SOLITARIO RASTREO DE UN DETECTIVE
Publicado en
noviembre 02, 2023
Philip Iannuccilli.
Había detenido a dos jóvenes acusados de homicidio y contribuyó a que los declararan culpables. Después, convencido de que eran inocentes, no cejó hasta rehabilitarlos.
Por Joseph Blank.
ALGO ANDABA mal. Philip Iannuccilli, detective de 41 años de edad, pelo negro y baja estatura que había trabajado sin interrupción en aquel caso durante 31 horas, estaba exhausto. Le pasó una fotografía al teniente Angelo Galante, jefe de detectives del pelotón 71, en Brooklyn (Nueva York), y le dijo:
—El testigo declaró que este Glen Darien es uno de los asesinos. No me gusta nada este asunto.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—El testigo estaba demasiado seguro —repuso Iannuccilli—. El crimen se cometió alrededor de medianoche y en un minuto. Había poca luz allí y el testigo temía por su vida. A pesar de eso, declaró estar absolutamente seguro de reconocer las caras de dos de los tres asaltantes. No me parece natural tanta certeza.
Galante también había tenido un día de mucho trabajo.
—¡Bah! No rechaces la declaración de un testigo sólo porque habla con aplomo —replicó bruscamente el oficial; y añadió—: Será preferible que te retires a descansar.
De camino a casa, el detective repasó los incidentes del caso.
A las 12:30 de la noche del 14 de agosto de 1971 telefonearon a la comandancia de policía: alguien había disparado contra una joven negra en el parque Lincoln Terrace; la víctima ya estaba muerta cuando la llevaron al Hospital de Brookdale. Iannuccilli se hizo cargo de la investigación. Germaine Phillips, estudiante universitaria de 21 años de edad, paseaba por el parque en compañía de Alberto Greene, de 22 años de edad, empleado de una librería del centro de la ciudad, cuando se les encararon tres jóvenes para exigirles dinero, según narró Greene al detective. Uno de los tres maleantes, le explicó el joven, iba armado de un revólver; otro blandía un cuchillo. Alberto asió la mano de la chica y empezó a correr; en eso oyó una detonación, la joven gritó y los malhechores huyeron.
"El del revólver era un hombre como de 24 años", había dicho Greene, "de algo menos de 1,70 metro de estatura y unos 65 kilos de peso, fornido. Llevaba puestos un sombrero blanco de ala estrecha, camiseta blanca en T, camisa azul de manga corta y pantalones de color azul claro. Era de tez morena y hablaba con acento antillano".
"El del cuchillo era un negro de unos 22 años y 59 kilos, y medía cerca de 1,75 metro. Llevaba un suéter pardo de manga larga y pantalones azules de sarga".
"El tercero era un negro de algo más de 20 años, creo que de cabello rizado, y me pareció que no iba armado".
Iannuccilli mostró a Greene millares de fotografías de delincuentes que extrajo de los archivos policiacos. El joven las observó detenidamente y no reconoció a ninguno de sus tres asaltantes. Pero la sangre fría con que se había cometido el crimen dio al detective una idea: telefoneó a la comisaría de policía anexa y solicitó "las fotografías que tengan de los Rastas".
La Ras Tafari, sociedad a cuyos individuos se conocía como Rastas, era una agrupación político-religiosa de Brooklyn integrada por jóvenes jamaiquinos. Sus adeptos veneran a Haile Selasie, a quien consideran descendiente directo de Dios, y detestan el sistema político de Jamaica y de los Estados Unidos. Pocos de ellos tienen medios de vida honorables. Suelen robar, asaltar y asesinar a la gente sin que medie ninguna provocación, y amenazan de muerte a quien colabore con la policía.
Greene examinó las fotografías y señaló a Iannuccilli la de Glen Darien, muchacho de 18 años de edad, diciéndole: "Me parece que éste es el que iba armado de un cuchillo".
Después de salir el detective de la oficina, Galante ordenó que detuvieran a Darien y lo hizo desfilar con otros cuatro jóvenes negros ante los ojos de Greene. Luego el jefe de detectives telefoneó a Iannuccilli. "Greene señaló a Darien entre la fila de maleantes", le dijo. "Lo identificó sin lugar a dudas".
Philip Iannuccilli regresó a la oficina para interrogar a Darien, que no tenía coartada valedera.
—Te identificaron como uno de los responsables —le explicó el detective en tono de conversación—. Aunque no hayas sido tú el que disparó, es posible que te encierren para el resto de tu vida. ¿No tienes nada que declarar? Si colaboras con nosotros, te reducirán la pena.
Siguió un prolongado silencio. Por fin Darien repuso vacilante:
—Sé lo que pasó, pero yo no hice nada. Alrededor de las 9 de la mañana de ayer (es decir, la mañana siguiente a la noche del asesinato), me topé con un tipo llamado Georgie. Me contó que había ido al parque Lincoln Terrace para bolsear a alguien. Vio al individuo que iba con una muchacha, y le dijo: "Dame todo el dinero que lleves". Él le replicó: "Antes tendrás que matarme". Georgie dice que lo amenazó con la pistola, y que el otro dio un tirón de la chica, y así resultó herida. Aparte de eso, no sé nada, salvo que Georgie vive en un apartamento de los Rastas, en la avenida Rogers.
Darien quedó detenido sin derecho a salir mediante fianza. Iannuccilli localizó el apartamento de la avenida Rogers por medio de un delator que le aseguró que "Georgie" existía realmente. El detective rondó el lugar durante cuatro días, sin ningún fruto. Pero al quinto avistó a varios sujetos a través de las ventanas de la vivienda. Provistos de una orden judicial, el detective y dos compañeros suyos irrumpieron en el apartamento. Ninguno de los siete jóvenes a quienes encontraron allí reconoció ser Georgie, pero tras practicar un registro los detectives descubrieron dos sacos de mariguana, lo que justificó que los aprehendiera a todos. Greene acudió a la comisaría y observó a los detenidos a través de un espejo por cuyo reverso se puede ver a quien se mira en él. "El tercero de la izquierda es el que disparó", declaró Greene. "Estoy seguro". El señalado era Rudolph Mills, de 17 años de edad.
El detective llevó a Mills a un despacho privado y lo conminó a hablar de lo ocurrido.
—Con una condición —replicó el muchacho—: que nadie se entere. Soy Rasta y, si los socios lo saben, me matarán.
Iannuccilli prometió guardar sigilo.
—Pasé la noche del crimen en el apartamento de la avenida Rogers —explicó Mills—. Tres de los muchachos salieron de allí con la idea de ir al parque y sacarle dinero a alguien. Georgie llevaba un revólver; Gargo, un cuchillo. El tercero era Paul. Después del atraco volvieron jadeantes y me contaron lo que pasó.
—Ese "Paul" ¿es Paul Robinson, que estaba hoy en la rueda de Rastas detenidos? —inquirió el detective.
—Sí; ese es —respondió Mills.
Pero Greene no pudo identificar a Paul como el tercero de sus atracadores, y Robinson, de 16 años de edad, se mantuvo en frío y. arrogante mutismo.
Tras ordenar la detención de Mills, Iannuccilli y Galante pasaron revista a cuantos parecían estar implicados en el crimen. El detective seguía dudando de la veracidad de las declaraciones.
—Es posible que Darien y Mills estén diciendo la verdad —comentó—. Greene bien puede estar equivocado. Debo encontrar al tal Georgie.
—¿Qué pretendes de Mills y Darien? —replicó Galante— ¿Que confiesen su participación en un asesinato a mano armada? —se irguió en su sillón y agregó—: Anda, pues: vé y échale el guante a Georgie, si es que existe.
El detective se dedicó a rastrear a Georgie al mismo tiempo que practicaba otras investigaciones, aunque cada vez dedicó a ello más horas libres. Un individuo de los Rastas, amigo íntimo de Darien, convino en ayudar a Philip. Éste lo seguía por la calle durante horas y aun días enteros, pero Georgie no aparecía por ningún lado. En ocho ocasiones el Rasta telefoneó para decirle que pasaría por determinada esquina a cierta hora, acompañado por Georgie. Sin embargo, éste no aparecía. Iannuccilli interrogaba a comerciantes, taberneros, toxicómanos, prostitutas, jugadores, estafadores, ex presidiarios en libertad condicional. Varias veces le dijeron: "Sus dos prisioneros no son los culpables". Pero al oír el nombre de Georgie invariablemente su interlocutor enmudecía de terror.
Como otros detectives, el hombre investigaba una docena de casos a un mismo tiempo y hablaba con un centenar de personas a la semana. Siempre terminaba su interrogatorio con la misma pregunta: "¿Ha oído usted hablar de un tal Georgie ?" Por fin un joven le contestó: "Sí; conozco a ese tipo. Me parece recordar que cierta vez lo arrestaron en Canarsie por haber robado un poco de carne en una tienda".
Aquel informe no era muy valioso, pero el detective se apresuró a trasladarse a la comisaría de Canarsie, en Brooklyn. Allí nadie sabía nada de Georgie. Durante los diez días siguientes Iannuccilli estudió sistemáticamente varios millares de expedientes de los archivos policíacos de Canarsie. Dio por último con una cédula que vino a interrumpir su tediosa tarea; en ella leyó: "... Sexo masculino... Negro... 21 años de edad... Residente en la avenida Sutter número 261... Natural de Jamaica (Antillas ,británicas)... Detenido por el robo de carnes enlatadas en una tienda". Sin embargo, el nombre no era Georgie, sino Glenford Jackson.
Iannuccilli inquirió acerca de ambos nombres entre todos los ocupantes del edificio de la avenida Sutter número 261. Una muchacha de 17 años le comunicó que en alguna ocasión había salido a pasear con un tal "Georgie", pero hacía varios meses que no lo veía. El detective visitó la Oficina de Identificación de lo Criminal con la esperanza de encontrar allí una fotografía de Jackson. Pero fue labor inútil. Se comunicó luego telefónicamente con el consulado de Jamaica, en Manhattan, donde le prometieron solicitar la foto correspondiente al departamento de pasaportes de su país. En el curso de las semanas siguientes telefoneó 15 veces al consulado y otras tantas le dieron la misma respuesta: "Lo sentimos, pero no hemos recibido contestación".
Mientras tanto seguía vigilando a Paul Robinson. Se ingeniaba para cruzarse con él en la calle; a menudo le hablaba por teléfono. Iannuccilli supo así que Robinson y Mills habían sido muy amigos, y solía decirle al pimero que, cuando se tiene una cuerda en la mano, es imperdonable no arrojársela al amigo que se ahoga. El detective lo ignoraba, pero estas palabras hacían mella en Robinson. El muchacho se mostraba inquieto y ensimismado. Cuando salía de la escuela, se estaba más tiempo en casa que en la calle. En ocasiones, hablando con su madre le aseguró: "No fue Mills el que mató a esa muchacha". Pero nunca quiso decirle por qué estaba tan segura de ello.
También Iannuccilli andaba nervioso y cabizbajo. Ni por un momento dejaba de pensar en el caso. Sus colegas le decían: "¡Por Dios, Philip! ¡Sacúdete esa obsesión!" En casa tenía accesos de mutismo y permanecía abstraído. En los 17 años que llevaban de matrimonio, su esposa nunca lo había visto tan preocupado.
En abril de 1972, ocho meses después del crimen, Darien y Mills fueron declarados reos de asesinato. Greene los había identificado como sus asaltantes, y nadie conseguía que rectificara su declaración. Iannuccilli estaba abatido. Seguía creyendo en la inocencia de los muchachos. Telefoneó sin tardanza a Robinson para comunicarle la situación de los acusados. Inesperadamente, el joven empezó a dispararle pregunta tras pregunta: ¿Qué podrían hacer los reos para probar su inocencia? Si no eran ellos los autores del crimen, ¿por qué los habían declarado culpables? ¿Cuál sería su condena? Por primera vez el detective supo que Robinson colaboraría.
Pocos días después el consulado de Jamaica envió a Iannuccilli una copia de la foto del pasaporte de Glenford Jackson. El detective se quedó mirándola, impresionado. Había una asombrosa semejanza entre Mills y Jackson. El testimonio de Greene había sido una involuntaria confusión de identidades.
El investigador fue en busca de Robinson, le mostró varias fotografías y le preguntó si entre ellas reconocía la de Georgie. El cambio de expresión de Robinson indicaba a las claras que Georgie era Glenford Jackson, pero el muchacho replicó:
—Ni mis compañeros ni yo somos delatores —y en seguida añadió—: El otro tipo que buscan ustedes... Gargo... ha muerto. Lo mataron en un asalto.
Cuando salió de casa de Robinson, Iannuccilli iba reflexionando: Si Georgie se parecía a Mills, ¿no era también posible que Gargo se asemejara a Darien, o que se le hubiese parecido en determinado momento? Pero ¿cómo encontrar un hombre a quien no se había podido identificar y del que no se sabía más que su apodo de Gargo?
Las relaciones callejeras del detective y sus informantes nada sabían. Iannuccilli pasó muchas horas al teléfono, comunicándose con sus colegas de todas las comisarías de policía de la Ciudad de Nueva York, pero no obtuvo ningún dato. Por fin se enteró de que, el 8 de febrero, un negro a quien no habían identificado y que tal vez se llamara Gargo, había muerto en un intento de robo en Manhattan.
Tras examinar inútilmente las huellas digitales del ladrón muerto, Iannuccilli pidió la fotografía que le fue tomada en el depósito de cadáveres. En la foto aparecía el cadáver de un sujeto barbado, pero el hombre podía haberse dejado crecer la barba después de cometer el crimen. Y tanto el malhechor muerto como Darien eran de tez muy oscura y pómulos salientes, y tenían iguales surcos alrededor de los ojos. Pero el tiempo apremiaba. Dos días después, el 31 de mayo, dictarían sentencia contra Darien y Mills. El detective se apresuró a buscar al fiscal, le mostró las fotografías, le comunicó lo que se decía en la calle acerca de la inocencia de los jóvenes acusados y le pidió que iniciara la revisión del proceso. "Es imposible", le contestó el fiscal. "No tendríamos otra razón para ello que las fotos de unos individuos que se parecen entre sí. Eso no nos da ningún fundamento legal para proceder a la revisión".
Iannuccilli comprendió que Robinson era su única esperanza. Por la mañana en que se dictaría la sentencia, el detective llegó temprano al tribunal y llamó al muchacho por teléfono.
—Quisiera que vengas a ver dos o tres fotos —le dijo.
—Hoy no puedo —repuso Robinson.
—Mills y Darien son amigos tuyos y supuse que querrías verlos —insistió Iannuccilli.
—No podría llegar a tiempo.
—En mi opinión, deberías estar aquí —le instó Iannuccilli—. Para tus amigos, aquí acabó todo.
Robinson accedió. En cuanto se presentó, el detective lo invitó a sentarse y le pasó las fotografías de Georgie y del ladrón muerto.
—Paul, cuéntame todo lo que sepas acerca de estos dos sujetos —le pidió.
Robinson tomó las fotos y clavó la mirada en el vacío. El detective prosiguió:
—Paul, suponiendo que fueras tú el tercero de los complicados, serías culpable, claro está. Pero tu defensor trataría de que el tribunal tomara en cuenta la atenuante de que no ibas armado, y tal vez otros factores respecto a tu participación. Si tú fuiste esa tercera persona, tu testimonio podría salvar la vida a tus amigos.
Robinson guardaba silencio; Iannuccilli esperaba.
De pronto, Robinson empezó a hablar entre sollozos:
—Yo iba con Georgie y Gargo en el asalto. Ellos son los que aparecen en estas fotos. Darien y Mills son inocentes. Salí solo del apartamento de la avenida Rogers y me iba a casa cuando me topé con Georgie y con Gargo. Fuimos juntos al parque y allí estuvimos paseando un rato. Estaba a punto de despedirme de ellos cuando se les ocurrió asaltar a esa pareja. Georgie disparó porque el tipo metió la mano en el bolsillo.
A la vez que una tremenda fatiga, Iannuccilli sintió que la tensión que lo dominaba desaparecía, y exclamó:
—¡Eres todo un hombre, Paul!
La declaración de Robinson hizo que el tribunal suspendiera la sentencia de Mills y Darien. Se ordenó que buscaran a Georgie, y días después la Oficina de Identificación de lo Criminal comunicó a Iannuccilli que un asaltante desconocido había dado muerte a Jackson a balazos, en Brooklyn.
Comprobada la muerte de Georgie y Gargo, se suspendió la investigación. En el tribunal reunido para revisar el caso, el fiscal del distrito de Brooklyn, Eugene Gold, elogió a Iannuccilli por haber "persistido en sus investigaciones durante sus horas libres" y por haber "cumplido una extraordinaria labor policiaca". El tribunal anuló el fallo de culpabilidad en el caso de Darien y Mills. A Robinson, por haber participado voluntariamente en el asalto a sabiendas de que sus amigos iban armados, lo declararon culpable de asesinato y lo sentenciaron a purgar una condena de 15 años de cárcel, señalada como mínima por la ley para estos delitos, que se pueden castigar con cadena perpetua. Paul escribió a su madre: "Haber conseguido que Bummy (Mills) y Glen salieran de la cárcel, tal vez es lo mejor que pueda hacer en toda mi vida".
Iannuccilli no consideró un triunfo el haber probado la culpabilidad de Robinson. Su único sentimiento era de alivio por haber logrado, tras varios meses de intenso trabajo, salvar a dos inocentes de pasar muchos años en prisión, sólo por la extraña coincidencia de parecerse a dos criminales.