Publicado en
febrero 07, 2023
Drama de la vida real.
Cuando se trata de salvar una vida, los valientes intentan lo imposible.
Por Virginia Kelly.
ERA una mañana de mayo como tantas otras en California. El cielo estaba azul y el aire cálido. Una leve brisa rizaba las aguas refulgentes de la bahía de San Diego. En la base naval de North Island todo estaba en calma.
A las 9:45 de la mañana Walter Osipoff, de 23 años, rubio subteniente de infantería de Marina, subió a un avión de transporte DC-2 para hacer sus ejercicios rutinarios de salto con paracaídas. El teniente Bill Lowrey, de 34, piloto de pruebas de la Marina, maniobraba en su nave de observación. Y John McCants, robusto jefe de mecánicos de aviación, de 41 años, examinaba el aparato en que debía volar más tarde. Antes de mediodía los nombres de estos tres hombres quedarían unidos para siempre a uno de los salvamentos más espectaculares consumados en pleno vuelo.
Osipoff era un ducho paracaidista; durante sus años universitarios había sobresalido en la lucha y en la gimnasia. Inició su carrera en la Guardia Nacional del Estado, y luego ingresó en la infantería de Marina en 1938. Antes de aquel 15 de mayo de 1941 ya había saltado más de 20 veces en paracaídas.
Esa mañana su DC-2 despegó y enfiló hacia Kearney Mesa, donde debía supervisar las prácticas de 12 paracaidistas. Tres fardos cilíndricos de lona que contenían municiones y fusiles también se arrojarían como parte del ejercicio.
Ya se habían lanzado nueve hombres al espacio cuando Osipoff, de pie a unos cuantos centímetros de la puerta del avión, tiró el último fardo. Pero la cuerda de apertura automática de su paracaídas sujeto a la espalda se enredó en el fardo, y aquél se abrió de pronto. Trató de asir la seda que se escurría velozmente; no lo consiguió y se sintió arrancado del avión con tal fuerza que el impacto de su cuerpo abrió una grieta de 75 centímetros en el fuselaje de aluminio.
En vez de apartarse libremente, el paracaídas se enrolló en la rueda trasera del avión. Las bandas que sujetaban el pecho de Osipoff y las de la pierna derecha se cortaron; sólo las de la izquierda resistieron, pero se le corrieron hasta el tobillo. Una a una, 24 de las 28 cuerdas que unían el paracaídas al arnés, precariamente sujeto, fueron cediendo, y el joven quedó suspendido a unos tres metros y medio por debajo y a cuatro y medio por detrás de la cola del aparato. Cuatro cuerdas enrolladas en su pierna izquierda era lo único que evitaba que el paracaidista se desplomara.
Cabeza abajo y balanceándose en el vacío, el subteniente conservó la suficiente presencia de ánimo para no tratar de abrir su paracaídas de urgencia, pues comprendía que, si lo hacía, las dos tracciones opuestas del aparato y del paracaídas lo partirían en dos. Como no perdió el sentido, sabía que colgaba sólo de una pierna, girando y sacudiéndose; sentía dolores en las costillas, aunque en ese momento ignoraba que se había fracturado dos de éstas y tres vértebras.
Dentro del avión, la tripulación trataba en vano de volverlo a la cabina. El combustible del DC-2 comenzaba a escasear, pero un aterrizaje de urgencia habría arrastrado a Osipoff por la pista, ocasionándole una muerte segura. Harold Johnson, el piloto, carecía de radio para comúnicarse con tierra.
Para llamar la atención de la base, descendió hasta 90 metros de altura y comenzó a girar sobre North Island. Unas cuantas personas observaron que el avión pasaba sobre ellos con frecuencia, pero supusieron que arrastraba alguna clase de blanco.
Mientras, Bill Lowrey había aterrizado. Al dirigirse a su despacho miró hacia arriba. Él y John McCants, que trabajaba cerca de allí, vieron simultáneamente la figura que se balanceaba tras el avión. Cuando el DC-2 pasó de nuevo, Lowrey gritó a McCants:
—Un hombre va colgando de esa cuerda. ¿Cree usted que lograremos salvarlo?
—Podemos intentarlo —repuso sin mucha convicción.
Lowrey ordenó a voces a sus mecánicos que prepararan el avión. Era un SOC-1 de observación, con cabina abierta de dos plazas, y medía unos ocho metros a lo largo. El teniente Lowrey recuerda que ni siquiera sabía cuánta gasolina había en el tanque. "¡Vamos!" apremió a McCants.
Era la primera vez que Lowrey y McCants volaban juntos, pero ambos parecían decididos a intentar lo imposible. "La única providencia que podíamos tomar entonces", explicó Bill Lowrey con tranquilidad hace poco, "era salir en busca del paracaidista. No sabíamos cómo salvarlo, pues no tuvimos tiempo de trazar un plan de acción".
Ni tampoco lo tuvieron para pedir a su comandante el permiso de efectuar el vuelo. "Dénme luz verde; voy a despegar"; fue cuanto el teniente Lowrey radió a la torre. En ese momento un soldado corrió hacia el aparato. Llevaba un cuchillo de caza que podría servir para librar a Osipoff, y lo dejó caer sobre las rodillas de John McCants.
Después que el SOC-1 rugió para remontarse, en San Diego pareció detenerse toda actividad. Sus habitantes se agrupaban en azoteas y tejados para observar la operación, los niños de las escuelas dejaron de jugar durante el recreo y los hombres de North Island forzaban la vista para no perder ningún detalle. Murmurando oraciones, con el corazón palpitante, los espectadores siguieron cada fase de aquella misión imposible.
Al cabo de varios minutos Lowrey y McCants se colocaron bajo el transporte, que volaba a 90 metros de altura. Cinco veces se aproximaron al accidentado, pero las ráfagas sacudían ambos aparatos, impidiendo toda tentativa de salvamento. Al no poder comunicarse por radio con Johnson, Lowrey le indicó con ademanes que volara sobre el Pacífico, donde el viento sería menos intenso; ascendieron a 900 metros; Johnson siguió en línea recta y redujo la velocidad hasta igualar la del avión más pequeño: 100 millas aéreas por hora.
Lowrey volaba detrás, a corta distancia de Osipoff, pero al mismo nivel. McCants, que iba sentado detrás del piloto, vio que el hombre colgaba sólo de un pie y que le salía sangre del casco. Lowrey se acercó más, maniobrando con tal precisión que su avión seguía los balanceos del cuerpo inerte de la víctima. Esa exactitud era indispensable para evitar que la hélice del SOC-1 tocara a Osipoff.
Finalmente Lowrey deslizó el ala superior izquierda bajo las cuerdas del paracaídas, y McCants, de pie en la cabina trasera, se inclinó hacia Osipoff, lo tomó por la cintura, y éste se le abrazó al cuello con la fuerza de la desesperación. Mientras tanto, los aparatos seguían volando a la misma velocidad y a 900 metros sobre el mar.
McCants logró meter a Osipoff en el avión, pero como sólo había dos asientos, el problema era dónde colocarlo. Lowrey aceleró un poco el SOC-1 para aflojar las cuerdas del paracaídas, y entonces McCants pudo acostar a la víctima en el fuselaje, manteniéndole la cabeza oprimida contra su pecho.
Como necesitaba ambas manos para sujetarlo, le era imposible cortar las cuerdas del paracaídas que aún los unían con el DC-2. Entonces Lowrey acercó poco a poco su avión al de transporte y, con inaudita precisión, las tronchó con la hélice. Después de estar suspendido 33 minutos entre la vida y la muerte, Osipoff por fin estaba libre.
Lowrey había volado tan cerca del DC-2 que le había hecho un corte de 30 centímetros en la cola. Pero entonces el paracaídas, bruscamente liberado junto con las cuerdas, se soltó y se enrolló en el timón del SOC-1. Por tanto, el piloto debía dirigirlo sin suficiente gobierno, mientras la mayor parte del cuerpo de Osipoff sobresalía. Sin embargo, cinco minutos después logró posar la avioneta en North Island. En ese momento se desmayó Osipoff, pero antes oyó a los marineros aplaudir la hazaña.
Después, terminado el almuerzo, Lowrey y McCants volvieron a sus tareas habituales. Y al cabo de tres semanas ambos fueron en avión a Washington a recibir la Cruz del Servicio Aéreo Distinguido.
El subteniente permaneció seis meses en el hospital. En enero del año siguiente, ya completamente restablecido, reanudó sus actividades de paracaidista. La mañana en que debía saltar por primera vez desde su accidente, se mostró lacónico y reservado como de costumbre. Sin embargo sus compañeros estaban nerviosos. Uno tras otro se acercaron a él para darle ánimos, y todos le propusieron saltar primero, y que él los siguiera.
Osipoff sonrió, movió la cabeza y dijo mientras se aseguraba el paracaídas: "¡Gracias!, pero no es necesario. Estoy seguro de que voy a saltar sin vacilar".
Y así lo hizo, efectivamente.
Ilustración: cortesía del Museo del Cuerpo de Marina de Estados Unidos. En Quántico (Virginia)