Publicado en
octubre 02, 2009
Relato ficticio.
Abandonado en una remota isla tropical, Rainsford era acosado por un hombre que sólo tenía una pasión en la vida: cazar.
Por Richard Connell.
POR ALLÁ, hacia la derecha, se encuentra un islote que en los mapas antiguos aparecía con el nombre de isla Traganaves —comentó Whitney—. Los marinos le tienen un especial temor al lugar, por alguna superstición...
—No alcanzo a verla —comentó Rainsford, esforzándose por traspasar las húmedas tinieblas que envolvían al yate.
—Cuando lleguemos a Brasil tendremos bastante luz —prometió su interlocutor—. Deberemos hallar buena caza navegando el Amazonas río arriba. La cacería es un deporte sin igual.
—Es el mejor del mundo —convino Rainsford.
Más tarde, cuando su compañero ya se había retirado a dormir, Rainsford permaneció en la cubierta. De pronto lo sobresaltó un ruido inesperado que se repitió dos veces más. A lo lejos, en la oscuridad, alguien había disparado tres veces un rifle.
Aguzó la vista hacia la dirección de donde oyó los disparos, sin conseguir visualizar nada. Saltó a la borda para mirar desde mayor altura, pero su pipa se le escapó de la boca al dar contra una cuerda. Al tratar de alcanzarla, perdió el equilibrio y cayó a las cálidas aguas del mar Caribe. Salió con esfuerzo a la superficie y llamó a voces. Con desesperación, nadó siguiendo las luces del yate, que se alejaban hasta que poco después se extinguieron en las sombras nocturnas.
Las detonaciones habían llegado hasta él por la derecha, y avanzó en esa dirección durante un lapso al parecer interminable. En esto, salió de entre las tinieblas un aullido agudo de algún aterrorizado animal que acalló el ruido seco y entrecortado de un balazo.
Se encontró entre las rocas antes de verlas y con las fuerzas que le restaban, escapó a rastras de las aguas. Jadeante, se dejó caer y al momento se hundió en un profundo sueño.
CUANDO DESPERTÓ atardecía y no se veía ninguna señal de un camino que atravesara la selva en lo alto de la playa; era más fácil seguir a lo largo de la orilla.
Antes que Rainsford avistara unas luces que brillaban en una espaciosa construcción, sobre una elevada colina, las sombras cubrían el mar y la selva. Ascendió por una escalera de piedra.
Un individuo que vestía uniforme militar, de constitución vigorosa y con barba negra que le cubría el pecho hasta la cintura, abrió la puerta, revólver en mano.
—No se alarme —le dijo Rainsford—. Me caí de una embarcación. Mi nombre es Sanger Rainsford y soy de la Ciudad de Nueva York.
Un individuo alto y canoso, que vestía ropa de etiqueta, apareció y extendió la mano:
—Soy el general Zaroff. Para mí es un placer dar la bienvenida al señor Sanger Rainsford, célebre cazador. Ya he leído su libro sobre la cacería de leopardos en las nieves del Tíbet.
Hizo una señal y el sujeto de uniforme enfundó la pistola.
El general Zaroff comentó: "Iván es hombre muy fuerte y algo salvaje. Es cosaco, igual que yo. Pero pase; no vamos a seguir conversando aquí. Necesita ropa, algo de comer y descanso. Le ruego que siga a Iván, señor Rainsford".
—TAL VEZ le sorprende que haya reconocido su nombre —dijo el general—. Suelo leer todos los libros sobre cacería. No tengo otra pasión en mi vida que el deporte de cazar.
—Usted tiene algunas espléndidas cabezas —comentó Rainsford, mirando las paredes—. Esa cabeza de búfalo del Cabo es enorme, siempre he considerado a este animal como la bestia más peligrosa entre las de caza mayor.
—No, no es la más peligrosa. Aquí, en el coto que mantengo, me dedico a cierta caza mayor y aun más peligrosa. Desde luego, no es originaria de este sitio. Por lo que me veo obligado a proveer la isla.
—¿Qué es lo que ha importado, general? ¿Tigres?
El general sonrió:
—No, no. Los tigres ya no representan ningún riesgo de tomarse en cuenta. Y yo vivo para desafiar el peligro, señor Rainsford. ,
—Entonces, ¿qué tipo de caza...?
—Le explicaré. Se me ocurrió que tendría que inventar un nuevo animal para cazar. Pensé en los atributos que debía poseer la presa ideal. Y concluí que debería tener valor, astucia, y, sobre todo, ser capaz de razonar.
—No' es posible que usted se refiera a... ¡De lo que habla se llama asesinato!
—¡Qué palabra tan desagradable! Pero cazo a la escoria del mundo... Marineros de barcos cargueros. Acerqúese a la ventana.
El general oprimió un botón y a lo lejos, mar afuera, relampaguearon una serie de luces. El general continuó:
—Esas luces señalan la presencia de un canal donde sólo hay peñascos capaces de destrozar un barco como si fuera una nuez. Es un juego, ¿ve usted? A alguno de mis visitantes le propongo que salgamos de cacería. Le concedo tres horas de ventaja. Después, lo sigo sin más arma que una pistola calibre 22. La victoria es de mi presa si consigue eludirme durante tres días. Si la encuentro —sonrió al decir esto—, mi invitado pierde.
—¿Y si se negara a que le den caza?
—En tal caso se lo entrego a Iván, individuo sencillo que sirvió en un tiempo como azotador oficial en las filas del Gran Zar Blanco, quien tiene sus propias ideas acerca del deporte. Mis invitados invariablemente optan por la cacería.
—¿Si alguno ganase?
La sonrisa del general fue más abierta.
—Hasta la fecha, nunca he perdido, si bien es cierto poco faltó para que una de mis presas ganara. A la postre, acabé por echar mano de los perros. Mire usted.
El general condujo a Rainsford hasta otra ventana, abajo de la cual alcanzó a distinguir alrededor de una docena de formas negras y enormes que iban y venían.
—Ahora me agradaría mostrarle mi más reciente colección de cabezas. ¿Quiere acompañarme a la biblioteca? ¿No? ¡Ah, por supuesto! Le hace falta pasar una buena noche. Ya mañana se sentirá como nuevo.
AL DÍA siguiente, el general Zaroff no se dejó ver antes de la hora del almuerzo. Rainsford se dio cuenta de que lo examinaba con detención.
—Esta noche usted y yo saldremos de cacería ... Encontrará esta cacería merecedora de ser jugada: su cerebro, su habilidad de orientación y su vigor contra los míos.
—Y si gano ... —empezó a decir Rainsford.
—Si para la medianoche del tercer día no lo he encontrado, aceptaré mi derrota y lo haré trasladar a tierra firme a bordo de mi goleta. Le doy mi palabra.
Zaroff continuó con cierto aire de seriedad:
—Iván le proporcionará ropa de caza, víveres y un cuchillo. Le recomiendo que evite usted el pantano que hay al extremo sudeste de la isla. Le damos el nombre de Marjal de la Muerte. Se halla repleto de arenas movedizas. No lo seguiré hasta el oscurecer. Cazar de noche es más emocionante, ¿no le parece?
RAINSFORD se había abierto paso entre el herbazal durante dos horas, movido por un agudo sentimiento cercano al pánico. Luego se detuvo con el fin de examinar su situación.
"Le daré un rastro que seguir", pensó, apartándose del sendero para internarse en la selva. Recordando la caza de la zorra y las estratagemas empleadas por este animal para eludir a sus perseguidores, ejecutó una serie de intrincadas revueltas, yendo y viniendo repetidas veces por el punto que pasaba. Ya en la noche se encontró, con las piernas adoloridas, en una loma poblada de árboles. "He imitado a la zorra", meditó. "Ahora tendré que imitar a los félidos".
A pocos pasos había un árbol enorme de gruesas y extensas ramas. Rainsford, cuidándose de no dejar huella, se trepó en él y se tendió cuan largo era en una de sus anchas ramas.
La noche se arrastraba con lentitud. Llegaba la mañana cuando percibió que algo avanzaba por entre el matorral, despaciosa, cautelosamente. Se extendió sobre la rama y, a través de una gruesa cortina de hojas, atisbo atentamente.
Era el general Zaroff. Avanzaba con sus ojos fijos en el suelo. Se detuvo casi al pie del árbol y de rodillas examinó el terreno. Luego, irguiéndose, encendió un cigarrillo negro.
Rainsford contenía la respiración. El general miraba, pulgada a pulgada, árbol arriba, pero detuvo sus penetrantes ojos de cazador antes de llegar a la rama donde yacía su presa. Con prolongada deliberación Zaroff sonrió, arrojó una voluta de humo al aire y en seguida se alejó.
El aire que Rainsford había reprimido por tanto tiempo escapó de sus pulmones.
¿Por qué había sonreído? ¿Por qué tomó el camino de regreso? Zaroff estaba jugando con él, guardándoselo para un día más de diversión. Fue entonces cuando Rainsford comprendió lo que era el terror.
Se bajó del árbol y caminó bosque adentro. A 300 metros de su escondite, se detuvo donde un enorme árbol muerto se apoyaba contra uno más pequeño y aún vivo. Desenfundó su cuchillo y puso manos a la obra. Una vez terminada su tarea, se tendió detrás de un tronco derribado, unos 30 metros más allá. No tuvo que esperar largo rato.
El cosaco iba tan absorto en el sendero, que topó con la trampa antes de verla. Dio con el pie contra la rama saliente que servía de disparador y presintió el peligro. De un salto, retrocedió. Pero no lo hizo con toda la rapidéz necesaria; el árbol muerto se desplomó y alcanzó a rozar el hombro del general. Este se quedó allí sobándose el hombro, y soltó una carcajada burlona que repercutió en la selva.
"Rainsford", comentó en voz alta, "permítame que lo felicite. Son pocos los que saben hacer una trampa malaya para cazar hombres, usted me está resultando interesante. Por ahora, iré a curarme la herida, muy ligera, por lo demás. No se preocupe; volveré".
Cuando el general se marchó, Rainsford reanudó su fuga. Llegó el atardecer y a continuación cayeron las tinieblas. Rainsford sintió que el suelo estaba muy suave bajo sus pies. Avanzó un paso más, y se hundió en el pantano. ¡El Marjal de la Muerte!
La tierra blanda le dio una idea. Luego de alejarse del pantano unos metros, empezó a cavar el suelo. Cuando el pozo le rebasaba los hombros, salió trepando de él, y con algunos vastagos duros recortó otras tantas pértigas que afiló hasta darles una aguzada punta. Estas pértigas las plantó en el fondo del pozo, con las puntas hacia arriba. Después tejió una tosca estera de varas y ramas, con las que cubrió la boca del pozo. Empapado en sudor se agazapó al amparo de un tronco.
Unas apagadas pisadas sobre la tierra le dijeron que su cazador se aproximaba. Luego oyó el seco crujir de las ramas que se rompían al ceder la cubierta del pozo, y un agudo grito de dolor al penetrar las aguzadas pértigas en el blanco. Rainsford deslizó una mirada. A un metro del pozo, un hombre se erguía con una linterna.
—Rainsford, su trampa birmana para tigres me ha arrebatado a uno de mis mejores perros. Otra vez gana usted. Ahora veremos lo que es capaz de hacer contra toda mi jauría. Gracias por esta noche tan entretenida.
AL ALBA, un lejano sonido, débil y fluctuante, despertó a Rainsford, quien había permanecido cerca del marjal. Lo reconoció como el ladrar de una jauría de sabuesos. Se estuvo meditando por un momento. Recordó entonces una artimaña que había aprendido en Uganda.
Se alejó del pantano. Ató su cuchillo de caza, con la hoja asestada hacia el sendero, a un renuevo tierno y flexible. Con un trozo de vid silvestre, ató este renuevo doblado hacia atrás... y emprendió la carrera. Al olfatear el nuevo rastro, los perros aumentaron sus aullidos y el hombre comprendió lo que siente una bestia acorralada.
El ladrar de los sabuesos cesó bruscamente, y el corazón de Sanger Rainsford dejó de latir. Los animales habían llegado sin duda hasta el cuchillo.
Se encaramó a un árbol y se volvió a mirar. Sus perseguidores se habían detenido. Pero sus esperanzas se desvanecieron al ver al general ZarofT, pistola en mano, aún de pie. El cuchillo arrojado por la reculada del renuevo, había alcanzado, en vez del general, a Iván que llevaba a los animales con una trailla.
Apenas había vuelto Rainsford a poner los pies en el suelo, cuando, una vez más, la jauría reanudó su persecución.
"¡Valor, valor!" se decía Rainsford, jadeante, mientras huía. Por entre los árboles que se alzaban al frente se distinguía un espacio azul. Llegó a lá orilla del mar, y al lado opuesto de la caleta pudo ver las paredes de piedra gris de una gran casa. A una distancia aproximada de cinco o seis metros a sus pies, el mar bullía con estruendo. Vacilaba. Pero luego saltó todo lo que pudo hacia las aguas.
ESA NOCHE, mientras cenaba, dos motivos de malestar le impedían al general disfrutar del placer de la mesa. Uno era que le sería difícil reemplazar a Iván; el otro, que su presa se le había escapado. Claro estaba que el suicida norteamericano no había sabido ajustarse a las reglas del juego.
Para consolarse, se recogió a leer en su biblioteca. A las 10 se fue a su dormitorio.
Antes de encender las luces, llegó hasta la ventana y bajó la vista hacia el patio. A la luz de la Luna divisó a sus sabuesos, y les gritó: "¡Mejor suerte la próxima vez!" Y luego prendió la luz.
Un hombre que se había ocultado entre las cortinas se ponía delante del cosaco.
—¡Rainsford! ¿Cómo consiguió llegar hasta aquí?
—A nado. Me pareció más rápido que hacerlo caminando a través de la selva.
El general respiró profundamente y sonrió:
—Lo felicito. Me ha ganado la partida.
Rainsford no sonreía.
—Todavía soy una bestia acorralada —repuso con voz grave y ronca—. Prepárese, general Zaroff.
Zaroff hizo una de sus más profundas inclinaciones:
—Comprendo. Espléndido. Uno de nosotros tendrá que servir de festín a los perros y el otro dormirá en esta cama. En guardia, pues, Rainsford ...
NUNCA en su vida había dormido en un lecho más cómodo, resolvió Rainsford.
CONDENSADO DE "THE MOST DANGEROUS GAME", © 1924 POR RICHARD CONNELL. © RENOVADO 1952 POR LOUISE FOX CONNELL. SE PUBLICA CON AUTORI2ACION DE BRANDT * BRANDT LITERARY AGENTS. INC., Y APARECE EN "GREAT AMERICAN SHORT STORIES", © 1977 POR THE READER'S DIGEST ASSOSIACIONT INC.