Elaine Adams, Ela para los amigos, se quedó mirando a Silvia interrogante.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó inquieta.
Silvia Carter se alzó de hombros.
—¿Quién supone que sería? Rex Dove. Lo vio la semana pasada, lo despidió sin miramientos, y sabemos por un vecino no muy cercano, que hace más de tres días que no se le ve. Es un caso curioso, ¿sabe? Supuse que le interesaría y por eso se lo refiero.
Ela se quedó un momento pensativa. Vestía una bata blanca. Apoyada en la vitrina del instrumental, parecía ajena a la presencia de su enfermera y amiga.
—¿Cómo se llama? —exclamó de pronto, extrayendo del bolsillo un lápiz. Buscó una libreta y miró de nuevo a Silvia—. ¿Me lo has dicho ya, o no?
—No se lo he dicho. Se llama Max Evans...
—¿Max Evans? Me suena. ¿Dónde lo he oído yo antes?
Silvia se sentó a medias en el brazo de un sillón, y se quedó mirando a su amiga con admiración. Elaine Adams poseía una personalidad aguda. Una belleza nada común y una bondad admirable. Allí estaba, atendiendo su clínica, mientras podía ser la mujer más desocupada y feliz de cuantas existían en Walsall.
Ella, Silvia, era hija de la que un día fue doncella de la madre de Elaine. Un día, cuando Elaine regresó de la facultad convertida en un médico de medicina general, se presentó a ella pidiéndole un empleo de enfermera. La muchacha médico, que ya no recordaba a la doncella de su madre, ni mucho menos a la hija, cuya existencia ignoraba, la aceptó sin ningún titubeo. Hacía de ello apenas seis meses.
—Cuéntame, Silvia.
—El doctor Rex Dove me lo refirió uno de estos días. Precisamente venía de la hacienda de Max Evans. Me parecía muy afectado. Yo, que he vivido aquí siempre, conocía el caso de una manera superficial. Rex, como forastero, lo desconocía totalmente. Fue mi padre quien me refirió algo de la vida de ese hombre.
Hizo una pausa que Elaine Adams no interrumpió.
Al rato Silvia añadió:
—Vive en las afueras en una finca dedicada a la cría de ganado. Tiene dos hijos, un niño llamado Oliver, de cinco años, y una niña llamada Susan, de tres y pico. Hace aproximadamente dos años, su esposa, de la manera más simple, falleció. Al parecer un médico, que por cierto no era el doctor Dove, atendió a la enferma. Le dijo a Max que se trataba de un simple catarro. Se la curó de eso, y a los pocos días la esposa de Evans falleció de modo repentino. Según el doctor Dove, lo más probable es que fue congestión pulmonar por descuido del médico que la atendía. Esto enloqueció a Evans, de tal modo, que el día que enterraron a su mujer, se opuso a ello terminantemente. Parece ser que se encerró con el cadáver en una habitación y pistola en mano cerró el paso a cuantos pretendían hacerle entrar en razón.
Elaine suspiró, impresionada.
—Puede que fuera un ataque de locura momentáneo —continuó Silvia—. No lo sé. Lo que sí sé es que hubo de ser reducido a la fuerza, y una vez logrado esto, se llevaron el cadáver al cementerio. Aquella misma noche, Max Evans fue al camposanto y trató de desenterrar el cadáver de su mujer. Al parecer se le vigilaba, precisamente por temor a eso. Max, como loco, fue a casa del médico que atendió a su esposa. Entró por una ventana, lo levantó de la cama y en pijama lo sacó de la casa. A los gritos del pobre hombre acudió todo el vecindario. Fue un cuadro macabro —añadió Silvia, emitiendo a su pesar una sonrisa.
—Espeluznante —apuntó Elaine, aún más impresionada que antes—. ¿Y después?
—No fue posible reducirlo tan pronto, puesto que Max ponía al médico como trofeo y pantalla para su defensa. Al amanecer, y tras pasearlo por toda la ciudad, desde los suburbios a la plaza residencial, en cuyas ventanas permanecían asustados los habitantes de Walsall, lo lanzó sin ningún miramiento a un estanque cenagoso cerca de su casa. El médico se debatió como loco con el fin de sobrevivir, y Evans, una vez lanzado el cuerpo al estanque, se fue a su casa tranquilamente.
Entró un cliente en aquel instante, y médico y enfermera hubieron de atenderle.
Momentos después el doctor Dove llamó a la consulta.
—¿Puedo pasar, Ela?
—Ábrele, Silvia.
La joven se ruborizó, haciéndolo así. Rex, un hombre de unos treinta y tantos años, arrogante y viril, penetró en el consultorio.
—Venía a buscaros para tomar el aperitivo —dijo—. ¿Os falta mucho? Son las doce y media.
—Ahora mismo somos contigo —dijo Elaine—. Pensaba cerrar ahora mismo.
* * *
Subieron los tres al auto de Rex. Silvia era para Elaine más que una ayudante, una amiga entrañable. Elaine no entendía de prejuicios ni de diferencias de clase. Su padre, cuando comentaba algo de esto con su hija, se reía satisfecho. Elaine no se parecía a la familia de su madre que había muerto. Se parecía a él, gracias a Dios. En sus minas de hulla y sus canteras de caliza, todos le trataban, más que como a un jefe y director, como a un amigo. Y esto hinchaba de satisfacción al pintoresco millonario.
—Silvia —dijo Elaine— me estaba refiriendo lo de tu cliente Max Evans.
Rex apretó las manos en el volante. Los tres iban delante, y Elaine, que conocía el amor que Silvia sentía por su colega, siempre la ponía en medio de los dos, por lo que, para hablar de aquel asunto, hubo de inclinarse por delante de su enfermera.
Vio que Rex torcía el gesto.
—Está loco —gruñó—. ¿Ya conoces la historia?
—A medias. Silvia no terminó de referírmela. Es extraño que papá nunca me haya contado el caso.
—Tal vez no lo conozca.
—¡Oh, no! —saltó Silvia—. En Walsall lo conoce todo el mundo. Quizá no lo haya considerado de importancia y por eso no se lo refirió.
—No pienso volver allí —dijo Rex—. Que lo parta un rayo.
—No puedes abandonar este caso.
—No soy tan desprendido como tú, Ela.
—No se trata de eso, Rex. Hay que tener en cuenta que perder una esposa a la que se ama, teniendo dos hijos pequeños, es doloroso. Me imagino que será algo así como si a uno le arrancaran la vida. En particular si un médico falla en el diagnóstico.
—Tal vez el viejo Tom no haya fallado.
—¿Lo conociste? ¿Está aquí en la ciudad? —preguntó Elaine, ya con el pensamiento de visitarlo.
—No —se apresuró a decir Silvia—. El doctor Dove lo conoce de oídas. El viejo Tom salió de la ciudad aquella misma noche cuando lo sacaron del pantano. Se lo llevaron a un sanatorio y tardó en curar seis meses.
Elaine miró a su enfermera con asombro.
—¿Y qué le pasó a Max Evans?
—Se lo llevaron preso —dijo Rex—. ¿No empezó usted por ahí, Silvia?
—No, doctor. No tuve tiempo. Empecé a contarle desde el principio.
—Pues Max Evans regresó a casa de la cárcel, hace exactamente tres meses.
—¡Oh!
—Y ahora padece una bronquitis crónica, complicada con el corazón. Si no se cura —hizo un gesto significativo— le ocurrirá lo mismo que a su mujer.
—Tienes que forzarlo, Rex.
—Te cedo el caso, mi querida Ela —rio burlón—. A mí me tiró por la ventana el primer día que fui a verle, requerido por la señora que se ocupa de los niños. Creo que cuida de la casa desde que era pequeño.
—¿Cuánto tiempo estuvo preso? —preguntó Ela cada vez más impresionada.
—Veinte meses y un día.
—¿No es demasiado?
—Le obligaban a pagar una indemnización de unos cuantos miles de libras. Prefirió no pagar, aunque le sobraba dinero para ello, y convertir en meses de prisión, el dinero que le obligaban a entregar por daños y perjuicios, al doctor.
—Muy curioso.
El auto se detuvo y los tres descendieron.
Silvia era una joven bonita. Rubia, con unos ojos azules, ingenuos y grandes. Rex pensaba en ella alguna vez, pero... le gustaba más Elaine.
Esta era una joven de estatura más bien alta, aunque no llegaba a la exageración. Era muy esbelta y tenía algo en la mirada verde de sus grandes ojos, que enajenaba. Aquel pelo tan negro, aquel cutis más bien mate, con el contraste de su mirada, la hacían muy atractiva. Contaba apenas veinticuatro años y tenía en su boca y en sus ojos la madurez de una mujer experimentada. Tal vez por eso resultaba más interesante, por aquel mirar recto de sus ojos, y el parpadeo que a veces los agitaba.
Muchos ojos, congregados en la cafetería, se volvieron hacia las dos mujeres. Rex, asiéndolas por el brazo, se inclinó primero hacia una y luego hacia otra, murmurando:
—Soy el hombre más envidiado de Walsall.
* * *
—He dado de baja a míster Peach.
—¿Qué tiene, hijita?
—Bronquitis aguda. A propósito de bronquitis, papá. ¿Qué sabes tú de míster Evans?
—¿El loco de Max? —rio su padre—. Me hizo gracia su reacción.
—Nunca me la has contado.
—No creí que te interesara, querida mía. A las niñas bien, les repugna un hombre así.
—No, no soy niña bien —rezongó Elaine—. Yo soy un médico.
Paul Adams se inclinó un poco sobre la mesa. El mayordomo, enfundado en su librea negra, contemplaba el cuadro y escuchaba a sus señores sin parpadear. Una doncella servía la mesa silenciosamente. Padre e hija, habituados a aquellos dos postes humanos, impuestos por su madre en vida de esta, apenas si se percataban de su existencia.
—Me satisface que lo seas —susurró Paul Adams, posando su mano sobre los dedos femeninos.
—Gracias. ¿De qué hablábamos?
—De Max Evans.
—Está medio loco. Además, no amaba a su mujer, todos lo sabíamos. Se casó con ella por tener hijos, y tuvo dos. Claro que después, tal vez se habituara a su docilidad.
—¿Por qué sabéis todos que no la amaba? —se asombró Elaine.
—Cuando conozcas a Max, si llegas a conocerle, lo comprenderás.
—Pienso conocerlo en seguida. Está enfermo y se niega a dejarse curar. Creo que yo podré convencerle.
—¿Porque eres mujer? —preguntó burlón el caballero.
Elaine se quedó suspensa.
—¿Crees que me rechazará?
—Por supuesto, si se empeña en ello. No conoces a Max. Es un tipo campanudo, fuerte como un roble. Pero si tú tienes que conocerlo, mi vida —rio divertido—. ¿No recuerdas al viejo jardinero Sam Evans?
Elaine parpadeó:
—¿Sam Evans? Claro que me suena.
—Marchaste de aquí con doce años. Eras una chica muy bonita. Casi tanto como ahora.
—Gracias, papá.
—Sam fue nuestro jardinero durante muchos años.
—Por eso el apellido Evans lo recuerdo algo.
—Max andaba siempre con pájaros. Decía que le gustaba disecarlos. Era un mozalbete espigado y ambicioso. Un día Sam Evans recibió una herencia. ¿Cuánto dinero? Poco, pero lo suficiente para que dejara nuestra casa.
¡Maximiliano Evans...! Claro que sí. Fue el muchacho que le declaró su amor un día que lo encontró en la senda, montado a pelo en un caballo. Claro que sí. Se echó a reír de buena gana.
—¿Qué te ocurre, Ela?
—No, nada, continúa.
—Sam compró una finquita en las afueras. Siempre decía que si algún día tenía dinero, se convertía en un buen ganadero. Él no consiguió gran cosa, pues murió a poco de recibir la herencia. Recuerdo que fui a su entierro y me presentaron al hijo. Se limitó a mirarme de arriba abajo. Cuando le dije que estaba allí para todo cuanto necesitara de mí, te lo aseguro, Ela, me miró de nuevo y sus ojos me mandaron al diablo.
—¿Después? ¿Qué hizo después?
—De una pequeña finca sin ganado, hizo una hacienda con miles de cabezas. Hoy tiene más dinero del que soñó tener Sam en toda su vida. Trabajó como un loco. Dicen que pasó noches enteras labrando las tierras, convirtiendo en terreno productivo, montes selváticos. Al cabo de los años... hizo un millón por cada libra recibida de la herencia. No creas, le costó. Solo un hombre duro como Max, curtido y enfebrecido por la ambición, puede lograr algo así. Empezó por contratar dos hombres. Al cabo de los años, por cada hombre tenía un centenar. Es la hacienda más rica de cuantas existen en el condado de Stafford, y aun en muchos otros condados del país.
—Y se casó...
—¿Por qué no pasamos al salón a tomar café? —preguntó de súbito.
—Bueno —respondió ella levantándose.
Se acomodaron frente a frente, ante la chimenea encendida.
—Nos queda una hora —anunció Paul Adams—. Tú no abres la consulta hasta las cuatro, y yo me iré contigo para las minas. ¿De qué estábamos hablando?
La doncella entró empujando la mesa con el servicio de café. Les sirvió y ambos encendieron sus cigarrillos. Cuando la puerta se cerró tras la doncella, Paul Adams suspiró.
—Cuando estamos solos —comentó feliz—, me siento... otro hombre.
—Hablábamos de Max Evans, papá.
—Diantre, es cierto.
* * *
—¿De veras estás decidida a visitarle?
—Es un enfermo. Según Rex Dove...
—A propósito de este, hijita. ¿Qué hay? ¿Te gusta? Parece que te hace la corte.
—No me gusta, pero aunque me gustara, sabría doblegarme. Silvia está enamorada de él.
—¡Caramba! Silvia es una gran chiquita. Me gusta que la trates con afecto. Si viviera tu madre, no podrías hacerlo. Es hija de la que fue su doncella.
—Los tiempos han cambiado, papá. Hoy a los seres se les trata por lo que son, no por lo que fueron. Silvia merece toda mi consideración y afecto, y se lo profeso sin regateos, e igual hubiera hecho si mamá viviera.
—Magnífico. Dime... ¿Piensas ir a ver a Max?
—Es mi deber. Rex asegura que padece una bronquitis complicada con el corazón. Si falla este, de nada le servirá a Max, haber trabajado tanto. Además tiene dos hijos. Aunque no sea por él, tiene el deber de vivir. Pienso ir a verle hoy mismo, después que cierre la consulta de la empresa.
—¿Y si te tira por la ventana?
—Volveré de nuevo. Max será mucho Max, pero yo soy mucha Elaine Adams.
—Magnífico —rio el caballero—. Ya sé cómo eres tú. Y sé cómo es Max. Nunca pudo verme, tal vez porque no hice rico a su padre. Recuerdo que en cierta ocasión, me dijo con desprecio, que no había hecho otra cosa en la vida que explotar a Sam Evans.
—Tal vez tuviera un poco de razón.
Paul Adams frunció el ceño.
—Hija mía, siempre fui un hombre generoso.
—Pero te olvidaste de considerar a tu prójimo.
—Hum. Sigamos con lo de Max.
—Sí, eso es. ¿Por qué dices que no amaba a su mujer?
—Porque era la antítesis de Max. Frágil, pobre de espíritu. Quieta, sin ímpetu. Ela, Max no es hombre que se conforme con una pasión sin emociones. No creo que aquella pobre muchacha se las hubiera proporcionado.
—Era su esposa y tuvo dos hijos con ella.
—Eso no basta para un tipo como Max. Bueno, de todos modos, tal vez a su manera la haya querido, mas la versión que corre a este respecto, indica todo lo contrario. Él la hizo feliz, eso es bien cierto. La respetó y la lloró a su muerte. Pero yo estimo que Max no lloró a la mujer, sino a la madre. Además, Max está habituado a triunfar en todo. El hecho de que en su vida surgiera un fracaso, no lo asimiló. Pero ¿por qué te cuento todo esto? Tú misma lo irás viendo, si es que te sientes lo bastante valiente para visitarlo sin que te llame.
—Soy médico.
—Hija mía, no te hagas ilusiones. Eres médico, pero también eres mujer. Una mujer muy delicada, muy femenina, muy sensible. Lo primero que hará Max será mandarte al diablo, y no te dirá que te parta un rayo si no le molestas demasiado.
—Observo que le tienes simpatía.
—Verás, cuando salió blandiendo el cuerpo del médico como si fuera un trofeo de guerra, me divirtió mucho. No porque yo sea un desalmado, sino porque el tal médico no tenía de eso ni siquiera la jeringuilla para inyectar.
Paul Adams consultó el reloj.
—Hemos de marchar, Ela.
Ambos dejaron el salón y luego el palacio. En un coche, conducido por Elaine, se dirigieron a la empresa minera.
—Me llevo el auto a la salida, papá. Tengo el mío en el garaje. Si no te importa vendré a buscarte a las seis de la tarde.
—Acepto. ¿Cuándo piensas visitar a Max?
—Tan pronto cierre la clínica. No se le puede permitir a un hombre con dos hijos, que se muera porque le dé la gana.
—Hum.
—¿No confías en mi éxito?
—Por supuesto que no.
—Hablaremos de ello por la noche.
II
Elaine Adams dejó la clínica de la empresa a las cinco en punto. Subió al auto y se dirigió inmediatamente a las afueras. Su padre le había referido muchas cosas de Max Evans, así como Silvia y el mismo Rex, pero Ela consideró que no era suficiente, y con creciente curiosidad se dirigió a su casa, subió a su cuarto y abrió un cajón.
Cuando ella era una muchacha que empezaba a sentirse adolescente, solía escribir todo lo que le ocurría en un cuaderno de tapas de cuero, en cuyo borde había un monograma en oro, con su nombre. Se lo regaló su madre cuando cumplió diez años, y desde entonces, empezó a escribir todo lo que le ocurría cada día.
Se sentó en el borde de la cama y abrió el cuaderno.
Primero escribía sus impresiones con respecto a sus amigos. Después todo lo que ocurría con los criados. Apuntaba también las discusiones de sus padres. Al fin halló lo que buscaba. Encendió un cigarrillo y se tendió en el lecho con complacencia. Le divertía evocar aquella época.
Escribía así:
«Hoy me topé en la senda con Max Evans. Yo apenas si lo conocía. En realidad, sé que era hijo de nuestro jardinero Sam, pero ya no le recordaba. Él venía sobre su caballo, a pelo. Vestía un pantalón de montar, altas polainas, y el busto lo llevaba cubierto por una camisa parda, desabrochada hasta la cintura. No me pareció un muchacho correcto. ¿Cuántos años tendrá Max? Bastantes más que yo, pero aún no es un hombre, ni mucho menos. Hoy me sentía un poco confusa ante él. Yo iba a buscar a Jean, mi amiga, y tropezarme con Max no tenía nada de particular, si bien su forma de mirarme me desconcertó.
»—Está creciendo, señora Ela —me dijo de pronto.
»Yo, debí parpadear, no lo recuerdo bien.
»—¿Sabes que tienes... unos hermosos ojos? Dicen que te vas a Londres, a estudiar el Bachillerato. También oí decir que quieres ser médico. ¡Qué ridiculez!
»Yo me sentí humillada. Era cierto. Me iba a Londres al día siguiente y estaba muy satisfecha de marchar. También era cierto que pensaba ser médico. Era la ilusión de mi vida. Claro que quizá para cuando terminara el Bachillerato, se esfumara aquella ilusión. De todos modos, a aquel descarado labriego no le importaba en absoluto lo que yo hiciera en el futuro.
»Max, entretanto yo pensaba todo esto, bajó del potro. Traía una fusta en la mano, sin cordón. Era un palo seco en realidad. Avanzó hacia mí con paso lento. Me asusté, pero no sería yo hija de papá, a quien tanto admiro, si permitiera que un tipo semejante me intimidase.
»Así pues, le hice frente.
»—Déjame pasar —le dije—. O te doy una bofetada.
»Me miró burlón. Recuerdo que tiene unos ojos grises como el acero, y su rostro es atezado, moreno y si cabe sucio; me parecieron extraordinarios. Claro que yo no sé aún muy bien lo que significa la palabra extraordinario, refiriéndose a los ojos de los hombres. Cuento solo doce años. Pero papá siempre dice: Eres muy hermosa, Ela. Tienes doce años y parece que has cumplido dieciséis.
»—Eres valiente —me dijo Max—. Me gusta. ¿Por qué no dejas esa estupidez de ser médico y te casas conmigo? Cierto que yo no soy millonario aún, pero te prometo que lo seré. ¿Sabes una cosa, Ela? Me gustas mucho. Por las noches, cuando apoyo mi cabeza cansada en la almohada, sueño contigo.
»—Oye... o me dejas pasar...
»—Bueno, bueno, no te pongas así. ¿Tiene algo de particular que te pida en matrimonio? Tengo diecinueve años... —aquí recuerdo que bajó la voz—. ¿Y, sabes una cosa? Ya sé lo que son las mujeres. ¡Vaya si lo sé!».
Ella hizo un alto en la lectura. Era divertido todo aquello. En aquella época no comprendió lo que Max quiso decir. Ahora vaya si lo comprendía. Entrecerró los ojos y evocó la figura arrogante y ruda del hijo de Sam. En efecto, tenía aspecto de conocer a las mujeres. Seguro que ya las conocía bien en aquella época. Tenía una mirada dura, una boca relajada, una frente pensadora y unos modales poco cuidados, pero extremadamente viriles.
Siguió leyendo:
«—Ya sé que eres una joven distinguida. Sé también que tus padres te envían al mejor pensionado de Inglaterra. Pero al fin y al cabo, por mucho que quieran hacer de ti, tendrás una hora en la vida en que solo serás mujer. Y para las mujeres, Ela, solo se necesita un hombre».
Vaya lengua que usaba Max entonces —sonrió Ela un poco impresionada—. Seguro que me quedé con la boca abierta sin comprenderlo. Pero ahora...
Continuó la lectura. Ya faltaba poco.
«—Así que ya sabes. Pese a mi rudeza, para ti sería un tipo exquisito. No te doy palabra de lograrlo, pero al menos... ¡Hum! ¿Qué dices? Cásate conmigo y serás feliz.
»—Aparta —grité yo—. Aparta.
»Y entonces ocurrió algo muy extraño. Max me asió por la cintura, me dio una vuelta, como si fuera una pluma, me dobló contra sí y me besó en la boca. Fue algo espantoso. Eché a correr y Max quedó riendo. Tardé mucho tiempo en olvidar aquel incidente. Durante noches enteras (jamás dije a nadie lo que me había ocurrido en mitad de la senda) me las pasé despierta pensando en aquel beso. No he vuelto a ver a Max. Mañana marcho al pensionado y todo queda aquí. Mi cuaderno infantil, mis ilusiones de niña y el recuerdo de Max Evans. Adiós».
Lo cerró, lo ocultó en el cajón y salió de la alcoba. Al subir al auto nuevamente, murmuró para sí:
—Ahora ya sé mejor quién es Max Evans. Es curioso. Jamás me ha besado nadie. El único recuerdo que guardo, ya confuso por cierto y despertado ahora por los acontecimientos, es el beso pecador de Max.
Se alzó de hombros.
Ella no era mujer en aquel instante. Solo era médico, y tenía el deber de ayudar a un enfermo.
* * *
Al cruzar la calle principal vio a Rex Dove salir de una casa. Dentro el auto a su lado.
—Ela —exclamó Rex asomando la cabeza por la ventanilla—. ¿Dónde vas?
—A la finca de Max Evans.
Rex lanzó un silbido.
—¿Te llamó?
—No.
—Entonces..., ¿por qué vas?
—No se le puede permitir a un hombre morir así.
—Vuélvete, Ela. Tú no sabes con quién vas a enfrentarte. Igual salta desnudo de la cama y te tira por la ventana, como hizo conmigo la primera vez que le Visité, requerido por Ama.
—Me arriesgaré.
—Oye, oye, que no te lo permito. Eres médico, pero también eres mujer.
—Y por serlo debo permitir que un hombre que no razona se muera, ¿no? Mi querido Rex, me he enfrentado ya con casos extraños.
—Nunca parecidos a este.
—Te lo diré cuando regrese. Espérame en California. Puede que encuentres allí a Silvia cuando cierre la consulta.
—Tú no debes abandonar tu consulta a estas horas.
—Silvia se encargará de ella por una hora. Hasta luego, Rex.
El auto, un «Cadillac» impresionante, se lanzó calle arriba. Al instante desapareció en el recodo que tomaba la carretera general. Rex apretó los puños. Sería cosa de ir tras ella. No se fiaba de Max ni de la paciencia de Ela, pues aunque sabía que tenía mucha, con respecto a Max la perdía un santo.
* * *
Elaine detuvo el auto ante la casa. Descendió y miró en torno a sí. ¡Bonito lugar! Imaginó aun sin proponérselo, la casa que años antes habría comprado el padre de Max con el importe de la pequeña herencia. Aquella casita quedaba ahora en un ángulo de la cerca, pero en medio de esta se alzaba una casa-palacio, baja, de estructura apaisada. No tenía más que un piso, pero este debía ser muy grande, porque en todas las fachadas había ventanas, y además tomaba buena parte de la cerca.
Ela dejó de contemplar el panorama, desolado en aquella época del invierno, y vio, no lejos de la casa, a dos niños jugando: El niño era fuerte y la niña más frágil. Al verla a ella, avanzaron tímidamente.
—Vosotros sois los hijos de míster Evans —dijo Ela con cierta ternura, muy propia de ella cuando trataba con niños.
El chiquillo asintió con un movimiento de cabeza.
Desde el interior se oyó la voz de una mujer.
—Oliver, Susan, ¿dónde os habéis metido?
—Es Ama —dijo la niña asiendo la mano de su hermano—. Vamos, Oliver.
Los dos echaron a andar.
Elaine aún no se atrevió a dar un paso. Miró de nuevo en torno a sí. Bajo el cobertizo había un jeep, y no muy lejos dos caballos. En la empalizada, al otro extremo, mugían animales. Dos hombres los marcaban. Calentaban el hierro en una hoguera que chispeaba de vez en cuando, debido a las gotas de agua que caían, y marcaban las reses. No muy lejos de estos, otro hombre herraba un caballo. Y aún más lejos, dos mujeres lavaban en una especie de lavadero.
Elaine giró en redondo y se dirigió a la entrada principal de la casa.
Se topó con una mujer ancha, de baja estatura y sonrisa bondadosa, en la que brillaba en aquel instante una chispa de creciente curiosidad. Tal vez, pensó Elaine, los niños la advirtieron de su presencia.
—Buenas tardes —saludó la mujer—. ¿En qué puedo servirla, señorita?
—Soy Elaine Adams. Médico.
La mujer puso expresión de espanto.
—¡Oh! —exclamó—. No vendrá usted con el fin de ver a Max, ¿no?
—Con ese fin vengo. El doctor Dove me rogó que lo hiciera, pues él no puede venir.
La mujer (Ama sin duda), miró en todas direcciones, como si temiera ser vista o escuchada.
—Será mejor que se vuelva —cuchicheó—, Max no quiere médico.
—Pero está enfermo.
La mujer hizo un ademán, como diciendo: «Claro que lo está, ¿pero qué quiere que haga yo?».
—Permítame que pase.
—Después se desatará en improperios contra mí, señorita Adams.
—Eso no debe preocuparla. Lo peor son los niños. Si Max Evans no se cura, se morirá, y los niños quedarán huérfanos.
Era una razón obvia que no necesitaba mencionar ante Ama. Ella ya sabía el resultado en caso de ocurrir una desgracia, pero Max... no quería saber nada de médicos. Había estado preso veinte meses y un día por culpa de uno...
—Le aconsejo que dé la vuelta y se olvide del camino de esta casa. Yo le pongo compresas frías en la cabeza y le doy caldos. Es fuerte. Se curará así.
—Pero se quedará enfermo para toda la vida. No, Ama...
—¿Sabe usted quién soy? —preguntó la mujer asombrada.
—Rex Dove me lo dijo. Ya sé que durante la ausencia de Max se dedicó usted a los niños.
—Era mi deber.
—No todo el mundo entiende bien el deber.
—Bueno —atajó Ama—. Será mejor que se vaya.
Ela dio un paso al frente.
La mujer la miró con admiración. Era una muchacha preciosa y vestía como una princesa. Además olía a jazmín. Vestía un modelo de tarde que asomaba por el abrigo medio abierto. Calzaba altos zapatos. Peinaba la melenita con las puntas vueltas hacia afuera, y su aspecto, sumamente distinguido, impresionó a la sirvienta de Max.
—No me diga después —dijo ahogadamente— que no la advertí.
—Gracias, Ama. Dígame dónde queda la alcoba de su amo.
—De frente. Ya encontrará una puerta.
—Veo muchas.
—De frente solo tiene una.
—De acuerdo.
Y echó a andar.
Llevaba el maletín de piel bajo el brazo y sus piernas no vacilaban. Muchas veces, durante sus prácticas en Estados Unidos, cuando hacía el doctorado, para lo cual estuvo interna dos años, se encontró en situaciones parecidas. Hombres y mujeres que tenían fobia a los médicos y en vez de someterse a sus cuidados, se ponían a gritar como energúmenos.
Empujó la puerta y esta cedió. Casi inmediatamente, la mole humana que había tendida en el lecho, quedó sentada en él.
—¿Qué pasa? —gritó Max despavorido—. ¿Quién es usted? No vendo reses. ¿Viene a comprar? No vendo.
Ela penetró y cerró la puerta tras de sí. Al evocar subconscientemente la figura del muchachote que le dijo años atrás si se casaba con él, apenas si pudo asociarla a este hombre barbudo, fiero, de mirada brillante. Este hombre era infinitamente más bravo que aquel jovenzuelo de mirada ardiente y voz de fuego.
—Soy Elaine Adams —dijo ella deteniéndose ante el lecho.
Max tenía los ojos casi ocultos bajo el peso de los párpados.
—Elaine..., ¿qué? ¿Y a mí qué rayos me importa? Largo de aquí. Largo.
—Soy médico.
Fue como si le dijera que era el mismo diablo y venía a por él. Ni corto ni perezoso, sin pensarlo un segundo, Max se destapó. Estaba en calzoncillos, y Ela, a su pesar, se sintió momentáneamente cohibida. Max intentó saltar del lecho, pero Ela se inclinó hacia él tratando de impedirlo. Todo ocurrió en un segundo. Max saltó del lecho, asió a Ela por los brazos, abrió la ventana de un cabezazo y la lanzó fuera como si fuera una pluma.
Los criados, que seguramente esperaban la reacción de Max, se hallaban bajo la ventana, formando un parachoques con los brazos entrelazados. Y Ela, que ya se veía estrellada contra el suelo, se encontró en los brazos generosos de los criados.
Se oyó un seco golpe y todos miraron hacia arriba. Max acababa de cerrar la ventana de un puñetazo.
Ama estaba allí, entre los criados, lo que hizo suponer a Ela que fue la que dio la voz de alarma:
—Supongo —dijo cuando Ela logró quedar en pie ante el grupo— que ahora ya se habrá dado cuenta de lo que quise decirle cuando intentó entrar en la alcoba.
Ela echó los cabellos hacia atrás. Había en su boca un rictus voluntarioso. Ella no era Rex.
—¿Y mi cartera? —preguntó, mirando en redondo.
Un criado se la entregó con una débil sonrisa.
—Está aquí, señora.
—Gracias.
La colocó de nuevo bajo el brazo. Sintió sobre sí las miradas burlonas de los criados.
—¿Quieren ustedes seguir haciendo de puente o parachoques? —preguntó quitándose el abrigo—. Me estorba —añadió tirándolo sobre el capot del auto—. Puede ocasionarme una caída involuntaria.
—Señorita Adams —se alarmó Ama—. No pensará... usted volver allí.
—Sí. A menos que se cierre por dentro, y no creo que un tipo como Max Evans, sea tan vulgar como para cometer una cobardía.
—No se lo puedo permitir —se alarmó Ama mirando a los criados, como si buscara en ellos un apoyo—. No pueden permitir ustedes que Max acabe con esa bonita criatura.
—Si ella quiere... —rezongó un criado.
—Gracias, amigos míos —dio Ela, y se dirigió de nuevo a la casa.
Los criados se miraron entre sí. Eran diez en total, y parecían súbitamente asombrados.
—¿Es que va a entrar otra vez? —preguntó uno de los más viejos.
—Eso es.
—Hum —miró a sus compañeros—. Preparados, muchachos.
Y se colocaron bajo la ventana, con los brazos enlazados.
* * *
Ela apretó los labios, gesto en ella habitual cuando se disponía a desafiarse a sí misma.
—Venceré —dijo para sí—, o me quedo aplastada en el jardín.
Avanzó resueltamente. Le dolían un poco los huesos. Ser lanzada por la ventana de cualquier manera, aunque esta estuviera baja, no era ni mucho menos saludable, pero aguantaría el dolor lo que fuera preciso.
Empujó la puerta. Tal como supuso, esta cedió al instante. Max, que se hallaba de cara a la pared, dio la vuelta como si lo pinchara un animal venenoso. Al ver a la joven, se notó en él como un conato de asombro. Y a la vez, Ela observó que tenía mucha fiebre. Dejó la cartera sobre una silla y avanzó hacia la cama.
—¿Otra vez aquí? —gritó Max enfebrecido—. ¿Qué pretende usted, joven?
—Curarle.
Como fulminado por un segundo rayo, Max se sentó en el lecho. Esta vez no saltó de él inmediatamente, pero ella supo que no tardaría en hacerlo.
—Óigame bien —la apuntó con el dedo enhiesto—, o se larga por esa puerta por sus propios pies, o la tiro de nuevo por la ventana, y esta vez lo haré con mayor fuerza. No permitiré que ningún médico toque mi cuerpo con sus sucias manos.
Ella no respondió. Lo conveniente era hacerle hablar, para que se fatigara más. La fiebre hacía brillar, sus ojos como hogueras y en la boca se le notaba un calor casi insoportable.
«No creo que este hombre esté enfermo del corazón», pensó. «Sin duda Rex está equivocado. Todos los síntomas son de una fiebre alta y una fatiga debidas a la bronquitis».
Max debió verla distraída o ausente, porque sin pensarlo un segundo, saltó de nuevo de la cama, asió a Elaine por un brazo y esta vez no se molestó en sujetarla por los dos, lo que ocasionó a la joven un agudo dolor en el brazo retorcido. Pero Ela no se quejó. Salió volando por el aire, y con un suspiro fue a caer de nuevo en los brazos de los criados, los cuales, esta vez, la recogieron con mayor respeto. Depositaron a Ela en el césped y casi inmediatamente la cartera de piel cayó a sus pies.
La recogió y miró hacia arriba. Max ya no estaba en la ventana. Hubo un silencio en el grupo. Los dos niños, sentados sobré el tronco de un árbol, presenciaban mudamente la escena.
Y fue entonces cuando Rex hizo su aparición en escena. Miró a Elaine con cierta piadosa sonrisa. Esta lo miró a su vez fijamente.
—No me ha vencido aún, Rex. Vuelvo allá.
Rex se plantó ante ella.
—Eso sí que no. No puedo consentirlo. Subiré arriba y le romperé la cara a Max Evans.
Los criados emitieron una risita. Miraron a Rex con ojos piadosos. Él no pudo por menos de imitar su sonrisa. Rex, nervioso, se miró a sí mismo.
—¿Qué pasa? —preguntó retando a los criados.
Ninguno respondió. Pero la mirada de sus ojos, fijos en la fragilidad masculina de Rex, pues aun con ser un hombre arrogante, junto a Max era un muñeco, era harto elocuente.
Ela sonrió también.
—Allá voy.
—Ella...
—No habrá quien me detenga, Rex.
Rex limpió el sudor que perlaba su frente. Los criados miraban a Elaine como si esta fuera poco menos que una heroína. Ela, indiferente, con la mano en la cadera, pues le dolía horriblemente, se dirigió a la casa. Rex ya no trató de detenerla.
Ela apenas si ya podía andar, pero penetró firme en la alcoba de Max. Este, tendido en la cama, consumido por la fiebre y el cansancio, fatigosa la respiración, se quedó quieto, mirándola fijamente. Ela supo que apenas si la veía. Aún hizo intención de incorporarse, pero cayó pesadamente sobre la almohada. Entonces la joven, jadeante, sacó la jeringuilla, preparó el antibiótico y aplicó la aguja al brazo masculino.
Max Evans la miró rencoroso.
—Hoy pudo usted —dijo en un silbido—. Pero esto no termina aquí. Por mil demonios que no.
La pobre Ela se dejó caer en una silla junto a la cama y apretó la cabeza, después las caderas, y luego cruzó los brazos en torno al pecho, haciendo crujir todos los huesos.
—No tiene usted —dijo entre dientes— bastante cerebro para vencerme, Max Evans. Puede que tenga fuerza, pero eso no es suficiente. Esta noche volveré y espero que no pueda tirarme por la ventana, porque la fiebre le tendrá postrado ahí, como a cualquier ser humano indefenso. ¿Quién demonios se cree que es usted?
Max cerró los ojos. Indudablemente no tenía fuerzas para responder.
Cuando Ela se puso en pie, vio en la puerta de la alcoba apiñados a todos los criados. Y tras ellos el rostro asombrado, muy pálido, de Rex.
III
Paul Adams reía alegremente.
Rex, humillado, se sentaba junto a la joven. Paul Adams paseaba por el lujoso salón, con las manos tras la espalda.
—Ela —exclamó regocijado—. Eres una muchacha valiente. Digna hija mía. Hiciste muy bien. Si vinieras diciéndome que permitiste que Max te venciera, me sentiría humillado.
—Pero, míster Adams, Ela estuvo a punto de morir estrellada.
Ella es fuerte, amigo Rex. Como yo. Me siento orgulloso de ser su padre.
—Parece tener muy poco en cuenta, que es una mujer.
—¿Es que las mujeres, por el simple hecho de serlo, van a ser cobardes, amigo Rex?
—Su fragilidad...
—La fuerza cerebral supera a la muscular. Te felicito, hija mía.
El pobre Rex marchó mohíno. Esperaba que Paul Adams regañara a su hija por aquella tenacidad, y hete aquí que, en vez de eso, aún la felicitaba.
—Es un infeliz —comentó el padre de Ela cuando Rex se fue—. Apuesto a que estaba muerto de miedo.
La joven no respondió. La verdad, se sentía agotada. Le dolían los huesos.
—Papá, ¿quieres hacerme un favor? Llama por teléfono a Silvia y dile que venga preparada para darme unos masajes. Necesito dos baños. Uno caliente y otro frío. Creo que esta misma noche podré volver a ponerle una inyección al irascible hacendado.
Minutos después, Silvia daba un sabio masaje a su jefa y amiga.
—No debió exponerse tanto, Ela.
—Hum.
—¿Duele?
—Es un gran consuelo el masaje. Por la nuca, Silvia.
—Max es como un toro.
—En fuerza nada más.
—¿Qué te pareció?
—Eso. Un toro.
—Creo que esto ya está, Ela. Ahora dese un buen baño.
Minutos después, Ela bajó al salón donde se hallaban su padre y Silvia.
—He quedado como nueva. ¡Ay! —exclamó al dar un paso—. Me parece que va a dolerme el cuerpo una temporada.
Paul Adams y Silvia se echaron a reír.
—Si pidieras una taza de café para mí, papá...
—Claro que sí, hija, al instante.
—Obrará en mí como un estimulante. ¡Oh...! Qué tipo más fuerte.
—Ya sé que Rex... —susurró Silvia tímidamente.
—Rex se ha comportado como debía —indicó Ela atajándola—. Los hombres no pueden contenerse como nosotras, y a la segunda vez que Max intentara tirarlo por la ventana, le hubiera propinado un puñetazo y es seguro que lo hubiera echado todo a perder.
—¿Usted cree? —preguntó Silvia esperanzada.
—Estoy segura.
Paul Adams desde el umbral emitió una risita sardónica. Pero no dijo por qué.
Cuando padre e hija quedaron solos, ya anochecido, el caballero comentó:
—Supongo que no volverás hoy a casa de Max.
—Pienso volver. Me toca la segunda inyección a las doce de la noche.
—Pero... a esa hora...
—Papá, soy un médico.
Míster Adams rezongó algo entre dientes. En voz alta dijo de mala gana:
—No siempre puedo olvidar que eres mujer.
* * *
Ama la esperaba en la puerta. Al verla llegar avanzó hacia ella anhelante.
—¡Ha vuelto! —susurró—. No tenía muchas esperanzas.
Ela se echó a reír.
—¿Debido al magullamiento?
—Y a que no es plato de gusto para una mujer como usted, que no necesita ejercer la profesión.
—Yo necesito ejercer la profesión, Ama —dijo mansamente, con cierta dulzura—. No por el dinero que pueda ganar con ella, sino por mi vocación.
—Los criados se han quedado mudos de asombro. Nunca creyeron que resistiera usted tanto.
—¿Cómo sigue nuestro toro bravo?
—Lanzando improperios. Creo que volverá a tirarla por la venta.
—¡Ca! Eso ya no le servirá de nada, y él lo sabe. Además está tan rendido como yo. Más aún, porque él tiene una fiebre alta. Vamos, Ama. Aunque creo que será mejor que usted se quede aquí.
—Estoy asustada.
—¿Y los niños?
El Ama hizo un gesto vago.
—Les ha divertido mucho cuanto ocurrió esta tarde. Se han dormido temprano. Mañana a las siete ya estarán en pie dando la lata.
—¿No van a la escuela?
—¡Qué va! Su padre dice que tienen tiempo. Además, como odia a todo el mundo.
—Ya se le pasará el odio.
* * *
Max Evans dormía plácidamente. Una lámpara portátil despedía un tenue haz de luz. Iluminaba sus facciones. Eran rudas, por supuesto, pero así, dormido, tenían una extraña ingenuidad, una suavidad casi impresionante, como la del niño inocente.
Sonrió a su pesar y avanzó sigilosa con la jeringuilla dispuesta. Max tenía los brazos fuera del embozo. Ela tiró de este con cuidado y antes de que Max pudiera percatarse de su proximidad, le introdujo la aguja en el muslo.
Max dio un salto y quedó sentado en la cama, mirándola despavorido. Al pronto no debió comprender lo ocurrido. Después lanzó sobre ella un manotazo, pero no pudo alcanzarla.
—Si no se va —gritó enfurecido— la meto en la cama conmigo.
A su pesar, Ela se ruborizó. Era un médico, conocía bien su profesión, sabía mucho más del cuerpo humano y los sentidos que cualquier otra persona ajena a la profesión, pero al fin y al cabo era mujer, y aquel coloso la imponía, pese a todo lo ocurrido aquella tarde.
—¿Me oyes bien, joven? Si no te vas... te meto aquí —y palpó la cama—. Y después con lo que ocurra, te tiras por la ventana tú sólita.
—Es usted un bocazas, Max.
—Escúchame bien... No quiero saber nada de médicos. No creo en ellos. A decir verdad no creo en nada. Ni en Dios, ni en ustedes, ni en mis criados ni en toda la ciudad. Solo creo en las plantas, en las flores, en los pájaros, en la tierra...
—No creo que los seres humanos tengamos la culpa de que uno de ellos haya cometido un error con respecto a su mujer.
—No quiero que la nombre.
—Max, no he venido a discutir con usted. He venido a curarle y pienso lograrlo aunque usted no quiera.
Max la miró de arriba abajo. Por lo visto ya no pensaba tirarla por la ventana.
—Es usted hermosa —rio él groseramente—. Si vuelve a pincharme la tomaré por la cintura y la besaré.
—Ya lo hizo una vez.
Max quedó un segundo desconcertado.
—¿Yo...? ¿Besar yo a una cosa como usted?
—Sí, por cierto —se apresuró a decir Ela, satisfecha de hacerle hablar casi normalmente—. Y no solo me besó. Además, me pidió que me casara con usted.
—¿Yo...? ¿Yo, besar a la hija del indeseable Paul Adams?
—¿Por qué indeseable? ¿Porque trató bien a su padre?
—Porque lo explotó durante los mejores años de su vida.
—No sea necio, Max. Baje de las nubes. Mi padre nunca trató mal a nadie. Y aunque lo haya tratado, usted, su hijo, el hijo de nuestro jardinero Sam, me declaró su amor y me besó.
—¿Dónde?
—En la boca —dijo a regañadientes.
—No diga memeces, Elaine. ¿No se llama así?
—Así me llamo.
—Pues le repito que no digas memeces. Yo no beso a niñas bien como usted.
—Yo tenía doce años entonces.
—¡Mucho recuerda usted para ser yo un patán y usted una joven distinguida!
—Hay cosas, como usted dijo en aquella ocasión, que los hombres y las mujeres, por encima de su profesión y de su condición social, no olvidan nunca.
—¿Le... gustó?
—No sea grosero. ¡Qué iba a gustarme! Me humilló usted.
—Y por eso viene ahora a curarme. ¿Qué pretende? ¿Que cuando esté fuera de esta maldita cama le haga el amor?
Elaine consideró que para ser la primera vez, ya le había hecho hablar bastante. Tomó su cartera de piel y consultó el reloj.
—Es la una de la noche. Buenas noches.
—Espere un instante.
Elaine se dirigió a la puerta sin volver la cabeza, y salió sin mirarlo.
Max apretó los puños, cerró los ojos, y al rato quedaba dormido plácidamente.
* * *
—No insistas, Rex.
—Tomo el caso.
—Te he dicho que no. Esto es asunto mío.
—¿Sabes a lo que te expones?
—Naturalmente. A que un día, cuando me vea llegar y se sienta ligero de fiebre me tire otra vez por la ventana. Lo soportaré.
—Escucha, Ela. Yo te amo.
Ya lo sabía. Lo miró sonriente.
—Yo no te amo a ti, Rex, y bien lo sabes. Somos dos médicos, nos tratamos como amigos. No habrá nunca nada sentimental entre tú y yo. Quiero que lo sepas.
—¿Por qué?
—Porque no te amo. ¿No es una razón convincente?
—Es una razón, por supuesto, pero no estoy seguro que sea convincente.
Silvia entró en aquel instante.
—Doctor Dove —dijo humildemente—. Tiene a los enfermos esperando en la acera de su casa.
—Bien, bien. No me explico por qué madrugan tanto —gruñó—. Hasta luego.
Salió corriendo.
Ela vistió su bata. Silvia se la abrochó.
—¿Cómo van los huesos?
—Peor. Me duelen más que ayer, pero ya lo tenía previsto.
Atendieron a los clientes, casi todos ellos pertenecientes a los suburbios, durante buena parte de la mañana.
A las doce, Ela se quitó la bata. Vestía una falda de grueso paño, ceñida a las perfectas caderas, y un suéter de cuello en pico, por donde asomaba un pañuelo de seda natural. Aquella mañana calzaba zapatos bajos. Puso una gabardina, la ató a la cintura y asió la cartera de piel.
—Voy a la finca de Max Evans, Silvia —dijo sonriendo—. He de darle la última inyección.
—¿Quieres que vaya yo?
—A ti te tiraría por la ventana, como hizo conmigo. Ahora, prefiere decirme groserías.
—Pero...
—Estoy preparada, Silvia. No te preocupes. Las soportaré estoicamente.
Subió al auto y minutos después se hallaba ante la casa de Max.
Y cuál no sería su asombro, al verlo en mangas de camisa, cargando un saco de heno.
—Max —gritó exasperada—. Max.
Él volvió la cabeza. Visto así, con aquellos pantalones de montar, el tórax casi al desnudo, pues llevaba la camisa desabrochada, más que un hombre convaleciente, parecía un tarzán.
No se había peinado ni afeitado, lo que le daba un aspecto casi salvaje. Al ver a la joven dejó la rastrilla clavada en la hierba seca y se acercó a ella con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza un poco ladeada. A su pesar, Ela evocó al joven que la besó en la boca hasta hacerle daño. También entonces ladeó la cabeza. Debía ser una costumbre muy de Max.
—Bueno —gritó Max—. ¿A qué viene? ¿No ve que ya estoy bien?
—Tiene usted por lo menos treinta y nueve grados de fiebre.
—¡Vaya!
Los dos niños, sentados en la hierba cerca del carro, contemplaban la escena con los ojos muy abiertos. Ela lanzó sobre ellos una mirada conmiserativa.
—¿De qué le vale a usted —preguntó sin poderse contener— tener tanto dinero? Mire a sus hijos. Van a crecer llenos de complejos.
—Yo estuve buena parte de mi vida observando cómo mi padre era un esclavo en su casa, y como podrá ver no tengo ningún complejo.
Ela no pudo por menos que emitir una risita.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se ríe de ese modo?
—Porque está usted cargado de ellos. ¿Cree que si no los tuviera, sentiría esa fobia hacia los médicos? ¿Cree que culparía a todo el mundo de la muerte de su mujer?
Por toda respuesta, Max la asió del brazo y la llevó hasta la cancela. Allí le dio un empellón, y Ela, verdaderamente asustada, cayó contra el motor del auto.
—Váyase —gritó exasperado—. Largo de aquí.
Y olímpicamente le dio la espalda.
—Que le cure el diablo, Max —gritó ella—. No pienso volver por aquí.
—Eso es precisamente, lo que deseo —dijo Max sin gritar.
Ela subió al auto y lo puso en marcha. Pensó que no merecía la pena discutir con Max. Ya estaba levantado. Tal vez su fuerte naturaleza venciera al mal que le quedaba. Además, los antibióticos administrados harían su efecto, o lo estarían haciendo.
* * *
Aquel mismo día, a la hora de comer, le decía a su padre:
—No pienso volver a casa de Max.
—¿Te ha tirado de nuevo por la ventana?
—Cuando esta mañana fui a su casa, ya estaba levantado: En mangas de camisa, cargando un carro.
—Está loco.
—Yo creo que está cuerdo, pero...
Míster Adams levantó vivamente la cabeza y miró a su hija interrogante.
—¿Qué pasa, Ela? ¿Qué crees tú de todo ese tinglado que armó Max en torno a sí?
—Está dolido. Eso es lo que está, pero para un hombre del temperamento de Max, confesarse eso sería tanto como pedirle que vaya a la iglesia. A propósito de esto, papá. ¿Nunca fue a la iglesia?
—Que sé yo. A decir verdad, nunca pensé en ello. Él se casó. Y los casó un sacerdote, de eso estoy bien seguro. Su mujer era expósita. La criaron monjas. Era católica.
Ela miró atentamente a su padre.
—¿Expósita? ¿Quieres decir que carecía de familia?
—Sí. Estaba sirviendo en una casa vecina a la de Max.
—No comprendo cómo Max pudo casarse con una mujer anónima.
—Yo sí.
—¿Cómo? ¿Tú sí? ¿Por qué?
—Trataré de explicarte, hija, aunque yo no he estudiado nunca los caracteres humanos. Por tanto, no creo conocer mucho a Max, pero es obvio está resentido con todo el mundo, con todo el género humano. Eligió esa mujer y la quiso a su manera, porque no te quepa la menor duda de que, si bien no la amó, la quiso mucho.
—De acuerdo. Continúa. Por lo que observo, ambos vamos a converger en el mismo punto.
—Puede que sí. Hay seres que crecen y se hacen hombres en un afán loco de ser como aquellos a quienes admiraron. Debido a sus muchos complejos, buscó una mujer que no pudiera deslumbrarlo, pero a quien él estaba seguro de deslumbrar. Muerta su mujer, y observando que los que conocíamos su desgracia le compadecíamos, se fue de nuevo contra la humanidad sin medir distancias ni diferencias. No quiso, pues, nuestra compasión. Ahora se siente enfermo. ¿Te das cuenta de lo que eso supone para un tipo tan campanudo como Max Evans? Otro trallazo moral. Y encima, un médico que es mujer. Te aconsejo, hija mía, que no vuelvas a verle. Allá él. Ya está curado, ¿no? Has logrado doblegarlo al menos por una vez, ¿no es así?
—Lo es.
—De acuerdo. Ten presente que Max no te perdonará jamás lo que has hecho —consultó el reloj—. ¿Te parece que pasemos al salón a tomar el café? Después te llevo al teatro, si es que te vistes en un instante.
—Entonces tómate el café, mientras yo me visto.
* * *
A decir verdad, solo de vez en cuando, en aquellos tres días transcurridos, pensó en Max Evans. Era de suponer que la fiebre había desaparecido, puesto que Rex no volvió a mencionarlo.
Trabajó con el mismo ahínco de siempre. Visitó enfermos, asistió a fiestas y departió con sus amigos en el club de golf.
Pero una noche, cuando aparcaba el auto frente a su casa, vio dos sombras, una hacia afuera de la puerta, suplicando, y otra hacia dentro.
Mientras se dirigía a la puerta de servicio con el fin de saber quiénes eran aquellas personas, oyó la conversación un tanto acalorada, que ambas tenían.
—Le digo a usted que no está. ¿En qué tono he de decírselo para que me crea?
—Dígame al menos dónde podré hallarla.
—¿Y yo qué sé? ¿Cree usted que la señorita Elaine dice a los criados a dónde va?
—Oígame —dijo la voz de Ama. Elaine la reconoció perfectamente—. Mi amo está muñéndose. Ella es la única que sabe lo que tiene.
—No creo que se pierda gran cosa porque se muera su amo —gruñó el criado.
Quedó con la boca abierta, pues Elaine ya estaba ante ellos. Miró al criado severamente y asió con ansiedad la mano de la criada de Max.
—¡Oh, señorita Ela! ¡Oh, ha aparecido usted!
—Así es. Cierre la puerta, Rico —dijo al criado—. Dígale al señor que he ido a casa de míster Evans. Y usted... ya me explicará por qué ha sido tan incorrecto. Vamos, Ama —añadió mirando a esta—. Ya me contará por el camino lo que ocurrió.
La llevó con cuidado hasta el auto, asida del brazo, y una vez puso el vehículo en marcha, preguntó:
—Vamos, Ama. ¿Qué pasó?
—El día que usted estuvo allí —susurró Ama con amargura— lo pasó trabajando como un loco. Se diría que pensaba realizar él el trabajo de todos los criados juntos. A la mañana siguiente, si bien yo vi que estaba congestionado, él se tiró de la cama y a trompicones trabajó durante todo el día. Por la noche estaba rendido. No quiso comer. Y hoy, cuando subí a su cuarto, en vista de que él no bajaba, lo encontré en la cama chillando. Decía unas cosas muy raras.
—¿Por qué tardó usted tanto en llamarme?
—Llamé al doctor Dove, pero no estaba. Entonces busqué a otro de la ciudad, y dijo que quedaba muy lejos.
—Debió usted pensar en mí desde el primer instante.
—Tuve miedo de que la tirara otra vez por la ventana.
—La ventana es baja, querida Ama —rio Ela suavemente—. No me hubiese matado.
—Aun así.
—¿No llamó a otro?
—Sí. Al doctor Gerald, no sé cuántos. Vive al otro lado de la avenida residencial.
—Sé quién es.
—Le visitó esta tarde, hace apenas unas horas. Max no movió un pie. Estaba totalmente inconsciente. El doctor Gerald parecía muy asustado. Me hizo preguntas. Yo le dije que le habían visitado usted y el doctor Dove. Entonces, ¿sabe usted lo que me dijo?
—Me lo supongo —admitió con una sonrisa—. Que nos buscara a nosotros.
—Eso mismo. ¿Por qué?
—Porque debió encontrarlo muy grave —dijo apretando el acelerador—. Vamos a pasar por mi consulta a coger unas inyecciones.
Detuvo el auto ante la consulta. Entró y salió casi inmediatamente. Subió al auto, lo puso en marcha y ya no hizo más preguntas. Entró por la puerta del patio y fue a detenerse ante la casa. Varios criados se acercaron.
—¿Qué pasa? —preguntó Ama ansiosamente—. ¿Y los niños?
—Los acostó Jim. El amo no cesa de dar gritos. Habla de su mujer, de sus hijos, de los médicos y de las reses.
—Delirando —dijo Ela corriendo escaleras arriba.
Nada más verlo, comprendió que la gravedad era extrema. Preparó la jeringuilla, inyectó, y al mismo tiempo pidió a Ama, que estaba tras ella, un vaso de agua. Le administró un calmante.
—Traiga un recipiente con agua y vinagre. Vamos a ponerle paños fríos en la cabeza. Y si no reacciona rápidamente, habrá que envolverlo en una sábana empapada en agua caliente y mantenerlo dentro de ella hasta que sude. Me parece, Ama, que esta montaña humana se va a convertir en una montañita, si no actuamos rápidamente. Manda a un criado al club de golf —escribió rápidamente en un papel— que entregue esto al doctor Rex Dover, o a mi enfermera, en el caso de que míster Dove haya salido hoy de la ciudad.
Todo esto se hizo en unos segundos. Después se quedó mirando a Max con compasión. El pobre hombre se debatía con la fiebre, como un perro con un león, delirando continuamente.
—¡Oh, señorita Adams! —susurró Ama—. ¡Qué enfermo está!
—Tranquilícese. Es muy fuerte. Tiene una pulmonía triple, por lo menos, pues de la doble ya pasa. Los antibióticos hacen milagros en estos casos.
IV
Al doctor Dove no fue posible hallarle en la ciudad aquella noche, y en cuanto a la señorita Silvia Carter, se encontraba en un baile en el club de golf, y los que fueron a buscarla no se atrevieron a entrar, y a los que fueron más tarde, el portero no les permitió la entrada. Así, pues, allí estuvo la pobre Elaine toda la noche, trabajando con una intensidad indescriptible. Mantuvo a Ama al pie del lecho poniendo paños fríos sobre la cabeza de Max. Ella, con el pulso del enfermo entre los dedos, sintiendo que la vida de aquel hombre se escapaba, pasó toda la noche, casi hasta el amanecer. Cuando el día empezaba a clarear, se presentó míster Adams en la hacienda. Subió de dos en dos las escalinatas y penetró en la alcoba con el rostro congestionado.
—Papá —susurró Elaine, mirándolo asombrada.
El caballero se aproximó al lecho, miró a la criada, luego a su hija y después a Max, y por último miró de nuevo a Elaine.
—¿Por qué has venido, papá?
—Me dijo el criado que te encontrabas aquí. Esperé por ti horas interminables, hija mía. Pensé que Max te había matado.
—Como puedes observar, no está en condiciones.
—¿Está muy mal?
—Gravísimo. Temo que no salga de esta madrugada.
—Tienes que hacer algo —susurró el caballero con acento ahogado—. No podemos consentir que este hombre... que estos niños...
—Será mejor que vuelvas a casa, papá. Yo iré cuando venga Rex o mi enfermera. A propósito de esta, ¿por qué no vas a buscarla tú? Puede que ahora ya esté en casa.
—Voy a buscarla.
—No vuelvas aquí. Vete a casa y descansa. Si ocurre algo ya te llamaré.
Al amanecer, tan pronto se fue míster Adams, Max se sentó en la cama y pretendió tirarse de ella. La fiebre le consumía. Elaine llamó a un criado y entre los dos lograron reducirlo. A las siete de la mañana llegó Silvia Carter, y a las nueve Rex. Los tres, durante todo el día, lucharon como locos para salvar a Max de la muerte. Fue una lucha titánica, desesperante, agotadora. La gravedad persistió durante tres días, al cabo de los cuales, Rex miró a Elaine y le dijo quedamente:
—Este hombre te debe la vida, Elaine.
—¡Bah!
—Si no hubieses venido aquella noche, Max Evans no llegaría al amanecer de esa misma noche.
—Ahora —dijo ella con una sonrisa— te cedo el caso, Rex. No creo que cuando Max recupere el conocimiento, piense en tirar a los médicos por las ventanas. Uno pudo ser descuidado con su mujer, pero con él no lo hemos sido, por lo tanto no puede hacernos a todos responsables de lo que le ocurrió a su esposa.
—Eso es razonar —apuntó Rex sarcástico—. ¿Pero acaso crees que Max Evans va a razonar como tú?
—No es un loco.
—Pero tiene ideas obsesivas, y no será nada fácil convencerlo de su equivocación.
—Tengo la consulta de la empresa abandonada, y eso no puedo hacerlo.
Max no había recuperado el conocimiento, pero al menos ya dormía sin sobresaltos, plácida y serenamente. Silvia y Ela subieron al auto y se dirigieron al centro de la ciudad.
—Creo que está fuera de peligro —comentó Ela, conduciendo con una mano y llevando la otra a la frente.
—Está usted agotada.
—Un poco cansada, nada más —sonrió aturdida—. Nos hemos olvidado de todos nuestros enfermos durante tres días, Silvia.
—La mayoría saben lo que le ocurrió a Max Evans. Es un hombre muy conocido en todo Walsall, debido a lo que hizo hace unos años.
—Aun así —sin transición preguntó—. ¿Dónde te dejo? Será mejor que te lleve a casa, que descanses un rato y que a las cuatro pases por la consulta y pongas las inyecciones del día.
—Me parece muy bien.
Cuando Elaine apareció en el salón donde su padre leía la Prensa del día, míster Adams dobló el periódico y se puso en pie.
—Ela, ya creía que ese demonio de Max os retenía en su hacienda el resto de su vida.
La muchacha se dejó caer en un sofá y suspiró. Echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los maravillosos ojos.
—Han sido tres días agotadores —comentó quedamente—. No tienes ni idea, papá, del indescriptible miedo que pasé. La muerte de Max Evans llegó a inquietarme tanto, como su estado cuando me tiraba por la ventana. Ahora está fuera de peligro. Rex se encargará de él. ¿Sabes lo que voy a hacer? Me daré una ducha, dormiré unas horas y luego reanudaré mi vida profesional.
* * *
La vida se reanudó como si nada ocurriera. Elaine Adams atendió sus dos consultas en las horas que tenía por costumbre. La empresa y su consulta particular, donde la ayudaba Silvia Carter. Visitó algún enfermo de los suburbios y asistió a fiestas y reuniones. Los días no se diferenciaban unos de otros, como antes de caer enfermo Max Evans.
Rex dio de alta al enfermo y aquel día visitó a sus amigas en la consulta.
—¿Qué te pasa? —preguntó Elaine, observando su sonrisa triunfal.
—Casi nada. Max se levantará dentro de dos días, manso como un cordero.
—¡Oh!
—No me ha dado las gracias por los cuidados que le dispensé, pero al menos no intentó tirarme por la ventana. Y con esa voz suya, digna y cavernosa, me pidió la cuenta.
—No me digas —se burló Ela—. ¿Le has cobrado?
—Naturalmente. Yo soy médico pobre, amiguita. Y él es millonario. Me pagó sin rechistar. Cuando me despedí alargué la mano, pero el muy grosero hizo que no me veía.
—Muy digno de Max. ¿No te preguntó por nosotras?
—No. Pero sé que no ignora lo mucho que hiciste por él. Se lo dije yo y se lo dijo la criada.
—No debiste hacerlo —apuntó molesta—. Yo nunca hago cosas para que los demás las sepan.
Tres días después, Silvia le pidió permiso para salir con Rex.
Elaine emitió una risita, al tiempo de mirar a la joven.
—¿Qué me dices, Silvia? ¿Os habéis arreglado?
—¡Oh, no! Pero me invita a una fiesta. Quedan unos clientes en la sala, Ela. No sé qué me da dejarla sola.
La hija de Paul Adams la palmeó la espalda con afecto.
—Vete tranquila, Silvia. Lo esencial es que tú y Rex os entendáis.
Silvia marchó y Elaine recibió a los clientes que aún quedaban en la sala. Después, aún sin quitarse la bata arregló algunas cosas. Oyó pasos en la antesala y abrió la puerta.
Lo vio allí. Se quedó suspensa y turbada a su pesar. Max se hallaba de pie en mitad de la pieza. Vestía un traje gris de corte impecable. Calzaba zapatos brillantes, y sus cabellos de un rubio ceniza los peinaba correctamente hacia atrás. Parecía un auténtico señor. Ela no pudo por menos de mover los labios en una sonrisa. Era la primera vez que veía a Max vestido como un hombre elegante. Y tenía cierto sello. Sus ojos, de un gris acerado, permanecían quietos en el rostro femenino. Ela, pasado el primer momento de sorpresas.
—Pase, Max. No esperaba verle por aquí.
Max pasó. Tenía las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y no las sacó para saludar a la joven.
—Tome asiento. Por lo que observo, ya está usted totalmente recuperado.
Se quitaba la bata. Un botón se enredó.
—Yo la ayudo —dijo él con aquel su acento de voz, como decía Rex, cavernoso.
Ela se aturdió.
—No es preciso.
—Deme.
Se sintió tras ella y desabrochó el botón. Los dedos rozaron el cuello femenino. Ela sintió como un extraño calor recorrerle el cuerpo. Se volvió rápidamente hacia él y encontró los ojos de Max, fijos, extrañamente fijos en ella.
—Gracias —dijo Elaine.
Observó que Max se agitaba. Esbozó una sonrisa y dijo:
—Vengo a liquidar con usted.
—Tome asiento. ¿A... liquidar?
—A pagarle. Ya sé que estuvo al lado de mi cama tres días.
—Era mi deber.
—Yo no entiendo de deberes. Tampoco quiero favores. Prefiero pagar.
Era un grosero y debía saberlo, porque no trató de disimularlo.
—Siéntese —pidió Ela de nuevo, ya más nerviosa, pues la mirada de Max la turbaba en extremo.
—No he venido a departir con usted. Repito que he venido a pagarle.
—No le cobro, Max.
Notó que cuadraba las mandíbulas.
—¿Es que se considera pagada con el beso que dice le di cuando era niña?
—Detesto las groserías —adujo Ela indignada—. Si no es más correcto lo echo de mi clínica.
Max se sentó de golpe. Encendió la pipa y fumó aprisa. Expelió el humo por la boca y nariz.
—No soy un tipo delicado como los que usted está acostumbrada a tratar —manifestó—. Pero soy un hombre...
—¿Y qué me importa a mí que sea un hombre? —y burlona, sin mucha seguridad en sí misma—: Hace unos días me tuteaba.
—Sería la fiebre. Pero puede que empiece a hacerlo otra vez. No me voy de aquí sin pagarle. En dinero o en besos, Elaine Adams. Usted decidirá.
La muchacha apretó los puños.
—Voy a echarle de aquí...
—¿Por la ventana?
—No soy tan fuerte. Saldrá usted por la puerta.
—Está bien —dijo Max inesperadamente, poniéndose en pie y avanzando hacia ella—. Está bien...
Instintivamente, Elaine retrocedió hasta sentir el frío de la pared en su espalda. Quedó pegada a ella, con las manos caídas a lo largo del cuerpo desmayadamente. Max siguió avanzando inexorablemente. A paso corto, sin apresuramientos, mesurado, como si supiera bien a dónde iba. Cuando su cuerpo rozó el de Elaine, una pobre Elaine asustada y temblorosa que pretendía salir de aquella sugestionada inmovilidad, se detuvo. Elaine abatió los párpados. Era tal el brillo de la mirada masculina, que no pudo o no quiso soportarlo. Max debió comprenderlo así a juzgar por la sonrisa que curvó sus labios, pero no se detuvo. Bajó los brazos, tiró la pipa sobre la mesa de operaciones, manchando de ceniza el albo paño que la cubría, y apresó el cuerpo femenino por la cintura.
—Déjeme —gritó Elaine ahogadamente.
En silencio, Max la dobló contra sí. La sintió temblar en sus brazos. Luego le echó la cabeza a un lado, de modo que se la dejó presa entre él y la pared. Entonces buscó su boca. La besó plenamente. Primero con intención de herirla. ¿Pero por qué? ¿Lo sabía él? Era como una necesidad. Después con loca pasión y deseo.
Ela quedó paralizada. Pensó, bajo los besos poderosos de Max, que al fin y al cabo, como él mismo había dicho, era una mujer. ¡Solo una mujer! Y aquel hombre la besaba en la boca, le robaba de los labios la primicia. No, la primicia no. Ya la besó cuando tenía doce años y no sabía aún lo que era la vida y los hombres y el secreto humano. Ahora sabía algo más, pero de besos... De aquellos besos de hombres, acaparadores, absorbentes, que parecían robarle la vida y el ser, no sabía nada.
—Ya estás pagada —dijo él sin soltarla sobre la boca femenina, rozando esta, mirándose en los bonitos ojos verdes, que aún parecían asombrados—. Ya te he pagado. Y ahora... Olvídeme. No soy un hombre considerado. Y me gustas. Me gustas como nadie me gustó en toda mi vida.
La besó de nuevo...
* * *
Elaine sintió como si todo diera vueltas en torno a ella. Como si el suelo se deslizara bajo sus pies. Los labios de Max Evans, ardientes y extraños, ya no se conformaron con robar de aquella boca la vida entera. Rodaron por el cuello. Elaine se espantó. Trató de salir de aquel breve círculo. Max rio. Su risa fue para Ela como una bofetada en plena cara. Hizo un brusco movimiento, pero los brazos de Max, poderosos como todo él, la redujeron. Fue una reducción turbadora. No hubo violencia, pese a lo que se pudiera pensar, en aquel instante. Hubo una callada súplica. Ela sintió todo su cuerpo como fuego desleído en el suyo. Las manos masculinas, ardientes, sin sofoco, buscaron su cuerpo.
—No —dijo ella ahogadamente, casi desvanecida—. No... No te hice ningún daño. ¿Por qué? ¿Por qué te ensañas así?
—No me ensaño —dijo él—. Me gusta hacerlo. Desde que murió mi esposa... es la primera vez que toco una mujer.
—Suelta...
—Te gusta. Os conozco. Eres médico, perteneces a los muy poderosos Adams, pero al fin y al cabo, eres una mujer. Todas las mujeres, llegado un momento de su vida pasional o sentimental, sois iguales.
De un empellón, cogiéndolo descuidado, salió al fin de aquel círculo vicioso que la aprisionaba. Con rabia restregó la mano en la boca. Al mismo tiempo alisó el vestido. Pasó los dedos por el pelo.
Max la miraba. Una sutil sonrisa indefinible, curvaba sus labios.
Sin dejar de mirarla buscó la pipa y la metió apagada en la boca.
—Es amarga —rio—. En cambio tu boca es dulce. Muy dulce, Elaine.
—Te odiaré siempre —gritó la joven jadeante—. Toda mi vida... te maldeciré.
Max fumó tranquilo. Al menos en apariencia, eso parecía. Con las piernas un poco abiertas, permanecía ante ella. No muy lejos.
La miraba, y su mirada era peor que el pecado de sus besos.
—Sal de aquí.
Max, sin esfuerzo, solo tuvo que alargar la mano y apresar como una garra la muñeca femenina. Tiró de ella y de nuevo quedó Elaine reducida a la nada, pegada a su pecho. Max fue deslizándose de la mesa y quedó de pie junto a ella, con la cintura de Elaine presa en su brazo.
—Hueles a jazmín. Lo dejaste impregnado en mi casa, en mis ropas, en mi pelo, en mi boca...
—Suelta.
—Es malo desafiarme, Ela. Muy expuesto. Lo hiciste —añadió con dureza— el día que fuiste a mi casa. El primer día.
Ela intentó huir. La virilidad de aquel hombre obraba en ella como una avalancha incontenible, reduciéndola, inmovilizándola, como si la mirada, el contacto de su mano y el acento de su voz la sugestionaran.
—Estás lleno de rencores —dijo ella ahogadamente, pero con súbita energía que la asombró—. Resentido con el género humano, como si él fuera responsable de tu pequeñez espiritual.
—¿Qué dices?
—Tu mujer murió porque tenía que morir. Porque Dios lo quiso así, y tú, acomplejado, pequeño, menguado hasta el suelo, te vengaste para ocultar tu rabia y tu humillación. ¿O es que aún no te has visto a ti mismo?
La miraba espantado.
—¿Qué dices? ¿Yo acomplejado? ¿Yo pequeño?
Le dio un empellón y Elaine cayó contra la mesa de operaciones. Se incorporó y miró a Max fijamente.
—Sí —gritó—. Pequeño y ridículo. Y lo sabes. Subconscientemente lo sabes. Pero tu soberbia no quiere admitirlo. Nadie mató a tu mujer. Tenía que morir.
—¿Tratas... tratas de ofenderme?
—Trato de que te encuentres a ti mismo. De que sepas por qué vives —y súbitamente, con extraño acento—. Lo tienes todo para ser feliz y hacer feliz a quien te rodea. Dinero, salud, virilidad. Para una mujer —añadió ahogadamente— tienes algo especial. Sería fácil. Pero... no sabes... No sabes llegar al corazón de tus vecinos, de tus amigos, de las mujeres que te gustan.
Parecía indiferente, oyendo su voz. Tenía la pipa entre los dientes y expelía el humo por la nariz.
En aquel instante se oyeron pasos. Y una voz muy conocida que gritaba:
—¿Estás ahí, Ela?
—Es mi padre —dijo ella paralizada—. Puedes marchar.
Max no se movió.
* * *
Paul Adams penetró en aquel instante en la consulta. Al ver a Max extendió presuroso la mano.
—Muchacho —exclamó—. Cuánto me alegro de verte. ¿Cómo estás?
Max, automáticamente estrechó su mano. Parecía súbitamente lejano.
—Max ha venido a buscar la cuenta. Por cierto que charlando me olvidé de hacerla. Un momento, Max...
Este la miró asombrado. ¿La cuenta? ¿No le dijo que nada le debía?
De espaldas a ellos, Elaine trazó unos rasgos sobre una receta.
—Tenga, Max. Si no tiene el dinero ahora, ya me pagará.
Max lanzó una breve mirada sobre aquel papel. De pronto lo acercó a los ojos.
—¿Mil libras? —preguntó con ronco acento.
La miró a ella.
Elaine sostuvo su mirada con valentía.
—¿Mil libras? —preguntó Max de nuevo, como si no diera crédito a sus ojos.
—Así es, señor Evans. He pasado tres días sin moverme de su casa. Abandoné mi consulta, la empresa de mi padre, donde tengo un servicio diario... Siento que le parezca elevado.
Paul Adams miraba primero a uno y luego a otro, no saliendo de su asombro. Elaine apenas si cobraba dinero a nadie por su trabajo. Le constaba que a Max no pensaba cobrarle. ¿Por qué había cambiado de parecer?
Max, fríamente, extrajo un libro de talones del bolsillo. Firmó uno y se lo entregó.
—Gracias —dijo ella con una sutil sonrisa.
Max la miró Fue su mirada como un beso pecador. A su pesar, Elaine se estremeció. Supo que en la primera ocasión, Max trataría de recuperar en besos aquellas mil libras. Pero no le daría esa ocasión. No, no se la daría jamás.
—Buenas tardes —dijo Evans pisando con fuerza y dirigiéndose a la puerta.
—Ela —comentó el caballero aún asombrado—. ¿Sabes lo que le has cobrado?
—Una pequeña fortuna —replicó la hija rencorosa—. No lo ignoro, papá.
—Pero... tú no sueles hacer eso.
—Me voy ahora mismo a los suburbios. Pienso entregarlo todo. ¿Quieres pagarme el cheque, papá? Tú puedes hacerlo efectivo mañana en el Banco.
—No lo comprendo, querida. No acabo de comprenderlo.
—Es fácil —murmuró entre dientes.
—¿Qué dices?
—Nada. Pensaba en voz alta. ¿Dónde tendré el abrigo?
—Estás ciega, Ela. En el perchero.
Dio la vuelta sobre sí misma.
—¡Oh, es cierto!
Paul Adams la miró inquisidor.
—¿Te ocurre algo, Ela? Pareces aturdida.
—Salía cuando entró Max. Puede que me haya aturdido su presencia... humanizada.
—Sí, es verdad. Parece más humanizado, ¿no?
—Seguro.
—¿Decías algo?
—No, papá. ¿Vamos?
Salieron juntos. Elaine abrochaba el abrigo al tiempo de avanzar hacia su coche. Como si una fuerza magnética la impulsara, alzó la cabeza y miró al frente. En la puerta de la cafetería, serio, plantado como un poste, estaba Max Evans. Apartó la mirada con presteza. Sintió la fuerte sensación de recibir en aquel instante sus besos dominadores.
—¿Dónde está tu auto, papá?
—Precisamente he venido a buscarte para que me lleves a casa. Lo he dejado en el garaje.
—Vamos, pues.
Al doblar la esquina, impulsada por una fuerza superior, miró por el espejito retrovisor y lo vio allí. Firme, quieto... tan Max Evans, que sería muy difícil confundirlo con ningún otro hombre.
V
Durante una larga temporada no vio a Max ni supo nada de su vida. Hizo un largo viaje a París con su padre, y al iniciarse la primavera, regresó a Walsall. Decir que no pensaba en Max, hubiera sido mentir. Pensaba en él. En aquellos besos desconcertantes que muchas veces, durante la noche, la mantenían despierta hasta la madrugada.
El primer día que volvió a la clínica después de aquellos tres meses de viaje, Silvia la recibió con ansiedad.
—¿Qué tal todo esto?
—Está usted preciosa.
Cierto. Parecía más madura. Tenía solo veinticuatro años, y la mirada de sus ojos, penetrante y acariciadora, le daba un encanto especial.
Sonrió.
—Te lo parece a ti, Silvia —se dejó caer en un sofá—. Cuéntame. ¿Qué tal atendió Rex mi clínica?
—Magníficamente. ¿No sabe que estuvo enfermo un hijo de Max?
Se estremeció imperceptiblemente. Silvia no se percató.
—¿Y qué tal? ¿Llamó Max al médico?
—Vino un criado a buscarla a usted. En vista de que no estaba, fue Rex.
Este penetró en la consulta en aquel instante.
—Elaine...
—Hola.
—¿Cuándo has llegado?
—Ayer noche.
—¡Vaya vacaciones!, Silvia y yo hemos creído que te casabas por allá y renunciabas a tu vieja ciudad.
—Eso no ocurrirá jamás. Papá tenía asuntos pendientes en París. De allí fuimos a Roma. Hemos pasado tres meses maravillosos. Fueron mis primeras vacaciones.
—Le estaba contando lo del hijo de Max —apuntó Silvia.
Rex se echó a reír. Ni uno ni otro se percataron de que Ela espiaba sus palabras.
—Se ha humanizado, Ela. Me ha recibido muy cortésmente. Le dije que tú te encontrabas de viaje y que yo atendía tus clientes.
—¿Qué tenía el niño?
—¡Bah! Unas simples anginas. Fui durante tres días seguidos. Pero solo vi a Max el primer día. Ama me dijo que andaba de muy mal humor, que reñía con todos y que apenas si se detenía en casa.
—Es que hablan... —adujo Silvia.
Ela la miró. No se dio cuenta ella misma de que había una loca ansiedad en su mirada. Pero sí se percató de que su corazón golpeaba locamente en el pecho. Fue entonces allí, ante sus amigos, calladamente, cuando se hizo la extraña pregunta: «¿Estoy enamorada de Max?».
No quiso o no pudo hallar respuesta a su propia interrogación.
—¿Qué... dicen?
—Bueno —saltó Rex—. Los hombres no somos santos.
—Max con mayor motivo. Por supuesto que no lo es.
—Dicen —dijo Silvia— que si visita cierta casa detrás del pantano.
¿Detrás del pantano? —se preguntó—. ¿Y qué hay detrás del pantano? Casas baratas. Una en especial, llena de secretos inconfesables.
Se agitó.
—¿Una mujer...? —preguntó ahogadamente.
—Varias mujeres. Ha perdido el respeto a su mujer muerta. Por lo visto... no hace una vida muy piadosa —rio Rex burlón—. Eso se dice, ¿sabes? Los que lo conocen, porque no todo el mundo conoce a Max.
—Y los hijos —adujo sofocada— soportando la vergüenza de su padre.
Rex la miró asombrado.
—No es la primera vez que un hombre libre busca un entretenimiento, Ela. No es, eso tremendamente censurable. Los hijos viven muy al margen de los pecados de su padre.
—Pero es indigno.
Rex volvió a mirarla. ¿Qué le pasaba a Ela? ¿Por qué aquella indignación por algo que no la atañía?
—Bueno —decidió—. No creo que tenga mucha importancia.
—¡Claro que la tiene! Es imperdonable que un padre dé ese ejemplo a sus hijos.
—Ela... ¿Qué saben los hijos de los pecados de Max? Es absurdo que censuremos a Evans desde ese extremo. Pensemos que comete una falta grave ante Dios, pero ante sus hijos... no lo veo muy claro.
—Para Max —se apaciguó Ela—. Dios no cuenta. Por tanto, lo único que puede detener su desenfreno, son sus hijos.
—Bueno —decidió Rex poniéndose en pie—. Puesto que has llegado, me voy a mi consulta. Tienes la sala llena de clientes. Será mejor olvidar la vida de Max, que en realidad no nos interesa en absoluto.
* * *
Al final de la jornada, agotadora en extremo, después de tan largo descanso, Silvia, cuando la desabrochaba la bata, le dijo suavemente:
—Tengo que decirle algo, Ela.
—¿Sobre ti y sobre Rex?
Al hacer la pregunta se volvió y miró a su amiga con afecto.
Silvia asintió, roja como la grana.
—¿Lo habéis decidido, querida Silvia?
—Al menos vamos camino de ello. Rex me habló el otro día de su familia, de sí mismo, de sus aspiraciones. También me habló de su amor.
—Magnífico, Silvia.
—No la dejaré, ¿sabe? Le hablé de ello a Rex. Aunque me case...
Ela le puso una mano en el hombro.
—No, Silvia. Si te casas con Rex tendrás bastante con ocuparte de tu hogar. No me enojaré, al contrario, te visitaré con frecuencia y me sentiré feliz viéndote feliz a ti.
—Es usted tan buena...
—No lo creas. Soy como todo el mundo. Lo que ocurre es que te aprecio y deseo de verdad que seas muy feliz.
—¿Y usted? ¿No piensa casarse usted?
Sentadas frente a frente, fumando sendos cigarrillos, se miraron un segundo de modo particular. Silvia interrogante. Ela desconcertada.
—No —dijo reflexiva—. Pienso que para unirse a un hombre, hay que quererle mucho. A mí no me ha llegado la hora. —La miró un segundo inquisidora—. Silvia, tú amas a Rex. ¿Qué sientes? Yo soy médico, tengo mucha experiencia en ciertas cosas, pero la verdad, aunque me cueste confesarlo, en otras soy una ignorante. Por ejemplo, en las cosas del corazón. Nunca sentí la necesidad de estar junto a un hombre determinado. Jamás experimenté ese anhelo que observé en las jovencitas, cuando esperan a un novio o a un amigo del que están enamoradas —emitió una risita, no sabemos si burlona o piadosa para sí misma—. Tú misma... Te observé muchas veces cuando Rex llegaba a la puerta de esta consulta. Cambiabas de color, te brillaban los ojos, las aletas de tu nariz palpitaban...
—Sí —se ruborizó Silvia—. Sí...
—¿Sí qué?
—Sentía todo eso dentro de mí, y no me extraña que usted lo haya observado.
—¿Qué es lo que se siente? —preguntó inclinándose hacia adelante—. Dirás que en estas lides, soy una ingenua.
—El amor lo sienten los poderosos y los humildes, Ela. Los tontos y los listos. Los intelectuales y los truhanes. Yo creo que el amor, para todos los seres humanos es igual. Unos más apasionados que otros, más pasivos, más fogosos o más fríos. Yo creo que en la forma de sentirlo influye mucho el temperamento emocional.
—Si bien consideras que para todos es parecido.
—Al menos hay un final y un principio que no se diferencian. Cuando estoy junto a Rex me siento..., ¿cómo le diré? Como transportada a otro mundo. Siento ansia incontenible cuando me besa, y siempre me parecen pocos sus besos.
Ela la miraba ante sí. Sí, tal vez ella sentía aquello. Una loca ansiedad indefinible que ahogaba en su corazón como un pecado. Un anhelo extraño que le subía del corazón a la boca. Un palpitar incesante, un goce que no tenía nombre. ¿Por Max? No podía ser.
Rex mismo... ¿No la amaba a ella? ¿Cómo podía hacer feliz a aquella preciosa criatura llamada Silvia, si no hacía ni cuatro meses que le pidió a ella se casara con él? ¿Era el amor tan voluble, tan inconstante, tan vacío? ¿O sería ella diferente a todo el mundo?
—Rex me dijo que en un tiempo estuvo enamorado de usted.
La voz de Silvia la despertó. Alzó la cabeza. La miró sonriente.
—Ha creído estarlo —dijo—. Es muy distinto. —Consultó el reloj—. Tengo que marcharme, querida.
Se separaron en la acera. Ella subió al auto descapotable que se hallaba aparcado ante la clínica y Silvia tomó a pie calle arriba, en dirección a su casa.
* * *
El auto descapotable color quisquilla, cruzó ante la cafetería. A aquella hora de la tarde, la terraza estaba atestada de hombres, sentados estos ante mesas cubiertas con vistosos manteles de fleco. También Max estaba allí, solo, con una pipa entre los dientes, mirando abstraído hacia el auto que se alejaba. Junto a él, en torno a una mesa, había un grupo de hombres no del todo desconocidos. Al cruzar el auto y ver a su conductora, uno de ellos lanzó un silbido.
—Es la médico.
—Hermosa mujer —comentó un segundo.
Max los miró con el mismo alejamiento abstraído. Uno de ellos era abogado. Lo recordó de pronto con motivo de una entrevista a causa de una escritura. El otro notario. El de la cabecera de la mesa era hijo de un banquero. Sonrió entre dientes. Si para ellos era Elaine Adams fruto prohibido, ¿qué sería para los demás hombres? ¿Para él, por ejemplo? Claro que él no pensaba en ella. Al menos no quería pensar.
—Es extraño que la hija de míster Adams no tenga novio —dijo el notario—. No creo que su carrera acapare toda su vida emocional.
Hubo una risita ahogada entre los tres.
Max miró a sus espaldas.
—Puede que no tenga vida emocional —apuntó sarcástico el abogado—. Puede que la entregue toda a la profesión.
—¿Sabes cuánto daría yo por... Bueno. —Max apenas si pudo oír sus palabras. Instintivamente se, inclinó hacia adelante—, por pasar un día con esa joven? ¿Te has fijado en sus ojos? ¿En su boca?
Max cerró el puño.
Se puso en pie con presteza y salió de allí. Caminó a lo largo de la calle. Evocó los ojos verdes de Elaine Adams. Los párpados se abatían sobre la mirada brillante. Era suave como una caricia, aquella mirada. ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? Evocó su boca. Roja, húmeda... suave. Estremecedoramente suave, palpitante bajo la suya.
Apretó de nuevo los puños.
Subió a su coche y lo puso en marcha. El pantano quedaba cerca. Solo tenía que cruzar la carretera general, deslizarse por un camino y atravesar un puente... Sentía asco de sí mismo. No pudo reprimir aquella sensación de rabia y humillación.
«Soy un pobre hombre —pensó—. Pero siguió adelante—. ¡Un maldito pobre hombre. Tiene razón ella!».
* * *
Llegó a casa al anochecer. El cielo estaba despejado. Pensó en las muchas noches que había salido al balcón como un sentimental, a mirar la luna. Tras él estaba su mujer. Jamás supo corresponder a su pasión. Pero fue feliz a su lado. Él no la consideró mujer, sino madre de sus hijos. Y él adoraba a sus hijos. Puede que nadie lo comprendiera, pero lo cierto es que los adoraba.
Su esposa fue para él una continuación de aquellos hijos. Por eso sintió aquel dolor. Un dolor agudo, punzante, insoportable, cuando la vio muerta, quieta en el lecho. No fue el dolor a perder su amor. Fue el dolor a perder a la madre de sus pequeños. Él casi siempre buscaba el amor fuera de casa. Su esposa nunca se lo reprochó. No fue bueno para ella. Pero tal vez su mujer lo comprendía y perdonaba.
Cerró la puerta del auto con un manotazo y atravesó el patio. Ama estaba de pie en la terraza.
—Hola —saludó.
—Max... estás acabando contigo.
Él la miró sorprendido.
—¿Qué dices?
—Eso. No te ocupas de la hacienda. No te ocupas de tus hijos. ¿Qué va a pasar aquí? Los criados hacen comentarios. Dicen que vas a la casa del pantano.
—¡Bah! —gruñó.
La criada le siguió a paso corto, pero presuroso.
—Max.
Este no respondió. Siguió adelante. Ama caminaba tras él jadeante.
De súbito el hacendado se detuvo en mitad de la escalera.
—¿Quieres dejarme en paz? —gritó—. ¿No soy dueño de mis actos? ¿No estás tú para que te ocupes de mis hijos? ¿Qué diablos quieres que haga? ¿Qué me pase la vida mirando para ellos?
—Max, me das pena.
Era lo peor que se le podía decir a Max. Descargó un puñetazo sobre el pasamanos y este se tambaleó.
—Déjeme en paz —gritó exasperado.
Echó a correr escaleras arriba. Al llegar a lo alto miró hacia el fondo. Vio a la pobre mujer que casi lo crio y sintió piedad. No hacia ella, sino hacia sí mismo.
—Perdona, Ama —gritó con la misma desesperación—. Perdona.
Y desapareció.
Casi inmediatamente, Ama empujó la puerta. Ella no temía a Max. Lo conocía bien.
Max —dijo con el mismo afecto de siempre—. Vengo a decirte...
—Ya has dicho lo que querías decirme —dijo él sin gritar.
Estaba de espaldas a la puerta y su cuerpo, ancho y poderoso, enfundado en un traje azul oscuro, parecía más imponente.
—Es con referencia a Oliver.
Fue como si un demonio pinchara a Max. Se volvió en redondo, se acercó a Ama dominándola con su estatura.
¿Qué le pasa? —preguntó con un extraño temblor en la voz—. ¿Qué le pasa?
—No lo sé. Las anginas tal vez, como hace un mes. Tiene fiebre. Le acosté a media tarde. Estuve esperando por ti para llamar al doctor Dove.
No. Al doctor Dove no. Tenía que ser ella. Aquella muchacha distinguida que le cobró mil libras por tres besos. Aquella muchacha que despertaba al pasar el interés de los hombres. Aquella joven sensible, de ojos maravillosamente glaucos.
—Max, ¿me oyes?
—Envía un criado al palacio de míster Adams. Que le digan de mi parte a la señorita Elaine Adams... No —gritó de pronto—. Iré yo mismo en mi coche.
—Max, no te entiendo.
* * *
Se encontraba en el saloncito íntimo, jugando una partida de ajedrez con su padre. Míster Adams decía en aquel momento:
—No puedes pasar tu vida conmigo, Ela. Tienes que pensar en formar un hogar. Si no te casas, ¿para quién trabajamos los dos?
—Hay tiempo, papá.
—¿Sabes qué hora es? Las ocho de la noche, aún no oscureció totalmente, y aquí estás jugando una partida a mi lado, cuando tenías que estar en una sala de fiestas bailando con tus amigos.
—No me interesa.
—¿Qué es lo que interesa a ti, Ela?
—No siento amor —dijo Ela nerviosa—. No lo siento. ¿Qué quieres que haga yo?
—Ciertamente, no sintiendo amor... Pero es que no haces nada por sentirlo.
Alguien tocó en la puerta, Paul Adams dijo:
—Sí.
Un criado apareció en el umbral.
—Señorita Elaine, míster Evans pide verla. Dice que tiene un hijo enfermo.
Ela se puso en pie como impelida por un resorte.
—Voy al instante —dijo—. Hágalo pasar al vestíbulo.
El criado desapareció y Ela miró a su padre.
—Bien —dijo procurando doblegar la turbación—. Voy a ver al hijo de Max.
—¿Con él?
—Supongo que no voy a cometer la ridiculez de tenerle miedo.
Paúl Adams se echó a reír.
—Supongo que no. Si la cosa es grave y no puedes volver rápidamente, adviérteme por teléfono.
—Lo haré —lo besó en la frente y le apretó la nariz—. Hasta luego.
—Hasta luego, hija mía. El día que un hombre te vea tal como eres... ese día te perderé.
—Falta mucho tiempo.
Recogió la cartera de piel de su cuarto y bajó corriendo las escaleras. Era ágil, flexible. Tenía un breve talle y unas caderas perfectas, y en cuanto a las piernas, eran dignos pilares de su hermosura. Aquella tarde había peinado el cabello formando un moño en lo alto de la cabeza, y su nuca, blanca y juvenil, resultaba tentadora. Vestía un modelo de hilo color quisquilla. Su rostro moreno, sus brazos al descubierto y su pecho túrgido, muy femenino, supuso para Max que le veía bajar, como un deslumbramiento que doblegó al instante.
—Buenas tardes, Max —saludó ella con naturalidad aparente, pues la verdad era que no se sentía nada tranquila—. ¿Qué le pasa a Oliver?
—No lo sé —gruñó él—. Tengo el auto fuera. No se moleste en sacar el suyo. La llevaré y la traeré yo.
—Es usted muy amable, Max.
La asió del brazo y la llevó con él hacia el exterior.
—No soy amable —gruñó—. Y usted lo sabe.
—Vaya, vuelve a tratarme con respeto.
—¿Se burla?
La mano en su brazo producía daño. Un daño extraño, que a la vez parecía una caricia.
—Vamos.
Abrió la portezuela y ella entró sin responder.
Cerró y dio la vuelta al auto. Se sentó ante el volante.
—No se burle de mí —pidió Max roncamente—. No lo soportaría.
—¿Qué le pasa, Max?
El auto emprendió la marcha calle abajo. Max la miró un segundo. Ella sintió como si Max la estuviera besando de aquella manera.
Desvió los ojos.
—Mi hijo está mal. ¿Le parece poco lo que me pasa?
—Los niños siempre tienen algo, pero nunca es nada serio.
—Oliver me preocupa.
—Max... les quiere usted mucho, ¿verdad?
La miró de nuevo.
—¿Por qué me llamó a mí, Max, y no a Rex?
—Tengo más confianza en usted... Además, cobra caro...
Elaine se echó a reír a su pesar.
—Fueron las mil libras que más le dolió pagar, ¿verdad, Max?
—Nunca pensé que mis besos tuvieran tanto valor.
—Max... si vuelve a insultarme... No ha pagado los besos. Pagó usted mi desvelo durante tres días.
—Había dicho que no era nada.
El auto se detuvo en la finca. Ela no pudo o quiso responder.
VI
Caminó delante de ella mostrándole el camino. Ela, a su pesar, admiró una vez su contextura física, su andar, firme, su cabeza arrogante, un poco ladeada.
—Aquí —dijo Max deteniéndose y dando la vuelta en redondo.
La encontró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué le pasa?
—¿Me... pasa algo?
—Es lo que me pregunto. Me miraba usted con expresión extraña.
—Se lo parece a usted.
Pasó y avanzó hasta la cama del niño. En seguida se dio cuenta asustada, de que Oliver padecía una congestión pulmonar gravísima. Se quedó plantada delante de la cama, sin atreverse a tocar al niño. Seguramente ardía. Miró a Max, y este debió de leer en su mirada, porque deponiendo toda su arrogancia, se inclinó hacia ella y pidió anhelante:
—¿Qué pasa?
—Max.
El hombre palideció intensamente. Los ojos se empequeñecieron.
—Ela —susurró. Era muy distinto al hombre que ella conocía—, Ela... cúrele usted. ¡Por el amor de Dios, Ela!
La joven no respondió. Como un autómata se inclinó, apartó a Ama de junto a la cama y pidió bajísimo:
—Llévate a Susan de aquí, Ama.
—No quiero, no quiero —gritó la niña desgarradoramente—. Oliver me pidió que no me apartara de él. No quiero irme.
Max la recogió en brazos y salió con ella. Parecía súbitamente menguado.
Sonrió enternecida. Se sentó en la silla que había dejado libre Ama y tomó la mano de Oliver. El niño, inconsciente, dominado por una fiebre altísima, parecía muerto. Tomó el pulso. Se percató al instante de que el caso era de extrema gravedad.
Cuando Max apareció tras ella, auscultaba a Oliver detenidamente. Permaneció inclinada sobre él un buen rato, oyendo su respirar, con el pulso en la mano, desolada ante aquel caso desesperado que ya... por mucho que hiciera, no tenía remedio.
Cuando se incorporó, vio a Max agitado, diferente, un Max verdadero, sin bravura ni grosería, mirándola fijamente, apremiante.
—Voy a inyectarlo, Max —dijo bajo, tan bajo que él más bien adivinó que oyó sus palabras—. Salga un momento. Luego me reuniré con usted.
Ama entraba en aquel instante. Max, como un autómata, salió y cerró tras de sí.
—Señorita Ela... está muy grave, ¿verdad?
Asintió con un breve movimiento de cabeza, al tiempo de preparar la jeringuilla.
—Señorita Ela...
—Un momento, Ama. No hables.
Le inyectó. Se quedó un segundo con la aguja en la mano.
—Señorita Ela...
—No creo que haya remedio, Ama —dijo bajísimo—. No lo creo —añadió con desaliento—. Este niño padeció una bronquitis aguda toda una semana, y anduvo al frío como si nada ocurriera. ¿Es que no se percató usted de ello?
—Dijo que le dolía el pecho —sollozó Ama—, pero no noté que tuviera fiebre.
—Quédese junto a él. Volveré en seguida.
Se encaminó al salón contiguo. Max estaba de pie ante la chimenea apagada, y sus puños cerrados se apoyaban en la repisa de esta.
—Max —llamó Ela acercándose—, Max.
El hombre se enderezó.
—Muy grave, ¿verdad? —preguntó roncamente.
—Temo que sí, Max.
—¡Dios! —exclamó roncamente.
Parecía que el dolor se convertía en fiereza. Ela dijo suavemente:
—No es momento para montar en cólera, Max. Hay que dominarse. Está usted habituado a dar puñetazos, y con ello cree que lo arregla todo. Temo que esta vez su rabia no le sirva de nada.
—Cree que soy responsable —susurró sin preguntar—. Cree que descuidé a mis hijos.
—¿No lo hizo, Max? Analícese a sí mismo. Mírese, Max. ¿No lo hizo?
Él, abrumado, con los ojos brillantes por algo que Ela consideró lágrimas sin humedad, bajó la cabeza y se desplomó en una butaca, como un fardo sin fuerzas.
—Sí —dijo con voz que parecía salir de lo más profundo de su ser—. Sí. Los he descuidado. Los dejé siempre al cuidado de Ama... Y ella es vieja.
—No es este el momento para lamentarse, Max —dijo la joven quedamente—. Vamos a olvidar lo pasado. Incluso que usted y yo fuimos enemigos, y nos ofendimos mutuamente. Pensemos solo en Oliver.
—¿Puede hacer algo? —gritó espantado, poniéndose en pie—. ¿Puede, Ela? Le daré toda mi vida. Usted no sabe... ¡Oh, no, no puede saber! Nadie puede saber lo que he luchado en la vida para lograr la paz. Me casé con una mujer humilde con el ánimo de ser feliz. ¿Amor? ¿Amor como lo siente un hombre de mi talla y mi corazón y mi temperamento? No aspiré a él jamás, porque no creí posible hallarlo. La mujer que yo hubiese deseado... —la miró quietamente, con desolación— se parecía a usted. Una mujer así... nunca se casa con un hombre como yo, que jamás pasó del quinto grado.
—Max...
—Y conseguí la paz —siguió él, como si de pronto se desataran los recuerdos y los oprimiera hasta ahogarlo si no los manifestaba—. Una paz maravillosa, Ela. Una paz sin emoción, pero nivelada a la medida que yo la esperé. Y nacieron dos hijos. Vi con ello la continuación de mí mismo. Mi mujer era buena. Demasiado buena para mi ambición pasional. No pudo darme nunca esa medida exacta a mi temperamento. Fue pasiva, ignorante, infeliz, pero buena. Y yo centré mi vida en el hogar. No sé cómo, porque si bien tenía paz, me faltaba algo personal esa pasión compartida con la mujer que siente como uno... Tenía usted razón —añadió pesaroso mirando al frente como si no viera nada y reflexionara para sí mismo en voz alta—. He crecido con complejos. Todos los que yo tomé de la marcha de cada día, y que nadie supo quitarme del cuerpo. Por eso no me atreví, pese a mi posición económica, a buscar en ese campo sentimental, donde está usted y muchas otras mujeres de su talla moral e intelectual. Busqué una mujer a quien deslumbrar, y un día me di cuenta de que ni siquiera tenía capacidad cerebral para admirar lo poco de admirable que yo tenía. Pero era feliz. Usted quizá no comprenda esta felicidad mía.
—Sí, Max.
—Mi padre fue toda la vida un criado asalariado. No creo que su padre lo haya tratado mal como yo pensé, pero era un criado, y esto me llenaba de humillación. Los muchachos de la escuela me ofendían. Las muchachas como usted, la recuerdo, Ela, la recuerdo, sí, las muchachas como usted, ni siquiera tenían idea de que existía un Max Evans en Walsall.
—Por favor, Max.
Él se puso de repente en pie y la miró como si no la viera hasta aquel instante.
—Perdone. La desesperación me obliga a decir tonterías.
—Son tonterías, amigo Max, que necesitan decirse de vez en cuando, para sentirse uno más liberado.
* * *
Guardaron silencio los dos.
—Max... voy a llamar a tres médicos.
—¿Es que usted no sabe?
—Sé. Pero tal vez uno de estos tenga una idea venturosa. Considero clínicamente, que el caso es desesperado. Que solo un milagro de Dios, de ese Dios en quien usted no cree, Max, puede salvar a su hijo.
—Ya no sé... si creo o no creo en Él, Ela —dijo con desesperación contenida—. Lo que sí sé decirle es que si no se salva, andaré de rodillas toda mi vida.
—Todos los extremos son malos. No es eso lo que Él pide, Max. Pide humildad, y usted, pese a todo cuanto siente y dice, no ha sido humilde. No vaya al lado de su hijo —añadió—. Voy a llamar por teléfono. Si se salva, vivirá esta noche. Si no va a salvarse, no vivirá apenas unas horas. Se lo advierto para que no tire a todos por la ventana. Hay casos que ni la Ciencia puede solucionar, y este es uno de ellos. Su hijo padeció una bronquitis durante una semana con una fiebre de treinta y nueve. Salió al patio, jugó con su hermana, sudó... La congestión pulmonar puede ser fulminante.
—Me lo dice usted con una frialdad...
—No, Max. Siento lo que ocurre. Soy una profesional y le hablo con la mayor sencillez. No es frialdad. Es que la realidad me obliga a ello.
Lo dejó solo. Bajó al vestíbulo y preguntó al criado dónde había un teléfono. Le indicaron el despacho de Max. Entró sin ningún rubor ni reparo. El aparato telefónico se hallaba sobre la mesa. También había allí una fotografía de mujer, con dos niños de la mano. Marcó el número y contempló abstraída el cuadro de la mujer de Max. Era de baja estatura, delgada, fragilísima, de tal suerte, que parecía una niña. Su rostro era incoloro, sin ningún rasgo interesante. Comprendió a Max.
Rex estaba ya al otro lado. Le dijo lo que ocurría y le pidió que pasara por el club.
—Es la hora en que se reúnen todos los médicos. No vengas solo, Rex. Esto... está muy mal. No creo que haya remedio posible, porque el que podía haber ya lo apliqué yo, pero... siempre es preferible una consulta.
—Estaré ahí dentro de diez minutos.
—Hasta ahora.
Colgó. Vio a Max en el umbral. Parecía hundido, menguado.
—De esa enfermedad —dijo sin gritar, con acento ahogado que parecía salir en voces de su garganta— murió mi esposa.
—Pero esta vez no es por descuido del facultativo, Max. Usted acaba de llamarme.
—Ya.
* * *
Cuatro médicos se hallaban en la alcoba de Oliver, cuando este dejó de existir. Ella se dio cuenta antes que nadie, e inclinándose hacia el lecho, le besó en la frente.
—Max —dijo bajísimo—, Max... puede acercarse a su hijo.
Nunca creyó a Max capaz de llorar. Cuando vio aquel rostro atezado de hombre vuelto hacia ella con ojos llenos de lágrimas, y la boca apretada, impulsiva se inclinó hacia él y tomando una mano masculina entre las dos suyas, se la oprimió cálidamente.
—Max... hay que tener resignación. Tal vez esto... sea una señal de Dios para que usted reaccione.
Todos creyeron que iba a saltar como un potro, pero no fue así. Quedó ante su hijo como un poste.
Ela, impresionada, hizo una señal a los médicos y todos salieron de la alcoba.
—Es un cuadro desolador, Ela —dijo Rex—, pero... —bajó la voz— su padre es el responsable.
—Cállate.
Los tres la miraron asombrados. Ela tenía los ojos llenos de lágrimas, fijos en la pared.
—Ela —susurró Rex—, has visto morir muchos niños...
—Sí. Cierto. Pero ninguno era hijo de Max.
—Nosotros no hacemos nada aquí, Ela. Si quieres bajar en mi coche —ofreció uno de los médicos.
—He llamado a papá —se disculpó—. No tardará en venir a buscarme.
Un criado entró en aquel instante, presuroso.
—La niña —susurró—. La niña quiere ver a su hermano.
—Ya voy —se volvió hacia sus compañeros—. Os veré mañana. Podéis marchar. Yo me ocuparé de todo.
Sin esperar respuesta, siguió al criado. De dos en dos subió las escaleras en dirección a la alcoba de Susan.
—Susan —susurró arrodillándose delante de la cama, junto a ella.
—Quiero ver a Oliver. El siempre duerme en esta camita junto a mí. Quiero verlo, señorita, Ela. Quiero que venga.
—Escucha, querida mía...
—Quiero verlo.
Lloraba desgarradoramente. Iba a ser tremendo el golpe, tal vez insoportable fuera para ella perder a su compañero. Si el padre hubiera estado más cerca de ellos... Pero no había sido así.
—Susan, hijita...
La niña no atendía a razones. Daba gritos espantosos. Lloraba inconsolable.
—Susan, te voy a contar un cuento. Oliver tal vez no tarde en venir. Pero por algún tiempo no lo verás.
La niña daba con las manos en la ropa de la cama, desesperadamente, sin oírla.
—Quiero ver a mi hermano. Que traigan a Oliver.
Max entró en aquel instante.
—Susan —susurró arrodillándose junto a ella—, Susan, hijita mía... Estoy aquí.
—No quiero. No te quiero. Quiero ver a Oliver.
—Dios del cielo —invocó Max, mirando desesperadamente a Elaine—. Dios mío.
La niña, ajena al dolor de su padre y al desconcierto impresionado de Ela, seguía gritando.
—Voy a administrarle un calmante, Max —susurró poniéndose en pie—. Esta niña necesita dormir muchas horas. Está impresionada. No se da cuenta de lo que vio ni oyó. Pero es indudable que lo vio y oyó todo. Usted tenga mucha calma, Max. Tal vez la necesite como nunca.
La miró quietamente.
—¿Por qué hace todo esto por nosotros, Ela? —preguntó quedamente—. ¿Por qué? No me he portado bien con usted...
—Seguro, Max —sonrió a su pesar—, que aún se portará mal muchas veces. Es algo muy suyo, que no puede remediar. Pero eso no importa. Soy médico y solo hago que cumplir con mi deber.
—Los otros se han ido.
—Sí, pero es que no son médicos de cabecera. Usted me llamó a mí. Por tanto soy responsable de cuanto pueda ocurrir aquí esta noche, a usted y a Susan.
—¿Es que... se va a quedar con nosotros hasta mañana?
—Sí, Max —musitó—. Me quedo con ustedes hasta mañana. Voy a buscar un calmante para Susan.
Regresó casi inmediatamente. Tomó a la niña en brazos, le puso un supositorio y la mantuvo en sus brazos con un mimo que Max nunca concibió en ella, por ser precisamente médico.
Susan al principio se rebelaba, pero después, poco a poco, fue calmándose y quedando dormida.
Max, aún sentado en el suelo junto a la cama, la miraba sin expresión. Tenía la cabeza ladeada, como cuando la conoció, pero sus ojos no eran encendidos. Había en ellos una gota amarga, que, suavemente, sin ruido, resbaló hasta la boca masculina donde fue absorbida.
* * *
—Max —dijo Ela cuando ambos estuvieron de nuevo en la alcoba donde Oliver estaba muerto, vestido ya, con una quieta mueca en los labios—, no debe exteriorizar su dolor. Perjudicaría usted a su hija. Tenga presente que mañana Susan llamará a su hermano con mayor intensidad. Será muy penosa la tragedia de la niña. Más que la suya, y mucho menos que la del pobre Oliver.
—Era toda mi esperanza —exclamó Max, pronto a estallar en cólera.
—Tome esto. Le calmará. Cierto que era su esperanza, pero aún le queda Susan.
La miró asombrado.
—¿Es que no ha comprendido? Oliver era mi hijo varón, el único que podía dar auge a mi nombre. No le enviaba aún a la escuela, Elaine, pero yo tenía trazado para él un plan. Pensaba enviarlo a Oxford como un potentado, y hacer de él el hombre que yo no pude ser.
—No se mide a las personas solo por lo que son, Max. Tenga eso presente. Se miden por lo que valen. Por sus valores morales. Usted es un hombre sin cultura quizá, pero es un hombre de sentimientos. Sepa que, por mi parte, nunca censuré totalmente lo que hizo usted cuando murió su mujer. Debió ser más prudente, pero en usted la prudencia no es normal.
—He pasado veinte meses y un día en la cárcel, como un renegado.
—Tampoco eso me parece censurable. Si encima de dejar que su esposa muriera, tuviera que pagarle al médico una indemnización, lo consideraría absurdo. En su lugar, quizá prefiriera la cárcel.
Se hallaban sentados frente a frente en el salón contiguo a la alcoba donde descansaba Oliver. Los criados entraban y salían. Se oía el llanto ahogado de la pobrecita Ama, los suspiros de las mujeres del campo, que habían acudido.
No había en aquel hogar más personajes importantes que Paul Adams, perdido en un rincón, dormitando, y su hija. Ela se dio cuenta de que Max no tenía amistades. Solo sus criados y los vecinos, dedicados al campo, como él. Un hombre cargado de riqueza, que pasaba inadvertido para la gente.
—Le traeré una taza de café, Max.
—No se mueva. Permítame que vaya yo a pedir café para los dos.
Lo hizo así. Al rato regresó tras una muchacha, que portaba una bandeja con el servicio.
La muchacha salió de nuevo y Ela miró a Max.
—Apuesto, Max, a que dentro de unos días volverá a ser usted un hombre incomprensible.
—¿Con usted?
—Con todo el mundo.
—Puedo ser cruel y despiadado para todo el género humano, Ela. Pero para usted, nunca podré serlo. Cada vez la admiro y la respeto más —apretó los labios. Desvió los ojos del semblante precioso de ella—. Ela... la admiro demasiado, esa es la verdad —y bajando aún más la voz—. Cuando pienso en usted, todo se enciende en mí.
—Cállese, Max.
Paul se levantó en aquel instante y fue hacia ellos. Nunca bendijo Ela tanto la presencia de su padre, como en aquel instante.
—Max —gruñó—, no creo que puedas hacer nada por tu hijo, no creo que yo pueda hacer nada por ti. Sé lo que sientes. He pasado por ello. Mi único hijo varón, murió a poco de nacer. Tendría ahora veintisiete años.
—Papá...
—Con ello quiero decir, Ela que debemos volver a casa.
—Vuelve tú, papá. Yo me quedo.
—Pero...
—Ya no es por Oliver ni por su padre. Es por Susan. Mañana será tremendo cuando se levante y vea que su hermano no está.
—¿Por qué no la llevas a casa ahora mismo? Cuando despierte mañana, te verá a ti y le enseñarás muchas cosas. ¿No te parece, Max?
—No debo molestarles tanto.
—Los amigos están para las ocasiones.
Ela miró a Max fijamente.
—Creo que sería una solución, Max.
—Llévala pues.
Y en silencio, pareció añadir: «Pero se va usted. Usted, que es la única que puede endulzar en algo este dolor mío, desgarrador».
Al día siguiente, Oliver fue llevado junto a su madre, y Max, junto a Ela y Rex, permaneció allí silencioso firme como un poste, con la cabeza ladeada.
—Max —susurró Ela—. Vamos amigo mío...
Los siguió en silencio. Subieron al coche, y al bajar la pendiente, Max preguntó de nuevo:
—No me dijo nada de Susan. ¿Cómo está?
—La dejé despierta, con la cama llena de muñecas. Todas las que fui reuniendo en mi niñez. Espero que mi doncella la haya entretenido. Me preguntó por Oliver y le dije que estaba en la escuela. Después ella me dijo que le gustaba mucho mi casa.
—Lo peor no es retenerla allí —dijo Rex—. Será cuando vuelva a la hacienda.
—No tiene prisa, ¿verdad, Max?
—No debo abusar de ustedes de ese modo —gruñó ya ceñudo.
Ella se dio cuenta de que su orgullo estaba escapando del paquete de serenidad que lo contenía.
Mansamente susurró.
—Ha dormido junto a mí.
Sintió los ojos de Max en su figura y en su rostro y se ruborizó a su pesar. La mirada de Max ya no era la mirada mansa del hombre desesperado. Era la mirada ardiente del hombre apasionado que todo lo avasalla.
Desvió sus ojos. Conducía con los dedos apretados en el volante. Detuvo el auto ante la cancela de la finca de Max.
—Iré a buscar a la niña dentro de uno o dos días —dijo descendiendo, con un acento extraño que agitó a Ela.
—Es pronto, Max —dijo Rex apaciguador—. Conozco la sicología de los niños. Cuando Susan se vea de nuevo en su casa, echará de menos a su hermano, como si lo perdiera en aquel mismo instante.
—Aún así. Es mi hija... La necesito aquí.
Sin esperar respuesta se perdió tras la empalizada. Ela, nerviosamente, puso el auto en marcha.
—Ela —rio Rex—. Lo mejor que puedes hacer, es darle la niña cuanto antes. Que se las componga.
—No lo comprendes.
—¿No? Estás haciéndole un inmenso favor, y se atreve a indicar que es él quien te lo hace a ti. ¿Para qué necesitas tú una niña?
Rex no podía comprenderlo. Max estaba furioso, pero consigo mismo, aunque hiciera ver que lo estaba con los demás. Y aquella niña... era hija de Max. Eso tampoco podía comprenderlo Rex.
VII
—¿Por qué no vas a buscar a Oliver? —preguntó Susan por milésima vez durante aquellos días—. Mira, Ela. Yo podía ayudar a la doncella, y Oliver al jardinero —persuasiva, su vocecilla temblona aún añadió—: Si Oliver estuviera aquí, yo no tendría necesidad de volver a la hacienda de papá. Me gusta tu casa, ¿sabes? Además, tienes tantos juguetes...
Caminaban ambas a lo largo del extremo parque. Llevaba a la niña de la mano, y escuchaba con cierta amargura. Susan nunca olvidaría a su hermano. Se diría que la obsesionaba. Por las noches, cuando la acostaba en el canapé pegado a la cama, le refería cuentos de hadas milagrosas, pero la niña, al menor silencio o pausa, preguntaba ansiosamente: «¿Y Oliver?».
Pensó en explicarle lo que era la muerte, pero al mirarla y verla tan chiquita, tan inocente, sintió reparos y se calló.
—Escucha, Susan —le dijo aquella tarde—. Oliver ha tenido que hacer un viaje. Te advierto que tardará en volver.
—¿Por qué no me llevaron a mí?
Hacía más de una semana que Susan vivía con ella, y todos los días, al menor descuido o distracción de Ela, la pregunta surgía tímidamente: «¿Y mi hermano?».
—Porque eres muy pequeñita. ¿No te gusta esta casa?
—Sí, pero estaría más contenta si estuviera aquí Oliver.
El sol empezaba a ocultarse. Vio a su padre perderse en el salón, con un libro bajo el brazo. La saludó desde la ventana, agitando la mano. Vio al jardinero cerrando el gallinero y regando algunas plantas.
¿Por qué no iba Max a ver a su hija? No volvió a saber de él durante aquel tiempo. Solo Ama, pesadamente, con la angustia reflejada en su semblante, acudía todas las mañanas con un cesto de flores y una pieza de mantequilla para su niña, decía ella.
—Ama —le decía el jardinero cuando la veía llegar—. No se preocupe usted. Aquí hay de todo. Tenemos árboles frutales de todas clases, y mantequilla que nos traen de la aldea los caseros de la finca del señor.
—Necesito ver a Susan —decía Ama con voz ahogada—. La he criado yo.
Ella la oyó una vez decir aquello y le salió al encuentro.
—Quédate con ella aquí, Ama.
—¿Dejar solo a Max?
Era la primera vez en una semana, que el hombre de Max se pronunciaba ante ella.
—No ha venido aún... a ver a su hija.
—Anda encolerizado —confesó Ama de mala gana—. No hay quien lo aguante. La muerte del pobre niño le ha trastornado.
—Yo creí que lo tomaba con resignación.
Ama frunció el ceño.
—No es Max hombre resignado.
Fue esto lo único que supo de Max durante aquellas largas semanas. Ella se iba a la clínica por la mañana y por la tarde, y solo al anochecer tenía un poco de tiempo para dedicarle a Susan. Durante el día, una doncella se encargaba de entretener a la niña, jugando por el parque o en la sala de estar con las muñecas. Era fácil distraer a la pequeña en aquel ambiente, aunque a Elaine no se le escapaba que cuando regresara a la hacienda, echaría de menos a su hermano, como si lo perdiera aquel mismo día.
Aquel anochecer, paseando por el parque con la niña, pensando en todo esto, una doncella la interrumpió avisándola que la llamaban por teléfono.
Naturalmente, no pensó en Max. La llamaban con frecuencia de cualquier parte. E incluso por las noches, sin ningún reparo, visitaba a sus enfermos cuando era requerida.
Dejó a Susan al cuidado de la doncella y atravesó el parque a paso largo. Se perdió en el saloncito.
—Dígame.
—Hola.
Solo una persona podía saludar de aquel modo seco y breve...
—Max...
—¿Cómo está usted?
—Muy bien. Susan se encuentra encantada.
—Iré a buscarla esta noche, Elaine.
La joven se estremeció.
—¿Por qué no la deja aquí otra semana, Max? ¿Por qué no viene usted más por aquí? Puede ver a la niña todos los días...
—No tengo tiempo.
Mentía. Le sobraba tiempo. Seguro que lo tenía para ir a la casa del otro lado del pantano...
Esto la agitó.
—Iré hoy mismo. La advertí por teléfono porque deseo darle las gracias personalmente, por todo lo que hizo por mi hija.
—Hablaremos aquí, Max. Venga, pues, le espero.
Colgó sin esperar respuesta.
Se había encariñado con la niña. Por nada del mundo permitiría que se la llevaran. No por ella, sino por la misma Susan. Por él, incluso, que al ver a la niña en casa, reclamando a su hermano, se sentiría responsable de su muerte.
Regresó al lado de la niña. Despidió a la doncella. Apretó la mano de Susan y siguió paseando muy despacio.
—Ya le he dicho a la doncella que tengo un hermano...
La existencia de Oliver la obsesionaba.
—¿Por qué no olvidas a tu hermano un poquito, Susan?
La niña alzó su cabecita y la miró asombrada.
—No puedo. Es mi hermano.
—Sí, ya sé que es tu hermano... Yo he tenido un hermano también, y ya ves, apenas me acuerdo de él.
—¿No lo querías?
Se desconcertó. Esbozó una tibia sonrisa.
—Sí, claro que lo quería.
—Pues entonces tienes que recordarlo. Yo recuerdo a Oliver todo el día. ¿No sabes que jugábamos mucho? Por las noches dormíamos en dos camitas juntas. Cuando yo tenía miedo, y yo tengo mucho miedo, ¿sabes Ela? Pues Oliver cogía mi manita, me la apretaba y yo cerraba los ojos. Ya no tenía miedo, ¿sabes?
—Pequeña —susurró enternecida.
Pensó en Max con intensidad. ¿Por qué había sido tan descuidado con sus hijos, queriéndolos tanto? Porque le constaba que los quería, y no obstante... apenas si se percató de que vivían a su lado, de que tenían miedo, de que tenían frío...
El auto azul aparcó a pocos pasos de ellas.
—Es tu padre —musitó Ela, oprimiendo la manecita de la niña—. Creo que viene a buscarte.
—¿Para llevarme con Oliver? —preguntó esperanzada.
No respondió. A decir verdad se sentía acongojada. Max avanzaba hacia ellas.
—Hola —dijo ya a su lado. Miró a la niña, se inclinó hacia ella—, Susan, hijita...
—Hola, papá —saludó Susan con su desparpajo habitual—. ¿Cómo está Oliver? ¿Por qué no lo has traído?
Max se incorporó con ella en brazos y miró a Ela. Los ojos de esta parecieron decir: «¿Lo ve usted?».
—Pasemos al salón, Max —invitó ella aturdida, escapando de la mirada insistente de Max—. Supongo que querrá hablar conmigo acerca de la niña.
—¿No sería mejor que me la llevara sin comentarios?
—Temo que ello nos perjudicaría a todos. Estimo que Susan debe quedar aquí.
—No puedo abusar de usted —adujo malhumorado, mordiéndose los labios—. Ha sido usted muy amable, Elaine. Pero yo... no puedo seguir abusando de su bondad.
—Le he tomado cariño a la niña.
De nuevo sintió en su rostro los ojos fijos de Max.
Dio la vuelta sobre sí misma y se encaminó a la casa. Sentía en la espalda la mirada ardiente, despiadada de Max.
—Quiero quedarme con la doncella —gritó la niña voluntariosa—. Es pronto aún para entrar en el salón.
Ela se volvió. Vestía una falda oscura de fino paño y un conjunto de lana blanca. En torno al cuello lucía un pañuelo de lunares azules. Resultaba más esbelta, más femenina con aquella indumentaria sencilla.
Él dio media vuelta dejando a Susan en el suelo y se perdió en el salón junto a Ela.
Parecía súbitamente envejecido. Hasta en su pelo, de un rubio ceniza, había unas hebras de plata. Y las arrugas que se formaban en torno a los ojos, parecían más pronunciadas.
—Siéntese, Max. ¿Qué va a tomar?
—Nada, gracias —y con fiereza—. No puedo ni debo abusar de usted de esta manera. ¿Qué parentesco nos une? ¿Por qué ha de cargar usted con mi hija?
—Siéntese, Max.
—No tolero que me hable con esa indulgencia, Ela. Ya me conoce.
Ella sonrió.
—Sí que le conozco —dijo tomando asiento en un cómodo sofá—. No hago nada por usted ni por su hija. Lo considero un deber.
Él se la quedó mirando asombrado.
—Lo haría usted —dijo sin comprender bien, al parecer— por cualquiera.
—Exactamente. Para ello solo me basta pensar que es usted el prójimo.
—Se diría que pretende que la admire.
Ela movió la cabeza de un lado a otro.
—En modo alguno, amigo mío. Usted no es capaz de admirar a una mujer por esta causa. Usted es de los hombres que la tasan por lo que ven en su físico.
Max se inclinó hacia ella.
—Si lo sabe, ¿por qué me habla de ese modo? —exclamó sordamente—. Si sabe lo mucho que la admiro como mujer bella..., ¿por qué pretende que además la admire como mujer pura? ¿Acaso no se ha dado cuenta usted que no sé catalogar los valores espirituales?
—Pero supo usted ser feliz al lado de su esposa, porque era buena. ¿Se da cuenta, Max? No es usted tan sucio como pretende hacer creer a los demás.
Max se desconcertó. Se puso en pie, y bruscamente, encendió la pipa y fumó de ella con fruición.
—Voy a llevarme a la niña —decidió con la misma brusquedad—. Mientras la tenga usted, he de doblegarme, y no quiero hacerlo —la miró de frente, con intensidad—. ¿Se da usted cuenta? He de sentir hacia usted una consideración absoluta, y no puedo sentirla, porque cuando la veo siento en mí... como si todos los demonios del infierno encendieran mi sangre. ¿Se da usted cuenta? ¿Ha pensado ya la clase de sentimiento que me inspira?
—Max —dijo Ela aturdida, pero aparentemente serena—, sea más prudente. Está usted en mi casa.
—¿Lo ve? —se exasperó—. Si no le estuviera reconocido por algo, le diría... le diría...
—Puede decírmelo igual.
—No me mire así, Ela. Yo no soy un santo, ni pretendo llegar al altar. Yo piso tierra firme y ya le dije todo lo que creía.
—Dentro de usted hay algo bueno, Max. Lo que ocurre es que se empeña en no verlo.
—Solo siento —dijo rudo, con fiereza— que la deseo como un loco y que cada vez que cierro los ojos pienso en usted de tal manera, que mi sangre se enciende como una hoguera gigante.
Elaine se estremeció perceptiblemente.
—Será mejor —dijo— que se lleve a la niña. Será usted responsable de ella, Max.
Inesperadamente, él se apaciguó y dijo quedamente:
—Me desprecia mucho, ¿verdad?
—No.
—Me compadece —añadió sin preguntar.
—Sí.
Max cerró los ojos.
—Es... es lo que no tolero.
Y salió sin esperar respuesta.
* * *
—Quiero ver a Oliver. Quiero ver a Oliver —gritaba Susan en un ataque de histerismo.
Ama consolaba a la niña, y Max, más enfurecido que amargado, daba paseos por el salón, como si lo persiguiera el mismo demonio. De súbito, cuando los gritos de la niña eran más histéricos, se volvió hacia ella y le propinó una bofetada. Susan calló de repente.
—Max.
—Déjame en paz, Ama. Estoy que... —apretó los puños—, que... Nadie puede saber cómo estoy. Y encima tengo que oír los gritos de esa niña maleducada.
Susan, asustada, se ocultaba tras las faldas de Ama.
—Calla, mi amor —decía la pobre vieja—. Calla...
Max salió del salón y se lanzó a la senda. Ama alzó a la niña en brazos y la llevó a la cama.
—Quisiera ver a Oliver. Quiero que me lleven a su lado. Quiero...
Aquella noche, Ama se quedó a dormir junto a la niña.
VIII
Silvia le refería cosas de dos clientes.
Ela fumaba. La consulta se había cerrado momentos antes, y ella aún no se había quitado la bata.
—Él se emborracha —comentaba Silvia. Ela la oía como si su voz viniera de muy lejos—. Ella le engaña con otro. Hay cada vida...
Ella pensaba en Max, y en Susan. ¿Qué ocurriría con la niña? ¿Se amoldaría a la soledad sin Oliver?
No era fácil. Ella jamás conoció un caso semejante.
—Ya me voy —dijo Silvia despertándola—, Rex me espera en el club.
—¿Cuándo es la boda?
—El quince del próximo mes. Faltan veinte días. Espero, Ela, que sea mi madrina.
—Por supuesto.
—Rex carece de familia, como yo. Me dijo que pensaba pedirle a su padre que fuera el padrino.
—Papá, encantado.
—Gracias.
Se quitó la bata, y diciendo adiós se alejó. Ela oyó cómo cerraba la puerta y sus pasos por la acera.
Se puso en pie con pereza. Había dormido poco. Hubo de levantarse a las dos de la madrugada para visitar a un enfermo. A las siete ya estaba en pie nuevamente, en casa de un minero. A las nueve se encontraba en la consulta.
Pero no le pesaba aquella vida. Un día u otro tendría que realizar un viaje. Tal vez aceptara la sugerencia de su padre. Cierto que aquello era su vida, pero necesitaba alguna expansión.
Se quitó la bata y la colgó en el perchero. Hacía un día espléndido. «Iré a bañarme», pensó. «Lo haré en la piscina de mi casa, o tal vez me detenga en la del club de golf...».
Vestía, un modelo de hilo de un azul oscuro. Sin mangas, con el escote muy pronunciado, abotonado por delante. Calzaba zapatos descalzos, de un azul muy claro. Llevaba un bolso de paja del mismo color que los zapatos. Lanzó una breve mirada al pequeño espejo y se encontró bien.
Al dar la vuelta en dirección a la salida, oyó que alguien abría la puerta. Se encaminó a la de la clínica para ver quién entraba en el consultorio. Se quedó de piedra. Era Max. Un Max adusto, fiero incluso, desafiador. El mismo Max que cierto día entró del mismo modo y la besó enloquecido. Ella nunca podría olvidar aquel instante.
—Hola —saludó con su habitual brevedad.
—Hola —replicó ella más amable—. ¿Cómo ha reaccionado la niña?
—Cuando salí de casa seguía durmiendo. Ayer tuve que propinarle un bofetón.
—Max... eso es indigno de usted.
Max se alzó de hombros.
—¿Acaso soy digno de algo? ¿Me ve usted? ¿Me ve bien? No vengo a darle las gracias por lo que hizo.
—No las espero. Ya sé que detesta deber nada a nadie, y menos aún reconocerlo.
—He venido porque —la miró cegador—, porque no puedo pasar sin verla.
—Siéntate, Max —pidió serenamente.
El hacendado se la quedó mirando de modo indefinible.
—¿Me... tuteas?
—¿Por qué no? Aparte de ser tan vecinos, somos jóvenes ambos, y somos amigos.
Max alzó el dedo y la apuntó con él inhiesto.
—Amigos, no, Ela. Nunca hablamos de ser amigos. En realidad, tú y yo hablamos de pocas cosas. Soy demasiado poco para ti. No te hubiera comprendido. Al menos es lo que tú piensas.
—¿Por qué no hablas claro? ¿Qué demonios te pasa?
Max, por toda respuesta, se dejó caer en el brazo de un sillón y quedó allí medio sentado. La miraba fija y ardientemente. En su boca relajada se retrataba como una mueca indefinible, que ella no pudo comprender.
—Me gustaría —dijo de súbito— poder tomarte en mis brazos, Ela. Y decirte... decirte un montón de cosas gratas.
Ella abatió los párpados.
—Puedes decírmelo sin tomarme en tus brazos.
—Por lo visto consideras un pecado que un hombre y una mujer se manifiesten mutuamente el cariño de modo material.
—Supongo que no vendrías a verme para juzgar ese detalle.
Él se desconcertó. Al rato, tras un breve silencio reflexivo, comentó roncamente:
—Por supuesto que no. A decir verdad, no sé a qué he venido.
—A herirme. Tú no puedes vivir sin herir a los demás.
* * *
Max se puso en pie y se la quedó mirando desde su altura. De súbito alzó los brazos y los colocó en los hombros de la joven, que no parpadeó ni dio un paso hacia atrás. Se diría que lo desafiaba por medio de su estática inmovilidad.
—Estás temblando —dijo Max sordamente—. ¿Por qué? ¿Por lo mucho que te repugna mi contacto, o por lo mucho que lo deseas?
—Me parece, Max, que he tenido demasiada paciencia contigo. ¿Quieres marchar, o prefieres que llame al portero y lo haga él?
Por toda respuesta, el hacendado comentó quedamente:
—Has dicho que no puedo vivir sin herir a los demás. Soy, pues, en tu concepto, un resentido. Puede que sea cierto, Ela —añadió quedamente, como si reflexionara en voz alta—. Pero, la verdad, la dolorosa verdad, es que a ti no quiero herirte y lo lamentable es que te hiero sin proponérmelo.
—No te pongas sentimental, Max.
Las manos resbalaron por el cuerpo de Ela y se detuvieron en la cintura. Ella dio un paso atrás, pero Max fue con ella.
—Eso no —pidió sofocada—. Eso no, Max. No está bien. No es decente. No es digno por tu parte, y pese a cuanto te diga, a todo cuanto tú creas, yo tengo un buen concepto formado de ti.
Max reía. Era su risa como un latigazo. Ela se estremeció sintiendo todo el peso del cuerpo de Max en el suyo. Hubo una extraña inmovilidad en los dos. Él, pausadamente, le levantó la barbilla con el dedo y la miró largamente a los ojos. Las aletas de la nariz de Ela, palpitaron insistentemente, lo que denotaba su gran sensibilidad herida. Había un convulso temblor en sus labios y Max sintió como si todo el fuego del infierno lo quemara. Fue inclinándose, manteniendo el rostro femenino bajo el suyo. Su dedo seguía firme bajo la barbilla de Ela. La besó en la boca. No salvajemente. Despacio. Tan despacio y tan dulcemente, que Ela instintivamente, sin poder contener su ansiedad, se oprimió contra él. Fue como si todo en Max se desintegrara. La envolvió en sus brazos y sus manos sofocadas, incontenibles, buscaron aquel cuerpo como si fuera para él la única razón de vivir.
Hubo un momento en que ambos se olvidaron de todo. Fue como si todo el dique se rompiera, y el agua al rodar envolviéndolos, se convirtiera en fuego ardiente.
Ela admitió aquel beso. No pensó en su personalidad de mujer, ni en su profesión, ni en los velados insultos de Max. Ni siquiera en lo que le dijo el día anterior con respecto al deseo que le inspiraba. Era mujer, y sus labios recibieron aquel inacabable beso que parecía robarle la vida y a la vez la hacía inmortal. Aquel beso que le producía sofoco, placer, y un goce extraño que parecía lastimar sus carnes.
Cuando las manos de Max se perdieron en su espalda, acariciantes y ardientes, pareció reaccionar.
—No —dijo—. No.
—Ela...
—No.
—Siento no sé qué...
—Quita, Max. Los dos estamos locos. No puede ser. Tú sabes que no puede ser.
—Querida.
Ya no era el hombre exigente, insultante, soberbio y pendenciero. Era un hombre suplicante, suave, apasionado y a la vez tierno, con una ternura que llegaba al fondo mismo del alma femenina.
Ya no había pecado en aquel abrazo. Había una ternura y una dulzura tal, que los estremecía a los dos.
—Ela... yo no sé lo que siento cuando estoy junto a ti.
—Vete, Max. Vete —susurró—. He perdido mi compostura y nunca me lo perdonaré.
—La primera vez que te vi y te besé, te dije que un día serías mujer, sentirías como una mujer, Ela. Has sentido como lo que eres.
—Hay cosas que las mujeres deben reprimir en su corazón, Max.
—Cállate. No digas esa blasfemia. Por ti, Ela, por ti... sería capaz de todo. Hasta de ir contigo a la iglesia...
Ela dio un paso atrás y quedó jadeante, roja de vergüenza ante los ojos apasionados de Max. Él la miraba. La miraba como si la poseyera en aquel instante, y Ela sintió la sensación de que bajo los ojos de Max, su cuerpo pecaba.
—Iremos juntos, Max —dijo ahogadamente—. Esta misma tarde...
—Si te casas conmigo... —susurró él avanzando de nuevo hacia ella—. Si te casas conmigo, si puedo tenerte para mí toda la vida... iré adonde me lleves, creeré en lo que tú quieras que crea.
—Has de creer por ti mismo, Max.
—¿Quieres decir... —se agitó— que no me rechazas?
—No te rechazo. ¿Acaso no sabes ya... que no puedo rechazarte? ¿Que cuando te tengo junto a mí... —se ruborizó a su pesar—, no soy más que una mujer doblegada?
—Ela...
Ella extendió los brazos.
—Pero ahora no, Max. Ahora... vete. Susan habrá despertado.
Él llevó los dedos al cabello y los perdió en él con desesperación.
—Y tú —dijo calladamente—, me darás más hijos. Más hijos de los dos, Ela. ¿Te das cuenta? ¿Lo has pensado? ¿No te desilusionaré?
Impulsiva se acercó a él. Lo miró largamente. Su mano, aquella mano fina y suave, se perdió en la mejilla de Max.
—Un hombre como tú, Max, nunca desilusionará a una mujer como yo.
Max asió aquella mano. La perdió en su pecho. Su mano subió acariciante y ardiente por aquel brazo. Ela se estremeció.
—Déjame, Max. Ahora... déjame.
—Te quiero. Te necesito. Tú lo sabes.
—Sí. Pero ahora... déjame.
* * *
Míster Adams la miraba. Algo le ocurría a Ela. Algo desusado. Tenía la virtud de expresar en su rostro cuanto sentía.
—Dilo de una vez, Ela —rio divertido—. No puedo pensar que lo que te ocurre sea grave. Tus ojos brillan... Brillan como los de una mujer enamorada.
—Voy... —enrojeció—. Voy a casarme con él, papá.
—Oh...
—Ya sé que te duele.
—No es eso, Ela. Compréndeme. Es que es un hombre viudo. Piensa de modo extraño. No cree en nada, más que en su propia fuerza.
—Creerá. Me ama de tal modo que un día se dará cuenta de que la verdad no está en su modo de pensar. Nadie conoce bien a Max, papá. Hay en él una bravura mentida, falsa. Es como un parapeto. Bajo esa máscara está el hombre, y es maravilloso.
—Entonces, si así lo consideras, dile que venga a pedir tu mano cuando quiera.
—Esta tarde le llevaré a la iglesia. Confesaremos los dos...
—No concibo a Max arrodillado ante un sacerdote —rio Paul Adams a su pesar—. Créeme que no lo concibo.
—Puedes verlo por ti mismo.
En aquel instante una doncella entró en el salón sin llamar. Parecía despavorida.
Elaine y su padre se pusieron en pie como impelidos por un resorte.
—¿Qué es lo que ocurre?
—Dicen... dicen... —se ahogaba—. Dicen... que la hija de míster Evans...
Ela miró a su padre y lanzó una sorda exclamación. No esperó que su padre respondiera a su mirada, ni que la doncella explicara más. Echó a correr y se encontró en la terraza, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en la lejanía, allí, donde tenía que estar la finca de Max Evans.
—Ela, Ela —llamó el padre tras ella—. Ela, hija mía, espera que voy contigo.
Ambos, sin mirarse ya, corrieron hacia el auto. Ela saltó ante el volante y su padre penetró en el vehículo por la otra portezuela.
—Ela... —suplicó—. Repórtate. Parece que vas a enloquecer.
—Dios mío, Dios mío —sus manos temblaban en el volante—. Dios mío...
—La doncella, aún con la voz entrecortada pudo decirme algo. Parece ser que la niña ha caído al pantano.
—¡No me digas más! ¡Oh, papá! No me digas más.
—La encontraron allí, Ela —siguió el caballero sordamente—. Fue el mismo Max quien la encontró. Dicen que está loco. Se ha cerrado con la niña en el cuarto, como hizo con su esposa. No permite la entrada a nadie.
El auto corría por la ancha calle como si lo persiguiera el mismo demonio. Ela, con las manos apretadas en el volante, parecía presa de súbito dolor y a la vez de rabia, como si culpara a todos de lo ocurrido a la hija de Max.
—Ela, vas a atropellar a los transeúntes.
El auto dobló la carretera, dejó la calle y tomó el ancho camino asfaltado que conducía a la finca de Max.
Frenó el auto al otro lado de la cancela, y sin mirar a su padre, corrió hacia el grupo de personas que se arremolinaban ante la casa. Al verla, todos enmudecieron. Un sacerdote y Rex se acercaron rápidamente.
—Ela...
—¿Dónde está? —preguntó casi sin abrir los labios—. ¿Dónde está Max?
—En su cuarto, con la niña en brazos. Está muerta, Ela —dijo Rex quedamente— y el juzgado está aquí. No quiere salir, ni permite a nadie la entrada. Cuando llamamos a la puerta, o no responde o nos insulta y nos amenaza montado en cólera.
—Déjame a mí.
—Señorita Ela —dijo el sacerdote—, será mejor que lo reduzcan por la fuerza. No creo que esto sea cosa de mujeres. Míster Evans no es... hombre dócil.
Lo miró fijamente.
—Hay una versión equivocada con respecto a míster Evans, padre. Me abrirá la puerta y entregará el cuerpo de su hija, estoy segura.
Paul Adams se acercó al juez. Este último tocó en el hombro de la joven.
—Ela, estoy hablando con tu padre sobre míster Evans. Parece ser que es tu prometido.
Todos se volvieron hacia ella. Ela, serena, fría, indiferente a todo lo que no fuera Max y su hija, soportó las miradas de incredulidad que se clavaban en ella. Con sequedad, dijo:
—Sí, así es...
—Ela —susurró Rex tras ella—. No puedo creerlo.
El sacerdote también murmuró:
—No es posible. Usted es una ferviente católica, Ela. Max no cree en nada.
—Nadie sabe en lo que cree Max, excepto yo. Ya le dije, padre, que todos nos hemos equivocado.
—La vida le azotó mucho —opinó Rex—. Las reacciones son propias de lo que le ocurre.
A Ela le importaban poco los comentarios. Caminó con firmeza hacia la casa. Subió las escaleras de la terraza, y al ver a Ama hundida en un rincón del vestíbulo, sin llanto, menguada, convertida en algo informe, sintió que las lágrimas saltaban a sus ojos. Se aproximó despacio.
La voz de Ela fue para la anciana como un himno glorioso. Alzó su rostro y miró a la joven con ansiedad.
—Yo no tuve la culpa. Fue Ira... Ira, la doncella, quien le dijo que el hermano estaba en la ciénaga cogiendo juncos. A mí no se me ocurrió decirle que en la ciénaga no había juncos, señorita Ela. Yo quería a mi niña. Yo me siento morir, como ellos.
Estalló en un sollozo. Ela solo supo ponerle la mano en el hombro.
—No llores, Ama. Ya no hará nada tu llanto. Guarda tu dolor, como yo guardo el mío, como Max lo guardará.
—Él no quiere ver a nadie. Se ha encerrado. Como cuando murió la madre de los niños.
—Esto es distinto.
Echó a andar en dirección al cuarto de Max. Fugazmente pensó en el primer día que fue a aquella casa. En las veces que Max la tiró por la ventana. En como empezó ella a conocer al verdadero Max, no al que todos conocían, sino al que se ocultaba bajo la máscara.
* * *
Asió el pomo. No cedió. Miró hacia el fondo del vestíbulo. Vio allí a su padre muy pálido. Al sacerdote ansioso. A Rex inmóvil, deseoso de ayudarla.
Sintió pena. No solo de sí misma y de Max, sino de todas aquellas personas, excluyendo a su padre, que no sentían dolor alguno, que no comprendían la tragedia de Max.
Tocó con los nudillos en la puerta.
—Max, soy yo... Abre.
Se oyó un gemido en la estancia, y después los pasos pesados de Max, sin un titubeo, sin una duda.
La puerta se abrió. Hubo un murmullo tras Ela. Ela apenas si se fijó. Miró a Max. Un Max pálido, ojeroso, desesperado. Pero no loco. Un hombre dolorido, perdido en el marasmo de su tragedia, pero nunca loco.
—Max...
—Pasa —dijo él suavemente—. Pasa, Ela.
Pasó y cerró tras de sí.
La niña, aún sucia por el fango que le había quitado la vida, se hallaba en la cama, blanca como el papel, con las trenzas deshechas, y el cabello empapado.
—Ela, ya ves... Una vez más me siento asesino.
—No digas eso, Max. Por favor, no, cariño. Nadie ha tenido la culpa. Son los designios de Dios.
Max se agitó. Cayó pesadamente sobre una silla y ocultó el rostro entre las manos.
—Los designios de Dios —susurró—. ¿Por qué? ¿Qué le hice?
Él alzó el rostro. Ela nunca vio llorar a ningún hombre, pese a su profesión. Ver el rostro moreno, atezado, fiero de Max, bañado en lágrimas, la impresionó aún más que la desgracia ocurrida a la niña. Impulsiva, con esa ternura tan propia de ella, se acercó a él y le puso una mano en el hombro. Instintivamente le acarició la cabeza. Él asió aquella mano por el aire y la apretó desesperadamente contra la boca.
—Ela, si tú me faltas...
—Pero no te falto. Ya ves que no te falto.
—No estoy loco, ¿verdad? ¿Verdad que no estoy loco?
—No, querido. Estás dolido, desesperado. Ahora hazme el favor de abrir la puerta y permitir que entren esos señores.
—No.
—Max...
—No me pidas eso. Tú sí. Ellos no. Ellos no comprenden mi dolor. Unos vienen a curiosear, otros a cumplir un deber rutinario con respecto a mi hija muerta.
Ela comprendió que tenía que usar de toda su paciencia para convencerlo. Se sentó a su lado y empezó a hablar.
—No me digas nada, Ela. Te amo, bien lo sabes. No sé si podré hacerte feliz. Haré todo lo posible por conseguirlo. Pero no me pidas no me pidas que permita que esos hombres toquen a mi hija.
IX
—¿No comprendes? Estaba a tu lado cuando ella murió. Cuando ella se debatía en la ciénaga, yo estaba a tu lado, diciéndote lo mucho que te quería.
—Eso no es censurable, Max.
—Es inhumano que en un trance así haya abandonado a mi hija. No creas que te culpo de ello, Ela. Soy yo quien me culpo, quien jamás curará la herida que dejan mis hijos en mi corazón. Ni la llegada de otros hijos serán capaces de acallar mi conciencia.
—Un momento, Max. Ya te dije que estas cosas las manda Dios.
—¿Y te parece normal que me haya dejado sin mis dos hijos?
—Es tu destino, Max, y por algo será.
Max se puso de un salto en pie. Enloquecido, despiadado, exclamó:
—Estás contenta, ¿no? Ya no tengo hijos. Odiabas a mis hijos. Los odiabas, ¿verdad?
—¡¡Max!!
Él debió comprender el daño que le estaba haciendo, porque de pronto se dejó caer desplomado en la butaca, ocultó el rostro entre las manos y susurró:
—Perdóname, Ela, perdóname. No sé lo que digo.
Hubo un silencio.
—Abre —dijo al rato—. Pero antes, permíteme que salga de este cuarto. No podría soportarlo.
Se puso en pie y la miró desde su altura.
—No comprendo... no lo comprendo, Ela, por qué me quieres.
—Porque también eso forma parte de tu destino y el mío.
—Gracias, querida.
—Vete. Yo me quedaré aquí.
—Cuando tengas lista —miró a su hija y una nueva y amarga contracción distendió su boca— a mi pobre hija, ve a buscarme o mándame llamar.
—Lo haré, Max.
Se cerró la puerta tras Max, y ella fue directamente a abrir la otra. Vio muchos rostros ansiosos al final del vestíbulo. También vio el de su padre, que recibió su mirada con una sonrisa comprensiva.
—Pasen ustedes —pidió—. Terminen cuanto antes.
* * *
—¿Puedo pasar, Ela?
—Pasa, Rex. Precisamente —añadió cuando lo tuvo delante de ella— iba a pasar yo por tu clínica.
—¿Qué deseabas de mí?
—Sencillamente preguntarte lo que Silvia me dijo esta mañana.
Rex frunció el ceño.
—¿Sobre?
—Me dijo que ayer estuviste a ver a una enferma de la casa del pantano...
Rex se agitó.
—Diantre, nunca creí que Silvia fuera tan habladora.
La aludida, que se hallaba seleccionando unos papeles en el despacho, apareció ante ellos. No sonreía. Parecía muy seria, y Rex, que la amaba de veras, temió que estuviera enojada.
—Hablé —dijo Silvia— porque lo consideré un deber. El hecho de que Max siga como un loco desde la muerte de su hija, no le obliga por fuerza a encontrarse a las tres de la mañana donde tú le has visto ayer noche.
—Ela —se disculpó—, yo nunca te lo hubiera dicho.
—Pero es que tú eres hombre, Rex. Silvia y yo somos mujeres, nos comprendemos y nos queremos. Nuestra amistad no se debe tan solo a mi calidad de médico y a su calidad de enfermera. Hay entre las dos una gran comprensión y un gran afecto. Obró como yo obraría en su lugar.
—Debes disculpar a Max, querida. La tragedia le afectó demasiado. Te ama mucho, pero no es eso suficiente para calmar su dolor. Recuerda el día que enterraron a su hija.
Claro que lo recordaba. Había quedado grabado en su mente con caracteres de fuego. Fue la escena más violenta que vio en su vida, y no creía poder soportar otra semejante, jamás.
Max había guardado un silencio hostil durante todo el día. A media tarde, cuando los vecinos y los pocos amigos acudieron para acompañar el cadáver de Susan al camposanto, al ver a aquella gente desconocida, pues al enterarse de que Elaine Adams era la prometida del hacendado, muchos amigos de la joven acudieron a cumplir su deber, la presencia de aquellas personas ajenas, hirieron a Max Evans como si le abofetearan en plena cara y públicamente. Salió del salón como un loco, extendió los brazos y echó a la gente del patio. Ordenó a sus criados que, una vez todos fuera, vecinos y amigos de Ela Adams estuvieran detrás de la cancela, cerraran esta y prohibiera el paso a los curiosos.
Ella misma, al verlo tan en evidencia, al verse a sí misma en ridículo, trató de contenerlo, y delante de todos, Max, enloquecido le propinó un empellón, cayendo ella en los brazos de su padre. No hubo frases más o menos airadas. Hubo un total anonadamiento por parte de Max, y una rigidez inabordable por parte de míster Adams. Asió a su hija del brazo y la condujo al auto. Max intentó ir tras ellos, pero el mismo Rex le contuvo.
—Evans —le dijo duramente—. Todos comprendemos su dolor y deseamos compartirlo. Es usted injusto y odioso. Deje a la señorita Adams marchar con su padre. No sería elegante hacer aquí una escena. Tal vez usted no lo comprenda, pero nosotros, los que estamos habituados a vivir como seres normales, sí que lo comprendemos.
Max quedó allí solo, rodeado por sus criados y el mudo cadáver de su hija. Nadie le acompañó al cementerio. Nadie acudió a consolarle.
Jamás volvió a ver a Max. Oía de vez en cuando los comentarios que se hacían con respecto a su vida desenfrenada, que parecía ya, no tener enmienda.
—No sé si le disculpo, le amo o le compadezco, Rex, pero lo que deseo saber es si en efecto le has visto en la casa del pantano ayer de madrugada.
—Sí.
—No estaba solo —dijo serenamente, sin preguntar.
—No lo sé. Estaba allí. Lo vi en un salón. Tenía una copa de licor en la mano y parecía presa de súbito furor, como siempre. Pienso que va a allí a descargar su rabia y a desahogar su pena.
—No creo que nadie comprenda su pena.
—Allí no. Pero el hombre, cuando se encuentra en un trance semejante, ya no sabe ni lo que hace.
—¿Te vio...?
—Sí.
—Ayer noche —anunció de pronto— estuve hablando con Gerald Bley y me dijo que su hijo había llegado con la carrera terminada.
—Sí, ya lo sé —admitió Rex—. ¿Qué estás pensando?
—Hace mucho tiempo que papá trata de convencerme para que le acompañe en un viaje alrededor del mundo. He pedido a Gerald que su hijo se quede aquí, en mi clínica y como médico de la empresa de papá.
—Creo que eso te hará bien —apuntó Rex.
—No huyo de Max ni de sus condenadas reacciones —dijo serenamente—, huyo de mí misma. No me siento con fuerzas para presenciar el derrumbamiento moral de Max sin echarle una mano, y temo que si continúo aquí, por encima de todo, incluso de mi dignidad, acuda a su lado.
—Le ama mucho —dijo Silvia quietamente.
Ela la miró. Después miró a Rex y por último curvó los labios en una sonrisa dolorosa.
—Sí. A Max hay que amarlo u odiarlo. Yo tengo la desgracia de amarlo. Como nunca pensé que se pudiera amar a una persona.
* * *
Max bebía una copa de whisky sentado en una butaca. Parecía ausente de sí mismo.
Había enflaquecido. Ya no era el hombre arrogante, de fuerte contextura. Tal vez siguiera teniendo la misma, pero sus hombros derrumbados por la pena y la ansiedad, se inclinaban hacia adelante.
—Lo oyó una criada en una tienda. Al parecer, el hijo de Gerald Bley se queda en la clínica.
Sabía bien el whisky. Ardía en la garganta. ¿Qué decía Ama de Gerald Bley y una cínica? Bah, él no creía en los médicos ni en las clínicas. ¿Hacía frío allí, o sería que lo tenía él? Apuró el contenido del alto vaso. Fumó con ansiedad.
—Tal vez no vuelva por aquí. ¿Lo sabías, Max?
—Déjame en paz con tus cuentos, Ama. ¿No ves que estoy ocupado?
—Ocupado en beber —gruñó la anciana—, como haces siempre desde...
—Cállate, Ama.
—Dijeron por aquí que te ibas a casar con esa angelical criatura.
—¿Te quieres callar?
—¡Bah, con tanto callar! Tengo muchas ganas de decirte... Muchas cosas te podía decir, Max. Olvídate ya de la muerte de tus hijos. Forma una nueva vida como Dios manda y ten más hijos. Atiende al hogar como lo atienden los hombres de verdad. ¿O es que crees que solo es hombre el que bebe whisky, el que fuma y el que da empellones?
—O te callas, o te mando al diablo, Ama.
—Está bien. Quédate ahí con tu whisky y tu amargura.
—Yo no tengo amargura.
—Hijo, eso puedes gritarlo por ahí fuera, ante los criados que te temen, y te odiarán, pero ante esta vieja que te crio... no te vale decir mentiras. Estás amargado. ¿Y sabes por qué? Por orgullo. Porque todo el mundo vio cómo la trataste, que ahora no quieres disculparte. ¿Y sabes por qué no quieres disculparte? Porque temes el rechazo.
—Ama, que no respondo de mí —gritó enfurecido.
—Pégame si quieres. No voy a callarme por eso. Ella se va, supongo que ya lo habrás oído. Se va... ¿Me entiendes? Con su padre, en un yate que los espera en Londres. Lo dice todo el que los conoce. Se queda Gerald Bley en la clínica.
Ahora sí la comprendió. Fue poniéndose en pie poco a poco y de súbito, con irreprimible rabia que era más bien dolor, estrelló el vaso contra el suelo.
Bruscamente giró en redondo y salió de la salita. Se lanzó a la calle. ¿Cuántos meses hacía que se escondía como un ladrón para verla salir de la clínica? ¿Cuántas veces estuvo a punto de echar a correr hacia ella? ¿Cuántas marcó el número y colgó el teléfono sin oír su voz?
No podía más. Él era un tipo extraño, soberbio, como decía Ama, orgulloso, como dijo ella..., pero era hombre. Y la amaba. Y cuanto más conoció a otras mujeres, más ansia tenía de ella. Y cuantos más días pasaban, más penosa era la lucha, más sorda y más dolorosa.
Llovía. Sintió el agua en la cara como si fuera un lenitivo. Alzó el rostro y sintió el azote refrescante de la suave lluvia. Miró a lo alto. Dios, el Dios que todo lo podía, todo lo sabía y todo lo solucionaba... ¿Por qué? ¿Por qué creía en aquel Dios y se negaba a admitirlo? ¿Por qué le invocaba cada día en silencio y no se atrevía a ir a la iglesia a rezar una plegaria, a sentir el corazón su divina existencia?
Apretó los puños. Caminó a lo largo del sendero hacia el garaje. La verdad es que no sabía por qué iba hacia allí. Cuando se vio ante su coche, automáticamente abrió la portezuela y se sentó ante el volante. Sus dedos, al asir la llave de contacto, temblaron perceptiblemente.
—Soy un sensiblero —gruñó—. Y no quiero serlo. Maldita sea, no quiero.
Puso el auto en marcha... Seguía lloviendo.
* * *
Nunca supo cómo llegó allí, ni por qué llegó. Eran las nueve de la noche. Hacía calor, pero seguía lloviendo, y la espesa niebla apenas si permitía ver la esbelta silueta del palacio de los Adams.
Como un autómata descendió del auto y se adentró en el parque. Caminó bajo la lluvia como una sombra. Sus pasos en la grava producían un ruido hueco, extraño para él, que aún parecía ausente de sí mismo.
Subió los peldaños de mármol negro y se detuvo ante la puerta principal. Su mano, como inconsciente, se alzó, y el dedo enhiesto apretó el timbre. Casi inmediatamente se abrió la puerta.
Apareció una doncella.
—¿Qué desea? —preguntó asombrada, al ver a aquel hombre parado como un poste en el umbral.
Max parpadeó. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? ¿Qué deseaba en realidad?
Giró en redondo sin decir palabra.
—Oiga...
Max se alejaba sendero abajo. Sus pies volvían a producir aquel ruido hueco.
—Oiga, oiga, espere...
Max subía a su coche. Justamente cuando lo ponía en marcha, el de Paul Adams se detuvo a su lado. Debió reconocerlo, porque presuroso salió del suyo y corrió hacia el de Evans.
—Max, espere usted.
El hacendado le miró como si no le reconociera.
—Eh, Max, ¿qué le pasa?
Entonces Max le saludó con ronco acento.
—Buenas noches, míster Adams. Ya ve, vengo de su casa.
—Veo a la doncella en la puerta llamándolo.
—Es que llegué a su puerta como pude llegar a otra, al parecer.
—Venga conmigo, Max. Tomemos juntos una copa.
—Gracias. Perdone que haya molestado, que haya llamado a su puerta.
Por toda respuesta, míster Adams dio la vuelta al auto y se sentó a su lado.
—Diantre —comentó jocoso—. Me he mojado. —Miró a Max que parecía un poste con las manos agarrotadas en el volante—. Y usted está empapado, amigo mío. ¿Qué estuvo haciendo usted esta noche?
—Paseando bajo la lluvia.
—Un entretenimiento un poco extraño, ¿no le parece? —sin transición, añadió—: tenía ganas de echármelo a la cara, Max. El día que enterraron a su hija, pasé ganas de decirle algo.
—Puede decírmelo ahora.
—Claro que se lo voy a decir. El hombre, Max, no es más hombre por ser rudo, violento, dar un empellón a la mujer que ama y despedir a las personas que iban a acompañar el cadáver de su hija a su última morada. Tenga presente, amigo mío, que ha fallado usted en el transcurso de su vida, no una vez, sino varias. Esto no lo considero digno de un hombre inteligente. Y lo curioso es que a usted lo tenía por tal.
—¿Ha terminado?
—No. Mi hija le ama, pero no creo que esté dispuesta, no a perdonar la grosería de la que usted la hizo víctima delante de todos los amigos y vecinos, sino a disculpar sus visitas a cierta casa. ¿Acaso busca allí consuelo para su amargura?
—Yo no soy un hombre amargado —gritó.
Paul Adams emitió una risita.
—Amigo Max —dijo poniéndole una mano en el hombro—. Mañana a primera hora salgo con mi hija para Londres, con el fin de embarcar en mi yate. Posiblemente —recalcó— case a Ela por esos mundos y prefiera seguir a su marido que acompañarme a mí al hogar. No pienso retenerla. Aún está a tiempo de rectificar, Max. Sé de la forma que le ama mi hija. No le considero a usted un hombre adecuado para ella, pero tampoco yo era un hombre adecuado para mi esposa, y la hice feliz. Inmensamente feliz. La amé hasta el sacrificio y ella me amó a mí hasta morir. Por tanto no soy nadie para torcer el destino de Ela, pero sí le digo que si usted no rectifica su vida, me temo que la pierda para siempre. Doblegue su soberbia, llámela por teléfono, prométale que cambiará, y piense usted un poco en la vida mística, amigo Max. Piense que no estamos en este mundo por habernos hecho los hombres. Al primer hombre lo ha traído Dios. Tenga presente, asimismo, que Ela es tan sensible, tan honesta, y tan noble, que cree fácilmente en las promesas de las personas que ama. Pero procure usted no defraudarla de nuevo.
Abrió la portezuela.
—Adiós, Max. Mi hija no está. Si usted venía a verla... perdía el tiempo. Está en la cabecera de un moribundo.
—Míster Adams... no se vaya aún.
—Dígame, Max.
—¿Por qué me habla usted así?
—Porque le estimo.
—He sido odioso. ¿Por qué me estima aún?
—Porque al hombre no se le juzga por una o dos acciones malas, cuando hizo muchas otras buenas.
—Gracias, míster Adams.
Este le palmeó el hombro.
—Espero que Ela esté en casa a las once de la noche. ¿Por qué no la llama?
Descendió.
—Buenas noches, Max.
—Gracias de nuevo.
El auto rodó senda abajo y míster Adams, con una sonrisa conmiserativa e indulgente en los labios, se dirigió al palacio.
Cuando aquella noche regresó Ela, se lo refirió todo.
—¿Qué hora es? —preguntó la oven con contenida ansiedad.
—Las once y media, hija mía.
—Y... no llamó.
—No.
—Tus frases han caído en el vacío, papá.
—No.
—¿No lo ves por ti mismo?
—¿No puede un hombre rectificar sin prometer?
Ela bajó la cabeza. Sentía una gran congoja.
—Animo, Ela. El futuro aún está por decidir. El destino de las criaturas está trazado.
En aquel instante, Max se hallaba ante el teléfono. Ama, tras él, le miraba inquisidora. Max alzó la mano, la dejó caer sobre el auricular y lo alzó. Su dedo enhiesto fue a marcar un número...
Lo soltó de nuevo.
—Max...
—Iba a llamarla a ella, Ama. Pero no lo haré.
—Si de esa llamada depende tu felicidad...
—Ella dijo muchas veces que Dios siempre hacía las cosas por algo. No llamaré. Si se marcha y se casa por allá... será cosa de Dios. Tendré que admitirlo con resignación, como empiezo a admitir la muerte de mis hijos. Será mi destino vivir solo y condenado.
—Llama, Max. Al destino debe forzársele.
—No. Está decidido. Esperaré su regreso. Tal vez necesite mucho tiempo para doblegar mi soberbia. Si un día vuelve y me ama aún... yo estaré aquí, en Walsall, esperando por ella.
—Max...
—No, Ama.
Al día siguiente, Ama fue a su cuarto. Max estaba de pie con la Prensa local en la mano.
—Lo dice aquí —susurró—. Se han ido en el avión de esta madrugada.
—Max...
—No trates de consolarme, Ama. He perdido a mis hijos y lo he sentido como si me desgarraran las entrañas. Pero ahora, al perderla a ella, es como si me desgarraran el cuerpo a dentelladas. Ya ves que mi cólera no despierta. Tal vez pueda cambiar, Ama. Voy a luchar para lograrlo.
—Dios te oiga, Max.
—Sí, que Dios me oiga. El Dios de Ela, el Dios de todos.
Ama se dirigió a la puerta. Max quedó allí plantado en mitad de la pieza, solo, más dolido que nunca, pero piadosamente resignado aunque parezca extraño. Era la primera vez que en su resignación sentía alivio.
X
Tardó algún tiempo en vérsele en público. No fue un practicante católico ferviente, pero, con gran extrañeza de sus criados y los pocos que lo conocían, asistió a la iglesia, no volvió a regañar con los criados y se convirtió en un hombre normal, como cientos de ellos que pasan por la vida sin ser para nada notados.
Por supuesto, no volvió a las casas del pantano. Ama, al carecer de niños, quiso cuidarle, y se pasaba la vida pendiente de él, espiando sus salidas, sus gestos, sus medias sonrisas amargas. Comprendió que Max lo que pretendía era expiar bien sus culpas, y en aquellas soledades sí que lo conseguía, haciendo una vida sedentaria, honesta y laboriosa.
Al mes justo de haber marchado Ela, Rex se personó en la hacienda de Max requiriendo a este.
—Voy a ver si está en su despacho —dijo Ama, al aparecer tras haber sido requerida por una doncella, quien le advirtió que el doctor Dove buscaba al amo—. Hace un instante lo vi marcando reses.
—Ya veo que está usted muy bien, Ama.
—Ahora, aún después de la doble desgracia —murmuró la anciana con amargura—, todo sigue bien en esta casa. Una vive más humanamente y observa que los demás hacen igual —bajó la voz, y con ese interés indiscreto de las viejas criadas, amantes de sus amos, preguntó—: ¿No sabe usted nada de la señorita Elaine?
—Sí, precisamente tuvimos carta anteayer. Está en Acapulco. En México, vaya.
—Se ha olvidado de los que quedamos en Walsall.
—No lo crea, Ama. Las personas como la señorita Elaine, no se olvidan fácilmente de lo que dejan tras de sí.
—Ojalá sea cierto. ¿Deseaba ver a Max?
—Por supuesto.
—¿Le trae algún recado de la señorita Ela?
Rex sonrió. Ama nunca podría disimular el fervor que sentía por su joven amo.
—Vengo a invitarle para mi boda, Ama. La señorita Elaine no me dio recado alguno para su amo.
Suspiró, y como si recordara que permanecía de pie, invitó presurosa.
—Siéntese, doctor Dove. Iré a llamar a Max inmediatamente —se ruborizó—. No le diga... No le diga que yo le pregunté...
Rex volvió a reír.
—Pierda cuidado, Ama. Vaya usted tranquila.
Desapareció arrastrando sus faldas de vuelo. Casi inmediatamente apareció Max ante él, Hacia un largo mes que Rex no le veía. Lo encontró cambiado. Más grueso, más amable. Infinitamente más cuidado. Vestía pantalón de montar, altas polainas y un jersey de cuello redondo, por donde asomaba una camisa inmaculadamente blanca.
—Buenas tardes, doctor Dove —sonrió al tiempo de alargar la mano.
Rex quedó un poco asombrado. Pues si bien había oído que Max se había vuelto discreto, nunca llegó a pensar que lo fuera tanto.
—Vengo a invitarle para mi boda, Max. Me caso el lunes de la próxima semana y me gustaría contarle entre mis invitados.
La inmediata de Max fue preguntarse a sí mismo. ¿Y ella? ¿Acudiría ella a su boda? Siendo tan amiga de los novios era de suponer que no faltase.
—Desentonaré entre sus invitados, Rex —dijo con la mayor sencillez. No soy hombre sociable.
—Algún día tendrá que empezar a serlo, amigo mío. Un hombre de su posición económica, puede pasar inadvertido un año, dos, cuatro, pero llega un día en que por fuerza tiene que aparecer en sociedad. Si usted falta a mi boda... lo sentiré, Max. Le aseguro que lo sentiré mucho.
—¿Por qué? Nunca he sido amigo suyo. La primera vez que le vi, le traté como si fuera usted un apestado.
Rex emitió una ahogada risita.
—Lo he olvidado ya —confesó gentilmente—. Hay circunstancias en la vida del hombre que le obligan a comportarse indebidamente.
—Gracias por su indulgencia.
—Tengo mucho que hacer, Max. No puedo detenerme. Sepa que le espero el lunes próximo a las doce y media en la catedral. Ni ella ni yo tenemos familia, y nos gustaría a ambos estar rodeados de amigos.
—Gracias, Rex.
—¿Irá usted?
Max titubeó. ¿Estaría ella? Estuvo a punto de preguntar, pero se mordió los labios.
—Sabrá usted de mí para entonces, Rex. Si puedo superar este complejo de inferioridad, iré.
Rex estuvo a punto de lanzar un gruñido. ¿Desde cuándo tenía Max la valentía de admitir y confesar sus defectos? Era algo francamente asombroso en Max Evans.
Alargó la mano y estrechó fuertemente la que Max le tendía.
—Le espero, Max. No falte.
—Gracias.
Acompañó a Rex hasta la cancela. Aun tras de despedirle, estuvo a punto de dirigirse al auto al cual Rex subía en aquel instante, y preguntarle... Preguntarle por ella.
Afianzó los pies en el suelo y no dio un paso. Cuando el auto de Rex se alejó, aún volvió la cabeza para mirarle. Dijo de nuevo adiós con la mano. Muy despacio, Max regresó a la casa.
* * *
—Has llegado —susurró Silvia apretando en sus brazos a Ela—. Has llegado. Creí que no vendrías.
Ela sonrió y le palmeó el hombro.
—¿Me consideras tan desnaturalizada? Era el día más grande de tu vida, Silvia y me pediste que apadrinara tu boda, junto con papá. Los dos venimos dispuestos a casarnos y regresar de nuevo a Londres, donde nos espera el yate.
—La semana pasada estabas en México.
—Y dentro de tres días tal vez en el lado opuesto. Dime, querida. ¿Eres muy feliz?
—Intensamente.
Rex pidió permiso para entrar en aquel momento. Al ver a Ela, se quedó suspenso.
—¡Ela! —exclamó—. Ela... no te esperábamos.
—No podía faltar, Rex.
Se abrazaron como dos hermanos. Rex la apartó un poco para mirarla.
—¿Sabes que estás guapísima? En este mismo instante vengo de invitar a Max...
Ela frunció el ceño.
—Ha cambiado, Ela —se apresuró a decir Silvia—. Cambiado totalmente. No es que lo diga yo y lo piense Rex, es que es así. Si supieras que el domingo lo vi en misa de ocho.
—¿Có... cómo?
—Lo verás por ti misma —dijo Rex—, creo que vendrá a la boda. Ama me preguntó por ti. Lo hizo con verdadera ansiedad.
—Era una gran mujer —ponderó Ela suavemente.
Después, como si le molestara hablar de Max, cambió la conversación. Les enseñó el regalo. Habló de sí misma, de lo bien que lo pasaba viajando y añadió que tal vez no ejerciera más. Que su padre la necesitaba y que ella se había cansado de luchar.
Al mediodía, cuando comía con su padre, este preguntó:
—¿Supiste algo de Max Evans?
Ella se mordió los labios.
—¡Bah!
—No trates de disimular conmigo. Aunque estés viajando todo el año y toda la vida, nunca podrás olvidarlo. Por desgracia en este caso, eres constante en extremo.
—No hablemos de eso, papá.
—Pero duele.
—Es una herida que irá cerrando poco a poco. No hay herida que se quede abierta.
Apenas si salió de casa durante aquellos días que faltaban para la boda de Silvia. Prefería no encontrarse con Max. Cierto que no era nada fácil, pero por si el destino se empeñaba en que lo fuera. Ella no creía en la enmienda de Max. Fue la primera que lo juzgó con indulgencia, aun por encima de la opinión de los demás. Creyó conocerlo, y aun se daba cuenta de que bajo su capa ruda se ocultaba un hombre admirable, pero nunca sería lo bastante dueño de sí para dominarse. Y un hombre que no se domina, es débil.
El día de la boda amaneció frío y lluvioso. Se levantó temprano y bajó al salón con la esperanza de hallar a su padre fumando su primer habano. En efecto, míster Adams estaba allí, contemplando el día, con la frente apoyada en el cristal.
—Silvia —comentó al ver a su hija—. No ha tenido mucha suerte con el día.
—El caso es que ella la tenga personalmente, papá, y la tendrá. Rex es un gran chico.
—No me explico por qué tú le has rechazado.
—En primer lugar, porque yo nunca me casaré con un hombre al que no ame... —se mordió los labios—, con todas las fibras de mi ser.
—Como amas a Max —dijo míster Adams suavemente.
Ela titubeó, pero al fin asintió con la boca y con la cabeza.
—Sí, como le amo a él. Y en segundo lugar, porque Silvia era mi amiga, y desde el primer momento que la vi trabajando a mi lado, me di cuenta de que amaba en silencio a Rex Dove.
—Ya.
—¿Qué hora es?
—Las diez.
—Tendré que ir a vestirme. Ponte un clavel en el ojal, papá —y riendo—. Vas a parecer tú el novio.
* * *
Lo vio en seguida. Vestía de gris. Arrogante, desafiador, tan viril como siempre o quizá más. No se diferenciaba de ninguno de los caballeros reunidos en la catedral. Sintió fuego en su espalda cuando pasó dando el brazo al novio. Toda la ceremonia transcurrió para ella como una pesadilla. Fue aquella la hora más larga de su vida.
Cuando salió de nuevo del brazo de su padre, sintió sus ojos. Fueron como llamas ardientes. Le miró sin poderlo remediar. Max emitió una sonrisa. Sus labios apenas si se abrieron.
Ella también sonrió. Una sonrisa uniforme, convencional.
Ya no volvió a verle durante el resto de la mañana. Con angustia pensó si se habría ido. A la hora del banquete le vio al otro extremo, sentado junto a Gerald Bley padre, a quien hablaba amigablemente. También esta vez al verla, él curvó los labios en una sonrisa. Para Ela la comida fue tan pesada como la ceremonia en la catedral.
Más tarde, a la hora de tomar el café, sintió que alguien se situaba tras ella.
—¿Cómo estás?
Se volvió despacio. Allí tenía a Max. Elegante, discreto, correctísimo...
Alargó la mano. Max se la apretó entre las dos suyas y sin fijarse en quien pudiera verlos, y podría verlos todo el que quisiera, llevó aquella mano a los labios y la besó largamente.
Ela, aturdida como nunca bajo el poder viril de Max, la rescató con presteza.
—Qué haces —susurró.
Él la miró en silencio. Era su mirada ardiente y brillante, como una llama.
Ela, aún aturdida, hubo de hurtarle sus ojos.
—¿Cómo estás, Ela? —preguntó quedamente—. ¿Cómo estás?
—Bien. Ya veo que tú... también lo estás.
—Un poco. Más seguro de mí mismo. Menos... irascible.
—¿Y... Ama?
—Como siempre. Muy sola ahora que no tiene niños...
Notó que al mencionar a sus hijos no se irritaba, sino que, por el contrario, los recordaba con dulzura. Era algo nuevo en Max.
—¿Has venido solo a la boda, o... vas a quedarte en Walsall?
¿Cómo le preguntaba aquello? ¿Acaso no sabía que si se iba era por huir de él y de sí misma?
Él, como si no se percatara de su desconcierto, añadió:
—¿Te quedarás o marcharás?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
Alguien pasó junto a ellos empujándolos. Los acercó uno a otro. Max hubo de asirla por los hombros para no empujarla a su vez. No la soltó. Con el barullo, nadie se percató de que la oprimía contra sí. Ela se dio cuenta. Lo sintió en sí como un pecado delicioso.
—Ela...
—Estamos... estamos estorbando —dijo parpadeante.
—¿Quieres bailar? —preguntó él—. En el salón contiguo lo están haciendo.
Se dejó llevar asida del brazo, como si fuera en volandas. ¿Pisaba tierra firme o no la pisaba? ¿Tanto poder tenía Max para ella que le parecía volar?
En efecto. En el salón bailaban una docena de parejas. Max miró a Ela y le sonrió tibiamente.
—No sé muy bien, Ela —susurró mirándola intensamente, al tiempo de enlazarla por la cintura y pegándola a su cuerpo—. Pero prometo que haré lo imposible por evitar los trompicones.
Ella no respondió. No podría hacerlo aunque quisiera. Sentía a Max pegado a su cuerpo, y ella no podía... ¡oh, no!, apartar el suyo. Era como una necesidad ansiosamente esperada, y de súbito, al satisfacerla... llenaba todos los rincones vacíos de su vida.
Él la apretaba mucho. Se dio cuenta de que todos podían verlos. Humildemente, con una suavidad muy femenina, alzó la cabeza.
—Nos... nos están mirando —susurró.
Max ladeó un poco la cabeza para mirarla.
—Te siento en mí, Ela... No me pidas que deje de sentirte.
—Nos miran...
—¿Quieres ir a otro lugar, donde estemos solos?
¿Qué podía decir? ¿Podía decir algo en realidad? Se dejó llevar. Al cruzar el umbral del salón, encontró los ojos burlones de su padre fijos en ellos. Se ruborizó. Apretó las manos de Max.
Él la miró.
—No has saludado a papá —dijo bajo.
Max se detuvo en seco.
Míster Adams avanzó presuroso hacia ellos.
—Hola, Max.
—Míster Adams...
Se estrecharon las manos.
—¿Cómo van esos ánimos?
Max se inclinó hacia adelante. Tenía un brazo pasado por los hombros de Ela y la retenía contra sí.
—Míster Adams, un día quedé en volver a su casa, o llamar por teléfono a las once de la noche.
Paul Adams emitió una risita sardónica.
—No hemos quedado en nada, Max. Te sugerí yo... que fueras, pero tú... preferiste guardar silencio.
—No estaba entonces en condiciones de pedir la mano de su hija. Si se la pidiera ahora... ¿Tendría inconveniente en concedérmela?
—Max —rio burlón—, no es a mí a quien tienes que hacer esa pregunta. Es a ella.
Max apretó el hombro femenino contra él. Notó que Ela se dejaba llevar, que instintivamente se oprimía contra él. La miró ardientemente.
—Perdone —dijo al caballero, pero sin dejar de mirar a Ela—. Tiene usted razón. Se lo voy a preguntar ahora mismo.
—Espera. Oye... Ela. ¿Qué digo al capitán del yate?
La joven rio. Nunca vio Paul Adams una sonrisa más radiante en el rostro precioso de su hija.
—Dile que leve anclas en la bahía y atraque al muelle. Seguramente Max y yo tomaremos el yate uno de estos días.
Max la llevó consigo. Empujó la puerta del salón y como no había nadie, tiró de Ela, la metió dentro y cerró de nuevo la puerta. No dio un solo paso al frente. Allí mismo, con la espalda pegada a la pared, atrajo a Ela hacia sí. Buscó su boca. La encontró inmediatamente. Abierta, entregada, tan apasionada como la suya. Fue un beso largo, hábil y tan ardiente como sus cuerpos que se perdían uno en otro con intensidad.
—Max...
—Me parece imposible.
No lo era. Los brazos de Ela, suaves, perfumados, se alzaron y enlazaron su cuello, y la boca femenina... era tan expresiva como sus brazos.
—Max...
—Déjame besarte. Besarte: Besarte hasta saciarme, y no me saciaré jamás. Ela... Ela... me parece imposible.
—No más mujeres en tu vida.
—Cielos, teniéndote a ti... ¿Cómo puedes decirme eso?
—No más, amor mío.
—Dímelo otra vez.
—Amor mío...
Era maravilloso Max. Tan ardiente como el fuego, tan suave como una pluma. Tan hábil como Max Evans.
* * *
El yate se alejaba del muelle. Las luces de Londres, envueltas en la niebla, apenas si se divisaban. El mar, al lamer los costados del buque blanco, producía un ruido monótono y apagado.
—Vamos, mi vida.
Se habían casado aquel mismo día. Atrás quedaba Ama, Paul Adams, la hacienda, los enfermos, el cementerio... Empezaba una nueva vida.
—Quiero tener muchos hijos, Max —susurró ella—. Una docena.
Max la levantó en vilo. El capitán, desde el puente, emitió una risita elocuente, al tiempo de contemplarlos con indulgencia.
El primer oficial se inclinó hacia él.
—Iremos despacio, capitán. Llevamos el amor dentro.
—No sea majadero.
—¿No siente envidia?
—Me he casado dos veces —gruñó el capitán—. Puede que vuelva a hacerlo cuando llegue de nuevo a puerto.
En el regio camarote, Ela se perdía en los brazos de Max. Era maravilloso estar allí, sentir los besos de Max, sus caricias, que eran como fuego desleído en su cuerpo. Abatió los párpados. Le parecía que cerrando los ojos, sentía más a Max junto así, y su amor, y sus caricias, y sus besos.
—Max...
—No hables. Estoy aquí, junto a ti.
—No lo puedo dudar.
—Querida...
—Me gusta oír tu voz tan cerca de mí, Max. ¡Es tan maravilloso oírte y sentirte, amor mío!
Él rio sobre su boca. Era una risa nueva e íntima. Una risa que ella empezaba a conocer en Max. Un Max apasionado, fogoso, viril. La virilidad de Max era totalmente acaparadora. Junto a él no echaba nada de menos.
—Nunca pensé, cuando te vi la primera vez ante mí, me pudieras decir «amor mío», con tanta suavidad.
—¡Amor mío!
—Me enajenas, Ela. Tú no sabes, vida mía, lo que significa tu amor para mí. Eres médico, pero a mi lado... me olvido de su profesión, de tu cultura, de tu indulgencia.
—¿Sabes por qué?
—Porque para mí... solo eres una mujer. Una maravillosa mujer, Ela, mi vida.
—Quiero ser mujer, Max. Toda mi vida, esa mujer para ti.
Lo era. Lo estaba siendo.
* * *
—Vamos, Max. ¿Quieres estarte quieto un momento? Aturdes a uno con tus paseos precipitados.
Max no se detuvo, pese a la advertencia de su suegro. Con las manos en los bolsillos paseaba de arriba abajo la estancia. Ladeaba la cabeza y escuchaba; luego volvía a reanudar sus paseos.
—Voy a ser padre —gruñó, mirando apenas a su suegro—. ¿Te parece poco?
—Ya has sido padre más veces.
Ahora Max Evans se detuvo. Miró a Paul con el ceño fruncido. ¿Cómo podía decir semejante cosa? ¿Es que su suegro aún no se había dado cuenta de que Ela era toda la vida para él? ¿Es que aún no comprendía que junto a ella había perdido todo complejo, que era el hombre más feliz de la tierra?
Fue a responder agriamente, cuando la puerta se abrió y Rex, seguido de su enfermera y esposa, apareció en el umbral, con el rostro radiante. Ambos fueron a decir algo a la vez, pero en aquel instante se oyó el suave lloro de un niño.
Max no miró a nadie. Precipitóse como loco en la estancia, corrió hacia el lecho, se arrodilló junto a su mujer y susurró:
—Ela, Ela, amor mío.
—Son dos, Max amadísimo. Un niño y una niña. Una preciosa Susan y un Oliver encantador.
—Ela...
La mano de Ela se perdía en el cuello de Max. Este apretó aquella mano, la llevó a los labios, la besó con unción.
—Max, amor mío... Sé que te hago falta, pero tú a mí... Llenas todos los rincones de mi vida, Max querido.
—Mandaré secar la ciénaga —susurró él buscando la boca femenina. Ya sobre ella añadió—: Vamos a consagrarles nuestra vida, Ela mía. Los cuatro seremos muy felices.
—Tendremos más —susurró ella abatiendo los párpados—: Muchos más, querido mío.
Desde el umbral, Ama, míster Adams, Silvia y Rex, contemplaban el cuadro enternecidos. Fue Silvia, que sabía lo que era la soledad y el amor para una mujer, quien les hizo una seña a sus compañeros.
Todos giraron sobre sí mismos y se alejaron.
—Volveremos luego —dijo Silvia—. Ahora necesitan estar solos.
Rex le pasó un brazo por los hombros y le dijo al oído:
—Yo también quiero estar solo contigo.
Por toda respuesta, Silvia apresó la mano de su marido y tiró de él...
Se perdieron por una puerta excusada.
En la alcoba contigua, los gemelos lloraban. Max dejó por un segundo los labios de su mujer y susurró:
—Voy a ver qué les pasa.
F I N
Título original: Nos casaremos
Corín Tellado, 1964