Publicado en
enero 24, 2024
De mujer a mujer.
Por Marie-Claude Sandrin.
LLEGA el momento en que nuestras hijas "nos dejan", y sé muy bien que, cuando abandonan el hogar, también desertan un poco de nuestro corazón. Claro que volverán, y quizá estén más unidas a nosotras que antes, pues tornarán hechas mujeres y serán más comprensivas; pero antes de alcanzar esa madurez las madres tendremos que pasar por momentos terribles.
No creo exagerar cuando afirmo que, desde los 11 o los 12 años, nuestras hijas poseen ese encanto que se acentúa y gana aplomo con cada nuevo amorío, conforme pasan los años. Porque siempre hubo, en alguna parte, un "príncipe azul" cuya mirada se posó en nuestra niña y ella recibió maravillada, una y otra vez, en lo más profundo de su corazón. Inocente e ignorante, esa mujercita que en casa nos desesperaba por andar con las manos sucias, despeinada, con la cara llena de tierra, intuía que, cuando anduviera cerca el príncipe, debía presentarse limpia y bonita. Y sabía también, por instinto, que lo más importante era tratar de adivinar lo que ocurría en el corazón de su elegido. Nosotras las madres cerrábamos los ojos a todos esos signos; era lo más cómodo y, además, ¿qué edad tenía nuestra hija? ¿ Acaso no era todavía tina niña?
Efectivamente. Pero creció. De pronto cumplió 15 años; luego, 17, y su cuerpo era ya el de una mujer, con la esbelta gracia privilegio de tal edad. Lo que nos daba una engañosa seguridad era que tenía un sinfín de idilios consecutivos.
Nosotras lo observábamos todo sin dejar de sonreír; fue nuestro marido el que empezó a refunfuñar. No le gustaba aquello; se impacientaba. "Pero, querido, nuestra hija no es más que una niña crecida. No hay nada que temer", le decíamos.
Y un buen día... Sí; había ocurrido: un día ella nos lo confesó todo. Lo amaba, y él también la amaba. Nos sentimos desoladas. Nunca habíamos tenido una pena tan honda. No podíamos comprenderlo. Y se abrió un abismo que nos separaba de nuestra hijita. Conque ella lo quiere, ¿eh? Y dice que ama a ese individuo... No acertábamos a descubrir qué veía en él. ¿Y nuestro marido? Él estaba celoso, y eso bastaba para explicar su animadversión. Pero nuestra pena, el dolor de la mujer, es distinto. He aquí que para aquel joven ya éramos "la suegra", la aguafiestas, y eso no podíamos aceptarlo. ¿Qué hacer? ¡Ay!, la noche no nos traía ninguna inspiración. "Ellas", en cambio, se levantan por la mañana frescas y radiantes, casi insolentes en alas de la fuerza de su amor. Comprendimos que estaba dispuesta a enfrentársenos, y que, si nos oponíamos, nuestra pequeña se limitaría a volvernos la espalda y dejarnos sumidas en la desesperación.
Las noches nos parecían eternas, opresivas; los días, aterradores. Sentíamos haber perdido hasta nuestra sombra. ¡Qué sensación de abandono! Procuramos acercarnos a ella inteligentemente, y ella respondió. Una señal amistosa en esporádicos momentos. Mas el abismo seguía allí, infranqueable. De pronto pareció nuestra hija sumergirse en una existencia muy suya, que jamás habíamos sospechado. ¿Y nuestro yerno? Un extraño al que no teníamos especiales deseos de tratar más íntimamente. ¡Él nos la había robado! Cierto que se habría acercado gustoso a nosotras, pero saboreábamos un raro placer al exacerbar nuestra amargura.
Por fin, un día, nuestra hija tuvo su primer hijo, lo que significaba que también nuestro yerno lo había tenido. Y luego nuestros tres hijos vinieron a vernos: ella, él y el otro, el recién nacido, el más querido, el más hermoso. ¿Y nuestra hija? Había depuesto la mirada desafiante; su rostro era ya todo dulzura; su expresión, serena; su actitud, conciliadora.
No tenemos más que esa hija, pero ella nos ha dado al suyo. El marido envejece, pero allí está nuestro yerno, amable, atento, que nos da el regalo más maravilloso al devolvernos a nuestra "niña crecida", feliz y más cerca de nosotras que nunca.
Empezamos a bajar confiadamente la cuesta —es decir, envejecemos— porque en lo sucesivo seremos ella y nosotras. Y su presencia evitará que nos deslicemos con excesiva rapidez por la inevitable pendiente de la senectud.
Y luego criaremos a los pequeños; a nuestros pequeños, entre los que se contará nuestra nenita, a quien una vez —¿lo recuerdan?— creímos haber perdido para siempre.
Condensado de "Midi-Libre" (17-1-1973), © Intermonde-Presse.