UNA VIDA SALVAJE (Roberto Fontanarrosa)
Publicado en
septiembre 08, 2024
Abundar en detalles sobre el controvertido escritor y dramaturgo Percy Erdmann nos suena a innecesario. Más que nada luego del sonado conflicto que mantuvo con Wellers Books, la editorial que habitualmente publicaba sus obras, y que lo llevó a golpear salvajemente a Rita Nicholas, jefa de programática a la sazón. El suceso terminó con Erdmann en un calabozo durante una semana y con la Nicholas en un hospital privado de Reno por más de dos meses. Por si esto no refrescara la mente de los lectores, cabría hacer referencia al publicitado accidente sufrido por Erdmann años atrás cuando se estrelló con un ala delta contra uno de los soportes del Brooklyn Bridge, o el escándalo periodístico que levantó su reportaje en el San Francisco Chronicle a Eremian Oswald Fourcett, líder del movimiento homosexual de California, donde Erdmann lo acusó públicamente de haber mantenido relaciones con mujeres. Suponemos que este pequeño prólogo basta para ubicar al lector frente al nuevo trabajo del resistido y talentoso Percy Erdmann que a continuación publicamos.
El Editor
Cuando me avisaron que habían metido entre rejas a Budd Anderson reconozco que me sorprendí. Lo habían detenido mientras vendía drogas en estado de ebriedad. Yo no sabía que Budd fuese un alcohólico, siempre había tenido la idea de que se trataba sólo de un necrófílo. Le conocía también ciertas inclinaciones sexuales perversas como cuando se le comprobó haber abusado de tres niñas de siete, cinco y cuatro años respectivamente. Al menos en esa ocasión, dijo aquella vez su abogado defensor, Budd demostró que no sentía inclinaciones homosexuales.
Yo había conocido a Budd cuando aquel asunto de necrofilia, pero no quisiera extenderme sobre el tema en procura de ahorrarles un mal momento a mis lectores, porque la cosa se desarrolló en una morgue y algunos detalles que vi allí, especialmente con el cadáver de una anciana pordiosera, me llevaron a refugiarme durante catorce años en el duro respaldo del alcohol.
Recuerdo que esa vez hablé un largo rato con él, acodados los dos en una camilla de autopsia. Me pareció simplemente un bastardo, una persona enferma, sin ninguna brillantez, con la única particularidad de experimentar una excitación libidinosa ante el mero paso de una carroza fúnebre.
Me confesó que veía una corona de flores y se masturbaba. Que había llegado a intentar extorsionar a un abogado de Texas mediante una fotografía, que Budd mismo había tomado, donde se veía el cadáver de la suegra del abogado en cuestión mientras era maquillado en la funeraria. Para Budd aquello era un hecho de un altísimo contenido morboso que podría sumir en la vergüenza a su víctima destrozando su carrera en las leyes. Sólo obtuvo por respuesta una carta con una soberbia puteada de parte del jurisconsulto y una sugerencia para que publicase la foto en el house-organ de las mortuorias Medgar.
Pero mi segundo encuentro con Budd Anderson me llamó a la reflexión. Fue un año después; yo cubría policiales para el California Daily, cuando a Budd lo metieron en chirona por exhibir sus atributos masculinos frente a una cámara de televisión que alimentaba el circuito cerrado de control de una de las grandes tiendas Sears, en New York. Obtuve permiso para entrevistar a Budd en la cárcel y lo hallé aún luciendo el viejo y sucio piloto gris que abrió de par en par frente a la cámara televisiva a los efectos de llevar hasta los televidentes toda la verdad sobre las dimensiones de su miembro viril. En esa oportunidad, Budd logró que yo variase mi opinión sobre su persona. Tenía un enfoque romántico y casi melancólico con respecto a la función del exhibicionista en la sociedad moderna. Sostenía que un piloto como el que él empleaba para cubrir sus atributos era el que lucía habitualmente Humphrey Bogart, e insistía en que el éxito de Bogie con las mujeres obedecía a que también él cada tanto abría esa prenda de vestir frente a las puertas de los internados de señoritas...
Comencé a entrever en Budd una personalidad rica en aristas contrastantes, hecha en dolorosa experiencia de las calles de Brooklyn y esencialmente ciclotímica. Esa propensión a las oscilaciones violentas en su estado anímico era lo que lo llevaba desde el oscuro abismo en que lo sumía el ácido lisérgico hasta los plácidos picos de ensoñación que le brindaba la pintura. Aspiraba, me confesó, el letárgico aroma de la pintura sintética y se sentía en el mejor de los mundos.
—Recuerdo que fue un día en que me había dado con "Suncolour" 23 verde-Tahití -me dijo en aquel entonces- cuando se me ocurrió lo del esmalte fluorescente. Yo ya había hecho tres exhibiciones frente a las puertas de un internado de señoritas de Iowa, cerca de Parque Hudson. A la hora de la salida de las muchachas yo me aparecía desde atrás de un roble, con todo al aire. Pero tú sabes cómo es el invierno de Iowa, oscurece muy temprano. Algunas de las niñas ni siquiera alcanzaban a verme. "Más fuerte" gritaban o reprobaban lo mío con silbidos. Creo que me sentí muy mal por mucho tiempo. Fue cuando se me ocurrió lo de la pintura fluorescente. Me la pinté de amarillo vivo y forré el interior de mi piloto con un paño negro. Cuando aparecí aquella noche frente al colegio, fui un éxito. Aplaudían, gritaban "Que salga el autor" y juro que los abucheos fueron mucho menores. Cómo estaría de emocionado que no vi cuando llegaba la policía. Estuve un año preso y casi dos yendo día por medio a un hospital para curarme la intoxicación de la piel que me produjo la pintura. El bastardo que me la vendió me había jurado que no tenía contraindicaciones y que no podía hacerme daño. Y eso que yo le expliqué bien para qué la quería. Incluso él llegó a pintar un trozo de manguera estriada para que yo apreciase más o menos cuál podía ser el resultado final del trabajo. Quedé muy mal. Allí comencé a darme cuenta de que las exhibiciones estaban terminando para mí.
Estuve visitando a Budd durante un par de semanas en su celda y puedo decir que logré romper su barrera de desconfianza y es más, creo que gané un cierto grado de amistad en ese hombre huraño y hostil.
Quizás fue por eso que se alegró de verme el 23 de agosto de 1978, cuando el juez federal Simpson dictaminó que Anderson debería esperar en la celda 865 de la penitenciaría de Boston su definitiva condena.
Anderson me sorprendió cuando me dijo que lo más probable era que lo mandasen a la cámara de gas. Le informé que el alcoholismo no era causal para que a un ciudadano lo condenasen a muerte a menos que hubiese dejado de pagar una cuenta excesivamente elevada en su bar predilecto.
—No es por eso Percy -me dijo- me quieren echar el fardo del asesinato de una prostituta de Cleveland que apareció estrangulada con un alambre de púa en una alcantarilla de Maine.
—¿Cómo es eso? —le pregunté.
—Es así Percy. Alguien me la tiene jurada. A mí me habían encarcelado en Texas, pero como allí no hay pena de muerte, el malnacido del diputado Bendson ha logrado trasladarme acá. Eso es lo que me da mala espina.
Yo conozco a Harry Bendson pues estuvimos juntos a bordo del Enterprise en el año 1948. En ese glorioso casco hicimos el trayecto desde los astilleros Hampton, Hampton Hampton Navy S.A. hasta el agua, 200 metros sobrecogedores con un declive que llenó de pavor a todos los que nos hallábamos en cubierta durante esa botadura. Recuerdo que fue Bendson el que me alcanzó un pañuelo cuando yo vomité sobre las condecoraciones del Almirante Nimitz.
Con motivo de lo que me había contado Anderson visité a Bendson.
—No es sólo eso Percy -me dijo-. Anderson, el miércoles 29 de junio de 1969, robó un coche. Completamente ebrio chocó contra un carro de bomberos. Hubo seis muertos. Y cuatro heridos que desaparecieron al caer sus cuerpos a la bahía. El choque fue en el puente de San Francisco.
—¡Y cómo saben que estaban heridos? — Porque viajaban con Anderson. Había robado una ambulancia.
—¿Una ambulancia?
—Sí, pensaba alquilar sus camillas para parejas. Siempre lo hacía. Cobraba por hora y por kilómetro.
—¿Cómo sabes que hacía eso?
—Ya lo habían detenido una vez en Carmel. Un impotente había pagado 100 dólares a Anderson para acostarse con una prostituta dentro de la ambulancia con la condición de que Anderson pusiese ese vehículo a más de 180 kms. por hora. Parece que tan sólo la velocidad podía excitarlo al punto de concretar sus relaciones sexuales. Según contó Anderson esa terapia dio resultado aquel día y ese tipo y él lo festejaron haciendo sonar la sirena de la ambulancia por todo el balneario. Fueron a la cárcel en menos de lo que canta un gallo.
Allí fue que comprendí que Anderson me mentía soberanamente. Bajo su aparente aflicción y arrepentimiento, Budd me usaba para que yo pasase información errónea a los jueces. Para entonces yo ya estaba decidido a que Budd Anderson bien merecía convertirse en el personaje central de una novela mía de índole testimonial. Incluso su lamentable vida, sus curiosas y en muchos casos repugnantes experiencias, configuraban por sí solas un argumento más que interesante para un libro, sin que tuviese que poner yo más que mi oficio de periodista y mi talento.
Comencé a ir a la prisión, todos los días, unas cuatro horas. Logré un pase de parte de Milton Federik, el alcaide de la penitenciaría. Federik es uno de los hombres que más saben de prisiones en el mundo, no debemos olvidar que pasó sus primeros catorce años en un reformatorio. Para ese entonces Budd ya había sido condenado a muerte. Pero una gran discusión se había suscitado con referencia a aquella sentencia. Mientras los demócratas aullaban por llevar lo antes posible a Budd a la cámara de gas, los republicanos comandados por Ernie Forrester sostenía que Budd debía ser ajusticiado en la silla eléctrica. Yo aún sostengo que la General Electric tenía mucho que ver en esta última propuesta.
Para ese entonces Budd había logrado publicar en un diario de Pennsylvania un poema suyo titulado "Hojas de hierba" y en el que muchos se empecinaron en ver un escandaloso plagio de la obra del mismo nombre de Walt Whitman.
Pero a mí nadie me mueve de mi convicción de que hay un par de estrofas que son diferentes. El tumulto que provocó aquella publicación poética de Anderson atrajo la atención de otros gobiernos.
Francia e Inglaterra se interesaron por el caso. Francia solicitó la prioridad para guillotinar a Budd mientras el gobierno inglés pedía turno a Washington para colgarlo.
Fueron los momentos de máximo esplendor en la mísera vida de Budd. La penitenciaría se llenó de periodistas, amigos y simples curiosos. Se le dieron ciertas licencias de las que otros reclusos no gozaban. Por día tenía tres horas para recibir visitas. Le habían puesto una mesa en el salón destinado a esos efectos e incluso Budd podía preparar, en la cocina del penal, comidas no muy complicadas para sus invitados.
Yo mismo lo ayudaba en ocasiones y recuerdo que cuando fue a verlo Johnny Matthis les preparé mi famoso pavo trufado con salsa húngara. Debo decir que me salió excelente aunque corre a mi favor el hecho de que yo hubiese agotado las instancias con tal de que Johnny mantuviese su boca ocupada en algo y no cantase.
Con los periodistas, el penal se reservó un derecho que fue muy discutido por la prensa: se cobraban las entrevistas. Federik, el alcaide, aducía que ese dinero estaba destinado a mejoras en los servicios para los reclusos lo que originó un motín entre los guardiacárceles. Tomaron a varios presos como rehenes y amenazaron con soltarlos si esas ganancias no iban también para la construcción de un frontón de pelota. Federik solucionó la cosa duplicando el precio de las entrevistas lo que provocó el boicot de algunos medios de prensa. Desde ese momento fue que Budd comenzó a ser mal visto en la prisión por los otros convictos. Me confesó que temía no llegar con vida al día de su ejecución. Pero lo que ocurrió fue mucho más salvaje: una noche entraron a saco en su celda doce reclusos y lo vejaron sin piedad alguna. Estaban en eso cuando acertó a pasar por allí un piquete de custodia integrado por cinco guardias: los vejadores sumaron, entonces, diecisiete.
Aquel suceso tornó a Budd más reservado y taciturno. Quedó con un cierto recelo por las aglomeraciones y ya no repartía globos entre sus visitantes. Sin embargo, no disminuyeron en tiempo ni en calidad sus charlas conmigo. Yo llegaba a pasarme hasta cinco horas por día en su celda grabando y tomando apuntes.
Un día, vino a visitarnos Paul Newman y nos dijo que estaba encabezando junto a Jane Fonda un movimiento para sacar a Budd de la cárcel. Habían reunido pruebas de que las acusaciones de asesinato que sobre él pesaban eran fraguadas y que todo no era más que una gran farsa para tapar el oprobioso caso de la venta de cereales a la Unión Soviética. Juro que en ese momento no creí nada de lo que Paul nos dijo. Yo lo conocía bien, fui su copiloto en Saytona, y lo sé un hombre serio, pero para ese entonces había aprendido yo lo empecinado que es nuestro sistema judicial cuando huele la sangre de una presa.
Un abogado joven de Ohio ya había intentado apelar por Budd y terminó suicidándose de un balazo en la boca. Otros cuatro jóvenes negros que habían iniciado una recolección de firmas protestando por la condena de Anderson terminaron en forma más atroz: bailando ritmo "salsa" en un conjunto que recorría las Antillas.
Sin embargo, el milagro se produjo, un dos de octubre de 1980, le dieron la libertad. Hace de eso, ya dos meses, y parece empeñado en recomenzar una nueva vida, rodeado de gente con ideas puras y pujantes: se ha unido a un cuerpo de jóvenes neonazis que lo han alejado totalmente del alcohol.
Fin
El libro de Percy Erdmann está a punto de lanzarse al mercado norteamericano. Su autor, no obstante, no ha podido aún abandonar el presidio de Memphis ya que una intrincada burocracia lo retiene ahí pese a los esfuerzos de sus abogados. Budd Anderson suele visitarlo, de tanto en tanto. (N. del E.)