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febrero 04, 2025
Como el fuerte vodka ruso, la mejor manera de saborear la capital soviética es en sorbos pequeños.
Por Ronald Shciller.
DURANTE todo el año, con el calor sofocante del verano moscovita o con su riguroso invierno, la muchedumbre de visitantes que hace cola para entrar en la tumba de Lenin se extiende por la Plaza Roja y rodea el parque situado al pie de los muros del Kremlin. Aunque la procesión avanza rápidamente, a veces es tan larga que los rusos tardan cuatro horas en llegar al macizo mausoleo de granito rosado.
En el interior reina una atmósfera reverente, y no se oye más sonido que el de las pisadas. Se bajan varios escalones hasta llegar a la cripta iluminada y cerrada con cristales para contemplar durante breves momentos la figura yacente, con su traje oscuro bien planchado, camisa blanca y corbata negra. Como tiene las manos y la cara recubiertas de carne sintética, y el bigote y la perilla teñidos de negro, parece una imagen de cera. Pero la experiencia resulta profundamente conmovedora para los millones de peregrinos comunistas que acuden anualmente a la cripta. Muchos de ellos lloran; otros se desmayan; en ocasiones algunos sufren ataques de histeria. No parecen advertir la ironía de que el cadáver de ese ateo, que despreciaba la religión, se haya convertido en una reliquia sagrada.
Encrucijada de la historia. La Plaza Roja, donde está el sepulcro de Lenin, es un espléndido lugar de casi 800 metros de longitud por más de 130 de anchura; allí se ha forjado la historia de Rusia durante casi mil años, y allí se congregan espontáneamente los moscovitas en tiempos de tribulaciones o de júbilo. En los siglos pasados estaba en ese sitio el mercado de Moscú, y en cierto sentido sigue estándolo, porque por uno de sus costados se extiende el adornado edificio de los grandes almacenes GUM, que, si bien no es el más grande centro mercantil del mundo, ciertamente es el mayor en longitud.
En un extremo de la plaza, a manera de fantasía de piedra, se yergue la más extraña e imaginativa estructura del mundo: la iglesia del bienaventurado San Basilio, que data del siglo XVI. Con sus cúpulas en forma de cebolla, rayadas como caramelos, es un deleite para la vista, sobre todo por la noche, a la luz de los reflectores que la hacen resplandecer como una joya de ruda magnificencia. Fue construida por Iván el Terrible para conmemorar sus victorias sobre los tártaros. Aunque este zar figura en la historia como uno de los tiranos más sádicos, pues mató a su hijo en un acceso de ira y murió loco a la edad de 53 años, Iván era un hombre que sabía apreciar la belleza. Para estar seguro de que su obra maestra no sería superada, mandó que le sacaran los ojos al arquitecto autor del plano. Entre sus legados a Rusia figuran la policía secreta y la costumbre de deportar a Siberia a los disidentes políticos.
Krasnaya; nombre ruso de la plaza moscovita, quiere decir tanto "bella" como "roja"; este último adjetivo califica los matices rosados de los edificios que la rodean. Pero, por ironía, el epíteto es apropiado si consideramos los sangrientos sucesos de que ha sido teatro. Fue lugar de matanzas y holocaustos cometidos por oleadas de invasores, y de conflictos fratricidas en que usurpadores y rebeldes han sido estrangulados, empalados, descuartizados, hervidos, congelados o volados con explosivos. En el siglo XVII los Antiguos Creyentes fueron quemados en la plaza o les cortaron la lengua por el pecado de persignarse con dos dedos, en vez de hacerlo con tres, y por deletrear el nombre de Jesús como Isus y no Iisus. En el reinado de Pedro el Grande ahorcaron, decapitaron, descuartizaron en el potro y asaron 1700 streltzi o mosqueteros, a todos ellos en un mismo día. El musculoso zar, de más de dos metros de estatura, cortó personalmente unas cuantas cabezas y se sintió ofendido porque algunos embajadores se negaron a participar en el "deporte". En nuestro siglo centenares de guardias rojos y de cadetes zaristas murieron sobre los adoquines de la plaza durante la batalla del Kremlin.
Empalizada de los zares. En la Plaza Roja se levanta, desde hace 800 años, el Kremlin, conjunto imponente de 26 hectáreas de palacios, catedrales y edificios oficiales cuyo nombre ha inspirado siempre admiración y temor. En el siglo XII toda la villa de Moscú estaba encerrada en ese recinto, pues entonces no pasaba de ser un fuerte de madera o kreml circundado por una empalizada. En la actualidad es asiento de la autoridad que gobierna a 250 millones de personas y está rodeado por una robusta muralla de piedra rosada de seis metros y medio de espesor por 14 de altura. En la época de Stalin el Kremlin estaba sellado y protegido. Desde 1955 quedó abierto al público.
Ningún gobernante ha logrado acumular tesoros tan extraordinarios como los zares rusos. Parte de esta riqueza se exhibe en la Armería Real del Kremlin. Las coronas, los iconos, las cruces, armaduras, ropajes y vajillas están a tal punto sobrecargados de piedras preciosas que maravilla cómo pudieron moverlos, ya no digamos usarlos. La sola pasta de un evangeliario contiene casi 26 kilos de oro y suficientes esmeraldas en forma de lágrima para llenar un tazón. El trono de oro de Boris Godunov está incrustado con 2000 gemas. "Si tuviera que tasar el tesoro", me dijo un joyero francés, "empezaría en mil millones de dólares... y apenas he visto un tercio de las salas".
Más allá de la Armería se alzan cuatro soberbias catedrales: la de los santos Apóstoles; la de la Anunciación, donde los zares recibían el bautismo y se casaban; la de la Asunción, donde los coronaban; y la de San Miguel Arcángel, donde están enterrados la mayoría. Construidas por arquitectos italianos y rusos en la época en que Colón zarpaba hacia América, estos templos constituyen un maridaje maravilloso entre el Renacimiento italiano y la arquitectura rusa ortodoxa. Sufrieron grandes daños durante la invasión francesa de 1812, sobre todo la catedral de la Asunción, donde Napoleón alojó a sus caballos mientras esperaba en vano la rendición de los rusos. Desde entonces las catedrales han sido amorosamente restauradas. Casi cada centímetro de sus paredes está cubierto de mosaicos, murales e iconos enmarcados en oro y rubíes, de tal manera que su interior es una llamarada de colores. Sólo faltan hoy los fieles y los cánticos de los sacerdotes.
En otras partes del Kremlin, aunque no siempre accesibles al público, hay otras maravillas arquitectónicas, inclusive el palacio Terem. Era allí donde, en el medievo, se reunía y alojaba a las más bellas vírgenes de Rusia durante las "pruebas nupciales", cuando el zar buscaba esposa. Sus paredes estaban perforadas como un panal por pasadizos secretos y agujeros que daban a dormitorios y baños, y a través de los cuales el monarca podía inspeccionar debidamente a las doncellas antes de hacer su elección.
Sin embargo, el más importante edificio del Kremlin es, con mucho, la estructura amarilla y modesta del Senado, que Catalina la Grande mandó construir en el siglo XVIII. Constituye el centro nervioso del gobierno soviético, pues en un salón del tercer piso se reúne el consejo de ministros de la URSS. Los turistas no pueden siquiera acercarse al edificio, pero a los dignatarios visitantes, y a los escritores en misión, se les da permiso de visitar el apartamento de Lenin, situado en el tercer piso. Convertidas en un santuario, esas habitaciones se han conservado escrupulosamente con los papeles, los libros, el colchón, la ropa de cama y los trajes exactamente como los dejó el estadista. El calendario de mesa señala el 21 de enero de 1924, fecha de su muerte. Lo que sorprende al visitante es la pobreza, lo raído del conjunto, sobre todo en contraste con los tesoros de la Armería, alojados a pocos metros de allí.
Aficiones moscovitas. Físicamente, la ciudad que se extiende alrededor del Kremlin y de la Plaza Roja es notable por su limpieza e impresiona por su diseño urbano, con sus plazas, monumentos y parques, además de que es muy fácil trasladarse por ella. Los bulevares que irradian de la Plaza Roja como los rayos de una rueda tienen de seis a diez carriles para vehículos, y la circulación, gracias al número relativamente corto de automóviles, atraviesa el centro de la urbe a 50 kilómetros por hora. El célebre tren subterráneo es quizá el mejor del mundo; algunas de sus estaciones son verdaderos palacios bajo tierra, decorados con paredes de mármol, esculturas y murales.
La gran metrópoli pasa por una fase de verdadera fiebre de construcción. Por todas partes surgen edificios de apartamentos y fábricas. Algunas de sus estructuras son las mayores de su tipo en el mundo, como el suntuoso Hotel Rossiya, con 4000 habitaciones y 32 restaurantes; la Biblioteca Lenin, que tiene salas de lectura para 2000 personas; y la Universidad de Moscú, que alberga a más de 30.000 estudiantes en un rascacielos de 32 pisos (la educación es gratuita). Pero por impresionantes que parezcan los edificios vistos desde afuera, los que visité estaban virtualmente viniéndose abajo por dentro, con las vidrieras rotas y el papel tapiz rasgado. "Como nadie es su propietario", dicen los rusos encogiéndose de hombros, "nadie se preocupa de arreglarlos".
Los moscovitas son muy amantes de la cultura. Los muchos museos y galerías de arte están siempre repletos: Jamás vi una butaca vacía en ninguno de los ballets, óperas o conciertos sinfónicos a que asistí. En cuanto a otras diversiones, hay dos maravillosos circos que funcionan todo el año, un hipódromo con ventanillas para hacer apuestas, e instalaciones para practicar casi cualquier deporte, excepto el golf. Pero Moscú no es una ciudad alegre ni preocupada por las modas. El estilo de la ropa es en general anticuado y poco atractivo. La comida en los restaurantes no es nada notable en cuanto a su calidad, y no está muy bien preparada. Todos los establecimientos cierran a las 11 de la noche, y a las 12 las calles (que se pueden recorrer sin ningún temor) parecen cementerios.
Colas y guisantes. Aunque los observadores occidentales afirman que el nivel de vida de Moscú es mejor que nunca, todavía hay escasez de artículos de consumo, aparte de que su distribución es una auténtica pesadilla. En los atestados gastronomes (tiendas de comestibles) el ama de casa debe formarse para hacer su pedido, volver a formar cola para pagar, y otra vez para recoger la compra. Esos trámites generalmente duran varias horas.
La Gorki Prospekt es una de las impresionantes avenidas comerciales del mundo, pero el surtido de artículos en los escaparates es muy escaso. En el de una tienda de productos agrícolas vi unas cuantas cestas de manzanas verdes (de las que no había existencia adentro); en el de una camisería había sólo una docena de pares de calcetines de algodón, todos grises. Los refrigeradores y las aspiradoras que se exhibían en otro establecimiento eran modelos de hace 20 años, y el dependiente nunca había oído hablar de lavaplatos eléctricos, ni de lavadoras y secadoras automáticas.
El moscovita medio tiene que esperar aún varios años para poder comprar un automóvil. Y en cuanto lo obtiene empiezan sus dificultades, pues en todo Moscú sólo hay 20 gasolineras públicas, y los autos forman filas de varias calles antes de llegar a las estaciones de servicio. Las reparaciones tardan meses y uno de los espectáculos más comunes de la metrópoli es el de los coches estropeados tapados con lonas.
Sin embargo, no todos los moscovitas sufren estas molestias. La flor y nata política y cultural, todos los que gozan de blatt (influencia), reciben atención en una cadena de tiendas bien surtidas y a precios bajos, y obtienen apartamentos, autos y otras comodidades en una fracción del tiempo que requiere un ciudadano común. También los turistas extranjeros gozan del privilegio de comprar en las tiendas Beryoska (Abedul), donde a cambio de divisas "fuertes" pueden adquirir artículos de lujo que son difíciles o imposibles de conseguir en otras partes de la ciudad, y a buen precio (por ejemplo, el equivalente de 1,98 dólares por una botella del mejor vodka).
Ciudad sin sonrisas. Pero lo más difícil de encontrar en Moscú es un rostro alegre. Sólo en muy raras ocasiones, en mis tratos con el personal del hotel o de los comercios, pude arrancar una sonrisa o un gesto de cortesía. Supuse que esto quizá se debe a la tradicional desconfianza rusa de los forasteros, o quizá a alguna advertencia soviética contra posibles "espías que viajan disfrazados de turistas". Pero un corresponsal extranjero me aseguró que a todo el mundo lo tratan con la misma indiferencia. "Es el sistema", me explicó. "En la vida privada, los rusos son el pueblo más cálido y hospitalario del mundo. Pero en el trabajo se convierten en tiranuelos. No se les puede despedir, a menos que roben la caja, ni hay competidores que les quiten los clientes, de modo que no ven razón para esforzarse".
Hacia el final de mi estancia de 15 días en la capital comencé a sucumbir a una depresión que los periodistas extranjeros llaman "la melancolía de Moscú". Empecé a sentirme harto de la comida insípida, de los interminables trámites burocráticos, de las colas de gente, y tuve ansias de oír otra vez risas, de poder decir y hacer lo que me viniera en gana, de enterarme de lo que pasaba en el mundo. Evidentemente otros visitantes se sentían igual, porque la atmósfera en el vuelo a Londres era casi festiva. "Siento como si saliera de vacaciones", me dijo la inglesa que se sentó a mi lado, "y no como si regresara de un viaje de placer".
Sin embargo, todos convinimos en que Moscú es un lugar fascinante y extraño, y esperábamos regresar algún día. Pero, como el vodka ruso, es mejor saborear la capital soviética en sorbos pequeños.