LAS FABULOSAS ARMADURAS DE ENRIQUE VIII
Publicado en
octubre 02, 2009
Armadura hecha a la medida de Enrique VIII cuando tenía 29 años, en 1520. Fue diseñada para combate a pie. Foto: Anthony Howart / Susan Griggs Agency. Foto de fondo: Stewart Galloway / Susan Griggs Agency.
Por Peter Browne.
Cuando los jóvenes estudiantes que iban delante de mí dieron la última vuelta en la pétrea escalera de caracol de la Torre Blanca, su charla cesó bruscamente. Los alcancé y me di cuenta de que estaban contemplando, pasmados, a Enrique VIII. Más arriba de donde nos encontrábamos se erguía su soberbia armadura de acero resplandeciente, réplica exacta del físico de aquel joven y atlético soberano (1.87 metros de estatura) para quien fue hecha alrededor de 1520. Parecía tan llena de vida, que me sorprendí a mí mismo tratando de atisbar el destello de unos ojos entre las ranuras de la visera.
Más de 400 años después de su muerte, Enrique Tudor domina aún con su arrogante presencia las Armerías de la Torre Blanca, donde los tesoros de su arsenal personal constituyen el meollo de la colección de armas y armaduras históricas más rica del mundo.
La Torre Blanca, cuya construcción inició Guillermo el Conquistador hacia 1078, y que se yergue en el corazón de la Torre de Londres, sirvió varios siglos de palacio real, y al mismo tiempo como armería nacional. Actualmente el museo más antiguo de Inglaterra, ha sido una atracción turística por lo menos desde 1598, año en que un visitante alemán escribió que ocho hombres se encargaban de conservar las armaduras perfectamente bruñidas.
Entre los muros de la Torre Blanca, de 4.5 metros de espesor, podemos seguir la historia de las armas a partir de la Edad Media. Ahí se guardan desde enormes espadas que se blandían con ambas manos, hasta la más antigua ametralladora, construida, cosa sorprendente, en 1718; también un cañón que pesa tres toneladas, y rifles deportivos ricamente adornados, por dar algunos ejemplos.
Nick Norman, maestre de las Armerías, con el espléndido arnés confeccionado para el conde de Pembroke aproximadamente en 1550. Foto: Ian Yeomans.
Se sabe que muchas de las 30,000 piezas del museo fueron propiedad de Enrique VIII, por el copioso inventario de sus pertenencias que se hizo a su muerte, ocurrida en 1547.
Hay picas y yelmos de su guardia personal, así como brutales mazas guarnecidas de clavos (llamadas entonces "hisopos de agua bendita"), y arcos de madera de tejo, de 1.8 metros, que requerían, para tensar sus cuerdas, de un tirón de 45 kilos fuerza. Estas piezas fueron rescatadas en Portsmouth del naufragio del Mary Rose, el soberbio navío de guerra que perteneciera al soberano inglés. Pero el museo se ufana sobre todo de sus magníficas armaduras, o arneses, "esculturas de acero", como las llama con entusiasmo Nick Norman, maestre de las Armerías, o sea, el hombre que ocupa un cargo considerado en tiempos de Enrique VIII entre los más importantes del reino.
Por los días en que Enrique ascendió al trono, el arte de la armería estaba en pleno apogeo en Europa, y los ingleses acaudalados solían importar espléndidos arneses de Flandes, Italia y Alemania. Quizá motivado por el suntuoso equipo que recibió como regalo de Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique atrajo a su reino en 1515 a importantes artesanos de Alemania y los Países Bajos. Dispuso que se establecieran en un taller en Greenwich, y ahí fabricaran armaduras para él y para aquellos de sus favoritos a los que él concediera tal privilegio. La elaboración de un arnés representaba un desafío a la imaginación. Los reales armeros unían hasta 200 piezas diferentes de acero, que forjaban de tamaño y espesor variados sobre un yunque, para con ellas componer una armadura completa; esta incluía, entre otras partes, la coraza para cubrir pecho y espalda, grebas que protegían espinillas y pantorrillas, avambrazos para los antebrazos, hombreras, escarpes para los pies.
El arte del armero exigía procurar la protección y la ligereza máximas. El arnés de combate pesaba sólo unos 22 kilos, mucho menos que el equipo que llevaban a la espalda las tropas inglesas en la campaña de las islas Malvinas, y quedaba tan bien distribuido sobre el cuerpo, que quien lo usaba no se sentía entorpecido. Arthur Davis, curador de las Armerías, comenta: "Quien se prueba una armadura del siglo XVI se da cuenta de que resulta muy cómoda, si bien el hombre actual es demasiado grueso de piernas y tobillos. En aquellos días el caballero cabalgaba tanto, que tenía piernas, más delgadas".
Foto izquierda: Forjada alrededor de 1515, la armadura de Enrique VIII para jinete y corcel ostenta grabados en toda su superficie, y está decorada con las letras H y K (por "Henry" y "Katherine" o Catalina de Aragón, la primera esposa del Rey), unidas en pares por los lazos del amor. Foto derecha: "Gran yelmo" de las postrimerías del siglo XIV. Pesa 2.5 kilos, y tiene aberturas de ventilación sólo a la derecha.
Los arneses resultaban extraordinariamente flexibles; el acero de que estaban hechos tenía la elasticidad suficiente para que una espada al golpearlo rebotara sobre su curvada y bruñida superficie; además, donde la libertad de movimiento era más necesaria, las piezas quedaban imbricadas como las escamas de la cola de una langosta. La armadura del Enrique VIII de 1520, diseñada para combatir a pie, está maravillosamente articulada en todas sus uniones; no queda en ella ningún punto sin protección. Cuenta Nick Norman: "Cuando las personas que fabricaron los trajes espaciales vieron esta armadura, comentaron que si hubieran venido antes habrían resuelto muchas dificultades de su trabajo".
Al contrario de lo que se cree generalmente, las armaduras no chacolotean; en realidad, producen un ruido discreto cuando sus piezas se deslizan una sobre otra. Tampoco es cierto que un caballero cubierto con armadura necesitara que lo levantara una grúa para colocarse sobre silla de montar. Existen relatos fidedignos que describen a Bayardo, legendario caballero francés, montando su corcel sin tocar los estribos.
Lo más molesto para el caballero que portaba bajo su armadura jubón, calzas y forro para el yelmo acolchados, era la falta de ventilación. Enrique VIII debe de haber tenido un vigor extraordinario, pues competía en torneos de verano metido en un arnés de acero y blandiendo un hacha de 2.4 metros de longitud y 3.6 kilos de peso, sujeta al guantelete de tal manera que no era posible arrebatársela con un golpe. Cuenta la historia que uno de los guardias de la Torre se llevó un buen susto cierta vez, ya entrada la noche, cuando pasó caminando cerca de la armadura y oyó que Enrique golpeaba con la manopla el cristal de la vitrina. Necesitó de todo su valor para mantenerse firme y comprobar que la causa no era más que un ligero movimiento de las tablas del piso.
En la época de Enrique VIII los torneos eran un deporte organizado, que practicaban incluso niños de apenas 12 años de edad, cubiertos con armaduras a su medida. El Rey, que se ejercitaba casi todos los días, solía desafiar a quien se presentase, y en las justas asestaba mandobles "tan fuertes que saltaban chispas de los arneses". A lomos de un corcel se gozaba en la lid, cuando dos caballeros, armados con lanzas hasta de seis metros de longitud, cabalgaban furiosamente uno hacia el otro, a los lados de una barrera, ambos resueltos a derribar al contrario de su montura o romperle la lanza.
Detalle del peto de la ornamentada armadura de torneo que perteneció a Robert Dudley, conde de Leicester y favorito de la reina Isabel I. Las cuatro presillas de la izquierda servían para sujetar el ristre. Foto: Centro de Artes Visuales de Sainsbury, Universidad de East Anglia.
Cuando era ya un hombre de edad avanzada, según las normas de los Tudor, Enrique disfrutaba todavía al tomar parte en un torneo. Una armadura cincelada y cubierta de oro, que en el cuello ostenta la fecha 1540, es prueba de que a los 49 años aún combatía, a pesar de su obesidad. En aquel tiempo, Enrique necesitaba un peldaño adicional en el cabalgador para montar su caballo: su cintura medía 137 centímetros en contraste con los 86 de la armadura de su juventud. En el pecho y los costados del arnés dorado se adaptaron hábilmente algunas placas para hacer sitio a la real barriga.
Una hermosa armadura debía ser apropiada tanto para ostentarla como para brindar protección. Los armeros contaban con la colaboración de artistas famosos, quienes grababan en el acero elaborados diseños. Hans Holbein el Joven trabajaba para Enrique VIII, y Alberto Durero diseñó un suntuoso arnés de plata para el emperador Maximiliano I. "Durante el Renacimiento", comenta Nick Norman, "los príncipes deseaban que sus armaduras mostraran cuan acaudalados y poderosos eran, así como su interés en las artes".
Las armaduras opulentas eran el regalo más preciado que podían hacer Enrique VIII y sus sucesores. Durante las épocas de las reinas María e Isabel se fabricaban en los talleres de Greenwich para los cortesanos distinguidos, tales como Robert Dudley, conde de Leicester y favorito de Isabel. El arnés de este caballero, que se conserva en la Torre Blanca, aparece repujado con el oso y la clava de su divisa. Otros señores preferían adquirir sus armaduras en otros países. Entre ellos se encontraba el conde de Southampton, benefactor de Shakespeare, cuyo elegantísimo arnés de procedencia francesa, el único de su clase en Inglaterra, estaba adornado en toda su superficie con hojas de laurel y serpientes entrelazadas, y data de 1598, según se cree. Fue adquirido a principios de 1984 al precio más alto jamás pagado por las Armerías, gracias a un fondo de 367,000 libras esterlinas reunido en una colecta para evitar que fuera exportado a Estados Unidos.
La creciente eficacia de las armas de fuego dio lugar, en el último decenio del siglo XVI, a la decadencia del caballero con armadura en el campo de batalla, y el arnés completo se convirtió en símbolo de prestigio. Los armeros de Greenwich sobrevivieron otros 50 años, produciendo principalmente armaduras ligeras para la infantería y la caballería, a cuyos elementos procuraban dar libertad de movimiento para defenderse de los mosquetes, y portaban en el combate, cuando mucho, un peto y una celada abierta. Pero la armadura iba pasando dé moda con rapidez, y en tiempos de la Guerra Civil de 1642 ya los talleres habían cerrado.
El curador Ted Smith restaura en quijote. Además de conservar la colección en buenas condiciones, los artífices de las Armerías están confeccionando un nuevo arnés para mostrarlo a los jóvenes visitantes. Foto: Ian Yeomans.
El arte de los armeros de Greenwich sobrevive en sus admirables arneses de acero. Los dos millones de visitantes que acuden anualmente de todo el mundo a las Armerías para maravillarse ante ellos, concuerdan con la opinión de Nick Norman: "Las armaduras del siglo XVI se cuentan entre los objetos más hermosos que haya producido el hombre".