Publicado en
octubre 02, 2009
La parte superior de los árboles y edificios se acercaba y parecía tragarme. Todo se puso borroso y me sumí en una profunda oscuridad.
Por Roger Reynolds.
EL 24 de abril de 1974 fue un día con viento y lluvia. Temprano en la mañana corrí unos diez kilómetros en la sierra. Seria la última vez en años que me sentiría bien. Ese día a las 18 horas teníamos que realizar un salto como parte de cierta exhibición aérea en un festival de Charlottesoville (Virginia). A los 21 años, yo era el integrante más joven del equipo de paracaidistas del Ejército de Estados Unidos: los Golden Knights (Caballeros dorados). Había completado el curso de entrenamiento con los Boinas Verdes y el de comando, que era el selecto. Me hallaba en perfectas condiciones físicas.
En el aeropuerto, el sargento Lámar Mallette, hijo, jefe del equipo, estaba asignando las acrobacias. Al llegar a mi nombre, dijo:
—Reynolds, tú haces el corte,
—Maldición —fue cuanto repuse.
El corte es la acrobacia de paracaídas más difícil y peligrosa, la menos divertida, pero la más espectacular para verla desde abajo. El equipo consiste de tres paracaídas en vez de los dos usuales: dos principales y uno de urgencia. Este sería mi salto 959, el decimoquinto corte desde que ingresé a los Golden Knights. De hacer todo correctamente, el aterrizaje sería bueno y suave, pero un error me haría caer a tierra como un yunque.
He aquí cómo se supone que debe funcionar: después del salto, uno se deja caer sin abrir el paracaídas, echando un chorro de humo para que los espectadores localizen al paracaidista. Luego se abre el paracaídas de corte y, después de cinco o diez segundos, se recoge la lona para mantenerla así durante los siguientes 300 metros de la caída. En ese momento, los espectadores que están en tierra dicen: "¡Dios mío, su paracaídas se enredó!" Cuando se ha bajado hasta los 900 metros, se suelta completamente el primer paracaídas y se continúa cayendo sin nada otros 300 metros, antes de abrir el paracaídas principal. Así es como se supone que debe ser.
Sin embargo, debido a cómo estaba el firmamento ese día, el corte tenía que ser hecho a baja altura, y eso complicaba un poco las cosas.
En el aeropuerto esperábamos que el tiempo aclarara. Normalmente, estaría revisando mi equipo, pero no lo hice porque llovía a cántaros y pensé que el espectáculo se cancelaría. Sin embargo, a las 6 de la tarde Mallette dijo: "Al diablo con todo, nos vamos". Así que de pronto tuvimos que correr hacia el avión.
El DC-3 se mecía como loco en el viento. Intentaba ajustarme el arnés del paracaídas, así como el aparato de echar humo. Acababa de ponerme los guantes y las anteojeras cuando llegó mi turno de saltar. Estábamos a 850 metros.
Tan pronto como salté, tiré de la cuerda del paracaídas de corte. Sentí la sacudida, señal de que se desplegaba, pero de pronto caí en un salto libre. Aunque la lona había salido, se detuvo… ondeaba sobre mí. Pensé, no importa, la voy a soltar, dejar caer y abrir el otro paracaídas principal.
Debido a que no me había ajustado correctamente el arnés, se había resbalado hacia arriba y los anillos para soltar el paracaídas, que debían estar sobre el pecho, estaban a la altura de mis hombros. No alcanzaba a verlos, porque las anteojeras se estaban empañando. Conseguí abrir uno, pero el otro estaba atorado. Supuse qué no se iba a soltar, así que jalé el paracaídas principal. Subió, se enredó con el de corte y no se extendió. Miré hacia arriba y vi una masa de cuerdas, como un pulpo enredado en sus propios tentáculos. Sabía que el paracaídas de reserva se enredaría en los otros dos. Yo estaba "cayendo con todo": expresión que usan los paracaidistas cuando quieren decir precipitándose a tierra con el paracaídas cerrado.
El autor con su equipo de paracaidista.
Había perdido el horizonte. La parte superior de los árboles y edificios se acercaba y parecía tragarme. Todo se puso borroso y me hundí en una profunda oscuridad.
Aterricé en el jardín de un médico. Después de unos minutos, recobré el conocimiento. Los oídos me zumbaban, no podía hablar y apenas respiraba. Cuando me pusieron en la camilla, oí mis huesos dando unos contra otros, sin embargo, no sufrí dolor.
Sentí la necesidad de dormir, pero pensé que si cerraba los ojos tal vez no despertaría más. Comenzó el dolor cuando ya estaba en la sala de urgencias, donde gritaba y maldecía. Me pusieron una inyección de morfina.
En un salto rutinario con paracaídas, la mejor manera de absorber el impacto es tocar la tierra de costado. Hay cinco puntos de contacto y todos los tenía fracturados, así que debo haberlo hecho bien.
Me había aplastado el talón izquierdo y dislocado el tobillo; tenía una fractura abierta de la tibia y cartílago desgarrado en la rodilla; tenía el fémur despedazado; el hueso de la cadera, el hueso pélvico y el coxis astillados; tres costillas rotas; la muñeca, el antebrazo y el brazo, quebrados, y me había dislocado el hombro. También tenía concusión. Durante casi cinco meses estuve acostado de espaldas en una cama de tracción.
Cuando dejé esa cama pesaba menos de 54 kilos (antes pesaba 75), incluyendo el yeso. Cuatro semanas después empezaron a quitarme los vendajes. Mis bíceps no eran más gruesos que un palo de escoba; No podía mover la muñeca y sólo tenía un par de grados de movimiento en el codo. No sabía cómo enfrentar todo esto. Al poco tiempo me había afectado el ego, la autoestima. Todo.
La primera vez que me sentaron en la silla de ruedas me desmayé, y la segunda no tuve equilibrio; simplemente me tambaleaba de un lado a otro. No había usado los músculos de mi espalda durante cinco meses y medio, y cuando me la doblaron sentí como si me hubieran clavado un cuchillo en ella. Me dolía tanto que no podía mantenerme sentado, pero estaba consciente que debía ejercitar mis músculos. Así me pasé inyectado con morfina otros dos meses, hasta que llegó el momento de intentar levantarme.
Me llevaron en la silla hasta las barras paralelas, luego me incorporaron y me mantuvieron allí. Me sostuve en pie durante diez segundos y me desmayé. Al día siguiente resistí un poco más. Pero me sentía realmente deprimido. Era demasiado verme luchar para dar sólo dos pasos.
Un año después de la caída, me habían quitado todo el vendaje, excepto el que tenía desde la rodilla hasta el tobillo izquierdo. Este último estaba débil después de una operación de trasplante de hueso, y no se soldaba. El médico dijo: "Rog, vamos a esperar un mes más. Si no empieza a soldar, tendremos que operar otra vez".
Durante algún tiempo había estado leyendo en la biblioteca médica sobre ortopedia. Me enteré que, para curarse, los huesos necesitan circulación y ejercicio. Pensé que tenía un mes para saber si eso funcionaría.
A un kilómetro y medio del hospital se encontraba un gimnasio del Ejército. Un amigo mío había dejado mi coche en el estacionamiento del recinto médico, así que una noche me escapé y conduje hasta el lugar. Usando un bastón logré caminar alrededor del gimnasio dos veces. Luego me subí a la máquina de presionar con las piernas. Podía'levantar 40 kilos con la pierna derecha y poco menos de uno con la izquierda.
Todas las noches, después que los médicos habían hecho su ronda, me escapaba rumbo al gimnasio. Sentía que progresaba. La sensación punzante que había tenido en el tobillo comenzaba a desaparecer, y ya podía levantar ocho kilos con la pierna izquierda.
Por fin llegó el día en que el médico tomaría la radiografía. Me sacó el yeso y extendió el tobillo; no cayó inerte como antes. No podía creerlo. Llamó a otro médico: "¡Oye, mira esto!"
En agosto de 1975 me dieron de alta del hospital y dos meses después de baja del Ejército. Camino a mi casa en Indiana, me detuve a ver a un gran amigo, Steve, quien había sido mi compañero en los Golden Knights. Me preguntó: "¿Vas a saltar mañana? De no saltar pronto te pasarás la vida sin saber si puedes subirte en ese maldito avión y hacerlo".
Yo había jurado no volver a subirme a un avión. Pero en ese momento decidí vencer el miedo y probar de nuevo.
A la mañana siguiente, mientras me ponía el equipo, empecé a sudar frío. Tenía miedo. El avión ascendió a los 900 metros y el sudor corría por mi cuerpo. Pero cuando se abrió la portezuela, el miedo desapareció y no tuve problema para saltar. Saludé con la mano a Steve mientras caía, e hice una pirueta hacia atrás. Me sentía bien. Cuando tiré del cordón de apertura del paracaídas me volvió un poco el miedo, pero este se abrió y al mirar hacia arriba y ver cómo se agitaba la .hermosa lona, grité: "¡Lo logré, maldición, lo logré!"
ESE OTOÑO me inscribí en el curso preparatorio de medicina en una universidad. Por la noche, comencé a dar largas caminatas a pesar de que cojeaba. En nochebuena leí un artículo sobre Bill Rodgers, el corredor de maratón, y decidí intentar correr el Maratón de Boston, sólo para finalizar. Pensé que me proporcionaría un objetivo.
No hay mucho más que contar. Compré un libro sobre carreras y empecé a emprender caminatas má4s largas. Luego una noche troté. Después de unos cientos de metros me sentía morir, pero continué con el ejercicio.
Me entrené durante más de dos años y el 17 de abril de 1978, día en que cumplía 25 años, participé en el Maratón de Boston. El 10 de junio del mismo año, realicé mi salto con paracaídas número 1.000. Ahora tengo la esperanza de escalar algún día una montaña del Himalaya.