FUI ESCLAVO DE LA BOTELLA
Publicado en
octubre 11, 2009
Siempre había creído que podía dejar de beber sin ayuda, hasta que toqué fondo.
Por Mickey Mantle, con la colaboración de Jill Lleber.
CUANDO ME INCORPORÉ al equipo de los Yanquis de Nueva York, en 1951, a los 19 años de edad, casi nunca había bebido. Mi padre me tenía prohibido embriagarme. Había depositado grandes esperanzas en mí; pensaba que tenía yo madera para llegar a ser el mejor beisbolista de todos los tiempos, e hizo cuanto pudo por ayudarme a hacer realidad su sueño.
Todas las noches, aunque llegaba cansado de su larga jornada en una mina de cinc de Oklahoma, me hacía practicar el bateo lanzándome la pelota en el patio trasero. Eso desde que cumplí cuatro años. Le gustaba mucho el béisbol, y jugaba los fines de semana. Cuando murió de la enfermedad de Hodgkin, al año siguiente de mi ingreso en los Yanquis, me sentí desolado. Fue entonces cuando comencé a beber. Supongo que el alcohol me ayudaba a escapar del dolor que su pérdida me causaba.
En las giras del equipo, después de los partidos, mis compañeros Billy Martin y Whitey Ford se iban de juerga conmigo. Los tres bebíamos a más y mejor. En ese tiempo yo podía dejar la botella mientras asistía a los entrenamientos de primavera, durante los cuales me ponía en forma. Pero al iniciarse otra temporada se reanudaban las borracheras. Tenía una enorme tolerancia al alcohol, y siempre me veía y me sentía perfectamente a la mañana siguiente de una francachela. Creo que nunca malogré un partido por estar ebrio o con resaca. Probablemente haya perjudicado al equipo una o dos veces, pero si no me sentía bien, pedía que me sacaran del juego a tiempo. Casey Stengel, el manager de los Yanquis, llegó a ser como un padre para mí. A veces me llamaba para decirme: "Mira, sé que en este equipo no está prohibido divertirse, pero te estás excediendo un poco. Y eso no te ayuda en nada". A él no podía engañarlo.
Para Billy y para mí, beber era una competencia; se trataba de ver cuál de los dos podía más. Una noche, en Detroit, regresamos al hotel con un buen número de copas encima, y él me propuso:
—¿Por qué no trepamos a la cornisa para ver lo que está pasando en las otras habitaciones?
A mí me dan miedo las alturas, pero cuando él salió por la ventana lo seguí. Estábamos en el piso 22. Nuestra proeza duró poco, porque todas las luces estaban apagadas. Pero la cornisa era tan angosta que no podíamos volvernos; para regresar a nuestro cuarto tuvimos que rodear todo el edificio a gatas.
Aunque entonces no me daba cuenta de que me estaba destruyendo, ahora reconozco que el alcohol perjudicó mi vida profesional. En mis tiempos de novato Casey había pronosticado: "Este muchacho va a ser mejor que Joe DiMaggio y Babe Ruth". Pero no fue así.
Me retiré en la primavera de 1969, a la edad de 37 años. Todo el mundo cree que fueron las lesiones lo que acortó mi carrera, pero lo cierto es que, después de una operación de rodilla, me iba a beber en vez de someterme al programa de rehabilitación. Dios me bendijo con un cuerpo magnífico para el deporte, y no supe cuidarlo.
Después de retirarme, mi apego a la bebida empeoró. Pasé por una profunda depresión. Dondequiera que iba, la gente quería oír las viejas anécdotas de Billy, Whitey y nuestra época de parrandas. Era parte de la leyenda de Mickey Mande. Y a veces me invitaban los tragos. Mickey Mande quizá ya no podía sacar la pelota del campo de un batazo, pero seguía bebiendo más que cualquiera.
Siempre me enorgullecí de que se pudiera contar conmigo en el terreno de las relaciones públicas y de las presentaciones personales. Pero cuando no tenía compromisos me hundía en la bebida. Me creía muy gracioso, pero todos terminaban por detestar mi compañía. Era alborotador y grosero. Aunque generalmente daba mi autógrafo con gusto, si me lo pedían cuando había bebido de más, me enfurecía.
Casi todo lo que hacía y decía estando ebrio se me olvidaba al día siguiente. No sabía a dónde había ido, qué había comido ni con quién había estado. No recordaba el día, ni el mes, ni la ciudad en que me encontraba. Si alguien me preguntaba qué estilo de lanzamiento me había gustado más en mis años de bateador, tampoco lo recordaba.
Tuve mi primer ataque de ansiedad en abril de 1987. Había pasado dos semanas en Florida, bebiendo con unos amigos. Durante el vuelo de regreso a casa, en Dallas, me pareció que estaba sufriendo un infarto. Toqué a la sobrecargo en un hombro y le pregunté:
—¿Hay algún médico en el avión?
Ella me miró a la cara y exclamó: —¡Ay, Dios mío!
Cuando aterrizamos, unos paramédicos me bajaron del avión en camilla.
Lo que al fin me hizo afrontar mi alcoholismo fue un vergonzoso incidente durante un partido de golf de beneficencia. Comencé a beber por la mañana, y para la hora de la cena estaba tan ebrio que no me acordaba del nombre de cierto clérigo, al cual llamé "ese maldito cura".
Al día siguiente, cuando me enteré de lo que había dicho, quedé horrorizado. No podía creer que me hubiera mostrado tan irrespetuoso. Fue entonces cuando pensé por primera vez en acudir al Centro Betty Ford, clínica dedicada al tratamiento de alcohólicos y toxicómanos. Pero aún tenía reservas. Me preocupaba que los aficionados recordaran a Mickey Mantle como a un borracho, y no como al hombre que había ganado en tres ocasiones el título de Jugador Más Valioso de la Liga Americana, que había participado en 12 Series Mundiales y al que en 1974 habían admitido en el Salón de la Fama del Béisbol. Soy hombre de pocas palabras, y no quería llorar frente a un grupo de desconocidos. Mickey Mande no debía llorar.
Mi médico me envió entonces a que me practicaran un sondeo del hígado por resonancia magnética. Pasé una hora y cuarto acostado en el interior de un tubo. ¿Qué estoy haciendo aquí?, me dije. Debo de estar realmente grave. Fue muy duro pensar en mi pésima condición física, en cuánto daño me había causado al abusar del alcohol durante 42 años, y en todas las personas a las que yo había decepcionado.
Siempre había creído que podía dejar de beber sin ayuda, pero invariablemente volvía a embriagarme. Acostado en aquel tubo toqué fondo. Cuando el médico recibió los resultados del sondeo, me llamó a su consultorio y me advirtió:
—Mickey, el próximo trago que tomes puede ser el último.
Me di cuenta de que me estaba matando, y pedí ayuda.
EN EL CENTRO BETTY FORD, donde yo no era Mickey Mande sino el hombre del cuarto 202, tardé algún tiempo en poder hablar sin romper en llanto.
El programa del centro se basa en los 12 pasos de Alcohólicos Anónimos. El primero consiste en contarle al grupo la propia historia: lo que hacía uno cuando estaba ebrio, lo que experimentaba al beber y lo que le molestaba posteriormente. Les hablé de la ocasión en que estuve a punto de matar a mi esposa, Merlyn, al estrellar el coche contra un poste telefónico y hacerla golpearse la cabeza con el parabrisas. Como yo había estado bebiendo, ella quiso conducir, pero no se lo permití.
Siempre que intentaba hablar de mi familia se me cortaba el aliento. Mis cuatro hijos bebían en exceso por mi culpa. Mientras fueron pequeños, yo nunca tuve tiempo para jugar con ellos a la pelota en el patio trasero. Pero cuando tuvieron edad suficiente para beber, los hice mis compañeros de parranda.
Ellos jamás me lo han echado en cara, y no hace falta: yo mismo me culpo. Mi hijo Danny se internó en el Centro Betty Ford, al igual que David. Yo lo ignoraba. Pero si no era capaz de reconocer mi propio problema, ¿cómo iba a saber que ellos habían llegado a ese extremo? En cuanto a mi hijo Mickey, si hubiera tenido un padre como el mío, habría podido ser un beisbolista de las Ligas Mayores.
Mi otro vastago, Billy, se volvió adicto a las drogas después de recibir tratamiento para la enfermedad de Hodgkin, y se pasaba la vida en terapias para el alcoholismo y la drogadicción. Murió de un infarto a los 36 años de edad, apenas dos días después de que su madre lo había internado en otro centro de rehabilitación. Comunicarle a Merlyn la muerte de Billy fue lo más duro que me ha tocado hacer en la vida. Si hubiera yo acudido antes al Centro Betty Ford en vez de seguir bebiendo, quizá habría podido ayudar a mi hijo.
Creo que una de las razones por las que me entregué al alcohol fue la depresión que me producía no haber hecho realidad los sueños de mi padre. Como parte de la terapia, tuve que escribirle una carta. En ella le confesé que me habría gustado que hubiera vivido para acompañarme en mi vida profesional. Le dije que tenía cuatro hijos, y que lo quería. Habría sido mejor decírselo mucho antes.
La terapia del Centro Betty Ford va a cambiar mi manera de relacionarme con mis hijos en lo sucesivo. Allí le enseñan a uno a volver a casa y abrazar a sus vástagos, sea cual sea su edad. Estoy muy orgulloso de mis muchachos, pues a pesar de mis fallas, Merlyn les inculcó cualidades admirables. Voy a pasar más tiempo con ellos, para decirles y demostrarles que los quiero.
Y también quiero ayudar a los demás. Estoy constituyendo la Fundación Mickey Mande en memoria de mi hijo Billy, y le he dicho a Joe Garagiola, presidente del Grupo de Asistencia a Beisbolistas, que voy a colaborar con él para ayudar a ex jugadores en dificultades.
En otro tiempo se decía que era yo un ejemplo para la juventud. En las exhibiciones de estampas de beisbolistas, siempre estaba yo rodeado de muchachos que, con lágrimas en los ojos, exclamaban: "¡Mickey Mande, he esperado toda mi vida para conocerlo!"
Tal vez ahora pueda ser un auténtico ejemplo, porque reconocí que tenía un problema, me sometí a tratamiento y logré superarlo. Tal vez ahora pueda ayudar a más personas que cuando era un beisbolista famoso.
CONDENSADO DE "SPORTS ILLUSTRATED" (18-IV-1994). © 1994 POR TIME INC., DE NUEVA YORK. FOTO: © MICHAEL O'NEILL/OUTLINE. (INSERTO) NATIONAL BASEBALL LIBRARY.