Publicado en
octubre 25, 2009
El gigantesco animal empeoraba rápidamente sin poder comer ni beber. Algo había que hace para remediar la situación.
Por David Taylor.
YA DESDE ESCOLAR, cuando vagaba por los campos del condado inglés de Lancashire, me absorbían todos los seres que volaban, nadaban o se arrastraban por el suelo. Nunca se acababan las criaturas en apuros. Hasta las tareas de la escuela se me olvidaban por tratar de curar a una oveja enferma con preparados de hierbas que hacía con las medicinas del botiquín familiar, o por poner un parche al caparazón de una tortuga con el caucho para los neumáticos de mi bicicleta. Sin embargo, con el correr de los años, me fui orientando más a las especies exóticas, a los animales silvestres y en ocasiones raros.
Hoy, como médico veterinario, me especializo en esos animales, sobre todo de circos y parques zoológicos. La anécdota a que voy a referirme comenzó con una llamada de un circo de Great Yarmouth, ciudad veraniega de la ventosa costa oriental de Inglaterra. El animal enfermo era una elefanta y se sospechaba que padecía glosopeda o fiebre aftosa. Nunca había visto un caso de esta enfermedad en un elefante vivo, aunque de oídas sabía que en algunos se supuso por la formación de grandes ulceraciones en la parte posterior de la mucosa bucal.
Llegué en mi automóvil al circo y me dirigí al lugar en que estaban los elefantes, donde hablaban un alemán de triste aspecto (era el domador), un agente de la policía y un hombre con impermeable de goma. Me presenté:
—Soy el Dr. Taylor. Vengo a examinar a la elefanta.
El hombre del impermeable me tendió la mano:
—Mi nombre es Tompkins, veterinario del Ministerio de Agricultura. Vine a informarme de este aviso de glosopeda.
—Yo soy Herr Hopfer —dijo el alemán—. Por favor, doctor, venga. Gerda está muy enferma.
La elefanta, de pie, tenía un aspecto lastimoso sobre un gran charco de agua —o, mejor dicho, de saliva— que le salía poco a poco del labio inferior hasta el piso empedrado. Tenía que examinarle el interior de la boca lo más pronto posible, pero meter la mano sin más ni más entre las quijadas de un elefante es exponerse a perderla totalmente machacada.
—Herr Hopfer —pedí—, ordénele que abra la boca.
—Gerda, ¡auf, auf! —gritó.
La elefanta levantó despacio la trompa y Tompkins alumbró con su linterna la rosada boca de Gerda. No se veían aftas o úlceras.
—No creo que los elefantes sufran glosopeda —comentó Tompkins—, aunque voy a revisarle las patas, por si acaso.
Dio vuelta cuidadosamente a la elefanta para examinarle las uñas y las vio muy bien limadas y aceitadas. No había nada que recordara las ulceraciones de la glosopeda. Tompkins dirigía la luz de su linterna a la pata trasera izquierda, cuando Gerda sintió necesidad de orinar. El veterinario del Ministerio de Agricultura, imprudentemente, no llevaba puesto el sombrero impermeable del uniforme reglamentario de goma para investigar enfermedades como la fiebre aftosa, y recibió la cascada de líquido directamente sobre la cabeza.
—He oído decir que la orina es muy buena para el cutis —comentó muy serio el policía.
—Me voy —anunció Tompkins atropelladamente—. Aquí no hay síntomas de glosopeda y con esto termina lo que concierne al Ministerio —y se marchó chapoteando.
—Y ahora, Herr Hopfer —pedí—, cuénteme lo que ha pasado.
—Esta mañana la encontré derramando saliva en abundancia, como ahora. No come ni bebe. Quizá tiene algún diente malo.
El dolor de muelas era una posibilidad, en efecto. Pedí a Hopfer que hiciera a Gerda abrir la boca nuevamente y fui revisando con mi linterna cada diente, mientras con la otra mano abatía la bola resbalosa de la lengua. Palpé las glándulas de Gerda, exploré también el exterior del pescuezo, le tomé la temperatura y le extraje una muestra de sangre. Todo parecía normal. Sin embargo, le seguía saliendo a chorros la saliva.
Pedí al domador que me trajera unos plátanos y un balde de agua para ver por mí mismo la reacción del animal.
Cuando di a Gerda un plátano pelado, lo tomó con la trompa, se lo llevó a la boca y lo tragó rápidamente. Pero poco a poco empezó a escurrirle, ya hecho pulpa, por las comisuras de los labios. Le puse delante el balde de agua e inmediatamente llenó la trompa y la descargó dentro de la boca. Pero un momento después le salió a borbotones para derramarse en el piso.
—¿Qué dio de comer a los elefantes por última vez ayer, Herr Hopfer?
—Zanahorias y manzanas partidas en trozos.
Entonces no me cupo duda de que alguna de las manzanas había quedado sin partir y se le había atascado en el esófago: o bien donde este conducto entra en la cavidad torácica, donde pasa sobre el corazón o donde atraviesa el diafragma. Para el caso, era lo mismo, pues lo cierto es que Gerda estaba en gran aprieto.
Cuando le ocurre algo así al ganado vacuno, basta muchas veces dejar solo al animal un día completo para que pase naturalmente del esófago el cuerpo extraño. Y eso fue lo primero que hice, aunque con poca fe. Me alojé en un hotel de la población tras asegurarme de que la elefanta tuviera por lo menos toda el agua que quisiera para beber, con la esperanza de que algo le llegara al estómago.
Pero al día siguiente Gerda estaba much peor, con los ojos hundidos, débil y evidentemente deshidratada. ¿Cómo podría yo desplazar la manzana? Si la empujaba con algo, me exponía a perforarle el esófago. En la cirugía no era posible pensar, pues ninguna máquina podría mantener llenos de oxígeno los pulmones de una mole de seis toneladas mientras está abierta la caja torácica.
AL TERCER día Gerda tenía los ojos enrojecidos y el aliento fétido, y le seguía saliendo el río de saliva. Comencé a aplicarle un enema cada hora, tratando de introducir agua y glucosa lo más adentro posible del intestino grueso con un tubo de plástico y una vieja bomba del equipo contra incendios del circo. Era una labor lenta y sucia, y todo para que no le quedaran en el interior más de cuatro o cinco litros de agua.
El quinto día la elefanta empeoraba rápidamente. Me fui esa mañana a la playa a pensar y, después de sopesar muchas posibilidades, decidí anestesiar ligeramente a Gerda y meterle una sonda esofágica, esto es, un tubo flexible y hueco con una bola de latón en el extremo. O le salvaba la vida o la mataba.
Apliqué al animal una dosis masiva de acetilpromazina, que es un sedante fuerte, y a la media hora se echó en el piso salivando aún profusamente. Herr Hopfer agarró la mandíbula superior de la elefanta mientras un ayudante le abría la inferior y yo deslizaba la sonda esofágica, lubricada con aceite de hígado de bacalao, hasta la parte posterior de la faringe.
Entró por el esófago medio metro de sonda hasta que, de pronto, topó con la obstrucción. Marqué el tubo y lo saqué, de manera que, al medirlo por el exterior del cuerpo de Gerda, pude determinar que la manzana se había atascado en el punto del esófago que queda frente al gran corazón. Tenía que empujar hacia adentro el cuerpo extraño.
Volví a introducir la sonda hasta el lugar de donde no pasaba. Al empujar con fuerza podía ocurrir que el corazón del animal se parara, que se rompiera el esófago y la manzana se fuera a alojar en la cavidad torácica o, por fin, que consiguiera pasarla al estómago.
Apretando los dientes, aumenté uniformemente la presión sobre la sonda que, de pronto, avanzó sin más tropiezo. La resistencia había cedido. ¿Se habría movido la manzana hacia el estómago, o estaría suelta alrededor de los pulmones después de dejar tras de sí una desgarradura del esófago?
Saqué poco a poco la sonda hasta que el extremo brillante de latón salió de las fauces de Gerda. Estaba cubierta de baba transparente y restos de plátano, sin una gota de sangre.
Gerda siguió adormilada durante varias horas que nos parecieron inacabables hasta que desapareció el efecto del sedante, pero por fin, a las 9 de la noche de ese mismo día, se levantó vacilante.
Grité que trajeran un balde de infusión de hierba fresca y lo colocaran frente a Gerda, que sacudió débilmente la trompa. Tomé esta con las manos y la introduje en el balde de dorada infusión. La elefanta absorbió la mitad y llevó la trompa, lenta e insegura, hasta la boca para vaciar en ella el contenido. Noté que los músculos del esófago se contraían y pasaba por la garganta una ola de líquido. Había logrado tragar. Aguardamos inmóviles como estatuas hasta comprobar que no devolvía el líquido.
Pedí un plátano y Herr Hopfer corrió a traer un racimo. Sin pelarlo siquiera, le metí uno entre las mandíbulas y la elefanta lo tragó de golpe. Muy débil aún, Gerda alargó delicada pero decididamente la trompa para dar fin al racimo.
Esa noche estuve velando a Gerda para asegurarme de que no bebiera ni comiera mucho, y fuera reponiendo fuerzas poco a poco. Al despuntar el día estaba visiblemente más fuerte y entonces regresé a mi hotel.
"¡Vaya, vaya!" exclamó la camarera al ver en qué estado me desplomaba sobre la silla del comedor, dispuesto a desayunar. "Se nota que se ha divertido de lo lindo, ¡muchacho picarón! Ya sabía yo que lo iba a pasar muy bien en Great Yarmouth. ¡Su trabajo debe ser pura diversión!"
CONDENSADO DE "IS THERE A DOCTOR IN THE ZOO?" © 1978 POR DAVID TAYLOR