Publicado en
abril 08, 2010
Conocí a Stanley Grauman Weinbaum en abril de 1935.
El responsable fue el comentario publicado en un periódico. El 5 de abril, cuando cumplía dieciocho años, el «Milwaukee Journal» publicaba un artículo titulado: La juventud de Milwaukee escribe cuentos de horror, léanlos. Pocos días después, la juventud de Milwaukee, yo, era invitado a asistir a una reunión de los Fictioneers, escritores de ciencia-ficción.
Los Fictioneers era una organización informal de escritores profesionales, una especie de sociedad literaria de ayuda mutua, que se reunía quincenalmente en casa de uno u otro de sus miembros. Las reglas para la reunión eran simples: nada de oradores invitados, nada de mujeres, nada de alcohol, nada de lectura de manuscritos.
Pero los miembros discutían abiertamente sus cuentos y los problemas que éstos les planteaban buscando críticas, observaciones y ayudas en sus colegas. La cosa funcionó entonces y, abandonada desde hace mucho tiempo la primitiva actitud machista, todavía sigue. Los Fictioneers continúa funcionando hoy como un grupo de escritores.
Naturalmente aquella invitación me entusiasmó. En aquellos tiempos se nos lavaba el cerebro hasta hacernos creer que los adultos eran en cierto modo más maduros y sofisticados que los que teníamos menos de veinte años. y aunque yo había estado vendiendo cuentos a «Weird Tales» durante nueve meses y había sostenido correspondencia con H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith y August Derleth durante los dos últimos años, nunca había conocido a un autor en persona. Una vez, en Chicago, había conocido a medias a un escritor: Otto Binder, quien colaboraba con su hermano Earl bajo el pseudónimo de Eando (E&O) Binder. ¿Pero toda una sala llena de autores de carne y hueso? Sólo de pensarlo me mareaba.
Y cuando efectivamente me encontré con los Fictioneers me sentí abrumado al descubrir dentro de sus filas a varios escritores conocidos: Raymond A. Palmer, posteriormente director de «Amazing» y «Fantastic Adventures»; Roger Sherman Hoar, que escribía con el pseudónimo de Ralph Milne Farley; Arthur Tofte, que todavía sigue escribiendo. y Stanley Weinbaum.
Yo estaba tan ocupado examinando a los Flctloneers, que no atiné a pensar que ellos pudieran estar examinándome a mí. Dios sabe lo que verían, pero la cosa cuajó en una invitación para convertirme en un miembro asiduo y mezclarme así como un igual con hombres que frisaban los treinta o incluso los cuarenta años.
Stanley Weinbaum tenía por aquel entonces treinta y dos. De cabello obscuro y aspecto agradable, con una sonrisa abierta y un suave ceceo de Louisville, encajaba a la perfección con mi idea de lo que debía ser un escritor profesional.
Weinbaum se había doctorado en ingeniería química en la universidad de Wisconsin. Años más tarde trabé amistad con Jack Lippert, antiguo condiscípulo suyo, que recordaba con cariño la compañía de Stan durante los días estudiantiles. Pero aparte del fondo científico que ello le proporcionaba, Weinbaum hizo poco uso de su educación superior. Creo que durante algunos años después de su casamiento dirigió empresas cinematográficas. Al parecer se sintió atraído, como había sido mi caso, por las películas. El hecho de ver relatos desfilando por la pantalla estimuló su deseo de crear relatos propios.
Otro estímulo, para Weinbaum, para mí mismo, para el resto de los Fictioneers y aproximadamente para otros veinte millones de escritores y aspirantes a escritores de la época fue la Depresión. Durante este período proliferaron las revistas sensacionalistas, usualmente a costa de sus colaboradores. Con pocas y notables excepciones, las tarifas eran, para el escritor medio, de un centavo por palabra, Algunas publicaciones pagaban dos y hasta tres centavos, pero estaban más que equilibradas por otras que lo hacían a medio o incluso a un cuarto de centavo, y eso pagando sólo al publicarse el trabajo o después de mucho insistir. Escribir para vivir era, pues, un asunto bastante difícil y en estas condiciones Stanley Weinbaum y el resto de los Fictioneers se reunían de noche y hacían proyectos sobre cómo subsistir.
Weinbaum había escrito y vendido varias novelitas de amor que fueron publicadas por entregas por un sindicato periodístico. Luego se dedicó a la ciencia ficción por estimarla un campo más compatible con su talento. En menos de un año su obra se había ganado el reconocimiento de los círculos de ciencia ficción, que por aquel entonces tenían un diámetro pequeñísimo. Sin embargo, la capacidad de Weinbaum sobrepasó con mucho las limitaciones del campo.
Y lo mismo que yo, llegó a llamar la atención de los Fictioneers.
Como un miembro ya de pleno derecho, me integré rápidamente en el grupo. Así tuve el privilegio de estar presente cuando Weinbaum esbozaba ideas de relatos y pude comentarlos, criticarlos o sugerir cambios para los mismos. Sería una fácil vanagloria jactarme o afirmar que algo de lo que dije en aquellas sesiones contribuyó a dar la forma final a La isla de Proteo, La Luna loca o Mares cambiantes. Pero por aquel entonces yo era muy joven y la verdad es que me limitaba a escuchar. A escuchar y a aprender.
Yo no actuaba como un reportero; no intentaba registrar en la memoria nada de lo que se decía. El por qué se decía era más importante que el cómo. El resultado es que en lo que sigue no habrá citas literales.
Pero sé que Stanley Weinbaum narraba sus cuentos tan bien de viva voz como por escrito. Tenía auténtica presencia de narrador, capacidad dramática de exposición y parecía disfrutar con las reacciones de su auditorio. En realidad, sus argumentos estaban bien construidos. Desde el principio; todo lo que podían necesitar era algún refinamiento o embellecimiento en los detalles. Aparte de Ralph Milne Farley, nadie en el grupo era competente para discutir el contenido científico de su trabajo. Por eso las consultas de Weinbaum se referían por lo general a caracterizaciones: modos de infundir credibilidad en sus seres tanto humanos como no humanos. Sus fantásticos animales estaban deliciosamente descriptos; una vez que él daba con un motivo consistente para las actividades de los mismos, cobraban vida al momento.
Weinbaum, por lo que recuerdo, parecía mucho más aficionado a sus seres extraterrestres que a los terrestres, y hacía bien. Sólo en sus obras de más extensión intentó retratos a gran escala de caracteres humanos novelescos; en sus cuentos breves no hay seguramente ningún héroe o heroína tan memorables como sus alienígenas. y presenciar cómo se desenvolvían sus creaciones fantásticas resultaba una espléndida lección en el arte de infundir un sentimiento de simpatía.
Esta fue, por supuesto, la mayor contribución de Stanley Weinbaum a la ciencia ficción. Introdujo la simpatía en aquel dominio. En una era de creciente discordia racial, religiosa y nacionalista que pronto iba a culminar en una guerra total, Weinbaum halló en cierto modo el valor y la creatividad necesarios para presentar, sin súplicas ni sermones, un alegato a favor de la fraternidad. y no sólo a favor de la fraternidad del hombre, sino entre todos los seres vivientes. No había nada premeditado en ello y desde luego nada sensiblero; si acaso, Weinbaum defendía su tesis humorísticamente. Pero una vez que lo consiguió y fue comprendido, la ciencia ficción ya nunca volvió a ser la misma. En la simpatía había encontrado el arma para destruir de una vez para siempre al monstruo de los ojos de insecto.
Yo lo admiraba por eso y por mucho más.
Como quiera que fuese, a pesar del inmenso abismo de catorce años que nos separaba. Stan y yo inmediatamente entablamos una amistad que se extendió más allá de la fraternidad de las reuniones quincenales.
Por lo pronto, descubrimos intereses mutuos. Los dos éramos apasionados de James Branch CabelI. Éste, principalmente conocido por su novelita Jurgen, que había producido un cierto escándalo a causa de su supuesto contenido lascivo, allá por 1920, había caído desde entonces en desgracia. Pero era un autor de gran imaginación y Stan y yo habíamos leído todas sus obras. Aprovechamos la oportunidad de comparar notas y reacciones y pronto empezamos a reunirnos semanalmente para discusiones de tipo general.
Stan y su esposa Marge vivían a menos de cuatro kilómetros de mi casa, en un agradable pisito de la avenida Oakland, por lo que no constituía ningún problema reunirnos. y en el curso de aquellas visitas me enteré de que él acariciaba una ambición secreta: quería escribir para «Weird Tales».
Hasta entonces no había sabido dar con la fórmula para encajar en aquella revista, y solicitó mis sugerencias. Cuando hube asimilado el efecto de un ruego tan halagador, le recomendé que ensayase algo nuevo. En los trabajos de ciencia ficción de Stan, brillantemente originales, resaltaban las pinceladas humorísticas. ¿Por qué no inyectar algo semejante en una historia fantástica a lo Cabell? Había habido muy poco humor en «Weird Tales» durante los primeros doce o trece años de su existencia, pero el director, Farnsworth Wright, tenía un ingenio rabelesiano y quizás había llegado el momento de imprimir un poco de ligereza.
Stan se mostró de acuerdo, pero primero había que superar determinados obstáculos. Él acababa de. iniciar un proyecto en colaboración con Ralph Milne Farley. Los dos se reunían semanalmente para preparar conferencias sobre obras de ciencia ficción. En varias ocasiones estuve en aquellas reuniones, pero no hubo ninguna oportunidad de abordar otros proyectos. Además, Stan tenía que continuar trabajando con su propio nombre y con un nuevo pseudónimo, John Jessel.
Para mayor complicación, estaba resbalando hacia la prensa del corazón, como se llamaban entonces las numerosas revistas de orientación femenina y familiar. Estas publicaciones pagaban tarifas astronómicas. «Collier's» por ejemplo, doblaba con creces lo que ofrecían las revistas de ciencia-ficción.
Por ello, escribir para «Weird Tales» tenía más de simpatía por la revista y de satisfacción personal que de ambición económica. Pero Stan me aseguró que estaba decidido pasara lo que pasara.
Lo que sobrevino fue una irritación de garganta, una consulta al médico, una amigdalotomía y un período de recuperación alternado por intermitentes ronqueras y toses. Cuando lo vi por primera vez durante esta época no fumaba ya incansablemente, y en lugar de ir caminando por la habitación mientras esbozaba el argumento de una obra, se contentaba con quedarse sentado y hablar sobre proyectos futuros.
Todavía me acuerdo de aquella voz ronca, vibrante de excitación, que desgranaba las tramas de varias novelitas. Stan había empezado a darse cuenta de que las obras de ciencia ficción de 1935 tenían severas limitaciones: él había roto con tabúes respecto al estilo y al concepto, pero al parecer había poca oportunidad para cambiar el contenido. Stan era un amante de la fantasía y un romántico nato y ahora se dedicó a combinar lo fantástico con el amor.
El amor iba a ser el principal ingrediente de Tres que bailaron, la historia de tres muchachas menores de veinte años que están esperando al profesor de su instituto en una cruda noche de invierno en una pequeña ciudad del oeste. Por esta época, Eduardo, príncipe de Gales, era quizás el más afamado soltero y el que disfrutaba de mayor publicidad, el príncipe de ensueño de todas las mujeres románticas. La idea de Stan era que el príncipe, que viajaba por el país en una visita de buena voluntad, se encuentra apresado por una tormenta de nieve en aquella pequeña ciudad donde se celebra la fiesta de las jóvenes estudiantes. A falta de otra diversión, el alcalde de la localidad le convence para que asista a la fiesta. Allí baila sucesivamente con las tres muchachas alterando así de modo irrevocable la vida de cada una.
Baila con la bella de la fiesta, recién nombrada reina, y eso envanece tanto a la muchacha, que ésta decide escapar y hacer carrera en Hollywood, Su grandiosa desilusión la lleva a la inevitable tragedia.
La segunda muchacha, una jovencita insignificante, el patito feo, elegida como pareja por el príncipe en un momento de clarividente piedad, conquista las simpatías generales y la confianza en sí misma. Como resultado de aquellos minutos en brazos del príncipe, se hace una mujer dueña de sí misma y animada por el éxito.
La tercera pareja del príncipe, prometida a un muchacho de la localidad y con perspectivas de un feliz casamiento, se enamora locamente de Eduardo. Su encaprichamiento de colegiala la impulsa a romper su noviazgo y a seguir al príncipe, pensando que este corresponde a su amor. Cuando se entera de lo contrario, se queda completamente hundida y piensa en el suicidio, pero él resuelve con serenidad el problema y la devuelve al puesto para el cual había venido a la vida.
La segunda novelita, que pudo o no haberse llamado Faustina, seguramente tenía como heroína a alguien de este nombre. La inspiró un poema, ¿de Swinburne?, en. el que Dios y el Diablo se juegan a los dados un alma humana.
La historia de Stan se abriría con una situación análoga a la del prólogo de Fausto. Los dos antagonistas, el Poder de la Luz y el Poder de las Tinieblas, están enzarzados en su eterna discusión sobre quién tiene el dominio del género humano.. Argumenta el Diablo qué él controla los destinos de quienes están sobre la tierra (el cielo puede esperar) y, con sólo que se le diese una oportunidad, se ganaría para siempre la sumisión de todos los seres humanos.
Para poner fin a la disputa acuerdan hacer una apuesta. Eligen al azar un alma en el instante de su nacimiento y se comprometen a ganarla cada uno de ellos para sí empleando todos los medios.
El alma elegida es la de Faustina, una niña nacida en el seno de una familia de la clase media. Tanto Dios como el Diablo la adornan con todo cuanto pueden concebir para influirla en el futuro, tratando de sobrepasarse mutuamente.
Si Dios le concede la belleza, el Diablo la embellece con atractivo. Dios la dota de inteligencia; el Diablo le confiere astucia. Dios le da valor; el Diablo la hace temeraria.
Durante la niñez y la adolescencia la lucha continúa, tratando ambos poderes de influir en las acciones y aspecto de Faustina, poniéndola en aprietos y sacándola de ellos, disponiendo trampas y lazos y tentaciones y oportunidades de redención.
Llega el momento en que Faustina está apta para el matrimonio. Dios y el Diablo envían sendos pretendientes, comprendiendo que la elección de ella determinará por fin la salvación o condenación del alma en juego. El Diablo elige a un guapo clérigo.. La elección de Dios es, por supuesto, la de un científico ateo.
Y entonces...
Y entonces, la salud de Stanley Weinbaum declinó. Hubo consultas y tratamientos, forzados períodos de descanso. Ya no asistía a las reuniones de los Fictioneers; lo vi con menos frecuencia en su casa, luego nada en absoluto.
Poco antes de finales del año murió de cáncer de garganta a la edad de treinta y tres años.
Nunca escribió sus novelas largas, nunca tuvo la oportunidad de escribir un cuento para «Weird Tales». Sólo cabe especular sobre lo que habría podido ser de haber continuado escribiendo. Tal como han sido las cosas, tenemos que contentarnos con su perdurable legado al campo de la ciencia-ficción, donde en el espacio cruelmente corto de año y medio de sus innovaciones de una imaginación desbordante ayudaron a rehacer la forma y la dirección del género.
A los que tuvieron el. privilegio de conocerlo, Stanley Weinbaum dejo otro legado: el persistente recuerdo de un amigo encantador, ingenioso, gentil y afable.
FIN