PIELMUGRIENTA (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
julio 12, 2024
Cuento Sueco, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un hombre que quería casarse, cosa a la que nada hay que objetar. Pero él quería por esposa a su hija, y eso, como es bien sabido, es imposible. Entonces fue a ver a una cerda. La cerda le preguntó:
—¿Qué quieres, querido?
—Ay, quiero que mi hija sea mi esposa, pero no lo será mientras no le lleve un abrigo de plumas de cuervo en el que todos los picos miren hacia fuera.
—Si cuidas de mis cochinillos, yo lo arreglaré.
Entonces se fue y consiguió un abrigo de plumas de cuervo que tenía todos los picos mirando hacia fuera. El hombre regresó con él a casa dispuesto a regalárselo a su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija? —preguntó.
—No. Mientras no me consigas un vestido tan precioso como las estrellas —contestó ella.
Entonces él se puso de nuevo en camino hasta donde vivía la cerda. Esta le dijo:
—¿Qué quieres ahora?
—Necesito un vestido tan precioso como las estrellas —dijo él.
—Si cuidas de mis cochinillos, lo arreglaré —contestó la cerda. Consiguió un vestido tan precioso como las estrellas y se lo dio al hombre. Él regresó a ver a su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija? —preguntó el hombre.
—No. Mientras no me consigas un vestido tan precioso como el sol —contestó ella. Así que él se volvió a marchar a ver a la cerda.
—¿Qué quieres esta vez, querido mío? —preguntó ella.
—Ay, necesito un vestido tan precioso como el sol —dijo el hombre.
—Bueno, si cuidas de mis cochinillos, lo arreglaré —dijo la cerda. El hombre se quedó cuidando de los cochinillos, y más tarde regresó con el vestido para su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija? —preguntó.
—No. Mientras no me consigas un vestido tan precioso como la luna —contestó ella.
Él entonces volvió a ir a ver a la cerda.
—¿Qué necesitas, querido mío? —preguntó ella.
—Ay, ahora quiere un vestido tan precioso como la luna —contestó el hombre.
—Si cuidas de mis cochinillos, lo arreglaré —respondió ella. Volvió con un vestido tan precioso como la luna y se lo entregó al hombre. Así que éste regresó con el vestido para su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija?
—No. Mientras no me consigas unas medias de seda y unos zapatos de oro —respondió ella.
Él entonces volvió a ir a ver a la cerda, se quedó cuidando de los cochinillos y ésta le consiguió unas medias de seda y unos zapatos de oro, con los que regresó a su casa para dárselos a su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija? —preguntó.
—No lo seré mientras no me consigas un coche que vaya tanto por la tierra como por el cielo —contestó ella.
Él volvió a ir a ver a la cerda, que esta vez, sin embargo, le pidió que se quedara allí sentado, pues quería que sus cochinillos montaran también en el coche. El hombre se sentó y ella fue a buscar un coche que fuera tanto por la tierra como por el cielo. Regresó, se detuvo justo delante del hombre y le entregó el coche. El hombre montó en él, volvió a casa y se lo dio a su hija.
—¿Serás ahora mía, querida hija? —preguntó.
—Sólo si me lo dejas probar una vez —dijo la hija.
Él dijo que sí, que le dejaba. En cuanto ella montó en el coche, dijo:
—¡Blanco ante mí y negro detrás!
Se marchó de allí y el hombre no la volvió a ver jamás.
Ella llegó a una corte real y preguntó al rey si necesitaban aquel año a alguien que quitara la ceniza. A éste le pareció bien. El rey, cómo no, tenía en su corte un único hijo. Un domingo por la mañana, éste quiso ir a la iglesia. Antes de salir, pidió un peine. Ella solicitó que le dejaran subirle el peine. En cuanto llegó arriba, él le tiró el peine por las escaleras y dijo:
—Si para traerme el peine no puede venir nadie más que Pielmugrienta, puedo ir perfectamente a la iglesia despeinado.
Y así lo hizo.
En cuanto se marchó, ella pidió permiso para ir también a la iglesia. Se puso el vestido que era tan precioso como las estrellas. Como estaba guapísima, el príncipe la miraba más a ella que al cura y dijo que tenía que ir adonde ella viviera. Pero ni sabía quién era. A mediodía volvió a casa y contó:
—Hoy he visto a una mujer tan bella que si Pielmugrienta la viera se volvería loca.
—¡Bah, eso a mí me trae sin cuidado! —dijo ella.
Al domingo siguiente, él quiso ir de nuevo a la iglesia para ver a aquella belleza. Entonces pidió que le llevaran agua, pues quería lavarse antes de ir a la iglesia. Ella solicitó que le dejaran subir con el agua. Pero, en cuanto llegó arriba, él tiró la jofaina escaleras abajo y dijo:
—Si para traerme el agua para lavarme no puede venir nadie más que Pielmugrienta, puedo ir perfectamente a la iglesia sin lavarme.
Y así lo hizo.
Nada más marcharse, ella pidió permiso para ir también a la iglesia. Cuando llegó, llevaba puesto el vestido que era tan precioso como la luna. Como estaba increíblemente bella, el príncipe, en esta ocasión, quiso prestar más atención, así que mandó montar guardia en todas las puertas de la iglesia para ver adonde iba. Él mismo se puso a hacer guardia en una puerta, y justo por aquella puerta salió la muchacha de la iglesia. Ella no sabía que había una guardia montada, pero, en cuanto se dio cuenta, echó a correr dejándole atrás, se montó en el coche y regresó a casa.
Cuando el príncipe llegó a casa dijo:
—El domingo pasado vi a una mujer muy bella, pero hoy he visto a una más bella todavía. Si Pielmugrienta viera a una mujer tan bella, se volvería completamente loca. ¡Si supiera quién es me casaría con ella!
—¡Bah, eso a mí me trae sin cuidado! —dijo ella a toda prisa.
Al tercer domingo él quiso ir de nuevo a la iglesia y habló de volver a ver a aquella mujer tan bella. Luego pidió una toalla para secarse. A ella la dejaron subir, pero, en cuanto llegó arriba, él tiró la toalla escaleras abajo y dijo:
—Si para traerme la toalla no puede venir nadie más que Pielmugrienta, puedo ir perfectamente a la iglesia sin secarme.
Y así lo hizo.
Nada más marcharse el príncipe, ella pidió permiso para ir también a la iglesia y se lo concedieron. Cuando llegó en su coche a la iglesia, llevaba el vestido que era tan precioso como el sol y también las medias de seda y los zapatos de oro.
El había vuelto a montar una guardia. Mientras ella estuvo en la iglesia, no le quitó ojo de encima y, cuando se disponía a salir, la siguió. Ella, sin saberlo, había dejado el coche junto a una piedra embadurnada con alquitrán. Al pisar la piedra, se le quedó pegado uno de los zapatos de oro. El príncipe lo cogió, pero ella se fue rápidamente a casa. El príncipe regresó también.
—Los últimos dos domingos había visto a una mujer muy bella, pero hoy he visto a una mujer más bella todavía. Si encuentro a alguna mujer que pueda calzarse este zapato, me casaré con ella, seguro —le dijo.
Entonces se presentó allí una vieja mujer que creía que su hija era bellísima y que quería a toda costa tener al príncipe por yerno. Le cortó a su hija los dedos de los pies y el talón y quiso probar si podía calzarse el zapato. Pero entonces, un pájaro que había en la ventana gritó:
El talón y los dedos le puedes cortar, que el zapato dorado no le hará ningún daño a la que está en el hogar.
La que estaba en el hogar no era otra que Pielmugrienta. Entonces la vieja salió y espantó al pájaro de la ventana.
Había asimismo una segunda mujer que también creía que tenía una hija especialmente bella y que también quería tener al príncipe por yerno. Hizo exactamente lo mismo con los dedos y el talón de su hija. La vieja estaba tan furiosa con Pielmugrienta que la metió en el cajón de los trapos viejos. Mientras estaba allí dentro, el pájaro voló hasta la ventana y gritó:
El talón y los dedos le puedes cortar, que el zapato dorado a la que está con los trapos ningún daño le hará.
El príncipe liberó entonces a Pielmugrienta del cajón, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. En cuanto salió, ella lo llevaba todo puesto: los vestidos, el abrigo de plumas de cuervo y todo lo demás.
—Sí, ahora serás mía para siempre, aunque haya sido tan desagradable contigo —dijo el príncipe.
Fin