SINGULAR HOSPITAL PEDIÁTRICO
Publicado en
junio 13, 2023
El Hospital del Niño Enfermo, de Toronto, mundialmente famoso, cuenta ahora con nuevos aliados de vital importancia en la dramática lucha contra los padecimientos infantiles.
Por Janice Tyrwhitt.
EN UNA nueva unidad instalada en el sexto piso del Hospital del Niño Enfermo, de la ciudad de Toronto, se aplica un delicado procedimiento de drenaje quirúrgico al pequeño Alan, de tres años de edad, tras una operación en la garganta; es la madre del niño, y no una enfermera, la encargada de hacerlo. En el octavo piso de ese edificio, en la cocina de un cómodo apartamento perteneciente a la sala 8D, la madre de Helen, niña de cuatro años, calienta una taza de chocolate poco antes de disponerse ambas a dormir.
¿Los padres en un hospital? Hace apenas unos cuantos años los médicos habrían puesto el grito en el cielo al ver las salas del hospital infantil invadidas por los alterados familiares de las criaturas, que además eran portadores de gérmenes patógenos. Aún recuerdan las enfermeras los horarios estrictos de las visitas dominicales, después de las cuales los pequeños pacientes, al verse de nuevo solos, eran presa de la frustración y del desconsuelo. "Se abrían las puertas de los ascensores, los padres y las madres llegaban apresuradamente por los corredores y los niños los recibían deshechos en lágrimas", relata Anne Evans, supervisora del proyecto. "A todos nos inquietaban las horas de visita, porque siempre resultaban demasiado breves". Pero eso ha cambiado en el gran hospital pediátrico de Toronto, donde los progenitores son bien recibidos, pues se les considera colaboradores activos en la asistencia hospitalaria. Alan y Helen son dos ejemplos de este experimento en que la confianza constituye el elemento esencial.
A Alan lo atropelló un automóvil en septiembre de 1972; desde su domicilio en las cercanías de North Bay (Ontario) fue trasladado al hospital para someterlo a un tratamiento largo en el que fue necesario practicarle la traqueotomía. Cada dos semanas sus padres hacían el recorrido de cinco horas para visitarlo en Toronto. Al cabo de un año el pequeño Alan y su madre quedaron instalados en la nueva unidad del hospital, en la que se confía a los padres el cuidado de sus hijos enfermos. Los internos que proceden de poblaciones distantes se alojan en una misma habitación con la madre o con el padre, a los que se adiestra en la terapia posoperatoria que después les administrarán en el hogar. Para estos pacientes no hay servicio de enfermería, pero una línea telefónica especial asegura de día y de noche la comunicación instantánea con el departamento de urgencias.
Helen y su madre están internadas en la unidad especial del hospital destinada al estudio y tratamiento siquiátricos del niño y de su familia. Allí permanecen de seis a ocho semanas los niños menores de doce años con trastornos emocionales. No se les aloja en una sala ordinaria de hospital, sino en un apartamento semejante a una vivienda hogareña, en el cual hay alcobas, estancia, cocina, cuarto de juego y sala de clases (dotada de un preceptor). La familia se reúne para hablar con el médico de los problemas emotivos del niño, y, de ser necesario, van a vivir con éste la madre, el padre o ambos, y a veces también los hermanos y las hermanas. Helen, último vástago de una familia muy numerosa, es una niña anormalmente pasiva y retraída. La madre se siente culpable, pues considera que no fue capaz de establecer vínculos afectivos firmes con la menor de sus hijas. En el hospital se le enseña a prodigarle el cariño que la niña necesita. Janet Lord, subjefa de enfermeras, explica: "Procuramos que los padres se sientan a gusto. Pueden quedarse las 24 horas del día si lo consideran necesario".
Servicios médicos en las zonas rurales remotas. El Hospital del Niño Enfermo, de fama mundial, ha ido a la vanguardia durante un siglo en los métodos para conservar la salud de la niñez. En esa institución fue donde los doctores Frederick Tisdall y T.G.H. Drake elaboraron la fórmula del Pablum, el primer cereal precocido y enriquecido con vitaminas para los lactantes. También allí se practicó en 1924 por primera vez con éxito una exsanguinotrasfusión total (cambio de la sangre circulante) en un recién nacido de madre con el factor Rh negativo. Y también fue allí donde el Dr. William Mustard, autoridad mundial en cirugía de corazón, le salvó por primera vez la vida a un "nino azul" al corregirle quirúrgicamente una cianosis congénita por anomalía del conducto arterioso, que impedía a la sangre pasar por los pulmones. En ese hospital de Toronto un equipo de cirujanos encabezado por el Dr. Barry Shandling logró en 1971 separar a Kristen y Heather, las primeras gemelas siamesas de Canadá que sobrevivieron a la separación quirúrgica.
"Chicos Enfermos", como nombran afectuosamente al hospital, ha dado tratamiento a casi un millón de niños durante el siglo transcurrido desde su fundación. Los pacientes procedían de todo Canadá, de muchos lugares de Estados Unidos y, a veces, de países lejanos, como Hungría, Israel y Perú. Entre los pacientes extranjeros admitidos recientemente figura Carlyle, de 13 años, oriundo de Barbados; el muchacho quedó tan baldado por la parálisis cerebral que sólo podía andar gateando. El jefe de cirujanos, Dr. R.B. Salter, lo sometió a tres operaciones consecutivas para enderezarle los huesos deformes y restablecerle la función muscular. Cuando le quitaron las escayolas de las extremidades inferiores, el joven gritó alborozado: "¡Caracoles! ¡Qué alto soy!" Actualmente puede andar con muletas, y llegará el día en que lo haga con la ayuda de un simple bastón.
Pero el restablecimiento del enfermo no dependió exclusivamente de la destreza profesional del cirujano, sino de la excelencia de las técnicas implantadas gracias a una amplia colaboración médica, pues la institución es además un centro docente; comparte su personal altamente calificado y sus modernas instalaciones con la Facultad de Medicina de la Universidad de Toronto. En reuniones de trabajo celebradas en todo el mundo, los médicos del Hospital del Niño Enfermo intercambian valiosa información sobre los últimos adelantos médicos. Sus profesores viajan continuamente al extranjero para enseñar en países de escaso desarrollo económico, mientras sus colegas procedentes de Iberoamérica, África y Asia estudian y trabajan como residentes en el hospital de Toronto. Sólo la unidad de cardiología cuenta con ocho investigadores a los que preparan los cardiólogos de esta institución médica.
El hospital ha puesto en práctica en las regiones del norte de Canadá un plan piloto para que los equipos de médicos aprendan a trabajar en zonas rurales remotas y den asistencia a comunidades sólo accesibles por vía aérea. En colaboración con la Universidad de Toronto y con los servicios federales de sanidad, el hospital infantil facilita grupos integrados por médicos, enfermeras y odontólogos que proporcionan asistencia sanitaria alternativa a unos 15.000 indígenas Cree y Ojibway, en una zona de más de 647.500 kilómetros cuadrados, en el sector norte de la provincia de Ontario. En este servicio trabajan tres médicos de cabecera auxiliados por consultores, internos y estudiantes de medicina y enfermería que colaboran durante un mes en el Hospital General de Sioux Lookout o en puestos de socorro de centros hospitalarios menores.
Poderoso aliado. El Hospital del Niño Enfermo posee una orgullosa tradición de adalid en todos los campos de la salud. Fue el primer centro pediátrico de Canadá y comenzó a dar servicio el primero de marzo de 1875 patrocinado por un grupo de damas que habían decidido proporcionar asistencia médica a todo niño enfermo, independientemente de su credo religioso, raza y capacidad económica. Por una suma anual de 320 dólares canadienses alquilaron una casa de once habitaciones, instalaron seis catres y obtuvieron promesas de cooperación de los médicos de la localidad. Al principio la gente se mofaba de la idea de que hubiera un hospital especial para niños, y durante un mes no acudió ni un paciente. Pero un día llegó una chica desesperada en demanda de ayuda; ocurrió que mientras la madre había salido a trabajar, su hermana de tres años de edad tropezó con un recipiente de agua hirviendo. Mediante los cuidados que le prodigaron en el nuevo hospital, la criatura sanó de sus quemaduras. Después, poco a poco, fueron llegando más pacientes.
Muy pronto la institución hospitalaria tuvo un poderoso aliado en la persona del director del diario local Evening Telegram, John Ross Robertson, cuya hija había muerto por un ataque de fiebre escarlatina. Como presidente del consejo de administración, cargo que desempeñó desde 1891 hasta su muerte en 1918, Robertson utilizó su influencia y su dinero para conseguir apoyo. Como los locales que se iban alquilando sucesivamente resultaron insuficientes para las necesidades del hospital, el periodista organizó una campaña para recaudar fondos y construir un edificio propio en la calle College, donde la institución funcionó durante medio siglo.
En 1915 Robertson contrató los servicios de un activo joven llamado Alan Brown, el primer médico de Toronto que se especializó en la entonces nueva ciencia de la pediatría. Los 37 años siguientes Brown llevó al hospital infantil, a fuerza de un gran tesón, hasta la vanguardia en el campo de la medicina moderna. Hizo que se adoptaran medidas tales como la erección de barreras de luz ultravioleta entre los cubículos de la consulta, para prevenir el contagio por aire con gérmenes que pasaran de un niño a otro; allí se idearon fórmulas alimenticias especiales para que los lactantes recibieran suficiente hierro y vitaminas del complejo B; se hizo una paciente labor de persuasión a fin de que las autoridades sanitarias de la provincia de Ontario declararan obligatoria la pasteurización de la leche.
Con la exigente dirección del Dr. Brown, el Hospital del Niño Enfermo se convirtió en un centro de primer orden para el estudio y el tratamiento de las enfermedades infantiles. De todas partes del mundo los médicos enviaban enfermos con padecimientos muy raros o muy peligrosos. Para poder mejorar los servicios siempre crecientes, en 1951 hubo necesidad de mudar el hospital a sus. nuevas instalaciones, que actualmente integran un enorme complejo de edificios cuyos frentes ocupan toda una manzana de la avenida University. Su más reciente ampliación, un ala que se prolonga hacia el este por la calle Elm, costó más de 20 millones de dólares canadienses, y, para orgullo de la institución, cuenta en su azotea con un helipuerto para casos de urgencia.
Indefensos y solitarios. El personal del centro hospitalario está integrado por 3330 personas para la asistencia de un promedio diario de 700 pacientes (con un costo de 130 dólares por día y enfermo) y su presupuesto anual es de 55 millones; es una comunidad que sobrepasa en población e importancia a muchas aldeas canadienses. Lo asombroso es que esta gigantesca maquinaria médica sea, a pesar de todo, un lugar amistoso. Las enfermeras, las personas encargadas de entretener a los enfermos y el personal administrativo, renunciando a las mañanas libres de los sábados, acompañan en un recorrido por las instalaciones de la institución a los pequeños que figuran en las listas de admisión. Y es que nadie conoce mejor que esos trabajadores la enorme angustia de la mayoría de los niños que están a punto de hospitalizarse. El reverendo Hugh Gemmell, capellán del centro, explica: "En un hospital no podemos pasar por alto las emociones. Recuerdo especialmente a un muchacho que se había herido un pie con una segadora de césped. El padre había abandonado a la familia y el chico me preguntó: ¿Cómo voy a entrar en la sala de operaciones sin mi padre que me acompañe? En la crisis emocional inherente a la enfermedad, los niños se sienten indefensos, solitarios, acorralados. Una simple inyección o la toma de una muestra de sangre representa para estas criaturas una agresión corporal".
Por ello, la dirección de este hospital pediátrico se ha esforzado constantemente para tener relaciones más estrechas con los progenitores de los pacientes. En el vestíbulo principal, las voluntarias del Cuerpo Femenino de Auxiliares tranquilizan a los familiares dándoles informes de alguna operación quirúrgica en curso. En el departamento de rehabilitación, los fisioterapeutas enseñan cómo estirar las articulaciones de un lactante con parálisis congénita o cómo facilitar la respiración de un niño asmático. Los cuatro años de vida de Anita han transcurrido casi totalmente en el hospital, donde le han hecho varias operaciones en la garganta. Hoy se le permite pasar fuera temporadas cada vez más largas; mientras, sus padres, que no hablan inglés, se adiestran para ayudar en el tratamiento posoperatorio.
En casos como este, el servicio de intérpretes busca a la persona que hable el idioma de los interesados. Hay además un cuerpo de 24 trabajadoras sociales que se encargan de facilitar la transición entre la permanencia en el hospital y el regreso a casa. De los problemas de los pequeños que no proceden de Toronto (9000 al año) se ocupa Barbara Fox, que dirige el servicio de relaciones públicas con los padres forasteros para que encuentren alojamiento en la gran urbe.
La bondad, los consejos y la colaboración son elementos valiosos de la política que sigue el hospital; pero su gran reputación se basa sobre todo en sus servicios quirúrgicos. En sus 19 quirófanos (donde se hicieron 16.650 operaciones en 1973), sus cirujanos logran lo que muy pocos médicos intentan en otras partes del mundo. En 1971 los doctores Harold Hoffman, neurocirujano, y Ian Munro, especialista en cirugía plástica y reconstructiva, lograron, en una operación de 13 horas, reparar los huesos, los nervios y el cerebro de una muchacha de Toronto, pues la paciente había nacido con una gran deformidad facial sumamente rara. Ese mismo año el Dr. Bruce Hendrick, jefe del servicio de neurocirugía, operó a una pequeña de ocho años que se había hundido el cráneo al caerse de la bicicleta. El cirujano le extrajo el hueso que hacía presión sobre la masa encefálica, y luego lo colocó en el mismo sitio, pero con la cara interna hacia afuera, y lo fijó mediante sutura.
Investigación precursora. Los padres de los enfermos son bien recibidos no sólo en los servicios quirúrgicos, sino en el departamento de recién nacidos, donde se atiende a los prematuros y a los lactantes con trastornos respiratorios, anomalías cardiacas y otros padecimientos que ponen en peligro la vida. Vemos allí a un niño diminuto que aún está en una posición típicamente fetal: encogido sobre sí mismo; nació 15 semanas antes de tiempo y pesa unos 450 gramos. En una de las muñecas tiene enrollada una banda con un electrodo que capta los impulsos eléctricos generados en el corazón; es parte de un sistema de vigilancia continua mediante monitor, aparato que fue perfeccionado en el departamento de ingeniería del hospital; este artefacto permite revisarle constantemente las funciones corporales, y además hace sonar una señal de alarma en caso de presentarse anomalías de la contracción cardiaca.
El Hospital del Niño Enfermo dispone de 6,3 millones de dólares para sus programas de investigación científica. Por su brillante y largo historial de precursor en estas actividades, es un imán para los enfermos afectados de los más extraños padecimientos. En enero de 1975 se instaló una nueva unidad para la investigación de la fibrosis quística, dirigida por lo esposos Forstner, los doctores Gordon y Janet. El Dr. J.A. Lowden, especialista en bioquímica, encabeza el programa para la erradicación de la enfermedad de Tay-Sachs, rara anomalía del metabolismo, de origen genético, por carencia de la enzima hexosaminidasa; este padecimiento se presenta sobre todo en los judíos, produce invalidez e invariablemente causa la muerte en la infancia. Con una prueba sanguínea y utilizando un aparato analizador automático, el Dr. Lowden ha investigado a más de 12.000 adultos de raza hebrea; ha detectado hasta la fecha unas 20 parejas de casados en las que es grande el riesgo de procrear hijos que hereden la enfermedad de Tay-Sachs.
La asesoría en problemas de índole genética, que se da a los matrimonios antes de que tengan hijos, es sólo una de las muchas funciones del Departamento de Consulta Externa, en el que asistieron a más de 150.000 niños el año pasado. En el siglo XIX los pacientes que se internaban permanecían en promedio 62 días en el hospital; actualmente un niño hospitalizado sólo se queda allí ocho días, por término medio, y casi siempre pasa después a una clínica de consulta externa para su ulterior tratamiento.
Las clínicas del hospital tienen fama de estar entre las mejores del mundo. El Dr. John Crawford, jefe de los servicios de oftalmología, dirige un equipo de especialistas que, con el auxilio del más moderno instrumental, descubre y corrige todas las irregularidades del aparato visual del niño. La fisioterapeuta Louise Crawford está empeñada en aprovechar toda la capacidad auditiva de los niños sordos, por mínima que sea, para que algunos de ellos puedan asistir a las clases normales. La doctora Katerina HakaIkse está al frente de un centro en que se analizan los problemas de los niños de desarrollo lento o anormal. La clínica especial para adolescentes y su centro de orientación se ocupan de los problemas específicos de esa difícil etapa vital, que abarcan desde el acné juvenil hasta las enfermedades venéreas. En todas estas secciones rige el mismo principio: los progresos que se logran en cada caso dependen en gran parte de la perseverancia de los padres y del niño mismo para completar en casa el tratamiento.
Naranjas y galletas de jenjibre. Con un radio de acción que va más allá del propio hospital, funciona su Departamento de Medicina de la Comunidad que dirige la doctora Elspeth Sladen. "Es necesario vincular los servicios pediátricos con los familiares", opina esta especialista. "Las instituciones, las dependencias gubernamentales y los médicos que asisten a su clientela privada, deben trabajar coordinadamente en bien de la salud colectiva". Para ello, el hospital infantil de Toronto ha establecido dos clínicas comunales, destinadas a dar asistencia médica y odontológica a niños y adultos; una de ellas se localiza en un distrito cuya población está integrada en gran parte por inmigrantes de origen portugués e italiano; la otra clínica da servicio actualmente en un barrio chino.
Como lo prueba su ininterrumpida labor de un siglo, el Hospital del Niño Enfermo trabaja para la comunidad, y ésta, a su vez, ha respondido siempre, con generosidad a sus solicitudes de ayuda. Desde 1881 los padres de los enfermos solían mostrar su agradecimiento donando naranjas en conserva, galletas de jenjibre, pollos, jabón, servilletas tejidas a mano e instrumentos músicos. En 1971 la recaudación anual del hospital por concepto de legados y donaciones ascendió a más de 1.100.000 dólares. En la colecta de Navidad de 1973 se reunieron 512.000, de 42.000 donantes; en otra ocasión, Jimmy Brown, anciano de 82 años, se presentó en la tesorería, de la institución con un saco de lona y entregó al asombrado cajero 5565 dólares: constituían los ahorros de su larga vida.
Actualmente los progenitores cooperan en forma mucho más importante: comparten con los profesionales de las ciencias de la salud la grave responsabilidad de cuidar a sus hijos enfermos. "Aquí los padres no son meros visitantes", declara Anne Evans. "Para nuestros pacientes, son las personas más importantes del mundo".