• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V69

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V71

  • ▪ Audiowide: H23-V53

  • ▪ Chewy: H35-V69

  • ▪ Croissant One: H35-V70

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V69

  • ▪ Germania One: H43-V70

  • ▪ Kavoon: H33-V69

  • ▪ Limelight: H31-V70

  • ▪ Marhey: H31-V71

  • ▪ Orbitron: H25-V58

  • ▪ Revalia: H23-V57

  • ▪ Ribeye: H33-V68

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V68

  • ▪ Source Code Pro: H31-V69

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V60

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V71

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V68

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V68

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V68

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V68

  • ▪ Rubik Maps: H29-V68

  • ▪ Rubik Maze: H29-V68

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V68

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V62

  • ▪ Handjet: H53-V70

  • ▪ Raleway Dots: H35-V69

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V69

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V68

  • ▪ Faster One: H27-V63

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H57-V68

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V57

  • ▪ Mystery Quest: H37-V69

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V67

  • ▪ Silkscreen: H27-V65

  • ▪ Sixtyfour: H19-V48

  • ▪ Smokum: H53-V68

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V58

  • ▪ Wallpoet: H25-V57

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H29-V66

  • ▪ Chango: H23-V55

  • ▪ Coiny: H31-V72

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V72

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V67

  • ▪ Ultra: H27-V62

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H29-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V70

  • ▪ Nosifer: H23-V53

  • ▪ Piedra: H39-V68

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V67

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H45-V70

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V70

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V60

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V68

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H45-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V53

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V73

  • ▪ Waterfall: H43-V68

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V70

  • ▪ Bungee Shade: H25-V59

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H33-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V67

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V64

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V68

  • ▪ Miltonian: H31-V69

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V67

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Salir a Opciones de Imágenes
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Ocultar Reloj - Fecha
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj - Fecha

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CICLO DE LA PUERTA DE LA MUERTE Vol.III - EL MAR DE FUEGO (Margaret Weis & Tracy Hickman)

    Publicado en mayo 02, 2010
    PRÓLOGO
    En cuatro ocasiones he viajado a través de la Puerta de la Muerte, pero nada recuerdo de esas travesías. Todas las veces que he penetrado en la Puerta, lo he hecho en estado de inconsciencia.
    Mi primer viaje fue al mundo de Ariano, ida y vuelta, y estuvo muy cerca de ser el último.
    En mi viaje de regreso conseguí una nave dragón construida por los elfos de Ariano, mucho más fuerte y adecuada que mi primer vehículo. Potencié su magia y la llevé conmigo al Nexo, donde mi Señor y yo trabajamos aplicadamente para aumentar todavía más esa magia que la protegía. Las runas de poder cubren ahora casi cada centímetro de su superficie.
    Con esta nave volé a mi siguiente destino, el mundo de Pryan. De nuevo, crucé la Puerta de la Muerte; de nuevo, perdí el sentido al hacerlo. Y desperté en un mundo donde no existe la oscuridad, sino sólo una luz perpetua.
    Llevé a cabo mi tarea en Pryan satisfactoriamente, al menos en lo que a mi Señor respecta. Mi amo se mostró complacido con mi trabajo.
    Yo, no tanto.
    Al abandonar Pryan, me hice el propósito de permanecer consciente para ver la Puerta y observar qué se experimentaba. La magia de mi nave protegía a ésta y a mí hasta el punto de que ambos llegábamos a nuestro destino completamente sanos y salvos. ¿Por qué, entonces, me desmayaba? Mi Señor sugirió que debía de tratarse de una debilidad mía, de una falta de disciplina mental, así que me propuse firmemente no rendirme. Pero para mi disgusto volví a comprobar, mortificado, que no recordaba nada.
    Allí me encontraba, perfectamente despierto, a punto de entrar en aquel agujero negro que parecía demasiado pequeño para que cupiera en él mi nave. Y, al instante siguiente, estaba a salvo en el Nexo.
    Es importante que aprendamos todo lo posible sobre el viaje a través de la Puerta de la Muerte, pues por ella habremos de transportar los ejércitos de patryn que deben llegar a esos mundos dispuestos a luchar y conquistarlos. Mi Señor ha estudiado el asunto en profundidad revisando los textos de los sartán, nuestros enemigos ancestrales, que construyeron la Puerta de la Muerte y los mundos a los que ésta conduce. Y ahora acaba de informarme, en la víspera de mi viaje al mundo de Abarrach, de que ha realizado un descubrimiento.
    Acabo de regresar de un encuentro con mi Señor y confieso que estoy decepcionado. No digo esto como crítica a mi Señor, a quien respeto más que a nadie en el universo, pero su explicación de la Puerta de la Muerte tiene poco sentido. ¿Cómo es posible que un lugar pueda existir y, al mismo tiempo, no existir? ¿Cómo puede el tiempo marchar hacia adelante y hacia atrás a la vez?
    ¿Cómo puede su luz ser tan brillante que me sumerjo en la oscuridad?
    ¡Mi Señor sugiere que la Puerta de la Muerte no fue hecha para ser atravesada!
    Sigue sin descubrir cuál es —o era— su función. Según él, su propósito puede haber sido, simplemente, servir de una vía de escape de un universo agonizante.
    Yo no estoy de acuerdo. He descubierto que los sartán pretendían que existiera algún tipo de comunicación entre los mundos. Por alguna razón, esta comunicación no se estableció. Y la única conexión que he encontrado entre los mundos es la Puerta de la Muerte.
    Mayor razón todavía para que deba permanecer consciente en mi próximo viaje.
    Mi Señor me ha sugerido cómo disciplinarme para lograr mi objetivo, pero me ha advertido que corro un riesgo extremo.
    No perderé la vida; la magia de la nave me protege de cualquier daño físico.
    Pero podría perder la razón.
    CAPÍTULO 1
    KAIRN TELEST, ABARRACH
    —No tenemos elección, padre. Ayer murió otro niño. Anteayer, su abuela. El frío se hace más intenso cada día. Sin embargo... —el hijo hace una pausa—, no estoy seguro de que sea tanto el frío como la oscuridad, padre. El frío mata sus cuerpos, pero son las tinieblas lo que acaba con sus espíritus. Baltazar tiene razón. Debemos marcharnos ahora, mientras aún tenemos fuerzas suficientes para hacer el viaje.
    Fuera de la sala, de pie en el pasillo a oscuras, escucho y observo, a la espera de la respuesta del rey. Pero el anciano no contesta de inmediato. Permanece sentado en un trono de oro decorado con diamantes del tamaño de un puño humano, instalado sobre un estrado que preside un enorme salón de mármol pulimentado. El rey puede ver muy poco del salón, sumido en sombras. En el suelo, a sus pies, una lámpara de gas que chisporrotea y emite un siseo difunde una luz débil y mortecina.
    Con un escalofrío, el viejo monarca se acurruca todavía más bajo la capa de pieles con la que se cubre. Luego, se desliza hacia adelante hasta apoyarse en el borde del trono, más cerca de la lámpara, aunque sabe que la llama parpadeante no va a darle calor alguno.
    Creo que es el consuelo de la luz lo que busca. Su hijo tiene razón: es la oscuridad lo que nos mata.
    —Hubo un tiempo —dice el viejo rey— en que las luces de palacio permanecían encendidas toda la noche y bailábamos hasta el ciclo siguiente. Con el baile, nos acalorábamos en exceso; entonces, salíamos del encierro de palacio, corríamos a las calles abiertas bajo el techo de la caverna, donde hacía fresco, y nos dejábamos caer sobre la hierba mullida y reíamos sin parar. —Tras una pausa, añade—: A tu madre le encantaba bailar.
    —Sí, padre, lo recuerdo —la voz del hijo es suave y cargada de paciencia.
    Edmund sabe que su padre no desvaría, sino que ha tomado una decisión, la única posible. Sabe que el rey está diciendo adiós.
    —La orquesta se colocaba ahí —el viejo monarca levanta un dedo nudoso para señalar un rincón de la sala envuelto en densas sombras—. Tocaba durante toda la mitad del ciclo destinada al sueño y los músicos tomaban vino de parfruta para mantener vivo el fuego en su sangre. Por supuesto, todos terminaban ebrios. Al final del ciclo, la mitad de ellos tocaba una música distinta de la de la otra mitad.
    Pero a nosotros no nos importaba. Sólo hacía que nos riéramos más. Nos reíamos mucho, entonces.
    El viejo tararea en voz baja una melodía de su juventud. Yo he permanecido todo el rato inmóvil entre las sombras de la sala, observando la escena a través de una rendija de la puerta casi cerrada, y decido dar a conocer mi presencia, aunque sólo a Edmund. Es impropio de mi dignidad andar husmeando a escondidas. Llamo a un criado y lo mando al rey con un mensaje sin importancia. La puerta se abre con un chirrido y una ráfaga de aire helado recorre la sala, apagando casi la llama de la lámpara de gas. El criado avanza penosamente por la sala y el sonido de sus pies arrastrándose por el suelo de mármol deja tras de sí unos ecos susurrantes en el palacio casi vacío.
    Edmund alza la mano, alarmado, e indica al criado que se retire. Pero vuelve la vista hacia la puerta, advierte mi presencia y, con un breve gesto de asentimiento, me indica en silencio que lo espere. No necesita hablar ni hacer otra cosa que ese gesto con la cabeza. Edmund y yo nos conocemos tan bien que podemos comunicarnos sin palabras.
    El criado se retira y sus despaciosos pasos se acercan de nuevo a mí. Empieza a cerrar la puerta, pero lo detengo sin decir palabra y le ordeno que se vaya. El viejo rey ha advertido la entrada y la salida del criado, aunque finja no haberlo visto. La vejez tiene pocos privilegios, pocos lujos. Permitirse excentricidades es uno de ellos. Sumirse en los recuerdos es otro...
    El anciano suspira al bajar la vista hacia el trono de oro que ocupa. Su mirada se vuelve luego hacia el asiento que se encuentra a su lado, un trono de dimensiones más reducidas destinado al cuerpo, más menudo, de una mujer. Este trono lleva mucho tiempo vacío. Quizás el monarca se ve a sí mismo, ve su cuerpo joven, alto y fuerte, inclinándose hacia ella para susurrarle al oído mientras sus manos se buscan. Sus manos, siempre entrelazadas cuando el monarca y su reina estaban cerca.
    A veces, aún hoy toma la mano de su ausente amada, pero esa mano está fría, está más helada que el frío que invade nuestro mundo. La mano helada destruye el pasado para él. Pero, ahora, el rey no acude demasiado a ella. Prefiere el recuerdo.
    —Entonces, el oro refulgía bajo las luces —comenta a su hijo—. A veces, los diamantes brillaban hasta que no podíamos seguir mirándolos. Eran tan deslumbrantes que nos hacían llorar los ojos. Éramos ricos, increíblemente ricos.
    Nos recreábamos en nuestra riqueza... Pero lo hacíamos con toda inocencia, creo — añade el viejo rey, tras una pausa—. No éramos codiciosos ni avaros. «¡Cómo nos mirarán, cuando vengan a nosotros! ¡Qué cara pondrán cuando contemplen por primera vez este oro y estas joyas!», nos decíamos. Sólo el oro y los diamantes de este trono bastarían para comprar una nación en su viejo mundo, según los textos antiguos. Y nuestro reino está lleno de tales tesoros, que yacen intactos e inexplotados en la roca.
    »Recuerdo las minas. ¡Ah, cuánto tiempo ha pasado desde entonces! Fue mucho antes de que tú nacieras, hijo mío. En esa época, el Pueblo Menudo aún estaba entre nosotros. Eran los últimos, los más fuertes y resistentes. Los últimos supervivientes. Mi padre me dejó entre ellos cuando era muy pequeño. No recuerdo gran cosa de ellos, salvo sus ojos fieros, las barbas tupidas que les ocultaban el rostro y sus dedos, cortos y rápidos. Me daban miedo, pero mi padre dijo que, en realidad, eran unas gentes muy amables; sencillamente, se mostraban rudos e impacientes con los extraños.
    El anciano rey exhala un profundo suspiro. Su mano acaricia el frío apoyabrazo metálico del trono como si pudiera devolverle el brillo.
    —Ahora creo entenderlo. Eran rudos y feroces porque tenían miedo. Veían el destino que se les avecinaba. Mi padre también debió de verlo. Luchó contra ese sino, pero no estaba en su mano hacer nada. Nuestra magia no era lo bastante poderosa para salvar al Pueblo Menudo. Ni siquiera lo ha sido para salvarnos a nosotros mismos. ¡Fíjate, mira esto! —El viejo, quejumbroso ahora, descarga el puño sobre el oro—. ¡Abundancia! ¡Riqueza para comprar una nación, y mi pueblo pasa hambre! ¡De nada sirve! ¡De nada!
    Su mirada contempla el oro. Al reflejo del débil fuego que arde a los pies del monarca, parece deslustrado y sombrío, hasta casi desagradable. Los diamantes ya no refulgen. También ellos parecen fríos y muertos. Su fuego, su vida, depende del fuego del hombre, de la vida del hombre. Cuando éste desaparezca, los diamantes volverán a ser tan negros como el mundo que los rodea.
    —No vienen, ¿verdad, hijo? —pregunta.
    —No, padre —responde Edmund. La mano de éste, fuerte y cálida, se cierra sobre los dedos nudosos y temblorosos del anciano—. Creo que, si fueran a venir, ya se habrían presentado.
    —Quiero salir fuera —dice de pronto el rey.
    —¿Estás seguro, padre? —Edmund lo mira, preocupado.
    —Sí, estoy seguro —replica el viejo monarca, irritado. Es otro lujo de la edad:
    permitirse caprichos.
    Arrebujándose aún más bajo el manto de pieles, se incorpora del trono y desciende del estrado. Su hijo avanza a su lado para ayudarlo si es necesario, pero no es preciso. El monarca es viejo, incluso para lo normal en nuestra raza, notablemente longeva. Pero se conserva en buen estado físico; además, su magia es poderosa y lo mantiene mejor que muchos. Ahora lleva los hombros hundidos, pero es debido al peso de las muchas cargas que se ha visto obligado a soportar durante su larga vida. Tiene el cabello blanco como la nieve; encaneció cuando ya era un hombre maduro, durante la enfermedad que, en un breve plazo, se llevó de su lado a su esposa.
    Edmund levanta la lámpara y la lleva con ellos para iluminar el camino. Ahora, el gas es precioso; más que el oro. El rey contempla las lámparas que penden del techo, apagadas y frías. Mientras lo observo, adivino sus pensamientos. Sabe que no debería malgastar el gas de esta manera. Aunque, en realidad, no lo está malgastando. Él es el rey y algún día, muy pronto tal vez, lo será su hijo. Y tiene el deber de mostrarle, de contarle, de hacerle ver cómo eran las cosas antes. Porque, ¿quién sabe?, puede suceder que un día su hijo regrese y vuelva a dejarlo todo como era.
    Abandonan la sala del trono y salen al pasillo, lóbrego y ventoso. Me quedo donde tengo la certeza de que me verán, y la luz de la lámpara me ilumina. Me veo reflejado en un espejo colgado en la pared que tienen enfrente. Un rostro ansioso y pálido que surge de la oscuridad, cuya piel blanca y cuyos ojos brillantes captan la luz, al salir repentinamente de su acecho en las sombras. Mi cuerpo, vestido con ropas oscuras, comparte el sueño eterno que ha arraigado en su reino. Mi cabeza parece descarnada, suspendida en la oscuridad, flotando en ella. La visión es tan aterradora que me sobresalta.
    El anciano rey me ve, pero finge que no. Edmund hace un rápido gesto de negativa, moviendo ligerísimamente la cabeza. Yo asiento y me retiro de nuevo a las sombras.
    —Que Baltazar espere —oigo al anciano murmurar para sí—. Ya tendrá lo que quiere, finalmente. Por ahora, que espere. El nigromante tiene tiempo. Yo, no.
    Dos series de pisadas recorren los salones del palacio, resonando con estruendo en el silencio de los pasillos vacíos. Pero el viejo monarca, sumido en el pasado, escucha el sonido de la música y la alegría, recuerda las risillas estridentes de un chiquillo jugando a tocar y parar con su padre y su madre por aquellas estancias del palacio.
    Yo también recuerdo ese tiempo. Tenía veinte años cuando nació el príncipe Edmund. El palacio bullía de vida: tíos y tías, primos carnales y políticos, cortesanos —siempre complacientes, sonrientes y dispuestos a reír las gracias—, miembros del consejo que entraban y salían con prisas, concentrados en sus asuntos, y ciudadanos que acudían a presentar peticiones o a solicitar justicia. Yo vivía en palacio, como aprendiz del nigromante del rey. Era un alumno aplicado y pasaba más tiempo en la biblioteca que en el salón del baile, pero debí de absorber de ese ambiente más de lo que pensaba. A veces, durante la mitad del ciclo que dedicamos al sueño, imagino que aún puedo escuchar la música.
    —Orden —decía ahora el rey—. Entonces, todo estaba en orden. El orden era nuestra herencia; el orden y la paz. No comprendo qué sucedió. ¿Por qué se produjo el cambio? ¿Qué ha provocado el caos, qué ha traído la oscuridad?
    —Hemos sido nosotros, padre —contesta Edmund sin inmutarse—. Debemos de haber sido nosotros.
    El sabe que no es así, por supuesto. Le he enseñado que no lo es, pero Edmund siempre responde de esta manera para evitar discutir con su padre. Pese a todos los años transcurridos, aún sigue pugnando desesperadamente por tener su amor.
    Voy tras ellos; mis zapatillas negras no hacen el menor ruido sobre el suelo de fría piedra, pero Edmund sabe que los sigo. De vez en cuando vuelve la cabeza, como si confiara en mi tuerza. Yo lo contemplo con franco orgullo, con el orgullo que sentiría por mi propio hijo. Edmund y yo estamos más unidos que muchos padres con sus hijos, más de lo que lo está con su propio padre, aunque no quiera reconocerlo. Sus padres estaban tan absortos el uno en el otro que apenas les quedaba tiempo para el hijo que habían creado con su amor. Yo era el tutor del muchacho y, con el tiempo, me convertí en el amigo, compañero y consejero del solitario joven.
    Ahora ya tiene veinte años cumplidos y es fuerte, atractivo y viril. «Será un buen rey», me digo, y repito las palabras varias veces como si fueran un talismán capaz de disipar las sombras que envuelven mi corazón.
    Al fondo del pasillo se encuentran las gigantescas puertas dobles cubiertas de símbolos cuyo significado ha caído en el olvido; unos símbolos que, con el paso del tiempo, han quedado borrados en parte. El anciano espera, sosteniendo la lámpara, mientras el hijo tensa sus musculosos brazos y empuja a un lado la pesada barra metálica que mantiene cerradas las puertas del palacio.
    La barra es una novedad, y el viejo rey frunce el entrecejo al observarla. Tal vez recuerda una época, antes de que Edmund naciera, en que no era necesaria tal barrera fija. Entonces, la magia bastaba para mantener cerradas las puertas. Sin embargo, con el paso de los años, hubo necesidad de emplear la magia en otras tareas más importantes, como la supervivencia.
    El hijo empuja las puertas y, cuando éstas se abren, una ráfaga de aire helado apaga la lámpara. El frío es agudo, intenso, y penetra bajo las pieles que le sirven de abrigo recordando al anciano que, por frío que sea el palacio, sus paredes y su magia ofrecen cierta protección frente a la oscuridad del exterior, que hiela la sangre y entumece los huesos.
    —¿Estás seguro de que podrás hacerlo, padre? —inquiere Edmund una vez más, preocupado.
    —Sí —responde el monarca, aunque a mí me parece que, de haber estado solo, el anciano no lo habría intentado—. No te preocupes por mí. Si Baltazar se sale con la suya, no tardaremos mucho en estar todos ahí fuera.
    Sí, el viejo rey sabe que estoy cerca, que estoy escuchando. Siente celos de mi influencia sobre Edmund, pero lo único que puedo decirle al anciano es que él ya tuvo su oportunidad.
    —Ya te he explicado antes que Baltazar ha encontrado una ruta que nos conduce hacia abajo por los túneles, padre. Cuanto más penetremos en el subsuelo del mundo, más cálido se volverá el aire.
    —Supongo que habrá encontrado tal tontería en algún libro. De nada sirve iluminar este condenado lugar —añade el rey, refiriéndose a la lámpara—. No malgastes tu magia. Yo no necesito luz; son tantas las veces que he estado en esta columnata que podría recorrerla con los ojos cerrados.
    Los oigo avanzar en la oscuridad. Casi puedo ver al rey rechazar el brazo que le ofrece Edmund (el príncipe es respetuoso y tierno con un padre que apenas lo merece) y cruzar el umbral de los grandes portalones con paso resuelto. Yo me quedo en el pasadizo e intento olvidarme del frío que me corta la cara y las manos y me entumece los pies.
    —Los libros son mala cosa —comenta con acritud el monarca a su hijo, cuyas pisadas capto, avanzando junto a su anciano padre—. Baltazar pasa demasiado tiempo entre los libros.
    Tal vez la cólera le siente bien al viejo, cálida y brillante como el fuego de la lámpara en su interior.
    —Fueron los libros quienes nos dijeron que ellos iban a volver a nosotros, ¡y mira qué ha salido de ello! ¡Libros! —exclama el rey con un bufido—. No confío en ellos. ¡No creo que debamos confiar en ellos! Tal vez dijeran la verdad hace siglos, pero el mundo ha cambiado desde entonces. Los caminos que trajeron a nuestros antepasados a este reino están, probablemente, destruidos y desaparecidos.
    —Baltazar ha explorado los túneles hasta donde se ha atrevido y los ha encontrado en buen estado y ajustados a los mapas. Recuerda, padre, que los túneles están protegidos por la magia, antigua y poderosa, que los construyó y que creó este mundo.
    —¡Magia antigua! —La cólera del viejo rey sale a la superficie con toda su fuerza, arde en su voz—. ¡La magia antigua ha fracasado! ¡Ha sido el fracaso de la magia antigua lo que nos ha traído a esto! Ha traído la ruina donde una vez hubo prosperidad, la desolación donde una vez hubo abundancia, el hielo donde una vez hubo agua. ¡La muerte, donde una vez hubo vida!
    Se detiene en el pórtico de entrada a palacio y mira al frente. Sus ojos físicos contemplan la oscuridad que se ha cerrado sobre ellos, la ven rota únicamente por los débiles puntos de luz que arden diseminados aquí y allá por la ciudad. Estos puntos de luz representan a su pueblo y su número ahora es muy reducido, demasiado. La inmensa mayoría de las cosas del reino de Kairn Telest están frías y a oscuras. Como la reina, quienes ahora permanecen en las casas pueden pasarse muy bien sin luz ni calor; ninguna de ambas cosas se desperdician en ellos.
    Sus ojos físicos observan la oscuridad, igual que su cuerpo físico siente el dolor del frío, y la rechazan. Contempla entonces su ciudad a través de los ojos del recuerdo, un don que intenta compartir con su hijo, ahora que es demasiado tarde.
    —Se dice que en el mundo antiguo, durante el tiempo anterior a la Separación, había un orbe de fuego cegado que llamaban sol. Lo leí en un libro. Baltazar no es el único que sabe leer —añade el viejo monarca secamente—. Cuando el mundo quedó separado en cuatro partes, el fuego de ese sol fue dividido entre estos cuatro nuevos mundos. En el nuestro, fue colocado en su centro. Ese fuego es el corazón de Abarrach y, como cualquier corazón, tiene conductos que transportan hasta los órganos y miembros del cuerpo, como si fuera sangre, la corriente vital de calor y energía.
    Escucho un roce, el giro de una cabeza que se mueve entre múltiples capas de ropa. Imagino al rey apartando la vista de la ciudad agonizante, acurrucada en la oscuridad, para dirigirla mucho más allá de las murallas de la ciudad. El viejo no puede ver nada, pues la oscuridad es completa. Pero tal vez, con los ojos de la mente, percibe una tierra de luz y calor, una tierra de verdor y de cultivos bajo el altísimo techo de una caverna tachonado de brillantes estalactitas, una tierra donde los niños jugaban y reían.
    —Nuestro sol estaba ahí fuera.
    Otro roce. El anciano monarca levanta la mano y señala una dirección en la oscuridad eterna.
    —El coloso —murmura Edmund. El joven es paciente con su padre. Hay mucho, muchísimo que hacer, pero permanece junto al viejo y presta atención a sus recuerdos.
    —Algún día, su hijo hará lo mismo por él —susurro esperanzado, pero la sombra que envuelve nuestro futuro no se despeja en mi corazón.
    ¿Presentimiento? ¿Premonición? Yo no creo en tales cosas, pues implican la existencia de un poder superior, de una mano y una mente inmortales que intervienen en los asuntos de los hombres. No obstante, así como tengo la seguridad de que Edmund deberá abandonar esta tierra donde ha nacido, donde vieron la luz su padre y tantísimos otros antepasados suyos, también tengo la rotunda certeza de que mi protegido será el último rey de Kairn Telest.
    Por eso agradezco la oscuridad. Oculta mis lágrimas.
    El rey también guarda silencio. Nuestros pensamientos siguen el mismo lúgubre curso. Él también lo sabe. Y tal vez ahora quiera al muchacho. Ahora, cuando ya es demasiado tarde...
    —Recuerdo el coloso, padre —se apresura a decir su hijo, tomando equivocadamente el mutismo del viejo por una muestra de irritación—. Recuerdo el día en que tú y Baltazar os disteis cuenta por primera vez de que estaba dejando de funcionar —añade en tono más sombrío.
    Las lágrimas se me han helado en las mejillas, ahorrándome el trabajo de enjugarlas. Ahora, también yo recorro los senderos de la memoria. Avanzo por ellos bajo la luz..., la luz mortecina...
    CAPITULO 2
    KAIRN TELEST, ABARRACH
    La Cámara del Consejo del monarca del reino de Kairn Telest está abarrotada de gente. El rey está reunido con el consejo, formado por ciudadanos destacados cuyos antepasados, fundadores de las respectivas familias, actuaron ya como miembros de tal institución a la llegada de los seres humanos a Kairn Telest, siglos atrás. Aunque se tratan asuntos de un carácter tremendamente serio, en la reunión reina el orden y la serenidad. Todos los miembros del consejo, incluida Su Majestad, escuchan a sus colegas con atención y respeto.
    El rey no emite edictos regios, no imparte reales órdenes ni hace proclamas de la corona. Todos los asuntos a tratar se votan en consejo, donde el monarca actúa como guía y asesor, ofrece su consejo y sólo emite un voto de calidad sobre algún tema cuando se produce igualdad entre varias opciones.
    Entonces, ¿por qué tenemos un rey? El pueblo de Kairn Telest tiene una notoria necesidad de orden y de convenciones sociales. Hace siglos, nuestros antepasados ya consideraron que precisaban de algún tipo de estructura gubernamental.
    Estudiaron nuestra naturaleza y nuestra situación y, sabiendo que somos más una familia que una comunidad, decidieron que la forma más adecuada e inteligente de gobierno sería una monarquía, que proporciona una figura paternal, combinada con un consejo dotado de voz y voto.
    Nunca hemos tenido razón alguna para lamentar la decisión de nuestros antepasados. La primera reina elegida para gobernar tuvo una hija capaz de llevar a cabo la tarea de su madre. Esta hija tuvo a su vez un varón y así ha sido transmitido el reino de Kairn Telest de generación en generación. El pueblo de Kairn Telest está satisfecho y conforme con esta situación. En un mundo que parece en constante cambio en torno a nosotros —un cambio sobre el cual no tenemos, al parecer, el menor control—, esta monarquía nuestra ejerce una influencia poderosa y estabilizadora.
    —Así pues, ¿el nivel del río no ha subido? —pregunta el rey, y su mirada recorre uno por uno los rostros preocupados de los reunidos.
    Los miembros del consejo se sientan en torno a una mesa central de reuniones, cuya cabecera ocupa el rey. Su asiento es más lujoso que los demás, pero está colocado a la misma altura que éstos.
    —Si acaso, Majestad, su caudal se ha reducido aún más. O así estaba ayer, cuando fui a comprobarlo. —El jefe del gremio de campesinos habla con voz atemorizada, cargada de malos presagios—. Hoy no he acudido a verlo porque he tenido que salir muy temprano para llegar a tiempo a palacio. Pero tengo pocas esperanzas de que haya aumentado durante la noche.
    —¿Y las cosechas?
    —Con seguridad, perderemos la cosecha de cereales a menos que llevemos agua a los campos en el plazo de cinco ciclos. Afortunadamente, la hierba de kairn está bien; parece capaz de prosperar bajo condiciones casi imposibles. En cuanto a las verduras, hemos puesto a los braceros a acarrear agua a los campos, pero no da resultado. Acarrear agua es una tarea nueva para ellos. No la comprenden, y ya sabéis lo difícil que resulta hacerles aprender algo nuevo.
    Varias cabezas asienten en torno a la mesa. El rey frunce el entrecejo y se rasca la perilla. El campesino continúa como si sintiera la necesidad de explicarse, tal vez para ofrecer una excusa.
    —Los braceros se olvidan a cada momento de lo que tienen que hacer y desaparecen. Cuando vamos en su busca, los encontramos dedicados de nuevo a su vieja tarea, con los cubos del agua olvidados en cualquier rincón. Según mis cálculos, hemos gastado de esta manera más agua de la que hemos empleado en los huertos.
    —¿Y cuáles son tus recomendaciones?
    —Mis recomendaciones... —el campesino mira a su alrededor buscando apoyo y suspira—. Recomiendo que cosechemos todo lo que podamos, mientras estamos a tiempo. Será mejor salvar lo poco que tenemos, antes que dejar que todo se agoste y muera en los campos. He traído esta parfruta para mostrárosla. Como veis, tiene un tamaño muy pequeño y aún no está madura. No debería recolectarse hasta dentro de dieciséis ciclos, por lo menos. Pero, si no la cosechamos ahora, se secará y morirá en la planta. Después de la cosecha, podemos hacer otra siembra y tal vez para entonces el río habrá vuelto a su caudal habitual...
    —¡No! —lo interrumpe una voz, nunca oída hasta ese momento en la sala y en la reunión. Ya me han tenido suficiente tiempo esperando en la antecámara. Es evidente que el rey no va a mandar a buscarme y debo ocuparme personalmente de lo que sucede—. El río no volverá a la normalidad. Al menos, no lo hará pronto y, si algún día sucede, será sólo gracias a algún cambio drástico que ahora soy incapaz de prever. El Hemo está reducido a un riachuelo fangoso y, salvo que tengamos mucha suerte, Majestad, creo que terminará secándose por completo.
    El rey se vuelve, irritado, mientras efectúo mi entrada en la sala. Sabe que soy mucho más inteligente que él y, por ello, desconfía de mí. Pero ha terminado por concederme la razón. Se ha visto obligado a ello. Las pocas veces que no ha sido así, en las contadas ocasiones en que ha decidido llevar las cosas a su modo, ha terminado lamentándolo. Por eso soy ahora el nigromante del rey.
    —Tenía intención de mandarte a buscar cuando llegara el momento adecuado, Baltazar — ñade el rey, con el entrecejo cada vez más arrugado—, pero parece que no puedes esperar a dar tus malas noticias. Por favor, toma aliento y ofrece tu informe al consejo.
    Por el tono de voz, cualquiera diría que le gustaría echarme la culpa de esas malas noticias.
    Tomo asiento en el extremo opuesto de la mesa de reuniones cuadrangular, una mesa de piedra tallada. Los ojos de los reunidos en torno a ella se vuelven poco a poco, reacios a mirarme directamente. Soy, debo reconocerlo, una visión insólita.
    Todos los que viven dentro de las enormes cavernas del mundo de piedra de Abarrach tienen, naturalmente, una tez pálida. Sin embargo, la mía es de un blanco cerúleo, de un blanco tan lechoso que casi parece traslúcida, con un leve tono azulado por las venillas que corren justo bajo la piel.
    Esta palidez fuera de lo común se debe al hecho de que paso largas horas encerrado en la biblioteca, leyendo textos antiguos. Mis cabellos negro azabache — extremadamente raros entre mi pueblo, que los tiene casi siempre blancos con las puntas castaño oscuro— y las vestiduras negras de mi oficio hacen que mi rostro parezca aún más blanco, en contraste.
    Poca gente me ve habitualmente, pues casi nunca me alejo de palacio, de mi querida biblioteca, y rara vez me aventuro por las calles de la ciudad ni aparezco en la corte real. Mi presencia en una reunión del consejo es un acontecimiento alarmante. Soy un personaje cuya presencia resulta temible. Mi aparición, pues, tiende un velo de inquietud sobre los corazones de los presentes casi como si extendiese mi negro manto sobre los consejeros.
    Empiezo poniéndome en pie. Con las palmas de las manos posadas sobre la mesa, me apoyo ligeramente sobre ellas para dar la impresión de que me cierno sobre los reunidos, que me observan con extasiada fascinación.
    —Hace poco, sugerí a Su Majestad que me enviara a explorar el Hemo, a seguir su cauce hasta su fuente para ver si descubría la causa de que el caudal haya descendido tan bruscamente. Su Majestad accedió a la sugerencia, considerándola conveniente, y emprendí la marcha.
    Advierto que varios miembros del consejo intercambian miradas y fruncen el entrecejo. Este viaje de exploración no ha sido discutido ni aprobado en consejo, lo cual los pone de inmediato en contra, como era de esperar.
    El rey capta su inquietud, se revuelve en el asiento y parece a punto de salir en su propia defensa. Yo asumo la responsabilidad antes de que pueda decir una palabra.
    —Su Majestad me propuso informar al consejo y recibir su aprobación, pero me opuse a ello. Y no por faltar al respeto a los miembros del consejo —me apresuro a asegurarles—, sino por la necesidad de no perturbar la tranquilidad del pueblo. Su Majestad y yo compartíamos entonces la opinión de que el descenso del caudal era consecuencia de algún fenómeno de la naturaleza. Tal vez un seísmo había provocado que una parte de la caverna se hundiera y obstruyera el cauce, o quizás alguna colonia de animales había decidido construir una presa en sus aguas. En fin, pensamos, ¿para qué inquietar al pueblo sin necesidad? Pero, ¡ay! —soy incapaz de contener un suspiro—, éste no es el caso.
    Los miembros del consejo me miran con creciente inquietud. Se han acostumbrado a lo extraño de mi apariencia y ahora empiezan a advertir cambios en mí. Soy consciente de que no tengo buen aspecto, sino más bien peor del habitual. Mis ojos negros están hundidos, rodeados de sombras púrpuras, y tengo los párpados hinchados y enrojecidos. El viaje ha sido largo y fatigoso, no he dormido en muchos ciclos y tengo los hombros hundidos de agotamiento.
    Los miembros del consejo olvidan su irritación ante el gesto del rey de actuar por su cuenta, sin consultarlos. Aguardan, con caras torvas y ceñudas, a escuchar mi informe.
    —Recorrí el Hemo aguas arriba, siguiendo las riberas. Dejé atrás las tierras civilizadas, crucé los bosques que se extienden más allá de nuestras fronteras y llegué al fondo de la pared que forma nuestra kairn. Pero no encontré allí la fuente del río. Un túnel atraviesa la pared de la caverna y, según los mapas antiguos, el Hemo fluye por este túnel. Según comprobé, los mapas están en lo cierto. O bien el Hemo se abrió con el tiempo un camino a través de la pared de la caverna, o bien sus aguas siguen un curso trazado para ellas por quienes construyeron nuestro mundo en un principio. O quizá sea una combinación de ambas cosas.
    El rey mueve la cabeza en dirección a mí, desaprobando mis divagaciones eruditas. Advierto su expresión de enfado y, con un leve gesto de asentimiento, me apresuro a volver al tema central de mi exposición.
    —Seguí el túnel un gran trecho y descubrí un pequeño lago situado en un angosto despeñadero, al otro lado del cual debió de existir en otro tiempo una espléndida cascada. Allí, el Hemo salta desde lo alto de un farallón rocoso y cae cientos de palmos, desde una altura igual a la del techo de la caverna que tenemos sobre nuestras cabezas.
    Los ciudadanos de Kairn Telest parecen impresionados. Sacudo la cabeza, avisándoles que no se hagan ilusiones.
    —Por las enormes dimensiones de las rocas alisadas por la acción del agua a lo largo de la caída y por la profundidad del fondo del lago que las recoge, juzgué que el caudal del río había sido en otro tiempo fuerte y poderoso. Hubo una época, según mis cálculos, en que cualquier hombre que se colocara bajo la cascada habría sido aplastado por la fuerza bruta de las aguas que le caían encima. Hoy, en cambio, un niño podría bañarse sin peligro en el reguero que fluye por las rocas del despeñadero.
    Mi tono de voz es amargo. El rey y los miembros del consejo me observan con inquietud y preocupación.
    —Seguí viajando, en busca todavía de la fuente del río. Ascendí las paredes del farallón de rocas y noté un fenómeno extraño: cuanto más subía, más descendía la temperatura. Cuando llegué a la cima de la cascada, cerca del techo de la caverna, descubrí la razón. Lo que me rodeaba ya no eran las paredes de roca de la caverna —mi voz se hace tensa, lóbrega, siniestra—. Me encontré rodeado por muros de puro hielo.
    Los miembros del consejo parecen desconcertados, afectados por el miedo y el asombro que yo pretendía transmitirles. Pero sus expresiones confusas me hacen ver que todavía no se han formado una idea exacta del peligro.
    —Amigos míos —les digo sin alzar la voz, paseando la mirada en torno a la mesa, concentrando aún más su atención hasta tenerlos a todos pendientes de mis palabras—, el techo de la caverna, a través del cual fluye el Hemo, está cubierto de hielo. Y antes no estaba así —añado al advertir que siguen sin comprender. Mis dedos se cierran ligeramente—. Esto significa un cambio, un cambio calamitoso.
    Pero atended; os seguiré explicando. Asombrado ante mi descubrimiento, continué viajando por las orillas del Hemo. El camino era oscuro y traicionero y el frío, muy intenso. Esto también me desconcertó, pues aún no había pasado el límite donde alcanzan la luz y el calor emitidos por los colosos. ¿Cómo era que los colosos no funcionaban?
    —Si hacía tanto frío como dices, ¿cómo pudiste continuar? —inquiere el rey.
    —Por suerte, Majestad, mi magia es poderosa y me mantuvo.
    No le gusta escuchar tal respuesta, pero ha sido él quien la ha buscado. Tengo fama de poseer unas facultades mágicas poderosas en extremo, superiores a las de la mayoría de habitantes de Kairn Telest. El rey cree que estoy alardeando.
    —Finalmente, tras muchas dificultades, llegué a la abertura en la pared de la caverna a través de la cual fluye el Hemo —prosigo—. Según los mapas antiguos, al asomarme por dicha abertura debería haber visto el mar Celestial, el océano de agua dulce creado por los antiguos para nuestro uso. Pero lo que encontré ahí fuera, amigos míos —hago una pausa, asegurándome de que tengo toda su atención—, ¡fue un inmenso mar de hielo!
    Pronuncio esta última palabra en un susurro. Un escalofrío recorre a los miembros del consejo, como si hubiera traído conmigo el frío, encerrado en una caja, y acabara de dejarlo suelto en la Cámara del Consejo. Me observan en silencio, asombrados, mientras el pleno entendimiento de lo que les estoy contando empieza a abrirse paso lentamente en sus cerebros, como la punta de una flecha alojada en una vieja herida.
    El rey es el primero en romper el silencio.
    —¿Cómo es posible tal cosa? ¿Cómo puede suceder?
    Me paso una mano por la frente. Estoy cansado, agotado. La magia tal vez sea lo bastante poderosa como para mantenerme vivo, pero emplearla tiene un precio.
    —He pasado largas horas estudiando el tema, Majestad, y tengo intención de continuar investigando hasta confirmar mi teoría, pero creo haber dado con la respuesta. Si puedo hacer uso de esa parfruta...
    Me inclino aún más sobre la mesa y tomo una parfruta de la fuente. Sostengo en alto el fruto redondo, de cascara dura, cuya pulpa es tan apreciada para la elaboración del vino de frutas y, con un gesto de las manos, lo rompo por la mitad.
    —Esto —les explico, señalando la gran semilla roja del fruto— representa el centro de nuestro mundo, el núcleo de magma. Éstos —sigo las vetas rojas que se extienden desde la semilla hacia la cascara a través de la pulpa amarillenta— son los colosos que, gracias a la sabiduría, la habilidad y la magia de los antiguos, transportan la energía obtenida del magma a todo nuestro mundo y proporcionan el calor y la vida a lo que, en caso contrario, sería piedra fría y desolada. La superficie de Abarrach es de roca sólida, parecida a la cascara dura de la parfruta.
    De un mordisco, me llevo entre los dientes un pedazo de pulpa y la cascara correspondiente, y dejo un hueco en el fruto que muestro a los presentes.
    —Esto, digamos, representa el mar Celestial, el océano de agua dulce situado sobre nuestras cabezas. El espacio que queda aquí —muevo la mano en el aire, en torno a la fruta— es el Vacío, frío y oscuro. Pues bien, si los colosos cumplen su deber, el frío del Vacío se mantiene a distancia, el océano queda convenientemente caldeado y el agua fluye libremente a través del túnel, trayendo la vida a nuestra tierra. Pero si los colosos fallan...
    Dejo la frase a medio terminar, ominosamente, y me encojo de hombros al tiempo que arrojo la parfruta sobre la mesa, donde rueda y se bambolea hasta caer por el borde. Los miembros del consejo la observan con una especie de horrible fascinación, sin hacer el menor movimiento para tocarla. Una mujer da un respingo cuando el fruto toca el suelo.
    —¿Estás diciendo que es eso lo que sucede? ¿Que los colosos están fallando?
    —Así lo creo, Majestad.
    —Pero, de estar en lo cierto, ¿no deberíamos ver alguna señal de ello? Nuestros colosos siguen irradiando luz, calor...
    —He de recordar al rey y al consejo que, según acabo de comentar, sólo está cubierta de hielo la parte superior de la caverna, no la pared de ésta. Tengo la impresión de que nuestros colosos están, si no dejando de funcionar por completo, sí al menos debilitándose progresivamente. Aquí todavía no advertimos el cambio, aunque ya he empezado a registrar un descenso sostenido y hasta ahora inexplicable en la temperatura media diaria. Quizá no apreciemos el cambio durante algún tiempo pero, si mi teoría resulta cierta... —titubeo, reacio a continuar.
    —Bien, continúa —me ordena el rey—. Como dice el refrán, mejor ver el hoyo en medio del camino y rodearlo que caer en él a ciegas.
    —No creo que podamos evitar el hoyo al que nos enfrentamos —anuncio sin alzar la voz— En primer lugar, cuanto más grueso se haga el hielo en el mar Celestial, más seguirá menguando el caudal del Hemo, hasta que al cabo se seque por completo.
    Un coro de exclamaciones horrorizadas me interrumpe y espero a que vuelva el silencio. Entonces, continúo:
    —La temperatura en la caverna seguirá descendiendo. La luz que irradian los colosos menguará hasta cesar del todo. Nos encontraremos en una tierra a oscuras, en una tierra aterida de frío, sin agua, en la que no crecerá alimento alguno ni siquiera mediante el uso de la magia. Nos encontraremos en una tierra muerta, Majestad. Y, si nos quedamos, también nosotros moriremos.
    Escucho un jadeo y capto un movimiento cerca de la puerta. Allí se encuentra Edmund, que cuenta apenas catorce años, escuchando con atención lo que discute el consejo. Varios miembros de éste parecen abrumados por mis palabras y nadie se atreve a hacer comentarios. Por fin, alguien murmura que nada de lo dicho está demostrado, que sólo es la teoría lóbrega y siniestra de un nigromante que ha pasado demasiado tiempo entre libros.
    —¿Cuánto tiempo? —pregunta el rey con voz áspera.
    —¡Oh!, no sucederá mañana, Majestad. Ni en muchos mañanas. Pero el príncipe, vuestro hijo —continúo, mientras mi tierna mirada se vuelve con tristeza hacia la puerta—, no gobernará nunca sobre la tierra de Kairn Telest.
    El rey sigue mi mirada, ve al joven y frunce el entrecejo.
    —¡Edmund, no esperaba esto de ti! ¿Qué estás haciendo aquí?
    —Lo siento, padre —responde el príncipe, sonrojado—. No pretendía interrumpir el consejo. Venía a buscarte, pues madre está enferma y el médico cree que deberías venir. Pero, cuando he llegado, no he querido interrumpir al consejo y por eso he esperado y... y entonces he oído lo que acaba de anunciar Baltazar. ¿Es cierto eso, padre? ¿Vamos a tener que marcharnos...?
    —Ya basta, Edmund. Espérame. Estaré contigo enseguida.
    El muchacho traga saliva, inclina la cabeza y desaparece de la vista, silencioso y discreto, para aguardar entre las sombras junto a la entrada de la sala. Mi corazón se duele por él. Quisiera consolarlo, explicarle. Mi intención era asustar al consejo real, no al pobre muchacho.
    —Perdonadme. Debo acudir junto a mi esposa. El rey se pone en pie. Los miembros del consejo lo imitan. La sesión, evidentemente, ha terminado.
    —No es preciso que os insista en la necesidad de guardar silencio sobre este asunto hasta que tengamos más información —continúa el monarca—. Vuestro sentido común os hará comprender lo razonable de mantener el secreto.
    Volveremos a reunirnos dentro de cinco ciclos. De todos modos —añade, y sus cejas se juntan en un gesto de preocupación—, aconsejo que sigamos la recomendación del gremio de agricultores y llevemos a cabo una cosecha temprana.
    Los miembros del consejo votan, y la recomendación es aprobada. Después, los reunidos abandonan la sala, muchos de ellos dirigiéndome miradas sombrías y rencorosas. Les gustaría mucho poder echar a alguien la culpa de lo que sucede.
    Pero yo, seguro de mi posición, devuelvo cada mirada con aplomo, firme y sin alterarme. Cuando el último consejero ha salido avanzo hasta el rey, que está impaciente por marcharse, y lo agarro del brazo.
    —¿Qué haces? —suelta el monarca, visiblemente irritado ante mi gesto. Está muy preocupado por su esposa.
    —Majestad, perdonad que os haga perder tiempo, pero desearía mencionaros algo en privado.
    El rey retrocede, repeliendo mi contacto.
    —En Kairn Telest no tenemos secretos. Si querías decirme algo, fuera lo que fuese, deberías haberlo hecho en el consejo.
    —No habría dudado en hacerlo, si tuviera la absoluta certeza de lo que decía.
    Prefiero dejar a la sabiduría y discreción de Vuestra Majestad la decisión de revelar el asunto, si considera conveniente que el pueblo lo conozca.
    El monarca me dirige una mirada de ira.
    —¿De qué se trata, Baltazar? ¿Otra teoría?
    —Sí, señor. Otra teoría... acerca de los colosos. Según mis estudios, los antiguos crearon la magia de los colosos con la intención de que durara eternamente. En otras palabras, Majestad, esa magia de los colosos no podía fallar ni dejar de funcionar.
    El rey me observa con exasperación.
    —¡No tengo tiempo para juegos, nigromante! Has sido tú quien ha dicho que los colosos estaban fallando...
    —Sí, Majestad, es cierto. Y estoy convencido de que así es, pero tal vez he escogido una palabra equivocada para describir lo que les sucede a nuestros colosos. Quizás el término correcto no sea «fallo», señor, sino «destrucción».
    Destrucción deliberada.
    El rey sigue mirándome; luego, sacude la cabeza a un lado y otro.
    —Vamos, Edmund —murmura, dirigiendo un gesto de impaciencia a su hijo—.
    Iremos a ver a tu madre.
    El joven príncipe corre hasta su padre y, juntos los dos, se disponen a abandonar la estancia.
    —Señor —insisto, con un tono de urgencia en la voz que obliga al rey a hacer un nuevo alto—, creo que en alguna parte, en unos reinos que existen por debajo de Kairn Telest, alguien ha emprendido una guerra de lo más pérfida contra nosotros.
    Y conseguirá derrotarnos por completo a menos que hagamos algo por detenerlo.
    Nos derrotará sin siquiera disparar una flecha o arrojar una lanza. ¡Alguien, señor, está privándonos del calor y de la luz que nos proporciona la vida!
    —¿Con qué propósito, Baltazar? ¿Cuál puede ser el motivo para un comportamiento tan inicuo?
    Hago caso omiso del sarcasmo del rey y contesto:
    —Para utilizarlos él mismo, señor. Pensé largo y tendido en el problema durante mi viaje de regreso a Kairn Telest. ¿Y si todo Abarrach está muriendo? ¿Y si el núcleo de magma está encogiéndose? Algún reino podría considerar necesario robar a sus vecinos para protegerse a sí mismo.
    —Te has vuelto loco, Baltazar —replica el monarca. Posa su mano en el flaco hombro de su hijo, conduciéndolo lejos de mí, pero Edmund vuelve la cabeza y me mira con ojos grandes y asustados. Le dirijo una sonrisa tranquilizadora y parece aliviado. En el instante en que ya no puede verme, mi sonrisa se desvanece.
    —No, señor, no estoy loco —murmuro a las sombras—. Ojalá lo estuviera. Todo sería más sencillo. —Me froto los ojos, que me escuecen por la falta de descanso—.
    Sería mucho más sencillo...
    CAPÍTULO 3
    KAIRN TELEST, ABARRACH
    Edmund aparece, solo, a la puerta de la biblioteca donde me encuentro anotando en mi diario la conversación que acaba de tener lugar entre padre e hijo, junto a mis recuerdos de un tiempo que ya queda muy atrás. Dejo la pluma en el escritorio y me incorporo del asiento en gesto de respeto.
    —Alteza. Entrad y tomad asiento, por favor.
    —¿No interrumpo tu trabajo? —El príncipe se detiene en el umbral, con aire nervioso. Se siente incómodo y quiere hablar, pero la causa de su incomodidad es que no quiere oír lo que sabe que voy a decirle.
    —Acabo de terminar en este preciso instante.
    —Mi padre está acostado —dice Edmund bruscamente—. Temo que haya pillado un resfriado, saliendo al exterior de esta manera. He ordenado a su criado que le prepare un ponche caliente.
    —¿Y qué ha decidido vuestro padre?
    El rostro preocupado de Edmund adquiere un brillo mortecino y espectral bajo la luz de la lámpara de gas que, momentáneamente, mantiene a raya la oscuridad de Kairn Telest.
    —¿Qué ha de decidir? —responde con amarga resignación—. No hay ninguna decisión que tomar. Nos vamos.
    Estamos en mi mundo, en mi biblioteca. El príncipe echa un vistazo a su alrededor y observa que los libros han tenido una amorosa despedida. Los volúmenes más antiguos y frágiles están guardados en recias cajas de hierba de kairn entretejida. Otros textos, más recientes, muchos de ellos transcritos por mí mismo y mis aprendices, están perfectamente clasificados y almacenados en los profundos nichos de los estantes de roca, protegidos de la humedad.
    Viendo la mirada de Edmund, le leo los pensamientos y esbozo una tímida sonrisa.
    —Soy un estúpido, ¿verdad? —Mi mano acaricia la cubierta del volumen encuadernado en cuero que tengo ante mí. Es uno de los pocos que voy a llevarme:
    mi relato de los últimos días de Kairn Telest—. Pero no podía soportar la idea de dejarlos desordenados.
    —No eres ningún estúpido. Quién sabe si algún día volveremos...
    Edmund intenta dar un tono optimista a su voz. Se ha acostumbrado a ello, a hacer lo posible por elevar el ánimo de su pueblo.
    —¿Que quién lo sabe? Yo, mi príncipe —replico, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Olvidas con quién estás hablando, Edmund. No soy uno de los miembros del consejo.
    —¡Pero existe alguna posibilidad! —insiste. Me duele desmontar su sueño pero, por el bien de todos, debo obligarlo a afrontar la realidad.
    —No, Alteza, no existe ninguna posibilidad. El destino que le profeticé a tu padre hace diez años se ha abatido sobre nosotros. Todos mis cálculos apuntan a una conclusión: nuestro mundo, Abarrach, está agonizando.
    —Entonces, ¿de qué sirve marcharnos? —inquiere el muchacho, impaciente—.
    ¿Por qué no nos quedamos aquí? ¿Por qué someternos a las penalidades y sufrimientos de este viaje a tierras desconocidas si al final sólo nos espera la muerte?
    —Yo nunca he aconsejado que abandones la esperanza y te sumas en la desesperación, Edmund. Lo único que sugiero, como he hecho siempre, es que vuelvas tu esperanza en otra dirección.
    La expresión del príncipe se hace sombría; está inquieto y se aparta ligeramente de mí.
    —Mi padre te ha prohibido hablar de este tema.
    —Tu padre es un hombre que vive en el pasado, no en el presente —le respondo con brusquedad. Enseguida vuelvo a dirigirme a él con el tratamiento que le corresponde—. Perdonadme, Alteza, pero siempre he tenido por norma decir la verdad, por muy desagradable que resulte. Cuando vuestra madre murió, algo murió también en vuestro padre. Desde entonces, sólo mira hacia atrás. ¡A vos os corresponde mirar hacia adelante!
    —¡Mi padre sigue siendo el rey! —replica Edmund con firmeza.
    —Sí —respondo. Y no puedo evitar la sensación de que es un hecho de lamentar profundamente. Edmund se planta ante mí con la barbilla muy erguida.
    —¡Y, mientras siga siéndolo, se hará como él y el consejo ordenen! Viajaremos al viejo reino de Kairn Necros, buscaremos a nuestros hermanos de allí y les pediremos ayuda. Al fin y al cabo, fuiste tú quien propuso esta empresa.
    —Lo que propuse fue que viajáramos a Kairn Necros —lo corrijo—. Según mis estudios, Kairn Necros es el único lugar de nuestro mundo donde aún podemos esperar, razonablemente, que exista vida. Está situado en y, aunque el gran océano de magma habrá encogido sin duda, aún debe de tener el tamaño suficiente para proporcionar calor y energía a los pobladores de sus cercanías. ¡Pero jamás he aconsejado que acudamos a ellos como mendigos!
    El hermoso rostro de Edmund se sonroja. Sus ojos centellean. El príncipe es joven y orgulloso.
    Advierto el fuego de su interior y hago cuanto puedo por avivarlo.
    —¡Mendigar a quienes han provocado nuestra ruina! —le insisto.
    —No puedes tener la seguridad de que...
    —¡Bah! Todos los indicios apuntan en una dirección: Kairn Necros. Sí, creo que encontraremos al pueblo de ese reino vivo y bien instalado. ¿Y gracias a qué?
    ¡Gracias a habernos robado nuestras vidas!
    —Entonces, ¿por qué nos propusiste que acudiéramos a ellos? —Edmund está perdiendo la paciencia—. ¿Acaso quieres la guerra? ¿Es eso?
    —Tú ya sabes lo que quiero, Edmund —respondo sin alzar la voz.
    Demasiado tarde, el príncipe advierte que se ha dejado llevar al terreno prohibido.
    —Partiremos cuando hayamos desayunado —anuncia con voz fría—. Tengo algunos asuntos que atender y, sin duda, tú también los tendrás, nigromante.
    Nuestros difuntos deben ser preparados para el viaje.
    Da media vuelta para marcharse. Alargo el brazo y mis dedos se cierran en torno a su brazo cubierto de pieles.
    —¡La Puerta de la Muerte! —le digo—. Piensa en ello, mi príncipe. Es lo único que pido. ¡Piensa en ello!
    Perturbado, Edmund se detiene en seco, pero no se vuelve. Aumento la presión de mi mano sobre el brazo del joven, hundiendo los dedos en las capas de pieles y de tejido hasta notar el hueso y los músculos, duros y poderosos, que hay debajo.
    Lo noto temblar.
    —Recuerda las palabras de la profecía. La Puerta de la Muerte es nuestra esperanza, Edmund —insisto en un cuchicheo—. Nuestra única esperanza.
    El príncipe mueve la cabeza, se sacude de encima mi mano y abandona la biblioteca, dejando atrás su llama vacilante y los libros en sus nichos como tumbas.
    Yo regreso a mis escritos.
    El pueblo de Kairn Telest se congrega en la oscuridad junto a la puerta de la muralla de la ciudad. La puerta ha estado abierta desde que se tiene recuerdo, desde que se guardan registros de la ciudad, lo que equivale a decir desde la fundación de ésta. Las murallas se levantaron para proteger a los ciudadanos de los animales depredadores; jamás han tenido por objeto proteger a la gente de otra gente. Tal idea es impensable en nosotros. Viajeros y extranjeros han sido siempre bien acogidos, de modo que las puertas no se han cerrado nunca.
    Pero hace ya tiempo, un día, el pueblo de Kairn Telest cayó en la cuenta de que hacía mucho, muchísimo, que no aparecía ningún viajero. Caímos en la cuenta de que ya no había viajeros. Ni siquiera se veían animales. En adelante, las puertas han permanecido abiertas porque cerrarlas habría sido una pérdida de tiempo y una molestia. Y ahora los habitantes de la ciudad se encuentran ante esas puertas abiertas, convertidos ellos mismos en viajeros, y esperan en silencio a que se inicie su éxodo.
    Llegan el rey y el príncipe, acompañados del ejército; los soldados portan las antorchas de hierba de kairn. Tras ellos avanzo yo —el nigromante del rey— y mis colegas nigromantes y aprendices. Después vienen los servidores de palacio cargados con pesados fardos que contienen ropas y alimentos. Un criado, que camina pesadamente detrás de mí, transporta una caja llena de libros.
    El rey hace una pausa cerca de las puertas abiertas, toma una antorcha de manos de un soldado y la sostiene en alto. Su luz baña una pequeña parte de la ciudad en sombras. El monarca la contempla. Todo el pueblo se vuelve y la contempla. Yo me vuelvo.
    Vemos amplias calles que rodean edificios levantados sobre las rocas de Abarrach. Los brillantes exteriores de mármol blanco, decorados con runas cuyo significado nadie recuerda, reflejan la luz de nuestras antorchas. Alzamos la vista hasta el palacio, en una elevación del suelo de la caverna. Ahora no podemos admirarlo, pues queda envuelto en sombras, pero podemos observar una luz, una tenue lucecita, en una de sus ventanas.
    —He dejado la lámpara —anuncia el rey con voz sonora e inusualmente enérgica— para que ilumine el camino a nuestro regreso.
    El pueblo lanza vítores porque sabe que su monarca quiere que los lance. Pero los gritos y vítores se apagan pronto. Demasiado pronto. No son pocos los que callan a causa de las lágrimas.
    —En esa lámpara hay combustible para unos treinta ciclos —comento en voz baja mientras ocupo mi lugar al lado del príncipe.
    —¡Silencio! —ordena Edmund—. Eso hace feliz a mi padre.
    —No puedes silenciar la verdad, Alteza. No puedes silenciar la realidad —le recuerdo. El príncipe no responde.
    —Hoy dejamos Kairn Telest —continúa mientras tanto el rey, con la antorcha aún en alto—, pero volveremos con nueva abundancia y haremos nuestro reino más glorioso y más hermoso que nunca.
    Nadie lanza gritos de júbilo. Nadie tiene ánimos para hacerlo.
    El pueblo de Kairn Telest empieza a abandonar su ciudad. La mayoría viaja a pie, transportando su ropa y su comida en fardos, aunque algunos tiran de toscas carretas donde cargan sus pertenencias y a aquellos que no pueden caminar:
    enfermos, ancianos y niños pequeños. Las bestias de carga utilizadas en otro tiempo para tirar de los carros han muerto hace mucho; su carne ha sido consumida y su piel ha sido empleada para proteger a la gente del terrible frío.
    Nuestro rey es el último en salir. Cruza las puertas sin una mirada atrás, con los ojos fijos en el frente, confiados en el futuro, en una nueva vida. Su paso es firme y su porte, erguido. El pueblo, al verlo, siente crecer una esperanza. Se forma un pasillo a lo largo del camino y surgen los vítores, pero esta vez son gritos que salen del corazón. El monarca camina entre ellos con el rostro encendido, lleno de dignidad.
    —Vamos, Edmund —ordena. El príncipe me deja y ocupa su sitio, al lado de su padre.
    Los dos caminan entre la gente hasta la cabeza de la comitiva. Sosteniendo en alto la antorcha, el rey de Kairn Telest conduce a su pueblo.
    Un destacamento de soldados se queda atrás cuando los demás emprenden la marcha. Yo espero con ellos, interesado en conocer cuáles son sus órdenes finales.
    Les lleva algún tiempo y un considerable esfuerzo, pero al fin consiguen cerrar las puertas. Unas puertas marcadas con runas que ya nadie reconoce y que ahora, cuando nos alejamos de ellas con las antorchas, nadie puede ver en la oscuridad.
    CAPÍTULO 4
    KAIRN TELEST, ABARRACH
    Estoy escribiendo en condiciones casi imposibles. Explico esto a quienquiera que algún día pueda, tal vez, leer este volumen y se pregunte a qué viene este cambio de estilo y esta diferencia de caligrafía. No es que, de pronto, me haya vuelto viejo y débil, ni que me atormente ninguna enfermedad. Las letras bailan en la página porque me veo obligado a escribir a la débil luz de una antorcha parpadeante. La única superficie que tengo por escritorio es una losa de pedernal que me ha buscado uno de los soldados. Sólo gracias a la magia consigo a duras penas mantener líquida la tinta del fruto de sangre el tiempo suficiente para poner las palabras por escrito.
    Además, estoy molido hasta los huesos. Me duelen todos los músculos y tengo los pies llenos de llagas y rozaduras. Pero he hecho un pacto conmigo mismo y con Edmund, comprometiéndome a llevar este diario de viaje y ahora voy a registrar los sucesos del ciclo antes...
    Iba a decir antes de que los olvide.
    Pero ¡ay!, no creo que vaya a olvidarlos nunca.
    La jornada de este primer ciclo no ha sido difícil, en el plano físico. La ruta se extiende a través de lo que un día fueron campos de cereales y de verduras, huertos y planicies donde se alimentaba el ganado. El camino, pues, ha sido sencillo, físicamente. En el plano emotivo, en cambio, la jornada ha tenido un efecto devastador.
    Una vez, hace no tantos años, brillaba sobre esta tierra la luz cálida y suave de los colosos. Ahora, en la oscuridad, al resplandor de las antorchas que portan los soldados, vemos esos campos vacíos, yermos, desolados. Los restos cortados y agostados de la última siega de hierba de kairn forman matojos dispersos y castañetean como huesos bajo las ráfagas de viento helado que lanzan lúgubres aullidos a través de las grietas de las paredes de la enorme caverna.
    El ánimo aventurero, casi jovial, que hizo emprender la marcha con esperanza a nuestro pueblo, desapareció de nosotros y quedó atrás, en los campos devastados.
    Anduvimos en silencio por el camino helado, con los pies entumecidos, resbalando y tropezando sobre placas de hielo y escarcha. Nos detuvimos una vez, para hacer una comida a media jomada, y luego continuamos. Los niños, echando en falta sus siestas, gimoteaban malhumorados y, en muchos casos, caían dormidos en brazos de sus padres mientras caminaban.
    Nadie pronunció una sola palabra de queja, pero Edmund escuchó el llanto de los pequeños. Vio el cansancio de la gente y comprendió que no era causado por la fatiga sino por la amargura y la pena. Yo advertí que el corazón del príncipe se dolía por ellos, pero teníamos que continuar adelante. Nuestras provisiones de alimento son escasas y, con el racionamiento, apenas alcanzará para el plazo que, según mis cálculos, nos llevará llegar al reino de Kairn Necros.
    Estuve tentado de sugerir a Edmund que rompiera aquel penoso silencio hablando con optimismo al pueblo sobre el futuro que nos aguarda en una nueva tierra, pero decidí que era mejor seguir callado. El silencio era casi religioso.
    Nuestro pueblo estaba diciendo adiós.
    Casi al final del ciclo, llegamos a las proximidades de un coloso. Nadie dijo una palabra pero, uno a uno, los exiliados de Kairn Telest abandonaron el sendero para acercarse al pie del coloso. En otro tiempo, habría resultado imposible aproximarse a la fuente cegadora y caliente que nos daba vida. Ahora, en cambio, se alzaba tan fría y tan muerta como la tierra que había dejado en el desamparo.
    El rey, acompañado por Edmund, yo mismo y varios soldados portadores de antorchas, se adelantó a la multitud y avanzó hasta la base del coloso. Edmund contempló el enorme pilar de piedra con curiosidad, pues nunca había estado cerca de uno de ellos. Su expresión era de temor reverencial, de asombro ante el grosor y la altura de aquel pilar de roca.
    Contemplé al rey y observé su aspecto dolido, perplejo y enfadado, como si recriminara al coloso haberlo traicionado personalmente.
    En cuanto a mí, ya estaba familiarizado con el coloso y su aspecto actual, pues lo investigué hace tiempo, cuando buscaba descubrir sus secretos para salvar a mi pueblo. Sin embargo, el misterio del coloso ha quedado sumido en el pasado para siempre.
    Impulsivamente, Edmund se quitó los guantes de piel y alargó la mano para tocar la roca y pasar los dedos por la piedra cubierta de runas. Pero se detuvo antes de rozarla, temeroso de que la magia del coloso lo quemara o lo fulminara, y me dirigió una mirada inquisitiva.
    —No te hará nada —aseguré—. Hace mucho que ha perdido la capacidad de hacer daño.
    —Igual que ha perdido la de hacer el bien —añadió Edmund, pero murmuró las palabras en voz tan baja que sólo él las entendió.
    Con cautela, pasó las yemas de los dedos sobre la piedra helada. Titubeante, casi con veneración, siguió los trazos de las runas, cuyo significado y cuya magia hace mucho tiempo que cayeron en el olvido. El príncipe levantó la cabeza y alzó la vista hasta donde la antorcha iluminaba la roca brillante. Los signos mágicos se extendían hacia arriba hasta perderse en las tinieblas.
    —La columna se eleva hasta el techo de la caverna —comenté, considerando que lo mejor sería hablar con la voz vigorizante y concisa del maestro, la que había empleado para conversar con él durante los años felices que pasamos juntos en el aula—. Es muy probable, incluso, que se extienda a través del techo hasta la región del mar Celestial. Y absolutamente toda su superficie está cubierta de esas runas que aquí ves.
    »Resulta frustrante —no pude evitar una mueca ceñuda—; uno por uno, reconozco la mayoría de estos signos mágicos, los entiendo. Pero el poder de las runas no se basa en los signos individuales, sino en su combinación, y es ésta la que escapa a mi comprensión. Una vez, hace algún tiempo, vine aquí y copié las runas, llevé los dibujos a la biblioteca y pasé muchas horas estudiándolos con la ayuda de los textos antiguos.
    »Pero —continué, en voz tan baja que sólo Edmund podía oírme— fue como intentar desenrollar una bola enorme formada de miles de finos hilos. Deslizaba entre los dedos uno de tales hilos, lo seguía y topaba con un nudo. Pacientemente, lo deshacía separando un hilo de otro, y de otro más, y de otro, hasta que me dolía la cabeza del esfuerzo. Incluso conseguí desenredar un nudo, pero sólo me sirvió para encontrar otro inmediatamente después; y, cuando logré deshacer este segundo, ya había perdido el hilo que había tomado al principio. Y en ese pilar hay millones de nudos —añadí con un suspiro, mirando hacia lo alto—. Millones...
    Con gesto brusco, el rey volvió la espalda al pilar con el rostro preocupado y surcado de profundas arrugas a la luz de la antorcha. No había pronunciado palabra durante el tiempo que permanecimos bajo el coloso. De hecho, advertí en aquel instante que no había abierto la boca desde que había dejado atrás las puertas de la ciudad. El viejo monarca se alejó para volver al camino. La multitud cargó a hombros de nuevo a los niños y reemprendió la marcha. La mayoría de los soldados avanzó tras la gente, llevándose la luz. Sólo uno se quedó cerca de mí y del príncipe.
    Edmund permaneció ante el pilar mientras se ponía de nuevo los guantes. Lo esperé, presintiendo que deseaba hablar conmigo en privado.
    —Estas mismas runas, u otras parecidas, deben de guardar la Puerta de la Muerte —me dijo en voz baja cuando estuvo seguro de que nadie podía oírnos. El soldado se había retirado a cierta distancia, por cortesía—. Aunque la encontráramos, no tendríamos ninguna esperanza de entrar.
    El corazón se me aceleró. ¡Por fin, el príncipe empezaba a aceptar la idea!
    —Recuerda la profecía, Edmund —me limité a responder. No quería parecer demasiado impaciente ni insistir en exceso sobre el tema. Con Edmund, es mejor dejar que le dé vueltas a los asuntos en su mente y que tome sus propias decisiones. Lo sé desde que el príncipe era un chiquillo y acudía a la escuela. Con él, es preciso sugerir, plantear, recomendar; nunca insistir, nunca forzarlo. Basta con intentarlo para que se vuelva tan duro y tan frío como la roca de la pared de la caverna que en este momento, mientras escribo, se me clava dolorosamente en la espalda.
    —¡La profecía! —replicó, irritado—. ¡Unas palabras pronunciadas hace siglos! Si alguna vez han de cumplirse, y reconozco tener mis dudas al respecto, ¿por qué habría de ser precisamente durante nuestras vidas?
    —Porque, mi príncipe —le dije—, no creo que después de nosotros quede ninguna otra generación.
    La respuesta lo conmocionó, como era mi intención. Me miró, consternado, y no dijo nada más. Tras una última mirada al coloso, dio media vuelta y apretó el paso hasta alcanzar a su padre. Tuve la certeza de que mis palabras lo habían preocupado al observar su expresión, meditabunda y pensativa, con los hombros hundidos.
    ¡Edmund, Edmund! Cuánto te quiero y cómo me rompe el corazón cargarte con este pesado lastre. Levanto la vista de estas hojas y te veo caminar entre la gente para asegurarte de que esté lo más cómoda posible. Sé que estás agotado, pero no te retirarás a descansar hasta que el último de los tuyos se haya dormido.
    No has tomado bocado en todo el ciclo. Te vi dar tu ración de comida a la anciana que te alimentó cuando eras un niño. Intentaste mantener en secreto el gesto, pero yo lo vi. Lo sé. Y tu pueblo empieza a saberlo también, Edmund.
    Cuando termine el viaje, todos verán y apreciarán en ti a un auténtico rey.
    Pero estoy divagando... Tengo que terminar enseguida este relato. Tengo los dedos entumecidos de frío y, pese a todos mis esfuerzos, empieza a formarse una fina capa de hielo en la superficie del tintero.
    Este coloso que he mencionado señala la frontera de Kairn Telest. Desde allí, continuamos la marcha hasta el final del ciclo, cuando llegamos por último a nuestro destino. Allí busqué y encontré la boca del túnel señalado en uno de los mapas antiguos, un túnel que atraviesa la pared de la kairn. Supe que era el túnel que buscábamos porque, al entrar en él, comprobé que el suelo hacía una ligera pendiente hacia abajo.
    —Este túnel —anuncié, señalando las densas tinieblas del interior— nos conducirá a unas regiones situadas muy por debajo de nuestra caverna. Nos llevará más cerca del corazón de Abarrach, a las tierras situadas más abajo, al reino que este mapa denomina Kairn Necros, a la ciudad de Necrópolis.
    La gente permaneció en silencio. Ni siquiera se oyó algún llanto infantil. Todos sabíamos que, al entrar en aquel conducto, dejábamos atrás nuestra tierra natal.
    El rey, sin una palabra, avanzó y penetró en el túnel. Fue el primero. Edmund y yo lo hicimos a continuación; el príncipe hubo de agachar la cabeza para no darse un golpe con el techo, demasiado bajo. Una vez que el rey hubo efectuado su gesto simbólico, yo pasé a abrir la marcha, pues ahora soy el guía.
    El pueblo de Kairn Telest empezó a seguirnos. Vi que muchos hacían una pausa y volvían la vista atrás para decir adiós, para echar una mirada final a su patria.
    Debo reconocer que tampoco yo pude evitar el impulso de dar esa última mirada.
    Pero lo único que vi fue oscuridad. Toda la luz que quedaba, la llevábamos con nosotros.
    Penetramos en el túnel. La luz parpadeante de las antorchas arrancó reflejos en las relucientes paredes de obsidiana y las sombras de la comitiva se deslizaron por el suelo. Todos avanzamos por la pendiente, cada vez más abajo, siguiendo una espiral descendente.
    Detrás de nosotros, la oscuridad se cerró para siempre sobre Kairn Telest.
    CAPÍTULO 5
    TÚNELES DE LA ESPERANZA, ABARRACH
    Quien lea este relato (si queda alguno de nosotros vivo para hacerlo, de lo cual empiezo a tener muy serias dudas) notará aquí un salto en el tiempo. La última vez que hice una anotación, acabábamos de entrar en el primero de lo que el mapa llama los Túneles de la Esperanza. Y verá que he tachado ese nombre y escrito otro.
    Los Túneles de la Muerte.
    Llevamos veinte ciclos en estos conductos, mucho más de lo que había previsto.
    El mapa ha resultado impreciso. Aunque no tanto, debo reconocerlo, respecto a la ruta, que es básicamente la misma que hicieron nuestros antepasados para llegar a Kairn Telest.
    Pero entonces los túneles estaban recién formados y tenían las paredes lisas, los techos fuertes y los suelos planos. Yo sabía que habrían cambiado mucho durante los siglos transcurridos; Abarrach está sometido a perturbaciones sísmicas que producen temblores de tierra, pero éstos apenas producen otro efecto que hacer tintinear la vajilla en las alacenas y provocar una oscilación de los candelabros de palacio. Pero también había imaginado que nuestros antepasados habrían reforzado los túneles con su magia, igual que hicieron con nuestros palacios, con las murallas de la ciudad, con nuestros talleres y nuestras casas. Si lo habían hecho, las runas no habían dado resultado o necesitaban ser reforjadas, reinstaladas..., rehechas, a falta de una palabra mejor. O tal vez los antiguos no se habían molestado en protegerlos, convencidos de que los posibles daños que se produjeran podrían ser reparados fácilmente por quienes poseyeran el conocimiento de los signos mágicos.
    Entre todos los desastres que esos primeros antepasados nuestros temían que pudieran sucedemos, es evidente que no previeron el peor: jamás imaginaron que pudiéramos perder nuestra magia.
    Una y otra vez, nos hemos visto forzados a detenernos, a un alto coste. Desde el principio, encontramos el techo del túnel hundido en muchos puntos, con el camino obstruido por inmensos peñascos que tardamos varios ciclos en mover. En el suelo se abrían grietas enormes, que sólo los más valientes se atrevían a saltar y sobre las cuales había que tender puentes para que pasara la gente.
    Y todavía no hemos salido de estos túneles, ni parece que estemos cerca de la salida. No puedo calcular con precisión nuestra situación. Varios de los lugares reconocibles en el mapa han desaparecido, barridos por deslizamientos de rocas, o se han transformado tanto con el paso del tiempo que resulta imposible reconocerlos. Ya no estoy seguro de que estemos siguiendo la ruta correcta. No tengo modo de saberlo. Según el mapa, los antiguos inscribieron runas en las paredes para guiar a los viajeros pero, aunque así fuera, su magia nos resulta ahora incomprensible e inútil.
    Estamos en una situación desesperada. La comida está racionada a la mitad y nos estamos quedando en los huesos. Los niños ya no lloran de cansancio, sino de pura hambre. Las carretas han quedado por el camino. Pertenencias muy queridas se han convertido en pesadas cargas para unos brazos debilitados por el ayuno y el agotamiento. Sólo siguen con nosotros las carretas necesarias para llevar a los viejos y enfermos, y también éstas, trágicamente, empiezan a quedar dispersas por los túneles. Ahora, los más débiles empiezan a morir y mis colegas nigromantes han empezado a ocuparse de su triste tarea.
    La carga de los sufrimientos del pueblo ha recaído, como yo bien sabía que sucedería, sobre los hombros del príncipe. Mientras, Edmund contempla cómo su padre decae ante sus ojos.
    El rey tuvo a su hijo siendo ya un hombre maduro, y ya es un anciano para lo normal entre nuestro pueblo. Sin embargo, al abandonar el palacio y la ciudad, lo vi exhibir el vigor, el ánimo y la fuerza de un hombre de la mitad de sus años. Los primeros días de viaje, tuve un sueño en el cual vi la vida del rey como un hilo atado al trono de oro que ahora preside la helada oscuridad de Kairn Telest. Al alejarse del trono, el hilo sigue atado a éste. Poco a poco, ciclo tras ciclo, el hilo va devanándose, haciéndose más fino cuanto más se aleja el rey de su tierra, hasta que ahora temo que un roce demasiado fuerte o torpe vaya a romperlo.
    Al viejo monarca ya no le interesa nada: ni lo que hacemos, ni lo que decimos, ni siquiera adonde vamos. Sospecho que la mayor parte del tiempo ni siquiera nota el suelo que pisa. Edmund camina constantemente al lado de su padre, guiándolo como a alguien que ha perdido la vista. No; no es una descripción precisa del todo.
    El rey es, más exactamente, como un hombre que caminara hacia atrás, que no ve lo que tiene enfrente, sino sólo lo que deja atrás.
    En las ocasiones en que el príncipe debe atender a sus innumerables responsabilidades y ha de alejarse de su padre, Edmund se asegura de que dos soldados lo sustituyan en su cuidado. El rey se muestra dócil y va donde lo llevan sin oposición. Camina cuando le dicen que camine y se detiene cuando así se lo indican. Come lo que le ponen en las manos, sin que parezca saborearlo. Creo que se comería una piedra, si se la dieran. Y también creo que no comería nada, si no se ocuparan de él.
    Al principio del viaje, durante largos ciclos, el rey no dijo nada a nadie, ni siquiera a su hijo. Ahora, en cambio, habla casi constantemente, pero sólo para sí, nunca dirigiéndose a nadie. A nadie de los presentes, mejor dicho. Pasa mucho tiempo hablando con su esposa, no en su estado actual, como difunta, sino como si hubiera vuelto a la época en que la reina estaba viva. Nuestro rey ha abandonado el presente y ha regresado al pasado.
    Las cosas se pusieron tan mal que el consejo rogó al príncipe que se proclamara rey. Edmund se negó en redondo, en una de las pocas ocasiones en que lo he visto enojado de veras. Los miembros del consejo se escabulleron como niños temerosos de una zurra ante su estallido de cólera. Edmund tiene razón. Según nuestra ley, el rey es rey hasta que muere. Pero nuestra ley no ha previsto la posibilidad de que un monarca perdiera la razón. Tales cosas no suceden entre nuestro pueblo.
    Los miembros del consejo se vieron obligados a acudir a mí (debo confesar que fue un momento delicioso) para rogarme que interviniera ante Edmund en interés del pueblo. Yo prometí hacer lo que pudiera.
    —Edmund, tenemos que hablar —le dije en una de nuestras paradas forzosas, mientras aguardábamos a que los soldados despejaran un enorme montón de escoria que obstruía el paso.
    Su rostro se ensombreció y adoptó una mueca de rebeldía. Yo había visto a menudo aquella mirada cuando el príncipe era un muchacho y lo obligaba a estudiar matemáticas, una ciencia que nunca le ha agradado mucho. La mirada que vi en sus ojos me evocó recuerdos tan intensos que tuve que hacer una pausa para recuperarme, antes de continuar.
    —Edmund —repetí, manteniendo deliberadamente un tono de voz práctico y enérgico, convirtiendo mis palabras en un asunto de sentido común—, tu padre está enfermo. Tienes que tomar el liderazgo del pueblo... Aunque sólo sea temporalmente —añadí al instante, levantando la mano en previsión de su brusco rechazo—. Hasta que Su Majestad vuelva a estar en condiciones de desempeñar sus deberes.
    »Tienes una responsabilidad para con el pueblo, mi príncipe —continué—. Jamás, en toda la historia de Kairn Telest, hemos estado en un peligro mayor del que corremos ahora. ¿Vas a abandonarlos por un falso sentido del deber y de las obligaciones filiales? ¿Querría tu padre que lo hicieras?
    Por supuesto, no mencioné que había sido su padre quien había actuado así, abandonando a su pueblo. Edmund, no obstante, entendió la insinuación. Si hubiera pronunciado las palabras en voz alta, él las habría rechazado con rabia. Pero al ser su propia conciencia quien se las decía...
    Lo vi mirar a su padre, sentado en una roca y conversando con su pasado. Vi la preocupación y la inquietud en el rostro de Edmund. Vi el sentimiento de culpa.
    Entonces supe que mi arma había dado en el blanco. A regañadientes, lo dejé a solas para que la herida se agrandara.
    Mientras me alejaba, volví a preguntarme con tristeza por qué he de ser siempre yo, que lo quiero tanto, quien ha de causarle dolor una y otra vez.
    Al término de aquel ciclo, Edmund convocó una asamblea del pueblo para declarar que sería su jefe, si así lo querían, pero sólo provisionalmente. Seguiría ostentando el título de príncipe. Su padre seguía siendo el rey y Edmund confiaba en que su padre reasumiría sus deberes como monarca cuando se recuperara.
    El pueblo respondió a su príncipe con entusiasmo, y su cariño y lealtad conmovieron profundamente a Edmund. Su proclama no sació el hambre de la gente, pero elevó su ánimo e hizo más fácil de soportar el ayuno. Yo lo contemplé con orgullo y con una renacida esperanza en mi corazón.
    Me dije que lo seguirían a cualquier sitio. Incluso a la Puerta de la Muerte.
    Pero parece más probable que antes encontremos la muerte que la Puerta de la Muerte. El único dato positivo que hemos encontrado en nuestro éxodo es que la temperatura se ha hecho, al menos, algo más soportable; parece que el frío ha remitido un poco. Empiezo a pensar que hemos seguido la ruta correcta y que estamos acercándonos a nuestro destino, el flamante corazón de Abarrach.
    —Es un signo esperanzador —le comenté a Edmund al término de otro ciclo triste y sombrío a través de los túneles—. Un signo esperanzador —repetí con confianza.
    Los miedos y dudas que me asaltan, los guardo para mí. No es necesario añadir más cargas sobre estos jóvenes hombros, por fuertes que sean.
    —Mira —continué, señalando el mapa—, verás que, cuando lleguemos al extremo de los túneles, se abren sobre un gran lago de magma que se extiende fuera. Lo llaman el lago de la Roca Ardiente y será la primera cosa que veamos al entrar en Kairn Necros. No puedo estar seguro, pero creo que el aumento de temperatura que notamos se debe al calor de ese lago, que asciende por el túnel.
    —Eso significa que nos acercamos al final de nuestro viaje —contestó Edmund con una luz de esperanza en el rostro, delgadísimo por el ayuno.
    —Tienes que comer más, mi príncipe —le dije con suavidad—. Al menos, come tu ración. No ayudarás al pueblo si caes enfermo o estás tan débil que no puedes continuar.
    El joven movió la cabeza en gesto de negativa. Yo sabía que respondería de este modo, pero sabía también que se tomaría en serio mi consejo. Al final de aquel ciclo, durante las horas de descanso, lo vi consumir toda la reducida cantidad de alimento que le correspondía.
    —Sí —continué, volviendo al mapa—, creo que estamos cerca de la salida. De hecho, me parece que estamos por aquí. —Situé el índice en un punto del pergamino—. Un par de ciclos más y llegaremos al lago, siempre que no encontremos nuevos obstáculos.
    —Y por fin estaremos en Kairn Necros —dijo él—. Y, sin duda, allí encontraremos un reino de abundancia, lleno de agua y comida. Mira este enorme océano que llaman . — dmund señaló una gran extensión de magma—. Este mar debe de proporcionar luz y calor a toda esta enorme extensión de tierras. Y a esas ciudades y pueblos. Fíjate en ésta, Baltazar. Puerto Seguro. Qué nombre tan maravilloso... Lo interpreto como un signo esperanzador. Puerto Seguro, donde por fin nuestro pueblo hallará la paz y la felicidad.
    Pasó largo rato estudiando el mapa e imaginando en voz alta qué aspecto tendría tal lugar o tal otro, cómo hablaría la gente y la sorpresa que se llevarían al vernos.
    Yo me recosté contra la pared del túnel y lo dejé hablar. Me complacía verlo de nuevo esperanzado y feliz. Casi me hizo olvidar las terribles punzadas del hambre que me taladraban las entrañas y los efectos aún más terribles de los miedos que me atenazaban en las horas de vigilia.
    ¿Por qué hacer estallar aquella pequeña burbuja? ¿Por qué pincharla con el cortante filo de la espada de la realidad? Al fin y al cabo, no tengo la certeza de nada. «¡Teorías!», las habría llamado su padre, el rey, con tono de desprecio. Lo único que tengo son teorías.
    Suposición: está reduciéndose y ya no puede proporcionar calor y luz a las vastas extensiones de tierra que lo circundan.
    Teoría: no encontraremos reinos de abundancia. Encontraremos tierras tan desoladas, yermas y desiertas como las que hemos dejado atrás. Ésta es la razón de que el pueblo de Kairn Necros nos robara la luz y el calor.
    —Se llevarán una sorpresa al vernos —comenta Edmund, sonriendo para sí ante la ocurrencia.
    Sí, me respondo. Una sorpresa. Una gran sorpresa, realmente.
    Kairn Necros, así llamada por los antiguos que llegaron los primeros a este mundo. Así llamada para honrar a quienes perdieron la vida en la Separación del viejo universo. Así llamada para indicar el final de una vida y el inicio —el luminoso inicio, era entonces— de otra.
    ¡Oh, Edmund, mi príncipe, hijo mío! Busca ese signo tuyo en este nombre. No en Puerto Seguro. Puerto Seguro es una mentira.
    En Kairn Necros. En la Caverna de la Muerte.
    CAPÍTULO 6
    LAGO DE LA ROCA ARDIENTE, ABARRACH
    ¿Cómo puedo escribir un relato de esta terrible tragedia? ¿Cómo puedo darle sentido y exponerlo con alguna coherencia? Y, sin embargo, debo hacerlo. Le he prometido a Edmund que el heroísmo de su padre quedaría registrado por escrito para que todos lo recuerden, pero la mano me tiembla de tal manera que apenas soy capaz de sostener la pluma. Y no es debido al frío. Ahora, la temperatura en el túnel ha subido. ¡Y pensar que recibimos con júbilo ese calor! No, mis temblores son una reacción a los sucesos que he experimentado últimamente. Es preciso que me concentre.
    Por Edmund. Voy a hacerlo por Edmund.
    Levanto los ojos del pergamino y lo veo sentado frente a mí, solitario, como corresponde a quien está de luto. El pueblo ha efectuado los gestos rituales de condolencia. Sus subditos hubieran querido ofrecerle el acostumbrado presente fúnebre —en comida, pues es lo único de valor que les queda— pero su príncipe (ahora su rey, aunque él se niega a aceptar la corona hasta después de la resurrección) se lo ha prohibido. Yo he procedido a poner en orden el cuerpo antes del rigor mortis y he realizado los ritos de conservación. Por supuesto, llevaremos el cadáver con nosotros.
    El príncipe, en su desconsuelo, me rogaba que celebrara los ritos postumos por el rey en ese momento, pero le he recordado con toda seriedad que tales ceremonias sólo pueden realizarse después de transcurridos tres ciclos completos desde la muerte. Llevarlos a cabo antes sería demasiado peligroso, por lo cual nuestro código lo prohibe.
    Edmund no ha insistido. El hecho mismo de que tomara en consideración una aberración semejante ha sido, sin duda, resultado de su dolor y su confusión. Ojalá, pienso para mí, el principe se abandone al sueño. Quizá lo haga, ahora que los demás lo han dejado en paz. Aunque, si se parece a mí, cada vez que cierre los ojos verá esa horrible cabeza surgiendo de...
    Repaso lo que acabo de escribir y me da la impresión de estar empezando por el final de la historia. Se me ocurre destruir esta página y empezar de nuevo, pero ando escaso de pergaminos y no puedo permitirme malgastarlo. Además, esto no es ningún cuento que esté narrando tranquilamente mientras apuro unos vasos de vino de frutas muy frío. Y, sin embargo, ahora que lo pienso, esto bien podría ser una especie de relato de sobremesa, pues la tragedia nos ha alcanzado —como tan a menudo sucede a los protagonistas de estas historias— en el momento en que la esperanza parecía más radiante.
    Los últimos dos ciclos de viaje habían sido fáciles, casi podría decirse que felices.
    Dimos con una corriente de agua dulce, la primera que encontrábamos en los túneles. Allí, no sólo pudimos beber a placer y volver a llenar nuestras reducidas reservas de agua, sino que descubrimos la presencia de peces en la rápida corriente.
    Rápidamente, improvisamos unas redes con lo que teníamos a mano: un chal femenino, la sábana hecha jirones de un bebé, la camisa raída de un hombre... Los adultos se colocaron a lo largo de las orillas, sosteniendo las redes que tendimos de una ribera a otra. Todo el mundo se dedicó a la tarea con una ceñuda determinación hasta que Edmund, que encabezaba la partida de pesca, resbaló en una roca y, agitando los brazos violentamente, cayó al agua con un tremendo chapoteo.
    Con la sola luz de las antorchas de hierba de kairn, no teníamos modo de saber qué profundidad tenía la corriente. De todas las gargantas surgió un grito de alarma y varios soldados se dispusieron a saltar en su rescate. Entonces, Edmund se incorporó. El agua le llegaba apenas a la espinilla. Sintiéndose ridículo, el príncipe se echó a reír de sí mismo a grandes carcajadas.
    Y entonces oí a nuestro pueblo riéndose por primera vez en muchos ciclos.
    Edmund también oyó las risas. Estaba empapado de pies a cabeza, pero estoy convencido de que las gotas que le resbalaban por las mejillas no procedían del riachuelo subterráneo, sino que tenían el sabor salado de las lágrimas. Tampoco he creído ni por un instante que el príncipe, cazador de pie firme, cayera al agua por un descuido.
    El príncipe alargó la mano hacia un amigo, hijo de uno de los miembros del consejo. El amigo, en su intento de ayudar a Edmund a salir del agua, resbaló a su vez en la húmeda ribera y, en esta ocasión, fueron los dos quienes cayeron de espaldas en la corriente. Las risas subieron de tono y, muy pronto, todo el mundo saltó al agua o fingió caer a ella. Lo que había empezado como un penoso trabajo se convirtió en un juego alegre.
    Finalmente, conseguimos capturar algunos peces. Al acabar el ciclo, celebramos un gran festín y todo el mundo durmió a pierna suelta, saciada el hambre y alegrado el corazón. Todavía pasamos otro ciclo entero cerca del riachuelo, pues nadie quería abandonar tan bendito lugar de risas y buenos sentimientos. Sacamos más peces, los salamos y los conservamos para complementar nuestras provisiones.
    Reanimado por la comida, el agua y el agradable calor del túnel, el pueblo fue superando la desesperación. Y su alegría aumentó cuando el propio rey pareció, de pronto, quitarse de encima las nubes oscuras de la locura. Miró a su alrededor, reconoció a Edmund, le habló con coherencia y preguntó dónde estábamos. Era evidente que el viejo monarca no recordaba nada de nuestro éxodo.
    El príncipe, conteniendo las lágrimas, mostró el mapa a su padre y le indicó lo cerca que estábamos del lago de la Roca Ardiente y, por tanto, de Kairn Necros.
    El rey comió en abundancia, durmió profundamente y no volvió a hablar con su difunta esposa.
    El ciclo siguiente, todo el mundo despertó temprano, recogió el equipaje y se dispuso a seguir la marcha con impaciencia. Por primera vez, el pueblo empezó a pensar que quizás el futuro le reservaba una vida mejor de la que había llegado a conocer en nuestra patria.
    Yo seguí guardando para mí las dudas y temores que sentía. Quizá cometía un error, pero ¿cómo podía ahora arrebatarle su esperanza recién recobrada?
    Una jornada de medio ciclo nos condujo a las proximidades de la salida del túnel.
    El suelo dejó de hacer pendiente y se niveló. El agradable calorcito se intensificó hasta convertirse en un bochorno agobiante y un resplandor rojizo, procedente del lago de la Roca Ardiente, bañó el conducto con una luz tan intensa que apagamos las antorchas. A través del túnel nos llegó el eco de un extraño sonido.
    —¿Qué es ese ruido? —preguntó Edmund, ordenando un alto.
    —Creo, Alteza —respondí, vacilante—, que eso que oís es el sonido de los gases que se elevan en burbujas de las profundidades del magma.
    El príncipe parecía nervioso, excitado. Yo había visto aquella misma expresión en su rostro cuando era un niño y le proponía llevarlo de excursión.
    —¿A qué distancia estamos del lago?
    —Calculo que no mucha, Alteza.
    Se dispuso a continuar la marcha, pero lo agarré del brazo para impedírselo.
    —Ten cuidado, Edmund —le aconsejé en voz baja—. La magia de nuestro cuerpo se ha puesto en funcionamiento para protegernos del calor y de los humos venenosos, pero nuestra fuerza no es inagotable. Debemos avanzar con cautela, sin apresurarnos.
    Mi discípulo se detuvo de inmediato y me miró a los ojos.
    —¿Por qué? ¿A qué debemos tener miedo? Dímelo, Baltazar.
    Me conoce demasiado. No puedo ocultarle nada.
    —Mi príncipe —le dije, pues, llevándomelo aparte, donde no pudieran oírnos el rey y el resto de la comitiva—. No puedo precisar la causa de mis temores y por eso me disgusta hablar de ellos.
    Extendí el mapa sobre una roca y los dos nos inclinamos sobre él. Los demás apenas nos prestaron atención, pero advertí que el rey nos observaba con aire suspicaz y sombrío.
    —Finge que estamos estudiando la ruta, Edmund. No quiero preocupar innecesariamente a tu padre.
    El joven dirigió una breve mirada de preocupación al viejo rey y me siguió el juego, preguntando en voz alta dónde estábamos.
    —¿Ves las runas dibujadas aquí, sobre el lago? —indiqué en voz baja—. No puedo decirte qué significan, pero cuando las miro me invaden los malos presagios.
    —¿No tienes idea de lo que dicen? —inquirió Edmund, contemplando los signos mágicos.
    —Su mensaje se ha perdido con el transcurso del tiempo, mi príncipe. Soy incapaz de descifrarlo.
    —Quizá sólo advierten que este camino es traicionero.
    —Es posible...
    —Pero tú no crees que se trate de eso, ¿verdad?
    —Edmund —respondí, y noté que las mejillas me ardían de turbación—, no estoy seguro de qué pensar. El mapa en sí no indica que la ruta sea peligrosa. Como verás, existe un camino ancho que bordea el lago. Hasta un chiquillo podría avanzar por él con facilidad.
    —Tal vez el camino esté cortado u obstruido por desprendimientos de rocas. Ya nos hemos encontrado en situaciones así a lo largo de nuestro viaje —replicó Edmund, testarudo.
    —Es cierto, pero quien confeccionó el mapa habría señalado tal circunstancia si se hubiera producido en la época en que lo realizó. Y, de haber sucedido más tarde, no habría tenido modo de saberlo.
    —¡Pero de todo eso hace muchísimo tiempo! Sin duda, el peligro ya habrá desaparecido. Somos como un jugador de dados rúnicos perseguido por la mala suerte. Según el cálculo de probabilidades, nuestra fortuna ha de cambiar. Te preocupas demasiado, Baltazar — ñadió Edmund con una carcajada, dándome unas palmaditas en el hombro.
    —Así lo espero, mi príncipe —respondí con voz grave—, pero hazme caso. Presta atención a los estúpidos miedos de este nigromante. Actúa con cautela. Manda una avanzadilla de soldados para explorar el terreno...
    Vi de nuevo al rey, que nos miraba con recelo.
    —Sí, por supuesto —contestó Edmund, molesto ante mi osadía al pretender indicarle lo que tenía que hacer—. Así lo habría hecho en cualquier caso. Voy a comentar el asunto a mi padre.
    ¡Ah, Edmund! Si yo hubiera dicho algo más. Si tú hubieras dicho algo menos.
    Si... Nuestras vidas están llenas de estos síes...
    —Padre, Baltazar cree que el camino en torno al lago puede ser peligroso.
    Quédate aquí con el pueblo y deja que me adelante con los soldados...
    —¡Peligro! —estalló el rey con un vigor como no había ardido en su cuerpo ni en su mente desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¡Ay, y que tuviera que surgir en aquel instante...!—. ¡Peligro, y quieres que me quede atrás! Soy el rey. Al menos, lo era. — l anciano entrecerró los ojos en una mueca de astucia—. Ya he notado que te dedicas, con la ayuda de Baltazar, sin duda, a intentar enajenarme la lealtad de mi pueblo. He advertido cómo tú y el nigromante os ocultáis en los rincones en sombras para urdir vuestros planes. Pero no os dará resultado. ¡El pueblo me seguirá a mí, como siempre ha hecho!
    Lo oí. Todo el mundo lo oyó. La acusación del rey resonó en la cavidad rocosa.
    Casi no pude contener el impulso de lanzarme corriendo sobre el viejo y estrangularlo con mis propias manos. No me importaba en absoluto lo que pensara de mí, pero mi corazón se desgarraba de dolor ante la herida que la acusación infligía a Edmund.
    ¡Si aquel rey loco hubiera comprendido la lealtad y devoción que sentía por él su hijo! ¡Si hubiera visto al príncipe durante aquellos largos y penosos ciclos, siempre al lado de su padre, escuchando con paciencia las divagaciones del anciano! ¡Si hubiera visto a Edmund negándose una y otra vez a aceptar la corona, incluso con el consejo de rodillas a sus pies, suplicándoselo! Si...
    Pero ya basta. Uno no debe hablar mal de los muertos. Sólo puedo considerar que un nuevo acceso de locura puso tales ideas en la mente del monarca.
    Edmund, presa de una palidez mortal, respondió pese a ello con una serena dignidad muy apropiada a su condición principesca.
    —Me has malinterpretado, padre. Ha sido necesario que asumiera ciertas responsabilidades, que tomara ciertas decisiones, en el transcurso de tu reciente enfermedad. Como te dirá cualquiera de los presentes —hizo un gesto hacia el pueblo, que contemplaba a su rey con sorpresa y horror—, acepté hacerlo a regañadientes. Nadie está más contento que yo de verte ocupar otra vez el lugar que te corresponde como monarca del pueblo de Kairn Telest.
    Edmund me miró, preguntando en silencio si quería responder a las acusaciones, pero dije que no con la cabeza y guardé silencio. ¿Cómo podía, honradamente, negar el deseo que había sentido en mi corazón, aunque mis labios lo hubieran callado?
    Las palabras de su hijo tuvieron efecto sobre el viejo rey. De pronto, se mostró avergonzado, ¡y bien que debía! Alargó la mano y empezó a balbucir algo, tal vez una disculpa, como si fuera a abrazar a su hijo y pedirle perdón. Pero, entonces, se apoderó nuevamente de él el orgullo, o la locura. Me miró y su expresión se endureció. A continuación, dio media vuelta y se alejó, llamando a voces a los soldados.
    —Un grupo vendrá conmigo —ordenó cuando se presentaron—. Los demás os quedaréis aquí a proteger al pueblo del peligro que, según las teorías del nigromante, está a punto de sobrevenirnos. Está lleno de teorías, ese nigromante nuestro. ¡La más reciente es la de imaginarse padre de mi hijo!
    Edmund estuvo a punto de saltar, con unas palabras vehementes en la punta de la lengua. Yo lo sujeté por el brazo y lo retuve con un gesto.
    El rey emprendió la marcha hacia la boca del túnel, seguido de un pequeño destacamento de veinte hombres. La salida era una estrecha abertura en la roca y la fila de soldados, que avanzaba de dos en fondo, tendría dificultades para colarse por la abertura. A lo lejos, a través de ésta, la luz flameante del lago de la Roca Ardiente despedía un intenso resplandor rojizo.
    Los testigos de la escena se miraron entre ellos y se volvieron hacia Edmund.
    Parecían no saber muy bien qué hacer ni decir. Algunos miembros del consejo, en cambio, movieron la cabeza y emitieron expresivos chasquidos con la lengua.
    Edmund les dirigió una mirada colérica y todos enmudecieron al instante. Cuando el rey llegó al final del túnel, se volvió hacia nosotros.
    —¡Tú y el nigromante quedaos con el pueblo, hijo! —gritó desde la distancia, y la mueca de burla que tenía en los labios resultó reconocible en su voz—. Vuestro rey volverá y os dirá si el camino está expedito o no.
    Acompañado de los soldados, el viejo monarca salió del túnel.
    Si...
    Los dragones de fuego poseen una inteligencia considerable; uno casi está tentado de llamarla malévola pero, para ser honrados, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a unos seres a los cuales nuestros antepasados dieron caza hasta casi exterminarlos? No tengo la menor duda de que, si los dragones pudieran y quisieran hablar con nosotros, nos recordarían que tienen buenas razones para odiarnos.
    Aunque nada de esto hace las cosas más fáciles, en absoluto.
    —¡Debería haber ido con él! —fueron las primeras palabras de Edmund cuando intenté suavemente apartar sus brazos del cuerpo roto y ensangrentado de su padre—. ¡Debería haber estado a su lado!
    Si en algún momento de mi vida he estado tentado de creer que pudiera existir un plan inmortal, un poder superior que... Pero no. ¡No añadiré a todos mis demás pecados la blasfemia!
    Tal como había ordenado el rey, Edmund se quedó esperando. Se mantuvo erguido, digno, con el rostro impasible. Pero yo, que lo conocía muy bien, comprendí que hubiera querido echar a correr tras su padre. Hubiera querido explicarse, hacer que su padre entendiera... Si lo hubiese hecho, tal vez el viejo monarca habría cedido y dado el asunto por zanjado. Tal vez no se habría producido la tragedia.
    Edmund, como ya he explicado, es joven y orgulloso. Estaba furioso, con toda razón. Había sido insultado delante de todos, sin el menor motivo, y no estaba dispuesto a dar el primer paso para la reconciliación. Noté que temblaba de cólera contenida. Aguardó cerca de la boca del túnel sin decir una palabra. Nadie se atrevía a hablar. Todos esperamos en silencio durante un tiempo que me pareció interminable.
    ¿Qué sucedía? Ya habían tenido tiempo suficiente para dar toda la vuelta al perímetro del lago, pensaba para mí, cuando el grito resonó en el túnel, repitiendo su eco terrible en las paredes de la oquedad.
    Todos reconocimos la voz del rey. Yo... y su hijo... reconocimos en su grito una advertencia, un anuncio de muerte.
    El alarido fue terrible, primero sofocado por el terror y luego agónico, entrecortado de dolor. Se prolongó largo rato y su eco espantoso siguió resonando en los muros de roca, devolviéndonos el grito de muerte una y otra vez.
    Jamás en mi vida he oído una cosa igual y espero no volver a oírla. El grito habría podido convertir en piedra a la gente, como dicen que sucede ante la visión del mítico basilisco. Sé que a mí me dejó helado donde estaba, con el cuerpo paralizado y la mente en no mucho mejor estado.
    En cambio, la voz torturada impulsó a Edmund a la acción.
    —¡Padre! —exclamó, y en su grito iba todo el amor que había anhelado a lo largo de toda su vida. Y, como había sucedido siempre en ésta, su llamada no tuvo respuesta.
    El príncipe echó a correr.
    Capté el estrépito de las armas y el ruido confuso de la batalla y, ahogándolo todo, un espantoso rugido. Por fin podía dar un nombre a mis temores. Ahora sabía qué significaban las runas del mapa.
    La visión de Edmund corriendo a afrontar el mismo destino que su padre me impulsó a reaccionar por fin. Rápidamente, con las fuerzas que me quedaban, invoqué un hechizo y, como las redes con las que habíamos capturado los peces, una red mágica cerró la boca del túnel. Edmund la vio, pero hizo caso omiso y se estrelló contra ella, debatiéndose e intentando deshacerla. Por último, desenvainó la espada e intentó abrirse paso a mandobles.
    Pero mi magia, potenciada por el temor que sentía por él, era poderosa. Edmund no pudo pasar, y tampoco podía hacerlo el dragón de fuego del otro lado.
    Al menos, esperaba que este último no pudiera. He estudiado los escritos de los antiguos sobre estas criaturas y me da la impresión de que subestimaron la inteligencia del dragón. Para mayor seguridad, ordené a la gente que se retirara al interior del túnel y se ocultara en los pasadizos que encontraran. Todos huyeron como ratones, incluidos los miembros del consejo, y pronto sólo quedamos en la oquedad de la entrada Edmund y yo.
    Presa de la frustración, me zarandeó. Me suplicó, me lloró, amenazó con matarme si no eliminaba la red mágica, pero yo permanecí impasible. Ahora, tenía a la vista la terrible carnicería que se estaba produciendo en las orillas del lago.
    La cabeza y el cuello del dragón, parte de su torso y la cola espinosa, afilada como una daga, se alzaban de la lava fundida. La cabeza y el cuello eran negros, negros como la oscuridad que habíamos dejado atrás en Kairn Telest. Sus ojos despedían un resplandor rojizo, flameante y espectral. Sus grandes mandíbulas tenían apresado el cuerpo de un soldado que se debatía inútilmente y, ante la mirada horrorizada de Edmund y la mía, la bestia las abrió y dejó caer al hombre al magma.
    Uno tras otro, el dragón de fuego tomó a los soldados, que intentaban resistirse a la criatura con sus inútiles armas. Uno tras otro, el dragón los arrojó al lago ardiente. Un solo cuerpo dejó en la orilla: el cuerpo del rey. Cuando el último soldado se hubo marchado, el dragón volvió sus ojos en ascuas hacia nosotros y nos observó durante un interminable momento.
    Juro que entonces oí unas palabras, y Edmund me aseguró más tarde que él también creyó escucharlas.
    Habéis pagado el peaje que os corresponde. Ahora, podéis pasar.
    Los ojos se cerraron, la negra cabeza se escurrió bajo el magma y la criatura desapareció.
    Fuera o no cierto que había escuchado la voz del dragón de fuego, algo dentro de mí me dijo que el peligro había pasado, que la bestia no regresaría. Desvanecí la red mágica. Edmund salió del túnel antes de que pudiera detenerlo y corrí tras él, sin perder de vista el lago hirviente y agitado.
    No había rastro del dragón. El príncipe llegó hasta su padre y tomó entre sus brazos el cuerpo del anciano.
    El rey estaba muerto, y había tenido una muerte horrible. Un enorme agujero, infligido tal vez por la punta afilada de la temible cola, le había perforado el vientre y le había reventado las entrañas. Ayudé al príncipe a llevar el cadáver hasta el túnel. La gente se quedó al otro extremo de la oquedad, reacia a aventurarse más cerca del lago.
    No podía culparlos. Yo tampoco me habría acercado, si no hubiera escuchado aquella voz y supiera que lo había dicho en serio. El dragón se había cobrado su venganza, si de eso se trataba, y ahora estaba en paz.
    Preveo que Edmund va a tener dificultades para convencer a la gente de que ya no corre ningún peligro y que puede transitar tranquilamente por el sendero a la orilla del lago de la Roca Ardiente, pero estoy seguro de que lo conseguirá porque el pueblo lo quiere y confía en él y ahora, tanto si le gusta como si no, lo nombrarán rey.
    Necesitamos un rey. Una vez que dejemos atrás las orillas del lago, estaremos en Kairn Necros. Edmund sostiene que allí encontraremos una tierra amiga. Yo, para mi pesar, creo que nos descubriremos en tierra de nuestros enemigos.
    Y en este punto es donde decido poner fin a mi relato. Sólo me quedan unas pocas páginas de preciado pergamino y me parece un momento adecuado para cerrar este diario, con la muerte de un rey de Kairn Telest y la coronación de otro nuevo. Ojalá pudiera ver el porvenir, contemplar lo que nos depara el futuro, pero ni todo su poder mágico les permitió a los antiguos ver más allá del momento presente.
    Tal vez sea lo mejor. Conocer el futuro es verse obligado a abandonar la esperanza. Y la esperanza es lo único que nos queda.
    Edmund conducirá a su pueblo pero, si logro convencerlo, no lo llevará a Kairn Necros. Quién sabe, quizás el próximo diario que emprenda se titule El viaje a través de la Puerta de la Muerte...
    Baltazar, nigromante del rey
    CAPÍTULO 7
    EL NEXO
    Haplo inspeccionó la nave, recorrió de punta a cabo y de borda a borda la esbelta embarcación de proa de dragón, y repasó con ojo crítico mástiles y casco, alas y velas. La nave había sobrevivido a tres pasos por la Puerta de la Muerte sin sufrir más que daños de poca importancia, infligidos en su mayor parte por los titanes, los aterradores titanes de Pryan.
    —¿Qué opinas, muchacho? —dijo Haplo, bajando la mano y frotando las orejas de un perro negro, de raza indefinida, que avanzaba en silencio a su lado—. ¿Te parece que está a punto? ¿Crees que nosotros estamos a punto para marcharnos?
    Dio un cariñoso tirón a las sedosas orejas del animal y éste movió el rabo despeinado a un lado y a otro; sus ojos inteligentes, que rara vez se apartaban del rostro de su amo, se iluminaron.
    —Estas runas —Haplo continuó caminando mientras pasaba la mano por una serie de relieves y marcas a fuego grabadas en el casco de la nave— servirán de escudo para cualquier tipo de energía, según mi Señor. Nada, absolutamente nada, debería poder penetrar. Estaremos protegidos y abrigados como un bebé en el útero de su madre. Más seguros —añadió, y su expresión se hizo sombría— que ningún niño nacido en el Laberinto.
    Pasó los dedos por la telaraña de signos mágicos y leyó mentalmente su intrincado lenguaje en busca de algún fallo, de algún defecto. Levantó la vista hacia la cabeza de dragón del mascarón de proa. Sus ojos feroces miraban adelante con impaciencia, como si ya tuvieran a la vista el ansiado objetivo de su viaje.
    —La magia nos protege —continuó Haplo su diálogo en solitario, pues el perro no parecía dispuesto a hablar—. La magia nos envuelve. Esta vez no sucumbiré. Esta vez voy a permanecer consciente durante la travesía de la Puerta de la Muerte.
    El perro bostezó, se sentó sobre las patas traseras y se rascó con tal violencia que estuvo a punto de caerse. El patryn observó al animal con cierta irritación.
    —¡Ya veo lo que te importa eso! —murmuró en tono acusador.
    Percibiendo una nota de rechazo en la querida voz de su amo, el can ladeó la cabeza y pareció hacer un intento para entrar en el espíritu de la conversación. Por desgracia, la picazón resultó una distracción demasiado fuerte.
    Con un resoplido, Haplo se encaramó por la borda de la nave, recorrió la cubierta y efectuó una última inspección.
    La embarcación había sido construida por los elfos de Ariano, el mundo del aire.
    Realizada a semejanza de los dragones que los elfos podían admirar, pero no domesticar, la proa era la cabeza del dragón, el puente era el tórax, el resto del casco era el cuerpo y el timón, la cola. Unas alas que imitaban la piel y las escamas de los dragones de verdad guiaban la nave a través de las corrientes de aire de aquel reino maravilloso. La fuerza de los esclavos, generalmente humanos, y la magia de los elfos se combinaban para mantener a flote las grandes embarcaciones.
    Aquella nave era un regalo hecho a Haplo por un agradecido capitán elfo. El patryn, cuyo anterior vehículo había quedado destruido durante el primer viaje a través de la Puerta de la Muerte, había modificado la nave elfa para adecuarla a sus necesidades, y ahora no precisaba una tripulación humana para las maniobras, ni magos para guiarla, ni esclavos para moverla. Haplo era ahora el capitán y toda la tripulación. Y el perro era el único pasajero.
    El animal, calmado el persistente escozor, trotó tras su amo con la esperanza de que la larga y aburrida inspección hubiera terminado. Al perro le encantaba volar y pasaba la mayor parte del viaje apostado en las portillas, con la lengua fuera, moviendo la cola y dejando la huella del hocico en los cristales. Estaba ansioso por emprender la marcha, al igual que su amo. Haplo había descubierto dos reinos fascinantes en sus viajes a través de la Puerta de la Muerte y no tenía la menor duda de que esta vez tendría la misma suerte.
    —Calma, muchacho —murmuró, dando unas palmaditas en la cabeza del perro— . Nos vamos enseguida.
    El patryn se incorporó en la cubierta superior, bajo los pliegues de la vela mayor de la nave dragón, y contempló con tristeza el Nexo, su patria actual.
    Nunca abandonaba aquella ciudad sin sentir una punzada de dolor. Por muy duro, disciplinado y carente de emociones que se considerara, cada vez que se marchaba tenía que luchar para contener las lágrimas. El Nexo era hermoso, pero el patryn había visto muchas tierras de parecida belleza y jamás se había rebajado al extremo de llorar por ellas. Tal vez era la naturaleza de la hermosura del Nexo, un mundo entre dos luces donde siempre reinaba el amanecer o el crepúsculo, donde las noches no eran nunca completamente cerradas sino que permanecían suavemente iluminadas por la luna. Nada en el Nexo era riguroso, nada de cuanto en él había se salía de la moderación ni resultaba excesivo, salvo para sus habitantes, gente que había conseguido salir del Laberinto, el mundo–prisión de indecibles horrores. Quienes sobrevivían al Laberinto y conseguían escapar llegaban al Nexo. Allí, su belleza y su paz los envolvían como los brazos amorosos de un padre que consolara a un hijo víctima de una pesadilla.
    Haplo contempló, desde la cubierta de su nave voladora, el césped verde y cuidado de la mansión de su Señor. Recordó la primera vez que se había incorporado de la cama adonde lo habían conducido, más muerto que vivo, tras las penalidades sufridas en el Laberinto. Al levantarse, se había acercado a una ventana para contemplar aquella tierra. Allí había conocido, por primera vez en su penosa existencia, la paz, la tranquilidad y el descanso.
    Cada vez que contemplaba aquella tierra, su nueva patria, Haplo recordaba aquel momento. Cada vez que recordaba aquel momento, bendecía y veneraba a su amo, el Señor del Nexo, que lo había salvado. Cada vez que bendecía a su Señor, Haplo maldecía a los sartán, los semidioses que habían encerrado a su pueblo en aquel mundo cruel. Y, cada vez que los maldecía, juraba venganza.
    El perro, al ver que no iban a zarpar de inmediato, se dejó caer sobre la cubierta y permaneció tendido, con el hocico entre las patas, esperando pacientemente.
    Haplo despertó de sus meditaciones, se puso en acción de nuevo con gesto enérgico y estuvo a punto de pisar al animal. Éste se incorporó de un brinco con un gañido sobresaltado.
    —Está bien, muchacho. Lo siento. La próxima vez quítate de en medio. —Haplo dio media vuelta para descender a la bodega y se detuvo a media zancada, notando que tanto él como el mundo que lo rodeaba experimentaban un estremecimiento.
    Una ondulación. Este era el término que mejor describía lo que estaba percibiendo. Jamás había experimentado nada parecido a aquella extraña sensación. El movimiento procedía de muy lejos bajo sus pies, tal vez del propio núcleo de aquel mundo, y se extendía hacia arriba en ondas sinuosas que viajaban no horizontalmente, como en un temblor de tierra, sino verticalmente, formando ondas que ascendían desde el suelo a través de la nave, de sus pies, de sus rodillas, su cuerpo, su cabeza...
    A su alrededor, todo quedaba perturbado por aquel mismo efecto. Durante un breve instante, Haplo perdió toda noción de forma y dimensión. Se sintió aplastado, comprimido entre un cielo plano y un suelo liso. El estremecimiento pasó y lo sacudió todo simultáneamente. Todo, salvo al perro. Éste desapareció.
    La ondulación finalizó con la misma brusquedad con que se había iniciado. Haplo se dejó caer a cuatro patas. Mareado y desorientado, reprimió unas náuseas de vértigo y buscó aire entre jadeos, pues la sacudida le había dejado vacíos los pulmones. Cuando consiguió respirar de nuevo con cierta normalidad, volvió la vista a un lado y otro tratando de descubrir cuál era la causa de aquel fenómeno aterrador.
    El perro volvió, se plantó delante del patryn y lo miró con aire de reproche.
    —No ha sido culpa mía, camarada —dijo Haplo sin dejar de dirigir miradas cautas suspicaces en todas direcciones.
    El Nexo mostraba de nuevo el leve resplandor de su apacible luz crepuscular y las hojas de los árboles volvían a susurrar suavemente. Haplo examinó éstos con detenimiento. Los recios troncos habían permanecido erguidos, altos y firmes durante un centenar de generaciones, pero hacía unos instantes los había visto mecerse como espigas de trigo bajo un vendaval. No captó ningún movimiento, ningún sonido, y aquella extraña quietud le resultó inquietante en sí misma. Antes de la sacudida, Haplo había captado casi sin advertirlo el sonido de los animales que ahora guardaban completo silencio, en una reacción de... ¿de qué? ¿De temor?
    ¿De asombro reverencial?
    Sintió una extraña resistencia a moverse, como si el mero acto de dar un paso pudiera provocar una repetición de aquella espantosa sensación. Tuvo que obligarse a sí mismo a avanzar por la cubierta, esperando encontrarse en cualquier momento comprimido de nuevo entre la tierra y el cielo. Por último, se asomó por la borda de la nave y miró hacia la hierba que se extendía bajo el casco.
    Nada.
    Su mirada escrutó la mansión, las ventanas de la espléndida vivienda de su Señor. El Señor del Nexo era el único ocupante de aquella mansión, salvo la esporádica presencia de Haplo, y el amo del patryn sólo la ocupaba muy de vez en cuando. Aquel día, el lugar estaba vacío. Su Señor estaba lejos, librando su interminable combate contra el Laberinto.
    Nada. Nadie.
    —Quizá lo he imaginado —murmuró.
    Se secó el sudor frío del labio superior y notó que le temblaba la mano. Observó las runas tatuadas en su piel y advirtió por primera vez que emitían un levísimo resplandor azulado. Rápidamente, se subió la manga y vio el mismo resplandor mortecino en sus brazos. Una ojeada al pecho, bajo el cuello de pico de la túnica, le reveló lo mismo.
    —Vaya, esto no lo esperaba... —dijo, aliviado. Su cuerpo había reaccionado al fenómeno, había respondido instintivamente para protegerlo... Protegerlo, ¿de qué?
    Sintió en la boca un sabor amargo y metálico, como a sangre. Tosió y escupió.
    Dando media vuelta, retrocedió por la cubierta trastabillando. El miedo que había sentido se desvaneció junto al resplandor azulado y lo dejó enfadado y frustrado.
    La sacudida no había procedido del interior de la nave. Haplo la había visto pasar a través de ésta, a través de su cuerpo, de los troncos de los árboles, del suelo, de la mansión y del propio cielo. Se apresuró a bajar al puente. La piedra de dirección, la esfera cubierta de runas que utilizaba para guiar la nave, seguía sobre su pedestal. Estaba fría y apagada; no emanaba de ella ninguna luz.
    Haplo contempló la piedra con una cólera irracional. Había tenido la esperanza de que fuera la causa del extraño fenómeno y, al comprobar que no era así, se sintió furioso. Repasó mentalmente todo lo demás que había a bordo: bobinas de cuerda ordenadas en la bodega, toneles de vino, agua y comida, una muda de ropa y su diario. El único objeto mágico era la piedra redonda.
    Se había deshecho de todas las pertenencias de los mensch, los elfos y humanos, el enano y el viejo hechicero chiflado que habían sido sus últimos pasajeros en el infortunado viaje a la Estrella de los Elfos. Sin duda, los titanes ya debían de haber acabado con todos ellos. No, sus antiguos compañeros de viaje no podían ser la causa.
    El patryn permaneció en el puente, con la vista fija en la piedra casi sin verla mientras su mente corría como un ratón atrapado en un laberinto, corriendo por un pasadizo y otro, husmeando y hurgando con la esperanza de encontrar una salida.
    Los recuerdos de los mensch de Pryan evocaron las imágenes de los mensch de Ariano, y éstas lo llevaron a pensar en el sartán que Haplo había encontrado en Ariano, un sartán cuya mente se movía con la misma torpeza que sus enormes pies.
    Ninguno de estos recuerdos lo condujo a nada útil. Nunca le había sucedido algo parecido. Repasó cuanto sabía de magia, los signos que regían las probabilidades y hacían posibles todas las cosas pero, según todas las leyes de magia que conocía, aquella ondulación, aquel estremecimiento cósmico, no podía haberse producido.
    Haplo se encontró de nuevo como al principio.
    —Debo consultar con mi Señor —le dijo al perro, que miraba a su dueño con preocupación—. Pedirle consejo.
    Pero eso significaría retrasar indefinidamente el viaje a través de la Puerta de la Muerte. Cuando el Señor del Nexo penetraba en los letales confines del Laberinto, nadie podía decir cuándo volvería, si es que lo hacía. Y, a su regreso, seguramente no le complacería descubrir que Haplo había desperdiciado aquel precioso tiempo en su ausencia.
    Haplo se imaginó en presencia de aquel viejo formidable, el único ser viviente a quien el patryn respetaba, admiraba y temía. Se imaginó tratando de expresar en palabras aquella extraña sensación. E imaginó la respuesta de su amo:
    «Un hechizo de desmayo. No sabía que fueras sensible a ellos, Haplo, hijo mío.
    Tal vez no deberías emprender un viaje de tanta importancia.» No, era mejor que solucionara el asunto por su cuenta. Consideró la conveniencia de inspeccionar el resto de la nave, pero también esto sería una pérdida de tiempo.
    —¿Y cómo puedo inspeccionar nada si no sé lo que busco? —inquirió, exasperado—. Soy como un niño que ve fantasmas en plena noche y quiere obligar a su madre a entrar con la vela para comprobar que no hay nada en la alcoba.
    ¡Bah! ¡Zarpemos de una vez!
    Se encaminó con paso resuelto hacia la piedra de dirección y colocó ambas manos sobre ella. El perro ocupó su posición de costumbre junto a las portillas acristaladas, situadas en el pecho de la nave dragón. Al parecer, su amo había dado por concluido el extraño juego que había estado practicando. Meneando el rabo, lanzó un ladrido de excitación. La nave se elevó entre las corrientes de aire gracias a la magia y surcó el cielo veteado de púrpura.
    La entrada en la Puerta de la Muerte era una experiencia aterradora, pasmosa.
    La Puerta, un minúsculo punto negro en el cielo entre dos luces, era como una estrella perversa que irradiaba oscuridad en lugar de luz. Por mucho que se aproximara la nave, el punto no crecía de tamaño. Más bien parecía ser la propia nave la que se encogía para caber en su interior. Parecía empequeñecer, menguar... produciendo una sensación atemorizadora que, sin embargo, Haplo sabía que sólo era producto de su mente, una ilusión óptica, como ver lagos de agua en mitad de un desierto yermo.
    – 47 –
    Era la tercera vez que el patryn penetraba en la Puerta de la Muerte procedente del Nexo y sabía que ya debería estar acostumbrado al efecto. Que no debería asustarlo. Pero una vez más, como en todas las ocasiones anteriores, contempló el pequeño agujero y notó que el estómago se le encogía y la respiración se le paralizaba. Cuanto más se acercaba, más deprisa volaba la nave. Ya no podía detener aquel movimiento, aunque quisiera. La Puerta de la Muerte lo estaba aspirando.
    El agujero empezó a desfigurar el cielo. Vetas púrpuras y rosadas, destellos de rojo suave empezaron a enroscarse en torno a él. O bien el cielo estaba girando y él se encontraba quieto, o bien era él quien giraba y el cielo el que permanecía estacionario. Haplo nunca tenía modo de estar seguro. Y, mientras veía y pensaba todo aquello, él y la nave seguían siendo atraídos a una velocidad cada vez mayor.
    Esta vez resistiría al miedo. Esta vez...
    Un estrépito y un gemido inhumano hicieron que casi se le escapara el corazón por la boca. El perro, se incorporó de un salto y, como una flecha, salió del puente y corrió hacia el interior de la nave.
    Haplo apartó a duras penas la vista del hipnotizador torbellino de colores que lo tenía concentrado en el punto de oscuridad. Escuchó a lo lejos el eco de los ladridos del perro, resonando en los pasillos. A juzgar por la reacción del animal, había alguien o algo a bordo de la nave.
    Se lanzó hacia la puerta del puente. La nave cabeceaba y se mecía y se encabritaba. Le costó mantenerse en pie y avanzó dándose golpes contra los mamparos como un viejo borracho.
    Los ladridos aumentaron de volumen e intensidad, pero Haplo apreció también un cambio extraño en ellos. Habían perdido el tono amenazador y ahora eran de alegría, como si el perro saludara a alguien que conocía.
    Tal vez se había escondido a bordo algún niño, por una travesura o en busca de aventuras. Pero Haplo no pudo imaginar que ningún niño patryn cometiera tal diablura. Los niños patryn que crecían en el Laberinto (si conseguían vivir lo suficiente) tenían pocas oportunidades para poder disfrutar de la infancia.
    Con dificultades, llegó hasta la puerta de la bodega y escuchó una voz débil y patética.
    —Perro bonito. Vamos, bonito, cállate y vete y te daré este pedazo de salchicha...
    Haplo se detuvo en las sombras. La voz le resultó familiar. No era la de un niño, sino la de un hombre, y la conocía aunque no terminara de ubicarla. El patryn activó las runas de sus manos y una brillante luz azul irradió de los signos mágicos de su piel, iluminando la oscuridad de la bodega. Entonces entró en ella.
    El perro estaba con las patas abiertas sobre el suelo inestable, ladrando con todas sus fuerzas a un hombre acurrucado en un rincón. También la figura del hombre le resultó familiar a Haplo: un cráneo casi calvo circundado de una orla de pelo en torno a las orejas, un rostro maduro de aire cansado y unos ojos apacibles, abiertos ahora por el pánico. Su cuerpo era larguirucho y parecía armado con piezas sobrantes de otros. Las manos y los pies eran demasiado grandes, el cuello demasiado largo, la cabeza demasiado pequeña. Habían sido sus pies los que, al enredarse en un carrete de cable, habían causado sin duda el estrépito y traicionado al individuo.
    —¡Sartán! ¡Tú! —exclamó Haplo con aversión.
    El hombre alzó la vista del perro al que había tratado de sobornar infructuosamente con una salchicha, parte de los suministros que Haplo guardaba en la bodega. Al advertir la presencia del patryn, el hombre lanzó una tímida sonrisa y se desmayó.
    —¡Alfred! —Haplo soltó un profundo suspiro y dio un paso adelante—. ¿Cómo diablos has...?
    En ese instante, la nave chocó de frente con la Puerta de la Muerte.
    CAPITULO 8
    LA PUERTA DE LA MUERTE
    La violencia del impacto arrojó a Haplo hacia atrás y obligó al perro a clavar las uñas en la cubierta para mantener el equilibrio. El cuerpo exánime de Alfred se deslizó suavemente por la cubierta inclinada. Haplo fue a golpear contra el costado de la bodega y luchó desesperadamente contra unas tremendas fuerzas invisibles que lo comprimían, aplastándolo contra las planchas de madera. Por fin, la nave se enderezó un poco y el patryn consiguió despegarse y, agarrando el hombro laxo del hombre tendido a sus pies, lo sacudió con energía.
    —¡Alfred! ¡Maldita sea, sartán, despierta!
    Tras un parpadeo, Alfred enfocó la vista. Lanzó un leve gemido, parpadeó de nuevo y, al observar el rostro sombrío y ceñudo de Haplo encima de él, pareció un tanto alarmado. El sartán intentó incorporar el cuerpo y sentarse pero, al cabecear la nave de nuevo, se asió instintivamente del brazo de Haplo para sujetarse. El patryn se desasió con gesto brusco.
    —¿Qué haces aquí, en mi nave? ¡Responde, o por el Laberinto que...!
    Haplo se detuvo, mirando fijamente al frente. Los mamparos de la nave se estaban cerrando a su alrededor, los tabiques de madera se acercaban más y más a él, la cubierta subía al encuentro del techo. Iban a ser aplastados, estrujados...
    pero, al mismo tiempo, los mamparos de la nave se alejaban en todas direcciones, expandiéndose en el vacío; la cubierta se hundía bajo sus pies y el universo entero se alejaba de él, dejándolo solo, pequeño y desamparado.
    El perro soltó un gañido y se arrastró hacia Haplo hasta hundir el hocico en su mano. Los dedos del patryn agarraron al animal con gratitud. Su contacto era cálido, tangible y real. La nave volvía a ser suya y se estabilizó.
    —¿Dónde estamos? —preguntó Alfred, con aire de desconcierto. A juzgar por la expresión aterrada de sus ojos grandes y acuosos, parecía que acababa de pasar una experiencia similar.
    —Entrando en la Puerta de la Muerte —respondió Haplo en tono sombrío.
    Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada, sino que ambos miraron a su alrededor, aguzando la vista y el oído y conteniendo la respiración.
    —¡Ah! —suspiró por fin Alfred, y asintió—. Eso lo explica...
    —¿Explica qué, sartán?
    —Cómo..., cómo he llegado hasta... ejem... aquí. —Alfred levantó los ojos un instante para mirar a Haplo, y volvió a bajarlos de inmediato—. No era mi intención, debes comprenderlo. Yo... buscaba a Bane, ¿lo recuerdas? El muchachito que te llevaste de Ariano. La madre del chico está loca de preocupación...
    —¿Por un hijo al que abandonó hace once años? Sí, estoy conmovido... ¡ Continúa!
    Las mejillas pálidas de Alfred se sonrojaron ligeramente.
    —Las circunstancias de aquel momento... La mujer no tuvo elección... Su esposo...
    —¿Cómo has llegado a mi nave? —repitió Haplo.
    —Yo... conseguí localizar la Puerta de la Muerte en Ariano; los gegs me pusieron en una de sus zarpas de excavación, ¿recuerdas esos artefactos?, y me bajaron hasta el Torbellino y hasta la misma boca de la Puerta de la Muerte. Acababa de entrar cuando experimenté una sensación como..., como si me estuviera haciendo pedazos y entonces fui lanzado violentamente hacia atrás..., hacia adelante... no lo sé. Perdí el sentido. Cuando desperté, estaba aquí —Alfred abrió los brazos, desvalido, indicando la bodega.
    —Ése debe de haber sido el estrépito que escuché. —Haplo contempló a Alfred con aire pensativo—. Sé que no mientes.
    Por lo que he oído, vosotros, miserables sartán, no podéis mentir. Pero tampoco me estás diciendo toda la verdad. Alfred enrojeció aún más y bajó los párpados.
    —Antes de abandonar el Nexo... —murmuró con un hilo de voz—, ¿experimentaste una..., una sensación extraña?
    Haplo rehuyó pronunciarse, pero Alfred tomó su silencio por asentimiento.
    —Una especie de sacudida, de ondulación, me refiero. ¿No tuviste una sensación de mareo? Me temo que era yo... —añadió en el mismo tono desfallecido.
    —Ya supongo. —El patryn se agachó en cuclillas y lanzó una mirada iracunda a Alfred—. ¿Y ahora qué hago contigo, en nombre de la Separación? ¿Qué...?
    El tiempo se retardó. La última palabra que pronunció Haplo pareció tardar un año en salir de su boca y otro año en llegar a su oído. Alargó la mano para agarrar a Alfred por el pañuelo que el hombrecillo llevaba en torno a su cuello, y la mano avanzó milímetro a milímetro ante su mirada. Haplo intentó acelerar el movimiento, pero éste se hizo aún más lento. El aire no le llegaba a los pulmones con suficiente rapidez. Moriría asfixiado antes de poder aspirar el oxígeno necesario.
    Pero, paradoja inexplicable, estaba también moviéndose deprisa, demasiado deprisa. Su mano había agarrado a Alfred y zarandeaba al hombrecillo como un perro haría con una rata. Gritaba unas palabras que le sonaron a un confuso galimatías y Alfred trataba desesperadamente de soltarse y responder algo, pero la contestación fue tan rápida que Haplo tampoco la entendió. El perro estaba tendido a su lado, moviéndose a cámara lenta, y estaba incorporado y dando brincos por la cubierta como un poseso.
    La mente del patryn, frenética, intentó habérselas con aquellas dicotomías. El resultado fue que renunció a toda explicación y se aisló. Haplo luchó contra las brumas de oscuridad y concentró la atención en el perro, negándose a ver o a pensar en nada más. Finalmente, todo se aceleró o se frenó. Y volvió la normalidad.
    Se dijo que aquello era lo máximo que había penetrado en la Puerta de la Muerte sin perder la conciencia. Sin duda, se dijo, debía agradecérselo a Alfred.
    —Se hará aún peor —murmuró el sartán, palidísimo y temblando de pies a cabeza.
    —¿Cómo lo sabes? —Haplo se enjugó el sudor de la frente e intentó relajarse; tenía los músculos contraídos y doloridos de la tensión.
    —Yo... estudié la Puerta de la Muerte antes de entrar en ella. Las otras veces que tú la has cruzado, siempre has perdido la conciencia, ¿verdad?
    Haplo no contestó. Decidió volver al puente. De momento, Alfred estaría bastante seguro en la bodega. ¡Desde luego, el sartán no iría a ninguna parte!
    El patryn se levantó de su posición en cuclillas... y siguió levantándose. Creció y creció hasta que debería haber traspasado el techo de madera, y se encogió, haciéndose más y más pequeño hasta que una hormiga habría podido pisarlo sin advertirlo siquiera.
    «La Puerta de la Muerte. Un lugar que existe pero que no existe, que tiene sustancia pero es efímera. En ella, el tiempo marcha hacia adelante y hacia atrás a la vez. Su luz es tan brillante que me sumerge en la oscuridad.» Haplo se preguntó cómo podía hablar si no tenía voz. Cerró los ojos y fue como si los abriera aún más. Su cabeza y su cuerpo se separaban, desgarrándose en dos direcciones diferentes y absolutamente opuestas. Su cuerpo se comprimía hasta implosionar. Se llevó las manos a la cabeza, que sentía a punto de estallar, y notó un vértigo atroz que lo hacía rodar hasta perder el equilibrio y caer sobre la cubierta. Escuchó a lo lejos que alguien gritaba, pero no captó el grito porque estaba sordo. Lo vio todo con claridad porque estaba completa y absolutamente ciego.
    La mente de Haplo discutió consigo misma, tratando de reconciliar lo irreconciliable. Su conciencia se hundió más y más en su interior, buscando recuperar la realidad, encontrar algún punto estable en el universo al que asirse.
    Y encontró... a Alfred.
    Igual que el último hálito de conciencia de Alfred encontró a Haplo.
    Alfred se deslizaba por un vacío, caía a plomo, cuando de pronto se detuvo. Las terribles sensaciones que había experimentado en la Puerta de la Muerte desaparecieron. Se encontró en terreno firme y con un cielo sobre su cabeza. Nada rodaba ya a su alrededor y deseó llorar de alivio cuando, de improviso, advirtió que el cuerpo que ocupaba no era el suyo. Pertenecía a un niño, a un chiquillo de unos ocho o nueve años. Tenía el cuerpo desnudo, salvo un taparrabo atado en torno a la cintura y a sus delgados muslos. El resto de la piel estaba cubierta de trazos y líneas que formaban runas, azules y rojas.
    De pie junto a él, dos adultos conversaban. Alfred los reconoció; supo que eran sus padres, aunque era la primera vez que los veía. También supo que había estado huyendo, corriendo desesperadamente para salvar la vida, y que estaba cansado, que el cuerpo le dolía y le ardía y que no podía dar un paso más. Estaba asustado, terriblemente asustado, y le pareció que lo había estado la mayor parte de su corta vida. Que aquel miedo había sido la primera emoción en su recuerdo.
    —Es inútil —decía el hombre, su padre, entre jadeos—. Nos están alcanzando.
    —Tenemos que detenernos aquí y hacerles frente —insistió la mujer, su madre— . Debemos hacerlo mientras aún tengamos fuerzas.
    Alfred, pese a su corta edad, sabía que la resistencia era igualmente inútil. Fuera lo que fuese, lo que los perseguía era más fuerte y más rápido. Escuchó unos aterradores sonidos por donde habían venido; unos cuerpos de gran tamaño se abrían paso entre la maleza. Le vino a la boca un gimoteo pero lo reprimió, sabedor de que expresar su miedo no haría sino empeorar las cosas. Llevó la mano al taparrabo y extrajo una daga puntiaguda y afilada, manchada de sangre reseca. Al verla, Alfred pensó que, evidentemente, ya había matado antes.
    —¿Y el chico? —preguntó su madre, dirigiéndose al hombre. El peligro que se acercaba estaba echándoseles encima.
    El hombre, muy tenso, cerró con fuerza los dedos en torno a la lanza que empuñaba y cruzó una mirada con la mujer. Una mirada que Alfred entendió y lo hizo saltar hacia adelante con un «¡No!» luchando frenéticamente por escapar de sus labios. Lo siguiente fue un golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido.
    Alfred salió del cuerpo y observó a sus padres arrastrar su forma exánime y laxa bajo un macizo de tupidos arbustos y acabar de cubrirlo con zarzas. Después, echaron a correr para atraer a su enemigo lo más lejos posible del pequeño, antes de volverse y plantar resistencia a su perseguidor. No lo salvaban en un acto de amor, sino siguiendo un instinto, igual que el pájaro madre finge tener un ala rota para alejar al zorro de su nido.
    Cuando el pequeño recobró la conciencia bajo las zarzas, Alfred se encontró de nuevo en su cuerpo infantil. Agachado tras los matorrales y muerto de miedo, presenció, como en un sueño vago y lejano, cómo los snogs asesinaban a sus padres.
    Quiso gritar, romper a llorar, pero de nuevo el instinto (o tal vez sólo el miedo que le paralizaba la lengua) lo hizo guardar silencio. Sus padres se batieron con valentía y a fondo, pero no eran rival para los cuerpos enormes, los colmillos afilados y las largas zarpas como cuchillas de aquellos inteligentes snogs. La carnicería se prolongó mucho, muchísimo rato.
    Hasta que al fin, misericordiosamente, concluyó. Los cuerpos de sus padres, lo que quedó de ellos cuando los snogs hubieron terminado su voraz festín, quedaron tirados en el suelo, inmóviles. Los gritos de su madre habían cesado. A continuación, llegó el aterrador instante en que Alfred se dio cuenta de que él era el siguiente, en que pensó que debían de haberlo descubierto, que su presencia debía de ser tan visible como la brillante sangre roja que se coagulaba ya sobre la alfombra de hojarasca del bosque.
    Pero los snogs se habían cansado de su deporte. Saciadas el hambre y el ansia de matar, no tardaron en alejarse, dejando a Alfred solo en la maleza.
    Allí permaneció escondido largo rato, cerca de los cuerpos de sus padres.
    Llegaron los animales carroñeros para dar cuenta de los despojos. El pequeño tenía miedo de quedarse, miedo de marcharse, y no pudo evitar un gemido, aunque sólo fuera para escuchar el sonido de su propia voz y saber que estaba vivo. Y, a continuación, advirtió la presencia de dos hombres que, de pie junto a él, lo contemplaban. Y se llevó un sobresalto porque no los había oído deslizarse por la espesura, sino que se habían movido más silenciosos que el viento.
    Los dos hombres se pusieron a hablar como si él no estuviera. Observaron los restos de sus padres sin inmutarse y comentaron algo acerca de ellos sin mostrar la menor emoción. No eran crueles; sólo insensibles, duros, como si hubieran visto demasiadas muertes y el espectáculo ya no les produjera la menor impresión. Uno de ellos introdujo la mano entre las zarzas, sacó a rastras a Alfred y lo puso en pie.
    Después, sin soltarlo, lo llevó junto a los cuerpos destrozados de sus padres.
    —Mira esto —le dijo el hombre, sujetando al chiquillo por el cuello y obligándolo a contemplar la terrible visión—. Recuérdalo. Y recuerda esto: no han sido los snogs quienes han matado a tus padres. Han sido aquellos que nos encerraron en esta prisión y nos abandonaron a la muerte. ¿De quién estoy hablando, muchacho?
    ¿Lo sabes? —Los dedos del hombre se clavaron dolorosamente en los músculos del chiquillo.
    —De los sartán —oyó Alfred que respondía su propia voz. Y supo que él era un sartán y que acababa de matar a aquellos que le habían dado la vida.
    —¡Repítelo! —le ordenó el hombre.
    —¡Los sartán! —exclamó Alfred, y rompió a llorar.
    —Exacto. No lo olvides nunca, muchacho. Nunca.
    Haplo se sumió en la oscuridad entre maldiciones, luchando y debatiéndose por mantenerse lúcido. Pero su mente se reveló contra él y lo privó de la conciencia por su propio bien. Captó entonces un breve destello de luz, mientras tenía la sensación de alejarse más y más, y volcó hasta el último hálito de su ser en alcanzar aquella luz. Lo consiguió.
    La sensación de estar cayendo cesó, todas las sensaciones extrañas desaparecieron y lo embargó una inmensa paz. Estaba tendido de espaldas y le pareció como si acabara de despertar de un sueño profundo y reparador iluminado por hermosas visiones. No se dio prisa en levantarse, sino que permaneció tendido, dejándose vencer brevemente por la modorra y siguiendo una música dulce que sonaba en su mente. Por fin, se notó despierto del todo y abrió los ojos.
    Yacía en una cripta. Al principio se sorprendió del hecho, pero no se asustó, como si supiera dónde estaba pero lo hubiese olvidado y ahora, al recordarlo, todo encajara. Experimentó una sensación de nerviosismo y de intensa expectación.
    Estaba a punto de producirse algo que llevaba mucho tiempo esperando. Se preguntó cómo haría para salir de la cripta, pero supo la respuesta de inmediato: la cripta se abriría a su orden.
    Cómodamente tendido allí, Haplo contempló su cuerpo y le sorprendió verse vestido con una extraña indumentaria, una larga túnica blanca. Y advirtió, con una punzada de terror, que las runas tatuadas en sus manos y brazos habían desaparecido. Y con las runas, su magia. ¡Estaba indefenso, desvalido como un mensch!
    Pero al instante le sobrevino la certeza, casi risible por su propia simplicidad, de que no estaba impotente. Seguía poseyendo la magia, pero estaba en su interior, no en el exterior. Probó a levantar la mano y examinarla. Era fina y delicada. Trazó un signo mágico en el aire y, al mismo tiempo, entonó la runa. La puerta de su cripta de cristal se abrió.
    Haplo se incorporó hasta quedar sentado, descolgó las piernas a un lado del lecho y saltó al suelo sin esfuerzo. Un hormigueo le recorrió el cuerpo ante el desacostumbrado ejercicio. Volvió la vista hacia la superficie cristalina de la cripta vacía y experimentó una profunda sorpresa. Estaba viendo su propio reflejo, pero no era su rostro el que lo miraba, sino el de Alfred.
    ¡Él era Alfred!
    Haplo dio unos pasos vacilantes, impactado físicamente por el descubrimiento.
    Por supuesto, aquello explicaba la ausencia de runas en su piel. La magia de los sartán actuaba de dentro afuera, mientras que la de los patryn lo hacía de fuera adentro.
    Confuso, Haplo pasó la vista de su cripta vacía a la que se encontraba junto a ella. En su interior vio a una mujer joven, encantadora, cuyo rostro reposaba tranquilo y sereno. Al contemplarla, Haplo sintió un calor dentro de sí y supo que la amaba, que la había amado durante mucho, muchísimo tiempo. Se acercó a la cripta y colocó las manos sobre el cristal helado. La miró con emoción, siguiendo cada detalle de aquel rostro amado.
    —Anna —susurró, y acarició el cristal con los dedos.
    Entonces, un escalofrío recorrió a Haplo, paralizándole el corazón. La mujer no respiraba. Lo podía apreciar claramente a través de la tumba acristalada que, supuestamente, no era tal tumba sino sólo un capullo, un lugar de descanso donde permanecer hasta el momento de reemprender sus tareas.
    ¡Pero Anna no respiraba!
    Cabía la posibilidad de que el letargo mágico retardara las funciones corporales.
    Haplo siguió observando a la mujer con inquietud, deseando que la tela que le cubría los pechos se moviese, que sus párpados vibraran. Siguió observando y esperando durante horas, con las manos apretadas contra el cristal. Esperó hasta que las fuerzas lo abandonaron y cayó derrumbado al suelo.
    Allí tendido, Haplo volvió a levantar la mano y a estudiarla. Advirtió algo que se le había pasado por alto. La mano era larga, delgada y delicada, pero era vieja, arrugada, cruzada de venas azules claramente visibles. Se puso en pie a duras penas, miró el cristal de la cripta y contempló su rostro.
    —Estoy viejo —susurró, alargando la mano para tocar el reflejo de unas facciones que, cuando había iniciado aquel largo sueño, irradiaban juventud y estaban llenas de luminosas esperanzas. Ahora estaba envejecido, con la piel flaccida, y la cabeza calva y la orla de cabello en torno a las orejas grisácea, canosa.
    —¡Estoy viejo! —repitió, notando una oleada de pánico en su interior—. ¡He envejecido, y un sartán tarda muchísimo tiempo en hacerlo! ¡Ella, en cambio, no!
    Ella no está avejentada.
    Volvió a mirar la cripta de la mujer. No; Anna no estaba más vieja de lo que él la recordaba. Lo cual significaba que para ella no había pasado el tiempo. Y eso quería decir...
    —¡No! —gritó, asiendo los costados de la tapa acristalada como si quisiera romperlos. Sin embargo, sus dedos se deslizaron en vano sobre el cristal—. ¡No!
    ¡Muerta, no! ¡Ella muerta y yo vivo, no! ¡No!, yo vivo y..., y...
    Retrocedió unos pasos y volvió la cabeza para estudiar las demás criptas. Todas ellas, salvo la suya, contenían un cuerpo. Bajo la tapa de cristal de cada una se encontraba un camarada, un hermano, una hermana. Eran los que debían regresar a aquel mundo con él, cuando llegara el momento. Los que habían de volver para continuar la tarea. ¡Había tanto por hacer!
    Haplo corrió a otra cripta.
    —¡Ivor! —exclamó, golpeando la tapa de cristal con las yemas de los dedos. Pero el hombre permaneció inmóvil, insensible. Haplo corrió frenéticamente de cripta en cripta pronunciando el querido nombre de cada uno de los ocupantes, suplicando con palabras inconexas que despertaran, que volvieran a ser.
    «¡No! ¡Yo solo, no...!» —O tal vez no —se dijo de pronto, conteniendo su pánico desatado. Una nueva esperanza, refrescante y confortadora, creció en su interior—. Quizá no esté solo.
    Todavía no he salido del mausoleo. —Miró la puerta cerrada del extremo opuesto de la cámara circular—. Sí, probablemente habrá alguien más ahí fuera.
    Pero no hizo el menor movimiento hacia la puerta. La esperanza se desvaneció, destruida por la lógica. Allí fuera no había nadie. De lo contrario, habrían puesto fin al encantamiento. No: él era el único superviviente. Estaba solo. Lo cual significaba que en algún sitio, de algún modo, algo había salido terriblemente mal.
    —¿Acaso tendré que ocuparme, sin la ayuda de nadie, de corregir el fallo?
    CAPÍTULO 9
    , ABARRACH
    Haplo recuperó, no la conciencia, sino la sensación de ser él mismo. Había conseguido su objetivo de permanecer despierto durante la travesía de la Puerta de la Muerte, pero ahora sabía por qué la mente prefería con mucho realizar el trayecto en las tinieblas de la ignorancia. Comprendió, con una sensación muy real de profundo terror, lo cerca que había estado de caer en la locura. La cuerda a la que se había agarrado para salvarse había sido la realidad de Alfred y el patryn se preguntó, con amargura, si no habría sido mejor soltarse.
    Permaneció tendido en la cubierta unos momentos, tratando de recomponer su yo roto en pedazos y de sacudirse los sentimientos de pena, de miedo y de profunda pérdida que lo asaltaban..., todos ellos por Alfred. Una cabeza peluda se apoyó en el pecho del patryn y unos ojos acuosos lo miraron con ansia. Haplo acarició las sedosas orejas del perro y le rascó el hocico.
    —Está bien, muchacho, ya me encuentro bien —murmuró, pero se dio cuenta de que nunca más lo estaría de verdad. Dirigió una mirada al cuerpo exánime tendido en la cubierta junto a él.
    —¡Maldito seas! —masculló e, incorporándose hasta quedar sentado, sacudió al sartán con la punta del pie para que despertara. No pudo evitar el recuerdo del cadáver de la hermosa joven en la tumba de cristal. Alargó la mano y sacudió a Alfred por el hombro.
    —¡Eh, vamos! —dijo con aspereza—. ¡Vamos, despierta! No puedo dejarte aquí, sartán. Te quiero en el puente, donde pueda tenerte vigilado. ¡En marcha!
    Alfred incorporó la cabeza al instante, con un gemido y un grito de horror. Se agarró con tal desesperación a la blusa de Haplo que éste estuvo a punto de caerle encima.
    —¡Socorro! ¡Sálvame! ¡Hay que correr! ¡Estoy huyendo y..., y los tengo tan cerca! ¡Ayúdame, por favor! ¡Por favor!
    Haplo no sabía qué estaba pasando, pero no tenía tiempo para descubrirlo.
    —¡Eh! —gritó enérgicamente, justo en las narices de Alfred, y le soltó una bofetada.
    Alfred echó hacia atrás su calva cabeza entre un castañeteo de dientes y, tomando aire entrecortadamente, volvió los ojos hacia Haplo. El patryn advirtió en ellos un destello de reconocimiento. Y vio también otras cosas, completamente inesperadas: vio comprensión, compasión y lástima.
    Haplo se preguntó, inquieto, dónde habría creído estar Alfred durante la travesía de la Puerta de la Muerte. Y en lo más profundo de sí conoció la respuesta, pero no estuvo seguro de si le gustaba la idea o lo que podía significar. Decidió no darle vueltas al asunto, al menos por el momento.
    —¿Qué...? —inició una protesta Alfred.
    —¡En pie! —lo interrumpió Haplo. Incorporándose, ayudó al torpe sartán a hacer otro tanto—. Aún no estamos fuera de peligro. Si acaso, acabamos de sumirnos en él. Yo...
    Un terrible estrépito en mitad de la nave subrayó sus palabras. El patryn se tambaleó y logró asirse a una viga del techo bajo. Alfred cayó hacia atrás, agitando desmañadamente los brazos, hasta quedar sentado en la cubierta.
    —¡Perro, tráelo! —ordenó Haplo, y echó a correr hacia el puente.
    Durante la Separación, los sartán habían roto el universo, dividiéndolo en cuatro mundos representativos de sus cuatro elementos básicos: el aire, el fuego, la piedra y el agua. Haplo había visitado en primer lugar el reino del aire, Ariano, y hacía poco que había regresado del reino del fuego, Pryan. Sus breves estancias en ambos lo habían preparado —o eso había creído él— para lo que pudiera encontrar en Abarrach, el mundo de piedra. Un mundo subterráneo de túneles y cavernas, imaginaba; un mundo oscuro, frío y con olor a tierra.
    La nave volvió a topar con algo y se escoró. Haplo escuchó a su espalda un alarido y un estrépito. Alfred había tropezado otra vez. La nave podía resistir aquel zarandeo, gracias a la protección de sus runas, pero no eternamente. Cada sacudida causaba leves parpadeos en los signos mágicos trazados sobre el casco, separando las junas un poco más y perturbando su magia en el mismo grado. Con sólo que dos de ellas se separaran por completo, se abriría en la protección mágica una grieta que se agrandaría rápidamente. Así había sucedido la primera vez que Haplo había cruzado la Puerta de la Muerte.
    Mientras avanzaba lo más deprisa posible, arrojado de un lado a otro por los bandazos de la nave sin gobierno, Haplo advirtió que un tenue resplandor iluminaba la oscuridad que lo envolvía. La temperatura aumentaba por momentos, haciéndose agobiante. Las runas de su piel empezaron a despedir una leve luz azulada; la magia de su cuerpo reaccionaba así, instintivamente, para reducir la temperatura a un nivel seguro.
    ¿Era posible que hubiese un incendio a bordo?
    Haplo descartó la idea por ridicula. La nave había atravesado incólume los soles de Pryan y, sin la menor duda, las runas habían demostrado ser una protección perfecta contra el fuego. No obstante, era innegable que el resplandor rojizo era cada vez más luminoso y que la temperatura seguía subiendo. Haplo apretó el paso hacia el puente con algunas dificultades, debido al cabeceo de la embarcación.
    Cuando llegó al puente, se detuvo en seco y contempló la vista, paralizado por la sorpresa y la conmoción.
    La nave estaba surcando, a increíble velocidad, un río de lava fundida. Un enorme flujo de materia incandescente salpicada de llamaradas amarillas se deslizaba y formaba remolinos en torno al casco. En lo alto, las sombras, aún más oscuras en contraste con la tenue luz del magma formaban un arco.
    Se encontraba en una gigantesca caverna. Enormes columnas de roca negra, en torno a las cuales circulaba y formaba remolinos la lava, se elevaban hasta el techo de piedra, sosteniéndolo. De éste descendían incontables estalactitas como dedos huesudos que quisieran atraparlo, y cuya pulida superficie reflejaba el resplandor infernal del río de fuego que corría bajo ellas.
    La nave daba bandazos a un lado y a otro. Grandes estalagmitas de puntas peligrosas, afiladas como lanzas, se alzaban entre el mar de roca fundida como negros colmillos de unas fauces encarnadas. Era esto, se dijo Haplo, lo que había causado las sacudidas que acababa de experimentar. El patryn se puso en movimiento otra vez, penetró en el puente y colocó las manos en la piedra de dirección, reaccionando más por reflejo que por un pensamiento consciente, mientras sus ojos, fascinados y horrorizados, seguían fijos en el espantoso mar de lava por el que navegaban.
    —¡Sartán bendito! —murmuró una voz a su espalda—. ¿Qué terrible lugar es éste?
    Haplo dirigió una breve mirada a Alfred.
    —Es cosa de tu pueblo —declaró, y añadió—: Perro, vigílalo.
    El animal, obedientemente, había conducido a Alfred hasta aquel lugar acosándolo y mordisqueándole los tobillos. Al oír a su amo, se echó en la cubierta jadeando de calor y clavó sus ojos inteligentes en el sartán. Este dio un paso hacia adelante y el perro lanzó un gruñido mientras su cola batía la cubierta en gesto de advertencia.
    «No tengo nada personal contra ti —parecía decir la expresión del animal—, pero órdenes son órdenes.» Alfred tragó saliva y permaneció inmóvil, apoyado contra el mamparo con gesto de debilidad.
    —¿Dónde..., dónde estamos? —repitió con un hilo de voz.
    —En Abarrach.
    —El mundo de piedra... ¿Era éste tu destino?
    —¡Por supuesto! ¿Qué esperabas? ¿Creías que soy tan torpe como tú?
    Alfred guardó silencio y observó el terrible panorama exterior.
    —De modo que estás visitando cada uno de los mundos, ¿no? —murmuró por fin.
    Haplo no vio ninguna razón para responder, de modo que continuó callado y concentrado en el pilotaje. Guiar la nave exigía concentración, pues los enormes peñascos aparecían de repente, sin aviso. Pensó si sería mejor alzar el vuelo, pero decidió que no. No podía calcular con precisión la altura del techo de la caverna y el casco resistiría el castigo mucho mejor que el frágil mástil o que la proa de la nave dragón.
    El calor era intenso incluso en el interior de la nave, que tenía la ventaja de contar con la protección de las runas del exterior. La piel de Haplo despedía un fulgor azulado producido por los tatuajes mágicos que lo refrigeraban. El patryn advirtió que Alfred estaba murmurando en voz baja; trazaba runas en el aire con sus manos de dedos ahusados y arrastraba ligeramente los pies, meciendo el cuerpo al ritmo de la magia sartán. El perro jadeaba audiblemente, pero no apartaba los ojos de Alfred ni un solo instante.
    —Supongo que has estado en el segundo mundo —continuó el sartán en voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Lo más normal sería que los recorrieras según el orden en que fueron creados, el orden por el que aparecen en los mapas antiguos. ¿Has..., has encontrado algún rastro de mi..., de mi gente? — inquirió por último, en un susurro tan débil que Haplo le entendió sólo porque sabía por anticipado cuál iba a ser la pregunta.
    El patryn no respondió de inmediato. ¿Qué iba a hacer con Alfred, con aquel sartán, su enemigo mortal?
    La primera intención de Haplo —y éste se asombró de las ganas que tenían sus manos de llevar a cabo lo que pasaba por su mente— fue arrojarlo por la borda al río de magma. Pero matar a Alfred sería ceder a su propio odio y una falta de disciplina que el Señor del Nexo no toleraría. Alfred, un sartán vivo —el único, por lo que Haplo sabía—, era una pieza de extraordinario valor.
    «Mi Señor estará contento con este regalo —pensó Haplo—. Mucho más que con cualquier otra cosa que pudiera llevarle, incluido el informe sobre este mundo infernal. Probablemente, lo mejor sería dar media vuelta y llevarle de inmediato al sartán. Sin embargo...» Sin embargo, aquello significaría volver a entrar en la Puerta de la Muerte y el patryn, aún negándose a reconocer tal debilidad, no podía contemplar tal perspectiva sin sentir profunda alarma. Vio de nuevo las filas y filas de tumbas, conoció de nuevo la muerte de toda esperanza y de toda promesa, experimentó la certidumbre de estar terrible, espantosa, dolorosamente solo...
    Apartó a duras penas de su mente el sueño, o lo que hubiera sido, y maldijo los ojos que le habían hecho verlo. No volvería a hacer la travesía, todavía no; era demasiado pronto. Sería preciso dejar pasar un tiempo. Que las imágenes se difuminaran un poco. Se dijo que sería muy difícil y peligroso hacer dar media vuelta al barco. Era mejor seguir adelante, terminar la misión, explorar aquel mundo y regresar entonces al Nexo. Alfred no iría a ninguna parte sin él, sin duda.
    Haplo observó el rostro perlado de sudor del sartán, sus hombros temblorosos, y se sintió reconfortado. Alfred parecía incapaz de dar un paso sin ayuda, y el patryn juzgó improbable que su enemigo tuviera la fuerza o la habilidad para quitarle el dominio de la nave y escapar.
    Miró a los ojos al sartán y, en lugar de odio o miedo, vio de nuevo comprensión y pena. De pronto, se le ocurrió que tal vez su enemigo no tenía intención de huir.
    Volvió a considerar la idea, pero la descartó. Alfred debía de saber el terrible destino que le aguardaba en manos del Señor del Nexo. Y, si no lo sabía, él mismo se lo explicaría con mucho gusto.
    —¿Decías algo, sartán? —dijo, volviendo la cabeza.
    —Pregunto que si has encontrado a alguien de mi pueblo en Pryan —repitió Alfred en tono humilde.
    —Lo que haya encontrado o dejado de encontrar no es asunto tuyo. Mi Señor decidirá qué le parece que debas saber.
    —¿Volvemos, entonces? ¿Vamos junto a tu Señor?
    Haplo percibió con profunda satisfacción el temblor nervioso de la voz de su amigo. Así pues, Alfred conocía la recepción que lo esperaba, o al menos tenía una vaga idea de ella.
    —No. —Haplo lo dijo con un rechinar de dientes—. Todavía no. Tengo una misión que cumplir y voy a hacerlo. No creo que tengas intención de largarte por ahí sin mí pero, por si se te ocurre intentar darme esquinazo, el perro estará pendiente de ti noche y día.
    El animal, al oír que se referían a él, barrió la cubierta con el rabo y abrió la boca en una gran sonrisa, dejando a la vista unos dientes como cuchillas.
    —Sí, el perro —murmuró Alfred—. Ya sé...
    Haplo se preguntó con irritación a qué se refería el sartán; no le había gustado su tono de voz, que parecía al borde de la compasión cuando el patryn hubiera preferido captar miedo.
    —Sólo una advertencia, sartán. Puedo hacerte, y me encantaría, cosas que no son nada agradables y que no perjudicarían tu utilidad para mi Señor. Haz lo que te digo, apártate de mi camino y te dejaré en paz, ¿entendido?
    —No soy tan débil como pareces considerarme... —replicó Alfred, irguiéndose con aire digno.
    El perro gruñó y alzó la cabeza, bajó las orejas y entrecerró los ojos. El rabo batió los tablones de la cubierta con un ruido amenazador. Alfred se encogió de nuevo, hundiendo los hombros que había erguido por un instante.
    Haplo soltó un bufido de sorna y se concentró en la navegación.
    A lo lejos, por la proa, el río de magma se dividía. Una corriente caudalosa se desviaba a la derecha y otra más pequeña lo hacía a la izquierda. Haplo derivó la nave hacia babor, por la única razón de que era la vía mayor y parecía más fácil y segura.
    —¿Cómo podría nadie vivir en un ambiente tan terrible?
    Alfred, que había formulado la pregunta sin esperar respuesta, para sí mismo, pareció llevarse una considerable sorpresa cuando Haplo respondió.
    —Desde luego, ningún mensch podría hacerlo, pero uno de nuestra raza, sí. No creo que nuestro viaje por este mundo sea muy largo. Si alguna vez hubo vida aquí, debe de haber desaparecido hace mucho.
    —Tal vez Abarrach no fue concebido para ser habitado. Quizá sólo estaba destinado a ser una fuente de energía para los otros... —Alfred se interrumpió súbitamente en mitad de la frase. Haplo soltó un gruñido y lo miró.
    —¿Sí? ¡Continúa!
    —Nada. —El sartán tenía los ojos fijos en sus pies desproporcionados—. Sólo eran divagaciones.
    —Ya tendrás oportunidad de divagar todo lo que quieras cuando volvamos al Nexo. Antes de que mi Señor haya acabado contigo, desearás conocer los secretos del universo y poder revelárselos, hasta el último de ellos.
    Alfred guardó silencio y miró hacia la portilla acristalada. Haplo contempló las riberas negras y peladas a un costado y otro de la nave. Pequeños afluentes del río de magma serpenteaban entre los afloramientos de rocas y desaparecían en las sombras, levemente iluminadas por el fuego. Tal vez conducían a alguna parte, al exterior. Encima de ellos no había otra cosa que roca.
    —Si estamos en el centro de este mundo, en sus entrañas, es posible que exista vida más arriba, en la superficie —apuntó Alfred, haciéndose eco de los pensamientos de Haplo, para gran irritación de éste.
    El patryn pensó si no sería mejor varar la nave y avanzar a pie, pero abandonó de inmediato tal idea. Caminar entre las estalagmitas negras, resbaladizas y empinadas, que reflejaban con un brillo tenue y espectral el resplandor apagado del magma, resultaría difícil y traicionero. No; sería mejor seguir en el río, al menos de momento...
    Llegó a sus oídos una especie de sordo rugido. Una mirada al rostro de Alfred le dijo que el sartán también lo oía.
    —Nos movemos más deprisa —apuntó Alfred, pasándose la lengua por unos labios que debían de estar orlados de sal, a juzgar por el sudor que le resbalaba por las mejillas.
    La velocidad de la nave se incrementó y Haplo vio pasar el magma, cada vez más rápido, como si estuviera impaciente por llegar a algún ignorado destino. El rugido creció en intensidad. Manteniendo las manos en la piedra de dirección, el patryn miró al frente con inquietud y no vio otra cosa que una inmensa negrura.
    —¡Rápidos! ¡Una cascada! —gritó Alfred, y la nave saltó el borde de una gigantesca catarata de lava.
    Haplo se asió a la piedra de dirección y la embarcación inició la caída hacia un inmenso mar de lava fundida, de cuya masa en agitado movimiento surgían grandes rocas, como negras zarpas abiertas para atrapar la minúscula nave que se precipitaba hacia ellas.
    Sacudiéndose de encima la horrorizada fascinación que lo atenazaba, Haplo elevó las manos sobre la esfera de gobierno de la nave y, al hacerlo, las runas de la piedra emitieron un brillo intenso, cegador. Entonces, la magia fluyó por sus alas, poniéndolas en acción, y la nave se elevó. Él Ala de Dragón, como la había bautizado, se desasió del contacto con el magma viscoso y flotó sobre el mar de roca fundida.
    El patryn escuchó detrás de él un gemido y un sonido confuso. Cuando se volvió, el perro estaba incorporado a cuatro patas, ladrando en tono amenazador. Alfred estaba encogido sobre la cubierta, con una palidez mortal en el rostro.
    —Creo que me voy a marear —dijo desmayadamente.
    —¡No se te ocurra devolver aquí! —exclamó Haplo, notando un temblor en sus manos y experimentando también un nudo en el estómago y el amargo regusto de la bilis en la boca. Se concentró en el pilotaje de la nave.
    Al parecer, Alfred también consiguió dominarse, pues el patryn no volvió a oírlo mientras maniobraba para ganar altura, con la esperanza de descubrir que habían salido de la caverna. Conforme se elevaba en la oscuridad, Haplo observó con desazón las formaciones de estalactitas. Éstas tenían un tamaño increíble; algunas medían más de mil brazas de diámetro. Abajo, muy lejos, quedaba el resplandor del mar de magma que se extendía hasta un horizonte rojo sobre negro.
    Llevó de nuevo la nave hacia abajo, cerca de la orilla del mar, pues había distinguido a babor un objeto que penetraba en el magma y que parecía obra de la mano del hombre. Sus líneas eran demasiado rectas y regulares para ser producto de la naturaleza, por mucho que ésta fuera guiada por la magia. Al llegar un poco más cerca, Haplo observó lo que parecía un embarcadero, que se extendía desde la orilla hasta el océano de lava.
    El patryn descendió todavía más y estudió detenidamente la extraña formación, tratando de obtener una visión clara.
    —¡Mira! —exclamó Alfred, sentándose erguido y señalando algo. El perro, sobresaltado, emitió un gruñido—. ¡Ahí, a tu izquierda!
    Haplo volvió la cabeza imaginando que estaban a punto de chocar con una estalactita, pero no vio nada delante de él y tardó unos instantes en determinar qué le señalaba el sartán.
    A lo lejos se observaban bancos de nubes, creados por el encuentro del calor extremo del mar de magma y el aire frío de la parte superior de la inmensa caverna. En las nubes, arrastradas por el viento, se abrían algunos claros y entonces se hacían visibles mil y un pequeños puntos de luz que titilaban como estrellas.
    Pero no podía tratarse de estrellas, en aquel mundo subterráneo.
    El último velo de nubes se rasgó en jirones y, por fin, Haplo logró ver con claridad de qué se trataba. Repartidos por las planicies en terrazas, lejos del mar de magma, se alzaban los edificios y torres de una ciudad enorme.
    CAPÍTULO 10
    PUERTO SEGURO, ABARRACH
    —¿Adonde conduces la nave? —quiso saber Alfred.
    —Voy a amarrar en ese muelle, o lo que quiera que sea eso de ahí —respondió Haplo, dirigiendo la vista a la ventana con un gesto de la barbilla.
    —¡Pero si la ciudad está en la orilla contraria!
    —Precisamente.
    —Entonces, ¿por qué no...?
    —No me explico cómo has podido sobrevivir tanto tiempo, sartán. Supongo que se debe a esa costumbre tuya de desmayarte. ¿Qué harías tú? ¿Precisamente ante las puertas de una ciudad extraña, sin saber quién la habita, y pedir educadamente a sus moradores que te dejen entrar? ¿Qué les dirías cuando te preguntasen de dónde vienes, qué haces aquí y por qué quieres entrar en la ciudad?
    —Les diría... esto... Está bien, supongo que tienes razón en este punto — concedió Alfred débilmente—. De todos modos, ¿qué conseguiremos amarrando la nave donde tú dices? — reguntó, haciendo un gesto vago—. Quienquiera que viva en ese lugar espantoso —el sartán no pudo evitar un escalofrío— se hará esas mismas preguntas.
    —Tal vez. —Haplo dirigió una mirada penetrante y escrutadora al lugar donde pensaba posar la embarcación—. O tal vez no. Echa un vistazo, con cuidado.
    Alfred dio un paso hacia la portilla acristalada. El perro emitió un gruñido, irguió las orejas y descubrió los dientes. El sartán se detuvo al instante.
    —Está bien, perro. Deja que se acerque. Limítate a vigilarlo —ordenó Haplo al animal, que volvió a tumbarse sobre la cubierta sin apartar del sartán sus ojos de mirada inteligente.
    Alfred cruzó con torpeza la cubierta, mirando de reojo al animal. El leve balanceo de la nave hizo que el sartán trastabillara. Haplo meneó la cabeza y se preguntó qué diablos iba a hacer con Alfred mientras exploraba aquel mundo. Alfred llegó hasta el mirador sin graves contratiempos y, apoyado en el cristal, observó el exterior.
    La nave descendió en espiral por los aires hasta posarse con suavidad en el magma, donde quedó flotando sobre las olas viscosas de roca fundida.
    El embarcadero había sido tallado en lo que una vez había sido un afloramiento natural de obsidiana que penetraba en el mar de magma. Otros edificios de factura humana, excavados en la misma roca, se alzaban frente al muelle al otro lado de una tosca calle.
    —¿Ves alguna señal de vida? —preguntó Haplo.
    —No observo el menor movimiento —respondió Alfred, mirando detenidamente— . Ni en los muelles ni en la ciudad. Somos la única embarcación a la vista. El lugar está desierto.
    —Sí, tal vez. Nunca se sabe. Esto podría ser el equivalente a la noche en este mundo. Podría ser que todo el mundo durmiera. Pero, al menos, no hay vigilancia.
    Con un poco de suerte, seré yo quien haga las preguntas.
    Haplo aproximó la nave dragón al muelle y su mirada escrutó la pequeña población tallada en la roca. Más que un pueblo, decidió por fin, parecía una zona portuaria de carga. La mayoría de los edificios tenía aspecto de almacenes, aunque aquí y allá había algunos que podían ser tiendas o tabernas.
    ¿Quién podía navegar por aquel océano espantoso, letal para cualquiera salvo para los protegidos por una magia poderosa, como la suya? Aquel mundo extraño y ominoso despertaba en él una gran curiosidad, mayor de la que había sentido por los mundos que había visitado antes, cuyas características recordaban bastante a las del suyo.
    No obstante, seguía sin saber qué hacer con Alfred. Al parecer, el sartán compartía sus pensamientos, pues Haplo lo oyó preguntar en tono sumiso:
    —¿Que vas a hacer conmigo?
    —Lo estoy pensando —murmuró el patryn, fingiendo estar absorto en la delicada maniobra de amarre aunque, en realidad, la nave era gobernada por la magia de las runas de la piedra de dirección.
    —No quiero quedarme aquí. Iré contigo.
    —La decisión no es cosa tuya. Harás lo que yo te diga y basta, sartán. Y, si digo que te quedes aquí con el perro para vigilarte, aquí te quedas. De lo contrario, lo lamentarás.
    Alfred movió la cabeza calva lentamente, con aire de serena dignidad.
    —No me amenaces, Haplo. La magia sartán es diferente de la patryn, pero tiene las mismas raíces y es igual de poderosa. Yo no he utilizado mi magia con la misma frecuencia con que las circunstancias te han obligado a ti a emplear la tuya. Pero soy más viejo y estarás de acuerdo conmigo en que cualquier tipo de magia se potencia y refuerza con la edad y el conocimiento.
    —¿De acuerdo? ¿Estar de acuerdo? —repitió Haplo con una risilla burlona, aunque su mente evocó al instante a su Señor, cuya edad era insondable, y al enorme poder que había acumulado.
    Echó un vistazo a su enemigo, al representante de una raza que había sido la única fuerza en el universo capaz de poner coto a la desmedida ambición de los patryn, a su justa aspiración de hacerse con el dominio completo y absoluto sobre los vacilantes sartán y sobre los pendencieros mensch, de comportamiento caótico.
    Alfred no parecía un enemigo muy formidable. Su rostro apacible indicaba, a juicio del patryn, una personalidad débil y blanda. Su porte, con los hombros hundidos, daba a entender una actitud servil, ovejuna. Haplo ya sabía que el sartán era un cobarde. Peor aún, Alfred iba vestido con una indumentaria apropiada sólo para una sala real: una levita raída, unos calzones ceñidos, atados a las rodillas con unos lazos de ralo terciopelo negro, un pañuelo de cuello con bordados, un gabán de amplias mangas y unos zapatos adornados con hebillas. Pese a ello, Haplo había visto a aquel tipo, a aquel débil ejemplar de sartán, paralizar con un hechizo a un dragón merodeador mediante unos simples movimientos de aquel cuerpo tan torpe.
    Haplo no tenía ninguna duda de quién vencería en un enfrentamiento entre los dos y supuso que Alfred tampoco la tendría, pero una lucha de aquellas características le haría perder tiempo y las armas mágicas de combate que emplearían dos seres como ellos, lo más parecido a dioses que podría concebir un mensch, anunciarían sin duda su presencia a cualquier ser que estuviera al alcance de la vista o del oído.
    Además, después de reflexionar, Haplo llegó a la conclusión de que no tenía un especial interés en dejar al sartán a bordo. El perro no dejaría respirar siquiera a Alfred, si así se lo ordenaba. Pero a Haplo no le había gustado el comentario del sartán acerca del animal. «Sí, el perro, ya sé», había dicho. ¿Qué era lo que sabía?
    ¿Qué era lo que había que saber? El perro era un perro. Nada más, salvo que el animal le había salvado la vida en una ocasión.
    El patryn amarró la nave en el muelle silencioso y vacío y se mantuvo alerta, casi convencido de que pronto aparecería alguien a recibirlos. Un funcionario interesado en saber qué los llevaba allí, o algún paseante ocioso que contemplara la arribada con curiosidad.
    Siguió sin ver a nadie. Haplo sabía poco de muelles y dársenas pero interpretó aquella soledad como una mala señal. O todo el mundo estaba profundamente dormido y totalmente desinteresado de lo que sucedía en el muelle o bien el pueblo, como había apuntado Alfred, estaba desierto. Y los pueblos desiertos solían estarlo por alguna razón, y tal razón no solía ser nada bueno.
    Una vez amarrada la nave, Haplo desactivó la piedra de dirección y la colocó de nuevo sobre el pedestal mientras el brillo de sus runas iba apagándose. A continuación, inició los preparativos para desembarcar. Revolviendo entre su equipaje, encontró un rollo de tela blanca y empezó a vendarse meticulosamente las manos y las muñecas, ocultando las runas tatuadas en su piel.
    Los tatuajes cubrían casi todo su cuerpo, que mantenía siempre tapado bajo una gruesa indumentaria: blusa de manga larga, un largo manto de cuero, pantalones de piel con las perneras por dentro de unas botas altas, también de cuero, y un pañuelo atado en torno al cuello. Ningún signo mágico adornaba su rostro torvo, de mandíbula cuadrada y recién afeitado, ni las palmas de sus manos o las plantas de sus pies, pues la magia de las runas podía afectar a los procesos mentales y a la percepción de los sentidos físicos; el tacto, la vista, el oído, el olfato...
    —Permíteme una curiosidad —dijo Alfred, observando con interés las maniobras de su interlocutor—. ¿Por qué te molestas en camuflarte? Hace siglos que..., que...
    —titubeó, sin saber cómo continuar.
    —¿...que nos encerrasteis en esa cámara de torturas que llamabais prisión? — completó la frase Haplo, lanzando una fría mirada al sartán. Éste bajó la cabeza.
    —No sabía... No me había dado cuenta. Ahora sí. Ahora lo comprendo. Y lo lamento.
    —¿Comprender? ¿Cómo vas a entender nada sin haber estado allí? —Haplo hizo una pausa y se preguntó de nuevo, incómodo, dónde habría estado Alfred durante la travesía de la Puerta de la Muerte—. Que lo lamentas... Eso seguro, sartán. Ya veremos el tiempo que duras en el Laberinto. Y, para responder a tu pregunta, la razón de que me camufle es que ahí fuera puede haber gente (como tú, por ejemplo) que recuerde a los patryn. Y mi Señor no quiere que nadie los recuerde.
    Al menos, por el momento...
    —Podría haber otros como yo, que se acordarían de vosotros e intentarían deteneros. Es eso a lo que que te refieres, ¿verdad? —Alfred exhaló un suspiro—.
    No seré yo quien pueda. Estoy solo y, por lo que deduzco, vosotros sois muchos.
    Cuando estuviste en Pryan, no encontraste rastro de que alguno de los míos viviera, ¿verdad?
    Haplo lanzó una mirada penetrante al sartán, sospechando algún truco aunque no lograba imaginar cuál. Por un instante, volvió a ver las hileras de tumbas con sus jóvenes cadáveres bajo los cristales. Adivinó la búsqueda desesperada que había llevado a cabo Alfred por todos los rincones de Ariano, desde los reinos altos de los hechiceros autoproscritos hasta los territorios inferiores de los casi esclavos gegs, y experimentó de nuevo la terrible pena de llegar a la conclusión de que sólo él había sobrevivido, de que su raza y todos sus sueños y planes habían muerto.
    ¿Qué había salido mal? ¿Cómo podían haberse consumido hasta desaparecer unos seres casi divinos? Y, si un desastre semejante podía sucederles a los sartán, ¿era posible que se produjera también entre los patryn?
    Molesto, Haplo apartó de su mente tal pensamiento. Los patryn habían sobrevivido en una tierra decidida a matarlos, lo cual demostraba que siempre habían tenido razón. Ellos eran los más fuertes, los más inteligentes, los más adecuados para mandar.
    —En efecto, no encontré el menor rastro de los sartán en Pryan —repuso Haplo—, excepto una ciudad construida por ellos.
    —¿Una ciudad? —repitió Alfred, esperanzado.
    —Abandonada. Hace mucho. Dejaron un mensaje que hablaba de que una fuerza de algún tipo los obligaba a marcharse.
    Alfred pareció desconcertado.
    —¡Pero eso es imposible! —musitó—. ¿Qué clase de fuerza podría ser? No existe ninguna, salvo quizá la vuestra, que pueda destruirnos o tan siquiera intimidarnos.
    Haplo se vendó la mano diestra y miró al sartán con aire ceñudo. Alfred parecía sincero, pero Haplo había viajado con él por Ariano y sabía que no era tan ingenuo como parecía. Alfred había descubierto que Haplo era un patryn mucho antes de que éste averiguara su condición de sartán.
    Si Alfred sabía algo de una fuerza semejante, no parecía dispuesto a decirlo. Ya se encargaría de sacárselo el Señor del Nexo.
    Terminó de colocarse los extremos de las vendas bajo los puños cerrados de la blusa y llamó con un silbido al perro, que se levantó de un brinco, impaciente.
    —¿Estás listo, sartán?
    Alfred parpadeó, sorprendido, antes de responder:
    —Sí, estoy preparado. Por cierto, ya que hablamos en el idioma humano, tal vez será mejor que me llames por mi nombre, en lugar de «sartán».
    :—¿Qué? ¡Yo no llamo por un nombre ni siquiera al perro, y ese animal significa para mí mucho más que tú!
    —Puede haber quien recuerde a los sartán, además de a los patryn.
    Haplo se mordió el labio inferior y reconoció que su interlocutor tenía razón.
    —Está bien, Alfred —hizo que el nombre sonara a insulto—. Aunque no creo que te llames así de verdad, ¿me equivoco?
    —No. Es un nombre supuesto, en efecto. Al contrario que el tuyo, mi verdadero nombre sonaría muy extraño a los mensch.
    —¿Cómo te llamas, entonces? ¿Cuál es tu nombre sartán? Por si te interesa, te diré que sé hablar en tu idioma, aunque no me gusta hacerlo.
    —Si es cierto que dominas nuestra lengua —Alfred se puso más erguido—, sabrás que pronunciar nuestro nombre es pronunciar las runas e invocar el poder de éstas. Por lo tanto, nuestro verdadero nombre sólo lo conocemos nosotros y quienes nos aman. Sólo un sartán puede pronunciar el nombre de otro sartán. Igual que tu nombre —Alfred alzó uno de sus dedos finos y largos y apuntó con él al pecho de Haplo— está marcado en tu piel y sólo puede ser leído por aquellos a quienes amas y en quienes confías. Yo también hablo tu lengua, ¿sabes? aunque tampoco me gusta.
    —¡Amar! —replicó Haplo con un bufido—. ¡Nosotros no amarnos a nadie! El amor es el mayor peligro que existe en el Laberinto, ya que todo cuanto uno ame tiene encima una muerte segura. En cuanto a confiar, hemos tenido que aprender a hacerlo. Esa prisión vuestra nos ha enseñado mucho al respecto. Hemos tenido que confiar los unos en los otros porque era el único medio de sobrevivir. Y, hablando de supervivencia, supongo que querrás asegurarte de que no me pase nada, a menos que creas que puedes pilotar la nave de regreso a través de la Puerta de la Muerte.
    —¿Y qué sucede si mi supervivencia depende de ti?
    —No te preocupes por eso. Me ocuparé de que no te suceda nada. Aunque no creo que me lo agradezcas más adelante.
    Alfred echó un vistazo a la piedra de gobierno y a los signos mágicos grabados en ella. Una por una, reconocía todas las runas, pero estaban distribuidas en diseños muy distintos de los que él conocía. Los idiomas elfo y humano también utilizaban un alfabeto con las mismas letras, se dijo, pero las dos lenguas eran muy diferentes. Y, aunque supiera hablar el idioma patryn, Haplo tuvo la seguridad de que el sartán era incapaz de utilizar la magia patryn.
    —No —respondió Alfred—. Me temo que no sabría pilotar la nave.
    Haplo soltó una breve carcajada de ironía y empezó a dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo bruscamente. Volviéndose, levantó una mano en gesto de advertencia.
    —Y no se te ocurra probar conmigo ese truco de desmayarse. No me hago responsable de lo que suceda si vuelves a perder el sentido.
    —Me temo que no puedo controlar esas pérdidas de conocimiento —respondió Alfred, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Bueno, al principio podía; las empleaba para disfrazar mi magia, como tú utilizas esas vendas. ¿Qué iba a hacer, si no? Igual que en tu caso, yo tampoco podía revelar mi condición de semidiós pues todo el mundo habría querido utilizarme. Los elfos habrían querido que matara a los humanos, éstos me habrían pedido que acabara con los elfos... y todos los tipos codiciosos, de cualquier raza, me habrían insistido para que les proporcionara riquezas.
    —De modo que optaste por recurrir a los desmayos.
    —Sí —Alfred alzó las manos y las contempló detenidamente—. La primera vez fue cuando me asaltaron unos ladrones. Podría haberlos borrado del mapa con una sola palabra. Podría haberlos convertido en bloques de piedra. Podría haber fundido sus pies con el pavimento o hacerlos objeto de un hechizo irreversible..., pero con ello habría dejado una huella indeleble en el mundo, y me entró miedo. No de ellos, sino de lo que podía hacerles con mi magia. La confusión mental y la angustia que experimenté fueron tan intensas que mi mente no pudo soportarlas. Cuando volví en mí, supe cómo había resuelto el dilema. Sencillamente, me había desmayado.
    Los ladrones se habían llevado lo que querían y me habían dejado en paz. Pero ahora no puedo controlar esas pérdidas de conciencia. Simplemente... suceden.
    —Estoy seguro de que puedes hacerlo. Lo que sucede es que no quieres. Has convertido ese número espectacular en una salida fácil. —El patryn señaló con un gesto el llameante mar de lava que emitía su calor y su resplandor en torno al casco de la nave—. ¡Pero si te sobreviene en este mundo donde nos encontramos ahora y caes a uno de esos charcos de magma incandescente, será la última vez que montes ese truco!
    Haplo se volvió y añadió, en tono terminante:
    —¡Vamos, perro! ¡Y tú también, Alfred!
    CAPÍTULO 11
    PUERTO SEGURO, ABARRACH
    Haplo dejó la nave amarrada al muelle, flotando en el aire sobre el magma gracias a la magia. No lo inquietaba que pudiera sucederle algo a la embarcación, pues las runas de protección la defendían mejor de lo que pudiera hacerlo él mismo y no permitirían que nadie subiera a bordo durante su ausencia. Aunque parecía improbable que alguien fuera a intentarlo. Nadie se acercó a la nave, ningún funcionario del puerto les requirió qué los llevaba allí, ningún buhonero corrió a ofrecerles sus mercancías, ni apareció marinero alguno a observar con aire ocioso qué aspecto tenían los recién llegados.
    El perro saltó de la cubierta al muelle. Haplo lo siguió y aterrizó casi con la misma ligereza y sigilo que el animal. Alfred remoloneó en cubierta, presa del nerviosismo, deambulando arriba y abajo.
    Haplo, exasperado, estaba a punto de dejar allí al sartán cuando, en un gesto de desesperado valor, Alfred se lanzó al aire agitando brazos y piernas y fue a caer como un fardo sobre el embarcadero de roca. Tardó varios segundos en reaccionar, tras las cuales se palpó y se miró como si tratara de determinar dónde tenía cada extremidad y se confundiera con ellas. Haplo lo observó, divertido a medias e irritado por completo, y sintió el impulso de ayudar al torpe sartán aunque sólo fuera para apresurar la marcha. Por fin, Alfred se recuperó, comprobó que no tenía ningún hueso roto y echó a andar junto a Haplo y el perro.
    Avanzaron lentamente por el embarcadero y Haplo se tomó su tiempo en investigaciones. En un momento determinado, se detuvo a inspeccionar en detalle varios fardos apilados en los muelles. El perro los olisqueó y Alfred los observó con curiosidad.
    —¿Qué crees que son?
    —Materias primas de alguna clase —respondió Haplo, tocando uno de los fardos con cautela—. Algo fibroso y blando. Tal vez se utilice para fabricar tejidos... —Hizo una pausa, se inclinó más cerca del fardo, casi como si lo olfateara a imitación del perro. Después, se incorporó y dijo a Alfred, señalando algo—: ¿Qué opinas de esto?
    El sartán pareció bastante sorprendido de que el patryn se dirigiera a él de aquella manera, pero se inclinó a su vez, entrecerrando sus ojos apacibles y mirando distraídamente donde le indicaba.
    —¿Qué...? No sé qué...
    —Fíjate bien. Las marcas del costado de los fardos. Alfred acercó la nariz al lugar que decía, dio un respingo, palideció ligeramente y dio un paso atrás.
    —¿Y bien? —inquirió Haplo.
    —Yo... no estoy seguro.
    —¡Claro que sí!
    —Las marcas están borrosas y resultan difíciles de leer.
    Haplo movió la cabeza en gesto de negativa y continuó adelante al tiempo que lanzaba un silbido al perro, el cual creía haber encontrado una rata y estaba hurgando frenéticamente bajo uno de los fardos.
    El pueblo de obsidiana estaba sumido en un silencio opresivo, cargado de malos presagios. No había niños corriendo por la calle ni cabezas asomadas a las ventanas. Sin embargo, era evidente que un día había estado rebosante de vida, por imposible que pudiera parecer esto en la proximidad del mar de magma cuyo calor y vapores debían de ser letales para cualquier mortal.
    Para cualquier mortal corriente. No para unos semidioses.
    Haplo continuó la inspección de los diversos objetos y bultos apilados en el muelle. De vez en cuando, se detenía y miraba con más atención algo en concreto; entonces, se volvía a Alfred y lo señalaba en silencio. El sartán estudiaba el objeto, miraba a Haplo y se encogía de hombros con una mueca de perplejidad.
    Los dos recién llegados penetraron en las calles del pueblo. Nadie salió a saludarlos, a darles la bienvenida o a amenazarlos. Para entonces, Haplo ya estaba seguro de que no aparecería nadie. Un escozor de ciertas runas de su piel lo habría alertado de la presencia de cualquier ser vivo, pero su magia sólo estaba ocupada en mantener su cuerpo frío y en filtrar ciertos componentes nocivos del aire que respiraba. Alfred parecía nervioso, pero el sartán habría parecido nervioso incluso en una guardería infantil.
    Dos preguntas rondaban por la cabeza de Haplo: quién había vivido allí, y por qué ya no quedaba nadie.
    La población constaba de una serie de edificios excavados en la negra roca, formando una única calle. Una de las edificaciones, frente al embarcadero, lucía en las ventanas unos cristales gruesos y toscos. Haplo miró a través de ellos. A lo largo de las paredes, una serie de globos bañaban con una luz suave y cálida una gran sala llena de mesas y sillas. Una posada, tal vez.
    La puerta de la posada estaba confeccionada con una especie de hierba entretejida, áspera y resistente, que recordaba el cáñamo. Esta fibra había sido cubierta con una gruesa capa de una resina satinada que la hacía lisa e impermeable. Haplo encontró la puerta entreabierta, no en señal de bienvenida sino como si el propietario hubiera abandonado el lugar con tantas prisas que se hubiera descuidado de cerrarla.
    Haplo se disponía a entrar para investigar cuando llamó su atención una marca en la puerta. La estudió con detalle y la duda que daba vueltas en su mente se convirtió en firme certeza. No dijo nada; se limitó a señalar la marca con el dedo muy tieso.
    —En efecto —asintió Alfred sin alzar la voz—. Una estructura rúnica.
    —Una estructura rúnica sartán —lo corrigió Haplo con aspereza.
    —Unas runas sartán degeneradas, o tal vez el calificativo más adecuado sería «alteradas». No puedo pronunciarlas, ni utilizarlas. —Con la cabeza ladeada y los hombros encogidos, Alfred tenía un insólito parecido con una tortuga asomando de su caparazón—. Y tampoco puedo explicarlas.
    —Es la misma estructura que hemos visto en los fardos.
    —No sé cómo puedes estar seguro. —Alfred seguía sin comprometerse en sus respuestas— Las de esos bultos estaban casi borradas...
    Haplo se acordó de Pryan y de la ciudad de los sartán que había descubierto allí.
    En aquella ciudad también había visto runas, aunque no en las posadas. Las hospederías de Pryan tenían rótulos en humano, en elfo y también en el idioma de los enanos. Recordó entonces que el enano —¿cómo se llamaba el tipejo?— había demostrado tener algunos conocimientos de la magia rúnica, pero rudimentarios y casi infantiles. Cualquier niño sartán de tres años habría derrotado al enano de Pryan en un concurso de adivinación de runas.
    Por degenerada o alterada que estuviera, aquella estructura rúnica era compleja.
    Consistía en unas runas de protección de la posada y de buenos augurios para quienes entraban. Por fin, Haplo había dado con lo que andaba buscando, con lo que temía encontrar: el enemigo sartán. Y, a juzgar por las apariencias, se hallaba en mitad de una civilización entera de tales enemigos.
    Estupendo. Sencillamente magnífico.
    Haplo entró en la posada y sus botas avanzaron sin hacer ruido sobre el suelo alfombrado.
    Alfred se deslizó tras él y miró a su alrededor con asombro.
    —¡No sé quién habría aquí pero, desde luego, se marchó a toda prisa! — murmuró.
    Haplo estaba de mal humor y no tenía ganas de conversación. Prosiguió su investigación en silencio, examinó las lámparas y lo sorprendió comprobar que no tenían mecha. Un estrecho tubo que sobresalía de la pared expelía un chorro de gas que se quemaba en una llamita luminosa. Haplo apagó la llama de un soplido, olfateó el gas y arrugó la nariz. Si uno lo respiraba demasiado tiempo sin la protección de la magia, podía morir sin apenas darse cuenta.
    Escuchó un ruido y volvió la cabeza. Alfred, en un gesto automático e impulsivo, acababa de enderezar una silla que había encontrado volcada en el suelo. El perro olisqueó un pedazo de carne caído bajo una mesa.
    Dondequiera que Haplo dirigiese la mirada, aparecían nuevas estructuras rúnicas de los sartán.
    —No hace mucho tiempo que los tuyos han desaparecido de aquí —comentó, advirtiendo la amargura de su tono de voz y esperando que ocultara el nudo de temor, rabia y desesperación que sentía retorcerse en sus entrañas.
    —¡No digas eso! —protestó Alfred. ¿Acaso trataba de no dar demasiado pábulo a sus esperanzas? ¿O tal vez sonaba, más bien, tan asustado como Haplo?—. No tenemos otras pruebas que...
    —¡No me vengas con ésas! ¿Crees que los humanos podrían vivir mucho tiempo en esta atmósfera tóxica, por muy avanzados que sean sus conocimientos de la magia? ¿Podrían hacerlo los elfos, o los enanos? ¡No! El único pueblo capaz de sobrevivir aquí es el tuyo.
    —O el tuyo —lo corrigió Alfred.
    —Sí, claro. Pero los dos sabemos que esto último es imposible.
    —No sabemos nada. Podría ser que los mensch vivieran aquí, que se adaptaran con el tiempo...
    Haplo se volvió, lamentando haber iniciado la conversación.
    —De nada sirve hacer suposiciones —dijo—. Probablemente, no tardaremos en descubrir lo que pasó. No hace mucho tiempo que los habitantes de este lugar, fueran quienes fuesen, lo abandonaron.
    —¿Cómo puedes estar seguro?
    Como respuesta, el patryn sostuvo en alto una hogaza de pan que acababa de partir.
    —Observa —indicó a Alfred—. Está duro por fuera, pero el centro aún está blando. Si llevara mucho tiempo aquí, todo el pan estaría duro. Y la hogaza no lleva ninguna runa de conservación, de modo que tenían pensado comérsela, no guardarla.
    —Ya veo. —Alfred estaba admirado—. Jamás se me habría ocurrido...
    —En el Laberinto, uno aprende a buscar indicios e interpretarlos. Quién no lo hace, no sobrevive. El sartán, incómodo, cambió de tema.
    —¿Por qué se marcharían? ¿Qué crees que sucedió?
    —Yo diría que una guerra —respondió Haplo, levantando una copa llena de vino y acercándola a la nariz. El contenido tenía un olor horrible.
    —¡Una guerra! —El tono de desconcierto de Alfred llamó de inmediato la atención del patryn.
    —Sí, pensándolo bien resulta extraño, ¿verdad? Vosotros, los sartán, os enorgullecéis de encontrar soluciones pacíficas a los problemas, ¿verdad? Pues bien —continuó, encogiéndose de hombros—, todo me lleva a pensar que la causa es ésa.
    —No entiendo...
    Haplo hizo un gesto de impaciencia con la mano.
    —La puerta entreabierta, la sillas caídas, la comida sin terminar, la ausencia de barcos en el puerto...
    —Me temo que sigo sin entender.
    —Una persona que abandona su propiedad esperando volver cierra y asegura la puerta para encontrarla como la ha dejado. Una persona que huye de su casa porque le va en ello la vida, lo deja todo como está. Además, la gente que estaba aquí huyó en mitad de una comida, dejando tras de sí objetos que suelen guardarse o llevarse: platos, cubiertos, jarras, botellas... Botellas llenas, por cierto. Seguro que, si subes al piso de arriba, encontrarás aún la mayor parte de su ropa en las habitaciones. Les llegó un aviso de peligro y todos se apresuraron a abandonar el lugar.
    Alfred abrió unos ojos como platos, presa de un súbito espanto mientras la imagen que le describía Haplo iba abriéndose paso en su mente con una luz malsana.
    —Pero... si lo que dices es cierto..., lo que los haya atacado a ellos...
    —...nos atacará a nosotros —terminó la frase Haplo. Se sentía más alegre. Alfred tenía razón: aquello no podía ser cosa de los sartán. Por lo que conocía de su historia, éstos no habían hecho jamás la guerra a nadie, ni siquiera a sus enemigos más temidos. Habían encerrado a los patryn en una cárcel, en una prisión mortal, pero, según los propios patryn, aquella prisión había tenido como objeto original rehabilitar, y no matar, a sus internos.
    —Y, si se han marchado con tantas prisas, la causa de su huida no puede andar muy lejos. —Alfred echó una nerviosa ojeada por la ventana—. ¿No deberíamos continuar la marcha?
    —Sí, supongo que sí. No hay mucho más que descubrir, por aquí.
    Pese a su torpeza, el sartán podía moverse con bastante rapidez, cuando quería.
    El fue el primero en llegar a la puerta, antes incluso que el perro. Ganó precipitadamente la calle y ya estaba a medio camino del muelle, corriendo entre traspiés hacia la nave, cuando se dio cuenta de que estaba solo. Dio media vuelta y llamó a Haplo, que se encaminaba en dirección contraria, hacia el otro extremo del pueblo.
    El grito de Alfred arrancó un eco estentóreo de los silenciosos edificios. Haplo no hizo caso y continuó caminando. El sartán se encogió y reprimió otro grito. Luego, se lanzó a un trotecillo, tropezó con sus propios pies y cayó de bruces. El perro lo esperó, por orden de Haplo. Finalmente, Alfred llegó a su altura.
    —Si lo que dices resulta cierto —dijo entre jadeos, casi sofocado por el esfuerzo—, el enemigo debe de estar ahí delante.
    —Lo está —respondió Haplo con frialdad—. Mira.
    Alfred lo hizo y vio un charco de sangre reciente, una lanza rota y un escudo. Se pasó una mano temblorosa por la calva, en gesto nervioso, y murmuró:
    —Entonces..., ¿entonces, por qué quieres ir por ahí?
    —Para encontrarlo.
    CAPITULO 12
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    La calle estrecha que tomaron Haplo y su reacio acompañante se estrechó hasta terminar entre gigantescas estalagmitas que se alzaban en torno a la base de un acantilado de obsidiana de paredes cortadas a pico. El mar de magma lamía perezosamente su pie y la roca emitía un brillante reflejo bajo la tenue luz. La pared del acantilado se alzaba hasta perderse entre las sombras cargadas de vapor.
    Por allí no podía venir hacia ellos ningún ejército.
    Haplo dio media vuelta y observó una amplia llanura tras la pequeña población portuaria. No alcanzó a ver gran cosa, pues buena parte de la planicie quedaba envuelta en las sombras de aquel mundo que no conocía otro sol que el de su propio núcleo. Sin embargo, a veces, un río de lava se desviaba del curso principal y se extendía hacia la enorme llanura rocosa. Al reflejo de su luz, el patryn vio desiertos de fango burbujeante y viscoso, montañas volcánicas de rocas retorcidas y angulosas y, sobre todo, unas extrañas columnas cilindricas de inmensas dimensiones que se alzaban hasta la oscuridad.
    —Obra de una mano inteligente —pensó Haplo y, demasiado tarde, se dio cuenta de que había pronunciado la frase en voz alta.
    —Sí —respondió Alfred, volviendo la cabeza hacia arriba hasta casi caer de espalda. Recordando lo que había dicho Haplo de caerse a un charco, el sartán bajó la cabeza y se apresuró a recuperar el equilibrio—. Seguramente llegan hasta el techo de esta enorme cavidad, pero... ¿por qué? Es evidente que la cueva no necesita esas columnas como apoyo.
    Nunca, ni en sus momentos de imaginación más desbordante, había soñado Haplo que un día se vería conversando sobre formaciones geológicas como un sartán en un mundo infernal. No le gustaba hablar con Alfred, ni escuchar su voz aguda y quejumbrosa, pero esperaba infundirle una sensación de seguridad por medio de la conversación. Quería conducirlo a temas que quizá dieran lugar a un desliz, a revelar lo que pudiera ocultar acerca de los sartán y de sus planes.
    —¿Has visto imágenes o leído historias sobre este mundo? —inquirió el patryn.
    Utilizó un tono despreocupado, sin mirar siquiera a Alfred, como si la respuesta de éste lo trajera sin cuidado.
    El sartán, en cambio, le dirigió una rápida mirada y se pasó la lengua por los labios. La verdad es que era malísimo mintiendo.
    —No.
    —Pues yo, sí. Mi Señor descubrió unos dibujos de todos los mundos, que dejasteis olvidados cuando nos abandonasteis a nuestra suerte en el Laberinto.
    Alfred quiso decir algo, pero se contuvo y guardó silencio.
    —Este mundo de piedra que creó tu gente parece un queso habitado por ratones —continuó Haplo—. Está lleno de cavernas como ésta. Son unas cavidades tan enormes que una sola de ellas podría contener fácilmente a toda la nación elfa de Tribus. Túneles y cuevas recorren todo el mundo de piedra entrecruzándose, descendiendo en pendiente y ascendiendo en espiral. Ascendiendo... ¿adonde?
    ¿Qué hay en la superficie?
    —Haplo contempló las torres cilindricas que se perdían en las tinieblas de las alturas—. ¿Qué hay en la superficie, sartán?
    —Creía que ibas a llamarme por mi nombre —protestó Alfred sin alzar la voz.
    —Lo haré cuando no quede más remedio —gruñó Haplo—. Me deja un regusto desagradable.
    —Para responder a tu pregunta, no tengo la menor idea de qué pueda haber en la superficie. Tú sabes mucho más que yo respecto a este mundo. —A Alfred le brillaron los ojos al imaginar las posibilidades—. Sin embargo, se me ocurre que...
    Haplo alzó la mano en gesto de alarma.
    —¡Silencio!
    Recordando el peligro que corrían, Alfred fue presa de una palidez mortal y se quedó paralizado donde estaba, temblando de pies a cabeza. Haplo se encaramó con sigilo y facilidad a las rocas, teniendo cuidado de no desprender ningún guijarro que pudiera hacer ruido al caer y descubriera su presencia. El perro, con el mismo tiento que su amo, se adelantó a éste con las orejas erectas y el pelaje del cuello erizado.
    Haplo descubrió que la prolongación de la calle no terminaba, como había creído, junto a la pelada pared de roca. Encontró un sendero que corría entre las estalagmitas a lo largo de la base del farallón. Alguien había llevado a cabo un intento torpe y apresurado de destruir el sendero o, al menos, de retrasar el avance de quien pudiera transitar por él a continuación. Delante de él se había apilado un montón de rocas para ocultarlo. Los charcos de lava fundida hacían muy peligroso un resbalón, pero Haplo escaló el montón de rocas detrás del perro, que parecía tener un talento extraordinario para escoger el lugar más seguro para su amo.
    Alfred se quedó donde estaba, sin dejar de temblar. Haplo habría jurado que llegaba hasta sus oídos el castañeteo de dientes del sartán.
    Tras salvar el último obstáculo de rocas, el patryn se encontró en la boca de otra caverna. La entrada, en un enorme arco, quedaba invisible desde abajo, pero se observaba claramente desde el lado del mar. Un río de magma fluía hacia el interior de la caverna. El camino continuaba junto a una de sus orillas, siguiendo su curso hacia el seno de la oquedad iluminada por la lava.
    Haplo se detuvo junto a la boca de la caverna y aguzó el oído. Los sonidos que había captado antes resultaban más claros desde allí. Eran voces, cuyo eco resonaba en la cueva. Un número considerable de gente, a juzgar por el estruendo que se producía en algunos momentos, aunque en otros todas las voces callaban y una sola continuaba hablando. El eco deformaba las palabras y no logró identificar qué idioma usaban, pero la cadencia no le sonó desconocida. Desde luego, no se parecía a ninguno de los dialectos elfos, humanos o enanos que había oído hablar en Ariano o en Pryan.
    El patryn escrutó la cueva con aire meditabundo. El camino era ancho y sembrado de peñascos y rocas desprendidas. El curso de lava lo iluminaba, pero había rincones y huecos en sombras a lo largo del túnel donde podía ocultarse fácilmente alguien, sobre todo alguien acostumbrado a moverse en el silencio de la noche. Haplo calculó que le sería posible acercarse a los ocupantes de la oquedad, echarles un vistazo de cerca y trazar sus planes de acuerdo con lo que descubriera.
    —Pero ¿qué diablos hago con Alfred? —murmuró. Miró atrás y vio al sartán larguirucho y desgarbado, posado en su roca como una cigüeña sobre una almena.
    Haplo recordó sus pies torpes, los imaginó tropezando entre las piedras y sacudió la cabeza. No; imposible, llevar a Alfred. Pero ¿dejarlo? Seguro que le ocurría algo a aquel estúpido. Como mínimo, se caería en algún charco de magma. Y el Señor del Nexo no estaría muy contento con la pérdida de una pieza tan valiosa.
    ¡Maldita fuera, pero si el sartán tenía su magia! ¡Y no tenía necesidad de esconderla! Al menos, de momento.
    Haplo regresó con cuidado y sin hacer ruido hasta el lugar donde Alfred seguía paralizado y tembloroso. Acercando los labios al oído del sartán y cubriéndolos con la mano, el patryn cuchicheó:
    —No digas una palabra. Limítate a escuchar.
    Alfred asintió para mostrar que le había entendido. Su rostro podría haber servido de máscara en una obra titulada «Terror».
    —Debajo de ese acantilado hay una caverna. Las voces que oímos proceden del interior. Probablemente, de mucho más lejos de lo que parece, pues la cavidad las deforma.
    Alfred pareció muy aliviado. Y también muy dispuesto a dar media vuelta y correr a la nave. Haplo lo agarró por la manga, vieja y gastada, del gabán de terciopelo azul.
    —Vamos a entrar ahí.
    El sartán abrió los ojos con expresión alarmada, mostrando un círculo rojo en torno a los iris azul claro. Tragó saliva y habría asentido con la cabeza de no haber tenido el cuello rígido.
    —Esas marcas sartán que hemos visto... ¿Acaso no quieres conocer la verdad? Si nos vamos ahora, quizá no lo descubriremos nunca.
    Alfred bajó la cabeza y hundió los hombros. Haplo se dio cuenta de que su presa había caído en la red; ahora se trataba sólo de arrastrarlo. Por fin, el patryn entendió la fuerza que impulsaba la vida de Alfred. Costara lo que costase, el sartán tenía que saber con certeza si estaba solo en el universo o si quedaban con vida más miembros de su raza y, en este último caso, qué había sido de ellos.
    Alfred cerró los ojos, exhaló un profundo y estremecido suspiro y asintió. «Sí — leyó Haplo en sus labios—. Iré contigo.» —Va a ser peligroso. Ni un ruido. El menor sonido y nos matarán a los dos, ¿entendido?
    El sartán, con un gesto de impotencia, bajó la vista a sus pies enormes y torpes, y se miró las manos, que pendían a los costados como si su propietario no tuviera el menor control sobre ellas.
    —¡Utiliza la magia! —lo instó Haplo con irritación.
    Alfred dio un paso atrás, asustado. Haplo no dijo nada. Se limitó a señalar la caverna, el camino traicionero y sembrado de rocas y el resplandor de los charcos de roca fundida a ambos lados.
    El sartán empezó a cantar y su voz nasal rebotó contra su paladar. Entonó el cántico en voz baja; Haplo, de pie junto a él, apenas lo oía pero, sensible al menor sonido que pudiera traicionarlos, el patryn tuvo que morderse la lengua para no ordenar a Alfred que cerrara la boca. La magia rúnica de los sartán emplea la vista, el sonido y el movimiento. Si Haplo quería que Alfred la utilizara, tendría que tolerar aquel cántico, que le producía dentera. Aguantó, pues, y observó la escena.
    Alfred se había puesto a bailar; las manos trazaban las runas que su voz conjuraba y los pies desmañados se movían en gráciles dibujos trazados por la voz.
    Y, de pronto, el sartán dejó de estar en la roca. Se elevó lentamente en el aire y se detuvo a un palmo del suelo. Luego, extendiendo las manos en gesto de modestia, sonrió a Haplo.
    —Ésta es la solución más sencilla —susurró.
    Haplo supuso que así era, pero le resultó desconcertante y tuvo que tranquilizar al perro, que se mostraba bastante amistoso con una Alfred posado en el suelo, pero que parecía tomarse a mal un compañero que flotaba en el aire.
    Desde luego, el sartán había hecho lo que se le había pedido. Flotando sobre las rocas, Alfred hacía menos ruido que las corrientes de aire caliente que los envolvían. «Entonces, ¿qué sucede? —se preguntó Haplo con irritación—. ¿Estoy celoso, tal vez? ¿Por no poder hacer lo mismo? ¡Si no tengo el menor interés en imitarlo!» Los patryn extraían su energía mágica de las posibilidades de lo que veían o percibían de algún modo, de lo físico. La tomaban del suelo, de las plantas y los árboles, de las rocas y de todos los objetos que existían a su alrededor. Apartarse de la realidad era caer en un vacío caótico. La magia sartán utilizaba el aire, lo invisible, las posibilidades urdidas con la fe y la creencia. Haplo tenía la extraña sensación de que lo seguía un fantasma.
    Volvió la espalda al flotante sartán, llamó al perro a su lado y se concentró en lo que estaba haciendo. Buscó de nuevo el mejor camino entre las rocas, con la esperanza de que Alfred se diera un buen golpe en la cabeza contra alguna.
    El sendero que penetraba en la caverna resultó tal como Haplo había previsto.
    Era ancho y mucho más fácil de recorrer de lo que había imaginado. Un carromato de gran tamaño habría podido circular por él sin apenas problemas.
    Haplo se mantuvo pegado a la pared de la caverna, confundido con las sombras.
    El perro, fascinado ante el Alfred volador, cerró la marcha con la cabeza levantada para observar, con absoluta incredulidad, aquella visión desconcertante. El sartán, con las manos unidas ante el cuerpo en ademán nervioso, flotaba suavemente entre ambos.
    Desde allí, las voces del interior de la cavidad les llegaban con claridad. Parecía que la gente que hablaba iba a aparecer ante ellos al doblar el siguiente recodo del sinuoso túnel de acceso pero, como había anunciado Haplo, el sonido rebotaba en las paredes de roca y en el techo de la caverna, engañándolos. El patryn y su compañero avanzaron una distancia considerable hasta que la claridad de las palabras que captaban les avisó que, por fin, estaban acercándose.
    La corriente de lava se hizo más estrecha y la oscuridad se incrementó a su alrededor. Alfred era ahora apenas una mancha confusa bajo la luz mortecina, y el perro desaparecía por completo cada vez que penetraba en una zona de sombras densas. El río de lava había sido en otro tiempo más ancho y profundo; Haplo reconoció su curso perfectamente dibujado en la roca. Sin embargo, el río se estaba agostando, enfriando, y el patryn notó el consecuente descenso de la temperatura en la cavidad a oscuras. Un poco más allá, el curso de magma se agotó por completo y la luz desapareció, dejándolos en una oscuridad impenetrable.
    Haplo se detuvo y recibió de inmediato en la espalda el impacto de un objeto pesado. Con una muda maldición, apartó al flotante Alfred, que se le había echado encima sin advertir su brusca detención. El patryn acarició la idea de invocar un poco de luz, una habilidad muy simple que había aprendido en la infancia, pero el resplandor azul de las runas anunciaría irremisiblemente su presencia en aquel mundo. Sería como ponerse a gritar. Alfred tampoco podía solucionar el asunto, por idéntica razón.
    —Quédate aquí —susurró al sartán; éste asintió, muy contento de recibir tal orden—. Perro, vigílalo.
    El animal se quedó quieto, con la cabeza ladeada, estudiando a Alfred con aire inquisitivo, como si tratara de entender cómo podía llevar a cabo aquel prodigio.
    Haplo avanzó tanteando la pared de roca. La corriente de lava, a lo lejos, le proporcionaba la pizca de luz suficiente para saber que no estaba a punto de precipitarse por una sima. Se aventuró a doblar otro recodo del camino y vio, al fondo, una luz brillante y amarilla: la luz de una fogata. Una luz producida por unos seres vivos, no por la lava. Y en torno a la luz, delante y detrás de ella, vio moverse las siluetas recortadas de centenares de individuos.
    El fondo de la cavidad era enorme y formaba una amplísima sala capaz de acoger cómodamente todo un ejército. ¿Era esto lo que acababa de descubrir? ¿Era aquél el ejército que había hecho huir, presa del pánico, a los habitantes de aquel pueblo costero? Haplo escuchó y observó atentamente. Los oyó hablar y reconoció el idioma que hablaban. La oscuridad se hizo más intensa en torno a él mientras se debatía contra la sensación de desesperación y de derrota.
    Había encontrado un ejército..., ¡un ejército de sartán!
    ¿Qué podía hacer? ¡Escapar! Atravesar de nuevo la Puerta de la Muerte y llevar la noticia de aquel desastre a su Señor. Pero éste le haría preguntas; preguntas cuya respuesta Haplo ignoraba todavía.
    ¿Y Alfred? Había cometido un error llevándolo consigo y Haplo se recriminó por ello amargamente. Debería haber dejado al sartán en el barco, sin permitirle acceso a más información. Después debería haberlo conducido al Laberinto, manteniéndolo en una completa ignorancia del hecho de que su raza seguía viva y próspera en Abarrach, el mundo de piedra. Ahora, con un solo grito, Alfred podía poner fin a la misión de Haplo, a las esperanzas y sueños de su amo y también del propio Haplo.
    —¡Sartán bendito! —musitó una voz suave detrás de él; Haplo tuvo tal sobresalto que estuvo a punto de salir disparado de su piel cubierta de runas.
    Se volvió rápidamente y encontró a Alfred cerniéndose en el aire sobre su cabeza y contemplando los cuerpos que se movían por la caverna a la luz de la fogata. El patryn, tenso, dirigió una mirada furiosa al perro, que había defraudado su confianza, y aguardó.
    Al menos, pensó, tendría la satisfacción de matar a un sartán antes de morir.
    Alfred observó la caverna con una extraña palidez en el rostro bañado por la luz de la fogata y una mirada triste y preocupada.
    —¡Adelante, sartán! —exigió Haplo con un furioso susurro—. ¿Por qué no acabas de una vez? ¡Llámalos! ¡Son tus hermanos!
    —¡No lo son! —le replicó Alfred con voz apagada—. ¡No lo son!
    —¿Qué significa eso? ¿Acaso no hablan en sartán?
    —No, Haplo. El idioma sartán es el idioma de la vida. El de ésos —Alfred alzó una mano, con un aire fantasmagórico en su garbo, y señaló las siluetas del fondo— es el lenguaje de los muertos.
    CAPÍTULO 13
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    —¿Qué significa eso de «el lenguaje de los muertos»? ¡Baja aquí enseguida! — Haplo alargó la mano, asió a Alfred y tiró de él hasta tenerlo a su lado—. ¡Y, ahora, explícate! — e ordenó con un enérgico susurro.
    —Yo apenas lo entiendo más que tú —respondió el sartán con un gesto de impotencia—. Y no estoy seguro de qué significa. Es sólo que... en fin, escúchalo tú mismo. ¿No notas la diferencia?
    Haplo hizo lo que decía Alfred, dejando a un lado las turbulentas emociones que se debatían en su interior para concentrarse en las voces que le llegaban. Ahora que prestaba atención, tenía que darle la razón a Alfred. El lenguaje de los sartán sonaba discordante a oídos de un patryn. Acostumbrados a emplear palabras ásperas, rápidas, duras e inflexibles para expresar lo que uno tenía que decir de la manera más sencilla, breve y directa posible, los patryn consideraban el idioma sartán muy complejo, etéreo y refinado, cargado de imágenes y de palabrería innecesaria y de una inexplicable necesidad de explicar lo que no requería explicaciones.
    Pero escuchar a aquellos desconocidos ocupantes de la caverna era como oír el idioma sartán vuelto del revés. Sus palabras no volaban, sino que se arrastraban.
    Su entonación no evocaba imágenes de arco iris y amaneceres en la mente de Haplo. El patryn sólo captó una luz pálida y mortecina, la luminosidad desprendida por algo putrefacto y corrupto. Y sus oídos percibieron una pesadumbre que parecía arrancada de las entrañas más profundas y oscuras de aquel mundo. Haplo se enorgullecía de no sentir nunca emociones «blandengues», pero aquella expresión de abrumadora pesadumbre lo afectó en lo más profundo de su ser.
    Lentamente, relajó la fuerza con que sujetaba a Alfred.
    —¿Entiendes lo que hablan?
    —No. No lo entiendo con claridad, pero creo que podría habituarme a ese lenguaje con un poco de tiempo.
    —Sí, yo también. Igual que llegaría a acostumbrarme a estar colgado. ¿Qué piensas hacer? —Haplo miró fijamente al sartán.
    —¿Yo? —Alfred parecía desconcertado—. ¿Hacer? ¿A qué te refieres?
    —¿Vas a entregarme a ellos? ¿Vas a decirles que soy el antiguo enemigo?
    Probablemente, no será preciso que se lo digas. Seguro que lo recuerdan.
    Alfred no respondió de inmediato. Abrió varias veces los labios como si fuera a decir algo, pero cada vez cambió de idea y los cerró de nuevo. Haplo tuvo la impresión de que Alfred, más que tomar una decisión, estaba tratando de encontrar el modo de explicarla.
    —Tal vez te suene extraño lo que voy a decir, Haplo, pero no tengo ningún deseo de traicionarte. Desde luego, he escuchado tus amenazas y, créeme, no las tomo a la ligera; sé bien lo que me sucederá en el Nexo. Aun así, ahora somos extranjeros en un mundo extraño..., un mundo que parece hacerse más extraño cuanto más nos adentramos en él.
    Alfred parecía confuso, casi tímido. Tras una pausa, continuó:
    —No me lo explico, pero siento una especie de..., de parentesco contigo, Haplo.
    Tal vez se deba a lo que nos sucedió al atravesar la Puerta de la Muerte. He pasado por lo que tú pasaste y, si estoy en lo cierto, a ti te sucedió lo mismo. No me estoy explicando demasiado bien, ¿verdad?
    —¡Parentesco! ¡Al diablo con eso! Ten presente una sola cosa: yo soy tu única vía de escape de este mundo. Tu única manera de salir de aquí.
    —Tienes razón —asintió Alfred con gesto grave—. Parece, pues, que los dos tendremos que depender del otro para sobrevivir, mientras sigamos en este mundo. ¿Quieres que me comprometa a ello formalmente?
    Haplo movió la cabeza en gesto de negativa, temiendo que el sartán le exigiera a cambio un compromiso similar.
    —Sólo confío en que intentes salvar tu propia piel y, dado que ello implica salvar la mía, supongo que será suficiente. Alfred miró a su alrededor con gesto nervioso.
    —Ahora que hemos resuelto este asunto, ¿no deberíamos volver enseguida a la nave?
    —Esa gente de ahí... ¿son sartán?
    —Sss... Sí.
    —¿Y no quieres saber más cosas de ellos? Saber qué hacen en este mundo...
    —Supongo que sí —dijo Alfred, titubeante. Haplo hizo caso omiso de sus vacilaciones.
    —Entonces, nos acercaremos un poco más para intentar descubrir qué están haciendo.
    Los dos viajeros y el perro avanzaron con sigilo, al amparo de las sombras de la pared, dirigiéndose hacia la luz de la fogata hasta que Haplo calculó que estaban lo bastante cerca como para ver sin ser vistos y oír sin ser oídos. Alzó una mano en gesto de advertencia y Alfred flotó hasta su lado, cerniéndose en el aire en completo silencio. El perro se dejó caer sobre el suelo de roca, con un ojo pendiente de su amo y el otro fijo en Alfred.
    La caverna estaba llena de gente, toda ella sartán. Los sartán parecen humanos a primer golpe de vista, salvo en el color del cabello, que apenas varía entre los sartán. Desde la infancia, casi todos ellos tienen el cabello blanco, con un tono castaño en la raíz. La coloración capilar de los patryn es exactamente la contraria.
    Haplo tenía el cabello castaño en las puntas y blanco en la raíz. Alfred, por su parte, estaba casi calvo (quizás esa calvicie era otro intento inconsciente de pasar inadvertido) y por ello no resultaba fácilmente reconocible.
    Los sartán también solían ser más altos que los individuos de las razas inferiores. Su poder mágico y el conocimiento de tal poder les proporcionaban unas facciones extraordinariamente hermosas y radiantes (Alfred era una excepción, en este aspecto).
    Aquellos desconocidos eran sartán, sin la menor duda. Los ojos de Haplo recorrieron rápidamente la multitud y sólo vio sartán. Ningún miembro de las razas inferiores: ni elfos, ni humanos ni enanos.
    Pero había algo extraño en aquellos sartán. Algo que no cuadraba. El patryn había conocido a un sartán vivo, Alfred, y había visto imágenes de otros sartán en Pryan. Las había mirado con desdén, pero tenía que reconocer que eran figuras hermosas, radiantes. En cambio, los sartán que ahora contemplaba parecían envejecidos, decaídos; su brillo estaba apagado. Algunos tenían, en realidad, un aspecto espantoso. El patryn sintió repulsión al verlos y captó un nítido reflejo de aquella repulsión en los ojos de Alfred.
    —Están celebrando algún tipo de ceremonia —susurró Alfred.
    Haplo se disponía a decirle que guardara silencio cuando se le ocurrió que tal vez pudiera descubrir algo útil para sus fines. Se abstuvo, pues, de comentarios y se recomendó paciencia, un duro ejercicio que había aprendido en el Laberinto.
    —Es un funeral —continuó Alfred en tono conmiserativo—. Celebran un funeral por los difuntos.
    —Sí es así, han esperado bastante para darles sepultura —murmuró Haplo.
    Veinte cadáveres de diferentes edades, desde un niño pequeño hasta el cuerpo de un hombre muy anciano, yacían en el suelo de roca de la caverna. La multitud permanecía a una distancia respetuosa, lo que proporcionaba a Haplo y Alfred, observadores clandestinos, una excelente visión. Los cadáveres estaban amortajados, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados en el sueño eterno. Sin embargo, era evidente que algunos de ellos llevaban muertos mucho tiempo. El aire estaba impregnado de olor a podrido aunque, gracias probablemente a la magia, los sartán habían conseguido evitar que la carne se descompusiera.
    Los cadáveres tenían la piel blanca, cerúlea, los ojos y las mejillas hundidos y los labios amoratados. Algunos mostraban unas uñas anormalmente crecidas y el cabello largo y despeinado. Haplo creyó advertir algo familiar en el aspecto de los difuntos, pero no logró concretar de qué se trataba. Se disponía a comentar el asunto con Alfred cuando el sartán le indicó que guardara silencio y observara.
    Uno de los sartán se adelantó a la multitud y se detuvo ante los muertos. Hasta su aparición, la gente había estado cuchicheando y murmurando entre sí. Ahora, todos guardaron silencio y volvieron la mirada hacia él. Haplo casi pudo ver el amor y el respeto que les infundía el desconocido.
    —Es un príncipe sartán —oyó murmurar a Alfred, y al patryn no le sorprendió el comentario, pues sabía reconocer a un líder cuando lo veía.
    El príncipe levantó las manos para atraer la atención de los presentes. Fue un gesto innecesario, pues pareció que todos los ocupantes de la caverna tenían los ojos fijos en él.
    —Pueblo mío —dijo, y pareció que se dirigía tanto a los vivos como a los muertos—, hemos viajado muy lejos de nuestra patria, de nuestra querida tierra...
    La voz se le entrecortó y tuvo que hacer una pausa para recobrar la compostura.
    Entonces, su pueblo dio muestras de quererlo aún más por su debilidad. Algunos se llevaron las manos a los ojos para enjugar las lágrimas. El príncipe exhaló un profundo suspiro y continuó:
    —Pero eso ya queda atrás. Lo hecho, hecho está. Ahora nos toca continuar y construir una nueva vida sobre los restos de la vieja. Delante de nosotros —el príncipe extendió el brazo y señaló, sin saberlo, precisamente hacia donde estaban Haplo y un sobresaltado Alfred— se encuentra la ciudad de nuestros hermanos...
    Unos murmullos encolerizados rompieron el silencio. El príncipe alzó la mano en un gesto suave pero autoritario y perentorio y las voces cesaron, aunque dejaron tras sí el calor de sus emociones, como el que se alzaba del mar de magma.
    —Digo «nuestros hermanos» y lo digo en serio. Pertenecen a nuestra misma raza; tal vez son los únicos de nuestra raza que quedan en el mundo. O en ningún otro rincón del universo, por lo que a nosotros respecta. Si nos hicieron algún mal, cosa que aún está por ver, fue por desconocimiento. ¡Lo juro!
    —¡Nos han robado todo lo que teníamos! —exclamó una anciana, blandiendo el puño. El peso de la edad le daba derecho a hablar—. Todos hemos oído los rumores que has intentado silenciar. Nos robaron nuestra agua y nuestro calor. Nos condenaron a morir de sed, si no nos mataba antes el frío y el hambre. ¡Y dices que no lo sabían! ¡Yo digo que sí lo sabían, y que no les importaba!
    La anciana calló, apretó los labios y movió la cabeza con aire conocedor. El príncipe dirigió a la anciana una sonrisa afectuosa y paciente. Sin duda, la mujer había evocado unos recuerdos placenteros.
    —Insisto en que lo ignoraban, Marta, y confío en tener razón. ¿Cómo podría ser de otro modo? —El príncipe alzó la vista hacia el techo de roca de la cavidad, pero su mirada pareció taladrar las estalactitas y transportarlo mucho más allá de las sombras de la caverna—. Nosotros, los que vivíamos ahí arriba, hemos estado separados durante mucho tiempo de nuestros hermanos que viven aquí abajo. Si su vida ha sido tan difícil como la nuestra, no es extraño que hayan olvidado hasta que existíamos. Nosotros tenemos suerte de contar con unos sabios que han mantenido el recuerdo del pasado y del lugar de donde procedemos...
    Alargando una mano, el príncipe la posó en el brazo de otro sartán que se había acercado hasta él. Al distinguir a este segundo individuo, Alfred exhaló un jadeo profundo y horrorizado que el eco repitió entre las rocas.
    El príncipe y la mayor parte de la multitud que lo rodeaba iban envueltos en abrigos de todo tipo y material, principalmente con pieles de animales, como si el lugar que habían dejado atrás fuera una región terriblemente fría. El hombre al que se había referido el príncipe llevaba una indumentaria completamente distinta.
    Lucía un casquete negro y una larga túnica negra que, aunque incómoda de llevar, estaba limpia y cuidada. La túnica tenía unas runas bordadas en plata. Haplo reconoció aquellos signos mágicos como de origen sartán, pero no sacó nada más en claro de ellos. Alfred, evidentemente, sí; pero, cuando Haplo le dirigió una mirada inquisitiva, el sartán se limitó a mover la cabeza de un lado a otro y a morderse el labio.
    El patryn concentró de nuevo su atención en el príncipe.
    —Hemos traído a nuestros muertos con nosotros a lo largo de este lento y penoso trayecto. Muchos son los que han perdido la vida en el viaje. —El príncipe se acercó a los cadáveres y se arrodilló ante uno de ellos, colocado delante de los demás, que lucía una corona de oro sobre su cabeza de fina cabellera—. Mi propio padre se cuenta entre ellos. Y os juro —el príncipe alzó la mano una vez más, en gesto solemne—, os juro ante nuestros muertos que estoy seguro de que el pueblo de Kairn Necros resultará inocente del daño que nos ha causado. Creo que cuando se enteren de ello llorarán por nosotros y nos acogerán y nos ofrecerán refugio, como nosotros habríamos hecho con ellos. ¡Tan convencido estoy de lo que digo que yo mismo me presentaré ante ellos, solo y desarmado, y me entregaré a su compasión!
    Los sartán alzaron sus lanzas y golpearon con ellas sus escudos. La multitud lanzó exclamaciones de sobresalto. Haplo también se llevó una gran sorpresa: ¡los pacíficos sartán empuñando armas! Varias lanzas apuntaban a los muertos y Haplo vio que cuatro de los cadáveres eran los de unos varones jóvenes, cuyos cuerpos yacían sobre sus respectivos escudos.
    El príncipe tuvo que gritar para hacerse oír en aquel clamor. Sus agraciadas facciones se hicieron severas; sus ojos lanzaron una mirada llameante a la multitud y el pueblo enmudeció, abrumado ante la demostración de ira de su líder.
    —Sí, es cierto, nos han atacado. ¿Qué esperabais? ¡Os han visto lanzaros sobre ellos de repente, armados hasta los dientes y formulando demandas! Si hubierais tenido paciencia...
    —¡Cuesta mucho tener paciencia cuando uno ve desfallecer de hambre a su hijo!
    —protestó un hombre con la vista fija en un chiquillo delgado que se agarraba a la pierna de su padre. Con la mano, el hombre acarició la cabecita del pequeño—.
    Sólo les pedimos agua y comida...
    —Se lo pedíais a punta de lanza —lo corrigió el príncipe, pero su rostro se dulcificó en una mueca de compasión y moderó su tono de voz—. ¿No crees que te comprendo, Raef? Yo, he tenido en mis brazos a mi padre agonizante. Yo...
    El príncipe bajó la cabeza y se llevó las manos a los ojos. El sartán de la túnica negra le comentó algo y el príncipe, con un gesto de asentimiento, alzó de nuevo el rostro.
    —Ya nada podemos hacer respecto a la batalla. Como todo lo pasado, pasado está. La responsabilidad es mía. Debería haber mantenido a todo el grupo unido, pero creí mejor enviaros mientras yo me quedaba a preparar el cadáver de mi padre. Llevaré nuestras disculpas a nuestros hermanos. Estoy seguro de que lo entenderán.
    A juzgar por el sordo gruñido de protesta de la multitud, el pueblo no compartía la certeza de su príncipe. La vieja estalló en lágrimas. Se adelantó hasta el príncipe, asió el brazo de éste entre sus débiles manos y le suplicó, por el amor que tenía a su pueblo, que no fuera.
    —¿Qué querrías que hiciera, Marta? —preguntó el príncipe dando unas afectuosas palmaditas en los dedos nudosos de la anciana. Ésta alzó los ojos hacia él y respondió:
    —¡Querría que lucharas como un hombre! ¡Qué les arrebataras lo que nos robaron!
    El sordo gruñido creció en intensidad y las armas volvieron a batir contra los escudos. El príncipe se encaramó a un peñasco para poder ver y ser visto por toda la multitud reunida en la caverna. Estaba de espaldas a Haplo y Alfred, pero el patryn adivinó, por su postura rígida y sus hombros cuadrados, que al sartán se le había terminado la paciencia.
    —El rey, mi padre, ha muerto. ¿Me aceptáis como nuevo monarca? —el tono de su voz cortó el murmullo general como el silbido del filo de una espada—. ¿O alguno de vosotros tiene intención de desafiar mi derecho? ¡Si lo hay, que salga!
    ¡Nos batiremos en duelo aquí y ahora!
    El príncipe echó a un lado su capa de pieles y dejó a la vista un cuerpo joven, fuerte y musculoso. A juzgar por sus movimientos, era ágil y claramente experto en el uso de la espada que portaba al cinto. Pese a su cólera, era frío y mantenía el dominio de sí. Haplo lo hubiera pensado dos veces antes de enfrentarse a alguien así. Entre la multitud, nadie respondió al reto del príncipe. Todos parecían avergonzados y alzaron sus voces en un grito de apoyo que podría haberse oído en la lejana ciudad. De nuevo, las lanzas golpearon los escudos, pero esta vez era en homenaje, no en desafío.
    El hombre de los ropajes negros se adelantó y habló en voz alta por primera vez.
    —Nadie te está desafiando, Edmund. Eres nuestro príncipe —nuevos vítores— y te seguiremos como seguimos a tu padre. Sin embargo, es lógico que temamos por tu seguridad. Si te perdiéramos, ¿a quién recurriríamos?
    El príncipe estrechó la mano de su interlocutor, contempló a su pueblo y, cuando habló, era patente en su voz la emoción.
    —Ahora soy yo el que está avergonzado. He perdido la calma. No soy un ser especial, salvo que tengo el honor de ser hijo de mi padre. Cualquiera de vosotros podría conducir a nuestro pueblo. Cada uno de vosotros es digno de ello.
    Muchos se echaron a llorar. Las lágrimas cayeron copiosamente por las mejillas de Alfred. Haplo, que jamás habría creído poder sentir lástima o compasión por nadie que no perteneciera a su propia raza, contempló a aquellas gentes, se fijó en sus indumentarias andrajosas, en sus caras macilentas, en sus tristes pequeños, y tuvo que recordarse a sí mismo con severidad que todos ellos eran sartán, que eran sus archienemigos.
    —Es preciso que continuemos la ceremonia —indicó el hombre de negro. El príncipe asintió, descendió del peñasco y ocupó su lugar entre el pueblo.
    El sartán de la túnica negra deambuló entre los cadáveres. Después, levantó ambas manos y empezó a trazar extraños dibujos en el aire, al tiempo que entonaba un cántico con una voz potente y monótona. Moviéndose entre los muertos, recorriendo arriba y abajo la silenciosa fila de cuerpos, el individuo dibujó un signo mágico sobre cada uno de ellos y el espectral sonsonete se hizo más sonoro, más insistente.
    Aunque no tenía la menor idea de lo que decía la canción, Haplo notó que se le erizaba el vello de la nuca y se le ponía la piel de gallina. Un desagradable hormigueo nervioso lo recorrió de pies a cabeza.
    Aquello, se dijo, no era un funeral ordinario.
    —¿Qué está haciendo ese tipo? ¿Qué sucede ahí abajo? Alfred, mortalmente pálido, tenía una expresión de horror en sus ojos, abiertos como platos.
    —¡No está dando sepultura a los muertos! ¡Está resucitándolos!
    CAPITULO 14
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    —¡Nigromancia! —susurró Haplo con incredulidad, presa de emociones contrapuestas y abrumado por unos pensamientos descabellados que lo llenaban de confusión—. ¡Mi Señor tenía razón! ¡Los sartán poseen el secreto de devolver la vida a los muertos!
    —¡Sí! —reconoció Alfred en un susurro, retorciéndose las manos—. ¡Lo descubrimos hace tiempo, lo conocemos! ¡Pero no debía utilizarse jamás! Jamás!
    El individuo de negro había iniciado una danza que lo llevaba en gráciles movimientos entre los cadáveres, dando vueltas en torno a cada uno de ellos. Con las manos alzadas en el aire sobre los cuerpos, continuó trazando los extraños signos que Haplo reconocía ahora como poderosas runas. Y entonces, de pronto, el patryn cayó en la cuenta de qué era lo que le había resultado familiar en aquellos cadáveres. Al observar a la multitud, advirtió que muchos de los reunidos, sobre todo los que se acurrucaban al fondo de la cavidad, no eran en absoluto seres vivos. Tenían el mismo aspecto que los cadáveres, la misma palidez acusada, las mismas mejillas hundidas y los mismos ojos velados por las sombras. ¡Entre la multitud, eran muchos más los muertos que los vivos!
    El nigromante, al parecer, estaba llegando al término de la ceremonia. Unas siluetas blancas e insustanciales se alzaron de los cadáveres, cobraron forma definida y tangible y permanecieron cada uno junto al cuerpo del que habían surgido. A un gesto imperioso del nigromante, las formas etéreas retrocedieron, pero cada cual se mantuvo cerca de su cadáver, como su sombra en un mundo sin sol.
    Las sombras conservaban la forma y el aspecto del ser que acababan de abandonar. Algunas estaban firmes y altivas junto a los cuerpos de hombres de porte firme y altivo. Otras aparecían encorvadas junto al cuerpo de algún anciano.
    Una de ellas, una figura infantil, parecía velar el cadáver de un niño. Todas parecían reacias a separarse de sus cuerpos y algunas incluso hicieron un débil intento de volver a ellos, pero el nigromante, con otra orden terminante y enérgica, las hizo retroceder de nuevo.
    —¡Ahora sois fantasmas! ¡Ya no tenéis nada que ver con esos cuerpos!
    ¡Abandonadlos! ¡Ya no estáis muertos! ¡Habéis vuelto a la vida! ¡Apartaos de ellos o, de lo contrario, os enviaré a vosotros y a los cuerpos al olvido eterno!
    A juzgar por su tono de voz, al nigromante le habría gustado deshacerse enseguida de aquellas formas etéreas, pero tal vez le era imposible hacerlo.
    Dócilmente, apesadumbrados, los fantasmas lo obedecieron y se alejaron un poco más de los cuerpos, deteniéndose lo más cerca de ellos que les fue posible sin despertar las iras del hechicero.
    —¿Qué ha hecho mi pueblo? ¿Qué ha hecho? —se lamentó Alfred.
    El perro se incorporó de un salto y soltó un agudo ladrido de alarma. Alfred olvidó su magia y cayó al suelo. Haplo se arrancó las vendas de las manos y se volvió para hacer frente a la amenaza. Su única esperanza era luchar e intentar la huida. Los signos mágicos de su piel emitieron su fulgor rojo y azul mientras la magia latía dentro de él pero, a la vista de lo que tenía delante, se sintió indefenso.
    ¿Cómo podía uno combatir algo que ya estaba muerto?
    Haplo se quedó mirando, perplejo, incapaz de profundizar en la magia, de investigar las posibilidades que la gobernaban para hallar alguna que pudiera ayudarlo. Aquella fracción de segundo de vacilación resultó muy cara. Una mano se alzó, se cerró en torno a su brazo y lo agarró con un tacto helado que estuvo a punto de paralizarle el corazón. Al patryn le dio la impresión de que las runas de su piel se encogían literalmente bajo el mortal contacto. Soltó un grito de dolor y cayó de rodillas. El perro reculó y, tendiéndose sobre el vientre, lanzó un aullido.
    —¡Alfred! —gritó Haplo entre dientes, con las mandíbulas apretadas de dolor—.
    ¡Haz algo!
    Pero Alfred dirigió una breve mirada a sus captores y se desmayó.
    Los guerreros muertos condujeron a Haplo y al inconsciente Alfred a la caverna.
    El perro los siguió sin hacer ruido, pero se cuidó de no tocar en ningún momento a los muertos, que no parecían saber qué hacer con el animal. Los cadáveres ambulantes depositaron a Alfred en el suelo, frente al nigromante, y llevaron a un Haplo hosco y desafiante a presencia del príncipe.
    Si la vida de Edmund se hubiera medido en puertas, como la de Haplo, el príncipe debía de tener la edad aproximada del patryn, unas veintiocho. Y Haplo, al observar los ojos serios, inteligentes y sombríos del príncipe, tuvo la impresión de estar ante alguien que había sufrido mucho en aquellos veintiocho años; que había sufrido tanto, tal vez, como el propio Haplo.
    —Los descubrimos espiando —dijo uno de los guerreros muertos. La voz del cadáver resultaba casi tan helada como su tacto sin vida. Haplo hizo un esfuerzo por permanecer inmóvil aunque el dolor de aquellos dedos muertos clavándose en su carne era un suplicio.
    —¿Está armado? —preguntó Edmund. Los guerreros, tres de ellos, movieron sus espantosas cabezas en gesto de negativa.
    —¿Y ése? —El príncipe miró a Alfred con una media sonrisa—. Aunque no importa mucho si lo está...
    Los muertos vivientes indicaron que no. Los cadáveres yacentes tenían ojos, pero unos ojos que no miraban nada, que no se movían ni giraban, que nunca brillaban o se nublaban, que no se cerraban jamás. Sus fantasmas, que flotaban inquietos tras los cuerpos, poseían ojos que conservaban la sabiduría y el conocimiento de los vivos. Pero los fantasmas, al parecer, no tenían voz. No podían hablar.
    —Ocupaos de que recobre la conciencia y tratadlo bien. Soltad al otro —ordenó el príncipe a los cadáveres, que apartaron sus dedos del brazo de Haplo—. Volved a la vigilancia.
    Los muertos se alejaron arrastrando los pies, envueltos en los restos de sus ropas hechas jirones.
    El príncipe contempló con curiosidad a Haplo, fijándose sobre todo en sus manos cubiertas de runas. El patryn esperó, impasible, a ser descubierto, a ser proclamado el antiguo enemigo y convertido, también él, en cadáver. Edmund alargó la mano para tocarlo.
    —No te inquietes —dijo el príncipe. Pronunció la frase lentamente y en voz alta, como se hace con quien no domina un idioma—. No te haré daño.
    Un destello cegador de luz azulada surgió de las runas y chisporroteó en torno a los dedos del príncipe, quien soltó un grito de sorpresa, más que de dolor. La descarga había sido de baja intensidad.
    —¡Desde luego que no! —replicó Haplo en su propia lengua, con gesto torvo—.
    ¡Vuelve a intentar eso, y te costará la vida!
    El príncipe retrocedió un paso, mirándolo fijamente. El nigromante, que estaba frotando las sienes de Alfred en un vano intento de despertarlo, abandonó su empeño y alzó la vista, perplejo.
    —¿Qué idioma es ése? —El príncipe habló en su idioma, en aquel sartán modificado que Haplo comprendía, que empezaba a entender cada vez mejor, pero que era incapaz de hablar—. Es extraño. He entendido lo que acabas de decir, aunque juro que nunca había oído tu lengua hasta hoy. Y tú me entiendes a mí, aunque no hables en mi idioma. Además, eso que has utilizado era magia rúnica.
    He reconocido la estructura. ¿De dónde venís? ¿De Necrópolis? ¿Os han enviado ellos? ¿Nos estabais espiando?
    Haplo dirigió una mirada de desconfianza al nigromante. Éste parecía poderoso y astuto y podía resultar el mayor peligro para el patryn. Pero Haplo no advirtió señal alguna de reconocimiento en sus ojos negros y penetrantes y empezó a tranquilizarse. Aquellos sartán habían pasado tantas penalidades recientemente que tal vez habían perdido todas sus referencias del pasado.
    Meditó qué responder. Por la conversación que había escuchado desde su escondite, comprendió que no lo ayudaría en nada declarar que procedía del lugar mencionado por el príncipe (y que el patryn intuyó que debía de ser la ciudad que habían visto durante el descenso en el Ala de Dragón). Por una vez, parecía más conveniente decir la verdad que mentir. Además, Haplo sabía que Alfred, cuando fuera llamado a declarar, no actuaría de otra manera.
    —No —dijo, pues—. No soy de la ciudad. Soy forastero en esta parte del mundo.
    He llegado aquí en una nave, surcando el mar de magma. Ahí encontraréis mi nave — ñadió, señalando hacia el pueblo costero—. Yo... Nosotros... —se corrigió, incluyendo a Alfred a regañadientes— no somos espías.
    —Entonces, ¿qué hacíais cuando os han capturado los muertos? Dicen que nos habéis estado vigilando mucho rato. Ellos también os vigilaban desde hace mucho rato.
    Haplo alzó la barbilla y miró cara a cara al príncipe.
    —Habíamos viajado una distancia enorme. Bajamos al puerto, descubrimos indicios de que había habido una batalla y comprobamos que todo el mundo había huido. Entonces oímos el eco de vuestras voces en el túnel. ¿Qué habrías hecho tú, en mi lugar? ¿Presentarte de inmediato y revelar tu presencia? ¿O más bien habrías optado por esperar, observar, escuchar y descubrir todo lo que pudieras?
    El príncipe mostró una leve sonrisa, pero su mirada se mantuvo muy seria.
    —De estar en tu lugar, habría vuelto a la nave y me habría apartado de algo que no parecía asunto mío. ¿Y cómo es que vienes con un compañero como ése, tan diferente de ti?
    Alfred recuperaba lentamente la conciencia. El perro estaba encima de él, dándole lametones en la cara. Haplo alzó la voz con la esperanza de llamar la atención de Alfred, sabiendo que pronto sería llamado a corroborar el relato del patryn.
    —Se llama Alfred y, como dices, somos muy distintos. Procedemos de mund..., de ciudades diferentes. Me acompaña porque no tiene a nadie más. Es el último superviviente de su raza.
    Un murmullo de simpatía se levantó entre la multitud. Alfred se incorporó débilmente hasta quedar sentado y dirigió una mirada rápida y atemorizada a su alrededor. Los guerreros muertos habían desaparecido de la vista. Respiró, un poco más calmado, y pugnó torpemente por ponerse en pie, con la ayuda del nigromante. Tras sacudirse el polvo de sus ropas, dedicó una insegura reverencia al príncipe.
    —¿Es cierto eso? —inquirió Edmund con un nuevo tono de voz, dulcificado por la lástima y la compasión—. ¿Eres el último de tu pueblo?
    —Creo serlo —respondió Alfred en idioma sartán—, hasta que os he encontrado.
    —Pero tú no eres de los nuestros —apuntó Edmund, cada vez más perplejo—.
    Entiendo tu idioma, igual que entiendo el suyo —señaló con la mano a Haplo—, pero este último también habla otro distinto. Explícate mejor.
    Alfred puso una mueca de absoluto desconcierto.
    —Yo... no sé qué decir...
    —Cuéntanos cómo habéis llegado a esta caverna —sugirió el nigromante.
    Alfred dirigió una mirada turbadora al patryn y movió las manos con gesto vago.
    —He..., hemos venido en una nave. Está amarrada por ahí, en alguna parte — señaló vagamente en una dirección cualquiera, pues había perdido la orientación—.
    Oímos voces y acudimos a investigar quién había aquí abajo.
    —Pero, si creíais que podíamos ser un ejército hostil —insistió el príncipe—, ¿por qué no salisteis huyendo? Con una sonrisa dulce y lánguida, Alfred contestó:
    —Porque no encontramos un ejército hostil. Os encontramos a ti y a tu pueblo honrando a vuestros muertos.
    «Una bella manera de expresarlo», pensó Haplo. El príncipe quedó impresionado con sus palabras.
    —Tú eres uno de nosotros. Tus palabras son mis palabras, aunque son diferentes. Muy diferentes. En las tuyas —el príncipe vaciló, tratando de expresar con palabras sus pensamientos— veo una luz radiante y una enorme extensión de azul sin fin. Capto el rumor del viento y respiró un aire puro y fragante que no necesita de la magia para filtrar su veneno. En tus palabras percibo... vida. Y todo ello hace que mis palabras suenen oscuras y frías, como esta roca sobre la que nos encontramos.
    Edmund se volvió hacia Haplo y añadió:
    —En cuanto a ti, también eres uno de nosotros, pero no lo eres. En tus palabras capto rabia, odio. Veo una oscuridad que no es fría y carente de vida, sino activa y móvil con un ser viviente. Me siento atrapado, enjaulado, ansiando escapar.
    Haplo quedó impresionado, aunque hizo esfuerzos para que no se le notara.
    Tendría que andarse con cautela ante aquel joven tan perceptivo.
    —Yo no me parezco a Alfred —dijo el patryn, escogiendo con cuidado sus palabras—, en el hecho de estar solo, pues mi pueblo aún sobrevive, aunque está prisionero en un lugar mucho más terrible de lo que puedas imaginar. El odio y la rabia que has notado se dirigen contra quienes nos encarcelaron. Yo soy uno de los afortunados que ha conseguido sobrevivir a esa prisión y escapar de ella. Ahora busco nuevas tierras donde mi pueblo pueda establecer un hogar...
    —Aquí no lo encontrarás —lo interrumpió el nigromante con brusquedad, fríamente.
    —Es cierto —asintió Edmund—. No podrás establecerte aquí, pues este mundo está agonizando. Nuestros muertos ya son más que los vivos. Si no cambian las cosas, llegará un día, y preveo que será muy pronto, en que sólo los muertos habitarán Abarrach.
    CAPITULO 15
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    —Ahora debemos proceder a la resurrección. Después, nos sentiremos honrados de teneros por invitados y compartir con vosotros nuestra comida. Las provisiones son escasas — ñadió Edmund con una triste sonrisa—, pero estaremos felices de compartir lo que tenemos.
    —Aceptamos, siempre que nos permitáis añadir a ello nuestras provisiones — respondió Alfred, ensayando otra de sus torpes reverencias.
    El príncipe observó las manos vacías de Alfred; después, volvió la vista hacia las de Haplo, cubiertas de runas pero igualmente vacías. Edmund puso una cara de cierta perplejidad, pero era demasiado cortés para pedir explicaciones. Haplo miró a Alfred para observar si éste mostraba algún desconcierto ante el extraño comentario del príncipe. ¿Cómo podían escasear las provisiones entre unos sartán cuando éstos, igual que los patryn, poseían unas facultades mágicas casi ilimitadas para multiplicarlas? El patryn advirtió que Alfred lo miraba con una expresión de sorpresa y confusión. Haplo apartó rápidamente los ojos para no dar al sartán la satisfacción de comprobar que los dos compartían pensamientos similares.
    A una señal de Edmund, los guerreros muertos escoltaron a los dos extraños a un rincón de la caverna, lejos de la multitud, que continuaba mirándolos con curiosidad, y lejos de los cadáveres, que seguían tendidos sobre el suelo de roca.
    El nigromante ocupó su lugar entre los cuerpos, cuyos fantasmas empezaron a agitarse y a moverse como bajo el impulso de un viento cálido. Los cuerpos continuaron donde estaban, inmóviles. El nigromante inició una vez más su cántico, elevó las manos y las juntó, dando una seca palmada. Los cuerpos se retorcieron y dieron sacudidas, como si los atravesara una descarga de energía mágica. El pequeño cadáver del niño incorporó el tronco casi al instante y, momentos después, se puso en pie. Los ojos del pequeño fantasma situado detrás del cuerpo parecieron buscar a alguien entre la multitud. Una mujer se adelantó a ésta, sollozando. El cadáver del niño corrió hacia ella con las manitas blancas y frías extendidas en gesto de amor y de añoranza. La mujer tendió sus brazos al chiquillo pero un hombre, con las facciones contraídas por el dolor, la detuvo, la estrechó entre los suyos y la obligó a retroceder. El pequeño cadáver se detuvo delante de la pareja, mirándola fijamente. Después, poco a poco, bajó los brazos; el fantasma, en cambio, mantuvo extendidos los suyos, vaporosos y etéreos.
    —¡Qué ha hecho mi pueblo! —repitió Alfred con la voz sofocada por las lágrimas—. ¡Qué ha hecho!
    Uno a uno, los cadáveres recuperaron aquella apariencia de vida. En cada ocasión, los ojos del fantasma correspondiente buscaron a sus seres queridos entre los vivos, pero éstos les volvieron la espalda. Uno a uno, cada uno de los cadáveres ocupó su lugar al fondo de la caverna, sumándose al numeroso grupo de muertos vivientes situado tras los vivos. Los jóvenes guerreros se sumaron a las filas de sus compañeros muertos. Los cadáveres de los ancianos, los más difíciles de convencer para que resucitaran, se alzaron como agotados durmientes que por fin hubieran podido tumbarse a descansar y no quisieran despertar de su sueño. El niño permaneció un rato cerca de sus padres y, por fin, se alejó para sumarse a un grupo de cadáveres animados de su misma edad. Haplo advirtió que había muchos chiquillos entre los muertos y muy pocos entre los vivos. Recordó las palabras de Edmund, «Este mundo está agonizando», y entendió a qué se refería.
    Pero el patryn cayó también en la cuenta de otra cosa. ¡Aquella gente poseía la llave a la vida eterna! ¿Qué mejor regalo podía llevar Haplo a su Señor y a su pueblo? Con aquello, los patryn ya no volverían a estar a merced de su prisión. Si el Laberinto los mataba, sólo tendrían que resucitar y seguir luchando; los cadáveres pasarían a engrosar las filas de los patryn, una y otra vez, hasta que finalmente consiguieran derrotarlo. ¡Y, entonces, no habría en el universo ejército que pudiera detenerlos, pues mal podría un ejército de soldados vivos derrotar jamás a otro formado por los muertos!
    Sólo tenía que aprender el secreto de la magia rúnica, se dijo Haplo. Y allí mismo, siguió pensando mientras volvía la mirada hacia Alfred, tenía a quien podía enseñarle. Sin embargo, debía ser paciente y esperar la ocasión propicia. Su compañero de viaje aún no sabía mucho más que él, pero no tardaría en enterarse.
    Era inevitable. ¡Y, cuando Alfred averiguara el secreto, él se encargaría de sonsacárselo!
    El último cadáver en incorporarse fue el del anciano que lucía la corona de oro.
    Al principio, pareció que el viejo iba a resistirse a todos sus esfuerzos. Su fantasma era más poderoso que los demás y permaneció sobre el cuerpo con aire retador, desafiando las súplicas del nigromante e incluso —tras una mirada de disculpa al apenado príncipe— sus amenazas. Por último, con expresión ceñuda, el nigromante movió la cabeza y extendió las manos en alto en ademán de darse por vencido.
    Entonces, el propio príncipe se adelantó y dirigió unas palabras al cuerpo que yacía en el suelo a sus pies.
    —Sé lo cansado que estás de vivir, padre, y lo mucho que deseas y te mereces el descanso eterno, pero piensa en la alternativa. Te verás atrapado bajo tierra. Tu mente continuará funcionando, pero conocerás la desesperación, la amarga frustración de ser totalmente impotente para influir en el mundo que te rodea. Y vivirás así durante siglos y siglos, atrapado en la nada. ¡La resurrección es mucho mejor, padre! Así seguirás con nosotros, con el pueblo que te necesita. Podrás aconsejarnos...
    El fantasma del anciano se agitó, movido por un viento que sólo él podía notar.
    Parecía frustrado por el hecho de no poder comunicar lo que, con evidente desesperación, deseaba revelar.
    —¡Padre, por favor! —suplicó Edmund—. ¡Vuelve a nosotros! ¡Te necesitamos!
    El fantasma fluctuó y perdió sustancia hasta casi desvanecerse. El cadáver se movió. Lo atravesó la misma energía mágica que había sacudido a los demás y se puso en pie a duras penas.
    —Padre... Mi rey... —murmuró el príncipe con una profunda reverencia.
    El fantasma, apenas una sombra, se meció en el aire como la niebla sobre un estanque. El cadáver levantó su mano débil y cerúlea aceptando el homenaje del príncipe pero, al propio tiempo, la cabeza que lucía la corona dorada volvió sus ojos fijos e inexpresivos a un lado y a otro, como si no supiera qué hacer a continuación.
    El príncipe lo miró y hundió el rostro y los hombros en gesto de abatimiento. El nigromante se acercó a él.
    —Lo siento, Alteza.
    —No es culpa tuya, Baltazar. Me advertiste sobre lo que podía esperar.
    El cadáver del rey permaneció inmóvil ante su pueblo; su regia estampa era una terrible parodia del gran monarca que un día había sido.
    —Tenía la esperanza de que las cosas pudieran resultar diferentes —añadió Edmund en voz baja, como si el resucitado pudiera oírlo—. En vida, era tan fuerte, tan resuelto...
    —Los muertos no pueden ser otra cosa que lo que son, mi señor. Para ellos, la vida termina cuando su mente deja de funcionar. Podemos devolver la vida al cuerpo pero ahí se detiene nuestro poder. No podemos proporcionarles la capacidad de aprender, de reaccionar al mundo vivo que los rodea. Tu padre continuará siendo rey, pero sólo de aquellos sobre los que reinaba antes de muertos.
    El nigromante señaló algo. El difunto rey había vuelto sus ojos ciegos hacia el fondo de la caverna, donde se agolpaban los muertos. Todos los cadáveres resucitados hicieron una reverencia de homenaje y el monarca, acompañado de apenados cuchicheos de su fantasma, abandonó a los vivos a quienes ya no reconocía y fue a unirse a los muertos.
    Edmund hizo ademán de ir tras él, pero Baltazar lo sujetó de la manga.
    —Majestad... —El nigromante le indicó con una mirada que era preciso que hablaran en privado. Los dos se apartaron del resto de los presentes; la multitud colaboró, retirándose en actitud respetuosa.
    Haplo, con un gesto inocente, mandó tras ellos al perro. El animal se colocó junto a la pierna de Edmund y éste, en un gesto inconsciente, bajó la mano para acariciar su suave pelaje. A través de los oídos del animal, Haplo escuchó hasta la última palabra de la conversación.
    —¡...debes tomar la corona! —instaba el nigromante al príncipe en voz baja.
    —¡No! —La respuesta de Edmund fue rotunda. Tenía los ojos puestos en el cadáver de su padre, que recorría con porte orgulloso y espectral las legiones de los muertos—. Él no lo comprendería. ¡Es el rey!
    —Pero, mi señor, necesitamos un monarca vivo...
    —¿De veras? —Edmund le dirigió una sonrisa amarga—. ¿Por qué? Los muertos nos superan en número. Si los vivos se contentan con seguirme como príncipe, yo me contento también con seguir siéndolo. Y ya basta, Baltazar; no insistas.
    La voz juvenil se endureció y en sus ojos apareció un destello de ira. El nigromante asintió en silencio y se retiró para llevar a cabo otras tareas relacionadas con los cadáveres. Edmund permaneció a solas un buen rato, concentrado en sus pensamientos. El perro emitió un gañido y hurgó con el hocico la mano que lo acariciaba sin darse cuenta. El príncipe bajó la mirada y le dedicó una desvaída sonrisa.
    —Gracias por consolarme, amigo —murmuró—. Y tienes razón, soy un anfitrión poco atento.
    Recordando a sus huéspedes, Edmund se acercó a Haplo y Alfred y tomó asiento junto a ellos en el suelo de roca.
    —Hubo un tiempo en que teníamos entre nosotros animales como éste. —El príncipe acarició de nuevo al perro, que meneó el rabo y le lamió la mano—.
    Recuerdo que, siendo niño... —se detuvo a media frase, suspiró y movió la cabeza a un lado y otro—. Pero seguro que eso no os interesa... Por favor, perdonad tanta informalidad. Si estuviéramos en mi palacio, en nuestra patria, os atendería con regia opulencia. Pero si estuviéramos en palacio ya habríamos muerto congelados, así que supongo que preferiréis las cosas tal como están. Yo, sí, desde luego. Al menos, creo que sí.
    —¿Qué terrible suceso destruyó vuestro reino? —preguntó Alfred.
    El príncipe lo miró con los ojos entrecerrados.
    —El mismo que acabó con el tuyo, sin duda. Al menos, eso supongo, a juzgar por lo que he visto en nuestro viaje.
    Edmund los observaba ahora con renovada suspicacia. Alfred balbuceó algo, con aspecto muy confuso. Haplo inclinó el cuerpo hacia adelante e intentó salvar la situación cambiando de tema.
    —¿No dijiste algo acerca de comer? Edmund hizo un gesto.
    —Marta, trae la cena a nuestros invitados.
    La anciana se acercó respetuosamente, trayendo en las manos varios peces secos. Depositó el pescado ante ellos y, con una reverencia, se dispuso a marcharse. Sin embargo, Haplo, que la observaba, vio cómo sus ojos miraban con codicia la comida y se volvían luego hacia él y hacia Alfred.
    —Vete, anciana —dijo Edmund en tono adusto, con las mejillas sonrojadas. Al parecer, él también había advertido la mirada.
    —Espera —intervino el patryn. Alargando la mano, devolvió a la mujer parte del pescado—. Guarda esto para ti. Ya te dijimos, Alteza —añadió al ver que Edmund iniciaba una protesta—, que traemos nuestras propias provisiones.
    Alfred se apresuró a asentir, contento de tener algo que hacer. Levantó el pescado en sus manos. La anciana, con su parte apretada contra el pecho, se alejó rápidamente.
    —Estoy terriblemente avergonzado... —empezó a decir Edmund, pero las palabras murieron en sus labios.
    Alfred había empezado a entonar las runas y su voz se alzó en aquel plañido agudo y nasal que parecía taladrar la cabeza de Haplo. El sartán tenía un pez en la mano y, de pronto, tuvo dos; luego, tres. El canto cesó y Alfred ofreció el pescado al príncipe, que lo contempló con los ojos muy abiertos. El sartán ofreció otro pescado a Haplo con gesto obsequioso.
    Las runas de la piel del patryn emitieron su fulgor rojo y azul y, donde había habido un pez, apareció una docena de ellos, y luego dos. Haplo depositó el pescado sobre la roca plana y se acordó de darle uno al perro, el cual, tras una inquieta mirada a los muertos del fondo arrastró su comida a un rincón oscuro para disfrutar de ella en privado.
    —Esta magia es maravillosa, realmente maravillosa —dijo el príncipe lleno de asombro.
    —Pero... vosotros también podéis hacerlo, ¿no? —inquirió Alfred mientras mordisqueaba el pescado, de gusto salado. Escuchó un ruido y alzó la vista.
    Un niño, un chiquillo encantador, contemplaba con envidia al perro. Alfred le indicó por señas que se acercara y le dio el pescado. El niño alargó la mano, lo cogió y salió corriendo a ofrecérselo a un adulto, que miró perplejo el pescado. El niño señaló hacia ellos y Haplo tuvo la certeza de que estaba a punto de entrar en el negocio de la pescadería.
    —Se dice que en la antigüedad podíamos llevar a cabo tales proezas —respondió Edmund, con la vista fija en la comida—. Pero ahora la magia se concentra en nuestra supervivencia en este mundo... —dirigió una mirada a los cadáveres que aguardaban pacientemente, de pie entre las sombras— y en la de ellos...
    Alfred se estremeció y pareció a punto de decir algo, pero Haplo le dio un rápido codazo en las costillas y el sartán, sumiso, guardó silencio.
    —En ese pueblo de ahí atrás había comida y suministros —dijo el patryn, señalando con la cabeza en dirección a la pequeña ciudad portuaria—. Sin duda, lo tuvisteis que ver cuando pasasteis por allí.
    —¡Nosotros no somos ladrones! —Edmund levantó la barbilla en gesto de orgullo—. No cogeremos lo que no nos pertenece. Si nuestros hermanos de la ciudad nos lo ofrecen libremente, será otra cosa. Trabajaremos y los compensaremos.
    —Algunos entre nuestro pueblo opinan que son nuestros «hermanos» quienes deberían pagarnos a nosotros, mi señor.
    La nueva voz pertenecía a Baltazar, quien había contemplado con ojos muy serios la exhibición de magia.
    En silencio y sin alharacas, Haplo estaba multiplicando los peces y repartiéndolos a quienes se acercaban sigilosamente. Alfred hacía lo mismo y pronto los rodeó una gran multitud. El nigromante no continuó hasta que todo el mundo hubo recibido su ración y se hubo marchado. Entonces, cruzando las piernas bajo su negra túnica, se sentó, tomó una porción de pescado y lo estudió con cautela, como si esperara que desapareciera en sus manos en el instante de tocarlo.
    —De modo que no habéis perdido el arte...
    —Quizá vuestra tierra sea diferente de la nuestra —dijo el príncipe, mirando a Alfred—. Quizás exista esperanza para el mundo, finalmente. Tiendo a juzgarlo todo por lo que veo, pero decidme que me he equivocado en mi juicio.
    Alfred no podía mentir, pero tampoco podía confesar la verdad. Miró al príncipe y al nigromante, abriendo y cerrando la boca.
    —¡El universo es grande! —intervino Haplo, sin inmutarse—. Hablemos de esta parte donde nos encontramos. Eso que ha dicho el nigromante respecto a que vuestros hermanos deberían compensaros, ¿a qué se refiere?
    —Tened cuidado, Majestad —le advirtió Baltazar—. ¿Vais a confiar en extraños?
    ¡Sólo tenemos su propia palabra de que no son espías de Necrópolis!
    —Estamos alimentándonos con su comida, Baltazar —replicó el príncipe con una débil sonrisa—. Lo menos que podemos hacer es responder a sus preguntas.
    Además, ¿qué importa si son espías? Que lleven nuestra historia a Necrópolis. No tenemos nada que ocultar...
    —El reino de nuestro pueblo está... o estaba... ahí arriba —Edmund alzó los ojos más allá de las sombras del techo de la enorme oquedad—. Muy lejos, allá arriba...
    —¿En la superficie de este mundo? —quiso saber Haplo.
    —No, no. Eso sería imposible. La superficie de Abarrach sólo consta de roca desnuda y fría y de enormes extensiones de hielo envuelto en sombras. Baltazar ha viajado a esos lugares y puede describirlos mejor que yo.
    —Abarrach significa «mundo de piedra» en nuestro idioma, igual que en los vuestros — ijo Baltazar, dirigiéndose a Haplo y a Alfred—. Y no es otra cosa que eso, al menos hasta donde pudieron determinar los antiguos, que tuvieron el tiempo y el talento suficientes para dedicarse a estudiar el asunto. Nuestro mundo consta de rocas recorridas por incontables túneles y cavernas. Nuestro «sol» es el núcleo fundido del corazón de Abarrach. La superficie es como la ha descrito Su Alteza. No existe en ella vida alguna, ni posibilidad de que aparezca. Pero, bajo la superficie, donde teníamos nuestro hogar... ¡ah, allí la vida era muy agradable!
    ¡Muy agradable!
    Baltazar suspiró al recordarlo. Después continuó:
    —Los colosos...
    —¿Los qué? —lo interrumpió Alfred.
    —Los colosos. ¿No los tenéis en vuestro mundo?
    —No está seguro —explicó Haplo—. Explícanos a qué te refieres.
    —Unas gigantescas columnas redondas de piedra...
    —¿Las que sostienen la caverna? Hemos visto una.
    —Los colosos no sostienen la caverna. La roca no necesita su apoyo. Fueron creados mediante la magia por los antiguos y tenían por misión transmitir la energía calórica de esta parte del mundo hasta la que ocupábamos nosotros.
    Funcionaban perfectamente y nos permitían disponer de grandes suministros de alimentos y de agua. Esto hace aún más inexplicable lo sucedido.
    —¿Y lo que sucedió fue...?
    —Un descenso en nuestra tasa de natalidad. Año a año, el número de nacimientos se redujo. No obstante, en cierto modo, el fenómeno llegó a parecer una bendición. Nuestros hechiceros más poderosos volvieron entonces su atención a los secretos de la creación de la vida. Pero lo que descubrieron fue...
    —¡...el modo de extender la vida más allá de la muerte! —exclamó Alfred con una vibración de sorpresa y desaprobación en la voz.
    Afortunadamente, debido tal vez a las diferencias idiomáticas, Baltazar tomó la desaprobación por asombro y asintió con una sonrisa complacida.
    —La incorporación de los muertos a nuestra población demostró ser muy beneficiosa. Mantenerlos con vida nos obliga a emplear gran parte de nuestras fuerzas mágicas pero, en el pasado, no teníamos mucha necesidad de magia. Los muertos se ocupaban de todo el trabajo físico y, cuando advertimos que el río de magma próximo a nuestra ciudad empezaba a enfriarse, no le dimos importancia.
    Seguíamos recibiendo energía de abajo y el calor nos llegaba como siempre a través del coloso. La Gente Menuda horadaba la roca, construía nuestras casas y se ocupaba del mantenimiento de los colosos...
    —¡Espera! —Haplo interrumpió a Baltazar—. ¿La Gente Menuda? ¿Qué es eso?
    El nigromante frunció el entrecejo, buscando en sus recuerdos.
    —No sé mucho de ellos. Ya no existen.
    —Recuerdo haber oído cosas sobre la Gente Menuda en boca de mi padre — intervino Edmund—. Y los vi una vez. Lo que más les gustaba era excavar y horadar la roca. Codiciaban los minerales que encontraban en ella, los llamaban con nombres como «oro» y «plata» y producían joyas de extraordinaria y maravillosa belleza...
    —¿Enanos? —aventuró Alfred.
    —Esa palabra me suena extrañamente familiar. Enanos...
    —Baltazar miró al príncipe, quien asintió pensativo—. Nosotros les dábamos otro nombre, pero éste se parece. Enanos.
    —Se dice que este mundo está habitado por otras dos razas —continuó Alfred, sin hacer caso o, simplemente, sin advertir los intentos de Haplo para evitar que el sartán se fuera de la lengua—. Una era la de los elfos; la otra, los humanos. Ni Baltazar ni el príncipe parecieron reconocer los nombres.
    —Mensch —apuntó Haplo, empleando el término con el cual se referían a las razas inferiores tanto los sartán como los patryn.
    —¡Ah, mensch! —Baltazar asintió, reconociendo la palabra. Después, se encogió de hombros—. Existen informes acerca de los mensch en los escritos de nuestros abuelos. No es que éstos vieran alguna vez alguno, pero oyeron hablar de ellos a sus padres, y éstos a los suyos. Esos mensch debían de ser terriblemente débiles.
    Las dos razas se extinguieron casi inmediatamente después de llegar a Abarrach.
    —¿Te refieres a..., a que ya no queda ningún mensch vivo en este mundo? ¡Pero si fueron confiados a vuestro cuidado! —empezó a decir Alfred en tono recriminatorio—. Seguro que....
    Al ver que aquello había llegado demasiado lejos, Haplo emitió un silbido. El perro dejó de comer y, siguiendo el gesto de su amo, se acercó al trote hasta Alfred, se acomodó junto a él y se puso a lamer alegremente la cara del sartán.
    —Seguro que... ¡Ya basta! Vamos, perrito, lárgate. Vete, chucho... —Alfred intentó quitarse de encima al animal. El perro, tomando la maniobra por un juego, entró enseguida en el espíritu de la competición—. ¡Quieto! ¡Siéntate! Perrito bonito. ¡No, por favor! ¡Vete!
    —Tienes razón, nigromante —intervino Haplo sin inmutarse—. Esos mensch son débiles. Sé algunas cosas de ellos y no podrían haber sobrevivido en un mundo como el vuestro. Un hecho que algunos deberían haber sabido antes de traerlos aquí. En cambio, parece que a vosotros os iban bien las cosas. ¿Qué sucedió, pues?
    Baltazar frunció el entrecejo y su tono de voz se hizo sombrío.
    —Un desastre. Pero el golpe no sobrevino de pronto, sino que llegó gradualmente. En mi opinión, eso hizo aún peores sus consecuencias. Empezaron a fallar pequeñas cosas. El suministro de agua comenzó a menguar de un modo misterioso. El aire se hizo más frío y nocivo; los gases ponzoñosos envenenaron nuestra atmósfera. Cada vez tuvimos que utilizar más nuestra magia en protegernos del veneno, en producir agua y en aprovisionarnos de comida. La Gente Menuda, esos que llamáis enanos, sucumbió. No pudimos hacer nada para ayudarlos sin ponernos en peligro nosotros mismos.
    —Pero vuestra magia... —protestó Alfred, quien por fin había convencido al perro que se sentara tranquilamente a su lado.
    —¿No lo entiendes? ¡Necesitábamos la magia para nosotros! Éramos los más fuertes, los más aptos, los más preparados para sobrevivir. Hicimos lo que pudimos por los..., por esos enanos, pero al final sucumbieron como lo hicieran antes los otros mensch. Y entonces se hizo más importante que nunca para nosotros resucitar a los muertos y mantenerlos en ese estado.
    Haplo movió la cabeza en gesto de profunda admiración.
    —Una mano de obra que nunca descansa, que no come ni bebe, a la que no afecta el frío ni las penalidades. El esclavo perfecto. El soldado perfecto.
    —Exacto —asintió Baltazar—. Sin nuestros muertos, los vivos no habríamos salido adelante.
    —Pero ¿no entiendes lo que habéis hecho? —exclamó Alfred con expresión grave, atormentada—. ¿No os dais cuenta de que...?
    —¡Perro! —ordenó Haplo.
    El animal se incorporó, con la lengua fuera y meneando el rabo. Alfred se cubrió el rostro con las manos y, tras dirigir una mirada de temor a Haplo, enmudeció.
    —Claro que nos damos cuenta —asintió el nigromante, entusiasmado—.
    Recuperamos un arte que, según los viejos anales, nuestro pueblo había perdido.
    —No. Perdido, no —murmuró Alfred con voz lastimera, pero sin que nadie lo oyera. Haplo captó sus palabras gracias al oído del perro.
    —Desde luego, no creáis que permanecimos ociosos y que no intentamos descubrir qué estaba sucediendo —precisó Edmund—. Investigamos y por fin, muy a pesar nuestro, llegamos a la conclusión de que los colosos, que un día nos habían proporcionado la vida, eran ahora los responsables de que nos viéramos privados de ella. En otro tiempo, a través de las columnas nos había llegado el calor y el aire fresco. Ahora, nuestro calor estaba siendo desviado y aprovechado por...
    —¿Por la gente de la ciudad? —Haplo movió la mano en dirección a los edificios que habían sobrevolado en la nave—. Es eso lo que sospecháis, ¿no?
    Apenas prestó atención a la respuesta. El tema lo traía sin cuidado. Habría preferido profundizar en el asunto de la nigromancia, pero no se atrevió a dejar entrever su profundo interés por la cuestión delante del príncipe y su hechicero, ni delante de Alfred. Paciencia, se aconsejó.
    —Fue un accidente. La gente de Necrópolis no tenía modo de saber que nos estaba causando tal perjuicio —protestó Edmund acaloradamente, dirigiéndose al nigromante. Baltazar arrugó la frente y Haplo comprendió que estaba ante una vieja discusión entre los dos.
    El nigromante, tal vez porque estaba en presencia de extraños, se abstuvo de expresar una opinión contraria a la de su monarca. Haplo estaba a punto de llevar de nuevo la conversación a los muertos cuando un estrépito y una conmoción en la caverna atrajeron la atención de todos. Varios cadáveres —de soldados, a juzgar por los fragmentos harapientos de sus uniformes— llegaron a la carrera, procedentes de la entrada de la caverna.
    El príncipe se incorporó de inmediato, seguido del nigromante. Baltazar agarró del brazo al príncipe y señaló algo. El cadáver del rey muerto avanzaba arrastrando los pies, dispuesto también a interrogar a los centinelas.
    —Ya le dije a Su Alteza que esto sería un problema —declaró Baltazar con voz grave.
    La cólera encendió la pálida piel del príncipe. Se dispuso a decir algo, pero reprimió a duras penas las palabras apresuradas que le venían a los labios.
    —Tú tenías razón y yo estaba equivocado —declaró por último, tras una pausa de reflexión—. ¿Estás satisfecho de oírme confesarlo?
    —Su Alteza me malinterpreta —repuso el nigromante con suavidad—. No pretendía...
    —Ya sé que no, amigo mío. —Edmund exhaló un cansino suspiro. El agotamiento borró el color de sus enjutas facciones—. Perdóname. Por favor, disculpadnos — tuvo apenas la serenidad de decir a sus invitados, y se dirigió apresuradamente hacia el lugar donde el rey se encontraba conferenciando con los cadáveres de sus subditos.
    Haplo hizo un gesto con la mano y el perro se alejó al trote detrás del príncipe, sin que éste lo advirtiera. Los sartán vivos de la caverna habían enmudecido.
    Intercambiando miradas sombrías, empezaron a recoger rápidamente los utensilios que habían sacado para dar cuenta de su magra comida. Pero, cuando pudieron apartar la atención de su tarea, los ojos de todos ellos se dirigieron a su príncipe.
    —No es de buena educación que los espíes de esta manera, Haplo —dijo Alfred en voz baja, mirando con aire severo hacia el perro, apostado junto al príncipe.
    Haplo no consideró que el comentario mereciera respuesta.
    Alfred se puso a revolver nerviosamente los restos de pescado que había dejado en el plato.
    —¿Qué dicen? —preguntó por último.
    —¿Por qué quieres saberlo? No es de buena educación espiarlos, tú lo has dicho —replicó Haplo—. De todos modos, tal vez te interese saber que esos muertos, que son sin duda exploradores, informan que ha arribado a puerto un ejército.
    —¡Un ejército! ¿Qué hay de la nave?
    —Las runas evitarán que nadie se acerque a ella, y mucho menos que le cause daños. Lo que debe preocuparte más es que ese ejército marcha hacia aquí.
    —¿Un ejército de vivos? —inquirió Alfred en voz baja, temiendo la respuesta.
    —No —respondió Haplo, observando fijamente a su compañero de viaje—. Un ejército de muertos.
    Alfred lanzó un gemido y se cubrió el rostro con la mano. Haplo se inclinó hacia adelante.
    —Escucha, sartán —dijo en voz baja, con tono urgente—. Necesito algunas respuestas acerca de esa nigromancia, y las necesito ahora.
    —¿Qué te hace pensar que sé algo al respecto? —preguntó Alfred, incómodo, desviando la mirada.
    —Todos esos gestos, gemidos y lamentos que has estado haciendo desde que te has enterado de lo que sucedía aquí. ¿Qué sabes tú de los muertos?
    —No estoy seguro de que deba contártelo —respondió Alfred, hundiendo su cabeza calva entre los hombros encogidos, como una tortuga refugiándose en su caparazón.
    Haplo alargó la mano, asió al sartán por la muñeca y la retorció enérgicamente.
    —¡Estamos a punto de vernos envueltos en una guerra, sartán! ¡Y es obvio que tú eres incapaz de defenderte, lo cual deja en mis manos tu seguridad, además de la mía! ¿Vas a hablar?
    Alfred hizo una mueca de dolor.
    —Te..., te diré lo que sé.
    Haplo gruñó de satisfacción y soltó al sartán. Alfred se frotó la muñeca.
    —Los cadáveres están vivos, pero sólo en el sentido de que pueden moverse y obedecer órdenes. Recuerdan lo que hicieron en vida, pero no conocen nada más.
    —El viejo rey, entonces... —Haplo dejó la frase en el aire, sin acabar de comprender.
    —Aún se cree el rey —explicó Alfred dirigiendo la vista al cadáver, a su cabeza blanca y a sus guedejas canosas coronadas de oro—. Todavía trata de gobernar porque aún se considera el monarca. Pero, por supuesto, no tiene la menor idea de la situación actual. No sabe dónde está; lo más probable es que aún se crea en su patria.
    —Pero los soldados muertos saben...
    —Saben luchar, porque recuerdan lo que estaban habituados a hacer en vida. Y lo único que necesita hacer un comandante vivo es señalar al enemigo.
    —¿Qué son esa suerte de espíritus que siguen a los cadáveres como sombras?
    ¿Qué tienen que ver con los muertos?
    —En cierto modo son, efectivamente, sus sombras. Son la esencia de lo que eran cuando estaban vivos. Nadie sabe gran cosa acerca de los fantasmas, como los llaman. Al contrario que el cuerpo, el fantasma parece ser consciente de lo que sucede en el mundo, pero no puede actuar en él.
    Alfred suspiró, y sus ojos pasaron del rey muerto a su hijo.
    —Pobre joven. Al parecer, creía que con su padre sería distinto. ¿Viste cómo el fantasma se resistía a volver a esta forma de vida corrupta? Era como si supiese...
    ¡Ah, qué han hecho! ¡Qué han hecho!
    —Bien, sartán, ¿qué es ello? —estalló Haplo, impaciente—. A mí me parece que la nigromancia puede tener sus ventajas.
    Alfred se volvió y contempló al patryn con una mirada penetrante, cargada de una profunda serenidad.
    —Sí, eso mismo creímos nosotros, hace mucho tiempo. Pero realizamos un descubrimiento terrible. Es preciso que el equilibrio se mantenga, pues, por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere, en alguna parte, cuando aún no era su hora. —El sartán dirigió una mirada desesperada a la multitud refugiada en la caverna y comentó con voz lúgubre—: Es posible, muy posible, que estas gentes hayan ocasionado, sin saberlo, la perdición de toda nuestra raza.
    CAPITULO 16
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    —¡Teorías sin fundamento! —replicó Haplo con un resoplido de disgusto—. ¡No puedes demostrar lo que dices! —Tal vez ya haya sido demostrado —apuntó Alfred.
    Haplo se puso en pie. No tenía intención de quedarse a escuchar los lloriqueos del sartán ni un momento más. De modo que los muertos tenían algunos problemas de memoria, unos períodos de atención muy cortos. Haplo reflexionó que, de estar en la posición de aquellos cadáveres animados, probablemente tampoco querría experimentar el presente. De estar en su posición... ¿querría ser resucitado?
    La pregunta lo llevó a detenerse, una vez incorporado. Se imaginó tendido en el suelo de roca con el nigromante plantado ante él, imaginó su cuerpo alzándose...
    Se apresuró a borrar la imagen de su mente y echó a andar. Tenía cosas más importantes en que reflexionar.
    O tal vez no, le susurró una vocecilla en su interior. Si moría en aquel mundo —y había estado muy cerca de la muerte en otros dos mundos—, ¡aquello era lo que harían con él!
    Aquellos ojos que miraban directamente hacia su pasado. Aquella piel blanquecina, cerúlea, aquellos labios y uñas violáceos, aquel cabello lacio y despeinado... La repulsión le hizo un nudo en el estómago y, por un momento, el patryn pensó en huir, en salir a escape.
    Asombrado, consiguió dominarse. ¿Qué diablos le estaba sucediendo?, se dijo.
    ¡Huir! ¡Escapar! ¿De qué? ¿De un puñado de cadáveres?
    —Esto es cosa del sartán —murmuró con rabia—. Ese cobarde lloriqueante me está afectando las ideas. Si estuviera muerto, supongo que poco me importaría estarlo de un modo o de otro.
    Sin embargo, su mirada pasó de los cadáveres a los fantasmas, aquellas formas sombrías y patéticas siempre rondando cerca de su cuerpo correspondiente, al alcance de éste pero incapaz de tocarlo.
    —Padre, déjame esto a mí —Edmund le hablaba al cadáver con loable paciencia—. Quédate con el pueblo. Yo iré con los soldados a ver qué sucede.
    —¿Nos ataca la gente de la ciudad? ¿De qué ciudad? No recuerdo ninguna... —El resucitado monarca sonaba quejumbroso; su voz hueca expresaba frustración y perplejidad.
    —¡No hay tiempo para explicaciones, padre! —La paciencia del príncipe estaba llegando al límite—. Por favor, no te preocupes. Yo me encargo de todo. El pueblo.
    Tú, quédate con el pueblo.
    —Sí, el pueblo. —El cadáver captó esta palabra y pareció asirse a ella firmemente—. Mi pueblo se vuelve a mí en busca de liderazgo pero, ¿qué puedo hacer? ¡Nuestra tierra está muriendo! Tenemos que marcharnos, buscar otro lugar.
    Hijo mío, ¿escuchas lo que digo? ¡Hemos de abandonar nuestra tierra!
    Pero Edmund había dejado de prestar atención. Se alejó con los soldados muertos y retrocedió apresuradamente hacia la entrada de la caverna. El nigromante se quedó atrás para atender a las divagaciones del cadáver viviente. El perro, al no tener instrucciones de lo contrario, trotó junto a los talones del príncipe.
    Haplo se apresuró tras Edmund pero, al alcanzarlo, vio el brillo de unas lágrimas en las mejillas del príncipe y advirtió su abrumado dolor. El patryn dejó unos pasos de distancia y se entretuvo haciendo fiestas con el perro para dar tiempo al príncipe a recobrar el dominio de sí. Edmund se detuvo, se pasó el revés de la mano por los ojos en un gesto rápido y volvió la cabeza.
    —¿Qué quieres? —preguntó con voz áspera.
    —He venido a coger al perro —respondió Haplo—. Ha salido corriendo detrás de ti antes de que pudiera detenerlo. ¿Qué sucede?
    —No hay tiempo para... —Edmund reemprendió la marcha a toda prisa.
    Los soldados muertos avanzaban con rapidez, aunque con torpeza. Les costaba caminar. Tenían problemas para medir los pasos y para efectuar cambios de dirección si encontraban un obstáculo. En consecuencia, tropezaban con los muros de la caverna, resbalaban de los peñascos y tropezaban con las rocas. Pero, aunque no parecían darse cuenta de los obstáculos, ninguno de éstos los detenía.
    Avanzaban a través de los charcos de magma al rojo vivo sin la menor vacilación.
    La lava quemaba las ropas y corazas que pudieran llevar todavía y convertía la carne muerta en grumos requemados. Y, sin embargo, incluso entonces seguían avanzando.
    Haplo notó crecer de nuevo en su interior la repulsión que había sentido antes.
    En el Laberinto había presenciado cosas que habrían vuelto loco a cualquiera, pero ahora se vio obligado a endurecer la que consideraba una voluntad de hierro para seguir avanzando junto a aquel horrendo ejército.
    Edmund le dirigió una mirada como si deseara que su interlocutor se quitara de en medio. Haplo mantuvo con determinación su expresión amistosa y preocupada.
    —¿Qué has dicho que sucede? —insistió.
    —Un ejército de Necrópolis ha desembarcado en el puerto del pueblo —respondió Edmund, lacónico. Al parecer, algo más pasó por su mente pues añadió, en tono más conciliador—: Lo siento. Vosotros teníais un barco amarrado allí, creo recordar.
    Haplo estuvo a punto de responder que las runas protegerían la nave, pero lo pensó mejor.
    —Sí, me preocupa el barco —contestó—. Me gustaría ver qué ha sido de él.
    —Le pediría a los soldados que se ocuparan de ello, pero los informes que traen no son muy fiables. Bien podría ser que nos hayan puesto alerta frente a un enemigo contra el que lucharon hace diez años.
    —¿Por qué los usas de exploradores, entonces? —le preguntó el patryn.
    —Porque no podemos dedicar a eso a los vivos.
    Así pues, lo que Alfred le había contado era cierto. Al menos, esa parte. Y aquel pensamiento trajo a la mente de Haplo otro problema. El sartán... a solas...
    —Vuelve —ordenó al perro—. Quédate con Alfred. El animal, obediente, hizo lo que le ordenaba su amo.
    Alfred se sentía cada vez más desanimado y casi se alegró del regreso del animal, aunque sabía perfectamente que lo había enviado Haplo para espiarlo. El perro se tendió a su lado, dio un rápido lametón a la mano del sartán y puso la cabeza bajo la palma para incitar a Alfred a acariciarlo detrás de las orejas.
    El retorno del nigromante no le produjo tanta alegría. Baltazar era un hombre vigoroso y enérgico. Su porte erguido, su aire imperioso y los ropajes negros, largos y vaporosos, realzaban su estatura y lo hacían parecer más alto de lo que era. Tenía el tono de piel marfileño de quien nunca había visto el sol. Sus cabellos, a diferencia de la mayoría de los sartán, eran tan negros que casi parecían azules.
    La barba, cortada recta cuatro dedos por debajo del mentón, brillaba como la obsidiana de su tierra natal. Sus ojos negros resultaban extraordinariamente inteligentes, astutos y penetrantes; su mirada taladraba lo que observaba y lo colocaba al trasluz para un examen más minucioso.
    Baltazar volvió aquellos ojos implacables hacia Alfred, quien notó cómo su afilada hoja penetraba en él, taladrándolo.
    —Me alegro de tener la oportunidad de hablar contigo a solas —dijo el nigromante.
    Alfred no compartía en absoluto su alegría, pero había pasado gran parte de su vida en la corte y acudió automáticamente a sus labios un comentario diplomático.
    —¿Va..., va a haber problemas? —añadió, encogiéndose bajo la mirada de aquellos ojos negros.
    Baltazar sonrió y le informó —diplomáticamente también— que, si los había, no era asunto suyo.
    Era una afirmación que Alfred podría haber discutido, pues se encontraba en medio del posible combate, pero el sartán no era demasiado hábil discutiendo y prefirió guardar un sumiso silencio. El perro bostezó y los miró desde el suelo con ojos soñolientos.
    Baltazar permaneció callado. Todos los vivos de la caverna guardaban silencio, observando y esperando. Los muertos también permanecían quietos en el fondo de la oquedad, pero ellos no esperaban porque no tenían nada que esperar.
    Simplemente, estaban; y, al parecer, así seguirían hasta que uno de los vivos les dijera otra cosa. El cadáver del viejo monarca no parecía saber qué hacer consigo mismo. Ninguno de los vivos le dijo nada y por último, desvalido y desolado, se encaminó al fondo de la caverna para unirse a sus difuntos subditos en aquella pasiva existencia.
    —Tú no apruebas la nigromancia, ¿verdad? —preguntó de pronto Baltazar.
    Alfred notó como si la corriente de magma hubiera cambiado de curso y le subiera por las piernas y el cuerpo directamente hasta el rostro.
    —Yo... No. No me gusta.
    —Entonces, ¿por qué no volvisteis a buscarnos? ¿Por qué nos dejasteis abandonados?
    —No sé..., no sé de qué me hablas.
    —Claro que lo sabes.
    La furia del nigromante, su rabia contenida, resultaba aún más espeluznante por el hecho de expresarla en apenas un susurro, que sólo Alfred podía escuchar.
    Bueno, no sólo él. A sus pies, también el perro estaba pendiente de la conversación.
    —Claro que sí. Eres un sartán, uno de nosotros. Y no procedes de este mundo.
    Alfred quedó totalmente anonadado. No tenía idea de qué responder. No podía mentir pero ¿cómo decir la verdad cuando, en realidad, la desconocía?
    Baltazar sonrió, pero la suya era una expresión atemorizadora, con los labios apretados, llena de un extraño y repentino regocijo.
    —Veo el mundo del que procedes. Lo veo en tus palabras. Un mundo opulento, un mundo de luz y aire puro. ¡De modo que las antiguas leyendas son ciertas!
    ¡Nuestra larga búsqueda debe aproximarse a su final!
    —¿Búsqueda de qué? —preguntó Alfred, desesperado, con la esperanza de cambiar de tema. Lo consiguió.
    —¡Del camino de regreso a esos otros mundos! ¡De la salida de éste! —Baltazar se inclinó hacia él y el susurro se volvió agudo, cargado de tensión e impaciencia—.
    ¡La Puerta de la Muerte!
    Alfred no podía respirar; era como si lo estuvieran estrangulando.
    —¿Si..., si me perdonas —balbució, tratando de ponerse en pie y escapar de allí—. No..., no me siento bien...
    Baltazar lo agarró por el brazo, impidiendo que se moviese.
    —Puedo hacer que te sientas peor —murmuró, y dirigió una mirada a uno de los cadáveres.
    Alfred tragó saliva, emitió un jadeo y pareció encogerse. El perro alzó la testuz y gruñó, preguntando al sartán si necesitaba ayuda.
    Baltazar pareció desconcertado y algo avergonzado ante la reacción de Alfred.
    —Discúlpame. No debería haberte amenazado. No soy mala persona. Pero sí — añadió con voz grave y emocionada— un hombre desesperado.
    Alfred, temblando, se acurrucó junto al suelo de la caverna. Alargó una mano vacilante y dio unas palmaditas al perro, tranquilizándolo. El animal bajó la cabeza y reanudó su callada vigilancia.
    —Ese otro hombre, el que viene contigo. El de las runas tatuadas. ¿Qué es? Un sartán, no: no es como tú o como yo. Pero se parece más a nosotros que esos otros, la Gente Menuda. —Baltazar cogió una piedra de cantos afilados y la sostuvo en alto a la luz mortecina que llenaba la cavidad—. Esta piedra tiene dos caras, cada una distinta de la otra, pero ambas partes son de la misma roca. Tú y yo somos una cara, parece. Él es la otra. Pero los dos formamos parte de un todo.
    Los ojos negros de Baltazar clavaron contra la pared de roca al impotente Alfred.
    —¡Habla! ¡Dime cosas de él! ¡Dime la verdad de ti! ¿Habéis venido a través de la Puerta de la Muerte? ¿Dónde está?
    —No puedo hablarte de Haplo —respondió Alfred desmayadamente—. Cada persona tiene derecho a contar o mantener oculta su historia; la decisión le corresponde a él. —El sartán empezaba a sentir pánico y consideró que podría refugiarse en la verdad, aunque sólo fuera una verdad parcial—. Respecto a cómo llegué aquí, fue..., ¡fue un accidente! No fue a propósito.
    Los ojos azabache del nigromante lo taladraron y hundieron su afilada hoja aquí y allá, sondeando y desgarrando. Por fin, con un gruñido, apartó la mirada.
    Pensativo, se quedó sentado mirando al rincón de la cavidad donde se habían reunido los muertos.
    —Veo que no mientes —dijo por último—. No puedes mentir; eres incapaz de engañar. Pero tampoco estás diciendo la verdad. ¿Cómo puede existir esta dicotomía en tu interior?
    —Porque desconozco esa verdad que me exiges contar. No la comprendo del todo y, por tanto, si hablara de la pequeña parte que conozco, y que sólo veo de manera imprecisa, tal vez estaría causando un daño irreparable. Es mejor que guarde para mí lo que sé.
    Un destello de cólera brilló en los ojos de Baltazar, reflejando la luz amarilla de la hoguera. Alfred le plantó cara, resuelto y tranquilo; apenas palideció ligeramente. Fue el nigromante quien cedió primero y su iracunda frustración se redujo a un profundo abatimiento.
    —Se dice que esta virtud fue un día la nuestra. Se dice que la mera idea de que uno de nuestra raza derramara la sangre de otro era tan inconcebible que no existía en nuestro idioma una palabra para denominar tal acto. Pues bien, ahora tenemos varias: asesinato, guerra, engaño, traición, trampa, muerte... Sí, muerte.
    Baltazar se puso en pie. Su ira ardiente se enfrió y se solidificó como la roca fundida al entrar en contacto con un charco de agua helada.
    —Me dirás lo que sepas de la Puerta de la Muerte. Y, si no me lo cuentas con tu voz de vivo, ¡me lo dirás con la voz de los muertos! —Se volvió un poco y señaló los cadáveres—. Ellos nunca olvidan lo que han sido, lo que han hecho. Sólo olvidan las razones por las que lo hicieron. Y por eso están dispuestos a repetirlo una y otra vez.
    El nigromante se alejó por el túnel en pos de un príncipe. Alfred, desconcertado y sobrecogido, se quedó mirándolo. Estaba demasiado horrorizado para articular palabra.
    CAPÍTULO 17
    CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH
    —¡Sabía que no debía dejar solo a ese sartán enclenque! —se dijo Haplo con irritación cuando escuchó los balbuceos y las confusas negativas de Alfred a través de los oídos del perro. El patryn estuvo tentado de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos para intentar remediar la situación, pero comprendió que, para cuando llegara al lugar de la caverna donde había dejado al sartán, la mayor parte del daño ya estaría hecho. Así pues, continuó la marcha tras el príncipe y su ejército de cadáveres hacia la boca de la cueva.
    Cuando la conversación entre Baltazar y Alfred finalizó, Haplo se alegró de no haber intervenido. Ahora sabía qué se proponía el nigromante. Y, si Baltazar quería realizar un pequeño viaje a través de la Puerta de la Muerte, Haplo estaría más que contento de complacer sus deseos. Por supuesto, Alfred no lo aceptaría nunca pero, a partir de aquel momento, su compañero de viaje sartán había dejado de ser imprescindible. El nigromante sartán era una pieza mucho más valiosa que un moralista lloriqueante como Alfred.
    Habría problemas. Baltazar era un sartán y, por tanto, poseía una bondad innata. Si amenazaba con asesinar, era por su desesperada y profunda lealtad para con su pueblo y su príncipe. No era probable que aceptara dejar a su pueblo, abandonar a su príncipe y marcharse solo. Por otra parte, Haplo estaba seguro de que a su Señor no le haría la menor gracia ver a un ejército de sartán atravesando la Puerta de la Muerte y penetrando en el Nexo.
    No obstante, se dijo el patryn, encontraría el modo de solventar las dificultades que se presentaran.
    El príncipe, un poco por delante de Haplo, se detuvo. —El enemigo —anunció.
    Habían llegado a la boca de la caverna. Oculto en las sombras, en pie, vieron a la fuerza que se aproximaba. Era un ejército de cadáveres putrefactos y andrajosos que avanzaba, tambaleante y arrastrando los pies, en lo que aquellos muertos vivientes recordaban como una formación militar. Varios grupos de enemigos de las primeras avanzadillas ya habían chocado con las tropas del príncipe y se iniciaban las escaramuzas en el campo de batalla.
    Era la batalla más extraña que Haplo había visto nunca. Los muertos combatían con los recursos que recordaban haber utilizado en vida, repartiendo y recibiendo golpes de espada, parándolos y descargándolos. Todos luchaban con evidente intención de matar al oponente. Y, sin embargo, no estaba claro si batallaban contra aquel enemigo concreto o contra alguno al que se habían enfrentado años antes.
    Uno de los soldados muertos paró una estocada que su oponente no había lanzado. Otro dejó que una lanza le atravesara el pecho sin hacer el menor gesto para defenderse. Los golpes eran descargados a conciencia, aunque mal dirigidos, y unas veces eran detenidos y otras, no. La hoja de la espada empuñada por una mano muerta se hundía en una carne muerta que no la notaba. Las cadáveres extraían el arma y continuaban luchando, golpeándose una y otra vez, produciéndose daños considerables pero sin conseguir grandes progresos.
    El combate entre los muertos habría podido continuar indefinidamente de haber estado parejas las fuerzas de ambos ejércitos. Pero los combatientes del ejército de Necrópolis mostraban un estado de putrefacción mucho más avanzado que los soldados del príncipe. Aquellos muertos parecían peor cuidados que los del príncipe, si era posible decir tal cosa.
    En muchos casos, la carne de los cadáveres se había desprendido de los huesos.
    Todos presentaban numerosas heridas, recibidas en su mayor parte, al parecer, después de su muerte. A gran número de soldados les faltaban diversas partes del cuerpo, algún hueso aquí y allá, parte de un brazo o de una pierna... Las armaduras estaban muy oxidadas y los correajes de cuero que las mantenían en su lugar estaban casi podridas; corazas y espalderas colgaban de un hilo y las espinilleras, caídas en torno a los tobillos, hacían que los cadáveres tropezaran una y otra vez.
    Los muertos hacían torpes intentos para pasar por encima o a través de los obstáculos y parecían constantemente estorbados por sus propios pertrechos, que iban perdiendo por el camino. Así, aquellos ejércitos de difuntos parecían pasar más tiempo recuperándose de sus tropiezos que avanzando. Los combatientes estaban siendo desmenuzados en montones de huesos y piezas de armadura sobre los cuales se agitaban y se retorcían sus fantasmas, extendiendo en gesto de súplica sus brazos como volutas de humo. Habría constituido un espectáculo cómico, de no haber sido tan horroroso.
    Haplo tuvo ganas de echarse a reír, pero un vuelco en el estómago le hizo ver que, si lo hacía, no podría contener las náuseas.
    —Muertos viejos —dijo el príncipe, observando al ejército rival.
    —¿Qué? —respondió Haplo—. ¿A qué te refieres?
    —Necrópolis está utilizando sus antiguos difuntos, los muertos de generaciones pasadas. Manda a uno de tus hombres a buscar a Baltazar —ordenó Edmund al capitán de su propio ejército. Después, se volvió a Haplo y le comentó, como si tal cosa—: Los muertos viejos siempre son reconocibles. Los nigromantes de la ciudad no eran muy expertos en su arte. Les faltaba el conocimiento de cómo evitar que la carne se corrompa, de cómo conservar el cadáver.
    —¿Vuestras guerras siempre las libran los muertos?
    —Ahora que disponemos de ejércitos lo bastante numerosos, sí, ellos se encargan de la mayor parte. En otro tiempo, combatían los vivos —Edmund movió la cabeza—. Un trágico despilfarro. Pero eso fue hace mucho tiempo, mucho antes de que yo naciera. Necrópolis envía a sus muertos viejos. Me pregunto qué significará eso —añadió con gesto de preocupación.
    —¿Qué puede significar?
    —Podría ser un amago, un intento de atraernos y forzarnos a revelar nuestra fuerza real. Esto es lo que diría Baltazar. Pero también puede ser una señal del pueblo de Necrópolis para mostrarnos que no pretenden causarnos graves daños.
    Como verás, nuestros muertos nuevos pueden derrotar a los suyos con facilidad. Mi opinión —añadió el príncipe— es que Necrópolis quiere negociar.
    Edmund miró hacia adelante y entrecerró los ojos para que no lo deslumbrase el fulgor rojizo del mar de magma.
    —Tiene que haber algún vivo entre ellos —murmuró—. Sí, ya los veo. Están ahí, en retaguardia.
    Dos nigromantes vestidos de negro y encapuchados caminaban tras su miserable ejército, fuera del alcance de las lanzas arrojadizas. Haplo se sorprendió al advertir la presencia de unos hechiceros vivos pero, al observar con más cuidado, comprobó que los nigromantes debían ocuparse no sólo de conducir al ejército y mantener la magia que conservaba unidos los cuerpos en descomposición, sino también de actuar como macabros pastores.
    Con cierta frecuencia, algún cadáver se quedaba inmóvil, dejaba de luchar o caía y no volvía a levantarse. Los nigromantes se movían entre las tropas repartiendo órdenes, instándolos a continuar avanzando. A veces, cuando uno de los muertos ambulantes caía y se volvía a incorporar, quedaba orientado en otra dirección y se alejaba con rumbo errático, dirigido por su defectuosa memoria. El nigromante, como un perro ovejero concienzudo, corría tras el soldado, le daba la vuelta y lo obligaba a regresar al lugar de la batalla.
    Los muertos de Edmund, a quienes Haplo supuso que podía considerar «nuevos», no parecían sujetos a tales fallos. La pequeña fuerza que había enviado a la lucha se batía bien, reduciendo el número de enemigos, haciendo literalmente pedazos a los muertos viejos y sembrando el suelo de roca con sus huesos. La mayor parte del ejército del príncipe permaneció agrupado tras él a la entrada de la caverna, como unas fuerzas experimentadas a la espera de órdenes. La única precaución de Edmund consistía en recordarle continuamente sus órdenes al capitán de los muertos. A cada recordatorio del príncipe, el capitán asentía con vigor, como si recibiera las instrucciones por primera vez. Haplo se preguntó si el mensajero enviado a Baltazar recordaría el mensaje para cuando llegara hasta el nigromante.
    Edmund se estremeció, inquieto. De pronto, siguiendo un impulso, se encaramó de un salto a un peñasco, dejándose ver.
    —¡Deteneos! —ordenó a sus tropas, y se volvió hacia el enemigo con las manos levantadas y las palmas abiertas, en un gesto de petición de tregua.
    —¡Alto! —gritaron los nigromantes enemigos. Tras un momento de confusión, ambos ejércitos se quedaron inmóviles, tambaleándose. Los nigromantes permanecieron junto a sus tropas, donde podían ver y escuchar pero seguían protegidos por sus muertos.
    —¿Por qué venís contra mi pueblo? —preguntó Edmund.
    —¿Por qué atacasteis a los ciudadanos de Puerto Seguro? Quien había hablado era una mujer, cuya voz sonó clara y potente en el aire cargado de vapores sulfurosos.
    —No atacamos a nadie —replicó el príncipe—. Acudimos a ese puerto con la intención de comprar provisiones y fuimos atacados por...
    —¡Os presentasteis armados! —lo interrumpió la mujer con frialdad.
    —¡Pues claro que nos presentamos armados! Hemos atravesado tierras peligrosas. Incluso nos ha atacado un dragón de fuego, desde que abandonamos nuestra patria. ¡Vuestro pueblo nos atacó sin mediar provocación! Como es lógico, nos defendimos, pero no teníamos intención de causar daños y, como prueba de lo que digo, podéis comprobar que hemos abandonado el puerto dejando intactas todas sus pertenencias, aunque mi pueblo está hambriento.
    Los dos nigromantes conferenciaron en voz baja. El príncipe permaneció de pie sobre la roca negra, ofreciendo una estampa orgullosa y señorial.
    —Lo que dices es cierto. Lo hemos comprobado —intervino el otro nigromante, un hombre, al tiempo que avanzaba unos pasos dando un rodeo en torno al ala derecha de su ejército y dejando atrás a la mujer. El hechicero se quitó la capucha y mostró su rostro. Era joven, más que el príncipe, y tenía la cara bien afeitada, unos grandes ojos verdes y los largos cabellos castaños de los sartán, con las puntas blancas cayéndole en rizos sobre los hombros. Mientras avanzaba hacia el enemigo, su expresión era seria, grave y valiente.
    —¿Queréis que sigamos hablando? —preguntó a Edmund.
    —Sí, me encantaría —respondió éste, y se dispuso a saltar de su roca. El joven nigromante levantó la mano en gesto de advertencia.
    —No, por favor. No vamos a aceptar ventajas injustas sobre ti. ¿Tienes algún ministro de los muertos que pueda acompañarte?
    —Mi nigromante viene hacia aquí mientras hablamos —contestó Edmund con un gesto de satisfacción ante aquella muestra de cortesía. Haplo volvió la cabeza hacia el fondo de la caverna y vio acercarse apresuradamente la figura de Baltazar, envuelta en sus negros ropajes. O bien el cadáver había recordado el mensaje, o el nigromante había decidido acudir junto a su príncipe por decisión propia. Y con él, – 101 –
    avanzando tras la negra figura con la misma torpeza que los cadáveres, venía Alfred acompañado del fiel perro.
    Mientras esperaba a que Baltazar llegara a su altura, Edmund impartió órdenes a su ejército de que dejara ver la cantidad de tropas suficiente para impresionar al enemigo sin descubrir a éste su verdadero número. El nigromante enemigo aguardó, paciente, a la cabeza de sus soldados espectrales. Si la demostración de fuerza de Edmund le produjo alguna impresión, su rostro juvenil no dio la menor señal de ello.
    La mujer mantuvo el rostro oculto bajo la capucha. Haplo, atraído por el sonido de su voz suave y melodiosa, sentía una gran curiosidad por ver sus facciones, pero la nigromante permaneció tan inmóvil como las rocas que la rodeaban. De vez en cuando, el patryn escuchaba su voz entonando las runas que mantenían en acción a los cadáveres.
    Baltazar alcanzó al príncipe, jadeando intensamente debido al esfuerzo, y los dos salieron del túnel al territorio neutral que había quedado entre los dos ejércitos. El joven nigromante avanzó a su vez, y el trío se encontró a medio camino. Haplo mandó al perro tras el príncipe y, apoyando la espalda en una pared, se instaló cómodamente.
    Alfred, resoplando, casi se le echó encima.
    —¿Has oído lo que decía Baltazar? ¡Conoce la existencia de la Puerta de la Muerte!
    —¡Chist! —replicó Haplo con irritación—. ¡Baja la voz o todo el mundo se va a enterar! Sí, lo he oído. Y, si quiere atravesarla, yo le mostraré el camino.
    Alfred se quedó mirándolo, estupefacto.
    —¡No puedes hablar en serio!
    El patryn, con los ojos fijos en los negociadores, ni se dignó contestar.
    —¡Ya entiendo! —exclamó Alfred con un temblor en la voz—. ¡Tú..., tú quieres ese conocimiento! —El sartán señaló con un gesto las filas de cadáveres alineadas ante ellos.
    —¡Exacto!
    —¡Vas a traernos la perdición! ¡Destruirás todo lo que hemos creado!
    —¡No! —replicó Haplo, volviéndose bruscamente—. ¡Fuisteis vosotros, los sartán, quienes lo destruisteis todo! —exclamó, y acompañó sus palabras con unos golpecitos de su índice acusador en el pecho de Alfred—. ¡Nosotros, los patryn, pondremos de nuevo las cosas como estaban! Ahora, calla y déjame escuchar.
    —Te detendré —declaró Alfred en actitud resuelta y desafiante—. No permitiré que lo hagas. Yo...
    Un poco de grava cedió bajo su pie y el sartán resbaló y perdió el equilibrio. Sus manos se agitaron frenéticamente en el aire, pero no encontraron ningún asidero y Alfred fue a caer sobre la dura roca con un ruido sordo.
    Haplo bajó la vista hacia el patético tipejo, maduro y casi calvo, que yacía a sus pies como un bulto.
    —Sí, hazlo —dijo al sartán con una sonrisa—. Impídemelo.
    Apoyado en la pared, concentró toda su atención en el parlamento.
    —¿Qué queréis de nosotros? —preguntaba el joven nigromante, una vez llevadas a cabo las formalidades de presentación.
    El príncipe expuso su historia con dignidad y orgullo. No realizó acusaciones contra el pueblo de Kairn Necros, sino que tuvo buen cuidado de atribuir al infortunio o a la ignorancia de la verdadera situación las desgracias que había padecido su pueblo.
    El idioma sartán, incluso en aquella forma alterada y algo corrompida, es dado a evocar imágenes mentales. A juzgar por la expresión del joven nigromante, era evidente que veía mucho más allá de la superficie de las palabras de Edmund. El joven intentó mantener el rostro impasible, pero un hálito de duda y un tímido sentimiento de culpa provocaron unas leves arrugas en su frente lisa y un ligero temblor en los labios; después, dirigió una rápida mirada a la mujer, que permanecía inmóvil en la retaguardia del ejército, invitándola a intervenir.
    La nigromante entendió su gesto, avanzó como si flotara y llegó junto a los dos hombres a tiempo de escuchar el final del relato de Edmund.
    Echando atrás la capucha con un grácil gesto de sus blancas manos, la mujer se descubrió y dirigió una apacible mirada al príncipe.
    —Se nota que habéis sufrido mucho. Lo siento por ti y por tu pueblo.
    —Tu compasión te honra, señora... —dijo Edmund con una reverencia.
    —Gracias —respondió ella—. Mi nombre público es Jera. Este hombre —se volvió hacia su acompañante y lo miró con una sonrisa— es mi esposo, Jonathan, de la casa ducal de los Cerros de la Grieta.
    —Noble Jonathan, eres afortunado de tener por esposa a una mujer como ésta —proclamó el príncipe con cortesía—. Y tú, señora, de tener tal marido.
    —Gracias de nuevo, Alteza. Tu relato inspira, ciertamente, piedad —continuó Jera—, y temo que mi pueblo sea, en muchos aspectos, responsable de vuestra desdicha...
    —Yo no he hablado de culpas —la interrumpió Edmund.
    —Cierto, Alteza —sonrió la mujer—, pero es fácil ver la acusación en las imágenes que evocan tus palabras. De todos modos —una expresión ceñuda frunció su entrecejo, liso como el mármol—, no creo que nuestro dinasta acepte con agrado a unos subditos que acuden a él como mendigos...
    Edmund se irguió cuanto pudo. Baltazar, que no había dicho palabra hasta aquel momento, lanzó una mirada torva con sus oscuras cejas contraídas y el mortecino fulgor rojo del mar de magma en sus ojos negros.
    —¡El dinasta! —repitió, incrédulo—. ¿Qué dinasta? ¿Y a quién llama subditos?
    ¡Nosotros somos una monarquía independiente...!
    —Paz, Baltazar. —Edmund posó la mano en el brazo de su hechicero—. Señora, no hemos venido a suplicarles nada a nuestros hermanos —recalcó esto último—.
    Entre nuestros muertos contamos con campesinos, hábiles artesanos y guerreros.
    Sólo pedimos que se nos dé la oportunidad de trabajar, de ganarnos el pan y el cobijo en vuestra ciudad. La mujer lo miró fijamente.
    —¿De veras no sabéis que os encontráis bajo la jurisdicción de nuestra Santísima Majestad Dinástica?
    —Señoría —Edmund parecía avergonzado de tener que llevarle la contraria—, yo soy el gobernante de mi pueblo. Su único señor.
    —¡Pues claro! —Jera juntó las manos en una sonora palmada, con expresión radiante e impaciente—. ¡Eso lo explica todo! ¡Se trata de un terrible malentendido!
    Alteza, tienes que venir inmediatamente a la capital para rendir pleitesía a Su Majestad. Mi esposo y yo nos sentiremos honrados de escoltarte hasta él y efectuar las presentaciones.
    —¡Pleitesía! —La barba negra de Baltazar destacó en contraste con la palidez extrema de sus facciones—. ¡Es ese autoproclamado dinasta quien...!
    —Agradezco tu amable invitación, duquesa Jera. —La mano de Edmund se cerró en torno al antebrazo de su ministro con una presión ligeramente superior a la que – 103 –
    hubiera podido considerarse normal—. El honor de acompañaros es mío. Sin embargo, no puedo dejar a mi pueblo con un ejército hostil apostado ante él.
    —Retiraremos nuestro ejército —propuso el duque—, si nos dais palabra de que el vuestro no cruzará el mar.
    —Dado que no disponemos de barcos, tal travesía es impensable...
    —Disculpa, Alteza, pero en el puerto hay una nave amarrada. Nunca antes habíamos visto una cosa parecida y hemos supuesto que...
    —¡Ah! ¡Ahora soy yo quien entiende...! —Edmund asintió y volvió la vista a Haplo y Alfred—. Habéis visto la nave y habéis pensado que nos proponíamos embarcar al ejército y cruzar ese mar... Como has dicho antes, señora, existen muchos malentendidos entre nosotros. Esa embarcación pertenece a dos extranjeros que han arribado a Puerto Seguro durante este mismo ciclo. Nos ha complacido ofrecerles cuanta hospitalidad hemos podido, aunque... —añadió el príncipe sonrojándose, entre orgulloso y avergonzado— aunque lo cierto es que ellos nos han dado más de lo que nosotros hemos podido ofrecerles.
    Alfred se puso en pie a duras penas. Haplo se incorporó de la pared, muy erguido. La duquesa se volvió hacia ellos. Su rostro, aunque no hermoso en cuanto a la figura y perfección de sus rasgos, resultaba atractivo por su expresión de inteligencia fuera de lo normal y por su voluntad, evidentemente firme y resuelta.
    Sus ojos, pardos con un matiz verdoso, eran tremendamente perspicaces y reflejaban la capacidad de la mente que funcionaba tras ellos. La mirada de la mujer recorrió a los dos extranjeros e identificó de inmediato a Haplo como propietario de la nave.
    —Hemos pasado junto a tu nave, señor, y la hemos encontrado interesantísima...
    —¿Qué clase de runas son las de su casco? —inquirió su marido con juvenil impaciencia— Nunca he visto...
    —Querido —lo interrumpió ella con voz suave—, éste no es momento ni lugar para hablar de runas. El príncipe Edmund querrá informar a su pueblo del honor que le espera al ser presentado a Su Majestad Dinástica. Nos encontraremos en Puerto Seguro cuando estés preparado, Alteza. —Los ojos verdes de Jera observaron a Haplo y, tras él, a Alfred—. Y también nos sentiremos honrados de conducir a estos extranjeros a nuestra hermosa ciudad.
    Haplo miró a la mujer, pensativo. El príncipe no lo había reconocido como a su enemigo ancestral, pero aquella última conversación había hecho comprender al patryn que el pueblo de Edmund no era sino un pequeño satélite que giraba en torno a un sol mayor y más brillante. Un sol que podía estar mucho mejor informado.
    Si se marchaba en aquellos momentos, nadie podría reprochárselo; ni siquiera su Señor. Pero, si lo hacía, tanto él como su amo sabrían siempre que había dado media vuelta y había escapado.
    —El honor será para nosotros, señora —respondió, pues, con una inclinación de cabeza. Jera le sonrió y miró de nuevo al príncipe.
    —Mandaremos noticia de vuestra llegada, Alteza, para que se lleven a cabo los preparativos para recibiros.
    —Sois muy amables —respondió Edmund.
    Tras las últimas reverencias de despedida, los interlocutores se separaron. El duque y la duquesa volvieron junto a su ejército de cadáveres, lo agruparon (algunos soldados se habían alejado del resto durante la conversación), dieron orden de formar filas y condujeron a sus soldados muertos hacia Puerto Seguro.
    Baltazar y el príncipe regresaron a la caverna.
    —¡Un dinasta! —masculló el nigromante con acritud—. ¡Que las gentes de la nación soberana de Kairn Telest son sus subditos! ¡Dime ahora, Edmund, que los habitantes de Necrópolis provocaron nuestra catástrofe por ignorancia!
    El príncipe daba visibles muestras de preocupación. Su mirada se dirigió hacia la lejana ciudad, apenas visible bajo la masa de nubes suspendida sobre ella a escasa altura.
    —¿Qué puedo hacer, Baltazar? ¿Qué puedo hacer por nuestro pueblo si no voy?
    —¡Yo te lo diré Alteza! Estos dos —el nigromante señaló a Haplo y Alfred— conocen la ubicación de la Puerta de la Muerte. ¡Han llegado aquí atravesándola!
    El príncipe los miró con perplejidad.
    —¿La Puerta de la Muerte? ¿De veras? ¿Es posible que...? Haplo se apresuró a mover la cabeza en gesto de negativa.
    —No resultaría, Alteza. Está muy lejos de aquí. Necesitaríais naves, muchísimas naves, para transportar a vuestro pueblo.
    —¡Naves! —Edmund mostró una sonrisa pesarosa—. ¡No tenemos comida y hablas de barcos...! Dime —añadió tras una pausa—, ¿la gente de la ciudad sabe..., conoce algo de la Puerta de la Muerte?
    —¿Cómo voy a saberlo, Alteza? —respondió Haplo, encogiéndose de hombros.
    —Hay que ver si realmente dice la verdad —masculló Baltazar—. ¡Y, respecto a los barcos, sí que podemos conseguirlos! ¡Ellos los tienen! —exclamó, moviendo la cabeza en dirección a Necrópolis.
    —¿Y cómo los pagaríamos, Baltazar?
    —¿Pagar, Alteza? ¿No hemos pagado ya? ¿No hemos pagado con nuestras vidas?
    —exclamó el nigromante, con los puños apretados—. ¡Yo digo que cojamos lo que queremos! ¡No te arrastres ante ellos, Edmund! ¡Condúcenos a ellos! ¡Guíanos a la guerra!
    —¡No! —El príncipe señaló hacia los duques que se alejaban—. Esos hechiceros han sido comprensivos con nosotros. No tenemos ninguna razón para pensar que el dinasta mostrará menos disposición a escucharnos y entendernos. Primero voy a probar por medios pacíficos.
    —«Vamos», Alteza. Yo te acompañaré, por supuesto...
    —No. —Edmund tomó de la mano al nigromante—. Tú quédate con el pueblo. Si me sucede algo, tú serás su líder.
    —Por fin habla tu corazón, mi príncipe. —La voz de Baltazar era amarga, apenada.
    —Creo sinceramente que no nos sucederá nada, pero sería un mal gobernante si no tomara precauciones por si sucediera algún imprevisto. —Edmund continuó apretando la mano del hechicero—. ¿Puedo confiar en ti, amigo mío? Más que amigo: mentor..., mi segundo padre...
    —Puedes confiar en mí, Alteza.
    Esta última frase del nigromante fue apenas un susurro sofocado.
    Edmund se dirigió a conferenciar con su pueblo, mientras Baltazar se retrasaba unos momentos entre las sombras para tranquilizarse y recuperar el dominio de sí mismo.
    Cuando el príncipe se hubo alejado, el nigromante levantó la cabeza. Los estragos de una pena terrible, sobrecogedora, habían envejecido sus pálidas facciones. La mirada penetrante de sus ojos azabache se posó en Alfred, traspasó el cuerpo tembloroso del sartán y penetró en Haplo.
    «No soy mala persona, pero sí soy un hombre desesperado.» Haplo escuchó el eco de las palabras del nigromante en la oscuridad iluminada por el fuego.
    —Sí, mi príncipe —prometió Baltazar con fervor, en un susurro—. Puedes confiar plenamente en mí. ¡Nuestro pueblo se salvará!
    – 105 –
    CAPITULO 18
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    —Majestad, un mensaje de Jonathan, el duque de los Cerros de la Grieta.
    —¿El duque de los Cerros...? ¿No había muerto?
    —El joven duque, Majestad. Recordad, señor, que lo enviasteis con su esposa a enfrentarse a esos invasores de la otra orilla...
    —¡Ah, sí, es cierto! —El dinasta frunció el entrecejo—. ¿El mensaje tiene que ver con los invasores?
    —Sí, Majestad.
    —Despedid a la corte —ordenó el dinasta.
    El Gran Canciller, consciente de que el asunto debía ser tratado con discreción, había hablado hasta entonces en voz baja, al oído del dinasta. La orden de despejar la corte no fue ninguna sorpresa, ni presentó la menor dificultad. El Gran Canciller sólo tuvo que volver los ojos hacia el chambelán, siempre atento, para verla cumplida.
    Un bastón golpeó el suelo.
    —La audiencia de Su Majestad ha terminado —anunció el chambelán.
    Quienes habían acudido con sus peticiones enrollaron sus pergaminos con rapidez, los guardaron en sus envoltorios, hicieron la correspondiente reverencia y salieron de la sala del trono. Quienes se limitaban a rondar por la corte y a pasar el mayor tiempo posible cerca de Su Majestad Dinástica con la esperanza de captar la atención del rey bostezaron, se desperezaron y se propusieron unos a otros unas partidas de fichas rúnicas que los ayudaran a pasar otro día de aburrimiento. Los cadáveres de la guardia del rey, excepcionalmente bien cuidados y conservados, escoltaron a todos los reunidos hasta los vastos pasadizos del palacio real, cerraron las puertas de la sala del trono y tomaron posiciones ante ellas, indicando que Su Majestad se encontraba en conferencia privada.
    Cuando en la sala se apagó el bullicio de las conversaciones y las risas afectadas, el dinasta ordenó con un gesto de la mano a su Gran Canciller que iniciara la lectura. El canciller asintió, desenrolló un pergamino y empezó:
    —«Con el más reverente respeto a Su Gracia...» —Sáltate todo eso.
    —Sí, Majestad.
    El Gran Canciller tardó unos instantes en pasar la vista por las profusas alabanzas a la persona del dinasta, a sus ilustres antepasados en el cargo, al ecuánime mandato del dinasta y demás. Por fin, el canciller encontró el meollo del mensaje y pasó a leerlo.
    —«Los invasores proceden del círculo exterior, Majestad, de una tierra conocida como Kairn Telest, Las Cavernas Verdes, debido a la..., a la frondosa vegetación que crecía en esa región en otro tiempo. Al parecer, esa tierra ha sufrido últimamente una serie de infortunios. El río de magma que la calentaba se ha enfriado y la fuente de agua de ese pueblo se ha secado.» Según parece, Majestad —añadió el Gran Canciller, levantando la vista del manuscrito—, esas Cavernas Verdes podrían ser llamadas ahora las Cavernas del Arruinado. El dinasta no dijo nada; su respuesta al comentario irónico del canciller fue un simple gruñido. El Gran Canciller reanudó la lectura:
    —«Debido a esta catástrofe, el pueblo de Kairn Telest se ha visto obligado a abandonar su tierra. Ha encontrado innumerables peligros en su viaje, entre ellos...» —Sí, sí —masculló el dinasta con impaciencia, y dirigió una mirada de astucia a su canciller—. ¿Menciona el duque por qué ha sentido esa gente de las Cavernas Verdes la necesidad de venir precisamente aquí?
    El Gran Canciller leyó rápidamente el mensaje hasta el final, lo revisó de nuevo para cerciorarse de que no se dejaba nada, pues Su Majestad era muy poco tolerante con los errores, y movió por último la cabeza.
    —No, Majestad. Por el tono de la carta, casi se diría que esa gente ha aparecido junto a Necrópolis por casualidad.
    —¡Ja! —En los labios del dinasta apareció una leve sonrisa de astucia mientras hacía un gesto de negativa—. Te equivocas, Pons. Saben lo que se hacen. ¡Lo saben muy bien! En fin, sigue leyendo. Vayamos al grano: ¿cuáles son sus demandas?
    —No hacen ninguna, Majestad. Su jefe, un tal príncipe... —el canciller consultó de nuevo el manuscrito para refrescar la memoria—... Edmund, de una casa desconocida, solicita la oportunidad de presentar sus respetos a Su Majestad Dinástica. En una nota final, el duque añade que el pueblo de Kairn Telest parece encontrarse en un estado de gran necesidad. Considera el duque que es probable que seamos, de algún modo, responsables de los citados desastres y espera que Su Majestad se entreviste con el príncipe cuando tenga ocasión.
    —Ese duque de los Cerros de la Grieta, ¿es un hombre peligroso, Pons, o es simplemente estúpido?
    El Gran Canciller se detuvo a estudiar la pregunta.
    —No lo considero peligroso, Majestad. Y tampoco es estúpido. Es joven, idealista e ingenuo. Un poco candido en política, eso sí. Al fin y al cabo, es el hijo menor y no fue educado para que recayera sobre él, de repente, toda la responsabilidad del ducado. Sus palabras proceden del corazón, no de la cabeza. Estoy seguro de que no tiene idea de lo que dice.
    —Su esposa, en cambio, es harina de otro costal.
    —Me temo que sí, Majestad. —El canciller adoptó una expresión grave—. La duquesa Jera es sumamente lista.
    —Y su padre, los diablos lo lleven, sigue siendo una odiosa molestia.
    —Pero ahora no es más que eso, señor. Desterrarlo a las Antiguas Provincias fue un golpe genial. Allí tiene que dedicar todos sus esfuerzos a la mera supervivencia y está demasiado débil para causar problemas.
    —Un golpe genial que debemos agradecerte, Pons. ¡Sí, lo recordamos bien! No es preciso que lo menciones a cada momento. Y ese viejo tal vez luche por sobrevivir, pero le queda el aliento suficiente como para continuar hablando en contra nuestra.
    —Pero ¿quién lo escucha? Vuestros subditos son leales. Aman a Su Majestad...
    —Basta, Pons. Es suficiente con la palabrería aduladora que arroja a nuestros pies el resto de la corte. Esperamos algo mejor de ti.
    El Gran Canciller hizo una reverencia, satisfecho de la buena opinión que el dinasta tenía de él, pero consciente de que la flor del favor real dejaría de crecer si no era nutrida por la antedicha palabrería aduladora.
    – 107 –
    El dinasta había dejado de prestar atención a su ministro. Levantándose del trono de oro y diamantes y demás minerales preciosos tan abundantes en aquel mundo, Su Majestad dio un par de vueltas en torno al gran estrado con incrustaciones de oro y de plata. El dinasta tenía la costumbre de caminar y afirmaba que el movimiento lo ayudaba en sus procesos mentales. Con frecuencia, dejaba totalmente desconcertados a quienes le presentaban peticiones, al levantarse del trono de un salto y dar varias vueltas en torno a él antes de volver a ocuparlo y pronunciar sentencia.
    Al menos, aquello mantenía pendientes de él a los cortesanos, se dijo Pons con cierta satisfacción. Cada vez que Su Majestad se ponía en pie, todos los presentes en la sala tenían que interrumpir la conversación y realizar la reverencia de rigor.
    Los cortesanos se veían obligados a dejar la charla, juntar las manos ante el pecho ocultándolas en las mangas e inclinar la cabeza prácticamente hasta el suelo cada vez que Su Majestad decidía resolver alguna cuestión dando unos pasos.
    Aquella costumbre de andar era una más de las numerosas pequeñas excentricidades del dinasta, la más notable de las cuales era su amor por los torneos y su adicción al juego de las fichas rúnicas. Cualquiera de los nuevos muertos que hubiese demostrado cierta habilidad en alguna de ambas artes era conducido a palacio, donde no se ocupaba de otro servicio que de actuar como pareja de entrenamiento de Su Majestad durante la mitad del ciclo dedicado a la actividad, o de jugar a fichas rúnicas con él hasta entrada la mitad de descanso.
    Tales peculiaridades del monarca llevaban a muchos a malinterpretarlo, tomándolo por un hombre superficial, amante sólo de los juegos. Pons, que había visto a muchos cometer tal error, no se contaba entre ellos. Su respeto y su miedo hacia Su Majestad Dinástica eran profundos y bien fundados.
    El canciller aguardó pues, en respetuoso silencio, a que Su Majestad se dignara prestarle atención. El asunto era grave, evidentemente. El dinasta le dedicó cinco giros completos en torno al dosel con la cabeza baja y las manos asidas a la espalda.
    Algo entrado en años, Kleitus XIV era todavía un hombre robusto y musculoso, de sorprendente atractivo, cuya hermosura en su juventud había sido alabada en poemas y canciones. Había envejecido bien y, como rezaba el dicho, «sería un hermoso cadáver». Poderoso nigromante, le quedaban aún muchos años para que le llegara tal destino.
    Por fin, Su Majestad cesó su pesado deambular. Sus ropas negras de piel, tratadas con un tinte púrpura para impregnarlas con el color regio, crujieron suavemente cuando volvió a sentarse en el trono.
    —La Puerta de la Muerte —murmuró, dando unos golpecitos en el brazo del trono con un anillo. Oro contra oro, el metal despidió una nota musical—. Ésa es la razón.
    —Tal vez Su Majestad se preocupa innecesariamente. Según lo que escribe el duque, quizás han llegado aquí por casualidad...
    —¡Casualidad! Dentro de poco hablarás de «suerte», Pons. Pareces un jugador de fichas rúnicas inepto. Lo que hace ganar una partida es la táctica, la estrategia.
    No, canciller. Ten presente lo que decimos: han venido en busca de la Puerta de la Muerte, igual que tantos otros han hecho antes.
    —En tal caso, dejadlos marchar, Majestad. Ya hemos tratado con esos locos otras veces. Librémonos cuanto antes de esa basura... Kleitus frunció el entrecejo y movió la cabeza.
    —Esta vez, no. Con esa gente, no debemos hacerlo. No nos arriesguemos.
    El Gran Canciller dudó en hacer la siguiente pregunta, no muy seguro de querer saber la respuesta. Pero sabía lo que se esperaba de él y actuó una vez más como cámara de resonancia de los pensamientos de su monarca.
    —¿Por qué no, señor?
    —Porque esa gente no está loca. Porque..., porque la Puerta de la Muerte se ha abierto, Pons. ¡Se ha abierto y hemos visto más allá!
    El Gran Canciller no había oído nunca a su dinasta hablar de aquel modo; jamás había oído su voz vibrante y confiada tan baja, tan llena de asombro, incluso de...
    temor. Pons se estremeció como si notara la primera oleada de una fiebre virulenta.
    Kleitus tenía la mirada en la lejanía, más allá de las gruesas paredes de granito del palacio, perdida en algún lugar que el Gran Canciller no podía ver, ni tan siquiera imaginar. Cuando habló, olvidó su plural mayestático.
    —Sucedió poco antes de la hora de levantarse, Pons. Sabes que tengo un sueño ligero. Desperté de pronto, sobresaltado por un sonido que, cuando estuve completamente alerta, no pude ubicar. Parecía una puerta que se abriera... o se cerrara. Me incorporé en el lecho y corrí la cortina del dosel creyendo que se trataba de una emergencia, pero estaba solo. No había entrado nadie en la alcoba.
    »La impresión de que había oído una puerta era tan poderosa que encendí una lámpara junto a la cama y me dispuse a llamar a la guardia. Lo recuerdo perfectamente: tenía una mano en la cortina del lecho y estaba retirando la otra después de encender la lámpara cuando, a mi alrededor, todo..., todo vibró..., se rizó...
    —¿Se rizó, Majestad? —Pons frunció el entrecejo.
    —Ya sé, ya sé. Suena increíble, pero no tengo otro modo de describirlo. —Kleitus dirigió una sonrisa desconsolada a su canciller—. A mi alrededor, todo pareció perder forma y sustancia, perder dimensión. Era como si yo, y la cama, y las cortinas, y la lámpara, y la mesa no fuéramos, de pronto, otra cosa que una capa de aceite sobre un agua tranquila. La ondulación me dobló, dobló el suelo, la mesa, la cama... Y al cabo de un instante, todo pasó.
    —Un sueño, Majestad. Aún no habíais despertado del todo.
    —Eso fue lo que me dije. Pero en aquel instante, Pons, esto es lo que vi.
    El dinasta era un hechicero poderoso entre los sartán. Cuando habló, sus palabras indujeron rápidas imágenes en la mente de su ministro. Las imágenes pasaron con tal rapidez que Pons quedó confuso, perplejo. No distinguió nada con nitidez, pero tuvo una vertiginosa impresión de una serie de objetos dando vueltas a su alrededor, parecida a una experiencia de su infancia, cuando su madre lo cogía por las manos y lo hacía girar y girar en el aire en una alegre danza.
    Pons vio una máquina gigantesca, cuyas partes metálicas imitaban las de un cuerpo humano y que trabajaba con frenética intensidad sin ningún propósito concreto. Vio una mujer humana de piel negra y un príncipe elfo guerreando contra los de su propia raza. Vio una raza de enanos que se alzaba contra la tiranía, conducida por uno con gafas. Vio un mundo verde bañado en un sol excesivo y una hermosa ciudad reluciente, vacía, desprovista de vida. Vio unas criaturas enormes, horribles, sin ojos, que asolaban una tierra asesinando a todo el que encontraban a su paso, y las oyó gritar: «¿Dónde están las ciudadelas?». Vio una raza de gente siniestra, cargada de una rabia y de un odio que producían pavor, una raza con runas dibujadas en la piel. Vio dragones...
    —Ahí tienes, Pons. ¿Lo entiendes? —Kleitus suspiró de nuevo, entre el asombro y la frustración.
    —No, Majestad —balbució el canciller con un jadeo—. No lo entiendo. ¿Qué...?
    ¿Dónde...? ¿Cuánto tiempo...?
    —No sé más que tú acerca de esas visiones. Pasaban demasiado deprisa y, cuando quería retener una, se me escapaba de la mente como la niebla entre los dedos. ¡Pero lo que veía, Pons, eran otros mundos! Unos mundos que están más allá de la Puerta de la Muerte, como dicen los textos antiguos. ¡Estoy convencido de ello! Pero el pueblo no debe enterarse, Pons. Hasta que estemos preparados.
    —Claro que no, señor.
    El dinasta tenía una expresión muy seria, dura y resuelta.
    – 109 –
    —Este reino está agonizando. Hemos robado recursos a otras tierras para mantenerlo...
    «Hemos diezmado otras tierras», lo corrigió Pons, pero sólo mentalmente.
    —Hemos ocultado la verdad al pueblo por su propio bien, claro está. De lo contrario se habría producido el pánico, el caos, la anarquía. Y ahora llega este príncipe con su pueblo...
    —...y la verdad —completó la frase el canciller.
    —Sí —dijo el dinasta—. Y la verdad.
    —Majestad, si puedo hablar con franqueza...
    —¿Desde cuándo lo haces de otro modo, Pons?
    —Sí, señor. —El Gran Canciller sonrió débilmente—. ¿Y si permitiéramos a esos desdichados quedarse..., establecerse, por ejemplo, en las Antiguas Provincias?
    Ahora que se ha retirado, esas tierras casi no tienen ningún valor para nosotros.
    —¿Y dejar que extiendan sus historias sobre un mundo que se muere? Quienes consideran al conde un viejo estúpido y senil empezarían, de pronto, a tomárselo en serio.
    —Podemos ocuparnos del conde... —El Gran Canciller emitió una leve tosecilla.
    —Sí, pero saldrían otros como él. Añade a ello el príncipe de Kairn Telest hablando de su reino frío y yermo y de su búsqueda de una escapatoria, y acabaremos todos destruidos. ¡Será la anarquía, las revueltas! ¿Es eso lo que quieres, Pons?
    —¡Claro que no! —El Gran Canciller se estremeció al pensarlo.
    —Entonces, déjate de cavilar tonterías. Presentaremos a esos invasores como una amenaza y les declararemos la guerra. Las guerras unen al pueblo.
    ¡Necesitamos tiempo, Pons! ¡Tiempo! ¡Tiempo para encontrar la Puerta de la Muerte nosotros mismos, como dejó dicho la profecía!
    —¡Majestad! —Pons reprimió un grito—. ¡Vos! La profecía. ¿Vos...?
    —Claro, canciller —replicó Kleitus, con aire de ligero desconcierto—. ¿Alguna vez lo has dudado?
    —No, claro que no, Majestad. —Pons hizo una reverencia, agradeciendo la ocasión de ocultar la cara hasta recuperar el dominio de su expresión, borrando la perplejidad para sustituirla por una mueca de absoluta fe—. Estoy abrumado por lo..., lo deprisa que va todo; están sucediendo demasiadas cosas a la vez... —Al menos, esto era bastante cierto.
    —Cuando llegue el momento, conduciré a nuestro pueblo de este mundo de oscuridad a otro de radiante luz. Hemos cumplido la primera parte de la profecía...
    «Sí, todos los nigromantes de Abarrach lo han hecho», pensó Pons.
    —Ahora, sólo nos queda llevar a cabo el resto —continuó Kleitus.
    —¿Y vos podéis hacerlo, Majestad? —preguntó el canciller, recitando su papel con diligencia al advertir la ceja del dinasta ligeramente enarcada.
    —Sí —contestó Kleitus.
    La declaración dejó paralizado de asombro a Pons.
    —¡Mi señor! ¿Conocéis la ubicación de la Puerta de la Muerte?
    —Sí, Pons. Por fin, mis estudios me han llevado a la respuesta. ¿Comprendes ahora por qué la llegada de ese príncipe y su pueblo harapiento, precisamente en este momento, representa tal molestia?
    «Tal amenaza», tradujo Pons para sí. Porque si el dinasta podía descubrir el secreto de la Puerta de la Muerte en las antiguas escrituras, también podían hacerlo otros. La «ondulación» que había experimentado había hecho más que iluminarlo:
    lo había aterrorizado. Era posible que alguien se le hubiera adelantado en su descubrimiento. Y ésta era la auténtica razón de que aquel príncipe y su pueblo tuvieran que ser destruidos.
    —Me descubro humildemente ante vuestro genio, Majestad —dijo el canciller con una profunda reverencia.
    Pons era casi del todo sincero. Si alguna duda tenía, era sólo porque nunca había tomado totalmente en serio la profecía. Ni siquiera había creído en ella, en realidad.
    Pero era evidente que Kleitus sí. ¡No sólo creía en ella, sino que había emprendido la tarea de darle cumplimiento! ¿De veras había descubierto la Puerta de la Muerte?
    Pons habría seguido teniendo sus dudas, de no haber visto aquellas imágenes fantásticas proyectadas por la magia de su dinasta. Las visiones habían estremecido al canciller, tanto físicamente como en su mente, como no lo había hecho ninguna otra cosa en más de cuarenta años. Al recordar lo que había visto, sintió por un instante una incontrolable excitación y le costó un considerable esfuerzo dominarse, apartando a duras penas de su imaginación los mundos brillantes y esperanzadores para concentrarse en el asunto sombrío y amenazador que tenían entre manos.
    —¿Y cómo vamos a iniciar esta guerra de que habláis, Majestad? Es evidente que los de Kairn Telest no quieren luchar...
    —Lucharán, Pons —respondió el dinasta—, cuando descubran que hemos ejecutado a su príncipe.
    – 111 –
    CAPITULO 19
    , ABARRACH
    El príncipe Edmund anunció a su pueblo dónde se proponía ir y por qué. La gente lo escuchó con muda tristeza, temerosa de perder a su príncipe pero consciente de que no había otra solución.
    —Baltazar será vuestro líder en mi ausencia —se limitó a anunciar Edmund al final de su alocución—. Seguidlo y obedecedlo como haríais conmigo.
    Edmund partió envuelto en silencio. Nadie encontró palabras para despedirlo con una bendición. Aunque en sus corazones temían por él, era aún más profundo el miedo que tenían a una muerte acerba y terrible, de modo que lo dejaron marchar en silencio, sofocadas las voces bajo su propio sentimiento de culpa.
    Baltazar acompañó al príncipe hasta la boca de la caverna, sin dejar de insistir a éste para que llevara al menos una escolta personal, formada por los más fuertes y valientes entre los muertos recientes, en su viaje a Necrópolis. Edmund se negó en redondo.
    —Acudimos a presencia de nuestros hermanos en son de paz. La escolta daría a entender desconfianza.
    —Llámalo guardia de honor —insistió Baltazar—. No está bien que Su Alteza vaya sin servidores. Dará una impresión de..., de...
    —De lo que soy —terminó la frase Edmund con voz lúgubre—. Un pobre. Un príncipe de los famélicos, de los indigentes. Si el precio que debemos pagar para encontrar ayuda para nuestro pueblo es humillar nuestro orgullo ante ese dinasta, con gusto me postraré de rodillas a sus pies.
    —¡Un príncipe de Kairn Telest, postrado de rodillas! —Las negras cejas del nigromante formaron un apretado nudo sobre sus ojos sombríos.
    Edmund hizo un alto y se volvió hacia su acompañante.
    —Podríamos habernos mantenido firmes y erguidos en Kairn Telest, Baltazar.
    Claro que nos habríamos quedado congelados en esa postura, pero...
    —Su Alteza tiene razón. Te ruego que me perdones, Edmund —Baltazar exhaló un profundo suspiro—. De todos modos, no me fío. Reconócelo en tu fuero interno, mi príncipe, aunque te niegues a admitirlo delante de mí o de cualquier otro. Esa gente destruyó nuestro mundo deliberadamente. Nuestra presencia en su tierra es un reproche a su actuación.
    —Mejor todavía, Baltazar. El sentimiento de culpa ablanda el corazón...
    —O lo endurece. Ten cuidado, Edmund. Ándate con cautela.
    —Lo haré, mi querido amigo, lo haré. Y, al menos, no haré el viaje completamente solo. — l príncipe dirigió la vista hacia Haplo, que aguardaba ocioso contra la pared de la caverna, y hacia Alfred, concentrado en sacar el pie de una grieta del suelo. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros a los pies de Edmund y movió el rabo.
    —Es cierto —asintió Baltazar secamente—. Y, por alguna razón, la compañía que llevas aún me gusta menos. No confío en ese par de forasteros ni un ápice más que en ese llamado dinasta... Está bien, está bien, ya no diré nada más. Sólo adiós.
    ¡Adiós, Alteza!
    El nigromante estrechó con fuerza entre sus brazos al príncipe. Edmund le devolvió el abrazo con gran afecto y los dos hombres se separaron. Uno continuó avanzando hacia el exterior de la caverna; el otro se quedó atrás, contemplando cómo el fulgor rojizo d bañaba al príncipe con su luz mortecina.
    Haplo emitió un silbido y el perro se apresuró a volver al trote junto a su amo.
    El trío llegó a Puerto Seguro sin incidentes, si se descontaban los altos para rescatar al nervioso Alfred de los sucesivos apuros en que consiguió meterse a lo largo del camino. Haplo, impaciente, estuvo a punto de ordenar al sartán que utilizara su magia para flotar como había hecho para entrar en la caverna, que dejara que la magia llevara sus torpes pies por encima de rocas y grietas.
    Sin embargo, el patryn guardó silencio. Tenía la impresión de que sus poderes mágicos y los de Alfred eran muy superiores a los de todos cuantos había conocido en aquel mundo, y no quería que nadie supiera hasta qué punto eran poderosos.
    Invocar una multiplicación de peces los había dejado asombrados y, para él, era un hechizo que hasta un niño podía realizar. Haplo recordó una máxima: no mostrar nunca un punto débil a un enemigo; no revelarle nunca un punto fuerte. Ahora, lo único que debía preocuparle era Alfred. Después de reflexionar, Haplo decidió que su compañero de viaje no sentiría la tentación de exhibir sus verdaderos poderes.
    Alfred había pasado años tratando de ocultar su magia. No se le ocurriría utilizarla ahora.
    A la llegada a Puerto Seguro, encontraron a los duques en el muelle de obsidiana. Los dos nigromantes estaban admirando —o tal vez inspeccionando— la nave de Haplo.
    Cuando el joven duque advirtió su proximidad, dio por terminado el examen de la embarcación y fue al encuentro de Haplo.
    —¿Sabes, viajero? ¡Ya recuerdo dónde he visto antes runas como ésas! ¡El juego...! ¡Las fichas rúnicas!
    El duque aguardó la respuesta de Haplo, pensando evidentemente que Haplo sabría de qué le estaba hablando.
    Pero Haplo lo ignoraba.
    —Querido —intervino la sagaz Jera—, este hombre no tiene idea de a qué te refieres. ¿Por qué no le...?
    —¡Oh! ¿De veras? —Jonathan parecía absolutamente perplejo—. Creía que todo el mundo... Las fichas para el juego son huesos, ¿sabes? En ellos se graban runas como ésas de tu barco... ¡Por cierto, ahora que me fijo, también son iguales a las que llevas grabadas en las manos y los brazos! ¡Vaya, si eres un juego de fichas ambulante! —El joven duque soltó una carcajada.
    —¡Qué cosas más horribles dices, Jonathan! Estás avergonzando al pobre hombre —lo reconvino su esposa, aunque miró a Haplo con una intensidad que desconcertó al patryn.
    Haplo se rascó el revés de las manos y vio los ojos de la mujer concentrados en las runas tatuadas en su piel. Con frialdad, el patryn metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y se obligó a exhibir una sonrisa bonachona.
    —Avergonzado, no. Estoy interesado. No he oído hablar nunca de un juego como el que mencionas. Me gustaría ver una partida y aprender a jugarlo.
    —¡Nada más fácil! Tengo fichas en casa. Cuando lleguemos a puerto, tal vez podríamos pasar por allí y...
    —¡Querido! —lo interrumpió Jera, perpleja—. ¡Cuando lleguemos, nos dirigiremos a palacio! Con Su Alteza —añadió, dando un codazo a su esposo para recordarle que, llevado de su entusiasmo, había cometido la descortesía de no prestar atención al príncipe.
    —Ruego perdón a Su Alteza. —Jonathan se sonrojó—. Es que no había visto nunca una nave parecida a ésta y...
    —No, por favor, no te disculpes. —Edmund también contemplaba la nave y estudiaba a Haplo con renovado interés—. Muy notable. Realmente, muy notable.
    – 113 –
    —¡El dinasta quedará fascinado! —afirmó Jonathan—. Le encanta jugar; nunca deja de hacer una partida a última hora. Cuando te vea y tenga noticia de tu nave, no te dejará marchar —le aseguró a Haplo.
    A éste, la idea no le resultó en absoluto estimulante. Alfred le dirigió una mirada alarmada. Pero el patryn encontró una aliada inesperada en la duquesa.
    —Jonathan, no creo que debamos mencionar la existencia de la nave al dinasta.
    Al fin y al cabo, el asunto del príncipe Edmund es mucho más importante.
    Además... —los ojos verdes de Jera se volvieron hacia Haplo—, me gustaría escuchar el consejo de mi padre en este tema antes de comentarlo con nadie más.
    Los jóvenes duques cruzaron sus miradas y el rostro de Jonathan se serenó al instante.
    —Una sabia sugerencia, querida. Mi esposa es el cerebro de la familia —explicó a los demás.
    —No, no, Jonathan —protestó Jera con un leve sonrojo—. Después de todo, has sido tú quien se ha fijado en la relación entre las runas del barco y nuestro juego de fichas.
    —Simple sentido común —apuntó el duque, con una sonrisa y unas palmaditas en la mano de su esposa—. Hacemos un buen equipo. Yo suelo dejarme llevar por el impulso, por el instinto. Tiendo a actuar sin reflexionar. Jera me mantiene a raya.
    Ella, en cambio, nunca haría nada emocionante o fuera de lo normal de no tenerme a mí para hacerle la vida interesante.
    Inclinándose hacia ella, el hombre le dio un sonoro beso en la mejilla.
    —Jonathan, por favor! —A la duquesa se le encendió el rostro—. ¡Qué pensará de nosotros Su Alteza!
    —Su Alteza piensa que rara vez ha visto a dos personas tan profundamente enamoradas — ijo Edmund con una sonrisa.
    —No llevamos casados mucho tiempo, Alteza —añadió Jera, aún sonrojada, dirigiendo una mirada ardiente a su esposo mientras sus dedos se entrelazaban con los de él.
    Haplo se sintió aliviado de que la conversación se hubiera desviado de él. Se arrodilló junto al perro y fingió que examinaba al animal.
    —¡Sart...! ¡Alfred! —dijo a continuación—. ¿Quieres venir? Creo que al perro se le ha clavado una piedra en la pata. ¿Querrías sujetarlo mientras echo un vistazo?
    —¿Yo? ¡Sujetar al..., al...! —Alfred pareció al borde del pánico.
    —¡Calla y haz lo que digo! —Haplo le dirigió una mirada torva—. El perro no te hará nada. A menos que yo se lo ordene.
    El patryn se agachó, levantó la pata delantera izquierda del animal y fingió examinarla. Alfred siguió sus órdenes y sus manos sujetaron al perro por el lomo con cautela y torpeza.
    —¿Qué te parece todo esto? —cuchicheó Haplo en voz baja.
    —No estoy seguro. Apenas alcanzo a ver —respondió Alfred, estudiando la pata del animal—. Si pudieras volverlo hacia la luz...
    —¡No me refiero al perro! —casi gritó Haplo, exasperado. Reprimiendo su frustración, bajó la voz—. Me refiero a las runas. ¿Has oído hablar alguna vez de ese juego de azar al que se refieren?
    —No, nunca. Tu pueblo no era un tema que se tratara a la ligera entre nosotros.
    La idea de unas fichas con los signos mágicos... —Alfred contempló las runas de la mano de Haplo, que despedían su brillo azul y rojo tras activarse su magia para contrarrestar el calor del cercano mar de magma. El sartán se estremeció—. ¡No, tal cosa sería imposible!
    —¿Como si yo tratara de utilizar tus runas? —inquirió Haplo. El perro, satisfecho con la atención que recibía, permaneció sentado pacientemente, dejando que lo manosearan y hurgaran la pata.
    —Sí, eso mismo. Te resultaría difícil tocarlas, igual que no las puedes pronunciar con facilidad. Pero tal vez se trata de una coincidencia —añadió Alfred con voz esperanzada—. Podrían ser garabatos sin sentido con apariencia de runas.
    —No creo en las coincidencias, sartán —masculló Haplo—. ¡Muy bien, muchacho!
    ¿A qué venía tanto quejarte, si no tenías nada?
    Festivamente, puso boca arriba al perro y le rascó la panza. El animal se restregó contra el suelo largo rato, rascándose el lomo con gran placer. Por fin, rodando sobre sí mismo, se puso a cuatro patas y se sacudió, reavivado.
    —¿Llevarás tu nave a través d o viajarás con nosotros? — preguntó la duquesa a Haplo.
    El patryn se había estado haciendo la misma pregunta. Si en aquella ciudad se utilizaban realmente runas patryn, cabía la posibilidad, por remota que fuera, de que alguien pudiera abrirse paso en las defensas de la nave, cuidadosamente dispuestas. Amarrada donde ahora estaba, en la orilla opuesta a la ciudad, la nave estaría más lejos del alcance del patryn pero, por otra parte, serían menos quienes la verían, la contemplarían con asombro y, tal vez, probarían a enredar con ella.
    —Viajaré con vosotros, señora —respondió Haplo—. Y dejaré mi embarcación aquí.
    —Es lo mejor —asintió la mujer, cuyos pensamientos parecían haber seguido el mismo curso que los del patryn. Éste vio que la mirada de Jera se perdía en dirección a la ciudad cubierta de nubes que colgaba de un risco al fondo de la inmensa cavidad. La vio torcer el gesto en una mueca de preocupación. Era evidente que allí no todo marchaba bien, pero Haplo había visto pocos lugares donde existieran seres humanos no sometidos a luchas y disputas. Sin embargo, los lugares donde había estado eran regidos por humanos, elfos o enanos. La ciudad a la que pronto se dirigiría estaba gobernada por los sartán, famosos por su capacidad para vivir juntos en paz y armonía. «Interesante», se dijo. «Muy interesante.» El grupito recorrió el embarcadero desierto hacia el barco del duque, un monstruo de hierro cuya forma, como la mayoría de naves que Haplo había visto en los mundos, imitaba la de un dragón. De tamaño muy superior a la nave elfa de Haplo, la nave negra de hierro tenía un aspecto temible con su mascarón de proa, enorme y espantoso, levantándose del mar de magma. En los ojos de la figura brillaban unos destellos encarnados, de su boca abierta de par en par surgía un fuego rojo y sus ollares de hierro lanzaban vaharadas de vapor.
    El ejército de cadáveres avanzó delante de ellos, dejando caer en su avance pedazos de hueso, piezas de armadura y mechones de cabello. Uno de los cuerpos, reducido casi por completo al esqueleto, se desequilibró de pronto y sus piernas se desmoronaron bajo el peso. El soldado muerto quedó tendido en el embarcadero en un confuso montón de huesos, con el casco colgando de su cráneo en un ángulo desquiciado.
    Los duques hicieron una pausa y conferenciaron apresuradamente, entre susurros, estudiando la conveniencia de intentar levantar de nuevo aquellos restos.
    Por último, decidieron no hacerlo pues el tiempo apremiaba. El ejército continuó adelante, avanzando con estrépito por el embarcadero de obsidiana hacia la nave.
    Haplo volvió la vista al esqueleto caído y creyó ver al fantasma del soldado caído cerniéndose sobre el cuerpo, llorando como una madre sobre su hijito fallecido.
    ¿Qué clamaba aquella voz inaudible? ¿Ser devuelta a aquella torpe ficción de existencia? Haplo sintió dentro de sí un nudo de repulsión y se apresuró a apartar el pensamiento de su mente. Escuchó un resuello y, al volverse hacia Alfred con irritación, vio correr unas lágrimas por las mejillas del sartán.
    – 115 –
    Haplo soltó una risa burlona, pero sus ojos se fijaron también en el lastimoso ejército. Un ejército sartán. Se sintió indeciblemente incómodo y perturbado, como si el mundo perfectamente establecido que durante tanto tiempo había imaginado se hubiera vuelto por completo del revés.
    —¿Qué clase de poderes mágicos tiene esta nave? —preguntó Haplo tras recorrer a lo largo y a lo ancho la cubierta superior sin encontrar rastro alguno de emanaciones mágicas, de runas de cántico de los hechiceros sartán ni de dibujos rúnicos sartán en el casco o en el timón. Pese a ello, el dragón de hierro surcaba rápidamente el mar de magma expulsando nubes de humo por sus fauces.
    —Nada de magia. Se mueve por agua —respondió Jonathan—. Por vapor, en realidad. — nte la mirada de sorpresa de Haplo, el duque dio muestras de ligera incomodidad y se puso a la defensiva, añadiendo—: Pero hace mucho, en los tiempos antiguos, es cierto que los barcos se movían mediante la magia.
    —Antes de que fuese necesaria para resucitar y mantener a los muertos, ¿no? — intervino Alfred, dirigiendo una mirada de horrorizado pesar a los cadáveres alineados en filas harapientas en la cubierta.
    —Sí, así es —respondió Jonathan, más alicaído de lo que Haplo recordaba haberlo visto desde su primer encuentro—. Y, para ser totalmente sincero, también para mantenernos nosotros, los vivos. Vosotros estáis descubriendo ahora la fuerza mágica que se requiere aquí abajo sólo para sobrevivir. Este calor tremendo y los humos nocivos se cobran un alto precio. Cuando lleguemos a la ciudad, os veréis sometidos constantemente a un tipo de lluvia terrible que no nutre nada sino que lo corroe todo: piedra, carne...
    —No obstante, pese a lo que dice el duque, esta tierra resulta habitable en comparación con el resto del mundo —intervino Edmund con la vista fija en las nubes de tormenta que envolvían la ciudad en la distancia—. ¿Creéis que huimos de nuestra tierra en el momento en que la vida se nos puso difícil? ¡No! ¡Sólo nos marchamos cuando se hizo imposible! Llega un punto en que ni la más poderosa magia rúnica puede sostener la vida en un reino donde no hay calor, donde la propia agua se vuelve dura como la roca y la oscuridad perpetua se cierne sobre la tierra.
    —Y, a cada ciclo que pasa —terció Jera sin alzar la voz—, el mar de magma por el cual navegamos se encoge un poco más y la temperatura en la ciudad disminuye ligeramente. ¡Y eso que estamos cerca del núcleo de nuestro mundo, según ha calculado mi padre!
    —¿Es cierto lo que dices? —inquirió el príncipe con inquietud.
    —Querida, no deberías decir estas cosas —susurró Jonathan, nervioso.
    —Mi esposo tiene razón. Según los edictos, se considera traición incluso tener estos pensamientos. Pero sí, Alteza, lo que digo es cierto. Yo y otros como yo y como mi padre continuaremos proclamando la verdad aunque algunos no quieran escucharla. —Jera alzó el mentón con orgullo—. Mi padre estudia temas científicos, las leyes y propiedades físicas, asuntos que se consideran carentes de interés para nuestro pueblo. Podría haber sido nigromante, pero se negó a ello afirmando que era hora de que la gente de este mundo concentrara su atención en los vivos, y no en los muertos.
    Edmund dio la impresión de considerar demasiado radical tal afirmación.
    —Estoy de acuerdo con él, pero hasta cierto punto. Sin nuestros muertos, ¿cómo podríamos sobrevivir los demás? Nos veríamos obligados a utilizar nuestra magia para realizar trabajos manuales, en lugar de conservarla para nuestro mantenimiento.
    —Si dejáramos morir a los muertos y construyéramos y empleáramos máquinas como las que impulsan esta nave, si trabajáramos y estudiáramos y aprendiéramos más sobre los recursos de nuestro mundo, mi padre está convencido de que, no sólo sobreviviríamos, sino que podríamos prosperar. Tal vez incluso aprender el modo de devolver la vida a regiones como las tuyas, Alteza.
    —Querida..., ¿te parece prudente hablar así delante de extraños? —murmuró Jonathan con las mejillas pálidas.
    —¡Mucho mejor delante de ellos que hacerlo a esos que se llaman nuestros amigos! — espondió Jera con amargura—. Dice mi padre que ya hace tiempo que deberíamos haber dejado de esperar a que vengan a «rescatarnos» desde otros mundos. ¡Es hora de que nos rescatemos nosotros mismos!
    Su mirada se dirigió, como por casualidad, a los dos forasteros. Haplo mantuvo los ojos fijos en la mujer, con el rostro impasible. No se atrevió a mirar a su compañero de viaje, pero no necesitaba verlo para saber que Alfred pondría tal cara de culpabilidad como si llevara escrita en la frente la leyenda: «Sí, vengo de otro mundo».
    —En cambio tú, duquesa, te hiciste nigromante —apuntó Edmund, rompiendo el incómodo silencio.
    —Sí, en efecto —reconoció Jera con pesar—. Fue preciso. Estamos atrapados en un círculo que es como una serpiente y que sólo puede mantenerse viva alimentándose de su propia cola. Es fundamental un nigromante para el funcionamiento de cada familia. Muy especialmente de la nuestra, desde que hemos sido desterrados a las Antiguas Provincias.
    —¿Qué son? —inquirió Edmund, contento de cambiar de tema y alejar la conversación de unos asuntos que, sin duda, consideraba peligrosos y quizá blasfemos.
    —Ya lo verás. Tendremos que atravesarlas camino de la ciudad.
    —Alteza, caballeros... Tal vez os gustaría observar cómo funciona este barco — propuso Jonathan, impaciente por poner fin a la conversación—. Lo encontraréis muy entretenido y sorprendente.
    Haplo accedió al instante, pues era fundamental para él cualquier conocimiento acerca de aquel mundo. Edmund asintió, tal vez con la secreta esperanza de que naves como aquélla llevaran a su pueblo a través de la Puerta de la Muerte. El inepto de Alfred, pensó Haplo sin la menor benevolencia, se limitó a acompañarlos para tener la oportunidad de caer de cabeza por una escalerilla de peldaños de hierro hasta el vientre oscuro y caliente del barco.
    La nave estaba tripulada por una dotación de cadáveres, mejor conservados que los soldados, que habían realizado tareas de marinero en vida y continuaban llevándolas a cabo una vez muertos. Haplo exploró los misterios de algo llamado «caldera» y dio educadas muestras de asombro ante otra pieza fundamental de la maquinaria que recibía el nombre de «rueda de palas» y cuyas planchas de hierro al rojo, situadas en la popa, batían el magma impulsando la nave hacia adelante.
    Los mecanismos del barco recordaban claramente, a juicio del patryn, los de la Tumpa– humpa, la asombrosa máquina construida por los sartán y que ahora hacían funcionar los gegs de Ariano. La máquina prodigiosa cuyo propósito nadie había descubierto hasta que el chiquillo, Bane, dio con él.
    «Ya hace tiempo que deberíamos haber dejado de esperar a que vengan a "rescatarnos" desde otros mundos.» Mientras subía de nuevo a cubierta, contento de abandonar el calor terrible y la oscuridad opresiva de la sala de máquinas, Haplo recordó las palabras de Jera. El patryn no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué dulce ironía! Quien había acudido a «rescatar» a aquellos sartán era su enemigo ancestral. ¡Cómo se reiría su Señor!
    El barco de hierro llegó a un puerto mucho mayor y más activo que el lugar del que habían zarpado. Varios barcos flotaban sobre el mar de magma a proa y a popa del lugar donde amarró la nave de los duques. Las prósperas Nuevas Provincias, indicó Jonathan, estaban situadas junto a las riberas d, lo bastante cerca para aprovechar su calor pero a la distancia suficiente para no padecerlo.
    – 117 –
    Una vez que abandonaron el barco, los duques entregaron el mando de su ejército a otro nigromante, que meneó la cabeza a la vista de los cadáveres y se los llevó en formación para efectuar las reparaciones que fuera posible.
    Satisfechos de librarse de sus obligaciones, Jera y su esposo llevaron a sus invitados a dar una breve vuelta por los muelles. Haplo tuvo la impresión de que, pese a los sombríos augurios de la duquesa, Necrópolis era una comunidad rica y llena de actividad, a juzgar por los productos que se apilaban en los muelles o que eran cargados en los barcos por brigadas de cadáveres.
    Dejaron la zona portuaria y se dirigieron a la calzada principal que conducía a la ciudad pero, antes de llegar al camino, Jera mandó detenerse al grupo y señaló un punto de la costa del océano hirviente.
    —Mirad ahí —dijo, extendiendo la mano—. ¿Véis esas tres piedras colocadas una encima de la otra? Las coloqué así antes de zarpar. Y, cuando las amontoné, el mar de magma llegaba justo hasta la base.
    El océano ya no llegaba hasta allí. Haplo podría haber colocado la mano en la franja de costa pelada que separaba las piedras del mar de lava.
    —En el breve plazo transcurrido —apuntó Jera—, el magma ha retrocedido toda esa distancia. ¿Qué será de este mundo y de nosotros cuando se haya enfriado por completo?
    CAPITULO 20
    CAMINO REAL DE LA NUEVA PROVINCIA, ABARRACH
    Un carruaje abierto esperaba a los duques y a sus invitados. El vehículo estaba construido con el mismo material herboso, entretejido y recubierto con un acabado de barniz brillante en colores luminosos, según había advertido Haplo en el pueblo.
    —Un material muy distinto del empleado en la construcción de tu nave — comentó Jera, subiendo al carruaje y tomando asiento al lado del patryn.
    Haplo guardó silencio, pero Alfred cayó en la trampa con su habitual torpeza.
    —¿La madera, te refieres? Sí, la madera es muy común en..., esto..., bien... —se dio cuenta de su error y continuó balbuciendo, pero era demasiado tarde.
    Haplo vio en las palabras entusiastas del sartán imágenes de los árboles de Ariano, alzando sus ramas verdes y llenas de hojas hacia los cielos azules y bañados por el sol de aquel mundo lejano.
    El primer impulso del patryn fue agarrar a Alfred por el cuello gastado de su gabán y sacudirlo con fuerza. A juzgar por sus expresiones, Jera y Jonathan habían visto aquellas mismas imágenes y contemplaban a Alfred con indisimulado asombro. Ya era suficientemente malo que aquellos sartán supiesen o sospechasen que venían de un mundo distinto del suyo, pero ¿era necesario que Alfred les mostrara hasta qué punto era distinto?
    Alfred se encaramó al carruaje sin dejar de hablar, tratando de ocultar su desliz con un exceso de verborrea sin conseguir otra cosa que causar más perjuicio. Haplo deslizó su bota entre los tobillos del sartán y lo mandó de cabeza contra el regazo de Jera.
    El perro, excitado ante la confusión, decidió ayudar a su amo y se puso a ladrar frenéticamente a la bestia que tiraba del vehículo, una gran criatura peluda que medía lo mismo a lo ancho que a lo alto y tenía dos ojillos negros, brillantes como cuentas, y tres cuernos en su enorme cabeza. Pese a sus dimensiones, la bestia se movía con rapidez y lanzó un zarpazo de sus garras afiladas hacia el can incordiante. El perro saltó a un lado con agilidad, hizo varias fintas fuera del alcance de la bestia y volvió al asalto, lanzándose a mordisquearle las patas traseras.
    —¡So, pauka! ¡Quieta! ¡Basta ya!
    El cochero, un cadáver bien conservado, descargó el látigo sobre el perro mientras, a duras penas, trataba de mantener el control de las riendas. La pauka intentó volver la cabeza para echar un buen vistazo (y un buen mordisco) a su molesto antagonista. Los ocupantes del carruaje se vieron zarandeados y sacudidos, el propio vehículo pareció a punto de volcar y todos los pensamientos sobre otros mundos se borraron de sus mentes ante la preocupación por mantenerse vivos en el que se hallaban.
    Haplo saltó al suelo, agarró al perro por el collar y lo arrastró lejos del revuelo.
    Jonathan y Edmund corrieron a tranquilizar a la pauka, nombre que recibían aquellas bestias de tiro, según dedujo Haplo de las maldiciones que le lanzaba a la suya el cochero cadáver.
    —¡Cuidado con el cuerno del hocico! —gritó con alarma Jonathan al príncipe.
    —Ya he tratado con estos animales en otras ocasiones —replicó Edmund con frialdad. Asiéndose con fuerza al pelaje de la pauka, se encaramó con agilidad a su ancho lomo. Sentado a horcajadas sobre la bestia, que cabeceaba frenética, el príncipe se agarró a la parte curva del cuerno puntiagudo que sobresalía justo – 119 –
    detrás del hocico del animal. Entonces, con un tirón rápido y enérgico, obligó a la pauka a echar atrás la cabeza.
    La bestia abrió desmesuradamente sus ojos, como cuentas de cristal, y sacudió la cabeza con tal fuerza que estuvo a punto de descabalgar al príncipe. Edmund se agarró con firmeza al cuerno y volvió a tirar de él. Después, inclinándose hacia adelante, dijo unas palabras tranquilizadoras al oído de la pauka y le dio unas palmaditas en el cuello. La pauka se detuvo a reflexionar sobre lo dicho por su jinete y dirigió una mirada malévola al perro, que aún le enseñaba los dientes. El príncipe añadió unas palabras más; la pauka pareció asentir y, con aire digno y ofendido, permaneció tranquila e impasible en el arnés.
    Jonathan suspiró de alivio y se volvió hacia la parte trasera del carruaje para ver si el resto de los pasajeros había sufrido algún percance. El príncipe descabalgó del lomo de la pauka y volvió a darle unas palmaditas en el cuello. El cochero recuperó las riendas, que se le habían escapado de las manos. Alfred alzó la cara del regazo de Jera, del cual emergió con las mejillas encendidas de rubor y con un rosario interminable de disculpas en los labios. Un pequeño grupo de nigromantes portuarios que se había congregado a presenciar el espectáculo volvió a sus ocupaciones habituales, que consistían en mantener a los cadáveres en las suyas.
    Los duques y sus invitados subieron de nuevo al carruaje, que se puso en marcha otra vez. El perro avanzó al trote tras las ruedas de hierro, con la lengua fuera y los ojos brillantes ante el recuerdo de aquel rato de diversión.
    No volvió a hacerse referencia a la madera pero Haplo advirtió que, a lo largo del trayecto, Jera lo observaba de vez en cuando con una sonrisa en los labios.
    —¡Qué tierra tan fértil y frondosa! —exclamó Edmund contemplando con indisimulada envidia el territorio por el que avanzaban.
    —Estamos en las Nuevas Provincias, Alteza —indicó Jonathan.
    —Es la tierra que va quedando con la retirada d —añadió la duquesa—. Sí, ahora es una región próspera, pero esa misma prosperidad anuncia nuestra ruina.
    —Aquí cultivamos, sobre todo, hierba de kairn —intervino el duque con una animación casi desesperada. Jonathan percibía la incomodidad del príncipe y dirigió una mirada de súplica a su esposa, rogándole que se abstuviera de comentarios desagradables.
    Jera lanzó otra mirada a Haplo con los párpados entrecerrados y tomó la mano de su marido entre las suyas en ademán de muda disculpa. Desde aquel momento, se esforzó por mostrarse encantadora. Haplo, recostado en el asiento del carruaje, observó el cambio de expresión de su rostro versátil, el destello de astucia de sus ojos, y pensó que sólo una vez en la vida había conocido a una mujer equiparable a aquélla. Inteligente, sutil, despierta y a punto para la acción pero lo bastante fría como para no hablar o actuar precipitadamente, habría hecho de cualquier hombre un buen compañero en el Laberinto. Era una verdadera lástima que estuviera unida a otro.
    ¡Pero en qué estaba pensando! ¡Una mujer sartán! Una vez más, Haplo vio en su mente las figuras inmóviles descansando en paz en las tumbas de cristal del mausoleo. Aquello era cosa de Alfred, se dijo. Todo era culpa del sartán. De algún modo, le estaba haciendo alguna jugarreta mental. El patryn dirigió una mirada penetrante a su compañero de viaje; si lo sorprendía en algún truco, lo mataría.
    Ahora, ya no lo necesitaba.
    Pero Alfred estaba acurrucado penosamente en un rincón del carruaje, incapaz de mirar siquiera a la duquesa sin que lo recorriera una oleada de rubor hasta lo más alto de la calva. El sartán parecía incapaz hasta de vestirse sin ayuda, pero Haplo continuó desconfiando de él. Alzó la vista al notar unos ojos posados en él y descubrió a Jera mirándolo como si pudiera leer cada uno de sus pensamientos. El patryn fingió un profundo interés por la conversación que se desarrollaba junto a él.
    —¿De modo que hierba de kairn...? —repitió Edmund.
    Haplo contempló los campos de hierba alta y dorada que se mecía bajo el viento cálido procedente del mar de magma. Numerosos cadáveres, muertos recientes a juzgar por su aspecto, trabajaban afanosamente los campos, segando la hierba con hoces curvas y amontonándola en gavillas que otros cadáveres cargaban en carretas que seguían a los difuntos operarios.
    —Sí. Es una planta muy versátil —explicó Jera—. Es resistente al fuego, le sienta bien el calor y extrae su nutrientes del suelo. Empleamos sus fibras para casi todo, desde este carruaje a las ropas que llevamos y a un tipo de té que tomamos por aquí.
    Haplo se dio cuenta de que la duquesa hablaba con la certeza de estar haciéndolo a personas de otro mundo, a personas que no conocían la diferencia entre la hierba de kairn y una pauka. Sin embargo, todas sus palabras iba dirigidas al príncipe, el cual, probablemente, debía de haber comido, dormido y respirado hierba de kairn durante toda su vida. Edmund, aunque algo desconcertado de recibir semejante lección, era, pese a ello, demasiado cortés para sacarla de su error.
    —Esos árboles que crecen ahí son lantís. Existen en estado salvaje, pero nosotros los cultivamos también. Sus flores azules son conocidas como encajes de lantí y son muy apreciadas como adorno. Son hermosas, ¿verdad, Alteza?
    —Hacía tiempo que no veía un lantí —murmuró el príncipe con aire abatido—. Si aún crece alguno en estado silvestre, no lo hemos visto en nuestro viaje.
    Tres árboles erguidos, de grueso tronco, se alzaban en mitad del campo dorado de hierba de kairn que cruzaba el carruaje. Los robustos troncos se entrelazaban en el aire para formar un gigantesco tronco único que se alzaba a enorme altura y cuya copa quedaba envuelta en la bruma. Las ramas del árbol, delgadas y frágiles, despedían un reflejo plateado y estaban tan entretejidas que parecía imposible separarlas. Algunas de ellas tenían flores de un suave color azul celeste.
    Cuando el vehículo se acercó a la arboleda que formaban los tres troncos, Haplo notó que el aire tenía una aroma más fragante y parecía más fácil de respirar.
    Observó también que el resplandor de las runas de su piel se amortiguaba, señal de que su cuerpo no necesitaba emplear tanta magia para mantenerse.
    —Sí —respondió Jera como si hubiera captado otra vez sus pensamientos—. Las flores del lantí tienen la excepcional cualidad de absorber la sustancias tóxicas de la atmósfera y devolver a ésta aire puro. Ésa es la razón de que nunca se tale ninguno de esos árboles. Matar un lantí es un delito punible con el destierro. En cambio, las flores azules pueden cortarse. Son muy apreciadas, sobre todo por los amantes —al decir esto, dirigió una tierna sonrisa a su marido, que le apretó la mano.
    —Tomando por ese camino —Jonathan indicó una ruta secundaria que se desviaba del camino real por el cual viajaban— y siguiéndolo casi hasta los Cerros de la Grieta, se llega a las tierras de mi familia. En realidad, debería volver allí — añadió, contemplando con añoranza la ruta que dejaban atrás—. La hierba de kairn está a punto para la cosecha y, aunque he dejado a cargo de ella al cadáver de mi padre, a veces se olvida de las cosas y todo queda por hacer.
    —¿Tu padre ha muerto, pues? —inquirió Edmund.
    —Sí. Y también mi hermano mayor. Por eso soy ahora el señor de la propiedad, aunque el diablo me lleve si alguna vez he querido serlo o he pensado que algún día lo sería. No soy demasiado responsable, me temo —reconoció Jonathan, haciendo referencia a sus deficiencias con una alegre sinceridad que resultaba absolutamente cautivadora—. Por suerte, tengo a mi lado a alguien que sí lo es.
    —Te subestimas —se apresuró a decir Jera—. Se debe a que fuiste el hijo pequeño. Lo malcriaron en la infancia, Alteza. Nunca le exigían nada. Ahora, todo eso ha cambiado.
    —Es cierto. Tú no me malcrías en absoluto —asintió el duque en son de burla.
    – 121 –
    —¿Qué les sucedió a tu padre y a tu hermano? ¿Cómo murieron? —quiso saber Edmund, pensando sin duda en su propia pérdida, reciente todavía.
    —De la misma enfermedad misteriosa que aflige a tanta de nuestra gente — respondió Jonathan, casi con desmayo—. Un día estaban sanos y llenos de vitalidad. Al siguiente... — l duque se encogió de hombros.
    Haplo miró fijamente a Alfred. «Pues por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere, en alguna otra parte, cuando aún no era su hora.» Los labios de Alfred se movieron en una muda letanía: «¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho?».
    Al pensar en todo lo que había visto y oído, Haplo empezaba a hacerse la misma pregunta.
    El carruaje dejó atrás las Nuevas Provincias, los campos de alta hierba de kairn y los deliciosos lantís de flores como encajes. Poco a poco, el paisaje cambió.
    El aire se hizo más frío y empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia que, cuando tocaron la piel de Haplo, hicieron brillar sus runas protectoras. Los envolvió una niebla cerrada. Por orden de Jonathan, el cochero detuvo el vehículo y saltó del pescante para desplegar rápidamente sobre las cabezas de los pasajeros una capota de una tela protectora que los resguardó en pane de la lluvia. Entre las nubes agitadas centelleaban los relámpagos y retumbaban los truenos.
    —Esta región —indicó Jera— es conocida como las Antiguas Provincias. Aquí vive mi familia.
    Era una tierra yerma, desprovista de vida salvo unas hileras de matas ralas de una hierba de kairn de aspecto enfermizo que luchaba por sobrevivir entre montones de cenizas volcánicas y algunas plantas con aspecto de flores que despedían una luminosidad pálida y espectral. Pero, pese al aspecto desolado de aquellas extensiones, numerosos segadores se movían entre los lodazales y los montones de escoria.
    —¡Pero...! ¿Qué están haciendo? —Alfred asomó la cabeza fuera del carruaje.
    —Son los muertos viejos —respondió Jera—. Están trabajando los campos.
    —¡Pero...! —repitió Alfred con un susurro, presa de un horror demasiado intenso para ser expresado en palabras—. ¡Pero si no hay campos!
    Cadáveres en un estado deplorable, mucho peor que los soldados del ejército de muertos, se afanaban bajo la lluvia corrosiva. Brazos esqueléticos alzaban y descargaban oxidadas hoces; algunos, desprovistos de aperos, seguían sus movimientos sin ellos, como autómatas. Otros cadáveres, con la carne putrefacta desprendiéndose de sus cuerpos, avanzaban tras los segadores atando gavillas inexistentes y apilándolas en montones invisibles. Los fantasmas, apenas distinguibles de la niebla que los envolvía, seguían a los cadáveres con aire desconsolado. Tal vez la propia niebla estaba formada, simplemente, por los fantasmas pertenecientes a aquellos cuyos huesos se habían esparcido por el suelo y ya nunca volverían a levantarse.
    Haplo se fijó en la bruma y vio en ella manos, brazos y ojos. La niebla se agarraba a él, quería algo de él y parecía intentar hablarle. El patryn notó su contacto helado, que le entumecía el cuerpo y la mente.
    —Ahora no crece nada en esta tierra, aunque en otro tiempo fue una región tan feraz como las Nuevas Provincias —explicó la duquesa—. Esas pocas matas de hierba de kairn que podéis ver siguen la dirección del coloso subterráneo que transporta el magma a la ciudad para proporcionarle calor. Lo único que queda aquí son los viejos muertos que trabajaron estas tierras cuando estaban vivos.
    Intentamos trasladarlos a las Nuevas Provincias, pero siempre volvían a los lugares que conocieron en vida y, finalmente, los dejamos en paz.
    —¡En paz! —repitió Alfred con amargura.
    Jera pareció un tanto sorprendida ante su reacción.
    —Sí, claro. ¿Vosotros no hacéis lo mismo con vuestros muertos cuando son demasiado viejos para resultar útiles?
    «Allá va», pensó Haplo. Se daba cuenta de que debía detener a Alfred, impedir que dijera lo que estaba a punto de soltar. Pero no lo hizo. Se quedó inmóvil y guardó silencio.
    —Entre nosotros no hay nigromantes —declaró Alfred con voz suave pero expresiva, de una fervorosa convicción—. Cuando nuestros difuntos mueren, los dejamos descansar de sus fatigosas existencias.
    Los tres sartán que ocupaban el carruaje permanecieron callados. La conmoción los dejó mudos y miraron a Alfred casi con la misma expresión de horror que él les había dedicado antes.
    Jera fue la primera en recuperarse.
    —¿Quieres decir que..., que enviáis a vuestros muertos, a todos vuestros muertos, al olvido final?
    —¿Al olvido? No entiendo. ¿Qué significa eso? —Alfred los miró uno por uno con aire desconcertado.
    —El cuerpo se corrompe, se convierte en polvo. La mente queda atrapada en su interior, incapaz de liberarse.
    —¿Mente? ¿Qué mente? ¡Esos no tienen mente! —exclamó Alfred, señalando con un gesto vago hacia los cadáveres que se afanaban entre las cenizas y el fango.
    —¡Pues claro que la tienen! Trabajan, realizan funciones de utilidad...
    —¡También funciona la nave dragón que nos ha traído aquí, y no piensa! Así es como utilizáis vosotros a los muertos. ¡Pero lo que habéis hecho es peor que eso!
    ¡Mucho peor! —exclamó Alfred.
    La expresión del príncipe se ensombreció, pasando de una tolerante curiosidad a una ira manifiesta. Sólo su cortesía innata lo hizo guardar silencio, pues lo que hubiera dicho habría sonado, sin duda, desagradable. Jera frunció las cejas enérgicamente, adelantó el mentón y enderezó la espalda. Estuvo a punto de replicar, pero su marido la sujetó por la mano, apretándola con fuerza. Alfred no advirtió nada y continuó su perorata entre un helado mutismo de desaprobación.
    —El uso de tales artes negras fue conocido por nuestro pueblo, pero está expresamente prohibido. Desde luego, los textos antiguos hablan de estas cosas.
    ¿Acaso los habéis perdido?
    —Tal vez fueron destruidos —apuntó Haplo con frialdad, interviniendo por primera vez.
    —¿Y cuál es tu opinión, señor? —preguntó Jera al patryn, sin hacer caso de la presión de la mano de su marido—. ¿Cómo trata a los muertos tu pueblo?
    —Mi pueblo, señora, hace todo lo que puede para mantener con vida a los vivos, y no tiene tiempo de ocuparse de los muertos. Y, por cierto, me parece que ésta debería ser también nuestra principal preocupación, ahora mismo. ¿Habéis advertido que viene en esta dirección un destacamento de jinetes?
    El príncipe dio un respingo y, sentándose muy erguido, intentó ver algo, asomándose bajo el toldo del carruaje. Sin embargo, sólo vio la niebla y la lluvia y se apresuró a resguardar de nuevo la cabeza.
    —¿Cómo lo sabes? —inquirió. Haplo y Alfred empezaban a inspirarle más recelo del que había sentido hacia ellos en su primer encuentro, en la caverna.
    —Tengo un oído extraordinario —replicó el patryn ásperamente—. Prestad atención y escucharéis el tintineo de los arneses.
    El tintineo de los arneses, acompañado de un ruido que sonaba a cascos sobre las rocas, llegó hasta sus oídos débilmente por encima del ruido del carruaje.
    Jonathan y su esposa se miraron con sorpresa. Jera pareció preocupada.
    – 123 –
    —¿He de suponer, entonces, que el movimiento de tropas por este camino no es precisamente normal? —preguntó Haplo, recostado en el carruaje y con los brazos cruzados sobre el pecho.
    —Es muy probable que sea una escolta real para Su Alteza —dijo Jonathan, esperanzado.
    —Sí, eso será. Seguro —asintió Jera, con demasiado énfasis de alivio en la voz para resultar del todo convincente.
    Edmund sonrió, siempre cortés, por muchas reservas que tuviera en privado.
    Se alzó el viento y la niebla se aclaró. Las tropas estaban próximas y resultaban claramente visibles. Los soldados eran cadáveres, muertos nuevos en excelentes condiciones. A la vista del carruaje, se detuvieron y formaron una barrera que atravesaba el camino. El vehículo se detuvo a una rápida orden de Jonathan a su cochero difunto. La pauka soltó un resoplido y cabeceó inquieta, mostrando su desagrado ante las bestias que montaban los soldados.
    Las cabalgaduras de los soldados eran criaturas parecidas a lagartos, repulsivas y deformes. A cada lado de la cabeza tenían dos ojos que daban vueltas, cada uno independiente de los otros, produciendo la impresión de que podían mirar en todas direcciones a la vez. Bajas y rechonchas, con el cuerpo casi pegado al suelo, poseían unas patas traseras poderosas y una cola gruesa, erizada de púas. Los soldados muertos cabalgaban a su lomo.
    —Son las tropas del dinasta —explicó Jera en un susurro—. Sólo sus soldados tienen permiso para montar dragones del barro. Y el hombre de ropas grises que las manda es el Gran Canciller, la mano derecha del dinasta.
    —¿Y ese individuo de negro que cabalga a su lado?
    —Es el nigromante de las tropas.
    El canciller, montado a horcajadas en un dragón del barro con aire de extrema incomodidad, dijo unas palabras al capitán de las tropas, que avanzó a lomos de su montura.
    La pauka piafó, y resopló, y sacudió la cabeza al olor del dragón del barro, que era hediondo y pestilente como si saliera de un charco de vapores ponzoñosos.
    —Todos los de ahí, bajad del vehículo, por favor —solicitó el capitán. Jera miró a sus invitados.
    —Creo que será mejor hacerlo —dijo, en tono de disculpa.
    Todos se apearon del carruaje y el príncipe ayudó cortésmente a la duquesa.
    Alfred bajó los dos estribos, tropezó y estuvo a punto de caer de cabeza en una zanja. Haplo permaneció quieto y callado al final del grupo. Un gesto disimulado de su mano hizo que el perro acudiera a su costado.
    Los ojos inexpresivos del cadáver estudiaron al grupo y en su boca tomaron forma las palabras que el Gran Canciller le había ordenado decir:
    —Cabalgo en nombre del Dinasta de Abarrach, gobernante de Kairn Necros, regente de las Viejas y las Nuevas Provincias, rey de los Cerros de la Grieta, rey de Salfag, rey de Thebis y señor feudal de Kairn Telest.
    Edmund se sonrojó sombríamente al escuchar tal reivindicación de su reino, pero contuvo la lengua. El cadáver continuó:
    —Busco al que se hace llamar rey de Kairn Telest.
    —Yo soy el príncipe de ese reino —proclamó Edmund con voz orgullosa—. El rey, mi padre, ha muerto y acaba de ser revivido. Por eso estoy aquí yo, y no él — añadió, aceptando la explicación.
    El capitán cadáver, en cambio, pareció algo desconcertado. Aquella nueva información se salía del alcance de sus órdenes. El canciller le indicó en breves términos que el príncipe ocuparía el lugar del rey y el capitán, satisfecho, continuó su proclama:
    —Su Majestad ha ordenado poner al rey...
    —Al príncipe —lo corrigió el canciller con aire paciente.
    —...de Kairn Telest bajo arresto.
    —¿De qué se me acusa? —exigió saber Edmund. Dio unos pasos adelante, haciendo caso omiso del cadáver, y miró con furia al canciller.
    —De entrar en los reinos de Thebis y Selfag, reinos ajenos a él, sin solicitar primero el permiso del dinasta para cruzar sus fronteras...
    —¡Pero esos presuntos reinos están deshabitados! ¡Y ni yo ni mi padre hemos sabido nunca que ese «dinasta» existiese siquiera!
    El cadáver había continuado su declaración, tal vez porque no podía oír la interrupción.
    —...y de atacar sin provocación la ciudad de Puerto Seguro; de expulsar a sus pacíficos habitantes y de saquearla...
    —¡Eso es falso! —protestó Edmund, dejándose llevar por la indignación.
    —¡Desde luego que lo es! —exclamó Jonathan impetuosamente—. ¡Mi esposa y yo venimos de esa ciudad y podemos atestiguar la veracidad de lo que dice el príncipe!
    —Su Justísima Majestad estará encantado de escuchar vuestra versión del asunto. Y os hará saber a ti y a tu esposa cuándo debéis acudir a palacio.
    Esta vez, fue el canciller quien habló.
    —Vamos a acompañar a su Alteza a palacio —declaró el duque.
    —Es absolutamente innecesario. Su Majestad ha recibido tu informe, señor. Te solicitamos el uso de vuestro carruaje hasta las murallas de la ciudad pero, cuando lleguemos a Necrópolis, tú y la duquesa tenéis el permiso de Su Majestad para regresar a vuestra casa.
    —Pero... —barboteó Jonathan. Esta vez, fue su esposa quien tuvo que contenerlo para que no soltara un exabrupto.
    —Querido mío, la cosecha... —le recordó en voz baja. El duque calló, cerrándose en un torvo silencio.
    —Y ahora, antes de continuar —añadió el canciller—, Su Alteza el príncipe comprenderá y me perdonará que le pida que me entregue su arma. Y las de sus compañeros...
    La capucha gris del canciller, que le ocultaba el rostro, se volvió por primera vez hacia Haplo. Su voz enmudeció, la capucha cesó en su giro y la tela tembló como si la cabeza que cubría fuera presa de alguna extraña emoción.
    Haplo notó un escozor en las runas de su piel. ¿Qué sucedía ahora? El patryn se puso en tensión, presintiendo un peligro. El perro, que se había limitado a tumbarse en mitad del camino aprovechando la pausa en el viaje, se incorporó de un salto y emitió por lo bajo un ronco gruñido. Uno de los ojos del dragón del barro se volvió en dirección al pequeño animal. Una lengua roja asomó por un instante, como un látigo, de la boca del animal.
    —No tengo armas —declaró Haplo, alzando las manos.
    —Yo, tampoco —añadió Alfred con una vocecilla miserable, aunque nadie se había dirigido a él.
    El canciller se estremeció como quien despierta de una cabezada que no se proponía echar. Con cierto esfuerzo, la capucha gris consiguió arrancar su mirada de Haplo para devolverla al príncipe, que había permanecido inmóvil.
    —La espada, Alteza. Nadie puede acudir armado a presencia del dinasta.
    Edmund se quedó plantado, desafiante e indeciso. Los duques bajaron la vista; no querían influir en absoluto en la resolución que tomara el príncipe, aunque era evidente su deseo de que no creara problemas. Haplo no estaba seguro de qué esperaba que haría el príncipe. El patryn había recibido de su Señor la advertencia – 125 –
    de no involucrarse en ninguna disputa local, ¡pero el Señor del Nexo no había contado con que su servidor fuese a caer en manos de un dinasta sartán!
    Con un gesto brusco e inesperado, Edmund desabrochó la hebilla del cinto de su espada y entregó ésta al cadáver. El capitán aceptó el arma con gesto grave y realizó un saludo con su mano blanquísima y ajada. Helado de orgullo ultrajado y de justa cólera, el príncipe subió de nuevo al carruaje, tomó asiento muy tieso y se dedicó a contemplar el paisaje desolado con estudiada calma.
    Jera y su esposo, avergonzados, no se atrevieron a mirar a Edmund, seguros de que el príncipe creería que lo habían conducido a sabiendas a aquella trampa.
    Ocultando el rostro, subieron al vehículo sin decir palabra y tomaron asiento en silencio. Alfred dirigió una mirada dubitativa a Haplo, con todo el aire de estar esperando órdenes. Al patryn le resultaba incomprensible que el sartán hubiera sobrevivido tanto tiempo por sí solo; hizo un gesto con la cabeza y Alfred se encaramó al carruaje, tropezando con los pies de todos los ocupantes y cayendo, más que sentándose, en un rincón del vehículo.
    Todos aguardaron a Haplo. El patryn se inclinó hacia el perro, le dio unas palmaditas y volvió la cabeza del animal hacia Alfred.
    —Vigílalo —le ordenó en un susurro que sólo el perro pudo captar—. No importa lo que me suceda a mí, sigue vigilándolo.
    Haplo montó en el carruaje. El capitán hizo avanzar a su montura, asió las riendas de la pauka y forzó a moverse al reacio animal. El vehículo reemprendió la marcha hacia Necrópolis, la Ciudad de los Muertos.
    CAPITULO 21
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    La ciudad de Necrópolis estaba construida contra las elevadas paredes de la Kairn que daba nombre al imperio. La kairn, una de las mayores y más antiguas de Abarrach, siempre había estado habitada, pero hasta tiempos muy recientes no se había convertido en un gran centro de población. Quienes habían viajado a aquel mundo en los primeros años de su historia se habían trasladado a regiones más templadas, más próximas a la superficie del planeta, y habían establecido sus ciudades «entre el fuego y el hielo», según rezaba el dicho.
    El mundo de Abarrach había sido cuidadosamente planificado por los sartán cuando intentaron salvar su mundo separándolo con su magia. Resultaba verdaderamente desconcertante que un plan que parecía tan acertado hubiera terminado en un fracaso tan trágico, comentó Alfred para sí durante el deprimente trayecto hasta la ciudad, cargado de malos presagios.
    Por supuesto, siguió pensando Alfred, ni aquél ni los otros tres mundos habían sido proyectados para ser autosuficientes. Deberían haber estado comunicados, haber cooperado. Sin embargo, por alguna razón desconocida, la cooperación no se había producido y la comunicación se había roto, dejando a cada mundo aislado de los demás.
    Con todo, las razas de mensch de Ariano habían logrado adaptarse a su duro entorno y sobrevivir. Incluso parecían capaces de prosperar, si no acababan antes con ellos sus constantes rencillas y enfrentamientos.
    Habían sido los sartán, su propia raza, quienes habían desaparecido de Ariano.
    Aunque habría sido mejor —mucho mejor, reflexionó Alfred con tristeza— que los sartán se hubieran extinguido también en aquel reino de las cavernas.
    —La ciudad de Necrópolis —anunció el Gran Canciller, desmontando con torpeza de su dragón del barro—. Me temo que a partir de aquí tendremos que caminar. No se permiten animales en el interior de las murallas. Y eso incluye a los perros — añadió, clavando los ojos en la mascota de Haplo.
    —No voy a dejar a mi perro —declaró el patryn concisamente.
    —Podría quedarse en el carruaje —propuso Jera con un ademán tímido—. ¿Se quedaría aquí, si se lo ordenaras? Si quieres, podemos llevárnoslo a nuestro feudo.
    —El perro obedecería, pero no se quedará. —Haplo descendió del vehículo y llamó al animal a su lado con un silbido—. Donde yo voy, viene el perro. O no va ninguno de los dos.
    Jera se apeó del carruaje con su esposo y se volvió hacia el canciller.
    —El animal está perfectamente entrenado —dijo—. Respondo de su buen comportamiento mientras esté en la ciudad.
    —La ley es terminante: no se permiten animales dentro de las murallas de la ciudad — eclaró el Gran Canciller con expresión severa, dura como el pedernal—.
    Excepto los destinados al mercado, y éstos deben ser sacrificados en un plazo de tiempo determinado desde el momento de su entrada. Y si no te sometes a nuestras leyes por las buenas, señor, tendrás que hacerlo por la fuerza.
    – 127 –
    —¡Ah, bien! —replicó Haplo, acariciando la piel cubierta de runas del revés de sus manos—. Eso sería muy interesante de ver.
    «Más problemas», previo Alfred con desconsuelo. El sartán, conocedor de la sospechosa relación entre Haplo y su perro, no tenía idea de cómo se resolvería aquella situación. Haplo renunciaría a su vida antes que a su perro y, a juzgar por su expresión, parecía alegrarse de tener una oportunidad de luchar.
    No era extraño, pensó Alfred. Poder enfrentarse al fin con un enemigo que había encerrado a su pueblo en un mundo infernal durante un millar de años. Un enemigo cuyas facultades mágicas —y quién sabía qué otras cosas— se habían deteriorado.
    Sin embargo, ¿podría el patryn enfrentarse a los muertos? En la caverna, los soldados cadáveres del príncipe Edmund lo habían capturado con cierta facilidad.
    Alfred había advertido la mueca de dolor de Haplo y conocía a éste lo suficiente como para imaginar que eran pocos los que lo habrían visto alguna vez tan impotente. Pero quizás esta vez estaba más preparado; quizá la magia de su cuerpo ya se había aclimatado mejor.
    —No tengo tiempo para tonterías —declaró el Gran Canciller con frialdad—. Ya llegamos tarde a nuestra audiencia con Su Majestad. Capitán, adelante con ello.
    El perro, aburrido de la conversación, fue incapaz de resistir la tentación de olisquear de nuevo a la pauka y darle un malicioso mordisco. Haplo mantuvo la mirada fija en el canciller. El capitán de la guardia se agachó, cogió al can entre sus recios brazos y, antes de que Haplo pudiera impedirlo, arrojó al animal a una charca de fango caliente y burbujeante.
    El perro lanzó un terrible aullido de dolor y chapoteó frenéticamente con sus patas delanteras, mientras sus ojos acuosos se volvían hacia su amo en una súplica desesperada.
    Haplo saltó hacia él, pero el barro era espeso y viscoso y estaba caliente como un horno. Antes de que el patryn pudiera hacer nada por él, el perro fue engullido por el fango y desapareció sin dejar rastro.
    Jera soltó una exclamación sofocada y ocultó el rostro en el pecho de su esposo.
    Jonathan, conmocionado y consternado, lanzó una mirada de odio al canciller. El príncipe soltó un grito de amarga y colérica protesta.
    Haplo se volvió loco de rabia.
    Las runas de su cuerpo cobraron vida, rojas y azules, emitiendo un brillo cegador. Su intensísima luz era visible a través de sus ropas, irradiaba bajo la tela de la blusa y dibujaba nítidamente los signos mágicos de sus brazos. El chaleco de cuero ocultaba los del pecho y de la espalda y los pantalones, también de cuero, hacían lo propio con los de las piernas, pero las runas eran tan poderosas que empezaba a formarse un halo luminoso en torno al patryn. Sin una palabra, con expresión torva, Haplo se lanzó contra el cadáver, el cual, advirtiendo la amenaza, echó mano a la espada.
    El impulso llevó a Haplo a saltar sobre su presa antes de que el capitán terminara de desenvainar. Pero, en el momento en que las manos tocaron la carne helada del cadáver, dispuestas a retorcerle el cuello, estalló un relámpago blanco que dio vueltas vertiginosamente en torno a los dos. Haplo soltó un grito agónico y retrocedió tambaleándose, retorciendo y agitando convulsivamente brazos y piernas mientras la descarga le atravesaba el cuerpo. Terminó golpeándose contra el costado del carruaje y deslizándose con un gemido hasta quedar tumbado, aparentemente sin sentido, sobre la capa de blanda ceniza que cubría el camino.
    Un acre olor a azufre invadió el aire. El cadáver continuó, imperturbable, el movimiento de sacar la espada; después, miró al canciller y esperó órdenes.
    El Gran Canciller contemplaba con ojos muy abiertos la figura de Haplo y el resplandor de las runas de su piel, que empezaba a apagarse. El ministro del dinasta se pasó la lengua por los labios resecos.
    —Mátalo —fue la orden.
    —¿Qué? —dijo Alfred con voz temblorosa—. ¿Matarlo? ¿Por qué?
    Jera asió por el brazo a Alfred para contenerlo y le susurró:
    —Porque es más fácil obtener información de un cadáver que de un hombre vivo y terco. ¡No intervengas! ¡No puedes hacer nada por él!
    —Yo sí que puedo hacer algo —intervino Edmund con voz gélida—. ¡No permitiré que se mate a un hombre indefenso!
    Dio un paso adelante, claramente decidido a impedir que el cadáver llevara a cabo su terrible encargo.
    El cadáver no se detuvo, sino que alzó la mano en un gesto imperioso. Dos de los soldados se apresuraron a obedecer. Sus manos muertas sujetaron al príncipe por detrás, inmovilizándole los brazos a los costados con gran habilidad. Edmund, indignado, pugnó por desasirse.
    —Un momento, capitán —indicó el canciller—. Alteza, ¿ese individuo de las marcas extrañas en la piel es ciudadano de Kairn Telest?
    —Sabes muy bien que no —respondió Edmund—. Es un forastero. Lo he conocido hoy mismo, en la orilla opuesta de este mar. Pero no ha causado ningún daño y acaba de ver cómo un compañero fiel sufría una muerte bárbara. Ya lo has castigado por su insolencia. ¡Deja ahí las cosas!
    —¡Tonterías, Alteza! —exclamó el Gran Canciller—. Capitán, cumple tus órdenes.
    —¿Cómo es posible que mi pueblo..., precisamente mi pueblo..., cometa crímenes tan horribles? —exclamó Alfred, hablando consigo mismo presa de una gran agitación, mientras se retorcía las manos como si, estrujándolas, pudiera escurrir la respuesta de su propia carne—. Si estuviera entre patryn, entonces sí que lo entendería. Los patryn eran una raza despiadada, ambiciosa y cruel.
    Nosotros..., nosotros éramos el otro platillo de la balanza. Éramos la fuerza que anulaba la suya. La magia blanca frente a la negra. El bien frente al mal. Pero veo en Haplo..., he visto en él la bondad... y ahora descubro la maldad en mis congéneres sartán... ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
    Su respuesta inmediata fue: «Desmayarme».
    —¡No! —jadeó, resistiéndose a la debilidad que se adueñaba de él. La oscuridad fue apoderándose de su mente—. ¡Acción! Tengo que... actuar. Coger la espada.
    Eso es: coger la espada.
    El sartán se arrojó sobre el capitán de la guardia de cadáveres.
    Al menos, ésa fue su intención. Por desgracia, Alfred terminó arrojando sólo una parte de su figura contra el capitán de la guardia. La mitad superior de Alfred se abalanzó hacia la espada, pero la mitad inferior se negó a moverse y el sartán cayó cuan largo era y aterrizó de cabeza sobre Haplo.
    Alfred advirtió que el patryn parpadeaba.
    —¡Ahora sí que la has hecho buena! —lo oyó mascullar por la comisura de los labios—. ¡Ya lo tenía todo controlado! ¡Suéltame!
    O bien el cadáver del capitán no advirtió que ahora tenía dos víctimas en lugar de una, o tal vez decidió que ahorraría tiempo despachándolas a ambas a la vez.
    —¡Yo... no puedo! —Alfred, paralizado de miedo, era incapaz de moverse. Alzó los ojos con expresión de frenético terror y vio descender la hoja de la espada, afilada como una cuchilla, si bien algo oxidada.
    El sartán pronunció las primeras runas que le vinieron a los labios.
    El capitán de los cadáveres había sido un soldado valiente y honorable, respetado y amado por sus hombres. Había muerto en la Batalla del Pilar de – 129 –
    Zembar, de una estocada en el vientre. La terrible herida aún era visible en forma de un agujero enorme, aunque ya limpio de sangre, en el estómago.
    La runa entonada por Alfred pareció infligirle de nuevo la misma estocada mortal.
    Por un breve instante, un hálito de vida pareció brillar en sus ojos muertos. El rostro del cadáver, perfectamente conservado, se contorsionó en una mueca de dolor y la espada le resbaló de entre los dedos. El capitán se llevó la mano a la herida en un gesto automático y un grito silencioso escapó de sus labios amoratados.
    El cadáver se dobló sobre sí mismo, sujetándose el vientre. Los espectadores vieron con paralizada sorpresa cómo sus dedos se cerraban en torno a la hoja invisible de una espada imaginaria. A continuación, pareció como si la espada fuera extraída de su vientre. El cadáver emitió un último gemido mudo y se derrumbó en el suelo. No volvió a ponerse en pie ni reanudó su ataque. El capitán siguió tendido sobre el suelo cubierto de cenizas, muerto.
    Nadie se movió. Nadie dijo nada. Fue como si todos los presentes hubieran sido golpeados también por aquella espada invisible. El Gran Canciller fue el primero en reaccionar.
    —¡Ve y reaviva al capitán! —ordenó al nigromante de las tropas. El interpelado se adelantó rápidamente, con sus ropajes negros ondeando en torno a él. La capucha se le cayó hacia atrás, dejando la cabeza a la vista involuntariamente; el nigromante era una mujer. La hechicera se aproximó al cuerpo del capitán.
    Y entonó las runas.
    No sucedió nada. El capitán continuó inmóvil.
    La nigromante emitió un sonoro jadeo, con los ojos como platos de perplejidad, y luego frunció el entrecejo con rabia. Empezó a cantar de nuevo las runas, pero las palabras mágicas murieron en sus labios.
    El fantasma del cadáver se alzó ante la nigromante y se colocó entre ésta y el cuerpo del capitán.
    —¡Vete! —le ordenó la hechicera, intentando aventar al fantasma como haría con unas volutas de humo alzadas de una fogata.
    El fantasma, sin embargo, permaneció donde estaba y empezó a cambiar de aspecto. Ya no era un lastimoso jirón de niebla, sino que iba cobrando el porte de un hombre alto y gallardo, plantado ante la nigromante con aire digno. Y todos los que contemplaban la escena con perplejo asombro comprendieron que estaban viendo al muerto tal como había sido en vida.
    El fantasma del capitán se enfrentó a la nigromante y los observadores vieron, o creyeron ver, cómo movía la cabeza en un gesto de rotunda negativa. Después, volvió la espalda al cuerpo inmóvil que yacía en el suelo y se alejó. Y dio la impresión de que en la niebla que los envolvía resonaba un lamento apesadumbrado. Un lamento cargado de envidia.
    ¿O tal vez era el aullido del viento entre las rocas?
    La nigromante se quedó mirando al fantasma, boquiabierta y estupefacta.
    Cuando la figura espectral desapareció, la hechicera se percató súbitamente de la presencia de los demás y cerró la boca.
    —Buen viaje —murmuró. Se inclinó sobre el cadáver y pronunció de nuevo las runas, añadiendo al final, para completar la cosa—: ¡Levántate, maldita sea!
    El cadáver no se movió.
    La nigromante enrojeció de ira y dio un puntapié al cuerpo inerte.
    —¡Levántate! ¡Lucha! ¡Cumple tus órdenes!
    —¡Basta! —exclamó Alfred, airado, mientras se ponía en pie con dificultad—.
    ¡Basta! ¡Déjalo descansar en paz!
    —¿Qué has hecho? —La hechicera se volvió hacia Alfred—. ¿Qué le has hecho?
    ¡Dime!
    Alfred, tomado por sorpresa, tropezó con los tobillos de Haplo. El patryn soltó un gemido y se movió.
    —No..., no lo sé —respondió el sartán, chocando contra el costado del carruaje.
    La nigromante avanzó hacia él.
    —¿Qué has hecho? —repitió, alzando la voz en un agudo chillido.
    —¡La profecía! —exclamó Jera agarrándose a su marido—. ¡La profecía!
    La nigromante escuchó aquella palabra y cesó en sus gritos. Lanzó una mirada penetrante a Alfred y se apresuró a volverla hacia el canciller en espera de órdenes.
    El Gran Canciller parecía desconcertado.
    —¿Por qué no se levanta? —preguntó con voz temblorosa, mirando el cadáver.
    La hechicera se mordió el labio, sacudió la cabeza y se acercó a su superior para tratar la cuestión en privado, con murmullos cargados de urgencia.
    Jera aprovechó la distracción del canciller para llegar junto a Haplo. Se mostró solícita y atenta con el patryn, pero sus ojos verdes estaban fijos en el balbuceante Alfred con una muda pregunta.
    —No..., no lo sé —respondió el torpe sartán, tan perplejo como cualquiera de los presentes—. ¡De veras, no lo sé! Todo ha sucedido muy deprisa y yo... estaba aterrorizado. Esa espada... —se estremeció, temblando de frío y de reacción a lo sucedido—. No soy un tipo valiente, ¿sabéis? La mayoría de las veces me limito a..., a desmayarme. Si no preguntádselo a él —señaló a Edmund con un dedo tembloroso—. ¡Cuando sus hombres nos capturaron, perdí el sentido de inmediato!
    Esta vez también he querido desmayarme, pero no podía permitírmelo. Cuando he visto la espada... ¡he dicho las primeras palabras que me han venido a la cabeza!
    ¡Ni que me matarais podría recordar lo que he dicho!
    —¡Ni que te matáramos! —La nigromante se volvió y dirigió una mirada de odio a Alfred desde lo más hondo de su capucha negra—. Tal vez sea como dices, pero las recordarás muy pronto, una vez muerto. Los muertos, ¿sabes?, nunca mienten ni esconden nada.
    —Te estoy diciendo la verdad —insistió Alfred con aire sumiso—. Dudo que mi cadáver pudiera añadir mucho más.
    Haplo soltó un nuevo gruñido, casi como si respondiera a las palabras del sartán.
    —¿Cómo está? —preguntó Jonathan a la duquesa, refiriéndose al patryn. Jera alargó la mano para seguir los trazos de las runas sobre la piel de Haplo.
    —Creo que se recuperará. Los signos mágicos parecen haber absorbido la mayor parte de la descarga. Sus latidos son firmes y...
    De pronto, la mano de Haplo se cerró con fuerza en torno a su muñeca.
    —¡No vuelvas a tocarme nunca! —masculló con voz ronca. Jera se sonrojó y se mordió el labio.
    —Lo siento. No pretendía... —La duquesa se encogió e intentó retirar el brazo—.
    Me haces daño...
    Haplo la apartó de un empellón y se puso en pie por sus propios medios, aunque se vio obligado a apoyarse en el carruaje para sostenerse. Jonathan se apresuró a acudir junto a su esposa.
    – 131 –
    —¿Cómo te atreves a tratarla así? —lo increpó el duque con furia, volviéndose hacia Haplo—. Jera sólo trataba de ayudarte...
    —Déjalo, querido —lo cortó su esposa—. Merezco sus reproches. No tenía ningún derecho. Perdóname, forastero.
    Haplo soltó un gruñido y murmuró algo, aceptando las disculpas a regañadientes. Era evidente que aún no se había recuperado por completo, pero el patryn era consciente de que el peligro no había pasado.
    «Si acaso —pensó Alfred— ha aumentado.» El canciller estaba impartiendo órdenes a sus tropas. Los soldados se situaron en torno al príncipe y a sus acompañantes, obligándolos a agruparse.
    —¿Qué has hecho, en nombre del Laberinto? —susurró Haplo, acercándose más al desdichado Alfred.
    —¡Ha dado cumplimiento a la profecía! —dijo Jera en voz baja.
    —¿Profecía? —Haplo pasó la mirada de la una al otro—. ¿Qué profecía?
    Pero Jera se limitó a sacudir la cabeza. Frotándose la muñeca dolorida, dio la espalda al patryn. Su esposo le pasó el brazo por los hombros en ademán protector.
    —¿Qué profecía? —insistió Haplo, volviéndose a Alfred con expresión acusadora—. ¿Qué diablos le has hecho a ese cadáver?
    —Lo he matado —respondió Alfred. Y, a modo de explicación, añadió—: El iba a matarte...
    —¡De modo que me has salvado la vida matando a un muerto! Estupendo. Sólo que... — ejó la frase a medias, contempló el cuerpo caído en el suelo y, luego, miró de nuevo al sartán—. ¡Has dicho que lo has «matado»...!
    —Exacto. Está muerto. Definitivamente muerto.
    Los ojos del patryn escrutaron sucesivamente a Alfred, a la furiosa nigromante, a la perspicaz duquesa y al vigilante y suspicaz príncipe Edmund.
    —Te aseguro que no tenía intención de hacerlo —se excusó Alfred, abrumado—.
    Yo... estaba asustado.
    —¡Guardias! ¡Separadlos! —El canciller hizo un gesto y dos de los cadáveres se apresuraron a interponerse entre Alfred y Haplo—. ¡Absteneos de comentarios entre vosotros! ¡Os lo digo a todos! —Se volvió hacia los duques y continuó—: Señorías, me temo que este... incidente cambia las cosas. Su Majestad querrá entrevistarse con todos vosotros. ¡Guardias, traedlos!
    El canciller y el nigromante se pusieron en marcha, camino de las puertas de la ciudad. Los cadáveres cerraron filas en torno a los cautivos, separando a unos de otros, y les ordenaron que avanzaran.
    Alfred vio al patryn dirigir una mirada a la charca de fango en la que había desaparecido su perro. Haplo apretó los labios y sus ojos de mirada severa parpadearon varias veces, rápidamente. Después, los soldados lo obligaron a seguir adelante, apartándolo de la vista del sartán.
    Se produjo, acto seguido, un momento de confusión cuando Edmund rechazó el contacto de las manos heladas de los cadáveres y afirmó que entraría en la ciudad como príncipe que era, y no como cautivo. Tras la declaración, echó a andar orgullosamente por sí mismo, con los guardias tras él.
    Jera aprovechó la situación para susurrar a toda prisa unas órdenes urgentes al cochero. El cadáver asintió y, volviendo la cabeza de la pauka hacia la mansión de los duques, condujo al animal por un camino que corría durante un trecho bajo la muralla de la ciudad. El duque y la duquesa intercambiaron unas miradas; algo les rondaba en la cabeza, pero el desdichado Alfred no tenía la menor idea de qué podía ser.
    Y, de momento, no le importaba. Nada de cuanto había dicho era falso. No tenía la menor idea de lo que había hecho con el capitán y deseaba con todas sus fuerzas no haberlo hecho. Perdido en sombríos pensamientos, no advirtió que el duque y la duquesa se colocaban a su altura, uno a cada lado, mientras los guardias avanzaban en sus monturas tras los cautivos.
    – 133 –
    CAPÍTULO 22
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Los habitantes de Necrópolis habían aprovechado una peculiar formación rocosa natural para levantar las murallas de la ciudad. Una larga hilera de estalagmitas, que se alzaban del suelo de la caverna, se extendía desde un lado del fondo de la caverna hasta el otro lado, cerrando un semicírculo. Desde arriba, las estalactitas bajaban al encuentro de las estalagmitas formando un muro que producía en el visitante la perturbadora impresión de entrar en una gigantesca boca con los dientes al descubierto.
    La formación geológica era antigua; se remontaba a los orígenes de aquel mundo y era sin duda una razón importante para que aquel punto se hubiera convertido en uno de los primeros puestos avanzados de la civilización en Abarrach.
    Aquí y allá, podían verse en la impresionante muralla algunas viejas runas sartán, cuya magia había rellenado convenientemente las grietas que dejaba la arquitectura natural.
    Pero la magia sartán había disminuido, la caída continua de lluvia corrosiva había desgastado la mayoría de las runas hasta borrarlas y ya nadie recordaba los secretos de su conservación. Los muertos se ocupaban de las reparaciones de la muralla, llenando los huecos entre los «dientes» con lava fundida y bombeando magma en las cavidades. Los cadáveres se ocupaban también de montar guardia en la muralla de Necrópolis.
    Las puertas de la ciudad permanecían abiertas durante las horas en que el dinasta permanecía despierto. Las puertas gigantescas, de resistente hierba de kairn entretejida y reforzada con las escasas runas toscas que los sartán aún recordaban, sólo se cerraban cuando lo hacían los ojos del dinasta para dormir. El tiempo, en aquel mundo sin sol, se regulaba según la actividad del monarca de Necrópolis, lo cual significaba que solía cambiar según los caprichos de cada ocupante del trono.
    Debido a ello, los distintos momentos de la jornada recibían denominaciones como «la hora del desayuno del dinasta», «la hora de las audiencias del dinasta» o «la hora de la siesta del dinasta». Un monarca madrugador obligaba a sus subditos a levantarse temprano para dedicarse a sus asuntos bajo la atenta vigilancia del gobernante. Un monarca dormilón, como el dinasta que ocupaba el trono en aquellos momentos, alteraba las costumbres de toda la ciudad, aunque tales cambios no solían representar grandes contratiempos para sus habitantes vivos, quienes generalmente estaban en disposición de modificar su ritmo de vida para adecuarlo al del gobernante. Los muertos, que realizaban todo el trabajo, no dormían nunca.
    El Gran Canciller y sus prisioneros cruzaron las puertas de la capital ya avanzada la hora de las audiencias del dinasta, uno de los momentos más bulliciosos de la jornada para los habitantes de la ciudad. La hora de las audiencias marcaba un último momento de apresurada actividad antes de que la ciudad se paralizara durante la hora del almuerzo y la hora de la siesta del dinasta.
    Así pues, las estrechas calles de Necrópolis estaban abarrotadas de gente, tanto vivos como muertos. Las calles eran, en realidad, túneles de origen tanto natural como artificial, destinados a proporcionar a los habitantes cierta protección de la pertinaz llovizna acida. Los túneles eran angostos y retorcidos y solían ser lugares oscuros y sombríos, apenas iluminados a trechos mediante siseantes lámparas de gas.
    Gran número de viandantes, tanto vivos como cadáveres, llenaba los túneles.
    Parecía casi imposible que Alfred, el duque, la duquesa y los guardias de la escolta pudieran sumarse a la multitud. Alfred comprendió que la ley que prohibía el tránsito de animales por las calles de la ciudad no era una decisión arbitraria, sino producto de la necesidad. Un dragón del barro habría causado graves problemas de tráfico y la gran masa peluda de una pauka habría provocado un completo atasco en los túneles. Cuando estudió la muchedumbre que se apretujaba y se abría paso a empellones, Alfred advirtió que los muertos superaban con mucho en número a los vivos. Al observarlo, el corazón se le encogió en el pecho.
    Los guardias cerraron filas en torno a sus prisioneros, pero la comitiva quedó separada en varios grupos casi de inmediato. Haplo y el príncipe desaparecieron de vista entre la multitud. El duque y la duquesa se apretaron contra Alfred y lo agarraron del brazo, cada uno por un lado. El sartán notó una tensión, una rigidez inusual en sus cuerpos y miró a ambos con expresión dubitativa, presa de una súbita aprensión que le revolvía el estómago.
    —Sí —dijo Jera en voz baja, apenas audible en el bullicio de la multitud que se apiñaba en las calles—, vamos a intentar ayudarte a escapar. Limítate a hacer lo que te digamos, cuando te lo indiquemos.
    —Pero... el príncipe... y mi ami... —Alfred no terminó la palabra. Había estado a punto de llamar «amigo» a Haplo y se preguntó con inquietud si el término era adecuado y exacto.
    Jonathan parecía preocupado y miró a su esposa, quien sacudió la cabeza con firmeza. El duque suspiró.
    —Lo siento, pero es imposible ayudarlos —dijo—. Nos aseguraremos de que tú te pones a salvo y, luego, tal vez podamos hacer algo juntos para ayudar a tus amigos.
    Era un plan muy razonable. ¿Cómo podía saber el duque que, sin Haplo, Alfred seguiría prisionero de aquel mundo no importaba dónde estuviese? Exhaló un leve suspiro, inaudible para sus acompañantes, y comentó:
    —Supongo que no os haré cambiar de idea aunque os diga que no deseo escapar, ¿verdad?
    —Estás asustado —replicó Jera con unas palmaditas en el brazo—. Es comprensible, pero confía en nosotros. Nos ocuparemos de ti. No será muy difícil — añadió, dirigiendo una mirada desdeñosa a los guardias cadáveres que se abrían paso a duras penas entre la multitud.
    «No, claro. Ya lo suponía», respondió Alfred a su propia pregunta, sin llegar a despegar los labios.
    —Nos preocupa tu seguridad —apuntó Jonathan.
    —¿De veras? —inquirió Alfred, pensativo.
    —¡Pues claro! —exclamó el duque, y Alfred tuvo la sensación de que el joven noble estaba convencido de lo que decía.
    El sartán no pudo evitar preguntarse, con una suave melancolía, hasta qué punto estaría dispuesta la pareja a poner en riesgo su vida por salvar a un tipo torpe e inepto en lugar de al hombre que había cumplido «la profecía», fuera ésta lo que fuese. Estuvo a punto de preguntárselo a los duques, pero decidió que en realidad no quería saberlo.
    —¿Qué les sucederá al príncipe y a..., a Haplo?
    —Ya oíste a Pons —contestó la duquesa, lacónica.
    —¿A quién?
    —Al canciller.
    —¡Pero ese tipo habla de matar! —Alfred estaba horrorizado. Podía imaginar algo así de los mensch o de los patryn, pero... ¿de su propia raza?
    – 135 –
    —Ya ha sucedido otras veces —asintió el duque en tono lúgubre—. Y volverá a suceder.
    —Tienes que pensar en ti mismo —añadió Jera con suavidad—. Ya habrá tiempo de pensar en ayudar a tus amigos a escapar cuando estés a salvo.
    —O, por lo menos, quizá podamos rescatar sus cadáveres —dijo Jonathan. Y Alfred, mirando a los ojos al duque, supo que el joven hablaba completamente en serio.
    El sartán se sintió entumecido de pies a cabeza. Siguió andando como en un sueño pero, si era tal sueño, tenía que ser el de otro, pues no podía despertar de él. Las manos cálidas de los duques lo conducían en aquel mar de muertos, combatiendo la gelidez de la carne blancoazulada de los cadáveres que se apretujaban en torno al trío. El olor a podredumbre era penetrante y emanaba no sólo de los cuerpos sino de todo lo demás de aquel mundo.
    Los propios edificios, hechos de obsidiana, granito y lava fría, se veían sometidos a la acción constante de la niebla y la llovizna cargadas de ácido. Viviendas y tiendas, como los cadáveres, se desmoronaban hasta caer en pedazos. Alfred vio en varios lugares antiguas runas, o lo que quedaba de ellas. Signos cuya magia debía de haber proporcionado luz y calor a aquella ciudad lúgubre y repulsiva. Pero la mayor parte de ellos había desaparecido, por efecto de la corrosión u ocultados tras improvisadas obras de reparación.
    Los duques aminoraron el paso y Alfred los miró con inquietud.
    —Ahí delante hay una intersección de túneles —le dijo Jera al oído. Su expresión era firme y resuelta; su tono, urgente e imperioso—. Encontraremos la habitual confusión en el tráfico. Cuando lleguemos allí, disponte a hacer lo que te digamos.
    —Creo que debería advertiros. No soy muy bueno corriendo, huyendo de una persecución y esas cosas...
    Jera le dirigió una sonrisa bastante tensa y forzada, pero en sus ojos verdes había un destello de calor.
    —Ya lo sabemos, no te preocupes —le dijo, dándole unas nuevas palmaditas en el brazo—. El asunto debería resultar mucho más fácil que todo eso.
    —Debería... —terció su esposo, jadeando de nerviosismo.
    —Calma, Jonathan —murmuró la duquesa—. ¿Preparado?
    —Preparado, querida —asintió él.
    Llegaron a la encrucijada, donde convergían cuatro túneles. Los viandantes procedentes de las cuatro direcciones se cruzaban allí y Alfred vio por un instante a cuatro nigromantes, envueltos en sencillas ropas negras, colocados en el centro de la intersección y dirigiendo el río de tráfico.
    De pronto, Jera se volvió y empezó a empujar con gesto irritado al guardia cadáver que avanzaba justo detrás de ella.
    —¡Os digo que cometéis un error! —exclamó en voz alta.
    —¡Sí, marchaos de una vez! —Jonathan alzó también la voz, deteniéndose a protestar ante otro de los guardias del canciller—. ¡Os equivocáis de gente! ¿Es que no lo entendéis? ¡Estáis siguiendo a quien no debéis! ¡Vuestros prisioneros se han ido por ahí! —El duque alzó la mano e indicó una dirección.
    Los guardias muertos se quedaron inmóviles, formando un apretado círculo en torno a los duques y a Alfred tal como les habían ordenado. Los transeúntes tropezaron con el grupo y se detuvieron, los vivos para ver qué sucedía y los muertos sin otro propósito que continuar la marcha, camino de sus respectivas tareas.
    Se produjo un atasco. Los que venían más atrás, que no podían ver lo que ocurría, empezaron a empujar a los que tenían delante, inquiriendo con voces estridentes cuál era la causa de la retención del tráfico. La situación empeoraba cada vez más y los nigromantes actuaron con celeridad para descubrir qué sucedía e intentar resolver el lío.
    Un controlador de encrucijada se abrió paso entre la multitud con sus sencillos ropajes negros. Al advertir el reborde rojo en las ropas negras de los duques, el nigromante los reconoció como miembros de la nobleza menor y les dedicó una reverencia. Sin embargo, también lanzó una breve mirada por el rabillo del ojo a los cadáveres de los soldados, que llevaban los distintivos regios.
    —¿Puedo salvar a Sus Señorías? —preguntó el nigromante—. ¿Tienen algún problema?
    —No estoy seguro del todo —dijo Jonathan, la viva imagen de la confusión y la inocencia—. Verás, mi esposa y yo y este amigo veníamos caminando, ocupados en nuestros asuntos, cuando estos..., estos... —dirigió un gesto hacia los guardias como si no existieran palabras para describirlos— nos han rodeado de pronto y nos han obligado a acompañarlos en dirección a palacio.
    —Les han ordenado custodiar a un prisionero pero, al parecer, lo han perdido y ahora la toman con nosotros —añadió Jera, mirando a su alrededor con aire desvalido.
    El atasco era cada vez más monumental. Dos de los controladores intentaban desviar el tráfico en torno al grupo. El cuarto, con aspecto desolado, probó a dirigir a la gente hacia el otro lado del túnel, pero las paredes de éste impidieron a los viandantes llegar muy lejos. Alfred, que sacaba toda la cabeza al resto de la multitud, vio que el atasco se extendía ya por las cuatro vías. A aquel ritmo, pronto terminaría atascada toda la ciudad.
    Alguien le estaba pisando el pie sin miramientos, y otro le había clavado el codo en las costillas. Jera estaba aplastada contra él y sus cabellos le hacían cosquillas en el mentón. El propio controlador se vio atrapado en la marea y tuvo que abrirse paso a la fuerza para evitar ser arrastrado por la muchedumbre.
    —Hemos llegado a las puertas de la ciudad al mismo tiempo que el Gran Canciller y tres prisioneros políticos —dijo Jonathan a gritos para que el nigromante lo oyera entre el estrépito de los túneles—. ¿Los habéis visto? Un príncipe de una tribu bárbara y un hombre que parecía un juego de fichas rúnicas ambulante...
    —Sí, los hemos visto. Iban con el Gran Canciller, en efecto.
    —Pues bien, había un tercer hombre y este grupo de soldados lo escoltaba pero, de pronto, los hemos encontrado escoltándonos a nosotros, y el tipo se les ha escapado.
    —Tal vez Sus Señorías —dijo el controlador, cada vez más aturdido— podrían limitarse a acompañar a los soldados a palacio y...
    —¿Qué? ¡Yo, la duquesa de los Cerros de la Grieta, conducida ante el dinasta como una vulgar delincuente! ¡No me atrevería a dejarme ver en la corte nunca más! —La pálida piel de Jera se sonrojó y sus ojos centellearon de ira—. ¡Cómo te atreves a insinuar siquiera tal cosa...!
    —Yo... lo siento, Señoría —balbució el nigromante—. No sé lo que me digo. Es a causa de toda esta multitud, ¿sabéis?, y de este calor...
    —Entonces, te sugiero que hagas algo —intervino Jonathan con aire altivo.
    Alfred observó los cadáveres, que permanecían imperturbables en mitad de la confusión que los rodeaba, con un aire de concentrada determinación en sus rostros carentes de inteligencia.
    —Sargento —dijo entonces el nigromante, dirigiéndose al cadáver que guiaba el reducido destacamento—, ¿cuál es la tarea que le han asignado?
    —Escoltar prisioneros. Llevarlos a palacio —respondió el cadáver, y su voz hueca se confundió con las otras voces huecas de los demás muertos que intentaban ir y venir por los túneles.
    – 137 –
    —¿Qué prisioneros? —preguntó el controlador. El cadáver tardó en contestar, hurgando en su pasado, hasta asirse a un recuerdo.
    —Prisioneros de guerra, señor.
    —¿De qué batalla? —insistió el nigromante con un atisbo de exasperación en la voz.
    —Batalla... —La sombra de una sonrisa rozó los labios amoratados del cadáver— . La batalla del Coloso Caído, señor.
    —¡Ah! —exclamó Jera, sarcástica. El nigromante exhaló un suspiro.
    —Lo siento terriblemente, Señorías. ¿Quieren que me ocupe del asunto?
    —Si nos haces el favor. Lo habría hecho yo misma, pero resultará mucho más sencillo si te haces cargo tú, como funcionario que eres. Tú sabrás hacer mejor los informes pertinentes.
    —Además, no querríamos montar una escena —añadió Jonathan—. A veces, los muertos son muy tercos. Y si se les hubiera metido en la cabeza que éramos sus prisioneros... —se encogió de hombros—. En fin, podría haber resultado difícil tratar con ellos. ¡Piensa en el escándalo si Su Señoría y yo fuéramos vistos discutiendo con cadáveres!
    El nigromante encargado del tráfico pensó en ello, evidentemente, pues hizo una reverencia y empezó a mover las manos en el aire, trazando las runas y entonándolas. La expresión de los cadáveres cambió, se hizo algo confusa, perdida, desvalida. El controlador les ordenó entonces, con voz enérgica:
    —Regresad a palacio. Informad a vuestro superior que habéis perdido al prisionero. —Se volvió hacia los duques y añadió—: Enviaré a alguien con ellos para que no molesten a nadie más por el camino. Y ahora, Señorías, si me excusáis... — añadió, llevándose la mano a la capucha de la túnica.
    —Desde luego. Gracias. Has sido de gran ayuda.
    Jera alzó la mano y trazó una cortés runa de buenos deseos.
    El nigromante se la devolvió apresuradamente y corrió a encargarse del atasco que obstruía el túnel. Jera se cogió del brazo de su esposo, quien asió a Alfred por el codo. Los duques condujeron al sartán hasta un túnel que se alejaba en ángulo recto del que los había llevado hasta allí.
    Aturdido por el ruido, la multitud y la atmósfera claustrofóbica de los túneles, Alfred tardó unos momentos en darse cuenta de que sus compañeros y él estaban libres.
    —¿Qué ha sucedido? —quiso saber. Volvió la vista atrás, no se fijó dónde pisaba y trastabilló.
    Jonathan lo ayudó a mantener el equilibrio.
    —Una cuestión de tiempo, en realidad. Había que buscar el momento oportuno.
    Por cierto, ¿crees que podrías apresurar un poco la marcha y tener cuidado de dónde pisas? Aún no hemos salido de ésta y cuanto antes lleguemos a la Puerta de la Grieta, mejor.
    —Lo siento. —Alfred notó que le ardía la cara de rubor. Prestó suma atención adonde ponía los pies y los vio hacer las cosas más insospechadas: meterse en cada hoyo del camino, introducirse entre los pies de los demás y doblar esquinas que su mente no le ordenaba doblar.
    —Pons tenía tanta prisa en conducirte a presencia del dinasta... ven, permite que te ayude a levantarte ...que se ha descuidado de renovar las instrucciones a los muertos. Es preciso hacerlo periódicamente o les sucede lo que a ese grupo de soldados. Vuelven a actuar de memoria, guiados por sus propios recuerdos.
    —Pero, a pesar de lo que dices, nos conducían a palacio como les habían ordenado...
    —Sí, y habrían llevado a cabo la misión con toda seguridad. La habrían cumplido con tenacidad, de hecho. Por eso no nos atrevíamos a librarnos de ellos por nosotros mismos. Tal como han ido las cosas, ese otro nigromante los ha confundido lo suficiente como para romper el fino hilo que aún los unía a las órdenes recibidas. La menor distracción puede enviar a esos cadáveres de vuelta a los tiempos pasados. Ésta es una de las razones de que haya apostados controladores como ésos en la ciudad. Se encargan de los muertos que vagan por ahí perdidos y desconcertados. ¡Cuidado con ese carro! ¿Te ha sucedido algo? Un trecho más y habremos dejado atrás las calles más congestionadas.
    Jera y Jonathan metieron prisas a Alfred, llevándolo casi a rastras y volviendo la vista a su alrededor con gesto nervioso mientras lo hacían. En su avance, buscaban la protección de las sombras siempre que era posible, evitando los charcos de luz de las lámparas de gas.
    —¿Vendrán tras nosotros?
    —¡Puedes estar seguro de ello! —exclamó el duque con rotundidad—. Cuando los guardias lleguen a palacio, Pons mandará a otros con nuestra descripción. Tenemos que llegar a las puertas antes que ellos.
    Alfred no dijo nada más. No podía hacerlo, pues no tenía resuello para seguir hablando. El paso de la Puerta de la Muerte, el continuo sobresalto que habían significado los terribles acontecimientos de los últimos ciclos, el espantoso descubrimiento que había efectuado y el constante recurso a la magia para ayudarlo a sobrevivir habían dejado al sartán al borde del colapso. A ciegas, agotado, siguió avanzando a tumbos por donde sus acompañantes lo conducían.
    Sólo tuvo una confusa impresión de llegar a otra puerta, de salir por fin del laberinto de túneles. Escuchó a Jera y Jonathan respondiendo a las preguntas que les formulaba un centinela muerto, los oyó hablar de que llevaban a un enfermo y se preguntó vagamente quién sería; vio aparecer entre la niebla el corpachón peludo de una pauka, se sintió caer de bruces en el fondo de un carruaje y, como en un sueño, escuchó la voz de Jera que decía: «...la casa de mi padre...». Y una oscuridad eterna y horrible se cerró sobre él.
    CAPÍTULO 23
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    —Así pues, Pons, lo has perdido —dijo el dinasta y, con gesto ocioso, dio un sorbo de un licor potente y ardiente de color rojizo, conocido como stalagma, que era la bebida favorita de Su Majestad después de las comidas.
    —Lo siento, señor, pero no tenía idea de que iba a tener que encargarme de transportar cinco prisioneros. Pensaba que iba a ser sólo uno, el príncipe, y que me encargaría de él personalmente. Por eso tuve que confiar en los muertos. No tenía nadie más a mano.
    El Gran Canciller no estaba preocupado. El dinasta era justo y no haría responsable a su ministro por las insuficiencias de los cadáveres. Los sartán de Abarrach habían aprendido hacía mucho tiempo a comprender las limitaciones de los muertos. Los vivos eran tolerantes con ellos, los trataban con paciencia y buen ánimo, igual que los padres afectuosos toleran las insuficiencias de sus hijos.
    —¿Un vaso, Pons? —preguntó el dinasta, despidiendo con un gesto al criado cadáver y ofreciéndose a llenar una pequeña copa de oro con sus propias manos—.
    Tiene un sabor excelente.
    —Gracias, Majestad —dijo Pons; el canciller detestaba el stalagma pero ni por un instante se le habría pasado por la cabeza la idea de ofender al dinasta negándose a beber con él—. ¿Veréis ahora a los prisioneros?—¿Qué prisa hay, Pons? Casi es la hora de nuestra partida de fichas rúnicas, ya lo sabes.
    —La duquesa Jera mencionó algo acerca de la profecía, señor.
    Kleitus estaba a punto de llevarse la copa a los labios, pero detuvo el gesto al oír sus palabras.
    —¿De veras? ¿Cuándo?
    —Después de que el extranjero hiciera..., hum..., hiciera lo que fuese al capitán de la guardia.
    —Antes has dicho que «lo mató», Pons. La profecía habla de traer la vida a los muertos, no de ponerle fin.
    El dinasta apuró el resto del licor, echándolo al fondo de la garganta y tragándolo de inmediato, como hacía cualquier bebedor de stalagma experimentado.
    —La duquesa es muy hábil para transformar las palabras de manera que sirvan a sus propósitos, señor. Pensad en los rumores que podría difundir acerca de ese extranjero. Pensad en lo que podría hacer el propio extranjero para conseguir que la gente creyera en él.
    —Es cierto, es cierto. —Al principio, Kleitus frunció el entrecejo con aire preocupado. Después, se encogió de hombros—. Pero sabemos dónde está y con quién. —El stalagma lo dejaba de un humor relajado.
    —Podríamos enviar tropas... —apuntó el canciller.
    —¿Y levantar en armas a la facción del viejo duque? Es posible que éste se aliara con esos rebeldes de Kairn Telest. No, Pons; continuaremos llevando este asunto con sutileza. Podría proporcionarnos la excusa que necesitamos para quitarnos de en medio de una vez a ese entrometido viejo y a su hija, la duquesa.
    Confío en que habrás tomado las precauciones de costumbre, ¿no?
    —Sí, señor. El asunto ya está bajo control.
    —Entonces, ¿a qué viene preocuparse por nada? ¿Has pensado, por cierto, a quién pasan las tierras del ducado de los Cerros de la Grieta si el joven Jonathan muere antes de tiempo?
    —No tiene hijos, de modo que heredaría la esposa...
    El dinasta hizo un ademán cansino. Pons bajó los párpados, dando muestras de haber entendido la insinuación.
    —En tal caso —dijo—, la propiedad revierte en la corona, Majestad.
    Kleitus asintió e indicó a un criado que le llenara otra vez la copa. Cuando el cadáver terminó de hacerlo y se retiró, el dinasta alzó la copa y se preparó a disfrutar del licor, pero su mirada se cruzó con la de su canciller y, con un suspiro, dejó de nuevo la copa sobre la mesa.
    —¿Qué sucede, Pons? Con esa expresión avinagrada conseguirás echar a perder el disfrute de este excelente stalagma.
    —Os pido perdón, señor, pero temo que no os estáis tomando este asunto con la seriedad que merece. —El canciller se acercó más al dinasta y le habló en voz baja pese a que estaban completamente solos, salvo los cadáveres de los servidores—. El otro hombre que he traído con el príncipe también es extraordinario.
    Tal vez lo es más incluso que ese otro que ha escapado. Creo que deberíais ver al prisionero inmediatamente.
    —Ya has dejado caer varias vagas insinuaciones acerca de ese individuo.
    ¡Suéltalo todo, Pons! ¿Qué tiene de..., de tan extraordinario?
    El canciller tardó un momento en responder, estudiando la manera de producir más efecto.
    —Majestad —dijo al fin—, he visto antes a ese hombre.
    —Soy consciente de la amplitud de tus relaciones sociales, Pons —respondió el monarca. El stalagma solía disparar el humor sarcástico de Kleitus.
    —Pero no lo he visto en Necrópolis, señor. Ni en ninguna otra parte. Lo he visto esta mañana..., en la visión.
    El dinasta devolvió la copa a la bandeja próxima, sin llegar a tocar su contenido.
    —Está bien, recibiré a ese hombre... y al príncipe.
    —Muy bien, señor. —El Gran Canciller hizo una reverencia—. ¿Deseáis que los traigan aquí o preferís la sala de audiencias?
    El dinasta echó un vistazo en torno a la estancia. Conocida como la salita de juegos, era mucho más pequeña e íntima que la imponente sala de audiencias y estaba bien iluminada por varias lámparas de gas de formas artísticas. En la estancia había numerosas mesas de hierba de kairn y sobre cada una de ellas había cuatro juegos de fichas de hueso blancas y rectangulares, adornadas con runas rojas y azules. Las paredes tenían unos tapices que representaban varias batallas famosas libradas en Abarrach. La atmósfera de la salita era seca y acogedora, calentada mediante el vapor que circulaba por unos conductos de hierro forjado con adornos de oro.
    Todo el palacio era calentado mediante el vapor. Se trataba de un añadido moderno pues, en tiempos antiguos, el edificio —erigido como fortaleza y uno de los primeros que habían construido los sartán a su llegada a aquel mundo— no dependía de artilugios mecánicos para mantener unas condiciones de vida confortables. Pese al tiempo transcurrido, aún se podían ver rastros de las viejas runas en las partes más antiguas del palacio, unos signos mágicos que habían proporcionado calor, luz y aire fresco a la gente que habitaba en su interior. La mayoría de las runas, cuyo uso había caído en el olvido por descuido, habían sido borradas deliberadamente. La real consorte las consideraba una repulsiva ofensa para la vista.
    —Recibiré a nuestros huéspedes aquí.
    Kleitus, con otro vaso de stalagma en la mano, tomó asiento ante una de las mesas de juego y empezó a preparar ociosamente las fichas, como si se preparara para una partida.
    Pons hizo un gesto a un sirviente, que a su vez hizo una seña a un soldado, y éste desapareció por una puerta para volver a entrar, instantes después, junto a un retén de guardias que conducía a los dos prisioneros a presencia del dinasta. El príncipe entró con aire orgulloso y desafiante, llameando de cólera, como si bajo la frialdad superficial de la etiqueta regia se agitara la lava hirviente. Tenía un lado de la cara amoratado y un labio hinchado; sus ropas estaban hechas harapos y sus cabellos, desgreñados.
    —Majestad, permitid que os presente al príncipe Edmund, de Kairn Telest — anunció Pons.
    El príncipe hizo una leve inclinación de cabeza. No fue una reverencia. El dinasta hizo una pausa en su tarea de colocar las fichas en el tablero, miró al joven y enarcó las cejas.
    —¡De rodillas ante Su Realísima Majestad! —susurró el escandalizado canciller por la comisura de los labios.
    —No es mi rey —replicó el príncipe Edmund, erguido y con la cabeza muy alta—. Como soberano de Kairn Necros, lo saludo y le presento mis respetos...
    El príncipe inclinó la cabeza otra vez, con gesto elegante y altivo. En los labios del dinasta apareció una sonrisa mientras colocaba una ficha en su sitio.
    —Igual que confío en que Su Majestad me presentará también sus respetos — continuó Edmund con las mejillas encendidas y las cejas contraídas—, como príncipe que soy de un reino que, ciertamente, ha sido víctima de las penalidades, pero que en otro tiempo fue hermoso, rico y poderoso.
    —Sí, sí —dijo el dinasta, sosteniendo en la mano una ficha de hueso con el signo rúnico grabado. Se pasó la ficha por los labios con gesto pensativo—. Todo el honor al príncipe de Kairn Telest. Y ahora, canciller, ¿cuál es el nombre de este extranjero que has traído a mi real presencia?
    Los ojos ocultos en las sombras de la capucha negra entretejida de púrpura y oro se volvieron hacia Haplo.
    El príncipe tomó aire, enfurecido, pero contuvo la cólera pensando tal vez en su gente que, según los informes, estaba pasando hambre en una caverna. El otro prisionero, el que tenía la piel tatuada de runas, permaneció en pie, callado, altivo e impertérrito, casi se diría que desinteresado por lo que sucedía a su alrededor de no ser por sus ojos, que se fijaban en todo sin delatar a nadie que lo estaban naciendo.
    —Se hace llamar Haplo, señor —dijo Pons con una profunda reverencia. «Y es un hombre peligroso», hubiera podido añadir el canciller. Un hombre que había perdido el control en una ocasión, pero al que nadie podría inducir a perderlo otra vez. Un hombre que se mantenía en las sombras, no furtivamente sino por instinto, como si hubiera aprendido hacía mucho tiempo que atraer la atención sobre él equivalía a convertirse en blanco.
    El dinasta se recostó hacia atrás en su asiento y miró a Haplo con unos ojos que eran apenas dos rendijas. Kleitus parecía aburrido, amodorrado, y Pons se estremeció. Cuando se ponía de aquel humor, Su Majestad resultaba más peligroso que nunca.
    —No te inclinas ante mí. Supongo que, a continuación, me dirás que tampoco soy tu rey... —comentó el dinasta.
    Haplo sonrió y se encogió de hombros.
    —Sin ánimo de ofender.
    Su Majestad ocultó una mueca de sus labios tras una mano delicada y carraspeó.
    —No es ofensa... No me siento ofendido por ninguno de los dos. Tal vez, con el tiempo, llegaremos a un entendimiento.
    Tras esto, el dinasta guardó silencio, meditabundo. El príncipe Edmund dio muestras de impaciencia. Su Majestad le dirigió una rápida mirada y alzó la mano con gesto lánguido, señalando la mesa.
    —¿Sabes jugar, Alteza?
    La pregunta tomó a Edmund por sorpresa.
    —Sí..., señor. Pero no he jugado una partida desde hace mucho tiempo.
    Apenas he tenido tiempo para actividades frívolas —añadió con acritud.
    El dinasta desechó sus excusas y dijo:
    —Había pensado renunciar a la partida de esta noche, pero no veo razón para ello. Quizá logremos llegar a un entendimiento en torno a la mesa de juego.
    ¿Querrás participar tú, extranjero? ¡Ah!, por cierto..., ¿no serás tú también un príncipe o..., o persona de sangre real de algún tipo a quien debamos presentar respetos?
    —No —respondió Haplo, y no añadió una palabra más.
    —¿No, qué? ¿No querrás jugar con nosotros? ¿No eres ningún príncipe? ¿O no, en general? —inquirió el dinasta.
    —Yo diría que eso describe bastante bien la situación, señor.
    La mirada de Haplo estaba fija en las fichas, hecho que no pasó inadvertido a Su Majestad. Éste se permitió una sonrisa condescendiente.
    —Ven a sentarte con nosotros. El juego es complejo en sus sutilezas, pero no es difícil de aprender. Yo te enseñaré. Pons, ¿querrás ser el cuarto, por favor?
    —Con gusto, señor —dijo el canciller.
    Jugador inepto, Pons rara vez era llamado a jugar con el dinasta, quien no tenía apenas paciencia con los inexpertos. Pero la auténtica partida de aquella velada se jugaría a un nivel muy diferente, en el cual el Gran Canciller tenía una amplísima experiencia.
    El príncipe Edmund titubeó. Pons supo qué le rondaba en la cabeza al joven.
    ¿Era posible que una actividad como aquélla mermara su dignidad y atenuara la gravedad de su causa? ¿O era conveniente, políticamente, ceder a aquel capricho regio? El canciller podría haber asegurado al joven que nada de ello importaba, que su destino estaba sellado sin importar lo que decidiera hacer.
    El Gran Canciller, por un breve instante, sintió lástima del príncipe. Edmund era un joven con pesadas tareas a sus espaldas, que se tomaba con seriedad sus responsabilidades y que era evidentemente sincero en su deseo de ayudar a su pueblo. Era una pena que no comprendiera que era sólo una pieza más en el juego, una pieza que Su Majestad podía mover donde le conviniera... o eliminar del tablero, si así le convenía.
    La cortesía propia de un príncipe de buena cuna se impuso. Edmund avanzó hasta la mesa de juego, tomó asiento frente al dinasta y empezó a disponer las piezas en la formación de salida, que requería alinearlas a imitación de la muralla de una fortaleza.
    Haplo titubeó también, pero su resistencia a moverse tal vez no fue sino una muestra de su disgusto ante la idea de abandonar las sombras y aventurarse bajo la luz potente. Lo hizo por fin, avanzando lentamente hasta ocupar su sitio en la mesa. Una vez sentado, mantuvo las manos bajo la mesa y se apoyó en el respaldo. Pons se situó frente a él.
    —Se empieza —dijo el canciller cuando el dinasta se lo indicó con un movimiento de las cejas— colocando las piezas de la siguiente manera: las marcadas con las runas azules son la base. Las rojas se ponen encima de las azules y las fichas con runas rojas y azules forman las almenas.
    El dinasta había terminado de construir su muralla. El príncipe, frustrado y enfadado, levantaba la suya con indiferencia. Pons fingía estar concentrado en colocar sus piezas, pero su mirada se desviaba a hurtadillas hacia el extranjero que tenía ante él. Haplo sacó la mano diestra de debajo de la mesa, tomó una ficha de hueso y la colocó donde correspondía.
    —Sorprendente —comentó el dinasta.
    En la mesa cesaron todos los movimientos. Todos los ojos se fijaron en la mano de Haplo.
    No había duda. Las runas de las fichas eran mucho más toscas que los tatuajes de la piel del individuo, como los garabatos de un niño en comparación con la caligrafía fluida de un adulto, pero los signos mágicos eran los mismos.
    El príncipe, tras unos instantes de involuntaria fascinación, apartó la mirada y continuó la construcción de su muralla. Kleitus alargó la mano a Haplo con la intención de cogerla y estudiarla más detenidamente.
    —Yo no haría eso, señor —murmuró Haplo sin alzar la voz ni mover la mano.
    Sus palabras no sonaron abiertamente amenazadoras, pero algo en su tono de voz hizo que el dinasta detuviera su gesto—. Tal vez tu hombre —los ojos del patryn se volvieron hacia Pons— te lo habrá comentado. No me gusta que me toquen.
    —Me ha dicho que, cuando atacaste al guardia, las marcas de tu piel se iluminaron. Por cierto, te presento mis disculpas por ese trágico accidente. Lo lamento profundamente. No tenía intención de hacerle daño a tu mascota. Es que los muertos tienden a..., a excederse.
    Pons, que lo observaba con atención, vio que Haplo tensaba los músculos de las mandíbulas y apretaba los labios. Por lo demás, mantuvo la expresión impertérrita. Su Majestad continuó diciendo:
    —Según el canciller, atacaste a un soldado sin llevar arma alguna y dio la impresión de que confiabas en tu capacidad para enfrentarte a él, que portaba una espada. Pero estoy seguro de que no pensabas combatir con las manos desnudas, ¿verdad? Esas marcas —el dinasta las señaló, sin tocarlas— son signos mágicos.
    ¡El arma que pensabas utilizar era la magia! Estoy seguro de que comprenderás que estemos fascinados. ¿De dónde has sacado esas runas? ¿Cómo funcionan?
    Haplo levantó otra ficha y la colocó junto a la anterior. Tomó la siguiente y procedió del mismo modo.
    —Te he hecho una pregunta —insistió Su Majestad.
    —Te he oído —replicó Haplo con una sonrisa en los labios.
    El dinasta enrojeció de cólera ante la mueca burlona. Pons se puso en tensión. El príncipe alzó la vista de su muralla.
    —¡Insolente! —exclamó Kleitus—. ¿Te niegas a contestar?
    —No es que me niegue, señor. He hecho un juramento, un voto. No puedo revelarte cómo actúa mi magia. —Los ojos de Haplo se cruzaron por un instante con los de Kleitus y volvieron con frialdad a las fichas—, igual que tú no me podrías revelar cómo resucita la tuya a los muertos.
    El dinasta se echó hacia atrás en su asiento y se puso a dar vueltas a una ficha entre los dedos. Pons se relajó y, al exhalar un largo suspiro, se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta aquel instante.
    —Bien, bien —dijo Kleitus finalmente—. Canciller, estás retrasando el juego.
    Su Alteza casi ha completado ya la muralla y hasta el novato va más deprisa que tú.
    —Lo siento, señor —respondió Pons con aire humilde, conocedor de su papel en aquella escena.
    —El palacio es antiguo, ¿verdad? —preguntó Haplo mientras estudiaba la estancia.
    Pons, fingiendo estar absorto en terminar su muralla, observó al extranjero tras sus párpados entrecerrados. La pregunta tenía el tono de un comentario cortés y ocioso para mantener la conversación, pero aquél no era del tipo de hombres amantes de la charla intrascendente. ¿Qué pretendía? El canciller, en su meticulosa vigilancia de Haplo, vio cómo la mirada de éste recorría varias de las marcas rúnicas medio borradas de las paredes.
    Kleitus se encargó de responder:
    —La parte vieja del palacio fue construida a partir de una formación natural, una caverna dentro de otra, podría decirse. Se encuentra en uno de los puntos más elevados de Kairn Necros. Las habitaciones de los niveles superiores proporcionaron en otro tiempo una vista espléndida d; al menos, eso se deduce de los registros antiguos. Por supuesto, eso fue antes de que el mar se retirara.
    Hizo una pausa para tomar un trago de licor y miró a su canciller. Éste prosiguió la explicación:
    —Como habrás adivinado, esta sala se encuentra en una de las zonas más antiguas del palacio. Aunque, por supuesto, hemos efectuado considerables mejoras para modernizarla. Los aposentos de la familia real se encuentran aquí atrás; el aire es más puro, ¿no te parece? Las cámaras de las recepciones oficiales y los salones de baile están en la parte delantera, cerca del lugar por donde entramos.
    —El lugar resulta bastante desconcertante —apuntó Haplo—. Más parece una colmena que un palacio.
    —¿Una colmena? —repitió el dinasta, levantando una ceja y reprimiendo un bostezo—. Esa palabra no me suena.
    —Me refiero a que uno podría perderse aquí dentro sin demasiados problemas.
    —Uno aprende a conocer dónde está —respondió Kleitus, divertido—. De todos modos, si de veras quieres ver un lugar donde es fácil perderse, podemos enseñarte las catacumbas.
    —O, como nosotros las conocemos, las mazmorras —intervino el canciller con una risilla siniestra.
    —Ocúpate de tu muralla, Pons, o estaremos aquí toda la noche.
    —Sí, señor.
    La conversación terminó. Las murallas estaban a punto. Pons advirtió que Haplo, pese a afirmar que no había jugado nunca, había construido la suya con perfecta precisión, pese a que muchos jugadores principiantes tenían dificultades para reconocer las marcas de las fichas. El canciller pensó que era casi como si las runas le dijeran al extranjero algo que no decían a nadie más.
    —Perdona, mi estimado amigo —le dijo en tono melindroso, inclinándose hacia adelante para no levantar la voz—. Creo que has cometido un error. Esa runa de ahí no corresponde a las almenas, donde la has colocado, sino que debe ir abajo.
    —Está bien puesta. Va ahí —replicó Haplo con calma.
    —Tiene razón, Pons —intervino Kleitus.
    —¿De veras, señor? —El canciller se sonrojó de vergüenza—. Yo..., en fin, debo de haberme equivocado. Nunca he sido un buen jugador. Confieso que todas las fichas me parecen iguales. Las marcas no significan nada para mí.
    —No significan nada para ninguno de nosotros, Canciller —señaló el dinasta en tono severo—. Al menos, así ha sido hasta ahora. —Dirigió una mirada a Haplo—. Tienes que aprenderlas de memoria, Pons. Ya te lo he dicho muchas veces.
    —Sí, Majestad. Agradezco a Su Majestad que sea tan paciente conmigo.
    —Es tu turno, Alteza —indicó Kleitus al príncipe. Edmund se movió en su asiento, nervioso.
    —Un hexágono rojo.
    El dinasta movió la cabeza.
    —Me temo, Alteza, que el hexágono rojo no es una buena salida.
    El príncipe se puso en pie como impulsado por un resorte.
    —¡Majestad, he sido arrestado, golpeado e insultado! De haber estado solo, sin cargar con la responsabilidad de otros, me habría rebelado contra un trato semejante, que no es el debido entre sartán, y mucho menos entre reyes! Pero soy un príncipe. Tengo que pensar en las vidas de los demás. ¡Y no puedo concentrarme en..., en un juego —señaló el tablero con gesto despectivo—, cuando mi pueblo sufre de frío y de hambre!
    —Tu pueblo atacó un pueblo inocente...
    —¡No atacamos nada, señor! —Edmund estaba perdiendo el dominio de sí—.
    Queríamos comprar comida y vino. Teníamos intención de pagarlo todo, pero la gente del pueblo nos atacó sin darnos ocasión a decir una sola palabra. Resulta extraño, ahora que lo pienso. ¡Era como si alguien los hubiera convencido de que íbamos a atacarlos!
    El dinasta volvió la mirada hacia Haplo para ver si tenía algo que añadir. El patryn continuó jugando con una ficha con aire de aburrimiento.
    —Una preocupación muy lógica —dijo Kleitus, centrando de nuevo la atención en el príncipe—. Nuestros vigías avistaron una columna numerosa de bárbaros armados que avanzaba hacia la ciudad desde las tierras exteriores. ¿Qué habrías pensado tú?
    —¡Bárbaros! —Edmund palideció de ira—. ¡Bárbaros! ¡No somos más bárbaros que ese..., ese mequetrefe de canciller! ¡Nuestra civilización es más antigua que la vuestra, y fue una de las primeras en establecerse en este mundo después de la Separación! ¡Nuestra hermosa ciudad, al aire libre en la inmensa oquedad de Kairn Telest, hace que ésta parezca el pestilente nido de ratas que es en realidad!
    —Y, sin embargo, creo que venías a suplicar permiso para vivir dentro de este «pestilente nido de ratas», como lo llamas... —Kleitus se recostó en su asiento y dirigió una lánguida mirada al príncipe con los ojos entrecerrados.
    Las facciones pálidas del príncipe enrojecieron de súbito en un febril acceso de rabia.
    —¡No he venido a suplicar! ¡Trabajaremos! ¡Nos ganaremos el sustento! Lo único que pedimos es abrigo de esa lluvia mortífera y comida para alimentar a los niños. Nuestros muertos... y nuestros vivos también, si queréis, trabajarán vuestros campos y servirán en vuestro ejército. Incluso te... —Edmund tragó saliva como si engullera con esfuerzo un sorbo de amargo stalagma—, te reconoceremos como nuestro soberano...
    —Muy amable por tu parte —murmuró el dinasta.
    Edmund captó el sarcasmo. Sus manos se cerraron en torno al respaldo de la silla y sus dedos hicieron profundos surcos en la hierba de kairn entretejida, en un desesperado intento de dominar su ira furiosa.
    —No me proponía decir lo que vas a oír, pero tú me has incitado a ello.
    Al llegar a este punto, Haplo se movió en su asiento. Por un instante, pareció que iba a intervenir, pero al parecer lo pensó mejor y volvió a su postura previa de observador impasible.
    —¡Nos lo debéis! —prosiguió el príncipe—. ¡Vosotros habéis destruido el hogar de mi pueblo! ¡Nos habéis drenado el agua, nos habéis robado el calor para utilizarlo en vuestro provecho! ¡Habéis convertido nuestra tierra hermosa y fértil en un desierto helado y yermo! ¡Habéis causado la muerte de nuestros hijos, de nuestros ancianos y enfermos! Yo he mantenido ante mi pueblo que provocasteis este desastre por ignorancia, porque no teníais idea de nuestra existencia en Kairn Telest. No hemos venido a castigaros; no hemos venido a vengarnos, aunque habríamos podido hacerlo. Sólo hemos venido a pedir a nuestros hermanos que reparen el daño que cometieron sin saberlo. Y eso será lo que siga diciendo a mi pueblo, aunque ahora sé que no es cierto.
    Edmund se retiró de la silla. Tenía las yemas de los dedos ensangrentadas debido a las agudas astillas que se le habían clavado en la carne al hundir los dedos en la hierba de kairn, pero el príncipe no parecía advertirlo. Dando la vuelta en torno a la mesa de juego, hincó la rodilla y extendió las manos.
    —Acepta a mi pueblo, Majestad, y te doy mi palabra de honor de que mantendré en secreto la verdad. Acoge a mi pueblo y yo trabajaré con los demás, codo con codo. Admite a mi pueblo, señor, y me arrodillaré ante ti, como pides.
    «Aunque, en mi corazón, te desprecie.» Esto último no lo dijo en voz alta. No había necesidad. Las palabras sisearon en el aire como el gas que ardía en las lámparas.
    —¿Lo ves, Pons? Yo tenía razón —dijo Kleitus—. Un mendigo.
    El canciller no pudo reprimir un suspiro. El príncipe, joven y atractivo, agraciado por la compasión que mostraba hacia su pueblo, tenía un aire majestuoso que lo elevaba en estatura y en rango por encima de la mayoría de reyes, y mucho más de los mendigos.
    El dinasta se inclinó hacia adelante y juntó las manos por las yemas de los dedos.
    —No encontrarás auxilio en Necrópolis, príncipe de los mendigos.
    Edmund se incorporó y la rabia contenida dejó manchas de helada palidez en el carmesí enfebrecido de su piel.
    —Entonces, no hay más que discutir. Volveré con los míos.
    —Lamento dejar la partida, pero me voy con él —intervino Haplo, poniéndose en pie.
    —Sí, claro —murmuró el dinasta con una voz grave y amenazadora que sólo llegó a oídos de Pons—. Supongo que esto significa la guerra, ¿verdad, Alteza?
    El príncipe no se detuvo. Ya estaba cerca de la puerta, con Haplo a su lado, cuando replicó:
    —Ya he dicho, señor, que mi pueblo no quiere luchar. Continuaremos el viaje; quizá sigamos la costa d. Si tuviéramos barcos...
    —¡Barcos! —exclamó Kleitus—. ¡Por fin aparece la verdad! ¡Eso es lo que has venido a buscar! ¡Barcos para encontrar la Puerta de la Muerte! ¡Estúpido! ¡No encontrarás otra cosa que la muerte!
    El dinasta hizo una señal a uno de los guardias armados, quien respondió con un gesto de asentimiento. El cadáver alzó su lanza, apuntó y la arrojó.
    Edmund presintió la amenaza, se volvió rápidamente y levantó la mano para protegerse del ataque, pero su intento fue inútil. Vio venir la muerte. La lanza le acertó de lleno en el pecho con tal fuerza que la punta le traspasó el esternón y, asomando por la espalda del príncipe, lo clavó en el suelo. Edmund murió en el mismo instante de recibir el impacto, sin un grito. El afilado metal le atravesó el corazón.
    A juzgar por la expresión de tristeza de su rostro, sus últimos pensamientos no fueron de lástima por su propia vida, por su joven existencia trágicamente cortada en flor, sino de pena por haber fallado a su pueblo de aquella manera.
    Kleitus hizo una nueva señal, indicando esta vez a Haplo. Otro cadáver preparó su lanza.
    —¡Detenlo! —dijo el patryn con voz tensa y apresurada—. ¡Hazlo, o nunca sabrás nada sobre la Puerta de la Muerte!
    —¡La Puerta de la Muerte! —repitió Kleitus en un susurro, con la vista fija en Haplo—. ¡Alto!
    El cadáver, detenido en el momento en que lanzaba su arma, dejó que ésta le resbalara de sus dedos muertos. La lanza cayó al suelo con un estruendo. Fue el único sonido que rompió el tenso silencio.
    —Dime —lo urgió el dinasta por fin—, ¿qué es lo que sabes de la Puerta de la Muerte?
    —Que nunca podrás cruzarla si me matas —replicó Haplo.
    CAPITULO 24
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Sacar a colación el tema de la Puerta de la Muerte había sido una jugada arriesgada. El dinasta podría haberse limitado a parpadear, encogerse de hombros y ordenar al cadáver que recogiera la lanza del suelo y volviera a arrojarla.
    No era la vida lo que arriesgaba Haplo. A diferencia del desgraciado príncipe que yacía en el suelo a los pies del patryn, su magia lo protegía de la punta mortífera de la lanza. Lo que pretendía evitar era poner al descubierto sus poderes mágicos. Por eso había fingido quedar sin sentido cuando el cadáver lo había atacado en el camino. Haplo había aprendido que siempre era mejor inducir al enemigo a subestimarlo a uno, que a sobreestimarlo. Así, uno tenía muchas más posibilidades de pillarlo desprevenido.
    Por desgracia, no había contado con que Alfred acudiera al rescate. ¡Maldito fuera el sartán! La única vez que hubiera sido conveniente que se desmayara, el muy condenado urdía un hechizo inexplicablemente complejo y poderoso que erizaba el vello a todos los testigos.
    En cualquier caso, la jugada con el dinasta había dado resultado, aparentemente. Kleitus no se había limitado a parpadear y encogerse de hombros.
    El dinasta conocía la existencia de la Puerta de la Muerte; era casi imposible que no la conociese. Hombre de evidente inteligencia y poderoso nigromante, no cabía duda de que Su Majestad debía de haber buscado y encontrado los antiguos documentos dejados por los primeros sartán.
    Haplo se decidió por la estrategia de poner las cartas boca arriba mientras la sangre salpicada de la herida mortal del príncipe Edmund aún estaba caliente sobre su piel cubierta de runas.
    El dinasta había recobrado la compostura y fingía indiferencia.
    —Tu cadáver me proporcionará toda la información que necesite. Me dirá incluso todo lo que puedas saber de esa llamada Puerta de la Muerte.
    —Tal vez sí —replicó Haplo—, o tal vez no. Mi magia está emparentada con la vuestra, ciertamente, pero es distinta. Muy distinta. Entre los míos no se ha practicado nunca la nigromancia, y ello podría deberse a alguna razón. Una vez que muere el cerebro que controla estas runas —el patryn levantó el brazo—, muere la magia. Si separas ambas cosas, es probable que te encuentres con un cadáver incapaz de recordar ni siquiera su nombre, y mucho menos cualquier otra cosa.
    —¿Qué te hace pensar que me importa lo que recuerdes?
    —«Barcos para encontrar la Puerta de la Muerte.» Estas son las palabras que has utilizado. Casi las últimas que ha podido escuchar ese pobre estúpido —Haplo indicó con un gesto el cuerpo exánime de Edmund—. Vuestro mundo está agonizando, pero tú sabes que no es el fin definitivo. Tú conoces la existencia de otros mundos. Tienes razón: esos mundos existen, yo los he visitado. Y puedo llevarte a ellos.
    El soldado cadáver había recogido la lanza del suelo y volvía a estar en posición de lanzarla, apuntando al corazón de Haplo. El dinasta hizo un gesto brusco y el cadáver bajó el arma, apoyó el extremo del asta en el suelo con la punta metálica hacia el techo y se plantó de nuevo en posición de firmes.
    —No le hagas daño. Condúcelo a las mazmorras —ordenó Kleitus—. Pons, llévalos a ambos a las mazmorras. Tengo que reflexionar acerca de todo esto.
    —¿Y el cuerpo del príncipe, señor? ¿Lo mandamos al olvido?
    —¿Dónde tienes la cabeza, Pons? —exclamó el dinasta, irritado—. ¡Claro que no! Su pueblo nos declarará la guerra y el cadáver del príncipe nos dirá todo lo que necesitamos saber para preparar nuestra defensa. Esos mendigos de Kairn Telest tienen que ser destruidos por completo, desde luego. Cuando hayamos terminado con ellos, podrás enviar al olvido al príncipe junto con el resto de su clan. Mantén en secreto la muerte del príncipe hasta que hayan transcurrido los días de espera necesarios para resucitarlo sin riesgos. No quiero que esa chusma nos ataque antes de que estemos preparados.
    —¿Y cuánto tiempo cree Su Majestad que debemos esperar?
    Kleitus hizo una valoración profesional del cuerpo de Edmund.
    —Para un hombre de su juventud y vigor, con tanta vitalidad, será preciso un reposo de tres días para estar seguros de que su fantasma es tratable. Llevaré a cabo el ritual de resurrección yo mismo, por supuesto. Podría resultar un poco complicado. Que uno de los nigromantes de las mazmorras realice los ritos de conservación.
    El dinasta abandonó la habitación con paso rápido. El borde de la túnica se agitó en torno a sus tobillos con las prisas.
    Probablemente, pensó Haplo sonriendo para sí, iría derecho a la biblioteca o dondequiera que guardaran los antiguos códices.
    A una orden de Pons, los cadáveres se pusieron en acción. Dos guardias extrajeron la lanza del cuerpo del príncipe, alzaron a éste entre ambos y se lo llevaron. Unos criados, también muertos, acudieron con agua y jabón para limpiar la sangre del suelo y las paredes. Haplo permaneció en un rincón, contemplando los trabajos con aire paciente. Advirtió que el canciller seguía rehuyendo su mirada. Pons cruzó la estancia, se lamentó con grandes exclamaciones ante las manchas de sangre que habían salpicado uno de los tapices de las paredes y se apresuró a despachar a varios criados en busca de aserrín de hierba de kairn para aplicarlo al tapiz.
    —Bien, supongo que esto es todo lo que se puede hacer —dijo a continuación con un suspiro—. ¡No sé qué voy a decirle a la reina cuando vea esto!
    —Podrías sugerirle a su esposo que hay formas menos violentas de matar a un hombre — puntó Haplo.
    El canciller dio un respingo genuino y se volvió con temor hacia el patryn.
    —¡Ah, eres tú! —Casi parecía aliviado—. No me había dado cuenta...
    Disculpa, pero hay tan pocos prisioneros vivos que me había olvidado por completo de que no eres un cadáver. Vamos, te llevaré abajo yo mismo. ¡Guardias!
    Pons hizo una señal. Dos cadáveres se apresuraron a colocarse al lado de Haplo y los cuatro, el canciller y Haplo y los dos guardias detrás, salieron de la sala de juegos.
    —Pareces un hombre de acción —comentó el canciller, dirigiendo una breve mirada a Haplo—. No vacilaste en atacar al soldado que mató a tu perro. ¿Te ha molestado la muerte del príncipe?
    ¿Molestarle? ¿Que un sartán matara a otro a sangre fría? Sorprenderlo, tal vez, pero molestarle... Haplo se dijo a sí mismo que así era como debía sentirse, pero contempló con desagrado la sangre que le salpicaba la ropa y se la restregó con el revés de la mano.
    —El príncipe sólo hacía lo que consideraba correcto. No se merecía que lo asesinaran.
    —No ha sido un asesinato —replicó Pons, tajante—. La vida del príncipe Edmund pertenecía al dinasta, como la de cualquier otro súbdito de Su Majestad.
    Y el dinasta ha decidido que el joven le sería más valioso muerto que vivo.
    —Debería haber permitido al joven expresar su opinión al respecto —apuntó Haplo en tono seco.
    El patryn intentaba prestar cuidadosa atención al lugar donde se encontraba, pero muy pronto se sintió perdido en el laberinto de túneles interconectados idénticos. Sólo apreció que descendía por la pendiente del suelo liso de la caverna.
    Pronto quedaron atrás las lámparas de gas, reemplazadas por toscas antorchas que ardían en candelabros colgados de paredes húmedas. A la luz de sus llamas, Haplo advirtió leves trazas de runas que recorrían las paredes a la altura del suelo.
    Delante de él, escuchó el eco de unos pies que avanzaban pesadamente, arrastrándose por los túneles como si transportaran una gran carga. El cuerpo del príncipe, se dijo, camino de su lugar de descanso no tan eterno.
    El Gran Canciller lo miró y frunció el entrecejo.
    —Me cuesta mucho entenderte, extranjero. Tus palabras llegan a mí desde una nube de oscuridad erizada de relámpagos. Veo en ti violencia, una violencia que me causa escalofríos, que me hiela la sangre. Veo una ambición orgullosa, un deseo de obtener poder por cualquier medio. La muerte no te es extraña. Y, a pesar de todo ello, noto que estás profundamente perturbado por lo que, en realidad, no ha sido sino la ejecución de un rebelde y traidor.
    —Nosotros no matamos a los nuestros —respondió Haplo en un susurro.
    —¿Qué? —Pons se acercó más a él—. ¿Cómo has dicho?
    —Digo que nosotros no matamos a los nuestros —repitió Haplo. De inmediato, cerró la boca. Estaba molesto; e irritado de estarlo. No le gustaba la manera en que cualquiera en aquel lugar parecía capaz de ver hasta el fondo del corazón y del alma de los demás.
    Se iba a sentir a gusto en la prisión, se dijo. Sería un placer la oscuridad, confortadora y relajante; sería un placer el silencio. Necesitaba la oscuridad, la quietud. Necesitaba tiempo para reflexionar y decidir qué hacer, para revisar y dominar aquellos pensamientos confusos y perturbadores.
    Lo cual le recordó una cosa. Necesitaba una respuesta.
    —¿Qué es eso que oí de una profecía?
    —¿Profecía? —Pons miró por el rabillo del ojo a Haplo, pero apartó la vista rápidamente— ¿Cuándo has oído hablar de una profecía?
    —Justo después de que tu guardia intentara matarme.
    —¡Ah!, pero si entonces apenas acababas de recobrar el conocimiento.
    Sufriste una buena conmoción...
    —Pero no me afectó en absoluto al oído. La duquesa dijo algo de una profecía.
    ¿A qué se refería?
    —Una profecía... Veamos si me acuerdo. —El canciller se llevó un dedo al mentón y se dio unos golpecitos, pensativo—. Ahora que lo pienso, debo reconocer que me dejó algo perplejo que la duquesa dijera algo así. No acierto a imaginar a qué se refería. Ha habido tantísimas profecías entre nuestro pueblo durante los siglos pasados... Las usamos para distraer a los niños.
    Haplo había visto la expresión del canciller cuando Jera había hecho mención a la profecía. Pons no había puesto cara de distraído.
    Antes de que el patryn pudiera continuar con el tema, el canciller empezó a hablar con aparente inocencia sobre las runas de las fichas, en un claro intento de sonsacarle información. Esta vez le tocó a Haplo eludir las preguntas de Pons. Por fin, el canciller abandonó el tema y los dos continuaron caminando por los pasadizos en silencio.
    El aire de las catacumbas era rancio, cargado y helado. El olor a putrefacción impregnaba la atmósfera hasta tal punto que Haplo habría jurado que la notaba como una capa aceitosa en el fondo de la boca. El único sonido que lo acompañaba eran las pisadas de los muertos que los escoltaban.
    —¿Qué es eso? —preguntó de pronto una voz extraña.
    El canciller soltó un jadeo y, en un gesto involuntario, alargó la mano y asió por el brazo a Haplo. El vivo se agarró al vivo. Haplo, por su parte, se sintió desconcertado al notar el vuelco que le daba el corazón y no amenazó a Pons por tocarlo, aunque casi al instante se sacudió con irritación la mano que lo asía.
    Una forma fantasmal emergió de las sombras a la luz de las teas.
    —¡Por las llamas y las cenizas, conservador, me has asustado! —exclamó Pons, al tiempo que se secaba el sudor de la frente con la manga de la túnica negra orlada de verde, que era el distintivo de su rango en la corte—. ¡No vuelvas a hacerlo!
    —Disculpadme, señor, pero aquí abajo no acostumbramos a recibir visitas de los vivos.
    La figura hizo una reverencia. Haplo —para su alivio, aunque no le gustara reconocerlo— advirtió que el hombre era un vivo.
    —Pues será mejor que te acostumbres —replicó Pons con acritud, en un evidente intento de compensar la debilidad que había mostrado momentos antes—.
    Aquí tienes un prisionero vivo y ha de ser bien tratado, por orden de Su Majestad.
    —Los prisioneros vivos —murmuró el conservador con una fría mirada a Haplo— son una molestia.
    —Lo sé, lo sé, pero no nos queda otro remedio. Ese de ahí... —Pons se llevó a un rincón al nigromante conservador de cadáveres y le cuchicheó unas frases enfáticas al oído.
    Los dos sartán dirigieron la vista a las runas tatuadas en la piel de las manos y de los brazos de Haplo. Las miradas le despertaron un hormigueo, pero el patryn se obligó a permanecer inalterable durante la inspección. No pensaba darles la satisfacción de comprobar que conseguían ponerlo nervioso.
    El conservador no pareció demasiado impresionado.
    —Bicho raro o no, lo cierto es que será preciso darle de comer y de beber, y tenerlo vigilado, ¿no es eso? Y yo soy el único hombre aquí abajo durante el turno del medio ciclo de descanso; no tengo a nadie que me eche una mano, aunque la he pedido muchas veces.
    —Su Majestad lo sabe..., lo lamenta mucho..., no es posible, de momento... — Haplo oyó murmurar a Pons. El conservador de cadáveres soltó un bufido, señaló al patryn con un gesto y dio una orden a uno de los muertos.
    —Pon al vivo en la celda contigua a la del muerto que han traído hace un rato. Así podré trabajar con uno y vigilar al otro.
    —Estoy seguro de que Su Majestad querrá hablar contigo mañana —dijo el canciller a Haplo, a modo de despedida.
    «Seguro que sí», respondió Haplo, pero sin abrir la boca.
    —¡Dile a esa cosa que me quite inmediatamente las manos de encima! — exigió, rehuyendo el contacto con el cadáver.
    —¿Qué os dije, señor? —comentó el conservador a Pons—. Ven conmigo, pues.
    Haplo y su escolta avanzaron ante celdas ocupadas por cadáveres, unos tendidos sobre fríos lechos de piedra, otros en pie y deambulando sin objeto. En la oscuridad del lugar, podía verse a los fantasmas cerca de sus cuerpos; su suave resplandor pálido iluminaba débilmente las sombras de las celdas. Barrotes de hierro y puertas cerradas impedían la huida de las pequeñas celdas, parecidas a nichos.
    —¿Encerráis a los muertos? —preguntó Haplo, casi riéndose.
    El conservador se detuvo e introdujo una llave en la puerta de una celda vacía. Haplo vio en la celda contigua el cadáver del príncipe, con un gran orificio en el pecho, colocado sobre un féretro de piedra y velado por dos cadáveres.
    —¡Claro que los tenemos encerrados! ¡No querrás que los tenga vagando por ahí! Ya tengo bastante trabajo tal como están las cosas. ¡Deprisa, no tengo toda la noche! Ese recién llegado no está para retrasos. Supongo que querrás algo de comer y de beber, ¿no? —El conservador cerró la puerta, pasó la llave y miró con ira al prisionero a través de los barrotes.
    —Sólo agua. —Haplo no tenía mucho apetito.
    El conservador trajo una taza, la introdujo entre los barrotes y le sirvió un cucharón de agua de un cubo. Haplo tomó un sorbo y lo escupió. El agua sabía a podrido, con aquel olor que lo impregnaba todo. Con el resto del líquido, se lavó la sangre del príncipe de las manos, los brazos y las piernas.
    El nigromante de las mazmorras frunció el entrecejo como si considerara aquello una pérdida de valiosa agua, pero no hizo comentarios. Era evidente su impaciencia por iniciar el trabajo con el príncipe. Haplo se dejó caer sobre la dura piedra, con unos puñados de hierba de kairn por colchón.
    Un cántico sartán se alzó, agudo y quejumbroso, esparciendo un débil eco por las celdas. Ante aquel sonido, pareció surgir otro cántico casi inaudible, un gemido doliente y sobrecogedor, cargado de un indecible pesar. «Los fantasmas», se dijo Haplo. Pero el sonido le recordó al patryn el último aullido, lleno de dolor, de su perro. Vio los ojos del animal mirándolo, confiados en que su amo acudiría a ayudarlo como siempre hacía. Fiel, entregado a él hasta el final.
    Haplo apretó los dientes y apartó la imagen de su mente. Rebuscó en el bolsillo y sacó una de las fichas de juego, que había conseguido escamotear de la mesa. En la oscuridad de la celda no podía verla, pero le dio vueltas en la mano y trazó con los dedos el signo mágico grabado en su superficie.
    CAPÍTULO 25
    ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH
    —Y entonces, padre, el fantasma empezó a cobrar forma y a...
    —¿... a hacerse sólido, hija?
    —No. —Jera titubeó, pensativa, intentando expresar sus recuerdos en palabras—. Continuó etéreo, traslúcido. Si intentaba tocarlo, mi mano no notaba nada. Sin embargo, podía ver... rasgos, detalles. Las insignias que llevaba en el pecho, la forma de la nariz, las cicatrices de combate de sus brazos. ¡Pude ver los ojos de ese hombre, padre! ¡Sí, sus ojos! Él me miró; nos miró a todos. Y fue como si hubiera obtenido una gran victoria. Después..., ¡desapareció!
    Jera abrió los brazos. Sus palabras eran tan sugestivas y su gesto tan elocuente que Alfred casi pudo ver de nuevo la figura diáfana desvaneciéndose como la bruma matutina bajo un sol radiante.
    —¡Deberías haber visto la expresión del viejo canciller! —añadió Jonathan con su risa cálida y juvenil.
    —¡Hum...! Sí, claro —murmuró el viejo conde.
    Jera se sonrojó delicadamente.
    —Querido esposo, este asunto es muy serio.
    —Lo sé, querida, lo sé —Jonathan luchó por recobrar la compostura—, pero tienes que reconocer que fue divertido...
    En los labios de Jera asomó una sonrisa.
    —¿Más vino, padre? —musitó, y se apresuró a llenar la copa del anciano.
    Cuando creyó que éste no la miraba, Jera sonrió de nuevo y movió la cabeza en un gesto burlón de fingido reproche a su esposo, quien le devolvió la sonrisa con un guiño.
    El conde la vio y no le pareció divertido. Alfred tuvo la incómoda impresión de que al viejo no se le escapaba apenas nada de cuanto sucedía a su alrededor.
    Hombre enjuto y marchito, los ojos negros y brillantes del conde recorrían constantemente la habitación, como dardos; de pronto, los dardos se clavaron en Alfred.
    —Me gustaría verte hacer ese hechizo. —El hombre habló como si Alfred hubiera realizado un truco de cartas ingenioso. Se inclinó hacia adelante en su asiento y se apoyó sobre sus huesudos codos—. Hazlo otra vez. Llamaré a uno de los cadáveres. ¿De cuál nos podríamos desprender, hija...?
    —Yo... No podría... —balbució Alfred, sonrojándose más y más mientras trataba de salir del estado de confusión que amenazaba con engullirlo—. Fue un impulso. Una reacción... instintiva, ¿entendéis? Levanté la vista y... y vi bajar la espada. Las runas... surgieron en mi cabeza, se iluminaron... por decirlo de algún modo.
    —Y luego volvieron a apagarse, ¿no? —El conde hundió un dedo huesudo en las costillas de Alfred. Todo el cuerpo del viejo parecía tallado en granito.
    —... Por decirlo de algún modo —asintió Alfred.
    El conde se rió por lo bajo y le hundió de nuevo el dedo. Alfred casi pudo ver cómo le era aspirada la verdad como si de sangre se tratara, cada vez que aquel dedo como una navaja o aquellos ojos como cuchillas se clavaban en él. Pero ¿era realmente la verdad? ¿De veras no sabía lo que había hecho? ¿O era sólo que una parte de él se lo ocultaba a la otra, cosa que tan bien había aprendido a hacer tras tantos años de verse obligado a ocultar su identidad?
    Por último, se pasó la mano por los cabellos.
    —Déjalo, padre —Jera se colocó junto a Alfred y apoyó las manos en sus hombros—. ¿Más vino?
    —No, gracias, señora. —El vaso de Alfred continuaba intacto—. Si me excusáis, estoy muy cansado. Querría acostarme...
    —Desde luego, Alfred —intervino Jonathan—. Hemos sido muy desconsiderados al tenerte en vela hasta tan entrada la hora del sueño del dinasta, después de lo que debe de haber sido un ciclo terrible para ti...
    «Más de lo que imaginas, —se dijo Alfred con tristeza—. Más de lo que imaginas.» Con un escalofrío, se puso en pie a duras penas.
    —Te acompañaré a tu habitación —se ofreció Jera.
    El leve sonido de una campanilla sonó débilmente en la penumbra a la luz de las lámparas de gas. Los cuatro ocupantes de la estancia callaron y tres de ellos intercambiaron miradas de inteligencia.
    —Serán noticias de palacio —dijo el conde, empezando a incorporarse sobre sus piernas crepitantes.
    —Iré yo —dijo Jera—. No me atrevo a confiar en los muertos.
    La duquesa abandonó la estancia.
    —Estoy seguro de que querrás escuchar esto, amigo —comentó el conde con un pronunciado brillo en sus ojos negros, e hizo un gesto invitando, u ordenando, a Alfred que se sentara.
    Alfred no tuvo más remedio que volver a su asiento, aunque se sentía penosamente consciente de que no deseaba escuchar ninguna noticia que llegara apresuradamente y en secreto, a una hora que era el equivalente a la madrugada en aquel mundo en sombras.
    Los tres sartán esperaron en silencio. Jonathan, pálido y con la expresión preocupada; el viejo conde, con aire astuto y animado. Y Alfred con la mirada extraviada en la pared desnuda de la estancia.
    El conde vivía en las Antiguas Provincias, en lo que tiempo atrás había sido una propiedad grande y rica. En eras pasadas, la tierra había estado viva y un número inmenso de cadáveres las atendía. La mansión se levantaba entonces entre campos ondulantes de hierba de kairn y grandes árboles lantís de flores azules. Ahora, la propia casa era un cadáver. Las tierras que la rodeaban eran mares de barro ceniciento, desolados y yermos, creados por la lluvia incesante.
    La vivienda del conde no era una edificación excavada en la caverna, como tantas en Necrópolis, sino que había sido construida con bloques de piedra en un estilo que recordó poderosamente a Alfred los castillos creados por los sartán en el momento cumbre de su poder en el Reino Superior de Ariano.
    El castillo era imponente, pero la mayoría de las estancias de la parte de atrás habían sido cerradas y abandonadas, pues resultaban difíciles de mantener debido a que el único ser vivo que habitaba allí era el conde, junto a los cadáveres de sus viejos sirvientes. En cambio, la parte delantera estaba extraordinariamente bien conservada, en comparación con las demás mansiones en ruinas que habían visto durante el recorrido en carruaje por aquellas Antiguas Provincias.
    —Es cosa de las antiguas runas, ¿sabes? —dijo el conde a Alfred con una mirada penetrante—. La mayoría de la gente las quitó. No sabían leerlas y consideraban que daban un aspecto anticuado a las casas. Yo, no; yo las dejé y me ocupé de ellas. Y ellas se han ocupado de mí. Han mantenido la mansión en pie cuando tantas otras se han hundido en el polvo.
    Alfred leyó las runas y casi percibió la fuerza de la magia, que sostenía las paredes en el transcurso de los siglos. Pero no comentó nada, temeroso de decir demasiado.
    La parte habitada del castillo consistía en las dependencias de los servicios del piso inferior: la cocina, habitaciones para criados, despensa, entradas delantera y trasera y un laboratorio donde el conde realizaba sus experimentos en un intento de devolver la vida al suelo de las Antiguas Provincias. Los dos pisos superiores se dividían en los confortables aposentos de la familia, las alcobas, las habitaciones de invitados, la sala de dibujo y el comedor.
    La figurilla de un reloj de dinasta se encaminó a su alcoba, indicando la hora. Alfred añoraba la cama, el sueño, la bendición del olvido, aunque sólo fuera durante unas pocas horas, antes de volver a aquella pesadilla en vela.
    Debió de quedarse amodorrado pues, cuando se abrió una puerta, experimentó la desagradable sensación de despertar, con un hormigueo, de una siesta que no había tenido intención de hacer. Con un parpadeo, concentró sus ojos turbios en Jera y en un hombre envuelto en una capa negra, que aparecieron por una puerta en el extremo opuesto de la estancia.
    —He pensado que debíais escuchar esta noticia de boca del propio Tomás, por si tenéis alguna pregunta que hacer —dijo Jera.
    Alfred supo en aquel mismo instante que la noticia era mala y hundió la cabeza entre las manos. ¿Cuántos golpes más sería capaz de soportar?
    —El príncipe y el forastero de la piel cubierta de runas han muerto —anunció Tomás en voz baja. Avanzó hasta la luz y se quitó la capucha que le ocultaba la cabeza. Era un hombre joven, de la edad de Jonathan. Traía la ropa sucia, salpicada de barro, como si hubiera cabalgado largo y tendido—. El dinasta los ha ejecutado a ambos esta misma noche, en la sala de juegos de palacio.
    —¿Estabas presente cuando lo ha hecho? ¿Lo has visto con tus propios ojos?
    —inquirió el conde, volviendo hacia el recién llegado su rostro tallado a cincel. Su mirada pareció cortar el aire, impaciente y ansiosa.
    —No, pero he hablado con un guardia muerto que se ha encargado de transportar los cuerpos a las catacumbas. El cadáver me ha dicho que el conservador ya ha empezado a trabajar en el mantenimiento de ambos.
    —¡Te lo ha dicho un muerto! —exclamó el anciano conde con una mueca de desprecio—. ¡No se puede confiar en los muertos!
    —Lo sé muy bien, señor. Por eso fingí ignorar que el dinasta había cancelado su partida de fichas rúnicas e irrumpí en la sala de juegos. Allí había varios cadáveres limpiando un charco de sangre. De sangre fresca. Cerca de ellos, en el suelo, había una lanza cubierta de sangre con la punta mellada. Para mí, quedan pocas dudas. Los dos prisioneros están muertos.
    Jera movió la cabeza y suspiró.
    —Pobre príncipe. Pobre joven, tan atractivo y honorable. Pero la desgracia de uno puede ser la fortuna de otro, como dice el refrán.
    —¡Exacto! —asintió el anciano con gesto enérgico y fiero—. ¡Nuestra fortuna!
    —Lo único que necesitamos hacer es rescatar los cadáveres del príncipe y de tu amigo — era se volvió hacia Alfred con avidez—. Será peligroso, por supuesto, pero... Mi querido amigo —añadió con súbita consternación—, ¿te encuentras bien? Jonathan, tráele un vaso de stalagma.
    Alfred permaneció sentado mirándola, incapaz de pensar racionalmente.
    Después, se puso en pie con torpeza, tropezando, y brotaron de sus labios unas palabras entrecortadas:
    —Haplo y el príncipe... muertos. Asesinados. Por mi propia raza. Los sartán, matando a capricho. Y vosotros..., vosotros, insensibles... ¡Como si la muerte no fuera otra cosa que un ligero inconveniente, una molestia apenas mayor que un resfriado!
    —Vamos, vamos... Bebe esto. —Jonathan le ofreció un vaso de un licor de aroma pestilente—. Deberías haber comido más en la cena...
    —¡La cena! —exclamó Alfred con voz gutural. Apartó el vaso de un manotazo y retrocedió hasta chocar con la pared—. ¡Dos hombres acaban de perder la vida violentamente y no se te ocurre otra cosa que hablar de la cena! ¡Y de..., de recuperar sus..., sus cuerpos!
    —Te aseguro, señor, que los cadáveres serán bien tratados —intervino Tomás, el recién llegado—. Conozco personalmente al nigromante conservador y es muy experto en su arte. Notarás pocos cambios en tu amigo...
    —¡Pocos cambios! —Alfred se pasó una mano temblorosa por la calva—. ¡Es la muerte lo que da sentido a la vida! La muerte, que a todos iguala. Hombre, mujer, campesino, rey, rico o pobre: todos somos viajeros en camino hacia idéntico destino. La vida es sagrada, preciosa, es algo a valorar, a apreciar, y no a ser tomado a la ligera, caprichosamente. Habéis perdido todo respeto a la muerte y, en consecuencia, también a la vida. Para vosotros, robarle la vida a un hombre no es un crimen mayor que..., que robarle el dinero.
    —¡Un crimen! —replicó Jera—. ¿Y tú hablas de crimen? ¡Eres tú quien lo ha cometido! Destruiste ese cuerpo y enviaste su fantasma al olvido, donde será desgraciado toda la eternidad, privado de forma y de sustancia.
    —¡Pero tenía forma, tenía sustancia! —exclamó Alfred—. ¡Tú misma lo viste!
    ¡El soldado quedó libre por fin!
    Hizo una pausa, perplejo ante lo que acababa de decir. Jera lo miró con parecido desconcierto.
    —¿Libre? ¿Libre para hacer qué, para ir adonde?
    Alfred se sonrojó y las mejillas le ardieron mientras el resto de su cuerpo se estremecía de frío. Los sartán, semidioses capaces de forjar nuevos mundos a partir de uno condenado, capaces de crear. Pero la actividad creadora había sido provocada por la destrucción. Y la magia sartán había conducido a la nigromancia, en un paso al parecer inevitable. De controlar la vida a controlar la muerte.
    Pero ¿por qué le parecía aquello tan terrible? ¿Por qué se revolvía contra aquella práctica hasta la última fibra de su ser?
    Una vez más, su mente evocó la imagen del mausoleo de Ariano, con los cuerpos de sus amigos en las tumbas. La última vez que lo había visitado antes de abandonar Ariano, había sentido una tristeza abrumadora que, entonces, había comprendido que no era tanto por ellos como por él mismo, por su completa soledad.
    Recordó también la muerte de sus padres en el Laberinto...
    No, se dijo Alfred. Aquéllos eran los padres de Haplo. Pero, cuando el sartán los había visto durante su confusa experiencia, había sentido el dolor desgarrador, la rabia desbocada, el miedo terrible... Y, de nuevo, los había sentido por sí mismo.
    Es decir, por Haplo. Por su completa soledad.
    Los cuerpos despedazados que habían luchado y resistido, habían encontrado al fin la paz. La muerte había enseñado a Haplo a odiar, lo había imbuido de odio al enemigo que había encerrado a sus padres en la prisión que los había matado.
    Pero, aunque Haplo no se diera cuenta, la muerte también le había enseñado otras lecciones.
    Y, de pronto, Haplo estaba muerto. Justo cuando Alfred casi había empezado a pensar que cabía la posibilidad de que...
    Un gañido interrumpió los pensamientos de Alfred. El contacto de una lengua fría y húmeda sobre la piel le hizo dar un respingo. Un perro negro, de raza indefinida, lo miraba con aire preocupado, con la cabeza ladeada. El animal alzó una pata y la posó sobre la rodilla de Alfred. Unos ojos pardos y acuosos le ofrecieron consuelo para una inquietud que percibía, aun sin entenderla.
    Alfred contempló al perro y, recuperándose de la sorpresa inicial, le echó los brazos en torno al cuello. Estuvo a punto de ponerse a llorar.
    El perro estaba dispuesto a mostrarse comprensivo pero, al parecer, tan brusca familiaridad le resultó intolerable. Así pues, se desembarazó del abrazo de Alfred y lo miró con perplejidad.
    ¿A qué venía aquello?, parecía decir. El no hacía otra cosa que cumplir órdenes. «Vigílalo», era la última que le había dado Haplo.
    —Buen..., buen chico —dijo Alfred, alargando la mano con cautela para darle unas palmaditas en la negra testuz.
    El perro no rechazó la caricia pero indicó, con aire digno, que las palmaditas en la cabeza eran aceptables y que la relación podía progresar hasta el rascado de orejas, pero que era preciso trazar una línea en alguna parte y que esperaba que Alfred lo comprendiera.
    Y Alfred lo comprendió.
    —¡Haplo no ha muerto! ¡Está vivo! —exclamó.
    Miró a su alrededor y vio que todos lo observaban.
    —¿Cómo has hecho eso? —Jera estaba muy pálida, con los labios descoloridos—. ¡El cuerpo de ese animal quedó destruido! ¡Jonathan y yo lo vimos!
    —Dime, hija, ¿de qué estás hablando? —inquirió su padre, irritado.
    —¡El..., ese perro, padre! ¡Es el mismo que el soldado arrojó al charco de barro ardiente!
    —¿Estás segura? Quizá sólo se parezca...
    —¡Claro que estoy segura, padre! Mira a Alfred. ¡Lo ha reconocido! ¡Y el perro a él!
    —Otro truco. ¿Cómo has podido hacerlo? —quiso saber el conde—. ¿Qué clase de magia maravillosa es ésta? Si puedes restaurar cadáveres que han sido destruidos...
    — ¡Ya te lo decía, padre! —exclamó Jera con un jadeo; una sensación de temor reverencial casi le impidió seguir hablando—. ¡La profecía!
    Silencio. Jonathan contempló a Alfred con la admiración fascinada e indisimulada de un niño. El conde, su hija y el recién llegado de palacio observaron al forastero con ojos penetrantes y pensativos, calculando tal vez el mejor modo de utilizarlo para sus fines.
    —¡No es ningún truco! ¡Y no he sido yo! Yo no he hecho nada —protestó Alfred—. No ha sido mi magia la que ha devuelto al perro. Ha sido Haplo...
    —¿Tu amigo? ¡Pero Tomás asegura que está muerto! —replicó Jonathan con una mirada a su esposa en la que se leía claramente: «el pobre hombre ha enloquecido».
    —No, no está muerto. ¡Es tu amigo quien se equivoca! Has dicho que no has llegado a ver el cuerpo, ¿verdad? —preguntó a Tomás.
    —No. Pero la sangre, la lanza...
    —Os aseguro —insistió Alfred— que el perro no estaría aquí si Haplo hubiera muerto. No puedo explicaros cómo lo sé, pues ni siquiera estoy seguro de que mi teoría acerca del animal sea la acertada, pero estoy convencido de lo que os digo.
    Sería preciso mucho más que una lanza para matar a mi... hum... amigo. Su magia es poderosa, muy poderosa.
    —Está bien, está bien. De nada sirve discutir de eso ahora. Puede que siga vivo, puede que no. Razón de más para arrancarlo, a él o a lo que quede de él, de las garras del dinasta — eclaró el conde, y se volvió hacia Tomás—. Y ahora, dinos cuándo se llevará a cabo la resurrección del príncipe.
    —Dentro de tres ciclos, señor, según mi informador.
    —Eso nos da tiempo —asintió Jera, entrelazando los dedos en gesto meditabundo—. Tiempo para trazar planes y para enviar un mensaje a su pueblo.
    Cuando comprueben que el príncipe no regresa, deducirán lo sucedido. Es preciso advertirles que no hagan nada hasta que estemos preparados.
    —¿Preparados? ¿Para qué? —preguntó Alfred, desconcertado.
    —Para la guerra —respondió Jera.
    La guerra. Sartán combatiendo contra sartán. En todos los siglos de historia de los sartán, jamás había sucedido una tragedia semejante. Su raza, se dijo Alfred, había separado un universo para salvarlo de su conquista por el enemigo y lo había conseguido. Había conseguido una gran victoria.
    Y había perdido.

    CAPITULO 26
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    El ciclo siguiente a la muerte del príncipe, el dinasta canceló su hora de audiencias, hecho del que no se conocía ningún precedente. El Gran Canciller anunció públicamente que Su Majestad estaba fatigado por las presiones del cargo. En privado, Pons reveló a un grupito de privilegiados, «en estricta confianza », que Su Majestad había recibido informes preocupantes acerca de un ejército enemigo acampado al otro lado d.
    Como había previsto Kleitus, la alarmante noticia alcanzó a todos los habitantes de Necrópolis igual que la incesante lluvia, creando una atmósfera de tensión y de pánico muy apropiada y adecuada para los planes del dinasta. Éste permaneció todo el ciclo encerrado en la biblioteca de palacio, absolutamente a solas salvo unos contados muertos de su guardia personal, y éstos no contaban.
    Elihn, Dios en Uno, contempló el Caos con desagrado. Extendió su mano y este movimiento creó la Onda Primordial. Quedó establecido el Orden, que tomó la forma de un mundo bendecido con la presencia de vida inteligente. Elihn quedó satisfecho con su creación y le proporcionó todas las cosas necesarias para desarrollar la vida en adelante. Una vez puesta en movimiento la Onda, Elihn abandonó el mundo en la seguridad de que la Onda mantendría el mundo y que ya no necesitaba un Cuidador. Y las tres razas creadas por la Onda, los elfos, los humanos y los enanos, vivieron en armonía.
    —Mensch —masculló Kleitus con desdén, y repasó rápidamente los párrafos siguientes del texto, que trataba de la creación de las primeras razas, conocidas ahora como las razas inferiores. Tampoco encontró en aquella parte de la disertación el fragmento concreto de información que buscaba, aunque el dinasta recordaba haberlo visto cerca del principio de la exposición.
    Hacía mucho tiempo que no tenía ante los ojos aquel manuscrito; sólo lo había leído en una ocasión anterior y, al hacerlo, no había prestado demasiada atención al texto, pues lo que buscaba entonces era un medio de abandonar aquel mundo, y no una historia sobre otro mundo muerto y desaparecido muchísimo tiempo atrás.
    Pero, durante las últimas horas de una mitad de ciclo dedicada al descanso en la que no consiguió pegar ojo, le había venido a la mente al dinasta una frase que recordaba haber leído en las páginas de un texto. Una frase que lo hizo saltar de la cama como impulsado por un resorte. Su descubrimiento era de tal importancia que lo había llevado a suspender las audiencias de aquel ciclo. Un recorrido por su memoria le había traído al recuerdo el libro en cuestión y ahora, a solas en la biblioteca, sólo tuvo que repasarlo hasta localizar la referencia que buscaba.
    En su esfuerzo por mantener el equilibrio e impedir que la degeneración traiga de nuevo el Caos, la Onda Primordial se corrige constantemente a sí misma. Así, la Onda se eleva y se hunde. Así, existe luz y existe oscuridad. Así, hay bien y hay mal. Así, llega la paz y estalla la guerra.
    Al principio del mundo, durante lo que se conoce erróneamente como la Edad Oscura, las gentes creían en la existencia de leyes mágicas y leyes espirituales, equilibradas por leyes físicas. Sin embargo, con el paso del tiempo, una nueva religión se difundió por la tierra. Fue conocida como «ciencia». Propagadora de la supremacía de las leyes físicas, la ciencia ridiculizó las leyes espirituales y las mágicas, tachándolas de «ilusorias».
    La raza humana, debido a lo corto de sus vidas, quedó especialmente prendada de esta nueva religión, que ofrecía una falsa promesa de inmortalidad. Los humanos dieron a este período el nombre de Renacimiento. La raza de los elfos mantuvo su creencia en la magia y, debido a ello, fue perseguida y expulsada del mundo. La raza de los enanos, muy hábil en cuestiones de mecánica, se ofreció a colaborar con los humanos, pero éstos deseaban esclavos, no socios, de modo que los enanos abandonaron el mundo por propia iniciativa y buscaron refugio en el subsuelo. Con el tiempo, los humanos olvidaron a esas otras razas y abandonaron la creencia en la magia. La Onda perdió su forma, se volvió irregular y uno de sus extremos rebosó de fuerza y poder mientras el otro quedaba débil y sin energía.
    Vero la Onda siempre terminaba por corregir sus desequilibrios y así sucedió, a un coste terrible. A fines del siglo XX los humanos libraron una guerra terrible entre ellos. Sus armas eran maravillas de la ciencia y la tecnología, y produjeron la muerte y la destrucción de incontables millones de miembros de su raza. En ese día, la ciencia se destruyó a sí misma.
    El dinasta frunció el entrecejo, disgustado. Ciertas partes de aquella obra le parecían meras conjeturas e hipótesis sin fundamento. Kleitus no había conocido a ningún mensch, pues todos los existentes en Kairn Necros habían muerto antes de que él naciera, pero le resultaba extremadamente difícil de creer que ninguna raza provocará de forma deliberada su autodestrucción.
    —Es cierto que he encontrado textos que corroboran lo que éste apunta — murmuró, pues tenía la costumbre de hablar consigo mismo cuando estaba en la biblioteca, para romper el permanente silencio que le ponía los nervios a flor de piel—. Pero los autores proceden del mismo período histórico y, probablemente, comparten la misma información falsa o inexacta que este documento. Así pues, todos deben ser tomados con reparos. He de tenerlo en cuenta.
    Los supervivientes se vieron sumergidos a lo que se conoció como la Edad del Polvo, durante la cual tuvieron que emplear todas sus fuerzas y recursos en la mera supervivencia. Fue durante esta época de penalidades cuando surgió una estirpe mutante de humanos que, una vez acallado el incesante estruendo de la ciencia, escucharon el flujo de la Onda a su alrededor y dentro de ellos. Luego, reconocieron y utilizaron el potencial de la Onda para la energía mágica. Y desarrollaron las runas para dirigir y canalizar esa magia. Los hechiceros, hombres y mujeres, recorrían la tierra en grupos para llevar la esperanza a unos seres perdidos en la oscuridad. Se llamaron a sí mismos sartán, que significa, en el lenguaje rúnico, «los que traen de vuelta la luz».
    —Sí, sí. —El dinasta exhaló un suspiro. Hasta entonces, casi nunca había tenido ocasión de recurrir a la historia, de hurgar en un pasado muerto y acabado, en una especie de cadáver descompuesto más allá del límite de la resurrección.
    O tal vez no tanto...
    La tarea resultó ingente. Nosotros, los sartán, éramos pocos. Para facilitar el renacimiento del mundo, recurrimos a enseñar a las razas inferiores el uso de nuestra magia más rudimentaria, reservándonos el conocimiento de la verdadera naturaleza y poder de la Onda con el fin de mantener el control y evitar que ocurriera de nuevo la catástrofe que se había producido una vez.
    En nuestra ingenuidad, creímos que nosotros éramos la Onda. Cuando ya era demasiado tarde, nos dimos cuenta de que no éramos sino una parte de ella, que nos habíamos convertido en una irregularidad de la Onda y que ésta tomaría una acción correctora. Demasiado tarde, descubrimos que algunos de entre nosotros habían olvidado los objetivos altruistas de nuestra labor. Esos hechiceros buscaban hacerse con el poder por medio de la magia. Buscaban el dominio del mundo.
    Patryn, se hacían llamar: «Los que vuelven a la Oscuridad».
    —¡Ah! —Kleitus respiró profundamente y se dispuso a leer con más atención y detenimiento.
    Los patryn se pusieron ese nombre como burla hacia nosotros, sus hermanos, porque al principio se vieron obligados a actuar en lugares oscuros y secretos para mantenerse ocultos de nosotros. Forman un pueblo muy unido y son ferozmente leales entre ellos y a su objetivo permanente, que es el dominio completo y absoluto del mundo.
    —El dominio completo y absoluto —repitió el dinasta, frotándose la frente con la mano.
    Nos resultó imposible infiltrarnos en una sociedad tan cerrada para aprender sus secretos. Los sartán lo intentamos, pero aquellos de nosotros a quienes enviamos entre los patryn desaparecieron y sólo cabe pensar que fueron descubiertos y destruidos. Por eso sabemos tan poco de los patryn y de su magia.
    Kleitus hizo una mueca de decepción pero continuó leyendo.
    Corre la teoría de que el uso de la magia rúnica por parte de los patryn se basa en la porción física de la Onda, mientras que nuestra magia se apoya más en la porción espiritual. Nosotros cantamos y bailamos las runas y las dibujamos en el aire, y recurrimos a transcribirlas físicamente cuando lo dicta la necesidad.
    Los patryn, por el contrario, se apoyan sobre todo en la representación física de las runas, llegando al extremo de pintarlas en sus propios cuerpos para potenciar su magia. Dibujaré aquí...
    El dinasta interrumpió la lectura, volvió atrás y repitió la última frase.
    «Pintarlas en sus propios cuerpos para potenciar su magia.» Continuó leyendo, en voz alta:
    —«Dibujaré aquí, como curiosidad, algunas de las estructuras rúnicas que se sabe que utilizan. Nótese la semejanza con las nuestras, pero adviértase también que es el estilo bárbaro en que están construidas las runas lo que modifica radicalmente la magia, creando todo un nuevo lenguaje de poderes mágicos toscos pero llenos de fuerza.» Kleitus cogió varias fichas rúnicas del juego que llevaba en un bolsillo y las colocó sobre el escrito, junto a los dibujos realizados por el antiguo autor sartán.
    El parecido era casi perfecto.
    —Es tan condenadamente obvio. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? — murmuró. Sacudió la cabeza, irritado consigo mismo, y reanudó la lectura.
    La Onda, por el momento, parece estable. Sin embargo, entre nosotros hay quien teme que los patryn estén haciéndose más fuertes y que empiecen a constituir una irregularidad. Hay quienes afirman que debemos ir a la guerra y detener a los patryn ahora. Otros, entre los que me cuento, propugnamos que no se haga nada para perturbar el equilibrio pues, de lo contrario, la Onda se descompensará en el sentido opuesto.
    El tratado continuaba sus explicaciones, pero el dinasta cerró el libro. El texto no contenía ninguna referencia más a los patryn y se dedicaba a conjeturar sobre lo que podría suceder si la Onda se desequilibraba. El dinasta ya conocía la respuesta. El desequilibrio se había producido y, a resultas de él, había llegado la Separación y, luego, la vida en la especie de tumba que era aquel mundo. Kleitus estaba al corriente de aquella parte de la historia de los sartán.
    Pero se había olvidado de los patryn, los enemigos ancestrales, portadores de las sombras y poseedores de unos poderes mágicos «toscos pero llenos de fuerza».
    —«Un dominio absoluto y completo...» —repitió en voz baja para sí—. ¡Qué estúpidos hemos sido! ¡Qué redomados estúpidos! Pero aún no es demasiado tarde. Ellos se creen muy listos, creen que pueden pillarnos por sorpresa. Pero no les resultará.
    Tras unos instantes más de reflexión, llamó a uno de los cadáveres.
    —Busca al Gran Canciller y dile que venga.
    El criado muerto salió de la biblioteca y regresó casi al instante con Pons, cuya mayor virtud era estar siempre donde fuera fácil encontrarlo si se lo requería, y permanecer convenientemente ausente cuando no se lo necesitaba.
    —Majestad... —dijo Pons con una profunda reverencia.
    —¿Ha regresado Tomás?
    —Hace un instante, creo.
    —Tráelo a mi presencia.
    —¿Aquí, Majestad?
    Kleitus tardó en responder, miró a su alrededor y asintió.
    —Sí, aquí.
    Como se trataba de un asunto importante, Pons se encargó de la tarea en persona. Podría haber despachado a uno de los cadáveres para que trajera al joven, pero con los sirvientes muertos siempre cabía la posibilidad de que volvieran con un cesto de flores de rez, habiendo olvidado por completo sus instrucciones originales.
    Así pues, el Canciller regresó a uno de los salones públicos, donde solían reunirse gran número de correos y peticionarios. La aparición del dinasta en la estancia habría producido el mismo efecto que un rayo descargado del coloso, lanzando a sus ocupantes a un frenesí de lisonjas, reverencias y alharacas. Tratándose del Gran Canciller, su presencia despertó mucha menos conmoción entre los reunidos. Algunos miembros de la nobleza de bajo rango hicieron humildes reverencias y los de rango superior hicieron un alto en sus partidas de runas y en sus conversaciones para volver la cabeza. Quienes trataban a menudo con Pons lo saludaron, para envidia de quienes no tenían acceso a él.
    —¿Qué sucede, Pons? —preguntó uno lánguidamente.
    El Gran Canciller, con una sonrisa, respondió:
    —Su Majestad necesita...
    Numerosos correos se pusieron de pie al instante.
    —... un mensajero vivo —acabó la frase Pons, recorriendo la sala con una mirada de aparente aburrimiento e indiferencia.
    —Un chico de los recados, ¿no? —dijo un barón, con un bostezo.
    Los de rango superior, conscientes de que era un trabajo de sirvientes y que, probablemente, ni siquiera implicaba ver en persona al dinasta, volvieron a sus partidas y a su charla.
    —¡Eh, tú! —Pons señaló a un joven situado al fondo del salón—. ¿Cómo te llamas?
    —Tomás, Señoría.
    —Tomás. Creo que servirás. Ven conmigo.
    El joven hizo una reverencia de mudo asentimiento y siguió al Gran Canciller fuera del salón, hacia una parte del palacio privada y protegida por la guardia.
    Ninguno de los dos dijo nada, aparte de un breve intercambio de miradas de complicidad al dejar la antecámara. El Gran Canciller abrió la marcha seguido a varios pasos, como era debido, por su joven acompañante. Éste llevaba las manos resguardadas en las mangas y la capucha negra, sin orlas que indicaran nobleza, ocultándole la cabeza.
    Pons se detuvo antes de entrar en la biblioteca y, con un gesto, indicó a Tomás que esperara. El joven hizo lo que le decían y permaneció en silencio entre las sombras. Uno de los soldados muertos abrió la puerta de piedra y Pons asomó la cabeza. Kleitus había vuelto a la lectura. Al oír abrirse la puerta, levantó la cabeza y asintió a su ministro.
    Pons indicó al joven que se acercara. Tomás apareció de la oscuridad y cruzó el umbral. El Gran Canciller entró con él y cerró la puerta con suavidad. Los cadáveres que protegían a Su Majestad se colocaron en posición de alerta.
    El dinasta retomó la lectura del texto que había extendido en la mesa ante sí.
    El joven y Pons aguardaron en pie, callados e inmóviles.
    —¿Has estado en la mansión del conde, Tomás? —preguntó Kleitus sin alzar la vista.
    —Acabo de regresar de allí, señor —contestó el joven con una reverencia.
    —¿Y los has encontrado allí... a los duques y al extranjero?
    —Sí, Majestad.
    —¿Has hecho lo que te ordené?
    —Sí, por supuesto, señor.
    —¿Con qué resultado?
    —Un..., un resultado bastante peculiar, señor. Si me permitís explicar...
    Tomás avanzó un paso. Kleitus, con los ojos fijos en el texto, agitó una mano con gesto despreocupado. El joven arrugó la frente y miró a Pons, preguntándole sin palabras si el dinasta le prestaba atención.
    El Gran Canciller respondió arqueando las cejas en ademán perentorio, como si dijera: «Su Majestad te está prestando más atención de la que desearías».
    Tomás, con cierta incomodidad, continuó su informe.
    —Como sabe Su Majestad, los duques creen que soy uno de los suyos, del bando comprometido en esta descarriada rebelión...
    El joven calló e hizo una profunda reverencia para demostrar sus verdaderos sentimientos.
    El dinasta pasó una página.
    Tomás, al no recibir orden de lo contrario, prosiguió con creciente desconfianza: —Les he hablado del asesinato del príncipe...
    —¿Asesinato? —Kleitus se movió en su asiento y la mano con la que volvía la página se detuvo a medio gesto.
    Tomás dirigió una mirada de súplica a Pons.
    —Perdonadlo, Majestad —intervino el Gran Canciller con voz apacible—, pero así es como denominarían los rebeldes a la merecida ejecución del príncipe. Tomás debe fingir que comparte tal opinión para convencerlos de que es uno de ellos, y así seguir siendo útil a Su Majestad.
    El dinasta terminó de pasar la hoja y la alisó con la mano. Tomás, con un ligero suspiro de alivio, continuó:
    —Les he dicho que el hombre de la piel tatuada de runas también estaba muerto... —el joven vaciló, sin saber cómo continuar.
    —¿Y cómo han respondido?
    —El amigo de ese hombre, el que mató al muerto, ha dicho que no era cierto.
    —¿Eso ha dicho? —el dinasta alzó los ojos del pergamino.
    —Sí, Majestad. Afirmó que sabía que su amigo, al que llaman Haplo, estaba vivo.
    —¿Que lo sabía? —Kleitus cruzó una mirada con el Gran Canciller.
    —Sí, señor. Parecía firmemente convencido de ello. Tenía algo que ver con un perro...
    El dinasta se disponía a decir algo, pero el canciller alzó un dedo en un gesto, imperioso aunque siempre respetuoso, para que guardara silencio.
    —¿Un perro? —inquirió Pons—. ¿Qué es eso de un perro?
    —Mientras estaba con ellos, entró en la estancia un perro. Fue directamente hacia el extranjero, que se llama Alfred. Ese tal Alfred pareció muy contento de ver al perro y dijo que ahora sabía que Haplo no estaba muerto.
    —¿Qué aspecto tenía ese perro?
    Tomás reflexionó antes de responder.
    —Es un animal bastante grande, de pelaje negro con las cejas blancas. Es muy inteligente, o así lo parece. Y... presta atención. A las conversaciones, me refiero. Casi como si las entendiera...
    —Es el mismo animal, señor. —Pons se volvió hacia Kleitus—. El que mi guardia arrojó al charco de barro hirviente. ¡Yo mismo lo vi morir! ¡Su cuerpo desapareció bajo el cieno!
    —¡Sí, eso es! ¡Exacto! —Tomás pareció asombrado—. ¡Es lo mismo que decía la duquesa, Majestad! Ella y el duque no podían creer lo que veían sus ojos. La duquesa Jera comentó algo sobre la profecía, pero el forastero, Alfred, rechazó con toda rotundidad tener nada que ver.
    —¿Qué ha dicho del perro, de cómo puede estar vivo otra vez?
    —Ha asegurado que no sabía explicarlo pero que, si el perro estaba vivo, Haplo también tenía que estarlo.
    —¡Esto es sumamente extraño! —murmuró Kleitus—. ¿Y has descubierto, Tomás, cómo llegaron a Kairn Necros esos dos forasteros?
    —En una nave, señor. Según me ha contado el duque cuando ya me marchaba, llegaron en una nave que dejaron amarrada en Puerto Seguro. La embarcación está hecha de una sustancia extraña y, según el duque, está cubierta de runas como el cuerpo de ese tal Haplo.
    —¿Y qué se proponen hacer ahora los duques y el viejo conde?
    —En este ciclo, mandarán un emisario a la gente del príncipe para comunicarles la muerte prematura de su líder. Dentro de tres ciclos, cuando la resurrección se haya completado, los duques proyectan rescatar el cadáver del príncipe, devolverlo a su pueblo e instar a éste a declarar la guerra a Su Majestad.
    La facción del conde se unirá al pueblo de Kairn Telest.
    —De modo que, dentro de tres ciclos, proyectan irrumpir en las mazmorras de palacio y rescatar al príncipe.
    —Exacto, señor.
    —¿Y tú te ofreciste a ayudarlos, Tomás?
    —Tal como me ordenasteis, señor. Tengo que reunirme con ellos esta noche para repasar los últimos detalles.
    —Mantennos al tanto. Corres un riesgo, ¿lo sabes? Si descubren que eres un espía, te matarán y te enviarán al olvido.
    —Acepto el riesgo, señor. —Tomás se llevó la mano al corazón e hizo una profunda inclinación de cabeza—. Soy un completo devoto de Su Majestad.
    —Continúa tu buena labor y tu devoción será recompensada.
    Tras esto, Kleitus bajó los párpados y reanudó la lectura.
    Tomás miró a Pons, quien indicó que la entrevista había terminado. Con una nueva reverencia, el joven abandonó la biblioteca y cruzó las cámaras privadas del dinasta escoltado por uno de los sirvientes cadáveres.
    Cuando Tomás se hubo marchado, cerrando la puerta tras él, Kleitus levantó los ojos del manuscrito. Por su expresión inquisitiva y meditabunda, era evidente que no había leído una sola palabra del texto que tenía ante él. Tenía la mirada perdida en un punto muy lejano, mucho más allá de las paredes de la caverna en que se hallaba.
    El Gran Canciller vio, con un nudo de aprensión en la boca del estómago, que la mirada del dinasta se hacía sombría y su frente se llenaba de profundas arrugas. Pons se acercó a él con cautela, sin atreverse a perturbarlo. Sabía que el dinasta lo quería cerca pues, de lo contrario, ya le habría mandado marcharse. Así pues, se acercó a la mesa, tomó asiento y esperó en silencio.
    Transcurrió un rato largo hasta que Kleitus salió de su ensimismamiento con un suspiro. Pons, conocedor de su papel, le preguntó con tacto:
    —¿Su Majestad comprende todo esto: la llegada de los dos extranjeros, el individuo de las runas en la piel, el perro que murió y ahora está vivo?
    —Sí, Pons, creo que lo entiendo.
    El Gran Canciller esperó de nuevo, en silencio.
    —La Separación... —dijo el dinasta—. La guerra catastrófica que había de traer, de una vez por todas, la paz a nuestro universo. ¿Y si te dijera que no ganamos esa guerra, como hemos creído tan alegremente durante todos estos siglos? ¿Y si te dijera, Pons, que perdimos?
    —¡Señor!
    —Sí, fuimos derrotados. Por eso no llegó nunca la ayuda que se nos había prometido. Los patryn deben de haber conquistado los demás mundos y ahora esperan, tranquilamente, el momento de apoderarse de éste. Somos lo único que queda. La esperanza del universo.
    — ¡La profecía! —musitó Pons, y su voz reflejó un verdadero temor reverencial. Por fin, empezaba a aceptar tal posibilidad.
    Kleitus se dio cuenta de la conversión de su ministro, advirtió que le llegaba la fe. «Un poco tarde», pensó, pero se limitó a ensayar una sombría sonrisa y no dijo nada. No tenía importancia.
    —Ahora, Pons, déjame solo —añadió por último, saliendo de nuevo de su ensimismamiento—. Anula todos mis compromisos para los dos próximos ciclos.
    Anuncia que hemos recibido noticias inquietantes sobre la presencia de una fuerza enemiga hostil al otro lado d y que estoy efectuando los preparativos para proteger nuestra ciudad. No recibiré a nadie.
    —¿La orden incluye a Su Majestad, la reina, señor?
    El matrimonio había sido un enlace de conveniencia sin otro propósito que mantener la línea dinástica. Kleitus XIV había engendrado a Kleitus XV, junto a varios hijos e hijas más. La dinastía estaba asegurada.
    —La única excepción eres tú, mi canciller. Pero sólo quiero que te presentes si se trata de una emergencia.
    —Muy bien, señor. ¿Y dónde podré encontrar a Su Majestad si necesito consultarle algo?
    —Estaré aquí, Pons —respondió el dinasta mientras su mirada recorría la biblioteca—. Estudiando. Queda mucho por hacer y sólo tengo dos ciclos para prepararlo todo.
    CAPITULO 27
    ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH
    Llegó el período del ciclo llamado «la hora de trabajo del dinasta» y, aunque el dinasta en persona se encontraba lejos de allí, en la ciudad de Necrópolis, la mansión de las Antiguas Provincias empezaba a desperezarse y a iniciar la actividad. A aquella hora, era preciso despertar a los cadáveres del estado de letargo en que permanecían durante el período de descanso; había que renovar la magia que los mantenía activos y era necesario instarlos a atender a sus tareas cotidianas. Jera, como nigromante de la casa de su padre, deambuló entre los muertos entonando las runas que devolvían aquel remedo de vida a sirvientes y operarios.
    Los muertos no dormían como lo hacen los vivos. Al llegar la hora del descanso, se les ordenaba sentarse y no moverse, para impedir que perturbaran el sueño de los ocupantes vivos de la mansión. Los cadáveres, obedientes, se dirigían al primer rincón apartado del paso que encontraban y allí esperaban, inmóviles y silenciosos, a que llegara la siguiente jornada.
    Seguro que no dormían pero ¿tendrían sueños?, se preguntó Alfred mientras observaba a los muertos con profunda conmiseración.
    Tal vez fueran imaginaciones suyas, pero le dio la impresión de que, durante el período en que perdían el contacto con los vivos, arrinconados hasta la jornada siguiente, los cadáveres adoptaban una expresión de tristeza. Las siluetas fantasmal es que rondaban en torno a sus cuerpos resucitados lanzaban mudos gritos de desesperación. Alfred pasó el período de descanso dando vueltas en su cama, con el sueño perturbado por los suspiros agitados, llenos de ansiedad.
    —¡Vaya imaginación! —comentó Jera al respecto, durante el desayuno. Los duques y Alfred lo tomaron juntos. El conde ya había desayunado, explicó su hija como pidiendo disculpas, y había bajado a su laboratorio a trabajar.
    Alfred sólo logró hacerse una vaga idea de en qué andaba metido el anciano, algo acerca de experimentar con variedades de hierba de kairn para intentar desarrollar una cepa resistente que se pudiera plantar en la tierra desolada y fría de las Antiguas Provincias.
    —Esos suspiros eran, sin duda, efecto del viento —continuó Jera, mientras servía un té de hierba de kairn, acompañado de lonchas de torb. (Alfred, que había tenido miedo de preguntar, sintió un inmenso alivio al advertir que la cocinera era una mujer viva.)
    —No, a menos que el viento tenga voz y pronuncie palabras —replicó Alfred, pero se lo dijo en voz baja a su plato y nadie más lo oyó.
    —¿Sabéis? Cuando era niño solía sucederme eso mismo —intervino Jonathan—. Es curioso, me había olvidado por completo de ello hasta que has traído el tema a colación, Alfred. Tenía una niñera que acostumbraba quedarse a mi lado durante el período de descanso y, cuando murió y el cadáver fue resucitado, regresó, como es lógico, al cuarto de los niños para seguir haciendo lo que había hecho en vida. Pero, después de muerta, no pude volver a dormir cuando ella estaba presente. Me parecía que lloraba. Mi madre intentó explicarme que eran imaginaciones mías y supongo que tenía razón pero, en aquella época, la experiencia me pareció muy real.
    —¿Qué fue de la niñera? —preguntó Alfred.
    —Mi madre terminó deshaciéndose de ella —respondió Jonathan con aire algo avergonzado—. Ya sabes que cuando a los niños se les mete algo en la cabeza... No se pueden emplear argumentos lógicos con un niño. Todo el mundo intentaba razonar conmigo, pero la única solución fue librarse de la niñera.
    —¡Chiquillo malcriado! —murmuró Jera, sonriendo a su esposo tras la taza de té.
    —Sí, creo que lo era —dijo Jonathan, sonrojándose—. Era el pequeño de la familia, ¿sabéis? Por cierto, cariño, ahora que hablo de nuestra casa...
    Jera dejó la taza de té sobre la mesa y movió la cabeza.
    —Ni mencionarlo. Ya sé que te preocupa la cosecha, pero los Cerros de la Grieta será el primer lugar adonde vayan a buscarnos los hombres del dinasta.
    —Pero ¿acaso no será éste el segundo? —replicó Jonathan, haciendo una pausa en el desayuno con el tenedor a medio camino de la boca.
    Jera siguió dando cuenta de su plato con gesto complacido.
    —Esta mañana he recibido un mensaje de Tomás. Los hombres del dinasta han salido hacia los Cerros. Tardarán medio ciclo, al menos, en llegar a nuestro castillo. Allí, perderán algún tiempo investigando y emplearán otro medio ciclo en el trayecto de vuelta para informar. Sólo entonces, si Kleitus sigue preocupado por nosotros todavía, con la perspectiva de una guerra ante él, el dinasta dará orden de que vengan aquí. Es imposible que lleguen a las Antiguas Provincias antes de mañana. Y nosotros nos vamos hoy, tan pronto como vuelva Tomás.
    —¿No es maravillosa, Alfred? —dijo Jonathan, contemplando con admiración a su esposa—. Yo habría sido incapaz de trazar un plan como éste. Yo habría corrido a nuestra mansión sin reflexionar, y habría ido a parar a las manos de los hombres del dinasta.
    —Sí, maravillosa —murmuró Alfred. Todo aquello de que los persiguieran los soldados, de escabullirse durante el período de descanso y de esconderse, lo dejó totalmente amilanado. El olor y el aspecto del torb grasiento que tenía en el plato le provocó náuseas. Jera y Jonathan seguían mirándose embelesados y Alfred aprovechó para coger un buen pedazo de torb y pasárselo al perro, que estaba tumbado a sus pies. El animal aceptó el obsequio, agitando la cola en agradecimiento.
    Después de desayunar, los duques desaparecieron para ultimar los preparativos de la marcha. El conde seguía en el laboratorio, de modo que Alfred se quedó en compañía de su propia y acobardada persona (y del omnipresente perro). Se dedicó a vagar por la mansión y, finalmente, dio con la biblioteca.
    La estancia era pequeña y carecía de ventanas. La única luz procedía de las lámparas de gas de las paredes. Los estantes, tallados en los muros de piedra, albergaban numerosos volúmenes. Algunos eran muy antiguos, con las tapas de cuero cuarteadas y raídas. Se acercó a ellos con cierta ansiedad, no muy seguro de qué temía encontrar; tal vez voces del pasado que le hablaran de fracaso y derrota.
    Sintió un inmenso alivio al comprobar que sólo se trataba de monografías, nada alarmantes, sobre temas agrícolas: El cultivo de la hierba de kairn o Enfermedades comunes de la pauka.
    —Incluso hay uno sobre perros —dijo en tono coloquial, bajando la mirada.
    El animal, al escuchar su nombre, levantó las orejas y golpeó el suelo con el rabo.
    —¡Aunque estoy seguro de que no encontraría ninguna mención a un bicho como tú! — urmuró el sartán. El perro abrió la boca y, con sus ojos inteligentes, dio la impresión de asentir con una sonrisa.
    Alfred continuó su inspección al azar, con la esperanza de encontrar algo inocuo en que ocupar su mente y apartarla de la agitación, el peligro y el horror que lo rodeaban. Un grueso volumen con el lomo lujosamente decorado en pan de oro captó su atención. Era una obra hermosa, bien encuadernada y, aunque evidentemente muy consultada, se notaba que había sido tratada con gran cuidado. La sacó del estante y la volvió para ver la tapa.
    El arte moderno de la Nigromancia.
    Estremeciéndose de pies a cabeza, Alfred intentó devolver el libro al estante.
    Sus manos temblorosas, más torpes de lo habitual, no lo lograron. Dejó caer el volumen y huyó de la estancia. Se alejó incluso de aquella parte de la mansión.
    Deambuló desconsolado por el lúgubre castillo del conde. Incapaz de estarse quieto, incapaz de descansar, fue de estancia en estancia, asomándose a las ventanas para contemplar el yermo paisaje, desplazando pequeñas piezas de mobiliario con sus grandes pies, tropezando con el perro, volcando tazas de té de hierba de kairn con sus manazas.
    Sus pensamientos volvían una y otra vez a la biblioteca. ¿Qué era lo que temía?, se preguntaba. ¡Desde luego, no que fuera a sucumbir a la tentación de practicar aquella magia negra! Volvió la vista hacia un criado cadáver que, en vida, había limpiado el té volcado sobre las mesas y que ahora, después de muerto, seguía desempeñando mecánicamente la misma tarea.
    Alfred contempló una vez más el paisaje negro, cubierto de cenizas, al otro lado de la ventana.
    El perro, que lo había acompañado en todo instante siguiendo la última orden de su amo, observó atentamente al sartán. Tras decidir que tal vez, por fin, Alfred iba a quedarse quieto, se dejó caer en el suelo, se hizo un ovillo con el hocico debajo de la cola, exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos.
    Alfred recordó la primera vez que había visto al perro. Recordó a Haplo y la visión de sus manos vendadas. Recordó a Hugh, el asesino, y a Bane, el niño suplantado.
    Bane.
    El sartán adquirió de pronto un aspecto macilento y apoyó la frente en el quicio de la ventana, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza...
    ... El bosque de hargast estaba en Exilio de Pitrin, una isla de coralita que flotaba en Ariano, el mundo del aire. El bosque era un lugar espantoso..., al menos para Alfred, aunque era cierto que la mayor parte del mundo ajeno a la reconfortante paz del mausoleo resultaba aterrador para el sartán. El árbol de hargast es denominado a veces el árbol de cristal. Es muy apreciado en Ariano, donde se cultiva y se sangra para aprovechar el agua que almacena en su tronco frágil y cristalino. Pero el bosque no era lo mismo que un huerto de hargast, donde los árboles eran pequeños y estaban bien cuidados.
    En la espesura virgen, los árboles de hargast crecían hasta alturas de cientos de palmos. El terreno por el que avanzaba Alfred estaba sembrado de ramas arrancadas por el viento que barría aquel extremo de la isla. El sartán observó las ramas y se fijó, con incredulidad, en sus bordes afilados como cuchillas. Los sonoros crujidos que retumbaban como truenos y los impactos en el suelo con el ruido del cristal haciéndose añicos llenaron su mente de espantosas imágenes de ramas gigantescas que le caían encima. Alfred se alegró de estar recorriendo un camino que seguía las márgenes del bosque cuando el asesino a sueldo, Hugh la Mano, se detuvo e hizo una señal.
    —Por ahí —dijo, indicando el bosque.
    —¿Meternos ahí? —Alfred no podía creerlo. Internarse en un bosque de hargast bajo una tormenta de viento era una locura suicida. Pero tal vez era eso lo que impulsaba a Hugh.
    Hacía mucho tiempo que Alfred había empezado a sospechar que Hugh la Mano era incapaz de cumplir su «contrato» de matar a sangre fría a Bane, el chiquillo que viajaba con ellos. Alfred había observado la lucha interior del asesino consigo mismo. Casi podía oír las maldiciones que Hugh mascullaba en su mente, llamándose débil, estúpido y sentimental. Hugh la Mano, el hombre que había matado a tantos sin sentir jamás un escrúpulo, un momento de remordimiento.
    Pero Bane era un niño tan hermoso, tan encantador..., con un alma pervertida y torcida por las palabras cuchicheadas en su mente por un padre hechicero a quien el pequeño jamás había visto ni conocido. Hugh no tenía modo de saber que él, la araña, estaba siendo atrapado en una tela mucho más artera de la que él podía soñar en urdir jamás.
    Los tres —Bane, Hugh y Alfred— penetraron en el bosque de hargast y se vieron obligados a abrirse camino con grandes dificultades entre la tupida maleza.
    Por fin, llegaron a su sendero despejado. Bane estaba muy excitado, impaciente por ver el famoso barco volador de Hugh, y echó a correr por delante de sus compañeros. El viento soplaba con fuerza, las ramas de los árboles hargast entrechocaban y sus sonidos cristalinos resultaban ásperos y siniestros al oído de Alfred.
    —¿No deberíamos detenerlo, señor? —preguntó el sartán.
    —No le sucederá nada —respondió Hugh, y Alfred comprendió que el asesino estaba quitándose de encima su responsabilidad y dejando la muerte del pequeño al albur del destino o de cualquiera que fuese la deidad, si había alguna, que aquel hombre de espíritu sombrío creía que podía cargar con su peso.
    Fuera lo que fuese, aceptó.
    Alfred oyó el crujido, como el retumbar de la tormenta perpetua del Torbellino. Vio caer la rama, vio a Bane de pie debajo de ella, mirándola con paralizada sorpresa. El sartán corrió hacia él, pero era tarde. La rama cayó sobre el niño y se hizo añicos con un estrépito.
    Le llegó un grito y, luego, el silencio.
    Alfred continuó corriendo. La rama caída era enorme y cubría por completo el camino. Cuando llegó, no vio el cuerpo del pequeño por ninguna parte. Debía de estar enterrado bajo los fragmentos. El sartán contempló con desesperado abatimiento las ramas rotas, con los bordes afilados como lanzas.
    «Déjalo —le dijo su mente—. No te entrometas. ¡Ya sabes lo que es ese niño!
    Ya conoces la maldad que lo ha engendrado. Deja que muera con él.» «¡Pero es un niño! — bjetó él—. No ha tenido elección en su destino. ¿Tiene que pagar por el pecado del padre? ¿No debería tener la oportunidad de ver por sí mismo, de comprender, de juzgar, de redimirse y, quizá, de redimir a otros?» Alfred volvió la vista al camino. Hugh tenía que haber oído el crujido de la rama y el grito del chiquillo. El asesino se lo tomaba con calma, o tal vez estaba ofreciendo una plegaria de agradecimiento. Pero no tardaría en llegar.
    Para mover la enorme rama habría sido precisa una cuadrilla de hombres con cabos y cuerdas... o un solo hombre dotado de una magia poderosa. Alfred se colocó ante los fragmentos cristalinos y empezó a cantar las runas. Estas se entretejieron y enroscaron en torno a la rama, separaron los fragmentos en dos mitades y las depositaron a ambos lados del sendero. Bajo la rama hecha añicos yacía Bane.
    El chiquillo aún no había muerto, pero estaba agonizando, bañado en sangre.
    Las astillas de cristal habían atravesado su cuerpecillo y eran incontables los huesos que tenía rotos o aplastados.
    Dar vida a los muertos. La Onda debía corregirse a sí misma. Dar vida a alguien significaba que otro moriría prematuramente.
    Bane estaba inconsciente, no notaba ningún dolor. Y la vida se le iba rápidamente.
    De haber sido médico, se dijo Alfred, habría intentado salvarle la vida. ¿Cómo podía estar mal, entonces, lo que él era capaz de hacer?
    El sartán levantó del suelo un pequeño fragmento de cristal. Sus manos, habitualmente tan torpes, se movieron con delicadeza y precisión. El sartán hizo un corte en su propia carne y, arrodillándose junto a Bane, trazó un signo mágico con su sangre sobre el cuerpo destrozado del chiquillo. Después, cantó las runas y, con la otra mano, repitió los trazos en el aire.
    Los huesos rotos del niño se volvieron a unir. La carne desgarrada se cerró.
    La respiración acelerada y superficial se normalizó. La piel grisácea recobró su tono rosado y enrojeció con el retorno de la vida.
    Bane se incorporó hasta quedar sentado y contempló a Alfred con unos ojos azules más penetrantes que las astillas de cristal de los árboles hargast...
    ... Bane había vivido. Y Hugh había muerto. Había tenido una muerte prematura.
    Alfred se llevó las manos a sus doloridas sienes. ¡Pero otros se habían salvado! ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía estar seguro de haber obrado bien?
    Lo único que sabía era que tenía el poder para salvar a aquel chiquillo y que lo había hecho. Había sido incapaz de soportar la idea de verlo morir.
    Entonces, Alfred comprendió la causa de su miedo. Si abría aquel libro de nigromancia, vería en sus páginas la runa que había trazado sobre el cuerpo de Bane.
    Había descendido el primer peldaño de aquel camino siniestro y tortuoso, y quién sabía si no bajaría un segundo y un tercero. ¿Acaso era más fuerte que sus congéneres sartán de aquel mundo?
    No, se dijo Alfred, y se dejó caer en una silla, desesperado. No; era igual que ellos.
    CAPITULO 28
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Haplo se apoyó en un codo y contempló a través de los barrotes de la prisión el cuerpo del príncipe, que yacía en la celda contigua a la suya. El conservador había cumplido bien con su trabajo. No había dejado las extremidades grotescamente rígidas y los músculos del rostro del cadáver estaban relajados; Edmund podría estado sumido en un apacible sueño, de no ser por el boquete abierto y ensangrentado de su pecho. El conservador había recibido órdenes de dejar la herida como prueba visible de la terrible muerte que había tenido el príncipe, lo cual inflamaría los ánimos de los exiliados y los arrastraría a la guerra cuando su cuerpo fuera devuelto a su pueblo.
    El patryn volvió a tumbarse de espaldas, se colocó lo más cómodo posible en el duro lecho de piedra y se preguntó cuánto tardaría el dinasta en hacerle una visita.
    —Eres un tipo frío, ¿verdad? —El conservador, camino de su casa después de terminar el turno de trabajo, se detuvo al pasar ante la celda de Haplo y observó a éste—. He visto cadáveres más inquietos. Ese, por ejemplo —el nigromante señaló siniestramente hacia el príncipe—, será un puñado de nervios cuando resucite.
    Continuamente se les olvida que están encerrados y se estrellan contra los barrotes. Cuando consigo hacérselo entender, caminan: arriba y abajo, arriba y abajo... Luego, se les vuelve a olvidar y empiezan otra vez a lanzarse contra los barrotes. Tú, en cambio, te quedas acostado ahí como si no tuvieras una sola preocupación.
    —Sería gastar energías en vano. —Haplo se encogió de hombros—. ¿Para qué cansarme?
    El conservador movió la cabeza y se alejó, contento de volver a casa con la familia después de un turno largo y arduo. Si tenía la sospecha de que Haplo no le estaba diciendo todo lo que sabía, el nigromante acertaba. Una prisión sólo es tal para quien no puede escapar de ella. Y Haplo podría haber abandonado su celda cuando le pareciera.
    De momento, le convenía quedarse.
    Kleitus no tardó en llegar, acompañado de Pons. El canciller se encargaría de que nadie molestara al prisionero y al dinasta durante su conversación. Pons deslizó su brazo para enganchar el de la muy asombrada conservadora del turno de vigilia, a la que empezaba a rodarle la cabeza de tantas reverencias y alharacas, y se la llevó. Los únicos que pudieron escuchar la conversación del dinasta con el prisionero fueron los muertos.
    El dinasta se detuvo ante la puerta de la celda de Haplo y miró con detalle al individuo del interior. El rostro de Kleitus quedaba oculto bajo la capucha de su túnica negra con reflejos púrpura. Haplo no podía ver sus facciones, pero se incorporó hasta quedar sentado, inmóvil, sosteniendo con toda calma la mirada del dinasta.
    Kleitus abrió la puerta de la celda con un gesto de la mano y pronunciando una runa. Todos los demás utilizaban la llave. Haplo se preguntó si aquella exhibición de magia tenía como intención impresionarlo. El patryn, que podría haber disuelto los barrotes de la puerta con un gesto y una runa, sonrió para sí.
    El dinasta se deslizó al interior de la celda y miró a su alrededor con una mueca de desagrado. No tenía dónde sentarse. Haplo se corrió a un lado y dio unas palmaditas sobre el lecho de piedra. Kleitus se puso tieso, como si pensara que el patryn estaba de broma. Haplo se encogió de hombros.
    —Nadie permanece sentado mientras yo estoy de pie —dijo Kleitus fríamente.
    Acudieron a la boca de Haplo muchas réplicas adecuadas, pero se las tragó.
    No servía de nada pelearse con aquel individuo. Al fin y al cabo, iban a ser compañeros de viaje. Haplo se puso en pie lentamente.
    —¿Por qué has venido aquí? —preguntó Kleitus al tiempo que alzaba unas manos delicadas, de largos dedos, y echaba hacia atrás la capucha dejando al descubierto el rostro.
    —Tus soldados me trajeron —respondió Haplo.
    El dinasta, con una débil sonrisa, se cogió las manos a la espalda y empezó a caminar por la celda. Dio una vuelta completa a ella —lo cual no le llevó mucho tiempo, pues sus dimensiones eran muy reducidas— y, deteniéndose, miró de nuevo a Haplo.
    —Me refiero a por qué has venido a este mundo a través de la Puerta de la Muerte.
    La pregunta sorprendió a Haplo. El patryn esperaba algo así como «¿Dónde está la Puerta de la Muerte?», o tal vez «¿Cómo la has atravesado?», pero no había previsto que le preguntara por la razón del viaje. Para responder, se vería forzado a revelar la verdad o, al menos, parte de ella. Aunque, probablemente, el dinasta la descubriría de todos modos, porque cada palabra que él pronunciaba parecía crear nubes de imágenes en las mentes de aquellos sartán.
    —Me ha enviado mi Señor, Majestad —respondió, pues.
    Kleitus abrió los ojos como platos. Tal vez había captado una breve imagen del Señor del Nexo procedente de la mente de Haplo. No importaba, se dijo él. Así, reconocería a su Señor cuando lo tuviera delante.
    —¿Para qué? ¿Por qué te ha enviado tu Señor?
    —Para inspeccionar, para ver cómo están las cosas.
    —¿Has viajado a los otros mundos?
    Haplo no pudo evitar que aparecieran en su recuerdo las imágenes de Ariano y de Pryan, y tuvo la certeza que desde su mente pasarían a la de Kleitus.
    —Sí.
    —¿Y qué hay en esos otros mundos?
    —Guerras. Caos. Agitación. Lo que cabría esperar, estando bajo el control de los mensch.
    —Bajo el control de los mensch... —Kleitus sonrió de nuevo, esta vez con cortesía, como si Haplo hubiera contado un chiste sin gracia—. Con ello quieres dar a entender, naturalmente, que las gentes de Abarrach, con nuestras guerras y nuestra agitación, no somos mejores que los mensch... —Ladeó la cabeza y contempló a Haplo con los párpados entrecerrados—. Pons me ha comentado que no te gustan los sartán de Abarrach. ¿Qué es lo que dijiste: «Nosotros no matamos a los de nuestra propia raza»?
    La mirada del dinasta se desvió rápidamente al cuerpo del príncipe, que yacía sobre la piedra en la celda de al lado. Después, miró de nuevo a Haplo, quien no tuvo tiempo de borrar de sus labios la risilla sarcástica.
    Kleitus frunció el entrecejo, pálido.
    —¡Tú, el antiguo enemigo, vástago de una raza bárbara y cruel, cuya codicia y ambición llevaron a la destrucción de nuestro mundo, te atreves a juzgarnos! Sí, ya ves que sé quién eres. He estudiado, he encontrado referencias a ti, a tu pueblo, en los textos antiguos.
    Haplo no dijo nada y esperó. El dinasta alzó una ceja.
    —Te lo repito, ¿por qué has venido a nuestro mundo?
    —Y yo te lo repito a ti —el patryn se estaba impacientando, decidido a ir al grano—. Me ha enviado mi Señor. Si quieres preguntarle a él por qué me ha mandado, puedes hacerlo tú mismo. Te llevaré ante él. Precisamente iba a proponerte hacer ese viaje.
    —¿De veras? ¿Me llevarías contigo a través de la Puerta de la Muerte?
    —No sólo eso, sino que te enseñaré a cruzarla en una dirección y en otra. Te presentaré a mi Señor, te enseñaré mi mundo...
    —¿Y qué quieres a cambio? Por lo que he leído de tu pueblo, supongo que no me prestarás todos esos servicios por tu buen corazón.
    —A cambio —respondió Haplo con aplomo—, enseñarás a mi gente el arte de la nigromancia.
    —¡Ah! —La mirada de Kleitus estudió las runas tatuadas en el revés de la mano de Haplo—. El único poder mágico que no poseéis, ¿verdad? Bien, bien.
    Estudiaré la propuesta. Por supuesto, no puedo hacer el viaje ahora, cuando la paz de la ciudad está amenazada. Tendrás que esperar a que resolvamos el asunto entre nuestro pueblo y el de Kairn Telest.
    —No tengo prisa.
    Haplo hizo un gesto de indiferencia. «Seguid matándoos entre vosotros, sartán», sugirió en silencio. Cuantos menos enemigos quedaran vivos para interferir en los planes de su Señor, tanto mejor.
    Kleitus entrecerró los ojos y, por un instante, Haplo creyó haber ido demasiado lejos. No estaba acostumbrado a que le leyeran la mente. El estúpido de Alfred siempre había estado demasiado absorto en sus propias preocupaciones para intentar hurgar en las de Haplo. Tendría que controlarse, se dijo el patryn.
    —En el ínterin —dijo lentamente el dinasta—, espero que no te importará ser nuestro invitado. Lamento que los aposentos no sean más cómodos. Te ofrecería una cámara en palacio, pero ello ocasionaría comentarios y explicaciones. Es mucho mejor que te quedes aquí, seguro y oculto.
    El dinasta empezó a marcharse, se detuvo y dio media vuelta.
    —¡Ah, por cierto!, ese amigo tuyo...
    —Yo no tengo amigos —declaró Haplo concisamente. Había empezado a sentarse, pero se vio obligado a seguir de pie.
    —¿De veras? Me refiero a ese sartán que te salvó la vida. El que destruyó al guardia muerto que se disponía a ejecutarte...
    —Eso fue instinto de autoconservación, Majestad. Soy su único medio de volver a casa.
    —Entonces, no te afectará saber que ese conocido tuyo está confabulado con mis enemigos y, por tanto, ha puesto en peligro su vida.
    Haplo sonrió y tomó asiento en la piedra. «Si pretendes utilizar las amenazas contra Alfred para hacerme hablar, amigo —pensó para sí—, cometes un lamentable error.» —No me afectaría saber que Alfred ha caído de cabeza en .
    Kleitus cerró la celda de un portazo, empleando esta vez las manos y no la magia rúnica. Empezó a alejarse.
    — ¡Ah, por cierto, Majestad! —lo llamó Haplo mientras se rascaba los tatuajes del brazo. Bastaban dos para jugar aquella partida.
    El dinasta no hizo caso de la llamada y continuó alejándose.
    —He oído mencionar algo acerca de una profecía... —Haplo hizo una pausa y dejó la frase colgando en el aire helado y rancio de las catacumbas.
    Kleitus se detuvo. Se había cubierto con la capucha y, cuando volvió la cabeza, su rostro quedó en las sombras. Su voz, pese a su esfuerzo por mantenerla fría y neutra, tenía un tono cortante como el filo del acero.
    —¿Y bien? ¿Qué sucede con ello?
    —Tenía curiosidad por saber de qué se trata. Pensaba que tal vez Su Majestad sabría contarme.
    El dinasta soltó una seca risilla.
    —Podría pasarme el resto del período de vigilia relatándote profecías, patryn, y aún quedarían para las horas de reposo.
    —¿Tantas ha habido? —se asombró Haplo.
    —Sí, tantas. Y la mayoría de ellas no son sino lo que cabía esperar: desvaríos de viejos o de alguna virgen marchita en pleno trance. ¿A qué viene tu interés? — La voz sondeó en Haplo.
    «Así que tantas, ¿eh?», pensó el patryn. La profecía, había dicho Jara, y todo el mundo había sabido —o había dado la impresión de saber— exactamente a qué se refería. «¿Por qué no me lo quieres decir, astuto engendro del dragón? ¿Acaso he dado demasiado cerca del blanco?» —Pensaba que tal vez alguna pudiera referirse a mi Señor —se arriesgó a responder. No sabía muy bien qué esperaba conseguir con aquel disparo, realizado absolutamente a ciegas. Pero, si pretendía hacer sangre, dio toda la impresión de fallar su objetivo. Kleitus no dio ningún respingo; ni siquiera parpadeó. No hizo ningún comentario, sino que dio media vuelta, como si estuviera harto del diálogo, y reemprendió la marcha por el angosto pasadizo.
    Haplo aguzó el oído y escuchó al dinasta saludar a Pons con la misma voz aburrida e indiferente. El eco de las voces desapareció poco a poco en la distancia y el patryn quedó solo, con los muertos por única compañía.
    Al menos, los muertos eran un grupo silencioso..., salvo aquellos incesantes suspiros, o gemidos, o lo que fuera aquel zumbido que sonaba en sus oídos.
    Se tumbó en la cama de piedra para reflexionar sobre su conversación con el dinasta, repasando una por una las palabras pronunciadas y las que habían quedado sin decir. El patryn llegó a la conclusión de que había salido con ventaja de aquella primera confrontación de voluntades. Kleitus estaba ansioso por abandonar aquel pedazo de roca, eso era evidente. Quería visitar otros mundos.
    Quería gobernar otros mundos. Esto último también era evidente.
    —Si existiera realmente una cosa como el alma, como creían los antiguos, ese tipo la vendería por poder hacer el viaje —comentó Haplo a los cadáveres—. Pero, en lugar del alma, me venderá su nigromancia. ¡Con los muertos combatiendo para él, mi Señor forjará su propia profecía!
    Volvió la vista hacia la silueta inmóvil tendida en la celda contigua.
    —No te preocupes, Alteza —murmuró el patryn—. Tendrás tu venganza.
    —Ese astuto diablo miente, desde luego —explicó el dinasta a Pons cuando los dos sartán estuvieron de nuevo a solas en la biblioteca—. ¡Quiere hacernos creer que los mensch dominan los otros mundos! ¡Como si los mensch fueran capaces de dominar algo!
    —Pero Su Majestad ha visto...
    —¡He visto lo que él ha querido que viera! Ese Haplo y su compañero son espías enviados con el fin de descubrir nuestras debilidades y averiguar nuestros puntos fuertes. Es su amo quien gobierna. —Kleitus hizo una pausa, recordando el diálogo con Haplo. Después, asintió con la cabeza lentamente—. Lo he visto, Pons, y es un enemigo a tener en cuenta. Un viejo hechicero de extraordinarios conocimientos, de gran disciplina y fuerza de voluntad.
    —¿Os ha bastado con una visión para sacar esas conclusiones, señor?
    —¡No seas idiota, Pons! Lo he visto a través de los ojos de su secuaz. Ese Haplo es peligroso, inteligente y experto en sus artes mágicas, por bárbaras que sean. Y, sin embargo, respeta y venera a ese individuo al que llama «su Señor». ¡Un hombre con los poderes de ese Haplo no se entregaría en cuerpo y alma a alguien inferior, o tan siquiera igual a él! Ese «Señor» será un enemigo de cuidado.
    —Pero si tiene mundos a su mando, señor...
    —Nosotros tenemos a los muertos, canciller. Y reconocemos el arte de resucitar a los muertos. Él, no. Su espía lo ha reconocido. Y pretende persuadirme a hacer un trato.
    —¿Un trato, Majestad?
    —El nos conduce a la Puerta de la Muerte y nosotros lo instruimos en el conocimiento de la nigromancia. —Kleitus sonrió con los labios apretados como dos finas líneas, en una mueca desprovista de humor—. Le he hecho creer que estudiaré su propuesta. Y ha traído a la conversación el tema de la profecía, Pons.
    —¿De veras? —El canciller lo miró, boquiabierto.
    —Bueno, finge que no sabe nada de ella. Incluso me ha pedido que se la recitara, pero estoy convencido de que conoce la verdad, Pons. ¿Comprendes lo que eso significa?
    —No estoy seguro, señor. —El canciller actuaba con su habitual cautela, no queriendo parecer demasiado estúpido—. El extranjero estaba inconsciente cuando la duquesa Jera mencionó esa profecía...
    —¡Inconsciente! —replicó Kleitus con una risa despectiva—. ¡Estaba tan inconsciente como cualquiera de nosotros! Haplo es un hechicero poderoso, Pons.
    Si quiere, puede salir de esa celda en cualquier momento. Por suerte, cree tener controlada la situación.
    »No, Pons, todo ese episodio de su captura fue puro teatro. He estado estudiando su magia, ¿sabes? —Kleitus levantó una ficha rúnica y la sostuvo a la luz de las lámparas—. Y creo que empiezo a entender cómo funciona. Si esos antepasados nuestros, orondos y complacientes, se hubieran tomado la molestia de investigar más acerca de sus enemigos, tal vez habríamos podido escapar al desastre. Pero ¿qué es lo que hicieron, en su vanidad? ¡Convertir sus conocimientos en un juego de salón! ¡Bah!
    El dinasta, en un inusual acceso de ira, derribó las fichas del tablero arrojándolas al suelo. Luego, se puso en pie y empezó a deambular por la estancia.
    —¿Y la profecía, Majestad?
    —Gracias, Pons. Siempre sabes recordarme lo realmente importante. Y el hecho de que ese Haplo haya mencionado la profecía tiene una importancia monumental.
    —Perdonad, Majestad, pero no veo qué...
    — ¡Pons! —Kleitus se detuvo frente a su ministro—. ¡Piensa! Un extranjero llega aquí a través de la Puerta de la Muerte y habla de la profecía. ¡Eso significa que es conocida más allá de nuestro mundo!
    Al canciller se le iluminó el rostro, borrando su expresión de perplejidad.
    —¡Majestad! —exclamó.
    —Ese «Señor» patryn nos teme —añadió el dinasta en voz baja y la mirada perdida muy lejos, en unos mundos que sólo había visto en su mente—. Con nuestra nigromancia, nos hemos convertido en los sartán más poderosos que han existido nunca. Por eso ha enviado a sus espías: para descubrir nuestros secretos y perturbar nuestro mundo. Lo veo aguardando el regreso de sus agentes. ¡Pues su espera será en vano!
    —¿Espías, en plural? Supongo que Su Majestad se refiere al otro individuo, al sartán que destruyó al muerto... ¿Puedo recordaros con todo respeto, señor, que ese hombre es un sartán? Es uno de nosotros...
    —¿Lo es? ¿Y destruye a nuestros muertos? No, Pons. Si de verdad es un sartán, ha de ser uno que se haya pasado al enemigo. Es probable que, a lo largo de los siglos, los patryn hayan corrompido a nuestra raza. Pero a nosotros no nos harán lo mismo. Es preciso que capturemos a ese sartán. Tenemos que averiguar cómo realizó ese hechizo.
    —Como ya expliqué, señor, no empleó ninguna estructura rúnica de las que yo conozco...
    —Pero tus conocimientos son limitados, Pons. Tú no eres nigromante.
    —Es cierto, señor.
    Pons reconoció esta carencia con toda humildad. El campo en el cual era experto el canciller, el que conocía a fondo y en el cual mostraba aplomo y confianza, era otro muy concreto: cómo hacerse indispensable para su señor.
    —Esta magia del sartán podría resultar una amenaza significativa. Es preciso que averigüemos qué le hizo al cadáver para acabar con su «vida».
    —Desde luego, señor. Pero si está con el conde, capturarlo será una empresa difícil...
    —Por eso, precisamente, no vamos a intentarlo. Ni siquiera será necesario «capturarlo». El joven duque y la duquesa vendrán al rescate del príncipe, ¿verdad?
    —Según Tomás, ésos son sus planes.
    —Entonces, ese sartán querrá acompañarlos.
    —¿Para rescatar al príncipe? ¿Qué interés puede tener en ello?
    —No, Pons. A quien vendrá a rescatar es a su amigo, el patryn... El cual, para entonces, estará agonizando.
    CAPÍTULO 29
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Durante el ciclo siguiente, los conspiradores planificaron su traslado a la ciudad, a la casa de Tomás. No tendrían dificultades para colarse en Necrópolis aprovechando el período de descanso del dinasta. La ciudad sólo tenía una puerta, cuyos guardianes eran cadáveres. Sin embargo, al tratarse de una red de túneles y cavernas, Necrópolis tenía un número considerable de otros accesos y salidas, demasiado numerosos para que se pudieran apostar centinelas en todos ellos, sobre todo porque, por lo general, no existían enemigos de quienes protegerse.
    —Pero ahora existe un enemigo —dijo Jera—. Tal vez el dinasta haya dado orden de que se obstruyan los «agujeros de rata».
    No obstante, Tomás se mostró confiado en que el dinasta no hubiera ordenado tal cosa pues, al fin y al cabo, el enemigo estaba al otro lado del mar de Fuego. Jera mantuvo sus reticencias, pero Jonathan le recordó que su amigo Tomás gozaba de la consideración del dinasta y tenía un conocimiento muy profundo de la manera de pensar de Su Majestad. Por fin, todos estuvieron de acuerdo en introducirse clandestinamente en la ciudad a través de algún agujero de rata. Quedaba por resolver qué harían con el perro.
    —Podríamos dejarlo aquí —sugirió Jera, observando al animal con aire pensativo.
    —Me temo que no se quedaría —respondió Alfred.—Tiene razón —dijo Jonathan a su esposa en voz baja—. ¡A ese perro no lo detiene ni siquiera la muerte!
    —Pero no podemos permitir que lo vean. En Necrópolis no es probable que nadie se fije en nosotros, pero puede suceder que algún ciudadano consciente informe al instante de la presencia de un animal en las calles.
    Alfred podría haberles dicho que no debían preocuparse. El perro podía ser arrojado a todas las charcas de barro hirviente que quisieran, podía ser arrastrado por todos los guardias del mundo o encerrado en mil y una jaulas y, mientras Haplo viviera, el animal reaparecería tarde o temprano. Pero no encontró la manera más adecuada de expresar sus pensamientos en palabras, por lo que la conversación continuó hasta que llegaron a una conclusión: la solución más obvia era dejarlos a ambos, a él y al perro, en la mansión.
    El viejo conde se mostró favorable a ello.
    —¡He visto cadáveres que llevan diez lustros muertos y se mueven con menos probabilidades de hacerse pedazos! —aseguró a su hija con gesto irritado.
    Momentos antes, Alfred había rodado por una escalera y había estado a punto de romperse el cuello.
    —Estarás mucho más seguro aquí, Alfred —aseguró la duquesa—. No es que llevarnos de Necrópolis al príncipe sea demasiado peligroso, pero aun así...
    —Iré con vosotros —insistió Alfred, terco. Para su sorpresa, encontró a un ardoroso valedor en Tomás.
    —Estoy de acuerdo contigo —declaró el joven con entusiasmo—.
    Decididamente, deberías acompañarnos.
    Tomás llevó aparte ajera y le cuchicheó algo. Los ojos astutos de la mujer estudiaron con detenimiento a Alfred, para incomodidad de éste.
    —Sí, quizá tengas razón.
    Jera sostuvo una charla con su padre. Alfred prestó atención y captó algunos fragmentos del diálogo.
    —No deberíamos dejarlo aquí (...) por si acaso las tropas del dinasta (...)
    recuerda lo que te conté que vi (...) la muerte del muerto (...).
    —¡Está bien! —exclamó el anciano con desagrado—. Pero no sueñes con llevarlo con nosotros a palacio. ¡Seguro que tropezaría con algo y eso sería fatal para todos!
    —No, no —lo tranquilizó Jera—. Pero ¿qué hacemos con el perro? —insistió con un suspiro.
    Finalmente, decidieron correr el riesgo de llevarlo con ellos. Como apuntó Tomás, iban a entrar en la ciudad durante el período de descanso y serían muy escasas las probabilidades de que tropezaran con algún ciudadano vivo que se tomara la molestia de presentar una protesta por la presencia de un animal.
    Viajaron por los caminos secundarios de las Antiguas Provincias y llegaron a Necrópolis en pleno período de reposo. El camino principal que conducía a la ciudad estaba desierto. La muralla se alzaba oscura y silenciosa. Las lámparas de gas estaban apagadas y la única luz era el leve resplandor rojizo de lejano mar de Fuego. Tras desmontar del carruaje, siguieron a Tomás hasta lo que parecía una madriguera bajo la pared de la caverna. Toda la ciudad conocía la existencia de los agujeros de rata, como los llamaban, y sus habitantes los utilizaban porque eran preferibles al acceso por la puerta principal y al tráfico congestionado de los túneles.
    —¿Cómo piensa el dinasta defender esas entradas contra un ejército invasor?
    —susurró Jera mientras agachaba la cabeza para no golpearse con el techo húmedo y brillante de la oquedad.
    —Seguro que él debe de hacerse la misma pregunta —respondió Tomás con una leve sonrisa—. Tal vez por eso se ha encerrado en sus aposentos con los mapas y los consejeros militares.
    —Pero también es posible que no sienta la menor preocupación —intervino Jonathan mientras ayudaba por enésima vez a Alfred a ponerse en pie—.
    Necrópolis no ha caído nunca ante un asalto.
    —Es este suelo resbaladizo... —murmuró Alfred en tono de disculpa, encogiéndose ante la mirada de irritación del viejo conde—. ¿De veras habéis librado tantas guerras entre vosotros?
    —¡Oh, sí! —respondió Jonathan con toda tranquilidad, como si estuvieran hablando de partidas de fichas rúnicas—. Si te interesa el tema, ya te hablaré de eso más tarde. Ahora, supongo que será mejor si bajamos la voz. ¿Por dónde, Tomás? Aquí abajo me confundo fácilmente.
    Tomás indicó una dirección y el grupo se adentró en un laberinto de túneles a oscuras, que se entrecruzaban de tal modo que Alfred no tardó en sentirse completamente perdido y confuso. Cuando miró a su alrededor, vio trotar tras ellos al perro.
    Las primeras calles, las más próximas a la muralla, estaban vacías. Estrechas y lúgubres, serpenteaban entre un barrio desordenado de casas y pequeñas tiendas desvencijadas, construidas con bloques de piedra negra o excavadas en las formaciones de lava.
    A aquellas horas del período de reposo del dinasta, las tiendas estaban cerradas y las casas, a oscuras. Muchas de éstas parecían desiertas, abandonadas a su suerte. Las puertas colgaban de las bisagras en ángulos extraños y las calles estaban sembradas de harapos y de fragmentos de hueso. El olor a descomposición resultaba allí inusualmente intenso. Alfred, movido por la curiosidad, se asomó por una ventana rota.
    Un pálido rostro cadavérico lo miró desde la oscuridad. Unas cuencas vacías contemplaron la calle sin verla. Alarmado, Alfred retrocedió trastabillando y estuvo a punto de derribar a Jonathan.
    —¡Vamos, sostente! —protestó el duque, recuperando el equilibrio y ayudando a Alfred a hacer lo propio—. Reconozco que es una vista deprimente. Esta parte de la ciudad fue en otro tiempo muy bonita, o así nos cuentan los códices antiguos.
    Entonces, este barrio albergaba a la clase trabajadora de Necrópolis: soldados, constructores, tenderos y nigromantes y conservadores de bajo rango. —Tras una mirada de advertencia de su esposa, bajó la voz y añadió—: Supongo que se puede decir que aún viven aquí, pero la mayoría de ellos lo hace como cadáveres.
    Aquellas calles vacías con sus casas como tumbas resultaban tan deprimentes que Alfred suspiró de alivio cuando salieron a un túnel más amplio y vieron por fin a algún transeúnte. Entonces recordó el peligro de que se fijaran en el perro y, pese a los susurros de Jera asegurándole que todo iba bien, Alfred continuó su avance con aire nervioso, siempre pegado a la pared y evitando los charcos de luz mortecina de las lámparas siseantes. El perro lo siguió casi pegado a los talones, como si entendiera la situación y colaborara voluntariamente.
    Los transeúntes pasaban junto al grupo sin mirarlos, como si no advirtieran siquiera su presencia. Poco a poco, Alfred se dio cuenta de que toda aquella gente eran cadáveres. Los muertos recorrían las calles de Necrópolis durante las horas de descanso de los vivos.
    La mayoría de los cadáveres caminaba con decisión, claramente concentrada en alguna tarea encomendada por los vivos antes de acostarse. Sin embargo, aquí y allá, .topaban con algún muerto que vagaba sin rumbo o que realizaba algún trabajo que habría debido llevar a cabo durante el período de vigilia. Los nigromantes rondaban Necrópolis haciéndose cargo de los muertos que se despistaban, que olvidaban su tarea o que se convertían en una molestia. El grupo de Alfred tuvo buen cuidado de ocultarse de dichos nigromantes, resguardándose en las sombras de los portales hasta que los hechiceros de negras túnicas se alejaban.
    Necrópolis estaba construida en una serie de semicírculos en cuyo centro se alzaba la fortaleza. En los primeros tiempos, dentro de esta fortaleza habitaba una pequeña población de mensch y sartán pero, cuando creció el número de los que acudían a instalarse permanentemente en la ciudad, la población no tardó en extenderse más allá de las murallas y empezaron a edificarse casas a la sombra de su protección.
    En los tiempos más prósperos de Necrópolis, el entonces dinasta, Kleitus III, convirtió la fortaleza en su castillo. La nobleza habitaba en espléndidas casas situadas cerca del castillo y el resto de la población se extendía en torno a ellas, en orden de rango y riqueza.
    La casa de Tomás se hallaba a medio camino entre las casas pobres de la muralla exterior de la ciudad y las mansiones de los ricos, próximas a los muros del castillo. Deprimido y fatigado tras el recorrido, Alfred se alegró muchísimo de escapar de la atmósfera lóbrega y húmeda de las calles y entrar en unas estancias cálidas y bien iluminadas.
    Tomás se excusó ante los duques y el conde por la modestia de su casa, la cual, como la mayoría de las viviendas de la caverna, estaba diseñada para ganar espacio.
    —Mi padre era un noble menor. Me dejó el derecho a acceder a la corte como los demás nobles, a la espera de una sonrisa de Su Majestad, y poco más —explicó Tomás con un deje de amargura—. Ahora, sigue acudiendo a la corte con los demás muertos. Yo también lo hago, con los vivos. Hay pocas diferencias entre los dos.
    —Todo eso cambiará pronto —aseguró el conde, frotándose las manos—. La rebelión se acerca.
    —La rebelión se acerca —repitieron los demás en una especie de reverente letanía.
    Alfred emitió un débil suspiro, se dejó caer en una silla y se preguntó qué hacer a continuación. El perro se enroscó a sus pies. El sartán se sentía confuso, incapaz de pensar o reaccionar por propia iniciativa. No era un hombre de acción, como Haplo.
    «Los acontecimientos me mueven a mí y no al contrario», reflexionó Alfred con tristeza. Se suponía que debía hacer algo para poner fin a la práctica de las artes nigrománticas, prohibidas durante tanto tiempo. Pero ¿qué? Estaba solo en ese empeño, y no era un hombre muy fuerte ni muy astuto para un asunto como aquél.
    El único pensamiento que llenó su mente, su única aspiración, era huir de aquel mundo horrible, escapar, desaparecer, olvidarlo y no volver a pensar nunca más en él.
    —Disculpa, amigo —dijo el duque, acercándose a él y dándole una afectuosa palmadita en la rodilla.
    Alfred dio un respingo y levantó la vista, asustado.
    —¿Te encuentras bien? —inquirió Jonathan, preocupado.
    Alfred asintió, hizo un vago gesto con la mano y murmuró algo sobre lo fatigoso del trayecto.
    —Antes has mencionado que te interesaba la historia de nuestras guerras. Mi esposa y el conde están planificando con Tomás la estrategia para hacernos con el cuerpo del príncipe. A mí me han echado. —Jonathan se encogió de hombros con una sonrisa—. Sencillamente, no tengo dotes para las intrigas. Mi función es entretenerte, pero, si estás demasiado cansado y prefieres retirarte, Tomás te enseñará tu habitación...
    —No, no. —Si algo no quería Alfred era quedarse a solas con sus pensamientos—. Por favor, me encantará escuchar historias de..., de guerras. — Tuvo que esforzarse para hacer pasar la palabra por el nudo que sentía en la garganta.
    —Sólo puedo hablarte de las que se libraron aquí. —El duque acercó una silla y se puso cómodo—. ¿Té? ¿Unas galletas? ¿No tienes hambre? Bien, veamos por dónde empiezo. Al principio, Necrópolis era una población pequeña; era, sobre todo, un lugar donde aguardaba la gente hasta poder trasladarse a otras partes de Abarrach. Sin embargo, al cabo de un tiempo, los sartán y los mensch (entonces había mensch aquí) empezaron a considerar que la vida era bastante buena en la ciudad y que no era preciso marcharse. Necrópolis creció entonces rápidamente.
    Se empezó a cultivar la tierra fértil y las cosechas prosperaron. Por desgracia, no sucedió lo mismo con los mensch.
    Jonathan hablaba con una ligereza y despreocupación que Alfred encontró desconcertante.
    —No parece que eso te preocupe gran cosa —apuntó en un tono de suave rechazo—. Pero se suponía que los sartán tenían que proteger a las razas más débiles.
    —Sí, creo que nuestros antepasados se preocuparon mucho, al principio — respondió Jonathan en actitud defensiva—. Se sintieron abrumados, incluso. Pero, en realidad, no fue culpa suya. La ayuda que les prometieron que recibirían de otros mundos no llegó nunca y la magia necesaria para mantener con vida a los mensch en este mundo hostil resultó, sencillamente, excesiva. Nuestros antepasados no pudieron proporcionársela. No estaba en su mano evitar su extinción y, con el tiempo, dejaron de echarse la culpa. La mayoría de sus descendientes acabó por creer que la era de la Agonía de los Mensch fue un suceso inevitable, necesario.
    Alfred no dijo nada y sacudió la cabeza, abatido.
    —Fue en esa época, posiblemente como reacción a lo sucedido —continuó Jonathan—, cuando se iniciaron los estudios sobre las artes nigrománticas.
    —Las artes prohibidas —lo corrigió Alfred, pero en una voz tan baja que el duque no lo oyó.
    —Cuando ya no tuvieron que dedicar energías a mantener a los mensch, nuestros antepasados descubrieron que podían vivir bastante bien en este mundo.
    Inventaron naves de hierro para cruzar , fundaron colonias sartán por todo Abarrach y establecieron rutas comerciales. Así nació el reino de Kairn Necros. Y, conforme progresaban, lo hacía también el arte de la nigromancia.
    Hasta que, pronto, los vivos vivían de los muertos.
    Sí. Alfred fue viendo en imágenes lo que Jonathan le contaba.
    La vida en Abarrach era satisfactoria. Y la muerte tampoco estaba mal. Pero entonces, justo cuando todo parecía ir tan bien (dejando aparte el asunto de los mensch, que, de todos modos, ya había caído en un olvido casi total), las cosas empezaron a torcerse terriblemente.
    y todos los lagos y ríos y océanos de magma empezaron a enfriarse y a encogerse. Reinos que hasta entonces habían sido vecinos comerciales se convirtieron en acérrimos enemigos que acaparaban sus preciosos suministros de comida y combatían por los colosos portadores de vida. Entonces se libraron las primeras guerras.
    —Supongo que sería más correcto llamarlas escaramuzas o altercados, y no guerras. Estas —continuó Jonathan en tono más serio y solemne— llegarían más tarde. Según parece, nuestros antepasados no tenían una idea demasiado clara de cómo se hacía una guerra.
    —¡Por supuesto que no! —respondió Alfred con gesto grave—. Los sartán aborrecemos la violencia. Somos los pacificadores. ¡Promovemos la paz!
    —Vosotros os podéis permitir ese lujo —apostilló Jonathan sin alzar la voz—.
    Nosotros, no.
    Alfred enmudeció, desconcertado por el comentario del joven duque. ¿Acaso la paz era un lujo sólo al alcance de un mundo rico y bien abastecido? Recordó al pueblo del príncipe Edmund, harapiento, helado y hambriento, viendo morir a sus ancianos y a sus niños mientras en el interior de la ciudad había comida y calor.
    ¿Qué habría hecho él en su lugar? ¿Se limitaría a ver morir a sus hijos, a dejarse morir mansamente? ¿O lucharía? Alfred se movió en su asiento, repentinamente incómodo.
    «Ya sé lo que haría —se dijo—. ¡Me desmayaría!» —Con el paso del tiempo, nuestro pueblo se hizo más amante de la guerra — Jonathan dio un sorbo a la taza de té de hierba de kairn—. Los jóvenes empezaron a entrenarse como soldados y se organizaron ejércitos. Al principio intentaron combatir empleando como arma la magia, pero ésta consumía demasiadas energías que eran necesarias para la supervivencia, de modo que estudiaron el antiguo arte de fabricar armas. Las espadas y las lanzas son mucho más toscas que la magia, pero son eficaces. Las escaramuzas se convirtieron en batallas e, inevitablemente, condujeron a la gran guerra de hace aproximadamente un siglo:
    la Guerra del Abandono.
    »Una poderosa hechicera llamada Bethel afirmó haber descubierto la manera de salir de este mundo. Anunció que tenía intención de marcharse y que se llevaría a todo el que quisiera ir con ella. Consiguió muchos seguidores y, si se hubieran marchado todos, la población del reino, que ya disminuía rápidamente de manera natural, habría quedado diezmada. Eso, por no hablar del temor que sentía todo el mundo a lo que pudiera suceder si la «Puerta», como ella la llamaba, se abría.
    ¿Quién sabía qué fuerza terrible podía entrar por ella y adueñarse de Abarrach?
    »El dinasta de Kairn Necros, Kleitus VII, prohibió que Bethel y sus seguidores se marcharan. La hechicera se negó a acatar la orden y condujo a los suyos a través d hasta el Pilar de Zembar, disponiéndose a abandonar el mundo. Las batallas entre las dos facciones se prolongaron intermitentemente durante años, hasta que Bethel fue traicionada y capturada. Luego, mientras la trasladaban por , escapó a sus captores y se arrojó al magma para impedir que su cadáver fuera resucitado. Antes de saltar del barco, proclamó a gritos lo que luego se conocería como la Profecía de la Puerta.
    Alfred imaginó a la mujer de pie sobre la proa de la nave, gritando desafiante.
    La imaginó arrojándose al océano incandescente. Perdió el hilo de la narración de Jonathan y sólo volvió a cogerlo cuando, de pronto, el joven bajó la voz.
    —Fue durante esa guerra cuando se formaron los primeros ejércitos de muertos para enfrentarlos entre sí. De hecho, se dice que algunos comandantes llegaron a ordenar la muerte de sus propios soldados vivos para proveerse de unidades de cadáveres...
    Alfred alzó la cabeza con gesto alterado.
    —¿Qué me estás contando? ¡Dar muerte a sus propios jóvenes! ¡Sartán bendito! ¿A qué negras simas hemos caído? —Estaba pálido, tembloroso—. ¡No, no te acerques! —Alzó la mano en gesto de advertencia y se incorporó de la silla, aturdido —. ¡Tengo que salir de aquí! ¡Tengo que marcharme!
    Por su actitud frenética, pareció que se refería a salir corriendo de la casa en aquel mismo instante.
    —Jonathan, ¿qué le has dicho para trastornarlo de esta manera? —preguntó Jera, entrando en la habitación con Tomás—. Querido Alfred, por favor, toma asiento y tranquilízate.
    —Sólo le estaba contando esa vieja historia de los generales que mataban a sus hombres durante la guerra...
    —¡Oh, Jonathan! —Jera movió la cabeza en ademán de reproche—. Pues claro que puedes irte, Alfred. Cuando tú quieras. ¡No eres nuestro prisionero!
    «¡Sí que lo soy! —se dijo Alfred con un gemido inaudible—. ¡Soy un prisionero de mi propia ineptitud! ¡He llegado aquí a través de la Puerta de la Muerte por pura casualidad!
    ¡Yo solo nunca tendré el valor ni los conocimientos necesarios para regresar!» —Piensa en tu amigo —añadió Tomás en tono consolador, mientras servía una taza de té—. No querrás abandonarlo a su suerte, ¿verdad?
    —Lo siento... —Alfred se dejó caer de nuevo en la silla—. Perdonadme.
    Estoy..., estoy cansado, eso es todo. Muy cansado. Creo que iré a acostarme.
    Vamos, muchacho.
    Posó una mano temblorosa en la cabeza del animal. Este alzó los ojos hacia él, soltó un gañido y meneó lentamente la cola, barriendo el suelo, pero no se incorporó.
    El gañido tenía un tono extraño, un matiz que Alfred no le había oído nunca.
    Al advertirlo, observó con más atención al perro; éste intentó levantar la cabeza y volvió a hundirla entre las patas como si no tuviera fuerzas. De todos modos, el movimiento de la cola se aceleró ligeramente para indicar que agradecía la preocupación del sartán.
    —¿Sucede algo malo? —inquirió Jera, mirando al can—. ¿Crees que el perro está enfermo?
    —No estoy seguro. Me temo que no sé mucho de animales —murmuró Alfred, notando un nudo de temor en el estómago.
    Había una cosa que sí sabía de aquel perro. O, al menos, la sospechaba. Y, si su sospecha era cierta, lo que le sucedía al animal indicaba que algo le sucedía a su amo.
    CAPÍTULO 30
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    El estado del perro empeoró gradualmente. Al iniciarse el ciclo siguiente, no podía moverse en absoluto y yacía de costado en el suelo; tenía la respiración entrecortada y sus flancos se hinchaban y se comprimían con penoso esfuerzo. El animal rechazó todos los intentos de alimentarlo y de darle agua.
    Aunque todos los ocupantes de la casa sentían lástima por el perro, Alfred era el único que daba muestras de preocupación ante sus sufrimientos. Los demás estaban concentrados en la expedición al castillo para rescatar el cadáver del príncipe. Terminaron de trazar sus planes después de discutirlos y considerarlos desde todos los puntos de vista, buscando posibles fallos. No encontraron ninguno.
    —Va a ser casi ridículamente fácil —dijo Jera durante el desayuno.
    —Disculpad que intervenga —apuntó Alfred con voz tímida—, pero he pasado algún tiempo en la corte de..., hum... En fin, del mundo del cual procedo. Allí las mazmorras del rey Stephen estaban protegidas por una numerosa guardia. ¿Cómo pensáis...?
    —No vas a participar en esto —lo cortó el conde con aspereza—. No te entrometas.
    Pero tal vez sí terminaría participando, se dijo Alfred. Su mirada se posó de nuevo en el perro enfermo. Sin embargo, no hizo más comentarios y prefirió esperar hasta que tuviera más datos.—No seas tan arisco, mi respetado conde — dijo Jonathan con una carcajada—. Todos confiamos en Alfred, ¿verdad?
    Un pesado silencio se extendió sobre el grupo y un leve sonrojo bañó las mejillas de Jera. La duquesa se volvió involuntariamente hacia Tomás y éste sostuvo su mirada, movió la cabeza en un leve gesto de negativa y bajó la vista al plato. El conde soltó un nuevo bufido. Jonathan los miró uno por uno con perplejidad.
    —¡Oh, vamos...! —empezó a decir.
    —¿Más té, Alfred? —lo interrumpió Jera, al tiempo que levantaba la tetera de barro y la sostenía sobre la taza de éste.
    —No, gracias, duquesa.
    Nadie dijo una palabra más. Jonathan iba a añadir algo, pero lo detuvo una mirada de su esposa. Los únicos sonidos de la estancia eran la fatigosa respiración del perro y el esporádico tintineo de los cubiertos o de la vajilla de gres. Todos parecieron enormemente aliviados cuando Tomás se levantó de la mesa.
    —Si me disculpáis, señoría —hizo una reverencia ajera—, es hora de que aparezca en la corte. Aunque soy un personaje que carece de importancia — añadió, con una sonrisa de modestia—, este ciclo, más que cualquier otro, no debo hacer nada que atraiga la atención sobre mí. Debo ser visto en mi lugar habitual a la hora de costumbre.
    Alfred se mantuvo al margen del grupo, observando a los conspiradores, hasta que cada cual se dirigió a cumplir con su tarea. Tomás quedó solo en la planta baja del edificio y se encaminó a la puerta. Antes de que llegara a ésta, Alfred emergió de un rincón sombrío y agarró al cortesano por la manga de la túnica.
    Tomás dio un respingo y volvió la vista con las facciones muy pálidas y ojos de susto.
    —Perdona —dijo Alfred, sorprendido ante la reacción—. No pretendía asustarte.
    Al ver quién lo agarraba, Tomás torció el gesto.
    —¿Qué quieres? —inquirió con impaciencia, desasiéndose del contacto de Alfred—. Voy con retraso...
    —¿Sería posible..., podrías hablar con tu amigo de las mazmorras y enterarte del..., del estado de mi amigo?
    —Ya lo he contado antes. Está vivo, tal como tú has dicho —respondió Tomás—. Es lo único que sé.
    —Pero podrías enterarte de..., de cómo está hoy —insistió Alfred, algo sorprendido de su propia temeridad—. Tengo la sensación de que ha caído enfermo. Gravemente enfermo.
    —¿Por lo que le sucede al perro?
    —Por favor...
    —¡Ah!, está bien. Haré lo que pueda, pero no te prometo nada. Y, ahora, tengo que irme.
    —Gracias. Eso era lo único que...
    Pero Tomás ya se había marchado, dejando atrás la casa y sumándose a la muchedumbre de vivos y muertos que poblaba las calles de Necrópolis.
    Alfred tomó asiento junto al perro y acarició su piel suave con una mano tranquilizadora. El animal estaba sumamente grave.
    Horas después, Tomás regresó. Era casi la hora de la cena del dinasta, momento en que los cortesanos menos afortunados, aquellos que no estaban invitados al comedor de Su Majestad, dejaban el palacio para buscarse su propio alimento.
    —Bien, ¿qué noticias traes? —le preguntó Jera—. ¿Todo va bien?
    —Todo está en orden —asintió Tomás con expresión grave—. Su Majestad resucitará al príncipe durante la hora de amortiguar las lámparas. —¿Y tenemos permiso para ver a la Reina Madre?
    —La Reina ha tenido un gran placer en conceder el permiso personalmente.
    Jera se volvió a su padre con un gesto de asentimiento.
    —Todo está preparado. De todos modos, me pregunto si no deberíamos...
    Tomás dirigió una mirada significativa hacia Alfred y la duquesa calló.
    —Disculpad —murmuró Alfred, incorporándose con movimientos rígidos—.
    Os dejaré solos...
    —No, espera. —Tomás levantó la mano y su expresión se hizo aún más seria—. Tengo noticias para ti, y me temo que esto afecta también a todos nosotros y a nuestros planes. He hablado con mi amigo, el conservador del turno de descanso, antes de que terminara el servicio hace unas horas. Lamento tener que confirmar que tus temores eran fundados, Alfred. Se rumorea que tu amigo está agonizando.
    Veneno.
    Haplo lo supo tan pronto como los calambres le retorcieron las tripas. Supo que aquélla era la causa de las náuseas que lo atenazaban. Lo supo, pero se negó a aceptarlo. ¡Aquello no tenía sentido! ¿Por qué?
    Debilitado por los vómitos, permaneció tendido en la cama de piedra, encogido por el terrible dolor que le laceraba las entrañas con cuchillos de fuego.
    Se sentía reseco, atormentado por la sed. La conservadora del turno de vigilia le ofreció agua y Haplo tuvo las fuerzas justas para recoger el cuenco, pero el recipiente le resbaló de las manos y se estrelló en el suelo de roca. La nigromante se retiró a toda prisa. El agua se escurrió con rapidez en las grietas del suelo.
    Haplo se dejó caer de nuevo en la cama, observó cómo desaparecía y volvió a preguntarse por qué.
    Intentó curarse con su magia, pero sus esfuerzos resultaron estériles; estaba demasiado débil y, al final, se dio por vencido. Desde el primer momento, había sabido que la magia curativa no daría resultado. Una mente astuta y sutil, una mente sartán, había tramado su muerte. El veneno era poderoso y actuaba por igual sobre su cuerpo y sobre su magia. El complejo círculo de runas interconectadas que constituía su esencia vital estaba desmoronándose y no podía reconstruirlo. Era como si los bordes de las runas estuvieran desapareciendo, y ya no pudieran unirse unas con otras. ¿Por qué?
    —¿Por qué?
    Haplo, perplejo, tardó un momento en darse cuenta de que su pregunta acababa de ser repetida en voz alta. Incorporó la cabeza. Cada uno de sus movimientos estaba cargado de dolor y le costaba una voluntad y un esfuerzo extraordinarios. Sus ojos, velados por la sombra de la muerte, apenas distinguieron la figura del dinasta en el marco de la puerta.
    —¿Por qué, qué? —insistió Kleitus sin alzar la voz.
    —¿Por qué... matarme? —logró articular Haplo. Jadeante, entre arcadas, se dobló por la cintura apretándose el vientre. El sudor le resbaló por el rostro y contuvo un grito de agonía.
    —¡Ah!, veo que entiendes lo que te sucede. Doloroso, ¿verdad? Lo lamento, pero necesitaba un veneno de efecto lento y no he tenido mucho tiempo para dedicarme a estudiarlo. Lo que he improvisado es tosco, pero eficaz. ¿Te está matando, verdad?
    Lo preguntó como si fuera un profesor inquiriendo a un alumno si su experimento de alquimia se desarrollaba satisfactoriamente.
    —¡Sí, maldita sea! ¡Me está matando! —gruñó Haplo.
    Se sentía furioso. No por el hecho de morir, pues ya había visto de cerca la muerte cuando lo habían atacado los caodín, pero en esa ocasión habría muerto satisfecho pues había combatido bien, había derrotado al enemigo y se había alzado vencedor. Ahora, en cambio, moría ignominiosamente, a manos de otro, tras una agonía penosa e incapaz de defenderse.
    Se levantó del lecho de piedra en un supremo esfuerzo, se lanzó hacia la puerta de la celda y cayó al suelo. Alargó la mano y sus dedos asieron el borde de la túnica del dinasta antes de que el sorprendido Kleitus tuviera tiempo de apartarse.
    —¿Por qué? —repitió Haplo, agarrado a la tela negra con tonos púrpura—. ¡Yo te habría conducido a... la Puerta de la Muerte!
    —No necesito que me lleves a ella —contestó Kleitus, flemático—. Ya sé dónde está la puerta. Sé cómo se cruza. No te necesito... para eso.
    El dinasta se inclinó y alargó la mano para tocar la mano cubierta de runas que se agarraba de sus negras ropas.
    Haplo rechinó los dientes pero no soltó su presa. Unos dedos delicados siguieron los trazos de las runas sobre la piel del patryn.
    —Sí, ahora empiezas a entender. Dar nueva vida a los muertos nos exige tanta energía mágica que nos deja incapacitados para nada más. No me había dado cuenta de hasta qué punto hasta que te he conocido. Has intentado ocultar tu poder, pero lo he percibido. Podría haberte arrojado una lanza, cien lanzas, y no te habría causado ni un rasguño, ¿no es cierto? Sí, claro que lo es. De hecho, es probable que saldrías vivo e incólume aunque te cayera encima todo este castillo...
    Los dedos del dinasta continuaron trazando los signos mágicos tatuados. Los recorrieron lentamente, con ansia, con codicia. Haplo lo observó, incrédulo, comprendiendo sus propósitos.
    —Ya no podemos conseguir nada más de nuestra magia. ¡Pero aún podemos obtener mucho de la tuya! —El dinasta se incorporó con gesto enérgico, contempló a Haplo desde lo que al moribundo patryn le pareció una tremenda altura, y añadió—: Por eso no podía permitirme estropear tu cuerpo. Las runas de tu piel deben permanecer intactas, completas, para que las pueda estudiar a conciencia.
    Sin duda, tu cadáver me ayudará mucho a explicar el significado de las runas.
    »Nuestros antepasados tacharon de "bárbara" vuestra magia. Estúpidos.
    Ahora, sumaré tu magia a la mía y seré invencible. Incluso, cálculo, frente a ese que llamas Señor del Nexo.
    Haplo rodó por el suelo hasta quedar boca arriba. Su mano soltó la túnica del dinasta; ya no le quedaba fuerza en los dedos para seguir asido a ella.
    —Y, luego, está tu camarada, tu aliado. El que puede dar muerte a los muertos.
    —Amigo, no —susurró Haplo, apenas consciente de lo que decía el dinasta y de lo que él respondía—. Enemigo.
    —¿Un hombre que arriesga su vida por salvar la tuya? Me parece que no dices la verdad — eplicó Kleitus con una sonrisa—. Según dedujo Tomás de ciertos comentarios de ese compañero tuyo, parece que aborrece la nigromancia y que no habría venido a resucitar tu cadáver, si estuvieras muerto. Lo más probable es que hubiera huido de este mundo, y entonces lo habría perdido. Sin embargo, yo intuí que existía alguna especie de conexión empática entre vosotros. Y ha resultado que estaba en lo cierto. Según Tomás, ese amigo tuyo sabe, de alguna manera, que estás agonizando. Y cree que existe alguna posibilidad de salvarte. Por supuesto, no es así, pero eso a tu amigo no lo preocupa. Al menos, no lo preocupará mucho tiempo...
    El dinasta apartó el borde de la túnica y añadió para terminar:
    —Y, ahora, debo comenzar la resurrección del príncipe Edmund.
    Haplo escuchó la voz de Kleitus alejándose, escuchó el roce del borde de la túnica con el suelo y la voz se convirtió en el ruido de la tela, o tal vez este ruido era la voz:
    —No te preocupes. Tu agonía ya casi ha terminado. Imagino que el dolor remite, hacia el final.
    »Ya lo ves, Haplo; no es preciso que te preguntes por qué. La profecía... —oyó decir a la voz—. Todo se debe a la profecía.
    Haplo permaneció tendido, con la espalda contra el suelo, incapaz de moverse. Aquel bastardo tenía razón. El dolor empezaba a desaparecer... porque su vida también desaparecía. «Me estoy muriendo —pensó—. Me muero y no puedo hacer absolutamente nada para evitarlo. Muero en cumplimiento de una profecía.» —¿Cuál..., cuál es esa profecía? —gritó el patryn.
    Pero su grito no fue, en realidad, más que un jadeo. Nadie le respondió. Nadie lo oyó. Ni siquiera él mismo.
    CAPÍTULO 31
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Los conspiradores suplicaron, discutieron y apelaron hasta convencer finalmente al viejo conde de que permitiera a Alfred acompañarlos en la misión a palacio. Tomás habló con elocuencia en favor de Alfred, hecho que sorprendió considerablemente a éste. En su primer encuentro, había tenido la clara impresión de que Tomás desconfiaba de él. Alfred se preguntó, con cierta inquietud, a qué se debía el cambio.
    No obstante, estaba decidido a ir al castillo, a acudir en ayuda de Haplo, pese a aquella molesta vocecilla interior que no dejaba de insistir en que sería mejor, más fácil y más cómodo dejar morir al patryn.
    Alfred era consciente de la villanía que tramaba el patryn, de la maldad que ya había causado, provocando una guerra en el mundo de Ariano. Sí, tal vez Haplo había sido la mecha, se replicó a sí mismo, pero la pólvora ya estaba preparada y dispuesta para la ignición mucho antes de que el patryn se presentara.
    Además, siguió diciéndose Alfred, necesitaba a Haplo para poder escapar de aquel mundo terrible.
    «¡No necesitas a Haplo para eso! —le replicó la vocecilla—. Puedes atravesar la Puerta de la Muerte por tu cuenta. Tu magia es lo bastante fuerte. Ya te ha llevado al Nexo. Y, si está agonizando, ¿qué harás? ¿Salvarle la vida? ¿Salvarlo como hiciste con Bane? ¡El chiquillo estaba muñéndose y tú lo reviviste! ¡Nigromante!»A Alfred se le encogió el ánimo, indeciso. De nuevo, se veía enfrentado con aquella terrible opción. ¿Y si salvaba a Haplo y con ello daba otra oportunidad al mal? El patryn era capaz de cometer crímenes horribles; Alfred lo había visto en su mente.
    Habría sido fácil, muy fácil, volverse de espaldas y dejar morir al patryn. Si la situación hubiera sido la inversa, Haplo no habría levantado uno solo de sus dedos cubiertos de runas para salvarlo. Y, sin embargo..., sin embargo... ¿Dónde quedaba la compasión, la misericordia?
    Un sonido quejumbroso despertó al sartán de sus confusas meditaciones y atrajo su atención hacia el perro, que yacía a sus pies. El animal no podía incorporar la cabeza y sólo era capaz de menear el rabo, que golpeaba el suelo débilmente. Alfred apenas se había apartado del lado del perro en todo el ciclo, pues el animal parecía más tranquilo cuando lo tenía a la vista. En varias ocasiones, temiendo que el pobre can hubiera muerto, se vio obligado a poner la mano en el flanco de éste para comprobar si le latía el corazón. Pero siempre encontró el pulso vital, débil e inseguro, bajo sus dedos suaves.
    Los ojos del perro lo contemplaron con una expresión de confianza que parecía decir: «No sé por qué sufro así, pero estoy seguro de que tú lo solucionarás».
    Alfred alargó la mano y le acarició la testuz. El animal, reconfortado por el contacto, cerró los ojos con aire paciente.
    «Digamos —replicó el sartán a la molesta vocecilla interior— que no estoy salvando a Haplo, sino a su perro. O, mejor, que voy a intentar salvarlo», se corrigió, preocupado e insatisfecho.
    —¿Cómo? —preguntó Jera—. ¿Decías algo, Alfred?
    —Yo... me preguntaba si se sabe qué le sucede a mi amigo.
    —Según la estimada opinión del conservador —respondió Tomás—, la magia de tu amigo no puede mantenerlo vivo en este mundo. Igual que la magia de los mensch fue incapaz de asegurarles la supervivencia.
    —Entiendo —murmuró Alfred, pero no era cierto que entendiera; más aún, no creía una palabra. El sartán no había estado mucho rato en el Laberinto (en el cuerpo de Haplo), pero estaba seguro de que nadie que hubiera sobrevivido en aquel lugar espantoso caería muerto ante las condiciones de vida de Abarrach.
    Alguien estaba engañando a Tomás..., o tal vez era éste quien mentía al grupo. Un temblor nervioso convulsionó una de sus piernas. Cerró la mano sobre el músculo crispado e intentó que el temblor no se notara en su voz.
    —En ese caso, debo insistir en acompañaros. Estoy seguro de que puedo ser de utilidad.
    —Tanto si puede ayudar a su amigo como si no —dijo Jera a su padre, el cual miraba a Alfred con gesto ceñudo—, nosotros sí que vamos a necesitar su ayuda.
    Jonathan y yo llevaremos al príncipe y Tomás no podrá acarrear él solo a un hombre enfermo o... perdona, Alfred, pero debemos ser realistas..., o muerto. No nos interesa dejar a Haplo, cualquiera que sea su estado, en manos del dinasta.
    —Si tuviera veinte años menos...
    —Pero no los tienes, padre —le advirtió Jera.
    —¡Aún me desenvuelvo mejor que ése! —tronó el conde, señalando a Alfred con un dedo huesudo.
    —Pero no puedes hacer nada para ayudar a Haplo.
    —Todos nuestros planes continúan igual que antes, señoría —añadió Tomás—. Simplemente, incluimos a uno más en el grupo.
    —Tal como han preparado las cosas mi esposa y Tomás, todo será absolutamente fácil y seguro —declaró Jonathan, contemplando con orgullo a la duquesa—. Cuando tengamos al príncipe, nos reuniremos en la puerta, como está previsto.
    —Todo saldrá bien, padre. —Jera se inclinó hacia el viejo y lo besó en la mejilla llena de arrugas—. ¡Este período de descanso marcará el inicio del fin de la dinastía de Kleitus!
    El principio del fin. Sus palabras atravesaron a Alfred como la vibración de la onda, excitaron sus nervios y lo dejaron molido y aplanado cuando la sensación hubo pasado.
    —No puedes aparecer en la corte con esas ropas —dijo Jera, estudiando la indumentaria de Alfred, sus desteñidos calzones de raso por las rodillas y la raída chaqueta de terciopelo—. Llamarías demasiado la atención. Tendremos que encontrar otras que te sirvan.
    —Lo siento, querida —comentó Jonathan, una vez efectuada la transformación de Alfred— pero no creo que las cosas hayan mejorado mucho.
    El modo de andar de Alfred, con los hombros echados hacia adelante, producía una falsa impresión de su auténtica estatura, haciéndolo parecer más bajo de lo que era en realidad. Al principio, Jera había pensado en enfundarlo en una túnica gris de Tomás, pero el joven era bajo para lo habitual en un sartán y el borde de su túnica le llegaba a Alfred a media pantorrilla, produciendo un efecto ridículo. La duquesa buscó la prenda más grande que pudo encontrar y, finalmente, proporcionó al extranjero una de las túnicas cortesanas desechadas por Tomás.
    Alfred se sintió tremendamente incómodo con la túnica negra de nigromante e inició una débil protesta, pero nadie le hizo el menor caso. La túnica le llegaba justo por encima de sus tobillos, largos y huesudos. Por lo menos, pudo conservar su calzado, pues no había ningún zapato que se ajustara a sus enormes pies.
    —Es probable que lo tomen por un refugiado —comentó Jera con un suspiro—. No te quites la capucha de la cabeza y no cruces una palabra con nadie —aleccionó a Alfred—. Deja que nosotros nos ocupemos de eso.
    La túnica iba ceñida con un holgado cinturón. Tomás añadió una bolsa de puntillas que se llevaba al cinto. Jera habría agregado una daga para esconderla en la bolsa, pero Alfred la rechazó con gesto inflexible.
    —No voy a llevar armas —proclamó, apartándose de la daga como si fuera una de aquellas mortíferas serpientes de la jungla de Ariano.
    —Sólo es una medida de protección —indicó Jonathan—. Ninguno de nosotros piensa ni por un instante que tengamos que utilizar estas armas. Mira, yo llevo la mía —mostró un puñal de plata con incrustaciones de piedras preciosas—. Era de mi padre.
    —No la quiero —insistió Alfred, terco—. Hice un juramento...
    —¡Hice un juramento! ¡Hice un juramento! —remedó sus palabras el conde, con una mueca de desagrado—. No lo obligues a llevarla, Jera. Casi es mejor así.
    Probablemente, sólo conseguiría cortarse a sí mismo.
    Así pues, Alfred no llevó armas.
    Había supuesto que entrarían a hurtadillas en el palacio a altas horas del período que correspondía a la noche en aquel mundo, de modo que lo desconcertó mucho que, poco después de la cena, Tomás anunciara que era momento de ponerse en marcha.
    Las despedidas fueron breves y desprovistas de emoción, como las de quienes saben que volverán a verse en breve. Todos estaban nerviosos, expectantes, y nadie parecía sentir miedo o sensación de peligro alguno.
    La posible excepción era Tomás. Habiéndolo pillado en lo que estaba seguro de que era una mentira, al hablar de Haplo, Alfred estuvo muy pendiente de Tomás y creyó advertir que su sonrisa relajada era algo forzada, que su risa despreocupada llegaba siempre una fracción de segundo demasiado tarde para ser natural, que tendía a desviar la vista cada vez que alguien lo miraba directamente a los ojos.
    Alfred pensó en comentarle sus sospechas a Jera, pero rechazó la idea. Sólo conseguiría empeorar las cosas. Él era un extranjero, un desconocido, y los duques conocían a Tomás desde mucho antes que a él. La duquesa no lo escucharía. Allí, nadie confiaba en él. ¡Incluso podían decidir dejarlo atrás!
    Antes de marcharse, Alfred echó una última mirada al perro.
    —El animal está muriéndose —afirmó el conde bruscamente.
    —Sí, lo sé. —Alfred acarició la piel suave del pobre perro y le dio unas palmaditas en los flancos jadeantes.
    —Entonces, ¿qué se supone que debo hacer con él? —inquirió el viejo—. No puedo llevar el cadáver a rastras hasta la puerta.
    —Déjalo —dijo Alfred, incorporándose con un suspiro—. Si todo sale bien, el animal vendrá a nuestro encuentro. De lo contrario, no importará.
    Pese a que el dinasta no iba a aparecer en público, la corte estaba a rebosar de gente. Alfred había considerado abarrotadas y claustrofóbicas las calles hasta que entró en el castillo. Allí se podía encontrar de noche a la mayoría de los habitantes vivos de Necrópolis, dedicados a bailar, a cuchichear chismes, a las partidas de fichas rúnicas y a dar cuenta de la comida del dinasta.
    Al entrar en la concurrida antecámara, con sumo cuidado de no tropezar con los pies de Jonathan y de no pisar el borde de la túnica de Jera, Alfred se sintió casi sofocado por el calor, el perfume de la flor de rez y el estruendo de las risas y la música. La fragancia del rez era deliciosa, dulce y aromática, pero no conseguía enmascarar por completo otro olor persistente en la sala de baile, un olor profundo, penetrante, empalagoso y nauseabundo en aquel calor. El olor de la muerte.
    Los vivos comían, bebían, contaban chistes y coqueteaban. Los muertos se movían entre ellos, sirviéndoles. Detrás de los cadáveres, las sombras fantasmales casi desaparecían bajo el resplandor de la brillante iluminación.
    Todo el mundo que se cruzaba con ellos saludaba con entusiasmo a los duques.
    —¿Habéis oído la noticia, queridos? ¡Va a haber una guerra! ¿No es emocionante? — xclamó una mujer vestida con una túnica malva, poniendo los ojos en blanco de arrobamiento.
    Jera, Jonathan y Tomás participaron en las risas, los bailes y los intercambios de chismes, mientras se abrían paso entre la multitud de la antecámara arrastrando con ellos, mediante empujones, a un Alfred tambaleante y acongojado. De la antecámara pasaron al salón de baile, que estaba aún más abarrotado, si tal cosa era posible.
    De improviso, un movimiento de la multitud separó a Alfred de sus compañeros. El sartán dio un paso vacilante hacia el lugar donde había visto por última vez la cabellera lustrosa de Jera y se encontró en medio de un grupo de jóvenes que se entretenían contemplando la danza de un muerto.
    El cadáver era el de un hombre de edad avanzada y de porte grave y majestuoso. A juzgar por el aspecto ruinoso del cuerpo y de las ropas que vestía, llevaba mucho tiempo resucitado. Incitado por los divertidos jóvenes, el muerto bailaba una danza que, probablemente, había interpretado en su propia juventud.
    Entre risas y rechiflas, los jóvenes se pusieron a bailar en torno al cadáver burlándose de sus pasos de danza pasados de moda. El muerto no les prestó atención y continuó girando sobre sus piernas descompuestas, con aire solemne y un garbo patético, siguiendo una música que sólo él podía escuchar.
    —Aquí está, por fin lo he encontrado —dijo Tomás, agarrando a Alfred y ayudándolo a sostenerse cuando el sartán empezaba a derrumbarse—. ¡Por el magma y las cenizas, se va a desmayar!
    —Ya lo tengo —intervino Jonathan, sujetando a Alfred por el brazo que colgaba, inerte, a su costado.
    —¿Qué le sucede? —preguntó Jera—. ¿Te encuentras bien, Alfred?—¡Es... el calor! — adeó Alfred con la esperanza de hacer pasar por sudor las lágrimas que le bañaban el rostro—. Y el alboroto... Lo..., lo siento profundamente.
    —Ya nos han visto en el salón de baile lo suficiente como para que nadie sospeche. Jonathan, ve a buscar al chambelán y pregúntale si la Reina Madre recibe ya.
    Jonathan se abrió paso entre la multitud. Tomás y Jera condujeron a Alfred a un rincón un poco más tranquilo, donde desalojaron de su asiento a un nigromante grueso y rezongón para colocar en él a su tembloroso compañero.
    Alfred cerró los ojos, se estremeció y deseó fervientemente que cesara la sensación de mareo.
    Jonathan no tardó en regresar con la noticia de que la Reina Madre, en efecto, recibía y que tenían permiso para visitarla y presentarle sus respetos.
    Entre los tres, pusieron en pie a Alfred y, abriéndose paso entre la multitud, atravesaron la concurrida estancia hasta salir a un largo pasadizo vacío que, después del calor y el bullicio del salón de baile, les resultó un remanso de paz, fresco y tranquilo.
    —Señorías —el chambelán apareció ante ellos—, si queréis seguirme...
    El hombre abrió la marcha por el pasadizo, precediéndoles unos pasos y golpeando su vara de ceremonia contra el suelo de roca con un sonido seco cada cinco pasos, más o menos. Alfred lo siguió, extraordinariamente confuso, preguntándose por qué restaban tiempo de su desesperado intento por liberar el cadáver de un príncipe encarcelado para dedicarlo a una visita real. Se lo habría preguntado a Jonathan, que no se movía de su lado, pero en el pasadizo parecía resonar hasta el menor murmullo y tuvo miedo de que el chambelán lo oyera.
    Alfred estaba cada vez más desconcertado. Había creído que se dirigirían a los aposentos de la familia real, pero pronto dejaron atrás los salones suntuosos, bellamente decorados. El pasadizo que recorrieron era estrecho, sinuoso, y pronto empezó a descender progresivamente. Las lámparas de gas se hicieron más esporádicas, hasta desaparecer por completo; la oscuridad era intensa y pesada, impregnada de un profundo hedor a descomposición y a moho.
    El chambelán pronunció una runa y en el extremo superior de la vara se encendió una luz, pero ésta sólo sirvió para marcar el camino y fue de poca ayuda para iluminar el suelo de roca que pisaban. Por fortuna, éste era liso y estaba libre de obstáculos y el grupo avanzó por él sin excesivas dificultades salvo Alfred, quien tropezó con una minúscula grieta en la roca y cayó de bruces.
    —Estoy bien. No os molestéis, por favor —protestó. Con la nariz apretada contra el suelo, tuvo oportunidad de inspeccionar muy de cerca la base de las paredes de roca.
    Marcas rúnicas. Alfred parpadeó y miró detenidamente los signos mágicos.
    Sus pensamientos rememoraron el mausoleo, el túnel construido por su pueblo muy por debajo de Drevlin, el reino de los gegs en Ariano, y las marcas rúnicas grabadas en el suelo del túnel que, al ser activadas mediante la magia pertinente, se convertían en pequeñas guías luminosas a través de la oscuridad. Allí, en Ariano, los túneles se habían mantenido en buen estado y las marcas rúnicas eran fáciles de ver para quienes sabían distinguirlas. En Abarrach, los signos mágicos estaban borrosos, muchos se hallaban cubiertos de barro y otros habían desaparecido por completo. Hacía mucho tiempo que nadie los había utilizado. Tal vez su uso había caído en un completo olvido, pensó.
    —Mi querido señor, ¿te has hecho daño? —El chambelán retrocedió para comprobar su estado.
    —¡Levántate! —susurró Tomás—. ¿Qué te sucede?
    —¿Eh? ¡Nada, me encuentro bien! —Alfred se puso en pie—. Gracias.
    El túnel serpenteaba, confluía con otros, era cruzado por otros más y avanzaba a través, por encima y por debajo de nuevos pasadizos. Cada uno parecía exactamente igual a los demás. Alfred se sentía absolutamente confuso y desorientado y se asombró del chambelán, quien se movía a través del laberinto sin titubeos.
    Encontrar el camino habría sido fácil si su guía hubiera avanzado leyendo las marcas rúnicas del suelo, pero el chambelán ni siquiera dirigió la mirada hacia ellas en ningún momento. Alfred, por su parte, no podía verlas en la oscuridad y no se atrevió a atraer la atención sobre él activando su magia, de modo que continuó adelante a ciegas, trastabillando. Sólo sabía que el camino los conducía hacia abajo, siempre hacia abajo, y pensó que aquél era un lugar muy extraño para que la Reina Madre tuviera allí su salón de audiencias...
    CAPÍTULO 32
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    La pendiente se hizo más suave y reaparecieron las lámparas de gas, con su resplandor amarillo. Alfred escuchó la respiración de Jera, ligeramente acelerada de excitación, y notó la tensión de los músculos de Jonathan. Bajo la luz de una lámpara, Tomás parecía casi tan pálido como uno de los muertos vivientes, Alfred dedujo de estos indicios que ya estaban cerca de su objetivo. El corazón se le aceleró, las manos le temblaron y apartó con firmeza de su mente la consoladora idea de desmayarse.
    El chambelán les indicó que se detuvieran con un gesto imperioso de su vara.
    —Esperad aquí, por favor. Os anunciaré. —Se adelantó unos pasos y exclamó—: ¡Conservador! ¡Visitantes para la Reina Madre!
    —¿Dónde estamos? —Alfred aprovechó aquel instante para cuchichearle las palabras a Jonathan.
    — ¡En las catacumbas! —respondió el duque, con un brillo de alegría y excitación en los ojos.
    —¿Qué? —Alfred puso cara de asombro—. ¿Las catacumbas? ¿Donde Haplo y el príncipe...?
    —Sí, sí —murmuró Jera.
    —Ya te dijimos que sería sencillo —añadió Jonathan.
    Alfred advirtió que Tomás no decía nada, sino que se quedaba a un lado, entre las sombras, lejos de la luz de las lámparas de gas.—Por supuesto, tendremos qué someternos a esa farsa de visitar a la Reina Madre —murmuró Jera, recorriendo las catacumbas con una mirada de impaciencia, en busca de algún rastro del desaparecido chambelán—. ¿Dónde se habrá metido nuestro guía?
    —¿La Reina Madre, aquí abajo? —Alfred estaba totalmente perplejo—. ¿Acaso ha cometido algún crimen?
    — ¡No, claro que no! —Jonathan lo miró, sorprendido—. Fue una gran dama mientras vivió. Ha sido su cadáver el que ha resultado difícil de tratar.
    —¿Su cadáver...? —repitió Alfred con un hilo de voz, apoyándose en la húmeda pared de roca.
    —Se entrometía a cada momento —dijo Jera en voz baja—. Sencillamente, no podía comprender que ya no debía ocuparse de las obligaciones regias y su cadáver siempre se entrometía en los momentos más inoportunos. Finalmente, al dinasta no le quedó más remedio que encerrar el cadáver aquí abajo, donde no causara molestias. De todos modos, está muy bien visto acudir a visitarla. Al dinasta le satisface mucho pues, si no otra cosa, al menos ha sido siempre un buen hijo.
    —¡Silencio! —intervino Tomás bruscamente—. Ya viene el chambelán.
    —Por aquí, si sois tan amables —dijo éste con voz potente.
    El estrecho pasadizo y los muros rezumantes de humedad les devolvieron el eco del roce de sus túnicas y de sus pisadas. Un hombre vestido de negro riguroso efectuó una reverencia y se hizo a un lado con gesto respetuoso. ¿Eran imaginaciones suyas, se dijo Alfred, o Tomás y el recién aparecido de la túnica negra intercambiaban una mirada de inteligencia? Alfred empezó a temblar de frío y aprensión.
    Llegaron a una intersección en forma de cruz, de la que partían estrechos pasadizos en las cuatro direcciones. Alfred dirigió una breve mirada al corredor de la derecha. A ambos lados se abrían celdas envueltas en densas sombras. Intentó ver algún rastro del príncipe Edmund o, mejor aún, de Haplo. No descubrió nada y no se atrevió a dedicar tiempo a un examen más detenido, pues tuvo la extraña sensación de que los ojos del conservador estaban fijos en él.
    El chambelán tomó hacia la izquierda y el grupo avanzó tras él. Doblaron una esquina y se hallaron bajo un charco de luz resplandeciente que casi los cegó después de la penumbra de los pasadizos. Suntuosamente adornada y amueblada, parecía como si la estancia hubiera sido trasladada intacta desde las cámaras reales, salvo los barrotes de hierro de la celda, que echaban a perder el efecto. Tras los barrotes, rodeado de todos los lujos posibles, se hallaba un cadáver de mujer bien conservado, sentado en un trono de respaldo alto y bebiendo aire de una taza de té vacía. El cadáver iba vestido con ropas de hilo de oro y en sus dedos cerúleos brillaban el oro y las joyas. Sus cabellos plateados estaban perfectamente cuidados y peinados.
    Una mujer joven, vestida con una sencilla túnica negra, estaba sentada junto al cadáver y mantenía con éste una conversación ficticia. Alfred advirtió con desconcierto que la segunda mujer estaba viva; allí, la viva estaba al servicio de la muerta.
    —Es la nigromante privada de la Reina Madre —le indicó Jera.
    A la nigromante se le iluminó la mirada cuando los vio. Con rostro expresivo, se apresuró a ponerse en pie respetuosamente. El cadáver de la Reina Madre miró hacia el grupo e hizo un ademán majestuoso con su mano marchita invitándolos a pasar.
    —Esperaré para acompañaros de vuelta, Señorías —dijo el chambelán—. Por favor, no os quedéis mucho tiempo. Su Muy Graciosa Majestad se fatiga con facilidad.
    —No queremos distraerte de tus obligaciones —protestó Jera con suavidad—.
    No te molestes por nosotros. Conocemos el camino de salida.
    Al principio, el chambelán no quiso ni oír hablar de ello, pero la duquesa era convincente y el duque se mostró descuidado con una bolsa de monedas de oro que, casualmente, fue a caer en las manos del chambelán. Éste los dejó y desanduvo el camino por el pasadizo acompañado de los golpes del bastón de ceremonia. Alfred lo observó alejarse y se fijó en que el chambelán hacía un breve gesto de asentimiento al conservador. El sartán notó un sudor frío. Cada fibra de su cuerpo lo urgía a huir o a desmayarse, o tal vez ambas cosas a la vez.
    La mujer joven se había acercado para abrir la puerta de la celda.
    —No, querida, no es necesario —le dijo Jera con suavidad.
    Los conspiradores permanecieron quietos, esperando a que el sonido de la vara del chambelán desapareciera en la distancia. Cuando dejaron de oírlo, el conservador les hizo una seña.
    —¡Por aquí! —susurró, indicándoles que se acercaran.
    El grupo avanzó rápidamente, Alfred volvió la vista y advirtió una expresión de amarga decepción en el rostro de la mujer; luego, la vio hundirse de nuevo en su asiento y la oyó reanudar la conversación con el cadáver con voz apagada y sin vida.
    El conservador los condujo por el pasadizo opuesto a aquel en que estaba recluida la Reina Madre. El nuevo corredor estaba mucho más a oscuras que el que acababan de dejar atrás. Estaba mucho más oscuro que cualquiera de los que habían recorrido. Alfred apretó el paso junto a Tomás y observó numerosas lámparas de gas en la pared pero, por alguna razón, la mayoría de ellas estaba a oscuras. O bien se habían apagado solas... o bien lo había hecho alguien voluntariamente.
    Sólo permanecía encendida una lámpara en el pasadizo. Brillaba a cierta distancia, haciendo aún más densas las sombras, en contraste. Cuando se acercaron, Alfred vio que la luz brillaba encima de un cadáver sentado sobre una losa de piedra. Sus ojos miraban al frente y los brazos le colgaban entre los muslos, fláccidos.
    —¡Ésa es la celda del príncipe! —dijo Tomás con voz áspera y tensa—. La que está iluminada. Y tu amigo está en la celda contigua —añadió, mirando a Alfred.
    Jera, impaciente, se lanzó adelante. Jonathan siguió de cerca a su esposa.
    Alfred se vio obligado a concentrarse en mantener ambos pies en la misma dirección. Pronto se encontró cerrando el grupo y, de pronto, se dio cuenta de que el conservador, quien momentos antes encabezaba la marcha, se había rezagado inexplicablemente. También Tomás había desaparecido de la vista.
    Desde la oscuridad les llegó el rechinar metálico de una armadura. Alfred vio el peligro; lo vio con claridad en su mente, ya que no con los ojos. Tomó aire para lanzar una advertencia, pero se olvidó de vigilar dónde pisaba y los dedos de uno de sus pies tropezaron con el talón del otro. El torpe sartán cayó hacia adelante, se estrelló contra la superficie de piedra y la fuerza del impacto lo dejó sin resuello. El grito que pretendía dar se convirtió en apenas un jadeo, al que siguió un zumbido detrás de él. Una flecha pasó sobre su cabeza, cortando el aire donde Alfred había estado momentos antes.
    Mirando hacia adelante y haciendo desesperados esfuerzos por recobrar el aliento, Alfred vio las siluetas de Jonathan y de Jera recortadas contra la luz, proporcionando blancos perfectos para los dardos.
    —Jonathan! —exclamó Jera. Las dos siluetas convergieron en una sola forma confusa. Una lluvia de flechas cayó sobre ella.
    Alfred se sintió una vez más a punto de perder el sentido, como si su mente tratara de sumirlo en aquella reconfortante inconsciencia. Luchó por vencer la sensación que lo envolvía y consiguió articular las runas, pero fue su subconsciente el que puso las palabras mágicas en unos labios que no tenían idea de lo que estaban diciendo.
    Un gran peso cayó sobre el sartán, quien se preguntó confusamente si el conjuro habría derribado sobre él el techo de la caverna. Sin embargo, el olor y el contacto de la carne helada y de la fría coraza contra su piel le revelaron que, de nuevo, había conseguido llevar a cabo el conjuro mágico que había hecho poco antes en aquel mundo. Había vuelto a matar a un muerto.
    —Jera! —La voz de Jonathan, incrédula y presa del pánico, se convirtió en un chillido—. Jera!
    El cadáver del soldado se había derrumbado sobre las piernas de Alfred y éste salió de debajo a duras penas. Un fantasma flotó a su lado, adoptó la forma y las facciones que tenía en vida el cuerpo que había abandonado, y no tardó en alejarse, perdiéndose en la oscuridad. Alfred captó vagamente el ruido de unas pisadas —las pisadas de alguien vivo— que se retiraban con rapidez por el pasadizo y vio al conservador arrodillarse junto al soldado muerto y hablarle en tono imperioso, ordenándole que se pusiera en pie.
    Alfred no tenía muy claro qué hacer o adonde ir. Se puso en pie y miró a su alrededor, confuso y aterrado. Unos sollozos entrecortados, desconsolados, lo impulsaron a avanzar en la oscuridad.
    Jonathan, de rodillas en el suelo, sostenía a Jera en sus brazos.
    Los duques casi habían llegado ante la puerta de la celda del príncipe. La luz de la lámpara de gas de la pared los bañaba y arrancó un reflejo del asta de una flecha, profundamente clavada en el pecho derecho de Jera. La mujer tenía los ojos fijos en el rostro de su esposo y, en el instante en que Alfred llegó junto a la pareja, sus labios se entreabrieron en un suspiro que se llevó su último aliento.
    —Se ha puesto delante de mí de un salto —explicó Jonathan entre aturdidos sollozos—. La flecha estaba dirigida a mí... y ella se ha interpuesto de un salto.
    Jera!
    El duque sacudió el cadáver como si intentara despertarlo de un profundo sueño. La mano sin vida de Jera se deslizó hasta el suelo. La cabeza se inclinó a un lado. La hermosa cabellera le cayó sobre el rostro, cubriéndolo como un sudario.
    —Jera! —Jonathan la estrechó contra su pecho.
    Alfred aún podía oír la voz del conservador intentando reanimar al soldado caído.
    —Pero pronto se dará cuenta de que es inútil y llamará a otros guardias. Tal vez sea eso lo que ha ido a hacer ese traidor de Tomás. —El sartán se dio cuenta de que estaba hablando solo, pero no pudo evitarlo—. Tenemos que largarnos de aquí, pero ¿adonde vamos? ¿Y dónde está Haplo?
    Como en respuesta al sonido de su nombre, un leve gemido llegó a oídos de Alfred por debajo de los lamentos de Jonathan y de los cánticos del conservador.
    Cuando miró a su alrededor apresuradamente, el sartán vio a Haplo tendido en el suelo cerca de la puerta de su celda.
    Unas runas pronunciadas a toda prisa y acompañadas de unos garbosos gestos de las manos, todo ello efectuado por Alfred sin que interviniera su voluntad, redujeron los barrotes de hierro a pequeños montones de óxido apilados en una perfecta hilera.
    El sartán tocó el cuello de Haplo sin encontrarle el pulso. La fuerza vital del patryn parecía haberse agotado y Alfred temió haber llegado demasiado tarde. Con mano temblorosa, volvió el rostro de Haplo hacia la luz y advirtió una vibración en sus párpados. También notó el levísimo roce de su aliento cálido sobre la piel de la mano, que sostenía al patryn muy cerca de sus labios cuarteados y entreabiertos.
    Haplo estaba vivo, pero por muy poco.
    —¡Haplo! —Alfred acercó la boca a su oído y le cuchicheó en tono urgente—.
    ¡Haplo! ¿Puedes escucharme? —Mirándolo con ansiedad, lo vio asentir en un débil gesto y experimentó una oleada de alivio—. ¡Haplo, dime! ¿Qué te ha sucedido?
    ¿Es una enfermedad? ¿Una herida? ¡Responde! Yo... —Tomó aire antes de continuar la frase, pero en su mente no había existido nunca la menor duda acerca de su decisión—, yo puedo curarte...—¡No! —Sus labios resecos apenas podían moverse pero Haplo consiguió articular la palabra; luego, logró juntar fuerzas para añadir en voz alta—: No quiero... deber mi vida... a un sartán.
    Tras esto, enmudeció y cerró los ojos. Un espasmo convulsionó su cuerpo y le arrancó un grito agónico.
    Alfred no había previsto aquella respuesta y no supo cómo reaccionar a ella.
    —¡No, no, nada de eso! ¡Soy yo quien te la debo a ti! —No era un argumento de peso, pero fue lo único que se le ocurrió a la vista de las circunstancias—. ¡Tú me salvaste del dragón! En Ariano...
    Haplo tomó aire con un jadeo, abrió los ojos, alargó la mano y asió por la ropa a Alfred.
    —Calla y... escucha. Hay una cosa que..., que puedes hacer por mí, sartán.
    ¡Prométemelo! Júralo!
    —Lo..., lo juro —respondió Alfred, sin saber qué más decir. El patryn estaba al borde de la muerte.
    Haplo tuvo que hacer una pausa para hacer acopio de las escasas fuerzas que le quedaban. Se pasó la lengua, muy hinchada, por los labios cubiertos de una extraña sustancia negruzca.
    —No permitas... que me resuciten. Quema... mi cuerpo. Destrúyelo.
    ¿Entendido?
    Sus ojos se abrieron y miraron fijamente a Alfred. Este movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa.
    —No puedo dejarte morir.
    —¡Maldito seas! —exclamó Haplo con un jadeo. Su mano, sin fuerza, soltó la túnica. Alfred trazó las runas en el aire e inició su cántico. Ahora, el único interrogante, el único temor que albergaba su corazón era si su magia funcionaría en un patryn.
    Detrás de él, como un eco de sus propias palabras, oyó que una voz repetía en un murmullo la misma frase, «¡No puedo dejarte morir!», y entonaba unas runas.
    Concentrado en su magia, Alfred no prestó atención.
    —¡Maldito seas! —repitió Haplo.
    CAPÍTULO 33
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    Después del primer encuentro de Alfred con Haplo en Ariano, el sartán se había dedicado en profundidad al estudio de los patryn, el enemigo ancestral. Los antiguos sartán habían sido meticulosos conservadores de documentos y Alfred había podido investigar la enorme cantidad de relatos históricos y tratados que se guardaban en los archivos del mausoleo bajo la isla de Drevlin. Allí había buscado, sobre todo, información sobre los propios patryn y su concepción de la magia. No había encontrado gran cosa, pues los patryn habían tenido gran cautela de no revelar sus secretos a sus enemigos.
    Sin embargo, entre todos aquellos textos, uno le había llamado especialmente la atención y ahora, en las catacumbas de Abarrach, le vino a la mente de improviso. No lo había escrito un sartán, sino una hechicera elfa que había mantenido una fugaz relación sentimental con un patryn.
    La clave para la comprensión de la magia patryn es el concepto del círculo. Este no sólo rige las runas que tatúan sus cuerpos y el modo en que dichas runas se estructuran, sino que se extiende a todos los aspectos de su vida: la relación entre mente y cuerpo, entre dos personas y entre el individuo y el resto de la sociedad. La ruptura del círculo, sea por heridas en el cuerpo, por la ruptura de una relación privada o por la falta de sintonía social, debe evitarse a cualquier coste.
    Los sartán y otros que han tenido encuentros con los patryn y son conocedores de sus personalidades ásperas, crueles y dictatoriales, siempre se sorprenden ante la profunda lealtad que sienten esos patryn hacia los de su propia raza (¡y sólo hacia ellos!). Sin embargo, para quienes entienden el concepto del círculo, tal lealtad no es sorprendente.
    El círculo preserva la fuerza de la comunidad aislándola de aquellos a quienes los patryn consideran inferiores. [Seguían en el texto unas consideraciones de la hechicera, que no vienen a cuento, respecto a su fracasada relación amorosa.]
    Toda enfermedad o herida que sufre un patryn se considera una ruptura en el círculo establecido entre cuerpo y mente. En las prácticas curativas de los patryn, lo más importante es restablecer el círculo. Esto puede llevarlo a cabo el propio herido o enfermo, o puede encargarse de ello otro patryn. Cabe la posibilidad de que un sartán que entendiese el concepto pudiera llevar a efecto este círculo curativo pero, aun así, parece muy improbable: a) que el patryn lo permitiese y b) que hubiese ningún sartán dispuesto a mostrar tal piedad y compasión hacia un enemigo capaz de revolverse y matarlo sin el menor escrúpulo.
    La hechicera mensch no sentía demasiadas simpatías por los patryn ni por los sartán. Cuando había leído el texto por primera vez, Alfred se había sentido un tanto indignado ante el tono de la mujer, convencido de que los sartán eran objeto de una burda e injusta calumnia. Ahora, no estaba tan seguro.
    Piedad y compasión... con un enemigo que no mostraría ninguna hacia uno.
    La primera vez, Alfred había leído aquellas palabras apresuradamente, sin reflexionar. Ahora, tampoco tenía tiempo para meditar sobre ellas, pero se le ocurrió que la respuesta se hallaba en algún rincón de aquella frase.
    El círculo del ser de Haplo estaba roto, resquebrajado. Mediante un veneno, imaginó Alfred al advertir la sustancia negruzca entre sus labios, la lengua hinchada y la evidencia palpable de que el patryn había padecido unos vómitos terribles.
    —Tengo que recomponer el círculo, y entonces podré curar al patryn.
    Alfred cogió las manos cubiertas de runas de Haplo, la zurda del patryn en la diestra del sartán, la diestra del sartán en la zurda del patryn. El círculo quedó formado. Alfred cerró los ojos, hizo oídos sordos a todos los sonidos que lo envolvían, apartó de su mente la certeza de que pronto llegarían más guardianes y de que aún estaban en peligro de muerte y, en voz baja, empezó a entonar las runas.
    Un intenso calor se adueñó de él; la sangre latió con gran fuerza en sus venas y notó que su interior rebosaba de vitalidad. Las runas transportaron toda aquella energía vital desde su mente y su corazón hasta su brazo izquierdo, hasta la mano, y la notó pasar por sus dedos hasta la mano de Haplo. La piel helada del patryn agonizante recobró el calor al instante. Alfred advirtió, o creyó advertir, que la respiración de Haplo se hacía más firme.
    Los patryn poseen la facultad de obstaculizar los hechizos sartán para contrarrestar su poder. Al principio, Alfred temía que ésta fuera la reacción de Haplo. No obstante, o bien el patryn estaba demasiado débil para resistirse a la telaraña de runas que el sartán tejió a su alrededor, o bien su instinto de supervivencia era demasiado poderoso.
    Haplo se estaba recuperando pero, de repente, fue Alfred quien se vio atenazado por el dolor. El veneno entraba en su organismo, fluyendo del patryn al sartán, atravesándole las entrañas con cuchillas de fuego. Alfred jadeó, gimió y se dobló por la cintura mientras las náuseas le retorcían el estómago y los intestinos como si fueran a desgarrarlos.
    «Un enemigo capaz de revolverse y matarlo a uno sin el menor escrúpulo.» Una sospecha aterradora descendió sobre Alfred. ¡Haplo lo estaba matando! Al patryn no le importaba morir y estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad de llevarse con él a su enemigo.
    Pero la sospecha desapareció al instante. Las manos de Haplo, cada vez más cálidas y fuertes, asieron las del sartán con energía, devolviéndole a Alfred toda la vida que podía proporcionarle. El círculo entre los dos quedó definitivamente forjado, auténticamente completado.
    Y Alfred supo, con una sensación de abrumadora tristeza, que Haplo no lo perdonaría jamás.
    —¡Basta! ¡No! ¿Qué estás haciendo? —gritaba alguien, con voz llena de espanto.
    Alfred volvió en sí, despertó de nuevo a su peligrosa situación con un sobresalto. Haplo estaba sentado muy erguido y, aunque pálido y tembloroso, su respiración era normal, su mirada estaba despejada y sus ojos contemplaban fijamente a Alfred con aire de torva enemistad.
    Por fin, Haplo rompió el círculo separando sus manos de las de Alfred con una sacudida.
    —¿Te..., te encuentras bien? —preguntó el sartán, estudiando a Haplo con aire inquieto.
    —¡Déjame en paz! —replicó Haplo. Intentó ponerse en pie, pero volvió a sentarse. Alfred alargó la mano para ayudarlo, pero Haplo lo apartó con brusquedad.
    —¡Te he dicho que me dejes en paz!
    El patryn apretó los dientes, se apoyó en el lecho de piedra y bajó los pies al suelo. Se disponía a soltarse cuando volvió la mirada hacia el exterior de la celda, por encima del hombro de Alfred. Entrecerró los ojos y se puso en tensión.
    Consciente por fin del grito lleno de pánico que había sonado detrás de él, Alfred se volvió rápidamente. Era el conservador quien gritaba, pero lo hacía al duque, no a Alfred.
    — ¡Estás loco! ¡No puedes hacer una cosa así! ¡Va contra todas las leyes!
    ¡Detente, loco!
    Jonathan estaba entonando las runas, conjurando la magia sobre el cuerpo de su difunta esposa.
    —¡No sabes lo que estás haciendo!
    El conservador se lanzó hacia Jonathan e intentó arrastrarlo lejos del cadáver. Alfred lo oyó añadir algo acerca de un «lázaro», pero no entendió a qué se refería el conservador con aquel término incoherente.
    Jonathan se quitó de encima al conservador con una fuerza nacida del dolor, de la desesperación y de la locura. El nigromante conservador fue a estrellarse contra una pared, se golpeó la cabeza y cayó derrumbado al suelo. El duque no le prestó la menor atención y tampoco reaccionó al sonido de unos pesados pasos, aún lejano pero cada vez más próximo. Con el cuerpo aún caliente de su esposa apretado contra su pecho, Jonathan continuó cantando las runas mientras las lágrimas le corrían por el rostro.
    —Los guardias se acercan —dijo Haplo con voz acerada, cortante—.
    Probablemente, sólo me has salvado la vida para que me vuelvan a matar.
    Supongo que no se te habrá ocurrido pensar en el modo de salir de aquí, ¿verdad?
    Alfred volvió la vista en un gesto involuntario hacia el pasadizo que los había llevado hasta allí y advirtió que el sonido de las botas pesadas procedía precisamente de allí.
    —Yo..., yo... —balbució.
    Haplo soltó un bufido de mofa y miró al duque con aire torvo.
    —Está demasiado ido para resultarnos de alguna ayuda.
    El patryn se incorporó con cierta vacilación y estuvo a punto de caer de nuevo sobre el lecho de piedra. Con una mirada furiosa, advirtió a Alfred que se mantuviera a distancia. Cuando recuperó el equilibrio, Haplo salió de la celda tambaleándose y observó el pasadizo, que continuaba hasta perderse en unas sombras impenetrables.
    —¿Este conducto nos lleva fuera de las catacumbas, o a un callejón sin salida? Si es esto último, estamos atrapados. También puede suceder que nos perdamos en el laberinto de pasadizos. De todos modos, es nuestro único... ¡Eh, hola, muchacho! ¿De dónde sales?
    Como si se materializara de la oscuridad, el perro saltó sobre su amo con un ladrido de alegría. Haplo se inclinó para acariciarlo. El perro hizo fiestas, dio vueltas en torno a su amo y le mordisqueó los tobillos en un frenesí de afecto.
    Los pasos sonaban más cerca, pero parecía que avanzaban más lentamente y Alfred captó unas voces, ininteligibles pero audibles. A juzgar por los retazos de conversación, parecía que los intrusos recelaban de penetrar en las catacumbas y hacer frente a la magia amenazadora del misterioso extranjero.
    Haplo dio unas palmaditas en los flancos al perro y dirigió una mirada inquisitiva a Alfred.
    —¡Ya sé qué me vas a preguntar! —exclamó el sartán con voz agitada. Se incorporó apresuradamente, evitando la mirada del patryn, y cruzó la estancia hasta donde yacía el conservador, hecho un ovillo en el suelo. Alfred se arrodilló junto al cuerpo inconsciente del nigromante y añadió—: La respuesta es no. No consigo recordar el hechizo que he utilizado para matar al muerto. Lo intento, pero no puedo. Es como lo de mis desmayos: ¡no tengo modo de controlarlos!
    —Entonces, ¿qué diablos haces perdiendo el tiempo? —replicó Haplo, airado—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Si supiéramos por dónde...!
    —¡Las runas! —Alfred recordó los signos mágicos que había visto durante el descenso y se volvió hacia la pared del pasadizo, que brillaba a la luz de la lámpara. Con mano temblorosa, señaló la parte inferior de la pared y repitió—:
    ¡Las runas!
    —Sí, las runas. ¿Y qué?
    —Nos ayudarán a salir de aquí. Yo... ¡Espera!
    Los dedos de Alfred siguieron los trazos tallados en la roca, repasaron las espirales y las muescas y los intrincados dibujos. Tocó uno de ellos y pronunció la runa. El signo mágico bajo sus dedos empezó a despedir una suave y radiante luz azulada. El fuego mágico prendió entonces en la runa contigua a la que estaba tocando, y también ésta empezó a emitir un fulgor mortecino. Muy pronto, una tras otra, apareció de la oscuridad una hilera de runas iluminadas que marcaba el pasadizo hasta desaparecer tras un recodo.
    —¿Eso nos conducirá fuera? —inquirió Haplo. —Sí —contestó Alfred con confianza—. Es decir... —El sartán vaciló, recordando lo que había visto en los salones de los niveles superiores. Hundió los hombros y añadió—: Siempre que los signos mágicos no hayan sido destruidos o borrados...
    —Bueno. Menos es nada... —murmuró el patryn con un gruñido. Las voces procedentes de los pasadizos sonaban más fuertes—. Vámonos. ¡Parece que estén agrupando ahí a todo el condenado ejército! Tú ve delante. Yo llevaré al príncipe.
    Conociendo a Baltazar, tengo la impresión de que pondrá trabas a que volvamos a la nave si no llevamos con nosotros a Su Alteza.
    El nigromante conservador estaba inconsciente, pero vivo. Alfred podía dejarlo allí sin cargos de conciencia. Tras comprobarlo, el sartán corrió al lado de Jonathan y se agachó, sin saber qué hacer o decir para convencer al abrumado duque de que huyera para salvar una vida que, en aquel momento, debía de importarle muy poco.
    Empezó a decir algo, se detuvo y reprimió una exclamación.
    La magia de Jonathan había dado resultado: Jera tenía los ojos abiertos y miraba a su alrededor. Alfred la vio alzar el rostro hacia su esposo con la mirada cálida y brillante de los vivos. Jonathan alargó la mano para acariciarla pero, en aquel instante, la expresión de la duquesa fluctuó, se difuminó, y dio paso a la mirada fija, fría y vacía de los muertos.
    —Jonathan! —murmuró su voz viva con un gemido de dolor—. ¿Qué has hecho?
    Y, a continuación, se oyó el eco helado, como salido de una tumba, de una voz que repetía con un gemido: «¿Qué has hecho?».
    Una sensación de horror llenó a Alfred. Se echó atrás, tropezó con Haplo y se agarró a él con alivio.
    —¿No me has oído? ¡Sigue adelante! —soltó el patryn. Haplo llevaba asido por el brazo al príncipe y el cadáver se dejaba conducir con toda docilidad—. Si el duque no quiere venir, déjalo. No nos es de ninguna utilidad. ¿Qué diablos te sucede ahora? ¡Te juro que...!
    Haplo volvió la vista y no terminó la frase. Boquiabierto, contempló la escena.
    Jonathan se había puesto en pie y ayudaba a su esposa a incorporarse. La flecha seguía alojada en su pecho y la sangre le embadurnaba las ropas. Ambos detalles de la figura se quedaron grabados en la mente de Haplo y de Alfred, pero era su rostro lo que...
    —Una vez, en Drevlin, vi a una mujer que se había ahogado —comentó el sartán en un susurro, con una nota de espanto en la voz—. Yacía bajo el agua con los ojos abiertos y el cabello agitado por la corriente. ¡Parecía viva, pero yo supe en todo instante que..., que no lo estaba!
    Tampoco la duquesa lo estaba. Alfred recordó la ceremonia que había presenciado en la caverna, recordó los fantasmas situados tras los cadáveres, separados de los cuerpos, distanciados de ellos.
    —¿Jonathan? —repitió la voz una y otra vez—. ¿Qué has hecho?
    Y el eco espectral: «¿Qué has hecho?».
    El fantasma de Jera no había tenido tiempo de liberarse del cuerpo y la mujer estaba atrapada entre dos mundos, el de los muertos y el de los espíritus. La duquesa se había convertido en un lázaro. CAPÍTULO 34
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    El conservador recobró el conocimiento y se incorporó entre quejidos. Los pasos de los guardias volvían a resonar y las voces que discutían habían callado.
    Al parecer, habían recibido órdenes e iban tras los fugitivos.
    El cadáver animado del príncipe Edmund miró a su alrededor con el aire desconcertado de quien es despertado de golpe; su fantasma, cerniéndose en el aire junto al hombro de la figura, susurraba incoherencias que sonaban como el ulular de un viento helado. El cadáver de la duquesa constituía una aparición espantosa. Su imagen sufría continuos cambios, disolviéndose por un instante en la de un fantasma serpenteante, para hacerse tangible de nuevo al momento siguiente, bajo la forma de un cadáver pálido y ensangrentado. El duque no podía hacer otra cosa que mirarla; la enormidad de su crimen lo tenía totalmente aturdido. Alfred mostraba una palidez mortal, más acusada que la del cadáver, y daba la impresión de ir a desmayarse en cualquier momento. El perro ladró frenéticamente.
    Sería más fácil quedarse allí a morir, se dijo Haplo con amargura. Pero no se atrevía a dejar atrás su cuerpo incólume.
    —¡En marcha! —ordenó, dando un codazo en las costillas a Alfred sin miramientos—. Yo tengo al príncipe. ¡Vamos!
    —¿Qué hay de...? —Alfred no podía apartar la mirada del duque y del horrible espectro de lo que había sido la duquesa.—¡Olvídate de ellos! Tenemos que largarnos de aquí. Se acercan los soldados y, probablemente, el propio dinasta viene con ellos. —Haplo empujó a un reacio Alfred pasadizo adelante—. Kleitus se encargará de los duques.
    — ¡Me mandarán al olvido! —chilló el lázaro. «... olvido...», repitió el eco.
    El miedo puso en movimiento el cuerpo y el espíritu del lázaro. Haplo echó un vistazo a su espalda bajo la espectral oscuridad azulada, levemente iluminada por las runas, y tuvo la espantosa sensación de que dos mujeres corrían tras él.
    La huida de Jera hizo reaccionar a Jonathan. El duque corrió tras su esposa.
    Sus manos avanzaron hacia ella, pero dio la impresión de que no se atrevía a tocarla. Por fin, los brazos cayeron a los costados, sin fuerzas.
    Alfred inició un cántico. Las runas de las paredes se iluminaron brillantemente, guiándolos hacia el interior de las catacumbas. La luz azulada rara vez fallaba. Si una fila de signos mágicos de una pared se apagaba o perdía luminosidad, era casi seguro que las runas de la otra pared eran visibles.
    Las runas los condujeron cada vez más abajo. El suelo formó una pendiente tan acusada que hacía incómodo el avance. El bloque de celdas quedó atrás muy pronto, igual que las mejoras modernas como las lámparas de gas de las paredes.
    — ¡Esta parte... es antigua! —exclamó Alfred, jadeando debido al esfuerzo de tanto correr, trastabillar y tambalearse—. Las runas... están intactas.
    —Sí, pero ¿adonde diablos nos conducen? —preguntó Haplo—. ¿No nos llevarán a un pozo, verdad? ¿O de cabeza a un callejón sin salida...?
    —Yo... Creo que no.
    — ¡Crees que no! —repitió Haplo con aire despectivo.
    —Al menos, las runas no guían a nuestro enemigo hacia nosotros —apuntó Alfred, señalando el camino por el que venían. El pasadizo había quedado engullido por la oscuridad; las runas se habían apagado.
    Haplo aguzó el oído y no logró captar rastro alguno de las pisadas ni de las voces. Tal vez el estúpido de Alfred había conseguido por fin hacer una a derechas.
    Y quizás el dinasta había abandonado la persecución.
    —Eso, o tiene el suficiente juicio para no acudir aquí abajo —murmuró Haplo.
    El patryn se sentía mareado e inseguro de sus piernas. Cada respiración le costaba un considerable esfuerzo. Las runas pasaban borrosas ante sus ojos.
    —Si pudiera descansar... un rato —sugirió Alfred tímidamente—. Si tuviera un momento para reflexionar...
    Haplo no quería detenerse. Le parecía inimaginable que el dinasta permitiera que se les escurrieran de entre los dedos. Sin embargo, era consciente (aunque jamás lo hubiera reconocido) de que no estaba en condiciones de dar un paso más.
    —Está bien —accedió, pues. Se dejó caer al suelo, aliviado. El perro se enroscó a su lado y, apretándose contra él, apoyó la cabeza en la pierna de su amo.
    —Vigílalos, muchacho —le ordenó éste, moviendo la testuz del animal en un lento arco que abarcó a todos los presentes en el estrecho túnel. El cadáver del príncipe había dejado de avanzar y permanecía firme, mirando al vacío. El cuerpo y el espíritu de Jera se balanceaban inquietos de un lado a otro del pasadizo.
    Jonathan se derrumbó sobre el suelo de roca y hundió el rostro entre los brazos.
    No había pronunciado palabra desde el inicio de la huida.
    El patryn cerró los ojos y se preguntó, agotado, si tendría energías suficientes para completar el proceso de curación. O si ésta era posible, teniendo en cuenta la potencia del veneno que Kleitus había empleado contra él...
    El perro alzó la cabeza y soltó un ladrido seco. Haplo abrió los ojos.
    —No te muevas de nuestro lado, Alteza —dijo el patryn.
    El cadáver del príncipe, que ya se había alejado unos pasos túnel adelante, dio media vuelta. La expresión de perplejidad de su rostro aparecía reemplazada por una mueca de determinación.
    —Vosotros no sois mi pueblo. Debo volver con mi pueblo.
    —Te llevaremos con él, pero debes tener paciencia.
    La respuesta pareció contentar al cadáver de Edmund, que volvió a quedarse inmóvil. Su fantasma, en cambio, se agitó y pareció susurrar algo. El lázaro detuvo su inquieto vagar y volvió la cabeza como si alguien le hubiera hablado.
    —¿Es eso lo que deseas? ¡La experiencia no es nada agradable! ¡Fíjate en mí!
    —exclamó con voz desgarrada.
    «... en mí...», se oyó el eco.
    El fantasma del príncipe parecía decidido.
    El lázaro levantó los brazos y sus manos ensangrentadas trazaron unas extrañas runas en torno al cadáver de Edmund. El rostro de éste, antes apacible en la muerte, se contrajo de dolor. El fantasma desapareció y la vida brilló en los ojos del cadáver. Sus labios se entreabrieron y formaron unas palabras, pero sólo uno de los presentes escuchó lo que decían.
    La figura cambiante de la duquesa se volvió hacia Haplo.
    —Su Alteza se pregunta por qué lo ayudas.
    Haplo intentó mirar hacia Jera, cruzar su mirada con la del lázaro, pero no fue capaz. La visión de la sangre, la flecha y aquel rostro cambiante le resultó insoportable, demasiado horrible. Se maldijo por su debilidad, pero mantuvo la mirada fija en el príncipe.
    —¿Cómo puede preguntarse nada? Está muerto.
    —El cuerpo lo está —respondió el lázaro—. Pero el espíritu sigue vivo. El fantasma del príncipe es consciente de lo que sucede a su alrededor. Hasta este momento no podía hablar, ni actuar. ¡Ésa es la razón de que esta muertevida en la que estamos atrapados sea tan horrible!
    «... horrible...» —Pero ahora —continuó el lázaro con una fría expresión de orgullo en sus horrendas facciones— le he concedido, hasta donde soy capaz, el poder de hablar, de comunicarse. Lo he dotado de la facultad de actuar con el cuerpo y el espíritu a la vez.
    —Pero... seguimos sin oírlo —apuntó Alfred con un hilo de voz.
    —En efecto. Eso se debe a que su cuerpo y su espíritu han estado separados demasiado tiempo. Han vuelto a unirse, pero la unión es dolorosa, como puedes observar. No durará mucho tiempo. Lo contrario que la mía. ¡Mi tormento es eterno!
    «... eterno...» Jonathan exhaló un gemido y se retorció de dolor como el lázaro de su esposa. Alfred pestañeó, incrédulo, y abrió la boca para decir algo. Haplo le dio otro enérgico codazo, advirtiéndole que guardara silencio.
    —Su Alteza insiste en la pregunta: ¿por qué le prestas ayuda?
    Haplo se volvió hacia el cadáver del príncipe y le respondió lentamente, midiendo con cuidado cada palabra:
    —Verás, Alteza: ayudándote a ti, me estoy ayudando a mí mismo. Mi nave...
    ¿Recuerdas mi nave, príncipe?
    El cadáver dio la impresión de asentir.
    —Pues bien —continuó Haplo—, mi nave está en la orilla opuesta del mar de Fuego, en el muelle de Puerto Seguro que tu pueblo controla ahora. Yo te conduciré al otro lado d, si tú evitas que tu pueblo me ataque y si me garantizas paso franco hasta la nave.
    El cadáver permaneció inmóvil. Solamente sus ojos muertos respondieron con un leve destello. La forma cambiante de Jera pareció prestar atención y luego, con un ademán algo despectivo, dijo:
    —Su Alteza entiende tu propuesta y accede al trato.
    Haplo dijo adiós a sus planes de abandonar al lázaro de la duquesa y al traumatizado esposo de ésta. Jera, o aquel extraño ser en que se había convertido, podía resultarle de extraordinaria utilidad. El patryn alargó la mano y tiró de la túnica de Alfred.
    —¿Has descubierto algo? ¿Sabes ya adonde nos conducen las runas?
    —Me..., me parece que sí. —Alfred bajó la voz y volvió la vista hacia el lázaro— . Pero ¿te das cuenta? ¡Puede comunicarse con los muertos!
    —¡Sí, claro que me doy cuenta! ¡Y Kleitus también lo advertirá, si consigue apoderarse de ella! —Haplo se frotó los brazos. Notaba un escozor, una sensación de ardor, en las runas de su piel—. Esto no me gusta. Se acerca alguien. Nos siguen. Y, sea quien sea, no estoy en condiciones de luchar. Ahora, nuestra salvación depende de ti, sartán.
    —Y yo también te entiendo ahora —continuó diciendo el lázaro. Alfred y Haplo no supieron si se dirigía al príncipe o a la otra mitad de su torturado ser—. Oigo tus palabras de amargura y pesar. Comparto tus lamentaciones, tu desesperación, tu frustración... —El lázaro retorció las manos y alzó más la voz—: ¡Deseas desesperadamente hacerte oír, pero no pueden oírte! ¡El dolor es peor que esta flecha en mi corazón!
    La mano de la duquesa agarró el asta de la flecha, la extrajo de su cuerpo de un tirón y la arrojó al suelo. Luego, añadió:
    —El dolor que me produjo ésta pasó enseguida. ¡Pero el dolor que me atenaza ahora durará eternamente, no tendrá fin! ¡Ay, esposo mío, deberías haberme dejado morir!
    «... deberías haberme dejado morir...», susurró el eco apesadumbrado antes de desvanecerse en el silencio del pasadizo.
    —Sé cómo se siente la duquesa —apuntó Haplo con aire sombrío—. Ahora, sartán, préstame atención. Ya habrá tiempo luego para las lágrimas... si tenemos suerte. ¡Las runas, maldita sea!
    Alfred apartó a duras penas la mirada del lázaro.
    —Sí, las runas —dijo, tragando saliva—. Los signos mágicos nos conducen en una dirección determinada, siguiendo un camino trazado. Si te has fijado, hemos pasado frente a otros pasadizos que se ramifican a partir de éste y las runas iluminadas no nos han llevado por ninguno de ellos. Cuando he invocado las runas, tenía en mente que quería salir de las catacumbas y creo que los símbolos mágicos me conducen hacia el exterior, pero... — lfred titubeó, con un gesto de inquietud.
    —¿Pero...?
    —Pero tal vez la salida a la que nos llevan esté justo frente a la entrada principal del palacio —terminó la frase Alfred, abatido.
    Haplo exhaló un suspiro y reprimió el intenso deseo de hacerse un ovillo y abandonarse al dolor del veneno. El ardor de las runas de su piel se intensificó. Se puso en pie lenta y penosamente y llamó al perro con un sordo silbido.
    —No tenemos más remedio que seguir adelante —proclamó.
    —Haplo... —Alfred se incorporó también y tomó del brazo al patryn, con gesto inseguro—. ¿Qué has querido decir con eso de que sabes cómo se siente la duquesa? ¿Te refieres a que debería haberte dejado morir?
    Haplo apartó el brazo, rechazando el contacto.
    —Si lo que quieres es que te agradezca que me hayas salvado la vida, sartán, andas muy equivocado. Al hacerlo, tal vez hayas puesto en peligro a mi pueblo, al tuyo y a todos esos estúpidos mensch que tanto parecen preocuparte. ¡Sí, sartán, deberías haberme dejado morir! ¡Y, a continuación, deberías haber hecho lo que te pedí y destruir mi cuerpo!
    Alfred lo miró, perplejo y asustado.
    —¿En peligro? No entiendo...
    El patryn alzó uno de sus brazos tatuados, lo colocó ante las narices de Alfred e indicó los signos mágicos que le cubrían la piel.
    —¿Por qué crees que Kleitus ha optado por el veneno para acabar conmigo, en lugar de utilizar una lanza o una flecha? ¿Por qué el veneno? ¡Para no emplear armas que pudieran causar daños en mi piel!
    —¡Sartán bendito! —musitó Alfred, palidísimo.
    Haplo soltó una breve carcajada.
    —¿Sartán bendito? ¡Ja! ¡Maldita sea tu raza! ¡Vámonos de una vez! ¡Salgamos de aquí lo antes posible!
    Alfred reemprendió la marcha, túnel adelante. Los signos mágicos de las paredes se iluminaron a su paso con su suave resplandor azulado. El cadáver del príncipe aguardó al lázaro de la duquesa y le ofreció su mano con aire regio, a pesar del boquete que le atravesaba el pecho.
    El lázaro contempló al príncipe muerto y volvió luego la mirada hacia su esposo.
    Jonathan tenía la cabeza hundida y se mesaba su larga melena, tirándose de los cabellos con gesto de amarga aflicción.
    El ser que había sido su esposa lo miró sin el menor asomo de conmiseración.
    Su expresión era fría, impasible, helada como una máscara mortuoria. El fantasma atrapado dentro de aquel cuerpo le infundía vida; una vida terrible que se reflejaba en los ojos muertos del lázaro con un destello amenazador, brusco y espeluznante.
    —Son los vivos quienes nos han hecho esto —susurró.
    «... nos han hecho esto...», susurró el eco.
    El duque alzó el rostro con expresión desolada y los ojos muy abiertos. El lázaro dio un paso hacia él pero Jonathan, encogiéndose, rehuyó la proximidad de aquel extraño ser en que se había convertido su esposa.
    Jera lo contempló en silencio. Las dos mitades de su ser se agitaron, separándose, en un intento inútil del espíritu por liberarse de la prisión que significaba su cuerpo. Sin una palabra, el lázaro dio media vuelta y volvió junto al cadáver del príncipe. Sus pies pisaron descuidadamente la flecha ensangrentada que había arrojado al suelo.
    Con la mirada desencajada, Jonathan extrajo un objeto de debajo de la túnica y un reflejo metálico centelleó bajo la luz mortecina de las runas.
    —¡Perro! ¡Detenlo! —gritó Haplo.
    El animal dio un salto, dejando los dientes al descubierto. Jonathan soltó una exclamación de dolor y desconcierto. El puñal que sostenía cayó al suelo con un tintineo. El duque hizo ademán de agacharse a recogerlo, pero el can fue más rápido. Plantado ante el arma, enseñó de nuevo los colmillos con un ronco gruñido. Jonathan dio un paso atrás y se sujetó la muñeca, ensangrentada, de la mano que había empuñado el arma.
    Haplo tomó del brazo al duque y lo guió pasadizo adelante, tras los pasos de Alfred. Con un silbido, ordenó al perro que lo siguiera.
    —¿Por qué me has detenido? —preguntó Jonathan con voz sorda. Echó a andar tras el patryn, arrastrando los pies y avanzando a ciegas—. ¡Quiero morir!
    —¡Precisamente lo que me hace falta: otro muerto! —replicó Haplo con un gruñido—. ¡Apresura el paso!
    CAPITULO 35
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    El pasadizo continuó descendiendo en suave pendiente y las runas iluminaron un camino liso y despejado que parecía conducir directamente a las entrañas de aquel mundo. Haplo recelaba de cualquier iniciativa que tomara Alfred, pero se vio obligado a aceptar que el túnel, aunque antiguo, era ancho y seco y se mantenía en buen estado. El patryn esperó no equivocarse al deducir de ello que había sido diseñado para acoger un tráfico considerable de personas.
    ¿Para qué, se dijo, podía servir un pasadizo semejante sino para conducir a un grupo numeroso de gente hacia un lugar concreto? ¿Y qué lugar más probable que una salida al exterior? Era una conclusión lógica, pero Haplo se recordó a sí mismo, sombríamente, que con los sartán nunca se sabía...
    En cualquier caso, llevara donde los llevase el camino, estaban obligados a seguirlo. No había posible vuelta atrás. El patryn se detenía con frecuencia a escuchar y, últimamente, estaba seguro de reconocer unas pisadas, el estruendo de las corazas y el rechinar de las lanzas y las espadas. Echó un vistazo a sus compañeros de huida. Los muertos estaban en mejores condiciones que los vivos.
    El lázaro de Jera y el cadáver del príncipe avanzaban por el túnel con paso sereno y decidido. Tras ellos, Jonathan caminaba tambaleándose, sin apenas prestar atención a lo que sucedía a su alrededor y con la mirada fija, llena de horror y confusión, en la figura torturada de su amada esposa. Haplo tampoco se sentía muy bien. Aún tenía el veneno en el organismo y sólo terminaría de curarlo un largo sueño reparador. El fulgor de las runas de su piel era débil, enfermizo. La tarea de poner un pie delante del otro requería de todas sus fuerzas mágicas. Si tenía que hacer frente a algún reto más exigente, las runas parpadearían y se apagarían por completo. Silencioso y vigilante, el perro acompañó a su amo, pegado a sus talones.
    El patryn apretó el paso por el túnel y dejó atrás al trío hasta llegar a la altura de Alfred. El sartán cantaba las runas en un murmullo casi inaudible y contemplaba cómo los signos mágicos cobraban vida, flameantes, e iluminaban el camino.
    —Vienen tras nosotros —anunció Haplo en voz baja.
    El sartán, concentrado en sus runas, no se había percatado de la cercanía del patryn. Al oírlo, dio un respingo, tropezó y estuvo a punto de caer. Lo evitó apoyándose en la pared lisa y seca y dirigió una mirada nerviosa a su espalda.
    Haplo movió la cabeza.
    —No creo que estén muy cerca, aunque no puedo estar totalmente seguro — dijo—. Estos malditos túneles perturban el sonido. Pero ellos tampoco podrán estar seguros de cuál seguimos. Supongo que tienen que detenerse a investigar cada intersección y a mandar patrullas por cada uno de los túneles para asegurarse de que no nos pierden el rastro. — ndicando las runas azules de la pared, añadió—: Esos signos mágicos... ¿no volverán a encenderse para mostrarles el camino, verdad?
    Alfred hizo una pausa, meditó la respuesta y, con expresión desconsolada, murmuró:
    —Es posible. Si el dinasta conoce los hechizos adecuados...
    Haplo también se detuvo y masculló una sarta de juramentos.
    —¡Esa maldita flecha!
    —¿Qué flecha? —Alfred se pegó a la pared, pensando que se le venía encima una lluvia de dardos puntiagudos.
    — ¡La que Su Señoría se ha arrancado del pecho! —Haplo se volvió hacia el oscuro túnel por el que habían llegado hasta allí—. ¡Cuando la encuentren, sabrán que están en el buen camino!
    Casi sin saber lo que hacía, dio un paso en aquella dirección.
    — ¡No estarás pensando en volver atrás! —exclamó Alfred, presa del pánico—.
    ¡No encontrarías el camino de vuelta!
    De pronto, una idea cosquilleó en la mente de Haplo y éste se preguntó si no sería aquello lo que se proponía, inconscientemente. Lo de ir a recuperar la flecha podía ser una excusa para dar esquinazo al grupo. Los soldados seguirían tras éste, sin duda, El sólo tendría que esconderse hasta que hubieran pasado y, luego, podrían seguir su camino dejando a los sartán a expensas de su merecido destino.
    La idea era muy tentadora. Sin embargo, dejaba en pie el problema de regresar a la nave, que se hallaba amarrada en territorio hostil.
    Por último, Haplo reanudó la marcha junto a Alfred.
    —Yo sí que encontraría el camino de vuelta —afirmó con acritud—. Lo que has querido decir con eso es que tú no encontrarías el modo..., el modo de cruzar de nuevo la Puerta de la Muerte. Ésa ha sido la razón de que me hayas salvado la vida, ¿no, sartán?
    —Por supuesto —respondió Alfred en un susurro cargado de tristeza—. ¿Por qué iba a hacerlo, si no?
    —Sí, ¿por qué ibas a hacerlo, si no?
    Alfred parecía profundamente absorto en su cántico. Haplo no captaba las palabras, pero vio cómo el sartán movía los labios y las runas iban encendiéndose.
    La pendiente se había suavizado de forma considerable y el suelo era ahora casi plano, lo cual debía de indicar que estaban llegando a alguna parte. Haplo no estuvo seguro de si aquello era bueno o malo.
    —¿No tendrá nada que ver con la profecía, verdad? —preguntó de improviso, atento a la reacción de Alfred.
    Todo el cuerpo del sartán dio un respingo como si fuera un muñeco movido por un titiritero: irguió la cabeza, alzó las manos y abrió unos ojos como platos.
    — ¡No! —protestó—. ¡No, te lo aseguro! ¡No sé nada de esa..., de esa profecía!
    Haplo lo estudió detenidamente. Alfred no renunciaba a mentir si se veía obligado a hacerlo, pero era malísimo para ello y soltaba sus mentiras con una expresión ansiosa, suplicante, como si rogara a su interlocutor que le creyese. En aquel momento, el sartán miraba a Haplo y tenía un aire asustado, abatido...
    —¡No te creo!
    —Lo digo de veras —respondió Alfred con un hilo de voz.
    —¡Entonces, eres idiota! —exclamó Haplo, furioso y decepcionado—. ¡Deberías haberles preguntado! Al fin y al cabo, esa profecía fue mencionada en relación contigo.
    —¡Razón de más para que no quiera saber nada de ella!
    —¡Ésta sí que es buena!
    —Una profecía significa que estamos destinados a hacer algo. Es una imposición, algo sobre lo cual no tenemos elección. Nos priva de nuestro libre albedrío. Con demasiada frecuencia, las profecías terminan cumpliéndose por sí mismas. Una vez que la idea penetra en la mente, actuamos, consciente o inconscientemente, para que se cumpla. Es la única explicación..., a menos que uno crea en un poder superior.
    —¡Un poder superior! ¿Cuál? ¿Los mensch? —replicó Haplo en son de burla— . No tengo la menor intención de creer en esa «profecía». Pero estos sartán sí creen en ella y es eso lo que me interesa. Como bien dices —añadió con un guiño—, esa profecía podría «cumplirse por sí misma».
    —Tú tampoco sabes a qué se refiere, ¿verdad? —apuntó Alfred.
    —No, pero me propongo descubrirlo. De todos modos, no te preocupes. No voy a contártelo. Escucha, duque... —el patryn se volvió hacia Jonathan.
    —¡Haplo! —Alfred contuvo el aliento y lo sujetó por el brazo.
    —¡No intentes detenerme, te lo advierto...! —Haplo se desasió.
    —¡Las runas! ¡Observa las runas!
    Alfred señaló la pared con un dedo tembloroso. Haplo miró a su interlocutor pensando que se trataba de un truco para impedir que hablara con el duque, pero Alfred parecía sobresaltado de verdad. A regañadientes, con cautela, el patryn volvió la vista.
    Desde que habían abandonado las mazmorras, los signos mágicos habían ido iluminándose uno tras otro, situados siempre en lo que sería el zócalo de las paredes. En cambio, en aquel punto, abandonaban la parte baja de la pared y subían por ésta hasta formar un arco de brillante luz azul. Haplo entrecerró los párpados para vencer el resplandor y miró más allá del arco de runas. No advirtió otra cosa que oscuridad.
    —Es una puerta. Hemos llegado a una puerta —dijo Alfred, nervioso.
    —¡Ya lo veo! ¿Adonde conduce?
    —No..., no lo sé. Las runas no lo dicen. Pero... creo que no deberíamos avanzar más.
    —¿Y qué sugieres que hagamos, entonces? ¿Esperar aquí y presentar nuestros respetos al dinasta?
    Alfred se humedeció los labios con la lengua y su cabeza calva se perló de sudor.
    —No, no... Es sólo que... En fin, que yo no...
    Haplo avanzó hacia el arco. Ante su proximidad, las runas cambiaron de color; del tono azulado pasaron a un rojo flameante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. El patryn se cubrió el rostro con la mano e intentó seguir avanzando. El fuego rugía y crepitaba; el humo le cegaba los ojos. El aire sobrecalentado le laceró los pulmones. Las runas de sus brazos incrementaron su tono azul en respuesta, pero sus escasas fuerzas no podían protegerlo de las llamas que ya casi le chamuscaban la piel. Haplo retrocedió, respirando entrecortadamente. Atravesar aquel arco le habría costado la vida.
    El patryn miró con rabia a Alfred considerándolo, sin ningún motivo, responsable de lo sucedido. Cuando Haplo se retiró, el fuego de las runas se convirtió en un leve resplandor rojo amarillento.
    —Son runas de reclusión. No puedes cruzar —dijo Alfred, con la luz de los signos mágicos reflejada en sus ojos desorbitados—. ¡Nadie puede hacerlo! Por aquí hay otro pasadizo — ñadió, y señaló un túnel que se extendía en ángulo recto con el que ocupaban.
    Dejaron el arco ardiente, cuyas runas se apagaron hasta quedar de nuevo en completa oscuridad tras ellos, y avanzaron por el nuevo pasadizo. Alfred reinició su canturreo y las runas azules volvieron a iluminarse en la parte baja de las paredes, guiando su avance. Sin embargo, no habían dado ni cincuenta pasos cuando descubrieron que el pasadizo doblaba a la derecha, conduciéndolos de nuevo en la dirección de la que venían. Haplo no se sorprendió al ver que ante ellos se iluminaba otro arco.
    —¡Oh, vaya! —murmuró Alfred, afligido—. ¡Pero no puede ser el mismo!
    —No lo es —confirmó Haplo con voz sombría.
    —Mira, el pasadizo tiene otra salida por ahí...
    — ...y apuesto a que sólo nos conducirá a otro arco. Puedes ir a comprobarlo, pero...
    —Los muertos se acercan —intervino de pronto el lázaro, con sus labios helados en una sonrisa extraña y espectral—. Puedo oírlos.
    «... oírlos...», musitó el fantasma.
    —Yo también los oigo —asintió Haplo—. El ruido del frío acero.
    Miró al sartán. Alfred se encogió contra la pared; a juzgar por su expresión, se diría que hubiese querido fundirse con la roca.
    —Runas de reclusión, has dicho. En tal caso, serán para impedir que alguien salga, no para evitar que entre.
    Alfred lanzó una mirada trémula y desesperada a los signos mágicos.
    —Nadie que se encuentre con estas runas querría entrar, por nada del mundo...
    Haplo contuvo una réplica acerba y se volvió hacia Jonathan.
    —¿Tienes alguna idea de lo que pueda haber ahí dentro?
    El duque alzó hacia él unos ojos vidriosos y miró a su alrededor sin dar muestras de interés. Apenas tenía idea de dónde estaba y, evidentemente, le importaba aún menos. Haplo soltó un juramento en voz baja y se dirigió de nuevo a Alfred.
    —¿Puedes romper las runas?
    Al sartán le corría el sudor por el rostro. Tragó saliva, movió la nuez y asintió.
    —Pero no lo entiendes —dijo con voz temblorosa, casi inaudible—. Estas runas son las más poderosas que es posible conjurar. ¡Tras esa puerta existe algo terrible! ¡No la abriré!
    Haplo miró fijamente al sartán, midiendo qué sería preciso para forzarlo a actuar. Alfred estaba muy pálido pero tenía un aire resuelto, con los hombros muy erguidos; sus ojos sostuvieron la mirada de Haplo sin pestañear, con inesperada firmeza.
    —¡Sea! —murmuró el patryn y, dando media vuelta, echó a andar hacia el arco. Las runas se inflamaron y notó el calor en el rostro y en los brazos. Apretó los dientes y continuó avanzando. El perro soltó un ladrido frenético.
    —¡Quieto ahí! —le ordenó su amo, y siguió andando.
    —¡Espera! —gritó Alfred en un tono no menos frenético que el del animal—.
    ¿Qué estás haciendo? ¡Tu magia no puede protegerte!
    El calor era intenso. La respiración se hacía difícil. La puerta mágica estaba en llamas, como un arco de fuego.
    —Tienes razón, sartán —asintió Haplo. Entre toses, continuó avanzando con decisión—. Pero el final... será rápido. Y mi cuerpo... —miró atrás— no será de mucha utilidad a nadie cuando esté...
    —¡No! ¡No lo hagas! ¡Yo... la abriré! —gritó Alfred entre temblores. Se despegó de la pared con esfuerzo y avanzó hacia el arco de runas arrastrando los pies.
    Haplo se detuvo, se hizo a un lado y lo miró con una sonrisa calmosa y complacida.
    —No tienes aguante —murmuró con desdén cuando el sartán pasó lentamente ante él.
    CAPITULO 36
    LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH
    La figura de Alfred, ridícula y desmañada con la túnica negra excesivamente corta, empezó una danza solemne ante el arco en llamas.
    Sus pies, incapaces de dar diez pasos sin tropezar, ejecutaron de pronto complicados pasos con una gracia y una elegancia extraordinarias. Su expresión era grave y severa, completamente absorta en la danza, que acompañaba de una cantinela también grave y severa. Sus manos trazaban runas en el aire y sus pies repetían los trazos sobre el suelo.
    Haplo lo observó hasta que se dio cuenta de que una parte díscola de su ser se sentía conmovida y fascinada por la belleza de lo que contemplaba.
    —¿Cuánto va a durar esto? —inquirió con voz áspera y disonante, interrumpiendo el canturreo.
    Alfred no le prestó atención, pero el cántico y el baile terminaron poco después de que Haplo interviniera. La luz roja de las runas de reclusión parpadearon, se difuminaron y terminaron por apagarse. Alfred se sacudió y aspiró profundamente, como si emergiera de aguas profundas. Contempló la luz agonizante de las runas y exhaló un suspiro.
    —Ya podemos pasar —anunció, secándose el sudor de la frente.
    El grupo cruzó el arco sin novedad, aunque Haplo tuvo que vencer una inesperada y abrumadora sensación de rechazo a entrar, y experimentó un desagradable e intenso escozor en las runas tatuadas en su piel. De haber estado en el Laberinto, habría hecho caso de aquellas advertencias.
    Fue el último en pasar bajo el arco, con el perro pegado a sus talones. Las runas volvieron a encenderse casi de inmediato y su fulgor rojizo iluminó el túnel.
    —Esto debería detener a quien nos siga; al menos, debería retrasar su marcha. Puede que la mayoría de los sartán haya olvidado la antigua magia, pero no me atrevo a asegurar lo mismo de Kleitus... —Haplo hizo una pausa y frunció el entrecejo. Los signos mágicos en forma de arco despedían su brillo a ambos lados del arco—. ¿Qué significa eso, sartán?
    —Estas runas son distintas —respondió Alfred con voz débil y atemorizada—.
    Los signos del otro lado estaban estructurados para mantener fuera a la gente.
    Estas —se volvió y clavó la vista en el oscuro pasadizo— tienen por objeto mantener algo dentro.
    Haplo, cauteloso, se agazapó junto a la pared del túnel. Los patryn no destacaban por su imaginación y su creatividad, pero era preciso muy poco de una y de otra para que Haplo evocara visiones de diversos monstruos terribles que pudieran acechar en las profundidades de aquel mundo.
    Y no le quedaban fuerzas ni para enfrentarse a un gato casero enfurecido.
    Notó una mirada posada en él y alzó la vista rápidamente. El lázaro de la duquesa lo estaba contemplando. Los ojos del rostro muerto estaban fijos y pasmados, inexpresivos. Pero los del fantasma, que a veces miraban a través de los del cuerpo como una sombra consciente, lo observaban ahora fijamente.
    Y su mirada era aciaga, siniestra. Una leve sonrisa curvaba los labios amoratados del lázaro.
    —¿Por qué luchar? Nada puede salvarte. Al final, serás uno de nosotros.
    El miedo atenazó a Haplo, le comprimió las entrañas y se le clavó en las tripas. No era el miedo cargado de adrenalina del combate, que da al hombre la fuerza que no tiene, la resistencia y la capacidad de sufrimiento que no posee. El temor que experimentaba ahora era el del niño a la oscuridad, el terror a lo desconocido, el miedo debilitador a algo que no entendía y que, por lo tanto, no podía controlar.
    El perro, percibiendo la amenaza, emitió un gruñido y se situó entre su amo y el lázaro, con los pelos del cuello erizados. El cadáver bajó sus ojos de mirada malévola, roto su horrible hechizo. Alfred había reemprendido el avance por el túnel, murmurando las runas para sí. Los signos mágicos azules de las paredes volvían a guiarlos hacia adelante. Detrás de él caminaba el cadáver del príncipe Edmund, cuyo fantasma había vuelto a separarse del cuerpo y flotaba tras éste como un velo de seda raído.
    Tembloroso y acobardado, Haplo permaneció pegado a la pared, tratando de recuperarse, hasta que la luz de las runas casi se hubo desvanecido. En ese momento, una voz que surgía de la penumbra le puso en dolorosa tensión cada nervio de su cuerpo.
    —¿Crees que todos los cadáveres nos odiarán tanto? —Era la voz de Jonathan, desgarrada y angustiada.
    Haplo no había estado atento, no había percibido la proximidad del duque.
    Tal desliz le habría costado la vida en el Laberinto. Haplo maldijo a Jonathan, y su maldición se extendió a sí mismo, al túnel, al veneno y a Alfred. Agarró al duque por el codo y lo empujó con aspereza pasadizo adelante.
    El túnel era ancho y espacioso, con las paredes y el techo secos. El suelo de roca estaba cubierto de una capa virgen de polvo, sin marcas de pisadas o de garras, ni rastros sinuosos como los dejados por serpientes y dragones. Allí no se había producido intento alguno de borrar las runas y éstas brillaban con intensidad, iluminando el camino hacia lo que fuera que les esperaba.
    Haplo aguzó el oído y olfateó, palpó y saboreó el aire. Pendiente de las reacciones de las runas tatuadas en su piel, avanzó muy atento a la menor señal de su cuerpo que pudiera advertirle de un peligro.
    Nada.
    Más aún: de no haberle parecido descabellado, el patryn habría jurado que experimentaba, en realidad, una sensación de paz, de bienestar, que relajaba sus músculos en tensión y calmaba sus nervios exacerbados. El sentimiento era inexplicable, no tenía sentido y, en pocas palabras, aumentaba su irritación.
    Delante de él no percibía ningún peligro; en cambio, era indudable que sus perseguidores continuaban tras ellos.
    El túnel se extendía en línea recta, sin curvas ni recodos, sin otros pasadizos que se bifurcaran de él. El grupo pasó bajo varios arcos, pero ninguno de ellos estaba protegido por runas de reclusión como las que habían encontrado en el primero. Entonces, de pronto, las runas azuladas que los guiaban desaparecieron bruscamente, como si el pasadizo quedara interrumpido por una pared.
    Cuando Haplo llegó de nuevo a la altura de Alfred, descubrió que, efectivamente, de eso se trataba. Un muro de roca negra, sólida y firme, se alzaba ante ellos. Sobre su pulida superficie se adivinaban unos trazos borrosos.
    Runas. Más runas sartán, observó Haplo al estudiarlas en detalle bajo el tenue resplandor de los mágicos signos azulados que los habían llevado hasta allí.
    Sin embargo, hasta sus ojos inexpertos advirtieron que en aquellas runas había algo raro.
    —¡Qué extraño! —murmuró Alfred al contemplarlas.
    —¿El qué? —preguntó el patryn, nervioso e impaciente—. Perro, vigila — ordenó al animal. Éste, a un gesto de la mano de su amo, volvió sobre sus pasos para montar guardia en el camino—. ¿Qué es eso tan extraño? ¿Estamos en un callejón sin salida?
    —No, no. Aquí hay una puerta...
    —¿Puedes abrirla?
    —Sí, desde luego. De hecho, un niño podría abrirla con facilidad.
    —¡Entonces, busquemos a un niño para que lo haga!
    Haplo ardía de impaciencia. Alfred, entretanto, estudiaba la pared con interés científico.
    —La estructura rúnica no es complicada; se parece a los pestillos que uno usa en las alcobas o los cuartos de baño de una casa, pero...
    —¿Pero qué? —Haplo reprimió el impulso de retorcerle el cuello largo y huesudo—. ¡Déjate de divagaciones!
    —Aquí hay dos series de runas. —Alfred levantó un dedo y las señaló—. ¿Te das cuenta ahora, no?
    Sí. Haplo reconoció las dos estructuras diferenciadas y se dio cuenta de que era aquello lo que había notado al contemplar la pared.
    —Dos series de runas —Alfred parecía hablar consigo mismo—. Una de ellas, parece añadida más tarde..., mucho más tarde, me atrevería a decir, pues los signos están grabados encima de las runas originales.
    La frente alta y abovedada del sartán se llenó de arrugas; sus cejas finas y canosas se juntaron en un gesto de pensativa consternación. El perro lanzó un único y sonoro ladrido de advertencia.
    —¿Puedes abrir la condenada puerta o no? —repitió Haplo con las mandíbulas encajadas y los puños crispados, conteniendo su irritación.
    Alfred asintió con aire abstraído.
    —Entonces, hazlo.
    El patryn lo dijo en un susurro para no hacerlo a gritos. Alfred se volvió hacia él con expresión desolada.
    —No estoy seguro de que deba.
    —¿Que no estás seguro? —Haplo lo miró, sin dar crédito a lo que decía—.
    ¿Por qué? ¿Tan terrible es lo que hay escrito en esa puerta? ¿Más runas de reclusión?
    —No —reconoció Alfred, tragando saliva en un gesto nervioso—. Son runas de..., de santidad. Este lugar es sagrado, ¿no lo notas?
    —¡No! —mintió Haplo, colérico—. ¡Lo único que noto es el resuello de Kleitus en la nuca! ¡Abre la condenada puerta!
    —Sagrado..., santificado. Tienes razón —susurró Jonathan con voz de temerosa admiración. El duque había recobrado algo el color y miraba a su alrededor con asombro, a la defensiva—. ¿Qué lugar es éste? ¿Cómo es que nadie sabía que existía esto aquí abajo?
    —Las runas son antiguas, casi de la época de la Separación. Probablemente, los signos mágicos de reclusión mantuvieron a distancia a todo el mundo y, con el paso de los siglos, su existencia cayó en el olvido.
    Haplo expulsó de su mente el desagradable pensamiento de que aquellas runas de reclusión habían sido colocadas para impedir que lo que hubiese más allá pudiera cruzarlas.
    El perro ladró de nuevo. Volviendo sobre sus pasos, corrió hacia su amo y se plantó a sus pies, tenso y jadeante.
    —Kleitus se acerca. Abre la puerta —insistió Haplo—. O quédate aquí y disponte a morir.
    Alfred miró hacia atrás con temor. Después, miró adelante con la misma expresión. Exhaló un suspiro y pasó las manos por la pared recorriendo las runas y cantándolas en voz baja. La piedra empezó a disolverse bajo sus dedos y apareció en la pared, más rápido de lo que la vista podía captar, un boquete circundado de runas azuladas.
    —¡Atrás! —gritó Haplo. Se pegó a la pared y se asomó con cautela a la oscuridad del orificio, preparado para enfrentarse a unas fauces babeantes, unos colmillos afilados o algo aún peor.
    Nada. Sólo una nube de polvo. El perro lo olfateó y estornudó.
    Haplo recuperó la compostura y, cruzando la abertura, se sumió en la oscuridad. Casi deseaba que algo saltara sobre él. Algo sólido y real, que el patryn pudiera ver y combatir.
    Su pie encontró un obstáculo en el suelo. Lo empujó suavemente con la puntera y el objeto rodó hacia adelante con un sonido hueco.
    —¡Necesito luz! —murmuró Haplo volviendo la cabeza hacia Alfred y Jonathan, que permanecían agazapados al otro lado de la abertura.
    Alfred avanzó hacia el patryn agachando la cabeza para no golpearse con el quicio de la entrada. Una vez dentro, movió las manos con rápidos gestos y recitó unas runas con una cantinela que produjo dentera a Haplo. Pronto empezó a surgir una luz blanca y suave de un globo recubierto de runas que colgaba del centro de un techo alto en forma de bóveda.
    Debajo del globo había una mesa ovalada tallada en una piedra blanca, inmaculada; una mesa que no procedía, con certeza, de aquel mundo. Siete puertas selladas en las paredes de la sala conducían sin duda a otros tantos túneles, parecidos al que habían seguido, que desde diferentes direcciones confluían en aquel lugar. Y todos ellos, sin duda, estarían marcados con las mortíferas runas de reclusión.
    Unas sillas, que un día debieron de estar colocadas en torno a la mesa, aparecían derribadas por el suelo, volcadas y desordenadas. Y, en medio de aquel desorden...
    — ¡Sartán misericordioso! —exclamó Alfred, juntando las manos con una palmada.
    Haplo siguió su mirada. El objeto que había apartado con el pie era un cráneo.
    CAPITULO 37
    LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH
    El cráneo, impulsado por el puntapié, había rodado hasta tropezar con una pila de huesos pelados, donde se había detenido. Más esqueletos y más cráneos, casi demasiados para contarlos, llenaban la cámara. Todo el suelo de la habitación estaba alfombrado de huesos. Perfectamente conservados en la atmósfera sellada, intactos a lo largo de los siglos, los muertos yacían donde habían caído, con las extremidades torcidas en posturas grotescas.
    —¿Cómo ha muerto esta gente? ¿Qué los mató? —Alfred miró a un lado y a otro, esperando ver surgir en cualquier momento al responsable de las muertes.
    —Puedes tranquilarte —dijo Haplo—. No los atacó nada. Se mataron entre ellos. Y algunos ni siquiera iban armados. Mira esos dos, por ejemplo.
    Una mano empuñaba una espada cuya brillante hoja de metal no se había oxidado en aquella atmósfera seca y cálida. El filo mellado del arma yacía junto a una cabeza seccionada y separada de los hombros.
    —Un arma, dos cuerpos.
    —Sí, pero entonces, ¿quién mató al matador? —inquirió Alfred.
    —Buena pregunta —reconoció Haplo.
    Se arrodilló a examinar con más detalle uno de los cuerpos. Las manos del esqueleto estaban cerradas en torno a la empuñadura de una daga. La hoja estaba firmemente encajada entre las costillas del propio cadáver.
    —Parece que el matador se dio muerte a sí mismo —observó el patryn.
    Alfred retrocedió un paso con una mueca de horror. Haplo echó un rápido vistazo a su alrededor y constató que más de uno había muerto de su propia mano.
    —Asesinato en masa. —Se incorporó—. Suicidio en masa.
    Alfred lo miró, espantado.
    —¡Eso es imposible! ¡Los sartán veneramos la vida! ¡Nosotros jamás...!
    —¿Igual que jamás habéis practicado la nigromancia? —lo cortó Haplo con brusquedad.
    Alfred cerró los ojos, hundió los hombros y ocultó el rostro entre las manos.
    Jonathan penetró a regañadientes en la estancia y contempló el panorama con aire perplejo. El cadáver del príncipe Edmund se quedó junto a una pared, impasible, sin demostrar el menor interés. Aquella gente no era su pueblo. El lázaro de Jera se deslizó entre los restos de esqueletos moviendo con rapidez sus ojos muertosvivos.
    Haplo no perdió de vista a la duquesa mientras se acercaba a Alfred, que se había recostado contra la pared con aire abatido.
    —Domínate, sartán. ¿Puedes cerrar esa puerta?
    Alfred lo miró con cara angustiada.
    ¿Qué?
    —¡Cerrar la puerta! ¿Puedes hacerlo?
    —Eso no detendrá a Kleitus. Ha sabido cruzar las runas de reclusión.
    —Al menos, retrasará su entrada. ¿Qué diablos te sucede?
    —¿Estás seguro de que quieres que...? ¿De veras quieres... quedarte aquí encerrado?
    Con un gesto de impaciencia, Haplo indicó las otras seis puertas de la cámara.
    —¡Oh, sí, claro, ya entiendo...! —murmuró Alfred—. Supongo que no sucederá nada...
    —¡Supón todo lo que quieras, pero cierra esa maldita puerta! —Haplo dio una vuelta sobre sí mismo, inspeccionando las otras salidas—. Bueno, debe haber algún modo de averiguar adonde conducen. Debe haber alguna indicación...
    Un sonido crepitante lo interrumpió; la puerta empezaba a cerrarse.
    «¡Vaya, muchas gracias!», se disponía a comentar Haplo con sarcasmo, pero se contuvo cuando advirtió la expresión de Alfred.
    —¡No lo he hecho yo! —exclamó el sartán, vuelto con los ojos desorbitados hacia la puerta de piedra que cerraba lenta e inexorablemente la abertura.
    De pronto, movido por un impulso irracional, Haplo no quiso verse atrapado en aquel lugar. De un salto, interpuso su cuerpo entre la puerta y la pared.
    La maciza puerta de piedra siguió avanzando hacia él.
    Haplo la empujó con todas sus fuerzas. Alfred se agarró furiosamente a la puerta con las manos, tratando de hundir los dedos en la piedra.
    —¡Usa la magia! —ordenó Haplo.
    Con voz desesperada, Alfred gritó una runa. La puerta continuó cerrándose.
    El perro se puso a ladrar ante ella frenéticamente. Haplo hizo un intento de detenerla empleando su propia magia y sus manos trazaron unos signos mágicos sobre la puerta que estaba a punto de estrujarlo.
    — ¡No servirá de nada! —gimió Alfred dándose por vencido en su intento de detener la puerta—. No hay nada que hacer. ¡Esa magia es demasiado poderosa!
    Haplo tuvo que darle la razón. En el último momento, cuando ya estaba a punto de quedar aplastado entre la puerta y la pared, saltó a un lado quitándose de en medio. La puerta se cerró con un estruendo sordo que levantó una nube de polvo e hizo vibrar los huesos de los esqueletos.
    Bien, se dijo el patryn. La puerta ya estaba cerrada. Era lo que quería, ¿no?
    ¿A qué venía, entonces, su reacción de pánico?, se preguntó, furioso consigo mismo. Era aquel sitio. La sensación que le producía aquella sala. ¿Qué había impulsado a aquella gente a matarse entre sí, incluso a suicidarse? ¿Ya qué venían las runas de reclusión, destinadas a impedir que nadie entrara o saliera...?
    Una suave luz blancoazulada empezó a iluminar la cámara. Haplo alzó la cabeza rápidamente y vio aparecer una serie de runas que formaba un círculo en torno a la parte superior de las paredes de la cámara.
    Alfred soltó un jadeo.
    —¿Qué sucede? ¿Qué dicen esas runas? —Haplo se dispuso a defenderse.
    —¡Este lugar está... santificado! —El sartán soltó una nueva exclamación de asombro y siguió contemplando las runas, cuyo resplandor se hizo más brillante, bañándolos con una potente luz—. Creo que empiezo a entender. «Quien traiga la violencia a este lugar... la encontrará vuelta contra él mismo.» Esto es lo que dicen.
    Haplo exhaló un suspiro de alivio. Había empezado a tener visiones de gente atrapada en el interior de una sala sellada, muriendo de asfixia, volviéndose loca y poniendo un rápido fin a sus vidas.
    —Eso lo explica. Estos sartán empezaron a luchar entre ellos, la magia reaccionó para detener la violencia y el resultado fue el que vemos.
    El patryn empujó a Alfred hacia una de las puertas. No importaba adonde condujera; lo único que quería Haplo era salir de allí. Por poco no estrelló al sartán contra la pared de roca.
    —¡Ábrela!
    —Pero ¿por qué es sagrada esta cámara? ¿A qué está consagrada? ¿Y por qué, si es sagrada, ha de tener una protección mágica tan poderosa?
    Alfred, en lugar de concentrarse en las runas de la puerta, dejó vagar la mirada por la estancia. Haplo flexionó los dedos y apretó los puños.
    —¡Va a ser sagrada para tu cadáver, sartán, si no abres inmediatamente esta puerta!
    Alfred se dispuso a hacerlo con irritante lentitud, palpando la piedra con las manos. Miró con fijeza la roca y murmuró unas runas con voz ininteligible. Haplo se quedó junto al sartán para asegurarse de que no se distraía.
    —Es nuestra oportunidad perfecta para escapar. Aunque Kleitus consiga llegar hasta aquí, no tendrá la menor idea de qué camino hemos tomado...
    —Aquí no hay fantasmas — intervino la voz del lázaro.
    «... no hay fantasmas...», susurró el eco.
    Haplo volvió la cabeza y vio al lázaro pasando de un esqueleto al siguiente. El cadáver del príncipe abandonó su posición junto a la entrada y avanzó hasta las inmediaciones de la mesa de piedra blanca situada en el centro de la estancia.
    ¿Eran imaginaciones suyas, se preguntó Haplo, o el fantasma del príncipe se estaba haciendo más nítido y tangible?
    El patryn parpadeó y se frotó los ojos. Era aquella condenada luz. ¡Nada tenía el aspecto que debería!
    —Lo siento —dijo Alfred con un hilo de voz—. No quiere abrirse.
    —¿Qué significa eso de que no quiere abrirse?
    —bebe de tener algo que ver con esas runas. —Alfred hizo un vago gesto hacia el techo—. Mientras su magia está activada, ninguna otra puede funcionar. ¡Claro!
    ¡Ésa es la razón —indicó en tono complacido, como si acabara de resolver una complicada ecuación matemática—. No querían que los interrumpieran en lo que estaban haciendo, fuera lo que fuese.
    —¡Pero fueron interrumpidos! —apuntó Haplo, dando una patada a uno de los cráneos—. A menos que se volvieran locos y se atacaran entre ellos.
    Lo cual parecía una posibilidad muy real. Tenía que salir de allí. No podía respirar. Alguna fuerza extraña estaba expandiéndose en la sala, dejándola sin aire. La luz era intensa, dolorosa, deslumbrante.
    Tenía que salir de allí antes de quedar ciego, antes de asfixiarse. Un sudor húmedo y frío le impregnó las palmas de las manos y le dejó el cuerpo aterido.
    ¡Tenía que salir de allí!
    Empujó a Alfred a un lado y se lanzó contra la puerta sellada, sobre la cual empezó a trazar unas runas. Runas patryn. Estaba frenético; las manos le temblaban de tal manera que apenas podía dar forma a unos signos mágicos que sabía trazar desde que era un niño. Las runas despidieron un fulgor rojizo que se fue amortiguando hasta desaparecer. Había cometido un error. Un error estúpido.
    Sudoroso, apretó los dientes y empezó de nuevo. Tuvo la vaga sensación de que Alfred intentaba detenerlo. Haplo se lo quitó de encima como habría hecho con una mosca impertinente. La luz blancoazulada seguía aumentando de intensidad y caía sobre él con la fuerza del sol.
    —¡Detenedlo! —exclamó la voz chillona del lázaro de Jera—. ¡Nos está dejando!
    «... dejando...», les llegó el eco.
    Haplo se echó a reír. No iba a poder salir de allí, y lo sabía. Su risa tenía un tono histérico. Escuchó la exclamación de la muertaviva, pero no le prestó atención. Morir. Todos iban a morir...
    —¡El príncipe!
    La voz de Alfred y el ladrido de alarma del perro llegaron al mismo tiempo y resultaron casi imposibles de distinguir, como si el sartán hubiera dotado de palabras al perro.
    Con el cuerpo y la mente entumecidos por el veneno, la fatiga y lo que sólo podía catalogarse de pánico, Haplo advirtió que al menos uno de los miembros del grupo había descubierto una salida.
    El cadáver del príncipe se derrumbó sobre la mesa, como si lo hubiese abandonado la magia horrible que lo había mantenido con vida. El fantasma de Edmund estaba alejándose del cuerpo que había sido su prisión con el porte regio y sereno que había poseído en vida y el rostro transfigurado de arrebatado éxtasis.
    Los brazos del cadáver yacieron laxos sobre la madera. El fantasma levantó los suyos. Dio un paso, avanzando entre la sólida piedra de la mesa como un fantasma de verdad. Dio otro paso y otro más. El fantasma estaba dejando atrás su cuerpo.
    —¡Detenedlo! —Las facciones cambiantes del lázaro, en las que se fundían las de la muerta y la viva, miraron a Haplo—. ¡Sin él, nunca recuperarás la nave! En este mismo instante, su pueblo está intentando desmontar la estructura de runas que has colocado en la nave. Baltazar proyecta atravesar
    navegando y atacar Necrópolis.
    —¿Cómo puedes saber tal cosa? —gritó Haplo. Se oyó a sí mismo gritando, pero no pudo evitarlo. Estaba perdiendo el control.
    —¡Las voces de los muertos me lo cuentan! —respondió el lázaro—. Los oigo, desde cada rincón del mundo. ¡Detén al príncipe o tu voz se unirá a la suya!
    «... tu voz se unirá a la suya...» Nada de aquello tenía ya sentido. No era más que un sueño desquiciado.
    Haplo dirigió una mirada acusadora a Alfred.
    —¡No! ¡Esta vez no he sido yo quien ha formulado el hechizo! —protestó Alfred, retorciendo las manos—. ¡Pero es cierto! ¡Se está marchando!
    El fantasma del príncipe, con los brazos abiertos, se deslizó a través de la mesa de piedra aproximándose a su centro. El espíritu se hizo más nítido a los ojos de los testigos, mientras el cuerpo sin vida de Edmund empezaba a deslizarse hacia el suelo. ¿Adonde iba el fantasma? ¿Qué fuerza se lo llevaba?
    ¿Qué podía hacerlo volver?
    —¡Alteza! —exclamó Jonathan, con la voz quebrada de frenética urgencia—.
    ¡Tu pueblo! ¡No puedes abandonarlo! ¡Te necesita!
    —¡Tu pueblo! —añadió el lázaro en tono persuasivo—. Está en peligro.
    Baltazar gobierna ahora en tu lugar y conduce a tu pueblo a una guerra que no puede en modo alguno esperar ganar.
    —¿Nos puede oír? —preguntó Haplo.
    Sí, podía. El fantasma titubeó por un instante, miró a quienes lo rodeaban y la expresión de extasiado asombro se borró de su rostro, sustituida por una mueca de duda y de pesar.
    —Parece una lástima hacerlo volver —murmuró Alfred.
    Haplo hubiera podido hacer algún comentario sarcástico, pero no tenía energías para ello. Además, se irritó consigo mismo por haber tenido idéntico pensamiento.
    —Vuelve con tu pueblo. —El lázaro estaba convenciendo al fantasma para que regresara a su cuerpo, incitándolo con suavidad, como atrae una madre a un niño lejos de los peligros del borde del acantilado donde juega—. Es tu deber, Alteza. Eres responsable de él. Siempre lo has sido. ¡No puedes ser egoísta ahora y abandonarlo cuando más te necesita!
    El fantasma perdió consistencia y se difuminó hasta volver a ser el mismo velo borroso de antes. Y, a continuación, se desvaneció. Desapareció por completo.
    Haplo cerró los ojos con fuerza, pensando de nuevo que la fantasmal luz azul le jugaba una mala pasada. Parpadeó repetidas veces y miró a su alrededor para ver si alguien más lo había visto.
    Alfred tenía la mirada perdida en la mesa de piedra blanca. Jonathan ayudaba al cadáver resucitado a ponerse en pie.
    ¿Alguien se daría cuenta si, en la calle a plena luz del día, un transeúnte no produjera sombra?
    —Mi pueblo —murmuró el cadáver—. Debo volver con mi pueblo.
    Las palabras eran las mismas; el tono de voz había cambiado. La diferencia era sutil, un cambio en la entonación, en la modulación. No las pronunciaba de memoria, como un autómata, sino que las estaba pensando. Y Haplo se dio cuenta de que el cadáver de Edmund volvía a ser capaz de actuar. Los ojos ciegos volvían a ver. Estaban fijos en el lázaro y en su mirada había una sombra de duda. El patryn supo entonces dónde había ido a parar el fantasma. Una vez más, se había unido al cuerpo muerto del príncipe.
    Miró al lázaro y advirtió que éste había apreciado el mismo fenómeno y que no le había gustado.
    Haplo no sabía a qué venía aquello, ni le importó. En aquella sala habían sucedido — staban sucediendo— cosas muy extrañas. Cuanto más tiempo permanecía allí, menos le gustaba la sala. Y ya desde el primer momento le había gustado bastante poco. Tenía que haber algún modo de apagar aquellas condenadas luces azules...
    —La mesa —dijo Alfred de improviso—. La clave es la mesa.
    Se acercó a ella, salvando con cuidado los cuerpos que cubrían el suelo.
    Haplo fue con él, manteniéndose a su lado paso a paso.
    —¡Y mira esto! —le dijo el sartán—. Los cuerpos que rodean la mesa están vueltos hacia afuera, como si hubieran caído defendiéndola.
    —Y son los que iban desarmados —añadió Haplo—. Las runas sagradas, una mesa que esta gente murió por proteger... Si se tratara de mensch, apuntaría que esta mesa es un altar.
    Sus ojos se encontraron con los de Alfred y en ambas miradas había la misma pregunta. Los sartán se consideraban dioses. ¿A qué, entonces, podían rendir veneración?
    Alfred y el patryn llegaron junto a la mesa. Jonathan la estaba examinando minuciosamente, con aire concentrado, y alargó una mano hacia ella.
    —¡No la toques! —exclamó Alfred. El duque retiró la mano al instante.
    —¿Eh? ¿Por qué no?
    —Las runas que tiene grabadas. ¿No lees lo que dicen?
    —No muy bien —Jonathan se sonrojó—. Son muy antiguas.
    —Sí que lo son —dijo Alfred en tono solemne—. Su magia tiene que ver con la comunicación.
    —¿La comunicación? ¿Eso es todo? —Haplo estaba decepcionado, disgustado.
    Alfred empezó a descifrar poco a poco el enrevesado mensaje.
    —La mesa es antigua. No procede de este mundo. La trajeron del viejo mundo, del mundo separado. La trajeron consigo y la colocaron aquí, debajo del primer edificio que construyeron en este lugar. ¿Con qué propósito? ¿Qué sería una de las primeras cosas que intentarían esos antiguos sartán?
    —¡Comunicarse! —apuntó Haplo, estudiando la mesa con más interés.
    —Comunicarse, en efecto. Pero no entre ellos en este mundo, pues para eso podían valerse de su magia. Lo que intentaban era establecer contacto con los otros mundos.
    —Un contacto que no se produjo.
    —¿De veras? —Alfred estudió la mesa y colocó las manos sobre las runas grabadas, sin tocar la piedra, con los dedos extendidos y las palmas hacia abajo—.
    Supongamos que, al intentar esa comunicación con los otros mundos, entraron en contacto con..., con algo o con alguien que no esperaban...
    La fuerza que se nos opone es antigua y poderosa. No puede ser combatida ni aplacada. Las lágrimas no la conmueven, ni la afectan las armas que tenemos a nuestro alcance. Cuando al fin hemos reconocido su existencia, ya es demasiado tarde. Así pues, nos inclinamos ante ella...
    Haplo recordó las palabras pero no consiguió concretar dónde las había oído.
    En otro mundo. ¿En Ariano? ¿En Pryan? Le vino a la mente la imagen de un sartán, pero Haplo no había hablado nunca con otro sartán que no fuera Alfred, hasta su llegada a Abarrach. Aquello no tenía sentido.
    —¿Dicen algo de cómo salir de aquí? —preguntó el patryn.
    Alfred captó el tono nervioso de la voz de Haplo y, con expresión grave, respondió:
    —Uno de nosotros tiene que intentar la comunicación.
    —¿Y con quién crees que vas a establecer contacto?
    —No lo sé.
    —Está bien. Lo que sea, con tal de poner fin a esto. ¡No! Espera un momento, sartán. Yo también quiero participar en ello —dijo Haplo con aire sombrío—.
    Quiero escuchar lo que tú oigas.
    —¿Y tú, Jonathan? —Alfred se volvió hacia el duque—. Tú eres el representante de este mundo.
    —Sí, participaré. Tal vez pueda descubrir el modo de ayudar a... —Jonathan dirigió una mirada extraviada hacia su esposa y la frase murió en sus labios—. Sí —repitió por último, en un susurro.
    —Yo vigilaré la puerta —apuntó el lázaro de la duquesa, desplazándose hasta colocarse junto a la roca sellada.
    —En realidad, no es necesario. —A Alfred le resultaba difícil mirar directamente ajera. Lo intentó varias veces, pero sus ojos seguían desviándose del lázaro, evitando su visión—. Nadie puede penetrar en esta cámara sagrada.
    —La última vez, entraron —replicó el lázaro.
    «... entraron...», musitó su fantasma.
    —¡Lo que dice es cierto! —Alfred se humedeció los labios resecos y tragó saliva.
    —Ahora no podemos preocuparnos de eso —intervino Haplo en tono terminante—. ¿Qué hemos de hacer?
    —Poned las... ¡hum!, poned las manos sobre la mesa. Ahí tenéis las muescas en la piedra donde tenéis que colocar las manos. Así: con la palma hacia abajo, los dedos separados y los pulgares en contacto. Haplo, asegúrate de que ninguno de tus tatuajes mágicos entra en contacto con la piedra. Pon la mente en blanco...
    —¿Quieres que piense como un sartán, no es eso? No me será difícil.
    Haplo siguió las instrucciones de Alfred. Con suma cautela, colocó las manos en contacto con la mesa y sus músculos se tensaron involuntariamente, esperando una descarga, una punzada dolorosa o algo parecido. Al tocar la piedra, la notó sólida, fría y tranquilizadora bajo sus manos.
    —Os advierto que no tengo idea de lo que pueda suceder —reiteró Alfred mientras posaba sus manos sobre la mesa con gesto nervioso.
    Jonathan, situado enfrente de ellos, los imitó.
    Alfred empezó a cantar las runas. El duque, tras un momento de titubeo, se unió a él utilizando el lenguaje de sus antepasados con torpeza e indecisión. Haplo permaneció sentado, inmóvil y en silencio. El perro se enroscó en el suelo junto a su amo.
    Muy pronto, el único sonido que captaban los tres era la cantinela de Alfred.
    Y, poco después, ni siquiera ésta.
    El lázaro permaneció junto a la puerta y, en silencio, observó cómo Alfred se derrumbaba hacia adelante sobre la mesa, cómo Haplo posaba la cabeza en la piedra y cómo Jonathan apoyaba la mejilla sobre la superficie blanca y fría de ésta.
    El perro parpadeó varias veces, soñoliento, y cerró los ojos definitivamente.
    Entonces, el lázaro dejó oír su voz helada:
    —Venid a mí. Seguid mi llamada. No temáis a las runas de reclusión, pues son para los vivos y no tienen poder sobre los muertos. Venid a mí. Venid a esta cámara. Ellos os abrirán la puerta, como la abrieron hace tanto tiempo, e invitarán a entrar a su propia perdición. Son los vivos quienes nos han hecho esto.
    «... quienes nos han hecho esto...», repitió el eco.
    —Cuando no quede nadie con vida —proclamó el lázaro—, los muertos serán libres.
    «... libres...» CAPITULO 38
    LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH
    ... Una sensación de pesar y tristeza embargó a Alfred. Pero, aunque dolorosas, la pena y la desdicha que sentía eran preferibles, con mucho, a la ausencia de sentimientos que había experimentado antes de unirse a aquella hermandad. Antes era un pellejo vacío, una cáscara sin contenido. Los muertos, aquellas espantosas creaciones de quienes empezaban a emplear la nigromancia, tenían más vida que él. Alfred exhaló un profundo suspiro y alzó la cabeza. Una mirada en torno a la mesa le permitió descubrir sentimientos parecidos en las expresiones apacibles de los hombres y mujeres congregados en aquella cámara sagrada.
    La tristeza y el pesar no estaban cargados de amargura. Ésta invade a quienes han provocado su propia tragedia como consecuencia de sus malos actos, y Alfred previo un tiempo en que una profunda amargura se extendería entre todo su pueblo, a menos que pudiera curarse de su locura.
    Suspiró otra vez. Apenas momentos antes, se había sentido radiante de alegría y la paz se había extendido como un bálsamo sobre el mar de magma en ebullición de sus dudas y temores. Pero tal sensación embriagadora de exaltación no podía durar en aquel mundo. Tenía que volver a afrontar sus problemas y peligros; y, con ello, la tristeza y la pesadumbre.
    Una mano surgió de pronto y asió la suya. Era una mano firme, de piel fina y sin arrugas, que le apretaba los dedos con energía; la de Alfred, en cambio, envejecida y apergaminada, apenas tenía fuerza.
    —Esperanza, hermano —dijo el joven en tono apacible—. Debemos tener esperanza.
    Alfred se volvió a observar al hombre sentado a su lado. El joven tenía unas facciones atractivas, firmes y resueltas, como un buen acero templado en la forja.
    Ni la menor sombra de duda empañaba su brillante superficie; su hoja estaba esmerilada hasta formar un filo cortante como el de una navaja. El joven le resultaba familiar a Alfred. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no terminaba de salirle.
    —Ya lo intento —contestó, reprimiendo con un parpadeo las lágrimas que, de pronto, le venían a los ojos—. Tal vez sea porque he visto muchas cosas durante mi larga existencia. Ya he conocido antes la esperanza, pero siempre he terminado viéndola marchitarse y morir como los mensch que habían puesto a nuestro cuidado. Nuestro pueblo se lanza de cabeza hacia el mal como locos de atar corriendo hacia el borde del precipicio con la intención de arrojarse al abismo.
    ¿Cómo podemos detenerlos? Somos demasiado pocos...
    —Nos presentaremos ante ellos —apuntó el joven—. Les revelaremos la verdad...
    «... Y nos arrojarán al precipicio con ellos», pensó Alfred. Pero guardó las palabras para sí; prefería que el joven siguiera sumido en sus sueños luminosos mientras fuera posible.
    —¿Qué crees que sucedió para que todo saliera tan mal? —preguntó pues, con tristeza.
    El joven tenía la respuesta. Los jóvenes siempre la tienen para todo.
    —A lo largo de la historia, el hombre siempre ha temido las fuerzas del mundo que no podía controlar. Estaba solo en un universo inmenso en el cual se sentía desamparado. Por eso, en la antigüedad, cuando se descargaba el rayo y retumbaba el trueno, el hombre llamaba a gritos a los dioses para que lo salvaran.
    »En un pasado más reciente, empezó a comprender el universo y sus leyes. A través de la ciencia y de la tecnología, desarrolló los medios para controlar el universo. Por desgracia, como el rabino que creó el gólem, el hombre descubrió que no podía controlar su propia creación. En lugar de hacerse con el control del universo, estuvo a punto de destruirlo.
    »Después del holocausto, no le quedó nada en que creer; todos sus dioses lo habían abandonado. Entonces, se volvió hacia sí mismo, hacia las fuerzas que tenía dentro de sí. Y descubrió la magia. Con el paso del tiempo, esa magia nos proporcionó más poder del que habíamos obtenido en nuestros muchos milenios de existencia. Dejamos de necesitar a los dioses; nosotros mismos ocupamos su lugar.
    —Es cierto, nos consideramos dioses —asintió Alfred, pensativo—. Y ser dioses era una tarea gravosa, una pesada responsabilidad... Al menos, eso era lo que nos decíamos. Era preciso gobernar y controlar la existencia de los más débiles que nosotros, privarlos de su libertad para determinar su camino en la vida, obligarlos a seguir el único camino que nosotros considerábamos conveniente...
    —¡Y, sin embargo, cuánto nos gustaba nuestro papel! —exclamó el joven.
    Alfred replicó, con un suspiro:
    —¡Vaya si nos gustaba! ¡Y cuánto nos gusta todavía, cuánto lo anhelamos!
    Por eso va a ser difícil, muy difícil...
    —Hermanos —interrumpió una mujer, sentada a la cabecera de la mesa—. Ya vienen.
    Nadie dijo una palabra más. Sólo los ojos se comunicaron. Con la cabeza vuelta, cada cual contempló inquisitivamente a quienes tenía a su alrededor, y recibió de ellos energía y confianza. Alfred vio un destello de decisión y de profunda alegría en los ojos del joven.
    —¡Que vengan! —exclamó éste de pronto—. ¡No somos avaros decididos a atesorar el oro que hemos descubierto! ¡Que entren y lo compartiremos con ellos de buena gana!
    Los demás jóvenes reunidos en torno a la mesa se enardecieron con la arenga del joven. Llenos de ardiente inspiración, asintieron a gritos. Los presentes de más edad reaccionaron con sonrisas de indulgencia y de pena. Muchos entornaron los párpados para que su amarga experiencia y su desafortunada sabiduría no sofocaran aquella llama luminosa.
    Además, pensó Alfred, tal vez eran ellos los que andaban errados. Quizá los jóvenes tenían razón. Al fin y al cabo, ¿por qué les había sido revelado aquello, si no era para divulgarlo...?
    Del otro lado de la cámara sellada les llegó un estruendo que indicaba la presencia de mucha gente. Y no era el sonido de unos pasos que avanzaran en orden, disciplinados, sino el estrépito confuso y desordenado de la indisciplina, del caos y el tumulto, de la multitud desenfrenada. Los sartán sentados en torno a la mesa cambiaron de nuevo unas miradas dubitativas.
    Nadie podía entrar en la cámara a menos que ellos la abrieran. Sus ocupantes podían quedarse allí encerrados para siempre, recreándose en lo que sabían y guardándolo para ellos solos.
    —Nuestro hermano tiene razón —intervino la sartán de más edad, una mujer cuyo cuerpo era menudo y frágil como el de un pajarillo, pero cuyo espíritu indómito y cuya poderosa magia los había conducido a su maravilloso descubrimiento—. Hemos sido unos avaros que ocultábamos nuestra riqueza bajo el colchón, que vivíamos en la pobreza durante el día y sacábamos nuestro oro en la oscuridad de la noche para contemplarlo con codicia antes de devolverlo a su escondite. Como el avaro, que no saca provecho de su oro, también nosotros nos marchitaremos y nos secaremos por dentro muy pronto. Compartir nuestra riqueza no es sólo nuestra responsabilidad, sino también nuestra alegría.
    Desactivemos las runas de protección.
    Alfred bajó la cabeza. Sabía que aquello era lo que debían hacer, pero temía no ser lo bastante fuerte.
    Notó que se cerraba sobre la suya una mano cálida y fuerte que intentaba transmitir la confianza de quien la guiaba.
    —Nos escucharán —murmuró el joven con suavidad, exultante—. ¡Es preciso que lo hagan!
    La luz blancoazulada, brillante y hermosa, perdió intensidad, se volvió mortecina y se apagó. El alboroto al otro lado de las puertas selladas se hizo de pronto más potente y mucho más siniestro, lleno de gritos y burlas, de cólera y de odio. A Alfred le dio un vuelco el corazón. Su mano, agarrada con fuerza a la del joven, temblaba.
    «Tenemos razón. Lo que hacemos es lo correcto», se recordó a sí mismo una y otra vez. Pero ¡ay!, qué difícil resultaba.
    Las puertas de roca se abrieron con un crujido. La multitud irrumpió en la estancia y los que venían detrás empujaron a quienes estaban delante para penetrar en su objetivo. Sin embargo, la vanguardia del grupo se detuvo, desconcertada ante la actitud de calma y los semblantes graves y solemnes de los congregados en torno a la mesa. Las multitudes se enardecen con el miedo. Frente a la calma y la razón, suelen empezar a perder parte de su energía.
    Los gritos enfurecidos se redujeron a murmullos, rotos en ocasiones por la exclamación de alguien, desde las últimas filas de intrusos, exigiendo saber qué sucedía. Los que habían penetrado en la sala con intenciones violentas parecían perplejos, como si buscaran entre ellos a algún líder, a alguien que reavivara la reconfortante llama de la rabia.
    Un individuo se adelantó al grupo. El ánimo de Alfred, reavivado por un pálpito de esperanza, volvió a hundirse en la desesperación. El hombre iba vestido de negro. Era, por tanto, uno de los practicantes de las artes nigrománticas, recién descubiertas y hasta entonces prohibidas. El individuo era poderoso, carismático, y se rumoreaba que aspiraba a proclamarse rey.
    Abrió la boca pero, antes de que pudiera decir nada, la anciana le preguntó con ligero tono de reproche, contemplándolo como se mira a un chiquillo revoltoso que acaba de interrumpir a sus mayores:
    —¿Por qué has venido con tus seguidores a perturbarnos en nuestro trabajo, Kleitus?
    —Porque vuestro trabajo es cosa de herejes y hemos venido para ponerle fin —respondió el nigromante.
    —Nuestro trabajo aquí fue determinado por el consejo...
    —¡... que ahora lamenta profundamente su decisión! —la cortó Kleitus en tono sarcástico.
    Detrás de él sonaron unas voces de aprobación. Ahora, el nigromante sabía que él movía los hilos. O tal vez... Alfred comprendió entonces, en un súbito destello de aterradora lucidez, que Kleitus había estado detrás de todo lo sucedido.
    Suya era la chispa que había prendido el fuego. Ahora, sólo tenía que soplar sobre los carbones para crear un infierno.
    —El consejo os encargó la tarea de establecer contacto con los otros mundos, de explicarles nuestra situación desesperada, el peligro que corremos, y rogarles que nos envíen la ayuda que nos prometieron antes de la Separación. ¿Y cuál ha sido el resultado? Durante meses, no hicisteis nada. Luego, de pronto, os presentáis diciendo tonterías que ni un niño creería...
    —Si son tonterías —lo interrumpió la anciana en una voz calmada y armoniosa que contrastaba con el tono estridente y excitado de su acusador—, ¿por qué nos detienes? Déjanos continuar con...
    —¡Porque son tonterías peligrosas! —gritó Kleitus. Luego, guardó silencio por unos instantes, tratando de dominarse. Hombre inteligente, sabía que descargar golpes furiosos a diestro y siniestro era tan poco práctico en el duelo verbal como en el combate con espadas de verdad. Su voz, cuando volvió a oírse, había recuperado la compostura—. Porque, por desgracia, algunos entre nuestro pueblo tienen la candidez de un niño. Y porque otros, como ése —la mirada de Kleitus se volvió hacia el joven y los ojos del nigromante se nublaron de ira—, son jóvenes que se han visto atraídos a vuestra trampa por los brillantes señuelos que habéis agitado delante de ellos.
    El joven no dijo nada, pero la mano que agarraba la de Alfred aumentó su presión y sus atractivas facciones se hicieron más serenas. ¿Qué relación había entre el joven y Kleitus? No podía ser su hijo, pues Kleitus no tenía edad suficiente para haberlo engendrado. ¿Un hermano menor, tal vez, que había mostrado adoración por el mayor hasta que había descubierto la verdad? ¿El discípulo de un maestro en otro tiempo venerado? Alfred cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre del joven. Los nombres no habían tenido nunca importancia para los reunidos en torno a la mesa. Muy adentro, algo le dijo a Alfred que nunca llegaría a conocerlo. Y que ello, por alguna causa, no tendría importancia.
    Se sintió más fuerte y consiguió responder a la presión del joven sobre su mano. El joven lo miró con una sonrisa.
    Por desgracia, aquella sonrisa fue como arrojar aceite a las ascuas humeantes de Kleitus.
    —¡Se os acusa de corromper la mente de nuestros jóvenes! ¡Y ahí está la prueba! — eclaró, señalando al joven con dedo acusador.
    La multitud se abalanzó hacia adelante. Su cólera rugía como el estruendo de la lava en filtrándose por las grietas del terreno.
    La anciana apartó con gesto enérgico la mano de aquellos de sus hermanos que, respetuosamente, intentaron ayudarla y se puso en pie por sus propias fuerzas.
    —¡Llévanos ante el consejo, pues! —respondió con una voz que apaciguó la feroz oleada— ¡Allí responderemos de las acusaciones que se nos formulen!
    —El consejo es un hatajo de estúpidos babosos que, en sus desencaminados esfuerzos por preservar la paz, han tolerado vuestras divagaciones durante demasiado tiempo. ¡El consejo me ha entregado el mando!
    La multitud lo vitoreó. Kleitus envalentonado, volvió su dedo acusador del joven a la anciana.
    —¡Vuestras mentiras heréticas no harán más daño a los incautos!
    Los vítores aumentaron de intensidad y se hicieron más siniestros. La multitud volvió a empujar. Las hojas de puñales y espadas brillaron en la sala.
    —¡Quien empuñe el acero en esta cámara sagrada verá cómo la punta de su arma se vuelve contra su propio pecho! —amenazó la anciana.
    Esta vez fue Kleitus quien alzó la mano y detuvo el avance de sus secuaces. El clamor dio paso a un mar de murmullos. Pero si el nigromante detuvo la amenaza no fue por miedo o por compasión; lo hizo para demostrar su dominio, para dejar claro que podía soltar a su jauría en el momento que quisiera.
    —No queremos haceros ningún daño —dijo con aire congraciador—. Acceded a presentaros públicamente y confesar que habéis mentido al pueblo. Decidles... — Kleitus hizo una pausa, urdiendo su tela de araña—, decidles que, en realidad, sí os comunicasteis con los otros mundos y que pensabais apropiaros de sus riquezas. En realidad, ahora que lo pienso, es probable que no ande muy desencaminado...
    —¡Mentiroso! —exclamó el joven, poniéndose en pie de un salto—. ¡Sabes muy bien lo que hemos hecho! ¡Yo te lo conté! ¡Te lo expliqué todo! Sólo quería compartir contigo... — l joven abrió los brazos y, vuelto hacia los reunidos en torno a la mesa, añadió—: Os ruego que me perdonéis. Yo he provocado todo esto.
    —Habría sucedido de todos modos —le contestó la anciana con dulzura—. Sí, habría sucedido de todos modos. Llegamos demasiado pronto... o demasiado tarde.
    Ocupa otra vez tu lugar en la mesa.
    Abatido, el joven se derrumbó en su asiento. Esta vez le tocaba a Alfred ofrecerle consuelo, todo el consuelo que pudiera. Posó la mano en el antebrazo del joven.
    «Domínate —le dijo en silencio—. Prepárate para lo que se avecina.
    Demasiado pronto..., demasiado tarde. ¡Por favor, que no sea demasiado tarde! Lo único que nos queda es la esperanza.» Kleitus estaba diciendo algo:
    —... aparecer en público y denunciaros vosotros mismos como charlatanes.
    Entonces se determinará el castigo adecuado. ¡Y, ahora, poneos en pie y apartaos de esa mesa! —ordenó con voz fría y chirriante como la puerta de piedra. Varios de sus secuaces avanzaron unos pasos empuñando cinceles y martillos de hierro.
    —¿Qué te propones hacer, Kleitus?
    El interpelado movió de nuevo el dedo, señalando esta vez la blanca piedra.
    —La mesa será destruida para que no conduzca a otros al mal.
    —A la verdad, te refieres... —replicó con calma la anciana—. ¿No es eso lo que temes?
    —¡Apártate, o sufrirás el mismo destino!
    El joven levantó la cabeza y miró a Kleitus, sobrecogido. Hasta aquel instante no había empezado a comprender el terrible plan que había tramado el nigromante. Alfred sintió una profunda lástima por el joven. La anciana permaneció en pie donde estaba, junto a la mesa. Como un solo ser, los hombres y mujeres reunidos en torno a la mesa se incorporaron de sus asientos y la imitaron.
    —Pierdes el tiempo y, probablemente también perderás la vida, Kleitus.
    Puedes silenciar nuestras voces, pero vendrán otros —anunció la mujer—. ¡La mesa no será destruida!
    —¿Te propones defenderla? —Kleitus usó de nuevo su tono socarrón.
    —Con nuestro cuerpo, no. Con nuestras plegarias. Hermanos, no ejerzáis violencia. No hagáis daño a nadie. Este es nuestro pueblo. No levantéis defensas mágicas, pues no será necesaria ninguna. ¡Te lo advierto de nuevo, Kleitus! —La voz de la anciana se hizo más potente, llena de orgullo—. Esta cámara es sagrada.
    Quienes traigan violencia a ella...
    Se escuchó el chasquido de un arco. Una flecha voló sobre la mesa y se clavó en el pecho de la mujer.
    —... sean perdonados —susurró antes de derrumbarse. La blanca piedra se manchó con su sangre roja.
    Alfred intuyó un movimiento y se volvió. Un hombre alzó el arco y apuntó el dardo en dirección a él. El rostro del arquero estaba contraído de miedo y de la cólera que éste alimenta. Alfred no podía moverse. No habría sido capaz de trazar una defensa mágica aunque hubiera querido. El arquero tensó el arma, dispuesto para soltar la flecha. Alfred continuó inmóvil, esperando la muerte. No con valentía, se dijo apenado, sino de la forma más estúpida.
    Una mano firme, que apareció por detrás del sartán, lo empujó a un lado y Alfred se encontró cayendo...
    CAPÍTULO 39
    LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH
    —¡Maldita sea, sartán! ¿Qué diablos crees que estas haciendo?
    Una mano lo agarró y lo sacudió enérgicamente.
    Alfred levantó la vista y miró a su alrededor, confuso. Estaba tendido en el suelo y esperaba encontrar los bordes ensangrentados de las túnicas blancas y los pies de la multitud. En lugar de ello, vio un perro plantado a su lado, y a Haplo.
    Escuchó voces, gritos y un tropel de pisadas. La multitud. Se acercaba. Pero no:
    los secuaces armados ya habían entrado...
    —Es preciso... proteger la mesa... —Alfred pugnó por incorporarse.
    —¡No hay tiempo para otro de tus trucos! —exclamó Haplo—. ¿No oyes eso?
    ¡Los soldados se acercan!
    —Sí, la multitud... ataca...
    Haplo lo agarró con ambas manos y lo agitó como si quisiera devolverlo a la realidad a sacudidas.
    —¡Olvida tu magia, considérala un intento frustrado y concéntrate en cómo nos vas a sacar de aquí!
    —No entiendo... ¡Por favor! ¡Dime qué sucede! ¡Yo..., yo...! ¡No lo entiendo, de veras!
    El patryn, siempre atento a la puerta, apartó las manos de la túnica de Alfred con un gesto de exasperación.
    —No me sorprende, tratándose de ti. Está bien, sartán. Parece que durante la representación que has escenificado para tu provecho...—Yo no...
    — ¡Calla y escucha! Nuestra duquesa ha conseguido de algún modo amortiguar las luces sagradas y activar las runas que abren esa puerta. Y tú vas a hacer lo mismo con los signos mágicos de esa puerta de ahí —Haplo indicó otra de las puertas, situada en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la primera—, cuando yo te dé la orden. ¿Crees que estarás en condiciones de andar?
    —Sí —contestó Alfred con ciertas dudas. Se sostuvo en pie con dificultad, inseguro y mareado, y puso la mano en la mesa para apoyarse. Seguía confuso, como si estuviera en dos lugares al mismo tiempo, y experimentó una profunda resistencia a abandonar el de aquel joven y de la anciana, a pesar del peligro. La abrumadora sensación de paz y... y de haber encontrado algo largo tiempo buscado... y que ahora volvía a perder.
    —No sé por qué lo pregunto —masculló Haplo con una mirada de cólera—. Si apenas puedes caminar como es debido desde que te conozco. ¡Y agáchate, maldita sea! ¡No me sirves de nada, con una flecha clavada en la cabeza! ¡Y, si se te ocurre desmayarte, te dejo aquí!
    —¡No voy a desmayarme! —declaró Alfred con aire digno—. Y mi magia es ahora lo bastante poderosa como para protegerme de..., de un ataque —añadió, vacilante.
    «Hermanos, no ejerzáis violencia. No hagáis daño a nadie. Este es nuestro pueblo. No levantéis defensas mágicas.» «Hice lo que la anciana me dijo. Allí no tenía defensas mágicas. Haplo lo vio.
    ¡Sí, lo vio, porque estaba allí conmigo! ¡Estaba a mi lado! ¡Haplo vio lo mismo que yo! Pero... ¿qué es lo que vimos?» Al otro lado de la puerta se escuchó una voz potente. Sonaba distante, pero el clamor de los soldados muertos se convirtió en un susurro.
    —Es Kleitus —anunció Haplo en tono sombrío—. ¡Tenemos que darnos prisa!
    —Empujó al sartán hacia adelante y lo condujo entre el amasijo de huesos sembrados por el suelo, llevándolo a rastras cuando Alfred tropezaba.
    —Jonathan! —Alfred trató de volver la cabeza para localizar al duque.
    —Yo me ocupo de él —dijo una voz.
    El cadáver del príncipe Edmund venía tras ellos, conduciendo a un joven duque que parecía perplejo, estupefacto.
    —El hechizo que obraste en él dio resultado —apuntó Haplo en tono irónico—.
    ¡El pobre idiota no tiene idea de dónde está!
    —¡Yo no he obrado ningún hechizo! —protestó Alfred—. Y tampoco...
    —Cierra la boca y sigue moviéndote. Guarda el aliento para activar las runas de la puerta.
    —¿Qué hacemos con Jera...?
    El lázaro de la duquesa se hallaba cerca de la puerta abierta. Los ojos del cadáver miraban fijos al frente; su espíritu rondaba en las inmediaciones del cuerpo, observando al grupo desde su atalaya, unas veces, o a través de los ojos del cadáver, en otras. Los labios muertos formaron palabras y Alfred las oyó. Y se dio cuenta de que las había estado oyendo desde el mismo instante en que había despertado de la visión.
    —Los vivos nos tienen prisioneros. Somos esclavos de los vivos. Cuando no existan más los vivos, seremos libres.
    «... seremos libres...», susurró el eco.
    —¡Sartán bendito! —Alfred se estremeció.
    —Sí —dijo Haplo, conciso—. Está invocando a los muertos a su lado. Tal vez Kleitus la ha sometido a algún hechizo...
    —No —intervino el cadáver del príncipe Edmund—. No es ningún hechizo.
    Ella ha visto lo mismo que yo, pero no ha entendido...
    «¡El cadáver lo ha visto! ¡Y yo también lo he visto, sólo que no lo he visto!», se dijo Alfred. Dirigió una mirada de añoranza hacia la mesa. Fuera de la cámara, se escuchaban unas órdenes y un rumor de pisadas. Sólo tenía que activar las runas para abrir la puerta. La luz sagrada había desaparecido y, ahora, la puerta obedecería a su magia. Pero las palabras se le atascaron en la garganta y la magia giró vertiginosamente en su cabeza. Si pudiera quedarse, si pudiera pasar un poco más de tiempo allí, recordaría...
    — ¡Hazlo, sartán! —le susurró Haplo entre dientes—. ¡Si Kleitus me captura con vida, nosotros..., nuestros pueblos y nuestros mundos estamos perdidos!
    Dos fuerzas tiraban de Alfred en direcciones opuestas. La esperanza de su pueblo y la perdición de su pueblo: ¡ambas allí, en aquella cámara! Si se marchaba, perdería una para siempre. Si no lo hacía...
    —Mira qué hemos encontrado, Pons. —La figura vestida de negro del dinasta llenó la entrada y la figura más pequeña de su ministro asomó a su lado—. Tienes ante ti la Cámara de los Condenados. Sería interesante averiguar cómo han dado con ella estos desgraciados, y cómo han hecho para salvar las runas de reclusión.
    Pero, por desgracia, no podemos permitirles que vivan el tiempo suficiente para contárnoslo.
    —¡La Cámara de los Condenados! —Pons pronunció las palabras en un susurro, como si fuera casi incapaz de hablar. El ministro del dinasta contempló la sala, los cuerpos que cubrían el suelo y la mesa de piedra blanca—. ¡Es real! ¡No es una leyenda!
    —Claro que es real. Y también su maldición. ¡Soldados! —Un gesto de Kleitus hizo que un grupo de guerreros muertos, tantos como podían cruzar la puerta, se pusieran en movimiento—. ¡Matadlos!
    «Hermanos, no ejerzáis violencia. No hagáis daño a nadie. Este es nuestro pueblo.. No levantéis defensas mágicas.» Alfred movió las manos para formar las runas que abrirían la puerta, pero la voz de la anciana resonó en sus oídos impidiéndole completar la estructura mágica. Tuvo una vaga conciencia de la presencia >de Haplo a su lado. El exhausto patryn se disponía a luchar, no ya por su vida sino para asegurarse de que su cuerpo resultara inútil a su perseguidor.
    Pero los soldados rito atacaron.
    —¿No habéis oído Ja orden? —exclamó Kleitus, furioso—. ¡Matadlos!
    Los guardias muertos permanecieron con las armas levantadas, las flechas apuntadas y las espadas desenvainadas, pero no atacaron. Sus fantasmas, apenas visibles, se agitaron como si los moviera un viento cálido. Alfred casi apreció el aliento de sus agitados cuchicheos en la mejilla.
    —No te obedecerán —declaró el lázaro de la duquesa—. Esta cámara es sagrada. La violencia se volverá contra quien la use.
    «... quien la use...» Kleitus se volvió. Entrecerró los ojos y frunció el entrecejo hasta juntar las cejas al contemplar el horripilante aspecto de la mujer. Pons soltó urna exclamación y rehuyó su proximidad, tratando de ocultarse entre la tropa de cadáveres.
    —¿Cómo sabes qué piensan los muertos? —preguntó el dinasta, estudiando detenidamente al lázaro.
    «¡Las runas! —se dijo Alfred, frenético, mientras volvía a trazarlas mentalmente—. Sí, sí.» Los signos mágicos de la puerta se iluminaron y empezaron a despedir un suave fulgor azul.
    —Puedo comunicarme con ellos. Entiendo sus pensamientos, sus necesidades, sus deseos.
    —¡Bah! ¡Los muertos no piensan nada, no necesitan nada ni desean nada!
    —Te equivocas —declaró el lázaro con una voz hueca que bañó el rostro de Pons en una capa de sudor—. Los muertos quieren una cosa: su libertad. ¡Y obtendremos esa libertad cuando nuestros tiranos hayan muerto!
    «... tiranos hayan muerto...» —Fíjate bien en esto, Pons —dijo Kleitus con una sonrisa atroz, fingiendo hablar en tono despreocupado, aunque en realidad estaba esforzándose por dominar el temblor de su voz—. La duquesa se ha convertido en un lázaro. Eso es lo que sucede cuando los muertos son resucitados demasiado pronto. ¿Entiendes ahora la sabiduría de nuestros antepasados al enseñarnos que el cuerpo debe dejarse en reposo hasta que el fantasma lo haya abandonado por completo?
    Tendremos que experimentar con ese cadáver. Los libros apuntan que, en estos casos, debe «matarse» otra vez el cuerpo. Aunque no estoy muy seguro... —El dinasta hizo una pausa; luego, se encogió de hombros—. Pero ya tendremos tiempo para estudiarlo más adelante. ¡Guardias, apresadla!
    En los gélidos labios amoratados apareció aquella leve sonrisa terrible. El lázaro empezó a canturrear y los vaporosos fantasmas que se cernían en torno a sus cadáveres desaparecieron de pronto. Los ojos muertos de los cadáveres cobraron vida. Los brazos muertos se alzaron. Las manos muertas empuñaron las armas, pero no contra el lázaro. Los ojos muertos se volvieron hacia Kleitus y hacia el Gran Canciller. Los ojos muertos se volvieron hacia los vivos.
    Pons cerró los dedos en torno a la túnica negra del dinasta.
    — ¡Majestad! ¡Es esta cámara maldita! ¡Salgamos! ¡Sellémosla! ¡Dejémoslos a todos atrapados aquí dentro! ¡Por favor, Majestad!
    Las runas que invocaba Alfred brillaban ya con gran intensidad. La puerta empezó a abrirse con su sonido chirriante. ¡Por fin había hecho algo como era debido!
    —Haplo...
    Intuyó un movimiento y se volvió.
    Kleitus había cogido un arco de manos de un guardia.
    Un hombre alzó el arco y apuntó el dardo en dirección a él. El rostro del arquero estaba contraído de miedo y de la cólera que éste alimentaba. Alfred no podía moverse. No habría sido capaz de trazar una defensa mágica aunque hubiera querido.
    —¡No ejerzáis violencia!
    El arquero tensó el arma, dispuesto para soltar la flecha. Alfred continuó inmóvil, esperando la muerte. No con valentía, se dijo apenado, sino de la forma más estúpida.
    Una mano firme, que apareció por detrás del sartán, lo empujó a un lado y Alfred se encontró cayendo...
    La sala se llenó de una luz roja cegadora que laceraba los ojos y abrasaba el cerebro con su fuego. Alfred se encontró en el suelo, arrastrándose a gatas, avanzando a tientas entre piernas que tropezaban con él y le pasaban por encima.
    Junto a él, pegado a su costado, notó el cuerpo cálido del perro. Una mano lo agarró por el cuello de la túnica y tiró de él hasta ponerlo en pie. Una voz áspera le gritó al oído: «¡Ahora estamos en paz, sartán!», y aquella misma mano lo empujó hacia la puerta, la cual, a juzgar por el sonido rechinante, empezaba a cerrarse de nuevo.
    —¡Corre, maldita sea!
    Alfred corrió, tambaleándose. Avanzó entre llamas y un humo espeso. A su alrededor, todo era presa de las llamas: el príncipe Edmund, Jonathan, Haplo, el perro, las paredes de roca, el suelo de piedra, la puerta... Todo ardía, se consumía...
    Haplo cruzó la abertura de un salto y tiró de Alfred. El sartán notó el peso de la puerta comprimiéndolo, a punto de aplastarlo, pero incluso en aquel instante su corazón siguió dividido. Estaba dejando atrás algo maravilloso, de inmenso valor, algo...
    — ¡... sólo cuando los vivos estén muertos! —exclamó la voz del lázaro.
    Alfred volvió la mirada hacia el ardiente resplandor. Bajo la luz deslumbrante, vio el destello rojo de una hoja de acero en la mano muerta de la duquesa. Y vio cómo el puñal se hundía hasta la empuñadura en el pecho de Kleitus.
    El grito de furia del dinasta se transformó en un alarido de dolor.
    El lázaro extrajo el puñal ensangrentado y volvió a clavarlo.
    Kleitus lanzó un quejido agónico, se agarró a la duquesa e intentó arrebatarle el arma de la mano. El lázaro lo acuchilló de nuevo y los soldados muertos se sumaron al ataque. El dinasta cayó al suelo y desapareció bajo el torbellino de manos, bajo el filo de las espadas y la punta de las lanzas.
    Alfred notó un tirón que casi le desencajó el brazo y fue a parar de cabeza contra Haplo. Simultáneamente, escuchó un grito de súplica cortado de raíz en un barboteo agónico. El Gran Canciller, pensó.
    La puerta terminó de cerrarse. Pero todos los presentes en el oscuro túnel escucharon la voz del lázaro de Jera, bien a través de las paredes o bien surgiendo en sus corazones.
    —Y ahora, dinasta, te enseñaré el auténtico poder. El mundo de Abarrach nos pertenecerá a nosotros, los muertos.
    Y a su eco:
    «... los muertos...» La voz del lázaro aumentó de intensidad, entonando las runas de la resurrección.
    CAPÍTULO 40
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    Los ojos de Alfred se adaptaron poco a poco a la oscuridad del túnel. Una oscuridad que no era absoluta, como había temido el sartán cuando había penetrado en ella deslumbrado por la brillante luz de la cámara, sino que estaba teñida de un resplandor rojizo, mortecino, reflejo de una Iu2 que brillaba al fondo de un pasadizo de paredes lisas y bruñidas. A juzgar por la luz y el calor, no debían de estar lejos de un lago de magma. Alfred se volvió para preguntar a Haplo si quería que activara las runasguía y descubrió al patryn caído en el suelo.
    Preocupado, se apresuró a volver junto a él.
    El perro estaba plantado junto a su amo, con los dientes al descubierto y un gruñido de advertencia en la garganta. Alfred intentó razonar con el animal.
    —Sólo quiero ver si está herido. Puedo ayudarlo... —y avanzó otro paso con la mano extendida hacia Haplo.
    El perro entrecerró los ojos y echó las orejas hacia atrás. Sus gruñidos se hicieron más roncos. Hemos compartido buenos momentos, parecía decirle el animal. Creo que eres un buen tipo y lamentaría verte sufrir algún mal, pero si acercas un poco más esa mano vas a llevarte un buen mordisco.
    Alfred se apresuró a retirar la mano y retrocedió un paso. El perro siguió observándolo, muy atento.
    El sartán miró a Haplo por encima del lomo del animal, inspeccionó a distancia al patryn y llegó a la conclusión de que, después de todo, no estaba herido sino profundamente dormido. Aquello era el colmo de la valentía o de la insensatez; Alfred no pudo determinar cuál de las dos cosas.
    Pero tal vez sólo era, en realidad, una muestra de sentido común. Le pareció recordar algo respecto a que los patryn poseían la facultad de curarse y recuperarse mediante el sueño. Pensándolo bien, también él estaba molido.
    Aunque habría podido seguir corriendo, impulsado por el terrible espanto de lo que acababa de presenciar en la cámara, hasta caer al suelo de puro agotamiento. Tal como estaban las cosas, lo mejor sería, probablemente, descansar y conservar sus fuerzas para lo que pudiera aguardarles más adelante. Dirigió una mirada nerviosa y temerosa hacia la puerta sellada y preguntó en voz alta, no muy seguro de a quién dirigía sus palabras:
    —¿Estaremos..., estaremos a salvo aquí dentro?
    —Más que en ningún otro lugar de esta ciudad condenada —respondió la voz del príncipe Edmund.
    El cadáver parecía más vivo que los vivos. Una vez más, el fantasma había abandonado el cuerpo, pero los dos parecían actuar al unísono. En esta ocasión, sin embargo, era como si la sombra fuera el cuerpo.
    La mirada compasiva de Alfred se volvió hacia Jonathan. El duque, perdido en una visión arrobadora, había cruzado la puerta de la cámara conducido, como si fuera un niño, por el príncipe; la fría mano del cadáver aún apretaba entre sus dedos la de Jonathan, no mucho más cálida.
    —¿Qué le sucede? ¿Se ha..., se ha vuelto loco?
    —El duque vio lo que tú viste. Pero, a diferencia de ti, continúa viéndolo.
    Testigo de aquella trágica carnicería de antaño, Jonathan parecía ajeno al terror que lo rodeaba en el presente. Ante la suave orden del cadáver, se sentó en el suelo de piedra. Sus ojos seguían contemplando escenas del pasado. De vez en cuando, soltaba un grito o gesticulaba con las manos como si tratara de ayudar a alguien invisible.
    El fantasma del príncipe Edmund era claramente visible en la oscuridad como una sombra a la inversa: una luminosa silueta blancoazulada de un cadáver envuelto en sombras.
    —Aquí estaremos a salvo —repitió—. Los muertos tienen ahora asuntos más urgentes de que ocuparse; no vendrán tras nosotros.
    Alfred se estremeció ante su tono de voz, sombrío y solemne.
    —¿Asuntos? ¿A qué te refieres?
    El fantasma volvió sus ojos brillantes hacia la puerta de piedra.
    —Ya la oíste: «Sólo seremos libres cuando los tiranos hayan muerto». Se refiere a los vivos. A todos los vivos.
    —¿Van a matar a...? —Alfred dejó la frase a medias, pasmado. Su mente rechazó la suposición—. ¡No! ¡Es imposible! —exclamó, pero recordó las palabras del lázaro y la expresión de aquel rostro que, a veces, estaba muerto y, a veces, espantosamente vivo.
    —Tenemos que avisar a la gente —murmuró, aunque la mera idea de obligar a su cuerpo débil y cansado a continuar la marcha era suficiente para hacerlo llorar. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo agotado que estaba.
    —Demasiado tarde —respondió el fantasma—. La matanza ya ha comenzado y, ahora que Kleitus se ha sumado a las filas de los muertos, continuará sin tregua. Como ha dicho Jera, el dinasta descubrirá ahora el auténtico poder. Un poder que puede ser suyo eternamente. La única amenaza para Kleitus son ahora los vivos, y ya se ocupará de que tal amenaza no siga existiendo mucho tiempo más.
    —Pero ¿qué pueden hacer los vivos frente a él? —preguntó Alfred, estremeciéndose ante sus horribles recuerdos—. ¡Kleitus está..., es un muerto!
    —No obstante, no hace mucho que tú formulaste un hechizo que hace morir a los muertos —replicó el príncipe—. Si tú has sido capaz de ello, también podría hacerlo otro y Kleitus no puede correr el riesgo. Y, aunque no fuera así, el lázaro de la duquesa perseguiría y mataría a los vivos por puro odio. Ahora, tanto Jera como Kleitus comprenden lo que los vivos han hecho a los muertos.
    —Pero ¿y tú? —inquirió Alfred, y miró al fantasma con desconcierto—.
    También has dicho que comprendías lo sucedido, pero en ti no percibo odio sino sólo una profunda pena.
    —Tú estabas allí. Has visto lo que sucedió.
    —Lo he visto, pero no lo he entendido. ¿Me lo explicarás?
    De pronto, al fantasma se le nubló la vista como si hubiera cerrado unos párpados invisibles.
    —Mis palabras son para los muertos —dijo—, no para los vivos. Sólo quienes busquen hallarán.
    —¡Pero yo estoy buscando! —protestó Alfred—. ¡Deseo sinceramente conocer y comprender...!
    —Si lo que dices fuera verdad, lo entenderías —replicó el príncipe.
    Jonathan soltó un quejido espantoso, se llevó las manos al pecho y se encogió hacia adelante, retorciéndose de dolor. Alfred corrió a su lado.
    —¿Qué le ha sucedido? —murmuró con un jadeo, volviendo la cabeza hacia el cadáver de Edmund—. ¿Nos ataca alguien?
    —No es un arma de nuestros días lo que lo ha herido, sino una espada del pasado. El duque aún revive la escena de lo que sucedió en ese pasado. Será mejor que lo despiertes, si puedes.
    Alfred dio la vuelta al cuerpo de Jonathan y observó sus labios amoratados y apretados, sus ojos desorbitados. Le tocó la piel húmeda y fría y apreció los latidos irregulares de su corazón. El duque estaba tan sumido en el hechizo que parecía capaz de morir de la conmoción que le producían sus visiones. Sin embargo, tal vez fuera aún peor tratar de despertarlo. Alfred miró por un instante al dormido patryn y contempló la expresión apacible de su pálidas facciones, de las cuales habían desaparecido las arrugas de dolor y agotamiento.
    Dormía. O, como lo habían denominado los antiguos, estaba sumido en «la pequeña muerte».
    Alfred sostuvo en sus brazos al duque, tranquilizó al desgraciado joven, le murmuró palabras de consuelo y entretejió con ellas un cántico monocorde y uniforme. Las rígidas extremidades de Jonathan se relajaron y sus facciones contraídas de dolor se suavizaron. El duque exhaló un profundo suspiro, se estremeció y cerró los ojos. Alfred lo sostuvo entre sus brazos unos instantes más para asegurarse de que estaba de veras dormido, y luego lo depositó con cuidado sobre el suelo de roca.
    —Pobre hombre —murmuró a continuación—. Tendrá que vivir con el peso de haber atraído este mal terrible sobre su pueblo.
    El príncipe Edmund movió la cabeza en gesto de negativa.
    —Sus actos los impulsó el amor. Aunque hayan provocado este mal, si el duque es fuerte, el bien prevalecerá.
    Tal optimismo estaba bien para un cuento infantil a la hora de acostarse, pero en aquel túnel iluminado por el fuego, con aquellos indecibles espantos desatados en la ciudad que tenían sobre ellos...
    Alfred se apoyó en la pared lisa y se dejó resbalar hasta el suelo.
    —¿Qué me dices de tu pueblo, Alteza? —preguntó, recordando de pronto a la gente de Kairn Telest—. ¿No corre peligro? ¿No deberías hacer algo para advertirle, para ayudarlo?
    La expresión del príncipe cambió, se entristeció. O tal vez Alfred sólo percibía la tristeza de Edmund y era su mente la que imaginaba que la expresión del cadáver cambiaba.
    —Siento lástima de mi pueblo y de sus sufrimientos, pero ahora la responsabilidad es suya, de los vivos. Yo los he abandonado y he pasado a otro mundo. Mis palabras son ahora para los muertos.
    —Pero ¿qué vas a hacer? —insistió Alfred, impotente—. ¿Qué puedes hacer por los tuyos?
    —Todavía no lo sé —respondió el fantasma del príncipe—. Pero ya me lo indicará alguien. De momento, tu cuerpo vivo necesita descanso. Yo montaré guardia mientras duermes. No temas, nadie nos encontrará. Por ahora, estás a salvo.
    Alfred no tuvo más remedio que confiar en el príncipe y ceder al cansancio. La magia, incluso la de los sartán, tenía sus limitaciones físicas, como había quedado demostrado en aquel mundo espantoso. Sólo se podía recurrir a ella durante un tiempo determinado antes de que fuera preciso reponer fuerzas. Así pues, buscó la posición más cómoda posible sobre el suelo de dura roca.
    El perro, que había mantenido bajo una atenta vigilancia a Alfred, se alegró de poder relajarse también y, enroscándose junto a su amo, apoyó la testuz sobre el pecho de éste. Pero mantuvo los ojos abiertos.
    Haplo despertó del largo sueño, que había curado su cuerpo pero no había llevado la paz ni la tranquilidad a su mente. Se sentía extraordinariamente inquieto, corroído por una rabia inconcreta. Tendido en el suelo del túnel a oscuras, mientras acariciaba la cabeza del perro, trató de recordar...
    Tenía que contarle algo de extrema importancia a no sabía quién. Algo urgente, de sumo valor... Pero no lograba recordar qué era.
    —Tonterías —le dijo al perro—. Es imposible. Si tan importante fuera, me acordaría.
    Pero, por mucho que lo intentó, no pudo recordar de qué se trataba y la sensación de haber perdido una información vital lo quemó por dentro como otro veneno.
    A su inquietud se sumó una punzada de hambre y una sed tremenda. No había comido ni bebido nada desde la cena que había estado a punto de ser la última. Se incorporó hasta quedar sentado y miró a su alrededor en busca de agua; bastaba un minúsculo arroyo que surgiera de alguna grieta en la roca, una simple gota que cayera del techo. Con su magia rúnica, utilizaría esa gota para crear más, pero no podía invocar agua de una roca sólida.
    No encontró agua. Ni esa gota que buscaba. Todo andaba mal, todo se había torcido desde que había llegado a aquel mundo maldito y marchito.
    Por lo menos, se dijo, sabía a quién echar la culpa. Miró a Alfred, quien yacía de costado, encogido, con la boca abierta y soltando suaves ronquidos. Debería haber dejado morir allí dentro al sartán, sobre todo después de que me sometió a aquel hechizo, de que me hizo ver a aquella gente en torno a la mesa, de que me hizo decir...
    Haplo apartó de su mente aquel desagradable recuerdo. Al menos, continuó diciéndose, ahora estaban a la par. Acababa de salvarle la vida al sartán a cambio de lo que Alfred había hecho por él en la celda. Ya no le debía nada.
    Se puso en pie bruscamente, para sobresalto del perro, que se incorporó de un brinco y lo miró con aire de leve reproche.
    —Te vas solo...
    El cadáver del príncipe Edmund estaba de pie, inmóvil, junto a la puerta sellada y cerca de donde yacía Jonathan, sumido en el sueño provocado por la magia de Alfred.
    —Así viajaré más deprisa. —Haplo estiró los brazos y se frotó el cuello, rígido y dolorido. No le gustaba el aspecto del fantasma. Verlo lo hacía pensar de nuevo en la información que había olvidado.
    —Vas a marcharte sin las runasguía...
    El fantasma no intentaba disuadirlo, aparentemente. No parecía que le importase si lo hacía o no; sólo señalaba algo que resultaba obvio. Haplo pensó que, probablemente, se sentía solo y le gustaba oír su propia voz.
    —Calculo que estamos en la parte más profunda de las catacumbas — respondió—. Encontraré un pasadizo que lleve hacia arriba y lo seguiré hasta donde me lleve. ¡No puedo terminar mucho peor de lo que me ha ido siguiéndolo a él! —señaló con un gesto a Alfred, que se había movido y ahora yacía boca abajo, con las nalgas sobresaliendo en una postura de lo más indecorosa—. Además, he estado en sitios peores. Nací en uno de ellos. ¡Vamos, perro!
    El animal bostezó, se desperezó, extendió las patas delanteras, echó el cuerpo hacia adelante, estiró las traseras y, por último, se sacudió desde el hocico hasta el rabo.
    —¿Sabes qué sucede ahí arriba? —El fantasma alzó la mirada con un brillo en los ojos.
    —Puedo adivinarlo —murmuró Haplo, sin ganas de hablar del tema.
    —No llegarás con vida a la nave. Te convertirás en alguien como Kleitus y Jera: almas atrapadas en un cuerpo muerto, llenas de odio hacia la parodia de vida que los ata a este mundo y llenas de miedo a la muerte que los liberaría.
    —Correré el riesgo —replicó Haplo, pero notó la palma de las manos húmeda y fría. Un sudor helado le bañó todo el cuerpo, aunque el aire del túnel era caluroso y sofocante.
    «¡Muy bien, tengo miedo!», reconoció para sí. Los patryn respetaban el miedo, no se avergonzaban de él; así se lo enseñaban los mayores en el Laberinto. El conejo no siente vergüenza de huir del zorro, y éste no la siente de ponerse a distancia del león. Uno tenía que escuchar su propio miedo, enfrentarse a él, entenderlo y superarlo.
    Haplo se acercó al fantasma del príncipe. Podía ver a través de él; pudo ver la pared que había tras él y, cuando advirtió la mirada fría y concentrada de los ojos del cadáver, supo que éstos también veían a través de su cuerpo.
    —Revélame la profecía.
    —Mis palabras son para los muertos —dijo el príncipe.
    Haplo se volvió bruscamente, con movimientos rápidos, y tropezó con el perro, que había seguido sus pasos. El patryn pisó sin querer las patas delanteras del animal y éste lanzó un gañido de dolor, retrocedió de un salto y se encogió, sin entender qué había hecho mal.
    Alfred despertó con un sobresalto.
    —¿Qué...? ¿Dónde...? —balbució.
    Haplo soltó una sarta de maldiciones y alargó la mano al perro.
    —Lo siento, muchacho. Ven aquí. No lo he hecho a propósito...
    El animal aceptó las disculpas y se acercó a su amo con aire congraciador para que lo rascara detrás de las orejas, indicando que no le guardaba resentimiento.
    Al comprobar que sólo se trataba de Haplo, Alfred exhaló un suspiro de alivio y se enjugó el sudor de la frente.
    —¿Te sientes mejor? —preguntó con interés.
    La pregunta molestó a Haplo casi más de lo que podía soportar. ¡Un sartán, preocupado por su salud! Soltó una breve y agria risotada y dio media vuelta para proseguir la búsqueda de agua.
    Alfred suspiró de nuevo y movió la cabeza. Estaba visiblemente dolorido, con el cuerpo rígido y retorcido como un viejo árbol nudoso. Miró a Haplo un momento y adivinó lo que estaba haciendo.
    —¡Agua! ¡Buena idea! Tengo la garganta en carne viva. Apenas puedo hablar...
    —¡Pues no lo hagas! —Haplo completó la cuarta ronda infructuosa por el túnel en busca del preciado líquido, con el perro pegado a los talones—. Nada.
    Seguramente, la encontraremos más cerca de la superficie. Será mejor que nos pongamos en marcha. —Se acercó a Jonathan y le dio un suave puntapié—.
    Despierta, duque.
    —¡Oh, vaya! Me había olvidado. —Alfred se sonrojó—. Está bajo un hechizo.
    Estaba muriéndose. Bueno; en realidad, no, pero él creía que sí y el poder de sugestión...
    —Sí, ya sé qué sucede con el poder de sugestión. ¡Tú y tus hechizos!
    ¡Despiértalo y larguémonos de aquí! ¡Y basta de runasguía, sartán! —añadió Haplo, alzando un dedo en gesto de advertencia—. ¡El Laberinto sabe adonde nos conducirían ahora! Esta vez, tú me seguirás a mí. Y date prisa o me marcharé sin ti.
    Pero no lo hizo. Lo esperó. Esperó a que Alfred despertara al duque y esperó a que el desdichado Jonathan recobrara el sentido.
    Esperó. Consumido de impaciencia y atormentado por la sed, pero esperó.
    Y, cuando se preguntó por qué había cambiado de idea y no se había marchado solo, se respondió que era lógico viajar en grupo.
    CAPITULO 41
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    El túnel ascendía en una pendiente suave y constante que los condujo lejos de la Cámara de los Condenados hasta desembocar en las orillas de un vasto lago de magma, cuyo fuego iluminaba la noche perpetua de la caverna con un fulgor rojizo. No había manera de rodearlo; sólo podían pasar por encima de la roca fundida, por un estrecho puente de roca que salvaba la masa de lava fundida como una fina línea negra serpenteante sobre un infierno. El grupo avanzó en fila india.
    Las runas tatuadas en la piel de Haplo despidieron su fulgor azulado, protegiéndolo con su magia del calor y de los vapores. Alfred entonó uno de sus cantos en un murmullo. Su magia debía ayudarlo a respirar mejor o a caminar con más agilidad. Haplo no estaba seguro, pero intuyó que era lo segundo, pues lo sorprendió que el torpe sartán consiguiera cruzar sin novedad el traicionero puente.
    Jonathan los siguió con la cabeza gacha, sin hacer caso a los comentarios de los demás, absorto en sus propios pensamientos. Con todo, había cambiado desde la jornada anterior. Su deambular no era ya errante y trompicado, sino firme y resuelto. Cuando cruzó el puente, mostró interés por lo que lo rodeaba y por su autoconservación, recorriendo el trecho sobre al abismo de roca fundida con cautela y gran atención.
    —Al fin y al cabo, es joven —comentó Alfred en voz baja mientras observaba con nerviosismo la llegada del duque al final del puente, acompañado del cadáver del príncipe—. Su instinto de conservación ha vencido al deseo de poner fin a su desesperación acabando con su vida.
    —Observa su rostro —apuntó Haplo, deseando por enésima vez que Alfred dejara de hurgar en su cerebro y de quitarle las palabras de la boca.
    Jonathan había alzado la cabeza y miraba al fantasma del príncipe, que se cernía en el aire cerca de él. Sus jóvenes facciones, iluminadas por el intenso resplandor del magma, estaban prematuramente envejecidas; el horror y la pena habían marcado una mueca de tensión en sus labios, antes sonrientes, y en sombrecían la luz de sus ojos. Pero la hosca expresión de ausente desesperación se había borrado, reemplazada por una actitud pensativa, de estudio introspectivo.
    La mayor parte del tiempo, su mirada permanecía fija en el cadáver del príncipe.
    El túnel continuó conduciéndolos hacia arriba y la pendiente fue haciéndose más pronunciada, como si estuviera impaciente por dejar atrás el horror de lo que quedaba allá abajo. Sin embargo, ¿qué nuevo horror les aguardaba arriba? Haplo no tenía idea y, en aquellos momentos, tampoco le importaba.
    —¿Qué le hiciste con ese hechizo? —El patryn continuó hablando para distraerse, para apartar de su mente el recuerdo de la sed. Con un gesto, envió al perro a vigilar al duque y al cadáver.
    —Sólo era un simple hechizo de sueño... —Alfred tropezó con sus propios pies y cayó de bruces. Haplo continuó caminando, inflexible, sin hacer caso de los jadeos y los gemidos del sartán.
    —Esto está muy oscuro —dijo Alfred tímidamente, cuando llegó de nuevo a la altura de Haplo—. Podríamos utilizar las runas para iluminar el camino...
    —¡Olvídalo! Ya he tenido bastante de magia sartán para el resto de mi vida. Y no me refería al hechizo de sueño. Hablo de ese encantamiento que nos hiciste en la cámara.
    —Te equivocas. No conjuré ningún hechizo. Viste lo mismo que yo, y que él...
    Al menos, creo que vi... —Alfred miró de reojo a Haplo, en una clara invitación a hablar de lo que habían visto.
    El patryn soltó un bufido y continuó la marcha en silencio.
    El túnel se ensanchó y la pendiente se hizo más suave. Otros túneles partían de él en diversas direcciones. El aire era más fresco, más húmedo y fácil de respirar. Unas lámparas de gas siseaban en las paredes y formaban charcos de luz amarilla que alternaban con otros de oscuridad. Haplo no tuvo ninguna duda de que se acercaban a la ciudad.
    ¿Qué encontrarían cuando llegaran al final del pasadizo? ¿Guardias apostados, esperándolos? ¿Todas las salidas cerradas?
    Agua. Esto era lo que importaba a Haplo en aquel momento. Al menos, habría agua. Era capaz de enfrentarse a un ejército de muertos por un sorbo.
    Detrás de él, el príncipe y Jonathan conversaban en voz baja. El perro trotaba a sus pies y, una vez más, sirvió a su amo como discreto espía de su diálogo.
    —Suceda lo que suceda, todo será culpa mía —decía Jonathan. Su tono de voz era triste, apesadumbrado. Aceptaba su culpa, pero ya no gemía de autocompasión—. Siempre he sido descuidado y poco juicioso. ¡Olvidé todo lo que me habían enseñado! No, eso no es del todo cierto: yo decidí olvidarlo. Cuando obré la magia sobre Jera, sabía muy bien lo que me hacía... ¡pero no podía soportar la idea de perderla! —Hizo una breve pausa y añadió—: Nosotros, los sartán, nos hemos obsesionado con la vida y hemos perdido el respeto por la muerte. Para nosotros, incluso una apariencia de vida, una espantosa caricatura de la vida, era preferible a la muerte. Tal actitud es consecuencia de creernos dioses. ¿Qué es, al fin y al cabo, lo que separa al hombre de los dioses? El dominio último sobre la vida y la muerte. Podíamos controlar la vida con nuestra magia, y entonces trabajamos hasta conseguir controlar la muerte... o, al menos, eso creímos.
    Haplo se dio cuenta de que el duque hablaba de sí mismo y de su pueblo en pasado. Era como si estuviera escuchando a hurtadillas una conversación entre dos cadáveres, y no entre un muerto y un vivo.
    —Empiezas a entender —dijo el príncipe.
    —Quiero entender más —contestó Jonathan en tono humilde.
    —Ya sabes dónde buscar las respuestas.
    «En esa maldita cámara de ahí abajo, seguro —pensó Haplo—. O haz que el bueno de Alfred te cante sus condenadas runas otra vez.» ¿Qué era lo que tenía que recordar? Lo había visto todo tan claro... ¿Qué había visto...? Lo había entendido...
    ¿Qué había entendido? ¡Ah, si pudiera recordar...!
    «¡Al diablo con todo aquello! —siguió diciéndose—. Sé todo lo que tengo que saber. Mi Señor es todopoderoso y omnisciente. Mi Señor gobernará un día sobre este mundo y sobre los demás. Le debo lealtad a mi Señor y a su causa. Todas estas dudas, estas divagaciones que me quieren confundir son una treta de los sartán.» —Haplo... —le llegó la voz de Alfred.
    —¿Qué quieres ahora?
    Dio media vuelta y vio que el sartán había sufrido un nuevo traspié. Alfred yacía en el suelo con el rostro contraído de dolor y le alargaba la mano, mostrándole la palma.
    —¡Si crees que voy a ayudarte, olvídalo! Por lo que a mí respecta, puedes quedarte ahí hasta que te pudras.
    El perro corrió hasta Alfred y empezó a dar lametones en la cara al sartán.
    Haplo apartó la mirada con repugnancia.
    — ¡No, no es eso! —respondió Alfred—. Creo que..., es decir... He encontrado agua. Estoy..., estoy tendido encima de un charco.
    Por desgracia, Alfred había dejado el charco casi vacío después de empaparse las ropas pero, una vez que tuvieron una pequeña cantidad del preciado líquido, pudieron crear más con sus hechizos mágicos. Haplo buscó hasta descubrir la fuente, un goteo constante que rezumaba a través de una hendidura del techo.
    —Debemos de estar cerca del nivel superior. Será mejor estar alerta. No bebas demasiado —aconsejó Haplo al sartán—. Te sentaría mal. Poco a poco, a pequeños sorbos.
    Al patryn le costó un gran esfuerzo seguir su propio consejo. El líquido era fangoso y tenía un ligero sabor a azufre y a hierro a pesar de haber sido purificado mediante la magia. Aun así, sació su sed y los reanimó.
    —Algo dioses sí que somos... —dijo Haplo para sí mientras chupaba un retal de tela que había empapado en agua del charco. Captó la rápida mirada de Alfred, frunció el entrecejo y se volvió de espaldas, irritado. ¿Por qué había cruzado por su mente un pensamiento como aquél? Sin duda, era cosa del sartán...
    El perro levantó la cabeza e irguió las orejas, al tiempo que emitía un gruñido sordo y grave.
    —¡Viene alguien! —susurró Haplo, volviéndose sobre las puntas de los pies como un gato.
    Una figura vestida con túnica negra emergió de las sombras al fondo del pasadizo. Avanzaba con paso lento y vacilante, como si estuviera herido o muy fatigado, y hacía frecuentes altos para volver la vista atrás.
    —¡Tomás! —exclamó de pronto Jonathan, aunque Haplo no era capaz de comprender cómo se podía distinguir a un nigromante de otro bajo la túnica negra—. ¡Traidor!
    Antes de que nadie pudiera detenerlo, el joven duque se abalanzó hacia adelante a la carrera, con la túnica ondeando tras él.
    Tomás se volvió a mirarlos y su grito de pánico resonó por los pasillos. Intentó huir pero tenía una pierna herida o se torció el tobillo en aquel instante y cayó al suelo. Gateando de pies y manos, trató de alejarse a rastras. Jonathan llegó hasta él con facilidad y posó una mano en el hombro del joven traidor.
    Entre gritos de miedo, Tomás se volvió boca arriba y se llevó las manos a la cara.
    —¡No, por favor! ¡No! ¡No! ¡Por favor! —balbució una y otra vez. Su cuerpo rodó y se agitó en el suelo, retorciéndose en un paroxismo de terror. El duque contempló al nigromante.
    —¡Tomás! ¡No voy a hacerte daño! ¡Tomás!
    Jonathan intentó agarrar al desgraciado y apaciguarlo, pero la visión de unas manos que se acercaban no hizo sino incrementar su pánico.
    —¡Hazlo callar! —ordenó Haplo, colérico—. ¡Atraerá hacia aquí a todos los guardias de palacio!
    —¡No puedo! —Jonathan lo miró con aire de impotencia—. ¡Se..., se ha vuelto loco!
    Alfred hincó la rodilla junto a Tomás y empezó a mover las manos sobre él, entonando las runas.
    — ¡No lo duermas, sartán! Necesitamos información.
    Alfred dirigió una severa mirada de reproche al patryn.
    —¿Quieres que lo llevemos con nosotros por los túneles o prefieres dejarlo aquí, inconsciente? —preguntó Haplo.
    Desconcertado, Alfred asintió. El movimiento de sus manos formó un velo invisible sobre el hombre. Los gritos de Tomás cesaron y empezó a respirar con más facilidad, pero continuó mirándolos con unos ojos desorbitados y un temblor incontenible en brazos y piernas. Haplo se puso en cuclillas en las proximidades del nigromante. El perro se acercó también, olisqueó la túnica de Tomás y la hurgó con la pata con gran interés. Haplo alargó la mano y tocó la tela. Estaba empapada. Alzó los dedos a la luz y los encontró manchados de sangre.
    Alfred le remangó la túnica para observar la pierna. Tenía una contusión pero, salvo ésta, no se apreciaba herida alguna. La sangre no era suya. Alfred levantó la vista, mortalmente pálido.
    —¿Conoces a este hombre? —preguntó Haplo a Jonathan.
    —Sí.
    —Háblale. Averigua qué sucede ahí arriba.
    —¿Tomás? Soy yo, Jonathan. ¿No me reconoces? —El duque había olvidado su cólera, transformada en lástima. Alargó la mano con cautela. Los ojos de Tomás siguieron el gesto y, de pronto, su mirada se volvió hacia el rostro de Jonathan.
    —¡Estás vivo! —exclamó. Agarró la mano del duque con un ademán espasmódico y la apretó con fuerza—. ¡Estás vivo! —repitió una y otra vez, y estalló en sollozos.
    —Tomás, ¿qué es lo que te ha ocurrido? ¿Estás herido? Tienes sangre...
    —¡La sangre! —El nigromante se estremeció con un jadeo—. ¡Está en el aire!
    ¡Noto su sabor! ¡La respiro! Forma charcos, quema como el magma... Rezuma y rezuma. La oigo gotear. Todo el ciclo. Gotea y gotea.
    —Tomás... —le dijo el duque.
    El hombre no hizo caso. Agarrado a las manos de Jonathan, volvió la mirada hacia las sombras.
    —Ella vino... a buscar a su padre. La sangre del viejo rezumaba a través del suelo... Goteaba, goteaba...
    Jonathan palideció. Se desasió de las manos contraídas de Tomás y, echándose atrás, se sentó sobre sus talones.
    Haplo decidió que era momento de intervenir. Con gestos bruscos, apartó a un lado al duque, agarró por los hombros a Tomás y lo sacudió.
    —¿Qué está pasando en la ciudad? ¿Qué sucede ahí arriba?
    —Sólo uno vive. Sólo uno... —Empezó a ahogarse, los ojos le sobresalían de las órbitas y la lengua asomaba entre sus labios.
    —¡Sartán! ¡Haz algo, maldita sea! ¡Tiene una especie de ataque! Tengo que averiguar...
    Alfred se acercó para auxiliarlo, pero era demasiado tarde. Tomás puso los ojos en blanco y su cuerpo, tras unos espasmos, cayó en una completa flaccidez.
    Haplo le buscó el pulso y movió la cabeza en gesto de negativa.
    —¿Está...? ¿Está... muerto? —La voz de Jonathan era casi inaudible—.
    ¿Cómo...?
    —Lo ha matado su propio miedo —respondió Alfred—. El terror a lo que ha visto ahí arriba, sea lo que sea.
    —«Sólo uno vive»... —Haplo repitió lentamente las palabras.
    —Oigo voces de los muertos —anunció el fantasma. El cadáver del príncipe Edmund se situó cerca de Jonathan y los ojos brillantes del fantasma contemplaron al muerto desapasionadamente—. Son muchos y están llenos de rabia. Ten paciencia, pobre espíritu —añadió el príncipe, hablándole a algo invisible —. Ya no tendrás que esperar mucho. El tiempo se acaba. La profecía está a punto de cumplirse.
    ¡La profecía! Haplo se había olvidado por completo del tema. Se incorporó y empezó a decir:
    —¡Háblame de esa...!
    El perro gruñó y bajó la cabeza.
    —¡Maldición! ¡Apartaos de la luz! —ordenó el patryn, refugiándose entre las sombras—. ¡Y no hagáis ruido!
    Al fondo del pasadizo aparecieron unas siluetas confusas, con el rostro oculto bajo la capucha.
    —El nigromante ha huido por aquí —dijo uno de los intrusos—. Estoy seguro.
    Percibo una fuente de calor... ¡Ahí delante hay algo vivo!
    «... hay algo vivo...», repitió una voz lejana, en un susurro débil y siseante.
    —Un lázaro... —murmuró Alfred y, tras un leve suspiro, cayó al suelo resbalando por la pared.
    —¡Se ha desmayado! —susurró Jonathan.
    Haplo soltó un juramento por lo bajo. ¡Tenía que desmayarse precisamente ahora, en el momento en que el sartán podía resultar de utilidad! Echó un vistazo hacia el pasadizo, en la dirección por la que habían venido. Recordó que habían dejado atrás otros pasadizos. Si huía solo, tal vez podría llegar a alguno de ellos. Si lo conseguía, tendría una buena oportunidad para escapar, sobre todo porque el lázaro estaría ocupado con el duque y con Alfred. Así era cómo uno escapaba de las fieras en el Laberinto. Se les arrojaba un cadáver recién muerto y las bestias se detenían a devorarlo, mientras uno ponía distancia de por medio.
    El patryn miró a Alfred, que yacía en el suelo, y a Jonathan, inclinado sobre él. Los fuertes sobrevivían; los débiles, no.
    —¡Perro! ¡Aquí, muchacho! —llamó en un susurro al animal—. ¡Vamos!
    El perro permaneció junto a Alfred.
    El lázaro se había detenido a inspeccionar otro pasadizo. Era el momento ideal.
    —¡Perro! —Haplo repitió la orden.
    El animal meneó el rabo y se puso a gimotear.
    —¡Perro! ¡Ven aquí! —El patryn insistió, chasqueando los dedos.
    El perro dio unos pasos hacia él, pero volvió enseguida junto a Alfred. El lázaro avanzaba de nuevo. Jonathan volvió la mirada hacia Haplo y le dijo en voz muy baja:
    —Vete. Ya has hecho suficiente. No puedo decirte que entregues tu vida por nosotros. Estoy seguro de que tu amigo lo querría de esta manera.
    «¡No es amigo mío! —estuvo a punto de exclamar a gritos—. ¡Es mi enemigo!
    ¡Y tú también lo eres! Vosotros, los sartán, asesinasteis a mis padres y abandonasteis a mi pueblo en su terrible prisión. Incontables miles de patryn han sufrido y han muerto por vuestra causa. ¡Por supuesto que no voy a entregar mi vida por vosotros! ¡Por fin estáis recibiendo vuestro merecido!» —¡Perro! —exclamó, furioso, y alargó la mano para agarrar al animal.
    El perro esquivó el contacto, dio media vuelta y se lanzó a la carrera contra el lázaro.
    CAPITULO 42
    LAS CATACUMBAS, ABARRACH
    Era difícil contar el número de lázaros. Entrevistos en la penumbra, los cuerpos y espíritus que se fundían y se separaban constantemente engañaban a la vista y desconcertaban a la mente. Todos ellos iban vestidos con túnicas negras; eran nigromantes, dotados del poder para convertir a otros recién muertos en seres como ellos, que no eran vivos ni difuntos.
    Haplo sólo tuvo un consuelo. Sus perseguidores no se interesarían por su piel: se limitarían a hacerlo pedazos. El patryn supuso que debía sentirse contento.
    Los lázaros se detuvieron y sus fuertes manos se levantaron para capturar al molesto perro, para retorcerle el cuello y estrangularlo.
    Haplo trazó un signo mágico en el aire. La runa se encendió, salió disparada de sus manos con el fulgor de una centella y cayó sobre el perro. Una llama roja y azul envolvió al animal y éste creció de tamaño y siguió aumentando a cada tranco. Su cabeza enorme rozó el techo y sus patas gigantescas sacudieron el suelo. Sus ojos eran ascuas; su aliento, humo ardiente.
    El perro saltó sobre los lázaros y aplastó sus cuerpos bajo las zarpas monstruosas. Los dientes del animal se hundieron en la carne muerta y no se limitaron a desgarrar gargantas, sino que arrancaron cabezas de cuajo.
    — ¡Esto los detendrá, pero no por mucho tiempo! —gritó Haplo para hacerse oír por encima de los roncos gruñidos del perro—. ¡Poned en pie a Alfred y empecemos a movernos! Jonathan apartó a duras penas su mirada horrorizada de la carnicería que estaba teniendo lugar al fondo del pasadizo. Asiendo entre los dos a un Alfred tambaleante, que apenas empezaba a recobrar la conciencia, el duque y el cadáver del príncipe consiguieron ponerlo en pie.
    Haplo dedicó unos momentos a estudiar su estrategia. Retroceder quedaba descartado. Su única esperanza era alcanzar la ciudad y unirse al resto de los vivos. Y, para llegar a la ciudad, había que abrirse paso entre los lázaros.
    Echó a correr por el pasadizo sin mirar atrás. Si los demás lo seguían, bien; si no lo hacían, a él le daba igual.
    El perro se encontraba en medio de un espeluznante campo de batalla lleno de cuerpos descuartizados y túnicas negras hechas trizas. El suelo de roca estaba resbaladizo de sangre. Haplo se mantuvo pegado a la pared, atento a dónde ponía el pie. Detrás de él, oyó cómo al joven duque se le aceleraba la respiración y le vacilaba el paso.
    —¡Haplo! —exclamó con voz atenazada por el miedo.
    Uno de los cadáveres destrozados empezó a moverse. Un brazo se arrastró hacia el tronco, una pierna se deslizó para unirse a éste. El fantasma del lázaro, que brillaba tenuemente en la oscuridad, había puesto en acción sus poderes mágicos para recomponer el cuerpo hecho pedazos.
    —¡Corre! —gritó el patryn.
    —¡No..., no puedo! —replicó Jonathan entrecortadamente. El duque estaba paralizado de terror.
    Alfred, tambaleándose, miró a su alrededor con expresión aturdida. El cadáver del príncipe Edmund permaneció quieto, sin pestañear, impertérrito ante aquel horror.
    Haplo emitió un silbido grave y penetrante. Las llamas en torno al perro decrecieron, parpadearon y se apagaron. El animal se encogió hasta recuperar su tamaño normal, saltó ágilmente por encima de los cuerpos en proceso de reensamblaje, corrió unos trancos y dio un mordisco a Alfred en el tobillo huesudo y desnudo.
    El dolor hizo que el sartán volviera en sí. Advirtió el peligro y comprendió la reacción de Jonathan. Agarrando al duque por los hombros, lo arrastró hasta dejar atrás a los lázaros. El perro corrió alrededor de ellos y se plantó ante los pedazos espasmódicos de los cuerpos, ladrando amenazadoramente. El cadáver de Edmund avanzó en retaguardia, con aire grave y solemne.
    Una de las manos amputadas se agarró a él. Sin inmutarse, el príncipe se la quitó de encima.
    —Estoy bien —murmuró Jonathan con los labios tensos—. Ya me puedes soltar.
    Alfred lo miró, dubitativo.
    —De verdad —le aseguró el duque, pero empezó a volver la cabeza, atraído por una horrible fascinación—. Sólo..., sólo ha sido la conmoción de ver...
    —¡No mires atrás! —Haplo, agarró al duque y lo obligó a mirar adelante—. No te importa lo que sucede ahí. ¿Sabes dónde estamos?
    Las catacumbas habían terminado. Estaban junto a la entrada de unos corredores bien iluminados y suntuosamente decorados.
    —El palacio... —dijo Jonathan.
    —¿Puedes llevarnos fuera, a la ciudad?
    Al principio, el patryn temió que todo lo sucedido hubiera sido demasiado para Jonathan y que ahora fuera a fallarle, pero el duque recurrió a unas reservas de energía que, sin duda, nunca había sabido que poseía. Sus pálidas mejillas adquirieron un leve color.
    —Sí —contestó Jonathan con voz baja pero firme—. Puedo llevaros.
    Seguidme.
    Abrió la marcha con Alfred a su lado y el príncipe tras ellos. Haplo echó un último vistazo a los lázaros. Debería tratar de hacerse con algún arma, se dijo. Una espada no mataría a aquellos seres, pero los dejaría fuera de combate el tiempo suficiente para escapar...
    Un hocico helado se apretó contra su mano.
    —No te quedes aquí conmigo —exclamó Haplo, apartando al animal de un empujón y dando un paso adelante—. Ya que tanto te gusta el sartán, ve y sé su perro. Ya no te quiero.
    El animal sonrió. Meneando el rabo, avanzó al trote junto a su amo.
    El único vivo.
    Haplo había visto muchas escenas terribles en su vida. El Laberinto mataba sin piedad ni compasión, pero lo que presenció aquel día en el palacio de Necrópolis lo perseguiría el resto de su vida.
    Jonathan conocía a fondo el palacio y los condujo con rapidez por los serpenteantes corredores y el confuso laberinto de estancias. Al principio, avanzaron con suma cautela, protegiéndose en las sombras, ocultándose en los quicios de las puertas y temiendo a cada recodo toparse con más lázaros en busca de nuevas víctimas.
    «Los vivos nos tienen prisioneros. Somos sus esclavos. Cuando no quede nadie vivo, seremos libres.» El eco de la voz de Jera persistía en las salas y en los pasillos, pero no había rastro de ella ni de ningún otro ser, tanto vivo como semimuerto.
    En cambio, todo estaba sembrado de muertos.
    Los cuerpos yacían por los pasillos donde habían caído asesinados. Ninguno de ellos había sido resucitado, ni tratado con la menor ceremonia. Una mujer abatida por una flecha sostenía aún en sus brazos a un niño de pecho degollado.
    Un hombre a quien habían hundido una espada entre los omóplatos a traición, miraba hacia ellos sin verlos, con una expresión de sorpresa casi cómica en su rostro muerto. Haplo le arrancó el arma del cuerpo y se la apropió para utilizarla.
    —No necesitarás esa arma —dijo el príncipe—. Los lázaros ya no nos persiguen. Kleitus los ha llamado para otro asunto más urgente.
    —Gracias por el consejo, pero me siento mejor con ella, si no te molesta.
    Sin dejar de andar, mientras se ocupaba de mantener junto al grupo, el patryn dibujó con sangre varios signos mágicos en la hoja de acero. Cuando levantó la vista, encontró la mirada horrorizada de Alfred.
    —Muy toscas, lo reconozco —le dijo Haplo—, pero no tengo tiempo para delicadezas.
    Alfred abrió la boca para protestar.
    —Este hechizo puede cortar la vida mágica que sostiene a esos lázaros, que mantiene juntos sus cuerpos —continuó el patryn con frialdad—. A menos que creas poder recordar ese hechizo que formulaste para dar muerte al soldado...
    Alfred cerró la boca y desvió la mirada. El sartán parecía enfermo, demacrado.
    Tenía la piel amoratada, las manos temblorosas y los hombros hundidos bajo un peso insoportable. Sufría agudos dolores y Haplo debería haberse sentido exultante, debería haberse complacido con el tormento de su enemigo. Pero no pudo.
    No pudo, y su impotencia lo irritó. Trazó un signo mágico en la sangre de su enemigo ancestral y sólo notó un dolor que le retorcía las entrañas. Le gustara o no, Alfred y él procedían de la misma fuente. Eran ramas muy lejanas, una en la copa y otra cerca del suelo, una que se extendía hacia la luz y la otra que se resguardaba en las sombras, pero salidas ambas del mismo tronco. El filo de un hacha se hundía en el tronco, dispuesto a derribar el árbol entero. En el destino del sartán, Haplo podía ver también el suyo.
    ¿Debía llevar el conocimiento de la nigromancia a su Señor? ¿O era mejor ocultar tal descubrimiento? Eso sería mentir a su Señor, al hombre que le había salvado la vida.
    Pero ¿qué estaba pensando? ¡Pues claro que le llevaría la información a su Señor! Le llevaría a Jonathan. ¿Qué era aquello? ¡Se estaba volviendo débil, sentimental! Y toda la culpa era de aquel condenado Alfred. El sartán también lo acompañaría. Su Señor se encargaría de él.
    «Y yo contemplaré el espectáculo y disfrutaré cada instante...» El único vivo.
    Llegaron a la antecámara, junto al salón del trono. Los cortesanos que habían servido a Kleitus buscando su favor, esperando una simple mirada del dinasta, yacían muertos en el suelo. Ninguno de ellos iba armado; ninguno había sido capaz de luchar por su vida, aunque parecía que unos pocos habían hecho un intento desesperado por escapar. Todos ellos habían sido acuchillados por la espalda.
    —Han conseguido lo que querían —sentenció Jonathan, contemplando los cuerpos desapasionadamente—. Por fin, Kleitus les ha prestado atención a todos, uno por uno.
    Haplo observó al joven duque. Alfred sufría en su propio ser la terrible agonía que habían experimentado los muertos. Jonathan, por el contrario, podría haber sido uno de los cadáveres. El duque y el cadáver del príncipe Edmund guardaban un misterioso parecido. Los dos se mostraban tranquilos, solemnes, insensibles a la tragedia.
    —¿Y dónde está Kleitus? —le preguntó Haplo en voz alta—. ¿Por qué ha dejado tras él a estos muertos? ¿Por qué no los ha convertido en lázaros?
    —Observarás que no hay nigromantes entre los cuerpos —respondió Alfred en voz baja y temblorosa—. Kleitus tiene que mantener el control. Dentro de unos ciclos, regresará y resucitará estos cuerpos como ha hecho en el pasado.
    —Con la diferencia —añadió Jonathan— de que ahora Kleitus puede comunicarse con los muertos directamente. Gracias a la intervención del lázaro, los muertos han obtenido inteligencia.
    Ejércitos de muertos avanzando con determinación, resueltamente, decididos a matar a aquellos a quienes envidiaban y odiaban: a los vivos.
    —Por eso no hemos encontrado a nadie en el palacio —señaló el príncipe—.
    Kleitus y Jera, con su ejército, han partido. Se disponen a cruzar , para atacar y destruir al último pueblo que queda con vida en este mundo.
    —A tu pueblo —señaló Haplo.
    —Ya no son mi pueblo —replicó el príncipe—. Ahora, mi pueblo son éstos.
    El fantasma blanquecino y brillante se cernió sobre los cadáveres tendidos en el suelo y bañó sus rostros helados con el leve resplandor de su luz fría. Los susurros de los desgraciados espíritus llenaban el aire como si le respondieran.
    O le suplicaran.
    —Tenemos que poner sobre aviso a Baltazar. ¿Y qué hay de tu nave? — preguntó Alfred de pronto, volviéndose hacia el patryn—. ¿Estará a salvo?
    ¿Podremos marcharnos?
    Haplo se dispuso a contestar que sí, por supuesto; la nave estaba a salvo, perfectamente protegida. Sin embargo, las palabras murieron en sus labios.
    Ignoraba qué poderes tenían aquellos lázaros. Si destruían su nave, se encontraría atrapado en aquel mundo hasta que pudiera encontrar otra embarcación. Se encontraría atrapado, combatiendo contra ejércitos de muertos, contra tropas que no podían ser detenidas ni derrotadas. A Haplo se le aceleró la respiración. El pánico del sartán era contagioso.
    —¿Qué hace ahora? ¿Dónde está Kleitus en este momento? ¿Lo sabes?
    —Sí —respondió el cadáver del príncipe—. Oigo las voces de los muertos. Está movilizando sus fuerzas, reuniendo a su ejército y preparándolo para mandarlo a la lucha. Las naves se encuentran ancladas, a la espera. Pero le llevará algún tiempo embarcar a todas las tropas —Haplo habría jurado que el fantasma sonreía—. Ahora, los muertos no pueden ser conducidos como rebaños de ovejas.
    Ahora son inteligentes, y la inteligencia produce independencia de pensamiento y de acción, lo cual conduce inevitablemente a la confusión.
    —De modo que tenemos tiempo —sacó en conclusión Haplo—. Pero tenemos que cruzar .
    —Conozco un camino —apuntó el príncipe—, si tenéis valor para seguirlo.
    Pero ya no era cuestión de valor. Una vez más, Alfred puso voz a los pensamientos de Haplo.
    —No tenemos alternativa.
    CAPÍTULO 43
    NECRÓPOLIS, ABARRACH
    Necrópolis había cumplido el terrible presagio de su nombre. Cuerpos mutilados se apilaban en los quicios de las puertas, abatidos antes de poder encontrar refugio. Aunque ni siquiera así se habrían salvado, pues las puertas habían sido reventadas, hechas astillas por los muertos en sus esfuerzos por quitar la vida a los vivos. Lo habían logrado. El agua que corría por las cunetas estaba teñida de sangre.
    El fantasma del príncipe Edmund los condujo a través de los sinuosos túneles de la Ciudad de los Muertos. Para evitar la puerta principal, que tal vez encontraran vigilada, escaparon de la ciudad a través de uno de los agujeros de rata. Una vez fuera de las murallas, escucharon a lo lejos un ruido sordo y atronador que resonaba en el elevado techo de la caverna y hacía vibrar el suelo sobre el que estaban. Eran los ejércitos de los muertos, preparándose para la guerra.
    Numerosas paukas, aún enganchadas a los carromatos, vagaban por los alrededores de Necrópolis. Los animales estaban perplejos, asustados por el olor de la sangre. Sus propietarios y jinetes estaban muertos; ahora eran cadáveres abandonados donde habían caído abatidos o cuerpos resucitados y conducidos junto a los demás para participar en la contienda. Haplo y Jonathan requisaron un carruaje y desalojaron de él los cuerpos de un hombre, una mujer y dos niños.
    Alfred montó en el vehículo sin apenas darse cuenta de lo que hacía, dejándose llevar en todo momento, casi siempre por Jonathan pero a veces —ásperamente— por Haplo.
    El carruaje se puso en marcha con un traqueteo. La pauka pareció aliviada de que alguien tomara el control de su vida otra vez. Conducía Jonathan y Haplo iba sentado a su lado, vigilando. El cadáver del príncipe Edmund, muy erguido, ocupaba el asiento de los pasajeros, al lado de Alfred. El fantasma del príncipe hacía de guía y dirigió la marcha hacia el este durante varios kilómetros, en dirección a los Cerros de la Grieta. Al llegar a una intersección, el vehículo tomó rumbo al sur, hacia . El perro corría junto al carruaje, ladrando de vez en cuando a la pauka para gran desconcierto de la bestia.
    Jonathan conducía lo más deprisa que se atrevía. El vehículo se bamboleaba y botaba sobre el camino salpicado de guijarros. A ambos lados, vieron pasar a toda velocidad unos campos de hierba de kairn como manchas borrosas, vertiginosas, de color pardo verdusco. Alfred se agarró al costado del carruaje bamboleante, esperando verse arrojado de él o atrapado bajo sus restos volcados.
    Continuó la loca carrera temiendo por su vida, algo que el patryn no podía entender pues su existencia tenía ahora muy poco sentido.
    Alfred, con amargura, se preguntó en silencio qué instinto animal básico los impulsaba, los obligaba a continuar viviendo cuando habría sido mucho más sencillo detenerse y esperar la muerte sentados.
    Al tomar una curva muy cerrada, el carruaje se inclinó, con dos ruedas en el aire. Alfred se vio arrojado violentamente contra el cuerpo helado del cadáver.
    Cuando el vehículo se enderezó, Alfred hizo lo propio, auxiliado por el príncipe con su habitual aire digno.
    «¿Por qué me agarro así a la vida?», se preguntó el sartán. ¿Qué era lo que le aguardaba, al fin y al cabo? Aunque lograra salir de aquel mundo, no podría escapar nunca del recuerdo de lo que había visto, del conocimiento de lo que había sido de su pueblo. ¿Por qué tenía que correr a advertir a Baltazar? Si éste conseguía sobrevivir, seguiría buscando la Puerta de la Muerte y terminaría por descubrir el modo de cruzarla y de llevar el contagio de la nigromancia a los otros mundos. Él propio Haplo había amenazado con llevar estas artes oscuras al conocimiento de su amo y señor.
    Sin embargo, siguió diciéndose Alfred, el patryn no había vuelto a hacer mención del asunto desde que había descubierto estas prácticas. ¡A saber qué pensaría ahora al respecto! Alfred creía haber visto reflejado en los ojos del patryn, en ocasiones, el mismo horror que él había sentido en su alma. ¡Y, en la Cámara de los Condenados, Haplo era el joven sentado a su lado en la mesa! Los dos habían presenciado la misma escena...
    —Él se resiste a aceptarlo, igual que tú... —dijo el príncipe, interrumpiendo las meditaciones de Alfred. Este, desconcertado, intentó decir algo, iniciar una protesta, pero las palabras le salieron de la boca entrecortadas por el traqueteo de la marcha y estuvo a punto de morderse la lengua. Pese a todo, el príncipe Edmund le entendió.
    —Sólo uno de vosotros tres ha abierto su corazón a la verdad. Jonathan no lo entiende por completo todavía, pero está más cerca, mucho más cerca que vosotros.
    —¡Quiero... conocer... la verdad! —consiguió articular Alfred, escupiendo las palabras entre dientes, con las mandíbulas apretadas para no volver a morderse la lengua.
    —¿De veras? —inquirió el fantasma, y a Alfred le pareció advertir en él una fría sonrisa—. ¿Acaso no te has pasado la vida negándola?
    Se refería a sus desmayos, empleados conscientemente al principio para evitar revelar sus facultades mágicas, y que luego se habían vuelto incontrolables.
    Y a su torpeza, tanto física como de espíritu. Y a su incapacidad (o era rechazo)
    para invocar un hechizo que le habría dado un poder excesivo, indeseado; un poder que otros podían intentar usurparle. Y a su permanente postura de observador, negándose a intervenir tanto para bien como para mal.
    —¿Qué otra cosa podría hacer, si no? —preguntó al fantasma, en tono defensivo—. Si, en cierta ocasión, los mensch hubieran sabido que tenía el poder de un dios, me habrían obligado a emplearlo para intervenir en sus vidas.
    —¿Obligado? ¿O más bien tentado?
    —Tienes razón —reconoció Alfred—. Sé que soy débil. La tentación habría sido demasiado fuerte; lo fue, en realidad, y cedí ante ella salvando la vida del pequeño Bane cuando su muerte habría evitado las tragedias que siguieron.
    —¿Por qué lo salvaste? ¿Y por qué salvaste a ése, a tu enemigo? —añadió, volviendo su mirada fantasmal hacia Haplo—.
    Un enemigo que ha jurado matarte. Busca la respuesta, la auténtica respuesta, en tu corazón.
    —Te llevarás una decepción —respondió Alfred tras un suspiro—. Ojalá pudiera decir que lo hice movido por algún noble ideal, por un quijotesco sentido del honor, por un valor altruista y abnegado, pero no fue así. En el caso de Bane, me impulsó la lástima, la compasión por un chiquillo criado sin amor que iba a morir sin haber conocido un solo instante de felicidad. ¿Y Haplo? Durante unos breves instantes, he vivido en su piel y lo comprendo. —Alfred volvió la vista hacia el perro—. Creo que lo entiendo mejor que él mismo.
    —Lástima, piedad, compasión...
    —Eso es todo, me temo —asintió Alfred.
    —Es lo que cuenta —añadió el fantasma.
    El camino que tomaron estaba desierto, aunque lo habían hollado muchos pies. Parte del ejército de los muertos había pasado por allí, dejando atrás la ciudad por las numerosas calzadas que conducían al mar de Fuego. Tras el paso de las tropas, el camino había quedado sembrado de cascos, escudos, piezas de armadura, huesos y, aquí y allá, algún esqueleto caído, con los huesos hechos astillas. El grupo descubrió abandonados gran número de carretas de carga y carruajes, cuyos pasajeros habían sido asesinados o habían huido ante el rumor de la llegada del ejército de los muertos.
    Al principio, Alfred pensó que Tomás había dicho la verdad. Desde que habían salido de las catacumbas, no habían visto a nadie con vida y el sartán llegó a temer que todos, en Necrópolis y en sus alrededores, hubieran caído víctimas de la furia de los muertos. Sin embargo, en el trayecto hacia , más de una vez creyó captar un movimiento furtivo entre la alta hierba de kairn, le pareció ver alzarse una cabeza o intuyó unos ojos —los ojos de un ser vivo— observándolos con temor. Y, aunque el carruaje pasaba demasiado deprisa como para poder estar seguro de lo que había visto y Alfred decidió no comentarlo con los demás, aquello abrió un pequeño resquicio a la esperanza, rasgando las sombras como la luz que se cuela por debajo de la puerta en una habitación a oscuras.
    Se sintió reanimado, aunque no estuvo seguro de si se debía a aquella nueva esperanza o a las palabras reconfortantes del fantasma. Su cerebro había recibido demasiados sobresaltos y traqueteos como para formar pensamientos coherentes, y se limitó a agarrarse del lateral del vehículo con ceñuda determinación. La vida tenía un sentido y un propósito; Alfred aún no estaba seguro de cuáles eran, pero había decidido, al menos, seguir buscando.
    El carruaje se aproximó al mar de Fuego y al peligro. Al llegar a lo alto de una pendiente, Alfred contempló a sus pies los embarcaderos; allí, entre los barcos, estaba el ejército de muertos arremolinándose y moviéndose en un gran caos. La escena evocó en él la imagen de una colonia de gusanos del coral invadida por un retoño de dragón hambriento. Al principio, cada gusano se ocupaba únicamente de escapar de las voraces mandíbulas. Sin embargo, después del pánico y la confusión iniciales, la amenaza había unido a los insectos y éstos se habían vuelto, en bloque, para repeler la agresión. La madre dragón había rescatado a su pequeño justo a tiempo.
    Aunque en aquel momento reinara el pánico y la confusión en el muelle, un objetivo común los uniría muy pronto.
    El carruaje aceleró pendiente abajo y se desvió hacia el este para dejar a buena distancia las naves de los muertos. Jonathan forzó a la aterrada pauka a una marcha agotadora. El ejército y el muelle desaparecieron de la vista.
    Por fin, la enloquecida carrera llegó a su término. El carruaje se detuvo junto a la costa rocosa d. La pauka se derrumbó en el suelo con los arreos aún puestos, jadeando pesadamente.
    Delante de ellos, el vasto océano de magma incandescente despedía su fulgor rojo anaranjado, cuya intensa luz se reflejaba en la brillante superficie negra de las estalactitas que descendían en espiral desde el techo de la caverna. Enormes estalagmitas, oscuras contra el fondo encendido del mar de lava, formaban un perfil de costa como los dientes de una sierra mellada. Las olas de magma batían contra ellas perezosamente. Una sinuosa corriente de agua, procedente de la ciudad que se alzaba al fondo de la cavidad, caía al mar con un siseo y llenaba luego el aire caliente, infernal, convertido en enormes nubes de vapor.
    Los vivos y el muerto se detuvieron cerca de la playa y observaron el mar.
    Apenas visible a lo lejos, Alfred creyó distinguir la otra costa.
    —Creía que habías dicho que aquí encontraríamos una embarcación... — Haplo dirigió una mirada torva y cargada de suspicacia al cadáver del príncipe.
    —Dije que os mostraría un modo para cruzar al otro lado —lo corrigió Edmund—. No hablé de ninguna embarcación.
    El fantasma alzó un brazo blanco, luminoso, y señaló algo con un dedo etéreo. Al principio, Alfred pensó que Edmund se refería a que usaran su magia para cruzar el mar llameante.
    —No puedo —murmuró el sartán, abatido—. Estoy demasiado débil. Tengo que emplear casi todas mis energías sólo para seguir vivo.
    Hasta entonces, Alfred no había experimentado jamás el peso de su propia condición mortal; no había advertido nunca que sus poderes tenían límites físicos.
    Ahora empezaba a comprender a los sartán de Abarrach; a comprenderlos como había empezado a entender a Haplo. Podía ponerse en su piel.
    El fantasma no dijo nada, pero Alfred creyó ver de nuevo la sombra de una sonrisa en sus labios traslúcidos. Su dedo seguía alzado.
    —Un puente —dijo Haplo—. Hay un puente.
    —¡Sartán...! —Alfred estuvo a punto de exclamar, como de costumbre, «¡Sartán bendito!». Pero las palabras murieron en sus labios. Nunca volvería a utilizar aquella fórmula. Al menos, no sin pensarlo a fondo.
    Cuando Haplo lo había señalado, Alfred distinguió el puente (si realmente merecía tal apelativo, pensó). En realidad, no era más que una larga hilera de grandes peñascos de formas extrañas que, como por casualidad, se extendía en una línea recta que llegaba de una costa a otra d. Era casi como si una gigantesca columna de roca hubiera caído sobre el magma y sus restos formaran un puente.
    —Es el coloso caído —dijo Jonathan, asintiendo—. Pero antes estaba en mitad del océano.
    —Eso era antes —comentó el príncipe—. Pero el mar se está encogiendo y ahora se puede alcanzar y utilizarlo para cruzar.
    —Si es que tenemos valor para hacerlo —murmuró Haplo, y acarició al perro, rascándole la cabeza—. Aunque eso tanto da. —Con un pestañeo, miró a Alfred—.
    Como tú has dicho, sartán, no tenemos alternativa.
    Alfred quiso responder, pero le ardía la garganta. La boca se le había quedado seca y sólo pudo contemplar el puente roto, las enormes brechas entre los fragmentos de la columna caída, el mar de magma que fluía debajo.
    Un resbalón, un paso en falso...
    «¿Y qué ha sido mi vida —se preguntó Alfred con desconsuelo— sino una serie interminable de resbalones y pasos en falso?» Descendieron entre los peñascos hasta la orilla del mar. El camino era traicionero; manos y pies resbalaban sobre la roca húmeda y una espesa niebla flotaba ante sus ojos impidiéndoles la visión. Alfred entonó runas hasta quedarse afónico y casi sin aliento. Tenía que concentrarse para dar cada paso, para asirse a cada saliente. Cuando al fin llegaron a la base del coloso caído, estaba agotado. Y la parte más difícil aún no había comenzado.
    Hicieron un alto junto a la base para descansar e inspeccionar el camino que les esperaba. Las pálidas facciones de Jonathan brillaban de sudor y el cabello le caía en húmedas greñas junto a las sienes. Tenía los ojos hundidos y rodeados de oscuras sombras. El duque se pasó la mano por la boca, asomó la lengua entre los labios cuarteados —el ataque de los lázaros les había impedido aprovisionarse de agua— y miró a la otra orilla, como si fijara un extremo de su voluntad en aquel oscuro horizonte con la intención de utilizarlo como maroma a la que sujetarse en su avance.
    Haplo se encaramó al primer segmento del coloso hecho pedazos para examinar la piedra bajo sus pies. Aquel primer fragmento, la base, era el más largo y sería el más fácil de cruzar. Poniéndose en cuclillas, observó la roca con curiosidad y pasó la mano por ella. Alfred permaneció sentado en la orilla, jadeante, envidiando la fuerza y la juventud del patryn. Haplo le hizo una seña.
    —¡Sartán! —dijo, en tono perentorio.
    —Me llamo... Alfred.
    Haplo alzó la mirada, frunció el entrecejo y masculló:
    —¡No tengo tiempo para tonterías! Veamos si eres útil, por una vez. Ven a echarle un vistazo a esto.
    Todo el grupo trepó al coloso. Arriba era tan ancho que se podría haber colocado en él tres carretas de carga atravesadas y aún quedaría espacio para un par de carruajes por cada lado. Alfred se arrastró por él con la misma cautela que si fuera la rama de un pequeño árbol hargast tendido sobre un torrente de aguas bravas. Cuando se acercó a Haplo, el sartán resbaló y cayó de cuatro manos sobre la roca. Cerró los ojos y hundió los dedos en la piedra.
    —No ha sido nada —dijo Haplo, hastiado—. ¡Maldita sea, tendrías que ser el colmo de la torpeza para caerte de aquí! ¡Abre los ojos, estúpido! ¡Mira, mira eso!
    Alfred abrió los ojos y miró a su alrededor, temeroso. Estaba muy lejos del borde pero tenía muy presente el mar de magma que fluía debajo de él, y aquel pensamiento hacía que el borde pareciera mucho más próximo. Apartó la mirada del flujo viscoso, de color rojo aloque, y miró la roca bajo sus manos.
    Signos mágicos... grabados en la roca. Alfred olvidó el peligro y sus manos siguieron amorosamente las antiguas runas talladas en la piedra.
    —¿Pueden ayudarnos de algún modo esas runas? ¿Sirve todavía para algo su magia? — nquirió Haplo en un tono de voz que daba a entender que aquella magia no había servido nunca de gran cosa.
    Alfred movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:
    —No, ya no puede ayudarnos. La magia de los colosos estaba destinada a proporcionar vida, a portar vida desde este reino inferior hasta las cavernas y territorios de más arriba.
    El cadáver de Edmund levantó la cabeza y sus ojos muertos contemplaron otra tierra, que tal vez podían ver con más claridad que esta por la que el príncipe se desplazaba ahora. La expresión del fantasma se hizo lúgubre y triste.
    —Ahora, esa magia se ha roto. —Alfred exhaló un profundo suspiro, miró atrás hacia la costa y contempló los bordes quebrados, mellados, de la base de la columna—. Y el coloso no cayó por accidente. Es imposible que así fuera, pues su magia lo habría impedido. El coloso fue derribado deliberadamente, tal vez por quienes temían que estuviera absorbiendo vida de Necrópolis para transportarla a los reinos de más arriba. Fuera cual fuese la razón, su magia se ha desvanecido y no podrá ya ser renovada.
    Igual que aquel mundo. El mundo de los muertos.
    —¡Mirad! —exclamó Jonathan. Su rostro y sus ojos reflejaban el calor del fuego.
    A duras penas, distinguieron a lo lejos las primeras naves que se separaban de la costa.
    Los muertos habían iniciado la travesía.
    CAPITULO 44
    MAR DE FUEGO, ABARRACH
    Echaron a correr por la columna cubierta de runas lo mas aprisa que se atrevieron. Tenían una ventaja sobre las naves, ya que el menguante mar de Fuego tenía en aquel punto su menor anchura y, por tanto, estaban mucho más cerca de la orilla opuesta que Kleitus y su ejército. La visión de las naves les dio renovados ímpetus y energías. Aunque los signos mágicos hubieran perdido su poder, los surcos de las runas les proporcionaban un terreno firme y una buena tracción para avanzar por la resbaladiza superficie.
    Y, entonces, llegaron al final del primer fragmento. Un enorme precipicio en forma de uve separaba la base del coloso caído del segmento siguiente. Entre ambos se agitaba el mar de magma, turbulento entre los bordes mellados y cortados a pico.
    —¡No podemos cruzar eso! —dijo Alfred, observando el abismo con abatimiento.
    —No, aquí arriba es imposible. —Haplo calculó la distancia con la vista—.
    Pero quizá podamos ahí abajo. ¡Incluso tú deberías poder dar ese salto, sartán!
    —¡Pero...! ¡Resbalaré, me caeré! Yo... Está bien, lo intentaré... —A Alfred se le hizo un nudo en la garganta y bajó los ojos ante la mirada furiosa de Haplo.
    —No hay alternativa, no hay alternativa... —canturreó Alfred una y otra vez, en lugar de las runas. Tenía que conservarlas reservas mágicas que aún tuviera. Y, de algún modo, la letanía pareció ayudarlo.
    —Eres un estúpido —murmuró Haplo al escuchar su soniquete. El patryn se detuvo al fondo de la hendidura con las piernas separadas, en perfecto equilibrio sobre unos accidentados estratos de roca, como un gato. Agarró por el delgado antebrazo a Alfred y trató de calmar al tembloroso sartán—. ¡Ahora, salta al otro lado!
    Alfred miró atemorizado al otro lado de lo que le pareció un brazo inmenso de lava turbulenta.
    —¡No! —se resistió a avanzar—. ¡No puedo! Jamás lo conseguiré! Yo...
    —¡Salta! —rugió Haplo.
    Alfred flexionó las rodillas y, de pronto, se encontró volando por los aires impulsado por un violento empujón desde detrás. Agitando los brazos como si volara, aterrizó pesadamente en el borde de un saliente rocoso a treinta palmos por encima del mar de lava. Y empezó a resbalar. Sus mano buscaron a tientas un asidero, pero bajo sus dedos se desmenuzaron unos guijarros. El sartán caía, resbalaba hacia el magma del fondo.
    —¡Agárrate! —gritó Jonathan, frenético.
    Alfred alargó la mano desesperadamente hacia un fragmento de roca que sobresalía del farallón. Cerró los dedos en torno a él y consiguió detener su caída.
    Tenía las manos sudorosas y empezó a resbalar de nuevo, pero sus pies encontraron un punto donde apoyarse y logró detenerse. Con los brazos y las piernas doloridos del esfuerzo, consiguió encaramarse al saliente y se quedó allí, encogido, tiritando de la impresión, sin atreverse a creer que se había salvado.
    No tuvo tiempo de relajarse. Antes de que supiera qué estaba sucediendo, Jonathan salvó la hendidura de un salto, ayudado por detrás por los brazos infatigables de Haplo. El joven duque aterrizó con gracia y tranquilidad. Alfred lo agarró y lo ayudó a sostenerse.
    —Aquí no hay espacio para los dos. Sigue hacia arriba —le dijo Alfred—. Yo esperaré aquí.
    Jonathan inició una protesta.
    Alfred señaló hacia adelante. El borde superior de la columna sobresalía del precipicio formando otra repisa, ésta por encima de sus cabezas. Sería preciso unos brazos muy fuertes para encaramarse a aquel saliente.
    Jonathan miró, entendió la situación y empezó a escalar hacia la cima. Alfred lo observó unos instantes, inquieto, y se sorprendió profundamente al descubrir al cadáver de Edmund en el mismo saliente que él ocupaba. El sartán no logró comprender cómo había conseguido saltar el príncipe muerto; sólo pudo suponer que el fantasma había ayudado al cuerpo a hacerlo.
    La tenue silueta blanca era como una sombra brillante del cadáver, apenas distinguible de las espirales de niebla que los envolvían. El fantasma parecía tan independiente que Alfred se preguntó por qué se molestaba en arrastrar con él aquel cuerpo muerto.
    —¡Despierta, sartán! —gritó Haplo—. ¡Sigue subiendo con los demás!
    —¡Te esperaré aquí para ayudarte!
    —¡No quiero tu... —las siguientes palabras resultaron ininteligibles, ahogadas por el estruendo del magma— ...ayuda!
    Alfred fingió no haber oído nada y esperó, impertérrito, agarrado a la roca.
    Al otro lado de la grieta, Haplo soltó una maldición, pero no había tiempo que perder. Comprobó que el machete que había extraído del muerto en los pasadizos seguía en su cinto y se aseguró de que estuviera bien sujeto. Tensó los músculos de las piernas y se lanzó al vacío, surcando el aire por encima del magma hasta aterrizar como una mosca en el muro, en la roca lisa y sin resaltes debajo de donde estaba Alfred. De inmediato, empezó a resbalar. Al otro lado de la grieta, el perro soltó unos sonoros ladridos.
    Alfred alargó las manos, agarró al patryn por las muñecas cubiertas de runas y tiró de ellas. Una punzada de dolor le subió por el espinazo, sus músculos se estiraron y sus pies resbalaron sobre el resalte de roca que ocupaba. Estaba perdiendo el equilibrio. Tenía que soltar a Haplo so pena de resbalar de la repisa.
    Pero se negó a darse por vencido. Buscó dentro de sí y encontró unos recursos físicos que nunca había sabido que poseía. Continuó sosteniendo al patryn y, en un último y desesperado esfuerzo, tiró de él con todas sus fuerzas.
    Los pies le resbalaron, pero no antes de que hubiera alzado a Haplo a la plataforma.
    El patryn se agarró a las rocas y a Alfred, permaneció colgado unos instantes más para recobrar el aliento y terminó de arrastrar el resto del cuerpo sobre el saliente rocoso. Sin previo aviso, el perro cruzó el vacío en un grácil salto y aterrizó junto a los dos, casi desalojándolos del resalte. El animal los miró con ojos brillantes, visiblemente lleno de un inmenso orgullo.
    —¡Están cruzando más naves! —informó Jonathan desde arriba—. ¡Tenemos que darnos prisa!
    A Alfred le dolía todo el cuerpo. Los músculos lo mortificaban, y notaba en un costado un dolor como si alguien le clavara un puñal. Estaba lleno de cortes y magulladuras y se preguntó si tendría fuerzas para caminar siquiera, y mucho menos para escalar el trecho siguiente. Y no sólo eso: ¿cuántos segmentos más de aquel coloso les quedaban por cruzar? ¿Cuántos precipicios, tal vez más anchos que aquél? Cerró los ojos, tomó aire profundamente —aunque no sirvió de ningún alivio para sus pulmones ardientes— y se dispuso a continuar, con gesto agotado.
    —Supongo que debo darte las gracias... —empezó a decir Haplo en su habitual tonillo sarcástico.
    —¡Olvídalo! ¡No quiero tu agradecimiento! —le gritó Alfred. Le sentó bien gritar. Le agradó la sensación de estar furioso y dejar ir la cólera—. ¡Y no te sientas obligado a recompensarme por haber salvado tu maldito pellejo, porque no es preciso que lo hagas! ¡He hecho lo que tenía que hacer, y basta!
    Haplo miró a Alfred con absoluto asombro. Después, los labios del patryn empezaron a torcerse. Intentó controlarse, pero también él estaba cansado. Se echó a reír. Y siguió riéndose hasta verse obligado a apoyarse en la pared de roca para sostenerse; siguió riéndose hasta que le saltaron las lágrimas. Tras palparse la sangre que le caía de un corte en la frente, Haplo se contuvo, sonrió y movió la cabeza.
    —Es la primera vez que te oigo soltar un juramento, sart... —hizo una breve pausa y se corrigió—: ... Alfred.
    Habían cruzado sanos y salvos una de las grietas, pero sólo era la primera de muchas más. Las naves dragones de los muertos, impulsadas a vapor, avanzaban traqueteando por el magma, negras contra el rojo ardiente. Alfred avanzó por la columna e hizo un esfuerzo por no mirar hacia las naves y por no pensar en la próxima hendidura que tendría que saltar. Se limitó a poner un pie delante del otro, una y otra y otra vez...
    — ¡No conseguiremos llegar a la orilla a tiem...
    —¡Chist! ¡Quietos! ¡Deteneos! —susurró Haplo, interrumpiendo a Jonathan a media frase.
    Alfred volvió la cabeza a un lado y otro con gesto espasmódico. La alarma que sonaba en la voz del patryn lo despertó del letargo en que se habían sumido su cuerpo dolorido y su mente desesperada. Las runas tatuadas en la piel de Haplo se iluminaron, y su habitual color azul quedó teñido de púrpura por el fulgor rojo del magma. El perro permaneció junto a su amo, gruñendo, con el pelaje del lomo erizado y las patas rígidas. Alfred miró hacia atrás frenéticamente, esperando encontrar una horda de muertos avanzando tras sus pasos por el coloso caído.
    Nada. Nadie los perseguía. Nada les obstruía el paso delante. Pero algo andaba mal. El mar se movía, se juntaba y se alzaba... ¿Una ola de marea? ¿De magma? Miró con más atención el mar e intentó convencerse de que era una ilusión óptica.
    ¡Ojos! Unos ojos lo miraban. Unos ojos en el mar. Unos ojos del mar. Una feroz cabeza roja asomó de las profundidades del magma y se deslizó hacia ellos.
    Los ojos, fijos, sin un parpadeo, mantuvieron al grupo bajo constante vigilancia.
    Eran unos ojos enormes. Alfred podría haber entrado en las negras rendijas que tenía por pupilas sin necesidad de agachar la cabeza.
    —¡Un dragón de fuego! —exclamó Jonathan con un jadeo.
    —Así es como termina todo... —musitó Haplo.
    Alfred estaba demasiado cansado para reaccionar. De hecho, su primer pensamiento fue de alivio. No tendría que saltar ninguna otra maldita grieta.
    Lisa y afilada como una punta de lanza, la cabeza del dragón se estiró hacia lo alto. Tenía un cuello largo, estrecho y grácil, rematado por una crin espinosa que recordaba las estalagmitas. Cuando el cuerpo asomó del mar, las escamas despidieron un resplandor rojo muy intenso pero, al contacto con el aire, se enfriaron de inmediato y se volvieron negras con un fulgor rojizo latente en su interior, como las brasas apiladas en una chimenea.
    —No tengo la fuerza necesaria para luchar con él —exclamó Haplo.
    Alfred movió la cabeza en gesto de negativa. Él no tenía fuerzas para hablar, siquiera.
    —Tal vez no sea necesario —apuntó Jonathan—. Sólo atacan cuando se sienten amenazados.
    —Pero nos tienen muy poco amor —añadió el príncipe—, como he comprobado personalmente.
    —Tanto si nos ataca como si no, un retraso nos resultaría fatal —intervino Haplo.
    —Tengo una idea —dijo Jonathan. El duque avanzó lenta y pausadamente por la roca del coloso caído hacia el dragón recién aparecido—. No hagáis movimientos o gestos amenazadores.
    El inmenso dragón lo miró, pero sus ojos como ascuas mostraron mucho más interés por el fantasma del príncipe.
    —¿Qué eres tú?
    La bestia se dirigía al príncipe, sin hacer caso de Jonathan ni del resto del grupo que ocupaba la columna derruida. Haplo le puso la mano en la testuz al perro, ordenándole silencio; el perro se estremeció, pero obedeció a su amo.
    —No he visto nunca nada como tú.
    Las palabras del dragón eran perfectamente inteligibles, muy claras, pero no eran pronunciadas en voz alta. El sonido parecía recorrerlo a uno por dentro, como la sangre, pensó Haplo.
    —Soy lo que siempre estuve destinado a ser —proclamó el fantasma.
    —Es cierto. —Los ojos como rendijas se pasearon por el grupo por unos instantes—. ¡Y un patryn, también! Encallado en una roca. ¿Qué más viene ahora?
    ¿El cumplimiento de la profecía?
    —Estamos en una situación desesperada, señora —dijo Jonathan con una profunda reverencia—. Mucha de la gente de la ciudad de Necrópolis ha muerto...
    —¡Muchos de los míos han muerto también! —El dragón emitió un siseo y su negra lengua asomó entre los labios—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
    —¿Ves esas naves que cruzan ? —Jonathan las señaló, pero el dragón no se dignó volver la cabeza. Era evidente que sabía muy bien qué estaba sucediendo en su mar—. Llevan lázaros y ejércitos de muertos...
    —Lázaros. —Las rendijas de los ojos del dragón se estrecharon aún más—. Ya es bastante malo que los muertos caminen... ¿Quién ha traído lázaros a Abarrach?
    —He sido yo, señora —repuso Jonathan, y apretó las manos, con los dedos entrelazados, guardando el dolor para sí.
    —¡Entonces, no tendréis ninguna ayuda de mí! —Los ojos del dragón emitieron un destello de rabia—. ¡Que el mal que habéis traído a este mundo os lleve con él!
    —El sartán es inocente de su acto, señora. Éste ha sido consecuencia de su amor —declaró el fantasma del príncipe—. Su esposa murió, sacrificando su vida por él. Y él no pudo soportar la idea de perderla.
    —Locura, pues. Pero locura criminal. No quiero saber nada más...
    —Quiero poner remedio a lo hecho, señora —declaró Jonathan—. Me ha sido concedido el saber para lograrlo. Ahora, estoy tratando de reunir el valor necesario... —Se quedó sin palabras. Se le hizo un nudo en la garganta y tomó aire profundamente. Con las manos aún más apretadas, consiguió añadir—: Mis compañeros y yo debemos alcanzar la otra orilla antes que los lázaros y los muertos que los siguen.
    —Y quieres que os transporte... —dijo el dragón.
    —¡No...! —Alfred se estremeció de pies a cabeza.
    —¡Calla! —Haplo cerró su mano en torno al brazo del sartán para hacerlo callar.
    —Si nos hicieras tal honor, señora... —Jonathan hizo una nueva reverencia.
    —¿Cómo puedo estar segura de que harás lo que dices? Quizá sólo empeores las cosas.
    —Es de él de quien habla la profecía —anunció el príncipe.
    Haplo notó un escozor en la mano que agarraba a Alfred. Éste vio cómo el patryn apretaba los labios y fruncía las cejas con aire de frustración. Sin embargo, el patryn guardó silencio. Su principal preocupación en aquel momento era alcanzar su nave sano y salvo.
    —¿Y tú estás con él en esto? —inquirió el dragón.
    —Sí. —El cadáver del príncipe Edmund se irguió, majestuoso, con el fantasma por brillante sombra a su espalda.
    —¿Y el patryn, también?
    —Sí, señora. —La respuesta de Haplo fue breve, lacónica. ¿Qué más podía decir con aquellos ojos encendidos fijos en él?
    —Os llevaré. Daos prisa.
    El dragón se deslizó más cerca del coloso caído, y su cabeza y su cuello de crin espinosa se elevaron sobre las minúsculas siluetas que miraban desde abajo.
    Un cuerpo sinuoso y serpenteante se alzó del mar y mostró su lomo plano, con una hilera de espinas a lo largo de todo el espinazo. Detrás del cuerpo, a una distancia increíble, se podía observar el extremo de una cola espinosa chapoteando en la lava.
    Jonathan descendió rápidamente, agarrado a una de las espinas y ayudándose de ella para sostenerse sobre el lomo. Después bajó el príncipe, cuyo brillante fantasma guió los pasos del cadáver. A continuación fue Alfred. El sartán tocó la crin con precaución, esperando encontrarla caliente. Sin embargo, las escamas estaban completamente frías, duras y brillantes como cristal negro.
    Alfred había montado a lomos de un dragón en Ariano y, aunque el enorme dragón d era considerablemente distinto de los del mundo del Aire, no se sintió, ni mucho menos, tan asustado como esperaba. Sólo Haplo y el perro permanecieron en la columna. El patryn contempló con cautela a la inmensa bestia y volvió la vista hacia los fragmentos de columna que tenía delante, como si calculara cuál sería la mejor decisión. El perro gemía, acurrucado tras su amo, procurando evitar en todo instante los ojos del dragón.
    Alfred sabía lo suficiente sobre el Laberinto para entender el miedo del patryn, el dilema en que se hallaba. Los dragones del Laberinto eran fieras inteligentes, malévolas y mortíferas, en las que no había que confiar jamás y que debían ser evitadas en todo instante. Pero las naves impulsadas a vapor que transportaban a los muertos se hallaban ya en el centro del mar de magma; Haplo tomó una decisión y saltó al lomo del dragón.
    —¡Perro, aquí! —gritó acto seguido.
    El animal corrió en una dirección y otra junto al borde de la columna, hizo un amago de saltar, se arrepintió en el último momento y volvió a correr arriba y abajo por la columna cubierta de runas, entre gañidos.
    — ¡Deprisa! —avisó el dragón.
    — ¡Perro! —repitió Haplo, haciendo chasquear los dedos.
    El animal se sobrepuso al temor y efectuó un salto desesperado que lo llevó directamente a los brazos de Haplo, al que casi derribó.
    El dragón se separó de la columna con tal rapidez que pilló a Alfred por sorpresa. Se había soltado de la crin y estuvo a punto de resbalar del lomo.
    Asiéndose de una espina más alta que él, se agarró a ella con ambas manos.
    El dragón de fuego surcó el magma con la misma facilidad con que sus congéneres de Ariano volaban por el aire. Para avanzar por la lava, efectuaba movimientos serpenteantes y se ayudaba del impulso de su poderosa cola para propulsar hacia adelante el gigantesco cuerpo sin alas. El viento cálido que producía su avance echó atrás los finos cabellos que le quedaban en la cabeza a Alfred y agitó su túnica. El perro no dejó de aullar durante toda la travesía.
    La enorme bestia surgida del magma avanzó en un rumbo que cortaba la trayectoria de las naves y aceleró por delante de ellas. A gusto en su elemento, el dragón alcanzó una velocidad formidable. Las embarcaciones de hierro no podían igualarla, pero ya habían dejado bastante atrás el centro del mar de lava. El dragón se vio obligado a acercarse a la flota y pasó a corta distancia de la proa de la nave insignia. Los muertos los vieron y una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero el dragón navegaba demasiado deprisa como para que los arqueros pudieran hacer diana.
    —Mi pueblo... —anunció el cadáver de Edmund con su voz hueca.
    El ejército de los muertos de Kairn Telest se hallaba desplegado en los muelles de Puerto Seguro, dispuesto para enfrentarse al ejército de cadáveres de Necrópolis y rechazarlo antes de que pudiera establecer una cabeza de playa.
    La estrategia de Baltazar era la acertada, pero el nigromante no tenía idea de la existencia de los lázaros ni había recibido noticia de lo sucedido en Necrópolis.
    Se había preparado para una guerra entre ciudades, pero no sabía que, ahora, la guerra era entre los vivos y los muertos. No tenía la menor sospecha de que él y los suyos se contaban entre los últimos seres vivos de Abarrach y de que, muy pronto, tal vez tendrían que luchar en defensa de su vida contra sus propios muertos.
    —Vamos a conseguirlo —apuntó Haplo—, pero no por mucho. —Volvió la vista hacia Alfred y le dijo—: Si quieres volver conmigo a través de la Puerta de la Muerte, ve directo a la nave. El duque y yo llegaremos enseguida.
    —¿El duque? —repitió Alfred con perplejidad—. No, Jonathan no vendrá con nosotros. Al menos, voluntariamente. —Y, entonces, el sanan lo entendió—. ¿No estarás pensando en ofrecerle una opción, verdad?
    —Pienso llevar al nigromante al Nexo. Si vienes conmigo, corre a la nave.
    Deberías darme las gracias, Alfred —añadió el patryn con una tétrica sonrisa—. Te estoy salvando la vida. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirías aquí?
    Llegaron a la vista de quienes esperaban en la orilla. El cadáver del príncipe Edmund, impulsado por su fantasma, levantó los brazos. Grandes vítores se alzaron en la orilla, dándole la bienvenida. Oleadas de sus soldados cadáveres echaron a correr por el embarcadero para ayudarlos y protegerlos de un posible ataque mientras saltaban a tierra.
    El dragón detuvo su marcha entre los muelles y el impulso que llevaba levantó olas de lava que rompieron con estruendo contra la costa. Las naves de hierro de los muertos de Necrópolis llegaron pisándoles los talones, a tan corta distancia que Alfred distinguió en la proa de la nave capitana la imagen cambiante y espantosa del lázaro de Kleitus. Junto a él, también de pie en la proa de la embarcación, se hallaba el de Jera.
    CAPÍTULO 45
    PUERTO SEGURO, ABARRACH
    La nave de Haplo se mecía en el embarcadero, anclada e intacta. El patryn no advirtió en ella ninguna anormalidad. En unos instantes, estaría a bordo con sus acompañantes y las runas patryn los pondrían a cubierto de cualquier asalto.
    Alfred se encontró en un dilema. Haplo tenía razón, sin duda: el duque no sobreviviría mucho tiempo en aquel mundo. Nadie de los todavía vivos en Abarrach podría resistir a la furia de los muertos, impulsados a la venganza y la destrucción por los lázaros.
    Al menos, pensó, iba a salvar a uno de sus congéneres sartán. Piedad, lástima, compasión... Sin duda, continuó diciéndose, sabría idear algún modo de evitar que el duque nigromante cayera en manos del llamado Señor del Nexo. Pero ¿y si fracasaba? ¿Qué terribles tragedias se producirían si un nigromante accedía a los otros mundos? ¿No sería mejor para él morir allí, en aquel mundo subterráneo?
    Las tropas de Kairn Telest ocuparon los muelles, decididos a salvar a su príncipe. Los arqueros cubrieron el avance de los infantes y nubes de dardos cruzaron el aire para estrellarse con estrépito contra los flancos metálicos de las naves dragones. Los muertos se arrancaron los dardos de su carne helada y los arrojaron al magma, donde desaparecieron entre siseos de serpiente. Kleitus se arrancó una flecha que se había alojado en su pecho y la blandió en alto.— ¡Vuestro enemigo no somos nosotros! —gritó, y su voz resonó sobre el mar de magma silenciando al ejército de los muertos de Kairn Telest desplegado en los muelles—. ¡El auténtico enemigo son los vivos! —continuó, señalando la figura vestida de negro de Baltazar—. ¡Ellos os tienen esclavizados, os han privado de vuestra dignidad!
    —¡Sólo cuando los vivos hayan muerto, serán libres los muertos! —lo secundó Jera.
    «... serán libres los muertos...», repitió el eco de su atormentado espíritu.
    El ejército de Kairn Telest titubeó. El aire se llenó con los lamentos quejumbrosos de sus fantasmas.
    — ¡Es nuestra oportunidad! —dijo Haplo—. ¡Saltemos a tierra!
    El patryn saltó del lomo del dragón al muelle de piedra. Alfred lo siguió y cayó hecho un ovillo de manos y pies y rodillas que tardó algunos momentos en desenredar. Cuando estuvo erguido y más o menos en condiciones de andar, vio que Haplo agarraba con firmeza al duque por el brazo.
    —Vamos, Jonathan. Tú vienes conmigo.
    —¿Adonde? ¿A qué te refieres? —El duque se resistió.
    —A la Puerta de la Muerte. De vuelta a mi mundo. —Haplo hizo un gesto hacia la nave.
    El duque siguió su mirada y vio la seguridad de la nave. Igual que los muertos que lo rodeaban, dio muestras de vacilación. El dragón se apartó a cierta distancia de la orilla, se detuvo y miró hacia tierra con sus ojos como ranuras muy atentos, esperando.
    Jonathan movió la cabeza.
    —No —dijo sin alzar la voz.
    La mano de Haplo se cerró con más fuerza en torno a su brazo.
    — ¡Te estoy salvando la vida, maldita sea! ¡Si te quedas aquí, morirás!
    —¿Es que no entiendes? —replicó el duque, mirándolo con una calma extraña, distante—. Eso es lo que debo hacer.
    — ¡No seas estúpido! —Haplo perdió el dominio de sí—. ¡Sé que crees haberte comunicado con una especie de poder superior, pero fue un truco! ¡Un truco de ese tipo! — eñaló con el dedo a Alfred—. ¡Lo que tú y yo vimos allá abajo era falso!
    ¡Nosotros somos el poder supremo en el universo! Mi Señor es el poder supremo.
    Vuelve conmigo y lo entenderás...
    ¡Un poder superior! La revelación era abrumadora. Alfred se tambaleó, notó que las piernas no lo sostenían. ¡Ahora comprendía, por fin, lo que le había sucedido en la cámara! Recordó la sensación de paz y satisfacción que lo había embargado, comprendió la razón de que hubiera sentido tanta pena al despertar de la visión y descubrir que la sensación había desaparecido. ¡Pero había sido necesario que lo dijera el patryn para que se le abrieran los ojos!
    Alfred se dio cuenta de que, en lo más profundo de sí, había sabido la verdad, pero no había querido aceptarla. ¿Por qué? ¿Por qué se había negado a escuchar a su corazón?
    Porque, si existía un poder superior, ¡los sartán habrían cometido un error espantoso, tremendo e imperdonable!
    La idea resultaba demasiado terrible. Su cerebro apenas era capaz de asimilar la oleada de emociones que se le venían encima, las olas de nuevas ideas y conceptos que lo sacudían una tras otra. El suelo firme que lo sostenía pareció borrado de pronto de debajo de sus pies y se sintió arrojado a la deriva en un mar peligroso sin barco, sin brújula, sin ancla...
    Un dardo pasó silbando junto a Alfred y lo devolvió a la realidad que lo envolvía, al peligro que lo rodeaba. Los muertos de Kairn Telest estaban levantando las armas y volviéndolas hacia ellos.
    Una lanza arrojada desde sus filas había acertado en el brazo a Haplo. La herida sangraba, aunque no era grave; no obstante, constituía una señal de que la magia del patryn se había debilitado hasta el punto de que el arma había penetrado la protección de las runas tatuadas en su piel.
    —¿No puedes detenerlos? —gritó Alfred al príncipe Edmund, confiando en que haría algo para evitar la que iba a ser la matanza de los últimos seres vivos de Abarrach—. ¡Es tu pueblo!
    El cadáver permaneció en silencio, más callado que la muerte en aquel mundo. Los ojos centelleantes del fantasma estaban fijos en Jonathan.
    —Déjanos, patryn —dijo el duque—. Tú no tienes que ver con lo que sucede en Abarrach. Nosotros somos los responsables de lo sucedido y debemos hacer lo que podamos para ponerle remedio. Vuelve a tu mundo y comparte con tu pueblo el conocimiento que has obtenido en éste.
    —¡Bah! —Haplo escupió en el suelo—. ¡Vámonos, perro!
    —El patryn corrió hacia su nave. El perro, tras una breve mirada atrás hacia Alfred, salió corriendo detrás de su maestro.
    La nave de Kleitus quedó amarrada y, una vez bajadas las rampas, los muertos desembarcaron para unirse a sus hermanos en el muelle. El duque no tardaría en quedar rodeado por un ejército. A bordo del barco, Kleitus y Jera permanecieron juntos. La duquesa, con la mano extendida, gritaba a los muertos que acabaran con su marido.
    Jonathan permaneció impasible en medio del caos. Levantó los ojos hacia su esposa con una expresión de pena y dolor en sus pálidas facciones. Una lucha breve y amarga le nubló la vista.
    Alfred pensó: «Sabe lo que debe hacer, pero tiene miedo. ¿Lo puedo ayudar de alguna manera?». Frustrado, el sartán se apretó las manos. ¿Qué podía hacer para ayudar, si no entendía lo que estaba sucediendo?
    Una nueva lluvia de flechas pasó junto a Alfred, como una nube de avispas.
    Una se le clavó en la túnica, otra fue a dar en la puntera de su enorme zapato. Un dardo acertó en el muslo de Haplo. El patryn se llevó la mano a la pierna e intentó seguir corriendo. La sangre le corrió por los dedos. La pierna le falló y se derrumbó en el embarcadero.
    Los muertos lanzaron un grito de victoria; varios de ellos rompieron filas y corrieron hacia él. El perro se volvió para hacerles frente, con los colmillos al descubierto y el pelaje del cuello erizado. Haplo se incorporó y trató de continuar, arrastrando la pierna, pero no podía avanzar lo bastante deprisa como para dejar atrás a los muertos. Sacó el machete, se volvió y se dispuso a luchar.
    Las flechas llovían en torno a Jonathan como si fueran gotas de agua. El duque no les prestó la menor atención y ninguna de ellas lo tocó. Estaba tranquilo, resuelto. Levantó la mano en petición de silencio y tan imponente resultó la presencia del joven con el rostro consumido por la pena que los muertos callaron y los lázaros silenciaron sus llamadas a la venganza. Incluso el leve gemido lastimero de los fantasmas enmudeció.
    Jonathan elevó la voz.
    —En los tiempos antiguos, cuando los sartán llegamos por primera vez a este mundo que habíamos creado, nos dedicamos a organizar una vida para nosotros y los mensch y demás criaturas que nos fueron confiadas. Al principio, todo fue bien con una excepción: no recibimos noticias de nuestros hermanos de otros mundos.
    »En un primer momento, su silencio resultó inquietante. Después, resultó mucho más alarmante, pues nuestro mundo empezó a fallarnos. O tal vez sea más correcto decir que nosotros le fallamos a nuestro mundo. En lugar de estudiar el modo de conservar nuestros recursos, los explotamos caprichosamente en el perpetuo convencimiento de que, con el tiempo, terminaríamos por comunicarnos con esos otros mundos. Ellos nos proporcionarían lo que nos faltaba.
    »Los mensch fueron los primeros en sucumbir bajo los efectos de este mundo emponzoñado, cada vez más frío y yermo a nuestro alrededor. Después cayeron otras criaturas y, finalmente, también nuestra población empezó a menguar. Y en aquella coyuntura crítica, nuestro pueblo dio dos pasos: uno adelante, hacia la luz, y otro atrás, hacia la oscuridad.
    »Un grupo de aquellos sartán escogió combatir la muerte, acabar con ella, y se dedicó a la nigromancia. Sin embargo, en lugar de conquistar a la muerte, se vieron esclavizados por ella. Mientras tanto, otro grupo de sartán unió sus facultades y conocimientos mágicos en un esfuerzo por establecer contacto con los otros tres mundos. Construyeron una cámara dedicada a tal propósito y colocaron en ella una mesa que era una de las últimas reliquias supervivientes de otro tiempo y lugar. Estos sartán establecieron contacto... —la voz de Jonathan bajó de tono—, pero no con nuestros hermanos de otros mundos, ¡Entraron en comunicación con un orden superior! ¡Hablaron con Uno que ha permanecido olvidado mucho, muchísimo tiempo!
    —¡Herejía! —gritó Kleitus. «¡Herejía!», repitió el eco sibilante que se alzó entre los muertos.
    —¡Sí, herejía! —gritó Jonathan imponiéndose al clamor—. ¡Ésta fue la acusación que se formuló contra esos sartán, tanto tiempo atrás! Al fin y al cabo, los dioses somos nosotros, ¿no? ¡Fuimos capaces de separar el mundo y de crear otros nuevos! ¡Incluso hemos vencido a la propia muerte! Mirad a vuestro alrededor.
    El duque abrió los brazos, se volvió a izquierda y derecha, señaló hacia adelante y hacia atrás.
    —Decidme, ¿quién ha ganado?
    Los muertos callaron. Alfred dirigió la vista a Kleitus, que seguía plantado en la proa de la nave dragón; la sonrisa torcida y burlona de las facciones siempre cambiantes del lázaro le dijo que el dinasta le estaba dando cuerda al duque para que él mismo se la anudara al cuello. El lázaro tiraría de ella cuando quisiera y contemplaría con placer cómo su víctima se retorcía y sacudía.
    Jonathan sólo estaba empeorando las cosas, pero Alfred no sabía cómo detenerlo... ni si debía hacerlo. Nunca se había sentido tan total y absolutamente impotente.
    Un contacto frío en la pantorrilla estuvo a punto de enviarlo al mar de lava del sobresalto. Pensando que era la mano de alguno de los cadáveres, se estremeció y esperó la muerte, hasta que escuchó un suave y patético gemido.
    Alfred abrió los ojos y suspiró aliviado. A su lado estaba el perro. Cuando estuvo seguro de tener toda la atención del sartán, el animal dio varios trancos en una dirección, volvió atrás y miró a Alfred esperando su reacción.
    El animal quería que fuera junto a su amo, por supuesto. Haplo estaba sentado en el suelo del embarcadero, recostado contra una bala de hierba de kairn. El patryn tenía los hombros hundidos, y su rostro mostraba una palidez mortal. Sólo su férrea voluntad y un profundo instinto de supervivencia lo mantenían consciente.
    Piedad, compasión, lástima...
    Alfred tomó aire profundamente. Esperando ser detenido, desafiado o abatido por una flecha, una lanza o una espada; hizo acopio de valor y empezó a abrirse paso entre los muertos hacia Haplo.
    Jonathan continuó su parlamento. Un discurso que llenaba de pena a Alfred.
    Este sabía cómo iba a terminar y, de pronto, se dio cuenta de que el joven duque también era consciente de ello.
    —Nuestros antepasados temieron las palabras de los sartán de la cámara cuando éstos reaparecieron entre ellos clamando contra los nigromantes y anunciando que debíamos cambiar o terminaríamos destruyendo no sólo nuestro propio pueblo, sino también el frágil equilibrio que existe en el universo. La respuesta de nuestros antepasados fue matar a los «herejes», sellar sus cuerpos en la cámara que pasó a conocerse como «de los Condenados» y rodear ésta con runas de reclusión.
    Los ojos muertos de los cadáveres siguieron los movimientos de Alfred pero no hicieron el menor intento de detenerlo. Cuando llegó junto a Haplo, hincó la rodilla cerca del herido.
    —¿Qué..., qué puedo hacer? —preguntó en voz baja.
    —Nada —respondió el patryn con las mandíbulas apretadas de dolor—, como no sea cerrarle la boca a ese estúpido.
    —Por lo menos, mientras habla, tenemos tiempo...
    —¿Para qué? —replicó Haplo amargamente—. ¿Para escribir una carta póstuma a los tuyos, tal vez?
    —No me han hecho nada.
    —¿Por qué habrían de molestarse? Saben que no vamos a ir a ninguna parte.
    —Pero tu nave...
    —Da un paso hacia ella y será el último que des. —Haplo exhaló un jadeo tembloroso y reprimió un gemido—. Observa la nave dragón de Kleitus. Verás que la duquesa no presta atención al discurso de su marido.
    Alfred alzó la vista y descubrió que el lázaro de Jera lo miraba sin disimulo.
    —Ella sabe lo de la nave y lo de la Puerta de la Muerte, ¿recuerdas? —Haplo se incorporó con esfuerzo hasta quedar más erguido, venciendo el terrible dolor que le causaba el movimiento. El perro, siempre cerca de él, lanzó un gañido de condolencia—. Sospecho... que quieren apoderarse de ella para intentar entrar...
    —¡Entrar en los mundos de los vivos! ¡Entrar para matar! ¡Es..., es espantoso!
    ¡Tenemos que hacer algo!
    —Estoy abierto a tus sugerencias —contestó Haplo secamente.
    El patryn había conseguido —Alfred no podía ni imaginar a costa de qué terrible dolor— arrancarse la mayor parte del asta de la flecha clavada en el muslo, pero la punta del dardo seguía alojado en su muslo y toda la pernera de su pantalón estaba empapada de sangre. La blusa se le había adherido a la herida del brazo, formando un tosco vendaje. El profundo tajo se abriría y empezaría a sangrar al menor movimiento que hiciera.
    —Tal vez tengamos una oportunidad —dijo en un susurro, con la mirada fija en el joven duque—. Supongo que entiendes adonde conduce su discurso.
    Alfred no respondió.
    —Cuando avancen para acabar con él, corramos hacia la nave. Una vez a bordo, las runas nos protegerán. Espero.
    Alfred miró a Jonathan, solo ante los cadáveres.
    —¿Te refieres a... abandonarlo?
    La mano ensangrentada de Haplo agarró por el cuello de la túnica a Alfred y acercó el rostro del sartán a dos dedos del suyo.
    —¡Escúchame, maldita sea! ¡Sabes muy bien qué sucederá si esos lázaros atraviesan la Puerta de la Muerte! ¿Cuántos inocentes morirán? ¿Cuántos en Ariano, en Pryan...? Compara eso con la vida de un hombre en este mundo. Tú le has hecho creer en ese «poder superior». ¡Tú eres quien lo ha llevado a este final!
    ¿Quieres ser responsable también de llevar la muerte misma a través de la Puerta de la Muerte?
    Alfred notó la lengua entumecida. Incapaz de hablar, se quedó mirando a Haplo con muda perplejidad.
    La voz de Jonathan, firme, potente y enérgica, atrajo la atención de los dos.
    Atrajo incluso la mirada muerta de Jera.
    —¡Vuestras runas de reclusión no han servido para impedir el paso a quienes han acudido en busca de la verdad! He visto. He oído. He tocado. Todavía no comprendo, pero tengo fe. Y os demostraré que cuanto he descubierto es cierto.
    Jonathan dio un paso adelante y alzó la mano en gesto de súplica.
    —Amada esposa, te he causado un gran perjuicio y quisiera enmendarlo.
    Mátame aquí mismo. Moriré con gusto a tus manos. Y luego resucítame para que me sume a tus filas, a las filas de los eternamente condenados.
    El lázaro que una vez había sido la duquesa Jera se apartó del lázaro de Kleitus y descendió la rampa que conducía de la nave al muelle. Su fantasma, atrapado en el cuerpo muerto, sobresalió por delante de éste cuanto pudo, con unas manos efímeras extendidas al frente con ansiosa impaciencia.
    Por las mejillas de Jonathan resbalaron unas lágrimas.
    —Así viniste a mí en nuestra boda, Jera...
    El duque la esperó. Los muertos se congregaron en torno a ellos y esperaron.
    El cadáver del príncipe Edmund y su fantasma vaporoso, flotando en sus inmediaciones, esperaron. El lázaro de Kleitus, a bordo de la nave, se rió y esperó.
    El cadáver alargó las manos como si quisiera estrechar a su esposo contra su pecho. Pero los crueles dedos, fuertes en la muerte, se cerraron por el contrario en torno al cuello de Jonathan.
    — ¡Ahora! —exclamó Haplo.
    CAPITULO 46
    PUERTO SEGURO, ABARRACH
    Haplo tendió la mano a Alfred para que lo sostuviera. El sartán volvió la cabeza para dirigir una mirada aterrada a su espalda. La muralla de cadáveres que rodeaba a Jonathan le impedía ver al joven duque. Vio puños levantados y el centelleo de una espada, seguido de un gemido ahogado. Cuando el acero se alzó de nuevo, estaba ensangrentado.
    Una densa oscuridad envolvió a Alfred. Lo embargó una lasitud reconfortante y sedante, la sensación de haber encontrado un rincón donde esconderse y no ser responsable de nada de lo que sucedía, incluida su propia muerte.
    —¡Alfred, no vayas a desmayarte! ¡Maldita sea, sartán, por una vez en tu miserable vida, asume la responsabilidad!
    Responsabilidad. Sí, era responsable. Responsable de aquello..., de todo aquello. Había sido como uno de aquellos cadáveres ambulantes, se dijo, vagando por la tierra en un pellejo animado, con el alma enterrada en una tumba de cristal...
    —No puedes hacer nada por Jonathan —rugió la voz de Haplo—, salvo morir con él. ¡Ayúdame a llegar a la nave!
    La oscuridad se retiró, pero pareció llevarse con ella todos los sentimientos y todo pensamiento racional. Aturdido, Alfred hizo lo que le decía Haplo, obedeciéndolo como un títere en manos de un niño. El sartán pasó los brazos en torno al hombro y el brazo del patryn. Alfred fue el sostén de los pasos renqueantes de Haplo y éste lo fue del ánimo renqueante del sartán.—¡Detenedlos!
    —aulló Kleitus, furioso—. ¡Necesito esa nave! ¡Dejadme pasar para detenerlos!
    Pero un millar de cadáveres agolpados en el embarcadero, dispuestos a matar, se interpusieron entre el dinasta y su presa. Algunos de los muertos oyeron el grito de Kleitus, pero la mayoría sólo escuchó los gritos de su víctima, que se les unía en la muerte.
    —¡No mires atrás! —le ordenó Haplo con el poco aliento que le quedaba—.
    ¡Sigue corriendo!
    A Alfred le dolía el brazo del esfuerzo de sostener al patryn, y el fuego del mar de magma que refulgía a su alrededor le quemaba los pulmones. Trató de invocar la magia pero estaba demasiado asustado, demasiado agotado, demasiado débil.
    Los signos mágicos surgieron de sus manos y estallaron ante sus ojos en destellos desconcertantes. Eran como un lenguaje olvidado, carente de significado para él.
    Haplo apoyó todo su peso en el sartán y sus pies resbalaron, aunque en ningún momento dejaron de avanzar. Alfred lo miró y observó el rostro ceniciento del patryn, sus mandíbulas apretadas y el sudor que brillaba en su piel. Estaban cerca de su objetivo; la nave se alzaba ante ellos. Pero el rumor de unas pisadas sonaba muy próximo.
    El ruido de pisadas impulsó a Alfred a continuar. Estaba cerca, muy cerca...
    Un revuelo de túnicas negras se alzó ante ellos como un muro hecho de negra noche.
    —Maldito sea todo... —masculló Haplo en un susurro tan lleno de agotamiento que sonó despreocupado.
    En su temor a los muertos, se habían olvidado de los vivos. Ante ellos estaba Baltazar. Pálido, sereno, con el reflejo rojizo del magma en sus ojos negros, el nigromante de Kairn Telest les cortaba el paso hacia la nave. Baltazar levantó las manos temblorosas y Alfred se estremeció de terror. Pero las manos se juntaron en un gesto de súplica.
    —¡Llevadnos con vosotros! —les rogó—. ¡Llevadnos a mí y a mi pueblo! ¡A todos los que quepamos a bordo!
    Haplo dirigió una mirada penetrante a Baltazar pero, de momento, el patryn era incapaz de responder; le faltaba el aliento para pronunciar palabra alguna.
    Alfred imaginó que el nigromante ya había intentado abordar la nave, pero las runas protectoras del patryn debían de habérselo impedido. Tras ellos, las pisadas se hicieron más sonoras. El perro lanzó un ladrido de advertencia.
    —¡Te enseñaré nigromancia! —dijo Baltazar en un susurro apremiante—.
    ¡Piensa en el poder que te dará en los otros mundos! ¡Ejércitos de cadáveres que luchen por ti! ¡Legiones de muertos a tu servicio!
    Haplo dirigió una brevísima mirada a Alfred. Este bajó la vista. Estaba cansado, derrotado. Había hecho todo lo posible y no había sido suficiente. En la cámara había nacido dentro de él una esperanza, inexplicable y apenas entendida.
    Y esta esperanza había muerto con Jonathan.
    —No —respondió Haplo.
    Los ojos color azabache de Baltazar se desorbitaron de perplejidad, lo miraron con incredulidad y se entrecerraron de rabia. Las cejas oscuras se fruncieron hasta juntarse y las manos suplicantes se cerraron en puños apretados.
    —¡Esta nave es nuestro único medio de escape! ¡Si tu cuerpo vivo no me dice cómo romper las runas de protección, lo hará tu cadáver! —declaró el nigromante dando un paso hacia Haplo.
    El patryn dio un empujón a Alfred que mandó al sartán, trastabillando, contra una bala de hierba de kairn.
    —¡No podrás, si mi cuerpo está ahí dentro! —Haplo señaló el mar de magma.
    En precario equilibrio sobre la pierna buena y blandiendo el machete en su mano ensangrentada, se detuvo al borde del muelle de obsidiana, apenas a un par de pasos de aquella muerte achicharrante.
    Baltazar se detuvo. Alfred advirtió vagamente que los gritos de Kleitus se hacían más potentes y que eran más numerosas las pisadas que corrían hacia donde estaban. El perro había dejado de ladrar y permanecía al costado de su amo. Alfred se incorporó de la bala de hierba sin saber muy bien qué hacer e intentó desesperadamente invocar su magia.
    Una voz helada sonó junto a su oído.
    —Deja que se vayan, Baltazar.
    El nigromante dirigió una mirada de conmiseración al príncipe y movió la cabeza en gesto de negativa.
    —Ahora estás muerto, Edmund. Ya no tienes poder sobre los vivos.
    Baltazar dio otro paso hacia Haplo. Éste se acercó otro paso al borde del abismo mortal.
    —Deja que se vayan —repitió el príncipe Edmund con voz severa.
    —¿Pretendes causar la perdición de tu propio pueblo, Alteza? —El nigromante de Kairn Telest soltaba espumarajos por la boca—. ¡Yo puedo salvarlo! ¡Yo...!
    El cadáver de Edmund levantó su mano cerúlea; un relámpago saltó de ella, viajó centelleante y se estrelló en el suelo de obsidiana ante los pies de su antiguo consejero. Baltazar retrocedió y miró al príncipe con miedo y asombro.
    Edmund dio un suave empujón a Alfred.
    —Coge a tu amigo y ayúdalo a subir a la nave. Será mejor que os deis prisa.
    Los lázaros vienen en vuestra búsqueda.
    Boquiabierto, estupefacto, Alfred obedeció y llegó hasta Haplo en el momento en que a éste empezaban a fallarle las piernas. Juntos —el sartán guiando los pasos debilitados de su enemigo ancestral—, los dos apresuraron la marcha hacia la nave.
    De pronto, Alfred chocó contra una barrera invisible y tuvo la sorprendente impresión de ver centellear unos signos mágicos rojos y azules en torno a él. Una palabra de Haplo, casi inaudible, hizo que la barrera desapareciera. Alfred continuó la marcha con el patryn colgado pesadamente a su espalda. Haplo ponía una mueca de dolor al menor movimiento.
    Baltazar vio bajadas las defensas mágicas y dio un paso desafiante hacia ellos.
    —Hazlo y te mato, amigo mío —anunció la voz del príncipe, no con rabia sino con pena—. ¿Qué importa un muerto más o menos en este mundo nuestro?
    Alfred contuvo el aliento en un sollozo acallado.
    —¡Súbenos a bordo, maldita sea! —exclamó Haplo entre dientes—. ¡Tienes que hacerlo! ¡Yo no puedo! ¡He perdido... demasiada sangre...!
    La nave flotaba sobre . Un ancho abismo de magma rojo incandescente se abría entre ellos y su esperanza de escapar de Abarrach. No había pasarela ni cuerdas... Detrás de ellos, Kleitus había saltado de su embarcación de hierro y venía al frente de sus muertos, guiándolos al asalto, instándolos a adueñarse de la codiciada nave alada, arengándolos a navegar en ella a través de la Puerta de la Muerte.
    Alfred reprimió las lágrimas y volvió a ver con claridad las runas, fue capaz de leerlas y entenderlas. Tejió las runas en una red brillante y luminosa que los envolvió a él, a Haplo y al perro del patryn. La red los alzó en el aire, como si un pescador invisible cobrara su captura, y los transportó a bordo del Ala de Dragón.
    Las runas de su enemigo se cerraron, protectoras, tras el sartán.
    Alfred contempló el muelle desde la portilla del puente. Los muertos, conducidos por el lázaro del dinasta, se arremolinaron en torno a la nave dragón, estrellándose infructuosamente contra las runas. Baltazar no aparecía por ninguna parte. O había muerto a manos de los lázaros, o había conseguido escapar a tiempo.
    Los vivos de Kairn Telest estaban abandonando Puerto Seguro para buscar refugio en las cavernas de Salfag o más allá. Alfred distinguió a los fugitivos, que formaban una columna larga, rala y raída, avanzando a marchas forzadas por la planicie. Los muertos, distraídos momentáneamente por su deseo de capturar la nave, los dejaban escapar. No importaba. ¿Dónde podrían ocultarse los vivos que los muertos no pudieran encontrarlos? No importaba. Nada importaba...
    Kleitus gritó una orden. Los demás lázaros cesaron en sus vanos esfuerzos y se congregaron en torno a su líder. Las filas del ejército de cadáveres se abrieron y Alfred vio por un instante el cuerpo de Jonathan tendido en el embarcadero, inmóvil. Jera se inclinó sobre él y tomó el cuerpo del duque entre sus brazos muertos. A continuación, entonó el cántico que devolvería a Jonathan a su terrible y atormentada existencia.
    Alfred apartó la vista.
    —¿Qué hacen los lázaros? —Haplo estaba agachado en cubierta con las manos en la piedra de gobierno de la nave. Los signos mágicos tatuados en su piel empezaron a iluminarse pero sólo consiguieron despedir un levísimo fulgor azulado, apenas distinguible. El patryn tragó saliva, apartó las manos, flexionó los dedos y cerró los ojos.
    —No lo sé —contestó Alfred con desaliento—. ¿Importa mucho?
    —¡Sí, claro que importa! Tal vez sean capaces de desbaratar mi magia.
    Todavía no hemos salido de ésta, sartán, de modo que deja de gimotear y cuéntame qué sucede ahí fuera.
    Alfred, con un nudo en la garganta, se asomó de nuevo a la portilla.
    —Los lázaros están... tramando algo. Al menos, ésa es la impresión que da.
    Están reunidos en torno a Kleitus, todos... excepto Jera. La duquesa... —no terminó la frase.
    —Seguro que se trata de eso —murmuró Haplo—. Se disponen a intentar romper las runas de protección de la nave.
    —Jonathan estaba tan seguro... —Alfred continuó mirando por la abertura—.
    Tenía tanta fe...
    —¡Fe en un truco que tú preparaste, sartán!
    —Sé que no me creerás, Haplo, pero lo que te sucedió a ti en la cámara fue lo mismo que yo experimenté. Y también le sucedió a Jonathan. —Alfred sacudió la cabeza y añadió en voz baja—: No logro entender qué fue, ni estoy seguro de querer entenderlo. Si no somos dioses..., si existe algún poder superior...
    La nave se movió bajo sus pies y Alfred estuvo a punto de perder el equilibrio.
    Volvió la vista hacia Haplo. El patryn tenía las manos sobre la piedra de gobierno.
    Los signos mágicos de la nave despidieron un fulgor azul intenso y luminoso. Las velas flamearon y los cabos se tensaron. La nave dragón extendió las alas, dispuesta a volar. En el muelle, los muertos se pusieron a gritar y a batir con estrépito sus armas. Los lázaros levantaron sus rostros horripilantes y avanzaron como un solo hombre hacia la nave.
    —¡Espera! ¡Detente! —exclamó Alfred, apretando la mejilla contra el cristal de la portilla—. ¿No podemos aguardar un momento más?
    —Si quieres, puedes volverte atrás, sartán —respondió Haplo con un gesto de indiferencia—. Has cumplido con tu papel y ya no te necesito. ¡Vamos, lárgate!
    La nave empezó a moverse. Las energías mágicas de Haplo fluyeron a través de él y la luz azulada aumentó de intensidad y se derramó de entre sus dedos hasta envolverlo en un halo brillante.
    —¡Si vas a marcharte, hazlo ya! —gritó.
    «Debería hacerlo», pensó Alfred. Jonathan había tenido suficiente fe, había estado dispuesto a morir por lo que creía, y él también debería haber estado dispuesto a hacer lo mismo.
    El sartán se apartó de la portilla y se encaminó hacia la escalera que conducía desde el puente a la cubierta superior. En el exterior de la nave se oían las voces gélidas de los muertos, sus gritos de rabia, encolerizados de ver escapar a su presa. Escuchó a Kleitus y a los lázaros elevar sus voces en un cántico. A juzgar por la expresión tensa que apareció de pronto en el rostro de Haplo, el dinasta y los suyos estaban intentando desmoronar la frágil estructura rúnica de protección del Ala de Dragón.
    La nave dragón se detuvo con una sacudida. Estaba atrapada, retenida como una mosca en la telaraña de la magia del lázaro. Haplo cerró los ojos y concentró sus poderes mentales, con un esfuerzo claramente visible en la rigidez con que sus manos apretaban la piedra de gobierno. Sus dedos, rojos de la luz que surgía de debajo de ellos, parecían hechos de llamas.
    La nave dragón dio un bandazo y se hundió unos palmos.
    —Tal vez la decisión no dependa de mí, finalmente —murmuró Alfred, casi aliviado, y volvió a la portilla.
    Haplo soltó una exclamación, apretó los dientes y continuó asido a la piedra.
    La nave se elevó ligeramente.
    De improviso, a Alfred le vino a la cabeza una inspiración. Él podía potenciar las débiles energías del patryn y contribuir así a liberar la nave de la telaraña letal antes de que la araña los alcanzara.
    Así pues, lejos de exonerarlo de responsabilidades, la decisión de qué hacer se le planteaba con más crudeza que nunca.
    El lázaro de quien había sido Jonathan se mantuvo aparte de los demás lázaros, y la mirada de aquel espíritu no del todo separado del cuerpo se volvió hacia la nave y atravesó las runas, la madera, el cristal, la carne y los huesos de Alfred hasta alcanzar su corazón.
    —Lo siento —dijo Alfred a aquellos ojos—. No tengo la fe necesaria. No comprendo...
    Se apartó de la portilla de observación y, acercándose a Haplo, colocó las manos en los hombros del patryn e inició un cántico.
    El círculo quedó cerrado. La nave dragón se estremeció, quedó libre de la trampa mágica, elevó las alas y remontó el vuelo, dejando atrás el mar hirviente, el ejército de los muertos y el grupo de vivos fugitivos de aquel mundo de piedra de Abarrach.
    La nave flotó ante la Puerta de la Muerte.
    Haplo yacía en un camastro sobre la cubierta, cerca de la piedra de gobierno.
    Había perdido el sentido instantes después de que se liberaran. Al borde de la inconsciencia, había luchado por mantenerse despierto y conducir la nave a lugar seguro. Alfred se había dedicado a mirarlo con nerviosismo hasta que Haplo, irritado, le había ordenado que saliera del compartimiento y lo dejara en paz.
    —Sólo necesito dormir. Cuando lleguemos al Nexo, estaré recuperado por completo. Y tú, sartán, será mejor que te busques un sitio para acomodarte o acabarás rompiéndote el cuello mientras cruzamos la Puerta de la Muerte. ¡Y esta vez, cuando la atravesemos, mantén tu mente apartada de la mía!
    Alfred no se movió de junto a la portilla; se quedó mirando al exterior mientras su mente volvía a Abarrach, torturada por los remordimientos.
    —No fue mi intención hurgar en tu pasado. No poseo tal control...
    —Siéntate y calla.
    Alfred suspiró, se sentó —o, mejor, se derrumbó— en un rincón y allí se quedó acurrucado, abatido, con las rodillas huesudas a la altura del mentón.
    El perro se enroscó al lado de Haplo y apoyó la cabeza en el pecho de éste. El patryn, cómodamente instalado en la cubierta, acarició las orejas del perro y el animal cerró los ojos, meneando el rabo con satisfacción.
    —¿Estás despierto, sartán?
    Alfred guardó silencio.
    —Alfred... —se corrigió Haplo de mala gana.
    —Sí, estoy despierto.
    —Ya sabes qué será de ti en el Nexo... —Haplo no lo miró mientras hablaba, sino que mantuvo la vista fija en el perro—. Ya sabes lo que te hará mi Señor.
    —Sí —respondió Alfred.
    Haplo titubeó unos instantes, bien para escoger sus siguientes palabras o bien para decidir si las pronunciaba o no. Cuando tomó al fin una decisión, su voz sonó áspera y cortante, como si acabara de romper alguna barrera interior.
    —Por tanto, si estuviera en tu lugar, procuraría no estar por aquí cuando despierte —dijo Haplo al tiempo que cerraba los ojos. Alfred lo miró con perplejidad y, por fin, sonrió suavemente.
    —Ya entiendo. Gracias, Haplo.
    El patryn no respondió. Su respiración fatigosa se hizo más relajada y regular.
    Las arrugas de dolor desaparecieron de su rostro y el perro, con un suspiro, se acurrucó más cerca de él.
    La Puerta de la Muerte se abrió y los atrajo lentamente a su seno.
    Alfred se apoyó contra los mamparos. Notó que se le escapaba la conciencia y creyó escuchar la voz soñolienta de Haplo, aunque bien podría haber sido un sueño.
    —No he llegado a saber qué decía la profecía. Supongo que no importa. No habrá quedado nadie ahí abajo para darle cumplimiento y, en cualquier caso, ¿quién cree en esas tonterías? Como tú has dicho, sartán, si uno cree en una profecía, tiene que creer en un poder superior.
    «¿Quién cree en ello?», se preguntó Alfred.
    CAPÍTULO 47
    PUERTO SEGURO, ABARRACH Los lázaros, frustrados por la huida de la nave dragón, volvieron su cólera contra los vivos que aún quedaban en Abarrach. Kleitus condujo los ejércitos de los muertos contra el reducido grupo de refugiados de Kairn Telest.
    Los vivos iban conducidos por Baltazar, que había conseguido escapar con vida de los muelles de Puerto Seguro. Protegido por el príncipe Edmund, el nigromante volvió rápidamente junto a su pueblo, refugiado en las cavernas de Salfag, donde anunció la terrible noticia de que su propio ejército de muertos se había vuelto contra ellos.
    El pueblo de Kairn Telest huyó ante la llegada de los muertos, y escapó a las llanuras de aquella tierra también agonizante. Sin embargo, era una huida sin esperanza, pues entre ellos había muchos niños y numerosos enfermos que no podrían seguir la marcha agotadora. Sus días de sufrimiento y penalidades fueron piadosamente breves. Los muertos no tardaron en pisarles los talones y, muy pronto, los últimos sartán con vida de Abarrach quedaron acorralados y no tuvieron más remedio que volverse y combatir.
    Durante toda esta persecución, yo avancé entre los lázaros, como uno más de ellos, pues sabía que aún no había llegado mi momento. El príncipe Edmund permaneció a mi lado y, aunque advertí la profunda pena que sentía por su pueblo, supe que él también esperaba su hora. El pueblo de Kairn Telest escogió como campo de batalla una llanura no lejos del Pilar de Zembar. Después de hacer algunos planes para intentar proteger a los niños y a los enfermos, Baltazar y los suyos llegaron a la conclusión de que no importaba lo que hicieran, pues contra el ejército de cadáveres sólo podía haber un resultado. Así pues, hombre y mujeres, jóvenes y viejos, tomaron las armas que pudieron y se aprestaron a luchar.
    Formaron en un único frente, las familias juntas, los amigos codo con codo. Los más afortunados serían los que murieran primero y más deprisa.
    Los cadáveres formaron en incontables filas frente a los vivos. El ejército era inmenso y superaba al de sus víctimas en proporción de casi mil a uno. Kleitus y los lázaros lo encabezaban y el dinasta exhortó a los muertos a llevar ante él los cuerpos de los nigromantes de Kairn Telest para su inmediata resurrección.
    Yo estaba al corriente de los planes de Kleitus pues había asistido a las reuniones de su consejo con el resto de los lázaros. Una vez destruido el pueblo de Kairn Telest, se proponía penetrar en la Puerta de la Muerte y pasar por ella a otros mundos. El objetivo último del dinasta era gobernar un universo de muertos.
    Las trompetas de los cadáveres emitieron unas notas agudas y metálicas que resonaron por la caverna. El ejército de cadáveres se dispuso a avanzar. Los vivos bajo el mando de Baltazar cerraron filas y aguardaron en silencio su destino.
    El príncipe Edmund y yo permanecimos juntos en las primeras filas de combatientes. Su fantasma se volvió a mirarme y supe que se le había concedido el conocimiento que había estado esperando.
    —Dime adiós, hermano.
    —Buen viaje, hermano, en tu larga travesía —le respondí—. Que por fin conozcas la paz.
    —Lo mismo te deseo.
    —Cuando mi trabajo esté terminado —contesté.
    Continuamos caminando juntos, codo con codo, y ocupamos nuestro lugar en primera línea de combate. Kleitus nos miró con cautela y suspicacia. Se disponía a decirnos algo, pero los muertos se pusieron a dar vítores pensando que Edmund había decidido conducir en persona la batalla contra su propio pueblo. Poco pudo hacer Kleitus contra nosotros. Mi fuerza y mi poder habían aumentado durante aquellos últimos días, iluminándome como ese sol que nunca había visto salvo en las visiones de aquel sartán de otro mundo, el que se hacía llamar Alfred. Y supe de dónde procedían. Y supe también el sacrificio que tendría que hacer para utilizar aquel poder y aquella fuerza.
    Estaba dispuesto a hacerlo.
    El príncipe Edmund levantó la mano y reclamó silencio. Los muertos obedecieron; los cadáveres cesaron en sus gritos huecos y los fantasmas acallaron sus incesantes lamentos.
    —¡En este ciclo —gritó el príncipe Edmund— la muerte caerá sobre Abarrach!
    Los muertos elevaron sus voces en un potente griterío. Las facciones perpetuamente cambiantes de Kleitus se nublaron.
    —No me habéis entendido —proclamó el príncipe—. La muerte no caerá sobre los vivos, sino sobre nosotros, los muertos. Dejad a un lado el miedo, como hago yo. Confiad en éste. —En este punto, Edmund se arrodilló ante mí y alzó los ojos hacia mi rostro—. Pues es de él de quien habla la profecía.
    —¿Estás preparado? —pregunté entonces.
    —Sí —respondió él con firmeza.
    Empecé a recitar el cántico, las palabras que había oído por primera vez en boca del sartán, Alfred, bendito sea El que lo envió a nosotros.
    El cuerpo del príncipe Edmund se puso rígido y dio una brusca sacudida como si notara de nuevo la lanza clavada en el pecho. Su rostro se contorsionó de dolor físico y de certidumbre mental de estar muriendo, en una mueca que reflejaba esa lucha breve y enconada que libra la vida mientras abandona el cuerpo y el mundo.
    Mi corazón se llenó de pena, pero continué el cántico. El cuerpo se derrumbó a mis pies.
    Kleitus, al comprender qué estaba pasando, intentó detenerme. Él y los demás lázaros me rodearon enfurecidos, pero para mí no eran nada más que el viento cálido que soplaba d.
    Los muertos no dijeron nada. Se limitaron a mirar.
    Los vivos emitieron un murmullo y se tomaron de las manos, sin saber si les ofrecíamos esperanza o íbamos a ahondar su desesperación.
    El cadáver de Edmund permaneció inmóvil y callado. Las espantosas cuerdas mágicas que lo animaban estaban cortadas. El fantasma del príncipe, su espíritu, se hizo más nítido y su perfil, más definido. Por un breve instante apareció ante mí y ante su pueblo como había sido en vida: joven, atractivo, orgulloso y compasivo.
    Su última mirada fue para su pueblo, tanto para los vivos como para los muertos; luego, se desvaneció como la bruma matutina bajo los rayos del sol.
    Aquel día se libró una batalla, pero no entre los vivos y los muertos. Los dos bandos fueron el mío, con los muertos, contra Kleitus y los demás lázaros. Cuando terminó, los lázaros habían sido derrotados y su temible poder había quedado reducido. Junto al dinasta, huyeron con la intención de incrementar su fuerza y volver más adelante a la lucha. Algunos de los cadáveres se les unieron, temerosos de abandonar lo que conocían, prefiriéndolo a lo desconocido. Con todo, fueron muchos más los muertos que acudieron a mí tras el combate y me rogaron que los liberase.
    Después de la batalla, los vivos de Kairn Telest cruzaron de nuevo el mar de Fuego y entraron en la trágica ciudad de Necrópolis, donde se les unieron los pocos que habían conseguido sobrevivir a la matanza. Baltazar es ahora su líder.
    La primera ley que firmó fue prohibir las prácticas nigrománticas. Su primer decreto fue que los cuerpos de las víctimas de la venganza de los muertos fueran entregados con respeto al mar de Fuego.
    Los lázaros han desaparecido, pero su amenaza pende como siniestros nubarrones de tormenta sobre los vivos de Necrópolis. Las puertas de la ciudad permanecen cerradas, los agujeros de las murallas han sido cegados y los muros permanecen fuertemente custodiados. Baltazar opina que los lázaros están buscando el medio de entrar en la Puerta de la Muerte y que tal vez lo hayan conseguido.
    Me parece muy probable que Kleitus busque un modo de cruzar la Puerta, pero no creo que lo haya encontrado. Sigue en este mundo, igual que todos los demás lázaros. A veces, durante las largas horas de insomnio, escucho sus voces, sus gritos de odio, de agonía y de tormento. Es su odio lo que los ata a este mundo; su odio hacia mí en particular, porque saben que la profecía se ha cumplido en mi persona.
    El tormento que soportamos los lázaros es indescriptible. El alma anhela la libertad pero no puede separarse del cuerpo. El cuerpo ansia desprenderse de su pesada carga, pero lo aterra la idea de separarse del alma. No podemos dormir ni encontramos descanso. Ningún alimento puede darnos sustento, ninguna bebida puede calmar nuestra sed terrible. El cuerpo se duele de fatiga, pero el espíritu inquieto lo obliga a deambular constantemente por el mundo.
    Recorro las calles de Necrópolis, las calles un día abarrotadas y hoy penosamente vacías. Recorro los pasadizos desiertos del palacio y escucho el eco de mis propios pasos. Recorro los campos de las Antiguas Provincias, desolados y abandonados. Recorro los campos de las Nuevas Provincias y veo a los vivos labrar las tierras en lugar de los muertos.
    Recorro las costas del menguante mar de Fuego. Y, cuando el dolor de mi existencia se hace demasiado insoportable, vuelvo a la Cámara de los Condenados a buscar nuevas fuerzas.
    El sufrimiento es mi penitencia, mi sacrificio. Mi amada Jera anda con los lázaros por ahí, en alguna parte. Su odio hacia mí es intenso, profundo, pero sólo porque ese odio tiene que librar una batalla constante contra su amor, más profundo aún. Cuando el tiempo de esperar termine, cuando mi obra esté completa, volveré a tomar a mi amada en mis brazos y hallaremos juntos la paz que ahora se nos niega. Guardo en mi corazón este sueño, el único que me permiten estos ojos eternamente desvelados. Es mi consuelo y mi esperanza. El amor y el conocimiento de mi deber me sostienen en la espera. El tiempo de la profecía no ha llegado, pero está próximo.
    «El traerá la vida a los muertos y la esperanza a los vivos. Y para él se abrirá la Puerta». –


    EPÍLOGO

    Mi Señor:
    Puedes eliminar Abarrach de tus planes. Tengo pruebas que indican que los sartán y los mensch habitaron una vez esa masa de roca fundida y sin valor. El clima fue demasiado severo para sobrevivir, incluso recurriendo a su poderosa magia. Intentaron contactar con los otros mundos, pero fracasaron. Ahora, sus ciudades se han convertido en sus tumbas. Abarrach está muerto.
    Mi Señor, estoy seguro, comprenderá la razón de que no le presente mi informe en persona. Ha surgido una emergencia que me llama lejos del Nexo. A mi regreso de Abarrach, he sabido que el sartán que descubrí en Ariano, el que se hace llamar Alfred, ha cruzado la Puerta de la Muerte. Según mis informaciones, ha viajado a Chelestra, el cuarto mundo que crearon los sartán, el mundo del agua. Me propongo seguirlo allí.
    Quedo tu hijo devoto y leal.
    HAPLO
    Haplo, mi hijo devoto y leal, ERES UN EMBUSTERO.

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)