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junio 06, 2010
Se ha hecho necesario que yo, ajeno al punzón de bronce o a la pluma de estaño, y cuya única herramienta adecuada es la espada larga y de doble mango, dé a conocer el relato de acontecimientos tan curiosos como lamentables que tuvieron lugar antes de que Commorión fuese abandonada por el rey y su pueblo. En este sentido creo estar bien preparado, ya que salí de la ciudad cuando ya no quedaba nadie, después de desempeñar un importante papel.
Commorión, como todo el mundo sabe, constituyó en tiempos una capital resplandeciente y de altos edificios, formando una corona de mármol y granito para la gran Hyperbórea. Pero en lo que respecta a la causa de su abandono, son tantas y tan falsas las leyendas y relatos que ahora circulan, que yo, viejo soldado, envejecido después de once lustros de servicios públicos, me veo obligado a poner por escrito el relato con la verdad oscurecida por las lenguas y memoria de los hombres. Y hago esto aunque con ello tenga que confesar mi única derrota, mi único fracaso en la realización de un trabajo que se me había encomendado.
Para quienes lean el relato en años venideros y en países futuros, paso a presentarme. Soy Athammaus, el jefe de administración de Uzuldaroum, habiendo ocupado con anterioridad el mismo cargo en Commorión. Ya mi padre, Manghai Thal, estuvo en dicho puesto antes que yo; y la obediencia de mi padre, incluso para con las míticas generaciones de los primeros reyes, han dado como resultado la gran espada de cobre de justicia montada sobre el bloque de madera de eighon.
Perdonad a un hombre anciano si a vuestro parecer se detiene, como solemos hacer los viejos, en recuerdos de Juventud que han recogido para sí la púrpura real de horizontes lejanos y la extraña gloria que ilumina lo irrecuperable en retrospectiva. ¡Ay! Me rejuvenezco cuando recuerdo Commorión, cuando contemplo en esta ciudad gris de años perdidos sus murallas que como montañas sobresalían por encima de la jungla, y sus cúpulas de alabastro. Ciudad opulenta entre las opulentas, soberbia y maestra, Commorión destacaba entre el resto de las orbes que le rendían tributo desde las costas del mar Atlántico hasta las que baña el mar donde se encuentra el inmenso continente Mu; ciudad adonde llegaban los mercaderes desde la lejana Thulan, rodeada por el norte con hielos desconocidos, y por el sur con el reino de Tscho Vulpanomi, cuyos confines colindan con un lago de asfalto hirviendo. Cuán orgullosa y señorial era Commorión, donde hasta sus más humildes moradas parecían palacios en comparación de otras ciudades. Y no se debe, como dicen los relatos que corren actualmente, a la profecía maldita que pronunciara la Sibila Blanca llegada de la isla de nieve conocida como Polarión, que su esplendor y amplitud cedieran ante los viñedos de la jungla y las culebras. Nada más falso; la causa radica en algo más horrible que todo eso, en un terror palpable contra el cual la ley de los reyes, la sabiduría de los astrónomos y el filo de las espadas son igualmente impotentes. Pero no por ello fue fácil el asalto, ni débil la resistencia de sus defensores. Y aunque algunos la hayan olvidado con rapidez, y otros la consideren como parte de un relato de dudosa veracidad, yo nunca dejaré de lamentar a Commorión.
Mi fuerza de antaño está ahora muy reducida, y el tiempo ha bebido insaciablemente de mis venas, tiñendo mis cabellos con las cenizas de soles extinguidos. Pero en los días en que ocurrieron los relatos que ahora narro no había general más valiente y aguerrido que yo en todo Hyperbórea; mi nombre era una amenaza roja, una advertencia que corría de voz en voz entre los malhechores de la ciudad y del campo, y entre los ladrones de tribus despiadadas. Vistiendo el manto púrpura, rojo como la sangre, que era propio de mi cargo, me instalaba cada mañana en la plaza pública, donde todos podían atender y contemplar, para edificación de todos mis hombres, la realización de la tarea que se me había encomendado. Y cada día, el cobre dorado y fuerte de la enorme hoja se oscurecía una y muchas veces con un rico color rojizo. Y a causa de la seguridad de mi brazo, de la infalibilidad de mi vista y del limpio golpe que asestaba, nunca fue necesario repetir la operación, ganándome con ello los honores del rey Loquamethros y la popularidad de los habitantes de Commorión.
Recuerdo perfectamente, a causa de su atrocidad única, los primeros rumores que llegaron a mí durante mi vida en activo, referentes al proscrito Knygathin Zhaum. Dicha persona pertenecía a un pueblo tan desconocido en su origen como desagradable de presencia, conocido como los voormis, y que habitaban en las negras montañas Eiglopheas, a una jornada de camino desde Commorión, y que de acuerdo con sus costumbres tribales moraban en las cuevas de animales menos salvajes que ellos mismos, y a quienes habían exterminado o expulsado. Por lo general se les consideraba poco más que animales, sin duda debido a la gran pilosidad de sus cuerpos, así como por los despiadados ritos y costumbres a que eran tan adictos. La mayor parte de la banda del famoso Knygathin Zhaum fue reclutada entre estos seres, aterrorizando las colinas que colindaban con los montes Eiglopheos, donde a diario protagonizaban actos de rapiña, infames y monstruosos. El saqueo constituía el menor de sus crímenes, y la antropofagia distaba mucho de ser el peor.
Como pronto se verá, los voormis pertenecían a una raza aborigen, cuya herencia étnica era tan oscura como desagradable. Además, se decía que el propio Knygathin Zhaum tenía una rama de antepasados si cabe peor que el resto, ya que por parte materna estaba emparentado con ese extraño dios antropomorfo llamado Tsathoggua, adorado durante los ciclos infrahumanos. También había quienes comentaban entre susurros que su sangre —si se podía calificar como sangre— era más extraña aún, aduciendo un parentesco con los negruzcos huevos próteos que llegaron con Tsathoggua desde los viejos mundos y dimensiones exteriores donde la fisiología y la geometría habían asumido una línea de desarrollo inversa por completo. Y a causa de esta mezcla de tendencias ultracósmicas, se decía que el cuerpo de Knygathin Zhaum, al contrario que el de sus hermanos de tribu, peludos y oscuros, carecía de vello desde la coronilla hasta los talones, y además estaba plagado de lunares negros y amarillos; por otro lado, tenía fama de ser mucho más cruel y astuto que el resto.
Durante mucho tiempo, el susodicho proscrito no fue para mí más que un nombre terrorífico; pero es indudable que pensaba en él con cierto interés profesional. Había muchos que creían que era invulnerable a cualquier arma, y que había escapado de forma incomprensible de más de un calabozo cuyas paredes ningún ser humano hubiera podido ni escalar ni perforar. Pero yo no solía hacer caso de semejantes cuentos, puesto que en mi experiencia oficial nunca me había encontrado con alguien que poseyese dichas propiedades o habilidades. Además, conocía de sobra las supersticiones del pueblo.
Cada día me llegaban nuevos informes entre las preocupaciones de una tarea pesada. Al parecer, este molesto merodeador no se contentaba con la amplia esfera de operaciones que le ofrecían sus montes y los fértiles valles, con ciudades populosas. Sus incursiones se hicieron cada vez más audaces y amplias, hasta que una noche descendió hasta un pueblo tan cerca de Commorión, que casi se lo consideraba como un suburbio. En dicha ocasión, junto con su sucia banda, cometió crímenes indescriptibles por lo monstruoso de su naturaleza, y llevando consigo a numerosos habitantes con propósitos no menos criminales se retiró a sus cuevas en los helados picos Eiglopheos, antes de que la justicia pudiera darles alcance.
A raíz de este acto tan audaz como ofensivo, la ley decidió poner en movimiento todo su poder y vigilancia contra Knygathin Zhaum. Con anterioridad, tanto él como sus hombres dependían de los oficiales locales, pero sus actos habían adquirido tal magnitud que exigían la atención directa del prefecto de Commorión. A partir de entonces, se vigilaron lo más estrechamente posible: se estableció una guardia especial en las ciudades susceptibles de asalto y se prepararon trampas por doquier.
Incluso así, Knygathin Zhaum consiguió escapar una vez tras otra, continuando sus razzias con una frecuencia embarazosa. Fue casi por pura casualidad, o debido a su estupidez, que pudo ser capturado a plena luz del día en una carretera próxima a las afueras de la ciudad. Contrariamente a lo que se esperaba, dada su reconocida ferocidad, no presentó ningún tipo de resistencia, sino que al verse rodeado de arqueros y lanceros armados hasta los dientes, se rindió inmediatamente con una sonrisa oblicua y enigmática, una sonrisa que durante muchas noches perturbaría el sueño de cuantos estaban presentes.
Por razones nunca conocidas, se encontraba completamente solo en el momento de su captura, y ninguno de sus compañeros fue capturado ni entonces ni después. Sin embargo, fue grande la excitación y la alegría en Commorión, ya que todo el mundo sentía curiosidad por contemplar al temido bandido. Más que el resto quizá, era mi interés, ya que con el tiempo la decapitación de Knygathin correría de mi cuenta.
A base de los terribles rumores y leyendas que había oído, y cuya naturaleza acabo de esbozar, yo ya estaba preparado para algo totalmente fuera de lo habitual en cuanto a la personalidad del criminal. Pero incluso a primera vista, cuando le vi camino de la cárcel entre una muchedumbre enardecida, pude darme cuenta de que Knygathin superaba cualquier anticipación por siniestra y desagradable que fuera. Estaba desnudo hasta la cintura, y la piel de algún animal velludo le colgaba hasta las rodillas; pero esos detalles no eran nada en comparación de lo que realmente me sorprendió y desagradó. Sus caderas, todo su cuerpo en general, presentaba las deformaciones del hombre primitivo, e incluso su absoluta falta de vello se hacía más insultante, dado que parecía una caricatura blasfema de un sacerdote afeitado; pero esto se habría pasado por alto, así como su piel moteada, como la de una boa inmensa, considerándolo como una extravagante pigmentación. Lo que verdaderamente horrorizaba era algo distinto: la facilidad untuosa y perversa, la suavidad ondulante y fluida que se desprendía de cada uno de sus movimientos, trasluciendo una estructura interna de las vértebras propia de seres inferiores al hombre, hasta el punto que se hubiera podido decir que se trataba de una falta de estructura ósea propia de anfibios; esto, y no otra cosa, fue lo que me hizo contemplar al cautivo, y en consecuencia a mi trabajo, con desacostumbrado disgusto. Más que andar parecía deslizarse, y la colocación misma de sus huesos, sus rodillas, caderas, codos y hombros era arbitraria y ficticia. Tenía uno la sensación de que la apariencia humana externa no era otra cosa que una concesión a las convenciones anatómicas, y que su formación corpórea podía asumir con toda facilidad —y aún puede hacerlo en cualquier momento— las trazas y dimensiones que rebasan cualquier concepto preestablecido, y que son normales en mundos transgaláxicos. En ese momento no me parecieron tan increíbles los relatos que corrían en torno a sus antepasados. Con idéntico horror y curiosidad, pensé las posibles consecuencias del golpe de justicia que debía asestar, y qué líquido tan etéreo como ruidoso mancharía mi espada imparcial en vez de sangre decente y honrada.
No es necesario relatar en detalle el proceso durante el cual fue juzgado y condenado Knygathin Zhaum por sus numerosos atropellos. La maquinaria de la ley fue implacable, rápida y certera, y su equidad no dejaba ni lugar a dudas ni a retraso alguno. El cautivo fue confinado en una celda bajo los calabozos, excavada en la roca madre a gran profundidad, y cuya única entrada o salida la constituía un agujero por el que fue introducido con una larga cuerda y un sistema de poleas. Dicho agujero fue cubierto con una enorme piedra, y vigilado día y noche por una docena de soldados. Sin embargo, no hubo intento alguno de evasión por parte de Knygathin Zhaum; al contrario, parecía resignado a su destino.
Para mí, que siempre he poseído una especie de intuición profética, había algo extraño en dicha resignación. Además, no me gustó el talante del prisionero durante el juicio. Ante los jueces mantuvo el mismo silencio que observara durante su captura y encarcelamiento. Por medio de intérpretes que conocían el dialecto duro y silbante de las montañas Eiglopheas fue interrogado, si bien no contestó a ninguna pregunta, como tampoco ofreció defensa alguna. Lo que menos me gustó fue la entereza con que recibió la condena de muerte, pronunciada en el tribunal supremo de Commorión por ocho jueces seguidos, y confirmada por último por el propio rey Loquamethros. Acto seguido, me aseguré del filo de mi espada, prometiéndome que concentraría todas mis fuerzas en mi brazo para conseguir una ejecución impecable.
El momento de mi actuación no se hizo esperar, ya que se redujo el habitual intervalo de quince días entre la condena y la decapitación, a la vista de las sospechosas peculiaridades de Knygathin Zhaum y de la monstruosa magnitud de sus crímenes.
La mañana de su ejecución, después de una noche intranquila a causa de una serie constante de sueños abominables, me dirigí con mi acostumbrada puntualidad al bloque de madera de eighon, situada con exactitud en el centro de la plaza principal, donde se había congregado una gran multitud; la clara luz dorada del sol brillaba soberbiamente sobre los plateados y anacarados trajes de los dignatarios de la corte, las capuchas de mercaderes y artesanos, y las rudas pellizas de los campesinos.
Con idéntica puntualidad, pronto apareció Knygathin Zhaum rodeado de su guardia, armada con mazas, lanzas y tridentes. Como precaución, se habían custodiado con destacamentos de soldados todas las avenidas exteriores, así como las entradas a la plaza, por miedo a que los miembros de la banda del desesperado proscrito pudieran intentar el rescate de su infame jefe en el último momento.
Knygathin Zhaum avanzó entre la estrecha vigilancia de sus guardianes, fijando sobre mi persona la intensa pero inexpresiva mirada de sus ojos amarillentos y sin párpados, en los que vistos de frente no podía distinguirse ninguna pupila. Se arrodilló al lado del bloque y presentó su nuca sin temblar. Cuando le miré con ojo calculador, preparándome para el golpe mortal, me impresionó poderosa y desagradablemente la sensación de una plasticidad oculta y repugnante, de una estructura invertebrada, nauseabunda e infraterrestre, bajo su despiadada sorna de forma humana. Tampoco pude evitar la sensación de una frialdad anormal, de un cinismo tan abstracto como impenetrable que se desprendía de cada parte de su cuerpo. Me recordaba a una culebra inerte, a una enorme liana de la selva, totalmente ajena al hacha que va a cercenarle la vida.
Era perfectamente consciente de que tendría que habérmelas con cosas fuera de la tarea habitual de un decapitador público; pero levanté la gran espada haciendo un arco limpio y simétrico, dejándolo caer sobre la nuca desnuda con mi acostumbrada fuerza y destreza.
Los cuellos tienen sensaciones distintas para la mano que empuña la espada. En este caso, sólo puedo decir que no era la que yo había asociado durante tanto tiempo en el corte de cualquier sustancia animal conocida. Pero para tranquilidad mía, observé que el golpe había sido certero: la cabeza de Knygathin Zhaum yacía sobre el poroso bloque de madera presentando un tajo muy limpio, mientras que su cuerpo se había desplomado sobre el pavimento sin exhalar un solo suspiro. Como ya esperaba, no había sangre, sólo un líquido sucio, negro y fétido, muy escaso, y que cesó de brotar inmediatamente, desapareciendo como por magia de mi espada y del bloque de madera de eighon. Además, la espada fatal había revelado que la estructura interna carecía de vértebras. Pero de acuerdo con las apariencias, la obscena vida de Knygathin Zhaum había llegado a su fin, mientras que la sentencia emitida por el rey Loquamethros y los ocho jueces se había cumplido con toda la precisión legal requerida.
Orgullosa pero modestamente, recibí el aplauso de las multitudes expectantes, que con alegría habían presenciado la consumación de mi tarea oficial, y ahora se regocijaban en torno al cadáver. Después de asegurarme de que los restos de Knygathin Zhaum quedaban en manos de los enterradores públicos, quienes solían encargarse de los cuerpos decapitados, abandoné la plaza y regresé a mi casa, ya que no se habían señalado más decapitaciones para esa fecha. Mi conciencia estaba tranquila, y además tenía la impresión de que había salido bastante airoso en la realización de una tarea que distaba mucho de ser agradable.
De acuerdo con la costumbre referente a los cuerpos de los criminales más perseguidos, Knygathin Zhaum fue enterrado con cierta rapidez en un campo baldío fuera de la ciudad, donde la gente solía vaciar sus basuras y trastos viejos. Se le depositó en una tumba sin señalar entre dos montones de escombros. Se había ratificado el poder de la ley y todo el mundo estaba satisfecho, desde el propio Loquamethros hasta los campesinos que habían sufrido las incursiones del fallecido proscrito.
Aquella noche me retiré después de una copiosa comida de fruta suvana y alubias djongua, todo bien rociado con vino foum. Desde un punto de vista moral, merecía el descanso propio de los virtuosos; pero, al igual que me ocurriera la noche anterior, fui presa de continuos sueños cacodemónicos. De ellos sólo conservo el recuerdo de un insufrible suspense, de un horror constante e insufrible, sin forma y sin nombre, y de un sentimiento de frustración al repetir una y otra vez una tarea inútil. Además, recuerdo vagamente, como si mi memoria se resistiese a darle forma, una secuencia de hechos que sobrepasaban la percepción y el conocimiento humanos; y a esto venían a añadirse todas las sensaciones y todo el horror anteriormente mencionados.
Me desperté acalorado y fatigado como si hubiera estado realizando ímprobos trabajos que nadie me agradecería, inmerso en un aplastante desconcierto, estado de ánimo cuya causa atribuí a las alubias djongua; en consecuencia, decidí que probablemente habría abusado la noche anterior de esas nutritivas viandas. Afortunadamente, no llegué a sospechar durante mis sueños el oscuro y terrible simbolismo que no tardaría en revelarse.
Ahora debo escribir lo que para la Tierra y los seres de la Tierra no dejan de ser cosas extraordinarias; cosas que rebasan todo lo que sea humano o pertenezca al régimen terrenal; lo que trastorna la razón; lo que en definitiva se ríe de las dimensiones y desafía la biología. Terrible es el relato, y aún después de siete lustros el temblor de un miedo viejo hace que mi mano se agite cuando escribo.
Pero cuando aquella mañana salí para la plaza de la ejecución, yo era ignorante de tales hechos; se trataba de ajusticiar a tres criminales de lo más vulgar, cuyas características craneanas he olvidado junto con sus delitos. Sin embargo, no había andado mucho cuando distinguí un considerable murmullo que se extendía rápidamente de calle en calle, de travesía en travesía, por todo Commorión. Pude apreciar llantos de furia, de horror, de miedo, y lamentos que salían de las gargantas de todo el que se encontrase en la calle en aquellas horas. Al cruzarme con algunos conciudadanos, en un estado evidente de agitación y sin cesar de lamentarse, les pregunté la razón de tanto alboroto. Y fue entonces cuando me enteré de que Knygathin Zhaum, cuya carrera aparentemente estaba acabada, había vuelto a aparecer, dando fe del milagro que suponía su regreso con un acto de lo más asombroso, llevado a cabo en la calle Mayor y ante los ojos de los primeros transeúntes. Había atrapado a un respetable vendedor de alubias djongua, y procedido inmediatamente a devorar a su víctima vivo, sin prestar atención a los golpes, los ladrillos, las flechas, las jabalinas, las piedras y los insultos que le llovían tanto del grupo de gente que se había congregado como de la policía. Cuando hubo satisfecho su atroz apetito, permitió que la policía se lo llevase, dejando poco más que los huesos y vestidos del vendedor de djongua, señalando el lugar del terrible acontecimiento. Como dicho acto carecía de parangón legal, Knygathin Zhaum fue encerrado una vez más en la celda bajo los calabozos, a la espera de la decisión de Loquamethros y de los ocho jueces.
Bien podéis imaginaros mi desaliento, así como el de los magistrados de Commorión. Como todos pudieron testimoniar, Knygathin Zhaum había sido decapitado y enterrado de acuerdo con el ritual acostumbrado, y su resurrección no sólo estaba en contra de la naturaleza, sino que además suponía una ruptura incomprensible de la ley. De hecho, los aspectos legales que presentaba el caso requerían la creación de un estatuto especial que cubriese un nuevo juicio y una segunda decapitación para todos los malhechores que regresasen de su estado natural de cadáveres. Aparte de estos aspectos, la consternación era general, e incluso ya entonces, los más ignorantes y religiosos pretendían entender semejante hecho como una maldición debida a alguna calamidad cívica.
En cuanto a mí, mi mente científica me obligaba a rechazar lo sobrenatural y buscar una explicación al problema desde la consideración de los antepasados supraterrestres de Knygathin Zhaum. Estaba seguro de que las fuerzas de una biología desconocida, las propiedades de una sustancia de vida transestelar, estaban directamente implicadas en los acontecimientos.
Con espíritu investigador, convoqué a los enterradores que habían dado sepultura a Knygathin Zhaum y les pedí que me condujeran al lugar donde fuera enterrado en los estercoleros. Cuando llegamos, nos encontramos ante un hecho singular. La tierra no había sido tocada, excepto por un agujero de cierta profundidad que aparecía en una esquina de la sepultura, y que parecía obra de algún roedor grande. Ningún cuerpo humano, o por lo menos con forma humana, hubiera podido salir por dicho agujero. A una orden mía, los enterradores apartaron toda la tierra, mezclada con restos de cerámicas y demás detritos, que ellos mismos acumularan sobre la tumba el día anterior. Cuando llegaron al fondo, sólo se encontró la huella donde se había depositado el cuerpo; pero esto, junto con el fétido hedor que llenaba la sepultura, se esfumó rápidamente en el aire fresco.
Desconcertado, y más intrigado que nunca, pero convencido aún de que el enigma tendría una solución natural, esperé la celebración del nuevo juicio. En esta ocasión, el curso de la justicia fue todavía más rápido, con menos protocolo que la vez anterior. Se condenó de nuevo al prisionero, fijándose la fecha de ejecución para el día siguiente. A la sentencia se añadió una cláusula referente al enterramiento: los restos serían encerrados en un resistente sarcófago de madera debidamente sellado, que seria inhumado en un profundo pozo excavado en la roca viva, y luego cubierto con bloques de piedra. Con estas medidas se consideraban cubiertas las posibilidades de evasión, tan ajenas a las leyes naturales, y que eran propias del reincidente malhechor.
Cuando Knygathin Zhaum compareció de nuevo ante mí, custodiado por una guardia doble y en medio de una muchedumbre enardecida que desbordaba la plaza y las calles adyacentes, le contemplé con verdadera preocupación, y con no menos desagrado que la vez anterior. Como tengo buena memoria para los detalles anatómicos, pude observar algunos extraños cambios en su aspecto físico. Los enormes lunares de un negro parduzco y amarillo pálido que antes le cubrieran de pies a cabeza presentaban ahora una distribución distinta. Al tener los ojos y la boca rodeadas de dichas manchas, su aspecto se hacía de lo más desagradable, por tener una expresión sonriente y sarcástica. Por otro lado, podía observarse una considerable disminución del cuello, aunque el lugar del corte y de unión entre la cabeza y los hombros no había dejado ninguna señal. Al mirar sus miembros pude observar igualmente algunos cambios. Y a pesar de mi sagacidad y conocimiento en cuanto a cuestiones físicas, no hubiera podido especular acerca del proceso que había provocado dicho cambio, y mucho menos adelantar los resultados problemáticos de su continuación, en caso de que se produjesen. Deseando fervientemente poner un fin definitivo a Knygathin Zhaum y sus terribles propiedades, levanté la espada de la justicia y la dejé caer con fuerza heroica.
Una vez más, y ante los ojos humanos, obtuve los resultados deseados con semejante golpe mortífero. La cabeza rodó hacia delante sobre el madero de eighon, mientras que el tronco y los miembros se desparramaban sobre las losas inmaculadas. Desde el punto de vista legal, el indeseable malhechor había muerto por segunda vez.
Sin embargo, en esta ocasión me encargué personalmente del entierro de sus restos, vigilando el cierre del excelente sarcófago de madera de apha donde fueron depositados, así como del relleno de la fosa —de diez pies de profundidad— con grandes bloques de piedra, cuyo peso requería la fuerza de tres hombres. Una vez terminado el trabajo, pensamos que Knygathin Zhaum no volvería a molestarnos.
Pero ¡cuánto nos fiamos de nuestras esperanzas y fatigas humanas! Al día siguiente amanecimos inmersos en un relato tan increíble como indescriptible: por segunda vez consecutiva había logrado escaparse el semihumano agresor, y preso de una gula antropofágica atacó a dos honorables hombres ciudadanos de Commorión. En efecto, había devorado nada menos que a uno de los ocho jueces, y no satisfecho con roer hasta los huesos del grueso individuo, habíase tomado, como postre de su festín, los rasgos más destacados del rostro de un miembro de la policía, cuando este último intentaba impedir que se zampase al juez. Y al igual que la vez anterior, todo ello ocurrió entre las protestas frenéticas de una gran muchedumbre. Después de saborear los escasos restos de la oreja izquierda del desgraciado policía, Knygathin Zhaum dio por satisfecho su apetito y se entregó dócilmente a los carceleros.
Los que nos habíamos dedicado a la fatigosa tarea de la inhumación nos quedamos totalmente aturdidos al conocer la noticia, y el efecto que produjo en general fue desastroso. Los más supersticiosos y cobardes comenzaron a abandonar la ciudad en ese preciso instante; se resucitaron profecías ya olvidadas, y por último, numerosos sacerdotes consideraron la necesidad de aplacar con ofrendas y sacrificios a los enfurecidos dioses. Pero yo me negaba a participar en semejantes simplezas, ya que desde mi punto de vista, y dadas las circunstancias, el constante regreso de Knygathin Zhaum era tan alarmante para la ciencia como para la religión.
Examinamos la tumba por puro formulismo, y pudimos constatar que algunas de las piedras superpuestas se habían desplazado de manera que permitían la salida de un cuerpo con las dimensiones de una serpiente grande o de una rata almizclera. A pesar de los cerrajes de metal, el sarcófago estaba reventado en un extremo, ante lo cual temblamos al pensar en la inconmensurable fuerza que se había empleado.
Dado que las características del caso superaban todas las leyes biológicas conocidas, no se tuvieron en cuenta las formalidades de la ley civil; y yo, Athammaus, fui convocado en ese mismo día antes de que el sol alcanzase el meridiano, y encargado solemnemente de redecapitar inmediatamente a Knygathin Zhaum. Se confió a mi criterio la inhumación o disposición de los restos, y en caso de que me hicieran falta, quedaron a mi disposición las fuerzas armadas locales, así como las policiales.
Perfectamente consciente del honor conferido, y tan perplejo como desanimado, me dirigí a mi lugar de trabajo. Cuando volvió a comparecer el criminal, todo el mundo pudo darse cuenta de que su aspecto físico había sufrido un cambio notorio. Su moteado se había desarrollado siguiendo un patrón repulsivo y llamativo, mientras que sus características humanas presentaban deformaciones infraterrestres. La cabeza se encontraba unida a los hombros, con escasa mediación del cuello; los ojos estaban incrustados diagonalmente en un rostro con protuberancias y pliegues oblicuos; la nariz y la boca estaban casi juntas, y aún había más alteraciones que no especifícaré, ya que constituían una horrible degradación de los miembros humanos más característicos y nobles. Mencionaré, no obstante, las extrañas protuberancias, como papadas anudadas, que ocupaban el lugar de las rodillas. A pesar de todo, era Knygathin Zhaum en persona quien estaba de pie —si es que puede calificarse así su postura— ante el bloque de justicia.
Dada la casi inexistencia de la nuca, para esta tercera decapitación se requería una gran precisión de la vista y una verdadera destreza manual, cualidades ambas que sólo yo podía proporcionar. Me complace decir que mi pericia estaba a la altura de las exigencias, y una vez más el culpable se vio privado de su cabeza. Pero si la hoja se hubiera desviado una milésima hacia un lado u otro, la ejecución habría recibido otra denominación técnica en vez de decapitación.
La tercera inhumación se realizó con tanto cuidado que sólo podíamos esperar un éxito total. Colocamos el cuerpo en un fuerte sarcófago de bronce, separado de la cabeza, la cual fue depositada en otro sarcófago más pequeño pero del mismo material. Las tapaderas se soldaron con metal fundido, trasladándose después ambos sarcófagos a distintos lugares de Commorión. El que contenía el cuerpo fue enterrado a una gran profundidad debajo de enormes masas de piedra, mientras que el de la cabeza permaneció sin enterrar, ya que yo me proponía vigilarlo toda la noche en compañía de un grupo de soldados. Con idénticos propósitos, envié un nutrido cuerpo de soldados al lugar donde se hallaba enterrado el cuerpo.
Cuando llegó la noche, me encaminé hacia el sitio donde se encontraba el sarcófago pequeño, acompañado de siete lanceros de mi confianza. Se trataba del patio de una casa desierta en plenos suburbios, lejos de los barrios populares. A guisa de armas, llevaba una falcata corta y un gran garrote. Para no carecer de luz durante nuestra vigilia, llevamos gran provisión de antorchas, algunas de las cuales encendimos inmediatamente, colocándolas en las grietas de las losas de piedra que cubrían el patio, de manera que formaban un verdadero círculo de llamas alrededor del sarcófago.
Junto con las antorchas habíamos llevado numerosas botas de cuero bien repletas de vino foum carmesí, así como dados de colmillo de elefante con que pasar las negras horas de la noche. Después de revisar nuestra «carga» comenzamos a beber vino y a jugar a los dados apostando pequeñas sumas de dinero, nunca superiores a los cinco pazoors, como es costumbre entre los tahúres hasta que han podido medir las fuerzas de sus oponentes.
Lentamente, la oscuridad se hacía más densa, y en el cuadrado de zafiro que nos cubría contemplamos Polaris y los planetas rojos que por última vez vislumbraban Commorión en toda su gloria. Pero entonces no teníamos ni idea de lo cercano del desastre, y nos dedicábamos a bromear bravuconamente, y a beber con chanzas en honor de la cabeza monstruosa encerrada para siempre, y muy lejos de su odioso cuerpo. El vino pasaba una y otra vez de mano en mano, y su espíritu rosáceo se subió a nuestros cerebros, y jugamos apuestas audaces, y la partida adquirió una rapidez vertiginosa.
No sé cuántas estrellas nos sobrevolaron por el cielo enmohecido, ni cuántas veces bebí de las botas incesantes. Pero recuerdo perfectamente que había ganado nada menos que noventa pazoors a mis compañeros, quienes voceaban injurias y obscenidades a la vez que intentaban tomarse la revancha. Unos y otros, nos habíamos olvidado por completo del verdadero objeto de nuestra vigilia.
El sarcófago que contenía la cabeza estuvo destinado en un principio para la inhumación de un niño pequeño. Para algunos, el uso que se le había dado constituía un pecaminoso y sacrílego despilfarro de un buen bronce; pero no se había encontrado nada apropiado, ni en tamaño ni en resistencia, fuera del sarcófago. Como decía antes, con el entusiasmo del juego cesamos de vigilar el cofre y tiemblo al pensar el tiempo que habríamos ganado de haber percibido u oído algo antes de que nuestra atención fuese reclamada por la terrible conducta del sarcófago. Fue algo parecido a un clamor repentino, sonoro y metálico, como si chocasen dos escudos o sonasen dos gongs, lo que nos obligó a darnos cuenta que las cosas no iban como debieran, y al volver todos a una la cabeza en la dirección del sonido, pudimos observar que el sarcófago se hinchaba y rebotaba extrañamente, en medio de las antorchas llameantes. Primero sobre un lado y luego sobre el otro, bailaba y realizaba piruetas, aferrándose no obstante al pavimento de granito.
Aún no habíamos podido asimilar el verdadero horror que presenciábamos cuando tuvo lugar un acontecimiento si cabe aún más espantoso. El cofre se hinchaba desmesuradamente, dilatando la tapa, los lados y el fondo, perdiendo rápidamente cualquier parecido con su forma original. Las líneas rectangulares se hinchaban y curvaban, borrándose como si se tratase de una pesadilla, hasta que el objeto se convirtió en una esfera ligeramente alargada; y entonces, con un ruido atronador, se rompieron las soldaduras de la tapa, y el sarcófago reventó en mil pedazos. Como si surgiera de una ebullición infernal, apareció una masa oscura e informe, que se expandía como la espuma venenosa de un millón de serpientes, burbujeante como si tuviera el fermento del vino, y salpicándonos con grandes pompas del tamaño de un hígado de cerdo. Después de tumbar varias antorchas, rodó cual ola devastadora por las losas de piedra, obligándonos a retroceder rápidamente, presos de una mezcla de estupefacción y terror.
Protegidos detrás de la pared del fondo del patio, y mientras las antorchas caídas se apagaban humeantes, contemplamos las peripecias asombrosas de la masa, que se había parado para reponerse, y adoptar la forma de una rosquilla infernal. Se encogía, se retraía, y al cabo de unos momentos sus dimensiones comenzaron a aproximarse a las de la cabeza, aunque no presentaban un verdadero parecido con su forma original. Se convirtió en una bola negruzca, donde se vislumbraban ciertos rasgos faciales, como si fuera un dibujo. Un ojo sin párpado, sin pupila y fosforescente nos contemplaba desde el centro de la bola, mientras, al parecer, tomaba una decisión. Permaneció quieto durante un minuto, y entonces, como si fuera lanzado por una catapulta se dirigió hacia una de las salidas del patio, desapareciendo de nuestra vista por las oscuras calles.
A pesar de nuestro asombro y desconcierto pudimos observar la dirección que había seguido. Y para nuestra mayor confusión y miedo, se dirigió al lugar de Commorión donde había quedado enterrado el cuerpo de Knygathin Zhaum. Desconocíamos el sentido de todo lo ocurrido, por lo que temíamos sus posibles consecuencias. Aunque estábamos muertos de miedo y aprensión, cogimos nuestras armas y seguimos el camino de la cabeza incompleta con toda la rapidez y decisión que nos permitía la cantidad de vino foum ingerida durante la noche.
A esas horas éramos los únicos habitantes despiertos, ya que hasta los más trasnochadores se habían retirado a sus casas o sucumbido al sopor sobre las mesas de las tabernas. Las calles estaban oscuras, y en cierto modo tenebrosas e inhóspitas; por su parte, las estrellas brillaban tímidamente, como oscurecidas por la invasora pestilencia de la misma. Continuamos nuestra búsqueda por una de las calles principales y nuestro paso hacía eco sobre el pavimento, produciendo un sonido hueco en la quietud de la noche, como si la sólida piedra que pisábamos hubiera sido cubierta con bóvedas de mausoleo durante nuestra extraña vigilia.
Durante nuestra búsqueda no encontramos señal alguna del execrable y molesto objeto que se había escapado del sarcófago destrozado. Para nuestra tranquilidad, y en contra de nuestro temor, tampoco pudimos encontrar objetos parecidos o de naturaleza similar, como habíamos temido. Pero cerca de la plaza Central de Commorión encontramos a un grupo de hombres que portaban garrotes, tridentes y antorchas, y que no eran otros que los guardias a quienes yo había encargado la custodia de la tumba de Knygathin Zhaum. Dichos hombres se encontraban en un estado de agitación lamentable; al interrogarlos, nos relataron un suceso terrible: la profunda tumba cubierta con bloques de piedra enormes se había abierto como sacudida por un terremoto, dando salida a una masa con forma de serpiente pitón y de una materia resbaladiza y silbante, que se había desvanecido en la oscuridad, con dirección a Commorión. Por nuestra parte, les contamos lo ocurrido en el patio durante nuestra vigilancia, llegando todos a la conclusión de que una vez más algo horrible, peor que una bestia o serpiente, se encontraba suelto haciendo estragos en la oscuridad. Tal era nuestro pavor, que hablábamos entre susurros ahogados, temiendo por lo que pudiera traernos el amanecer.
Uniendo nuestras fuerzas, dimos una batida por la ciudad, sin olvidar el último rincón de la última calleja, temiendo en todo momento, con el temor de los valientes en la oscuridad, lo que nuestras antorchas podían alumbrar en cualquier momento, a la vuelta de una esquina, o en lo profundo de un portal. Pero la búsqueda fue en vano, y las estrellas palidecieron sobre nosotros en un cielo aún lívido, y llegó el amanecer entre las agujas marmóreas con el temblor de espíritus plateados, y paredes y suelos se cubrieron de un suave y tenue ámbar de aspecto fantasmal.
Pronto se oyeron otros pasos que hacían eco por la ciudad aún dormida; uno a uno se despertaron los familiares ruidos y estruendos de la ciudad. Aparecieron los primeros transeúntes y comenzaron a llegar del campo los vendedores de frutas, leche y verduras. Pero seguíamos sin rastro del objeto de nuestra búsqueda.
Proseguimos nuestra tarea, mientras la ciudad seguía recobrando sus habituales actividades matutinas a nuestro alrededor. Entonces, de repente, sin advertencia alguna, y bajo unas circunstancias que habrían asustado al más valeroso y sobresaltado al más impávido, encontramos nuestra presa. Entrábamos en la plaza en que se hallaba el bloque de eighon, donde tantos malhechores perdieran la cabeza para siempre, cuando oímos un grito de agonía y pánico mortal, como sólo una cosa en el mundo podía causar. Apresurándonos, vimos a dos viandantes que cruzaban la plaza a la altura del bloque de justicia, luchando y retorciéndose en las garras de un monstruo sin igual, que tanto la historia natural como la ficción hubieran repudiado.
A pesar de las rarezas ambiguas que presentaba el objeto, lo identificamos como Knygathin Zhaum al acercarnos al lugar de la contienda. La cabeza, en su tercera reunión con el detestable torso, se había juntado en una forma aplanada a la región inferior del pecho, y durante el proceso de esta nueva transformación uno de los ojos se había desplazado con relación al otro y a la cabeza, encontrándose ahora en el ombligo, justo debajo de la barbilla. También se habían producido otras alteraciones más chocantes aún; los brazos eran ahora tentáculos, con dedos como nudos de víboras retorcidas; y donde debiera estar la cabeza, los hombros se habían juntado para formar una prominencia cónica que terminaba en una boca con forma de copa. Pero lo más fabuloso e imposible de todo eran los cambios sufridos en las extremidades: en cada rodilla y cadera se habían producido largas bifurcaciones cuajadas de bocas absorbentes. Combinando sus numerosas fauces, el monstruo se dedicaba a devorar a los dos indefensos viandantes a la vez.
Atraída por los gritos se había congregado una numerosa multitud detrás nuestro, a medida que nos acercábamos al atroz espectáculo. La ciudad entera parecía llenarse de un clamor unísono y estruendoso, donde la nota dominante era de un terror incontrolable.
No hablaré de nuestros sentimientos como oficiales y como hombres. Estaba claro que los factores ultraterrestres de los antepasados de Knygathin Zhaum se habían despertado con una celeridad increíble, a raíz de su última resurrección. Pero a pesar de todo, incluida la enormidad indescriptible del monstruo que teníamos ante nuestros ojos, nos sentíamos aún preparados para cumplir con nuestro deber y defender lo mejor posible al pueblo indefenso. No presumo del heroísmo que tal gesto requería; no éramos más que hombres sencillos dispuestos a cumplir el cometido que se nos había encomendado.
Rodeamos al monstruo, y lo hubiéramos asaltado inmediatamente con nuestros garrotes y tridentes, pero se nos presentó una dificultad tan embarazosa como imprevista: la horrible criatura se había enroscado de tal manera sobre su presa, y todo el grupo se retorcía con tal violencia, que no podíamos utilizar nuestras armas sin grave peligro de herir mortalmente a nuestros dos conciudadanos. Por último, cesaron la lucha y los resoplidos cuando el monstruo consumió la sustancia y la sangre de ambos hombres, adquiriendo entonces la masa un tamaño desproporcionadamente inmenso, que se tranquilizaba paulatinamente.
Ahora más que nunca teníamos nuestra oportunidad, pero estoy seguro de que aunque aunásemos todas nuestras fuerzas el resultado hubiera sido igualmente negativo. Pero era obvio que el monstruo se había cansado, y no hubiera permitido ninguna molestia por parte de los humanos. Cuando levantamos las armas preparados para golpear, el objeto se retiró, y llevando aún entre sus zarpas los restos de sus víctimas, se encaramó sobre el bloque de madera de eighon. Y aquí, ante los ojos de los reunidos, comenzó a hincharse por todas partes, por cada uno de sus miembros, como si se inflase con un rencor y una maldad sobrehumanos. La rapidez con que se hinchaba y las proporciones que adquiría cubriendo completamente el bloque de madera y cayendo por los cuatro lados con pliegues ondulantes eran suficientes como para espantar a los más aguerridos héroes de la antigua mitología. Cabe añadir que la hinchazón del tronco era más lateral que vertical.
Cuando la deformidad comenzó a presentar dimensiones que superaban las de cualquier criatura de este mundo, y a moverse agresivamente hacia nosotros, estirando lentamente sus brazos en forma de boa, mis valientes compañeros comenzaron a retirarse, sin que pudiera acusárseles por ello. Tampoco puedo criticar a la población en general por evacuar Commorión en multitudes torrenciales, y profiriendo gritos y sollozos. No hay duda que su huida fue acelerada por los sonidos vocales que, por vez primera desde que comenzó nuestra observación, emitía el monstruo. Dichos ruidos eran más parecidos a silbidos que a cualquier otra cosa, con un volumen estruendoso y un verdadero tormento y náusea para el oído; y lo peor de todo, salían de todas las aberturas y bocas recientemente creadas. Incluso yo, Athammaus, retrocedía ante los silbidos y permanecía fuera del alcance de los dedos de serpentina.
No obstante, me enorgullece decir que aún permanecí durante algún tiempo en las afueras de la plaza vacía, y cuando por fin la abandoné no fue sin antes echar más de una mirada atrás. Lo que antes fuera Knygathin Zhaum parecía muy contento de su triunfo, irguiéndose gigantescamente sobre el vencido bloque de eighon. Sus silbidos adquirieron un tono más bajo, más profundo, como el que produciría toda una familia de serpientes pitón dormidas; en ningún momento intentó asaltarme o acercarse a mí. Pero cuando por último pude asegurarme de que el problema profesional no tenía solución, y adivinando que Commorión ya no tenía ni rey, ni sistema judicial, ni policía, ni ciudadanos, opté por abandonar definitivamente la ciudad maldita, y seguir a los demás.
FIN