MARK ELF (Cordwainer Smith)
Publicado en
abril 30, 2025
Los años rodaron; la Tierra continuó viviendo, aun cuando una humanidad agobiada y fantasmagórica se arrastraba entre las gloriosas ruinas de un inmenso pasado.
I. LA CAÍDA DE UNA DAMA
Las estrellas giraban silenciosamente sobre un cielo de principios de verano, aunque los hombres habían olvidado hacía mucho tiempo llamar a esas noches "noches de junio".
Laird trató de mirar las estrellas con los ojos cerrados. Este era un juego inquietante y aterrador para un telépata: en cualquier momento podía sentir que los cielos se abrían, y que se precipitaba en una pesadilla de caída perpetua, tocando con la mente la imagen de las estrellas más cercanas. Cada vez que tenía esa nauseabunda, sorprendente, horrible, sofocante impresión de ilimitada caída, Laird cerraba un tiempo la mente hasta que se le curaban los poderes.
Laird buscaba con la mente los objetos que flotaban sobre la Tierra. Las apagadas estaciones del espacio, restos de las antiguas guerras atómicas, se deslizaban en órbitas múltiples, girando para siempre.
Encontró una.
Encontró una tan antigua que no tenía controles criotrónicos. El diseño era increíblemente arcaico. Parecía que unos tubos químicos la habían arrancado de la atmósfera terrestre, en otra época.
Laird abrió los ojos y perdió el contacto.
Cerrando los ojos buscó otra vez hasta que encontró la vieja máquina. Los músculos de la mandíbula se le endurecieron. Sintió que había vida en la estación, una vida tan vieja y tan arcaica como el mismo artefacto.
Laird se comunicó en seguida con un amigo, Tong Computador.
Vació lo que sabía en la mente de Tong. Profundamente interesado, Tong le mostró una órbita que cortaría el recorrido ligeramente parabólico del viejo aparato y lo haría volver a la atmósfera de la Tierra.
Laird hizo un esfuerzo supremo.
Pidió ayuda a los amigos invisibles y buscó una vez más entre los restos que corrían y titilaban por encima del cielo. Encontró la vieja máquina y consiguió darle un empellón.
De este modo, unos dieciséis mil años después de dejar el Reich de Hitler, Carlotta vom Acht inició el viaje de vuelta a la Tierra de los hombres.
En todos esos años Carlotta no había cambiado.
La Tierra sí.
El viejo cohete tomó otra dirección. Cuatro horas después rozó la estratosfera y los viejos dispositivos, protegidos por el frío y el tiempo contra todos los cambios, empezaron otra vez a funcionar, deshelándose.
El curso se estabilizó.
Quince horas después el cohete buscaba un lugar de aterrizaje.
Los instrumentos electrónicos que habían estado realmente muertos durante miles de años, en el tiempo inmutable del espacio, empezaron a indagar en busca del territorio alemán, observándolo todo mediante mecanismos que seleccionaban ondas nazis características, distorsionadoras de comunicaciones.
No había ninguna.
¿Cómo podía saberlo la máquina? La máquina había dejado el pueblo de Pardubice el 2 de abril de 1945, en el momento en que el Ejército Rojo limpiaba los últimos escondrijos alemanes. ¿Cómo podía saber la máquina que no existía Hitler, que no existía el Reich, que no existía Europa, que no existía América, que no existían las naciones? La máquina respondía a códigos alemanes. Sólo a códigos alemanes.
Esto no afectó los mecanismos de realimentación.
Los mecanismos continuaron buscando códigos alemanes. No había ninguno. La computadora electrónica del cohete empezó a ponerse un poco neurótica. Farfulló como un mono enojado, descansó, farfulló otra vez, y luego orientó el cohete hacia algo que parecía vagamente eléctrico. El cohete descendió y la muchacha abrió los ojos.
La muchacha sabía que estaba en la caja dónde papá la había puesto. Sabía que ella no era una puerca cobarde como los nazis que el padre despreciaba. Ella era una buena muchacha prusiana de noble familia militar. El padre le había ordenado que se quedara en la caja. Ella siempre había hecho lo que decía papá. Esa era la primera clase de regla para esa clase de muchacha, una aristócrata alemana dé dieciséis años. El ruido aumentó.
El parloteo electrónico subió en confusos chasquidos.
La muchacha sintió un olor, como si algo estuviera ardiendo, algo realmente espantoso, que se pudría como la carne. Temió que fuese ella misma, pero no sentía ningún dolor.
—Vadi, Vadi, ¿qué me pasa? —le gritó a su padre.
(El padre estaba muerto desde hacía más de dieciséis mil años. Naturalmente, no le respondió.) El cohete empezó a girar. El viejo arnés de cuero que la sostenía se rompió, soltándola.
Aunque aquella parte del cohete no era más grande que un ataúd, la muchacha se golpeó dolorosamente.
Le vino algo a la boca, y retuvo el vómito sintiéndose sucia y avergonzada, aunque la suya era una reacción humana extremadamente simple. Los ruidos se fundieron en un clímax ensordecedor. Lo último que recordó la muchacha fue el momento en que se encendieron los desaceleradores delanteros. El metal estaba tan fatigado que los tubos no sólo se encendieron hacia adelante: también estallaron en pedazos hacia los lados.
Cuando el cohete chocó contra el suelo, la muchacha estaba inconsciente. Quizá eso le salvó la vida, ya que la menor tensión le hubiera desgarrado los músculos y le hubiese roto los huesos.
II. LA ENCONTRÓ UN IDIOTA
Los metales y las plumas centelleaban a la luz de la luna mientras la criatura de vistoso uniforme se escabullía por el bosque oscuro. Hacía, tiempo que el gobierno del mundo estaba en manos de los Idiotas, ya que los hombres verdaderos no tenían interés por cosas como la política o la administración.
El peso de Carlotta, no su voluntad consciente, había movido el pestillo de la puerta de emergencia.
El cuerpo de la muchacha estaba mitad dentro y mitad fuera del cohete.
Tenía una profunda quemadura en el brazo, en la piel que tocaba el casco recalentado.
El Idiota apartó los arbustos y se acercó.
—Soy el señor Administrador Supremo del Area 73 —dijo, identificándose de acuerdo con las reglas.
La muchacha inconsciente no le respondió. El Idiota se acercó al cohete, agazapándose contra los peligros de la noche, y escuchó atentamente el contador de radiación que llevaba bajo la piel, detrás de la oreja izquierda. Levantó hábilmente a la muchacha, se la echó sobre el hombro, dio media vuelta y se metió otra vez corriendo entre los arbustos. Giró en ángulo recto, anduvo unos pocos metros, miró indeciso a su alrededor, y en seguida (todavía titubeando, todavía como un conejo) corrió hasta el arroyo. El Idiota buscó en un bolsillo y encontró un ungüento para quemaduras. Extendió una capa gruesa sobre la quemadura de la muchacha. El ungüento quedaría allí y le aliviaría el dolor, protegiéndole la piel hasta que la quemadura desapareciera.
Salpicó la cara de la muchacha con agua fría, La muchacha despertó.
—¿Wo bin ich? —preguntó.
En el otro lado del mundo, Laird el telépata había olvidado momentáneamente el cohete. Laird podía haber entendido a la muchacha, pero no estaba allí. Alrededor de la muchacha había un bosque, y en ese bosque había vida, miedo, odio, y una cruel desolación.
El idiota balbuceó algo en su propio idioma.
La muchacha lo miró, pensó que era ruso, y dijo en alemán:
—¿Eres ruso? ¿Eres alemán? ¿Perteneces al ejército del general Vlasov? ¿A qué distancia estamos de Praga? Tienes que tratarme cortésmente soy una muchacha importante.
El Idiota le clavó los ojos.
En su cara apareció una sonrisa de inocente y consumada concupiscencia. (Los hombres verdaderos no habían creído que fuese necesario inhibir los hábitos procreadores de los Idiotas, entre las Bestias, los Implacables y los Menschenjagers. Era difícil entonces para cualquier ser humano, mantenerse con vida. Los hombres verdaderos querían que los Idiotas continuaran multiplicándose, para llevar noticias, para juntar algunas cosas imprescindibles, y distraer a los otros habitantes del mundo. De ese modo ellos, los hombres verdaderos, podían llevar las vidas tranquilas y contemplativas de acuerdo con los enaltecidos pero fatigados temperamentos.)
El Idiota era un representante típico de la raza. Para él el alimento significaba comer, el agua significaba beber, la mujer significaba concupiscencia.
No discriminaba.
A pesar de sentirse fatigada, magullada y confusa, la muchacha reconoció la expresión del idiota. Dieciséis mil años atrás había esperado que la violaran o la mataran los rusos.
Este soldado era un hombrecito fantástico: regordete, sonriente, y llevaba tantas medallas como un teniente general soviético. Alcanzó a ver a la luz de la bujía que el hombre estaba bien afeitado y tenía una cara agradable, pero parecía demasiado inocente y estúpido para ser un oficial de tan alto rango. Tal vez todos los rusos eran así, pensó.
El idiota le tendió los brazos.
A pesar de lo cansada que estaba, Carlotta le dio una bofetada.
El idiota la miró, perplejo. Sabía que tenía el derecho de capturar a cualquier mujer Idiota. Pero sabía también que tocar a cualquier mujer de los hombres verdaderos era algo peor que la muerte. ¿Y qué sería esta... ésta cosa... esta potencia... esta entidad que había descendido de los astros?
La piedad es tan vieja y tan emotiva como la concupiscencia. Y cuando la concupiscencia retrocedió fue reemplazada por la piedad elemental y humana del Idiota.
El Idiota buscó unas migajas en el bolsillo del chaquetón.
Se las ofreció a la muchacha.
Carlotta comió, mirándolo confiadamente como una niña pequeña.
De pronto hubo un estrépito en el bosque.
Carlotta se preguntó qué habría pasado. Al principio, en la cara del Idiota había habido una expresión de interés. Luego el hombre había sonreído y había hablado, mostrándose lascivo. Al fin se había comportado como un caballero. Ahora estaba pálido, y concentraba la mente, los huesos y la piel, escuchando... escuchando algo que estaba más allá del estrépito y que ella no podía oír. El Idiota se volvió hacia Carlotta.
—Tienes que correr. Tienes que correr. Levántate y corre. ¡Corre, te digo!
Carlotta no entendió los balbuceos del Idiota.
El Idiota se agachó otra vez para escuchar.
Miró a la muchacha con el horror pintado en el rostro. Carlotta trató de comprender qué ocurría, pero no pudo descifrar las palabras.
Otros extraños hombrecitos, vestidos como el Idiota, salieron ruidosamente del bosque.
Corrían como alces o venados que huyen del juego. Tenían las caras pálidas de tanto correr. Miraban fijamente hacia adelante, de modo que parecían casi ciegos. Esquivaban los árboles no se sabía cómo. Se precipitaron cuesta abajo desparramando hojas, y chapalearon atolondrados en las aguas del arroyo. Lanzando un grito casi animal, el Idiota corrió detrás.
Lo último que vio Carlotta fue la animación ridícula de las plumas, el cabeceo del Idiota, que desaparecía en el bosque.
Del sitio de donde habían venido los Idiotas, atravesando el bosque, llegaba un silbido pavoroso y aterrador. Era un silbido furtivo y grave, acompañado por el sonido tranquilo de una maquinaria.
Era como el ruido de todos los tanques del mundo comprimidos en el fantasma de un solo tanque, en el corazón de una máquina que sobrevivía a su propia destrucción, y que como un espíritu incorpóreo erraba ahora por los escenarios de antiguas batallas.
El sonido se acercó todavía más y Carlotta volvió la cabeza. Trató de ponerse de pie, pero no pudo. Afrontó el peligro. (Todas las muchachas prusianas, destinadas a ser madres de oficiales, habían aprendido a afrontar el peligro y a no darle nunca la espalda.)
Carlotta oía ahora un enloquecido chirrido electrónico, parecido al ruido del sonar que había escuchado una vez en el laboratorio de su padre, en las oficinas del proyecto secreto del Reich, en Nordnacht.
La máquina salió del bosque.
Y de veras parecía un fantasma.
III. LA MUERTE DE TODOS LOS HOMBRES
Carlotta clavó los ojos en la máquina. La máquina tenía patas de saltamontes, un cuerpo de tortuga de tres metros, y tres cabezas que se movían impacientemente a la luz de la luna.
Del borde delantero de la parte superior del casco, como preparado para atacarla, asomó un brazo oculto, más mortífero que una cobra, más rápido que un jaguar, más silencioso que un murciélago que vuela cruzando la faz de la luna.
—¡No! —gritó Carlotta en alemán.
El brazo se detuvo bruscamente a la luz de la luna.
Se detuvo tan bruscamente que el metal vibró como la cuerda de un arco.
Todas las cabezas de la máquina se volvieron hacia Carlotta.
La máquina parecía sorprendida. El silbido bajó y fue un zumbido sedante. El parloteo electrónico subió en un crescendo y luego enmudeció. La máquina se puso de rodillas.
Carlotta se acercó arrastrándose.
—¿Qué eres? —preguntó en alemán.
—Soy la muerte de todos los hombres que se oponen al Sexto Reich alemán dijo la máquina en un alemán aflautado y monótono —. Si la Reichsangehoriger desea identificarme, el modelo y el número están inscritos en la coraza.
La máquina estaba tan agachada que Carlotta pudo tomar una cabeza con ambas manos y mirar a la luz de la luna el borde del casco superior. La cabeza y el pescuezo, aunque de metal, le parecieron muy débiles y quebradizos. Una atmósfera de inmensa vejez rodeaba la máquina.
—No veo —gimió Carlotta —. Necesito luz.
Se oyó un crujido de maquinaria largamente inactiva. Otro brazo mecánico apareció dé pronto desparramando escamas de polvo casi cristalizado. El extremo del brazo exudaba una luz azul, penetrante y extraña.
El arroyo, el bosque, el pequeño valle, la máquina, hasta la misma Carlotta, fueron iluminados por la suave y penetrante luz azul. La luz no le lastimó los ojos a Carlotta, quien sintió en cambio un cierto bienestar. Ahora podía leer. En la coraza, encima de las tres cabezas, había esta inscripción:
WAFFENAMT DES SECHSTEN DEUTSCHEN REICHES
BURG EISENHOWER, A. D. 2495.
Y debajo, en letras mucho más grandes:
MENSGHENJÁGER MARK ELF.
—¿Qué significa Cazador de Hombres, Modelo Once?
—Soy yo —silbó la máquina—. ¿Cómo es que siendo alemana no me conoces?
—¡Claro que soy alemana, idiota! —dijo la muchacha —. ¿O es que parezco rusa?
—¿Qué es rusa? —dijo la máquina.
Carlotta se quedó allí, de pie bajo la luz azul, asombrada, perpleja, asustada por lo desconocido que se había materializado alrededor.
Cuando su padre, Heinz Horst Ritter vom Acht, profesor y doctor de física matemática en el proyecto Nordnacht, la había lanzado al espacio antes de aguardar él mismo una muerte horrible a manos de los soldados soviéticos, no le había dicho nada del Sexto Reich, ni de lo que podría encontrar, ni del futuro. Carlotta pensó que el mundo había muerto tal vez, que los extraños hombrecitos no estaban cerca de Praga, que ella se encontraba ahora en el cielo o en el infierno, muerta, o que este era otro mundo, o su propio mundo en el futuro, o algo que superaba toda comprensión humana, problemas inalcanzables para la mente.
Carlotta se desmayó otra vez.
El Menschenjager no podía saber que Carlotta estaba inconsciente y le habló en alemán, en un tono agudo y uniforme:
—Ciudadana alemana, ten confianza que te protegeré. Estoy construido para identificar pensamientos alemanes y para matar a todos los hombres que no tienen verdaderos pensamientos alemanes.
La máquina vaciló. Un chisporroteo electrónico reverberó entre los robles silenciosos mientras la máquina se computaba de algún modo a si misma. No era fácil escoger entre las palabras largamente olvidadas lo más adecuado para una situación tan vieja y tan nueva. La máquina, inmóvil, trabajaba envuelta en su propia luz. El único sonido que se oía era el sonido del arroyo. Hasta los pájaros de los árboles y los insectos de los alrededores habían callado ante la presencia de la temible máquina silbante.
Los receptores de sonido del Menschenjager captaban la carrera de los Idiotas, ahora a unos tres kilómetros de distancia, como golpecitos muy débiles. La máquina estaba dividida entre dos deberes, el deber desde hacía mucho tiempo corriente y familiar de matar a todos los hombres que no fueran alemanes, y el viejo y olvidado deber de socorrer a todos los alemanes, quienesquiera que fuesen. Luego de otra serie de chirridos electrónicos la máquina habló de nuevo. El tono aflautado parecía ocultar una curiosa advertencia que recordaba el silbido de la máquina al moverse, el ruido de un inmenso esfuerzo, mecánico y electrónico.
La máquina dijo:
—Tú eres alemana. Hace mucho tiempo que no hay ningún alemán en ninguna parte. He dado la vuelta al mundo dos mil trescientas veintiocho veces. He matado, con seguridad a diecisiete mil cuatrocientos sesenta y nueve enemigos del Sexto Reich alemán, y he matado quizá a otros cuarenta y dos mil siete. He estado en el centro automático de reparación once veces. Los enemigos que se llaman a sí mismos hombres verdaderos siempre me evitan. Hace más de tres mil años que no mato a ninguno. Los hombres ordinarios que algunos llaman los Implacables son los que más mato, pero a menudo cazo Idiotas, y también los mato, Lucho por Alemania, pero no encuentro a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en Alemania. No hay alemanes en ninguna parte. Sólo acepto órdenes de un alemán. Pero no he encontrado alemanes en ninguna parte, no he encontrado alemanes en ninguna parte, no he encontrado alemanes en ninguna parte.
Algo pareció estropearse en el cerebro electrónico porque la máquina siguió repitiendo no he encontrado alemanes en ninguna parte trescientas o cuatrocientas veces.
Carlota volvió en si mientras la máquina hablaba como en sueños, repitiendo con triste y lunática intensidad no he encontrado alemanes en ninguna parte.
Carlotta —dijo:
—Yo soy alemana., —... no he encontrado alemanes en ninguna parte, no he encontrado alemanes en ninguna parte, excepto tú, excepto tú, excepto tú.
La voz mecánica se apagó con un fino chillido.
Carlotta trató de levantarse.
Al fin la máquina encontró otras palabras.
—¿Ahora... qué... hago?
—Ayúdame —dijo Carlotta firmemente.
Esta orden encendió de algún modo un mecanismo de realimentación en el viejo aparato cibernético:
—No puedo ayudarte, miembro del Sexto Reich alemán. Para eso necesitas una máquina de socorro. Yo soy una cazadora de hombres, diseñada para matar a todos los enemigos del Reich alemán.
—Tráeme entonces una máquina de socorro —dijo Carlotta.
La luz azul se apagó, dejando a Carlotta a ciegas en la oscuridad. Le temblaban las piernas. Oyó la voz del Menschenjager:
—No soy una máquina de socorro. No hay máquinas de socorro. No hay máquinas de socorro en ninguna parte. No he encontrado a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, excepto tú. Necesitas una máquina de socorro. Ahora me voy. Tengo que matar hombres. Hombres que son enemigos del Sexto Reich alemán. No puedo hacer otra cosa. Lucharé para siempre. Buscaré un hombre y lo mataré. Luego buscaré otro hombre y lo mataré. Me voy a trabajar para el Sexto Reich alemán.
Sé oyó otra vez el silbido y el chirrido.
Delicadamente, la máquina cruzó el arroyo, ágil como un gato. Carlotta escuchó en, la oscuridad. El Menschenjager pasaba entre las sombras de los árboles lozanos y frondosos, y las hojas secas del último año ni siquiera se movían.
Hubo un brusco silencio.
Carlotta oyó el angustioso ruido de las computadoras del Menschenjager. La luz azul se encendió otra vez y el bosque se transformó en una silueta misteriosa.
La máquina apareció de nuevo.
Le habló a Carlotta desde el otro lado del arroyo, con aquella seca y aflautada voz alemana:
—Ahora que he encontrado a un alemán me presentaré a ti cada cien años. Eso está bien. Quizá está bien. No lo sé. Me hicieron para presentarme a los oficiales. Tú no eres un oficial. Pero eres alemana. Por lo tanto me presentaré a ti cada cien años. Mientras, ten cuidado con el Efecto Kaskaskia.
Carlotta, sentada otra vez, masticaba unas migajas que le había dejado el Idiota. Las migajas tenían un sabor algo parecido al chocolate. Con la boca llena, Carlotta trató de gritarle al Menschenjager:
—¿Was ist das?
Aparentemente, la máquina entendió, pues dijo;
—El Efecto Kaskaskia es un arma Americana. Todos los americanos han desaparecido.
No hay americanos en ninguna parte, no hay americanos en ninguna parte, no hay americanos en ninguna parte.
—Deja de repetirte —dijo Carlotta —. ¿Qué es ese efecto de que hablas?
—El Efecto Kaskaskia paraliza a los Menschenjagers, paraliza a los hombres verdaderos, paraliza a las Bestias. Se siente, pero no se puede ver ni medir. Se mueve como una nube. Sólo los hombres sencillos, de pensamientos puros y vidas felices, pueden vivir dentro de ese efecto. Los pájaros y las bestias comunes también. Los efectos Kaskaskia se mueven de un lado a otro como nubes. Hay más de veintiuno y menos de treinta y cuatro, todos moviéndose lentamente sobre este planeta Tierra. Yo he llevado a otros Menschenjagers para que los repararan y reconstruyeran, pero el centro de reparación no les encuentra ninguna falla. El Efecto Kaskaskia nos estropea del todo. Por lo tanto huimos, aunque los oficiales nos dijeron que no huyéramos de nada. Si no huyéramos, nos pararíamos. Tú eres alemana. Creo que el Efecto Kaskaskia te mataría.
Ahora me voy a cazar un hombre. Cuando lo encuentre lo mataré.
La luz azul se apagó.
La máquina se internó en el bosque, silbando y chirriando en el oscuro silencio nocturno.
IV. CONVERSACIÓN CON EL OSO DE MEDIANA ESTATURA
Carlotta era completamente adulta.
Había dejado el alborotado desorden de la Alemania de Hitler en el momento en que los puestos avanzados de Bohemia empezaban a desmoronarse. Había obedecido a su padre, el Ritter vom Acht, cuando la puso a ella y a sus hermanas en los proyectiles destinados a transportar el personal y las provisiones de la Primera Base Lunar Nacionalsocialista Alemana.
El Ritter vom Acht y su hermano médico, el profesor y doctor Joachim vom Acht, habían atado firmemente a las muchachas dentro de los proyectiles.
El tío médico les había inyectado morfina. Primero había ido Karla, luego Juli, y luego Carlotta.
La fortaleza de alambre de púas de Pardubice y el ruido monótono de los camiones de La Wermacht, que trataban de escapar de los ataques de la Fuerza Aérea Roja y de los bombardeos Americanos, murieron en una noche, y a la noche siguiente nació este misterioso "bosque en medio de la nada".
Carlotta estaba muy aturdida.
Encontró un lugar agradable al borde del arroyo, donde se habían amontonado las viejas hojas, Sin prestar atención a otros posibles peligros, Carlotta se durmió.
No había estado dormida más que unos pocos minutos cuando los arbustos se apartaron otra vez.
Ahora era un oso. El oso se quedó al borde de la oscuridad y observó el valle atravesado por el arroyo, a la luz de la luna. No oyó ningún ruido de Idiotas, tampoco el silbido del menshanyager, como llamaban él y los de su raza a las máquinas cazadoras.
Cuando pensó que no había peligro, deslizó una garra en la bolsa de cuero que llevaba al cuello, suspendida de una correa. Sacó un par de gafas y se las ajustó lenta y cuidadosamente a los viejos y cansados ojos.
Luego se sentó junto a la muchacha y esperó a que ella despertase.
La muchacha no despertó hasta el amanecer. La despertaron la luz del sol y el trino de los pájaros.
(¿Habría sentido ella la presencia de la mente de Laird, a quien los poderosos sentidos le decían que una mujer había brotado mágica y misteriosamente del anticuado cohete, y que ella era un ser humano distinto de todas las otras clases de humanidad, y que ahora despertaba a orillas de un arroyo en un lugar llamado en otro tiempo Maiyland?)
Carlotta despertó, pero estaba enferma.
Tenía fiebre.
Le dolía la espalda.
Tenía los párpados casi pegados. El mundo había tenido tiempo para desarrollar toda clase de sustancias alérgicas nuevas, desde la última vez que Carlotta había caminado por la superficie terrestre. Cuatro civilizaciones habían llegado y habían desaparecido.
Esas civilizaciones y sus armas habían dejado residuos que ahora inflamaban las membranas.
Carlotta tenía el estómago revuelto.
Le picaba la piel.
Algo negro y viscoso le cubría el brazo entumecido. Carlotta no sabía que aquello era el bálsamo que el Idiota le había dado la noche anterior, y que le tapaba una quemadura.
Las ropas estaban secas y parecía que se le caían a pedazos.
Carlotta se sentía tan mal que cuando vio al oso no tuvo ni fuerzas para correr.
Simplemente, cerró otra vez los ojos.
Acostada y con los ojos cerrados se preguntó de nuevo dónde estaba.
El oso dijo en un alemán perfecto:
—Estás al borde de la Zona de Despersonalización. Te ha rescatado un Idiota. Te ha detenido un Menschenjager, muy misteriosamente. Por primera vez en mi vida veo dentro de una mente alemana y comprendo que esa palabra, menshanyager es en realidad Menschenjager, cazador de hombres. Permíteme presentarme. Soy el Oso de Mediana Estatura que vive en estos bosques.
La voz no habló sólo en alemán sino que habló además en un alemán correcto. Sonaba como el alemán que Carlotta había oído durante toda la vida de labios de su padre. Era una voz masculina, segura, seria, tranquilizadora. Los ojos todavía cerrados, Carlotta entendió que quien hablaba era un oso. Sobresaltándose, recordó que el oso llevaba anteojos.
Carlotta se incorporó y dijo:
—¿Qué quieres?
—Nada —dijo el oso suavemente.
Se miraron un rato.
Luego Carlotta dijo:
—¿Quién eres? ¿Dónde aprendiste alemán? ¿Qué me va a pasar?
—¿La Fraulein desea que responda a las preguntas en orden? —dijo el oso.
—No seas estúpido —dijo Carlotta —. No me importa el orden. De cualquier modo siento hambre. ¿No tienes nada para comer?
El oso le respondió con dulzura:
—Las larvas de insectos no te gustarán. He aprendido alemán leyéndote la mente. Los osos como yo somos amigos de los hombres verdaderos, y buenos telépatas. Los Idiotas nos temen, pero nosotros tememos a los menshanyagers. En cualquier caso no tienes que preocuparte mucho, pues tu esposo llegará pronto.
—Carlotta iba a beber al arroyo. Oyó las últimas palabras del oso y se detuvo.
—¿Mi esposo? —dijo, la voz entrecortada.
—Es tan probable que es seguro. Hay un hombre verdadero llamado Laird que te ha hecho descender.
Él ya sabe lo que estás pensando, y ya veo cómo le alegra haber encontrado un ser humano salvaje y extraño, pero no verdaderamente salvaje y no verdaderamente extraño.
En este momento Laird está pensando que tú tal vez viniste de los siglos para devolver la vitalidad a los hombres. Está pensando que tú y él tendréis hijos hermosos. Ahora me dice que no te diga lo que pienso que está pensando, pues teme que te escapes.
El oso rio entre dientes.
Carlotta estaba inmóvil, con la boca abierta.
—Puedes montar en mi lomo —dijo el Oso de Mediana Estatura —, o esperar aquí hasta que Laird venga a buscarte. En cualquier caso, serás bien cuidada. Sanarás se te irán las dolencias. Serás feliz otra vez. Esto lo sé porque soy uno de los osos más sabios que se hayan conocido nunca.
Carlotta estaba enojada, aturdida, asustada, y otra vez enferma.
Sintió en la mente algo tan sólido como un golpe.
Supo sin que se lo dijeran que era la propia mente del oso.
La mente la golpeó —¡buum! —y nada más.
Carlotta nunca se había imaginado qué cómoda puede ser la mente de un oso. Era como estar acostada en una cama muy grande, y con mamita cuidándola a una, cuando una era una niña muy pequeña, satisfecha, mimada, y convencida de que iba a sanar.
El enojo murió. Se le fue el miedo. Se sintió mejor. La mañana parecía hermosa.
Ella misma se sintió hermosa cuando volvió la cabeza.
Del cielo azul, bajando rauda pero graciosamente, llegaba la figura de un joven bronceado. En la mente de Carlotta latía un pensamiento feliz: Ese es Laird, mi amado.
Ya llega. Ya llega. Luego seré feliz para siempre.
El joven era Laird.
Y Carlotta fue feliz.
FIN
Mark Elf
Cordwainer Smith
1957