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junio 06, 2010
El Ruiseñor se llama Ruiseñor, Nightingale, porque canta de noche. Hay otras aves que gritan en la noche: el dormilón lloriquea y la lechuza ulula, el somorgujo chilla y el atajacaminos clama y reclama. Pero el Ruiseñor es el único que canta: tan melodiosamente como canta la alondra cuando despunta la mañana, como el zorzal cuando se pone el sol, canta en la noche el Ruiseñor.
Pero no siempre ha cantado de noche el Ruiseñor.
Hubo un tiempo, mucho después del principio del mundo, pero de todos modos un tiempo muy, muy remoto, en que el Ruiseñor cantaba sólo de día, y dormía toda la noche —como el mirlo y el reyezuelo y la alondra.
Cada mañana, en aquellos tiempos, cuando la noche huía y la Tierra volvía de nuevo su cara al Sol, el Ruiseñor se despertaba junto con la alondra y el petirrojo y el reyezuelo. Desembozaba su pico de entre las plumas de su hombro, esponjaba su oscuro plumaje y, mientras los largos rayos del sol se abrian paso a través de la fronda en que habitaba, el Ruiseñor cantaba.
Cada mañana, en aquel entonces, parecía ser la primerísima mañana; todo cuanto veía el Ruiseñor, las hojas verdes perladas de rocío, el cielo irisado del amanecer, los árboles altos, el suelo musgoso pululante de insectos, las aves y las bestias despertando al sol, todo parecía nuevo, creado esa misma mañana.
Y era así porque el Tiempo no había sido inventado todavía. Aunque estaba a punto de ser inventado.
Cierta mañana, una mañana idéntica a todas cuantas hasta entonces en el mundo habían sido, el Ruiseñor se despertó y cantó. Y mientras cantaba vio a alguien que se aproximaba por entre los claros del bosque. Era alguien a quien el Ruiseñor conocía, alguien a quien él amaba, alguien que, al acercarse a él, hacía que la melodía de su canto fuese más largo aún, y más melodiosa.
No había en todo el mundo nada ni nadie que fuera como ella, y sin embargo ella era un poco, sólo un poco, parecida a todo cuanto existe.
Ese alguien, ella, no tenía nombre en aquel entonces, como nada ni nadie lo tenía, por lo demás, porque aún no se habían inventado los nombres. Sólo después, mucho después de esta historia, le darían el nombre de Dueña Bienhechora.
El bosque, todo ese bosque por el que ahora caminaba, era su obra. Ella había ayudado a plantar los árboles y las flores en su diversidad infinita, les había ayudado a crecer, y había puesto el sol para que brillara sobre ellos. Era ella quien había pensado en poblar de pájaros los árboles y de insectos el aire, y los ríos y los mares de peces y la tierra de animales.
Era ella quien había pensado en hacer la Tierra redonda como una canica azul y verde y blanca y en ponerla a girar alrededor del Sol para que hubiese día y hubiese noche.
Y en verdad, nada había en la tierra ni en el cielo que ella, Dueña Bienhechora, no hubiese ideado, o puesto en su sitio, o echado a andar. Cada pequeña, ínfima diferencia entre una cosa y otra, era ella quien la había pensado. Todo era su obra, y ella iba y venía sin cesar enmendando y modificando y podando, e ideando todo el tiempo cosas nuevas.
No es de extrañar que el Ruiseñor se regocijara al verla y cantara para ella, puesto que ella había ideado al Ruiseñor, y también su canto.
—Buena mañana —trinó el Ruiseñor.
—Es una bella mañana, sí —dijo Dueña Bienhechora. Y lo era. Sonrió, y la belleza de la mañana era su sonrisa—. Y yo —dijo ella—he tenido una idea nueva.
—Y buena, con seguridad —dijo el Ruiseñor, que nunca en su vida había tenido ninguna, ni buena ni mala.
—Yo creo que es buena —dijo Dueña Bienhechora. Reflexionó un momento—. Estoy segura de que es buena. Sea como sea, la he tenido y ya es. Con las ideas, una vez que las tienes, no hay vuelta atrás.
—Si tú lo dices...—dijo alegremente el Ruiseñor—. ¿Y cuál es esa idea nueva?
—Buena —dijo Dueña Bienhechora—. Puedes venir a ver, si quieres.
Juntos cruzaron la floresta hasta el sitio donde podía verse la idea nueva. Mientras Dueña Bienhechora caminaba brotaron, de las huellas de sus pasos, dos nuevas especies de tortuga, las pintas de los huevos del frailecillo, y el primer abejorro que hubo en el mundo. Tales prodigios no asombraron al Ruiseñor, porque siempre, por dondequiera que ella pasaba, ocurrían cosas semejantes.
En cierta parte del bosque, donde el sol caía en un entramado de luces y sombras sobre los helechos y las flores, había una criatura que el Ruiseñor nunca había visto.
—¿Es la nueva idea? —preguntó.
—Es —respondió ella.
La criatura tenía una cara redonda y chata y se sostenía, no sobre cuatro patas, sino sobre dos. Como las crías recién nacidas de ciertos animales, estaba enteramente desnuda de pelaje, salvo en la parte superior de la cabeza, donde le crecía una abundante y larga cabellera. Su tez, de aspecto frágil, irradiaba un brillo suave. Había algo, algo en ese rostro desnudo, infantil, en los ojos curiosos de la criatura, algo que nunca había visto el Ruiseñor en los miles de criaturas que antes ideara Dueña Bienhechora. Y por un instante, mientras observaba a la nueva criatura, el Ruiseñor supo que el mundo giraba debajo de él, giraba y giraba, y nunca volvía del todo al mismo sitio.
—¿Qué es? —preguntó en un susurro.
—Es una Niña—respondió Dueña Bienhechora—. Y hay un Niño para que la acompañe.
Otra criatura salió de entre el boscaje. Las dos se parecían muchísimo, aunque había diferencias. El Niño había apresado una salamandra escarlata y la traía para mostrársela a la Niña.
El Ruiseñor no comprendía. —¿Niño? ¿Niña?
—Son sus nombres —dijo Dueña Bienhechora.
—¿Nombres?
—Ellos mismos los idearon—dijo con orgullo Dueña Bienhechora—. Con una pequeña ayuda de mi parte.
Ahora el Ruiseñor estaba perplejo. Nunca había imaginado que hubiese, en toda la floresta, una criatura que ideara cosas. Él, por su parte, nunca había ideado ninguna. —¿Y cómo puede ser que ellos hayan ideado nombres?
—Bueno —dijo Dueña Bienhechora, internándose en el claro donde ahora el Niño y la Niña estaban sentados uno al lado del otro—. Ésa es la idea nueva.
Desde cierta distancia —no se atrevía aún a acercarse demasiado a la idea nueva— el Ruiseñor observó cómo jugaban el Niño y la Niña con la salamandra que el Niño había atrapado. ¡Qué manos tan hábiles tenían! Sus dedos largos y flexibles giraban hacia un lado y hacia otro con movimientos suaves y veloces, levantando a la salamandra y depositándola en el suelo, azuzándola, acorralándola y volviéndola a soltar. Al fin la Niña la dejó en libertad, y entonces, como si sus manos no pudieran estarse quietas, buscó otra cosa para coger —una flor, por el tallo, entre el índice y el pulgar.
Cuando vieron a Dueña Bienhechora, las dos criaturas nuevas corrieron hacia ella, sonriendo y llevándole las flores que acababan de coger. Dueña Bienhechora se sentó con los dos, y uno y otro treparon a su falda, y ella los estrechó contra su pecho, y ellos hablaron con ella de todas las cosas que desde que existían habían vista en el mundo.
—¡Mira! —dijo la Niña, señalando el cielo, de donde caía una cascada de luz rutilante que le entibiaba el rostro.
—Sí —dijo Dueña Bienhechora—. Es herrnoso y cálido.
—Nosotros lo llamamos Sol—dijo el Niño.
—Es un buen nombre —dijo, complacida, Dueña Bienhechora.
El Ruiseñor los observó durante un rato, y luego, todavía maravillado, remontó vuelo para ir a atender los asuntos de su vida: comer bayas y bichitos, cantar al sol y cuidar de sus polluelos.
—Vaya —se dijo—, es sin duda una idea nueva maravillosa. Estoy seguro de que a mi no se me habría ocurrido nunca.
Dueña Bienhechora paseó por la floresta con el Niño y la Niña, llevando a cada uno de una mano, y explicándoles el mundo que ella había creado.
Les dijo qué cosas eran buenas para comer y cuáles no lo eran, y al Niño y a la Niña la diferencia les pareció clarísima, tan clara como si siempre la hubieran sabido.
Les habló de ciertas cosas de las que ellos debían cuidarse. Les dijo que no debían abrir de un puntapié los nidos de las avispas, ni saltar desde sitios muy elevados, ni trabarse en lucha con animales corpulentos y feroces.
Los niños se reían, porque desde el momento mismo en que cobraran vida, ellos sabían perfectamente bien todas esas cosas.
Al atardecer llegaron a la linde del bosque, a un paraje donde el cielo crepuscular se veía muy alto, profundo y lejano, y recamado de nubes multicolores.
—¿Qué hay más allá? —preguntó el Niño, señalando aquella lejanía.
—Más mundo —dijo Dueña Bienhechora.
—¿Tan bello como éste? —preguntó la Niña.
—Sí, muy parecido a éste—respondió Dueña Bienhechora.
—¿Y qué son esas luces? —preguntó el Niño, señalando el cielo.
—Están lejos, muy lejos —dijo Dueña Bienhechora—. Tan lejos que jamás, por mucho que viajarais, podríais siquiera acercaros a ellas. Son muchísimo más grandes de lo que podéis imaginar, y hay tantas que jamás podríais llegar a contarlas. Sostienen el cielo, y nada existiría sin ellas.
—Yo las llamaré Estrellas —dijo el Niño.
—Oh —dijo la Niña, mirando hacia el este—. Oh, mirad, ¿qué es eso?
Por sobre las lejanas colinas purpúreas había asomado una esquirla de luz dorada Mientras el Niño y la Niña la miraban, crecía de tamaño y se remontaba lentamente por encima de la tierra.
—¡Qué hermosa! —dijo la Niña—. ¿Qué es?
La luz se redondeaba al ascender. Desprendida ya de las colinas purpúreas, surcaba el cielo. Era inmensa y brillante, y observaba al Niño y a la Niña con una expresión astuta en su cara rechoncha.
—Va y viene—dijo Dueña Bienhechora—. Es muy hermosa, sí, pero no tan importante como ella cree ser. Le roba su luz al Sol, cuando el Sol se vuelve de espaldas.
—Yo la llamaré Luna —dijo la Niña.
—Me pregunto—dijo Dueña Bienhechora— por qué pensáis vosotros que todas las cosas del mundo deben tener un nombre.
Ella misma, por supuesto, había creado la Luna, como había creado también todas las cosas del mundo que el Niño y la Niña veían y nominaban.
Pero en ese momento no recordaba por qué la había creado.
Alguna razón habré tenido, pensó, escrutando la cara redonda que los observaba desde allá arriba. La sonrisa en la cara de la Luna parecía decir: Yo sé la razón.
Dueña Bienhechora se sentía atribulada. Cogió de la mano al Niño y a la Niña y los condujo de regreso a la floresta. —Queridos niños —dijo—, vosotros sois mi idea nueva maravillosa y os amo inmensamente.
»Os he mostrado todo cuanto en mi mundo puede proporcionaros alegría y placer, os he alertado sobre algunos de los peligros posibles, y explicado la forma de evitarlos.
»Os he hecho lo mejor que he podido para que seáis parte de este mundo que yo misma he creado, y siempre velaré por vuestra felicidad, como lo hago por la felicidad de todas mis otras criaturas.
»Pero quisiera deciros algo.
»Por vuestra propia felicidad, no habléis demasiado con... —Por encima de su hombro señaló hacia atrás con el pulgar.
—La Luna—dijo la Niña.
—La Luna—dijo el Niño.
—La Luna—dijo Dueña Bienhechora—. Creo que ella no es de fiar. En este momento no recuerdo por qué, pero es así. Ella va y viene, y roba su luz del Sol, y no es de fiar.
»¿Haréis lo que os pido?
—Si tú lo dices —dijo la Niña.
—Si tú lo dices —dijo el Niño, y abrió la boca en un inmenso bostezo.
—Bien—dijo Dueña Bienhechora—. Sois unas criaturas maravillosas y estoy segura de que seréis felices. No volveremos a hablar de ello.
»Y ahora me iré, pues tengo miles y miles de asuntos que atender, pero siempre estaré cerca, y siempre os tendré en mis pensamientos.
»Pase lo que pase.
Besó a los dos y se marchó, para ir a derramar la lluvia, y a plantar semillas, y hacer que la tierra girara en su cuenco. Tenía algunas ideas nuevas sobre escarabajos; como bien sabe quienquiera que alguna vez haya mirado de cerca la tierra, Dueña Bienhechora adora a los escarabajos.
El Niño y la Niña se acostaron a dormir sobre el musgo suave y mullido que tapizaba el suelo del bosque. Nada había que los perturbara, y nada que pudiera alarmarlos. Cuando dormían, no tenían sueños, ya que los sueños no habían sido inventados todavía.
Antes de dormirse, la Niña volvió a mirar a la Luna.
Al trepar cielo arriba su cara se había empequeñecido y había perdido su color dorado; su luz robada era ahora blanca y fría; reptaba por entre las ramas de los árboles y se deslizaba, furtiva, sobre los helechos y las flores, trocándose en negro y plata. Era hermosa y extraña, y la cara de la Luna escrutaba el rostro de la Niña y sonreía una sonrisa misteriosa, como si supiera algo acerca de ella que la Niña ignoraba.
La Niña se dio vuelta, rodeó con un brazo al Niño, cerró los ojos, y durmió.
Los días iban y venían, cada uno tan parecido al anterior que era difícil decir si era el mismo día que volvía a repetirse una y otra vez, o días nuevos que venían para reemplazar a los viejos.
El Niño y la Niña comían cuando tenían hambre y bebían cuando tenían sed; cuando tenían sueño, dormían.
Con sus pies veloces y sus dedos ágiles exploraban el mundo que Dueña Bienhechora había creado, dando nombre a cada cosa que parecía tener algo que la diferenciaba de las demás.
La hoja de un árbol parecía muy semejante a toda otra hoja, de modo que no le dieron a cada una un nombre individual: a todas las llamaban hojas.
No había mucha diferencia entre un Murciélago y un Pájaro, pero existía, sí, una diferencia; así que llamaron Murciélago al uno, y Pájaro al otro.
La diferencia más grande que conocían era entre Día y Noche.
De día brillaba el Sol y había luz; y ellos salían entonces a explorar, y a poner nombres a las cosas, y comían y bebían. De noche no había luz, y ellos se acostaban entonces en el suelo musgoso de la floresta, y se abrazaban y dormían.
Y mientras ellos dormían, la Luna iba y venía, surcando el oscuro azul del cielo y observándolos desde la altura.
Una noche, muy cerca de donde el Niño y la Niña dormían, ululó una lechuza, y la Niña se despertó.
En la oscuridad centelleante, miró en derredor. Ya las luciérnagas habían apagado sus luces. Pero una tenue claridad plateada flotaba sobre las hojas y las flores.
La Niña alzó los ojos.
Por entre las ramas de los árboles, desde la superficie azul profundo del cielo de la noche, circundada por las lejanísimas estrellas, la Luna la observaba.
Pero no era la misma Luna.
La Luna que ella había vista era redonda, carigorda, con una sonrisa que le *inflaba los mofletes y los ojos de párpados pesados a medio cerrar.
Esta Luna era una delgada hoz de luz, arqueada como el recorte de una uña; tenía una cara enjuta, enjutísima, que miraba de perfil, y una boca pequeña y fruncida, y su ojo, frío, glacial, observaba a la niña de soslayo.
—¿Eres la Luna? —preguntó.
—Soy—dijo la Luna—. Claro que soy.
—¿Y qué ha sido de la otra Luna?—dijo la Niña.
—¿Qué otra Luna?—replicó la Luna. Su voz era fría y distante como su luz, pero la Niña pudo oírla claramente.
—Tú no eres la misma—dijo.
—¿Eso crees? —dijo la Luna—. Pues no. Es que así son las cosas.
—¿Por qué?
—Ah, ah —dijo la Luna, y desvió la mirada—. Ése es mi secreto.
—¿Has cambiado?
—Eso sería revelártelo—dijo la Luna.
La Niña siguió mirando a la Luna durante un largo rato, tratando de pensar una pregunta que pudiera inducir a la Luna a revelarle lo que sabía. La irritaba que la Luna tuviera un secreto que ella no podía adivinar.
—Ha de haber más de una Luna —dijo—. Es eso.
—¿Eso es lo que tú piensas? —dijo la Luna.
—Tiene que ser así—dijo la N*ña.
—Hum...—dijo la Luna, y sonrió una sonrisa enigmática. Había continuado su camino, rodando hacia el poniente; y sin decir una palabra más se escondió detrás de los árboles, donde la Niña ya no pudo verla.
Por la mañana la Niña le dijo al Niño:
—Tendremos que ponerle a la Luna un nombre diferente.
—¿Por qué? —preguntó el Niño.
—Porque es diferente, ahora —dijo la Niña—. Yo la vi anoche. La otra vez era gorda y redonda. Ahora es delgada y afilada, y mira de perfil. Eso es una diferencia. Y las cosas diferentes deben tener nombres diferentes.
El Niño no supo qué decir. No le gustaba la Luna, y no le gustaba pensar en ella. —Tal vez no fuera la Luna —dijo.
—Era—dijo la Niña—. Se lo pregunté
El Niño dijo:
—Nosotros no teníamos que hablar con la Luna. ¿Recuerdas?
—No teníamos que hablar demasiado con la Luna —dijo la Niña—. Yo no hablé demasiado.
El Niño desvió la mirada. Sentía una cosa extraña, algo que no había sentido nunca desde que estaba en el mundo. No sabía qué era, ni por qué lo sentía.—La Luna es la Luna—dijo—. No cambia, y tiene un solo nombre. Dos nombres nos confundirían, y además no tendríamos que hablar con ella.
No volvió a mirar a la Niña hasta que ella dijo: —No hablaré más con ella.
Y no volvió a hablar con la Luna. Pero pensaba en ella.
Con los nombres pasa algo raro: cuando uno conoce el nombre de una cosa puede, aunque no la tenga delante, pensar en ella.
Y la Niña, aunque se cuidaba muy bien de mirar la sonrisa de la Luna, podía pensar en la Luna, y si había una Luna, o dos. Podía hacer eso porque tenía un nombre en que pensar.
Podía decir para sus adentros: «La Luna», y aunque en ese momento brillara el Sol, y trazara dibujos de luces y sombras sobre las flores y los helechos del bosque, ella podía ver la cara blanca, fría y enjuta de la Luna, y sentir su luz plateada, y hacerle preguntas que la Luna no contestaría.
También el Niño había reparado en esa cosa extraña que sucedía con los nombres.
Había descubierto que podía sentarse y pensar en cosas, en cosas que no estaban allí, delante de él.
Podía decirse «una Ardilla», y la ardilla que había pensado empezaba a corretear por su mente, y a juntar nueces en sus manos pequeñitas y negras, y a devorarlas una tras otra deprisa y casi sin respirar, que así es como comen las ardillas.
Podía decir para sus adentros «una Piedra»; y ahí estaba la piedra, no una piedra determinada, sólo una piedra, una piedra cualquiera, una piedra que sin dejar de parecerse a todas las piedras que él había vista, no era exactamente igual a ninguna.
Lo más interesante era, sin embargo, que él podía pensar al mismo tiempo en la piedra y en la ardilla, y en las numerosas diferencias que había entre una piedra y una ardilla.
Cierta tarde el Ruiseñor lo sorprendió así, absorto, pensando en los nombres de las cosas, cotejando unas con otras, y reflexionando sobre sus diferencias.
He aquí lo que vio el Ruiseñor: vio al Niño con la mejilla apoyada en una mano, y el codo sobre la rodilla.
Vio que los labios del Niño se movían, pero de ellos no salía ningún sonido. Vio que el Niño descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas de otra manera, y que apoyaba la barbilla en el puño. Vio que el Niño se rascaba la cabeza y se reía solo, y se ponía de pie y se acostaba en el suelo y cruzaba las manos por detrás de su cabeza a guisa de almohada.
El Ruiseñor no sabía qué estaba haciendo el Niño y se sintió intrigado.
—Hola, hola —trinó desde lo alto de una rama cercana a la cabeza del Niño.
—Hola, Pájaro —dijo el niño, alzando los ojos y sonriendo.
—¿Qué es lo que estás haciendo? —preguntó el Ruiseñor.
—Pensando, simplemente —dijo el Niño.
—Oh—dijo el Ruiseñor—. ¿Pensando?
—Sí. Pensando.
—Oh —dijo el Ruiseñor—. ¿Y qué cosas pensabas? ¿Estabas ideando nombres?
—No estaba ideando nada —dijo el Niño—. No en este momento. Pensaba, nada más.
—Hum...—dijo el Ruiseñor, y cantó unas pocas notas, porque no se le ocurría nada que decir.
—Estaba pensando una pregunta —dijo el Niño.
—Qué listo eres—dijo el Ruiseñor.
El Niño cruzó las piernas de otra manera.
—Y ésta es la pregunta: ¿Por qué hay cosas en vez de nada?
El Ruiseñor miró al Niño maravillado.
—Ésa sí que es una buena pregunta—dijo—. A mí nunca se me habría ocurrido.
—Pero ¿cuál es la respuesta? —preguntó el Niño.
—¿Respuesta? —dijo el Ruiseñor.
—Una pregunta debe tener una respuesta.
—¿Sí?
—No importa, olvídalo —dijo el Niño.
—Está bien—dijo el Ruiseñor, y cantó una larga melodía.
El Niño lo escuchaba cantar y pensaba: ¿Por qué hay cosas en vez de nada? ¿Por qué tiene que haber algo en vez de nada, nada en absoluto? La pregunta daba vueltas y más vueltas en su cabeza y lo hacía sentirse extraño. Cuanto más pensaba en ella más extraño se sentía, como si él mismo no existiera.
Era la primera vez que alguien pensaba esta pregunta, y desde entonces hasta hay nadie ha hallado la respuesta: ¿Por qué hay cosas, y no nada?
Mientras en el claro el Ruiseñor cantaba y el Niño pensaba, la Niña, en el linde del bosque, descubría una cosa extraña.
La Luna brillaba de día.
El Sol se había puesto, pero coloreaba aún el cielo en el oeste, y por sobre las colinas verdes había salido la Luna.
Estaba más gorda, y de nuevo sonriente, como la noche en que Dueña Bienhechora les había hablado de ella por primera vez. Sin embargo, parecía no estar del todo allí. Era muy pálida y casi transparente: la Niña podía ver a través de ella, podía ver a través de su tez blanca el azul del cielo.
—Hola, aquí estoy de vuelta—dijo la Luna.
—Hola —dijo la Niña. Estaba tan sorprendida que olvidó su promesa de no hablar con la Luna—. Has cambiado otra vez.
—¿De veras? —dijo la Luna con una voz débil y lejana.
—A menos —dijo la Niña— que haya tres lunas: una gorda, otra delgada y otra que brilla de dia. ¿Es ésa la respuesta?
—¿Y cuál es la pregunta? —replicó la Luna.
A la niña no se le ocurría cuál, exactamente, podía ser esa pregunta. Se sentó en el suelo y siguió mirando a la Luna. Pensó: Yo soy la pregunta. Largo rato permaneció sentada, mirando a la Luna, y pensando: Yo soy la pregunta. Pero no se le ocurría cómo formularla. Ahora habían aparecido una o dos estrellas y el azul del cielo empezaba a oscurecerse. Y la cara de la Luna iba adquiriendo brillo, se volvía más sólida, más la cara de la Luna.
—Te diré una cosa —dijo, mientras trepaba cielo arriba y su sonrisa se ensanchaba—. Tú y yo somos iguales.
—¿Sí? —dijo la Niña.
—Oh, somos muy parecidas —dijo la Luna.
—¿Y en qué nos parecemos? —preguntó la Niña.
—Te gustaría saberlo, ¿no?—dijo la Luna—. Entonces, no me pierdas de vista.
Ya era noche cerrada. En los confines del cielo las estrellas eran ahora incontables ; pero en el mediocielo brillaba la Luna y su luz apagaba el resplandor de las estrellas. Su claridad plateada revestía el mundo de un manto de extrañeza.
—Yo soy fuerte —dijo la Luna—, y tú también lo eres; pero no sólo en eso nos parecemos. Tú eres hermosa, y yo también lo soy; pero no sólo en eso nos parecemos.
—¿En qué más nos parecemos?—preguntó la Niña—. Dímelo.
—Oh, ya lo verás—dijo la Luna—. Mírame ir y venir, y lo sabrás. Es verdad.
La Niña, sentada allí, en el torrente de luz que vertía la Luna, y oyendo su voz, supo que la Luna decía la verdad. Empezó a sentir miedo. Dijo: —Nosotros no tendríamos que hablar contigo.
—¿No?—dijo la Luna—. ¿Y quién os ha dicho eso?
—Ella—dijo la Niña, aún más asustada—. Ella nos lo dijo, ella, la que nos creó.
—¡Oh! —dijo la Luna—. Me gustaría saber por qué os dijo eso.
—Yo no lo sé—dijo la Niña.
—Me gustaría saberlo—repitió la Luna—. ¿No te parece que hay, quizás, algo que yo sé, algo que ella no quiere que vosotros sepáis?
—No lo sé—dijo la Niña.
—Me gustaría saberlo —insistió la Luna.
—Ella siempre nos ha dicho todo —dijo la Niña.
—¿Estás segura? —dijo la Luna—. ¿Segurísima?
—¿Y qué es lo que tú sabes? —preguntó la Niña.
—Ya lo descubrirás —dijo la Luna—. Tú, por ahora, no me pierdas de vista.
De pronto, la Luna desvió la mirada, y su sonrisa de plata se desvaneció. Unas nubes, oscuras como pizarra y orladas como de blanca filigrana se esparcieron en veloz carrera por el cielo y a través de la cara de la Luna.
Lejos, muy lejos retumbó un trueno.
El trueno dijo: — ¿Qué sucede?
La Luna se encogió y echó a correr a través de las nubes como si la persiguieran. Desaparecieron las estrellas. Aterida, la Niña se abrazó los hombros bajo una ráfaga de viento frío.
El viento dijo: —Si yo fuera tú, no hablaría con la Luna.
La Niña vio que la Luna desaparecía, como engullida por los nubarrones negros. Y oyó que al alejarse le decía: —Recuerda, no me pierdas de vista.
—Si yo fuera tú —dijo Dueña Bienhechora (porque su voz era la del trueno, y también la del viento)—, no escucharía a la Luna.
La Niña estaba asustada, pero preguntó: — ¿Por qué?
Dueña Bienhechora se sentó a su lado. —Querida niña —dijo—, ¿crees acaso que yo no sé por qué hago las cosas? Yo sé cómo estás hecha, cada trocito de ti, cada cabello de tu cabeza. ¿No he sido yo acaso quien te hizo, y no te he hecho así como eres para que puedas ser feliz en el mundo que he creado, y me hagas feliz a mi con tu felicidad? ¿Y no te parece, entonces, que yo sé qué es lo mejor para ti?
—Pero ¿por qué? —preguntó la Niña una vez más.
Dueña Bienhechora se levantó; dio en el suelo violento punta pié que retumbó en un trueno prolongado, y gritó: —¡Porque lo digo yo!
Dio media vuelta y se marchó; y la lluvia empezó a caer en grandes gotas frías que repiquetearon contra las hojas de los árboles e hicieron que las aves y las bestias huyeran para refugiarse en sus nidos y madrigueras.
Dueña Bienhechora estaba triste y confundida. Nunca, hasta entonces, en el mundo que ella había creado, en todo el tiempo que le había consagrado, había perdido de ese modo la paciencia y exclamado: «¡Porque lo digo yo!».
Pero tampoco antes, en el mundo, nadie le había hecho la pregunta que le hizo la Niña: «¿Por qué?».
La Niña le dijo al Niño: —Es cierto que la Luna cambia.
—¿De veras?—preguntó el Niño. Estaban sentados en una caverna pequeña, al abrigo de la lluvia que caía de hoja en hoja—. ¿Cómo lo sabes?
—He vuelto a verla —dijo la Niña—. Y estaba grande y gorda, no flaca y afilada.
—Quizás haya tres Lunas.
—No—dijo la Niña—. E:s la misma Luna, pero cambia.
—No me interesa—dijo el Niño. No le gustaba oír a la Niña hablar de la Luna.
—La Luna—le susurró la Niña, para que nadie más pudiera oírla—, la Luna tiene un secreto.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque me lo ha dicho ella.
—Nosotros no tenemos que hablar con la Luna.
La Niña tomó la mano del Niño y esperó. La lluvia caía y caía, como lágrimas. Y al fin el Niño preguntó:
—¿Y cuál es el secreto de la Luna?
—No sé. Ella no quiere revelarlo. Pero dijo: «No me pierdas de vista, y lo sabrás».
—Seguramente no ha de ser nada importante —dijo el Niño—. Algo bueno para comer, o algo de que cuidarse; o el nombre de alguna cosa que nosotros no hemos nombrado todavía.
—No. No es nada de eso. Es algo que nosotros no sabemos, algo que nosotros no podríamos imaginar.
—Ella ha de saberlo —dijo el Niño. Señaló con un gesto el mundo allá afuera, bajo la lluvia—. Le preguntaremos a ella.
—No —dijo la Niña—. Ella nos prohibió que hablásemos con la Luna. Ella no quiere que nosotros sepamos el secreto de la Luna.
—¿Por qué? —preguntó el Niño.
—No lo sé—dijo la Niña.
El Niño se preguntó cuál podía ser ese secreto. Pensó que acaso fuera la respuesta a la difícil pregunta que él había pensado: ¿Por qué hay cosas, en vez de nada?
Si él pudiera conseguir que la Luna le revelara la respuesta a esa pregunta, sabría entonces todas las cosas. Pero eso no se lo dijo a la Niña.
—Tal vez, si supiéramos el secreto de la Luna —dijo—, sabríamos tanto como ella.
—Puede ser.
—Y entonces podríamos hacer las cosas que ella hace.
—Puede ser —dijo la Niña. Pero ella no creía que fuera ése el secreto de la Luna. Ella creía que el secreto de la Luna era un secreto que tenía que ver con ella: algo que ella no sabía sobre ella misma, y que la Luna sabía.
Pero eso no se lo explicó al Niño.
Dijo: —Nosotros podemos saber cuál es ese secreto. Tenemos que saberlo.
—¿Cómo? —preguntó el Niño.
—Haremos lo que ella ha dicho —respondió la Niña—. No la perderemos de vista, y lo sabremos.
Por alguna razón, o por ninguna, el corazón del Niño había empezado a latir con rápida violencia. — Está bien. No la perderemos de vista, y sabremos.
Y eso hicieron.
Esa noche velaron, y también la siguiente, y a partir de entonces, todas las noches.
Y vieron cómo cambiaba la Luna: salía cada noche a una hora diferente y noche tras noche se adelgazaba un poco más. Su cara rechoncha se consumía de un lado, hasta parecerse a un melón cortado por la mitad. Su sonrisa se había vuelto extraña, y su mirada, triste.
—El Tiempo me devora—dijo la Luna al Niño.
—¿Qué es el Tiempo? —preguntó el Niño.
—¿No lo sabes? —dijo la Luna—. Entonces obsérvame y lo sabrás.
A la noche siguiente la Luna estaba más delgada, y a la siguiente más delgada aún. Ahora era una vez más esa Luna enjuta, de cara afilada, que miraba de perfil.
—Es verdad que la Luna cambia —dijo el Niño—. Antes era de un modo y ahora es de otro. Una noche está gorda, y luego empieza a adelgazarse . Anoche era distinta de como es esta noche. Mañana por la noche volverá a ser diferente.
—Las cosas diferentes deberían tener diferentes nombres —dijo la Niña.
La diferencia entre cómo eran las cosas antes, y cómo son ahora, y cómo serán, era la diferencia más grande que el Niño y la Niña habían aprendido hasta entonces.
A esa diferencia la llamaron Tiempo.
—¿Es ése el secreto de la Luna? —preguntó el Niño.
La Niña le preguntó a la Luna:
—¿Es ése tu secreto?
Pero la Luna sólo le respondió: —No me pierdas de vista.
Y cada noche que pasaba, la Luna se adelgazaba más y más. Ahora era apenas un recorte de uña, tan pálida y fina, casi nada.
—Me muero —dijo la Luna.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó el Niño.
—Mírame —dijo la Luna, y una lágrima plateada parecía brillar en su ojo—. Adiós —dijo.
Y a la noche siguiente no hubo Luna.
Las estrellas resplandecían más brillantes que nunca, pero la noche era negra y profunda. El Niño y la
Niña apenas podían verse uno a otro.
—Se ha ido —dijo el Niño—. Antes estaba, y ahora ya no está. Antes había una Luna, y ahora ya no hay Luna. Ha muerto. —Y se sentó muy cerca de la Niña en la temible oscuridad.— Ése es el secreto de la Luna —dijo.
La noche siguiente fue igual de oscura.
Pero a la siguiente, el Niño y la Niña, sentados muy juntos y contemplando el cielo crepuscular hacia el oeste, vieron elevarse, por sobre las colinas purpúreas, más delgada y pálida que nunca, una Luna nueva.
—¡Luna! —exclamó la niña, maravillada—. ¡Has vuelto!
—¿De veras?—dijo la Luna nueva. Ahora miraba de perfil hacia el lado opuesto, y su voz, débil y fría, era aún más débil y más fría que antes—. Bueno, yo me voy y vuelvo. ¡Ah, pero es tan bello ser joven!
Y cada noche desde entonces, mientras ellos la observaban, la nueva Luna crecía y se redondeaba. Su sonrisa se ensanchaba y los mofletes se le inflaban.
—¡Ah!—le dijo ufana a la Niña—. ¡Es tan bueno ser fuerte y hermosa!
—¿Y yo soy como tú? —preguntó la Niña—. ¿Soy fuerte y hermosa?
—Tú te pareces mucho a mí—dijo la Luna—. Mírate por dentro y lo verás.
Las noches pasaban, y la nueva Luna carirredonda empezó, como antes le sucediera a la vieja Luna, a encogerse, a perder su redondez.
—Estoy menguando —dijo la Luna—. Estoy envejeciendo.
—¿Yo también envejeceré? —preguntó la Niña.
—Somos iguales —dijo la Luna—. Mírate por dentro y lo sabrás.
La niña se miró por dentro y vio que lo que decía la Luna era verdad: eran iguales. Ella también iba a cambiar. En realidad, ya estaba cambiando, como si dentro de ella tuviera una Luna propia. Era fuerte y joven y hermosa: pero también ella iba a envejecer. —Ése es el secreto de la Luna —dijo. Ella había pensado que el secreto de la Luna era un secreto que tenía que ver con ella misma; y era verdad.
Cuando llegó el día, el Niño y la Niña miraron en derredor. El mundo parecía diferente de como había sido hasta entonces.
—Todo ha cambiado —dijo la Niña. Miró al Niño—. Tú has cambiado.
—Tú has cambiado —dijo el Niño, mirando a la Niña.
—Los dos somos diferentes ahora —dijo la Niña—. Y las cosas diferentes deben tener nombres diferentes.
—¿Por qué habremos cambiado?—preguntó el Niño.
—Bueno—dijo la Niña, como una vez le dijera a ella la Luna—: Asi son las cosas.
—¿Y cuál va a ser tu nombre, entonces?—preguntó el Niño.
—Yo seré la Mujer.
Él irguió los hombros, alzó la barbilla y con aire resuelto miró la lejanía.
—Muy bien —dijo—. Entonces yo seré el Hombre.
Y se tomaron las manos, y se miraron, y súbitamente tímidos, turbados, no supieron qué hacer.
El Hombre y la Mujer paseaban juntas por el bosque. Las flores del verano, ahora marchitas, languidecían sobre los tallos mustios. Nunca habían notado antes que eso sucediera.
Vieron cómo un halcón de caza se lanzaba en picada desde el cielo sobre un ratón pardusco, y oyeron un gritito cuando las afiladas garras se hincaron en la presa indefensa.
Vieron un sapo que, junto a una mata de lirios, sacaba una larga lengua, atrapaba a una distraída libélula y la devoraba, y vieron detrás del sapo a una garza que se aproximaba a él, sigilosa sobre sus largas patas, lo apresaba en su pico y se lo comía.
Y ellos apartaban al andar hojas secas y amarillentas, las mismas hojas que antes danzaban verdes y perladas de rocío en las ramas de los árboles.
—Todo ha cambiado —dijo la Mujer.
—Nada perdura —dijo el Hombre. Tomó entre las suyas la mano de la Mujer—. Para todas las cosas hubo un antes en que estaban vivas, y hay ahora un después en que ya no lo están.
Más grande que la diferencia entre una ardilla y una piedra, mayor aún que la diferencia entre noche y día, era la diferencia entre estar viva y no estarlo.
A esa diferencia la llamaron Muerte.
—Me muero —díjole esa noche la Luna a la Mujer. Había adelgazado tanto que era apenas visible, casi como si no existiera.
—¿También yo moriré? —preguntó la Mujer, y la Luna no respondió; pero con sólo mirarse por dentro ella pudo saberlo.
Alzó la vista al cielo y dispersó, de un parpadeo, las lágrimas que de pronto le inundaron los ojos.
—¡Oh, mira! —dijo—. ¡Mira, mira!
Porque pudo ver que la vieja Luna, mientras se alejaba rodando, llevaba, sostenida entre sus largos, larguísimos brazos, la nueva Luna que pronto vendría a reemplazarla. No era fácil ver la nueva Luna: era una sombra pálida, fantasmal. Pero era como una promesa. Y la Mujer supo que la promesa le había sido hecha a ella, porque ella y la Luna eran iguales.
—Ahora conozco el secreto de la Luna —se dijo, aunque lo que sabía nunca podría decirlo con palabras.
Entretanto, durante todo este tiempo, el Ruiseñor había seguido ocupándose de los asuntos de su vida, es decir, cantar de día y dormir de noche, comer bayas y bichitos, cuidar de sus polluelos y andar por el mundo para ver lo que pudiera ver.
Un día era igual a otro, como siempre había sido y como siempre habría de ser.
No sabía que el Hombre y la Mujer habían inventado el Tiempo.
Y cuando un día se encontró con ellos, los saludó como de costumbre: —Hola, Niño —gorjeó—. Hola, Niña.
—Yo no soy un niño —dijo el Hombre—. Lo fui en un tiempo, pero ya no lo soy. Ahora soy un Hombre.
—Yo no soy una niña —dijo la Mujer—. He cambiado. Ahora soy una Mujer.
—Oh —dijo el Ruiseñor—. Perdonad. Trataré de recordarlo. —Cantó unas pocos notas y luego le preguntó al
Hombre:— ¿Has hallado una respuesta para tu pregunta?
—No —dijo el Hombre—. Pero he aprendido muchas cosas.
—¿De veras? —dijo el Ruiseñor.
—Sí —dijo el Hombre. Y apuntó al Ruiseñor con un dedo—. Las cosas no son como tú piensas.
—¿No? —dijo el Ruiseñor.
—No —dijo el Hombre—. Escucha a la Luna y aprenderás.
—¿Qué?—dijo el Ruiseñor—. A mí la Luna nunca me ha hablado. ¿y qué os ha dicho la Luna?
—Existe el Tiempo —dijo el Hombre. Se aproximó a la rama en que estaba posado el Ruiseñor—. Hubo un tiempo antes de que tú existieras —dijo—, y habrá un tiempo después. Y tú no vivirás eternamente. Tú morirás.
—¿Eso es lo que tú piensas? —dijo el Ruiseñor, que no entendía lo que el Hombre quería decirle.
—Morirás, sí. Hay halcones, Pájaro. Hay zorros. Hay búhos y comadrejas.
—Pero no en este momento —dijo el Ruiseñor, echando una mirada en torno.
—¡Habrá!—dijo el Hombre. La expresión de su rostro era tan extraña, tan feroz, que el Ruiseñor voló a una rama más alta para alejarse de él.
—Tú morirás, Pájaro —dijo el Hombre con una voz terrible—. Morirás.
El Ruiseñor estaba perplejo y contrito, y no sabía qué hacer, así que cantó. —Está bien—cantó—. Está bien.
—Nada está bien —gritó el Hombre—. Nada. Porque tú morirás. ¡Y yo también!
Y en ese momento, con un fragor de huracanes y de mil torrentes, con un clamor de trinos y un crujir de hojas secas arrancadas por el viento, Dueña Bienhechora emergió de la espesura y a largos trancos fue hacia ellos.
La Mujer se incorporó de un salto. —Huyamos—dijo—. ¡Corramos a escondernos! —Tomó la mano del Hombre. — ¡De prisa, escondámonos! —dijo, y juntas echaron a correr para ocultarse en la espesura.
—Salid —dijo Dueña Bienhechora.
Y esperó.
—Salid —dijo otra vez.
Y el Hombre y la Mujer salieron de su escondite.
—¿Por qué os habéis ocultado? —preguntó Dueña Bienhechora.
—Porque teníamos miedo —respondió la Mujer.
Dueña Bienhechora los contempló un largo rato con tristeza. Luego, con dulzura, preguntó:
—¿Quién os ha dicho que debíais tener miedo?
El Hombre y la Mujer desviaron la mirada y guardaron silencio.
—¿Y quién os ha dicho que vais a morir? —preguntó ella—. ¿Ha sido la Luna?
—Fue la Luna, sí—dijo el Hombre.
—No —dijo la Mujer. Y miró frente a frente a Dueña Bienhechora—. No ha sido la Luna. Nosotros mismos lo descubrimos.
Y era la verdad.
Dueña Bienhechora posó su gran mano sobre el hombro del Hombre, y con dulzura apartó los cabellos que caían sobre el rostro de la Mujer. —Oh, qué pena —dijo—. Oh, queridos míos.—Se cubrió los ojos con las manos y meneó la cabeza.— ¡Oh, qué tristeza!
—Nosotros sólo queríamos saber—dijo el Hombre—. Existe el Tiempo, y existe el Cambio, y existe la Muerte. Sí, y tú nunca nos lo dijiste.
—Tú nunca nos lo dijiste —dijo la Mujer, con los ojos cuajados de lágrimas—. Tú nunca nos dijiste que íbamos a morir.
Dueña Bienhechora apartó la mano de sus ojos.—No —dijo—. No lo hice. Y os diré por qué. Hasta que vosotros las pensasteis, esas cosas no existían.
»Hasta que vosotros pensasteis el Tiempo, eso no existía. Las cosas eran como siempre habían sido: no había un Ayer, ni había un Mañana; sólo había un Hoy.
»Hasta que vosotros pensasteis el Cambio, todo permanecía siempre igual. Siempre crecían las flores, las crías siempre nacían, el sol y las estrellas y, sí, también la Luna, hacían lo que siempre han hecho. Y ahora vosotros los veréis cambiar, sólo vosotros, y ya para vosotros nada será del todo igual.
»Hasta que vosotros pensasteis la Muerte, hijos queridos, nada moría. Mis criaturas sólo vivían. No sabían de un tiempo en que no hubieran sido, ni podían concebir un tiempo en que ya no serían. Y así, vivían eternamente. Y así habríais vivido también vosotros: sólo que vosotros pensasteis la Muerte.
»Y cuando pensasteis todas esas cosas —dijo—, también pensasteis el miedo.
»Y pensasteis el llanto. —Secó con la manga de su túnica las lágrimas de la Mujer.
»Y lo peor de todo —dijo, y también en sus ojos tembló una lágrima— es que ahora que las habéis pensado no podréis libraros de ellas. Jamás. Eso es lo que pasa con las ideas, una vez que las pensáis, no hay vuelta atrás.
La Mujer lloraba y el Hombre, al oírla, agachó la cabeza; y el Ruiseñor recordó una mañana —una importante mañana— en que Dueña Bienhechora le había dicho a él esas mismas palabras: Una vez que tienes una idea, no hay vuelta atrás.
Dueña Bienhechora cruzó los brazos y se irguió en toda su estatura.
»Y ahora... —dijo. Se encogió de hombros—. Bueno, ¿ahora qué? No sé. No sé si alguna vez podréis volver a ser felices aquí no tan felices como lo habéis sido antes. —Miró en derredor, el bosque en su lozana plenitud.—No puedo hacerme a la idea de que vayáis por el mundo llorando. No puedo permitir que anunciéis a las aves y las bestias que van a morir. No puedo aceptarlo.
—Está bien —cantó el Ruiseñor. En realidad, no había entendido gran cosa de lo que había sucedido entre Dueña Bienhechora y el Hombre y la Mujer. Pero no le gustaba verlos tristes. —Está bien —cantó—. A mí no me importa.
—Muy bien, entonces —dijo el Hombre. Tenía los ojos secos y en el rostro una expresión de desafío. Las rodillas le temblaban, pero trataba de disimularlo. Crispó los puños y apretó las mandíbulas—. Muy bien, entonces. Si aquí no podemos ser felices, nos iremos a otro lugar.
—No podéis —dijo Dueña Bienhechora—. No hay ningún otro lugar.
El Hombre rodeó con un brazo los hombros de la Mujer. —Muy bien —dijo—. Muy bien, entonces: yo haré un lugar. Yo haré, sí, otro lugar. Yo haré otro lugar, un lugar mejor, y allí me iré.
—Oh, por favor, por favor —dijo Dueña Bienhechora: alarmada y perpleja, se frotaba la barbilla con los dedos.
La Mujer secó sus últimas lágrimas. Dijo: —¡Sí! También yo haré otro lugar. Un lugar mejor. Y allí me iré.
—¡No! —replicó el Hombre—. No: yo haré otro lugar, y allí nos iremos, los dos. ¡Andando!
Y tomó del brazo a la Mujer y se la llevó; y ella, aunque una vez volvió la cabeza, y aunque de nuevo los ojos se le llenaron de lágrimas, supo que no podía abandonar al Hombre; y se fue con él, y juntos salieron de la floresta.
—Tal vez —dijo Dueña Bienhechora cuando el Hombre y la Mujer desaparecieron en la espesura del bosque—, tal vez yo haya cometido un error.
Se había sentado, abatida, en el tocón de un árbol que ella misma había hecho tiempo atrás, y que también ella había hecho caer.
—Tal vez el Niño y la Niña fueron un error.
—Oh, no —dijo el Ruiseñor—. Yo no creo que tú hayas podido cometer un error.
—Tampoco yo lo creía —dijo ella—. Bueno, he cometido, sí, uno o dos, algunos animales y plantas que no me salieron bien; pero a la larga todo se arregló. Ellos hicieron lo que tenían que hacer.
—También lo harán el Niño y la Niña.
—No sé —dijo Dueña Bienhechora—. Es extraño, extraño que haya en el mundo cosas que no he ideado yo. Ese lugar que ellos van a hacer: ¿cómo será? No lo sé. Porque no lo he pensado yo.
—Pero sí que lo has pensado —dijo el Ruiseñor—. Yo no sé nada de todo esto, pero ¿no fuiste tú quien ideó al Niño y a la Niña? Si tú ideaste al Niño y a la Niña, ¿acaso no has ideado también todo cuanto ellos puedan idear? En cierto modo, quiero decir.
Dueña Bienhechora reflexionó un momento.
—Supongo que sí —dijo al cabo. Una ancha sonrisa le iluminó el rostro, una sonrisa que era como el sol cuando aparece entre nubes en la mitad del cielo. Y en ese instante, sí, un celaje de nubes espesas se disipó, y la sonrisa del sol volvió a dibujar enramadas de luz y de sombras entre las flores y los helechos—. Supongo que sí, en cierto modo. —Suspiró, y se puso de pie. Miles y miles de tareas la reclamaban.— En fin, sea como sea, tendré que acostumbrarme a la idea. Y no creo que esta historia haya acabado todavía.
El Ruiseñor comprendió lo que ella quería decir, pero se alegró de ver nuevamente feliz a Dueña Bienhechora. Cantó unas pocas notas. —Está bien—cantó.
—Y ¿sabes? —dijo Dueña Bienhechora mientras se alejaba—, todas esas cosas que el Hombre nombró existen de verdad. El Tiempo. La Muerte.
—¿Sí? —dijo el Ruiseñor.
—Pero si yo fuera tú —dijo ella— no me preocuparía por eso.
—Si tú lo dices... —dijo el Ruiseñor, con el corazón radiante de alegría.
Y Dueña Bienhechora se marchó, para ir a derramar la lluvia, y plantar semillas, y para hacer girar la tierra en su cuenco.
—Y tú —le dijo a la Luna cuando volvió a verla—, de ahora en adelante no abrirás el pico.—Le retorció la nariz, le estrujó las mejillas y le cerró los labios; ahora la cara de la Luna casi no parecía una cara.—Y de ahora en adelante, y para siempre —dijo—, cuando el Hombre y la Mujer te pregunten cosas, tú, por mucho que ellos insistan, no contestarás, no dirás nada, nada, absolutamente nada.
Y así ha sido, desde aquel día hasta el de hoy.
Cuando el Ruiseñor vio de nuevo al Hombre era otro día, aunque si el siguiente, o un día después de éste, o muchos, muchos días después, el Ruiseñor no lo sabía, porque él no se preocupaba por esas cosas.
El Ruiseñor estaba cantando en el bosque cuando, a cierta distancia vio al Hombre.
Vio al Hombre de pie a la orilla del bosque, escrutando la espesura allí donde el sol caía en un entramado de luces y sombras sobre los helechos y las flores.
—¿Por qué no entras?—dijo el Ruisenor—. Entra y descansa un rato, y conversemos.
—No puedo —dijo el Hombre—. No puedo pasar por esta puerta.
—¿Qué puerta? —preguntó el Ruiseñor.
—Ésta, ésta —dijo el Hombre, señalando delante de él con una vara que llevaba.
Pero el Ruiseñor no veía ninguna puerta.
—Bueno, no sé a qué te refieres —dijo—, pero si tú lo dices...
El Hombre continuaba escrutando la espesura a través de la puerta que sólo él veía. Parecía a la vez triste y furioso y resuelto. El Ruiseñor cantó unas pocos notas y dijo:
—Cuéntame, a ver. ¿Cómo estáis ahora? ¿Cómo es ese lugar que os habéis construido? ¿Es mejor que éste?
El Hombre se sentó, con la vara sobre el regazo; apoyó los codos en las rodillas y la cara entre las manos.
—Yo no diría mejor —respondió con cierta tristeza—. Es interesante, más grande. Creo que es más grande, pero aún no nos hemos internado demasiado en él. Hay mucho trabajo por hacer.
—¿Mucho qué? —preguntó el Ruiseñor.
—Trabajo —dijo el Hombre, alzando la vista hacia la rama en que estaba posado el Ruiseñor, y pronunciando la palabra con cierta amargura—. Trabajo. Tú no puedes comprender.
—Me parece —dijo alegremente el Ruiseñor—, me parece que cada vez te entiendo menos. Pero no te enfades conmigo por eso.
El Hombre se echó a reír y meneó la cabeza.
—No, claro que no —dijo. Suspiró—. Todo andará bien. Lo peor, lo más duro son las noches.
—¿Y por qué?—preguntó el Ruiseñor. En realidad, él no sabía qué era la Noche; de Noche él dormía, y cuando se despertaba ya no estaba allí.
—Bueno, hay Cosas en la oscuridad. O al menos yo creo que hay Cosas. No puedo estar seguro. Ella dice que son Sueños.
—¿Sueños?
—Cosas que tú imagines que están pero no están.
—Si tú lo dices... —dijo el Ruiseñor.
—Pero eso no importa —dijo el Hombre. Con sus dos manos, esas manos hábiles que siempre habían maravillado al Ruiseñor, asió la vara—. ¿Ves?—explicó—. Ahora tengo esta vara. Si algo se me acerca... —Sacudió enérgicamente la vara, y ésta cortó el aire con un silbido.
—Es una buena idea —dijo el Ruiseñor—. A mí nunca se me habría ocurrido.
El Hombre hacía girar la vara entre sus manos con la expresión de alguien que no está del todo satisfecho. —Yo podría hacerla mejor—dijo—. Un poco mejor. Más dura y resistente. De piedra, por ejemplo, que es lo más duro que hay. Entonces cortaría, como una piedra filosa. —Hundió con fuerza la vara en una estocada imaginaria, como si fuera el afilado pico de un cuervo perforando un huevo, sólo que allí no había ningún huevo.
Dejó la vara en el suelo y volvió a sentarse, con la cara entre las manos. —De todos modos, no hay nada peligroso ahora, nada que temer.
—No—dijo el Ruiseñor.
—Pero tal vez —insistió el Hombre—, pronto, puede haber algo peligroso, algo que temer.
—Si tú lo dices... —dijo el R"iseñor.
El Hombre se levantó para marcharse, y cargó su vara al hombro.
—Todo marchará bien —dijo una vez más—. Sólo las noches son duras.
Se volvió para mirar a través de la puerta que veía, esa puerta que lo obligaba a permanecer fuera del linde del bosque, y que el Ruiseñor no podía ver.
—Bueno, hasta pronto entonces—cantó el Ruiseñor—. Hasta muy pronto.
Y el Hombre se alejó valle abajo, camino del lugar que él y la Mujer habían construido.
Esa noche, al oscurecer, el Ruiseñor se posó en la rama de siempre; se esponjó las plumas, dobló las patas y con sus dedos pequeñitos y puntiagudos se aferró a la rama (para no caerse mientras dormía). Escondió el pico entre las plumas de su hombro y cerró los ojos para dormir.
Pero no se dormía. Los ojos se le abrían. El Ruiseñor los volvía a cerrar, pero ellos volvían a abrirse.
El Ruiseñor estaba pensando.
Por primera vez en su vida, y por primera vez desde que hubo en el mundo un Ruiseñor, el Ruiseñor pensaba. Pensaba en algo que no tenía delante de sus ojos.
Pensaba en el Hombre y la Mujer, solos los dos allí, en el lugar que ellos habían construido, dondequiera que fuese.
Pensaba en lo que le había dicho el Hombre: que todo estaba bien, pero que las noches eran duras.
Que había Cosas en la Noche, cosas que daban miedo.
El Ruiseñor desembozó el pico de entre las plumas de su hombro y miró en torno.
Hasta donde él podía ver, no había en la Noche Cosas que pudieran dar miedo.
Reinaba una oscuridad centelleante. Ahí estaban las negras siluetas de los árboles dormidos, y el estanque oscuro, insondable del suelo del bosque, y la Luna misteriosa girando entre las nubes, callada. Y había estrellas y céfiros. Pero no Cosas.
—Todo está bien—cantó el Ruiseñor. Y como no había ninguna otra voz que cantara cantos, el Ruiseñor pudo escuchar el suyo más potente y más melodioso que nunca.
—Todo está bien —volvió a cantar, y de nuevo su canto flotó noche adentro, y persistió, solitario.
Esto es interesante, pensó el Ruiseñor. Muy interesante; pero la noche es para dormir. De nuevo escondió el pico entre las plumas de su hombro y cerró los ojos.
Al cabo de un rato —y sin que él supiera que lo había hecho—, descubrió que había vuelto a abrir los ojos, y que estaba mirando en derredor y pensando.
Pensaba: ¿Y si volara hasta allí donde están ellos, el Hombre y la Mujer?
Tal vez si me oyeran cantar no tendrían tanto miedo. Si escucharan mi canto recordarían que el día volverá Y al fin y al cabo, pensó, ¿Por qué tengo que dormir toda la noche, si puedo quedarme despierto y cantar?
Y aunque era algo que jamás había hecho antes, decidió que eso haría. Miró en torno, preguntándose cómo haría para encontrar al Hombre y la Mujer. Desprendió los dedos de la rama en que estaba posado, extendió sus alas pardas y zarpó, cauteloso, hacia la fría oscuridad.
Voló, sin saber con exactitud en qué dirección debía volar; de tanto en tanto hacía un alto para descansar, y para comer algunos bichitos, que tanto abundaban, y para observar el nuevo mundo de la noche que había descubierto, y para escuchar cómo sonaba en ella su canto, y al cabo de un tiempo, que no le pareció demasiado largo, llegó al lugar en que habitaban el Hombre y la Mujer.
—Vaya —se dijo—, al fin y al cabo no está nada lejos. A decir verdad, a mi me parece la misma floresta de siempre.
Pero había una diferencia.
En el sitio en que se hallaban el Hombre y la Mujer había una cosa brillante, una cosa amarilla y anaranjada y escarlata, que flameaba y bailaba y resplandecía. Era como un trocito de Sol que se hubiese soltado y caído allí, delante de ellos.
El Hombre y la Mujer habían inventado el Fuego.
Y allí estaban los dos, sentados y abrazados, delante de su fuego, contemplando las llamas y la profunda oscuridad en torno de ellos. El Hombre tenía en una mano la vara que él había pensado.
El Ruiseñor no se atrevió a aproximarse demasiado a la nueva idea del fuego, maravillosa, sin duda, pero un poco aterradora; de modo que se escondió entre unos matorrales , y desde allí cantó otra vez.
—Todo está bien —cantó.
La Mujer escuchó
—¿Has oído eso? —preguntó.
—¿Qué?—dijo el Hombre y alzó los ojos, alarmado.
—Escucha—dijo la Mujer.
—Todo está bien—cantó el Ruiseñor.
El Hombre y la Mujer oyeron su canto. En el silencio de la noche sonaba tan claro y vibrante que era como si lo escucharan por primera vez. Nunca habían advertido que fuera tan hermoso, tan dulce y potente, tan triste y tan alegre a la vez.
—Antes —dijo el Hombre— cantaba de día.
—Ahora canta de noche —dijo la Mujer.
—Lo llamaremos Ruiseñor—dijo el Hombre.
La Mujer apoyó la cabeza en el hombro del Hombre. Al oír el canto del Ruiseñor, recordaba el bosque que habían abandonado. Recordaba la felicidad que allí había conocido. Recordaba el sol que caía en entramados de luz y de sombras sobre las flores y los helechos. Recordaba todo eso y los ojos se le llenaron de lágrimas calientes porque lo habían perdido.
—Todo está bien —dijo el Ruiseñor.
La Mujer pensó: Puedo recordarlo todo. Y casi enseguida se dijo: Si puedo recordarlo todo, no lo he perdido, no por complete. Si puedo recordarlo, lo tendré siempre, aunque sólo sea un poquito. Siempre; pase lo que pase.
Cerró los ojos. —Todo está bien —dijo—. Todo estará bien. Ya lo verás.
El Hombre la rodeó con su brazo, feliz de sentir su tibieza en la oscuridad. Escuchó cantar al Ruiseñor y pensó: El día volverá. Pase lo que pase o haya pasado antes, el día siempre volverá. Mañana el sol saldrá sobre las colinas, y el mundo será nuevo. ¿Cómo será? Él no lo sabía, pero pensó que podía ser bueno. Esperaba que fuese un día bueno.
—Todo está bien—cantó el Ruiseñor.
—Todo está bien—dijo el Hombre, y tomó a la Mujer entre sus brazos—. Creo que todo estará bien. —Y también él cerró los ojos.— Sea como sea —dijo—, no creo que esta historia haya acabado todavía.
Y así, desde ese día hasta el de hoy, el Ruiseñor ha cantado su canto de noche.
En la primavera y en el verano, cuando el corazón le rebosa de dicha, y las noches son cálidas y suaves, canto su canto de esperanza y evocación, ese canto que nadie puede imitar y nadie puede describir.
También durante el día puede a veces oírse su canto, pero también de día cantan el mirlo y el zorzal y muchas otras aves canoras, y no es fácil escucharlo. Pero de noche está solo, es el único que canta de noche.
Ésta es la única idea que el Ruiseñor ha tenido, y nunca más ha tenido ninguna otra.
FIN