EL JUEGO DE LA RATA Y EL DRAGÓN (Cordwainer Smith)
Publicado en
abril 16, 2024
I. LA MESA
La transfixión es Una manera espantosa de ganarse la vida. Underhill entró y cerró la puerta, furioso. No tiene mucho sentido llevar uniforme y parecer un militar si la gente no aprecia lo que uno hace.
Underhill se sentó en la silla, apoyó la cabeza en el respaldo y se echó el casco sobre la frente.
Mientras esperaba a que se calentara el transfixor, recordó a la muchacha del pasillo.
La muchacha había mirado el transfixor, luego lo había mirado a él despreciativamente.
—Miau.
Eso era todo lo que ella había dicho. Sin embargo Underhill sintió el filo de un cuchillo en la carne.
¿Qué pensaba de él? ¿Que era un tonto, un vago, un nadie de uniforme? ¿No sabía ella que luego de media hora de transfixión había que pasar dos meses en un hospital?
El aparato ya estaba caliente. Underhill sintió los cuadrados del espacio alrededor, se vio a sí mismo en el centro de una red inmensa, una red cúbica, vacía. En ese vacío había un horror hueco y doloroso, el espacio mismo, una terrible angustia cada vez que la mente tropezaba con la más leve mota de polvo.
Mientras se aflojaba, en la silla, Underhill fue sintiendo la solidez del sol, el movimiento preciso de los planetas conocidos y de la luna. Nuestro propio sistema solar era tan encantador y simple como un viejo reloj de cucú: un tictac familiar y ruidos tranquilizadores. Las curiosas lunitas de Marte giraban alrededor del planeta como ratones frenéticos, pero la regularidad del movimiento indicaba que todo iba bien. Arriba, encima del plano de la eclíptica, Underhill sintió el peso de media tonelada de polvo que flotaba no muy lejos de las rutas de los hombres.
Allí no había nada contra qué luchar, nada que desafiase la mente, nada que arrancase el alma a un cuerpo, un alma todavía viva, de raíces que goteaban efluvios tangibles como la sangre.
Nada entraba nunca en el sistema solar. Underhill podía llevar el transfixor toda la vida y no ser sino una suerte de astrónomo telepático, un hombre capaz de sentir la protección ardiente y cálida del sol como un latido y una llama en la mente.
Woodley entró en el cuarto.
—El mismo viejo mundo, en marcha como siempre —dijo Underhill —. Ninguna novedad.
Me explico ahora que no desarrollaran el transfixor hasta los días de la planoforma. Aquí abajo, con el sol cálido alrededor, estamos tan bien, tan tranquilos. Uno puede sentir cómo todo se mueve y da vueltas. Bonito, limpio, compacto. Es casi como estar en casa.
Woodley lanzó un gruñido. No era muy aficionado a los vuelos de la fantasía.
Imperturbable, Underhill siguió hablando.
—No estaba tan mal, me parece, ser un hombre antiguo. Me pregunto el porqué de aquella guerra incendiaria. No conocían la planoforma. No tenían que salir a ganarse la vida entre los astros. No tenían que cuidarse de las ratas ni jugar la partida. No habían inventado la transfixión porque no la necesitaban. ¿No es así, Woodley?
Woodley gruñó:
—Ajá.
Woodley tenía veintiséis años y se retiraría al año siguiente. Ya había elegido una granja. Había estado diez años metido en la dura tarea de la transfixión, junto con los mejores. Había conservado la cordura, no dejando que el trabajo lo obsesionara, enfrentando las tensiones sólo cuando era necesario, y no prestando atención a las obligaciones del cargo hasta la siguiente emergencia.
Woodley nunca había tratado de hacerse popular. Ninguno de los compañeros le tenía mucha simpatía. Algunos hasta lo miraban con odio. Se sospechaba que Woodley tenía a veces malos pensamientos a propósito de los otros, pero como nadie había pensado nunca una queja articulada, los compañeros y los jefes de los Instrumentos lo dejaban en paz.
La transfixión maravillaba todavía a Underhill.
—¿Qué nos sucede en la planoforma? ¿Crees que es algo así como morirse? ¿Viste alguna vez a alguien a quien le hayan arrancado el alma?
—Eso de arrancar almas es sólo un modo de hablar —dijo Woodley —. Luego de todos estos años nadie sabe si tenemos o no alma.
—Pues yo vi un alma una vez. Vi a Dogwood cuando se hizo pedazos. Interesante. Una cosa húmeda y pegajosa, como sanguinolenta, que salía de Dogwood. ¿Y sabe qué le hicieron a Dogwood? Se lo llevaron y lo metieron en esa parte del hospital donde nunca vamos ni tú ni yo, allá arriba donde están los otros, a donde tienen que ir los otros si siguen con vida luego del encuentro con las ratas, Arriba —Afuera.
Woodley se sentó y encendió una vieja pipa; quemaba algo llamado tabaco. Era una sucia costumbre, pero le daba a Woodley un aire audaz y aventurero.
—Mira, jovencito, deja esas preocupaciones. La transfixión mejora día a día. Los compañeros están mejorando. He visto la transfixión de dos ratas que estaban a setenta millones de kilómetros. La operación duró un milésimo y medio de segundo. Cuando era la gente quien manejaba los transfixores había siempre la posibilidad de que ese mínimo de cuatrocientos milésimos de segundo que necesita la mente humana para emitir una transfixión fuese excesivo, de modo que la luz no alcanzaba a las ratas, que podían atacar entonces a las naves de la planoforma. Los compañeros cambiaron todo eso. Una vez que entran en el juego, son más rápidos que las ratas. Siempre lo serán. Sé que no es fácil compartir la mente con un compañero...
—No es fácil para nadie —dijo Underhill.
—Por lo demás no te preocupes. No son humanos. Que se las arreglen como puedan.
Las payasadas con los compañeros han enloquecido a más gente que los encuentros con las ratas. ¿De cuántos sabes que hayan sido atacados de veras por las ratas?
Underhill se miró los dedos, que tenían un brillo verde y púrpura a la luz vivida del transfixor encendido, y contó las naves. El pulgar por Andrómeda, desaparecida con tripulación y pasajeros; el dedo índice y el dedo corazón por las naves de evacuación 43 y 56, encontradas con los transfixores quemados y todos los de a bordo, hombres, mujeres y niños, muertos o locos. El dedo anular, el meñique y el pulgar de la otra mano, eran las tres primeras naves de combate perdidas en la lucha contra las ratas, perdidas cuando la gente comprendió al fin que había algo debajo del espacio, algo vivo, caprichoso y malévolo.
La planoforma era divertida, en cierto modo. Uno sentía como...
No sentía mucho.
El cosquilleo de una débil descarga eléctrica.
El dolor de una muela cariada, con la que se ha mordido algo inadvertidamente.
Un destello de luz, que lastima un poco los ojos. Sin embargo, en ese breve lapso una nave de cuarenta mil toneladas se alzaba sobre la Tierra y desaparecía, de una manera u otra, en dos dimensiones, y aparecía a una distancia de medio año —luz o de cincuenta años —luz.
Dentro de un rato Underhill estaría sentado en la sala de combate, con el transfixor listo, y el tictac del sistema solar dentro de la cabeza. Durante un segundo o un año (nunca podía saberlo si no recurría al reloj) un leve y curioso destello le atravesaría el cuerpo, y se encontrada entonces flotando Arriba —Afuera, en los terribles espacios abiertos entre los astros, donde ellos mismos eran como excrecencias en la mente telepática y los planetas estaban demasiado lejos y no podían ser alcanzados por ningún hombre ni ningún aparato.
En algún lugar de ese espacio exterior, una muerte horrible aguardaba, una muerte y un horror de una especie que el Hombre no había encontrado nunca hasta que pensó en los espacios interestelares. La luz de las estrellas parecía impedir que los dragones se acercasen.
Dragones. Así los llamaba la gente. Para los pasajeros comunes no pasaba nada, nada excepto el temblor de la planoforma, y el martillazo repentino de la muerte o la oscura nota espasmódica de la locura.
Pero para los telépatas eran dragones.
En la fracción de segundo que separa la percepción de los telépatas, que advierten algo hostil en la nada oscura y vacía del espacio, y el impacto de un feroz y mortal golpe psíquico que alcanza a todos los seres vivos de la nave, los telépatas habían descubierto unas entidades semejantes a los dragones de las antiguas fábulas, bestias más astutas que las bestias, demonios más corpóreos que los demonios, hambrientos vórtices de vida y de odio, que habían nacido, no se sabía cómo, de la delgada y tenue materia que se extendía entre los astros.
Fue necesario que una nave sobreviviente trajera la noticia, una nave en la que un telépata tenía listo un rayo de luz, por mera casualidad, y lo había vuelto hacia el inocente polvo del espacio. En el panorama de la mente del telépata el dragón desapareció disolviéndose en nada, y los otros pasajeros, que no eran telépatas, no advirtieron que acababan de escapar a la muerte.
Desde entonces fue fácil... Casi.
Las naves de la planoforma llevaban siempre telépatas. Los transfixores, que eran amplificadores telepáticos adaptados a la mente mamífera, aumentaban notablemente la sensibilidad de los telépatas. Esos transfixores estaban a su vez conectados electrónicamente con unos proyectiles de luz. La luz se encargaba de todo.
La luz destruía los dragones, permitía que las naves recobraran una forma tridimensional, cuando saltaban de estrella en estrella.
La desventaja inicial de la humanidad, de cien a uno, se convirtió de pronto en una ventaja de sesenta a cuarenta.
No bastaba. Los entrenados telépatas eran ultrasensibles, capaces de percibir dragones en menos de un milésimo de segundo. Pero pronto se descubrió que los dragones podían viajar un millón y medio de kilómetros en menos de dos milésimas de segundo, y que a la mente humana no le quedaba tiempo para activar los rayos de luz.
Las naves comenzaron a viajar envueltas en luz.
Esa defensa no dio resultado.
A medida que la humanidad iba conociendo a los dragones, parecía que los dragones iban conociendo también a la humanidad. Los dragones se achataban de alguna manera y llegaban muy velozmente en trayectorias extremadamente planas.
Se necesitaba una luz poderosa, una luz de intensidad solar. Esto sólo podía conseguirse con bombas de luz. Apareció el transfixor de luz.
El transfixor detonaba unas bombas diminutas, fotonucleares y ultrabrillantes, y unos pocos gramos de un isótopo de magnesio eran convertidos así en puro resplandor visible.
La superioridad de la humanidad aumentaba, pero se perdían naves.
La situación empeoró tanto que nadie quería ir a buscar las naves perdidas, pues ya todos sabían lo que iban a ver. Era triste traer de vuelta a la Tierra trescientos cadáveres listos para ser enterrados y a doscientos o trescientos locos incurables, a quienes había que despertar, y alimentar, y limpiar, y acostar y levantar una y otra vez hasta que se morían.
Los telépatas trataron de penetrar en las mentes psicóticas dañadas por los dragones, pero sólo encontraron vívidas columnas de un terror explosivo y feroz que nacían del ello primordial, la fuente volcánica de la vida.
Entonces llegaron los compañeros.
Hombre y compañero juntos podían hacer lo que el hombre no podía hacer solo. Los hombres eran inteligentes. Los compañeros eran rápidos.
Los compañeros iban en pequeños vehículos, no mayores que pelotas de fútbol, acompañando a las naves del espacio. Entraban en la planoforma junto con las naves, en vehículos de poco más de dos kilos, preparados para atacar.
Las pequeñas naves de los compañeros eran rápidas. Cada una llevaba una docena de transfixores, bombas no mayores que dedales.
Los transfixores arrojaban a los compañeros contra los dragones —los arrojaban literalmente —mediante disparadores que respondían a una señal del cerebro. Los que se aparecían como dragones para la mente humana eran ratas gigantes para las mentes de los compañeros.
En la nada implacable del espacio, las mentes de los compañeros respondían a un instinto tan viejo como la vida. Los compañeros atacaban con una rapidez superior a la del hombre, una y otra vez, hasta que las ratas o ellos mismos morían. Casi siempre ganaban los compañeros.
Los saltos interestelares de las naves eran ahora seguros y el comercio creció, la población de todas las colonias aumentó en número, y se necesitaron más compañeros adiestrados.
Underhill y Woodley pertenecían a la tercera generación de operadores de luz, y les parecía sin embargo que ese oficio había existido siempre.
Introducir el espacio en las mentes mediante el transfixor, sumar los compañeros a esas mentes, templar el cerebro para la tensión de una lucha decisiva; la sinapsis humana no era capaz de resistirlo mucho tiempo. Underhill necesitaba dos meses de descanso luego de media hora de lucha. Woodley tenía que retirarse luego de diez años de servicio.
Eran jóvenes. Eran eficaces. Pero tenían limitaciones.
Tantas cosas dependían del compañero que le tocaba a uno, de la azarosa elección de las parejas.
II. LA BARAJADURA
Papá Moontree y la niña llamada West entraron en el cuarto. Eran los otros dos operadores. La tripulación humana del cuarto de combate estaba ahora completa.
Papá Moontree era un hombre de cara rojiza, de cuarenta y cinco años, que había, llevado una vida tranquila de campesino hasta cumplir los cuarenta. Sólo entonces, tardíamente, las autoridades descubrieron que era telépata y le permitieron que estudiase la ciencia de la transfixión.
Trabajaba bien, pero comparado con los otros operadores era fantásticamente viejo.
Papá Moontree miró al hosco Woodley y al pensativo Underhill.
—¿Cómo están hoy los muchachos? ¿Listos para una buena pelea?
—Papá siempre quiere una pelea —dijo la niñita llamada West, riendo entre dientes. Era una niñita tan pequeña. La risita fue aguda e infantil. Nadie hubiese esperado encontrar una criatura como ella en el duelo duro y violento de la transfixión.
Underhill se había divertido en cierta oportunidad, cuando descubrió que uno de los compañeros más perezosos se había sentido feliz en contacto con la mente de la niña.
Comúnmente, los compañeros no estaban demasiado interesados en las mentes humanas con quienes compartirían el viaje. Los compañeros parecían creer que las mentes humanas eran complejas e increíblemente enredadas. Ningún compañero ponía nunca en duda la superioridad de la mente de los hombres, aunque muy pocos se sentían impresionados por esa superioridad.
Los compañeros eran aficionados a la gente. Estaban dispuestos a luchar y a morir por los hombres. Pero cuando a un compañero le gustaba una persona en especial, tal como les ocurría por ejemplo al Capitán Wow o a Lady May, a quienes les gustaba Underhill, esa afición no tenía relación con la inteligencia. Era una cuestión de carácter, de sentimiento.
La mente de Underhill (y Underhill no lo ignoraba) era para el Capitán Wow una mente del todo estúpida. Al Capitán Wow le gustaba la amistosa estructura emocional de Underhill, la jovialidad y esos destellos de traviesa diversión que atravesaban los pensamientos inconscientes de Underhill, y la alegría con que Underhill enfrentaba el peligro. Las palabras, los libros de historia, las ideas, la ciencia... Underhill sentía que todo esto, que él llevaba en la mente, se reflejaba en la mente del Capitán Wow, y allí no tenía ninguna importancia.
La niña West miró a Underhill.
—Apuesto a que cargaste las piedras.
—No.
Underhill sintió que se ruborizaba. Durante el noviciado había tratado de hacer trampas en el sorteo, pues se había encariñado particularmente con una compañera especial, una madre hermosa y joven llamada Murr. Era fácil trabajar con Murr, y ella le mostraba tanto afecto que Underhill olvidó que la transfixión era un trabajo duro, y que no lo habían instruido para divertirse con un compañero. Los dos habían sido seleccionados y preparados para ir juntos a la batalla.
Hizo trampa una vez y fue suficiente. Lo habían descubierto y se habían reído de él durante años. Papá Moontree tomó el vaso de cuero plástico y movió los dados de piedra.
Era el mayor, y tiró primero.
Hizo una mueca. Le había tocado un viejo glotón, un macho curtido, con la mente llena de babeantes pensamientos sobre comida, verdaderos océanos repletos de pescado en mal estado. Papá Moontree había dicho una vez que luego de trabajar con aquel glotón eructaba aceite de hígado de bacalao durante semanas, y llevaba impresa en la mente una imagen telepática de pescado. No obstante, el glotón lo era tanto para el peligro como para el pescado. Había matado sesenta y tres dragones, más que cualquier otro compañero en servicio, y valía literalmente su peso en oro.
Llegó el turno de la niña West. Le tocó el Capitán Wow. La niña West sonrió, satisfecha.
—Me gusta —dijo —. Es divertido tenerlo de compañero. Lo siento en la mente tan agradable y cariñoso.
—Qué va a ser cariñoso —dijo Woodley —. Yo lo conozco también. Es la mente más lasciva de toda la nave, sin excepciones.
—Hombre malo —dijo la niña, como señalando algo, sin ningún reproche. Underhill la miró y se estremeció.
No entendía cómo la niña podía aceptar tan tranquilamente al capitán Wow. La mente de Wow era lasciva. Cuando el capitán Wow se excitaba, en medio de la batalla, unas imágenes borrosas de dragones, ratas mortíferas, lechos deliciosos, olor a pescado, y la emoción del espacio profundo se confundían en la mente de Underhill mientras él y el capitán Wow, unidas las conciencias mediante el transfixor, operaban como un fantástico ser compuesto, mitad hombre y mitad gato persa, Ese era el problema de trabajar con gatos, pensó Underhill. Lástima que no hubiese otra especie de compañeros. Los gatos eran agradables, cuando uno se ponía en contacto con ellos, telepáticamente, y también hábiles en la lucha; pero tenían motivos y deseos que no se parecían a los de los hombres.
Lo acompañaban a uno mientras las imágenes transmitidas tuviesen cierta materialidad inmediata, pero se les cerraban las mentes y se echaban a dormir cuando uno les recitaba a Shakespeare o Colegrove, o trataba de explicarles qué era el espacio.
Llamaba la atención que los compañeros, tan serios y maduros en el espacio, fuesen los mismos simpáticos animalitos que la gente de la Tierra había criado durante miles de años. Underhill se había sentido avergonzado más de una vez pues allá en la Tierra acostumbraba confundirse y saludaba a gatos perfectamente comunes y no telepáticos.
Tomó el vaso y tiró el dado de piedra.
Tuvo suerte: sacó a Lady May.
Underhill no había conocido ninguna compañera más adecuada que Lady May. La mente de gato persa de pedigree seleccionado había alcanzado en ella un elevado punto de desarrollo. Tenía un carácter más complejo que cualquier mujer humana, pero esa complejidad era sólo una suma de emociones, recuerdos, esperanzas, y discriminada experiencia: una experiencia acumulada sin el auxilio de las palabras.
Cuando Underhill había entrado en contacto por primera vez con Lady May, la claridad de la mente de ella lo había dejado asombrado. Recordó, junto con ella, la época en que había sido cachorra. Recordó todos los apareamientos que ella había tenido. Vio, en una galería de rostros algo borrosos, a todos los operadores a quienes ella había acompañado en la lucha. Y se vio a sí mismo, radiante, alegre, y deseable.
Hasta creyó notar la traza de un anhelo oscuro...
Un pensamiento muy atrayente y teñido de deseo: Qué lástima que él no sea gato.
Woodley tomó la última piedra. Le tocó lo que se merecía: un gato viejo y hosco, atravesado de cicatrices, que no tenía nada del brío del capitán Wow. El compañero de Woodley era el más animal de todos los gatos de la nave, una criatura salvaje y mezquina, de mente estrecha. Ni siquiera la telepatía le había refinado el carácter. Tenía marcas en las orejas, recuerdos de viejas peleas en los tejados. Era un luchador bien dispuesto, nada más.
Woodley gruñó entre dientes. Underhill lo miró de un modo raro. ¿Woodley sólo sabía eso: gruñir?
Papá Moontree miró a los otros tres.
—Bueno, es hora de que se lleven a los compañeros. Le diré al observador que ya podemos salir Arriba —Afuera.
III. SE REPARTEN CARTAS
Underhill abrió la cerradura automática de la jaula. Despertó suavemente a Lady May y la tomó en brazos. La gata se estiró, exuberante, sacó las uñas, ronroneó, lo pensó mejor y lamió la muñeca de Underhill. El transfixor no estaba encendido, y no había comunicación entre las mentes, pero mirándole el ángulo del bigote y los movimientos de las orejas Underhill alcanzó a notar la satisfacción que ella sentía teniéndolo como compañero.
Underhill le habló, aunque cuando el transfixor no estaba funcionando el lenguaje humano no significaba nada para un gato.
—Es una vergüenza que manden a una criatura hermosa como tú a dar vueltas por el espacio helado, a cazar ratas mucho más grandes y mortíferas que todos nosotros juntos.
Tú no pediste que te mandaran a esta clase de lucha, ¿verdad?
La gata le lamió la mano, ronroneó, le hizo cosquillas en la mejilla con la cola larga y peluda, se dio vuelta y lo miró de frente, con unos ojos dorados y brillantes.
Se miraron un rato, el hombre en cuclillas, la gata erguida, clavando las uñas delanteras en la rodilla del hombre. Los ojos humanos y los ojos gatunos se contemplaron a través de una inmensidad que ninguna palabra podía describir pero que el afecto abarcaba en una sola mirada.
—Es hora de entrar —dijo Underhill.
La gata caminó dócilmente hasta el navío esférico. Entró de un salto. Underhill se inclinó para ver si el transfixor miniatura estaba bien apoyado contra la base del cerebro de la criatura, y le miró luego la protección acolchada de las garras; esto evitaba que la gata se hiciese daño en la excitación de la pelea.
—¿Lista? —dijo Underhill en voz baja.
La gata respondió lamiéndose el lomo, hasta donde le permitían los arneses, y ronroneó un rato, Underhill bajó la tapa del proyectil y vio cómo el líquido sellador corría por el borde. Durante unas pocas horas la gata estaría ahí encerrada hasta que un mecánico la sacase con un soplete, luego que ella hubiese llevado a cabo su tarea.
Underhill metió el proyectil en el tubo de eyección. Cerró la entrada del tubo, hizo girar la cerradura, se sentó en la silla y se puso el transfixor.
Apretó el interruptor una vez más.
Estaba sentado en un cuarto pequeño, pequeño, pequeño, cálido, cálido, y los cuerpos de otras tres personas se movían cerca, alrededor, y las luces del, cielo raso brillaban y le pesaban en los párpados cerrados.
Mientras el transfixor se calentaba, el cuarto desapareció. Las otras personas dejaron de ser personas y se transformaron en fogatas pequeñas y ascuas resplandecientes, fuego rojo oscuro; la conciencia de la vida ardía allí como unas viejas brasas en una chimenea de campo.
Cuando el transfixor se calentó un poco más, Underhill sintió la Tierra debajo, sintió la nave que se alejaba, sintió la luna que giraba del otro lado del mundo, sintió los planetas y la ardiente claridad solar que mantenía a los dragones muy apartados del hogar natal del hombre.
Al fin alcanzó una completa lucidez.
Estaba telepáticamente vivo en un radio de millones de kilómetros. Sintió el polvo que había notado antes por encima de la eclíptica. Con un cálido estremecimiento de afecto sintió la conciencia de Lady May, que se derramaba en la suya propia. La conciencia de Lady May era tan delicada y clara, y sin embargo tan acre para la mente de Underhill como un ungüento aromático. Había allí tranquilidad y calma. Underhill sintió que ella le daba la bienvenida. No era del todo un pensamiento, sólo la emoción de un saludo. Al fin fueron otra vez uno solo.
En un diminuto y lejano rincón de la mente, tan diminuto como el juguete pequeño de un niño, Underhill era todavía consciente del cuarto y de la nave, y de Papá Moontree que tomaba un teléfono y hablaba con el capitán del espacio, a cargo de la nave. La idea llegó a la mente telepática de Underhill mucho antes que los oídos pudiesen distinguir las palabras. El sonido siguió a la idea de la misma manera que el trueno sigue al relámpago que hemos visto en una playa oceánica, muy lejos, sobre el mar.
—El cuarto de combate está ya preparado. Listos para la planoforma, señor.
IV. EL JUEGO
Underhill siempre se exasperaba un poco viendo que Lady May experimentaba todo un momento antes.
Estaba esperando el estremecimiento rápido y agrio de la planoforma, pero captó el mensaje de la gata cuando los propios nervios no podían decirle aún qué ocurría.
La Tierra había quedado tan lejos que tanteó buscando el sol unas pocas milésimas de segundo antes de encontrarlo en el rincón superior derecho de la mente.
Fue un buen salto, pensó. Si seguimos así llegaremos en cuatro o cinco etapas.
A unos pocos cientos de kilómetros de la nave, Lady May pensó:
—¡Oh cálida, oh generosa, oh inmensa criatura humana! ¡Oh valiente, oh amistoso, oh tierno y vasto compañero! Oh, es maravilloso estar contigo, contigo todo tan bien, bien, bien, tibio, tibio, ahora a luchar, ahora vamos, bien contigo...
Underhill sabía que la gata no pensaba palabras: la mente humana tomaba la amable cháchara del intelecto gatuno y la traducía en imágenes inteligibles.
Ninguno de los dos estaba demasiado pendiente del juego de los saludos. Underhill buscó hasta mucho más allá del radio de percepción de la gata, en el espacio de alrededor. Era curioso esto de hacer dos cosas a la vez. Underhill exploraba el espacio con la mente conectada al transfixor, y al mismo tiempo captaba una imagen errática de Lady May, la imagen simpática y cariñosa de un cachorro que ella había tenido, de cara dorada y el pecho cubierto de un vello blanco, increíblemente suave.
Estaba todavía explorando, cuando llegó el aviso de Lady May.
¡Saltamos otra vez!
Así había sido. La nave estaba ahora en una segunda planoforma. Las estrellas eran diferentes. El sol había quedado muy atrás. Hasta las estrellas más cercanas eran apenas perceptibles. Estaban sin duda en una región de dragones, un espacio abierto, hueco y desagradable. Underhill extendió más la mente, con mayor rapidez, buscando el peligro, preparado para lanzar a Lady May contra ese peligro, dondequiera que apareciese.
El terror le estalló en la mente, tan nítido, tan claro, que lo sintió como un retorcimiento físico.
La niña llamada West había encontrado algo... algo inmenso, largo, negro, astuto, voraz, aterrador, La niña lanzó a la batalla al capitán Wow. Underhill trató de no perder la cabeza.
—¡Cuidado! —les gritó telepáticamente a los otros, moviendo alrededor a Lady May.
En un rincón del campo de batalla, Underhill sintió la furia incontenible del capitán Wow. El gato persa detonaba luces mientras iba acercándose a la amenazadora mancha de polvo.
Las luces fallaron apenas.
El polvo se acható, y el pez raya se transformó en una lanza.
No habían pasado tres milésimas de segundo.
Papá Moontree hablaba ahora con palabras, y una voz que le salía como miel espesa de una jarra pesada:
—C-a-p- í-t-á-n. —Underhill adivinó el resto de la frase: "¡Capitán, muévase rápido!"
La batalla se libraría y acabaría antes que Papá Moontree acabara de hablar.
Ahora, una fracción de milésima de segundo más tarde, Lady May estaba directamente en línea.
Era aquí donde se mostraba la habilidad y la rapidez de los compañeros. Lady May reaccionaba más rápidamente que cualquier hombre. Lady May veía la amenaza: una rata inmensa que se acercaba en línea, recta.
Lady May disparaba las bombas de luz con un discernimiento inequívoco.
Underhill estaba en contacto con la mente de Lady May pero no alcanzaba a seguirla.
La conciencia de Underhill absorbió de pronto la desgarradora herida infligida por aquel enemigo extraño. Era diferente a cualquier herida de la Tierra: un dolor áspero, enloquecedor, que comenzaba como una quemadura en el ombligo. Underhill se retorció en el asiento.
En realidad no había tenido tiempo aún de mover un músculo cuando Lady May respondió al enemigo.
Cinco bombas fotonucleares, lanzadas a intervalos regulares, resplandecieron a través de ciento cincuenta mil kilómetros.
El dolor que Underhill sentía en la mente y en el cuerpo desapareció en seguida, y en la mente de Lady May hubo un instante de júbilo feroz, terrible y animal, mientras ella concluía la matanza.
Los gatos se mostraban siempre desilusionados cuando descubrían que el enemigo desaparecía del todo en el momento de la destrucción.
Underhill sintió entonces el dolor de Lady May, y el daño y el miedo que los había envuelto a ambos, mientras la batalla, más breve que un parpadeo, empezaba y terminaba. En ese mismo instante le llegó la punzada aguda y ácida de la planoforma. La nave saltó de nuevo.
Underhill oyó que Woodley pensaba:
—No te preocupes. Este viejo bribón y yo te reemplazaremos un rato.
Otras dos veces la punzada, el salto.
Underhill no supo dónde estaba hasta que las luces del puerto de Caledonia brillaron debajo.
El cansancio era casi inimaginable, y Underhill conectó otra vez la mente con el transfixor, y preparó el proyectil de Lady May en el tubo de lanzamiento.
Lady May estaba medio muerta de fatiga, pero Underhill alcanzó a oírle los latidos del corazón, los jadeos, y llegó a ver la sombra de un "gracias" que asomaba en ella, uniéndoles las mentes.
V. EL RESULTADO
Lo internaron en un hospital de Caledonia.
El médico era amable pero firme:
—Ese dragón llegó de veras a tocarlo. Nunca vi que nadie escapase por tan poco. Fue todo muy rápido; tardaremos en saber qué ocurrió científicamente, pero supongo que usted estaría ahora en el manicomio si el contacto hubiese durado unas décimas más de un milésimo de segundo. ¿Qué clase de gato tenía usted? Underhill sintió cómo las palabras le salían lentamente de la boca. ¡Las palabras eran tan incómodas comparadas con la rapidez y la alegría del pensamiento, veloz, preciso y claro, de mente a mente!
Pero a la gente común, como ese médico, sólo se llegaba por medio de palabras.
La boca de Underhill se movió pesadamente:
—No llame gatos a los compañeros. El nombre correcto es compañeros. Luchan con nosotros en equipo. ¿No sabe usted que los llamamos compañeros? ¿Cómo está ella?
—No lo sé —dijo el médico, contrito —. Lo averiguaremos. Mientras tanto tranquilícese, amigo. Sólo hay un remedio para usted: el descanso. ¿Conseguirá dormir, o quiere que le demos un sedante?
—Puedo dormir —dijo Underhill —, pero díganme antes cómo está Lady May.
La enfermera intervino en la conversación, algo malhumorada:
—¿No quiere saber cómo están los otros?
—Están bien dijo Underhill —. Eso ya lo sabía antes de venir.
Underhill estiró los brazos, suspiró, y les sonrió a la enfermera y al médico. Notó que estaban más tranquilos y que empezaban a tratarlo como a una persona, y no como a un paciente.
—Estoy bien —dijo —. Díganme sólo cuándo podré ver a mi compañera. —Underhill miró de pronto al médico, con ojos desorbitados. —No la habrán enviajo de vuelta en la nave, ¿verdad?
—Lo averiguaré ahora mismo —le dijo el médico.
Apretó amistosamente el hombro de Underhill y salió de la sala.
La enfermera sacó la servilleta que tapaba un vaso de jugo de fruta...
Underhill trató de sonreírle. Había algo raro en la muchacha. Tuvo ganas de que se fuese del cuarto. Al principio ella se había mostrado amistosa y ahora lo trataba de nuevo con frialdad. Qué incomodidad ser telépata, pensó. Uno trata de ponerse en contacto, aun cuando no es posible.
De pronto la enfermera se volvió.
—¡Malditos! ¡Malditos ustedes y los gatos!
Mientras ella dejaba el cuarto, furiosa, Underhill logró entrar en aquella mente. Se vio allí a sí mismo como un héroe radiante, de suave uniforme de gamuza, el transfixor resplandeciente en la cabeza, como una antigua corona adornada de joyas. Se vio la cara, elegante y masculina, que brillaba en la mente de ella. Se vio a sí mismo, muy lejos, y vio la imagen que ella odiaba.
Lo odiaba secretamente, lo odiaba porque él era así—creía ella—afortunado, orgulloso y extraño, mejor y más hermoso que la gente como ella. Dejó de lado la mente de la enfermera, y mientras hundía el rostro en la almohada le llegó una imagen de Lady May.
—Una gata —pensó—. No es más que eso...
¡Una gata! Pero la mente de Underhill la veía de otro modo: más rápida que un sueño, hábil, inteligente, increíblemente graciosa, hermosa, callada y desapegada.
¿Dónde encontraría nunca una mujer que pudiera comparársele?
Fin