpable. Ayla percibió que aquella animosidad era ya antigua y recordó haber oído algo acerca de una Zelandoni que en su día daba por hecho que la nombrarían Primera, pero fue descartada en favor de Zelandoni de la Novena. Supuso que se trataba de aquélla.
–Ayla y Jondalar insisten en que los cabezas chatas son personas, no animales. Creo que es uno de los asuntos que debemos abordar, y ya tenía previsto plantearlo –dijo Joharran dando un paso al frente para intentar calmar los ánimos–. Pero no sé si éste es el mejor momento. Antes tenemos que hablar de otras cosas.
–Yo no veo ninguna necesidad de hablar de esos cabezas chatas –replicó la mujer.
–Lo considero importante, aunque sólo sea por nuestra propia seguridad –insistió Joharran–. Si son seres inteligentes, y Ayla y Jondalar prácticamente me han convencido ya de que así es, y nosotros los hemos tratado como a animales, ¿por qué no se han quejado?
–Probablemente porque son animales –afirmó la mujer.
–Según Ayla, es porque prefieren ignorarnos –prosiguió Joharran–, y, en general, nosotros hacemos lo mismo con ellos. Pero si los vemos como animales, sin cazarlos, y seguimos considerando con derecho sobre todas las tierras, sobre el territorio zelandonii: zonas de caza, campos de reunión, todo, ¿qué ocurrirá si empiezan a mostrarse en desacuerdo y deciden reclamar algunas de esas tierras? Creo que nos conviene estar preparados, o como mínimo debemos hablar de esa posibilidad.
–En mi opinión, Joharran, le concedes demasiada importancia a esa cuestión. Si los cabezas chatas no han dicho nada hasta hoy, ¿por qué han de empezar ahora a exigir sus derechos sobre el territorio? –dijo Zelandoni de la Decimocuarta, desestimando la idea.
–Pero sí han reclamado parte de las tierras –rectificó Jondalar–. Al otro lado del glaciar, los Losadunai sobreentienden que la zona situada al norte del Río de la Madre es territorio de los cabezas chatas. Los Losadunai se han quedado en el sur, salvo algunos rufianes que han estado creando problemas, lo que, me temo, el Clan no tolerará por mucho más tiempo, en particular los más jóvenes.
–¿Por qué dices eso? –preguntó Joharran–. No lo habías mencionado antes.
–Poco después de marcharnos, cuando Thonolan y yo descendimos por el otro lado del glaciar, en la zona montañosa del este, nos tropezamos con una banda de cabezas chatas... hombres del Clan, probablemente una partida de caza –explicó Jondalar–, y tuvimos una pequeña confrontación.
–¿Qué ocurrió? –inquirió Joharran. Todos escuchaban muy atentos.
–Un joven nos tiró una piedra, creo que porque estábamos en su lado del río, en su territorio. Thonolan arrojó una lanza cuando vio moverse a alguien en el bosque donde estaban escondidos. De pronto, todos avanzaron y se dejaron ver. Éramos sólo dos contra varios de ellos, así que teníamos pocas posibilidades. A decir verdad, dudo que hubiéramos tenido alguna, incluso hallándonos en igualdad numérica. Puede que sean bajos de estatura, pero son muy fuertes. Yo no sabía cómo salir del aprieto. Fue su jefe quien resolvió el conflicto.
–¿Cómo llegaste a la conclusión de que tenían un jefe? Y aunque lo tuvieran, ¿cómo sabes que no eran simplemente una manada, igual que los lobos? –preguntó otro hombre.
A Jondalar le pareció reconocerlo, pero no estaba muy seguro de saber quién era. Al fin y al cabo, había estado ausente cinco años.
–Bueno, ahora no tengo ninguna duda de que se trataba de su jefe porque he conocido después a otros jefes del Clan, pero incluso entonces me resultó evidente. El jefe dijo al joven que había tirado la piedra que devolviera la lanza a Thonolan y recogiera su piedra, y luego desaparecieron de nuevo en el bosque. Volvió a dejar las cosas como estaban, pensando que con eso quedaba todo resuelto. Y supongo que así fue, dado que nadie había resultado herido.
–¿Dijo al joven? –repitió el hombre–. ¡Los cabezas chatas no hablan!
–Sí hablan –corrigió Jondalar–. Sólo que no como nosotros. Usan un lenguaje a base de señas, principalmente. Yo aprendí algunos de esos signos, y he podido comunicarme con ellos, pero Ayla lo domina mucho más. Ella conoce muy bien ese lenguaje.
–Me cuesta mucho creerlo –dijo Zelandoni de la Decimocuarta.
Jondalar sonrió.
–También a mí me costaba al principio. Antes de ese encuentro, no había visto de cerca a nadie del Clan. ¿Y tú, has conocido a alguien del Clan?
–No, la verdad es que no, ni tengo el menor deseo de que eso ocurra –repuso la mujer– Por lo que he oído, se parecen bastante a los osos.
–No se parecen a los osos más de lo que podamos parecernos nosotros. Tienen aspecto de personas, de otra clase de personas, pero son inconfundibles. Los hombres de aquella partida de caza llevaban lanzas y ropa. ¿Has visto a algún oso vestido y armado? –preguntó Jondalar.
–Por tanto, son osos listos –dijo ella.
–No los subestimes –advirtió Jondalar–. No son osos, ni ninguna otra clase de animal. Son personas, personas inteligentes.
–¿Has dicho que te comunicaste con ellos? –preguntó el hombre que Jondalar no acababa de identificar–. ¿Cuándo?
–Una vez, cuando estábamos con los Sharamudoi, me vi en apuros en el Río de la Gran Madre. Los Sharamudoi viven en la orilla, no muy lejos de la desembocadura, donde vierte sus aguas en el Mar de Beran. Cuando cruzas el glaciar, el Río de la Gran Madre es apenas un arroyo, pero donde ellos viven es enorme, tan ancho en algunos puntos que casi parece un lago. Sin embargo, a pesar de su apariencia apacible y tranquila, tiene una corriente rápida, fuerte y profunda. Allí han afluido a él tantos otros ríos, grandes y pequeños que cuando uno lo ve desde las tierras de los Sharamudoi, comprende por qué lo llaman Río de la Gran Madre –Jondalar se había convertido en un excelente narrador, y la gente lo escuchaba absorta–. Los Sharamudoi construyen excelentes embarcaciones con troncos enormes que vacían y modelan hasta conseguir un armazón con los extremos en punta. Yo estaba practicando el manejo de una pequeña piragua con un remo cuando perdí el control –Jondalar esbozó una sonrisa–. Para ser sincero, estaba fanfarroneando un poco. En las piraguas suele haber un cordel con una punta sujeta al armazón y un anzuelo con cebo siempre a punto, y yo quería demostrarles que era capaz de pescar. El problema es que en un río así de grande los peces son de un tamaño enorme, sobre todo los esturiones. Los Hombres del Río no dicen que van a «pescar» esturiones, ellos dicen que salen a «cazar» el esturión.
–Una vez vi un salmón casi tan grande como un hombre –afirmó alguien.
–Algunos esturiones de la desembocadura del Río de la Gran Madre miden de largo más que tres hombres altos juntos –aseguró Jondalar–. Cuando vi el aparejo de pesca, eché el cordel y tuve suerte. ¡Atrapé un esturión!. O, mejor dicho, un esturión enorme me atrapó a mí. Como el cordel estaba amarrado al bote, cuando el pez empezó a nadar, me arrastró. Perdí los remos y el control. Saqué mi cuchillo para cortar el cordel, pero la piragua chocó contra algo, y se me cayó el cuchillo de la mano. El pez era fuerte y veloz. Intentó sumergirse y estuvo a punto de hacerme caer al agua un par de veces. Me quedé inmóvil mientras el esturión me arrastraba río arriba, no podía hacer otra cosa.
Se oyeron varias voces, cada una con una pregunta:
–¿Qué pasó luego?
–¿Hasta dónde llegaste?
–¿Cómo paraste?
–Resultó que el pez estaba herido por el anzuelo y sangraba. Eso lo debilitó, pero para entonces ya me había llevado un buen trecho río arriba, más allá de la parte ancha. Cuando se dio por vencido, estábamos en un brazo del río de aguas quietas y poco profundas. Abandoné la piragua y nadé hasta la orilla, dando gracias al notar tierra firme bajo mis pies.
–Es una historia interesante, Jondalar, pero ¿qué tiene que ver con los cabezas chatas? –preguntó Zelandoni de la Decimocuarta.
Jondalar le sonrió.
–A eso iba. Estaba en tierra, pero empapado de agua y temblando de frío. No tenía un cuchillo con el que cortar leña; no tenía nada para encender fuego; la mayor parte de las ramas caídas estaban mojadas, y empezaba a congelarme. De pronto, apareció ante mí un cabeza chata. Justo comenzaba a salirle la barba, así que no podía tener muchos años. Con una seña, me indicó que lo siguiera, aunque al principio no lo entendía. Entonces vi humo en la dirección hacia donde él iba, así que lo seguí, y me llevó hasta una hoguera.
–¿No te dio miedo acompañarlo.? –preguntó alguien–. No sabías qué podía hacerte.
Más gente se congregaba alrededor. Ayla había reparado en la creciente muchedumbre.
–A esas alturas tenía tanto frío que no me importaba –contestó Jondalar–. Sólo pensaba en calentarme. Me agaché junto a la hoguera y me acerqué al fuego todo lo que pude. Entonces noté que alguien me ponía una piel sobre los hombros. Levanté la vista y vi a una mujer. Cuando ella notó que la miraba, fue a esconderse detrás de un arbusto, y por más que lo intenté, no volví a verla. Sólo la había visto un instante, pero deduje que era mayor que el hombre, quizá su madre. Cuando por fin entré en calor, él me acompañó de vuelta a la piragua y al pez, que flotaba boca arriba cerca de la orilla. No era el esturión más grande que he visto, pero tampoco era pequeño; medía de largo como dos mujeres juntas. El joven del Clan sacó un cuchillo y cortó el pescado por la mitad, a lo largo. Se dirigió a mí con unos gestos, que entonces no comprendí, envolvió medio pescado con una piel, se lo echó al hombro y se 1o llevó. Casi al mismo tiempo, aparecieron Thonolan y unos cuantos Hombres del Río remando corriente arriba y vinieron a buscarme. Cuando les conté mi encuentro con el cabeza chata, tal como te lo estoy contando a ti, Zelandoni de la Decimocuarta, no querían creerme, pero entonces vieron la mitad del esturión que quedaba. Aquellos hombres no dejaron de reírse de mí por salir a pescar y capturar sólo medio pez, pero tuvieron que llevar aquella mitad a rastras hasta la piragua entre tres, y, en cambio, aquel joven cabeza chata cargó con la otra mitad y la transportó él solo.
–Una bonita historia de pescadores, Jondalar –dijo Zelandoni de la Decimocuarta.
Él se la quedó mirando un instante con sus asombrosos ojos azules.
–Ya sé que parece un cuento, pero no lo es. Todo lo que he explicado es verdad, hasta la última palabra –aseguró. Se encogió de hombros y sonriendo añadió–: Pero comprendo tus dudas.
»Pillé un buen resfriado después de ese remojón –prosiguió–, y mientras guardaba cama, caliente al lado del fuego, tuve tiempo de pensar en los cabezas chatas. Probablemente aquel joven me salvó la vida. Como mínimo, sabía que yo tenía frío y necesitaba calor. Puede que yo le inspirara tanto temor como él a mí, pero me dio lo que yo necesitaba y, a cambio, se llevó la mitad de mi esturión. La primera vez que vi a unos cabezas chatas me sorprendió que llevaran lanzas y ropa. Desde que me encontré con aquel joven y con su madre, sé que utilizan el fuego y tienen cuchillos afilados... y que son muy fuertes y, aún más importante, inteligentes. Aquel joven entendió que yo tenía frío y me ayudó, y consideró, por tanto, que por la ayuda queme había prestado él tenía derecho a una parte de mi pesca. Yo le habría dado el esturión entero, y creo que hubiera sido capaz de cargar con él igualmente, pero no se lo llevó todo; lo repartió.
–Es interesante –concedió la mujer sonriendo a Jondalar.
El encanto y el carisma naturales de aquel hombre decididamente apuesto empezaban a hacer mella en ella, lo cual no pasó inadvertido a La Que Era la Primera. Lo recordaría de cara al futuro. Si podía aprovechar las cualidades de Jondalar para suavizar su relación con Zelandoni de la Decimocuarta, no vacilaría en hacerlo. La mujer parecía un cardo lleno de espinas desde que ella había sido elegida la Primera, y se dedicaba a obstaculizar sus decisiones ya entorpecer todas las medidas que ella intentaba poner en práctica.
–Podría hablar del niño de espíritus mixtos adoptado por la compañera del jefe Mamutoi del Campamento del León, porque fue entonces cuando aprendí algunos de sus signos –continuó Jondalar–, pero sería más significativo hablar del hombre y la mujer que conocimos justo antes de cruzar el glaciar de regreso hacia aquí, porque viven cerca.
–Creo que eso deberías dejarlo para más adelante, Jondalar –lo interrumpió Marthona, que era una de quienes se habían unido al corrillo–. Debería contarse ante más personas; además, esta reunión se ha convocado para tomar decisiones relacionadas con la ceremonia matrimonial, si nadie se opone –añadió mirando directamente a Zelandoni de la Decimocuarta Caverna con una amable sonrisa. También ella había advertido el efecto que tenía su cautivador hijo en la mujer, y conocía de sobra los problemas que la Decimocuarta Caverna había creado a La Que Era la Primera. Ella misma había ocupado un puesto de mando y se hacía cargo.
–A no ser que os interese escuchar toda la conversación sobre 1os detalles –dijo Joharran a Jondalar y Ayla–, éste podría ser un buen momento para buscar un sitio donde hacer una demostración del uso del lanzavenablos. Me gustaría mostrar su funcionamiento antes de la primera cacería.
A Ayla no le habría importado quedarse. Deseaba aprender todo lo posible acerca de la gente de Jondalar –ahora también la suya–, pero a él le atraía más seguir la sugerencia de Joharran. Quería compartir con todos los Zelandonii su nueva arma de caza. Mientras exploraron el emplazamiento de la Asamblea Estival en busca de un lugar adecuado para la demostración, Jondalar fue saludando a sus amigos y presentando a Ayla. Se convirtieron en el blanco de atención de todo el mundo debido a Lobo, algo que, no obstante, preveían. Ayla deseaba acabar cuanto antes con la inicial y lógica agitación. Tan pronto como la gente se acostumbrara a ver a los animales todo sería más normal.
Eligieron la zona que les pareció más adecuada para la demostración con el lanzavenablos, y después se encontraron con uno de los jóvenes que había ayudado a levantar las angarillas en los vados des los ríos para mantener seca la comida que transportaban. Era de Tres Rocas, la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna, conocida también como Campamento de Verano, y había viajado con ellos el resto del camino. Charlaron un rato, y luego se acercó la madre del muchacho y los invitó a comer con ellos. El sol ya estaba alto y había pasado mucho tiempo desde la última comida. La familia del muchacho los invitó a participar en la recolección de piñones del otoño.
De regreso a su campamento, pasaron junto al amplio alojamiento de la zelandonia. La Primera salía en ese preciso instante y se detuvo a decirles que todas las personas participantes en la primera matrimonial con quienes había hablado hasta el momento estaban dispuestas a aplazar la ceremonia hasta la llegada de Dalanar y los Lanzadonii. Jondalar y Ayla fueron presentados a otros zelandonia, y la gente de la Novena Caverna observó con interés las variadas reacciones del lobo.
Cuando por fin se encaminaron de vuelta al campamento de la Novena Caverna, el sol descendía ya hacia el horizonte en medio de un dorado resplandor que se difundía en resplandecientes rayos a través de las nubes rojizas. Al llegar a la orilla del Río, cuya superficie en aquel punto era prácticamente lisa, sin apenas una sola onda, siguieron corriente arriba y cruzaron el riachuelo casi en su confluencia con el cauce mayor. Pararon un momento para contemplar el cielo vespertino mientras se transformaba en un espectáculo deslumbrador: el dorado adquirió diversas tonalidades de bermellón y luego apareció un trémulo morado, que fue oscureciéndose hasta convertirse en un intenso azul... y entonces empezaron a brillar las primeras estrellas. Pronto la negra noche se convirtió en un telón de fondo para el sinfín de titilantes luces que salpicaban el cielo estival, con una mayor acumulación en una franja semejante a un camino a través de la bóveda celeste. Ayla recordó un verso del Canto a la Madre: «y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo». Se preguntó si habría sido así cómo se formó... Después se dieron media vuelta y se dirigieron hacia las acogedoras hogueras del cercano campamento.
Cuando Ayla despertó a la mañana siguiente, al parecer todos se habían levantado y marchado ya. Sentía una extraña pereza. Sus ojos fueron adaptándose a la tenue luz del interior del alojamiento, y permaneció tendida entre las pieles mirando los dibujos grabados y pintados en el robusto poste central y las manchas de hollín que ennegrecían ya el contorno de la salida de humos, hasta que tuvo que ir a hacer aguas; últimamente sentía la necesidad aún más a menudo. Ignoraba dónde se habían cavado las zanjas de desechos de la comunidad, así que utilizó el cesto de noche. No era la única que lo había usado, advirtió. «Luego lo vaciaré», pensó. Era una de la tareas desagradables que compartían aquellos que 1o veían como una obligación y aquellos que lo hacían por vergüenza cuando los demás notaban que no lo habían hecho recientemente.
Cuando volvió a donde estaban las pieles de dormir para sacudirlas, observó con más detenimiento el interior del alojamiento de verano. La habían sorprendido las estructuras ya construidas que había visto el día anterior en su visita con Jondalar al campamento principal. Sabía que la gente se instalaba cerca del área central, pero había esperado ver allí las tiendas de viaje. Sin embargo, no fue así; la gente no usaba en la Asamblea las tiendas con las que había viajado hasta allí. Durante la estación cálida, éstas se empleaban cuando se salía a hacer expediciones de caza o recolección, o para visitar a otras personas mientras recorrían el territorio. El alojamiento de verano era una estructura más permanente, una vivienda bastante sólida de forma circular y paredes verticales. Aunque distintos, Ayla se dio cuenta de que tenían una finalidad semejante a la de los alojamientos utilizados por los Mamutoi en las Asambleas Estivales.
Pese a la oscuridad interior –la única claridad procedía de la entrada y algún que otro haz de sol que se filtraba entre las rendijas de la pared–, vio que, además del poste central, un tronco de pino, el alojamiento tenía una pared interior de paneles hechos de tallos de enea aplastados, entretejidos y pintados con formas y animales. Estaban sujetos a las estacas interiores que circundaban el poste del centro y proporcionaban un amplio espacio cerrado que si se deseaba, podía dividirse en áreas menores mediante paneles móviles. La tierra se había cubierto con esterillas de enea, fleo y carrizo, y las pieles de dormir se extendían en torno aun hogar situado casi en el centro. El humo salía por un agujero abierto justo encima, cerca del poste central. Esa salida de humos podía taparse desde dentro con una cubierta ajustable gracias a dos varas cortas que llevaba acopladas.
Sintió curiosidad por ver cómo estaba hecho el resto de la estructura y salió. Primero echó una ojeada al campamento, que se componía de varios alojamientos circulares de dimensiones considerables dispuestos alrededor de una hoguera central y luego circundó su propio alojamiento. Las estacas se hallaban amarradas entre sí de manera semejante a las del cercado que se construía para capturar animales; pero la empalizada externa del alojamiento de verano, en lugar de ser una construcción suelta y flexible que podía ceder ante las embestidas de los animales, estaba firmemente sujeta a postes de anclaje hechos con troncos de aliso, que se habían dispuesto convenientemente y clavados en la tierra.
Asegurada al lado exterior de los postes, había una pared de sólidos paneles verticales confeccionados con hojas de fleo traslapadas, que tenían la virtud de repeler el agua de lluvia. Entre las paredes exterior e interior quedaba una cámara de aire para mayor aislamiento, con lo cual el alojamiento permanecía fresco en los días calurosos y, con un fuego dentro, caliente en las noches frías; con ello se evitaba asimismo la excesiva condensación de humedad cuando fuera bajaban las temperaturas. Estaba rematado por una techumbre de carrizos traslapados que bajaba en pendiente desde el poste central. La techumbre no estaba hecha con especial esmero, pero protegía de la lluvia y sólo se utilizaba durante una temporada.
La gente transportaba hasta allí desde las Cavernas algunas de las partes que integraban el alojamiento, en particular las esterillas tejidas, los paneles y algunas de las estacas. Por lo general, todas las personas que compartían un mismo alojamiento llevaban alguna sección o componente, pero gran parte de los materiales se recogía de nuevo cada año en las inmediaciones del campamento. Cuando regresaban a casa en otoño, las estructuras se desmantelaban parcialmente para recuperar los elementos reutilizables pero se dejaban en pie. Rara vez resistían las intensas nevadas y vendavales del invierno, y al verano siguiente sólo quedaba allí un montón de ruinas descompuestas que habían pasado a formar parte del paisaje donde iban a erigirse de nuevo los alojamientos para celebrar una Asamblea Estival.
Ayla recordó que los Mamutoi tenían distintos nombres para sus campamentos de verano y para los lugares donde habitaban en invierno. El Campamento del León, por ejemplo, era el Campamento de la Espadaña en la Asamblea Estival, pero vivía allí la misma gente que en el Campamento del León. Había preguntado a Jondalar si la Novena Caverna cambiaba de nombre en verano. Él le explicó que el lugar donde acampaban se llamaba simplemente «campamento de la Novena Caverna», pero la organización de la vida en las Asambleas Estivales de los Zelandonii no era exactamente igual que durante el invierno en los refugios de piedra.
Cada uno de los alojamientos de verano albergaba a mayor número de personas que las estructuras más espaciosas y permanentes construidas bajo el gran saliente de la Novena Caverna. Por norma, los miembros de una familia, incluidos aquellos que tenían moradas independientes en invierno, compartían un alojamiento; pero algunos ni siquiera se quedaban en el mismo campamento, sino que pasaban el verano con otros parientes o amigos. Por ejemplo, las madres jóvenes que se habían mudado a las Cavernas de sus compañeros a menudo se llevaban a sus niños y pasaban el verano con sus madres, hermanos o amigos de la infancia, y sus compañeros solían acompañarlas.
Por otra parte, las jóvenes que iban a someterse a los Primeros Ritos, ese año vivían juntas en un alojamiento aparte, cerca de la gran estructura central de la zelandonia, al menos durante la primera etapa del verano. A corta distancia, se levantaba otro alojamiento para las mujeres que ese año decidían ser mujeres–donii y estar a disposición de los jóvenes que se acercaban a la pubertad.
La mayoría de los hombres jóvenes que ya habían dejado atrás la pubertad –y algunos no tan jóvenes– a menudo se agrupaban fuera de sus campamentos y levantaban alojamientos aparte. Se les exigía que se instalaran en la periferia del campamento principal, lo más lejos posible de las jóvenes preparadas para los Primeros Ritos. A los hombres, en su mayoría, no les importaba. Se habrían comido con los ojos a las mujeres, pero les gustaba la independencia que les daba estar solos, así nadie se quejaba si organizaban mucho ruido o alboroto. Como consecuencia de ello, las estructuras ocupadas por los hombres se conocían como «alojamientos alejados». Por lo general, los hombres que los ocupaban no tenían pareja, o estaban en una etapa entre parejas, o deseaban estarlo.
Puesto que Lobo no corrió a saludarla en cuanto salió, Ayla supuso que se encontraba con Jondalar. Fuera no había mucha gente. La mayoría debía de estar probablemente en el área central, el principal núcleo de la Asamblea Estival. Halló, no obstante, junto a la hoguera del campamento, un poco de infusión que había sobrado. Notó que la hoguera no tenía la habitual forma circular, sino que era más bien como una zanja. La noche anterior había observado que podía acercarse más gente al fuego si éste se disponía longitudinalmente y se alimentaba con troncos y ramas, talados o caídos, más largos, con lo que, además, se evitaba el tener que cortar en trozos más pequeños la leña. Mientras se tomaba la infusión, Salova, la compañera de Rushemar, salió de su alojamiento con su hija en brazos.
–Saludos, Ayla –dijo dejando al bebé en una esterilla.
–Saludos, Salova –respondió Ayla, y se aproximó para ver a la pequeña. Le tendió un dedo para que se lo cogiera y le sonrió.
Salova miró a Ayla, vaciló y luego preguntó:
–¿Te importaría vigilar a Marsola un rato? Recogí materiales para hacer cestas y tengo algunos a remojo en el arroyo. Me gustaría ir a buscarlos y ponerlos en orden. He prometido regalar cestas a algunos conocidos.
–Cuidaré de Marsola con mucho gusto –contestó Ayla sonriendo a Salova, y enseguida volvió a concentrarse en la niña.
Salova se ponía un poco nerviosa en presencia de la forastera y hablaba por hablar.
–Acabo de darle de comer, así que no tiene por qué darte problemas. Tengo mucha leche. Darle un poco a Lorala no ha representado ningún sacrificio. Lanoga la trajo anoche. Está cada día más regordeta y preciosa, y ya sonríe. Antes nunca sonreía. Ah, aún no has comido, ¿verdad? Me queda un poco de sopa de anoche, con trozos de carne de ciervo. Si te apetece, sírvete la que quieras. Es lo que he tomado yo esta mañana, así que probablemente aún está caliente.
–Gracias –respondió Ayla–. Creo que me vendrá bien un poco de esa sopa.
–Enseguida vuelvo –dijo Salova, y se alejó apresuradamente.
Ayla encontró la sopa en un gran recipiente hecho con un estómago de uro montado en un bastidor de madera y colocado sobre unas brasas al borde de la gran hoguera comunitaria para que el líquido hirviera a fuego lento; las brasas casi se habían consumido, pero la sopa aún estaba caliente. Cerca había cuencos de diversas clases, unos tupidamente tejidos, otros labrados en madera, un par menos profundos obtenidos a partir de huesos grandes. Había también unos cuantos cuencos esparcidos alrededor, tal como la gente los había dejado tras usarlos. Ayla se sirvió un poco de sopa con un cucharón hecho de asta curva de carnero y luego sacó su cuchillo de comer. Vio que en el caldo flotaban también verduras, aunque estaban ya bastante blandas.
Se sentó en la esterilla junto a la niña, que yacía de espaldas agitando los pies en el aire. En un tobillo llevaba atados unos cuantos espolones de ciervo, que tintineaban cada vez que pataleaba. Cuando terminó la sopa, cogió a la niña y manteniéndola erguida buscó su mirada. Cuando Salova regresó, cargada con un cesto plano lleno de diversa vegetación fibrosa, vio a Ayla hablar a la niña y hacerla sonreír. Un súbito afecto prendió en su corazón maternal, y a partir de ese momento se sintió más relajada en presencia de la forastera.
–Te agradezco mucho que la hayas cuidado, Ayla –dijo Salova–. Así ya dejo esto listo.
–Ha sido un placer, Salova. Marsola es un bebé encantador.
–¿Sabes que la hermana menor de Proleva, Levela, va a unirse en la primera matrimonial, igual que tú? –dijo Salova–. Siempre se crea un lazo especial entre las personas que se unen en una misma ceremonia matrimonial. Proleva quería que le hiciera unas cestas especiales, como parte del regalo matrimonial.
–¿Te importaría que te observara un rato mientras trabajas? –preguntó Ayla–. He hecho cestas muchas veces, pero me gustaría saber cómo las haces tú.
–No me importa en absoluto. Por mí, encantada de tener compañía, y quizá puedas enseñarme cómo lo haces tú. Siempre me ha interesado aprender métodos nuevos.
Las dos jóvenes se sentaron juntas, charlando y comparando técnicas de cestería, mientras la niña dormía a su lado. A Ayla le gustó el modo en que Salova usaba los materiales de distintos colores para tejer imágenes de animales y distintos dibujos en sus cestas. Salova enseñó a Ayla curiosas técnicas que creaban diferentes texturas y conferían una exquisita elegancia a sus cestas en apariencia sencillas. Las dos pudieron formarse una idea de sus mutuas habilidades, y sus respectivas maneras de ser.
Al cabo de un rato, Ayla se puso en pie.
–Voy a tener que usar las zanjas. ¿Podrías decirme dónde están? Además, he de vaciar el cesto de noche. Y quizá podría también lavar esos cuencos –añadió recogiendo los cuencos usados que había esparcidos alrededor–. Luego iré a ver a los caballos.
–Las zanjas están por allí –respondió Salova al tiempo que señalaba hacia un punto apartado del arroyo y el campamento–, y hemos estado lavando los cacharros de cocinar y comer al final del arroyo, donde desemboca en el Río. Cerca hay un poco de arena limpia para restregarlos. Y no es necesario que te diga dónde están los caballos –sonrió–. Ayer fui a verlos con Rushemar. Al principio, me asustaban un poco, pero se los nota tranquilos y a gusto –de repente se mostró preocupada–. Espero que no hiciéramos mal. Rushemar se lo comentó a Jondalar, y él le dijo que no había inconveniente.
–Claro que no –aseguró Ayla–. Se sienten más cómodos si van conociendo a las personas que tienen alrededor.
«No es tan rara –pensó Salova mientras la observaba alejarse–. Tiene un acento un poco extraño, pero es simpática. Me pregunto cómo se le ocurriría que podía conseguir que esos animales la obedecieran. Yo ni siquiera había imaginado que un día daría de comer hierba a un caballo en la palma de mi mano.»
Después de lavar los cuencos y dejarlos apilados cerca de la hoguera alargada, Ayla pensó que le apetecía lavarse ella misma y nadar un poco. Se dirigió hacia su alojamiento, sonrió a Salova ya la niña al pasar por su lado y entró. Sacó de la mochila la suave piel que usaba para secarse y luego revisó su ropa. No tenía apenas nada, pero sí algunas cosas más de las que tenía al llegar. Pese a que lo había lavado todo, no quería usar más que como ropa de trabajo las prendas raídas y salpicadas de manchas que había llevado a lo largo del Viaje.
La ropa que se había puesto en la reciente caminata hasta el emplazamiento de la Asamblea Estival era la que había reservado para el momento en que conociera a la gente de Jondalar, pero incluso ésta se veía muy gastada y tenía bastantes manchas. Disponía asimismo de la ropa interior de chico que le habían regalado Marona y sus amigas, pero sabía que no era apropiada. Desde luego, no podía usar el traje matrimonial que guardaba para la ceremonia, ni el precioso conjunto que le había obsequiado Marthona para la ocasiones especiales. Aparte de eso, sólo tenía algunas ropas que le había dado Marthona y Folara. No estaba familiarizada con esas prendas, pero supuso que serían adecuadas.
Antes de salir del alojamiento vio su manta de montar plegada junto a las pieles de dormir y decidió llevársela. Fue al encuentro de los caballos. Whinney y Corredor se alegraron de verla, y forcejearon para disputarse su atención. Los dos llevaban largos cabestros, cuyo extremo se hallaba amarrado aun grueso árbol. Los soltó y guardó la cuerda en el morral. Luego aseguró la manta al lomo de Whinney, montó y cabalgó río arriba.
Los caballos estaban contentos e iniciaron un trote brioso, animados por la recuperada libertad. Ayla se contagió de esa sensación y los dejó que siguieran a su paso. La asaltó una especial satisfacción cuando llegó al prado? y vio a Lobo correr hacia ellos. Era señal de que Jondalar no andaba lejos.
Poco después de marcharse, Joharran volvió al campamento y preguntó a Salova si había visto a Ayla.
–Sí, hemos estado haciendo cestas juntas –respondió ella–. La última vez que la he visto se iba en busca de los caballos. Ha dicho que quería comprobar cómo estaban.
–Iré a buscarla, pero si la ves, ¿puedes decirle que Zelandoni quiere hablar con ella?
–Claro. –contestó Salova sintiendo curiosidad por lo que querría la donier de Ayla. Se encogió de hombros. Era poco probable que alguien se lo explicara.
Ayla vio salir a Jondalar, sonriente y sorprendido, de detrás de unos arbustos. Se detuvo, desmontó y corrió a echarse a sus brazos.
–¿Qué haces aquí? –preguntó él tras un afectuoso abrazo–. No le había dicho a nadie dónde estaría. Simplemente he empezado a caminar río arriba y, una vez aquí, me he acordado de ese pedregal en pendiente al otro lado del estanque y he ido a mirar si había pedernal.
–¿Y hay?
–Sí, no de la mejor calidad, pero utilizable. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí?
–Hoy me he levantado muy perezosa. No había casi nadie por allí, aparte de Salova y su niña. Me pidió que vigilara a Marsola mientras ella se iba a recoger unos materiales para hacer cestas. Es una criatura encantadora, Jondalar. Luego Salova y yo estuvimos charlando y haciendo cestas un rato, y al final he decidido venir a nadar ya sacara pasear a los caballos. Y te he encontrado –Ayla somió–. ¡Qué grata sorpresa!
–También para mí es una agradable sorpresa. Quizá vaya a nadar contigo. Estoy muy polvoriento de tanto mover rocas, pero antes debería ir a traer las piedras que he encontrado. Luego ya veremos –dijo con una invitadora sonrisa. Dio a Ayla un beso lento y prolongado–. Aunque quizá puedo dejar esas rocas para más tarde.
–Ve a buscarlas, así no tendrás que limpiarte el polvo dos veces –sugirió ella–. Además, quería lavarme el pelo. El viaje hasta aquí fue largo y pesado; sudé mucho.
Cuando Joharran llegó al lugar donde habían estado los caballos, vio que se habían ido. «Probablemente han emprendido uno de sus largos paseos –pensó–, y Zelandoni necesita ver a Ayla cuanto antes. Willamar también quería hablar con ella y Jondalar. Mi hermano sabe que tendrán tiempo de sobra para estar juntos después de la ceremonia matrimonial. Debería entender que hay asuntos importantes que dejar resueltos al principio de la Asamblea Estival.» Joharran estaba bastante irritado por no encontrarlos. Ya no le había hecho ninguna gracia que la donier lo hubiera visto a él casualmente cuando necesitaba a alguien para que buscara a su hermano y a Ayla. Al fin y al cabo, tenía cosas más importantes que hacer, pero no se había atrevido a negarse a Zelandoni, al menos sin una buena excusa.
Bajó la vista y descubrió las huellas recientes de los caballos. Era un rastreador demasiado experto para que le pasara inadvertida la dirección que habían tomado, y sabía que no se habían alejado del campamento. Aparentemente habían seguido el arroyo corriente arriba. Recordó la agradable cañada en el nacimiento del riachuelo, con la pradera y el estanque alimentado por el manantial. «Probablemente han ido allí», se dijo sonriendo. Puesto que le habían encomendado la misión de localizarlos, no le gustaba la idea de regresar sin ellos.
Siguió el arroyo, atento a las huellas para asegurarse de que no se habían desviado, y cuando vio a los caballos más adelante, paciendo satisfechos, supo que los había encontrado. Cuando llegó a la barrera de avellanos, algunos tan altos como árboles, atisbó entre el follaje y al ver sólo a Ayla se preguntó dónde se habría metido su hermano. En el preciso momento en que llegaba a la playa arenosa, ella se zambullía bajo el agua, y la llamó en cuanto salió a tomar aire.
–Ayla, os estaba buscando.
Ella se echó el pelo hacia atrás y se frotó los ojos.
–Ah, Joharran, eres tú –dijo un tanto sorprendida.
–¿Sabes dónde está Jondalar?
–Sí, estaba buscando pedernal entre las rocas del otro lado del estanque, y ha ido a traer las piedras que había seleccionado –explicó Ayla, al parecer un tanto desconcertada–. Luego vendrá a bañarse conmigo.
–Zelandoni quiere verte, y Willamar desea hablar con los dos –anunció Joharran.
–Entiendo –dijo ella, aparentemente decepcionada.
Joharran había visto a mujeres sin ropa con frecuencia. En verano, la mayoría se bañaba en el Río todas las mañanas, y en invierno se lavaban. La desnudez en sí misma no se consideraba particularmente tentadora. Las mujeres se ponían prendas o adornos especiales para estar deseables cuando querían mostrar interés por un hombre, o adoptaban determinados comportamientos, sobre todo en un festival para honrar a la Madre. Pero cuando Ayla empezó a salir del agua, Joharran cayó en la cuenta de que ella y su hermano tenían otros planes, que él había frustrado. Esa idea lo indujo a tomar conciencia del cuerpo de Ayla mientras la mujer se dirigía hacia él.
Era alta, con marcadas curvas y músculos bien definidos. Sus pechos grandes conservaban la firmeza de la juventud, y él siempre había encontrado atractivo en una mujer el vientre ligeramente redondeado. «Marona siempre ha sido considerada la más bella –pensó Joharran–. No me extraña que sintiera aversión por Ayla desde el primer momento. Estaba tentadora con aquella ropa interior de invierno que le hicieron ponerse con engaños, pero nada comparado con verla del todo desnuda. Mi hermano es un hombre afortunado. Ayla es una mujer muy hermosa. Pero recibirá muchas atenciones en los Festivales de la Madre, y no sé si eso va a gustarle mucho a Jondalar.»
Ayla lo observaba con expresión de perplejidad. Joharran se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente y se sonrojó un poco al tiempo que desviaba la mirada. Entonces vio que su hermano se acercaba cargado de piedras y fue a ayudarlo.
–¿Qué haces aquí? –preguntó Jondalar.
–Zelandoni quiere hablar con Ayla, y Willamar me ha pedido que os buscara porque desea hablar con los dos. –informó Joharran.
–¿Qué quiere Zelandoni? –inquirió Jondalar–. ¿No puede esperar?
–Según parece, no. Tampoco yo tenía planeado pasarme el día persiguiendo a mi hermano ya su prometida. No te preocupes, Jondalar –dijo Joharran con una sonrisa de complicidad–. Sólo tendrás que esperar un rato. Yo creo que ella merece ese tiempo de espera, ¿no?
Jondalar se dispuso a responder a su insinuación con protestas y negaciones, pero al instante se relajó y sonrió.
–Esperé mucho para encontrarla –dijo–. Bueno, ya que estás aquí, puedes ayudarme a llevar estas piedras. Quería nadar y lavarme un poco.
–¿Por qué no dejas las piedras aquí de momento? –propuso Joharran–. No irán a ninguna parte, y así tendrás un pretexto para volver más tarde, y seguramente aún tendrás tiempo para nadar... si es eso lo único que pensabas hacer.
Era casi mediodía cuando Ayla y Jondalar, acompañados por Lobo, aparecieron en el campamento principal, y a juzgar por su aspecto de relajada satisfacción, Joharran sospechó que habían buscado tiempo para algo más que un rápido chapuzón al marcharse él. Había dicho a Zelandoni que los había encontrado y había transmitido su mensaje, y que había instado a su hermano a apresurarse. No era su culpa si Jondalar se había entretenido, y él personalmente lo comprendía.
Varias personas de la Novena Caverna se habían reunido en torno al alargado hogar para cocinar próximo al alojamiento de la zelandonia, y en el preciso instante en que Ayla se acercaba a la entrada para anunciarse a la donier, la corpulenta mujer que era la Primera salió, seguida de varias personas más con los inconfundibles tatuajes en la frente de Aquellos Que Servían A La Madre.
–Por fin, Ayla –dijo Zelandoni al verla–. Llevo toda la mañana esperándote.
–Estábamos río arriba cuando Joharran nos ha encontrado. Hay allí un agradable estanque con una fuente. Quería sacar a pasear a los caballos y cepillarlos. Se acostumbrarán, pero de momento, con tanta gente, se ponen nerviosos, y al cepillarlos se calman. Además, quería nadar un poco y lavarme bien después del viaje –explicó Ayla. Todo lo que dijo era absolutamente cierto, pero quizá no incluyera todas las actividades que había llevado acabo.
La donier la escrutó, advirtiendo que iba limpia y vestida con la ropa zelandonii que le había dado Marthona; luego vio a Jondalar, también fresco y limpio, y enarcó las cejas en una expresión de certidumbre. Joharran miraba a La Que Era la Primera y a la mujer que su hermano había traído consigo y se dio cuenta de que Zelandoni se formaba una clara idea de cuál había sido la causa del retraso, y de que a Ayla no parecía importarle haber llegado tarde. La corpulenta mujer poseía un porte imperioso y sabía que intimidaba a muchos, pero no parecía amilanar a la forastera.
–Íbamos a hacer un alto para comer –dijo Zelandoni, y se dirigió hacia el gran hogar para cocinar, obligando a Ayla a colocarse a su lado–. Proleva ha organizado los preparativos, y acaba de informarnos de que está todo listo. Podrías comer con nosotros, y así tendré ocasión de hablarte. ¿Tienes alguna de esas piedras del fuego?
–Sí. Siempre llevo encima una yesquera.
–Me gustaría hacer una demostración a los zelandonia de tu nueva técnica para encender fuego. Creo que debe darse a conocer a la gente, pero es importante que se presente de la manera correcta, con el debido ritual.
–No necesité un ritual para enseñároslo a Marthona o a ti –repuso Ayla–. No es muy difícil en cuanto se ve cómo se hace.
–No, no es difícil, pero es una técnica nueva y poderosa, y eso puede resultar perturbador, sobre todo para quienes no aceptan fácilmente los cambios y tienden a resistirse –adujo la donier–. Debes haber conocido gente así.
Ayla pensó en los miembros del Clan, con sus vidas basadas en la tradición, su reticencia a los cambios y su incapacidad para afrontar nuevas ideas.
–Sí, he conocido gente así –admitió–. Pero las personas que he conocido en los últimos tiempos parecen disfrutar aprendiendo cosas nuevas.
Todos los Otros que había conocido se adaptaban muy fácilmente a los cambios en sus vidas, se sentían a gusto con las innovaciones. No se había dado cuenta de que pudiera haber algunos que se sintieran incómodos ante una manera distinta de hacer las cosas, y que llegaran incluso a resistirse. Eso le aclaró de pronto algunas cosas; frunció el entrecejo mientras consideraba esta conclusión. Explicaba ciertas actitudes e incidentes que la habían desconcertado, como por ejemplo la circunstancia de que algunas personas se mostraran tan reacias a aceptar la idea de que los miembros del Clan fueran personas. Entre esa gente estaba aquella Zelandoni, la de la Decimocuarta Caverna, que insistía en llamarlos animales. Aun después de las explicaciones de Jondalar, la mujer no parecía creerle. «Da la impresión de que no quiere cambiar de opinión», pensó.
–Así es –contestó la Primera–. A la mayoría de la gente le interesa aprender una manera mejor o más rápida de hacer una cosa, pero depende de cómo se les presenta. Por ejemplo, Jondalar ha estado mucho tiempo fuera. En ese tiempo ha madurado y aprendido mucho, pero la gente que lo conocía no estaba presente para ver su evolución, y algunos siguen viéndolo tal como era antes de irse. Ahora ha regresado, y desea compartir lo que ha aprendido y descubierto, lo cual es digno de elogio, pero no lo aprendió de golpe. Incluso su nueva arma, que es un valioso instrumento para cazar, requiere práctica. Es posible que aquellos que han obtenido buenos resultados y se dan por satisfechos con las armas que conocen se resistan a realizar el esfuerzo necesario para aprender el manejo de la nueva, pese a que tengo la certeza de que algún día la utilizarán todos los cazadores.
–Sí, el lanzavenablos requiere práctica –confirmó Ayla–. Ahora sabemos bien cómo funciona, pero para ello hemos tenido que dedicar muchas horas.
–Y eso no es todo –prosiguió la donier al tiempo que cogía un plato hecho con la escápula de un ciervo y se sirvió varias lonchas de carne. Se volvió hacia una mujer que estaba a su lado y le preguntó–: ¿Qué clase de carne es ésta?
–Mamut. Algunos cazadores de la Decimonovena Caverna organizaron una expedición hacia el norte y mataron uno. Decidieron compartir una parte. Según he oído, cazaron también un rinoceronte lanudo.
–Hacía mucho que no comía mamut –dijo Zelandoni–. Éste voy a saborearlo bien.
–¿Has probado el mamut? –preguntó la mujer a Ayla.
–Sí –contestó ella–. Los Mamutoi, la gente con la que vivía antes, son conocidos como cazadores de mamuts, aunque también cazaban otros animales. Pero hacía bastante tiempo que no comía. También yo voy a disfrutar de esta comida.
Zelandoni pensó en presentar a Ayla a la mujer, pero si lo hacía se venía obligada a presentársela a todos los demás y no acabaría nunca. Decidió no hacerlo, aún necesitaba hablar con ella sobre la ceremonia en la que pensaba enseñar a todos la piedra del fuego. Se volvió hacia Ayla mientras añadía a su plato una raíces de color blanco –apio–, unos vegetales guisados –ortigas, pensó Ayla– y trozos de esponjosa seta marrón.
–Jondalar también te ha traído a ti, así como a los animales. Eso resulta asombroso, y debes hacerte cargo. La gente ha cazado caballos, pero nunca ha visto caballos que se comporten como los vuestros. De entrada, es sorprendente ver a esos caballos dirigirse hacia donde vosotros queréis o que Lobo se pasee por un campamento lleno de gente y haga lo que le ordenas –dijo la donier, reconociendo por primera vez desde que empezaron a hablar la presencia del lobo, pese a que, sin duda, lo había visto ya.
El animal lanzó un pequeño aullido cuando ella lo miró. Era una costumbre que el lobo y la donier habían adquirido, y que sorprendía a Ayla. Zelandoni a veces ignoraba a Lobo, y él entonces tampoco le prestaba atención hasta que ella lo miraba. Cuando lo hacía, él respondía con ese ligero aullido. La donier casi nunca lo tocaba; sólo le daba a veces unas palmaditas en la cabeza, pero esto lo hacía en muy raras ocasiones. Lobo tomaba entonces entre sus dientes la mano de la mujer, sin dejar nunca marca alguna. Ella se lo permitía; decía que ellos se entendían así. Ayla tenía la impresión de que, en efecto, tenía razón, y que ésa era la peculiar manera en que la donier y Lobo se comunicaban.
–Ya sé que, según tú, cualquiera puede hacerlo si empieza a adiestrar a un animal cuando aún es una cría, y quizá sea verdad, pero la gente no lo sabe –continuó Zelandoni–. Sólo pueden ver tu relación con los animales como algo sobrenatural, interpretándolo como algo venido de otro mundo, del mundo de los espíritus. Francamente me asombra lo bien que han aceptado a los animales, pero aun así noto en todos ellos cierta inquietud. Les llevará tiempo aprender a convivir con los animales con normalidad. Y ahora queremos mostrarles otra de las cosas que habéis traído, y que nadie ha visto antes. La gente aún no te conoce, Ayla. Estoy segura de que todos querrán utilizar la piedra del fuego en cuanto hayan visto cómo se usa, pero quizá los asuste al principio. Creo que debe verse como un Don de la Madre, que puede emplearse si antes es comprendido y aceptado por la zelandonia, y para ello ha de ser presentado con el oportuno ritual.
Tal como lo explicaba parecía totalmente lógico, pero Ayla no pudo evitar considerar lo persuasiva que podía llegar a ser Zelandoni.
–Cuando lo explicas así, lo entiendo –declaró–. Por supuesto que haré una demostración a los zelandonia de cómo se usa la piedra del fuego, y colaboraré en cualquier ritual que consideres necesario.
Se unieron a la familia de Jondalar y unas cuantas personas de la Novena Caverna, sentadas en compañía de un grupo de gente de otras Cavernas. Después de comer, Zelandoni se llevó a Ayla aparte.
–¿Puedes dejar a Lobo fuera del alojamiento durante un rato? –preguntó–. Me parece importante que nos concentremos en el proceso de encender fuego, y me temo que Lobo sería una distracción.
–Jondalar no tendrá inconveniente en vigilarlo –contestó Ayla volviéndose al hombre para mirarlo.
Él asintió con la cabeza, y cuando ella se puso en pie para marcharse, dijo a Lobo que se quedara con Jondalar, haciendo también señas con la mano que prácticamente nadie advirtió. El sol de mediodía era intenso, y en contraste el alojamiento de la zelandonia parecía oscuro a pesar de los numerosos candiles encendidos. Los ojos de Ayla se adaptaron enseguida a aquella luz; pero cuando la Primera se puso en pie para comenzar a hablar, Zelandoni de la Decimocuarta Caverna puso objeciones.
–¿Por qué está ella aquí? –dijo–. Quizá ya haya sido aceptada por los Zelandonii, pero no pertenece a la zelandonia. Es una persona ajena y no tiene nada que hacer en esta reunión.
La Que Era la Primera Entre Quienes Servían A La Madre reprimió un suspiro de frustración. No estaba dispuesta a dar claras muestras de irritación, y dejar así que la Zelandoni alta y delgada de la Decimocuarta Caverna tuviera la satisfacción de saber cuánto la molestaba. Pero la pregunta provocó ceñudas expresiones y miradas de desaprobación en algunos de los otros zelandonia, y una sonrisa de complicidad en el acólito de la Quinta Caverna a quien faltaban los dientes delanteros.
–Tienes razón, Zelandoni de la Decimocuarta –dijo la Primera–. Las personas ajenas, aquellas que no forman parte de la zelandonia, no suelen ser invitadas a estas sesiones. Aquí nos reunimos quienes tenemos cierta experiencia con el mundo de los espíritus, quienes hemos sido llamados y los acólitos, que han demostrado sus posibilidades y reciben adiestramiento. Por eso he invitado a Ayla. Ya sabéis que es curandera. Su intervención fue de gran ayuda para Shevonar, el hombre al que arrolló un bisonte descontrolado en la última cacería de la comunidad.
–Shevonar murió, y no sé hasta qué punto su intervención sirvió de algo, porque no lo examiné –dijo Zelandoni de la Decimocuarta–. Son muchos los que poseen conocimientos acerca de ciertas medicinas. Casi todo el mundo sabe, por ejemplo, que la corteza de sauce alivia los dolores menores.
–Te aseguro que sus conocimientos van mucho más allá de los usos de la corteza de sauce –repuso La Que Era la Primera–. Uno de sus títulos y lazos respecto a la gente con la que vivió antes es «hija del Hogar del Mamut». El Hogar del Mamut de los Mamutoi equivale a la zelandonia; a él asisten Aquellos Que Sirven A La Madre.
–¿Estás diciendo que es una Zelandoni de los Mamutoi? ¿Dónde está su tatuaje? –la pregunta procedía de una anciana de cabello blanco y mirada inteligente.
–¿Su tatuaje, Zelandoni de la Decimonovena? –dijo la corpulenta donier, y pensó: «¿Qué sabe la Decimonovena que yo no sé?» Era una Zelandoni experimentada y digna de confianza, que había aprendido mucho en su larga vida. Era una lástima que tuviera tantos problemas con la artritis. Pronto sería incapaz de desplazarse a las Asambleas Estivales. Quizá ese mismo año no habría podido asistir a no ser porque la Asamblea se celebraba cerca de su Caverna.
–Conozco a los Mamutoi. Jerika de los Lanzadonii vivió con ellos durante un tiempo cuando era joven y acompañaba a su madre y al hombre de su hogar en su largo Viaje. Un verano, muchos años atrás, cuando estaba embarazada de Joplaya, tuvo complicaciones y yo la atendí. Me habló de los Mamutoi. Sus doniers se identifican también mediante tatuajes en la cara, aunque no exactamente iguales a los nuestros; pero si Ayla es como una Zelandoni, ¿dónde está su tatuaje?
–No había completado aún su adiestramiento cuando se marchó para venir aquí con Jondalar. No es como una Zelandoni; es más bien como una acólita, pero con más conocimientos sobre el arte de curar que la mayoría. Además, fue adoptada por el Hogar del Mamut por el Mamut Que Era El Primero, porque éste vio sus posibilidades.
–¿Estás proponiéndola como acólita de la zelandonia? –preguntó Zelandoni de la Decimonovena.
Pese a que rara vez hablaban, se oyó un murmullo de voces entre los acólitos.
–Por ahora no. Todavía no le he preguntado a ella si quiere continuar con su adiestramiento.
Ayla sintió cierta consternación. Si bien no le habría importado hablar acerca de las técnicas de curación con algunas de las personas presentes, no deseaba convertirse en Zelandoni. Ella sólo quería unirse a Jondalar y tener hijos, y había observado que pocas zelandonia tenían compañeros o hijos. Podían emparejarse si así lo decidían, pero daba la impresión de que tantas otras cosas reclamaban su atención y su tiempo cuando estaban al servicio de la Gran Madre Tierra que ellas no podían ser a su vez madres.
–¿Por qué está aquí, pues? –preguntó la de la Decimocuarta.
Algunos mechones de su cabello gris y ralo, más aun lado que al otro, habían escapado del pequeño moño en que los llevaba recogidos tras la nuca, dándole un aire de descuido y desaliño. Alguna persona amable debería insinuarle con tacto que se arreglara el pelo antes de salir, pero no sería la Primera quien lo hiciese, pues la batalladora Zelandoni de la Decimocuarta interpretaría como una crítica cualquier cosa que le dijese.
–Le he pedido que venga porque me gustaría que os enseñara algo que creo que os interesará.
–¿Tiene algo que ver con esos animales que controla? –preguntó otro donier.
La Primera sonrió. Al menos alguien estaba dispuesto a admitir que Ayla poseía insólitas aptitudes que podían convertirla en aspirante a la zelandonia.
–No, Zelandoni de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna. Eso podría ser tema de otra reunión. Esta vez tiene que mostraros otra cosa.
Si bien el donier de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna era coadyuvante de la Zelandoni principal de la Vigésimo novena, eso se debía exclusivamente a la forma de organización de Tres Rocas. En realidad, era un Zelandoni en el sentido pleno de la palabra por derecho propio, y la Primera sabía que era un competente curandero. Estaba tan autorizado a hablar como cualquier otro donier.
Ayla notó que La Que Era la Primera se dirigía a los miembros de la zelandonia mediante sus títulos completos, en algunos casos eran muy largos dado que incluían las palabras de contar de sus Cavernas, pero eso confería a la reunión un aire muy solemne y formal. De pronto cayó en la cuenta de que la única manera de distinguirlos a unos de otros era mediante las palabras de contar. Todos habían abandonado el propio nombre y adoptado el de «Zelandoni». Así pues, habían cambiado sus nombres por las palabras de contar.
Cuando vivía en su valle, ella hacía una marca en un palo cada día que pasaba. Al encontrar a Jondalar, tenía ya un montón de palos llenos de marcas. Cuando él utilizó las palabras de contar para calcular la totalidad de las marcas y pudo luego decir a Ayla cuánto tiempo había vivido en su valle, ella tuvo la impresión de que era una magia tan poderosa que incluso infundía miedo. Cuando él enseñó las palabras de contar, ella intuyó que los Zelandonii les atribuían mucho valor e importancia. y ahora se daba cuenta de que, al menos entre Aquellos Que Servían A La Madre, eran más importantes que los nombres, y su utilización por parte dejos zelandonia les confería la esencia de esos poderosos símbolos.
La Primera hizo una seña a Jonokol.
–Primer Acólito de la Novena Caverna, ¿puedes apagar el fuego con la arena que te he pedido que trajeras? Primera Acólita de la Segunda Caverna, ¿puedes tú apagar los candiles?
Ayla reconoció a los dos acólitos cuya ayuda acababa de solicitar la Primera. La habían guiado en la visita a la profunda cueva con animales pintados en Roca de la Fuente. Oyó comentarios y preguntas de curiosidad entre los reunidos, que sabían que la Primera les preparaba algo espectacular. En su mayoría, los de mayor edad y más experimentados se predisponían ya a una actitud crítica. Conocían y comprendían las técnicas y el impacto de las demostraciones espectaculares y estaban resueltos a no dejarse engañar fácilmente por trucos o distracciones.
Cuando el fuego y los candiles estuvieron apagados, había aún claridad suficiente para ver, debido a algún que otro rayo de sol que se filtraba a través de las paredes. El alojamiento no estaba completamente a oscuras. Ayla echó un vistazo alrededor y vio que la luz penetraba sobre todo por el contorno de la entrada, pese a que la cortina estaba echada, y por otro acceso menos visible situado casi en el extremo opuesto. Más tarde, pensó, rodearía el espacioso alojamiento de la zelandonia por su parte exterior para intentar localizar esa segunda abertura.
La Primera era consciente de que la demostración sería mucho más impresionante de noche, con una oscuridad absoluta, pero eso no tenía importancia para quienes se encontraban allí. Éstos comprenderían las posibilidades de inmediato.
–¿Quiere alguien venir a comprobar que el fuego de este hogar está totalmente apagado? –propuso la Primera.
La donier de la Decimocuarta se ofreció voluntaria en el acto. Dio unas palmadas en la arena con cuidado y hundió los dedos en algunos puntos calientes. Finalmente se irguió para anunciar:
–La arena está seca, y caliente en algunos sitios, pero el fuego está apagado y no hay brasas.
–Ayla, dinos qué necesitas para encender fuego –instó la Primera.
–Lo tengo aquí casi todo –respondió la joven, y sacó el yesquero que tantas veces había utilizado a lo largo del Viaje–. Pero se necesita yesca. Servirá cualquier cosa en la que el fuego prenda enseguida, por ejemplo, fibras de laureola o madera podrida de un tocón viejo si está seca, y sobre todo si está resinosa. También conviene tener a mano leña menuda y, naturalmente, unos cuantos trozos de madera grandes.
Se oyó un impaciente murmullo de voces, y la Primera captó algunas exclamaciones de irritación. No necesitaban lecciones sobre cómo encender fuego, decían. Todos sabían encender fuego desde que eran niños. «Bien –pensó, complacida–. Que refunfuñen. Creen que ya lo saben todo acerca de la manera de encender fuego».
–¿Puedes encender fuego para nosotros, Ayla? –preguntó la Zelandoni de más alto rango.
La joven había ahuecado una pequeña pila de esponjosas puntas de laureola a modo de yesca, y tenía un trozo de pirita de hierro en la mano izquierda y un golpeador de pedernal en la derecha, que los allí presentes no podían ver. Golpeó la piedra del fuego, vio caer una chispa en las fibras de laureola, sopló para avivar la llama y añadió leña menuda. En menos tiempo del que se requería para explicarlo, había encendido el fuego.
Siguieron algunos comentarios de incredulidad y exclamaciones de asombro. Luego Zelandoni de la Tercera Caverna preguntó:
–¿Puedes hacerlo otra vez?
Ayla le sonrió. El anciano le había mostrado tanta amabilidad y apoyo cuando ella intentaba ayudar a Shevonar que se alegró de verlo. Se desplazó un poco y encendió otro fuego junto al primero dentro del círculo de piedras que delimitaban el hogar; luego, sin aguardar a que se lo pidieran, encendió un tercero.
–Muy bien, ¿y cómo lo hace? –preguntó un hombre a la Primera. Ayla no lo conocía.
–Zelandoni de la Quinta, puesto que es Ayla la descubridora de esta técnica, ella misma nos lo explicará –respondió la Primera.
Ayla advirtió que ése era el Zelandoni de la Caverna que había partido hacia la Asamblea Estival cuando ellos pararon en Valle Viejo. Era un hombre de mediana edad, de cabello castaño y cara redonda, y esa misma redondez caracterizaba también el resto de su cuerpo. Todo en él sugería cierta blandura, y en su carnoso rostro los ojos parecían pequeños, pero Ayla intuyó en él una aguda inteligencia. Se había dado cuenta de que aquella técnica podía resultar beneficiosa, y el orgullo no le impedía preguntar. Recordó entonces que el acólito de los dientes mellados que Jondalar detestaba y Lobo había amenazado era también de la Quinta Caverna.
–Primera Acólita de la Segunda, ¿podrías encender ya los candiles? Y tú, Ayla, demuestra a los zelandonia cómo se hace fuego –dijo la corpulenta mujer, esforzándose por no regodearse.
Ayla notó que su acólito, Jonokol, sonreía de satisfacción. Le encantaba ver que su mentora superaba en habilidad al resto de los sabios, sagaces, inteligentes, tenaces y a veces arrogantes zelandonia.
–Utilizo una piedra del fuego, como ésta, y la golpeo con un trozo de pedernal.
Tendió las dos manos y mostró la pirita de hierro en una y el pedernal en la otra.
–Yo he visto esa clase de piedra –comentó Zelandoni de la Decimocuarta al tiempo que señalaba la mano que sostenía la pirita de hierro.
–Espero que recuerdes dónde –dijo la Primera–. Aún no sabemos si es poco común o si abunda.
–¿Dónde has encontrado piedras como ésa? –preguntó Zelandoni de la Quinta a Ayla.
–Encontré las primeras en un valle situado al este, muy lejos de aquí –contestó Ayla–. Jondalar y yo las buscamos mientras viajábamos hacia aquí. Quizá no estaban donde mirábamos, pero no vimos más hasta después de llegar. Hace unos días encontré algunas cerca de la Novena Caverna.
–¿Y nos enseñarás a usarlas? –preguntó una mujer alta y rubia.
–Para eso ha venido aquí, Zelandoni de la Segunda –aclaró la Primera.
Ayla sabía que hasta ese momento no conocía a La Que Servía A La Madre de la Segunda Caverna, pero advirtió algo familiar en sus facciones. Recordó entonces a Kimeran, el amigo de Jondalar, el hombre de su misma edad con quien tenía un vago, parecido a causa del color de pelo y la estatura. Era jefe de la Segunda Caverna, y aunque la mujer era quizá un poco mayor, Ayla vio claramente el parecido entre ambos. Con el hermano como jefe y la hermana como guía espiritual, la organización traía a la memoria el sistema de liderazgo hermano–hermana de los Mamutoi –el recuerdo hizo asomar una sonrisa a sus labios–, salvo que en el caso de éstos el mando era compartido y Mamut ejercía la función de guía espiritual.
–Sólo llevo encima dos piedras del fuego –dijo Ayla–, pero tenemos más en el campamento. Si Jondalar anda por aquí cerca, quizá podría ir a buscar algunas para que varias personas puedan probarlo al mismo tiempo. –Se volvió hacia la corpulenta donier, que asintió con la cabeza–. No es difícil, pero se requiere un poco de práctica para ganar soltura. Primero hay que asegurarse de que se dispone de buena yesca. Luego, si se golpean las dos piedras correctamente, se obtiene una chispa de larga duración que, soplando, podemos convertir en llama.
Mientras Ayla hacía su demostración del manejo de la piedra del fuego a los reunidos, la Primera mandó a Mikolan, la Segunda Acólita de la Decimocuarta Caverna en busca de Jondalar. Observando a los demás, la jefa de la zelandonia advirtió que nadie se quedaba al margen. Ya no había dudas. La nueva técnica para encender fuego no era un truco; era una manera nueva y legítima de hacer fuego de forma más rápida, y como la Primera había previsto, todos estaban interesa dos en aprenderla. El fuego era demasiado importante como para pasar por alto cualquier circunstancia relacionada con él.
Para la gente que vivía en aquella fría región periglacial, el fuego era esencial: establecía la diferencia entre la vida y la muerte. Era necesario saber cómo encenderlo, cómo mantenerlo vivo y cómo llevarlo de un lugar a otro. Pese a que podían alcanzarse temperaturas bajísimas, en la gran extensión de territorio que bordeaba las enormes capas de hielo glacial al sur de la regiones polares abundaba la vida. Los inviernos brutalmente fríos y secos impedían el crecimiento de los árboles, pero en las latitudes medias el clima seguía siendo estacional. Incluso llegaba a ser caluroso en verano, lo cual propiciaba la aparición de vastas praderas que proporcionaban alimento a las enormes manadas de gran variedad de animales pacedores y ramoneadores. Éstos, a su vez, servían de alimento de alto valor energético a los animales carnívoros y omnívoros.
Todas las especies que habitaban cerca del hielo se habían adaptado al frío desarrollando pieles provistas de tupido y caliente pelo; todas excepto una. Los humanos de piel desnuda eran criaturas tropicales incapaces de vivir en zonas frías por sus propios medios. Llegaron allí más tarde, atraídos por la abundancia de comida, y al cabo del tiempo aprendieron a controlar el fuego. Cuando empezaron a usar las pieles de los animales que inicialmente cazaban sólo para alimentarse, pudieron sobrevivir durante un tiempo expuestos a los elementos, pero para vivir necesitaban fuego, para estar calientes mientras descansaban y dormían, y para guisar la carne y las verduras y hacerlas más fáciles de digerir. Cuando había a mano materiales combustibles; no tenían problemas para encender fuego en cualquier momento, pero sabían muy bien que cuando esos materiales escaseaban, o atravesaban épocas de lluvias o nieve, hacer fuego les resultaba muy difícil, y era entonces cuando se daban cuenta de hasta qué punto dependían de él.
Varias personas habían utilizado ya una de las dos piritas para encender fuego, pasándosela de unos a otros por riguroso turno, cuando llegó Jondalar con más piedras. La Primera en persona fue a cogerle las piedras del fuego a la entrada, las contó y se las entregó a Ayla. A partir de ese momento, las sesiones de adiestramiento se aceleraron. Una vez que todos los zelandonia consiguieron encender como mínimo un fuego, se invitó a los acólitos a aprender la técnica, y los doniers más seguros de su habilidad ayudaron a Ayla a enseñar a los aprendices. Fue Zelandoni de la Decimocuarta quien planteó la pregunta que todos deseaban formular.
–¿Qué planeas hacer con todas esas piedras del fuego?
–Desde el principio, Jondalar tenía intención de compartirlas con su gente –respondió Ayla–. Willamar, por su parte, ha hablado de utilizarlas para comerciar. Depende de cuántas encontremos. No creo que me corresponda sólo a mí decidirlo.
–Naturalmente podemos buscarlas entre todos, pero ¿crees que hay piedras suficientes para que cada una de la Cavernas presentes en esta Asamblea Estival pueda quedarse al menos una? –preguntó la Primera Zelandoni. Las había contado y conocía ya la respuesta.
–No sé cuántas Cavernas asisten a esta Asamblea Estival, pero creo que sí hay suficientes –contestó Ayla.
–Si sólo hay una por Caverna, opino que la piedra del fuego debería confiársele al Zelandoni de cada Caverna –propuso la donier de la Decimocuarta.
–Estoy de acuerdo –convino Zelandoni de la Quinta–, y creo que deberías guardar en secreto esa manera de encender fuego. Si sólo nosotros pudiéramos encender fuego así, imaginad el respeto que infundiríamos. Pensad en cómo reaccionaría una Caverna al ver aparecer el fuego instantáneamente por obra de un Zelandoni, en especial si reina una oscuridad total. –Sus ojos rebosaban entusiasmo–. Tendríamos mucha más autoridad, y podría ser una forma eficaz de aumentar la trascendencia de las ceremonias.
–Tienes razón, Zelandoni de la Quinta –dijo la de la Decimocuarta–. Es una excelente idea.
–O quizá debería confiarse al Zelandoni y al jefe conjuntamente –sugirió el donier de la Undécima–, para evitar cualquier posible conflicto. Me consta que Kareja protestaría si no tuviera algún control sobre la nueva técnica.
Ayla sonrió al hombre menudo y delgado que, según recordó, tenía un fuerte apretón de manos y gran seguridad en sí mismo. Era leal a la jefa de su Caverna, lo cual le pareció digno de elogio.
–Estas piedras del fuego serían demasiado útiles para una Caverna como para mantenerlas en secreto –dijo la Primera–. Estamos aquí para servir a la Madre. Renunciamos a nuestros nombres personales para ser uno con nuestra gente. Debemos pensar siempre ante todo en los intereses de nuestra Caverna. Para nosotros estaría bien quedarnos con esta piedra del fuego sin compartirla, pero el interés de todos los Zelandonii está por encima de nuestros deseos. Las piedras de la tierra son los huesos de la Gran Madre Tierra. Son un Don de Ella; no podemos retenerlas sólo para nosotros –La Que Era la Primera se interrumpió y miró escrutadoramente a cada uno de los miembros presentes de la zelandonia. Sabía que las piedras del fuego nunca podrían mantenerse en secreto, aunque no hubieran sido ya compartidas. Entre los doniers de algunas cavernas se produjo una evidente decepción y quizá presentaran también cierta resistencia. Estaba segura de que Zelandoni de la Decimocuarta se disponía a protestar.
–No puede mantenérselas en secreto –declaró Ayla con expresión ceñuda.
–¿Por qué no? –preguntó Zelandoni de la Decimocuarta–. Creo que esa decisión han de tomarla los zelandonia.
–Ya he dado algunas a los parientes de Jondalar –informó Ayla.
–Es una lástima –dijo el donier de la Quinta, moviendo la cabeza en un gesto de frustración y dándose cuenta de inmediato de que era inútil insistir–, pero lo hecho, hecho está.
–Ya sin esas piedras tenemos suficiente autoridad –afirmó la Primera–, y de todos modos podemos usarlas a nuestra manera. Para empezar, podemos organizar una espectacular ceremonia al presentar la piedra del fuego a las Cavernas. Creo que lo más eficaz sería que Ayla encendiera mañana el fuego ceremonial.
–Pero ¿habrá ya suficiente oscuridad a esa hora de la tarde para que se vea la chispa? Quizá sería mejor dejar que el fuego se apagara y llamaría a ella para que vuelva a encenderlo –sugirió Zelandoni de la Tercera.
–¿Cómo sabrá entonces la gente que el fuego se ha encendido con la piedra y no con una brasa? –dijo un anciano de cabello claro; Ayla no estaba muy segura de si era rubio o canoso–. No, creo que necesitamos una hoguera nueva, una que aún no haya sido encendida. Sí tienes razón, en cambio, en cuanto a la oscuridad. A la hora del crepúsculo, cuando se enciende el fuego ceremonial, hay aún demasiadas distracciones. Sólo cuando la oscuridad es absoluta es posible atraer la atención de todos sobre aquello que deseamos, cuando ya no pueden ver nada salvo lo que queremos que vean.
–Es verdad, Zelandoni de la Séptima Caverna –dijo la Primera. Ayla notó que el hombre estaba sentado al lado de la mujer alta y rubia de la Segunda Caverna, y que existía entre ellos un gran parecido. Podría haber sido el anciano del hogar de la mujer, quizá el compañero de su abuela. Recordó que Jondalar le había contado que las Cavernas Séptima y Segunda estaban emparentadas y se encontraban en orillas opuestas del Pequeño Río de la Hierba y sus tierras llanas de aluvión, la corriente más pequeña que fluía en el Río de la Hierba. Lo recordaba bien porque mientras la Segunda Caverna era Hogar del Patriarca, la séptima era Roca de la Cabeza de Caballo, y Jondalar prometió llevarla allí de visita cuando regresaran en otoño para enseñarle el caballo de la roca.
–Podemos iniciar la ceremonia sin fuego y encenderlo cuando haya oscurecido por completo –propuso Zelandoni de la Vigésimo novena Caverna. Era una mujer de aspecto agradable y sonrisa conciliadora, pero Ayla, con su capacidad para interpretar el lenguaje corporal, detectó una subyacente firmeza de carácter. Apenas la conocía. Era la mujer que, según había oído contar, mantenía unidas las Tres Rocas de la Vigésimo novena Caverna.
–Pero la gente se extrañará si no hay fuego ceremonial desde el principio, Zelandoni de la Vigésimo novena –objetó Zelandoni de la Tercera–. Quizá sería mejor retrasar el comienzo hasta que sea de noche.
–¿Hay alguna otra cosa que pueda hacerse antes? Algunos empiezan a reunirse muy temprano. Se impacientarán si nos retrasamos demasiado –añadió otra Zelandoni. Era una mujer de mediana edad, casi tan corpulenta como la Primera, pero mucho más baja de estatura. Mientras que Ze1andoni de la Novena Caverna, con su altura y su peso, tenía una presencia imponente, esta otra mujer resultaba cálida y maternal.
–Podrían contarse historias, Zelandoni de la Heredad Oeste –sugirió un hombre joven sentado junto a ella–. Los fabuladores están aquí.
–Las historias podrían restar seriedad a la ceremonia, Zelandoni de la Heredad Norte –dijo la donier de la Vigésimo novena.
–Sí, tienes razón, Zelandoni de Tres Rocas –se apresuró a responder el joven. Se le notaba muy deferente hacia la principal Ze1andoni de la Vigésimo novena caverna.
Ayla advirtió que los cuatro zelandonia de la Vigésimo novena se llamaban mutuamente por el nombre de sus respectivos emplazamientos, y no con palabras de contar. Era lógico, ya que, en definitiva, todos eran zelandonia de la Vigésimo novena Caverna. Una situación muy confusa, pensó, pero aparentemente la tenían bien resuelta.
–Entonces que alguien hable de un asunto serio –propuso Zelandoni de Heredad Sur.
Era el que había preguntado a la Primera si Ayla se encontraba allí en relación con los animales. La Heredad Sur era Roca del Reflejo, que albergaba la caverna de la que Denanna era jefa, Era el hombre que Ayla había pensado que la observaba, a ella o quizá a los animales, con cierta hostilidad, pero su tono no le había parecido poco cordial. Esperaría antes de sacar conclusiones.
–Joharran quiere plantear el asunto de si los cabezas chatas son o no personas –dijo Zelandoni de la Undécima–. Ése es un asunto muy serio.
–Pero cierta gente no quiere oír siquiera tales ideas, y es muy posible que surja una discusión. No nos conviene dar comienzo a esta Asamblea Estival con sentimientos encontrados. Eso podría dar pie a continuas disputas por cualquier razón –adujo la Primera–. Debemos crear un ánimo receptivo antes de exponer ideas nuevas acerca de los cabezas chatas.
Ayla se preguntó si sería apropiado que ella introdujera un comentario.
–Zelandoni –se atrevió a decir por fin–. ¿Se me permite hacer una sugerencia?
Todos se volvieron a mirarla, y Ayla tuvo la impresión de que no a todos les complacía que hubiera tomado la palabra.
–Claro que sí, Ayla –dijo la Primera.
–Jondalar y yo visitamos a los Losadunai de camino hacia aquí. Dimos a Losaduna y su compañera unas cuantas piedras del fuego... para toda la Caverna, porque habían sido muy amables y nos habían ayudado mucho –explicó Ayla, titubeante.
–¿Sí? –la alentó a seguir Zelandoni.
–En su ceremonia para presentar las piedras de fuego, había dos hogares –continuó la joven–. Uno estaba preparado para ser encendido, pero frío. El otro ardía. Apagaron éste por completo. De pronto quedó todo tan oscuro que era imposible ver incluso la persona que uno tenía sentada al lado, y era evidente que ni siquiera una sola brasa del primer hogar despedía el menor resplandor. Entonces encendí el fuego de la segunda hoguera.
Se produjo un silencio.
–Gracias, Ayla –dijo por fin Zelandoni–. Creo que es una buena idea. Quizá hagamos algo así, Podría ser una demostración impresionante.
–Sí, me gusta la idea –dijo Zelandoni de la Tercera–. De esa forma podríamos tener fuego ceremonial desde el principio.
–Y una hoguera lista para ser encendida despertará la curiosidad de la gente –añadió Zelandoni de la Heredad Oeste de la Vigésimo novena–. Se preguntarán para qué la hemos preparado, y eso dará lugar a cierta expectación.
–¿Cómo apagaremos el fuego? ¿Echando agua y provocando mucho humo? –dijo la donier de la Undécima–. ¿O echando arena y apagándolo en el acto?
–¿O echando barro? –planteó otro de los presentes a quien Ayla no conocía–. Eso haría aparecer un poco de humo, pero extinguiría las brasas.
–Me gusta la idea de usar agua y producir mucho humo –dijo alguien que Ayla tampoco conocía–. Causaría más efecto.
–No, creo que causaría más efecto apagarlo al instante. Hay luz y de pronto todo queda a oscuras.
Ayla no conocía a todos los zelandonia presentes, ya medida que la conversación se animaba, empezaron a hablarse con menos formalidad, y no pudo identificarlos. Ignoraba el grado de planificación y consulta, que requería una ceremonia. Siempre había pensado que los acontecimientos simplemente ocurrían de manera espontánea, que los zelandonia y otros que trataban con el mundo de los espíritus eran sólo agentes de esas fuerzas invisibles. Ahora todos expresaban sus opiniones libremente, y Ayla empezó a comprender por qué algunos habían puesto objeciones a su presencia; pero mientras discutían cada pequeño detalle, su mente se fue por otros derroteros.
Se preguntó si los mog–urs del Clan planeaban sus ceremonias con tanto detalle, y entonces cayó en la cuenta de que probablemente así era, aunque para ello seguirían otros procedimientos. Las ceremonias del Clan eran antiguas, y se hacían del mismo modo que se habían hecho siempre, o de la manera más fiel posible. Comprendió un poco mejor en ese momento el dilema que debía haber representado para Creb, el Mog–ur, que ella desempeñara un papel significativo en una de sus ceremonias más sagradas.
Echó una ojeada al circular y espacioso alojamiento de verano de la zelandonia. La construcción de doble pared y paneles verticales que delimitaba el espacio era semejante a los alojamientos del campamento de la Novena Caverna pero más grande. Los paneles móviles que dividían el interior en áreas independientes habían sido apilados entre las plataformas de dormir adosados a las paredes exteriores para crear una única y amplia estancia. Notó que las plataformas de dormir estaban agrupadas en un mismo sitio y que todas se hallaban elevadas, al igual que en el alojamiento de Zelandoni en la Novena Caverna. Se preguntó por qué, y enseguida pensó que probablemente se debía a que eran utilizadas por los pacientes trasladados al alojamiento de la zelandonia; así era más fácil atenderlos.
El suelo estaba cubierto de esterillas, muchas de ellas con intrinca– dos y hermosos dibujos tejidos, y había almohadillas, cojines y asientos dispuestos alrededor de varias mesas bajas de distintos tamaños, en la mayoría de las cuales había candiles, casi todos ellos de piedra arenisca o caliza, que por norma permanecían encendidos de día y de noche en el interior del alojamiento sin ventanas. Muchos tenían múltiples mechas. En su mayoría estaban minuciosamente modelados y decorados, pero algunos, como ocurría en la morada de Marthona, eran de piedra sin labrar, con concavidades formadas naturalmente o realizadas de forma tosca para el sebo fundido. Cerca de muchos de los candiles vio pequeñas tallas de mujeres, colocadas en recipientes tejidos llenos de arena. Todas eran parecidas y, sin embargo, distintas. Ayla había visto ya varias y sabía que eran representaciones de la Gran Madre Tierra, lo que Jondalar llamaba «donii».
El tamaño de las donii oscilaba entre diez y veinte centímetros de altura, pero todas podían sostenerse en la mano. Se caracterizaban por cierta abstracción y exageración. Los brazos y las manos aparecían apenas insinuados, y las piernas eran ahusadas, sin pies, para que la figurilla pudiera clavarse en la tierra o en la arena contenida en un recipiente y permanecer erguida. La talla no representaba a una persona en particular; no tenía rasgos para sugerir una identidad, aunque el artista podía haberse inspirado en una mujer real para realizar el cuerpo. No era una mujer joven y núbil de pecho firme al comienzo de su vida adulta, ni la figura enjuta de una mujer que caminaba a diario, continuamente en busca de comida.
Una donii representaba a una mujer obesa con cierta experiencia de la vida. No estaba encinta pero lo había estado. Las amplias nalgas estaban en consonancia con los enormes pechos que colgaban sobre el gran vientre, un tanto caído, de una mujer que había dado a luz y amamantado a varios hijos. Tenía la figura ancha de una mujer experimentada de cierta edad, una madre, pero su forma insinuaba mucho más que la fertilidad de la procreación. Para que una mujer tuviera esas formas redondas, la comida tenía que abundar y su vida tenía que ser bastante sedentaria. Aquella pequeña estatuilla pretendía sugerir la imagen de una madre afortunada y bien alimentada que mantenía a sus hijos; era símbolo de la abundancia y la generosidad.
La realidad no era muy diferente. Unos años eran peores que otros, pero la mayor parte del tiempo los Zelandonii se las arreglaban bastante bien. En la comunidad había mujeres gruesas; los tallistas de las estatuillas tenían que conocer el aspecto de una mujer gruesa para representarlo con tanto detalle. A finales de la primavera, cuando la comida almacenada para el invierno casi se había acabado y las nuevas plantas justo comenzaban a brotar, podía ser una época de escasez. Lo mismo podía afirmarse en cuanto a los animales. En primavera estaban flacos, y su carne era dura y correosa, con tan poca grasa que incluso la médula de los huesos estaba consumida. En esa época, la gente se privaba de ciertos alimentos, pero no se moría de hambre, al menos no frecuentemente.
Para quienes vivían de la tierra, cazaban y recolectaban todo lo que se requería para sobrevivir, la tierra era como una gran madre que alimenta a sus hijos. Les proporcionaba lo que necesitaban. No plantaban semillas, no cultivaban ni regaban la tierra y no pastoreaban a los animales, ni los protegían de los depredadores, ni recogían pienso para alimentarlos en invierno. Todo estaba a su disposición para tomarlo a voluntad, si sabían dónde buscar y cómo cosechar. Pero no podían darlo por hecho, porque a veces se los privaba de ello.
Cada donii que tallaban era receptáculo para el espíritu de la Gran Madre Tierra, y una demostración manifiesta para informar a las fuerzas invisibles que controlaban sus vidas acerca de lo que necesitaban para sobrevivir. Era magia simpática, destinada a hacer saber a la Madre qué querían y, por tanto, qué extraían de Ella. La donii era una representación de la esperanza de que las plantas comestibles fueran abundantes y fáciles de encontrar y recolectar, de que los animales proliferaran y se dejaran cazar con facilidad. Era un símbolo y una súplica de una tierra generosa y rica donde la comida abundara y la vida fuera cómoda. La donii era una figura idealizada, una evocación de las condiciones que más deseaban.
–Me gustaría dar las gracias a Ayla...
La joven abandonó sus ensoñaciones, sobresaltada, al oír su nombre. Ni siquiera recordaba en qué había estado pensando.
... por acceder a mostrarnos esta nueva técnica para encender fuego a todos los zelandonia, y por la paciencia que ha tenido con aquellos de nosotros a quienes nos ha costado un poco más aprender –dijo la Primera.
Se oyeron muchas voces de asentimiento, e incluso Zelandoni de la Decimocuarta Caverna pareció sincera en su agradecimiento. A continuación empezaron a discutir los detalles del resto de la ceremonia de inicio de la Asamblea Estival de ese año, y otras ocasiones ceremoniales inminentes, en particular la ceremonia de emparejamiento conocida como matrimonial. Ayla deseó que hubieran hablado más de eso, pero básicamente fijaron la siguiente reunión para tratar el asunto. Después la atención se concentró en los acólitos.
La Primera se puso en pie.
–Son los zelandonia quienes mantienen la historia de la gente –miró a los zelandonia en fase de formación, los acólitos, pero Ayla tuvo la impresión de que Zelandoni ponía especial interés en incluirla a ella–. Parte de la preparación de un acólito consiste en memorizar las Historias y Leyendas de los Ancianos. En éstas se explica quiénes son los Zelandonii y de dónde vienen. Memorizar también nos sirve para aprender, y existen muchas cosas que un acólito debe aprender. Demos por concluida esta reunión con Su Leyenda, el Canto a la Madre.
Guardó silencio y dio la impresión de que sus ojos miraban hacia adentro, extrayendo de los recovecos de su propia mente una historia que había aprendido de memoria mucho tiempo atrás. Era la más importante de todas las Leyendas de los Ancianos, porque era la que contaba los orígenes. Para que las leyendas fuesen más fáciles de memorizar, se narraban con rima, y para mayor sencillez todavía aquellos que tenían talento para componer música les añadían una melodía que los demás aprendían con gusto. Algunos de los cantos eran muy antiguos y tan conocidos que a menudo bastaba con la melodía para que la gente recordara la historia.
Zelandoni Que Era La Primera, sin embargo, había creado su propia melodía para el Canto a la Madre, y mucha gente empezaba a aprenderla. Comenzó a cantar a cappella con una voz pura, vibrante y hermosa:
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,
el torbellino dio a luz a la Mádre gloriosa.
despertó ya consciente del gran valor de la vida,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía.
Al reconocer la letra Ayla notó un escalofrío y se unió a los demás cuando respondían al unísono pronunciando o entonando el último verso junto con La Que Era La Primera.
Al otro creó del polvo que al nacer traía consigo,
un hermano, compañero, pálido y resplandeciente amigo.
Juntos crecieron, aprendieron qué era amor y consideración,
y cuando Ella estuvo a punto, decidieron confirmar su unión.
Él la rondó expectante. Su pálido y luminoso amante.
Ayla recordó también el último verso de la segunda estrofa y lo recitó con los demás, pero luego escuchó atentamente varias estrofas más intentando atender al contenido, repitiendo para sí lo que recordaba. Deseaba memorizarlo fielmente porque le encantaba la historia, y le gustaba el modo en que la Primera la cantaba. El mero sonido de su voz casi le hacía saltar las lágrimas. Aunque sabía que nunca sabría cantarla, quería aprender la letra. Había aprendido la versión de los Losadunai en su Viaje cuando ella y Jondalar se detuvieron a visitarlos antes de atravesar el pequeño glaciar de la meseta situada al este, pero la lengua, el ritmo y parte de la narración eran bastante parecidos. Quería conocer la historia en zelandonii y escuchó muy atentamente.
El oscuro vacío y la Tierra yerma y vasta
aguardaron el nacimiento con ánimo entusiasta.
La vida desgarró su piel, bebió la sangre de sus venas,
respiró por sus huesos, y redujo sus rocas a blancas arenas.
La Madre alumbraba; otro alentaba.
Jondalar le había repetido algunas de las estrofas cuando viajaban, pero a Ayla le sobrecogía la resonancia y espectacular fuerza que La Primera Entre Quienes Servían a La Madre confería a los versos. Jondalar tampoco había recitado la canción exactamente con las mismas palabras.
Al romper aguas, éstas llenaron mares y ríos,
anegándolo todo, creando así árboles y plantíos.
De cada preciosa gota, hojas y tallos brotaron,
verdes y exuberantes plantas la Tierra renovaron.
Sus aguas fluían. Nueva vegetación crecía.
En violento parto, vomitando fuego a borbotones,
dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones.
Su sangre seca se tornó en limo ocre, y llegó el radiante hijo.
El supremo esfuerzo valió la pena, ya todo era gran regocijo.
El niño resplandecía. La Madre no cabía en sí de alegría.
Se alzaron montañas, de cuyas crestas brotaban llamas,
y Ella alimenta a su hijo con sus colosales mamas.
Chispas saltaban al chupar el niño, tal era su anhelo,
y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo.
Una vida se iniciaba. A su hijo amamantaba.
Ésta era una de las partes que más le gustaba. Le recordaba su propia experiencia, en especial la parte en que decía que el esfuerzo valía la pena por la gran alegría, por el maravilloso hijo.
Se marchó de su lado cuando la Gran Madre dormía,
mientras fuera se arremolinaba la oscuridad vacía.
Por todos los medios, las tinieblas procuraron al hijo tentar,
y él, fascinado por el gran torbellino, se dejó cautivar.
A su hijo arrebataba. Al joven que tanto brillaba.
Tal como Broud le había arrebatado a ella su hijo. Zelandoni narraba la historia tan bien que Ayla, sin darse cuenta, empezó a sentir inquietud por la Madre y el hijo. Seguía aprendiendo; no quería perderse una sola palabra.
Y su luminoso amigo no iba ya a ceder más terreno
ante el ladrón que mantenía retenido al hijo de su seno.
Juntos pugnaron por el rescate del hijo que Ella adoraba.
Sus esfuerzos no fueron en vano, su luz de nuevo alumbraba.
Recobraba la energía. Su resplandor volvía.
Ayla dejó escapar un suspiro y miró alrededor. No era ella la única emocionada con la historia. Todos estaban absortos por la voz de la corpulenta mujer.
En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena,
su hijo y Ella por siempre separados, ésa era la condena.
Suspiraba por el niño que en otro tiempo fuera su centro,
y una vez más recurrió a la fuerza vital que llevaba dentro.
No podía darse por vencida. Su hijo era su vida.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Ayla, y notó una repentina punzada de dolor por el hijo que se había visto obligada a dejar con el Clan, y un profundo y empático pesar por la Madre.
Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto,
devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto.
Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas,
tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas.
La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto.
Ayla estaba segura de que nunca podría volver a pensar en el rocío de la mañana o el arco iris del mismo modo que antes. A partir de ese momento siempre le recordarían el llanto de la Madre.
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
La siguiente parte no era tan triste, pero era interesante. Explicaba cómo eran ahora las cosas y por qué.
Aunque todos eran sus hijos, y la colmaban de satisfacción,
consumían la fuerza vital que hacía latir su corazón.
Pero aún le quedaba suficiente para una génesis postrera,
un hijo que supiera y recordara quién la Suma Hacedora era.
Un hijo que la respetaría, y a protegerla aprendería.
La Primera Mujer nació ya totalmente desarrollada y viva,
y recibió los Dones que necesitaba, ésa era su prerrogativa.
La Vida era el Primer Don, y como la Madre naciente,
al despertar, del gran valor de la vida era ya consciente.
La Primera en salir de la horma, las demás tendrían su forma.
Ayla alzó la vista y advirtió que Zelandoni la observaba. Miró a quienes tenía alrededor y luego dirigió de nuevo la mirada a la donier, que ya había desviado la vista en otra dirección.
La Madre recordó la experiencia de su propia soledad,
el amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad.
Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó,
para compartir la vida con la Mujer, al Primer Hombre creó.
De nuevo alumbraba; otro más alentaba.
A la Mujer y al Hombre había deseado engendrar,
y el mundo entero les obsequió a modo de hogar,
tanto el mar como la tierra, toda su Creación.
Explotar los recursos con prudencia era su obligación.
De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso.
A los Hijos de la Tierra la Madre concedió
los Dones precisos para sobrevivir, y luego decidió
otorgarles la alegría de compartir y el Don del Placer,
por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer.
Los Dones aprendidos estarán, cuando a la Madre honrarán.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado.
Les enseñó a amarse ya respetarse en el hogar formado,
Y a desear y buscar siempre su mutua compañía,
sin olvidar que el Don del Placer de la Madre provenía.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor.
Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar.
Ayla estaba un poco confusa respecto a los dos últimos versos. Rompían la pauta establecida, y se preguntó si faltaba algo o había algún error. Cuando miró a Zelandoni advirtió que la mujer la estaba mirando fijamente, lo cual la incomodó. Bajó la mirada, pero cuando volvió a alzarla, la Primera seguía observándola.
Tras disolverse la reunión, la donier se acercó a Ayla.
–He de ir al campamento de la Novena Caverna, ¿te importa que te acompañe?
–No, claro que no –contestó la joven. Caminaron en plácido silencio. Ayla se sentía aún abrumada por la leyenda, y la donier esperaba ver qué decía.
–Ha sido precioso, Zelandoni –declaró Ayla por fin–. Cuando vivía en el Campamento del León a veces todos hacían música y cantaban o bailaban juntos. Había algunos con hermosas voces, pero ninguna como la tuya.
–Es un Don de la Madre. No he hecho nada para que así sea; nací con esta voz. La Leyenda de la Madre se llama Canto a la Madre, porque a algunas personas les gusta cantarla –explicó Zelandoni.
–Jondalar me recitó un poco del Canto a la Madre durante nuestro Viaje. Me dijo que no lo recordaba todo, pero algunas de sus palabras no coinciden exactamente con las tuyas.
–Eso no es raro. Existen versiones con ligeras diferencias. Él aprendió la versión del antiguo Zelandoni, y yo memoricé la de mi mentor.
Algunos de los otros zelandonia la cantan también con pequeños cambios. No hay inconveniente, siempre y cuando no se altere el significado y se mantenga el ritmo y la rima. Si suena bien, la gente tiende a adoptar las variaciones. Si no, las olvidan. Yo compuse mi propia canción porque me apetecía, pero hay otras maneras de cantarla.
–Creo que la mayoría de la gente repite el mismo canto que tú, pero ¿qué significan las palabras «ritmo» y «rima»? Creo que Jondalar nunca me lo ha explicado –dijo Ayla.
–Posiblemente no. El canto y la narración de historias nunca han sido su fuerte, aunque ha mejorado mucho desde que cuenta sus aventuras.
–Tampoco yo estoy dotada para ello. Soy capaz de recordar una historia, pero no sé cantarla. Aunque me encanta escuchar.
–El ritmo y la rima ayudan a la gente a memorizar. El ritmo es el sentido del movimiento. Te transporta como si caminaras a un paso regular. La rima se refiere a las palabras con un sonido semejante. Se suman al ritmo, pero también ayudan a recordar las siguientes palabras.
–Los Losadunai tienen una Leyenda de la Madre parecida, pero cuando la memoricé no me produjo la misma sensación –admitió Ayla.
Zelandoni se detuvo y miró a Ayla.
–¿La memorizaste? El losadunai es una lengua distinta.
–Sí, pero se parece mucho al zelandonii; no es difícil aprenderla.
–Sí, se parece, pero no es igual, y a algunas personas les resulta muy difícil. ¿Cuánto tiempo pasaste con ellos? –preguntó Zelandoni.
–No mucho, menos de una luna. Jondalar tenía prisa por cruzar el glaciar antes de que el deshielo de primavera lo hiciera más peligroso. De hecho, el último día empezó a soplar un viento cálido, y tuvimos algunos problemas –explicó Ayla.
–¿Aprendiste su lengua en menos de una luna?
–No perfectamente. Cometía aún muchos errores, pero memoricé algunas de las leyendas de Losaduna. He intentado aprender la Leyenda de la Madre en su versión como Canto a la Madre, y recitarla tal como tú la cantas.
Zelandoni la observó un momento y luego reanudó la marcha hacia el campamento.
–Te ayudaré con mucho gusto –se ofreció.
Mientras caminaban, Ayla pensó en la leyenda, sobre todo en la parte que le recordaba a Durc ya sí misma. Estaba segura de comprender los sentimientos de la Gran Madre cuando tuvo que aceptar que su hijo se había alejado de ella para siempre. También ella anhelaba a veces tener a su hijo a su lado y esperaba con ilusión el nacimiento de su nuevo niño, el hijo de Jondalar. Recordó algunas de las estrofas que acababa de oír y empezó a caminar al ritmo del canto a la vez que las recitaba en silencio.
Zelandoni advirtió un ligero cambio en su paso. Algo le resultó familiar. Miró de soslayo a Ayla y vio en su semblante una expresión de intensa concentración. «El lugar de esta joven está en la zelandonia», se dijo.
Cuando llegaban al campamento, Ayla se detuvo e hizo una pregunta:
–¿Por qué al final hay dos versos en lugar de uno solo?.
La corpulenta mujer la escrutó con la mirada por un instante antes de contestar.
–Ésa es una duda que se plantea de vez en cuando. No conozco la respuesta. Siempre ha sido así. La mayoría de la gente piensa que el propósito es dar a la leyenda un final claro, un verso para acabar la estrofa y otro verso para acabar la narración.
Ayla movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Zelandoni no estaba segura de si ese gesto equivalía a aceptación de la explicación, o sencillamente a comprensión de la afirmación. «La mayoría de los acólitos ni siquiera hablan de los aspectos más sutiles del Canto a la Madre. Sin duda, el lugar de esta joven está en la zelandonia», se repitió.
Caminaron un poco más. Ayla notó que el sol descendía hacia el horizonte. Pronto oscurecería.
–Me parece que la reunión ha ido bien –comentó Zelandoni–. Los zelandonia han quedado impresionados con tu manera de encender el fuego, y te agradezco que hayas accedido a enseñársela a todos. Si encontramos piedras del fuego suficientes, pronto todo el mundo podrá encender el fuego así. Pero no sé qué haremos si no hallamos todas las piedras necesarias. En ese caso quizá será mejor utilizarlas sólo para encender fuego en ceremonias especiales.
Ayla frunció el entrecejo.
–¿Y la gente que ya tiene una piedra del fuego, o que puede llegar a encontrar una? –preguntó–. ¿Puedes pedirles que no la usen?
Zelandoni se detuvo y miró a Ayla a la cara. Al cabo de un momento dejó escapar un suspiro.
–No, no puedo. Puedo pedir a la gente que intente aceptarlo, pero tienes razón: no puedo obligarlos, y siempre habrá quienes hagan lo que quieran. Supongo que pensaba en voz alta acerca de una situación ideal, pero de hecho no daría resultado, después de aprender todo el mundo a hacer fuego de esta manera –adoptó una irónica expresión–. Cuando los zelandonia de la Quinta y la Decimocuarta planteaban la posibilidad de mantenerlo en secreto, simplemente expresaban lo que creo que deseamos la mayoría de nosotros, y ahí debo incluirme. Para nosotros sería un instrumento muy valioso, pero no podemos privar de algo así a la gente –reanudó la marcha una vez más–. No planearemos la ceremonia matrimonial hasta después de la primera cacería. En eso participarán todas las Cavernas. Es un asunto que pone muy nerviosa a la gente. Creen que si la primera cacería acaba bien, es un buen augurio para todo el año; pero en caso contrario trae mala suerte. Los zelandonia realizarán una Búsqueda de caza. A veces eso ayuda. Si hay mana– das cerca, un buen Buscador puede ayudar a localizarlas, pero ni siquiera el mejor Buscador puede encontrar caza si no la hay.
–Yo ayudé a Mamut en una Búsqueda. Fue una sorpresa para mí la primera vez, pero aparentemente existía una afinidad entre nosotros, y quedé atrapada en su Búsqueda –dijo Ayla.
–¿Participaste en una Búsqueda con tu Mamut? –preguntó Zelandoni sorprendida–. ¿Qué sentiste?
–Es difícil explicarlo, pero sentí algo parecido a lo que debe sentir un pájaro al volar sobre el terreno, pero no había viento y el terreno no parecía exactamente igual.
–¿Estarías dispuesta a ayudar a la zelandonia? Tenemos algunos Buscadores, pero cuantos más haya, mejor –dijo la donier, y de inmediato notó en Ayla cierta reticencia.
–Me gustaría ayudar... pero... no quiero ser una Zelandoni. Sólo quiero emparejarme con Jondalar y tener hijos –afirmó Ayla.
–Si no quieres, no tienes porque serlo, nadie puede obligarte, Ayla, pero si una Búsqueda nos lleva a una cacería afortunada, será un buen presagio para la ceremonia matrimonial, o eso se cree, y producirá uniones largas y hogares felices –adujo la Primera.
–Sí, bueno, supongo que puedo intentar ayudaros, pero no sé si seré capaz.
–No te preocupes, nadie tiene nunca esa seguridad. Lo único que puede hacerse es intentarlo.
Zelandoni se sintió satisfecha de sí misma. Era evidente que Ayla era reacia y trataría de resistirse a ser Zelandoni. La búsqueda sería una forma de iniciarla. «Necesita formar parte de la zelandonia –pensó–. Tiene mucho talento, muchas aptitudes, hace preguntas muy inteligentes. Tiene que ser incluida en el grupo o podría causar disensiones fuera de él».
Cuando se acercaban al campamento, Lobo corrió a saludarla. Ayla lo vio venir y se preparó por si, en su entusiasmo, le saltaba encima, pero a la vez le indicó con una seña que no se levantara. El animal se detuvo, pero dio la impresión de que eso era lo único que podía hacer para controlarse. Ella se agachó y le permitió que le lamiera el cuello mientras lo mantenía sujeto hasta que se calmó. Luego Ayla se irguió. Lobo la miró con una expresión de esperanza y anhelo, y finalmente ella asintió con la cabeza y se dio unas palmadas en los hombros. Él se levantó entonces sobre las patas traseras y apoyó las delanteras donde ella había indicado. Luego emitió un grave gruñido y rodeó con sus dientes la mandíbula de ella. Ayla le devolvió el gesto y cogió entre sus manos la magnífica cabeza del animal para mirarlo a los ojos, salpicados de brillos dorados.
–Yo también te quiero, Lobo, pero a veces me pregunto por qué tú me quieres tanto a mí. ¿Es sólo porque me he convertido en jefa de tu manada, o hay algo más? –preguntó Ayla tocando la frente del animal con la suya y haciéndole después la seña para que bajara.
–Tú impones amor, Ayla –dijo la Primera–, y el amor que invocas no se puede negar.
La joven la miró pensando que aquél era un comentario extraño.
–Yo no impongo nada –repuso.
–Dominas al lobo. Se siente movido a complacerte por el amor que le inspiras. No es que trates de seducir o cautivar, sino que atraes el amor, y quienes te quieren, te quieren profundamente. Lo veo en tus animales. Lo veo en Jondalar. Lo conozco, y él nunca ha querido a nadie como te quiere a ti, y no volverá a querer a nadie de la misma manera. Quizá sea porque te entregas tan completa y abiertamente, o quizá sea un Don de la Madre, la facultad de inspirar amor. Siempre te amarán con fervor. No obstante, hay que estar alerta con los Dones de la Madre.
–¿Por qué me dices todo eso, Zelandoni? –preguntó Ayla–. ¿Por qué debemos preocuparnos por un Don de la Madre? ¿No son buenos todos sus Dones?
–Quizá sea precisamente por eso, porque sus Dones son buenos. O porque son poderosos. ¿Cómo te sientes cuando alguien te da algo de gran valor?
–Iza me enseñó que un obsequio crea una obligación. Hay que dar a cambio algo del mismo valor.
–Cuantas más cosas descubro sobre la gente con la que te criaste, más la respeto –declaró la Primera–. Cuando la Gran Madre Tierra concede un Don, puede esperar algo a cambio, algo del mismo valor. Cuando se da mucho, se espera mucho, pero ¿cómo puede saberse de qué se trata hasta que llega el momento? Por eso la gente está alerta. A veces sus Dones son excesivos, más de lo que sería de desear, pero no se pueden devolver. Tener demasiado no proporciona necesariamente más felicidad que no tener suficiente.
–¿Ni siquiera cuando es demasiado amor? –preguntó Ayla.
–El mejor ejemplo para responder a eso es Jondalar. Sin duda la Madre lo favoreció –dijo la mujer que antes se llamaba Zolena–, lo favoreció demasiado. Es tan apuesto y atractivo que no puede evitar llamar la atención. Incluso sus ojos tienen un color tan excepcional que cuesta no mirarlos. Posee un encanto natural; la gente se siente atraída por él, sobre todo las mujeres. No creo que haya una sola mujer capaz de negarle nada, ni la misma Madre. A él le gusta complacer a las mujeres. Es inteligente y está dotado de una habilidad excepcional para tallar el pedernal, y además tiene buen corazón. Pero sufre demasiado. Tiene demasiado amor para dar.
»Incluso su amor para trabajar la piedra, para crear herramientas, es para él una auténtica pasión. La intensidad de sus sentimientos hacia todo lo que ama es tal que puede abrumarlo a él mismo y a aquellos a quienes ama. Se esfuerza por dominarlos, pero a veces se le escapan de las manos. Ayla, no sé si entiendes hasta qué punto son poderosos esos sentimientos. Y todos los Dones de la Madre no lo habían hecho feliz hasta ahora; a menudo ha despertado más envidia que amor.
Ayla, con el entrecejo fruncido, movió la cabeza en un gesto de inquietud.
–He oído decir a varias personas que el hermano de Jondalar, Thonolan, era uno de los preferidos de la Madre, y que por eso Ella se lo llevó tan joven –comentó Ayla–. ¿Era excepcionalmente atractivo y tenía muchos Dones?
–Era uno de los preferidos no sólo de la Madre sino de todo el mundo. Thonolan era un joven apuesto, pero no poseía la belleza... no sé cómo decirlo... la cautivadora belleza masculina de Jondalar. Sin embargo, tenía una gracia y un carácter abierto con los que se ganaba el aprecio de todos, hombres y mujeres. Hacía amigos con facilidad y nadie le guardaba rencor ni lo envidiaba.
Se habían detenido para hablar, y el lobo estaba tendido a los pies de Ayla. Cuando reanudaron la marcha hacia el campamento, la joven seguía preocupada por las palabras de la donier.
–Ahora que Jondalar te ha traído a casa, muchos hombres sienten aún más envidia, y muchas mujeres están celosas de ti, porque él te quiere –prosiguió Zelandoni–. Por eso Marona intentó dejarte en ridículo. Tenía celos, os envidiaba a los dos, creo, porque habíais encontrado la felicidad. Mucha gente piensa que ella recibió demasiados Dones, pero ella sólo ha tenido una belleza excepcional, y la belleza por sí sola es el Don más engañoso. No dura. Marona es una mujer antipática, que sólo piensa en sí misma; tiene pocos amigos y ninguna aptitud especial. Cuando su belleza desaparezca, no le quedará nada, me temo, ni siquiera hijos, según parece.
Dieron unos cuantos pasos más, hasta que Ayla se detuvo y miró a la donier.
–No veo a Marona desde hace días, desde antes de salir, de hecho, y tampoco la vi durante la caminata hasta aquí.
–Volvió a la Quinta Caverna con su amiga y vino a la Asamblea con ellos –dijo Zelandoni–. Vive en su campamento.
–Marona no me cae bien, pero siento que no pueda tener hijos. Iza conocía algunas hierbas para ayudar a una mujer a ser más receptiva a los espíritus.
–Yo también conozco algunas, pero ella no me ha consultado, y si de verdad es incapaz de concebir, nada puede ayudarla.
Ayla percibió un tono de tristeza en la voz de la donier. También ella estaría triste si no pudiera tener hijos. Pero su cara de preocupación dio paso a una radiante sonrisa.
–¿Sabías que voy a tener un hijo? –preguntó. Zelandoni le devolvió la sonrisa. Aquello confirmaba sus especulaciones acerca de Ayla.
–Me alegro mucho por ti. ¿Sabe Jondalar que vuestro emparejamiento ha sido bendecido?
–Sí. Ya se lo dije. Está muy contento.
–No me extraña. ¿Quién más lo sabe?
–Sólo Marthona, y ahora tú...
–Si no lo sabe casi nadie, en vuestra ceremonia matrimonial podemos sorprender a todos anunciando la buena nueva –dijo Zelandoni– Hay palabras especiales que pueden introducirse en la ceremonia cuando una mujer ya ha sido bendecida.
–Creo que me gustaría –respondió Ayla–. Dejé de contar las lunas desde la última vez que sangré, pero me parece que debería volver a marcar los días para saber cuántos pasarán hasta que nazca el niño. Jondalar me enseñó a usar palabras de contar, pero no sé contar tanto.
–¿Encuentras difíciles las palabras de contar, Ayla?
–No, no. Me gusta usarlas. Pero la verdad es que me sorprendí la primera vez que Jondalar las utilizó. Sólo con las marcas que yo había hecho cada noche en los palos supo cuánto tiempo hacía que vivía yo en el valle. Dijo que había sido aún más fácil contarlos porque yo añadía otra raya sobre la marca correspondiente al día en que empezaba mi período lunar, para estar preparada. Cuando sangraba, me costaba más cazar. Creo que los animales me olfateaban. Al cabo de un tiempo vi que la sangre siempre me llegaba cuando la luna menguante tenía una forma determinada, y no habría sido necesario que hiciera más marcas, pero continué haciéndolas de todos modos. La luna no se ve bien cuando llueve o está nublado.
Zelandoni pensó que comenzaba a acostumbrarse a las sorpresas que Ayla le daba, de vez en cuando, con toda naturalidad. Sin embargo, hacer marcas de contar cuando sangraba y relacionarlas después con las fases de la luna eran ideas asombrosas para una persona que vivía sola.
–¿Te gustaría aprender más palabras de contar y distintas maneras de emplearlas? –preguntó la donier–. Pueden utilizarse, por ejemplo, para saber cuándo están a punto de cambiar las estaciones, aunque los cambios no sean evidentes, o para contar los días hasta el nacimiento de tu hijo.
–Sí, claro que me gustaría –dijo Ayla sonriendo encantada–. Aprendí a hacer marcas observando cómo las hacía Creb, pero me parece que se puso un poco nervioso cuando se dio cuenta. Las mujeres del Clan a duras penas contaban hasta tres, y de hecho los hombres tampoco sabían contar. Creb sabía hacer marcas de contar porque era el Mog–ur, pero no tenía palabras para contar.
–Yo te enseñaré a contar cantidades altas –aseguró la Primera–. Me parece mejor que tengas hijos ahora que eres joven. Cuando tengas más años, quizá no te apetezca cuidar niños pequeños. Vete a saber qué decidirás hacer.
–Ya no soy tan joven, Zelandoni. Cuento diecinueve años... si Iza no se equivocó con los años que yo tenía cuando me encontró –repuso Ayla.
–Pues aparentas menos edad. –Una ceñuda expresión asomó brevemente al rostro de Zelandoni–. Da igual. Empiezas con ventaja –añadió casi para sí misma, y pensó: «Es ya una curandera experta; eso ya no necesita aprenderlo para llegar a ser Zelandoni.»
–Empiezo con ventaja ¿para qué? –preguntó Ayla, desconcertada.
–Pues empiezas con ventaja a fundar una familia, porque ya se ha iniciado una vida dentro de ti. Pero confío en que no tengas muchos hijos. Gozas de buena salud, pero las mujeres se consumen si tienen demasiados hijos, envejecen antes de tiempo.
Ayla tuvo la impresión de que Zelandoni quería ocultarle sus pensamientos y le había dicho lo primero que le había acudido a la mente para no decir la verdad. «¡Qué más da!», se dijo. La donier tenía todo el derecho a guardarse lo que pensaba, pero se quedó intrigada.
Era casi de noche cuando llegaron a la hoguera del campamento, y apenas se veía. Cuando se acercaron a la zanja que contenía el fuego, los demás las saludaron y les ofrecieron comida. Había sido una tarde muy ajetreada, y Ayla tenía hambre. Zelandoni comió con ellos y decidió quedarse a dormir en el campamento de la Novena Caverna. De inmediato empezó a hablar con Marthona y Joharran de la siguiente cacería y la Búsqueda que deseaba llevar a cabo la zelandonia. Comentó que Ayla los ayudaría, cosa que los demás consideraron muy acertada, por más que a la propia Ayla le inquietase. No quería ser Una De Quienes Servían A La Madre, pero parecía que las circunstancias la empujaban en esa dirección. La idea no le atraía en absoluto.
–Deberíamos ir temprano. He de organizar la colocación de unos cuantos blancos y decidir las distancias –dijo Jondalar cuando salían del alojamiento a la mañana siguiente. Tenía en la mano el vaso con la infusión de menta que Ayla le había preparado, y empezó a masticar el extremo de la ramita de gaulteria que ella le había pelado para que se lavara los dientes.
–Primero quiero ir a ver a Whinney y Corredor. Ayer casi no los vi. ¿Por qué no te adelantas y lo preparas todo? –sugirió Ayla–. Yo me quedaré con Lobo e iré luego.
–No tardes mucho. La gente vendrá pronto, y quiero que les demuestres lo que puedes hacer. Una cosa es que vean que mis lanzas llegan más lejos y otra que vean que una mujer, con el lanzavenablos, es capaz de arrojar una 1anza a mayor distancia que cualquier hombre. Así no les quedará ninguna duda.
–Iré en cuanto pueda, pero quiero cepillar a los caballos y examinarle el ojo a Corredor –dijo Ayla–. Lo tenía rojo, como si le hubiera entrado algo. Quiero curárselo.
–Pero ¿te parece grave lo que tiene? ¿Quieres que te acompañe? –se ofreció él, preocupado.
–No, no es para tanto. Seguramente no será nada, pero prefiero mirárselo bien. Adelántate –insistió ella–; yo no tardaré.
Jondalar asintió con la cabeza mientras se frotaba los dientes. Después se enjuagó con la infusión y apuró el resto.
–Con esto uno siempre se siente mejor –dijo sonriendo.
–Notas la boca limpia y fresca –comentó ella. Al poco de conocerlo había empezado a prepararle la infusión y la ramita todas las mañanas, y aquello había acabado convirtiéndose en el ritual matutino de Jondalar–. Me di cuenta cuando la tomaba para combatir las náuseas por las mañanas.
–¿Aún tienes? –preguntó él.
–No, ya no, pero sí noto cómo me crece la barriga.
Jondalar sonrió.
–Me gusta esa barriga tuya cada vez más grande –dijo él mientras le rodeaba los hombros con un brazo y apoyaba una mano en el vientre de Ayla–. Lo que más me gusta es lo que hay dentro.
Ella le devolvió la sonrisa.
–A mí también.
Jondalar la besó cariñosamente,
–Lo que más echo en falta del Viaje es que podíamos parar y compartir Placeres cuando nos venía en gana. Ahora siempre hay algo que hacer, y ya no es fácil interrumpirse para hacer lo que queremos cuando nos apetece –le masajeó el cuello, le tocó los pechos turgentes y volvió a besarla. Con la voz ronca, añadió–: Quizá no haga falta que vaya al campo de tiro tan temprano.
–Sí hace falta –replicó ella, risueña–. Aunque... si quieres quedarte...
–No, tienes razón; pero luego iré a buscarte.
Jondalar se dirigió hacia el campamento principal, y Ayla volvió a entrar en el alojamiento. Al salir llevaba su mochila, la que tenía correas para colgar las lanzas y el lanzavenablos, en cuyo interior había guardado unas cuantas cosas. Llamó a Lobo con un silbido y corrió riachuelo arriba. Los dos caballos la oyeron acercarse y estiraron cuanto les fue posible de las cuerdas que los sujetaban, las cuales se habían enredado en la vegetación. Además de los tallos de hierba alta, en la cuerda de Whinney había prendida parte de un matorral, y Corredor había arrancado un arbusto de raíz. «Quizá un recinto cerrado sería mejor que las cuerdas», pensó Ayla.
Les quitó los cabestros y las cuerdas y examinó el ojo de Corredor. Lo tenía un poco rojo, pero no era nada grave. Corredor y Lobo se frotaron los hocicos, y el joven corcel, contento de verse libre de la restrictiva cuerda, empezó a galopar en círculo seguido por el lobo. Ayla comenzó a cepillar a Whinney, y cuando levantó la cabeza de nuevo, era Corredor quien perseguía a Lobo. Cuando volvió a mirar, una vez más Lobo iba tras los pasos de Corredor. Dejó de cepillar a la yegua para observarlos. Cuando Lobo se acercaba a Corredor, el corcel aminoraba la marcha para dejarlo pasar. Cuando completaban un círculo, Lobo reducía la marcha y dejaba pasar a Corredor.
En un primer momento Ayla pensó que era imposible que lo hicieran intencionadamente, pero después de observarlos durante un rato, no le quedó la menor duda de que aquél era un juego que ambos conocían, y que se lo estaban pasando en grande. Los dos eran machos jóvenes, rebosantes de vida y energía, y habían descubierto una manera de consumirla y divertirse. Ayla sonrió moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad. Le habría gustado que Jondalar estuviera allí para reírse de las payasadas de los animales. Continuó cepillando a la yegua. A Whinney ya se le notaba también el embarazo, pero parecía estar bien de salud.
Una vez listo su caballo, vio que Corredor pastaba tranquilamente y Lobo había desaparecido. «Debe estar de exploración», pensó. Silbó tal como lo hacía Jondalar para llamar a su corcel. Corredor alzó la cabeza y fue hacia ella. Casi había llegado a su lado cuando se oyó otro silbido, exactamente con los mismos tonos. La mujer y el caballo buscaron con la mirada. Ayla pensó que quizá fuera Jondalar, que había regresado por alguna razón; sin embargo, vio aparecer a un niño que caminaba hacia ella.
No lo conocía, y se preguntó qué querría y por qué había imitado el silbido. Cuando se acercó, Ayla calculó que contaba nueve o diez años, y enseguida notó que tenía un brazo un poco más corto que el otro, y que le colgaba de un modo extraño, como si no lo controlara. Le recordó a Creb, a quien le habían amputado el brazo por el codo de pequeño, y de inmediato sintió afecto por él.
–¿Eres tú quien ha silbado? –preguntó Ayla.
–Sí.
–¿Por qué has imitado mi silbido?
–Nunca había oído un silbido así –respondió el niño–, y quería probarlo.
–Pues te ha salido muy bien. ¿Buscas a alguien?
–No.
–¿Qué haces por aquí? –quiso saber Ayla.
–Paseaba. Me han dicho que aquí había caballos, pero no sabía que hubiera un campamento. Eso no me lo habían dicho. Los demás están todos en el Arroyo del Medio.
–Acabamos de llegar. ¿Tú cuánto tiempo hace que estás aquí?
–He nacido aquí –dijo el niño.
–Eres de la Decimonovena Caverna, pues.
–Sí. ¿Por qué hablas de ese forma tan rara?
–Porque yo no nací aquí. Vengo de muy lejos. Antes era Ayla del Campamento del León de los Mamutoi, y ahora soy Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii –se presentó ella, y avanzó con las manos extendidas en el ademán propio del saludo formal.
El niño se puso un poco nervioso porque no podía ofrecer su brazo paralizado. Ayla se agachó y le cogió las dos manos, como si fuera lo más normal del mundo. Advirtió que la mano del brazo más corto era deforme y más pequeña, y que los dedos meñique y anular estaban unidos. Le sostuvo las manos por un momento y sonrió.
Entonces, como si acabara de ocurrírsele, el niño dijo:
–Yo soy Lanidar de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii –iba a dejarlo así, pero, finalmente, añadió–: La Decimonovena Caverna te da la bienvenida a la Asamblea Estival, Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii.
–Silbas muy bien. Tu silbido ha sido una excelente imitación del mío. ¿Te gusta silbar? –preguntó Ayla, soltándole las manos.
–Mucho.
–¿Puedo pedirte que no vuelvas a silbar así?
–¿Por qué? –preguntó él.
–Uso ese silbido para llamar al caballo, a aquél de allí, el corcel –explicó Ayla–. Si tu silbas igual, me temo que pensará que lo llamas y se desorientará. Si te gusta silbar, puedo enseñarte otros silbidos.
–¿Como cuáles?
Ayla echó un vistazo alrededor y vio un alionín posado en la rama de un árbol cercano cantando con sus característicos trinos. Lo escuchó un momento ya continuación repitió el sonido. El niño se sobresaltó. El pájaro interrumpió su canto un instante, pero enseguida lo reanudó. Ayla repitió el sonido, y el pájaro de la cabeza oscura, sin dejar de cantar, buscó un compañero en las inmediaciones.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó el niño.
–Si quieres, te enseñaré. Puedes aprender; silbas bien.
–¿Sabes imitar a otros pájaros?
–Sí.
–¿Cuáles?
–El que quieras. –contestó Ayla.
–Una alondra, por ejemplo.
Ella cerró los ojos un momento, y después silbó una serie de tonos que sonaban exactamente igual que los de una alondra que hubiera aparecido de pronto en el cielo y hubiera bajado entonando su preciosa melodía.
–¿De verdad puedes enseñarme? –preguntó el niño, mirándola con admiración.
–Si quieres aprender, sí –aseguró ella.
–¿Tú cómo aprendiste?
–Practicando. Si tienes paciencia, a veces el pájaro se acerca cuando silbas su canto.
Ayla recordó que cuando vivía sola en el valle aprendió a silbar e imitar los sonidos de los pájaros. Cuando empezó a alimentarlos, los había que se le acercaban si los llamaba y comían de su mano.
–¿Sabes hacer otros sonidos? –preguntó Lanidar, intrigado por aquella extraña mujer que hablaba de una manera rara y silbaba como un pájaro.
Ayla reflexionó un momento, y quizá porque el niño le recordaba a Creb, empezó a silbar una misteriosa melodía que sonaba como una flauta. El pequeño había oído flautas muchas veces, pero nunca nada semejante. Aquella música cautivadora le era por completo desconocida. Era el sonido de la flauta que tocó el Mog–ur en la Reunión del Clan a la que había asistido Ayla con el clan de Brun cuando aún vivía con ellos. Lanidar la escuchó con atención.
–Nunca había oído silbar así –dijo.
–¿Te ha gustado? –preguntó Ayla.
–Sí, pero también asusta un poco, como si viniera de un sitio muy lejano.
–Es verdad.– concedió Ayla. Sonrió y rasgó el aire con un silbido agudo.
Al instante apareció Lobo, brincando a través de la hierba.
–¡Es un lobo! –exclamó el niño, paralizado por el miedo.
–No pasa nada –dijo ella sujetando al animal con fuerza–. El lobo es amigo mío. Ayer lo llevé al campamento principal. He pensado que querrías saber que estaba aquí, con los caballos.
El niño se tranquilizó, pero siguió mirando receloso a Lobo con los ojos desmesuradamente abiertos.
–Ayer fui a coger frambuesas con mi madre. Nadie me había dicho que estuvieras aquí. Sólo me dijeron que había caballos en el Prado de Arriba –explicó Lanidar–. Todo el mundo hablaba de un artefacto para arrojar lanzas que alguien iba a enseñar. Como yo no sé tirar una lanza, he decidido venir a ver a los caballos.
Ayla se preguntó si la omisión habría sido intencionada, si alguien quería gastarle una mala pasada, como la que Marona le había hecho a ella. Pero, reflexionando, llegó a la conclusión de que un niño de aquella edad que salía aún a coger frambuesas con su madre debía llevar una vida muy solitaria. Imaginó que un niño con un brazo deforme, incapaz de manejar una lanza, no debía de tener muchos amigos, y que los otros niños se burlaban de él y lo atormentaban. No obstante, tenía un brazo sano y podía aprender a lanzar, sobre todo con el lanzavenablos.
–¿Cómo es que no sabes lanzar? –preguntó.
–¿Es que no lo ves? –dijo él alzando el brazo deforme y mirándoselo con aversión.
–Pero tienes otro brazo totalmente normal –adujo Ayla.
–Todos sostienen las lanzas de reserva con la otra mano. Además, nadie ha querido enseñarme. Dicen que nunca daría en el blanco.
–¿Y el hombre de tu hogar?
–Vivo con mi madre, y con la madre de mi madre. Me parece que había habido un hombre en el hogar, mi madre me lo señaló un día, pero la dejó hace tiempo y no quiere saber nada de mí. No le gustó cuando intenté ir a verle. Se avergüenza de mí. A veces vive con nosotros un hombre durante una temporada, pero ninguno me presta mucha atención –explicó el niño.
–¿Te gustaría ver un lanzavenablos? Tengo uno.
–¿De dónde lo has sacado? –preguntó Lanidar.
–Conozco al hombre que los hizo. Es el hombre con quien me emparejaré. He de ayudarlo a demostrar cómo funciona esta arma cuando acabe de cepillar a los caballos.
–Me gustaría verlo.
Ayla tenía la mochila en tierra, junto a ella. Cogió el lanzavenablos y un par de lanzas y retrocedió.
–Ahora verás cómo funciona –dijo Ayla, y colocó una lanza en el extraño artefacto. Se aseguró de que el orificio hecho en la base del asta quedara encajado en el pequeño gancho del extremo inferior del lanzavenablos, introdujo los dedos en los bucles de cuero de la parte delantera, apuntó y disparó.
–¡La lanza ha ido muy lejos! –exclamó Lanidar–. Nunca había visto una lanza que llegara tan lejos.
–Seguramente no. Por eso el lanzavenablos es un arma de caza tan eficaz. A mí me parece que tú podrías utilizar un lanzavenablos como éste. Ven, te enseñaré cómo has de sujetarlo.
Ayla se dio cuenta de que su lanzavenablos no era apropiado para alguien de la edad de Lanidar, pero de momento serviría para enseñarle el funcionamiento básico del arma. Al tener el brazo derecho atrofiado, el niño se había visto obligado a desarrollar más el brazo izquierdo. Era difícil saber si habría sido zurdo si no hubiera tenido problemas en el brazo derecho, pero el caso es que era en el izquierdo donde tenía más fuerza. Ayla no se preocupó de momento por la puntería, sino que le enseñó a colocar y arrojar la lanza. Preparó el lanzavenablos y lo dejó hacer. La lanza salió demasiado alta, pero llegó muy lejos, y la sonrisa en el rostro de Lanidar expresaba su fascinación.
–La he lanzado. ¿Has visto qué lejos ha ido? –dijo casi gritando–. ¿Es posible dar en el blanco?
–Si practicas, sí –contestó Ayla sonriente. Recorrió el campo con la mirada pero no vio nada. Se volvió hacia Lobo, que estaba tendido con la cabeza en alto, contemplando la operación–. Lobo, busca –ordenó, si bien con señas dijo más que eso.
El lobo echó a correr por el prado de hierba alta, que empezaba a adquirir una tonalidad amarillenta. Ayla lo siguió lentamente con el niño detrás. Percibió movimiento entre la hierba y de inmediato vio una liebre gris que se apartaba del lobo. Ayla, ya alerta con la lanza preparada, dedujo en qué dirección saltaría la liebre y arrojó la pequeña lanza. Acertó de pleno, y cuando se acercó, Lobo estaba junto a la presa, mirando en dirección a Ayla.
–La quiero para mí, Lobo. Ve a cazar por tu cuenta –dijo al carnívoro, haciéndole señas al mismo tiempo. Pero el niño no advirtió los gestos y quedó asombrado por la manera en que el animal obedecía a la mujer. Ayla recogió la liebre y volvió hacia los caballos–. Tendrías que ir a ver la demostración del lanzavenablos. Creo que la encontrarás interesante, Lanidar. Y no te preocupes por no saber lanzar. Los demás tampoco saben utilizar el lanzavenablos. Todos tendrán que partir de cero. Si esperas un momento te acompañaré.
Lanidar la observó mientras cepillaba al joven corcel.
–No había visto nunca un caballo castaño como éste. Casi todos lo caballos son como la yegua.
–Ya lo sé –dijo ella–, pero hacia el este, más allá del final del Río de la Gran Madre, al otro lado del glaciar, hay caballos castaños como Corredor. Es de allí de donde vienen éstos.
El lobo volvió al cabo de un rato. Encontró un sitio a su gusto, dió cuatro vueltas sobre sí mismo y, finalmente, se tendió, observando con la lengua fuera.
–¿Por qué se quedan contigo estos animales y se dejan tocar y hacer lo que tú quieres? –preguntó lanidar–. No había visto nunca animales que hicieran eso.
–Son amigos míos. Un día que salí a cazar la madre de la yegua cayó en una de mis trampas. Yo no sabía que tuviese una cría hasta que vi a la potranca. También la vieron un grupo de hienas. No sé por qué las ahuyenté. Pensé que la potranca no sobreviviría sola, así que me la llevé y 1a crié. Me parece que creció pensando que yo era su madre. Después nos hicimos amigas y fuimos entendiéndonos. Hace cosas que le pido, porque ella quiere. Le puse por nombre Whinney –dijo Ayla, pero en lugar de pronunciar el nombre hizo una imitación perfecta de un relincho. A lo lejos, la yegua amarillenta levantó la cabeza y miró en dirección a Ayla
–¿Lo has hecho tú? ¿Cómo lo haces?
–Fijándome y practicando. Ése es su nombre. Normalmente digo «Whinney» para que la gente me entienda, pero no es así como lo digo cuando la llamo a ella. El corcel es hijo suyo. Yo estaba presente cuando nació. Y Jondalar también. Él le puso por nombre «Corredor», pero eso fue más tarde.
–Corredor se usa para referirse a alguien que corre mucho o que siempre quiere ir por delante de los demás –comentó el niño.
–Eso mismo me dijo Jondalar. Le puso ese nombre porque a Corredor le encanta correr y siempre quiere ir delante, por lo que a veces le tenemos que poner una cuerda. Entonces sigue a su madre –explicó Ayla y siguió cepillando al animal. Ya estaba acabando.
–¿Y el lobo? –preguntó lanidar.
–Es poco más o menos la misma historia. Me quedé con él cuando acababa de nacer. Maté a su madre porque me robaba los armiños de las trampas que yo ponía. No sabía que estuviese criando. Era invierno y nevaba, y la madre había tenido a sus cachorros fuera de temporada.
Seguí sus huellas hasta la guarida. Era una loba solitaria, sin otros lobos que la ayudaran, y habían muerto todos los lobeznos menos uno. Saqué al lobo de la guarida cuando aún no tenía los ojos totalmente abiertos. Creció entre los niños Mamutoi, y cree que las personas son su manada.
–¿Qué significa ese nombre con el que lo llamas? –quiso saber Lanidar.
–Lobo. Es la palabra que usan los mamutoi para referirse a los lobos –explicó Ayla–. ¿Quieres conocerlo?
–¿Qué quieres decir con eso de «conocerlo»? ¿Cómo puede conocerse a un lobo?
–Ven y lo verás –dijo ella. El niño se acercó con cautela–. Dame la mano y dejaremos que Lobo olfatee y se acostumbre a tu olor; luego puedes frotarle el pelo.
A Lanidar le daba miedo acercar la mano sana a la boca de un lobo, pero poco a poco la tendió. Ayla la acercó al hocico del lobo, que la olfateó y la lamió.
–¡Hace cosquillas! –exclamó el niño con un nervioso estremecimiento.
–Puedes tocarle la cabeza, le gusta que le rasquen –dijo Ayla enseñando a Lanidar cómo hacerlo. El niño sonrió encantado al tocar al animal, pero alzó la cabeza al oír el relincho del caballo–. Me parece que Corredor también quiere que le hagan caso. ¿Quieres acariciarlo?
–¿Puedo? –preguntó Lanidar.
–Ven, Corredor –llamó Ayla haciéndole un gesto para que se acercara.
El caballo castaño, con las crines, la cola y la parte inferior de las patas negras, volvió a relinchar, dio unos pasos hacia la mujer y el niño y bajó la cabeza, obligando a retroceder a Lanidar. No era un carnívoro con la boca llena de afilados dientes, pero eso no significaba que no supiera defenderse. Ayla buscó algo en la mochila.
–Muévete despacio, déjalo que te olfatee. Es así como te conocen los animales; luego puedes acariciarle el hocico o la cabeza.
El niño hizo lo que Ayla le indicaba.
–¡Tiene el hocico suave! –exclamó Lanidar.
De pronto apareció Whinney y apartó a Corredor. El niño se sobresaltó. Ayla ya había visto que la yegua se acercaba decidida a averiguar qué ocurría.
–Whinney también quiere que le prestemos atención –dijo Ayla–. Los caballos son muy entrometidos y les gusta que les hagan caso. ¿Quieres darles de comer?
Lanidar movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Ayla abrió la mano y le enseñó dos trozos blancos de una clase de raíz que sabía que les gustaba a los caballos, zanahoria silvestre.
–¿Puedes sostener con la mano derecha?
–Sí –contestó el niño.
–Entonces puedes dárselas al mismo tiempo –dijo Ayla poniéndole un trozo de raíz en cada mano–. Coloca una mano abierta delante de cada caballo para que la puedan coger. Se ponen celosos si le das a uno y no al otro, y Whinney apartaría a Corredor de un empujón. Es la madre y sabe que puede decirle lo que debe hacer.
–¿Las madres de los caballos también mandan?
–Sí, incluso las madres de los caballos –Ayla se puso en pie y cogió el cabestro con las cuerdas atadas–. Tendríamos que irnos, Lanidar. Jondalar nos espera. Tendré que volver a atar a Whinney y Corredor. No me gusta, pero lo hago por su propia seguridad. No quiero que se paseen demasiado hasta que todo el mundo sepa que no deben cazarlos. He pensado que les convendría más tener un cercado, para que no se les enreden las cuerdas en la hierba y 1os matorrales.
El matorral prendido de la cuerda de Corredor estaba tan enredado que tuvo que dejarlo.
Fue a buscar la mochila. Ayla recordaba que había guardado el hacha pequeña que Jondalar le había hecho cuando viajaban, la que normalmente llevaba colgada por el mango de una correa prendida al cinturón. Sería más fácil deshacer el nudo si antes podía cortar el matorral. Revolvió en el fondo de la mochila y la encontró. En cuanto verificó que ya no quedaba nada prendido a las cuerdas, volvió a amarrar a los caballos y recogió la mochila y la liebre para dársela a quien encontrase trabajando en el campamento de la Novena Caverna. Luego miró al niño.
–Si te enseño a silbar como los pájaros, ¿me harás un favor, Lanidar?
–¿Cuál?
–A veces tengo que salir todo el día. ¿Te importaría pasar a ver a los caballos de vez en cuando si yo no estoy? Entonces sí podrás llamarlos con el silbido. Bastará con que compruebes que las cuerdas no estén enredadas y les prestes un poco de atención. Les gusta tener compañía. Y si pasa algo anormal, me vienes a buscar. ¿Te ves capaz de hacerlo?
El niño no podía creer que estuviera pidiéndole aquello. Jamás habría soñado que la mujer pudiera pedirle una cosa así.
–¿Puedo darles de comer? Me ha gustado cuando han comido de mi mano.
–¡Claro que sí! Puedes darles un poco de hierba fresca, y zanahorias silvestres, que les encantan. Ya te enseñaré cuáles son los otros tubérculos que les gustan. Ahora tengo que irme. ¿Quieres acompañarme a ver la demostración del lanzavenablos que hace Jondalar?
–Sí –contestó Lanidar.
Ayla regresó al campamento con el niño, imitando los trinos de los pájaros por el camino.
Cuando Ayla, Lobo y Lanidar llegaron al campo designado para la demostración del lanzavenablos, ella vio maravillada que había unos cuantos lanzavenablos más junto al de Jondalar. Algunas personas que habían visto la primera demostración a las Cavernas vecinas habían elaborado su propia versión del arma, y demostraban su eficacia con relativo éxito. Jondalar la vio llegar y la miró con expresión de alivio. Ella se echó a correr hacia él.
–¿Por qué has tardado tanto? –preguntó de inmediato–. Muchos se han hecho un lanzavenablos después de la anterior demostración, pero ya sabes la práctica que se requiere para desarrollar la puntería. Por ahora soy el único capaz de dar en el blanco al que apunto. Me parece que empiezan a pensar que mi habilidad es cuestión de suerte y que nadie más será capaz de acertar con esta arma. No he querido hablarles de ti. Me ha parecido que una demostración de tu puntería causaría más efecto. Menos mal que ya has llegado.
–He cepillado los caballos y los he dejado correr un poco. Corredor tiene ya mejor el ojo –explicó Ayla–. Tenemos que pensar en algo para retenerlos que no sean las cuerdas, porque se enredan en la hierba y los matorrales. Podríamos construirles un cercado o algún tipo de recinto. He pedido a Lanidar que se encargue de ellos cuando nosotros no estemos. Ha conocido a los caballos y les ha caído bien.
–¿Quién es Lanidar? –preguntó Jondalar, un tanto impaciente.
Ayla señaló al niño que tenía al lado, y que intentaba esconderse del hombre alto que parecía enfadado y que lo intimidaba.
–Éste es Lanidar de la Decimonovena Caverna, Jondalar. Alguien le dijo que había caballos en el prado donde hemos acampado y fue a verlos.
Jondalar no le prestó mucha atención, preocupado como estaba por la demostración, que no iba tan bien como él esperaba. Sin embargo, cuando vio el brazo deforme del niño y la expresión de inquietud de Ayla, comprendió que ella estaba intentando decirle alguna cosa que seguramente tenía que ver con el niño.
–Me parece que podría ayudarnos –insistió ella–. Incluso ha aprendido el silbido que utilizamos para llamara los caballos. Me ha prometido no usarlo sin una buena razón.
–Me alegro de saberlo –dijo Jondalar fijándose en el niño–. Nos vendrá bien un poco de ayuda.
Lanidar se relajó ligeramente, y Ayla sonrió a Jondalar.
–También ha venido a ver la demostración. ¿ Qué has puesto como blanco? –preguntó mientras caminaban hacia la multitud, compuesta mayoritariamente de hombres. Algunos parecían a punto de irse.
–Un fardo de hierba con una piel enrollada alrededor, y dibujos de ciervos en la piel –contestó él.
Ayla sacó una lanza y el lanzavenablos mientras caminaba, y en cuanto vio los blancos, apuntó y lanzó. El disparo cogió a más de un por sorpresa, porque no esperaban que una mujer fuera capaz de lanzar a aquella velocidad. Ayla hizo unas cuantas demostraciones más pero un blanco inmóvil era demasiado sencillo. Aunque era evidente que el venablo llegaba más allá de lo que ellos habían visto lanzar una mujer, ya habían tenido ocasión de ver a Jondalar hacer eso mismo varias veces, y no les parecía demasiado excepcional.
El niño se dio cuenta enseguida. Se había colocado detrás de ella porque no estaba seguro de si Ayla quería que se quedara o se marchara. La tocó con un leve golpe para llamar su atención y propuso:
–¿Por qué no le pides al lobo que te encuentre un conejo o algún otro animal por el estilo?
La mujer le sonrió e hizo una muda señal a Lobo. El área de terreno estaba muy pisoteada por la gente y era poco probable que hubiera aún muchos animales, pero si había alguno, el lobo lo encontraría. Alguno vieron con cierto temor que el animal se alejaba de Ayla. Empezaban a acostumbrarse a ver al carnívoro con la mujer, pero no les hacía ninguna gracia que fuera por su cuenta.
Antes de que llegara Ayla, un hombre había preguntado a Jondalar cuál era el alcance de su lanzavenablos, pero él le había contestado que se le habían terminado las lanzas y tenía que recogerlas antes de pode tirar de nuevo. Jondalar y un grupo de hombres se disponían a salir a recogerlas cuando Ayla avistó a Lobo en una postura que significaba que había descubierto algo. De pronto, un ruidoso urogallo apareció cerca de una pequeña arboleda, en una ladera próxima al campo de tiro. Ayla había estado esperando con una lanza ligera colocada en el lanzavenablos, una que ella y Jondalar habían empezado a utilizar para aves y animales pequeños.
Arrojó la lanza a una velocidad increíble, fruto de la experiencia y del instinto. El ave lanzó un grito al sentirse herida, y eso atrajo las miradas de la gente. La vieron caer desde el cielo. De repente se renovó el interés por el arma de caza.
–¿A qué distancia puede lanzar? –quería saber el hombre que ya antes había hecho esa misma pregunta.
–Pregúntale a ella –contestó Jondalar.
–¿Sólo lanzar o también acertar en el blanco? –preguntó Ayla.
–Las dos cosas –respondió el hombre.
–Si quieres ver hasta dónde puede llegar una lanza arrojada mediante el lanzavenablos, tengo una idea mejor. –Se volvió a hablar con el niño– Lanidar, ¿quieres enseñarles hasta dónde puedes arrojar la lanza?
El niño miró alrededor tímidamente, pero ella sabía que no había vacilado al hablar o hacer preguntas cuando estaba con ella, y pensaba que ser el centro de atención no lo amilanaría. Lanidar miró a Ayla y aceptó con un gesto de asentimiento.
–¿Recuerdas cómo has tirado la lanza antes?.
El niño volvió a asentir con la cabeza.
Ayla le entregó el lanzavenablos y una lanza, otra especial para pájaros; sólo le quedaban dos venablos ligeros. A Lanidar le costó un poco encajar la lanza en el lanzavenablos con el brazo más corto, pero lo consiguió. Después se dirigió hacia el centro del campo de entrenamiento, echó atrás el brazo izquierdo y lanzó como lo había hecho antes, dejando que la parte posterior del arma se levantara y añadiera su fuerza para empujar más lejos la lanza. No hizo ni la mitad de distancia que las lanzas de Ayla o Jondalar, pero seguía siendo mucho más lejos de lo que nadie esperaba de un niño, y más de un niño con su defecto físico. Cada vez había más gente mirando y ya nadie parecía interesado en irse. El hombre que había pedido la demostración miró al niño, advirtió los adornos de su túnica y su pequeño collar y pareció extrañado.
–Este niño no es de la Novena Caverna, es de la Decimonovena. Tú acabas de llegar. ¿Cuándo ha aprendido, pues, a utilizar el lanzavenablos?
–Esta mañana –contestó Ayla.
–¿Ha arrojado una lanza a esa distancia habiendo aprendido esta mañana?
Ayla asintió con la cabeza.
–Sí. Aún no ha aprendido a apuntar, pero eso ya llegará con el tiempo y la práctica –contestó, y miró al niño.
Lanidar tenía en los labios una sonrisa tan ufana que Ayla no pudo evitar sonreír también. El niño le devolvió el lanzavenablos y ella eligió una lanza ligera, la colocó y lanzó con todas sus fuerzas. Todos observaron cómo surcaba el aire e iba a clavarse más allá de donde Jondalar había dispuesto los blancos. Como todos seguían la lanza con la mirada, pocos vieron que ella había cogido otra lanza y que la arrojó también. Acertó a uno de los blancos con un chasquido, y varias personas volvieron la cabeza sorprendidas al ver la larga punta clavada en el cuello del ciervo pintado.
El murmullo aumentó, y cuando Ayla buscó a Jondalar con la mirada, vio que su sonrisa era tan ufana como la de Lanidar. La gente se apiñó alrededor deseando ver y probar los lanzavenablos. Pero cuando le pidieron que les dejara utilizar el suyo, Ayla se dirigió a Jondalar con la excusa de que debía encontrar a Lobo. Si bien no le importaba enseñar el funcionamiento de su arma, no le gustaba demasiado prestarla, aunque no sabía exactamente por qué. Nunca había poseído nada que sintiera tan suyo.
Estaba un poco preocupada por el paradero de Lobo. Lo encontró sentado con Folara y Marthona en la ladera. Vio que la miraban y que sostenían en alto el urogallo. Se encaminó hacia ellas. Una mujer se le acercó mientras salía del campo de tiro, y Ayla reparó en que Lanidar la acompañaba pero un poco por detrás.
–Soy Mardena de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii –se presentó la mujer tendiendo las dos manos para saludarla–. Somos los anfitriones de este año. En nombre de la Madre, te doy la bienvenida a la Asamblea Estival.
Era una mujer menuda y delgada. Ayla notó el parecido con Lanidar.
–Yo soy Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii, antes del Campamento del León de los Mamutoi. En nombre de Doni, La Gran Madre Tierra, también conocida como Mut, yo te saludo –contestó.
–Soy la madre de Lanidar –dijo Mardena.
–Lo suponía. Os parecéis.
La mujer notó el extraño acento de Ayla y se puso un poco nerviosa.
–Quería preguntarte de qué conoces a mi hijo. Se lo he preguntado a él, pero cuando se lo propone se queda mudo –explicó la madre, un tanto exasperada.
–Son cosas de niños –comentó Ayla sonriente–. Alguien le dijo que había caballos en nuestro campamento y fue a verlos. Yo estaba allí en ese momento.
–Espero que no te haya molestado –dijo Mardena,
–Ni mucho menos. De hecho, podría ayudarme mucho. No quiero que los caballos se acerquen a la gente por su propia seguridad hasta que todo el mundo se acostumbre a ellos y sepa que no ha de cazarlos. Quiero construirles un cercado, pero aún no he tenido tiempo para ello, y los tengo amarrados con unas cuerdas. Pero las cuerdas se enmarañan con la hierba y los matorrales al arrastrarlas por la tierra, y entonces los caballos apenas pueden moverse. He pedido a Lanidar que pase a verlos cuando yo no pueda ir a cuidarlos, y que me avise si pasa algo. Quiero asegurarme de que están bien.
–Es pequeño, y los caballos son muy grandes, ¿no? –preguntó la madre del niño.
–Sí, lo son, y si hay mucha gente alrededor o se encuentran en una situación desconocida, pueden asustarse. Pueden empujar o dar coces, pero se han portado muy bien con Lanidar. Son muy buenos con los niños y con la gente que conocen. Puedes ir tú también y comprobarlo. Pero si te preocupa que le pase algo a Lanidar, buscaré a otra persona –dijo Ayla.
–¡No digas que no, madre! –suplicó el niño–. Quiero hacerlo. Me los ha dejado tocar y han comido de mi mano, de las dos manos. ¡Y Ayla me ha enseñado a tirar con el lanzavenablos! ¡Todos los niños tiran lanzas y yo nunca lo había hecho!
Mardena sabía que su hijo ansiaba ser como los demás niños, pero creía que debía entender que nunca lo sería. Le había dolido cuando el hombre con quien había estado emparejada la había dejado después del nacimiento de Lanidar. Estaba segura de que se avergonzaba del niño, y pensaba que todos los demás sentían lo mismo. Además de su deformidad, Lanidar era pequeño para su edad, y ella intentaba protegerlo. Todo eso de las lanzas a ella le traía sin cuidado. Sólo había ido a la demostración porque asistía todo el mundo y porque pensaba que Lanidar se distraería, pero lo había buscado y no lo había encontrado. Nadie se había quedado más asombrada que la madre de Lanidar cuando la forastera le pidió que hiciera una demostración de tiro con la nueva arma, y quería averiguar cómo se habían conocido ella y su hijo. Ayla comprendía sus dudas.
–Si no estás muy ocupada, ¿por qué no vienes mañana por la mañana al campamento de la Novena Caverna con Lanidar? –sugirió Ayla–. Cuando veas al niño con los caballos, tomas una decisión.
–Madre, puedo hacerlo –rogó Lanidar–. Sé que puedo hacerlo.
–Tengo que pensármelo –dijo Mardena–. Mi hijo no es como los demás niños. No puede hacer las mismas cosas que ellos. Ayla miró a la mujer.
–No sé si te entiendo.
–Ya debes haberte dado cuenta de que el brazo lo limita.
–Un poco sí, pero mucha gente aprende a superar esas limitaciones.
–¿Hasta qué punto? –preguntó Mardena–. Tú misma debes ver que nunca podrá ser cazador, y no puede hacer cosas con las dos manos. No le quedan muchas opciones.
–¿Por qué no puede cazar o aprender a hacer cosas? –dijo Ayla–. Es inteligente. Tiene buena vista. Tiene un brazo que funciona perfectamente y el otro no del todo inútil. Puede andar, e incluso correr. He visto a personas que superaban problemas más graves. Sólo necesita a alguien que le enseñe.
–¿Y quién le enseñará? No quiso hacerlo ni siquiera el hombre de su hogar.
Ayla empezaba comprender la situación.
–Yo estoy dispuesta a enseñarle, y seguro que Jondalar me ayudará. Lanidar tiene muy fuerte el brazo izquierdo. Tendrá que aprender a compensar el defecto del brazo derecho, a encontrar el equilibrio y la precisión, pero estoy segura de que puede aprender a arrojar una lanza, sobre todo con un 1anzavenablos.
–¿Y por qué vas a tomarte la molestia? –preguntó la mujer–. No vivimos en tu Caverna. Ni siquiera lo conoces.
Ayla tuvo la impresión de que Mardena no creía que estuviera dispuesta a hacerlo sencillamente porque le caía bien Lanidar que acababa de conocer.
–Me parece que todos tenemos la obligación de enseñar lo que sabemos a los niños –declaró–. Además, a mí acaban de aceptarme los Zelandonii, necesito contribuir a las actividades de mi gente para demostrar que me merezco su acogimiento. Además, si él me ayuda con los caballos, estaré en deuda con él, y desearía compensarlo con algo del mismo valor. Eso es lo que me enseñaron cuando era pequeña.
–¿Y si no aprende a cazar por más que intentes enseñarle? No querría que se hiciera demasiadas ilusiones.
–Ha de aprender a valerse por su cuenta, Mardena. ¿Qué hará cuando sea mayor y tú demasiado vieja para protegerlo? No querrás que se convierta en una carga para los Zelandonii. Yo tampoco, viva donde viva.
–Sabe recoger alimentos con las mujeres –adujo Mardena.
–Sí, y es una magnífica aportación, pero debería aprender otras cosas. Al menos debería intentarlo.
–Quizá tengas razón, pero ¿qué podría hacer? No estoy segura de que pueda llegar a cazar –insistió la madre de Lanidar.
–Ya has visto cómo lanzaba, ¿no? Acaso no llegue a ser un cazador excelente, aunque en realidad no veo ningún motivo para que no pueda serlo, pero como mínimo si aprende a cazar, unas cosas podrían llevar a otras.
–¿Por ejemplo?
Ayla pensó apresuradamente.
–Lanidar silba muy bien, Mardena. Lo he oído. Una persona que sabe silbar a menudo puede imitar los sonidos de los animales. Si él aprendiera a hacerlo, podría hacer el reclamo, y atraer así a los animales hacia los cazadores. Para eso no se necesitan brazos, pero ha de acercarse a los animales para escucharlos y aprender sus sonidos y sus voces.
–Es verdad, silba bien –convino Mardena, como si lo considerara algo positivo–. ¿De verdad crees que podría serle útil?.
Lanidar había escuchado la conversación con mucho interés.
–Ella silba, madre –intervino–. Sabe silbar como los pájaros. Y silba para llamar a los caballos, pero también sabe imitar a los caballos, y parece casi uno de ellos.
–¿Es verdad? ¿Puedes imitar el relincho de un caballo? –preguntó la madre.
–Mardena, ¿por qué no venís tú y Lanidar mañana por la mañana a visitar el campamento de la Novena Caverna? –propuso Ayla. Estaba segura de que la mujer le pediría una demostración, y no quería lanzar un relincho de caballo en medio de tanta gente, porque todos se volverían a mirarla.
–¿Puedo llevar a mi madre? –preguntó la mujer–. Seguro que le gustaría venir.
–Claro que sí. ¿Por qué no venís los tres a comer?
–De acuerdo. Iremos mañana por la mañana –dijo Mardena. Ayla observó alejarse al niño y su madre. Antes de darse media vuelta para reunirse de nuevo con las dos mujeres y el lobo, vio que Lanidar se volvía a mirarla con una radiante sonrisa de agradecimiento.
–Aquí tienes tu ave –dijo Folara, y alzó el urogallo con la pequeña lanza clavada mientras Ayla se acercaba–. ¿Qué harás con ella?
–Pues como he invitado a unas personas a comer con nosotros mañana, creo que la guisaré –contestó Ayla.
–¿A quiénes has invitado? –preguntó Marthona.
–A esa mujer con la que hablaba.
–¿A Mardena? –preguntó Folara, extrañada.
–Y también a su hijo y su madre.
–No los invita nadie, salvo a las fiestas comunitarias, claro está –comentó Folara.
–¿Por qué no? –preguntó Ayla.
–Ahora que lo dices, no estoy muy segura –respondió Folara–. Mardena es una mujer muy cerrada. Creo que ella misma se culpa, o cree que los demás la culpan por el brazo del niño.
–Hay gente que sí la culpa –aclaró Marthona–, y el niño puede tener problemas para encontrar pareja. Las otras madres temerán que aporte espíritus deformes a la unión.
–Siempre se lleva al niño a todas partes –añadió Folara–. Me parece que le preocupa que los otros se burlen de él si lo deja ir solo por ahí. Seguramente es eso lo que harían. Dudo que tenga amigos. Ella no le deja ninguna oportunidad.
–Me lo imaginaba –dijo Ayla–. Me da la impresión de que es muy protectora. Demasiado. Cree que el brazo deforme le limita la capacidad, pero yo opino que su principal limitación no es el brazo, sino su madre. Le da miedo que sufra, pero el niño ha de crecer algún día.
–¿Por qué lo has escogido a él para el lanzamiento, Ayla? –preguntó Marthona–. Me ha parecido que ya lo conocías.
–Alguien le había dicho que había caballos donde estábamos acampados, él lo llama Prado de Arriba, y vino a verlos. Yo estaba allí cuando llegó. Creo que él sólo quería apartarse de la gente y de su madre, y también creo que la persona que le dijo lo de los caballos no le debió comentar que nosotros estábamos acampados allí porque quería que le reprendieran, ya que Jondalar y Joharran habían hecho correr la voz de que la gente no se acercara a los caballos. A mí no me importa que la gente quiera verlos; lo que no quiero es que piensen que pueden cazarlos. Ya están acostumbrados a los humanos y no huirían.
–Seguro que has dejado a Lanidar tocar a los caballos y se ha emocionado mucho, como todo el mundo –dijo Folara sonriente.
Ayla sonrió también.
–Todo el mundo quizá no, pero creo que cuando la gente llegue a conocerlos se dará cuenta de que son especiales y ya a nadie se le ocurrirá cazarlos.
–Posiblemente tienes razón –convino Marthona.
–A los caballos les ha caído bien el niño, y él enseguida ha aprendido a silbar para llamarlos. Por eso le he pedido que los vigile cuando yo no estoy. No imaginé que su madre pusiera reparos –comentó Ayla.
–Pocas madres se opondrían a que un hijo que pronto contará doce años aprenda más cosas sobre los caballos o sobre cualquier otro animal –dijo Marthona..
–¿Tantos años? Yo pensaba que tenía nueve, o como mucho diez. Me habló de la demostración del lanzavenablos de Jondalar, pero me dijo que no quería ir porque no sabía lanzar. Me dio la impresión de que en realidad se creía incapaz de hacerlo, por eso le he enseñado a utilizarlo. Ahora que he hablado con Mardena entiendo de dónde ha sacado esa idea, pero a su edad debería aprender otras cosas además de recoger bayas con su madre –Ayla miró a las dos mujeres–. Aquí hay tanta gente que es imposible conocer a todo el mundo. ¿Cómo es que conocéis a Lanidar y su madre?
–Cuando nace un niño con un defecto, se entera todo el mundo –explicó Marthona–, y se habla. No necesariamente de una forma negativa. Por lo general, la gente se pregunta qué razón puede haber para que pase ese tipo de desgracia y espera que no le ocurra una cosa así con sus propios hijos. Y cuando el hombre de su hogar la dejó, también nos enteramos todos. Muchos piensan que ese hombre se avergonzaba de llamar a Lanidar hijo de su hogar, pero yo creo que Mardena tiene parte de la culpa. No quería que nadie viera al niño, ni siquiera su compañero. Quiso esconderlo; siempre le tapaba el brazo y se mostraba muy protectora con él.
–Ése es el problema del niño, que su madre todavía lo protege. Cuando le he dicho que le había pedido a Lanidar que vigilara a los caballos cuando yo no estuviera, ella no quería permitirlo. Yo no estaba pidiéndole nada que el niño no fuera capaz de hacer. Sólo necesito a alguien que los vigile un poco y me pueda avisar si pasa algo –dijo Ayla Mañana trataré de convencerla de que los caballos no le harán ningún daño a su hijo. Además, le he prometido a Lanidar que lo enseñaré a cazar, o como mínimo a arrojar una lanza. No sé cómo irá, pero a verdad es que la oposición de su madre me ha decidido aún más a enseñarlo.
Las otras dos mujeres sonrieron comprensivas.
–¿Queréis decirle a Proleva que mañana por la mañana tendremos visita? –preguntó Ayla–. ¿Y que guisaré el urogallo?
–No olvides la liebre –recordó Marthona–. Salova me ha dicho que has cazado una esta mañana. ¿Quieres que te ayudemos a cocinar?
–Sólo si ha de venir más gente a comer –contestó Ayla–. Me parece luego cavaré un horno en la tierra, lo revestiré de piedras calientes, y asaré el urogallo y la liebre juntos, por la noche. Puede que añada hierbas y verduras.
–La comida hecha en un horno de tierra queda muy tierna –comentó Folara–. ¡Se me abre el apetito!
–Folara, creo que deberíamos ayudar –propuso Marthona–. Si Ayla cocina, hay que contar con que mucha gente sentirá curiosidad y se acercará con la intención de probar su guiso. ¡Ah, me olvidaba! Me han pedido que te diga, Ayla, que mañana por la tarde se celebra una reunión en el alojamiento de la zelandonia a la que acudirán todas las mujeres que van a emparejarse, y sus madres.
–Yo no puedo llevar a mi madre –dijo Ayla preocupada. No quería ser la única que fuese sin su madre, si todas las demás lo hacían.
–No es habitual que vaya acompañada por la madre de su futuro compañero, pero si quieres, como la mujer de la que naciste no está, yo la sustituiré con mucho gusto –se ofreció la madre de Jondalar.
–¿De verdad? –dijo Ayla encantada–. Te lo agradecería mucho.
«Una reunión de todas las mujeres a punto de emparejarse –pensó Ayla–. Pronto seré la compañera de Jondalar. Ojalá Iza estuviera aquí. Sería ella la madre que debería acompañarme, y no la mujer de la que nací. Pero como las dos caminan ya por el otro mundo, me alegro mucho de que Marthona quiera venir conmigo. ¡Y a Iza le habría gustado tanto! Ella pensaba que no encontraría pareja, y quizá no la habría encontrado si me hubiera quedado con el Clan. No se equivocó al aconsejarme que me marchara en busca de los míos, en busca de un compañero; pero la añoro, como a Creb y a Durc. He de dejar de pensar en ellos».
–¿Os importaría llevaros el urogallo si volvéis al campamento? –preguntó Ayla–. Yo iré a cazar algo más para la comida de mañana.
Detrás del campamento principal de la Asamblea Estival, hacia la derecha, los montes de piedra caliza habían adoptado la forma de un gran cuenco poco profundo, curvo en los lados, pero abierto por la zona frontal. La base de las pendientes curvas convergía en un campo de escasa extensión pero relativamente uniforme, que había terminado de nivelarse con piedras y tierra apisonadas a lo largo de los muchos años que el lugar había sido utilizado para la celebración de grandes asambleas. Las laderas cubiertas de hierba de la cara interna del cuenco ascendían en una pendiente gradual e irregular, salpicada de hondonadas y elevaciones, áreas menos escarpadas que habían sido allanadas para proporcionar espacios a grupos familiares o incluso a Cavernas enteras donde sentarse juntos y gozar de una buena vista del espacio abierto que se extendía abajo. La superficie en pendiente tenía unas dimensiones suficientemente grandes para dar cabida a todo el campamento de la Asamblea Estival con sus más de dos mil personas.
En un bosquecillo próximo a la accidentada cresta había un manantial que alimentaba una pequeña charca, cuyas aguas se desbordaban y descendían por el medio de la pendiente en forma de cuenco, seguía a través del llano valle e iba, finalmente, a desembocar en el cauce mayor en torno al que se había plantado el campamento. El arroyo era tan pequeño que la gente lo cruzaba con facilidad, pero la charca de aguas claras y frías de lo alto proporcionaba una fuente permanente de agua limpia y potable.
Ayla subió hacia los árboles por un sendero paralelo al arroyo, tan poco caudaloso que apenas teñía de brillante humedad las piedras del lecho. Se detuvo a beber del manantial y luego se dio media vuelta. El chispeante hilo de agua que resbalaba ladera abajo le llamó la atención. Observó cómo se unía al riachuelo, que atravesaba el amplio y populoso campamento y continuaba hacía el siguiente valle y el Río. Era un paisaje perfilado por el pronunciado relieve de los altos montes, los precipicios de piedra caliza y los valles cruzados por ríos.
Captó su atención el sonido que se elevaba desde el campamento, canalizado por la circular ladera. Era un sonido distinto a cuantos conocía: las voces del gran número de gente que charlaba en el campamento fundidas en un solo sonido. El murmullo de voces unidas era como un rugido ahogado, aunque a veces se oían gritos, llamadas y protestas. Aun sin ser igual, recordaba al zumbido de un gran panal de abejas o los bramidos de una manada de uros a lo lejos, y se alegró de aquel momento de soledad.
Aunque no estaba completamente sola. Vio a Lobo husmear en todas las grietas y agujeros, y sonrió. Ayla dio gracias por tenerlo a su lado. Por otro lado, aunque no estaba habituada a tal cantidad de gente reunida en el mismo lugar, tampoco le apetecía estar sola. Ya había tenido soledad suficiente en el valle que había encontrado después de abandonar el Clan, y no estaba segura de haberlo podido resistir sin la compañía primero de Whinney y después de Bebé. Incluso con ellos, había sido una vida solitaria. Afortunadamente, ella ya sabía conseguir comida y hacer lo necesario para sobrevivir, por lo que aprendió a disfrutar de la libertad absoluta... y sus consecuencias. Por primera vez pudo hacer lo que deseara, incluso adoptar un potro o un león. Viviendo sola, sin depender más que de sí misma, había descubierto que una persona podía vivir un tiempo en soledad relativamente bien si era joven, sana y fuerte. Pero al enfermar tomó conciencia de su vulnerabilidad.
Comprendió entonces que no estaría viva si el Clan no hubiera permitido que una niña débil y herida, huérfana a causa de un terremoto, viviera con ellos pese a haber nacido entre aquellos a quienes llamaban los Otros. Más adelante, cuando ella y Jondalar vivían entre los Mamutoi, había comprendido que vivir en grupo, cualquiera que éste fuese, incluso aunque en él se creyera que los deseos de las personas son importantes, limitaba la libertad individual porque las necesidades de la comunidad eran igualmente relevantes. La supervivencia dependía de la cooperación de un grupo, un clan, un campamento o una caverna, cuyos miembros trabajaran en colaboración y se ayudaran mutuamente. Siempre existía un conflicto entre el individuo y el grupo, y era difícil hallar un equilibrio eficaz por muchas que fueran las ventajas.
La cooperación del grupo ofrecía a los individuos más de lo que era esencial. También les garantizaba tiempo libre para dedicarlo a actividades más agradables, lo cual permitía que el sentido estético se desarrollara entre los Otros. El arte que creaban no era arte en sí mismo, porque era una parte inherente de la vida, de su existencia cotidiana. Puede decirse que todos los miembros de una Caverna Zelandonii se enorgullecían de dominar un oficio y, en mayor o menor medida, valoraban el fruto de la destreza de otros. Desde que eran niños se les permitía experimentar para que encontraran aquello en lo que sobresalían, y los oficios prácticos no se consideraban más importantes que el talento artístico.
Ayla recordó que Shevonar, el hombre que había muerto en la cacería de bisontes, había sido fabricante de lanzas. No era el único de la Novena Caverna que sabía hacer lanzas, pero la especialización en un oficio daba pie a una habilidad superior, y eso mejoraba la posición del individuo que la poseía, y a menudo también su capacidad para poder adquirir todo aquello que le era necesario para vivir bien. Los Zelandonii, como casi todos los pueblos que Ayla había conocido o con los que había vivido, compartían la comida, aunque el cazador o recolector que la proporcionaba tenía unos derechos especiales. Un hombre o una mujer podía sobrevivir sin tener que ir nunca a buscar comida, pero nadie podía vivir bien sin un oficio especializado o determinadas dotes que le confirieran prestigio.
Si bien para ella continuaba siendo un concepto difícil, Ayla había aprendido cómo se intercambiaban mercancías y servicios entre los Zelandonii. Casi todo lo que se elaboraba o hacía tenía un valor, pese a que a veces su utilidad práctica no fuera evidente. El valor solía pactarse normalmente por consenso o mediante regateos individuales. El resultado era que el trabajo especialmente esmerado se recompensaba por encima de la media, en parte porque la gente lo prefería, y eso generaba demanda, y en parte porque con frecuencia hacer las cosas bien requería más tiempo. Tanto el talento como la destreza se valoraban mucho, y la mayoría de los miembros de la Caverna tenía un sentido estético muy desarrollado dentro de sus propios cánones.
Una lanza bien acabada y decorada con buen gusto poseía más valor que otra que estuviera igual de bien acabada pero con una finalidad sólo funcional, y a la vez ésta era infinitamente más valiosa que una lanza hecha sin especial cuidado. Una cesta torpemente tejida hacía el mismo servicio que otra realizada con habilidad y con texturas y dibujos sutiles o pintada en varios tonos, pero no era igualmente deseable. La que sólo era útil podía utilizarse para poner dentro las raíces recién arrancadas, pero una vez limpias y secas se prefería guardarlas en una cesta bonita.
No sólo se valoraban los trabajos artesanales. El entretenimiento se consideraba fundamental. Los largos inviernos confinaban a la gente en sus moradas durante prolongados períodos de tiempo, y era necesario encontrar maneras de aligerar la tensión del confinamiento. Se cantaba y bailaba, tanto individualmente como en comunidad, y quienes sabían tocar la flauta estaban tan valorados como los que hacían lanzas o cestas. Ayla ya había podido constatar la consideración de que gozaban los fabuladores. Incluso el Clan contaba con sus propios fabuladores, recordó Ayla, y la mayor satisfacción de la gente era volver a escucharlos contar historias que ya conocían.
A los Otros también les gustaba escuchar las mismas historias, pero también valoraban la novedad. Jóvenes y viejos jugaban con entusiasmo a las adivinanzas y a los juegos de palabras. Se recibía con los brazos abiertos a los visitantes, aunque sólo fuera por las anécdotas que explicaban. Se les pedía que contaran su vida y sus aventuras, tanto si eran buenos narradores como si no, porque siempre tenían algún interés y daban que hablar durante las largas horas que pasaban sentados al lado del fuego en invierno. Casi todo el mundo era capaz de contar una historia interesante, pero a quienes demostraban una gracia especial se los impulsaba a visitar las Cavernas vecinas, y así nacieron los fabuladores ambulantes. Los había que se pasaban la vida, o como mínimo unos cuantos años, viajando de Caverna en Caverna, llevando noticias, transmitiendo mensajes y contando historias. Era a ellos a quienes mejor se recibía.
Era fácil identificar a las personas por los adornos de la ropa, o por los collares y demás alhajas que llevaban, pero con el tiempo los fabuladores fueron adoptando una indumentaria característica que anunciaba su oficio. Hasta los niños sabían cuándo llegaban, y prácticamente todas las actividades se interrumpían cuando se presentaba alguno de estos especialistas del entretenimiento; incluso se suspendían cacerías planeadas. Era un momento propicio para las celebraciones espontáneas, y los fabuladores, aunque pudieran, no cazaban ni recolectaban para sobrevivir. Se les ofrecían regalos para animarlos a volver, y cuando se hacían viejos o se cansaban de ir de un lado a otro, se instalaban en la Caverna que preferían.
A veces varios fabuladores viajaban juntos, a menudo con sus familias. Había grupos especialmente apreciados que cantaban y bailaban, o que tocaban instrumentos: diversas formas de percusión, cascabeles, rascadores, flautas y de vez en cuando cuerdas tensadas que se hacían sonar pellizcándolas o punteándolas. Con frecuencia participaban los músicos, cantantes y bailarines de la propia Caverna o todo aquel que tuviera una historia que explicar. En ocasiones, las historias se representaban al mismo tiempo que se narraban, pero fuera cual fuese el medio de expresión, la historia y el fabulador eran siempre el centro de atención.
Las historias abarcaban un amplio espectro de temas: mitos, leyendas, sucesos reales, aventuras individuales o descripciones de lugares lejanos o imaginarios, de personas o animales. Una parte del repertorio de los fabuladores que tenía mucha demanda eran los acontecimientos personales de las Cavernas vecinas, las habladurías, fueran serias, graciosas, tristes, reales o inventadas. Todo valía, siempre y cuando se supiera narrar. Los fabuladores ambulantes también transmitían mensajes personales, de alguna persona a un amigo o pariente, de un jefe a otro, de un Zelandoni a otro, si bien esta comunicación personal podía ser en extremo confidencial. Un fabulador debía demostrar ser digno de confianza para que le encomendaran la notificación de mensajes especialmente secretos o esotéricos entre jefes o zelandonia, y no todos lo eran.
Más allá de la cima, que era uno de los puntos más altos de la zona en cierto diámetro a la redonda, el terreno descendía y luego se nivelaba. Ayla trepó hasta arriba y luego empezó a bajar, cruzando en ángulo por un sendero desdibujado que se había abierto recientemente a través de la ladera de densos zarzales y deslucidos pinos. Se desvió del sendero al pie del monte, donde las parras de la pendiente daban paso a una dispersa hierba. En el lecho seco de un antiguo río, con tal cantidad de piedras que quedaba poco espacio para la vegetación, Ayla cambió de dirección y siguió ladera arriba.
Lobo parecía sentir especial curiosidad. También para él era un territorio nuevo, y lo distraían los montones de piedras o las madrigueras, que desprendían un olor nuevo. Subieron por el rocoso lecho que había atravesado la piedra caliza en la época en que aún bajaba agua; el animal siguió adelante y desapareció detrás de un montículo de rocas. Ayla esperaba que el lobo reapareciese en cualquier momento, pero pasado un tiempo empezó a preocuparse. Se situó junto al montón de rocas, echó un vistazo alrededor y, finalmente, emitió el silbido específico que utilizaba para llamar al animal. Aguardó. Al cabo de un rato advirtió que se movían las crecidas zarzas de detrás del montículo y lo oyó salir de debajo de los espinosos arbustos.
–¿Dónde te habías metido, Lobo? –preguntó inclinándose hacia él–. ¿Qué hay debajo de esas zarzas para que hayas tardado tanto en volver?
Decidió averiguarlo y se descolgó la mochila para sacar la pequeña hacha que le había tallado Jondalar. La encontró en el fondo. No era la herramienta más indicada para abrirse paso entre los largos tallos llenos de pinchos, pero consiguió despejar un poco el lugar de zarzales y pudo ver no la tierra, como esperaba, sino una cavidad oscura. Sintió curiosidad.
Cortó unas cuantas zarzas más y agrandó la abertura para poder entrar por ella sin arañarse. El terreno descendía hacia lo que parecía una cueva con una entrada suficientemente ancha. Aprovechando la luz de la abertura que ella misma había hecho en el zarzal, se adentró en la cueva, utilizando las palabras de contar para calcular los pasos. Cuando llegó a treinta y uno, notó que se acababa el descenso y se ensanchaba el pasadizo. Aún se filtraba un poco de claridad por la entrada, y cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, vio que se hallaba en un espacio mucho más grande. Miró alrededor y luego decidió retroceder.
–Me gustaría saber si alguien conoce esta cueva, Lobo.
Con el hacha, agrandó aún un poco más la abertura, y después fue a echar un vistazo por las inmediaciones. A corta distancia, aunque rodeado de zarzas, vio un pino de agujas marrones. Parecía muerto. Con el hacha de piedra, se abrió paso entre las duras parras y tocó una rama del pino con la intención de ver si estaba lo bastante seca para partirla. Aunque tuvo que colgarse con todo su peso, consiguió romperla. Se notó la mano pegajosa, y sonrió al ver en la rama una gotas oscuras de resina. Esa rama le serviría como antorcha cuando lograra encenderla. Recogió unas cuantas ramitas secas y corteza del pino muerto; luego fue a situarse en medio del lecho de río seco y rocoso. Sacó la yesquera de la mochila y, utilizando la corteza troceada y las ramitas como yesca, enseguida encendió un pequeño fuego con la pirita y un fragmento de pedernal con el que prendió la antorcha de pino. Lobo la observaba, y cuando vio que se dirigía de nuevo hacia la cueva, se le adelantó y se adentró como había hecho la primera vez, por la brecha abierta por Ayla en la maraña de zarzas. Mucho tiempo atrás, cuando el lecho seco era el río que había creado la cueva, el techo llegaba mucho más afuera, antes de hundirse y formar el montículo de rocas caído frente a la entrada en la falda del monte.
Ayla trepó por las rocas y penetró por la abertura que había hecho. Alumbrándose con la trémula luz de la antorcha, bajó por la rampa de arena y arcilla, contando de nuevo los pasos. Esta vez necesitó sólo veintiocho pasos para llegar a la parte llana; con la antorcha para iluminar el camino, había podido dar pasos más largos. La ancha galería de la entrada se abría a una amplia cámara en forma de «U». Ayla levantó la antorcha, miró alrededor y se le cortó la respiración.
Las paredes, resplandecientes por el recubrimiento de calcita cristalizada, eran superficies puras, limpias, prácticamente blancas. Avanzó poco a poco, y la luz de la antorcha creó en el relieve natural sombras animadas que se perseguían como si tuvieran vida y respiraran. Se acercó aún más a las paredes blancas, que comenzaban un poco por debajo de su barbilla –aproximadamente un metro y medio desde el suelo–, a partir de un saliente redondeado de piedra parduzca, y se arqueaban formando una curva hacia el techo. Antes de la visita a la profunda cueva de Roca de la Fuente no se le habría siquiera ocurrido, pero tras esa experiencia imaginó lo que un artista como Jonokol podría hacer en una cueva como aquélla.
Recorrió la cámara con sumo cuidado, siguiendo la pared. El suelo, desigual, estaba embarrado y resbalaba. En la base de la «U», allí donde se curvaba, había una estrecha entrada a otra galería. Alzó la antorcha para observar el interior. La parte superior de las paredes era blanca y curva, pero la zona baja era un pasadizo estrecho y tortuoso, por lo que Ayla prefirió no entrar. Continuó dando la vuelta y, a la derecha de la entrada de la galería del fondo, descubrió otro pasadizo, pero se limitó a echar un vistazo. Había decidido revelar su hallazgo a Jondalar y a los demás.
Ayla había visto muchas cuevas, la mayoría con hermosos carámbanos suspendidos del techo o cortinas de estalactitas que pendían de las paredes y los correspondientes depósitos de estalagmitas que surgían del suelo, pero nunca había visto una como aquélla. Era una cueva de piedra caliza, pero tenía una capa de marga impermeable que impedía el paso de las gotas de agua saturada de carbonato de calcio y, por consiguiente, la formación de estalactitas y estalagmitas. En cambio, las paredes se hallaban revestidas de cristales de calcio que apenas crecían y formaban grandes paneles blancos que cubrían las prominencias y concavidades del relieve natural de la piedra. Era un lugar extraño y hermoso, la cueva más hermosa que había visto jamás.
Notó que disminuía la luz de la antorcha. Empezaba a acumularse carbón en la punta, y eso sofocaba la llama. En otra cueva simplemente habría dado un golpe contra la pared para desprender la madera quemada y avivar el fuego, pero eso habría dejado una marca negra. Allí, se sentía obligada a ir con cuidado; no podía eliminar el carbón a costa de ensuciar aquellas paredes blancas. Eligió una porción de pared de la franja inferior de piedra oscura. Parte del carbón cayó al suelo cuando golpeó la pared con la antorcha, y sintió ganas de limpiarlo. Aquel lugar tenía algo de sagrado; emanaba espiritualidad, un halo del otro mundo, y ella no deseaba profanarlo en modo alguno.
Movió la cabeza en un gesto de negación. «Por especial que sea, es sólo una cueva –pensó–. Un poco de carbón en el suelo no hará ningún mal». Además, vio que el lobo marcaba el lugar sin el menor reparo. Había ido levantando la pata de vez en cuando, proclamando con su aroma que aquél era su territorio. Pero sus marcas no llegaban a las partes blancas.
Ayla regresó al campamento de la Novena Caverna todo lo deprisa que pudo, deseosa de hablar de la cueva con los demás. Sólo cuando llegó y vio gente que terminaba de cavar un hoyo para usarlo como horno de tierra y otras personas que preparaban comida para meterla dentro, recordó que tenía invitados a comer al día siguiente. Había pensado reunir alimentos para cocinar, cazar algún animal o encontrar alguna planta comestible, y con la excitación de la cueva se había olvidado de todo. Vio que Marthona, Folara y Proleva habían cogido una pata de bisonte entera del pozo frío de almacenamiento.
El día mismo de su llegada a la Asamblea Estival, la gente de la Novena Caverna había cavado un pozo por debajo del nivel de permafrost para conservar la carne de los animales que habían cazado antes de partir y que no habían secado. El territorio zelandonii se hallaba lo bastante cerca del glaciar septentrional para que predominaran las condiciones de permafrost, pero eso no implicaba que la tierra estuviera helada todo el año. En invierno el suelo era duro como el hielo, congelado en toda su superficie; pero en verano se deshelaba una capa a distintas profundidades, desde unos centímetros a varios metros, dependiendo de la vegetación que cubría la superficie y la cantidad de sol o sombra que recibía. La carne almacenada en un pozo excavado hasta la capa helada se mantenía fresca, si bien a la mayoría de la gente no le importaba que la carne se pasara un poco, y a algunos incluso les gustaba más el sabor de la carne un poco descompuesta.
–Lo siento, Marthona –se disculpó Ayla cuando llegó a la hoguera principal–. He ido a buscar más alimentos para la comida de mañana, pero he encontrado una cueva, no muy lejos y me he olvidado de todo. Es la cueva más preciosa que he visto en mi vida y os la quería enseñar.
–No sabía que hubiera cuevas por aquí –comentó Folara–. Y menos aún especialmente bonitas. ¿Está muy lejos?
–Al otro lado de aquel monte, detrás del campamento principal –explicó Ayla.
–Allí es a donde vamos a buscar moras a finales del verano –dijo Proleva–, y no hay ninguna cueva.
Otras personas habían oído a Ayla y se habían acercado, entre ellas Jondalar y Joharran.
–Tiene razón –convino Joharran–. No he oído hablar de ninguna cueva en esa zona.
–Está escondida detrás de las zarzas, y de un montón de rocas que tapan la entrada –explicó Ayla–. De hecho, la ha encontrado Lobo. Iba olfateando por el zarzal y desapareció. Lo llamé, y como tardó en venir, me quedé intrigada y fui a ver por dónde había estado. Me abrí paso con el hacha y encontré la cueva.
–No debe de ser muy grande, ¿verdad? –preguntó Jondalar.
–Se adentra en la montaña, y no es precisamente pequeña. Es una cueva fuera de lo común.
–¿Nos la puedes enseñar? –dijo Jondalar.
–Claro –respondió Ayla–. Para eso he venido, pero ahora creo que debería preparar la comida de mañana.
–Acabamos de encender el fuego en el horno de tierra –informó Proleva–, y hemos echado leña abundante. Tardará un buen rato en consumirse y calentar las piedras de dentro. Mientras tanto, íbamos a colocar la comida en la plataforma elevada, así que podríamos ir a ver la cueva sin ningún problema.
–Yo invito a gente a venir a comer, y todo el mundo trabaja menos yo. Como mínimo debería haber ayudado a cavar el horno para asar la carne –dijo Ayla avergonzada. Tenía la sensación de no haber cumplido con su obligación.
–Descuida. Teníamos que cavar un horno de todos modos –aseguró Proleva–. Y éramos muchos. Ahora ya se han marchado casi todos al campamento principal, pero entre todos lo hemos hecho en un momento. Hemos aprovechado la ocasión.
–Vamos a ver esa cueva –propuso Jondalar.
–Pero si nos marchamos todos a la vez, nos seguirá medio campamento –advirtió Willamar.
–Podríamos ir por separado y encontramos en la fuente –sugirió Rushemar.
Él era uno de los que habían ayudado a cavar el hoyo para el horno, y esperaba a que Salova acabara de dar el pecho a Marsola para dirigirse hacia el campamento principal. Salova, a su lado, le sonrió. Su compañero no hablaba demasiado, pero cuando lo hacía, era siempre para decir algo sensato. Miró a Marsola, que estaba sentada en el suelo. Tendría que coger una manta para ceñírsela alrededor y llevar a la niña a cuestas, pero le atraía la perspectiva de ir a explorar.
–Buena idea, Rushemar, pero creo que tengo una mejor –dijo Jondalar–. Podemos llegar al otro lado de esa pendiente siguiendo el cauce de nuestro riachuelo y rodeando por la parte de atrás. El pedregal del otro lado del estanque no está lejos de allí. Yo trepé a lo alto para ver si había pedernal en aquel montón de rocas, y tuve una buena vista del paisaje.
–¡Perfecto! ¡Vamos! –exclamó Folara.
–Querría enseñársela también a Zelandoni y Jonokol –dijo Ayla.
–Y como estamos en su territorio, creo que convendría pedir a Tormaden, el jefe de la Decimonovena Caverna, que nos acompañe –añadió Marthona.
–Tienes razón, madre. Por derecho, deberían explorarla ellos antes –dijo Joharran–. Pero como no la han encontrado en todo el tiempo que llevan viviendo aquí, creo que podemos llevar a cabo una exploración conjunta. Iré a pedir a Tormaden que nos acompañe –el jefe sonrió–. Pero no le diré para qué; le diré sólo que Ayla ha encontrado algo que nos quiere enseñar.
–Iré contigo, Joharran, y pasaré por el alojamiento de la zelandonia para preguntar a Zelandoni y Jonokol si quieren venir –dijo Ayla.
–¿Quién más desea venir? –preguntó Joharran.
Todos los presentes manifestaron su interés, pero como la gran mayoría de las aproximadamente doscientas personas que constituían la Novena Caverna estaban en el campamento principal, no eran tantos como habrían podido ser. Utilizando las palabras de contar, calcularon que eran unas veinticinco personas, y consideraron que era un grupo manejable, especialmente porque irían en otra dirección.
–De acuerdo, iré al campamento principal con Ayla –dijo Joharran–. Jondalar, tú guía a los demás por el camino de atrás, y nos encontraremos al pie de la ladera, detrás de la fuente.
–Jondalar, lleva algo para cortar las zarzas –recordó Ayla–, y también antorchas y tu yesquero. Yo sólo he entrado en la cámara grande, pero he visto un par de pasadizos que partían de allí.
Zelandoni y otros miembros de la zelandonia, incluidos unos cuantos acólitos nuevos, preparaban la reunión con las mujeres a punto de emparejarse. La Primera estaba siempre muy ocupada en las Asambleas Estivales, pero cuando Ayla solicitó hablar con ella en privado intuyó, por la actitud de la joven, que podía tratarse de algo importante. La joven le describió la cueva y le dijo que un grupo de personas de la Novena Caverna se había dado cita detrás de la fuente para ir a verla. Advirtiendo las dudas de la mujer, Ayla insistió en que al menos Jonokol debía ir. Eso avivó la curiosidad de la Primera, que decidió ir también.
–Zelandoni de la Decimocuarta, ¿quieres sustituirme en esta reunión? –pidió la Primera a la que siempre había deseado ocupar su lugar–. He de resolver un asunto de la Novena Caverna.
–Con mucho gusto –dijo la mujer de mayor edad.
Como todos, sentía curiosidad por saber qué podía ser tan importante para que la Primera abandonara una reunión, pero a la vez le complacía haber sido elegida para sustituirla. Quizá la Primera empezaba a valorarla.
–Jonokol, acompáñame –ordenó Zelandoni de la Novena a su primer acólito.
Esto aumentó más aún la curiosidad de los allí reunidos, pero nadie se atrevió a preguntar nada, ni siquiera Jonokol, contento porque tarde o temprano se enteraría.
Joharran tardó un rato en encontrar a Tormaden y luego convencerlo para que lo dejara todo y lo acompañara, sobre todo porque el jefe de la Novena no le había dicho de qué se trataba.
–Ayla ha encontrado algo que creemos que deberías conocer, ya que se trata de tu territorio –dijo Joharran–. Ya lo sabemos unas cuantas personas de la Novena Caverna porque estábamos delante cuando ella lo ha explicado, pero creo que tú deberías verlo antes de que corra la voz por el campamento. Ya sabes cómo se propagan los rumores.
–¿Lo consideras realmente importante? –preguntó Tormaden.
–Sí, de lo contrario no hubiera venido a importunarte –insistió Joharran.
Ayla se dio cuenta de que la visita a la cueva se había convertido en una aventura para la Novena Caverna, hasta el punto de que había quienes querían llevarse comida o cestos, además de antorchas, como si fuera una salida de recolección. La mayoría se alegraba de haberse quedado en el campamento y haber oído a Ayla, porque así serían los primeros en ver la cueva que consideraba tan especial la interesante mujer que había llegado con Jondalar. Daban por hecho que la belleza del lugar residiría en sus formaciones de estalactitas, que sería una cueva como la llamada Gruta Hermosa que estaba cerca de la Novena Caverna.
Tardaron un rato en encontrarse todos. Joharran y Tormaden fueron los últimos en llegar, pero los que habían llegado primero, el grupo de la Novena Caverna, esperaron al otro lado de la cima, sin dejarse ver. Un grupo numeroso de gente en lo alto del monte habría llamado la atención del campamento principal. Un poco de misterio añadía emoción a la aventura; de vez en cuando alguien subía a la fuente y, desde detrás de los árboles, vigilaba para ver si venían Ayla con Zelandoni y su acólito, o Joharran con el jefe de la Decimonovena Caverna.
Tras un breve intercambio de saludos formales –Ayla ya había conocido a Tormaden en la Decimonovena Caverna poco después de llegar–, ella y Lobo tomaron por el camino que atravesaba la ladera llena de parras con moras maduras, guiando a los demás. Ayla había hecho una seña al animal para que no se alejara, y él, obediente, permanecía a su lado. Con tanta gente cerca, Lobo se sentía protector, y ella no quería que el enorme carnívoro pusiera nervioso a nadie, aunque la gente de la Novena Caverna ya empezaba a acostumbrarse a su presencia. Les divertía la reacción que el lobo provocaba en las personas de las otras Cavernas presentes en la Asamblea, y la inevitable atención que recibían gracias a él.
Una vez abajo, Ayla dobló hacia el lecho seco del antiguo río. Cuando llegó, primero vieron los restos de su fuego, pero enseguida advirtieron el agujero abierto en las gruesas zarzas. Rushemar, Solaban y Tormaden comenzaron de inmediato a agrandar la abertura, mientras Jondalar encendía fuego. Cada vez sentían todos mayor curiosidad por la cueva, en especial Jondalar. Cuando hubo unas cuantas antorchas encendidas, atravesaron uno por uno el oscuro agujero abierto entre las zarzas.
Tormaden estaba atónito ante el descubrimiento de esa cueva cuya existencia desconocía por completo. Sólo acudían a aquella ladera cuando las moras estaban maduras. Era un enorme zarzal con bayas silvestres que tapaba toda la ladera, que se renovaba cada año y los proveía de más fruta de la que podían recoger, incluso en una Asamblea Estival. A nadie se le había ocurrido abrirse paso entre las zarzas y menos aún buscar una cueva.
–¿Por qué has cortado las zarzas precisamente aquí, Ayla? –preguntó Tormaden cuando entraban por la oscura abertura.
–Ha sido Lobo –contestó ella mirándolo–. La ha encontrado él. Yo buscaba algo para la comida de mañana, una liebre o un urogallo. A veces Lobo me ayuda a cazar; tiene buen olfato. Ha desaparecido detrás de este montón de rocas, por debajo de las parras, y como tardaba mucho en volver, he sentido curiosidad por ver qué había encontrado y he cortado algunos tallos y he descubierto la cueva. He salido, he encendido una antorcha y he vuelto a entrar.
–Ya suponía que debías de tener una buena razón –dijo él. Le llamaba la atención tanto su extraña manera de hablar como su aspecto. Era una mujer hermosa, sobre todo cuando sonreía.
Con Ayla y el Lobo al frente, y Tormaden detrás de ella, ambos con sendas antorchas, entraron en fila Zelandoni, Jonokol, Joharran, Marthona, Jondalar y todos los demás. Ayla advirtió que instintivamente se habían colocado en el orden que utilizaban en las ocasiones muy especiales o formales, como un funeral, salvo que esa vez ella iba delante, y eso la ponía un poco nerviosa. No creía que mereciera ser la primera de una fila como aquélla.
Una vez dentro esperó a que todos hubieran entrado. La última fue Lanoga, con Lorala en brazos, hijas de la compañera de Laramar, Tremeda, la familia con una posición social inferior. Ayla les sonrió, y Lanoga le correspondió con una tímida sonrisa. Ayla se alegraba de que hubiera ido. Lorala iba adquiriendo el rollizo aspecto propio de una niña de su edad, y empezaba a pesar demasiado para su madre sustituta, que sólo contaba once años, pero eso, más que otra cosa, parecía complacer a Lanoga. La niña se sentaba con las madres jóvenes de la Caverna, y cuando las oía hablar con orgullo de sus hijos, a veces intervenía para explicar alguno de los avances de Lorala.
–¡Cuidado! El suelo resbala –advirtió Ayla guiando al grupo hacia abajo.
Con tantas antorchas, se veía claramente que la galería de la entrada descendía y se ensanchaba. Ayla percibió la humedad fría de la cueva, el olor a tierra de la arcilla mojada, el sonido amortiguado del goteo del agua y la respiración de los demás; pero nadie hablaba. La cueva imponía un silencio expectante, incluso a los niños.
Cuando notó que el suelo se nivelaba, se detuvo y bajó la antorcha. Los otros hicieron lo mismo, mirándose los pies y la tierra que pisaban. Cuando se encontraron ya todos en la zona llana, Ayla levantó cuanto pudo la antorcha. Los otros la imitaron, y se oyeron espontáneas exclamaciones de sorpresa, seguidas de un asombrado silencio, como si todos hubieran quedado sinceramente conmovidos por aquellas paredes blancas de calcita cristalizada, amoldadas a la forma de la roca y refulgentes a la luz de las antorchas como si tuvieran vida propia. La belleza de la cueva no tenía nada que ver con las estalactitas porque allí no había ninguna; sin embargo, resultaba impresionante. Había en ella un aura mágica, poderosa, sobrenatural y espiritual.
–¡Oh, Gran Madre Tierra! –declamó La Que Era la Primera–. Éste es su santuario. Es su Matriz.
A continuación empezó a cantar con su voz potente y vibrante:
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía.
Su voz resonó en el lugar y de pronto alguien empezó a tocar la flauta. Ayla buscó con la mirada al intérprete. La música procedía de un joven a quien no conocía. Le sonaba vagamente su cara, pero sabía que no pertenecía a la Novena Caverna. Por su atuendo dedujo que era de la Tercera, y en el acto cayó en la cuenta de lo mucho que se parecía a Manvelar, el jefe de la Tercera Caverna. Intentó recordar si se lo habían presentado y acudió a su mente el nombre de Morizan. Estaba al lado de Ramila, la muchacha regordeta y bonita amiga de Folara. Debía de estar de visita en el campamento de la Novena y se había unido a la expedición.
Todos se habían sumado al Canto ala Madre y habían llegado a una parte especialmente profunda:
Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto,
devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto.
Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas,
tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas.
La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto.
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores,
unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado,
cada uno era un modelo digno de ser copiado.
La Madre era afanosa; la Tierra cada vez más populosa.
De pronto asaltó a Ayla una sensación que había tenido antes, pero no por mucho tiempo: una sensación de presagio. Desde la Reunión del Clan, cuando Creb descubrió de manera inexplicable que ella era distinta, había sentido ocasionalmente ese temor, esa extraña desorientación, como si él la hubiera cambiado. Sintió un hormigueo, un escozor, una náusea que le puso carne de gallina, y también una extrema debilidad. Se estremeció, y cobró realidad el recuerdo de una oscuridad más profunda que la de cualquier cueva. En el fondo de la garganta notó el sabor de la marga fría y de las setas de los antiguos bosques primitivos.
Un furioso rugido rompió el silencio, y las personas que observaban retrocedieron asustadas. El enorme oso cavernario embistió la puerta de la jaula y la echó abajo estrepitosamente. ¡EI oso enloquecido andaba suelto! Broud estaba de pie sobre sus hombros; los otros se le colgaban de la piel. De pronto, uno cayó en las garras del monstruoso animal, pero su grito agónico se interrumpió cuando el oso, con su fuerte abrazo, le rompió la columna. Los mog–urs recogieron el cuerpo y, con solemne dignidad, lo llevaron al interior de una cueva. Creb, con la capa de piel de oso, iba al frente.
Ayla miró los restos de un líquido blanco en un cuenco agrietado de madera. La invadió una repentina angustia; había hecho algo mal. No debería haber sobrado ni una sola gota de aquel líquido del cuenco. Se lo llevó a los labios y apuró el contenido. Su perspectiva cambió; se encendió una luz blanca en su interior, y fue como si creciera y mirara desde arriba las estrellas que iluminaban el camino. Las estrellas se convirtieron en trémulos y diminutos puntos de luz que alumbraban el pasadizo de una cueva larga e interminable. Entonces una luz roja al final se hizo más grande, llenando su visión, y con una sensación lúgubre y escalofriante vio a los mog–urs sentados en círculo, medio ocultos tras las columnas de estalagmitas.
Se hundía en un negro abismo, paralizada de miedo. De repente Creb estaba allí, con la luz surgiendo de su interior, ayudándola, dándole apoyo, aplacando sus temores. La guió en un extraño viaje hacia sus mutuos orígenes, a través de aguas saladas y dolorosas bocanadas de aire, tierra margosa y altos árboles. De pronto estaban en tierra, caminando erguidos sobre sus piernas, recorriendo una gran distancia, hacia el este y hacia el gran mar de agua salada. Llega ron a una escarpada pared que daba a un río y a una llanura, con una profunda abertura bajo un largo saliente; era la caverna de un antiguo antepasado suyo. Pero cuando se acercaban a la caverna, Creb empezó a desvanecerse, dejándola sola.
La escena se volvía brumosa. Creb desaparecía rápidamente, ya casi no estaba. Ella escrutó el paisaje, desesperada, buscándolo. Lo vio entonces en lo alto del precipicio, sobre la caverna de su antepasado, cerca de un gran peñasco, una columna de roca ligeramente aplanada que se inclinaba por encima del borde, como si estuviera inmovilizada y a la vez a punto de caer. Lo llamó, pero él ya se había fundido con la roca. Ayla se sintió desolada; Creb se había ido y estaba sola. Entonces apareció Jondalar.
Sintió que se movía a gran velocidad por mundos desconocidos y la asaltó de nuevo el pavor al negro vacío, pero esta vez era distinto. Estaba con Mamut, y los dos se hallaban aterrorizados. De pronto, débilmente, a lo lejos, oyó la voz de Jondalar, llena de amor y miedo, llamándolos, haciéndolos volver, a los dos, con la fuerza pura de su amor. Al cabo de un instante ella había vuelto, notando un frío glacial en los huesos.
–Ayla, ¿te encuentras bien? –preguntó Zelandoni–. Estás temblando.
–Estoy bien –contestó Ayla–. Es sólo que aquí dentro hace frío. Debería haber traído ropa de abrigo.
Lobo, que había estado explorando la cueva, había aparecido de pronto a su lado y se apretaba contra su pierna. Ayla bajó una mano y le tocó la cabeza. Luego se arrodilló y lo abrazó.
–Aquí hace frío, y como estás embarazada estás más sensible –dijo Zelandoni, pero intuía que había algo más–. Te acuerdas de la reunión de mañana, ¿verdad?
–Sí, Marthona me lo ha dicho. Ella me acompañará, porque yo no puedo llevar a mi madre.
–¿Te parece bien que vaya ella? –preguntó Zelandoni.
–¡Por supuesto! Me hizo mucha ilusión que se ofreciera. No quería ser la única mujer que fuese sin madre –contestó Ayla–. Al menos así iré con alguien que es como una madre.
La Primera asintió con la cabeza.
–Muy bien.
Los demás estaban recuperándose del impacto que suponía contemplar aquella cueva por primera vez y empezaban a explorarla. Ayla vio que Jondalar recorría toda la cámara con grandes zancadas y sonrió. Sabía que utilizaba algunas partes del cuerpo para medir, porque ya se lo había visto hacer otras veces. La anchura del puño era una medida; el largo de la mano, otra. Jondalar usaba la mano abierta para medir espacios, y a menudo medía las distancias con pasos empleando las palabras de contar. Por eso también ella había empezado a hacerlo. Jondalar levantó la antorcha para mirar en el interior de la galería del fondo, pero no entró.
Un grupo de personas lo observaba. Tormaden, jefe de la Decimonovena Caverna hablaba con Morizan, el joven de la Tercera. Eran los únicos que no pertenecían a la Novena Caverna. Willamar, Marthona y Folara estaban con Proleva y Joharran, y con los dos consejeros de éste y sus respectivas compañeras. Solaban, el del cabello oscuro, y su rubia compañera, Ramara, hablaban con Rushemar y Salova, que llevaba a la pequeña Marsola apoyada en la cadera. Ayla notó que no estaban ni Jaradal, hijo de Proleva, ni Robenan, hijo de Ramara, e imaginó que los dos niños, que jugaban juntos con frecuencia, habrían ido a hacer alguna actividad al campamento principal. Jonokol sonrió a Ayla cuando ella se le acercó con Zelandoni y el lobo. Jondalar retrocedió y se unió a ellos.
–Diría que esta cámara tiene la altura de tres hombres hasta el techo –comentó–, y poco más o menos la misma anchura, unos seis pasos míos. De largo debe ser casi el triple, o un poco menos, quizá unos dieciséis pasos, pero yo tengo una zancada larga. La piedra más oscura de la parte baja de las paredes me llega por aquí –se llevó la mano a la altura de medio pecho–, que viene a equivaler a cinco pies como el mío uno tras otro.
Jondalar había calculado las distancias con bastante exactitud. Él medía dos metros, y el nacimiento de las paredes blancas, más o menos a la altura de medio pecho suyo, estaba a metro y medio aproximadamente del suelo. El techo tenía una altura de unos seis metros. La cámara debía tener casi siete metros de ancho y más de dieciséis de largo. Vieron un poco de agua estancada en el centro. No era un espacio suficientemente grande para dar cabida a toda una Asamblea Estival, pero sí podría celebrarse en él la reunión de cualquier caverna, salvo de la Novena, y desde luego, sin duda, cabía toda la zelandonia.
Jonokol se situó en el centro de la sala y contempló las paredes y el techo con una sonrisa de fascinación. Estaba en su elemento, perdido en su imaginación. Sabía que aquellas preciosas paredes blancas escondían algo espectacular que ansiaba salir a la superficie. No tenía ninguna prisa. Lo que allí se hiciera debía ser perfecto. Tenía ya algunas ideas, pero primero era necesario consultarlas con la Primera, meditar con la zelandonia sobre el mejor modo de penetrar en aquellos espacios y encontrar la huella del otro mundo que había dejado la Madre. Era Ella quien debía comunicarle qué había allí.
–¿Exploramos ahora aquellos dos pasadizos o volvemos más tarde, Tormaden? –pre–guntó Joharran. Él deseaba continuar, pero sabía que debía acatar la voluntad del jefe en cuyo territorio se hallaba situada la cueva.
–Estoy seguro de que a algunos miembros de la Novena Caverna les gustaría ver la cueva, explorarla más a fondo. Nuestro Zelandoni no puede llevar a cabo tareas demasiado agotadoras, pero creo que su primer acólito debería participar. La marca de linaje de nuestro donier es una señal de lobo, y considerando que un lobo ha encontrado la cueva, ésta le interesará mucho –contestó Tormaden.
–Sí, la ha encontrado el lobo –dijo Joharran–, pero si Ayla no hubiera sentido la curiosidad de ver dónde se había metido el animal, aún no conoceríamos la existencia de esta cueva.
–Estoy segura de que Zelandoni de la Decimonovena Caverna estaría interesado de todos modos, aunque Lobo no hubiera tenido que ver en el descubrimiento –dijo Zelandoni–. Todos lo estamos, y toda la zelandonia lo estarán. Ésta es una cueva única y sagrada. El otro mundo está muy cerca, seguro que todos lo percibís. La Decimonovena Caverna es muy afortunada de tenerla en su territorio, pero sospecho que eso quiere decir que tendréis que acoger a más zelandonia, y a otras personas que naturalmente querrán venir en peregrinación a este lugar espiritual –declaró la Primera.
Estaba dejando claro que ninguna Caverna podía reivindicar un sitio tan especial como propio por más que estuviera situado en su territorio. Aquella cueva pertenecía a todos los Hijos de la Tierra. La Decimonovena Caverna de los Zelandonii simplemente la tenía en custodia para todos los demás.
–Creo que sería necesario explorarla más a fondo, pero no hay prisa –dijo Jonokol–. Ahora ya sabemos dónde está. No tenemos idea de qué puede haber ni cuál es la profundidad de la cueva, así que la exploración debería planificarse con cuidado. Aunque también podemos esperar a que alguien sienta la llamada de la cueva.
Zelandoni movió ligeramente la cabeza, absorta. Advirtió que su primer acólito, quien siempre había deseado ser artista y no concedía demasiada importancia a ser Zelandoni, acababa de encontrar la razón de su vocación: quería aquella cueva. La cueva lo reclamaba. Quería conocerla, explorarla, sentir su llamada, y por encima de todo pintarla. Buscaría la manera de trasladarse a la Decimonovena Caverna para estar más cerca de ella; aún no sabía cómo, pero se esforzaría por conseguirlo, porque en adelante sus pensamientos y sus sueños incluirían invariablemente aquella cueva.
Otra idea acudió entonces a la mente de Zelandoni. ¡Ayla lo sabía! Desde el momento que había visto la cueva, sabía que pertenecía a Jonokol. «Por eso ha insistido en que él tenía que venir aunque yo no pudiera hacerlo. Sabía que sería más importante para él que para nadie. Es una Zelandoni, tanto si lo sabe como si no, y tanto si quiere como si no. El viejo Mamut lo sabía. Quizá también se dio cuenta el hechicero del pueblo que la crió, el que ella llama Mog–ur. No puede evitarlo, ha nacido para ser Zelandoni. Podría sustituir a Jonokol como acólito. Pero como bien ha dicho él, no hay prisa: que se empareje, que tenga su hijo; después iniciaremos su formación.»
–Obviamente, para explorarla toda tendríamos que organizamos, pero ahora me gustaría echar un vistazo a la galería del fondo –dijo Jondalar–. ¿A ti qué te parece, Tormaden? Podríamos entrar dos de nosotros y ver adónde lleva.
–Será mejor que los demás nos marchemos –propuso Marthona–. Aquí dentro hace frío y nadie ha traído ropa de abrigo. Creo que cogeré una antorcha y saldré, prefiero volver en otro momento.
–Yo también salgo –dijo Zelandoni–. ¿Ayla, vienes? Hace un momento estabas temblando.
–Ahora ya estoy bien –afirmó Ayla–. Me gustaría ver qué hay al fondo.
Finalmente, Jondalar, Joharran, Tormaden, Jonokol, Morizan, Ayla y el lobo se quedaron un rato más para adentrarse en la nueva y maravillosa cueva.
El pasadizo del fondo de la cámara principal se hallaba prácticamente frente al pasillo de la entrada, y siguiendo el mismo eje. La entrada a la galería axial era casi simétrica, ancha y redondeada por arriba y más estrecha por abajo. Para Ayla, que había asistido en partos y había examinado a muchas mujeres, la abertura era una evocación, femenina, maternal y misteriosa, del órgano femenino. Aunque fueran lo mismo, no pensó en la vagina, sino que la parte superior redondeada le recordaba el canal del nacimiento, que se estrechaba hacia la extensión más baja de la región anal. Entendía perfectamente lo que había querido decir Zelandoni al comentar que aquello era la matriz de la madre, por más que todas las cuevas se consideraran una entrada a su matriz.
Una vez dentro, el pasadizo serpenteaba, pero se hacía cada vez más estrecho y resultaba difícil pasar, pese a que las partes altas de las paredes blancas se extendían conformando un inmenso arco. No era muy largo, más o menos de la misma longitud que la galería de la entrada. Cuando llegaron al final, las paredes se ensancharon en tomo a una columna de piedra que daba la falsa impresión de que sostenía alguna cosa, pero de hecho le faltaban diecisiete centímetros para llegar al suelo. El pasadizo sorteaba el gran eje de piedra por la derecha, doblándose en un pronunciado recodo a la izquierda, y continuaba un par de metros más hasta acabar.
En el punto donde circundaba la columna, la superficie del suelo descendía un metro, pero era un espacio amplio y uniforme que se extendía tres metros más allá, uno de los pocos sitios realmente cómodos para sentarse o detenerse a observar tranquilamente. Ayla aprovechó la ocasión para descansar sentada en el suelo y comprobar qué efecto producía el espacio desde aquella posición. Notó que sería fácil colocar algo debajo del eje de piedra, sin que molestara. Advirtió asimismo un agujero a poca altura en la pared situada frente a la columna, donde podían ponerse objetos pequeños para volverlos a encontrar con facilidad. Pensó que cuando volviera llevaría algo para sentarse, aunque sólo fuera un haz de hierba, a fin de aislarse del frío del suelo.
Salieron de la galería y se asomaron a la entrada del otro pasadizo, que se hallaba a la derecha del primero. Era un túnel aún más pequeño, por el cual había que entrar a cuatro patas, y había agua acumulada en el suelo. Decidieron dejar la exploración de ese pasadizo para otro momento.
Cuando salieron de la cueva, Lobo se adelantó con Jondalar y los dos jefes, Joharran y Tormaden. Jonokol se quedó atrás con Ayla y le hizo una pregunta:
–¿Le has pedido a Zelandoni que me hiciera venir?
–Después de ver lo que hiciste en Roca de la Fuente me ha parecido que tenías que ver esta cueva –contestó Ayla–, ¿o debería llamarla profundidad?
–Da igual. Cuando le pongan un nombre será una profundidad, pero igualmente es una cueva. Gracias por traerme, Ayla. No había visto nunca tanta belleza en una cueva. Estoy impresionado –declaró Jonokol.
–Sí, yo también. Pero tengo una curiosidad. ¿Cómo le pondrán nombre a esta cueva? ¿Quién se lo pondrá?
–Ella misma se bautizará. La gente empezará a hacer referencia a esta cueva de la manera que mejor la describa o que se considere más adecuada. ¿Cómo aludirías a ella si quisieras describírsela a alguien? –preguntó Jonokol.
–No lo sé –contestó Ayla–, quizá la cueva de las paredes blancas.
–Tengo la impresión de que el nombre final se acercará mucho al que tú le has dado, o al menos uno de los nombres, pero aún no sabemos apenas nada de esta cueva. Además, la zelandonia le dará un nombre.
Ayla y Jonokol fueron los últimos en salir de la cueva. El sol les pareció especialmente radiante cuando llegaron a la entrada, tras permanecer tanto rato inmersos en la oscuridad de la cueva iluminada sólo con una cuantas antorchas. Cuando se acostumbraron a la luz, Ayla vio con sorpresa que Marthona los había esperado, y que estaba con Jondalar y Lobo.
–Tormaden nos ha invitado a comer –anunció la mujer–. Se ha adelantado para avisar a los de su campamento. De hecho, te ha invitado a ti, pero después me ha pedido que fuéramos yo y los que se habían quedado en la cueva contigo, incluido Jonokol; Los demás tienen cosas que hacer. La gente anda muy ajetreada en las Asambleas Estivales.
–Joharran tiene una reunión en nuestro campamento con personas de otras Cavernas para planificar la cacería –dijo Jondalar–. De hecho, Tormaden también irá, después de presentarte a su campamento. Yo también quería asistir, pero como todavía estarán después de la comida, me uniré a ellos más tarde. Normalmente no me incluirían en la planificación de una de estas cacerías, pero, desde que he vuelto, Joharran quiere que participe.
–¿Por qué no vamos todos a nuestro campamento? –propuso Ayla–. Todavía tenemos que preparar la comida de mañana y apenas he ayudado.
–Por una sencilla razón: cuando el jefe de la caverna anfitriona de una Asamblea Estival te invita a comer es muestra de cortesía aceptar si se puede.
–¿Por qué me ha invitado a mí?
–No se encuentra una cueva como ésta todos los días, Ayla. Estamos todos entusiasmados –explicó Marthona–. Además, esta cueva está cerca de la Decimonovena Caverna, en su territorio. A partir de ahora seguramente será una caverna más importante.
–Tú también llamarás más la atención –dijo Jondalar.
–Yo tengo la sensación de que ya llamo demasiado la atención –se quejó Ayla–, y no me gusta en absoluto. Sólo quiero emparejarme contigo, tener mi hijo y ser como todo el mundo.
Jondalar le sonrió y le rodeó los hombros con un brazo.
–Tómatelo con calma. Aún eres nueva aquí. Cuando se acostumbren a verte, ya no te harán tanto caso.
–Jondalar tiene razón, es cuestión de tiempo. Pero aun así debes ser consciente de que nunca serás como los demás. Para empezar, los otros no tienen ni caballos ni un lobo –dijo Marthona mirando al gran carnívoro con una sonrisa irónica.
–¿Seguro que saben que vamos, Mardena? –preguntó la mujer de mayor edad cruzando con cuidado el riachuelo que iba a desembocar al Río.
–Nos invitó ella, madre. Dijo que fuéramos a compartir una comida con ellos, ¿verdad que sí, Lanidar?
–Sí, abuela, es verdad –confirmó el niño.
–¿Por qué acamparon tan lejos? –preguntó la abuela.
–No lo sé, madre –contestó Mardena–. ¿Por qué no se lo preguntas tú misma?
–Debe de ser porque son la Caverna más grande y necesitan mucho espacio –dedujo la mujer–. Las demás ya debían de haber levantado sus campamentos.
–Yo creo que lo han hecho por los caballos –dijo Lanidar–. Los tienen en un sitio especial para que nadie piense que son caballos normales y decida cazarlos. Sería fácil cazarlos. No se escapan.
–Todo el mundo habla de eso, pero nosotros no estábamos cuando llegaron. ¿Es verdad que los caballos dejan que la gente monte sobre sus lomos? –preguntó la mujer de mayor edad–. ¿Qué interés podría tener nadie en sentarse sobre el lomo de un caballo?
–Yo aún no lo he visto, pero no lo dudo –declaró Lanidar–. Los caballos me dejaron tocarlos, yo estaba acariciando al caballo joven y enseguida vino la yegua para que también la tocara. Comieron de mi mano, los dos. La mujer me dijo que tenía que darles de comer a los dos al mismo tiempo para que no tuvieran celos. Me explicó que la yegua era la madre del corcel, y le dice lo que ha de hacer.
A medida que se acercaban al campamento, Mardena aminoraba el paso e iba poniéndose cada vez más nerviosa. La intimidaba la gente que charlaba y reía en torno a la hoguera en forma de zanja. Había mucha gente. Quizá se había equivocado y no los esperaban.
–¡Por fin! Os esperamos desde hace rato.
Las dos mujeres y el niño se volvieron al oír la voz y vieron a una joven alta y atractiva.
–No debéis acordaros de mí. Soy Folara, hija de Marthona.
–Sí, te pareces mucho a tu madre –dijo la abuela.
–Creo que debería ofreceros un saludo formal ya que soy la primera que os ha visto –tendió las manos hacia la mujer de mayor edad. Mardena observó a su madre avanzar un paso para coger las manos de la muchacha–. Soy Folara, de la Novena Caverna de los Zelandonii, bendecida por Doni, hija de Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna de los Zelandonii, hija del Hogar de Willamar, maestro de comercio de los Zelandonii, hermana de Joharran, jefe de la Novena Caverna de los Zelandonii, hermana de Jondalar, de la Novena Caverna de los Zelandonii, maestro tallador de pedernal y viajero, que pronto se unirá a Ayla de la Novena Caverna de los Zelandonii. Ella tiene muchos títulos y lazos, pero el que más me gusta es el de amiga de los caballos y el lobo. En nombre de la Gran Madre Tierra, Doni, os doy la bienvenida al campamento de la Novena Caverna.
–En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, yo te saludo, Folara de la Novena Caverna de los Zelandonii. Soy Denoda de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii, madre de Mardena de la Decimonovena Caverna y abuela de Lanidar de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii, antiguamente emparejada con...
«Folara tiene muchos títulos y lazos importantes –pensó Mardena mientras su madre recitaba los suyos–. Aún no está emparejada. ¿Cuál debe ser la marca de su linaje?»
Entonces, como si su madre le hubiera adivinado el pensamiento, al acabar de enumerar sus títulos y lazos, preguntó:
–El hombre de tu hogar, Willamar, ¿no era de la Decimonovena Caverna? Me parece que tenemos una marca de linaje en común. Soy del Bisonte.
–Sí, Willamar es del Bisonte. Mi madre es del Caballo, y yo también, claro.
Durante la presentación formal había ido acercándose gente. Ayla se adelantó y saludó a Mardena y Lanidar, y después Willamar saludó a Denoda en nombre de toda la Novena Caverna. Los títulos y lazos podían ocupar todo el día si alguien no atajaba en seco los formalismos, así que el hombre acabó diciendo:
–Me acuerdo de ti, Denoda. Eres amiga de mi hermana mayor, ¿verdad?
–Sí –dijo ella sonriente–. ¿La ves alguna vez? Desde que se fueron a vivir tan lejos, no he vuelto a verla.
–A veces paso por su Caverna cuando voy a la costa de las Grandes Aguas, al oeste, para intercambiar sal. Ya es abuela. Su hija tiene tres niños, y la compañera de su hijo tiene un niño.
Un movimiento en torno a las piernas de Ayla llamó la atención de Mardena.
–¡Es el lobo! –exclamó atemorizada.
–No te hará daño, madre –aseguró Lanidar intentando calmarla. No quería que de pronto se marchara.
Ayla se agachó y sujetó a Lobo por el cuello.
–No, no te hará ningún daño –vio el miedo en los ojos de la mujer, y añadió–: Te lo prometo.
Marthona saludó a Denoda de una manera mucho más informal y dijo:
–Lobo vive en nuestro alojamiento, y también le gusta que lo saluden. ¿Quieres conocerlo, Denoda? –había notado que la mujer de mayor edad parecía sentir más curiosidad que temor. La cogió de la mano y la acompañó hacia Ayla y el lobo–. Ayla, ¿por qué no le presentas a nuestros invitados?
–Aunque los lobos tienen buena vista, aprenden a reconocer a las personas por el olor. Si le dejas que te olfatee la mano, se acordará de ti. Para él esto es una presentación formal –explicó la joven–. La mujer tendió la mano y dejó que el lobo se la oliese–. Para saludarlo puedes acariciar su cabeza; a él le gusta mucho.
Lobo, con la boca abierta y la lengua colgando a un lado, miró a Denoda mientras ella le acariciaba. La mujer sonrió.
–Está caliente como un animal vivo –comentó. Se volvió hacia su hija–. Ven, Mardena. Tú también tienes que conocerlo. No son muchas las personas que hayan conocido a un lobo y hayan sobrevivido para contarlo.
–¿Es necesario? –preguntó la madre de Lanidar.
Era evidente que estaba aterrorizada. Como Ayla sabía que Lobo lo notaba, lo sujetó con fuerza, porque no siempre reaccionaba bien ante un miedo tan manifiesto.
–Ya que nos han ofrecido conocerlo, Mardena, lo que debemos hacer es responder educadamente para que el lobo nos conozca. Además, no podrás volver de visita si no lo haces. Tendrás demasiado miedo –dijo Denoda.– No has de temer a este lobo. Ya ves que los otros no le tienen miedo, ni siquiera yo. ¿Por qué habrías de tenérselo tú?
Mardena miró alrededor y advirtió que la observaba mucha gente. Le daba la impresión de que estaba allí toda la Novena Caverna y, efectivamente, nadie parecía tener miedo. Le pareció que la juzgaban, convencida de que no se atrevería a volver a mirar a la cara a ninguna de aquellas personas si no se acercaba al lobo. Miró a su hijo, el niño por quien siempre había sentido unas emociones tan conflictivas. Lo quería más que a nada en el mundo y a la vez se avergonzaba por el hecho de haber sido ella quien le había dado la vida.
–Adelante, madre –la animó Lanidar–. Yo ya lo conozco. Finalmente, Mardena dio un paso hacia la mujer y el lobo, y después otro. Ayla le cogió la mano y, sosteniéndola entre las suyas, la aproximó al hocico del animal. Hasta ella podía oler su miedo, pero la mujer hizo acopio de valor y miró a Lobo. Ayla pensó que el animal seguramente percibía más su propio olor que el de Mardena. Entonces guió la mano de la mujer para que tocase el pelo del animal.
–La piel del lobo es un poco áspera, pero verás cómo la de la cabeza es muy suave –dijo Ayla soltándole la mano.
Mardena la mantuvo un momento sobre la cabeza del lobo y enseguida la apartó.
–¿Lo ves, mujer, que no es para tanto? –dijo Denoda–. A veces haces una montaña de un grano de arena.
–Venid a tomar una infusión –sugirió Marthona–. Es una combinación muy buena que prepara Ayla. Para celebrar que veníais hemos hecho carne asada en un horno de piedra. Ya casi está lista.
Ayla caminaba junto a Mardena y Lanidar.
–Os habéis tomado muchas molestias para una comida matutina –comentó Mardena, poco acostumbrada a ser tratada con generosidad.
–Ha colaborado todo el mundo –dijo Ayla–. Cuando anuncié que te había invitado y que quería cavar un horno para preparar la comida, se decidió aprovechar la ocasión para hacer uno que fuera lo suficientemente grande para todos; era algo que de todos modos querían hacer y ésta ha sido una buena oportunidad. He preparado unos platos que aprendí de pequeña. Tienes que probar el urogallo; el ave que cacé ayer con el lanzavenablos. Pero si no te gusta hay otras muchas cosas. Durante el Viaje descubrí que hay muchas maneras de guisar los alimentos y que no todo el mundo tiene los mismos gustos.
–Bienvenida a la Novena Caverna, Mardena –saludó una mujer.
¡Era la Primera Entre Quienes Servían a La Madre! Mardena no creía haber hablado nunca con ella, salvo como una miembro más de la comunidad cuando participaban todos en las ceremonias.
–Saludos, Zelandoni Que Es La Primera –dijo Mardena un poco nerviosa por hablar con la corpulenta mujer sentada en un taburete. Era parecido al que utilizaba en el alojamiento de la zelandonia, pero lo dejaba en el campamento para cuando iba a pasar un rato con su Caverna.
–Y bienvenido tú también, Lanidar –dijo la Primera. Cuando se dirigió a su hijo, la donier habló con un afecto que Mardena no le había notado jamás–. Pero me han dicho que tú ya viniste ayer.
–Sí, Ayla me enseñó los caballos.
–También me han explicado que silbas muy bien. –comentó Zelandoni.
–Ayla me enseñó a imitar los trinos de algunos pájaros.
–¿Me enseñarás cómo lo haces?
–Si quieres... He practicado el de la alondra –dijo el muchacho, y entonces imitó el hermoso canto del pájaro. Todo el mundo se volvió a mirar, incluso su madre y su abuela.
–Lo has hecho muy bien, jovencito –dijo Jondalar sonriéndole–. Estás a punto de mejorar la imitación de Ayla.
–La comida está a punto –anunció Proleva–. ¡Todo el mundo a comer!
Ayla guió primero a los tres invitados a las bandejas de hueso y madera apiladas y les pidió que se sirviesen. Después los demás se pusieron en fila. Normalmente, todos los que vivían en un mismo alojamiento compartían la comida matutina, pero aquélla sería la primera de una serie de comidas en las que participaría no sólo la propia Caverna, sino otros amigos y parientes. Habría asimismo ocasiones en las que toda la Asamblea Estival se reuniría para un banquete, pero esa clase de celebraciones exigían mucha organización y planificación. Una de esas ocasiones sería el banquete de la ceremonia matrimonial.
Cuando todos acabaron de comer, algunos se fueron para dedicarse a otras actividades, pero la mayoría se quedaron un rato a charlar con los invitados. Mardena estaba algo nerviosa con tantas atenciones, pero a la vez se sentía a gusto por la deferencia. No recordaba que nunca la hubieran tratado tan bien. Proleva fue a hablar con ella, su hijo y su madre, y después de cruzar unas palabras con Mardena y Denoda, se dirigió a Ayla:
–Ya lo recogeremos nosotras todo, Ayla. Me parece que tú tienes que hablar con Mardena.
–Sí. ¿Os apetecería a ti, a Lanidar y a Denoda, si ella quiere, ir a dar un paseo conmigo?
–¿Adónde vamos? –preguntó Mardena adoptando una actitud alerta.
–A ver a unos caballos –contestó Ayla.
–¿Puedo acompañaros? –preguntó Folara–. Si no quieres, no importa; pero me apetece ir porque hace mucho que no veo a los caballos.
Ayla sonrió.
–Claro que puedes venir –dijo.
Pensó que sería más fácil convencer a Mardena de que dejara a Lanidar vigilar a los caballos si veía a otra persona conocida que no les tenía miedo. Buscó al niño con la mirada y lo vio con Lanoga, que llevaba a Lorala en brazos. Estaban hablando animadamente. El hijo de dos años de Tremeda estaba en el suelo, a su lado. Cuando iban hacia ellos, Mardena preguntó:
–¿Quién es esa niña? ¿O es una mujer? Parece muy joven para tener un hijo tan mayor.
–Es demasiado joven, desde luego. Ni siquiera ha celebrado aún los Primeros Ritos –explicó Ayla–. Es la hermana del pequeño de dos años y del bebé, pero para ellos Lanoga es como una madre.
–No lo entiendo –dijo Mardena.
–Debes haber oído hablar de Laramar, ¿no? Es uno de los que hacen barma –explicó Folara.
–Sí –contestó Mardena.
–Todo el mundo ha oído hablar de él –añadió Denoda.
–Entonces también habrás oído hablar de su compañera, Tremeda. Bebe a todas horas la barma que él prepara, y tiene un hijo tras otro, de los cuales no quiere ocuparse –continuó Folara indignada.
–O no puede –matizó Ayla–. Da la impresión de que es incapaz de dejar de beber barma.
–Laramar también bebe demasiado y es igual de irresponsable. Ni siquiera se preocupa de los hijos de su hogar –lamentó Folara, añadiendo a sus palabras cierto desprecio–. Ayla descubrió que a Tremeda se le había retirado la leche y que Lanoga intentaba alimentar a Lorala con raíces chafadas porque era lo único que sabía hacer. Consiguió que unas cuantas madres accediesen a amamantar al bebé, pero Lanoga ha continuado cuidándose de la pequeña, al igual que de los otros hijos de Tremeda. Ayla le enseñó a preparar otros alimentos que los bebés pueden comer, y ella misma lleva a Lorala a las otras madres para que le den de mamar. Es una niña sorprendente, y algún día será una compañera y una madre extraordinaria, pero a saber si encontrará pareja. Laramar y Tremeda tienen el rango más bajo de nuestra Caverna ¿quién querrá emparejarse con la hija de ese hogar?
Mardena y Denoda miraban fijamente a la parlanchina muchacha. A todo el mundo le gustaba el cotilleo, pero normalmente nadie hablaba con tanta franqueza de las personas que avergonzaban a la propia Caverna. El rango de Denoda había caído en picado desde que su hija había tenido a Lanidar y su compañero había cortado el nudo. No eran las de rango más bajo, pero poco les faltaba. No obstante, su Caverna era más pequeña. Ser el último de una caverna tan numerosa como la Novena era tener muy poco rango. «Pero aunque Lanidar tuviera una posición más alta, le costaría encontrar pareja por culpa de su limitación», pensó Denoda.
–¿Quieres venir a ver a los caballos, Lanidar? –preguntó Ayla cuando estaban ya cerca de ellos–. Tú también puedes venir, Lanoga.
–No, no puedo. Esta vez le toca a Stelona dar de mamar a Lorala, y ya tiene hambre. No he querido darle demasiada comida hasta que haya amamantado.
–Quizá en otro momento. –dijo Ayla sonriéndole afectuosamente–. ¿Estás listo, Lanidar?
–Sí –contestó él, y se volvió hacia la niña–. He de irme, Lanoga.
Ella le sonrió tímidamente, y él le devolvió la sonrisa. Al pasar junto a su alojamiento, Ayla dijo:
–Lanidar, ¿puedes traerme aquel cuenco? Tiene comida para los caballos: trozos de zanahoria y un poco de grano.
El niño corrió a buscarlo.
Al ver a Lanidar llevar el cuenco sosteniéndolo entre el brazo atrofiado y el cuerpo, se acordó de Creb cuando aguantaba un recipiente con pasta de ocre rojo entre el cuerpo y el brazo que le habían amputado por el codo, justo antes de poner nombre al hijo de Ayla y aceptarlo en el Clan. El recuerdo le provocó una sonrisa agridulce. Mardena, que la miraba, advirtió su expresión. Denoda también la vio.
–Has mirado a Lanidar con una sonrisa muy extraña –comentó.
–Me recuerda a alguien que conocí –respondió Ayla–, un hombre a quien le faltaba la parte inferior del brazo. Lo había atacado un oso cavernario cuando era niño. Su abuela era curandera y tuvo que cortarle el brazo porque estaba envenenándole el cuerpo. Se habría muerto si no se le hubiera amputado.
–¡Qué desgracia! –exclamó Denoda.
–Sí, desde luego. Por culpa de ese mismo ataque, también perdió un ojo y tenía dolores en una pierna, por lo que siempre tenía que andar apoyándose en un bastón.
–¡Pobre hombre! –dijo Mardena–. Supongo que tuvieron que cuidar de él durante el resto de su vida.
–No. Hizo una valiosa aportación a la comunidad.
–¿Cómo? ¿Qué hizo?
–Se convirtió en un gran hombre, un Mog–ur, que es como un Zelandoni, y lo reconocían como Primero. Él y su hermana fueron quienes cuidaron de mí al morir mi familia. Era el hombre de mi hogar y yo lo quería mucho –explicó Ayla.
Mardena la miraba con la boca boquiabierta. Le costaba creer lo que le contaba, pero ¿por qué había de mentirle?
Mientras Ayla hablaba, Denoda se fijó en su extraño acento, pero aquella historia la llevó a comprender por qué parecía haberle tomado afecto a Lanidar. «Cuando se empareje estará relacionada con personas muy poderosas, y si a ella le cae bien el niño, puede ayudarlo mucho. Esta mujer puede ser un golpe de suerte para Lanidar», pensó.
El niño había estado escuchando. «Quizá pueda aprender a cazar –se dijo–, aunque sólo tenga un brazo sano. Tal vez pueda aprender a hacer alguna otra cosa aparte de recoger bayas».
Se acercaban a una construcción semejante a un cercado que no parecía demasiado consistente. Estaba hecha de estacas largas y delgadas, bastante rectas, de aliso y sauce, atadas en forma de aspas horizontales con otras estacas colocadas por encima. Había otros maderos más cortos y robustos clavados en tierra. Los espacios entre ellos se habían llenado de matorrales y ramas secas. Si, por ejemplo, una manada de bisontes, o incluso un solo macho –con sus dos metros de altura hasta la joroba del lomo, y cuernos negros y largos– lo embistiera, el cercado no resistiría. Incluso los caballos habrían podido derribarlo si se lo hubieran propuesto.
–¿Te acuerdas de cómo era el silbido para llamar a Corredor, Lanidar? –preguntó Ayla.
–Sí, me parece que sí –contestó el niño.
–¿Por qué no lo llamas, a ver si viene?
Lanidar emitió el estridente silbido. Enseguida los dos caballos, la yegua detrás del joven corcel, aparecieron tras unos árboles que rodeaban la pequeña cascada, y se acercaron trotando. Se detuvieron en la cerca y observaron cómo se aproximaban los humanos. Whinney relinchó y Corredor se encabritó. Ayla les respondió con un característico relincho que era el sonido con el que originalmente llamaba a su caballo, y los dos animales respondieron.
–Si sabe relinchar como un caballo –elogió Mardena.
–Ya te lo dije, madre –dijo Lanidar.
Lobo corrió y entró fácilmente en el interior del cercado. Se sentó ante la yegua y ella bajó la cabeza en un gesto semejante a un saludo. A continuación, Lobo se aproximó al corcel, se tendió en una juguetona postura, con la cola en alto y gruñó. Corredor relinchó, y después ambos animales se rozaron los hocicos. Ayla sonrió y entró en el cercado agachándose por debajo de las maderas. Abrazó a la yegua por el cuello, se dio la vuelta y acarició al corcel que se había acercado a reclamar su atención.
–Espero que os guste más el cercado que tener que llevar los cabestros y las cuerdas todo el tiempo. Ojalá pudiera dejaros correr libremente, pero no creo que sea seguro con tanta gente cazando por los alrededores. Hoy he traído visitas y es importante que cooperéis y os portéis bien. Quiero que el niño que silba os vigile, pero su madre está preocupada por él porque os tiene un poco de miedo –explicó Ayla en la lengua que se había inventado cuando vivía sola en el valle.
Se componía de sonidos y gestos del Clan, algunos de los ruidos cariñosos que ella y su hijo se dirigían cuando el niño era un bebé y estaban solos, y algunas onomatopeyas con las que imitaba a los animales que conocía, incluidos los bufidos y relinchos de los caballos. Sólo ella sabía lo que decía, pero de todos modos seguía haciendo servir aquella lengua para hablar con los caballos. Dudaba que la comprendieran del todo, por más que algunos sonidos y gestos sí tuvieran sentido para ellos, porque Ayla los empleaba como señales y para indicar direcciones. Pero los caballos, sobre todo, sabían que era la manera que tenía ella de hablarles y le respondían escuchando.
–¿Qué hace? –preguntó Mardena a Folara.
–Habla con los caballos. Lo hace con frecuencia.
–¿Qué les dice? –preguntó Mardena.
–Tendrás que preguntárselo tú –dijo Folara.
–¿Y saben los caballos lo que dice? –preguntó Denoda–. Yo no entiendo nada de nada.
–No lo sé –respondió Folara–, pero parece que la escuchan.
Lanidar se había aproximado a la cerca y la observaba con atención. «Ella los trata como amigos, más bien como si fueran de la familia –pensó–, y ellos la tratan de la misma manera.» Pero se preguntaba de dónde había salido el cercado. El día antes no estaba allí. Cuando Ayla acabó de hablar con los caballos y se dio media vuelta para hablar con ellos, Lanidar le preguntó:
–¿Quién ha levantado el cercado? Ayer no estaba.
Ayla sonrió.
–Ayer se reunió un grupo de gente y lo hizo –respondió.
Cuando Ayla volvió a comer con la Decimonovena Caverna, comentó con Joharran que quería construir un cercado para los caballos y le explicó la razón. Joharran se encaramó al taburete de Zelandoni y comunicó a los demás el deseo de Ayla de construir un lugar seguro para los caballos. Aún estaba presente casi toda la gente que había asistido a la reunión, como también muchas personas de la Novena Caverna. Le hicieron muchas preguntas, como por ejemplo si debía ser muy resistente, y se plantearon diversas propuestas. Al cabo de un rato, unos cuantos se encaminaron hacia el prado y empezaron a construir la valla. Quienes no pertenecían a la Novena Caverna fueron porque sentían curiosidad por los caballos, mientras que los que eran de la Novena participaron porque no querían que nadie les hiciera daño o los matara. Eran una novedad que aportaba distinción a la Caverna.
Ayla se sintió tan agradecida que no supo qué decir. Les dio las gracias, pero le parecía que con eso no bastaba; tenía la sensación de estar en deuda con los Zelandonii, una deuda que nunca sabría cómo pagar. El trabajo en equipo unía a las personas, y le parecía que a raíz de eso conocía mejor a algunas de ellas. Joharran había comentado que quería incluir a los caballos en la cacería, prevista para la mañana siguiente. Ayla y Jondalar montaron entonces a lomos de los caballos y demostraron cómo los dominaban, lo cual hizo más aceptable la propuesta de Joharran. Si la cacería iba bien, la ceremonia matrimonial se celebraría como de costumbre un día después, pero como Dalanar y los Lanzadonii aún no habían llegado, estaban dispuestos a esperar unos días, pese a que algunos empezaban a impacientarse.
Ayla puso los cabestros a los caballos y los dejó salir del cercado por una puerta que había ingeniado Tormaden de la Decimonovena Caverna. Había cavado un agujero al lado de una de las estacas de apoyo para que sirviera de base a otra a la que había atado la puerta mediante una lazada de cuerda. Otras lazadas hacían las veces de bisagras. Ayla empezaba a sentirse muy unida a la Decimonovena Caverna.
Cuando acercó más a los caballos, Mardena retrocedió rápidamente. De cerca eran mucho más grandes. Folara ocupó su lugar de inmediato.
–No he visto a los caballos con tanta frecuencia como habría deseado –declaró acariciando la cara a uno–. Todo el mundo estuvo muy ocupado con la cacería de bisontes en que murió Shevonar, y después con el funeral y los preparativos para venir aquí. Me dijiste que un día me dejarías montar.
–¿Quieres intentarlo ahora? –propuso Ayla.
–¿Puedo? –preguntó ella con los ojos brillantes de emoción.
–Déjame ir a buscar una manta para Whinney. ¿Por qué no les dais de comer, mientras tanto, tú y Lanidar? Él lleva un poco de comida en un cuenco.
–No sé si Lanidar debería acercarse tanto... –protestó débilmente Mardena.
–Ya está cerca, hija –dijo Denoda.
–Pero está ella...
–Madre, ya les di de comer ayer –dijo Lanidar–. Me conocen, y como ves, también a Folara.
–No le harán ningún daño –aseguró Ayla–, y yo no me voy muy lejos.
Señaló un montón de rocas próximas a la puerta. Era un mojón para los viajeros que había erigido allí Kareja. Ayla sólo tenía que sacar cuatro piedras para acceder a un espacio en el interior donde guardaba algunas cosas, como, por ejemplo, una manta de piel. Las piedras estaban superpuestas de tal modo para que la lluvia bajara desde lo alto sin filtrarse. La jefa de la Undécima Caverna le había enseñado cómo volverlas a colocar para que el interior se conservase seco. Había mojones semejantes en distintos recorridos muy utilizados que contenían materiales de urgencia para hacer fuego o ropa de abrigo o comida seca. En algunos había un poco de todo. No obstante, los mojones con comida eran destruidos con mayor frecuencia. Los osos, los glotones o los tejones, que eran los ladrones más habituales, 1os estropeaban y lo esparcían todo.
Ayla dejó a los demás con los caballos. Cuando llegó al mojón, miró atrás con disimulo. Folara y Lanidar estaban dando de comer con la mano a los grandes herbívoros, mientras Mardena observaba desde detrás, nerviosa y preocupada, y Denoda contemplaba tranquilamente la escena. Cuando regresó junto a ellos, ató con destreza la manta al lomo de Whinney y luego guió a la yegua hacia una roca.
–Súbete a la roca, Folara, y después pasa una pierna por encima del lomo y ponte cómoda –indicó Ayla–. Puedes agarrarte a la crin. Yo sujetaré a Whinney para que no se mueva.
Folara se sintió un poco torpe, sobre todo recordando la agilidad con la que montaba Ayla, pero lo consiguió, y una vez sentada en lo alto del animal, dijo muy contenta:
–¡Estoy montada en un caballo!
Ayla vio que Lanidar la miraba con ojos de envidia. «Más tarde –pensó–. No hace falta que pongamos aún más nerviosa a tu madre».
–¿Estás preparada?
–Sí, me parece que sí–contestó Folara.
–Tómatelo con calma, y si hace falta, te agarras fuerte a la crin, pero ya verás como no es necesario –dijo Ayla.
Inició el paseo, tirando de la yegua mediante el cabestro, pese a que sabía que Whinney la seguiría de todos modos.
Al principio Folara se agarró con fuerza a la crin y se sentó muy rígida, saltando sobre el lomo cada vez que la yegua avanzaba, pero al cabo de un rato, se dejó llevar un poco más y comenzó a anticipar el paso del caballo y a acomodarse a él. Al final incluso soltó la crin.
–¿Quieres probar tú sola? Te doy el cabestro.
–¿Tú crees que puedo?
–Inténtalo, y si quieres bajar, me lo dices. Cuando quieras que Whinney corra, échate hacia delante –explicó Ayla–, y abrázate a su cuello si tienes miedo de caerte, y cuando quieras que vaya más despacio, incorpórate un poco.
–De acuerdo –dijo Folara–. Lo intentaré.
Mardena se quedó paralizada cuando Ayla puso el cabestro en manos de Folara.
–Adelante, Whinney –ordenó haciendo una seña al caballo para que fuera despacio.
Whinney empezó a caminar por el prado. Había llevado sobre su lomo a personas desconocidas y sabía que debía ir poco a poco, sobre todo la primera vez. Cuando Folara se inclinó un poco hacia delante, Whinney apretó el paso, pero no mucho. Ella se inclinó un poco más, y Whinney empezó a trotar. Era una yegua muy pacífica, pero el trote agitó a Folara más de lo que se esperaba. Enseguida se incorporó y Whinney redujo la marcha. Cuando ya estaban un poco lejos, Ayla silbó para hacer volver a la yegua. Folara hizo acopio de valor y volvió a inclinarse hacia delante, y esta vez aguantó el trote hasta que llegaron y la yegua se detuvo. Ayla guió a la yegua hacia la roca y la obligó a estarse quieta para que Folara pudiera bajar.
–¡Me ha encantado! –exclamó la muchacha llena de entusiasmo. Lanidar sonreía viéndola tan ilusionada.
–¿Lo ves, madre? –dijo el niño–. Se puede montar sobre el lomo de estos caballos.
–Ayla, ¿por qué no haces una demostración a Mardena y Denoda de lo que puedes hacer? –sugirió Folara.
Ayla saltó con agilidad sobre el caballo y lo guió hacia el centro del prado a un trote rápido, seguida de cerca por Corredor y Lobo. Le hizo la seña de galope, y la yegua corrió a toda velocidad por el campo. Trazó un amplio círculo, regresó reduciendo el paso a medida que se acercaba, y se detuvo. Ayla pasó la pierna por encima del lomo y saltó a tierra. Las dos mujeres y el niño la contemplaban boquiabiertos.
–¡Vaya, ahora entiendo por qué algunos quieren montar sobre el lomo de un caballo! –comentó Denoda–. Si fuera más joven me gustaría probarlo.
–¿Cómo es que dominas de esa manera a los animales? –preguntó Mardena–. ¿Es magia?
–No, que va. Puede hacerlo cualquiera con un poco de práctica.
–¿Cómo se te ocurrió subirte a un caballo? ¿Cómo empezaste? –preguntó Denoda.
–Maté a la madre de Whinney para alimentarme y hasta que no era ya muy tarde no me di cuenta de que estaba amamantando a una cría. Cuando vi las hienas que iban tras la potranca no pude permitirlo; no resisto a esas bestias repugnantes, y las ahuyenté. Después de eso comprendí que no tenía más remedio que cuidar de la potranca –les explicó cómo había salvado a la pequeña yegua de las hienas y la había criado, y que a partir de ese momento habían ido conociéndose–. Un día monté sobre su lomo, y cuando se puso a correr, me agarré con fuerza. Y eso es todo. Cuando finalmente se detuvo y bajé, no me lo podía creer. Había sido como volar con el viento de cara. Volví a probarlo enseguida, y pese a que al principio no tenía el menor dominio, al cabo de un tiempo aprendí a dirigirla. Va adonde yo le digo; me obedece. Es mi amiga y creo que le gusta llevarme.
–Sin embargo, algo así no es nada –comentó Mardena–. ¿Nadie te puso ningún inconveniente?
–No había nadie que pudiera hacer tal cosa –respondió Ayla–. Estaba sola.
–Me habría dado miedo vivir sola, sin nadie –dijo Mardena. Se moría de curiosidad y quería hacer más preguntas, pero antes de que pudiera hablar, oyeron un grito y vieron que se acercaba Jondalar.
–¡Ya estan aquí! –anunció–. ¡Dalanar y los Lanzadonii han llegado!
–¡Qué bien! –exclamó Folara–. Tengo muchas ganas de verlos.
Ayla sonrió encantada.
–A mí también me hace mucha ilusión –se volvió hacia los visitantes–. Tendremos que volver al campamento. Ha llegado el hombre del hogar de Jondalar, a tiempo para nuestra ceremonia matrimonial.
–Naturalmente –dijo Mardena–. Nos vamos ahora mismo.
–Pues a mí me gustaría saludar a Dalanar antes de irme, hija –dijo Denoda–. Nos conocemos desde hace tiempo.
–Cómo no –dijo Jondalar–. Se alegrará de verte.
–Pero antes de que os vayáis quiero preguntarte si permitirás que Lanidar venga a vigilar a los caballos cuando yo esté fuera, Mardena –preguntó Ayla–. Lo único que ha de hacer es comprobar que todo va bien y venir a buscarme si surge algún problema. Se lo agradecería mucho. Me daría mucha tranquilidad no tener que preocuparme continuamente por ellos.
Se volvieron y vieron que el niño estaba acariciando el corcel y dándole trozos de zanahoria.
–Como puedes ver, no van a hacerle ningún daño –dijo Ayla.
–Bien, supongo que puede hacerlo –dijo Mardena.
–¡Oh, madre, gracias! –exclamó Lanidar sonriente. Mardena no había visto nunca tan feliz a su hijo.
–¿Dónde está ese hijo tuyo, Marthona? Ese que dicen que se parece tanto a mí... Bueno, a mí cuando era un poco más joven –dijo el hombre alto de cabello largo y rubio recogido detrás en una coleta. Tendió las dos manos y sonrió afectuosamente. Se conocían demasiado para andarse con muchas formalidades.
–Cuando te ha visto venir, ha corrido a buscar a Ayla –contestó Marthona cogiéndole las manos e inclinándose para rozarle las mejillas con las suyas–. «Puede que esté envejeciendo, pero sigue tan apuesto y encantador como siempre», pensó. Enseguida lo tendrás aquí, Dalanar, de eso puedes estar seguro. Jondalar ha estado esperándote impaciente desde que llegamos.
–¿Y cómo está Willamar?. He sentido mucho la muerte de Thonolan. Le tenía mucho cariño a ese muchacho. Deseo expresaros mi pesar a los dos.
–Gracias, Dalanar –respondió Marthona–. Willamar está en el campamento principal hablando con una gente sobre una misión comercial. A él le dolió especialmente la noticia de Thonolan. Siempre tuvo fe en que el hijo de su hogar regresaría. Sinceramente, yo ya los había dado a los dos por perdidos. Cuando vi aparecer a Jondalar, por un momento pensé que eras tú. Apenas podía creer que mi hijo había vuelto a casa. Y cuántas sorpresas me ha traído, la mayor de todas Ayla con sus animales.
–Sí, son impresionantes. ¿Sabías que vinieron a visitarnos camino hacia aquí? –dijo la mujer que se hallaba junto a Dalanar.
Marthona la miró. La compañera de Dalanar era la persona más rara que Marthona, o cualquier otro Zelandonii, habían visto jamás. Era menuda, sobre todo en comparación con su compañero; si él extendía su brazo, ella podía pasar por debajo sin tener que agacharse. Su cabello largo y lacio, recogido detrás en un moño, era tan negro y lustroso como el ala de un cuervo, aunque vetas grises aclaraban los lados; pero lo más deslumbrante era su rostro. Era redondo, de nariz pequeña y respingona, pómulos anchos y ojos oscuros que parecían rasgados debido al pliegue epicanto de sus párpados. Tenía la piel clara, quizá un poco más oscura que la de su compañero, si bien a medida que avanzara el verano las caras de ambos se oscurecerían a causa del sol.
–Sí, nos dijeron que teníais planeado venir a la Asamblea Estival –dijo Marthona después de saludar a la mujer–. Según tengo entendido, Joplaya se emparejará también. Habéis llegado justo a tiempo, Jerika. Todas las mujeres que van a emparejarse, junto con sus madres, han de reunirse esta tarde con la zelandonia. Como la madre de Ayla no está aquí, yo la acompañaré. Si no estáis demasiado cansadas, tú y Joplaya deberíais ir.
–Creo que podremos, Marthona –dijo Jerika–. ¿Tenemos tiempo para plantar antes nuestros alojamientos?
–No veo por qué no. Todos os ayudarán –respondió Joharran– si no tenéis inconveniente en acampar aquí, junto a nosotros.
–Y hoy no será necesario que cocinéis. Hemos tenido invitados esta mañana, y ha sobrado mucha comida –informó Proleva.
–Será un placer acampar al lado de la Novena Caverna –dijo Dalanar–, pero ¿por qué habéis elegido este sitio? Joharran, por lo general prefieres estar en el centro de la zona principal.
–Cuando llegamos, allí estaban ya ocupados 1os sitios mejores y era difícil encontrar sitio, sobre todo para una Caverna tan grande como la nuestra. Además, no queríamos estar hacinados. Buscamos en los alrededores y encontramos este lugar que me gusta más –declaró Joharran–. ¿Veis esos árboles? Son sólo el comienzo de un bosque de tamaño considerable, con mucha leña. Este riachuelo también empieza allí, en un manantial de agua clara. Cuando el agua de los demás lleve ya tiempo turbia y revuelta, nosotros tendremos aún agua limpia. Además, también hay un agradable estanque. A Jondalar y Ayla también les gusta más este lugar, porque hay espacio para los caballos. Les hemos hecho un cercado río arriba. Ayla está allí con sus invitados.
–¿Quiénes son esos invitados? –preguntó Dalanar. No pudo reprimir su curiosidad por saber a quién habría invitado Ayla.
–¿Recuerdas a esa mujer de la Decimonovena Caverna que dio a luz a un niño con el brazo deforme? Se llama Mardena. Su madre es Denoda –dijo Marthona.
–Sí, la recuerdo –contestó Dalanar.– El hijo, Lanidar, tiene ya casi doce años –pro–siguió la mujer–. Aún no estoy muy segura de cómo ocurrió, pero creo que vino aquí para alejarse de tanta gente y quizá de las burlas de otros chicos. Supongo que alguien le contó que aquí había caballos. Lógicamente, al igual que todo el mundo, Lanidar quiso verlos. Al parecer, Ayla se encontró con él y decidió pedirle que le ayudara a vigilar a los caballos. Habiendo aquí tanta gente, le preocupa que alguien, sin darse cuenta de lo especiales que son esos animales, intente cazarlos. Sería fácil, porque no se asustan de las personas.
–Es verdad –dijo Dalanar–. Es una lástima que no podamos amansar de ese manera a todos los animales.
–Ayla no pensó que la madre del chico pudiera oponerse pero, por lo visto, es muy protectora –explicó Marthona–. Ni siquiera está dispuesta a dejarle aprender a cazar. Cree que su hijo no sería capaz de hacerlo. Así que Ayla invitó al chico, a su madre y a su abuela para enseñarles los caballos e intentar convencer a Mardena de que no le harán daño. Y aunque Lanidar sólo tenga un brazo sano, Ayla está decidida a enseñarle a usar el nuevo lanzavenablos de Jondalar.
–Es muy testaruda –comentó Jerika–. Me di cuenta de eso, pero no es mala persona.
–No, no lo es, y sabe defenderse, y tiene valor para salir en defensa de los demás –afirmó Proleva.
–Ahí vienen –anunció Joharran.
Vieron aun grupo de personas y un lobo que se acercaban. Jondalar iba a la cabeza y su hermana justo detrás. Todos habían caminado al paso de los más lentos, pero cuando Jondalar vio a Dalanar, echó a correr. El hombre de su hogar avanzó hacia él. Se estrecharon las manos y luego se abrazaron. Dalanar rodeó los hombros de Jondalar con un brazo y, juntos, se encaminaron hacia el grupo.
El parecido entre ambos era asombroso. Podrían haber sido el mismo hombre en dos etapas distintas de la vida. El más viejo tenía la cintura un poco más ancha y el cabello algo más ralo en la coronilla, pero sus caras eran idénticas, si bien la frente del más joven no presentaba tan pronunciadas arrugas, y los carrillos del mayor empezaban a verse más blandos. Eran de igual estatura, tenían el mismo andar y se movían igual. Incluso sus ojos eran del mismo tono de intenso azul glaciar.
–No hay duda de qué espíritu eligió la Madre cuando lo creó –comentó Mardena en voz baja a su madre, señalando a Jondalar con un gesto de la cabeza mientras los invitados se acercaban al campamento.
Lanidar vio a Lanoga y fue a hablar con ella.
–En su juventud, Dalanar era igual que Jondalar, y no ha cambiado mucho –dijo Denoda–. Es aún un hombre muy apuesto.
Mardena observó con mucho interés mientras Ayla y Lobo recibían los saludos de los recién llegados. Saltaba a la vista que todos se conocían ya, pero no pudo evitar fijarse especialmente en algunas de aquellas personas. La mujer menuda de cabello negro y cara peculiar parecía estar con el hombre alto y rubio de cierta edad que se parecía a Jondalar, y quizá fuese su compañera.
–¿De qué lo conoces, madre? –preguntó Mardena.
–Fue el hombre de mis Primeros Ritos –respondió Denoda–. Después, rogué a la Madre que me bendijera con un hijo de su espíritu.
–¡Madre! Ya sabes que eso es demasiado pronto para que una mujer conciba un hijo –recordó Mardena.
–Eso me traía sin cuidado –repuso Denoda–. Sabía que a veces una joven quedaba encinta poco después de los Primeros Ritos, cuando era finalmente una mujer plena y capaz de acoger el espíritu de un hombre. Tenía la esperanza de que él me prestara más atención si pensaba que yo llevaba dentro un niño de su espíritu.
–Bien sabes que a un hombre no se le permite acercarse a una mujer a la que ha iniciado como mínimo hasta un año después de los Primeros Ritos, madre –dijo Mardena, sorprendida por la confesión de su madre. Nunca antes le había hablado de ese modo.
–Sí, lo sé, y él nunca lo intentó, aunque tampoco me eludió, y siempre fue amable conmigo cuando nos veíamos, pero yo no podía conformarme con eso. Durante mucho tiempo sólo pude pensar en él –prosiguió Denoda–. Más tarde conocí al hombre de tu hogar. El mayor dolor de mi vida es que muriera tan joven. Me habría gustado tener más hijos, pero la Madre decidió no darme más, y probablemente fue lo mejor. Ocuparme de ti yo sola fue muy duro. Ni siquiera tenía una madre que me ayudara, aunque algunas mujeres de la Caverna me echaban a veces una mano cuando eras pequeña.
–¿Por qué no buscaste otro hombre al que unirte? –preguntó Mardena.
–¿Por qué no lo buscaste tú? –contraatacó su madre.
–Ya sabes por qué. Teniendo a Lanidar, ¿quién podía interesarse en mí?
–No cargues a Lanidar con las culpas –reprochó Denoda–. Siempre dices lo mismo, pero en realidad nunca lo intentaste, Mardena. No querías que volvieran a hacerte sufrir. Pero aún no es demasiado tarde.
No vieron al hombre que se acercaba.
–Cuando Marthona me ha hablado de los visitantes que ha tenido esta mañana la Novena Caverna, uno de los nombres me ha resultado familiar. ¿Cómo estás, Denoda? –saludó Dalanar cogiendo las manos de la mujer entre las suyas e inclinándose para rozarle las mejillas como si fuera una amiga querida.
Mardena vio sonrojarse un poco a su madre mientras sonreía al hombre alto y apuesto, y tuvo la impresión de que todo su cuerpo cambiaba, adoptando una actitud más femenina, sensual. De pronto vio a su madre bajo una nueva luz. El hecho de que fuera abuela no significaba que fuese realmente vieja. Probablemente algunos hombres la encontrarían atractiva.
–Ésta es mi hija, Mardena de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii –dijo Denoda–, y mi nieto anda por ahí.
Dalanar ofreció las manos a la mujer más joven. Ella las aceptó y alzó la vista para mirarlo.
–Saludos, Mardena de la Decimonovena Caverna de los Zelandonii, hija de Denoda de la Decimonovena Caverna. Es un placer conocerte. Yo soy Dalanar, jefe de la Primera Caverna de los Lanzadonii. En nombre de la Gran Madre Tierra, Doni, te hago saber que serás siempre bien recibida en nuestro campamento. Y también en nuestra Caverna, claro está.
Mardena se puso nerviosa ante la calidez de su saludo. Pese a que Dalanar tenía edad más que suficiente para ser el hombre de su hogar, se sintió atraída por él. Incluso creyó advertir cierto énfasis en la palabra «placer» que la indujo a pensar en el Don del Placer de la Madre. Nunca se había sentido tan abrumada por un hombre en la vida.
Dalanar miró alrededor y vio a una mujer alta y joven.
–Joplaya –la llamó, y luego se volvió y habló a Denoda–. Desearía que conocieras a la hija de mi hogar.
Mardena quedó asombrada al ver a la joven que se acercó. Su aspecto no era tan raro como el de la mujer menuda, pero tenía cierto parecido con ella, lo que la hacía casi más extraña. Tenía el pelo casi negro pero con mechones claros. Pese a los altos pómulos, su cara no era tan redonda ni tan chata como la mujer menuda, y su nariz se parecía más a la del hombre, aunque era más delicada. Sus cejas eran por completo negras y suavemente arqueadas. Las pestañas oscuras y tupidas realzaban el contorno de los ojos, que aunque eran similares en la forma a los de su madre, tenían otro color, el inconfundible azul de los ojos del hombre que se hallaba a su lado. No obstante, en los de Joplaya se percibía un brillante matiz verdoso.
Mardena no había asistido a la Asamblea Estival en la que la Caverna de Dalanar tomó parte por última vez. El hombre de su hogar la había abandonado recientemente, y ella no tenía ánimos para relacionarse con la gente. Había oído hablar de Joplaya, pero no la conocía. Ahora que por fin la había visto, se veía obligada a reprimir el imperioso impulso que sentía de mirarla. La hija de Dalanar era una mujer de una belleza exótica.
Una vez hubo presentado a Joplaya, y tras el intercambio de saludos y cortesías de rigor, Dalanar y su hija se fueron a hablar con otra gente. Mardena sentía aún la cálida presencia del hombre rubio, y empezaba a entender por qué su madre se había sentido tan cautivada por él. Si hubiera sido el hombre de sus Primeros Ritos, quizá también ella habría quedado igual de hechizada. Pero su hija, aunque encantadora, tenía un aire melancólico, un decaimiento que contradecía el supuesto júbilo de una inminente unión en la ceremonia matrimonial. Mardena no se explicaba por qué alguien que debía estar alegre parecía tan triste.
–Tenemos que irnos, Mardena –dijo Denoda–. No debemos abusar de la hospitalidad de esta gente si queremos que vuelvan a invitarnos. Los Lanzadonii mantienen estrechas relaciones con la Novena Caverna, y hacía muchos años que Dalanar y su Caverna no venían a una Asamblea Estival. Necesitan renovar sus lazos. Vamos a buscar a Lanidar y a dar las gracias a Ayla por habernos invitado.
Los campamentos de la Novena Caverna de los Zelandonii y la Primera Caverna de los Lanzadonii eran, en apariencia, dos campamentos de dos Cavernas distintas, pero en realidad eran un gran campamento de amigos y familiares estrechamente unidos.
Parte 3