ESCALOFRIANTE JUEGO EN EL ATLÁNTICO
Publicado en
diciembre 04, 2022
Los buques, aviones y helicópteros de la OTAN están dedicados día y noche a una peligrosísima e ingeniosa partida de ajedrez contra los submarinos nucleares soviéticos.
Por James Atwater.
EL ENORME submarino negro avanza lentamente con. su proa de pez por la ensenada de Murmansk y penetra en las agitadas aguas del mar de Barentz. El comandante, erguido sobre la torre blindada, observa cómo desaparece gradualmente la desolada silueta de la costa septentrional de la Unión Soviética, sabiendo que será su última visión de un panorama terrestre en el curso de varios meses. La escotilla de la torre se cierra sobre él, con metálico chasquido, y el submarino se desliza bajo las olas entre chorros de espuma para comenzar un largo viaje hacia su destino: las aguas próximas a la costa oriental de los Estados Unidos.
El submarino pertenece a la nueva serie "Y", a la cual, con un rasgo de humorismo negro, llaman los marinos estadounidenses los "Yanquis". Los rusos, mediante el despliegue de los "Yanquis", han dado un enorme paso hacia su igualación con el poderío naval de los Estados Unidos, puesto que este tipo de navío es en realidad una copia extraordinariamente buena del submarino Polaris norteamericano, que revolucionó la guerra naval al ser puesto en servicio, a principios del decenio de 1960 a 1969. El "Yanqui", como el Polaris, está propulsado por energía atómica y lleva 16 cohetes de carga nuclear. No ha sido diseñado para acechar convoyes ni combatir contra flotas enemigas, sino para permanecer oculto y solitario en medio del océano, dispuesto a destruir objetivos tan adentro de los Estados Unidos como Chicago, en el momento en que le llegue la orden. Aunque el "Yanqui" tiene una longitud aproximada de vez y media la de un campo de fútbol y pesa tanto como un crucero de la segunda guerra mundial, llega a alcanzar sumergido velocidades superiores a los 30 nudos, bastante más de lo que pueden lograr sus perseguidores navegando a toda máquina sobre aguas en calma.
Para detectar a un "Yanqui", y seguirle el rastro, la Marina de los Estados Unidos, con la colaboración de las fuerzas de la OTAN, ha de utilizar sus más avanzadas técnicas de guerra antisubmarina. Las maniobras entre los cazadores y la presa se llevan a cabo, por ambas partes, con escalofriante realismo. A continuación presentamos la primera descripción publicada del desarrollo de esa persecución.
Comienza la caza. El "Yanqui" salido de Murmansk empieza a navegar a centenares de brazas bajo la superficie y pocas horas después de haber comenzado su misión se encuentra ya en los límites de la red de vigilancia de la OTAN. Un avión de patrulla P-3 Orión, de la Fuerza Aérea Noruega, revolotea a poca distancia de las olas. Hora tras hora los 11 hombres de su tripulación se inclinan sobre las pantallas y los indicadores de su sensible equipo electrónico, en espera de la señal reveladora. De pronto aparece en los tambores de registro un nervioso trazado de líneas dentadas. No hay duda... es otro "Yanqui".
La información se transmite instantáneamente por la red de comunicaciones de la OTAN. Desde Islandia, erguida como un centinela que cerrase el paso hacia el Atlántico, despega un escuadrón de aparatos Orión de la Marina estadounidense, que inicia la persecución del submarino. Cuando éste llega más al sur, se elevan desde Escocia los esbeltos Nimrod de la Real Fuerza Aérea Británica. Los aviones patrulleros saben que el submarino es un "Yanqui" por los sonidos característicos que produce al avanzar bajo el agua, pero no pueden localizar inicialmente a su antagonista con la precisión suficiente para descender en picado contra él en un ataque simulado. Y ni siquiera habrían podido conocer su existencia si no fuese por una extraordinaria ventaja que concede la geografía a las naciones de la OTAN: para llegar al Atlántico Norte, a partir de Murmansk, los "Yanquis" tienen que pasar por un estrecho pasaje —un "punto de estrangulación" según la jerga de la marina— que se halla entre Islandia y las Islas Británicas, o por otro situado entre Islandia y Groenlandia, si ha puesto rumbo más septentrional.
A medida que se dirige el "Yanqui" hacia el sur desde su base de Murmansk, la información que acerca de su ruta obtienen los noruegos, norteamericanos y británicos se transmite a las computadoras de control y se concentra en el gigantesco mapa mural del cuartel general del Atlántico, establecido por los Estados Unidos y la OTAN en Norfolk (Virginia). De allí se da la orden a una fuerza de combate norteamericana especializada en la lucha antisubmarina: hay que localizar y seguir al "Yanqui".
Los perseguidores. El corazón, el cerebro y los músculos de este grupo especial de lucha antisubmarina es el portaaviones Intrepid, que combatió contra los japoneses en la segunda guerra mundial y fue posteriormente acondicionado para esta misión. Su cubierta de vuelo y la segunda cubierta, o de hangar, están repletas de helicópteros y de aviones patrulleros. Como escolta del Intrepid se despliega a su alrededor media docena de destructores; algo más lejos, a babor, se ve la silueta de lo que parece un buque pesquero de arrastre. Hasta que se acerca uno a él no se ve el bosque de antenas que se eleva de sus puentes y mástiles. Se trata de un buque espía ruso que observa los métodos utilizados por el Intrepid para cazar a los submarinos soviéticos.
Uno de los mejores pilotos del portaaviones, especialista en estas misiones, es un robusto comandante llamado Tony Bracken, que habla ruso y residió en Moscú como agregado naval. A Bracken le divierte medir su ingenio con el de los "Yanquis". "Queremos demostrarles que podemos darles caza", dice, "y ellos desean demostrarnos que pueden escapársenos".
Bracken dirige su avión de caza Grumman S-2 hacia la catapulta de babor del Intrepid. El aparato, de hélice, es corto y rechoncho como un camión volador, y en su interior hay un complejísimo y bien equipado laboratorio electrónico. Cuando los dos motores funcionan a toda marcha, la catapulta, con gran estrépito, lanza al aire al S-2 e inmediatamente después a otros dos aviones de igual modelo.
Bracken sabe perfectamente que la mayoría de los ingeniosos instrumentos utilizados por el S-2 para descubrir a los submarinos normales impulsados por motores diesel no sirven de nada contra los "Yanquis". La energía atómica que propulsa a éstos no produce humos que puedan ser registrados por el detector especial del S-2 y navegan a tan gran profundidad que la antena exploradora de rayos infrarrojos que suele usar Bracken no capta la elevación de la temperatura del agua causada por sus motores. Por último, si decidiera utilizar el sonar, que halla a su presa emitiendo ondas sonoras para que se reflejen en el casco del adversario, el "Yanqui" recogería también el sonido y cambiaría de rumbo antes de ser localizado con exactitud.
El único método para detectar a un "Yanqui" es la escucha pasiva. A velocidad de crucero sus hélices producen un sordo rugido al agitar las aguas, y es probable que funcione algún generador o bomba de achique, o que algún tripulante esté raspando pintura o utilizando una llave inglesa. Los sensibles aparatos de Bracken pueden percibir esos ruidos, por débiles que sean.
"¡Actividad en Maypole Doce!" Bracken utiliza un instrumento llamado boya-hidrófono, cilindro alargado, aproximadamente de un metro de longitud, que al caer al mar eleva automáticamente una antena sobre el agua y hace descender un oído electrónico —el hidrófono— hasta una profundidad predeterminada. El aparato se convierte en una estación de radio diminuta, pero extraordinariamente sensible, que capta los ruidos submarinos y los retransmite a los aviones que circulan sobre la superficie.
"Lanzado el Maypole Uno", informa Bracken, y la boya-hidrófono brilla a los rayos del sol al descender hacia el mar. Dejando caer en el agua más boyas-hidrófono, Bracken establece una red de comunicación y rastreo con el otro par de S-2.
Tres horas después de iniciada la misión, Myron Mitchell, técnico que se encuentra en la parte trasera del avión de Bracken, observa en su pantalla unas líneas amarillas que oscilan violentamente. "¡Actividad en el Maypole Doce!" grita. Bracken, con la velocidad del rayo, inclina lateralmente su aparato y se dirige hacia el lugar señalado.
Con ayuda de un equipo ultrasensible, Mitchell y el segundo técnico, Jim Higgins, separan entre el murmullo confuso de señales y ruidos de fondo los componentes más importantes. Intentan hallar los elementos diferenciales que constituyen la "firma" de los "Yanquis": las modulaciones características que han estudiado a bordo del portaaviones durante centenares de horas. Al fin se oye un débil grupo de señales reveladoras. "¡Hemos cazado a un Yanqui!" anuncia jubiloso Mitchell.
El halcón pescador y la trucha. Descendiendo a una altura de sólo 30 metros, los tres S-2 comienzan a dar pasadas rítmicas en una compleja danza, y una tras otra van cayendo en el mar las boyas-hidrófonos, algunas de las cuales empiezan a emitir señales positivas.
Para determinar la ruta del submarino, Mitchell necesita datos por lo menos de tres boyas, y va sintonizando sucesivamente las que se han lanzado, con el objeto de trazar en sus cartas marinas el camino que sigue su adversario. Durante la media hora siguiente los tres aviones siguen al submarino en sus pantallas. Luego llega el relevo: otros tres S-2, y el aparato de Bracken regresa al portaaviones.
Al día siguiente la catapulta del Intrepid vuelve a lanzar al aire al S-2, que va tras el "Yanqui" de manera tan silenciosa y concentrada como el halcón pescador que persigue una trucha en un riachuelo. A las 2 de la madrugada siguiente Bracken despega de nuevo con una misión más laboriosa. Ya no se trata sólo de ir tras el "Yanqui", sino de determinar su posición con tan poco margen de error que, en teoría, pueda ser atacado con grandes probabilidades de éxito. Pero para hacerlo tiene que utilizar el sonar, que descubrirá su presencia al comandante del submarino.
Los S-2 arrojan metódicamente las boyas, con las que comprueban que el "Yanqui" sigue su ruta. En ese momento se unen a los S-2 un par de helicópteros Sea King, revolotean sobre el lugar y bajan por cables sus instrumentos de escucha, que penetran en el agua.
Bracken grita: "¡Entramos en acción!" y deja caer una boya-hidrófono que contiene un pequeñísimo aparato de sonar, cuyas ondas se difunden por el agua en busca de su objetivo. Bracken imagina la escena bajo el océano. ¡Ping! La primera onda del sonar golpea al "Yanqui". Oída así sin previo aviso, debe de haber resonado en los aparatos de escucha de su antagonista como un clarín de guerra.
En la parte trasera del S-2 de Bracken los dos técnicos estudian sus instrumentos en espera de la reacción. Repentinamente los registros y las pantallas entran en movimiento. "¡Diablos!" grita Mitchell. "¡Mira cómo intenta escapar!"
Como una resoplante ballena, el "Yanqui" se sumerge en las profundidades a creciente velocidad, que sobrepasa los 30 nudos. Los S-2 colocan una línea de boyas a proa del submarino y los helicópteros avanzan renqueando, deteniéndose de vez en cuando hasta tocar el agua y escuchar. El cielo se llena de las destellantes luces rojas de los aviones que vuelan en círculo y el "Yanqui" vira bruscamente, serpentea en redondo y de pronto, con un rápido movimiento, se aleja de los S-2 y de los helicópteros. Durante algún tiempo se le oye aún débilmente, muy lejos, tras lo cual continúa la persecución y, después de prever sus movimientos, se vuelve a determinar su posición exacta.
"¡Bien hecho, muchachos!" exclama Bracken a través de los dispositivos de intercomunicación, cuando por fin da por terminada la caza. "¡Se han dado cuenta de que los teníamos atrapados!"
En una situación real de combate, todos los pilotos de los S-2 habrían arrojado torpedos. M-49 guiados por sus propios sistemas de sonar, cada uno de los cuales podría haber sido armado con una carga nuclear.
Los Polaris contra los "Yanquis". La Marina de los Estados Unidos confiesa francamente su incapacidad para enterarse de las andanzas de todos los "Yanquis" que navegan en el Atlántico. "No tenemos bastantes buques ni aviones", explica el almirante Charles Duncan, recientemente retirado, que fue comandante de las fuerzas conjuntas norteamericanas y de la OTAN destacadas en el Atlántico. Y sin duda el problema se agravará aun más en lo futuro, cuando la flota de los "Yanquis" se incremente de 25 submarinos que se estima poseía en 1972, al total de 62 que fue aceptado en mayo de 1972, al finalizar las primeras conversaciones para la limitación de armas estratégicas (SALT I).
La SALT I permite únicamente que la flota de los Polaris aumente desde los 41 submarinos que posee actualmente a 44, pero los norteamericanos compensan con mucho la diferencia numérica con su mayor poder de fuego y la gran exactitud de sus armas: cada cohete Polaris puede ser portador de hasta diez cargas nucleares distintas, cada una de las cuales puede ser dirigida a un objetivo diferente. (Los cohetes de los "Yanquis" sólo poseen actualmente una carga nuclear.) Mientras siga siendo casi imposible descubrir a los Polaris, las dos flotas submarinas se mantendrán en equilibrio y ninguno de los bandos podrá darse el lujo de atacar al otro, puesto que sabe que sobrevivirían submarinos adversarios en número suficiente para organizar un contraataque devastador.
¿Tienen los rusos capacidad para seguir la pista a los Polaris? El almirante Duncan lo niega rotundamente. Los soviéticos están actualmente a la zaga de los Estados Unidos en las técnicas de lucha antisubmarina. Poseen dos portahelicópteros modernos, cada uno de los cuales puede llevar 20 helicópteros especializados en esta lucha, equipados con boyas-hidrófonos e instrumentos electrónicos, pero carecen de portaaviones que sirvan de base a aparatos como el S-2, cuyo radio de acción es mucho mayor que el de cualquier tipo de helicóptero.
En 1978, año en que expirarán los actuales convenios SALT, los Estados Unidos pondrán en acción un submarino muy superior al "Yanqui" y al Polaris. Este supersubmarino, al que se da el nombre de Tridente, llevará un nuevo tipo de cohete, cuyo alcance estará entre 8000 y 11.000 kilómetros, suficiente para destruir a Moscú desde la costa oriental de los Estados Unidos.
Por ahora, los Estados Unidos y la Unión Soviética siguen mejorando sus técnicas de lucha antisubmarina. La Marina estadounidense emplea "oídos electrónicos", conectados con cables que serpentean a lo largo de los lechos oceánicos para buscar a los submarinos adversarios. Extrañas "plataformas" sin tripulantes van y vienen por determinadas zonas del Atlántico en misteriosas tareas de escucha. La Marina está erigiendo una enorme torre, también en el fondo del Atlántico, a unos 5000 metros de profundidad con un costo de mil millones de dólares, para detectar desde lejos el amenazador murmullo de los submarinos.
Sin embargo, lo más probable es que, durante cierto tiempo todavía, la lucha antisubmarina siga dependiendo fundamentalmente de sensibles boyas provistas de hidrófonos y de hábiles pilotos como Tony Bracken, que continuarán volando a poca altura sobre el Atlántico Norte, intentando anticiparse en dos jugadas a los movimientos del comandante ruso que se esconde bajo olas de espuma.