Publicado en
octubre 29, 2023
Usualmente, los payasos son asociados a diversión, entretenimiento y momentos agradables... más, para mí, representan todo lo contrario. Están siempre relacionados a pesadillas, escalofríos, terror, pánico, etc.
El motivo de mi tan desarrollada fobia hacia los payasos, independientemente de su forma: humano, juguete, peluche o caricatura; tuvo lugar una calurosa tarde de verano de mi corta infancia, en un pequeño parque de diversiones que estaba de paso por la ciudad, por poco tiempo.
Ese día acudí con mi hermana menor y mis padres. El parque contaba con un sinfín de atracciones, tanto para niños y adolescentes como para adultos. Mi hermana y yo nos subimos a diversas atracciones infantiles mientras la tarde transcurría en felicidad.
Después de tanto caminar, vimos un juego diferente y quisimos subir a él. Era un juego similar a las “sillas voladoras”, sólo que de apariencia más excéntrica. No eran sillas normales, sino que debías sentarte en el regazo de un payaso con expresión pedófila, en su bizarro y sonriente rostro, además de una tétrica mirada.
El paseo por los aires era agradable y sentir esa ráfaga de viento sobre la piel en un día tan caluroso venía de maravilla. Decidí relajarme un poco y disfrutar del panorama desde las alturas, así como de la hermosa puesta de sol que se apreciaba desde ese punto.
No transcurrió mucho tiempo para que comenzara a notar que unos fuertes brazos se ciñeran en torno a mi diminuto ser. Me sobresalté y descendí la mirada para encontrarme con los brazos del payaso muy apretados contra mí, ¿Estaban así desde el inicio? Traté de recordar. Pero era obvio que eso no era posible. Miré atemorizada a las demás sillas para comprobar que estuvieran igual a la mía... ¡Pero no! ¡Sólo mi silla se encontraba así!
Noté una respiración muy cerca de mi cuello. ¡Me estremecí! Y el pánico se apoderó de mí. Quería que esa maldita atracción parara ¡ya! Intenté forcejear para liberarme de su agarre, pero era en vano... Alcé la cabeza y pude ver la expresión más terrorífica de aquel ser: sus ojos rojo carmesí destellaban inquietamente, tenía una sonrisa llena de malicia en el rostro; superaba cualquier tipo de rostro terrorífico sacado de alguna película de horror. Esto era mil veces peor tomando en cuenta la edad que tenía en ese instante: 6 años de edad.
Las lágrimas caían por mis mejillas. Estaba aterrada y ese ser no hacía más que mirarme y sonreír cada vez más y más. Debido al terror que en ese momento sentí, no me di cuenta de que la atracción ya había terminado. Cuando el joven encargado fue a desabrochar mi cinturón de seguridad preguntó si estaba bien o si me había dado miedo el juego, le respondí que las lágrimas eran por el aire, que estaba bien.
Mientras nos alejábamos de la atracción, sentía una mirada muy pesada. Me giré hacia atrás y allí estaba ese horrendo payaso observándome fijamente y pude notar que a lo lejos me decía “adiós” con un ademán de su mano. ¿Imaginan lo aterrador que es eso para un infante? Puedo recordar que no pude dormir en toda una semana. Las pesadillas eran interminables y cada una de ellas era más tétrica que la anterior.
Meses después, el día de mi cumpleaños, mis tíos me dieron diversos obsequios: juegos de mesa, ropa, pulseras, peluches, un payaso de juguete... No podía mirar ese muñeco. No quería ser descortés con la persona que me lo regaló, así que sólo fui a dejarlo a mi habitación junto a los demás obsequios.
Dicho payasito de juguete me causó muchos dolores de cabeza e insomnio durante dos años. Cada noche se encendía o comenzaba a decir sus molestas frases. No bastaba con poner el botón de apagado, siempre se encendía por las noches. Traté de quitarle las pilas pero no dio resultado. Cada mañana aparecía en un lugar distinto a donde lo dejé la noche anterior, era además de molesto, tenebroso.
Les comenté a mis padres lo que sucedía con el juguete, pero no me creyeron. Djeron que eran alucinaciones mías. Finalmente, a la edad de 9 años, me dejaron deshacerme de él. Por primera vez, en mucho tiempo, pude dormir con tranquilidad.
Un año más tarde, mi prima me invitó a dormir a su casa. Pasamos toda la noche mirando películas de terror, nos gustaban tanto esas películas que disfrutamos mucho de nuestro maratón de horror... hasta que pusieron una película sobre un payaso diabólico. Le dije que no quería verla, que me daban miedo los payasos. Ella sólo rio de mí y me dijo que no había nada que temer, después de todo, era simple ficción. Muy a regañadientes me quedé con ella a mirar la película. La trama no era tan terrorífica, pero simplemente no podía mirar al payaso protagónico por más de un microsegundo, creo que permanecí más tiempo con los ojos tapados que viendo la película.
Hoy en día, a mis veintidós años de edad, no soy capaz de mirar a un payaso, me causan pavor. Las idas al circo son tan incómodas. Hay payasos por doquier. Me dan escalofríos cuando los tengo tan cerca. Cuando mi familia le organiza fiestas de cumpleaños a sus hijos pequeños y contratan payasos, trato de escabullirme de allí, me hace sentir vulnerable, el sudor frío recorre todo mi cuerpo y comienzo a sentirme mal. Quizá esto ya no pueda ser visto como una simple “fobia”, pero tratar de explicar el suceso de mi infancia a algún profesional es algo, creo, imposible. Nadie creería esta historia.
Fuente del texto:
BookNet