SARGENTO CABURE'I (Hugo Del Rosso)
Publicado en
noviembre 22, 2009
Macho, palabra fuerte. Suena lindo pero no alcanza. Hay que ser hombre para aguantar el resto.
Ahí nomás, sobre la costa, la toldería.
La indiada mansa. O indiferente, al menos. Ni lo bueno ni lo malo puede esperarse de ella. Nada, duran nomás.
Y los muy hombres para qué entonces.
La soledad, eso es lo duro. Casi cuatro días hasta Comandante Fontana en época normal. Cuando llegan las lluvias y los esteros crecen, ni pensar. Rodar con el caballo en el espartillo es cosa común. Y si uno se quiebra, quién lo saca. Y después están las víboras, las enfermedades y todo lo demás… ¿Y todo lo demás? ¿Qué? Al caer la tarde se arría la bandera. El día se escapa como una rutina fatal. A veces lo aguantan un rato sobre el horizonte unas nubes de tinte rojizo, pero no pueden para más. El sol se hunde entre el polvo dorado de la bruma, y entonces la soledad duele como si apretaran el corazón con tenazas.
El silencio lastima, hace mal, pero uno no sabe si no resultan peor los indescifrables ruidos de la noche. Son tremendos.
La noche fortinera sabe a misterios, al temor latente de las viejas historias imposibles, a fatales fantasmas de la imaginación. Están las luces malas y los caballos que se empacan rozados por las ramas en alguna picada. Cada sombra es una duda, cada ruido un alerta. ¿Miedo? No. Pero se suda bajo el uniforme y el temple tambalea. La vergüenza se esconde dentro de la piel curtida. Cuando el viento norte acuna el canto lúgubre de los indios es peor. Cualquiera diría en todo caso que eso es vida, compañía. Pero no, es soledad.
Todas las madrugadas se suspira de alivio. Así se va la noche cargada de rencores y la luz maravillosa desnuda los horizontes infinitos, uno sabe que no está rodeado. La sensación de distancia se hace más profunda, es cierto, pero parece como si la soledad se achicara, se muriera un poco.
De día se galopa suelto y los cascos retumban limpiamente en la inmensidad. El paisaje tiene relieves definidos. De día el monte es monte, y, cuando un indio monta en pelo una yegua puro huesos, a nadie le queda la menor duda, porque todo se identifica con claridad. De día, con un puñado de milicos bien enseñados, basta y sobra para cumplir cuatro órdenes precisas.
Pero hay que ser hombre para aguantar el resto. No es para cualquiera. Es para Leyes, Lugones, Zalazar...
Y de las mujeres qué decir entonces. ¿Que no alcanza con ser hembra? Que hay que ser muy mujer. Si, tal cual. Hay que ser muy mujer para seguir a estos hombres por la soledad, el desierto y la incertidumbre. Hay que querer hondo para compartir rancho, catre y noches sin estrellas. No basta con ser hembras. ¿Esposas tal vez? No, compañeras apenas. Pero Dios sabe qué compañeras. De estirpe, sin dobleces, con el heroísmo cotidiano y sencillo de los labios sellados. Ni una sola queja en estas mujeres sin biografía, que van siguiendo a sus hombres por los caminos duros y pariendo el fruto del amor al solo amparo de los cielos.
Y qué bárbara la mujer de Leyes. Se vino con los cuatro cachorros, rubios, gringos. La mujercita de trenzas. La compañera de Leyes no lo sabe, no lo sabrá jamás, pero su gesto es un desafío, un canto al futuro, un grito de fe. Desafío, suena lindo también. Mejor que macho y que hembra. No hace falta que la indiada se desate a degüello. Estar ya es un desafío.
Claro que no todo es dolor, dificultades, amarguras, porque hay momentos lindos y hasta para reírse. Está ese bobo guacho que nadie sabe cómo llegó a Yunká. Clinudo y mugriento, todos creían que era indio. Entonces él, golpeándose el pecho y riendo estúpidamente aseguraba:
—Cristiano, cristiano, cristiano…
Una vez, como tantas otras, los soldados estaban de jarana. Se mamaron con aloja y lejos de los ranchos, en el descampado, lo acorralaron al bobo y le sacaron los pantalones en medio de un coro de carcajadas.
Cierto nomás, era cristiano, porque las verijas blancas no mentían en el resto como caronas. Lo que no se dejó tocar fue su viejo quepis de Sargento, y cuando alguien quiso sacarle esa plumita multicolor atravesada sobre la visera, reculó de un salto, como un felino:
—Pluma no. Cabure’í. Suerte. Mía, no dar a nadie.
Hubo un instante de tenso y sombrío silencio, pero después se volvieron a reír a carcajadas.
Fue el bautismo del bobo: «Sargento Cabure’í».
Leyes lo quería, pobrecito. Era bobo y guacho, pero guapo para hacerle las changas del rancho tal como barrer, traer agua del pozo y pisar maíz.
A la hijita del Sargento Leyes le gustó la pluma. Bueno, a qué niño no le gusta, no le llama la atención una pluma chiquita, lustrosa y colorinche.
Vaya una historia sencilla: una pluma y una niña que estira las manitos inocentes pidiendo el chiche. Qué importancia puede tener una pluma. Ninguna ¿O sí? Es que hay alguna historia encerrada en esos colores que brillan al sol. La verdad, fascina un poco, pero no tanto como para negársela a una niña, rubia, pobre, sin juguetes que implora por ella. Puede existir alguien que se niegue. Sí. El bobo no quiso saber nada, y dijo su rotunda negativa sacudiendo torpemente la cabeza. Después balbuceó:
—Pluma no. Mía. Suerte mía. Suerte todos. Si perder pluma, desgracias. Si otro usar pluma, desgracias.
Se rió estúpidamente y después se puso a llorar. Bobo. La niña siguió embelesada mirando la pluma, y se la robó con la mirada.
Hay que creer o reventar. Lo montaron a Sargento Cabure’í sobre el tordillo bocadura en pelo. El animal salió a escape en medio de un griterío jubiloso. Fueron sólo cuatro brincos y lo planchó feamente sobre el piso. Hubo un instante de silencio con acento de tragedia. Después fue una escena inenarrable: el bobo gateó un trecho entre la polvareda y se levantó haciendo una mueca grosera.
Increíble, ningún hueso roto.
Leyes se enteró arrugando la cara, porque no le gustaban las bromas pesadas. Aunque bien pensado, qué le van a pedir delicadezas para hacer chistes al rústico milico de frontera. Menos mal que por esta vez las cosas salieron bien. El bobo se pudo despaletar, y sin embargo ningún rasguño. El Sargento se rascó la barba intrigado, vaya saber pensando en qué cosas raras. ¿La pluma? Tal vez. Pero se olvidó pronto porque tenía otras preocupaciones. Garcete. A la mierda con Garcete, era el único problema y estaba predisponiendo mal a la indiada.
Dame fideo, dame galleta, dame yerba, dame azúcar. El Sargento le habló de algún trabajo, pero no quiso saber nada y siguió con sus quejas eternas:
—Indio pobre. Indio enfermo. Antes dueño. Cristiano robar.
Como una letanía, daba rabia y, sin embargo, había que apretar los puños de impotencia porque las órdenes eran terminantes.
Para colmo está la rapiña. Las pequeñas raterías no son nada, pero le entraron a tomar el gusto a los caballos, y cuando la tropa es pobre, la falta se nota enseguida. No era la primera vez que pasaba, pero en esta oportunidad Leyes se arrepintió de haber mandado un soldado a vichar por las tolderías. Hubiera ido él mismo, que ya sabía cómo tratarlos, sobre todo en los últimos tiempos que se habían vuelto ariscos y mañeros, y se querían retobar por nada. Maldito Garcete.
Era una treta torpe querer esconder el caballo en un pajonal. Lógicamente no dio resultado, y el soldado se rió mientras lo rescataba, pero en el fondo tenía ganas de escupirlos. Parece que lo adivinaron, pero el indio que tiró la cuchillada erró el golpe y cayó boca abajo. El milico lo abarajó con dos lonjazos, para rematarlo de una patada en la cara. Hubo un crujido seco, y la sangre manó oscura, en tanto el murmullo hostil quedaba a espaldas del soldado que se iba a dar vuelta pero no lo hizo. Lástima. Se hubiera encontrado con los ojos de Garcete.
Cuando volvió al fortín lo informó a Leyes del incidente pero mintió. Lástima otra vez. Si le hubiera visto los ojos de Garcete, tal vez no mintiera.
No obstante el Sargento tuvo sus dudas que se transmitieron hasta el último de los resquicios en una noche tensa, cuajada de ruidos y de sombras. Se dobló la guardia y en los ranchos los hombres dormían inquietos, para ser sorprendidos por el alba con el oído alerta. Entonces llegó el coro del amanecer con su bálsamo restañador. Y así las caras tensas se relajan, se aquieta el corazón dentro del pecho y el alma vuelve al cuerpo. A pesar de todo, Leyes seguía preocupado y pensativo, pero no quería más soldados por las tolderías.
La idea se le ocurrió de golpe: el bobo. Lo mandó espiar a la indiada, y Sargento Cabure’í, que parecía encantado de hacer algo distinto, se alejó bamboleante.
Antes que el bobo regresara, llegaron los indios, pero sin anunciarse. Nadie los esperaba. Fue de siesta, a traición. Se murió como se había vivido, a lo hombre.
Leves cayó peleando, angustiado por el destino cruel de su mujer gringa y sus pequeños hijos rubios, lamentándose de no haber ido él mismo a las tolderías.
La vida se le fue a borbotones por los tajos tremendos. Apenas si pudo atajar el coraje.
Cuando los ojos se le nublaron definitivamente tuvo la visión de unas trenzas rubias muy queridas, y muy a pesar suyo aflojó en la última parada.
Pero las lágrimas son saladas como la sangre y se mezclaron. Murió pensando que Sargento Cabure’í les había jugado sucio.
Al bobo lo encontraron estaqueado en el monte, horriblemente mutilado. Su viejo quepis de sargento estaba en el barro, pero la visera ya no lucía la pluma de cabure’í, episodio que fue ignorado por completo, pues nadie conocía su historia, y los que la habían conocido ya estaban muertos.En cambio el oficial de la patrulla de socorro se quedó intrigado con aquellas hermosas trenzas rubias adornadas por una reluciente plumita multicolor. Cuando las iba a recoger lo dominó un temor tan extraño, que ni siquiera se animó a tocarlas.
FIN