¿UN INFARTO A MI? ¡IMPOSIBLE!
Publicado en
octubre 02, 2009
A los 50 años de edad, el autor, jefe de redacción de un diario canadiense, no había faltado a su trabajo por enfermedad en casi 20 años. De pronto y en rápida sucesión, sufrió dos ataques cardiacos.
Por Peter Worthington.
Nunca hubiera pensado que tendría problemas cardiacos. Aunque estoy en la edad en que esto suele ocurrir, no fumo, no bebo mucho, no tengo sobrepeso, hago ejercicios físicos con regularidad y practico toda clase de deportes con gran entusiasmo. Duermo bien, mi índice, de colesterol es bajo y como de todo. Mis padres no tienen antecedentes de dolencias cardiacas y pensé que si alguien estaba a salvo desde un punto de vista estadístico, era yo. Sólo tenía una duda que me molestaba. Durante cierto reconocimiento médico, en 1974, me enteré que tenía elevada la tensión arterial. Pero después de un tratamiento adecuado se regularizó. Las malditas píldoras me hicieron perder el sincronismo de los movimientos y por consiguiente afectaron mi actividad deportiva. Pero esto me parecía un modesto retroceso ante el avance de los años.
De pronto, el domingo 6 de noviembre de 1977, cuando regresé a Toronto tras pasar una semana en el oeste de Canadá, me sentí un poco cansado. Me acosté temprano y a medianoche mi respiración empezó a emitir extraños sonidos. Yvonne, mi esposa, sin conseguir despertarme ni oír los latidos de mi corazón, le dijo a un sorprendido telefonista que, según creía, su marido acababa de morir. A los diez minutos llegó el auxilio, más o menos cuando empezaba a recuperar el conocimiento.
Mi esposa, muy preocupada, un par de policías y dos desatentos encargados de la ambulancia me convencieron de ir al hospital. Sólo sentía náuseas y estaba seguro de que una sopa que había inventado ese día de algún modo me había envenenado.
Los electrocardiogramas nada anormal revelaron. Pero allí estaba, en la unidad de terapia intensiva, conectado a una pantalla de televisión en la que se reflejaban con señales luminosas, los latidos de mi corazón, donde el orinal era de rigor y donde cierta noche, cuando se soltó un cable conectado a la pantalla, una enfermera exclamó algo sorprendida: "¡Qué bien, usted está todavía con nosotros!"
Los análisis de sangre indicaron la posibilidad de que hubiera sufrido un ataque cardiaco, pero la ausencia de síntomas corroborantes sorprendía a los médicos, quienes para no arriesgarse me trataron como si hubiera sufrido un infarto. Esto significó dos semanas de hospitalización y cuatro más de reducción de actividad. Sin creerles, desde el hospital dicté editoriales y artículos a mi oficina. Me sentía demasiado bien para estar enfermo.
Después que salí del hospital, pasé por cierta prueba de ejercicio físico en una escalera mecánica que registra los impulsos y latidos del corazón. Pero el cardiólogo, Dr. Gary Webb, ordenó otro examen en el que se inyecta en las venas material radiactivo para mostrar en una cámara exploradora si algunas zonas del corazón no reciben suficiente oxígeno.
Mientras esperaba el resultado, volví a mis actividades nórmales. ¿Un infarto a mí? ¡Imposible!
TRES OPCIONES
El médico me dijo que había problemas. Tenían que hacerme un angiograma coronario, un examen para establecer si había oclusiones o estrecheces. Por una arteria inguinal se hace llegar un tubo muy delgado hasta el interior del corazón donde se inyecta cierta tintura. Todo con anestesia local.
Suena poco lógico, pero la aprensión da paso al interés cuando es posible verlo en una pantalla de televisión. La imagen, muy borrosa y movediza, muestra una masa gris que palpita y bombea mientras el alambre empuja y golpea tratando de entrar por las válvulas al interior del corazón. Mi mayor preocupación durante la prueba, que duró unos 45 minutos, era que el médico no soltara el otro extremo del cable: tuve visiones de un alambre de 90 centímetros que corría eternamente hacia arriba, hacia abajo y en círculos por mis venas y arterias, como el trenecito de la montaña rusa. De cualquier manera, todo pasó rápido y unos días más tarde el médico manifestó querer verme "lo más pronto posible".
Gary Webb no mide las palabras.
—Mire esto —dijo arrojándome un diagrama de las arterias de mi corazón.
Una de las grandes, a la izquierda, estaba casi totalmente obstruida y otras parcialmente cerradas. Junto a las más grandes el médico había escrito: "Obstruidas del 75 al 90 por ciento".
—Dios mío —exclamé.
—Sí. Nada bueno.
Aterosclerosis, explicó; endurecimiento de las arterias. No hay cura conocida. Es producto de nuestra vida fácil, opulenta de grandes comidas, y fatiga, tensión y esfuerzo excesivo. Posiblemente.
—Podemos optar entre tres opciones —dijo el Dr. Webb, quien parecía un empresario de boxeo comentándole a su púgil que la otra bestia no les pondrá ni un guante encima.
Explicó que podíamos fingir que no habíamos hecho el angiograma y podría seguir viviendo como antes, confiado en la suerte: "Esto puede darle, tal vez, ocho o nueve años de vida, pero si tiene mala suerte le podría pasar algo el mes próximo". O podía cambiar mi estilo activo de vida a uno sedentario. Pero esto no garantizaba nada, sólo reducía los riesgos. La tercera opción era la cirugía de corazón abierto para hacer una desviación. El Dr. Webb pensaba que mi corazón podía resistir la operación, aunque expresó: "siempre hay un dos por ciento de posibilidades de morir en la mesa de operaciones". Y podría volver a realizar todo lo que acostumbraba.
Me autocompadecí un poco, sentimiento unido a cierta ironía. Durante muchos años había sido testigo de guerras civiles y revoluciones. Me habían disparado en Biafra, Argelia, el Congo, Angola, Vietnam, Líbano, Chipre y Corea, sin mencionar bombas de terroristas en varios lugares. Y ahora me había emboscado mi propio cuerpo en la pacífica ciudad de Toronto.
MONSTRUO DESOBEDIENTE
Yvonne, al igual que mi persona, comprendió que sólo había una opción real. Pero quería asegurarse. Yo lo advertí, cuando ella interrogaba al Dr. Webb. Este tenía sobre su escritorio una carta para cierto Dr. Tirone David, del Hospital General de Toronto, en la que le pedía que me viera y me operara. Astuto bribón, pensé, también él ve un solo camino.
Un miércoles por la mañana debía encontrarme con el Dr. David. El martes fui a trabajar temprano y escribí un artículo. Cuando traté de colocarlo en la computadora, esa máquina infernal se rebeló e indicó: "Orden errónea". Me senté otra vez y me quedé mirando la pantalla de televisión de la terminal, una de esas que están invadiendo los periódicos y haciendo a la máquina de escribir tan anticuada como la pluma de ganso para escribir a mano. ¡Monstruo desobediente! ¿Qué hacer? De pronto sentí un dolor en el pecho. Levanté los hombros para tratar de librarme de esa sensación, pero se intensificó. Advertí entonces que me dolía la mano izquierda. Y estaba transpirando. El dolor ya era muy fuerte. Llamé a Mike Mc Cabe, el chofer del periódico.
—Mike, ¿estás ocupado? Creo que tengo un ataque al corazón.
—Voy para allá.
Tras revisarme los médicos y las enfermeras del hospital, me desnudaron y me pusieron en una especie de camilla. Me clavaron agujas, sacaron sangre, tomaron un cardiograma y la glucosa comenzó a gotear en mi brazo. Desde que sentí el primer dolor hasta que llegué a la Sala de Urgencias pasaron unos 15 minutos. ¡Fue una suerte haber llegado tan rápido!
La morfina cortó el dolor y conté mi historia a un número interminable de personas que se mostraban ansiosas de conocerla. Al parecer este ataque cardiaco había durado unas tres horas. Inmóvil, vigilado y mimado, yací allí otra vez en la unidad de terapia intensiva. Esta vez no dicté editoriales, Y el mundo del periódico continuó normalmente.
¡Sobrevivieron sin mí!
PETER BIÓNICO
El Dr. David, el cirujano, anunció que la operación tendría que postergarse alrededor de seis semanas hasta que el corazón cicatrizara. Por eso me quedé la mayor parte del tiempo trabajando en casa. Después que escribí una columna sobre el contenido de un documento "secreto" de la Real Policía Montada de Canadá, en el que se hacía una reseña sobre el espionaje soviético en el país, hubo inquietud y temor de que las tensiones y la fatiga me provocaran otro ataque. Luego el Gobierno federal decidió entablar juicio al periódico, a su editor y a mí, por aplicación de la Ley de Secretos Oficiales.
El Dr. Webb me llamó preocupado: "¿Está bien?" preguntó. "¿Todo esto no le afecta? ¿Nervios, tensiones? Cualquier cosa que ocurra, no demore la operación. Sería tentar al destino".
Dos semanas antes de mi primera visita al tribunal, me hicieron el segundo angiograma. Las cosas continuaban igual y accedí a someterme a la intervención. El Dr. David, joven al parecer de mucho talento y con el don de inspirar confianza en sus enfermos, me explicó en qué consistía esta intervención. Me administrarían la anestesia y luego me abrirían el pecho con una sierra quirúrgica. Usarían calibradores para dilatar la caja torácica y lograr acceso al corazón. Una máquina desviaría la sangre y la bombearía al resto del organismo dejando al órgano temporalmente aislado. Por enfriamiento se reduciría a unos 25° C. la temperatura del cuerpo con el fin de reducir la necesidad de oxígeno. Luego se extirparía una vena de la pierna izquierda para emplearla en injertar el tubo de paso.
Un injerto iría de la aorta, el enorme conducto sanguíneo que hay en la parte superior del corazón, hasta la arteria coronaria derecha, más allá de la parte que se había estrechado, para establecer un canal que llevara la sangre y el oxígeno, indispensable para mantener la vida, a la zona situada debajo de la oclusión. Otro injerto se haría desde la aorta a todo lo largo de la arteria anterior descendente. Y un tercero, en una arteria diagonal.
Una enfermera de la unidad de terapia intensiva me explicó lo que podía esperar al recobrar el conocimiento. Tendría un tubo colocado en la garganta hasta los pulmones, conectado a una máquina que respiraría por mí. No podría hablar. Tendría otros tubos en los brazos, en el pecho y en la vejiga como drenaje. Tendría también una "espita" en la arteria de la muñeca para inyectarme sangre rápida y fácilmente, un cable en el corazón por si fuera necesario conectar un marcapasos, un tubo en la arteria del brazo derecho que llega directamente al corazón para el caso de que necesitara algún medicamento con urgencia, y conexiones electrónicas a una computadora y a una pantalla de televisión para controlar el órgano.
Luego Al, un enfermero, me dijo que estuviera preparado para que me afeitara.
—¿Afeitarme? Puedo hacerlo yo mismo, ¿no es así?
—No cómo lo voy a hacer yo. Usted va a quedar más pelado que un pollo desplumado.
Así Al, un mago de la navaja, me dejó en 25 minutos sin un pelo del cuello a los tobillos. "Dudo que pueda dormir mucho esta noche", comentó con una sonrisa forzada, "pero le deseo, buena suerte".
Mi esposa estaba allí para despedirse y la besé como si no pasara nada extraordinario. Me pregunté si la volvería a ver. Estoy seguro de que Yvonne pensaba lo mismo, pero lo ocultó. Lamentaba mucho la ansiedad que seguramente estaba provocando.
JOVEN OTRA VEZ
A las 7 de la mañana me inyectaron y quedé adormecido e indiferente. En el quirófano me dijeron que sería anestesiado antes que me marcaran en el pecho el lugar donde iban a cortar y aserrar. Respiré profundamente dentro de la máscara que me colocaron, no percibí olor alguno ni sentí nada; volví a respirar... todavía nada... y otra vez...
Lo primero que recuerdo después de esto es una voz femenina y el rostro de una enfermera que lentamente visualizaba. "Peter, la operación ha terminado... tuvimos éxito... está muy bien... y ahora volverá a dormir".
Durante las primeras 24 horas los medicamentos me envolvieron en una niebla, pero ya al segundo día recobré la conciencia. Retiraron la sonda de la vejiga y cada dos horas me despertaban para que tosiera con el fin de limpiar mis pulmones y evitar una pulmonía. Hasta me puse de pie y sentí cierta repugnancia al ver bajo la cama un recipiente con un galón (3,78 litros) de sangre y líquido que drenaba del pecho. La pierna de la cual me habían extirpado la vena la tenía envuelta en una venda elástica. Tenía el pecho cosido como personaje de una película de Boris Karloff. Pero me sentía muy bien.
Al tercer día me llevaron otra vez a la unidad de cardiología. Ya podía andar y me las arreglaba para soportar el dolor que me causaba la tos sin ninguna dificultad. Nunca estuve más satisfecho de no fumar. Los fumadores, en mi estado, sollozaban de dolor al tener que toser a insistencia de las enfermeras. No sufrí depresiones en el período posterior a la operación. El Dr. David exteriorizó su satisfacción: "Usted es joven otra vez. Y no pudimos encontrar ningún tejido cicatrizado por haber sufrido dos ataques al corazón".
Comencé mi programa de rehabilitación cardiovascular que al principio encontré difícil tomar en serio; caminar cuatro minutos por los corredores, girar después la cabeza tres veces colocando los dedos sobre los hombros, respirar hondamente cinco veces, contar hasta cinco, subir ocho escalones y levantar los brazos cinco veces. Hice lo que, se me indicó y me extrañó que el pulso se acelerara y que me cansara un poco. "Recuerde que su cuerpo ha sufrido un enorme traumatismo", declaró cierto médico.
Nueve días después de la operación me quitaron las puntadas de la pierna y del pecho, y me arrancaron los 25 centímetros de cable para el marcapasos que llegaba al músculo cardiaco... ¡Sentí una extraña sensación! Al décimo día regresé a casa, al duodécimo anduve dos kilómetros y al decimocuarto fui a la oficina para escribir un editorial.
NO HAY CURA
Uno de los resultados más importantes de esta enfermedad inesperada fue comprender por primera vez la importancia del tiempo. No sabía hasta entonces que el tiempo promedio que tarda en ser atendida en un hospital la víctima de un infarto es de unas cinco horas. Del 60 al 70 por ciento de los que sufren ataques cardiacos mueren antes de llegar al hospital. Pero si uno llega allí con vida, son muchas las probabilidades de salvación. Yo llegué al hospital dentro de los 30 minutos la primera vez, y de los 15 la segunda. Los dolores de pecho a menudo se atribuyen a otras causas, lo mismo que la falta de aliento o los sudores repentinos. En la duda vaya a un hospital y deje que los médicos decidan.
¿Cuánto va a durar el tubo de paso? ¿Un año? ¿Cinco? ¿Diez? Me han tratado los síntomas, pero la aterosclerosis no me la han curado. No obstante, hoy veo la vida en una forma distinta. Debe vivirse como viene, plena, abiertamente y con entusiasmo. La vuelta a la vida deja una sensación dulce, y hay que disfrutarla y luchar por ella.
CONDENSADO DE "THE TORONTO SUN" (ABRIL 18 Y 21 DE 1978). © 1978 POR THE TORONTO SUN PUBLISHING LTD. FOTO: NORM BETTS.