TRÁFICO DE HEROÍNA EN IBEROAMÉRICA
Publicado en
enero 05, 2023
"André" Ricord
Durante cinco años de estéril labor, el Servicio de Aduanas y los agentes de la Brigada de Narcóticos de Norteamérica, empeñados en taponar una infiltración muy cuantiosa de heroína en los Estados Unidos, estuvieron pisándole los talones a un hombre misterioso a quien sólo conocían como "André". Entre otros papeles que desempeñaba, este individuo se hacía pasar por propietario de un restaurante en Asunció (Paraguay), pero en realidad era el cerebro organizador de la red más grande de contrabando de heroína en todo el mundo. En este relato, el reportero Nathan Adams vuelve a recorrer el camino, salpicado de peligros, que a la postre condujo a la captura y encarcelamiento del hombre considerado como el más peligroso jefe de los contrabandistas de drogas.
Los grandes reportajes. Por Nathan Adams.
"EL VUELO número 409, de Aerovías Olimpic, procedente de Atenas, Roma y París, llega en este momento a la Zona Aduanera del Este".
Lo anterior se anunció por el sistema de altoparlantes del edificio de vuelos internacionales del aeropuerto Kennedy, de Nueva York. Mientras los pasajeros mostraban pasaportes y desfilaban hacia la zona Este, para que inspeccionaran su equipaje, muchos de ellos agitaban los brazos al reconocer caras amigas, pegadas a los cristales de la sala de observación, sobre los recién llegados. Sólo un pasajero no esperaba a nadie. Era un hombre ya maduro, que vestía un traje sin planchar; no muy alto, pero de complexión robusta. Abrió su maleta mecánicamente para que la examinara el inspector. Nada anormal reveló ese registro, pero algo en el porte del pasajero despertó sospechas. Iba demasiado erecto, demasiado rígido.
Impulsado por una corazonada, el inspector registró a aquel hombre. Bajo la camisa del viajero, pegadas a la piel por varias capas de esparadrapo, encontró tres bolsas de plástico. Cada una de ellas contenía un kilo de heroína pura.
Minutos después dos agentes especiales del Servicio de Aduanas de los Estados Unidos se dirigían al aeropuerto. Eran Albert Seeley, detective retirado, de 46 años, de hablar pausado, y Edward Coyne, antiguo empleado de la Oficina Federal de Narcóticos y de Drogas Peligrosas (BNDD). Aquella tibia noche primaveral del 6 de mayo de 1967 señaló el comienzo de una investigación que habría de absorber las energías de esos dos hombres durante los siguientes cinco años.
André Ricord
A las 10 de la noche los agentes habían concluido el procedimiento rutinario de toda detención: las fotografías de identificación, de frente y de perfil, y las huellas dactilares. Después, en una oficina pequeña del cuartel general de la Aduana, situado en la parte baja de la isla de Manhattan, en la cual sólo había los muebles indispensables, empezaron a interrogar al pasajero, que dijo llamarse André Pontet. Taciturno y hosco, se limpiaba la tinta de los dedos con una toalla de papel.
—Pregunte a Pontet dónde obtuvo su pasaporte —ordenó Seeley a un intérprete.
—Dice que un hombre se lo dio en Buenos Aires. Le iban a pagar 3000 dólares por el viaje.
—¿Qué hombre?
—Dice que ignora su nombre. Un francés; el mismo que le dijo que obtuviese una visa B-2 de turista en la embajada de los Estados Unidos, y que recogiera la mercancía en Roma.
—Todos ellos son franceses —comentó Seeley—. Pregúntele qué hace en Buenos Aires un contacto francés.
Edward Coyne
Aquel hombre no lo sabía. Sin embargo, explicó que algunos franceses vivían en Argentina, especialmente los qué habían colaborado con los nazis durante la guerra. También había algunos barbouzes, criminales corsos contratados por el servicio secreto francés durante la guerra de Argelia para que combatieran a las células terroristas. El pasajero había oído decir que esa gente frecuentaba un restaurante, propiedad de un francés, en cierto distrito de Buenos Aires.
Albert Seeley
—¿Cuál es el nombre de ese lugar ?
—Dice que no lo sabe.
—¡Por supuesto! —replicó Seeley— Vamos a enviar a la Interpol las huellas digitales de este tipo.
Ya casi amanecía cuando los dos agentes especiales salieron de la oficina. Recorrieron en automóvil las calles desiertas. Coyne conducía y Seeley iba pensando en voz alta:
—Durante varios años hemos estado pescando a estos contrabandistas de drogas procedentes de Francia —comentó meditabundo—. Y ahora nos cae desde Argentina este sujeto que dice tener ciertas relaciones con un grupo de franceses que opera allá. ¿Es acaso un correo. de un solo viaje? No lo creo. Aquello está demasiado bien organizado.
Los resultados del examen que hizo la Interpol de las huellas digitales llegaron aquella misma noche. El verdadero nombre del sospechoso era Ange Luccarotti, bandido corso que había salido tres años antes de una prisión francesa abriéndose paso a tiros. Después había huido a Buenos Aires para unirse al creciente grupo de fugitivos franceses.
Ange Luccarotti
—Ya nos hemos topado antes con ese nombre —observó Coyne.
Los dos agentes hurgaron en los archivos y encontraron un expediente marcado con el nombre "Luccarotti, Nonce". En esa carpeta se relataba detalladamente la investigación practicada en 1965 en torno a un envío de 90 kilos de heroína, oculta en un congelador perteneciente a un oficial del ejército norteamericano, que volvía a su país procedente de Europa. Nonce Luccarotti, de nacionalidad francesa, había quedado convicto de su participación en el delito.
—Nuestro hombre no nos dijo que tenía un hermano —comentó Seeley—. Necesito un análisis neutrónico* de todos los envíos que hemos interceptado durante los últimos tres años, para ver si coinciden con lo que atrapamos anoche. Creo que debemos llamar a Washington. Parece que este asunto se remonta a mucho tiempo atrás.
*Prueba de laboratorio en una muestra de heroína, que revela la proporción exacta de sustancias químicas empleadas en su elaboración.
Un imperio de heroína
LOS FUNCIONARIOS de Washington no quedaron convencidos. Los de la Aduana y los agentes de la BNDD consideraban que la mayor amenaza procedía de Europa, en donde el hampa corsa —encabezada por individuos tales como Marcel Francisci y el finado Joseph Orsini— controlaba los laboratorios de heroína instalados cerca de Marsella. El correo Luccarotti quizá había sido reclutado en Buenos Aires, pero nada indicaba que los sindicatos europeos del crimen hubiesen cambiado su base de operaciones. En 1967 la idea de una organización de contrabando de heroína que funcionara en la Argentina resultaba absurda.
Pero Washington estaba en un error. El asunto había comenzado 20 años antes, el 8 de diciembre de 1947, cuando el vapor Argentina Star, procedente de España, llegó a Buenos Aires. Casi todos sus pasajeros eran inmigrantes en busca de una nueva vida, lejos de Europa, que había quedado asolada por la guerra. Sin embargo, uno de esos pasajeros era distinto de los demás: hombre de baja estatura que medía 1,63 m., con ojos inquietos y ademanes nerviosos, característicos del que huye de algo o de alguien. Su tarjeta de desembarco contenía datos muy escuetos: Edad: 42 años; estado civil: soltero; profesión: artista; nacionalidad: francesa.
Lucien Dargelles, como se hacía llamar el pasajero, se esfumó en la ciudad, como un virus, silenciosamente, sin dejar huella, pero mortífero. El encargado de la barra de L'Union FranÇaise des Anciens Soldats —sociedad de ex combatientes franceses— lo recuerda como un individuo de facciones toscas y aspecto desagradable. Desde la guerra, aquella sociedad era guarida de muchos colaboradores franceses en el destierro y Dargelles solía pasar largas horas en el jardín, bebiendo y conversando en voz baja con diversos grupos de hombres de catadura siniestra; casi todos ellos corsos, según dedujo el encargado de la barra, a juzgar por su acento.
Durante diez años no se volvió a saber nada de Dargelles. Pero en 1957 la policía de Buenos Aires descubrió que ese nombre era sinónimo de un tal Julio Rodríguez. En realidad, utilizaba esos dos nombres el torvo cabecilla de una potente organización de delincuentes internacionales que manejaba una red de prostíbulos distribuidos en muchos lugares de Iberoamérica.
El gobierno argentino ordenó una batida general. En una serie de redadas por todo el país la policía detuvo a una docena de los principales maleantes. Algunos de ellos fueron condenados a penas de cárcel; otros fueron deportados. La policía tuvo que dejar en libertad a Rodríguez-Dargelles, por falta de pruebas. El núcleo de la organización que él encabezaba siguió operando clandestinamente, y sus actividades de contrabando y de prostitución se trasladaron a los países vecinos. En junio de 1906 media docena de jefes de esa organización criminal se reunieron en el pequeño restaurante de un suburbio bonaerense. Al hombre que ocupaba la cabecera de la mesa lo conocían todos los demás, no obstante que con el tiempo se le había enralecido el cabello, y que la piel, tirante en los pómulos, amarilleaba como si fuera de pergamino. Julio Rodríguez se llamaba ya André, y había reunido a sus asociados para exponerles un plan que habría de convertirlos a todos en millonarios; se trataba de fundar una de las organizaciones más amplias de contrabando de drogas jamás proyectada; virtualmente un imperio mundial de la heroína.
En el curso del año anterior, les anunció André, había él terminado de hacer todos los arreglos necesarios con un grupo de proveedores suizos que tenían en Europa tres laboratorios móviles de heroína. Ocultos en remolques estacionados en lugares muy separados entre sí, esos laboratorios podían producir casi 300 kilos de heroína a la semana. Cada kilo representaría para la organización un ingreso de 20.000 dólares.
Para que sirviesen de correos, André había reclutado a antiguas prostitutas y a alcahuetes del sindicato. Con el aliciente de obtener una paga hasta de 3000 dólares, más gastos de viaje, esos correos debían volar primero a Europa, para recoger la heroína de varias "casas seguras" en España, Italia, Alemania y Francia. En dispositivos sencillos pero ingeniosos, diseñados por el mismo André, los correos ocultarían la droga en el cuerpo. En presencia de los hombres reunidos en el restaurante, una prostituta hizo la demostración de uno de esos arreos: algo semejante a una jaula, sujeta debajo de la falda, para simular el embarazo. Un correo varón mostró un corsé especial que le sujetaba la heroína al vientre, en forma casi invisible.
Cada paso que dieran los correos durante su largo viaje estaría vigilado por un representante de la organización, al que se daba el nombre de controlador. Al llegar a su destino en los Estados Unidos, ese vigilante recibiría la heroína, la entregaría a los clientes y depositaría el pago que obtuviese en diversas cuentas, en bancos suizos, identificadas únicamente por un número. Al volar en forma permanente por las líneas aéreas comerciales, los correos seguirían dos rutas: la directa, de Europa a Monfreal, y de allí a la Ciudad de Nueva York; o la indirecta, por Iberoamérica. Esta última era más larga, pero entonces apenas la vigilaban los agentes norteamericanos.
Equipo usado para transportar heroína, como el de algunos de los correos de Ricord.
El organismo de contrabando contaba incluso con un sistema de apoyo de sus operaciones: una flotilla de aviones de carga, excedentes de la segunda guerra mundial, que durante varios años había estado dedicada a hacer viajes cortos de contrabando de cigarrillos y whisky entre Miami y pequeñas pistas de aterrizaje abiertas entre profundos matorrales y en la selva, en Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay. Manejaban esos aviones pilotos llamados simplemente contrabandistas, y con todo ello se daba una nueva dimensión al contrabando: una línea aérea clandestina.
El sindicato se puso a trabajar inmediatamente. En menos de nueve meses introdujo casi una tonelada de heroína en los Estados Unidos, sin una sola pérdida. A principios de febrero de 1967 los asociados del sindicato se reunieron de nuevo en un elegante hotel de Río Janeiro, frente a la playa, a examinar resultados. Cada semana salían de Buenos Aires 15 correos, y hasta cinco de ellos llegaban a los Estados Unidos en el mismo vuelo. Los controladores de André habían depositado ya cerca de dos millones de dólares en cuentas abiertas en bancos suizos.
Era la temporada de carnaval en Río, orgía interminable de música, danzas callejeras y bailes de máscaras. Durante toda una semana, después de su reunión, André y sus socios brindaron entre ellos por su éxito, en festejos que se prolongaban toda la noche. Por el día se asoleaban en las anchas playas de Río Janeiro. Debió de parecerles entonces que el carnaval nunca terminaría.
Signo de interrogación
NO OBSTANTE el escepticismo de los funcionarios de Washington, se permitió a Seeley proseguir la investigación, en forma discreta. Se dieron instrucciones a todos los inspectores de los puertos de entrada en los Estados Unidos de que vigilaran a todo aquel que intentara ingresar en el país al amparo de una visa B-2 expedida en Buenos Aires.
El primer "blanco" se logró a principios de agosto de 1967, en Port Everglades (Florida), cuando los agentes detuvieron a tres correos que llevaban 12 kilos de heroína. Todos ellos tenían visas B-2, expedidas en Buenos Aires. En octubre fue arrestado en Boston otro correo con visa de Buenos Aires, que llevaba tres kilos de heroína pegada al cuerpo con esparadrapo. Poco después, casi al terminar el mismo mes, la Real Policía Montada del Canadá sorprendió a otros dos correos en el aeropuerto internacional Dorval, de Montreal: un hombre y su mujer, que llevaban entre los dos 16 kilos de heroína ocultos en su equipaje de doble fondo.
De modo discreto y muy eficaz, Seeley y Coyne iban formando su expediente. Cada nueva detención robustecía su firme creencia de que los Estados Unidos sin duda se enfrentaban a una asociación criminal en gran escala, con raíces en Iberoamérica. Su investigación era labor lenta; una especie de juego de la gallina ciega, en que los agentes iban a tientas en busca de contrincantes desconocidos ocultos a miles de kilómetros de allí. Los únicos indicios con que contaban eran varios pedacitos de papel, hallados en los bolsillos de los correos, que relacionaban un nombre con otro, o un domicilio en Buenos Aires con una villa en Roma o una residencia en Madrid.
Cada nuevo nombre o domicilio se apuntaba en una gráfica de la organización, y la relación que existía entre todos esos datos se comparaba y analizaba muy cuidadosamente. Gradualmente fue apareciendo un perfil fantasmal. Por ejemplo: con frecuencia brotaban otros nombres en las listas de pasajeros, correspondientes a vuelos de los correos que iban a los Estados Unidos. ¿Era sólo una coincidencia que el mismo hombre viajase más de una vez en el mismo avión en que iba un correo?
—Son los controladores —precisó Seeley—. Los que imponen respeto, vigilan toda la operación y se cercioran de que la mercancía y el dinero lleguen bien a su destino.
De la media docena de sospechosos de que fuesen controladores, Seeley eligió a uno, un francés extraordinariamente apuesto, procedente de Montevideo. En el curso de un año había hecho diez viajes desde Alemania, España y Sudamérica. Además, se le había observado en conversaciones secretas con dos introductores de heroína muy conocidos en la Ciudad de Nueva York. También se había encontrado un domicilio de enlace en la billetera de Ange Luccarotti y entre los efectos personales de otros varios correos. Era la tarjeta de El Sol, restaurante de Buenos Aires.
—Tal vez sólo sea que les gusta comer juntos allí —indicó Coyne. Pero Seeley no le rió la broma.
A fines de 1967, en su oficina principal de Manhattan, los dos agentes hicieron un resumen de la situación. Veintiún correos —prostitutas, raterillos, maleantes iberoamericanos de menor importancia— habían sido detenidos en los Estados Unidos y en el Canadá, todos ellos con visas B-2. Sus respectivos pasaportes revelaban que muchos de ellos habían hecho varios viajes antes de ser detenidos. Los agentes hicieron algunos cálculos aritméticos. Multiplicando la frecuencia de las visitas anteriores por la cantidad de heroína encontrada en posesión de cada correo cuando éste había sido arrestado, los agentes llegaron al sorprendente total de 582 kilos de heroína pura en menos de un año. ¡Heroína que en la calle tendría un valor de 145 millones de dólares!
Los análisis de neutrones ordenados por Seeley habían demostrado qué las "huellas de identificación" química de la heroína eran exactas a las del envío de París interceptado en Nueva York en febrero. Por tanto, Seeley razonó que los laboratorios no estaban en Buenos Aires. De repente todo pareció aclararse. Para servirse de correos y controladores desconocidos de los agentes norteamericanos, alguien muy listo había organizado una red de contrabando de drogas en Iberoamérica, y después se había valido de los mismos proveedores europeos de siempre.
Seeley volvió a estudiar la gráfica de la organización, que ya para entonces era una telaraña de nombres, fechas y lugares relacionados entre sí, y dijo:
—Vamos a echar otro vistazo a esa carta de la policía de Buenos Aires.
Poco después hojeaba un informe confidencial de cuatro páginas que había recibido en julio del director de investigaciones de la policía federal argentina. Contenía los antecedentes de delincuentes franceses que habían dirigido una red de prostíbulos antes de 1957.
Albert Seeley volvió una hoja del informe.
—Escucha —dijo—: "El restaurante El Sol, Marconi 380, en Olivos (Buenos Aires), durante algún tiempo fue propiedad de un delincuente internacional francés llamado Augusto José Ricord".
Pasó a la última página del informe y continuó leyendo: "Augusto José Ricord, nacido en la ciudad de Marsella (Francia), el 26 de abril de 1911. Conocido también como André Cori o Lucien Darguelle, o Lucio Mario Dargelles. Reclamado en Francia por robo, asalto a mano armada, traición, y en Venezuela por dedicarse a la trata de blancas entre Argentina, Brasil y la misma Venezuela".
—¿Tenernos algún informe de la Interpol sobre Ricord? —preguntó.
Coyne hizo girar la combinación de seguridad del archivador y sacó un legajo gris. Lo examinó rápidamente, lo pasó al otro lado del escritorio para que lo viera su compañero y comentó:
—No es un tipo común...
Los datos acerca de Ricord remontaban a la fecha de su detención por hurto y extorsión, cuando tenía sólo 16 años. A los 20 años administraba una cadena de burdeles. Cuando los nazis invadieron Francia, en 1940, se convirtió en delator y cobrador al servicio de la Gestapo, en París. A cambio de ello, las autoridades alemanas de ocupación le dieron carta blanca para que continuara sus delictivas actividades. En 1943 Ricord fue arrestado por asaltar una tienda, pero la Gestapo ordenó que lo pusieran en libertad. El informe acerca de ese individuo no revelaba cuántos compatriotas suyos habían sido llevados a las cámaras de gas de Buchenwald por culpa de él, pero después de la guerra aparecieron suficientes testigos para convencer a un, tribunal militar de que Ricord era culpable. En julio de 1950 fue sentenciado a muerte en rebeldía.
Se creía que Ricord había huido de París en el verano de 1944, para ponerse a salvo de los aliados, que ya avanzaban hacia la capital francesa. También se rumoraba que había logrado llegar a Italia y después a España, donde compró documentos falsos que le permitieron embarcarse con destino a Sudamérica.
No se volvió a saber nada de él hasta 1957, año en que fue detenido en Buenos Aires por dedicarse a la trata de blancas. Pero cuando las autoridades francesas se enteraron de que había sido detenido y prepararon los documentos de extradición, ya lo habían puesto en libertad. Durante los años siguientes se le encontró en varias ciudades de Iberoamérica: la Ciudad de México, Lima, Asunción. En 1963 fue expulsado de Venezuela, también por trata de blancas. Desde entonces no se había vuelto a saber nada de él.
Una vieja fotografía acompañaba al informe. Era la de un hombre con aspecto de enano, de facciones duras y ojos oscuros. Seeley la contempló en silencio durante varios momentos, como si tratara de leer los pensamientos de aquel hombre. Después colocó la fotografía debajo del cristal que cubría su escritorio, al lado de la de su esposa y sus hijos. En la parte inferior del informe escribió en letras pequeñas el nombre "André", lo subrayó con un lápiz de color y le añadió un signo de interrogación.
Piezas del rompecabezas
YA PARA febrero de 1968 Seeley y Coyne consideraban que en su investigación habían reunido pruebas suficientes para convencer a sus jefes de Washington. Enviaron un informe completo al comisionado de Aduanas. En ese informe se unían cuidadosamente los hilos que conectaban a cada correo detenido con los traficantes de España y Francia y con la sospechosa organización francesa que operaba en Buenos Aires.
"Creemos", escribió Seeley en su informe, "que esas personas forman parte de la organización internacional de contrabando de heroína mejor financiada y más influyente que se haya descubierto en los últimos años. También estamos convencidos de que esa organización es la introductora del 50 al 75 por ciento de la heroína que entra de contrabando en los Estados Unidos".
El efecto que ese informe produjo en Washington fue electrizante. El Servicio de Aduanas asignó a todos sus hombres disponibles para descubrir a los dirigentes de la organización. Al mismo tiempo que los agentes de narcóticos de Estados Unidos recorrían toda Europa en busca de rastros, los inspectores del Servicio de Migración en todos los puertos de entrada, desde Canadá hasta México, disponían de fotografías de sospechosos de ser correos y controladores. Los movimientos de esa gente eran vigilados de día y de noche; sus entrevistas con conocidos distribuidores de heroína eran observadas y fotografiadas. Fue la campaña más intensa que se hubiese lanzado contra los traficantes internacionales de heroína.
El fracaso perseguía a los agentes en sus esfuerzos. Por ejemplo, todo el personal de investigadores de Aduanas empleó dos meses en seguirle los pasos al apuesto francés de Montevideo, sólo para que se les escapara de entre las manos. A principios de abril, al llegar en el barco United States, fue seguido por los agentes desde Nueva York hasta Miami y después hasta Nueva Orleáns. Una y otra vez se le vio en compañía de distribuidores de heroína muy conocidos. Cuando, por fin, los agentes cerraron el cerco y lo detuvieron, un juez lo puso en libertad, por falta de pruebas, y el individuo regresó inmediatamente en avión a Iberoamérica.
Fue una derrota aplastante. Aquel controlador, a cambio de una sentencia leve, podría haber revelado los nombres de los jerarcas de la banda. Pero los agentes no se quedaron con las manos completamente vacías. Entre los efectos personales del francés, cuando fue detenido, se hallaba la tan llevada y traída tarjeta de El Sol. El significado del restaurante quedó así establecido sin lugar a dudas.
El primer adelanto sustancial se obtuvo aquella primavera, cuando el agente de la BNDD en París transmitió una carta anónima. Procedía de un delator y en ella aparecía una lista de media docena de jefes de la banda en Buenos Aires. Aunque no revelaba toda su importancia, mencionaba en primer término el muy conocido nombre de "André".
"Por esto", decía el delator anónimo, "me pueden meter una bala en la cabeza". Sin embargo, ofrecía seguir colaborando. Los lunes y los martes de las dos semanas siguientes aparecería un pequeño anuncio en Le Soir, diario de Bruselas, que diría: "Se venden gatos. Llame a..." Si les interesaba esa venta, los agentes debían telefonear al número indicado e identificarse.
Durante el verano y el otoño algunos agentes secretos obtuvieron, poco a poco, datos importantes del delator, quien resultó ser un correo iberoamericano que había sido mal pagado por la organización. Entonces encajaron bien muchas piezas del rompecabezas: los nombres de los mensajeros, sus domicilios, las "casas seguras", la línea de mando buscada durante tanto tiempo.
Mientras, en Nueva York, los agentes dirigidos por Al Seeley empezaron a detener a los clientes de la organización. Uno de ellos era un argentino que se dedicaba a la venta de automóviles usados y al negocio de importación y exportación, en el Bronx; otro era un argentino propietario de un hotel de mala muerte, situado cerca de la parte baja de Broadway.
No obstante, el centro mismo de la organización seguía intacto. Con fundamento en las pruebas reunidas hasta entonces, André, alias Auguste Ricord, debía de ser una de las figuras más importantes. Más aún: tal vez fuese el jefe máximo. Pero las pruebas eran sólo circunstanciales. Había sido imposible relacionar a Ricord con cualquiera de las detenciones y de las confiscaciones de drogas hechas hasta entonces. Los agentes habían atrapado unas cuantas sardinas; los peces gordos seguían en el mar.
Llegaron entonces noticias inquietantes de Buenos Aires. Aguijoneadas por las muchas detenciones de ciudadanos argentinos en Nueva York, las autoridades argentinas habían asestado un golpe prematuro a los traficantes franceses, al aprovechar, como excusa para atrapar a los más conocidos delincuentes franceses, el robo de un banco perpetrado por un pistolero que hablaba francés. Auguste Ricord desapareció inmediatamente. Ese informe fue un golpe devastador para los agentes norteamericanos, ya enterados, tras larga y penosa experiencia, de que la organización de contrabandistas de drogas era muy flexible. Si Argentina se había convertido en suelo inhóspito, había cerca otros países donde podrían operar.
Hubo entonces una repentina e inexplicable ausencia de correos en los vuelos trasatlánticos. A partir del verano de 1968 disminuyó notablemente la incautación de contrabandos de heroína en los puertos de entrada. Los asombrados delatores, en Europa, no podían dar ninguna explicación. Transcurrió todo un alo sin que se conociese la causa.
—Tal vez juntaron su dinero y abandonaron el negocio —sugirió alguien.
—No —replicó Seeley—. Nadie que esté ganando tanto puede abandonar el negocio, mientras siga ganando. Es como el juego de azar. El tahúr sigue jugando hasta que alguien lo deja sin blanca.
La "Red Cóndor"
EL 6 de diciembre de 1969 se descubrió un cargamento de seis kilos de heroína en el fondo doble de unas garrafas de vino, en el aeropuerto Kennedy. Por primera vez, los agentes relacionaron ese envío directamente con Iberoaméricá. Las dos garrafas de cinco litros que contenían la droga habían llegado de Buenos Aires.
Un informante que regresaba de un viaje por Iberoamérica transmitió en marzo de 1970 los rumores de que operaba una nueva organización, aunque su centro no se hallaba en Buenos Aires. Tenía su cuartel general en Asunción (Paraguay), y se dedicaba al contrabando de enormes cantidades de heroína, que enviaba a los Estados Unidos por aviones de carga en vuelos sin programa regular. Advirtió el delator que los organizadores de ese contrabando habían comprado la protección de algunos funcionarios venales del gobierno paraguayo. Ciertos informes inconfirmados decían que el jefe de esa banda de contrabandistas era "un viejo que parecía una momia". Se afirmaba que administraba un hotel-restaurante en las afueras de Asunción. Era de nacionalidad francesa. El informante recordaba que allí se había mencionado el nombre de André.
Seeley y Coyne reunieron sus archivos y, en julio de 1970, fueron en avión a Washington. Las pruebas de una conexión iberoamericana que enviaba toneladas de heroína en vuelos especiales, vía Miami, tomó por sorpresa a las autoridades aduaneras y a las de la BNDD. Para recuperar el terreno perdido, las dos agencias idearon un ataque conjunto. El cuartel general de esa operación estaría en Miami. La BNDD abriría una oficina en Buenos Aires y, de ser posible, también en Asunción. Al mismo tiempo se reclutaron espías entre antiguos contrabandistas que conocían bien Paraguay y sus pistas clandestinas de aterrizaje. Haciéndose pasar por contrabandistas y provistos de gran variedad de aparatos de espionaje, su tarea consistía en enviar a Miami informes oportunos acerca de los envíos de heroína. La BNDD suministró a los espías, incluso, un avión de carga completo, de segunda mano, con matrícula y documentación falsas.
Se tomaron grandes precauciones para proteger a esa "Red Cóndor", formada por los informantes. Éstos se identificaban por números en clave y enviaban sus informes a través de casillas postales y por un sistema de receptores instalado en la zona norteamericana del Canal de Panamá. Esta operación era contraespionaje en su forma más peligrosa. Si los contrabandistas descubrían a un delator, sin duda perdería la vida. Además, en Paraguay no había nadie a quien un espía de estos pudiese acudir en solicitud de auxilio. Oficialmente, los delatores no existían: los Estados Unidos no podían asumir ninguna responsabilidad por ellos. Por correr tan grandes riesgos, a esos espías se les pagaba hasta 2000 dólares al mes.
Durante el verano de 1970 esos hombres reunieron documentos que corroboraban la existencia de una situación alarmante. La vasta organización de contrabando de heroína, que antes había tenido sus raíces en Buenos Aires, se había extendido por toda Iberoamérica y contaba con varias docenas de redes más pequeñas en Chile, Bolivia y Panamá. Pero era Paraguay —país muy poco poblado, de grandes desiertos y selvas calurosas— el que más llamaba la atención. Siempre había sido el paraíso de los contrabandistas: Ese país, sin saberlo, se había transformado en el conducto de distribución de la heroína para todo el mundo.
Uno de los primeros informes que se recibieron revelaba que los contrabandistas transportaban cada quincena un promedio de 100 kilos de heroína a los Estados Unidos. Con tarifas de hasta 10.000 dólares por viaje, los pilotos seguían rutas extrañas sobre las espesuras de Iberoamérica, desde Asunción hasta Panamá, y de allí, a través del mar Caribe, hasta la Florida. Invariablemente llegaban a Miami en las horas de mayor tráfico aéreo, cuando los fatigados aduaneros estaban desprevenidos. O bien aterrizaban separadamente, o en parejas, en pistas pequeñas de escaso tránsito; en esos casos, un avión servía de señuelo para despistar al radar, mientras el otro se colaba inadvertido.
Organización perfecta
LOS PROVEEDORES de drogas en lugares tan apartados como Hong Kong y Singapur competían para obtener pedidos de Asunción. Hallaban un número determinado de funcionarios del gobierno y altos jefes militares dispuestos a hospedarlos a cambio de crecidas sumas. Entre los servidores públicos venales estaba el siniestro Pastor Coronel, jefe de la policía secreta, cuyos agentes seguían la pista a los presuntos informantes y vendían sus fotografías a los traficantes por 50 dólares cada una. Al mismo tiempo, algunas autoridades de migración suministraban a los traficantes pasaportes y documentos falsos por 500 dólares el juego. Los generales Patricio Colman y Andrés Rodríguez arrendaban sus fincas a los contrabandistas, para que les sirvieran de pistas de aterrizaje, por un precio que llegaba a 25.000 dólares por avión. Rodríguez, quizá el general más poderoso de Paraguay, también era socio anónimo de TAGSA, servicio de taxis aéreos cuyos pilotos trabajaban horas extraordinarias como correos de la organización criminal.
Pastor Coronel
Los envíos considerables de heroína procedente de los laboratorios móviles de Europa llegaban por barco de carga, ya fuese a Buenos Aires o a Montevideo. Los representantes de André entraban en funciones en esos puertos y enviaban el contrabando a través de las aduanas. Posteriormente, por medio de caravanas de automóviles, aviones ligeros y barcazas fluviales, conducían la heroína a unos 2000 kilómetros tierra adentro en Paraguay.
Algunos inspectores aduaneros paraguayos descargaban la heroína que llegaba al aeropuerto internacional de Asunción, muchas veces en presencia del mismo jefe. Después la almacenaban en lugares seguros de Asunción: uno de ellos era el motel París-Niza, propiedad de André, en cuyos bungalows escondían el narcótico. Algunos envíos salían a Miami desde una pista de césped situada a unos ocho kilómetros de Asunción. Ese lugar, llamado Aeroclub de Paraguay, era propiedad del general Rodríguez.
General Colman
Se afirma que en una bodega del gobierno, en Hernandarias, puerto libre de la frontera nordeste de Parguay, estaban almacenados más de 1000 kilos de heroína y cocaína bajo la mirada vigilante de fuerzas federales. Algunos informantes hasta llevaron por avión cargamentos de heroína desde allí hasta la pista de aterrizaje del general Colman, que se hallaba a sólo 20 minutos de distancia en automóvil. Y, según dijeron, las fuerzas federales de seguridad, mandadas por Colman, rodeaban la pista y cerraban todos los caminos para evitar las miradas de transeúntes curiosos.
Pero los delatores no habían logrado penetrar hasta el corazón mismo de la organización. Tampoco habían suministrado pruebas concretas de que Augusto Ricord, alias André, "el hombre que parecía una momia", fuese realmente el jefe. Podían informar únicamente que los traficantes se reunían en su hotel, cerca de Asunción, y que con frecuencia algunos importantes personajes del gobierno eran agasajados espléndidamente allí.
Para llegar hasta Ricord, los agentes tenían que demostrar la existencia de un contubernio que lo ligara a un embarque determinado. Esa sería la acusación más difícil de obtener, y aun así todo sería muy complicado, a menos que se pudiera llevar a Ricord a los Estados Unidos para que respondiera de los cargos que se presentaran contra él.
Los tratados de extradición con Paraguay, que no se han modificado desde 1913, no abarcaban los delitos de tráfico de narcóticos. Además, Paraguay era uno los pocos países que no se habían afiliado a la Interpol.
General Rodríguez
Era poco probable que Ricord se alejase mucho de ese refugio, en el que gozaba de protección tan ilimitada. Aprehenderlo resultaba una hazaña casi imposible.
Se estrecha el cerco
ENTONCES, en septiembre de 1970, llegó a la oficina de la FBI en Miami una carta anónima, garrapateada en papel aéreo azul de la Eastern Air Lines. Contenía una lista de las matrículas de muchos aviones de los que se decía que servían para transportar heroína a los Estados Unidos desde Paraguay. Al cabo de unos cuantos días, los agentes de la Aduana, provistos de la descripción de esos aviones y de sus pilotos, ocupaban puestos de observación en varios aeropuertos de Florida.
Muy temprano, la noche del 18 de octubre, un avión Cessna 210, con matrícula argentina LVH-DW —el primer avión de la lista— aterrizó en el aeropuerto internacional de Miami. Su plan de vuelo reveló que había salido de Asunción cinco días antes y se había detenido para tomar combustible en Chile, Ecuador, Panamá y Jamaica, ruta normal de los contrabandistas. Los agentes mantuvieron vigilado al aparato toda la noche, con la esperanza de que los pilotos los condujeran a la guarida de los distribuidores importantes. Pero los contrabandistas recelaron alguna trampa y levantaron el vuelo al día siguiente. Después de una caza aérea sobre los pantanos de Florida, los contrabandistas aterrizaron en un pequeño aeropuerto al norte de Miami y huyeron. Sin embargo, al cabo de 24 horas ambos fueron arrestados. Mientras tanto, el registro del Cessna abandonado aportó el descubrimiento de 42 kilos de heroína ocultos en la parte trasera del avión, detrás de un depósito de combustible de repuesto. Ante esa prueba, y con la certeza de que serían sentenciados a muchos años de cárcel si no colaboraban, los dos pilotos convinieron en continuar su tarea de entregar la heroína.
Estos hombres llevaron a los agentes a Nueva York, donde un piloto fue fotografiado cuando se reunía con los representantes de Ricord, a quienes entregó la heroína. Los agentes habían tenido la esperanza de incautarse de la remesa en el momento de pasar ésta a manos de los distribuidores, pero los traficantes los descubrieron el 27 de octubre.
Detuvieron en esa ocasión a cuatro hombres. Uno de ellos era Enio Varela, contrabandista paraguayo bajo y regordete, identificado previamente por los delatores como uno de los hombres clave de Ricord. Un detalle importante: también era ahijado del general Colman.
El grupo de agentes encabezado por Seeley se sintió feliz. Uno de los pilotos y dos de los detenidos nombraron posteriormente a André Ricord como el propietario de la heroína. Sus declaraciones parecían bastar para que Ricord fuese acusado formalmente del delito de asociaión criminal.
Enio Varela (izq.) y otros dos contrabandistas de Ricord fueron fotografiados en secreto, cuando iban a reunirse con los importadores de heroína, en la Ciudad de Nueva York.
El cerco se estrechó aun más cuando, el 12 de diciembre, los agentes aduaneros se apoderaron en Miami de otros 100 kilos de heroína. El envío había sido hecho por avión, desde Asunción, disfrazado en paquetes de Navidad, a bordo de un DC-3 en vuelo irregular. Uno de los pilotos argentinos arrestados trabajaba para la TAGSA, el servicio de taxis aéreos del general Rodríguez, en Asunción. Ambos nombraron a André como el hombre que les entregó la heroína.
Seeley y sus agentes anotaron cuidadosamente las confesiones de los pilotos en su expediente, para presentarlo ante un gran jurado federal. Pero habían olvidado que el brazo de Ricord se extendía muy lejos. Enio Varela —el testigo más importante— y otro acusado clave huyeron el 24 de enero de 1971 de la penitenciaría de Nueva York. Todo pareció sospechosamente fácil. Ambos hombres lograron escapar de la prisión por un ventilador, en las narices de los guardias. En la calle los esperaba un automóvil y, no obstante la alerta en toda la nación, lograron llegar a Paraguay. A Varela lo vio posteriormente en Asunción un funcionario del Departamento norteamericano de Estado en una junta de asociación de padres y maestros, donde estaba participando abiertamente, pero los funcionarios paraguayos negaron que estuviese allí.
Los agentes tenían que continuar con el caso como mejor pudiesen. Los testimonios, las declaraciones juradas... todo estaba estrechamente ligado para que no hubiese posible escapatoria ni punto débil. A los demás acusados les mostraron fotografías de Ricord, tomadas en 1968 y proporcionadas por la policía argentina. Todos ellos identificaron sin lugar a dudas al francés, a quien conocían como André, el hombre que los había enviado a los Estados Unidos.
El 15 de marzo un gran jurado federal de Nueva York suscribió una acta de dos páginas de acusación contra Ricord, a quien se le imputaba, además de otros siete delitos, el de "haber introducido en los Estados Unidos grandes cantidades de drogas narcóticas, cuyo total desconoce el gran jurado".
Seeley y el Servicio de Aduanas habían hecho ya todo lo que podían hacer. El resto correspondería a los agentes de la BNDD en Iberoamérica; pero Seeley no los envidiaba.
"Su amigo está aquí"
MENOS de 24 horas después llegó a la oficina del agente especial de la BNDD Dave Palmer (no es ese su verdadero nombre), en la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires, un cable confidencial en el que se le informaba del acta de acusación formal. Se daban instrucciones a Palmer para que localizara a Ricord, se las ingeniara para detenerlo y, a continuación, estudiara la posibilidad de entregarlo "oficiosamente" a las autoridades norteamericanas.
Ricord viajaba mucho por Iberoamérica. Un día podía estar en Asunción y al día siguiente en Resistencia, pequeña población argentina, al otro lado de la frontera, valiéndose siempre de gran variedad de nombres falsos. Pero después de cinco días de investigar sin descanso en Buenos Aires y en Montevideo, Palmer llegó al convencimiento de que, si alguna vez iba a toparse con Ricord, tendría que ser en Asunción. Más tarde o más temprano Ricord habría de regresar a su base en esa ciudad, que era el motel París-Niza.
Los espías de Palmer le advirtieron que debía obrar con la mayor precaución: otros agentes de la campaña contra los narcóticos que trabajaban secretamente en Paraguay habían tropezado con dificultades. En diciembre de 1960, cuando investigaba la posible relación entre los traficantes de cocaína y unos funcionarios paraguayos, un agente brasileño había sido asesinado —junto con 24 pasajeros inocentes— con una bomba que estalló en un DC-6B de Aerolíneas Argentinas poco después de salir de Asunción. Cuatro años más tarde el sucesor del agente fue abatido a tiros por la policía secreta en un cine de Asunción.
En la calurosa y húmeda noche del 23 de marzo, Palmer estaba sentado en un café de Asunción, esperando. Poco después de las 9 de la noche entró en el café un hombre muy delgado, que llevaba una llamativa camisa deportiva y botas de vaquero. Estuvo observando la calle varios minutos. Se dirigió a la mesa de Palmer y se sentó frente a él. Los dos hombres hablaron en voz baja, en español.
—¿Está usted enterado de la acusación formal de que le hablé y que esperaba? —preguntó Palmer—Pues bien, ya la tenemos. Ahora quiero que me lo ponga usted a tiro.
El hombre que acababa de entrar en el café no pareció muy complacido.
—Eso está difícil —replicó—; ¿por qué no pescar antes a Varela? Lo veo por aquí. Se afirma que Colman y Ricord lo sacaron de la cárcel de Nueva York pagando 200.000 dólares. Respecto a Enio Varela, creo que podré hacer algo.
—Quiero a Ricord —dijo Palmer—. Después nos ocuparemos de Varela.
Palmer abrió su billetera y extrajo una fotografía amarillenta de Ricord. Si el hombre de la fotografía aparece en el motel París-Niza, ordenó Palmer, me lo advertirá inmediatamente con la frase "Su amigo está aquí".
El motel de Ricord, en las afueras de Asunción.
Durante todo el día siguiente Palmer estuvo a la expectativa. No recibió ningún mensaje. Por último, decidió ir él mismo al París-Niza, a investigar por su cuenta. Era arriesgarse mucho... El motel estaba infestado de traficantes de heroína, contrabandistas y agentes de la policía secreta de Coronel que estaban fuera de servicio. Si lo traicionaban, de poco le serviría su revólver calibre 38 especial, de cañón corto, que llevaba oculto en una funda. Contra muchos tiradores no tendría ocasión de salir con vidá.
El motel se hallaba a 10 minutos de allí, en automóvil, por una carretera desierta que llevaba, más adelante, al río Paraguay. El servicio de transbordador, a Argentina, estaba en la ribera opuesta. El motel mismo estaba situado a cierta distancia del camino, pero Palmer no tuvo dificultad en reconocer la ridícula réplica de la torre Eiffel, que servía de marco a la puerta del establecimiento. Llegó allí a las 11 de la noche y se dirigió al bar.
Encontró un reservado desde el cual podía observar la puerta conservando la espalda hacia la pared, y pidió una copa. Notó muy cerca de él a su informante, quien devolvió la mirada que le dirigió Palmer con una rápida expresión de sorpresa. Con un movimiento casi imperceptible de cabeza dijo a Palmer que no había visto aún a Ricord.
Asunción es una ciudad de intensa vida nocturna, y a medianoche el bar estaba atestado. Aquí y allá Palmer podía reconocer a los individuos de la policía secreta, por su complexión robusta y sus modales altaneros. Estudiaba cuidadosamente a cada uno de los que iban llegando, pero no podía encontrar a ningún hombre que correspondiera a la descripción que tenía de Ricord. Al cabo de dos horas salió del motel y regresó en automóvil a su hotel. No pasaron cinco minutos desde que se quedó dormido cuando el teléfono lo despertó.
—Decididamente, tiene usted mucha suerte —decía una voz apagada—. Su amigo estará aquí a mediodía.
Eran las 2 de la madrugada del 25 de marzo.
Carrera hacia el río
A LAS 9 de la mañana Palmer estaba en la oficina de Miguel Bestard, funcionario del Ministerio, encargado de la policía uniformada de Paraguay, en quien creía poder confiar absolutamente. ¿Qué ocurriría, preguntó Palmer, si los Estados Unidos localizaban en Paraguay a un traficante muy importante de heroína, ciudadano extranjero? La respuesta fue inmediata: ese hombre sería detenido. Pero preguntó el funcionario si existía esa persona.
—Sí existe: Anclé Ricord —respondió Palmer—. También se hace llamar Lucien Dargelles.
Bestard parpadeó y añadió:
—¿Tiene usted pruebas?
Palmer mostró a Bestard una copia de la acusación formal norteamericana y explicó que se esperaba que Ricord estuviese en el París-Niza a mediodía. Bestard leyó en silencio el documento y se lo devolvió.
—Entonces —asintió con una leve sonrisa— creo que tendré que detenerlo, para ustedes—. Examinó la foto de Ricord e indicó—: Necesitaremos esto para identificarlo.
Pero la prontitud, advirtió Bestard, era indispensable. Sospechaba que Coronel, el jefe de la policía secreta, había puesto espías en su departamento; no tardaría mucho en enterarse de la detención que se proyectaba; entonces saltaría, la trampa "en vacío". En cuanto al traslado "extraoficial" de Ricord a manos de autoridades norteamericanas, tendrían que discutirlo cuando el delincuente estuviera a buen recaudo.
Mientras Palmer iba a la embajada de los Estados Unidos y ponía al embajador Raymond Ylitalo al tanto de la situación, Bestard envió un grupo de tres hombres al París-Niza. Llegaron al establecimiento poco antes de mediodía, y los recibió un hombre pequeño, ya viejo, de cabellera cana y patillas hirsutas.
—¿El señor Ricord? —dijo el hombre, perplejo— ¿Dargelles ? No está aquí —y señaló hacia el bar—. Quizá sea un huésped a los bungalows. La secretaria les puede enseñar el libro de registro.
Los tres hombres, vestidos de paisano, le agradecieron los informes y se acercaron a la muchacha que estaba detrás del escritorio. Al mostrarle la fotografía que les había dado Bestard, la misma que le había dado a este último Palmer, la muchacha "se desmayó" inmediatamente. Los agentes sospecharon en seguida que se trataba de un truco para ganar tiempo. Uno de los agentes se volvió de pronto y preguntó:
—¿Adónde se fue el viejo? Estaba aquí hace un momento...
Como respuesta, con chirridos de neumáticos, un automóvil deportivo color rojo salió por el camino del motel; el viejo iba al volante. Cuando los estupefactos agentes reaccionaron, el auto ya había desaparecido por la carretera.
Una mirada a la foto bastó para que los agentes se percataran de que los habían engañado. Las facciones del sujeto calvo de la foto eran idénticas a las del conductor de aquel automóvil; sólo había un detalle diferente... Compungido, el jefe dio la noticia por teléfono a Bestard, que montó en cólera.
El agente se excusó:
—Llevaba una peluca, y por eso no lo reconocimos.
Durante dos horas los policías recorrieron inútilmente en automóvil las calles de Asunción. Luego decidieron regresar al motel y vigilarlo estrechamente. Acababan de estacionar el auto a la entrada, cuando, como por encanto, el coche rojo deportivo los pasó a toda carrera. Iba a más de 140 kilómetros por hora, y se dirigía hacia el río, y más allá, hacia la seguridad de la frontera internacional con Argentina. Pero los agentes no pensaban dejar que esta vez André Ricord se les volviera a escapar.
A velocidades de cerca de 160 kilómetros por hora, el auto deportivo y el de la policía recorrieron en cuestión de segundos los dos kilómetros que hay entre el motel y el río fronterizo. Los agentes sabían que, si Ricord salía de Paraguay, se les habría escapado, quizá para siempre.
El auto deportivo desapareció tras una curva y patinó hacia el camino que conduce al muelle. Al llegar los agentes al embarcadero, encontraron aquel auto ya estacionado, con las puertas abiertas; vacío... El conductor había desaparecido. Ansiosos, los oficiales se mezclaron entre la muchedumbre que llenaba las lanchas amarradas al muelle. Un hombre viejo y calvo, cojeando, se disponía en ese momento a tomar un lugar en la fila. Al llamarlo un agente, el viejo vaciló y miró en torno, confuso. Luego, de pronto, pasó entre la fila de pasajeros y saltó a bordo de una lancha vacía. Ya había sobornado al lanchero para que lo llevara cuando la policía lo atrapó. Salvo la peluca, no había duda de su identidad: se trataba de Auguste Joseph Ricord.
Barrera diplomática
AQUELLA misma tarde, a las 4, por el teletipo de las oficinas de la BNDD en Washington llegó un breve mensaje: "Auguste Ricord detenido a las 3 de la tarde. Palmer".
El cablegrama sorprendió a la BNDD y a las autoridades aduaneras. Pocos habían creído realmente que Ricord pudiera ser detenido; tan grande era su influencia. Por tanto, todavía no se habían trazado planes para su traslado a los Estados Unidos en forma rápida y sin llamar la atención, si Paraguay lo entregaba a la custodia de Palmer.
En el salón de conferencias de la BNDD, los funcionarios encargados de la sección de asuntos iberoamericanos y algunos especialistas se reunieron para concertar un plan de acción. Pero los agentes que estudiaban los horarios de las líneas aéreas tropezaron con una gran dificultad: no habría vuelo directo de Asunción a Miami hasta cinco días después. Todos los demás vuelos implicaban trasbordar de aviones en Brasil o en Argentina, países en los que Ricord tenía muchos amigos influyentes. El peligro de que en Argentina o Brasil se le concediese inmunidad, por no tener allí antecedentes penales, era demasiado grave para exponerse a él.
Muy temprano, a la mañana siguiente, llegó otro cable de Palmer. La noticia de la detención de Ricord había circulado ya en Asunción. Palmer se había enterado de que muy pronto intentarían asesinar al detenido: una vez bajo la custodia norteamericana y enfrentándose a una sentencia hasta de 20 añces, Ricord se defendería con lo que tuviera a su alcance: uñas y dientes, revelando acaso detallados informes que pondrían al descubierto el grado de corrupción existente entre ciertos funcionarios paraguayos. Andrés Rodríguez, Pastor Coronel y otros como ellos no estaban dispuestos a que los delataran. Se hallaba en juego no sólo su carrera, sino también enormes cantidades de dinero que habían obtenido del tráfico de drogas, año tras año. Para ellos, Ricord era ya un hombre del que podían prescindir. Así pues, si la BNDD lo deseaba vivo, era necesario sacarlo del país rápidamente.
La Fuerza Aérea norteamericana suministró por fin un posible medio de transporte seguro. Un avión de carga C-141 volaba semanalmente desde la base aérea de Charleston, en Carolina del Sur, a Iberoamérica, con valijas diplomáticas y equipo militar del programa de préstamos y arrendamientos. Descargaba suministros en el puerto aéreo internacional Presidente Stroessner, de Asunción. Pero el aparato debía salir a mediodía y no podía esperar.
Se informó a Palmer de que disponía únicamente de ocho horas para llevar a Ricord al aeropuerto. En el mejor de los casos, sería una operación delicada. La policía no podía hacer otra cosa que expulsar a Ricord del país. Una vez que estuviera en el salón de tránsito del aeropuerto, técnicamente se hallaría ya fuera de Paraguay. A partir de ese momento, correspondería a Palmer llevarlo a bordo del C-141, por la fuerza si era necesario.
Llegó y pasó la hora fijada. A primeras horas de aquella tarde, la Fuerza Aérea informó desde Asunción que el C-141 volaba ya rumbo a los Estados Unidos, sin llevar a Ricord. No se dio ninguna explicación, y el flujo constante de los cablegramas de Palmer cesó de repente. Durante casi 24 horas todos estuvieron en tensión, y los funcionarios de la BNDD temían que hubiese ocurrido lo peor.
En realidad, Palmer había tropezado con una dificultad imprevista. Cuando ya se estaban terminando los trámites para que Ricord fuera conducido al aeropuerto, el embajador norteamericano Ylitalo intervino, y retardó el traslado. Desde el principio se había opuesto a cualquier acuerdo "extraoficial" entre Palmer y Bestard. Señaló el embajador que Paraguay y Estados Unidos estaban a punto de resolver una controversia en torno de las cuotas preferentes de exportación del azúcar. Cualquier trato secreto acerca de Ricord podría modificar el statu quo diplomático.
Esa tarde, en una acalorada discusión, Ylitalo ordenó a Palmer suspender sus negociaciones con Bestard. "Los Estados Unidos no serán parte de ningún arreglo extraoficial", le advirtió. Después, para cerciorarse de que dominaba la situación, negó a Palmer el empleo de los medios de comunicación de la embajada. Como la policía secreta de Coronel espiaba el flujo de cables comerciales, Palmer quedaba así incomunicado. El agente especial trató de explicar el tremendo efecto que sacar a Ricord de Paraguay tendría en el tráfico de heroína en Iberoaméricá", pero el embajador siguió inconmovible. Esa controversia fue un ejemplo clásico del conflicto de intereses entre dos dependencias del gobierno; en Paraguay, la palabra de Ylitalo era definitiva.
Intrigado por la indecisión norteamericana, Bestard se volvió cauto. Hasta ese momento había estado sometido a la continua presión de ciertos funcionarios paraguayos para que soltara a Ricord. Hacía unas cuantas horas le había hablado el franco-paraguayo Leopoldo Perrier, que actuaba como proxeneta para altos funcionarios y generales. Perrier ordenó a Bestard: "Suelte a Ricord". La reacción de Bestard fue redoblar la guardia de Ricord. Pero no podía permitirse más dilaciones.
Bestard comunicó a Palmer que, aunque aprobaba los planes de expulsar a Ricord sigilosamente, no podía ya asumir esa responsabilidad. Sólo procedería si le llegaba la autorización directa del presidente Stroessner. Sugirió que se celebrara una reunión, aquella noche, entre el Presidente y el embajador Ylitalo.
Se concertó una junta para las 9 de la noche, en el palacio presidencial. Sin embargo, a última hora Ylitalo se negó a asistir, so pretexto de que una conferencia a esas horas de la noche no se ajustaba al protocolo diplomático. Por haber sido concertada en forma tan precipitada, esa junta "se salía de todo molde".
A la mañana siguiente era ya demasiado tarde. Los funcionarios y militares que se sentían amenazados no habían perdido tiempo en advertirle que un traslado precipitado de Ricord podía colocar a los dirigentes de Paraguay en una situación molesta. Se decidió que el caso sería resuelto por el procedimiento de extradición, ventilado ante los tribunales paraguayos. Exhausto y colérico, Palmer se preparó a regresar a Buenos Aires. Ya no podía hacer nada más.
El secretario norteamericano de Estado, William Rogers, firmó el 21 de mayo una solicitud oficial de extradición de Ricord y presentó la causa de los Estados Unidos al gobierno de Paraguay. Pero, después de más de ocho meses de enconados debates, cuidadosamente preparados, un tribunal paraguayo falló que no cabía la extradición de Ricord. A nadie sorprendió el fallo. El juez era pariente de Enio Varela y el abogado de Ricord también trabajaba para el jefe de la policía secreta, Pastor Coronel.
Mientras tanto, Ricord ocupaba una celda en la prisión de Tacumbú, en Asunción, pero no era el suyo un sacrificio muy grande. En una ocasión se le vio cuando salía de la cárcel en automóvil, para atender sus negocios en el París-Niza. Su vida no se hallaba ya en peligro. Poco después de su arresto, según afirmaban algunos delatores, logró sacar del país un relato completo de la parte que habían desempeñado en su organización algunos paraguayos. En caso de que él muriese, esos papeles —que se afirmaba estaban en posesión de la media hermana de Ricord, residente en Buenos Aires— serían entregados a las autoridades norteamericanas. Ese testamento, esa última voluntad de Ricord, constituía una amenaza para sus complacientes huéspedes paraguayos, y una garantía perfecta de supervivencia.
Vuelo clandestino
MIENTRAS Ricord mataba el tiempo en la cárcel pintando paisajes de la Francia de su niñez y ofreciendo a los periodistas costosos quesos y relatos de su inocencia, los agentes, en Estados Unidos, continuaban armando algunas piezas del rompecabezas. Se habían incautado 100.000 dólares que Ricord había depositado en los bancos de Suiza y de Nueva York. Por medio de las confesiones de traficantes detenidos que habían estado al servicio de Ricord, se sabía que algunos funcionarios del Banco de China quizá hubiesen sido intermediarios para el envío de enormes sumas a cuentas secretas en Singapur.
Continuaba la presión diplomática de los Estados Unidos para obtener la extradición de Ricord. El personal de las embajadas norteamericanas en Iberoamérica, así como la Agencia de Información de los Estados Unidos, iniciaron una campaña permanente para que el caso fuese llevado a la atención de los dirigentes iberoamericanos y a la opinión pública.
Al cabo de unas cuantas semanas de la detención de Ricord, los agentes norteamericanos se enteraron de que dos de los policías paraguayos que lo habían detenido habían sido enviados a remotas e inhóspitas comarcas del país. No se había secado aún la tinta en la petición de Estados Unidos en favor de la extradición de Ricord, cuando Pastor Coronel y el director de Aduanas del Paraguay se vieron envueltos, según los delatores, en un contrabando de 60 kilos de heroína destinada a los Estados Unidos.
En diciembre de 1971 Alejandro Lanusse, Presidente de Argentina alarmado por el creciente abuso de las drogas en su país, trató de obtener un convenio del presidente Stroessner contra los traficantes de narcóticos, el cual respondió tachando toda mención al contrabando de drogas en el comunicado conjunto de ambos Presidentes.
Preocupado por las tácticas dilatorias de Paraguay en el caso de Ricord, a principios de agosto el presidente Nixon redactó una nota dirigida a Stroessner. A continuación envió a Nelson Gross, especialista en narcóticos del Departamento de Estado, a que entregara personalmente su carta a Stroessner. En una entrevista que duró dos horas, Gross recordó al Presidente que la ley de ayuda al exterior, de 1971, faculta al Presidente de los Estados Unidos a suspender la asistencia económica a cualquier nación que deje de tomar medidas contra los traficantes de drogas que operen en su jurisdicción. Se hallaban en juego cerca de once millones de dólares en ayuda directa de los Estados Unidos al Paraguay, aparte de las cuotas preferentes de azúcar.
Apenas había regresado Gross, cuando se recibió la noticia de que el tribunal de última instancia de Paraguay había declarado nula la sentencia de otro tribunal inferior y fallado que procedía la extradición de Ricord. La noticia de la inminente extradición de Ricord se extendió como un choque eléctrico por toda Iberoamérica, entre los traficantes y funcionarios corruptos. Nadie dudaba de que Ricord, cuando estuviese en los Estados Unidos, se defendería con los nombres y con los informes de que dispusiera, para lograr una sentencia más leve. Por ese motivo, los preparativos para su regreso estuvieron rodeados de misterio.
Una noche del mes de agosto, el capitán Fred Denne, veterano piloto de la Pan American, recibió una misteriosa llamada telefónica en su casa. Se le dijo que hasta nuevo aviso estaría disponible para emprender un vuelo especial, por cuenta del gobierno. No se le indicó la fecha de ese vuelo.
—¿Cuál es el destino? —preguntó Denne.
—Lo siento —respondió el programador de vuelos—. No lo sé.
El vuelo número 892 de la Pan American siguió siendo una incógnita para este piloto, hasta poco antes de que despegara, muy temprano, la mañana del primero de septiembre. Los agentes que iban a ser sus únicos pasajeros informaron a Denne de que su destino sería Asunción (Paraguay). Su misión: recoger a un delincuente, cuyo nombre no dieron, y llevarlo sin tropiezos a los Estados Unidos.
Primero hicieron escala en São Paulo (Brasil), en donde Denne, su tripulación y el grupo de agentes —entre ellos un médico— pasaron la noche llenos de zozobra. Se había advertido a Denne que debía prever la posibilidad de un intento de sabotaje. A la mañana siguiente, él y dos agentes revisaron minuciosamente el 707, para asegurarse de que no se había metido subrepticiamente ningún bulto a bordo. Despegaron entonces rumbo a Asunción, en el último tramo de su vuelo.
Cuando faltaba menos de una hora para que aterrizara en el aeropuerto Presidente Stroessner, comunicaron por fin a Denne todos los arreglos que ya se habían hecho. Debía aterrizar y rodar el avión hacia la terminal, como en cualquier vuelo ordinario. Una vez allí, se abastecería hasta el máximo de combustible y después rodaría el avión hasta el extremo de la pista, preparado para despegar inmediatamente.
Denne siguió esas instrucciones y esa vez todo salió según el plan trazado. Hicieron aparecer a Ricord sólo después que el avión se proveyó de combustible y recibió el permiso de salida, cuando el aparato empezó a enfilar la pista. De repente, una camioneta de reparto se acercó con rapidez, de entre dos hangares, y se detuvo a un costado del avión. En el extremo de la pista se elevó una pasarela hacia la puerta del frente del jet, y cuatro hombres que estaban en el vehículo subieron apresuradamente. El primero era Miguel Bestard y el último de los cuatro iba esposado: un hombre pequeño, que avanzaba entre dos robustos detectives paraguayos. Ese hombre era Auguste Ricord. Los agentes norteamericanos dieron las gracias a Bestard, arrestaron a Ricord y le leyeron sus derechos, según la Constitución de los Estados Unidos. Unos cuantos segundos después comenzaba el viaje de regreso.
Ricord llega al aeropuerto internacional Kennedy custodiado por un aduanero.
Se cierra el caso
LA ORGANIZACIÓN de Ricord empezó a sufrir graves bajas en toda Iberoamérica. En la Ciudad de México, un traficante fue abatido a tiros por la policía; los cómplices de este hombre se ocultaron, pero media docena de sus principales cabecillas cayeron en manos de las autoridades unas semanas después. La mayoría de ellos fue entregada a los Estados Unidos, donde se confesaron culpables de diversos delitos.
Sin embargo, el caso "André" todavía no se cerraba. El juicio de Ricord —fijado para el 5 de diciembre— aún estaba por ventilarse. Y en cuanto se encarceló a Ricord en la penitenciaría federal de Nueva York, los agentes del servicio de Aduanas se enteraron de que los traficantes iberoamericanos habían ofrecido 125.000 dólares a quien lo ayudara a escapar. Se reforzó la guardia en su celda, pues la fuga de Enio Varela, de la misma cárcel, era un recuerdo todavía reciente.
El fiscal del gobierno norteamericano, Walter Phillips, seguía tropezando con obstáculos en Asunción para encontrar testigos de cargo. La mayoría se negaba a declarar contra Ricord, tanto en declaración jurada como en comparecencia personal. Aunque se mantuvo en secreto la identidad de estas personas, se filtró alguna información al respecto. Phillips volvió a los Estados Unidos con las manos vacías. El caso tendría que seguirse con el testimonio de testigos ya encarcelados en los Estados Unidos; serían exclusivamente testimonios de delincuentes. El veredicto final dependería de que el jurado los creyera.
Durante los primeros días del proceso, Ricord fue la imagen misma de la inocencia ultrajada; se presentó como un dueño de restaurantes de cierta fama, acusado, de mala fe, de increíblés crímenes. Al avanzar el juicio, cuando su defensor atacó la veracidad de los testigos de la acusación, Ricord se mostró más confiado en sí mismo. Saludó a unos amigos suyos que estaban entre el público y susurró bromas a los periodistas.
Sin embargo, fue el mismo Ricord quien cambió diametralmente la situación. Al subir al estrado a declarar en su propia defensa, el séptimo día del proceso, cometió perjurio y se contradijo varias veces. Al final, el jurado tardó únicamente dos horas en pronunciar el veredicto: culpable.
Mientras el ujier llamaba por sorteo a cada jurado para que expresara su decisión, Al Seeley se levantó de su asiento, en la parte postesior de la sala, y salió en silencio. Había asistido al juicio todas las tardes, confundido entre los demás espectadores. Había llegado sin darse a conocer, y habíá salido en la misma forma. En la animación que siguió a la victoria del gobierno, nadie se molestó en pedirle su opinión.
Auguste Ricord, esposado y con la vista en el suelo, iba saliendo de la sala del tribunal a la misma hora en que Al Seeley regresaba a su oficina. Seeley fue a su escritorio, sacó una foto arrugada de debajo del cristal de la cubierta y la colocó cuidadosamente en un grueso legajo. El caso "André" quedaba cerrado.
E1 29 de enero de 1973 impusieron a Auguste Ricord una multa de 20.000 dólares y una sentencia de 20 años de cárcel.