¡QUIETOS! ¡TENGO UNA BOMBA!
Publicado en
octubre 11, 2009
En una mano tenía una pistola; en la otra, el detonador de una bomba. Y a sus rehenes se les terminaba el tiempo.
Por Michael Bowker.
LA BIBLIOTECARIA Gwen Page guió apresuradamente a un lector por el laberinto de libros de la planta alta de la Biblioteca Pública de Salt Lake City, Utah. Solía tomarse tiempo para platicar, pero aquel sábado de marzo de 1994 la mujer, de 40 años, quería presenciar la ceremonia que unos monjes tibetanos iban a celebrar en la sala principal, situada al lado. Entregó un libro al hombre y se retiró.
Pasó junto a la escalera mecánica que llevaba a la sala de exhibiciones. En medio de la sala principal había un mostrador de registro y, a mano derecha, una sala de conferencias. Se habían congregado unas 100 personas para la ceremonia.
Gwen, de 1.52 metros de estatura y menos de 50 kilos de peso, apenas alcanzaba a ver a los monjes. Decidió regresar a su oficina, pero no bien había dado media vuelta, se detuvo en seco sin dar crédito a lo que veía. Un hombre pelirrojo y delgado, con uniforme militar, se había trepado al mostrador de registro, a poco más de un metro de donde se encontraba ella. Con la mano derecha empuñaba una pistola.
—¡Quietos! ¡Tengo una bomba! —gritó, blandiendo el arma y señalando un maletín deportivo que llevaba al hombro—. Quiero rehenes. ¡Hagan exactamente lo que les digo o nos morimos todos!
La gente retrocedió, asustada, en busca de algún sitio donde esconderse. A Gwen le dio un vuelco el corazón cuando alzó los ojos y vio que el pistolero la miraba fijamente. Aunque tenía una perilla rala, su rostro era juvenil. ¡No es más que un niño!, pensó la bibliotecaria. Pero los ojos del individuo irradiaban una exaltación escalofriante.
—Usted —dijo, viendo el gafete de identificación de Gwen—, abra esa puerta.
Señaló la sala de conferencias con la pistola, que llevaba atada a la muñeca con una correa.
—Ahí voy a meter a mis rehenes.
Haciendo acopio de valor, Gwen recorrió los 12 metros que la separaban de la puerta y la abrió. Mientras tanto, el pistolero se encaró a los demás y les ordenó pasarle a uno de los monjes tibetanos un sobre sellado que contenía sus demandas. Quería enviarlo a un periódico de la ciudad. Como el monje no hablaba inglés, un hombre que estaba cerca de él, llamado Cari Robinson, tomó la carta y dijo que la entregaría.
Gwen había quedado a considerable distancia del pistolero. Si se dirigía a la escalera, quedaría oculta tras una fila de estantes. Pero no puedo escapar así, se dijo. El tipo podría enfurecerse y herir a los demás.
Sin dejar de apuntar con la pistola, el sujeto metió a los rehenes (cuatro hombres y cinco mujeres, entre ellas Gwen) en la sala de conferencias, que medía 7.5 por 18 metros.
—Muevan aquella mesa hasta aquí —ordenó.
Los rehenes arrimaron una gran mesa de roble a la pared, en sentido perpendicular, entre dos ventanas que iban de piso a techo.
El pistolero sacó un artefacto del maletín y lo puso sobre la mesa. Era una lata de forma rectangular, de la cual salían unos cables conectados por el otro extremo a unas tenacillas de rizar que el malhechor tenía en la mano izquierda.
—¡Dios mío! —dijo Gwen en voz baja—. !Es cierto que tiene una bomba!
—Pongan sillas alrededor de la mesa, pero siéntense de espaldas a ella —agregó el hombre, tomando asiento en la cabecera—. Así no verán estallar la bomba.
Gwen y los demás rehenes acababan de sentarse cuando un hombre vestido con chaqueta ligera y pantalones de mezclilla cruzó la puerta con expresión de desconcierto. La bibliotecaria contuvo la respiración mientras el sobresaltado pistolero daba media vuelta y encañonaba al recién llegado, quien levantó las manos en actitud sumisa.
—No sé qué está pasando, pero me asusta usted con esa pistola.
El maleante entrecerró los ojos.
—¡Aquí mando yo! —dijo, sin dejar de apuntar al nuevo rehén—. Ahora siéntese y cierre la boca. ¿Quién es usted?
—Lloyd Prescott.
—Muy bien, señor Prescott: si la policía entra aquí, usted será el primero al que yo le dispare.
Gwen rezó en silencio para que el nuevo rehén no perdiera la calma. Ignoraba que Lloyd Prescott estaba precisamente donde tenía planeado estar.
DE 45 AÑOS DE EDAD, el teniente Lloyd Prescott era agente veterano de la comisaría de policía del condado de Salt Lake. Sin embargo, vestido de civil y fingiéndose asustado, estaba lejos de parecer un policía experto. Los sábados solía ir de pesca o de excursión con sus dos hijos, pero esa mañana se había dedicado a poner al día su trabajo de oficina en la comisaría, situada a media cuadra de la biblioteca.
Poco antes de las 10 de la mañana oyó a alguien gritar en la antesala de la desierta comisaría:
—¡Hay un hombre armado en la biblioteca! ¡Está tomando rehenes!
Con su pistola semiautomática en la funda que portaba en la cadera derecha, Prescott se dirigió con rapidez a la biblioteca.
En la planta baja se abrió paso entre gente asustada que salía en tropel del edificio. Cuando llegó a la planta alta, Robinson se le acercó corriendo y agitando las manos.
—¡Salga de aquí! —le gritó—. Un tipo ha tomado rehenes. ¡Tiene una pistola y una bomba!
—Está bien —repuso Prescott quedamente, mostrándole su placa—. Soy policía. ¿Dónde está?
—Allí, en la sala de conferencias —contestó Robinson, señalando la puerta.
Prescott caminó de prisa hacia la sala. No puedo entrar disparando, pensó. La bomba podría estallar. Solamente puedo ayudar a los rehenes desde dentro, haciéndome pasar por rehén.
CUANDO Prescott se sentó, algunos rehenes le preguntaron al pistolero qué quería.
—Aquí tienen copias de mis demandas —respondió, entregándole a Gwen un rimero de fotocopias para que las repartiera.
Al revisar su copia del manuscrito de diez páginas, la bibliotecaria comprendió que eran elucubraciones de una mente perturbada, ofuscada por la indignación:
Para: el Jefe de Policía
De: Clifford Lynn Draper, Captor de Rehenes
...La falta de sueño puede obligarme a matar a los rehenes y detonar la bomba si mis demandas no se cumplen antes de 72 horas:
En su mayor parte, la carta despotricaba contra la policía y las minorías, entre ellas la de los homosexuales. "También estoy luchando por mi moral, mis creencias, mi raza y mi herencia", concluía. "Viviré libre o moriré".
Gwen alzó los ojos de la carta y se encontró con que Draper le estaba apuntando a la cabeza.
—Señora bibliotecaria —le dijo en el tono exageradamente cortés que usaba al dirigirse a ella—: asómese por la ventana y dígame si el escuadrón especial de la policía ya está en la sala de afuera.
Gwen fue a una de las ventanas, separó las persianas y miró al exterior. Vio la cabeza de un agente uniformado y la silueta de otro junto a la escalera mecánica.
Mejor le digo la verdad, pensó. Podría dispararle a alguien si se da cuenta de que miento.
—Ahí están —dijo.
—¡Lo sabía! —bramó Draper—. ¡Más vale que se larguen esos malditos incompetentes, o haré que todos volemos en pedazos!
Gwen contuvo el aliento hasta que Draper se apaciguó. Mirando a su alrededor, advirtió que los demás rehenes tenían el semblante tenso, pero sereno.
Draper le pidió a uno de ellos que sacara un radio pequeño del maletín y sintonizara una estación de rock and roll. Durante la media hora siguiente habló poco, contento de escuchar la música. Pero hacia las 11 de la mañana, una hora después de iniciado el drama, comenzó a impacientarse otra vez.
—¡Usted! ¡Mire por las persianas y dígame si los policías siguen ahí! —le ordenó a Gwen.
Ella estaba resuelta a no provocarlo. De niña había sido la alumna de menor estatura en una inhóspita escuela rural, donde no demostrar miedo la había ayudado a compensar su corta talla.
Caminó con calma hasta la ventana y separó las persianas. Sólo alcanzó a ver el reflejo de un policía con casco en el bruñido revestimiento metálico de la escalera mecánica. No le quedó la menor duda de que el escuadrón especial había llegado. Pero, ¿qué debo decirle a Draper?, se preguntó. La vez pasada se enfureció cuando le dije que había policías afuera.
La bibliotecaria se volvió hacia el maleante, que estaba apuntándole con la pistola.
—No veo a nadie —dijo, sintiendo fuertes palpitaciones.
Draper le dirigió una mirada escrutadora y luego le hizo una seña con la pistola para que volviera a su asiento.
—¡Bien! —dijo sonriendo—. Así está mejor.
Gwen se sentó, aliviada de que el truco hubiera dado resultado.
MIENTRAS Gwen distraía a Draper, Prescott miró por encima del hombro hacia la bomba, y se le altero el semblante. El pistolero había ideado un detonador que funcionaría aun en caso de que lo mataran, haciendo pasar unos cables sin aislamiento desde la lata hasta dos puntos de contacto en las tenacillas de rizar: uno en la lengüeta y otro en la barra calorífica. Al oprimir el mango de resorte de las tenacillas, esos puntos se mantenían separados. Pero si Draper suelta el mango, advirtió Prescott, los puntos de contacto se tocarán y harán estallar la bomba.
El artefacto era evidentemente de manufactura casera, pues los cables estaban sujetos con cinta adhesiva y ligas de hule. Pegadas al exterior de la lata había muchas bolas de plomo destinadas a hacerse añicos con la explosión y salir despedidas como metralla. Prescott sabía que esto podía resultar mortal.
Draper lo sorprendió observando la bomba.
—¡Quizá nadie salga de aquí con vida! —dijo, enfurecido.
EN SU PUESTO de mando, cerca de allí, el comisario del condado de Salt Lake, Aaron, Kennard, habló con varias personas que habían escapado de la biblioteca. Cari Robinson identificó a Prescott con ayuda de unas fotografías, y Kennard se enteró así de que su primer teniente estaba entre los rehenes. No sabía si iba armado, ni si Draper estaba al tanto de que era agente de la ley.
Lo que más le preocupaba era el odio irracional que Draper había expresado hacia la policía. Matará a Prescott en el acto si descubre que es agente, pensó. Pero el comisario no podía hacer gran cosa mientras Draper tuviera la bomba.
—No podemos irrumpir en la sala porque seguramente el tipo haría volar todo en pedazos —le comentó, frustrado, a un colaborador—. Sólo nos queda la esperanza de que la bomba sea falsa.
A la policía le vino bien que el criminal hubiera revelado su nombre en la carta. En cuestión de minutos, el dato se procesó en las computadoras de la corporación y se averiguó que Draper se alojaba en un hotel de la ciudad. Cuando los agentes registraron su cuarto, encontraron materiales para fabricar bombas y literatura sobre explosivos.
—No hay duda entonces —le dijo Kennard a su equipo—: la bomba es auténtica.
EN LA SALA donde retenía a los rehenes, Draper frunció el entrecejo. Los cables de la bomba se estaban desprendiendo de las tenacillas.
—Tome cinta adhesiva de mi maletín y córtela en tiras —le dijo a Michael Greer—. Puede usar este cuchillo si lo necesita.
Cuando el rehén hubo terminado, Draper se puso a pegar los cables sueltos.
Mientras el malhechor estaba ocupado, Prescott se llevó la mano a la pistola. ¿Debo sorprenderlo ahora?, se preguntó. ¿Se me presentará otra oportunidad? Estaba a punto de sacar el arma, pero retiró la mano al ver que Draper alzaba los ojos. Todavía es demasiado arriesgado.
Escudriñó los rostros de quienes se hallaban en la sala. Hasta ese momento, todos habían conservado la calma. Gwen se mostraba tranquila y dueña de sí misma. Prescott sintió una gran admiración por la menuda bibliotecaria. Sospechaba que había engañado a Draper acerca del escuadrón especial, que sin duda ya habría tomado posiciones en la sala principal. Se necesitan agallas para eso, se dijo. Sobre todo si lo están amenazando a uno con una pistola.
DRAPER pasó la siguiente hora escuchando radio y amenazando a los rehenes. Rehusó negociar con la policía. Antes bien, hizo que Greer lo comunicara con la estación de radio por el teléfono inalámbrico de la sala de conferencias, y se quejó de que no habían satisfecho sus demandas.
—Es una guerra, ¿no lo entienden? —gritó—. Los policías están colmando mi paciencia. ¡Se acerca la hora de echar suertes para ejecutar a alguien y lograr resultados!
Le ordenó a Greer que cortara la comunicación, y luego encañonó a Gwen.
—Señora bibliotecaria, tome el cuchillo y corte un trozo de cuerda por cada rehén —dijo con voz grave y monótona—. Aquel al que le toque el trozo más corto será el primero en morir. Les voy a enseñar a esos policías que hablo en serio.
Prescott comprendió que el tiempo se había agotado. Al observar la bomba con más detenimiento, notó que la pólvora negra con que estaba hecha, aunque explosiva, no era muy potente. Calculó que, aun si la explosión era lo bastante fuerte para convertir las bolas de plomo en metralla, difícilmente se expandiría hacia abajo a través de la pesada mesa. Si les doy suficiente tiempo para que se metan bajo la mesa antes del estallido, podrán salvarse, pensó.
Para ello, tenía que esperar hasta el último momento y disparar. Eso probablemente significaba que se enfrentaría con una descarga de la pistola de Draper, con la metralla de la explosión, o con ambas cosas. Pero no tenía alternativa. Si vacilaba, aunque sólo fuera un segundo, podían morir todos los rehenes.
Al otro lado de la mesa, Gwen estaba de pie frente a Draper. Prescott deslizó lentamente la mano bajo el faldón de su camisa para tomar su pistola. Si la bibliotecaria lo distrajera un poco, se dijo.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Gwen se apartó en ese momento de Draper.
—¿Qué hace? —preguntó este.
—No encuentro el cuchillo —respondió ella pausadamente.
El pistolero frunció el entrecejo. Luego, recordando que tenía el cuchillo cerca de él, se volvió y se agachó para recogerlo.
Era el momento que Prescott estaba esperando. Sacó la pistola, se puso en pie de un salto .y gritó:
—¡Policía! ¡Al suelo todos!
A Gwen le pareció que desde ese momento todo ocurría en cámara lenta. Ella y los demás rehenes se echaron al suelo. Draper, aparentemente aturdido por el grito de Prescott, giró despacio en su silla y apuntó su pistola hacia el teniente. Llevando su valentía al extremo, Prescott esperó hasta ver de frente el cañón del arma de Draper. Seguro ya de que los rehenes estaban en el piso, le disparó cinco veces al malhechor, dejándolo malherido antes de que pudiera disparar un solo tiro.
Temiendo que estallara la bomba, Prescott les gritó a los rehenes para que salieran de la sala. Mientras estos huían por la puerta, el escuadrón especial irrumpió por las ventanas y aisló el recinto.
MÁS TARDE, el escuadrón antibombas determinó que la mezcla explosiva utilizada por Draper era demasiado activa para ser transportada a otra parte. La detonaron en la sala de conferencias, y la explosión abrió boquetes en el techo y en las paredes, pero no en la mesa. Prescott había tenido razón: la vida de los rehenes no había estado en peligro.
Pero, ¿por qué no estalló la bomba cuando Draper soltó el detonador, después del tiroteo?
—Cuando Draper volvió a pegar los cables a las tenacillas —le explicó Kennard a Prescott—, utilizó demasiada cinta adhesiva, de manera que cuando soltó el mango la cinta impidió el contacto entre la lengüeta y la barra calorífica. Esos milímetros de cinta te salvaron la vida.
La cercanía de ese roce con la muerte se puso de manifiesto en una ceremonia que se llevó a cabo en el ayuntamiento. Allí, mientras la alcalde Deedee Corradini hablaba del heroísmo extraordinario del teniente Lloyd Prescott y de Gwen Page, el público guardó un silencio sepulcral. A algunos se les arrasaron los ojos en lágrimas. Sólo cuando los dos homenajeados se levantaron para recibir sus condecoraciones, la multitud estalló en ruidosos vítores.