EL TESORO DEL ARRECIFE DE PLATA
Publicado en
octubre 02, 2009
Burt Webber no estaba animado en realidad por un afán de riqueza, aunque de hecho se enriquecería si sus esfuerzos llegaban al éxito. Lo que por encima de todo deseaba era satisfacer la ambición de su vida: hallar tesoros españoles en el mar Caribe. Había encauzado la razón misma de su existencia, los sacrificios de su esposa e hijos, todo, en una palabra, a la férrea disciplina de tan insólita vocación. Sin embargo, durante 17 años Webber tuvo que tragar un fracaso tras otro... hasta que su confianza en sí mismo tocó fondo.
Por Joseph Blank.
EN 1641, la nave insignia de la flota española en el Nuevo Mundo, que zarpó de Veracruz (México) con rumbo a la península ibérica, se partió al ser arrojada por una tormenta contra un arrecife a unos 130 kilómetros al norte de lo que es hoy la República Dominicana. El nombre del galeón era Nuestra Señora de la Limpia y Pura Concepción. Lo llamaban también simplemente "el Concepción". Ninguno de los tres manifiestos (uno a bordo del bajel y los otros dos trasportados por sendos navios de escolta) que describían con detalle el valioso cargamento del galeón, fueron hallados jamás. Sin embargo, se daba por seguro que el tesoro del Concepción era enorme. Los sobrevivientes del naufragio aseguraban que los compartimientos de carga de la nave no bastaron para contener todas aquellas riquezas.
Los españoles llevaron a cabo varios esfuerzos infructuosos de localizar los restos en el arrecife al que habían dado el nombre de Abrojos.
La mortífera masa de coral en la que se había hundido el barco tenía casi 65 kilómetros de longitud, y en algunos lugares más de uno y medio de ancho. Varias otras naciones y algunos bucaneros que infestaban el dominio español trataron también inútilmente de encontrarlo.
En 1687, 46 años después del naufragio, un joven agricultor de Nueva Inglaterra llamado William Phips y que se hizo carpintero de buque y capitán de la marina mercante en el puerto de Boston, obtuvo información acerca del sitio del hundimiento. Se desconocen el origen y las circunstancias en que recibió dicha información. En Inglaterra obtuvo el mando de una expedición real de salvamento patrocinada por el segundo duque de Albemarle. Con dos buques bien armados levó anclas con rumbo a las Antillas.
El capitán Phips atravesó el Atlántico a bordo del James and Mary y ancló en la bahía de Puerto Plata, en la costa norte de la República Dominicana. Dijo a las autoridades españolas que iba en misión comercial, y con ese pretexto envió a Francis Rogers —capitán del buque asistente Henry— y a un grupo de buzos nativos a buscar los restos del naufragio, mientras él permanecía en tierra para vigilar que nada interfiriera con su Verdadera misión.
Francis Rogers ancló el Henry frente al arrecife de coral y despachó un bote y una canoa en busca de los restos. Los buzos encontraron fragmentos del Concepción, el cual el capitán Rogers describió con algo de exageración: "el barco más rico que jamás haya zarpado de las Indias Occidentales". En su libro de bitácora, que ningún otro cazador de tesoros leyó hasta 1978, Rogers describía con lujo de detalles la posición del Concepción.
Rogers regresó a Puerto Plata para dar la jubilosa nueva a Phips. Ambos barcos pasaron 59 días en el sitio del naufragio y luego zarparon para Inglaterra con más de 29.000 kilos de monedas, barras y planchas de plata, más de 11 kilos de oro en lingotes y varios sacos con piedras preciosas. Phips fue recompensado con una parte del botín, un título de caballero y, con el tiempo, el gobierno de la colonia de la Bahía de Massachusetts. El arrecife Abrojos pasó a ser conocido como Arrecife de Plata.
Phips sabía que había recogido solamente una parte del tesoro del Concepción.
Aquella fue su última expedición. Pero la leyenda y el atractivo del Concepción nunca se perdieron y durante unos 300 años fueron señuelo de muchos cazadores de tesoros. En los últimos 40 años se organizaron casi una docena de expediciones para buscarlo; Jacques Cousteau encabezaba una de ellas. Todas fracasaron, hasta que un joven norteamericano se interesó en el asunto.
BURT WEBBER creció en una pequeña población de Pensilvania con demasiados problemas. A los dos años padeció eczema crónico con intensa comezón que no respondía al tratamiento; padecía también de un asma bronquial que a menudo lo dejaba casi sin aliento.
A pesar de esas dolencias disfrutaba de las actividades físicas. Cuando tenía seis años su hermana le enseñó a nadar en un arroyo y allí nació su amor por el agua. En los veranos su tío solía llevarlo a pescar en alta mar. "Lo que me fascinaba", recuerda, "no era la pesca o lo que podía ver. Me intrigaba saber qué había en el fondo del mar, qué secretos tenía ocultos".
A los diez años vio en una caja de cereal una oferta de "una escafandra para bucear en alta mar". Envió por correo el cupón y cuando recibió el inservible juguete de plástico no se sintió desanimado.
Lo usó horas y horas para explorar con la imaginación el lecho del océano, abrirse camino entre ilusorios cascos hundidos y descubrir fantásticas maravillas. Seis años después poseía un avío completo de buceo deportivo que había comprado pieza por pieza.
En la escuela de enseñanza secundaria leyó cuanto pudo acerca del arte del buceo y sobre restos de naufragios que todavía se ocultan en el fondo de los mares. "Quiero ser buceador", anunció a su padre. "Es lo único que me interesa". Hizo averiguaciones para ver si podía ingresar a la Marina de Estados Unidos, pero su asma no se lo permitió. Habló con su padre de ir a una escuela de buceo en Miami (Florida). No del todo entusiasmado, su padre le dio el dinero para un curso que duraría cuatro meses.
El adiestramiento fascinó al muchacho: "Bucear es para mí lo que escalar montañas debe de ser para otros. Nadie más que yo frente a la naturaleza. Lo que ocurra conmigo dependerá de mi juicio y conocimientos. En el fondo del mar o en la pared vertical de una montaña no queda lugar para el engaño. Uno tiene que saber quién es y hasta dónde llega su capacidad".
En la escuela y en las tiendas de artículos de buceo escuchó relatos acerca de los numerosos galeones españoles hundidos frente a la costa oriental de Florida.
Un fin de semana viajó a Cayo Plantación para visitar un museo lleno de artefactos rescatados del mar. La colección había sido reunida por Arthur McKee, veterano cazador de tesoros. Burt contempló maravillado los estoques, los machetes, las pistolas de percutor de yesca, las barras de plata, los doblones, las piezas de ocho y los crucifijos de oro. Imaginaba la emoción de explorar el fondo del mar y encontrar semejantes artefactos preciosos, de ser el primer hombre en tocarlos después de varios siglos. Tenía 18 años, y ese sueño pasó a ser la ambición que abrazaría absoluta e irrevocablemente. No era un sueño de fortuna repentina, sino de superación: usar sus recursos y su talento para hallar un filón precioso que ningún otro había sido capaz de encontrar.
EL ATRACTIVO DE LOS TESOROS
Webber se relacionó con el capitán McKee, quien le informó que proyectaba organizar otra expedición cuyo personal reclutaría poco después de la fecha en que el muchacho completara su curso de adiestramiento.
El objetivo del capitán era un galeón español hundido que los pescadores decían haber visto cerca del banco Pedro, unos 110 kilómetros al sudoeste de Jamaica.
"Con la ayuda de algunos isleños que conocían muy bien los arrecifes, localizamos los restos de una nave", recuerda Burt. "Era un mundo nuevo para mí. Trajimos a la superficie cañones, pistolas, mosquetes, jarros de cerámica y hojas de cuchillo cuyos mangos de madera se habían desintegrado, todo cubierto con una capa de coral. Encontramos un pequeño Cristo de plata que debió de pertenecer a un crucifijo de madera descompuesta por la acción del agua".
"Trabajé sin parar; pasé en el fondo más tiempo que cualquiera de los otros buzos y disfruté enormemente. Pero no encontramos ningún tesoro de oro".
El fracaso no desanimó a Webber, y por el contrario estimuló su entusiasmo. "Estaba tan entusiasmado que no podía hablar de otra cosa", recuerda Sandy, su novia de la escuela de segunda enseñanza y más tarde su esposa. "Estaba obsesionado. Y quien lo escuchaba no podía evitar el contagio de su entusiasmo".
Webber comenzó a dedicarse por su cuenta a la caza de tesoros. Estudió la historia naval, las cartas marítimas, los mapas y la documentación disponible acerca del período colonial español que empezó en 1492 y duró casi 300 años.
El Gobierno y los inversionistas particulares españoles enviaban regularmente al Nuevo Mundo tres flotas de 10 a 20 naves al año. Trasportaban soldados, armas, pólvora, caballos y otros abastecimientos. El retorno de las flotas a España tenía un solo propósito: traer de regreso los metales preciosos y las gemas del Nuevo Mundo.
Los españoles consideraban atinadamente que en el número estaba la seguridad. Ningún barco pirata se atrevería a atacar una flotilla española bien armada. Pero en ocasiones una nave quedaba separada del convoy y expuesta al ataque de los filibusteros.
Un peligró peor que el de los piratas, sin embargo, eran las tormentas que azotaban a las flotas entre las islas y arrecifes del Caribe y junto a la costa oriental de Florida. Ante el embate de semejantes vientos una nave por lo general zozobraba en aguas poco profundas y era destrozada por el impacto contra arrecifes o rocas.
Mucho se sabe acerca del contenido de esos barcos abatidos por tormentas, y de las circunstancias y lugares de sus naufragios. Los españoles eran investigadores meticulosos. En cada buque viajaba un maestro de platería encargado de preparar un manifiesto, que a veces requería centenares de páginas, de todos los objetos de valor que iban a bordo.
Después de cada naufragio varios representantes de la Corona y de los inversionistas privados interrogaban detalladamente a los sobrevivientes. Esos testimonios eran registrados en actas por escribas, predecesores de los actuales taquígrafos judiciales.
Todo cuanto Burt leyó acicateó su avidez por la caza. En 1962 participó en tres expediciones y buceó en otras dos en 1963. Siempre regresaron a puerto con las manos vacías.
Los fracasos lo persuadieron de que tenía mejores probabilidades de localizar tesoros si obraba por su cuenta. Con un préstamo de 6.000 dólares de un asociado de su padre, fletó en Miami un barco y contrató una pequeña tripulación. La confrontación de diferentes fuentes lo convenció de que hallaría los restos de un naufragio junto a un arrecife cercano a Cuba. Siguieron varias empresas, pero ninguna terminó con el descubrimiento del tesoro "soñado".
Sin desanimarse, Burt tuvo la oportunidad que anhelaba. A través de un conocido común se relacionó con el heredero de una fortuna comercial a quien fascinaba la idea de encontrar tesoros. El inversionista convino en comprar un barco y dotarlo con el mejor equipo de buceo disponible.
Durante casi un año se dedicó a buscar posibles sitios de naufragios en los arrecifes caribeños de Serrano, Serranilla y Pedro. Una noche la brújula giroscópica falló y el barco chocó contra un farallón frente a la costa cubana. La tripulación consiguió llegar con la nave averiada a Miami. Pero Burt no había logrado ningún resultado para compensar tanto el esfuerzo como el dinero invertido, y su capitalista quedó descorazonado.
Un año después un banquero neoyorquino pido a Burt su opinión acerca de la caza de tesoros como inversión de fondos. Su respuesta fue que era una especulación arriesgada. Nadie debería poner en juego dinero en semejantes empresas, a menos que pudiera darse el lujo de perderlo. Había tesoros que aguardaban ser hallados, pero el descubrimiento era enormemente difícil. Los barcos antiguos estaban hechos con madera, y, tras siglos de estar expuestos al mar, en la mayoría de los casos sus cascos y velas se han desintegrado hace mucho tiempo. Lo que ha quedado es el metal: plata, oro, cañones, balas, accesorios y los clavos de 20 y 25 centímetros que mantenían unidas las naves.
Incluso en el sitio mismo de un naufragio muy pocos de esos objetos podrían ser localizados a simple vista. Estarían sepultados en la arena y cubiertos de coral, que crece de ocho a diez centímetros por año. Podría haber pistas, como un cañón parcialmente visible, o piedras redondas distintas a las del lecho del mar, las cuales se usaban en los galeones como lastre.
Burt hizo notar que sería necio emprender la busca de un naufragio sin una minuciosa investigación en los archivos coloniales de España y sin contar con los instrumentos más avanzados de detección electrónica de metales adaptados para su uso submarino. Por supuesto, él tenía la mira puesta en un naufragio específico, quizá el padre de todos ellos, el del Atocha. Muchos buscadores profesionales de tesoros —o "rescatadores” se autodenominan— habían tratado en vano de localizarlo. Por lo menos dos de ellos habían efectuado ya investigaciones en España. Después de algunas conversaciones más sobre el proyecto, el banquero convino en financiar la empresa.
ABSOLUTA FRUSTRACIÓN
En noviembre de 1965 Burt viajó a España para efectuar investigaciones en los archivos coloniales de Sevilla y en el Museo Naval de Madrid. Contrató a una secretaria-intérprete y a dos investigadores profesionales para ayudarlo en la monumental tarea. Los datos que buscaba estaban sepultados en legajos de manuscritos, cada uno de los cuales constaba de 1.000 a 2.000 hojas. Ninguno tenía índice de contenido.
Durante tres meses Burt tomó fotocopias y catalogó centenares de documentos relacionados con la construcción, armamento, personal, tesoro y carga general del Atocha. Había mapas que indicaban el sitio donde el buque se hundió, pero no se podía confiar en los dibujos porque habían sido trazados sobre la base de suposiciones y observaciones al nivel del mar.
"La investigación de archivos requiere gente muy especializada", explica Burt, "porque los escribas de los tiempos del Atocha tenían su propia jerga burocrática, taquigrafía, abreviaturas y expresiones idiomáticas. Pero incluso esos peritos pueden pasar por alto referencias que podrían tener una gran importancia para mí por su escaso conocimiento de barcos de vela, navegación y geografía, y geología de los cayos. Además, muchas palabras y expresiones requerían interpretaciones, y un error conceptual podía alterar el curso de todo el esfuerzo".
Sobre la base de la información que había desentrañado, buscó una y otra vez durante varios años en la parte septentrional de los cayos de Florida. No halló nada de valor. Los esfuerzos de otros salvadores por localizar los restos del Atocha fueron igualmente inútiles.
La suerte sonrió entonces a uno de los competidores de Burt, Mel Fisher, en cuyo grupo figuraba Eugene Lyon, historiador especializado en España y América Latina que vivía en Florida. Lyon descubrió en los archivos de Sevilla un documento carcomido por los gusanos que precisaba la posición del Atocha a más de 160 kilómetros al sur del lugar explorado por Burt. Los investigadores del equipo lo habían pasado por alto. (Fisher comenzó a alzar el tesoro del Atocha en 1972, pero hasta la fecha ha encontrado sólo una pequeña fracción de las riquezas detalladas en el manifiesto de la nave.)
Aquello fue otro revés para Burt, y su padre se preguntó si la "pérdida" del Atocha mellaría su ambición. No sabía que todo cazador de tesoros que se precie de tal es un optimista congénito para quien el éxito de mañana basta para compensar cien fracasos. "Hay otros barcos. Ya encontraré uno", le dijo Webber.
Con el correr de los años había tenido frecuentes conversaciones con Jack Haskins, quien había aprendido por sí mismo a leer e interpretar antiguos documentos españoles y efectuado investigaciones históricas de docenas de naufragios en el Caribe. Es un hombre a quien fascina la caza de tesoros, pero que aborrece el "negocio" que implica: establecer una corporación, trabajar con abogados, conseguir fondos, negociar arrendamientos, comandar una tripulación. Si el proyecto parece muy grande, prefiere dedicarse a la investigación, decidir si hay o no probabilidades de localizar un naufragio a cambio de un porcentaje de los beneficios.
Después de la pérdida del Atocha, Burt y Jack intercambiaron datos sobre otros posibles objetivos. Haskins estaba bastante seguro de haber deducido el sitio donde había zozobrado el galeón Nuestra Señora de las Maravillas en el extremo norte del banco Pequeña Bahama en 1656. Desplegó una carta marítima y apoyó un dedo en la bifurcación de una horquilla formada por dos franjas de arrecifes de coral. "Pienso que está muy cerca de aquí", dijo.
Burt examinó detenidamente los documentos y diferentes cartas del banco. Estuvo de acuerdo con Haskins en que el naufragio se encontraba allí, y probablemente podría ser encontrado con un magnetómetro. Había adquirido gran destreza en el uso de ese instrumento electrónico con el que es posible explorar el campo magnético de la Tierra dentro de una cierta distancia limitada. Una pieza de hierro de regular tamaño, como por ejemplo un cañón, registrará mediante un chillido en los auriculares del magnetómetro o una línea curva en su tablero de lectura.
Sin embargo, lo aguardaba un nuevo fracaso. Otro salvador le había ganado de mano en localizar el naufragio. A esa altura el banquero neoyorquino tuvo que suspender la financiación de las actividades de Burt.
Webber regresó junto a su familia en Pensilvania. Había establecido como pauta entre una y otra expedición hallar un empleo en tierra firme para el sostén del hogar. En una ocasión pasó un año vendiendo automóviles en la agencia de su padre. Aunque nunca dejó de poner su empeño en el trabajo, su esposa Sandy podía ver que su alma estaba lejos del salón de exhibición de autos y lo alentaba para que volviese al mar.
Cuando retornaba a casa por unas pocas semanas no podía aceptar un empleo permanente, y la que salía a trabajar entonces era Sandy. Mientras él cuidaba de sus cuatro hijos y se mantenía en contacto para la siguiente expedición por teléfono y correspondencia, ella trabajó sucesivamente en hogares para ancianos, almacenes y una fábrica de zapatos.
Al trascurrir los años sin que Webber hubiese acumulado más que fracasos y frustraciones, algunos de los conocidos de Sandy la criticaron por soportar esa clase de vida. Su respuesta era: "Sé lo que hago y lo que hace mi esposo. No importa lo que piensen los demás. Lo que él hace es por nosotros, para su familia".
CAUTIVADO POR EL “CONCEPCIÓN”
La pérdida del Maravillas en 1972 dejó a Burt en un estado de depresión y angustia. Por un tiempo pensó que estaba predestinado a no encontrar jamás un tesoro. Durante once años había estudiado y aprendido. Se convirtió en un perito en el uso de instrumentos electrónicos submarinos. Todo lo cual no le había servido para nada.
Sandy comprendió que su esposo necesitaba apoyo y confianza. "No te preocupes", le dijo. "Saldremos adelante. Tú siempre aprendes algo más. Las cosas no te han favorecido hasta ahora, pero ya lo harán".
Si bien Burt desempeñó diversos trabajos para sostener a su familia, en ningún momento echó su sueño al olvido.
Continuó sus investigaciones en la Biblioteca del Congreso, en la capital estadounidense, y en los archivos de España. Obtuvo renombre como técnico por sus innovaciones en sistemas de exploración magnética y por haber diseñado receptáculos sumergibles especiales para magnetómetros.
Burt y Haskins se mantuvieron en contacto y gradualmente fueron cautivados por el galeón Concepción. Durante años Haskins había investigado acerca del barco en España, en el Museo Británico y en otros archivos de Inglaterra y de la Sociedad Histórica de Massachusetts. Había hallado el libro de bitácora del capitán William Phips, del cual extrajo una idea general del Arrecife de Plata, de 65 kilómetros de longitud, en donde convenía buscar.
Pero la bitácora del Henry, barco que acompañaba al de Phips, era muy probablemente la que guardaba el secreto del tesoro sumergido. No había pistas del paradero del libro, y Haskins conjeturó que quizá no existía. Pudo haber sido descartado inadvertidamente, destruido por un incendio o desintegrado en los bombardeos de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial.
A través de sus minuciosas investigaciones Webber y Haskins concluyeron que los restos del Concepción yacían en un determinado sector de 27 kilómetros del Arrecife de Plata.
Equipar debidamente una nave arrendada y completar una exploración prolija de ese sector llevaría de cinco a seis meses y requeriría una inversión de cuando menos 200.000 dólares.
Burt se puso en busca de capitalistas potenciales, con escaso éxito. Hasta que en junio de 1976 recibió una llamada telefónica de un amigo que le pidió fuera en avión a Chicago para conversar sobre el proyecto Concepción con un banquero de inversiones, de 36 años, llamado Warren Stearns.
En su primer encuentro los dos hombres hablaron durante horas. Volvieron a reunirse otras dos veces antes de llegar Stearns a una decisión. "Webber me dejó impresionado", recuerda el banquero. "Rebosaba integridad. No me ocultó nada, ya sea de sus fracasos o de sus conocimientos".
Mientras Stearns reunía el dinero Burt fue a la República Dominicana para negociar un contrato. El Gobierno de ese país recibiría el 50 por ciento de cualquier tesoro como impuesto a cambio de conceder al grupo de Webber una licencia exclusiva para explorar en el Arrecife de Plata y sus alrededores, proteger el sitio contra otros buscadores de tesoros y almacenar y cuidar los objetos que fuesen encontrados en la base naval de Santo Domingo.
La Operación Phips, como se bautizó a la empresa, estaba lista para ser puesta: en marcha.
En enero de 1977 Burt y su tripulación anclaron su barco junto al sector designado como su objetivo. Sabían que la busca no sería fácil. Por haber perdido sus anclas de hierro al tratar de alejarse de los arrecifes y dado que sus cañones eran de bronce, el Concepción presentaba un campo magnético muy débil. Para peor los ayudantes de Burt se encontraron bajo la superficie del agua con una bella pero peligrosa "selva" de coral: columnas que se alzaban 20 metros del lecho marino, astas de venado visibles sólo con la marea baja, y una serie de cuevas y estrechos desfiladeros. Semana tras semana trabajaron con el magnetómetro alrededor del coral. Los buzos exploraron el fondo visualmente y con detectores manuales de metal, abriéndose paso por entre el coral filoso como navaja. Hallaron un naufragio tras otro hasta totalizar trece, pero ninguno tenía valor recuperable.
Para junio Burt comprendió que era inútil continuar la busca. Las formaciones de coral le impedían emplear con eficacia el magnetómetro. "No se puede volar con un avión por debajo del nivel de las copas de los árboles en una selva de pinos", explicó. "Lo mismo ocurría con el magnetómetro y el coral. No podía operar el aparato lo suficientemente cerca del fondo. El tesoro estaba allí. Estaba seguro de que pasamos por encima de él. Pero no podíamos detectarlo".
Tanto Burt como varios de los buzos estaban enfermos por mordeduras de peces tóxicos y la grave infección de heridas causadas por el coral. El buzo maestro Bob Coffey había perdido más de 18 kilos de peso, su cabello comenzó a caer por mechones, y perdió casi la mayor parte del sentido del tacto en sus dedos.
Burt consideró la situación durante varias horas. Luego llamó por teléfono a Stearns para comunicarle que era inútil seguir buscando al Concepción bajo tales circunstancias. Stearns estuvo de acuerdo; devolvería el dinero restante a los inversionistas.
En ese momento, Burt se sintió derrotado por completo.
PISTA FINAL
En el viaje de regreso a Miami Burt se preguntaba desalentado: "¿Cómo fue que me metí en esto?"
"Creo que mi destino es no encontrar un tesoro jamás", dijo a Coffey. "Estuve cerca muchas veces, pero por una razón u otra nunca lo logré. Supongo que no lo conseguiré jamás". Estaba deprimido por todo lo que había hecho padecer a su esposa.
Jack Haskins se había enterado a través de un colega investigador que una canadiense estudiaba en los archivos de Sevilla documentos acerca de la flota de 1641, y estaba particularmente interesada en el naufragio del Concepción y el rescate que realizó Phips en 1687. Haskins se reunió con ella en Sevilla, y la mujer le contó que había trabajado para el profesor Peter Earle, de la Escuela de Economía de Londres, quien se proponía escribir un libro sobre el tema. Haskins escribió entonces a Earle y le ofreció compartir su información a cambio de cualquier nuevo dato.
En abril de 1978 Earle, que no tenía ningún interés en la caza de tesoros, envió a Haskins una carta en la que aparecía un pasaje incluido como al azar: "Dicho sea de paso, tengo la bitácora de Francis Rogers. ¿La tiene usted?"
Jack quedó fascinado por ese par de líneas. Todo razonamiento lógico conducía a la conclusión de que el libro de bitácora del Henry debía contener el secreto de la posición del Concepción. Tras haber encontrado el tesoro y tener que regresar a puerto para traer al capitán Phips, Rogers debió describir el sitio con lujo de detalles.
Haskins telefoneó a Burt, y menos de 48 horas después los dos hombres estaban sentados con Earle en un hotel de Londres. El profesor les dijo que la bitácora estaba en la Oficina de Archivos de Kent, en Maidstone, a cosa de una hora de viaje por tren desde Londres. Había sido entregada ocho años antes al condado por los herederos del conde de Romney, cuyos antecesores fueron inversionistas en la segunda expedición de Phips. Hasta entonces la bitácora había estado en la biblioteca privada de la familia.
Al día siguiente Burt y Haskins se presentaron en la Oficina de Archivos y, con un esfuerzo supremo para ocultar la excitación que los dominaba, pidieron permiso para ver la bitácora. Haskins, que podía leer manuscritos en el inglés del siglo XVII con más facilidad que Burt, comenzó a hojearla.
¡Y allí estaba! Detalles de latitud, puntos de referencia del buque anclado, descripciones de la cresta del arrecife que enmarcaba el tesoro, todo con una minuciosidad que excedía lo esperado. Puesto que había pasado cinco meses en el Arrecife de Plata, Burt podía visualizar exactamente el lugar donde yacía el tesoro. Incluso podía precisar su posición hasta una distancia de 160 metros en las dos cartas dibujadas por los navegantes de Phips.
Burt quiso bailar de alegría. Pero "Me aterró la perspectiva de otro fracaso. Ya había sido vencido en el pasado por las circunstancias. Muchas veces me dije a mí mismo: No fueron las circunstancias, sino tú. Pero en lo más hondo del alma yo sabía que de verdad habían sido las circunstancias. Con esa bitácora tuve el convencimiento de que podía lograr lo que me había propuesto alcanzar en mi vida. Aun así, ¿qué ocurriría esta vez? ¿Aparecería algo para impedirme ir tras él? ¿Se hundiría el barco de recuperación en algún accidente? ¿Fallarían los instrumentos? Y, ¿qué decir de los movimientos de la arena y del crecimiento del coral durante siglos?"
¡CREO QUE LO TENEMOS!
Con su historial de fracasos no podía menos que formularse esas preguntas pesimistas. Pero sus dudas no tardaron en disiparse. Estaba persuadido de que la bitácora del Henry era absolutamente digna de confianza. Y su certeza de que encontraría el tesoro se vio reforzada al enterarse de que una firma canadiense de electrónica había desarrollado un magnetómetro diez veces más sensible que cualquier instrumento similar. Ninguna pieza de hierro, aunque estuviese sepultada bajo cinco metros de arena o coral, eludiría la detección.
En las semanas siguientes Burt, Stearns y otros participantes en el proyecto sostuvieron reuniones con inversionistas potenciales para reunir 450.000 dólares. La Operación Phips II iba a requerir más personal, más equipo y una embarcación de mayor tamaño que la de la primera.
El 14 de octubre de 1978 Sandy llevó a Burt en automóvil al aeropuerto para su vuelo a Miami. Tenía fe en su esposo, pero sabía que había llegado la hora de poner las cosas en su debido lugar. Estaba hastiada de las separaciones, de habitar en una casa alquilada, de no tener nunca una cuenta de ahorros, de vivir con lo justo de un mes al otro.
—Será mejor que encuentres un tesoro esta vez o estaremos arruinados —le dijo—. Ya no soporto más esto.
—Te comprendo —contestó Burt—. Pero esta es la mejor oportunidad que he tenido jamás.
—Por favor, encuéntralo —le repitió ella—, y procura estar en casa para Navidad.
—Así lo haré.
EN MIAMI Burt, sus nueve buzos (incluidos cinco de la última expedición) y cinco tripulantes del barco pasaron 40 días transformando al Sámala, barreminas británico que alquilaron, de yate en barco de trabajo, equipándolo y revisando los procedimientos.
La expedición llegó al Arrecife el 26 de noviembre. Al día siguiente fue verificado el funcionamiento del equipo en las traicioneras aguas del banco de arena, y los instrumentos electrónicos y equipo de excavación fueron probados en el naufragio del siglo XVII descubierto en la primera exploración. Todo se desarrolló correctamente.
Al día siguiente Burt examinó un mosaico de fotografías aéreas del banco de arena y las dos cartas trazadas durante las expediciones de Phips. Volvió a estudiar la información de la bitácora del Henry y sus propios cálculos. Luego dispuso que los tripulantes de un bote pequeño maniobraran hasta colocarlo en el centro de un triángulo formado por tres crestas de coral. Se ajustó los aparatos de buceo y se dejó caer hacia atrás en el agua. Un tripulante le alcanzó un magnetómetro y Burt descendió casi 15 metros hasta el fondo del mar.
Con el instrumento en sus manos extendidas y movimientos suaves de sus aletas, nadó sin prisa inspeccionando el terreno de coral y usando rejillas para señalar zonas de prioridad para escudriñarlas más intensamente.
Al tercer día de exploración escuchó en los auriculares un zumbido que aumentó gradualmente en intensidad. Era obvio que estaba entrando en una zona de gran alteración magnética.
De repente vio un clavo largo del casco y piezas de un buque incrustadas en el coral. Reconoció el borde roto de una vasija de alfarería que emergía del coral. Sabía por sus estudios que el Concepción y otras naves de la flota llevaban a bordo esas grandes jarras para almacenar aceitunas, agua, vino y alimentos. Vio entonces piedras redondas lisas: ¡lastre de un galeón español!
Subió a la superficie, aferró el costado del bote con una mano y con la otra se quitó de la cara el aparato de respiración. Trató de conservar la calma pero no pudo ocultar la excitación que lo dominaba y exclamó con voz entrecortada: "Hay piedras de lastre allá abajo. Piezas de hierro. ¡Creo que lo tenemos!" Hizo una señal al buzo Duke Long: "Bajemos una vez más antes que empiece a oscurecer".
Siguiendo el rastro de las piedras de lastre y nadando entre las enormes paredes de coral los dos buzos vieron una vasija de gran tamaño con la base aprisionada por la masa calcárea. Con todo cuidado quitaron el coral y subieron a la superficie el primer artefacto intacto: una hermosa jarra de cerámica. Había sobrevivido casi 350 años.
REALES DE A OCHO
El 30 de noviembre fue puesta en marcha la búsqueda en gran escala con dos grupos de cuatro buzos cada uno, todos provistos de un sistema submarino para localizar metal. En las primeras horas de la tarde un nuevo recluta, el buzo Jim Nace, nadaba cerca del fondo para familiarizarse con las formaciones de coral. Notó una piedra de lastre del tamaño de una toronja parcialmente incrustada en el coral. Al extraerla, un objeto pequeño que estaba tras la piedra cayó al piso del mar. Era un redondel irregular con un diámetro de un poco más de tres centímetros y de un negro grisáceo. Nadó rápidamente hasta Burt y le entregó el objeto.
Burt reconoció inmediatamente aquella pieza oculta bajo una pátina de siglos. Era un real de a ocho español de plata. Si la moneda llevaba fecha, podría confirmar al Concepción como fuente del tesoro. Don Summers, otro buceador que había trabajado con Burt en la Operación Phips I, vio que sus ojos se iluminaban. ¿Sería esta la prueba que hacía falta?
De regreso en el barco, Henry Taylor, numismático, sumergió la moneda en una solución de ácido muriático para disolver el coral, luego le dio un baño electrolítico para remover el óxido negro. El cepillado puso al descubierto una reluciente moneda de plata... pero no tenía fecha.
Burt volvió al lado de sus hombres cerca de la base de coral donde Nace había hallado la moneda. Para la hora en que la luz comenzó a disminuir habían desenterrado 128 monedas, un incensario de plata, numerosas tazas de plata, habitualmente producto de contrabando y un jarrón de porcelana china del período Ming en perfecto estado.
Algunas de las piezas de porcelana recuperadas
Esa noche el personal se dedicó a limpiar las monedas. Dos estaban fechadas (1639, 1640), una prueba irrefutable de que el Concepción había sido hallado. Fue una noche de felicitaciones y celebración.
Webber intentó comunicarse por teléfono desde el barco con Estados Unidos. Dado que la línea era un canal abierto que podía ser interceptado fácilmente por cualquier extraño, se había convenido previamente una clave. Nadie contestaba en su casa de Pensilvania ni tampoco en el apartamento de Stearns en Chicago. Ardía en deseos de anunciar su hallazgo.
Telefoneó a Ken Beall, amigo suyo de mucho tiempo que había hecho cierto trabajo jurídico para el grupo:
—Ken, habla Burt. Verde Dos —identificación positiva del Concepción—. Z Uno Z —estamos recogiendo el tesoro.
Beall, en su hogar, repuso:
—¿Qué? Espera. Tengo que buscar la hoja de la clave.
Al estar buscando, recordó de repente el significado de Verde Dos.
—¡Burt! —dijo jadeando— Han sido 17 largos años.
Beall llamó a la casa de los Webber y consiguió comunicarse con el hijo mayor de Burt, Buddy, de 14 años. Sandy estaba en casa de una amiga jugando cartas.
—Llama a tu madre y dile que tu padre halló el naufragio —le indicó Beall—. Dile que no debe contar esto a nadie.
Buddy acató la orden:
—Mamá, tengo algo que decirte. Papá encontró el naufragio, pero tú no debes contárselo a nadie.
—¿Qué dijiste?
El chico repitió el mensaje. Luego, su madre sólo atinó a contestar tres veces:
—No lo creo.
¡LO LOGRASTE!
Desde el día del descubrimiento la tarea de recoger el tesoro prosiguió cada jornada laborable durante nueve meses. Por espacio de semanas los buzos y tripulantes no cesaron de asombrarse y maravillarse por el volumen y la variedad de los artefactos que el mar devolvía. La platería incluía decenas de miles de monedas de diversos valores, lo mismo que plata sin marcar (y posiblemente contrabando) en forma de dedos, cuñas y candelabros, matacandelas, planchas para ser usadas por plateros en España, y cubiertos. Entre los tesoros de oro recobrados estaban dos cadenas elegantemente labradas, de más de un metro y medio de largo, y un exquisito perfumero repujado de oro. Había cerámica de mayólica (loza fina) de preciosa calidad digna de museo, de México; tres docenas de tazas de porcelana del período Ming, llevadas a Acapulco por la flota de Manila, trasportadas a lomo de burro a Veracruz y embarcadas en el Concepción. También se hallaron tres antiguos astrolabios para navegar, una original muñeca de marfil, y un baúl de viaje con doble fondo que ocultaba monedas de plata hábilmente apiladas en filas de cuatro a seis de profundidad.
Algunas de las piezas de porcelana recuperadas. Foto: Seaquest International. Inc.
En cuatro horas de trabajo en el lecho marino cada buzo llenó, típica y frecuentemente, varias bolsas de nailon con más de 1.500 monedas. Tras abrir con el cincel un orificio en un banco de coral, Jack Haskins metió un brazo en el hueco y extrajo el puño lleno de monedas. "Continué metiendo la mano y sacando monedas. En una hora y cuarto recogí más de mil monedas", recuerda.
En una ocasión Burt trabajaba en la arena entre dos paredes de coral de seis metros. Era un buen sitio, puesto que no pasaba una hora sin que encontrase una moneda. Estaba tan absorto con la exploración en la arena que ni siquiera una vez miró las paredes de coral. Después de un largo rato de trabajo se sentó para descansar y paseó indolentemente la vista por la pared que tenía enfrente. Repentinamente cayó en la cuenta de que toda la pared estaba incrustada con monedas ennegrecidas.
Trabajar a profundidades de entre 13 y 18 metros y en ocasiones excavar hasta 4,5 metros en la arena y el coral, se tornó para los buceadores en una rutina tediosa y agotadora. "Es lo mismo que el trabajo pesado de la construcción", explicó el maestro buceador Coffey. "Pero en energía consumida una hora de trabajo a esa profundidad probablemente equivale a cuatro horas en tierra".
Parte del tesoro recuperado. La fecha de dos de las monedas demostró que el hallazgo pertenecía al cargamento del "Concepción". Foto: Seaquest International. Inc.
El grupo trabajó en el sitio del tesoro unas dos semanas, al cabo de las cuales el confinamiento y el trabajo agotador los llevó al borde del agotamiento mental y físico. Casi todos tenían las orejas taponadas y las cortaduras del coral no sanaban. El roce del coral había desgastado sus impresiones digitales.
Burt pidió por radio el envío de una cañonera dominicana para vigilar el sitio del tesoro y el Sámala hizo el viaje de 28 horas hasta Santo Domingo. Allí los hombres descansaron tres días mientras el tesoro era depositado en lugar seguro y el barco era reaprovisionado con gasóleo, gasolina para los esquifes, comida, líquidos y piezas de repuesto. Tras lo cual volvieron al Arrecife de Plata.
Webber y sus asociados se rehusan a entrar en detalles acerca del monto de su tesoro. El peso de la plata en sus distintas formas puede ser determinado indudablemente en toneladas. Se necesitarán varios meses para que todos los objetos sean limpiados, valuados y presentados para la venta. El valor del tesoro dependerá de lo que estén dispuestos a pagar los museos, los coleccionistas de artefactos raros y los numismásticos. Los cálculos extraoficiales lo valúan en decenas de millones de dólares; podría resultar el mayor tesoro encontrado en este siglo.
Así encontraron esta moneda de plata: incrustada en el coral. Foto: Seaquest International. Inc.
UNA SEMANA después de haber recibido el electrizante mensaje del descubrimiento de Burt, Sandy viajó en avión a la República Dominicana para reunirse con su esposo en Puerto Plata, a unas tres horas de navegación del Arrecife de Plata. El Sámala estaba ya en el muelle cuando ella llegó. Su marido se hallaba de pie en la popa.Sandy vio una amplia sonrisa en la cara de su esposo. También vio que había encontrado algo más que un tesoro: había hallado la tranquilidad de espíritu y el orgullo de haber demostrado su valía. Sandy saltó a bordo y exclamó: "¡Lo lograste, lo lograste!" Luego se abrazaron con fuerza.