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diciembre 01, 2022
“Orad para que vuestra huida no sea en invierno ni en sábado.”
—MATEO 24:20
Empezó a nevar un poco después de las tres. Había parecido que iba a hacerlo a lo largo de toda Pensilvania, e incluso habían caído algunos copos justo delante de Youngstown, Ohio, pero ahora estaba nevando con fuerza, gruesos copos que ya estaban cubriendo la rígida hierba muerta de la mediana y haciéndose más densa a medida que seguía conduciendo hacia el oeste.
Y esto era lo que podías esperar lanzándote a la carretera a mediados de enero, se dijo, sin comprobar primero el Canal del Tiempo. No había comprobado nada. Se había quitado el hábito, hecho la maleta, subido a su coche y partido. Como un hombre huyendo de un crimen.
La congregación pensaría que había huido con el dinero de los donativos, pensó. O peor. En los periódicos había habido el mes pasado la noticia de un ministro que había huido a las Bahamas con los fondos de construcción del edificio de la iglesia y una rubia. Dirían: “Me pareció que actuaba de una forma extraña en la iglesia esta mañana.”
Pero todavía no podían saber que se había ido. La Reunión de Marineros del domingo por la noche había sido cancelada, la reunión de los ancianos no era hasta la semana siguiente, y la reunión ecuménica interiglesias no sería hasta el jueves.
Se suponía que tenía que jugar al ajedrez con B. T. el miércoles, pero podía llamarle y aplazarla. Tendría que llamar cuando B. T. estuviera en el trabajo y dejarle un mensaje en su buzón de voz. No podía correr el riesgo de hablar con él..., eran amigos desde hacía demasiado tiempo. B. T. sabría de inmediato que ocurría algo. Y sería la última persona en comprender.
Llamaré a su buzón de voz y aplazaré nuestra partida de ajedrez hasta el jueves por la noche, después de la reunión ecuménica, pensó Mel. Esto me dará hasta el jueves.
Se estaba engañando a sí mismo. La secretaria de la iglesia, la señora Bilderbeck, le echaría en falta el lunes por la mañana cuando no se presentara al oficio religioso.
La llamaría y le diría que tenía la gripe, pensó. No, ella insistiría en traerle un poco de sopa de pollo y pastillas de cinc. Le diré que la llamo desde fuera de la ciudad, que he tenido que ausentarme unos días por asuntos personales.
Y ella pensará de inmediato lo peor, se dijo. Pensará que tengo cáncer, o que estoy buscando otra iglesia. Y cualquier conclusión a la que lleguen, pensó, incluso la malversación, será más fácil de aceptar para ellos que la verdad.
La nieve empezaba a cuajar en la autopista, y el parabrisas se estaba empañando. Mel conectó el desempañado. Le adelantó un camión, lanzándole un estallido de nieve. Iba lleno de cestas de noria doradas y blancas. Había visto pasar camiones como aquél toda la tarde, llevando los negros coches del Pulpo y barracas desmontadas y tiras de tendido de montañas rusas. Se preguntó qué feria se celebraba en Ohio a mediados de enero. Y con este tiempo.
Quizá se habían perdido. O quizá de pronto también habían tenido una visión que les decía que se encaminaran al oeste, pensó hoscamente. Quizá de pronto habían tenido una crisis nerviosa en medio de la iglesia. En medio de su sermón.
Había asustado mortalmente al coro. Estaban sentados allí, a medio sermón, pensando que tenían tiempo de sobra antes de que tuvieran que buscar el himno final en sus partituras, cuando él se detuvo en seco, la mano aún alzada, en medio de una frase.
Había habido silencio durante todo un minuto antes de que el organista pensara en tocar el introito, y entonces había habido un frenético rebuscar en sus partituras, un frenético pasar páginas. Se habían puesto torpemente en pie mientras cantaban ya la primera estrofa, al tiempo que le miraban como si se hubiera vuelto loco.
¿Y tenían razón? ¿Había tenido realmente una visión, o era tan sólo una crisis de la mediana edad? ¿O un episodio psicópata?
Era presbiteriano, no pentescostal. No tenía visiones. La única vez que había experimentado algo remotamente parecido a una visión fue cuando tenía diecinueve años, y no había sido una visión. Había sido una llamada al ministerio, y sólo lo había conducido al seminario, no corriendo hacia quién sabía qué.
Y esto tampoco era una visión. No había visto una zarza ardiendo o un ángel. No había visto nada. Simplemente había tenido la abrumadora convicción de que lo que estaba diciendo era cierto.
Deseaba seguir teniéndola, no empezar a dudar ahora que estaba a quinientos kilómetros de casa y en medio de una tormenta de nieve, no empezar a pensar que había sido alguna especie de histeria autoinducida, nacida de su propio deseo y del hecho de que era enero.
Odiaba enero. La iglesia siempre parecía triste y abandonada, con todas las decoraciones de Navidad retiradas, el santuario oscuro y helado a la gris luz del invierno, la epifanía terminada y nada en previsión más allá de la Cuaresma y los impuestos. Y el Viernes Santo. La asistencia y las colectas disminuyen, la mitad de la congregación está con la gripe y la otra mitad fuera en un crucero de invierno, aquellos que se han quedado parecen abandonados también, como si desearan poder tener algún lugar donde ir.
Era por eso que se había decidido en contra de su sermón sobre los deberes cristianos y había sacado uno antiguo de sus archivos, un sermón sobre la promesa de Jesús de Su regreso. Para conseguir eliminar aquella expresión abandonada de sus rostros.
—Ésta es la peor época —había dicho—, cuando ha terminado la Navidad, y hay que pagar las facturas, y parece como si el invierno nunca fuera a terminar y el verano nunca fuera a llegar. Pero Cristo nos dice que “no sabemos cuándo viene el amo de la casa, por la tarde, o a medianoche, o al cantar el gallo, o por la mañana”, y cuando llegue
tenemos que estar preparados para él. Puede venir mañana o el año próximo o dentro de mil años. Puede estar ya aquí, ahora. En este mismo momento...
Y mientras decía aquello, tuvo una abrumadora sensación de que era cierto, de que Él ya había venido, y que tenía que ir a Su encuentro.
Pero ahora se preguntaba si no habría sido tan sólo el deseo de estar en algún otro lugar, en un lugar distinto a aquel frío santuario sin flores.
Si es así te has equivocado de camino, pensó. Hacía un frío de hielo, y el parabrisas se estaba empañando de nuevo. Puso el desempañado al máximo y limpió el parabrisas con su enguantada mano.
La nieve caía mucho más intensa, y el viento estaba arreciando. Mel conectó la radio para escuchar el informe del tiempo.
—... y en los últimos días, nos dice el Libro de la Revelación, —brotó una voz—, “habrá granizo y fuego mezclados con sangre”.
Esperaba que aquello no fuera el boletín del tiempo. Pulsó el botón de búsqueda automática de la radio y escuchó mientras efectuaba su ciclo por las emisoras. “...respecto al último escándalo relativo al presidente y...”, la voz de Randy Travis cantando “Forever and Ever, Amen”..., “un mal futuro en...”, “y los discípulos dijeron: “Señor, muéstranos una señal...””
Una señal, eso era lo que necesitaba, pensó Mel, mirando la carretera. Una señal de que no estaba loco.
Un semirremolque lo adelantó en un cegador estallido de nieve y gases de escape. Se inclinó hacia adelante, intentando ver las líneas en la calzada, y otro camión pasó por su lado, lleno de autos de choque naranjas y amarillos. Autos de choque. Qué apropiado. Todos iban a estar conduciendo autos de choque si se mantenía la nevada, pensó, observando cómo el camión se metía en el arcén delante de él. Culeó locamente al hacerlo, y Mel apoyó el pie en el freno, sintió el coche patinar, levantó el pie.
Bien, había pedido una señal, pensó, reduciendo cuidadosamente la marcha, y ésta no podría ser más claro ni aunque estuviera escrita en ardientes letras: ¡Vuelve a casa! ¡Aquello era una loca idea! Vas a matarte, ¿y qué pensará entonces la congregación? ¡Vuelve a casa!
Lo cual era más fácil de decir que de hacer. Apenas podía ver la calzada, y mucho menos algún cartel de salida de la autopista, y el parabrisas estaba empezando a cubrirse de hielo. Comprobó que el desempañado estaba al máximo y barrió de nuevo el cristal con la mano.
No se atrevía a arrimarse al arcén y parar, aquellos semirremolques nunca lo verían, pero iba a tener que hacerlo. El desempañado no conseguía nada contra el hielo que se acumulaba en el parabrisas, como tampoco servían de nada los limpiaparabrisas.
Bajó la ventanilla y se inclinó hacia fuera, intentando agarrar la escobilla del limpiaparabrisas y golpearla contra el cristal para sacudir el hielo y hacerlo caer. La nieve golpeó su rostro, hormigueante.
— ¡De acuerdo, de acuerdo! —le gritó al viento—. ¡He captado el mensaje!
Volvió a subir la ventanilla, temblando, y limpió de nuevo el interior del cristal. La única señal que deseaba ahora era una señal de salida, pero no podía ver el carril.
Si es que estoy en el carril, pensó, intentando divisar alguna línea delatora, pero todo el mundo a su alrededor había desaparecido bajo una informe blancura. ¿Y qué le impedía salirse sin querer de la calzada y meterse en una zanja?
Se inclinó tensamente hacia adelante, intentando captar algo, cualquier cosa, y creyó ver muy, muy lejos allá delante, una luz.
Una luz amarilla, demasiado alta para ser el piloto trasero de un vehículo..., el faro de una moto quizá. Pero eso era imposible, no había forma humana de que un motorista pudiera estar conduciendo en medio de aquello. Tenía que ser una de esas luces en la esquina superior de un semirremolque.
Si era eso, no podía ver la otra, pero la luz se estaba moviendo firmemente delante a él, y la siguió, intentando mantener su ritmo.
Los limpiaparabrisas se estaban encallando de nuevo en el hielo. Bajó el cristal de la ventanilla, y en el proceso perdió de vista la luz. O la carretera, pensó asustado. No, ahí estaba la luz de nuevo, todavía alta, pero más cerca, y no era una luz, era todo un racimo de luces, redondas bombillas amarillas que formaban una flecha.
La flecha encima de un coche de la policía, pensó, diciéndote que cambies de carril. Debía de haber algún accidente allá delante. Tensó la vista, intentando descubrir las destellantes luces azules de una ambulancia.
Pero la flecha amarilla se movía firme delante de él, y cuando se acercó más vio que la flecha apuntaba hacia abajo en ángulo. Y que estaba reduciendo su velocidad. Mel redujo también la marcha, enfocando toda su atención en la carretera y en el manejo del freno para impedir que el coche patinara.
Cuando alzó de nuevo la vista, la flecha había reducido su velocidad hasta casi pararse y pudo verla claramente. Formaba parte de un cartel iluminado en la parte de atrás de un camión. “Estrella fugaz”, decía con letras floreadas, y cerca de la flecha, en neón rosa: “Tickets”.
El camión se detuvo por completo, con su intermitente parpadeando, y luego arrancó de nuevo, y a la luz de sus faros captó el atisbo de un rótulo manchado de negro. Una señal de stop.
Allí había una salida. Había seguido al camión fuera de la autopista sin siquiera saberlo.
Y ahora lo estaba siguiendo esperanzadamente al interior de un pueblo, pensó, poniendo el intermitente y girando tras el camión, pero en un momento de vacilación lo perdió. Y la nevada era peor aquí que en la autopista.
Allá estaba la flecha amarilla de nuevo. No, lo que veía era una corona de Burger King. Se detuvo frente al cartel, raspando contra el bordillo cubierto de nieve, y vio que se había equivocado de nuevo. Era el cartel de un motel. “King’s Rest”, decía, debajo de una corona de bombillas de color amarillo azufre.
Aparcó el coche y salió, resbalando en la nieve, y se dirigió a la oficina, que gracias a Dios tenía encendido el cartel de “Hay habitaciones”, en el mismo neón rosa que el letrero de “Tickets”.
Un pequeño Honda azul se detuvo a su lado y una mujer baja y regordeta salió del vehículo, sujetando una bufanda de color púrpura brillante alrededor de su cabeza.
—Gracias a Dios que sabía usted dónde iba —exclamó, poniéndose un par de mitones turquesa—. No podía ver nada excepto sus luces traseras. —Sacó del Honda una bolsa de lona de un color verde intenso—. Cualquiera que esté por la carretera con un tiempo como este tiene que estar loco, ¿no cree?
Y por si la ventisca no era señal suficiente, allí había una prueba positiva.
—Sí —dijo, aunque ella ya había entrado en la oficina del motel—, tiene que estarlo.
Se registraría, esperaría unas horas a que amainara la tormenta, y luego seguiría. Con suerte podría estar de vuelta en casa antes de que la señora Bilderbeck fuera a la oficina mañana por la mañana.
Entró en la oficina del motel, donde un hombre medio calvo le estaba tendiendo a la mujer regordeta la llave de una habitación y hablando con alguien por teléfono.
—Otra —dijo cuando Mel abrió la puerta—. Ajá.
Colgó el teléfono y empujó el libro de registro y una pluma hacia Mel.
— ¿De dónde viene usted? —preguntó.
—Del este —dijo Mel.
El hombre sacudió su medio calva cabeza.
—Han llegado justo a tiempo —les dijo a ambos—. Acaban de cerrar todas las carreteras al este de aquí.
“Y así vi los caballos en la visión, y a los que montaban sobre ellos”
—APOCALIPSIS 9:17
Por la mañana, Mel llamó a la señora Bilderbeck.
—No voy a estar en todo el día. He tenido que ir fuera de la ciudad.
— ¿Fuera de la ciudad? —exclamó la señora Bilderbeck, interesada.
—Sí. Asuntos personales. Estaré fuera la mayor parte de la semana.
—Oh, vaya —dijo, y de pronto Mel deseó que hubiera una emergencia en la iglesia, que Gus Uhank hubiera sufrido otro ataque al corazón o la madre de Lottie Millar hubiera muerto, para así tener que volver.
—Le dije a Juan que estaría usted ahí —dijo la señora Bilderbeck—. Está retirando las decoraciones de Navidad, y quería saber si deseaba guardar usted la estrella para el año que viene. Y la luz piloto de la caldera se apagó de nuevo. La iglesia estaba congelada cuando llegué esta mañana.
— ¿Sabe Juan cómo encenderla de nuevo?
—Sí, pero creo que alguien debería mirársela. ¿Y si vuelve a apagarse el sábado por la noche?
—Llame a Jake Adams a A-1 Heating —indicó. Jake era un diácono.
—A-1 Heating —dijo ella lentamente, como si estuviera anotándolo—. ¿Qué hacemos con la estrella? ¿Vamos a usarla de nuevo el año que viene?
¿Va a haber un año que viene?, pensó Mel.
—Haga lo que crea más conveniente —dijo.
— ¿Y qué hay de la reunión ecuménica? —preguntó la señora Bilderbeck—. ¿Estará usted de vuelta a tiempo para ella?
—Sí —dijo, temeroso de que si decía “no” ella le hiciera más preguntas.
— ¿Hay algún número donde pueda localizarle?
—No. Volveré a llamar mañana. —Colgó rápidamente, y luego se quedó sentado allí en la cama, intentando decidir si llamaba a B. T. o no. No había hecho nada importante en los quince años que eran amigos sin comunicárselo, pero Mel sabía lo que iba a decir. Se habían conocido en el comité ecuménico, cuando el presidente unitario había decidido que, para ser auténticamente ecuménico, necesitaban un presidente ateo y un biólogo darwiniano. Y, sospechaba Mel, un afroamericano.
Era lo único bueno que había surgido nunca del comité ecuménico. Él y B. T. habían empezado quejándose de las imbecilidades del comité ecuménico, que parecía inclinado a demostrar que las denominaciones no podían prosperar, progresaron jugando al ajedrez y luego a discutir de religión y de política y a mostrarse en desacuerdo en ambas cosas, y terminaron convirtiéndose en buenos amigos.
Tengo que llamarle, decidió, es una traición a nuestra amistad no hacerlo.
¿Y decirle qué? ¿Que había tenido una visión santa? ¿Que el Apocalipsis estaba siendo literalmente cierto? Le sonaba como una locura a Mel, por lo que cabía imaginar a B. T., que era un científico, que no creía en la Primera Venida, y menos aún en la Segunda. Pero si era cierto, ¿cómo no podía no llamarle?
Marcó el código del área de B. T., y luego colgó el auricular y fue a decir que se marchaba.
Las carreteras al este seguían cerradas.
—Pero no tendrá ningún problema si va al oeste —dijo el hombre medio calvo, tendiendo a Mel el recibo de su tarjeta de crédito—. Se supone que la nieve cederá al mediodía.
Eso esperaba Mel. La interestatal estaba cubierta por la nieve e increíblemente resbaladiza, y cuando Mel se situó detrás de un camión de arena, una piedra golpeó contra su parabrisas y dejó una clara melladura en el cristal.
Al menos apenas había tráfico. Sólo unos pocos camiones, y una camioneta azul marino con una pegatina en el parachoques que decía: “En caso de Éxtasis, este vehículo está libre.” No había ninguna señal del Honda azul o de la feria. Habían visto la luz y estaban todavía en el King’s Rest, sentados en el restaurante, bebiendo café. O se habían encaminado al sur para pasar allí el resto del invierno.
Pasó una señal oscurecida por la nieve que decía: “Para información sobre el tiempo, sintonice AM 1410.”
Lo hizo.
—... y en los últimos días aparecerá Cristo en persona —estaba diciendo un evangelista, posiblemente el mismo de ayer, o uno diferente, todos tenían el mismo acento, la misma entonación—. El Libro de la Revelación nos dice que Él aparecerá cabalgando un caballo blanco y liderando un poderoso ejército de los justos contra el
Anticristo en la última gran batalla del Armagedón. Y los incrédulos, los fornicadores y los asesinos de bebés serán arrojados al pozo sin fondo.
La amenaza “aguarda a que tu padre vuelva a casa” definitiva, pensó Mel.
— ¿Y cómo sé que estas cosas están viniendo? —dijo la voz en la radio—. Yo os diré cómo. El Señor vino a mí en un sueño, y me dijo: “Esos serán los signos de mi llegada. Habrá guerras y rumores de guerras.” Irak, amigos míos, de eso es de lo que está hablando. El rostro del sol se verá cubierto, y los impíos prosperarán. Mirad a vuestro alrededor. ¿A quién veis prosperar? Médicos abortistas y homosexuales y ateos. Pero cuando Cristo llegue de nuevo, serán castigados. Eso me dijo también. El Señor me habló, del mismo modo que le habló a Moisés, del mismo modo que le habló a Isaías...
Cortó la radio, pero eso no le hizo ningún bien. Porque era esto lo que le había estado atormentando desde que salió. ¿Cómo sabía que su visión no era como la de cualquier evangelista radiofónico?
Porque la suya es fruto del odio, el fanatismo y la venganza, pensó Mel. Dios ya no le hablaba más de lo que le hablaba al hombre en la luna.
¿Y cómo sabes que te ha hablado a ti? ¿Porque parecía real? Las voces que le decían al hombre de la bomba que destruyera la clínica abortista también parecían reales. La emoción no es una prueba. Las señales no son una evidencia. “¿Tiene alguna confirmación externa?”, oyó decir escépticamente a B. T.
El sol salió, y el resplandor de la blanca carretera, los blancos campos, fue peor de lo que había sido la nieve. Casi no vio al camión a un lado de la carretera. Sus luces de emergencia estaban encendidas, y al principio pensó que simplemente había resbalado fuera de la carretera, pero cuando lo hubo pasado vio que era uno de los camiones de la feria con su capota levantada y humo saliendo de ella. Un hombre joven con un mono estaba de pie a su lado, levantando el pulgar.
Debería detenerme, pensó Mel, pero ya había pasado, y recoger autostopistas era peligroso. Lo había descubierto cuando había predicado un sermón sobre el buen samaritano el año pasado.
—No seamos como el levita o el fariseo que pasan junto al motorista varado en la carretera, la víctima herida —dijo a su congregación—. Seamos como el samaritano, que se detuvo y ayudó.
Había parecido un tema perfectamente inofensivo para un sermón, y no estaba en absoluto preparado para el clamor que levantó.
— ¡No puedo creer que le diga usted a la gente que recoja a los autostopistas! —se había enfurecido Dan Crosby—. Si una de mis hijas termina violada, le haré a usted responsable.
— ¿En qué estaba usted pensando? —había dicho la señora Bilderbeck, después de que tuviera que vérselas con Mable Jenkins—. La semana pasada hubo una historia en la CNN acerca de alguien que se detuvo para ayudar a una pareja que se había quedado sin gasolina, ¡y les cortaron la cabeza!
El domingo siguiente tuvo que retractarse, diciendo que las mujeres no tenían que ayudar a nadie (lo cual puso furiosa a Mamie Rollet, por razones feministas) y que lo mejor que podía hacer todo el mundo era alertar a la patrulla del estado por su teléfono móvil y dejar que ésta se ocupara del asunto, a menos que conociera a la persona, aunque de alguna manera no podía imaginar al buen samaritano con un teléfono móvil.
Había un cruce en la mediana allá delante, pero estaba señalizado con un cartel que decía: “Sólo vehículos autorizados”. Y si me cortan la cabeza, pensó, la congregación no sentirá ninguna simpatía hacia mí.
Pero estaba amenazando con nevar de nuevo, y la señal verde de la interestatal allá delante decía: “Wayside, 45 km”. Y la feria había sido su buen samaritano la otra noche.
—“Todo lo que hagas por uno de ellos lo harás por mí” —murmuró, y giró por la mediana y volvió sobre sus pasos por el otro lado de la autopista.
El camión todavía estaba allí, aunque no pudo ver al conductor. Bien, se dijo, buscando un lugar por donde cruzar de nuevo. Algún otro buen samaritano lo ha recogido. Pero cuando se detuvo detrás del camión, el hombre salió de la cabina y echó a andar hacia el coche, con las manos metidas en los bolsillos de su mono. Mel empezó a lamentar el haberse detenido. El hombre tenía una fea cicatriz que le cruzaba la frente, y su pelo era lacio y grasiento.
Se apoyó a un lado del coche, y Mel vio que era mucho más joven de lo que había parecido al principio. Es sólo un muchacho, pensó.
Sí, bueno, también lo era Billy el Niño, se recordó. Y Andrew Cunanan.
Mel se inclinó hacia un lado y bajó la ventanilla del pasajero.
— ¿Cuál es el problema?
El muchacho se inclinó para hablar con él.
—El motor. Se ha muerto —dijo, y sonrió.
— ¿Necesitas que te lleve al pueblo? —preguntó, y el muchacho abrió de inmediato la portezuela del coche, manteniendo la mano derecha en el bolsillo de su mono. Allá donde tiene la pistola, pensó Mel.
El muchacho se deslizó dentro del coche y cerró la portezuela, usando todavía sólo una mano. Cuando me descubran robado y asesinado, se convencerán de que estaba metido en algún tipo de asunto de drogas, pensó Mel. Puso el coche en marcha.
—Amigo, hacía frío ahí fuera —dijo el muchacho, sacando su mano derecha del bolsillo y frotándola con la otra—. Llevo aguardando una eternidad.
Mel puso la calefacción al máximo, y el muchacho se inclinó hacia adelante y mantuvo sus manos delante de la salida del aire. Había un signo de paz tatuado en el dorso de una de ellas, y un león de feroz aspecto en el de la otra. Ambos parecían haber sido hechos a mano.
El muchacho se frotó las manos e hizo una mueca, y Mel le echó otra mirada. Sus manos estaban rojas por el frío y entre las líneas del tatuaje había feas manchas blancas. El muchacho empezó a frotárselas de nuevo.
—No... —empezó a decir Mel, adelantando sin pensar una mano para detenerlo—. Eso parece congelación. No te las frotes. Se supone que debes... —empezó a decir, y luego no pudo recordar. ¿Ponerlas en agua caliente? ¿Envolverlas en un paño?—. Se supone que deben calentarse lentamente —dijo al fin.
— ¿Quiere decir como calentarlas delante de un calefactor? —dijo el muchacho, manteniendo de nuevo sus manos frente a la salida del aire. Alzó una hacia el cristal y tocó la melladura causada por la piedra en el parabrisas—. Eso va a extenderse —dijo.
Su mano parecía peor ahora que se estaba calentando. Las feas manchas blancas destacaban claramente contra el resto de su piel.
Mel se quitó los guantes, sujetando el volante primero con una mano y luego con la otra y usando los dientes para quitárselos.
—Toma —dijo, tendiéndoselos al muchacho—. Están aislados.
El muchacho le miró por un instante y luego se los puso.
—Deberías hacerte mirar esas manos —dijo Mel—. Puedo llevarte a un puesto de urgencias cuando lleguemos al pueblo.
—Estaré bien —dijo el muchacho—. Uno se acostumbra al frío, trabajando en una feria.
— ¿Qué hace una feria aquí en medio del invierno, de todos modos? —preguntó Mel.
—Es la mejor época —dijo el muchacho—. Los pilla a todos por sorpresa. ¿Qué está haciendo usted aquí?
Mel se preguntó qué diría el muchacho si se lo contaba.
—Soy ministro de la iglesia —se limitó a decir.
—Un predicador, ¿eh? —gruñó el muchacho—. ¿Cree usted en la Segunda Venida?
— ¿La Segunda Venida? —jadeó Mel, pillado con la guardia baja.
—Sí. Tuvimos un predicador que vino el otro día a la feria a decirnos que Jesús iba a volver e iba a castigar a todo el mundo por clavarle en la cruz, iba a derribar las montañas, hacer arder todo el planeta. ¿Cree usted que va a ocurrir todo esto?
—No —dijo Mel—. No creo que Jesús vuelva para castigar a nadie.
—El predicador dijo que estaba todo ahí, en la Biblia.
—Hay montones de cosas en la Biblia. No siempre quieren decir lo que uno piensa que dicen.
El muchacho asintió sabiamente.
—Como los gemelos siameses.
— ¿Los gemelos siameses? —Mel fue incapaz de recordar ningunos gemelos siameses en la Biblia.
—Sí, como esa feria ahí arriba en Fargo. Tenía un gran cartel que decía: “Vean a los hermanos siameses”, y todo el mundo pagaba un pavo, pensando que iban a ver a dos personas pegadas por algún lado. Y cuando entraban se encontraban con una jaula con dos gatitos siameses dentro. Simplemente eso.
—Bueno, no es exactamente así —dijo Mel—. Las profecías no son un truco para engañar a la gente, son...
— ¿Qué hay de Roswell? La autopsia del alienígena y todo eso. ¿Cree usted que también es un truco?
Bueno, aquí tienes una confirmación externa para ti. Mel había estado en una clase con artistas del engaño y locos de los OVNIs.
—Después de lo que ocurrió la primera vez, no sé si yo querría volver —dijo el muchacho, y Mel necesitó todo un minuto para darse cuenta de que estaba hablando de Cristo—. Si lo hiciera, lo haría bajo algún tipo de disfraz o algo así.
Como la última vez, pensó Mel, cuando vino disfrazado como un bebé.
El muchacho todavía estaba preocupado por la melladura en el parabrisas.
—Puede hacer algo para impedir que se extienda durante un tiempo —dijo—, pero se extenderá de todos modos. No hay nada que pueda detenerla. —Señaló hacia una señal al otro lado de la ventanilla—. Wayside, salida dos kilómetros.
Mel se salió de la carretera a una estación Total, que al parecer era todo Wayside. El muchacho abrió la portezuela y empezó a quitarse los guantes.
—Quédatelos —dijo Mel—. ¿Quieres que espere hasta que averigües si pueden remolcar tu camión?
El muchacho negó con la cabeza.
—Llamaré a Pete. —Metió la mano en el bolsillo de su mono y tendió a Mel tres cartoncitos de color naranja. Estaban marcados “Vale por una entrada gratis”.
—Son entradas para la feria —dijo el muchacho—. Tenemos una triple noria, tres ruedas una dentro de la otra. Y una gran montaña rusa, El Cometa.
Mel abrió los tickets.
—Hay tres entradas aquí.
—Traiga a sus amigos —dijo el muchacho; cerró la portezuela del coche y se dirigió hacia la gasolinera.
Traiga a sus amigos.
Mel volvió a la autopista. Se estaba haciendo oscuro. Esperaba que la siguiente salida no estuviera lejos o estuviera tan deshabitada como ésta.
Traiga a sus amigos. Hubiera debido llamar a B. T., pensó, aunque le hubiera dicho: No lo hagas, estás loco, déjame recomendarte un buen psiquiatra.
—Hubiera debido decírselo —murmuró en voz alta, y estuvo tan cerca de ello como lo había estado en aquel otro momento en la iglesia. Y ahora había cortado su enlace con B. T., no sólo por cientos de kilómetros de cerradas autopistas y “condiciones de fuerte hielo y nieve” sino por su engaño, su fracaso en decírselo.
La siguiente salida ni siquiera tenía gasolinera, y la siguiente no era más que una granja lechera. Eran casi las ocho cuando llegó a Zion Center y a un Holiday Inn.
Entró directamente, sin detenerse siquiera a sacar su equipaje del maletero, y cruzando el vestíbulo hasta el teléfono.
— ¡Hola! —le saludó la mujer baja y regordeta que había visto la noche anterior—. Aquí estamos de nuevo, huérfanos de la tormenta. ¿No estaba horrible la carretera? —Su voz sonaba alegre—. Casi me metí en una zanja dos veces. Mi pequeño Honda no tiene tracción a las cuatro ruedas y...
—Disculpe —la interrumpió Mel—. Tengo que hacer una llamada.
—No puede —dijo ella, aún alegremente—. Las líneas están cortadas.
— ¿Cortadas?
—A causa de la tormenta. Intenté llamar a mi hermana hace un momento, y el empleado me dijo que el teléfono no había funcionado en todo el día. No sé qué va a pensar cuando no sepa nada de mí. Le prometí fielmente que la llamaría cada noche y le diría dónde estaba y que había llegado sana y salva.
No podía llamar a B. T. o comunicarse con él de alguna otra forma.
—Disculpe —dijo, y cruzó el vestíbulo al mostrador de recepción—. ¿Todavía no está abierta la interestatal que va al este? —preguntó a la muchacha detrás del mostrador.
La muchacha negó con la cabeza.
—Sigue cerrada entre Malcolm e Iowa City. Por las ventiscas —dijo—. ¿Va a alojarse aquí, señor? ¿Cuántos son en su grupo?
—Dos —dijo una voz detrás de él.
Mel se volvió. Y allí, reclinado contra el extremo del mostrador de recepción, estaba B. T.
“Y apareció otra señal en el cielo, y vi un gran dragón rojo.”
—APOCALIPSIS 12:3
Por un momento no pudo hablar por la alegría y el alivio que sintió. Se aferró al mostrador, vagamente consciente de que la muchacha detrás de él estaba diciendo algo.
— ¿Qué está haciendo usted aquí? —dijo finalmente.
B. T. sonrió con su lenta sonrisa de jaque mate.
— ¿No soy yo quien debería estar preguntando esto?
Y ahora que estaba aquí, tendría que decírselo. Mel sintió que el alivio se convertía en resentimiento.
—Creía que las carreteras estaban cerradas —dijo.
—No vine por ese lado —respondió B. T.
— ¿Cómo piensa pagar usted, señor? —preguntó la empleada, y Mel supo entonces lo que le había preguntado antes.
—Con tarjeta de crédito —dijo, rebuscando en su cartera.
— ¿Número de autorización? —preguntó la empleada.
—Volé hasta Omaha y allí alquilé un coche —dijo B. T.
Mel le tendió a la empleada su MasterCard.
—TY 804.
— ¿Estado?
—Pensilvania. —Miró a B. T.—. ¿Cómo me encontró?
—“¿Número de autorización?” —dijo B. T., imitando a la empleada—. “¿Lo cargará en su tarjeta de crédito, señor?” Si tienes un ordenador, es la cosa más fácil del mundo encontrar a alguien hoy en día, en especial si está usando eso. —Hizo un gesto hacia la MasterCard que la empleada le estaba devolviendo a Mel.
Le tendió también un folleto doblado.
—El número de su habitación está escrito dentro, señor. No está en la llave por razones de seguridad —dijo la empleada, como si el número de su habitación no estuviera en el ordenador también. B. T. probablemente ya lo sabía.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta —dijo B. T. —. ¿Qué está haciendo aquí?
—Tengo que ir a buscar mi equipaje —dijo Mel, y pasó por su lado y salió al aparcamiento y a su coche. Abrió el maletero.
B. T. pasó por su lado y cogió la maleta de Mel, como si la tomara en custodia.
— ¿Cómo supo que me había ido? —preguntó Mel, pero ya sabía la respuesta a aquello—. Lo ha enviado la señora Bilderbeck.
B. T. asintió.
—Dijo que estaba preocupada por usted, que usted la había llamado y que algo iba seriamente mal. Dijo que lo supo porque usted no intentó salirse de la reunión ecuménica del jueves. Dijo que usted siempre intentaba salirse de ella.
Dicen que son los pequeños errores los que descubren a los criminales, pensó Mel.
—Dijo que creía que estaba usted enfermo y que iba a ver a un especialista —siguió B. T., con su negro rostro gris por la preocupación—. Fuera de la ciudad, para que nadie de la congregación pudiera saber nada de ello. Un tumor cerebral, dijo. —Pasó la maleta a la otra mano—. ¿Sufre usted un tumor cerebral?
Un tumor cerebral. Sería una explicación espléndida, conveniente. Ivor Sorenson había sufrido un tumor cerebral, y se había puesto en pie durante el ofertorio, convencido de que había un avestruz sentado en el banco a su lado.
— ¿Está usted enfermo? —preguntó B. T.
—No.
—Pero es algo serio.
—Me estoy helando aquí fuera —dijo Mel—. Hablemos dentro.
B. T. no se movió.
—Sea lo que sea, no importa lo malo que sea, puede decírmelo.
—De acuerdo. Está bien. “Porque no sabéis ni el día ni la hora de la llegada del Hijo del hombre.” Mateo, 25:13 —dijo Mel—. Tuve una revelación. Acerca de la Segunda Venida. Creo que Él ya está aquí, que la Segunda Venida ya se ha producido.
Fuera lo que fuese lo que B. T. había imaginado —enfermedad terminal o malversación o cualquier otro crimen peor—, evidentemente no era tan malo como esto. Su rostro se volvió aún más gris.
—La Segunda Venida —dijo—. ¿De Cristo?
—Sí —dijo Mel. Le contó lo que había ocurrido durante el sermón del domingo—. Asusté mortalmente al coro —dijo.
B. T. asintió.
—La señora Bilderbeck me lo dijo. Dijo que usted dejó de hablar en medio de una frase y simplemente se quedó allí de pie, mirando al espacio, con la mano levantada sobre su frente. Por eso pensó que sufría un tumor cerebral. ¿Cuánto duró esa... visión?
—No fue una visión —dijo Mel—. Fue una revelación, una convicción..., una epifanía.
—Una epifanía —dijo B. T. con voz llana e inexpresiva—. ¿Y le dijo que Él estaba aquí? ¿En Zion Center?
—No —dijo Mel—. No sé dónde está.
—No sabe donde está —repitió B. T. —. ¿Simplemente subió a su coche y empezó a conducir?
—Hacia el oeste —asintió Mel—. Sabía que Él estaba en algún lugar en el oeste.
—En algún lugar en el oeste —dijo suavemente B. T. Se frotó la boca con la mano.
— ¿Por qué no lo dice? —estalló Mel. Cerró el maletero de golpe—. Cree que estoy loco.
—Creo que ambos estamos locos —dijo B. T. —, de pie aquí fuera en medio de la nieve, peleándonos. ¿Ha cenado?
—No —dijo Mel.
—Yo tampoco. —Tomó a Mel del brazo—. Vayamos a comer algo.
— ¿Una dosis de antidepresivos? ¿Junto con una hermosa camisa de fuerza?
—Estaba pensando en un bistec —dijo B. T., e intentó sonreír—. ¿No es eso lo que comen aquí en Iowa?
—Maíz —dijo Mel.
“Y cuando miré, ved..., la apariencia de las ruedas era como del color del berilo y... como si una rueda hubiera estado en medio de una rueda.”
—JEREMÍAS 10:9-10
En el menú, que tenía la estrella de la Holiday Inn en la primera página, no había ni bistec ni maíz, y prácticamente se había agotado todo lo demás.
—Porque la interestatal está cerrada —dijo la camarera—. Tenemos pollo teriyaki y ternera chow mein.
Encargaron la ternera chow mein y café, y la camarera se fue. Mel se preparó para más preguntas, pero B. T. se limitó a un:
— ¿Cómo estaban hoy las carreteras? —y le habló de los problemas que había tenido para conseguir un vuelo y alquilar un coche—. El O’Hare de Chicago estaba cerrado a causa de una tormenta —dijo—, y Denver y Kansas City. Tuve que volar a Albuquerque y desde allí a Omaha.
—Lamento que haya tenido todos esos problemas —dijo Mel.
—Estaba preocupado por usted.
Llegó la camarera con el chow mein, que venía con puré de patatas y salsa y judías verdes.
—Interesante —dijo B. T., removiendo la salsa. Hizo un intento no muy convencido de probarlo, luego apartó el plato—. Hay algo que no comprendo —dijo—. La Segunda Venida es cuando Cristo regresa, ¿no? Pensé que se suponía que Él aparecería en medio de las nubes en un estallido de gloria, completo con trompetas y coro de ángeles.
Mel asintió.
—Entonces, ¿cómo puede estar ya aquí sin que nadie lo sepa?
—No lo sé —reconoció Mel—. No comprendo nada de esto más que usted. Sólo sé que Él esta aquí.
—Pero no sabe dónde.
—No. Creo que cuando llegue allí habrá una señal.
—Una señal —dijo B. T.
—Sí —admitió Mel, poniéndose furioso de nuevo—. Ya sabe. Una zarza ardiendo, una columna de fuego, una estrella. Una señal.
Debía de estar gritando. La camarera acudió rápidamente con la cuenta.
— ¿Han terminado? —preguntó, mirando los platos a medio comer.
—Sí —dijo Mel—. Hemos terminado.
—Pueden pagar en la caja registradora —dijo la camarera, y se apresuró a marcharse con sus platos.
—Mire —dijo B. T. —, el cerebro es una cosa muy complicada. Una alteración en la química del cerebro... ¿está tomando alguna medicación? A veces los medicamentos pueden hacer que la gente oiga voces o...
Mel tomó la cuenta y se puso en pie y buscó su cartera.
—No era una voz.
Dejó en la mesa el dinero de la propina y fue a la caja registradora.
—Dijo que era una sensación muy fuerte —observó B. T. después de que Mel hubiera pagado—. A veces las endorfinas pueden... ¿no le había ocurrido nunca antes nada parecido?
Mel se dirigió hacia el vestíbulo.
—Sí —dijo, y se volvió para enfrentarse a B. T. —. Me ocurrió una vez antes.
— ¿Cuándo? —quiso saber B. T., con el rostro gris de nuevo.
—Cuando tenía diecinueve años. Estaba en la universidad, preparándome para estudiar leyes. Fui a la iglesia con una amiga, y el ministro nos ofreció un sermón de azufre y fuegos del infierno sobre los males de bailar y de asociarse con quien lo hiciera. Dijo que Jesús había dicho que estaba mal asociarse con no creyentes, que ellos te corromperían y contaminarían. ¡Jesús, que pasó toda Su vida con los desheredados, los recaudadores de impuestos y las prostitutas y los leprosos! Y de repente tuve aquella abrumadora sensación, aquella...
—Epifanía —completó B. T.
—... diciéndome que tenía que hacer algo, que tenía que luchar contra él y contra todos los demás ministros como él. Me puse en pie y salí de la iglesia a mitad del sermón —recordó Mel—, y me fui a casa y me apunté al seminario.
B. T. se frotó la boca con la mano.
— ¿Y la epifanía que experimentó ayer fue la misma que ésa?
—Sí.
— ¿Reverendo Abrams? —dijo una voz de mujer.
Mel se volvió. La mujer baja y regordeta que había estado al teléfono y en el motel la noche antes avanzaba apresuradamente hacia ellos, sujetando su bolso de tela de color verde brillante.
— ¿Quién es? —quiso saber B. T.
Mel sacudió la cabeza, preguntándose cómo sabía ella su nombre.
La mujer llegó hasta ellos.
—Oh, reverendo Abrams —dijo sin aliento—. Quería darle las gracias... Soy Cassie Hunter. —Tendió una gordezuela mano llena de anillos.
— ¿Cómo está usted? —dijo Mel, estrechándosela—. Éste es el doctor Bernard Thomas, y yo soy Mel Abrams.
Ella asintió.
—Oí a la empleada de recepción decir su nombre. No le había dado las gracias por salvar mi vida la otra noche.
— ¿Salvar su vida? —dijo B. T., mirando a Mel.
—Había esa terrible nevada —dijo Cassie—. No podías ver la carretera, y de no ser por las luces traseras del coche del reverendo Abrams, hubiera terminado en una cuneta.
Mel sacudió la cabeza.
—No debería darme las gracias a mí. Debería dárselas al conductor del camión de la feria al que yo estaba siguiendo. Él nos salvó a ambos.
—Vi esos camiones de la feria —dijo Cassie—. Me pregunté qué feria iban a montar en Iowa en mitad del invierno. —Se echó a reír, una risa alegre y musical—. Por supuesto, probablemente se preguntará usted qué está haciendo una maestra de inglés retirada en Iowa en mitad del invierno. Y por supuesto, por cierto, ¿qué están haciendo ustedes en Iowa en mitad del invierno?
—Vamos camino de una reunión religiosa —dijo B. T. antes de que Mel pudiera responder.
— ¿De veras? Yo he estado visitando los lugares de nacimiento de escritores famosos —dijo la mujer—. Todo el mundo allá en casa piensa que estoy loca, pero excepto estos últimos días, el tiempo ha sido excelente. Oh, y quería decirles, acabo de hablar con la empleada, y cree que los teléfonos funcionarán de nuevo mañana por la mañana, así que podrá hacer usted su llamada.
Rebuscó en su voluminoso bolso de tela y extrajo un llavero.
—Bien, de todos modos, sólo deseaba darle las gracias. Fue muy agradable conocerle —le dijo a B. T., y echó a andar hacia la cafetería.
— ¿A quién intentaba llamar? —preguntó B. T.
—A usted —dijo Mel amargamente—. Me di cuenta que le debía el contárselo todo, aunque usted pensara que estaba loco.
B. T. no dijo nada.
—Eso es lo que piensa, ¿verdad? —insistió Mel—. ¿Por qué simplemente no lo dice? Piensa que estoy loco.
—De acuerdo. Pienso que está loco —admitió B. T., y luego prosiguió, furioso—: Bien, ¿qué espera que diga? ¿Se marcha usted en medio de una ventisca, no le dice a nadie adónde va, porque vio la Segunda Venida en una visión?
—No fue...
—Oh, de acuerdo. No fue una visión. Tuvo usted una epifanía. Lo mismo le ocurrió a la mujer del The Globe de la semana pasada que vio a la Virgen María en su frigorífico. Lo mismo le ocurrió a la gente de la Puerta del Cielo. ¿Me está diciendo que ellos no están locos?
—No —dijo Mel, y se dirigió a su habitación.
—Durante quince años ha despotricado usted contra los sanadores y los cultistas y los predicadores que afirman que tienen línea directa con Dios, diciendo que son unos fraudes —insistió B. T., siguiéndole—. ¿Y ahora cree usted de pronto en ello?
Mel dejó de andar.
—No.
—Pero me está diciendo que se supone que debo creer en su revelación porque es diferente, porque es auténtica.
—No le estoy diciendo nada —exclamó Mel, volviéndose hacia él—. Es usted el que ha venido aquí y ha pedido saber lo que yo estaba haciendo. Se lo he dicho. Ha obtenido lo que vino a buscar. Ahora puede volver y decirle a la señora Bilderbeck que no sufro ningún tumor cerebral, que simplemente se trata de un desequilibrio químico.
— ¿Y qué pretende hacer usted? ¿Seguir conduciendo hacia el oeste hasta caerse al mar en el muelle de Santa Mónica?
—Tengo intención de encontrarle —dijo Mel.
B. T. abrió la boca como si fuera a decir algo, y luego la cerró y salió hecho una furia del vestíbulo.
Mel se quedó allí, observándole hasta que la puerta al fondo del vestíbulo se cerró con un portazo.
Traiga a sus amigos, pensó Mel. Traiga a sus amigos.
“Ahora vemos a través de un espejo oscuro, pero luego cara a cara.”
—CORINTIOS I 13:12
—Tengo intención de encontrarle —había dicho Mel, y se alegró de que B. T. no hubiera gritado: “¿Cómo?”, porque no tenía ni idea.
No había recibido ninguna señal, lo cual quería decir que la respuesta tenía que estar en alguna otra parte. Mel se sentó en la cama, abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó la Biblia Gideon que había en todas las habitaciones de hotel.
Apoyó las almohadas contra la cabecera de la cama y se apoyó en ellas y abrió la Biblia por el Apocalipsis.
Los evangelistas radiofónicos lo hacían sonar como si la historia de la Segunda Venida fuera una narración única, pero en realidad era un batiburrillo de escrituras aisladas: Mateo 24 y secciones de Isaías y Daniel, versos de la segunda epístola a los tesalonicenses y Juan y Joel, frases sueltas de la Revelación y Jeremías, todo mezclado por los evangelistas como si los autores estuvieran escribiendo al mismo tiempo. Si es que estaban escribiendo sobre el mismo tema.
Y las referencias estaban llenas de contradicciones. Sonaría una trompeta, y Cristo vendría en las nubes del cielo con poder y gran gloria. O en un caballo blanco, conduciendo un ejército de ciento cuarenta y cuatro mil. O como un ladrón en la noche. Había terremotos y pestilencias, y una estrella caería del cielo. O un dragón brotaría del mar, o cuatro grandes bestias, con las cabezas de un león y un oso y un leopardo y alas de águila. O la oscuridad descendería sobre la tierra.
Pero en ninguna de todo aquel surtido de profecías se mencionaba una localización. Joel hablaba de un páramo desolado y Jeremías de un erial, pero no de su ubicación. Lucas decía que los fieles vendrían “del este, y del oeste, y del norte”, al reino de Dios, pero olvidaba decir dónde estaba situado este reino.
El único lugar mencionado por su nombre en todas las profecías era Armagedón. Pero Armagedón (o Har-Magedon o ‘Ar Himdah) era una palabra que aparecía sólo una vez en las Escrituras y cuyo significado no era conocido, una palabra que podía ser hebrea o griega o cualquier otra cosa, que podía significar “nivel” o “valle llano” o “lugar de deseo”.
Mel recordaba del seminario que algunos estudiosos creían que se refería a la llanura frente al monte Megiddo, el lugar de una batalla ente Israel y Sisera el cananeo. Pero no había ningún monte Megiddo en los mapas antiguos o modernos. Podía estar en cualquier parte.
Se puso los zapatos y el abrigo y salió al aparcamiento para tomar el mapa de carreteras del coche.
B. T. estaba apoyado contra el maletero.
— ¿Cuánto tiempo lleva aquí fuera? —preguntó Mel, pero la respuesta era obvia. El oscuro rostro de B. T. estaba fruncido por el frío, y tenía las manos metidas en los bolsillos como el muchacho del camión de la feria.
—He estado pensando —dijo B. T., con la voz temblando por el frío—. No tengo que volver hasta el jueves, y puedo volar desde Denver tan fácilmente como desde Omaha. Si vamos juntos hasta Denver, eso nos dará más tiempo...
—Para convencerme de que abandone todo esto —dijo Mel, y lamentó haber dicho aquello cuando vio la expresión en el rostro de B. T.
—Para que podamos hablar —dijo B. T. —. Para que yo pueda imaginar esa... epifanía.
—De acuerdo —dijo Mel—. Hasta Denver. —Abrió la portezuela del coche—. Ahora vuelva dentro. No voy a ir a ninguna parte hasta por la mañana. —Se inclinó en el
interior del coche y tomó el mapa—. Es una suerte que haya salido a buscar esto. ¿Tenía intención de quedarse aquí fuera toda la noche?
B. T. asintió, castañeteando los dientes. —Usted no es el único que está loco.
“Oiréis con el oído y no comprenderéis, y mirando miraréis y no veréis.”
—MATEO 13:14
No había una agencia Hertz de alquiler de coches en Zion Center.
—La más próxima está en Redfield —dijo B. T., preocupado.
—Le encontraré allí —dijo Mel.
— ¿Lo hará? —quiso saber B. T. —. ¿No seguirá por su cuenta?
—No —dijo Mel.
— ¿Y si ve una señal?
—Si veo una zarza ardiendo, pararé en la cuneta y se lo haré saber —dijo secamente Mel—. Iremos en caravana si lo prefiere.
—Estupendo —aceptó B. T. —. Le sigo.
—No sé dónde está la oficina de la Hertz.
—Me pondré delante cuando lleguemos a Redfield —dijo B. T., y subió a su coche alquilado—. Es la segunda salida. ¿Cómo se supone que deben estar las carreteras?
—Heladas. Llenas de nieve. Pero el informe meteorológico dice que despejadas.
Mel subió a su coche. El muchacho del camión de la feria había tenido razón. El impacto de la piedra había empezado a extenderse, abriendo tres largas grietas y una más corta en el cristal.
Abrió camino hacia la interestatal, cuidando de señalar los cambios de carril y de no adelantarse demasiado, para que B. T. no pensara que estaba intentando escapar.
La feria debía de haber pasado la noche en Zion Center también. Pasaron un camión que llevaba un Látigo y otro lleno de espejos deformantes colocados de lado, destinados sin duda, supuso Mel, a la Sala de los Espejos. Pasó rugiendo un Blazer con una pegatina en el parachoques que decía: “¡Cuando llegue el Éxtasis, yo estaré ahí fuera!”
Tan pronto como estuvo en la interestatal conectó la radio.
—... y nevado. Los cielos parcialmente nubosos se aclararán a media mañana. La interestatal 80 entre Victor y Davenport esta cerrada, así como la U. S. 35 y la Autopista Estatal 218. Cielos parcialmente nubosos, aclarándose hacia media mañana. Las siguientes escuelas están cerradas: Edgewater, Bennett, Olathe, Osjaloosa, Vinton, Shellsburg...
Hizo girar el dial.
—... pero la Segunda Venida no es algo que los creyentes tengamos que temer —dijo el evangelista, aquél con el acento de Texas—, porque el Libro de la Revelación nos dice que Cristo nos protegerá de la tribulación final, y cuando Él venga moraremos con
Él en Su Ciudad Santa, que brilla con joyas y piedras preciosas, y beberemos de fuentes de agua fresca. El león yacerá con el cordero, y habrá... más...
El evangelista crepitó en un estallido de estática y quedó fuera de alcance, lo cual era perfecto porque Mel se estaba hundiendo en un banco de niebla y necesitaba dedicar toda su atención a conducir.
La niebla se hizo más densa, descendiendo sobre él como un cubriente manto. Mel conectó las luces. No ayudaron en nada, pero esperaba que B. T. consiguiera ver sus luces traseras de la misma forma que lo había hecho Cassie. No podía ver nada más allá de unos pocos metros delante de él. Y si había deseado una señal de su estado mental, aquélla era ciertamente apropiada.
—Dios nos ha manifestado Su voluntad en términos claros —tronó el evangelista de la radio, volviendo de nuevo al alcance del aparato—. No puede haber ninguna duda al respecto.
Pero Mel tenía docenas de dudas. No había habido ningún Megiddo en el mapa de Nebraska ayer por la noche. Ni de Kansas ni de Colorado ni de Nuevo México, y nada en absoluto en todas las profecías acerca de ninguna localización excepto una referencia a la Nueva Jerusalén, y tampoco había ninguna Nueva Jerusalén en el mapa.
— ¿Y cómo sé que la Segunda Venida está al caer? —rugió el evangelista, de nuevo dentro del alcance de la radio—. Porque la Biblia nos lo dice así. ¡Nos dice cómo viene, y cuándo!
Eso tampoco era cierto. “No sabemos ni el día ni la hora en que vendrá el Hijo del hombre”, había escrito Mateo, y Lucas: “El Hijo del hombre vendrá a una hora en la que no pensemos”, e incluso el Apocalipsis: “Vendrá a ti como un ladrón, y no sabrás la hora en que vendrá”. Era lo único en lo que todos estaban de acuerdo.
—Las señales están a todo nuestro alrededor —gritó el evangelista—. ¡Son tan evidentes como la nariz en vuestro rostro! ¡La polución del aire, los liberales eliminando la oración en las escuelas, la perversidad! ¡Oh, todo el mundo tiene que estar ciego para no reconocerlas! ¡Abrid vuestros ojos y ved!
—Todo lo que veo es niebla —dijo Mel, conectando el antivaho y pasando la manga por el parabrisas, pero no era el parabrisas. Era el mundo, que se había desvanecido por completo en la blancura.
Casi se pasó la salida a Redfield. Afortunadamente, la niebla era menos densa en la ciudad, y consiguieron encontrar no sólo la agencia de la Hertz, sino el Tastee-Freez local. Mel se detuvo a comprar algo de comida para llevar mientras B. T. devolvía el coche.
El local estaba lleno de granjeros, todos hablando sobre el tiempo.
—Malditos meteorólogos —gruñó uno de ellos, un hombre de enrojecido rostro que llevaba una gorra de John Deere y orejeras—. Dijeron que se suponía que aclararía.
—Está aclarando —dijo otro con una chaqueta de franela—. Sólo que no han dicho dónde. Si miras por encima de la niebla, digamos a unos diez mil metros, verás que está tan claro como el cristal.
—Un número seis —indicó la mujer detrás del mostrador.
Mel fue al mostrador y pagó. Había un póster verde fluorescente de la feria pegado con cinta adhesiva a la pared al lado del mostrador. “¡Ven a pasar el mejor rato de tu vida! —decía—. ¡Emociones, estremecimientos, excitación!”
Estremecimientos está bien, pensó Mel, pensando en el frío que uno podía pasar en la noria en medio de aquella niebla.
Era un póster antiguo. “Littletown, 24 de diciembre —decía—. Ft. Dodge, 28 de diciembre. Cairo, 30 de diciembre.”
B. T. estaba ya en el coche cuando Mel volvió con sus hamburguesas y su café. Le tendió la bolsa y regresó a la autopista. Fue un error. La niebla era tan densa que ni siquiera pudo apartar la mano del volante para coger la hamburguesa que B. T. le ofrecía.
—Comeré más tarde —dijo, inclinándose hacia adelante y frunciendo los ojos como si con ello consiguiera ver las cosas más claras—. Coma usted, y cambiaremos de lugar dentro de un par de salidas.
Pero no había salidas, o Mel no supo verlas en medio de la niebla, y después de treinta kilómetros de aquello hizo que B. T. le tendiera su café, ahora completamente frío, y dio un par de sorbos.
—He estado examinando científicamente la Segunda Venida —dijo B. T. —. Una gran montaña ardiendo fue arrojada al mar, y una tercera parte del mar se convirtió en sangre.
Mel desvió unos instantes la vista de la carretera. B. T. estaba leyendo de una Biblia de piel negra.
— ¿Dónde la ha conseguido? —preguntó.
—Estaba en la habitación del hotel —dijo B. T.
— ¿Ha robado la Biblia Gideon de la habitación del hotel? —exclamó Mel.
—Bueno, la Sociedad Gideon pone sus Biblias en las habitaciones de los hoteles para la gente que las necesita. Y diría que yo estoy cualificado. “Hubo un gran terremoto, y el sol se volvió tan negro como el carbón, y la luna se volvió como de sangre. Y las estrellas del cielo cayeron a la tierra. Y todas las montañas e islas fueron desplazadas de sus lugares.”
Hizo una breve pausa.
—Se supone que todas esas cosas ocurrieron a lo largo de la Segunda Venida —continuó—. Terremotos, guerras y rumores de guerras, pestilencia, langostas. —Hojeó las delgadas páginas—. “Y brotó humo del pozo, como el humo de un gran horno, y el sol y el aire se oscurecieron. Y del humo brotaron langostas sobre la tierra.”
Cerró la Biblia.
—De acuerdo, constantemente se producen terremotos, y han habido guerras y rumores de guerras a lo largo de los últimos diez mil años, y supongo que esto, “y las estrellas del cielo cayeron a la tierra”, puede referirse a meteoritos. Pero no hay ninguna señal de ninguna de esas otras cosas. Ni langostas, ni pozo sin fondo abriéndose, ni “una tercera parte de los árboles y la tierra ardieron, y una tercera parte de las criaturas que moran en el mar murieron”.
—Una guerra nuclear —dijo Mel.
— ¿Qué?
—Según los evangelistas, se supone que esto se refiere a una guerra nuclear —dijo Mel—. Y, antes de eso, a la amenaza comunista. O a la fluorización del agua. O a cualquier otra cosa que desaprobaran.
—Bueno, signifique lo que signifique, no se ha abierto últimamente ningún pozo sin fondo que hayamos podido ver en la CNN. Y los volcanes no escupen enjambres de langostas. Mel —dijo seriamente—, admitamos que su experiencia fue una auténtica epifanía. ¿No pudo interpretar usted mal lo que significaba?
Y por una fracción de segundo Mel casi la alcanzó. La clave de dónde estaba Él y de lo que iba a ocurrir. La clave de todo.
— ¿No podría referirse a alguna otra cosa? —insistió B. T. —. ¿Algo distinto a la Segunda Venida?
No, pensó Mel, intentando aferrar aquella iluminación, era la Segunda Venida, pero..., había desaparecido. Fuera lo que fuese, lo había perdido.
Miró ciegamente hacia adelante, a la niebla, intentando recordar qué era lo que lo había desencadenado. B. T. había dicho: “¿No pudo interpretar usted mal lo que significaba?” No, no era eso. “¿No pudo...?”
— ¿Qué es eso? —B. T. estaba señalando a través del parabrisas—. ¿Qué es eso? ¿Ahí delante?
—No veo nada —dijo Mel, tensando la vista. Lo único que podía ver era niebla—. ¿De qué se trata?
—No lo sé. Simplemente vi como un atisbo de luces.
— ¿Está seguro? —exclamó Mel. No había nada allí excepto blancura.
—Ahí está de nuevo —dijo B. T., señalando—. ¿No lo ve? Luces amarillas parpadeantes. Debe de haber habido un accidente. Será mejor que reduzca la marcha.
Mel ya avanzaba a paso de tortuga, pero redujo aún más la velocidad, incapaz todavía de ver nada.
— ¿Estaba en nuestro lado de la autopista?
—Sí..., no sé —dijo B. T., inclinándose hacia adelante—. Ahora no veo nada. Pero estoy seguro de que estaba ahí.
Mel siguió avanzando muy lentamente, frunciendo los ojos a la blancura.
— ¿No puede haber sido un camión? El camión de la feria tenía una flecha amarilla —dijo, y entonces vio las luces.
Y definitivamente no eran la señal de ninguna feria. Llenaban la carretera justo allá delante, destellando amarillas y rojas y azules, completamente desincronizadas unas de otras. Coches de policía o camiones de bomberos o ambulancias. Definitivamente, un accidente. Accionó el freno, esperando que si alguien iba detrás de él viera las luces, y se detuvo.
De la niebla brotó un patrullero, sujetando en la mano la señal de “stop”. Llevaba un poncho amarillo y una cubierta de plástico transparente sobre su gorra.
Mel bajó la ventanilla y el patrullero se inclinó para hablarle.
—La carretera ahí delante está cerrada. Tendrá que tomar esta salida.
— ¿Salida? —dijo Mel, mirando a la derecha. Apenas pudo divisar una silueta verde en medio de la niebla.
—Está ahí mismo, a un centenar de metros —dijo el patrullero, apuntando a la nada—. Vendremos a avisarles cuando esté abierta de nuevo.
— ¿Está cerrada a causa del tiempo? —preguntó B. T.
El patrullero negó con la cabeza.
—Un accidente —dijo—. Un gran follón. Tardaremos un tiempo. —Les hizo señas de que se arrimaran a la derecha.
Mel avanzó cautelosamente y salió de la autopista. Al menos había una parada de camiones en vez de sólo una gasolinera. Él y B. T. aparcaron y entraron en el restaurante.
Estaba repleto. Todas las mesas, todos los taburetes en el mostrador, estaban llenos. Se sentaron en la única mesa desocupada, e inmediatamente resultó claro por qué estaba desocupada. La corriente de aire cuando se abrió la puerta hizo que B. T., que acababa de quitarse el chaquetón, volviera a ponérselo y cerrara la cremallera hasta el cuello.
Mel había esperado que todo el mundo estuviera furioso por el retraso, pero las camareras y los clientes parecían estar de un humor de vacaciones. Los camioneros se reclinaban en sus sillas y hablaban entre sí, riendo, y las camareras, llevando jarras de café, sonreían sin cesar. Una de ellas, inexplicablemente, tenía una regordeta muñequita Kewpie de plástico de encarnadas mejillas sujeta a su peinado en forma de panal.
La puerta se abrió de nuevo, enviando un corriente de aire ártico a su mesa, y un enfermero entró y fue al mostrador a hablar con la camarera.
—... accidente... —le oyó decir Mel mientras sacudía la cabeza—... un camión de la feria...
Mel se dirigió hacia él.
—Disculpe —dijo—. He oído decir algo acerca de un camión de la feria. ¿Es el que ha sufrido el accidente?
—Desastre lo describe mejor —dijo el enfermero, sacudiendo de nuevo la cabeza—. Tomó la curva demasiado cerrada y perdió toda su carga. Y no me pregunte qué hace una feria ahí arriba en mitad del invierno.
— ¿Sufrió algún daño el conductor? —preguntó ansiosamente Mel.
— ¿Daño? Infiernos, no. Ni un rasguño. Pero la carretera va a quedar cerrada el resto del día. —Extrajo un atrapadedos chino de bambú del bolsillo y se lo tendió a Mel—. El camión llevaba todos los premios y el material de las casetas. Toda la calzada está cubierta de animales de peluche y pelotas de béisbol. Y uno ni siquiera puede ver para empezar a limpiarla.
Mel volvió a la mesa y le contó a B. T. lo que había ocurrido.
—Podemos ir al sur y tomar la autopista 33 —dijo B. T., consultando el mapa.
—No, no pueden —dijo la camarera, apareciendo con dos jarras de café—. Está cerrada. La niebla. Lo mismo que la 15 al norte. —Sirvió café en sus tazas—. No van a poder ir a ninguna parte.
La corriente de aire sopló de nuevo, y la camarera miró a la puerta.
— ¡Hey! No se quede ahí... ¡cierre la puerta!
Mel miró hacia la puerta. Cassie estaba de pie allí, con un abultado suéter naranja que la hacía parecer aún más redonda y mirando a su alrededor en busca de alguna mesa libre. Llevaba un dinosaurio rojo bajo un brazo, y su bolso de tela verde brillante bajo el otro.
— ¡Cassie! —llamó Mel, y ella sonrió y se les acercó.
—Deje su dinosaurio y siéntese con nosotros —dijo B. T.
—No es un dinosaurio —precisó ella, sentándose en la mesa—. Es un dragón. ¿Ven? —Señaló las dos piezas de fieltro rojo en su espalda—. Alas.
— ¿Dónde lo consiguió?
—Me lo dio el conductor del camión que esparció toda su carga. Será mejor que llame a mi hermana antes de que oiga la noticia. —Miró a su alrededor—. ¿Creen que funcionarán los teléfonos?
B. T. señaló hacia un cartel que decía “Teléfonos”, y ella se dirigió hacia allá.
Estuvo de vuelta en un instante.
—Hay cola —dijo, y se sentó. La camarera vino de nuevo con café y menús, y pidieron pastel, y luego Cassie fue a comprobar los teléfonos de nuevo.
—Todavía hay cola —dijo al volver—. Mi hermana sufrirá un ataque cuando oiga esto. Ya piensa que estoy loca. Y ahí fuera en medio de esa niebla hoy también yo pensé que lo estaba. Desearía que mi abuela nunca hubiera mirado esos versículos en la Biblia.
— ¿La Biblia? —dijo Mel.
Ella desechó el asunto con un gesto de la mano.
—Es una larga historia.
—Parece que disponemos de mucho tiempo —indicó B. T.
—Bueno —dijo ella, acomodándose—. Soy maestra de inglés..., era maestra de inglés, y el consejo de la escuela ofreció esa oportunidad de retirarse anticipadamente que era demasiado buena para desecharla, de modo que me retiré en junio, pero no sabía lo que deseaba hacer. Siempre quise viajar, pero odio viajar sola, y no sabía adónde quería ir. Así que me apunté a la lista de sustitutos..., nuestro distrito siempre tiene problemas en encontrar sustitutos, y luego está toda esa gripe.
Va a ser una larga historia, pensó Mel. Tomó el atrapadedos y metió ociosamente un dedo en un extremo. B. T. se reclinó hacia atrás en su silla.
—Bien, fuera como fuese, estaba sustituyendo a Carla Sewell, que enseña literatura de segundo curso, Julio César, y no podía recordar el discurso acerca de que nuestro destino está en las estrellas, querido Bruto.
Mel metió el índice de la otra mano en el otro extremo del atrapadedos.
—Así que lo busqué, pero leí mal el número de la página, y cuando miré no era Julio César, sino La duodécima noche.
Mel tiró experimentalmente del atrapadedos. Se tensó sobre sus dedos.
—“¡Hacia el oeste, adelante!”, decía —exclamó Cassie—. Y, sentada allí, leyendo aquello, tuve esa epifanía.
— ¿Epifanía? —dijo Mel, sacando de golpe los dedos del atrapadedos.
— ¿Epifanía? —dijo B. T.
—Lo siento —se apresuró a decir Cassie—. Todavía sigo pensando que soy profesora de inglés. Epifanía es un término literario para una revelación, una comprensión repentina. Como en Los dublineses de James Joyce. La palabra procede de...
—La historia de los reyes magos —dijo Mel.
—Sí —dijo ella, encantada, y Mel esperó a medias anunciarle que había obtenido un sobresaliente—. Epifanía es la palabra para su llegada al pesebre.
Y allí estaba de nuevo. La sensación de que sabía dónde estaba Cristo. La llegada de los reyes magos al pesebre. James Joyce.
—Cuando leí las palabras “¡Hacia el oeste, adelante!” —estaba diciendo Cassie—, pensé: eso se refiere a mí. Tengo que ir al oeste. Algo importante está a punto de ocurrir. —Miró del uno al otro—. Probablemente pensarán que estoy loca, haciendo algo a causa de una frase de las Citas de Bartlett. Pero cada vez que mi abuela tenía que tomar una decisión importante, acostumbraba a cerrar los ojos y abrir la Biblia y señalar un punto al azar en las Escrituras, y cuando abría los ojos, fuera lo que fuese lo que las Escrituras decían que debía hacer, lo hacía. Y, después de todo, el Bartlett es la Biblia de los maestros de inglés. Así que probé. Cerré el libro y los ojos y elegí una cita al azar, y decía: “Venid, amigos míos, todavía no es demasiado tarde para buscar un mundo más nuevo.”
—Tennyson —dijo Mel.
Ella asintió.
—De modo que aquí estoy.
— ¿Y ha ocurrido algo importante? —preguntó B. T.
—Todavía no —dijo ella, y sonó completamente despreocupada—. Pero va a ocurrir pronto..., estoy segura de ello. Y mientras tanto estoy viendo todos esos maravillosos lugares. Fui a la cabaña de Gene Stratton Porter en Geneva, y a la casa donde creció Mark Twain en Hannibal, Misuri, y al museo de Sherwood Anderson.
Miró a Mel.
—Luchar contra él no funciona —dijo, uniendo sus dos dedos índices, y Mel se dio cuenta de que estaba luchando inútilmente por soltar sus dedos del atrapadedos—. Tiene que empujarlos a la vez.
Hubo una ráfaga de aire helado, y entró un patrullero con tres guirnaldas hawaianas de plástico rosa alrededor del cuello y llevando bajo el brazo un leopardo de peluche.
—La carretera está abierta —dijo, y hubo un generalizado ponerse abrigos y chaquetones—. Pero hay una auténtica niebla ahí fuera —continuó, alzando la voz—, de modo que no se apresuren demasiado.
Mel se liberó del atrapadedos y ayudó a Cassie a ponerse su chaquetón mientras B. T. pagaba la cuenta.
— ¿Quiere seguirnos? —preguntó.
—No —dijo ella—. Intentaré llamar de nuevo a mi hermana, y si ha oído algo sobre este accidente va a tomarme una eternidad. Váyanse.
B. T. volvió de pagar, y fueron al coche, que estaba cubierto por una delgada capa de hielo dura como la roca. Mel la raspó del parabrisas con una rasqueta, y eso inició una nueva grieta en el cada vez más extenso impacto de la piedra.
Volvieron a la interestatal. La niebla era más densa que nunca. Mel intentó mirar a través de ella, observando una serie de objetos confusamente visibles a los lados de la calzada. Los restos del accidente: pelotas de béisbol y guirnaldas hawaianas de plástico y
botellas de Coca Cola. Animales de peluche y muñecas Kewpie sembraban la mediana, y en medio de la niebla tenían el aspecto de las víctimas de alguna gran batalla.
—Supongo que considerará esto como la señal que estaba buscando —dijo B. T.
— ¿Qué?
—Lo que de Cassie llama su epifanía. Se puede leer cualquier cosa que se desee en citas al azar. Se da cuenta de ello, ¿verdad? Es como leer su horóscopo. O una galletita de la suerte.
—El Diablo puede citar las Escrituras para sus propios fines —murmuró Mel.
—Exacto —confirmó B. T., abriendo la Biblia Gideon y cerrando los ojos—. Mire —dijo—. Salmo 115, versículo 5. “Tienen ojos, pero no ven.” Una obvia referencia a la niebla.
Pasó a otra página y clavó al azar su dedo en ella.
—“No debes comer ninguna cosa abominable.” Oh, vaya, no deberíamos haber pedido ese pastel. Uno puede hacer que cualquier cosa signifique cualquier cosa. Y ya la ha oído, está retirada, le gusta viajar, evidentemente buscaba una excusa para ir a alguna parte. Y su epifanía sólo dijo que iba a ocurrir algo importante. No dijo una palabra acerca de la Segunda Venida.
—Le dijo que fuera hacia el oeste —señaló Mel, intentando recordar exactamente lo que había dicho la mujer. Estaba buscando un discurso de Julio César y había topado con La duodécima noche. La duodécima noche. Epifanía.
— ¿Cuántas veces se menciona la palabra “oeste” en las Citas de Bartlett? —se preguntó B. T. —. ¿Un centenar? ¿“Oh, el joven Lochinvar ha venido del oeste”? “¿Va al oeste, joven?” ¿“Uno voló al este, uno voló al oeste, uno voló sobre el nido del cuco?” —Cerró la Biblia—. Lo siento —dijo—. Es sólo... —Se volvió y miró por la ventanilla, a la nada—. Parece como si estuviera aclarando.
No lo estaba. La niebla disminuyó un poco, alejándose del coche en perezosos remolinos, y luego descendió de nuevo, más densa que nunca.
—Suponga que Lo encuentra. ¿Qué hará usted entonces? —dijo B. T. —. ¿Agachará la cabeza y Lo adorará? ¿Le ofrecerá incienso y mirra?
—Le ayudaré —dijo Mel.
— ¿Ayudarle a qué? ¿A separar las ovejas de los machos cabríos? ¿A luchar en la batalla del Armagedón?
—No lo sé —dijo Mel—. Quizá.
— ¿Realmente cree que va a haber una batalla entre el bien y el mal?
—Siempre hay una batalla entre el bien y el mal —dijo Mel—. Mire Su primera venida. No llevaba una semana en la tierra cuando los hombres de Herodes ya Lo estaban buscando. Mataron a todos los bebés de menos de dos años en Belén, intentando terminar con Él.
Y treinta y tres años más tarde lo consiguieron, pensó Mel. Sólo que la muerte no podía detenerle. Nada podía detenerle.
¿Quién había dicho eso? El muchacho de la feria, hablando de la melladura en el parabrisas. “Nada puede detenerla. Puede hacer algo para impedir que se extienda durante un tiempo, pero se extenderá de todos modos. No hay nada que pueda detenerla.”
Sintió de nuevo el aletear de aquella sensación. Algo acerca del muchacho de la feria. ¿De qué había estado hablando antes de aquello? De los gemelos siameses. Y de Roswell. No. De algo más.
Intentó pensar en lo que había dicho Cassie en la parada para camiones. Algo acerca de los reyes magos llegando al pesebre. Y de no luchar. “Tiene que empujarlos a la vez”, había dicho.
Permanecía incitadoramente fuera de su alcance, tan escurridizo como una señal de la carretera vista entre la niebla.
B. T. adelantó una mano y conectó la radio.
—Una noche llena de niebla y de frío —dijo una voz anónima—. Por debajo de cero al este de Nebraska, abajo en los... —se perdió en la estática. B. T. giró el mando.
— ¿Y sabéis lo que nos ocurrirá cuando venga Jesús? —gritó un evangelista—. ¡El Libro de la Revelación nos dice que seremos atormentados por el fuego y el azufre, a menos que nos arrepintamos ahora, antes de que sea demasiado tarde!
—Un poco de fuego y azufre sería bienvenido en estos momentos —dijo B. T., adelantando una mano para subir la calefacción al máximo.
—Hay una manta en el asiento de atrás —dijo Mel, y B. T. rebuscó, la encontró, y se envolvió las piernas con ella.
—Seremos abrasados por el fuego —dijo la radio—, y el humo de nuestro tormento se alzará para siempre jamás.
B. T. reclinó la cabeza contra el marco de la puerta.
—Pero se estará caliente —murmuró, y cerró los ojos.
—Pero no es eso todo lo que nos ocurrirá si no nos arrepentimos —siguió el evangelista—, si no aceptamos a Jesús como nuestro Salvador personal. ¡El Libro de la Revelación nos dice en el capítulo 14 que seremos arrojados al lugar de la ira de Dios y pisoteados en él hasta que nuestra sangre cubra el suelo a lo largo de miles de kilómetros! ¡Y no os engañéis, ese día va a venir pronto! ¡Las señales están a todo nuestro alrededor! Aguardad a que vuestro padre vuelva a casa.
Mel cortó la radio, pero ya era demasiado tarde. El evangelista había puesto el dedo en la llaga, en el centro mismo del problema que Mel había estado intentando evitar desde aquel momento aquel lejano día en el santuario.
No lo creo, había pensado cuando oyó al ministro hablar acerca de Jesús prohibiendo a los creyentes asociarse con los desheredados. Y había pensado en ello de nuevo cuando oyó al evangelista por la radio aquel primer día hablando de Cristo acudiendo en busca de venganza.
—No lo creo —pensó de nuevo, y cuando B. T. se agitó en su rincón se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
—No lo creo —murmuró. Dios había amado tanto al mundo. Había enviado a Su único Hijo a vivir entre los hombres, a convertirse en un bebé indefenso y en un niño pequeño y en un hombre joven, y Lo había enviado para que se mostrara frío y
confundido, furioso y alegre. “A compartir nuestro destino común”, había dicho el Concilio de Nicea. A sufrir y a comprender y a perdonar. “Padre, perdónales”, había dicho, con los clavos atravesando Sus manos, y cuando Lo habían arrestado, había hecho que sus discípulos depusieran sus armas. Había curado la oreja del soldado que Pedro había cortado.
Él nunca, nunca, volvería en un resplandor de ira y venganza, matando enemigos, atormentando no creyentes, derramando fuego y pestilencia y hambre sobre ellos. Nunca.
¿Y cómo puedo creer en una revelación acerca de la Segunda Venida, pensó, cuando no creo en la Segunda Venida?
Pero la revelación no era acerca de la Segunda Venida, pensó. No se habían producido terremotos ni el Armagedón ni Cristo viniendo en un resplandor de nubes y gloria. Ya está aquí, había pensado, ahora, y él había salido en Su busca, a hallar una señal.
Pero no hay ninguna, pensó, y en aquel momento vio una surgir de la niebla. “Prairie Home 8, Denver 749.”
Denver. Estarían allí mañana por la noche. Y B. T. querría que volara de vuelta a casa con él.
A menos que consiga descifrar la clave, pensó Mel. A menos que reciba una señal. O a menos que las carreteras estén cerradas.
“Y he aquí que la estrella que vieron en Oriente se situó por delante de ellos...”
—MATEO 2:9
—Deberían estar abiertas —dijo la mujer del Wayfarer Motel. El Holiday Inn y el Super 8 y el Innkeeper estaban todos llenos, y al Wayfarer sólo le quedaba una habitación libre—. Se supone que habrá niebla por la mañana, y se supone que hará bueno todo el resto del día hasta el domingo.
— ¿Qué hay de las carreteras hacia el este? —preguntó B. T.
—Ningún problema —dijo la mujer.
El Wayfarer no tenía cafetería. Cenaron en el Village Inn al otro lado del pueblo. Cuando salían, tropezaron con Cassie en el aparcamiento.
—Oh, bien —les dijo—. Temía no tener la oportunidad de decirles adiós.
— ¿Adiós? —dijo Mel.
—Mañana me dirijo al sur, a Red Cloud. Cuando consulté el Bartlett, dijo: “El invierno es demasiado largo en las ciudades del campo.”
— ¿Oh? —murmuró Mel, preguntándose qué tenía que ver aquello con ir al sur.
—Willa Cather —dijo Cassie—. Mi Antonia. Yo tampoco lo comprendí, así que probé la Biblia Gideon de mi hotel, es tan encantador encontrar siempre una en ellos, y fue el Éxodo, 13:21. “Y el Señor marchaba frente a ellos, de día en una columna de nube para guiar su camino, y de noche en una columna de fuego para iluminarlo.”
Les sonrió, expectante.
—Columna de fuego. Nube Roja. Red Cloud. El museo de Willa Cather está en Red Cloud.
Le dijeron adiós y volvieron al motel. B. T. se sentó en su cama y sacó su ordenador portátil de su maleta.
—Tengo que contestar mi e-mail —dijo.
¿Y enviar alguno?, se preguntó Mel. “Querida señora Bilderbeck, estaré en Denver mañana. Y espero persuadir a Mel de que vuelva a casa conmigo. Tenga preparada la camisa de fuerza.”
Mel se sentó en la única silla de la habitación con el Rand McNally y estudió el mapa de Nebraska, buscando una ciudad llamada Megiddo o Nueva Jerusalén. Estaba Red Cloud, abajo, cerca de la frontera sur de Nebraska. Nube de fuego. ¿Por qué no podría recibir él una señal tan hermosa y directa como aquélla? Una columna de humo por el día y una columna de fuego por la noche. O una estrella.
Pero Moisés había vagado por el desierto durante cuarenta años siguiendo esa columna. Y la estrella no había conducido a los reyes magos a Belén: los había conducido directamente a los brazos del rey Herodes. No habían recibido ningún indicio de dónde estaba el Cristo recién nacido. “¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos?”, le preguntaron a Herodes.
— ¿Dónde está? —murmuró Mel, y B. T. alzó la vista de su ordenador portátil, y luego volvió a bajarla y siguió tecleando acompasadamente.
Mel pasó al mapa de Colorado. Beulah. Bonanza. Firstview.
—Aunque su... epifanía... fuera real —le había preguntado B. T. aquella tarde—, ¿no es posible que haya interpretado mal lo que significa?
Bien, si era así, no sería el primero. La Biblia estaba llena de gente que había interpretado mal las profecías. “Los perros me han rodeado; la asamblea de los perversos me ha encerrado —decían las escrituras—, han atravesado mis manos y mis pies.” Pero nadie vislumbró la llegada de la Crucifixión. O la Resurrección.
Sus propios discípulos no Le reconocieron. El domingo de Pascua recorrieron todo el camino hasta Emaús con Él sin imaginar quién era, e incluso cuando Él se lo dijo, Tomás se negó a creerle y pidió ver las cicatrices de los clavos en Sus manos.
Nunca Lo reconocieron. Isaías había predicho claramente una virgen que daría a luz a un hijo “de la estirpe de Jesé”, un hijo que redimiría Israel. Pero nadie había pensado en un bebé en un establo.
Habían creído que hablaba de un guerrero, un rey que levantaría un ejército y empujaría a los odiados extranjeros fuera de su país, un héroe sobre un caballo blanco que vencería a sus enemigos y les liberaría. Y Él lo había hecho, pero no de la forma que esperaban.
Nadie había esperado que fuera un pobre predicador itinerante de una oscura familia, sin estudios ni entrenamiento militar, un don nadie. Incluso los reyes magos habían esperado que perteneciera a la realeza. “¿Dónde está el rey cuya estrella hemos visto al este?”, le habían preguntado a Herodes.
Y Herodes había enviado rápidamente a sus soldados en busca del usurpador, de la amenaza a su trono.
Habían buscado equivocadamente. Y quizá B. T. tenga razón, quizá yo esté equivocado también, y ésa sea la respuesta. La Segunda Venida no va a ser batallas y terremotos y caída de estrellas, y la Revelación significa alguna otra cosa, como las profecías del Mesías.
O quizá no había ninguna Segunda Venida, y Cristo estaba allí sólo en un sentido simbólico, en los pobres, los hambrientos, aquellos necesitados de ayuda. “Como habéis hecho al más pequeño de ellos...”
—Quizá la Segunda Venida esté realmente aquí —dijo B. T. desde la cama—. Mire esto.
Hizo girar el ordenador portátil para que Mel pudiera ver la pantalla.
—“Vigilad, pues —leyó—, porque no sabemos ni el día ni la hora en los que vendrá el Hijo del hombre”. Es un website. www.watchman.
—Probablemente pertenece a uno de los evangelistas de la radio —dijo Mel.
—No lo creo —dijo B. T. Pulsó una tecla, y apareció una nueva pantalla. Estaba llena de entradas.
“Meteor, 12-23, 4 min. NNW Ratón.”
“Área examinada. 12-28. Ninguna señal.”
“Canal Meteorológico 11-2, 9:15 a. m. PST. Referencia a formaciones inusuales de nubes.”
“¿Latitud y longitud? Necesito localización.”
“8, 6 min. WNW Prescott AZ 11-4.”
“Denver Post 914P8C2. Titular: “Actividad de relámpagos inusualmente alta golpea el Bosque Nacional de Carson. MT2427.””
— ¿Qué piensa que quiere decir todo esto? —preguntó B. T., señalando la ristra de letras y números.
—Mateo 24, versículo 27 —dijo Mel—. “Porque, como el relámpago que sale de Oriente y brilla hasta Occidente, así será la venida del Hijo del hombre.”
B. T. asintió y pasó pantallas.
“Triple relámpago. 7-11. Platteville, CO. 28 nov. Dos heridos.”
“Tormenta de relámpagos, 4 dic. Truth or Consequences.”
— ¿Qué hay acerca de ése? —dijo B. T., señalando “Truth or Consequences”.
—Es una ciudad en el sur de Nuevo México —dijo Mel.
—Oh. —Hizo pasar más pantallas.
“Meteoro, 12-30, 2 min. Oeste de Autopista Estatal 191, oeste de Bozeman, milla 161.”
“Paciente recuperándose de coma, Hosp Yale-New Haven. ¿Conexión?
“Negativo. Demasiado lejos al este.”
“Posible avistamiento en Nevada.”
“Necesito localización.”
Necesito localización.
—“Id a buscar diligentemente al niño pequeño —murmuró Mel—, y cuando lo hayáis encontrado, traedme noticia de él, para que pueda ir a adorarlo.”
— ¿Qué? —B. T. levantó la cabeza.
—Es lo que dijo Herodes cuando los reyes magos le hablaron de la estrella. —Miró la pantalla.
“L. A. Times 2 de enero P5C1. Mueren peces. ¿RV89?”
“Posible avistamiento. Old Faithful, Parque Natural de Yellowstone, 2 de enero.”
Y una y otra vez:
“Necesito localización.”
“Necesito localización.”
“Necesito localización.”
—Evidentemente creen que la Segunda Venida se ha producido —dijo B. T., contemplando la pantalla.
—O que los alienígenas han aterrizado en Roswell —dijo Mel. Señaló una de las entradas—. O que Elvis ha vuelto.
—Quizá —dijo B. T., mirando fijamente la pantalla.
Mel volvió a estudiar los mapas. Barren Rock. Deadwood. Last Chance.
Necesito localización, pensó. Quizá él y Cassie y quienquiera que hubiese escrito “demasiado lejos al este” en el website hubieran interpretado mal el mensaje, y no fuera en el oeste sino en West.
Fue al índice en la parte de atrás del mapa. West. Westwood Hill, Kansas. Westville, Oklahoma. West Hollywood, California. Westview. Westgate. Westmont. Colorado tenía un Westcliffe, un Western Hills y un Westminster. Ni Arizona ni Nuevo México tenían ningún West. Nevada tampoco. Nebraska tenía un West Point.
West Point. Quizá ni siquiera estuviese en el oeste. Quizá fuera West Orange, Nueva Jersey, o West Palm Beach. O West Berlín.
Cerró el mapa y alzó la vista hacia B. T. Se había adormecido, con el rostro tenso y preocupado incluso en su sueño. Su ordenador portátil estaba sobre su pecho, y la Biblia Gideon que había tomado del Holiday Inn estaba a su lado.
Mel apagó el ordenador portátil y lo cerró suavemente. B. T. no se movió. Mel tomó la Biblia.
La respuesta tenía que estar en las Escrituras. Abrió la Biblia en Mateo. “Entonces, si cualquier hombre os dice mirad, aquí está Cristo, o ahí; no le creáis.”
Siguió leyendo. Desastres y devastación y tribulación, como los profetas habían anunciado.
Los profetas. Halló Isaías. “Oís pero no comprendéis; y veis pero no percibís.”
Cerró la Biblia. De acuerdo, pensó, apoyándola sobre el lomo en el hueco de su mano y dejando que se abriera al azar. Busquemos una señal aquí. Se me está acabando el tiempo.
Abrió los ojos. Su dedo estaba posado sobre I Samuel 23, versículo 14. “Y Saúl le buscó todos los días, pero Dios no le entregó en su mano.”
“Porque todas estas cosas tienen que pasar, pero todavía no es el fin.”
—MATEO 24:6
Todas las carreteras estaban abiertas y, desde Grand Island, despejadas y secas, y la niebla se había despejado un poco.
—Con las carreteras así, deberíamos estar en Denver esta noche —dijo B. T.
Sí, pensó Mel, terminando lo que B. T. había dicho, si vuelas de vuelta conmigo, podremos estar allí a tiempo para el encuentro ecuménico. Nadie llegará a saber nunca que nos hemos ido, excepto la señora Bilderbeck; y podía decirle que le habían ofrecido un trabajo en otra iglesia, pero que había decidido no aceptarlo, lo cual era cierto.
—Simplemente no funcionó —le diría a la señora Bilderbeck, y ella se sentiría tan alegre de que no se fuera que ni siquiera querría saber detalles.
Y podría volver a dar sus sermones y a dirigir el coro y guardar la estrella y mantener la luz del piloto de la caldera encendida como si nada hubiera ocurrido.
“Salida 312”, apareció allá delante la señal verde de la interestatal. “Hastings, 29. Red Cloud, 91.”
Se preguntó si Cassie estaría ya en la casa de Willa Cather, convencida de que había sido conducida allí por las Citas de Bartlett.
Cassie no había tenido problemas en hallar señales..., las veía por todas partes. Y quizás están por todas partes, y yo simplemente no las veo. Tal vez Hastings sea una señal, y el camión lleno de espejos, y esos juguetes de peluche esparcidos por toda la carretera. Quizás ese atrapadedos chino donde quede atrapado ayer fuera...
—Mire —dijo B. T. —. ¿No era ése el coche de Cassie?
— ¿Dónde? —dijo Mel, girando el cuello hacia todos lados.
—En esa zanja, ahí atrás.
Esta vez Mel no aguardó a un cruce “Sólo vehículos autorizados”. Se metió en la nevada mediana y regresó por el otro lado de la autopista, aún incapaz de ver nada.
—Ahí —dijo B. T., y Mel volvió a cruzar la mediana.
Había cruzado los dos carriles y estaba en el arcén antes de ver el Honda, medio hundido en un largo terraplén e inclinado en un ángulo extraño. No pudo ver a nadie en el asiento del conductor.
B. T. estaba fuera del coche antes de que Mel lo hubiera detenido del todo y descendía por la pendiente nevada, con Mel detrás. B. T. abrió la portezuela.
El bolso de tela verde de Cassie estaba en el suelo del asiento del pasajero. B. T. miró en el asiento de atrás.
—No está aquí —dijo innecesariamente.
— ¡Cassie! —llamó Mel. Fue a la parte delantera del coche, aunque la mujer no podía haber sido arrojada fuera: en ese caso la portezuela estaría abierta—. ¡Cassie!
—Aquí —dijo una voz débil, y Mel miró al final de la pendiente. Cassie estaba tendida en el fondo del terraplén entre altas hierbas secas.
—Está ahí abajo —dijo, y medio caminó, medio se deslizó por la pendiente.
Estaba tendida de espaldas, con la pierna doblada bajo su cuerpo.
—Creo que me la he roto —le dijo a Mel.
—Haga señas a algún camión —le dijo Mel a B. T. cuando apareció encima de él—. Dígale que llame a una ambulancia.
B. T. desapareció, y Mel se volvió de nuevo a Cassie.
— ¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó, quitándose el chaquetón y pasándoselo por los hombros.
—No lo sé —dijo ella con un estremecimiento—. Había una placa de hielo. Pensé que nadie vería el coche, así que salí para subir hasta la carretera, y fue entonces cuando resbalé. Me he roto la pierna, ¿verdad?
Con aquel ángulo tenía que estar rota.
—Creo que probablemente sí —dijo.
Ella volvió la cabeza hacia las hierbas secas.
—Mi hermana tenía razón.
Mel se quitó la chaqueta, la enrolló y se la puso debajo de la cabeza.
—Tendremos una ambulancia aquí en un momento.
—Me dijo que estaba loca —dijo Cassie, aún sin mirar a Mel—, y esto lo demuestra, ¿verdad? Y ella ni siquiera sabía nada de lo de la epifanía. —Se volvió y miró a Mel—. Sólo que no era una epifanía. Únicamente un bajo nivel de estrógenos.
—Conserve sus fuerzas —dijo Mel, y miró ansiosamente pendiente arriba.
Cassie sujetó su mano.
—Le mentí. No me ofrecieron un retiro anticipado. Yo lo pedí. Estaba tan segura. “¡Hacia el oeste, adelante!” significaba algo. Así que vendí mi casa y saqué todos mis ahorros.
Su mano estaba roja por el frío. Mel deseó haber recuperado sus guantes cuando el muchacho de la feria se los ofreció. Tomó su helada mano entre las suyas y la apretó fuertemente.
—Estaba tan segura —dijo ella.
—Mel —llamó B. T. desde arriba—, han pasado cuatro camiones sin detenerse. Creo que es el color. —Señaló su negro rostro—. Será mejor que suba y lo intente usted.
—Ahora subo —dijo Mel. Se volvió hacia Cassie—. Volveré en seguida.
—No —dijo ella, aferrando su mano—. ¿No lo ve? No significaba nada. No era más que la menopausia, como dijo mi hermana. Ella intentó advertírmelo, pero no quise escuchar.
—Cassie —dijo Mel, liberando suavemente su mano—, necesitamos sacarla de aquí y llevarla a la ciudad, a un hospital. Puede contármelo todo entonces.
—No hay nada que contar —dijo ella, y soltó su mano.
—Vamos, viene otro camión —llamó B. T., y Mel se dirigió pendiente arriba—. No, no importa —dijo de pronto B. T. —, ha llegado la caballería. —Y, sorprendentemente, se echó a reír.
Hubo un chirrido de frenos hidráulicos. Mel acabó de subir el resto de la pendiente. Un camión se estaba parando. Era uno de los de la feria, cargado con caballos de tiovivo, negros y blancos y pardos con la crin blanca, con sillas rojas y doradas y bridas enjoyadas. B. T. corría ya hacia la cabina, preguntando:
— ¿Lleva usted móvil?
—Por supuesto —dijo el conductor, y salió y rodeó el camión. Era el muchacho que había recogido Mel, y todavía llevaba los guantes que le había dado.
—Necesitamos una ambulancia —dijo Mel—. Hay una dama herida ahí abajo.
—Ahora mismo —dijo el muchacho, y desapareció de vuelta a la cabina.
Mel se dejó deslizar ladera abajo hasta Cassie.
—Están llamando a una ambulancia —le dijo.
Ella asintió desinteresadamente.
—Están de camino —dijo el muchacho desde arriba. Fue al Honda, seguido por B. T., y metió la cabeza debajo de la parte de atrás. Dio una vuelta a su alrededor, agachándose junto a las ruedas traseras, y luego desapareció pendiente arriba.
—Dice que su camión no tiene cable de arrastre —dijo B. T., bajando a informar—, y no cree que pueda sacar el coche de ninguna manera, de modo que va a llamar a una grúa.
Mel asintió.
—Vi una señal que decía que la siguiente ciudad estaba tan sólo a dieciséis kilómetros. La habrán sacado de aquí antes de que se dé cuenta de ello.
Cassie no respondió. Mel se preguntó si quizá estaba entrando en estado de shock.
—Cassie —dijo, tomando de nuevo sus manos y frotándolas pese a lo que le había dicho antes al muchacho acerca de la congelación—. Nos sorprendió tanto ver su coche —sólo por decir algo, para hacerle hablar—. Creíamos que iba usted a Red Cloud. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?
—Las Citas de Bartlett —dijo ella amargamente—. Cuando metí el bolso en el coche, cayó al suelo del aparcamiento, y cuando lo recogí, lo primero que leí fue algo de William Blake. “No des más la vuelta”, decía. Pensé que significaba que no debía dar la vuelta hacia el sur, a Red Cloud, que debía seguir yendo hacia el oeste. ¿Puede imaginar a alguien siendo tan estúpido?
Sí, pensó Mel.
La ambulancia se detuvo arriba, con las sirenas sonando y las luces amarillas destellando, y dos enfermeros salieron con una camilla, se deslizaron pendiente abajo hasta donde estaba Cassie y empezaron a maniobrar expertamente en su pierna.
Mel se dirigió a B. T.
—Vaya usted con ella en la ambulancia —dijo—, y yo aguardaré aquí a la grúa.
— ¿Está seguro? —preguntó B. T. —. Puedo esperar aquí.
—No —dijo Mel—. Seguiré la grúa hasta el garaje y averiguaré lo que pueda acerca del coche. Luego me reuniré con usted en el hospital. ¿A qué hora es el primer vuelo a casa desde Denver mañana?
— ¿Vuelo? —dijo B. T. —. No. No voy a volver a casa sin usted.
—No tendrá que hacerlo —dijo Mel—. ¿A qué hora es el primer vuelo?
—No entiendo...
—O podemos volver en coche. Si nos turnamos conduciendo podemos estar de vuelta a tiempo para la reunión ecuménica.
—Pero... —dijo B. T., desconcertado.
—Deseaba una señal. Bien, ya la he tenido —dijo Mel, haciendo un gesto con su brazo hacia Cassie y su coche—. No tienen que golpearme en la cabeza para que capte el mensaje. Estoy aquí fuera en medio de la nada en pleno invierno en una empresa descabellada.
— ¿Qué hay de la epifanía?
—Fue una alucinación, un acceso, un desequilibrio hormonal temporal.
— ¿Y qué hay acerca de su llamada al ministerio? —dijo B. T. —. ¿Fue eso también una alucinación? ¿Qué hay de Cassie?
—El Diablo puede citar las Escrituras, ¿recuerda? —dijo Mel amargamente—. Y las Citas de Bartlett.
— ¿Pueden echarnos una mano aquí? —llamó uno de los enfermeros. Tenían a Cassie en la camilla y estaban listos para subirla.
—Ahora vamos —dijo Mel, y se dirigió hacia ellos.
B. T. sujetó su brazo.
— ¿Qué hay de los otros que también están buscándole? ¿El guardián del website?
—Locos de los OVNIs —dijo Mel, y se inclinó sobre la camilla—. No significan nada.
Cassie estaba cubierta por una manta gris, la cabeza vuelta hacia un lado, de la forma que estaba cuando Mel la encontró.
— ¿Está usted bien? —preguntó B. T., sujetando el otro lado de la camilla.
—No —respondió la mujer, y una lágrima tembló y resbaló por su regordeta mejilla—. Siento haberles causado todos estos problemas.
El muchacho de la feria se hizo cargo de la parte delantera de la camilla.
—Las cosas no son siempre tan malas como parecen —dijo, dando unas palmadas a la manta—. Una vez vi a un tipo caerse de arriba de la noria, y ni siquiera se hizo daño.
Cassie sacudió la cabeza.
—Fue un error. No hubiera debido venir.
—No diga eso —la tranquilizó B. T. —. Vio usted la casa de Mark Twain. Y la de Gene Stratton Porter.
Ella volvió el rostro hacia un lado.
— ¿Y de qué me ha servido? Ya ni siquiera soy maestra de inglés.
Puede que las cosas no hubieran sido tan malas para el hombre que se cayó de la noria, pero eran aún peores de lo que parecían cuando hubieron subido la pendiente con Cassie. Cuando la metieron en la ambulancia su rostro estaba tan gris como la manta y retorcido por el dolor. Los enfermeros empezaron a conectarla al aparato de la presión sanguínea y a la pantalla de vigilancia intensiva.
—Me reuniré con usted en el hospital —le dijo Mel a B. T. —. Puede llamar usted a la señora Bilderbeck y decirle que volvemos.
— ¿Y si las carreteras están cerradas? —preguntó B. T.
—Ya oyó a la empleada la otra noche. Despejadas en ambas direcciones. —Miró a B. T. —. Suponía que era eso lo que deseaba usted, que recobrara el buen sentido, que admitiera que estaba loco.
B. T. pareció incómodo.
—Los animales no siempre dejan huellas —dijo—. Aprendí eso hace cinco años, agrupando ciervos para un proyecto sanitario en Lyme. A veces dejan todo tipo de señales, otras veces son invisibles.
Los enfermeros estaban cerrando las puertas de la ambulancia.
—Esperen —dijo B. T. —. Voy con ella.
Subió a la parte de atrás de la ambulancia.
— ¿Sabe la única forma en que puede decir uno que un ciervo está ahí? —preguntó.
Mel negó con la cabeza.
—Por los lobos —dijo B. T.
“A tal efecto, el propio Señor os dará una señal...”
—ISAÍAS 7:14
La grúa necesitó casi una hora para llegar allí. Mel aguardó en su coche con la calefacción puesta durante un rato y luego salió y fue a examinar el Honda de Cassie.
Lobos, había dicho B. T. Depredadores.
—“Porque, esté donde esté la carcasa —citó en voz alta—, allí se congregarán los abantos.” Mateo, 24:28.
Miró el Honda.
—El Diablo puede citar las Escrituras —dijo, y volvió a su coche.
La grieta en el parabrisas se había hecho más grande, extendiéndose en dos nuevas direcciones desde el centro del impacto, formando una estrella. Una señal definida.
Has tenido docenas de señales, pensó. Ventiscas, cierre de carreteras, condiciones de hielo y nieve. Simplemente decidiste ignorarlas.
—Uno tiene que ser ciego para no reconocerlas —había dicho el evangelista de la radio, y eso era lo que él había sido, voluntariamente ciego, fingiendo que la flecha
amarilla, las carreteras cerradas detrás de él, eran señales de que iba en la dirección correcta, de que el “¡Hacia el oeste, adelante!” de Cassie era una confirmación externa.
—No significaba nada —dijo.
Empezaba a hacerse oscuro cuando finalmente llegó la grúa, y era completamente oscuro cuando consiguieron subir el Honda de Cassie a la carretera.
Y eso era una señal también, pensó Mel, siguiendo la grúa. Como la niebla y el camión de la feria hendiendo la autopista y los carteles de “Completo” en los moteles. Todos ellos destellando el mismo mensaje. Era un error. Abandona. Vuelve a casa.
La grúa se había distanciado delante de él. Pisó el acelerador, pero una camioneta muy lenta se había interpuesto, y un coche aún más lento estaba bloqueando el carril de la derecha. Cuando llegó al taller, el mecánico estaba saliendo ya de debajo del Honda y sacudiendo la cabeza.
—Rompió un eje y la transmisión ha resultado afectada —dijo, secándose las manos con un grasiento trapo—. Costará al menos mil quinientos repararlo, y dudo de que valga la pena. —Palmeó la capota con una cierta simpatía—. Me temo que ha llegado al final del camino.
El final del camino. De acuerdo, de acuerdo, pensó Mel, capto el mensaje.
—Bien, ¿qué quiere hacer? —preguntó el mecánico.
Abandonar, pensó Mel. Recuperar el buen sentido. Irme a casa.
—El coche no es mío —dijo—. Se lo tengo que preguntar a la propietaria. En estos momentos está en el hospital.
— ¿Resultó herida?
Mel la recordó tendida allá entre la hierba, diciendo: “No significaba nada.”
—No —mintió.
—Dígale que puedo hacer una estimación de lo que puede costar un nuevo eje y una nueva transmisión si lo desea —dijo reluctante el mecánico—, pero que si yo fuera ella cobraría el seguro y empezaría de nuevo.
—Se lo diré —murmuró Mel. Abrió el portamaletas y tomó el equipaje de la mujer, y luego dio la vuelta hasta el lado del pasajero para recuperar el bolso verde del asiento de atrás.
Había un brillante folleto amarillo enrollado y metido en la manija de la puerta. Mel lo desenrolló. Era un folleto de la feria. El muchacho debía de haberlo metido allí, pensó, sonriendo pese a sí mismo.
Había el dibujo de una trompeta en la parte superior, con un “¡Venid, venid todos!” brotando de su boca.
Debajo había un dibujo de la triple noria, y dispersos en una serie de recuadros por toda la página: “¡Las maravillas de las Fuentes Vivientes!” “¡Cabalgad el Dragón Marino!” “¡Palomitas, helados, algodón de caramelo!” “¡Ved al León y al Cordero en una sola jaula!”
Se quedó mirando el folleto.
—Dígale si quiere venderlo para repuestos —dijo el mecánico—. Puedo darle cuatrocientos por él.
Un león y un cordero. Ruedas dentro de ruedas. “Porque el cordero los conducirá a las fuentes vivas de las aguas.”
— ¿Qué está leyendo? —preguntó el mecánico, rodeando el coche.
Una caseta con animales de peluche como premios —osos y leones y dragones rojos—, y una atracción llamada la Estrella Errante, un salón de espejos. “Porque ahora vemos a través de un espejo oscuro, pero luego cara a cara.”
El mecánico miró por encima de su hombro.
—Oh, un anuncio de esa loca feria —dijo—. Sí, yo también encontré uno en la ventanilla.
Era una señal. “Porque mirad, os daré una señal.” Y la señal era simplemente lo que era, una señal. Como los gemelos siameses. Como el signo de la paz en el dorso de la mano del muchacho. “Porque entre nosotros ha nacido un niño, y será llamado Maravilla, Consejero, el Príncipe de la Paz.” En la mano del muchacho.
—Si desea una estimación, dígale que tardaré algún tiempo —indicó el mecánico, pero Mel no estaba escuchando. Miraba ciegamente el folleto. “¡Asómate al Pozo sin Fondo! —decía—. ¡Cabalga en el Tiovivo!”
—Y así vi los caballos en la visión —murmuró Mel—, y entonces me senté en ellos. —Se echó a reír.
El mecánico le miró con el ceño fruncido.
—No es divertido —dijo—. Este coche está hecho una auténtica pena. Así que, ¿qué piensa que va a hacer la dueña?
—Ir a la feria —dijo Mel, y corrió en busca de su coche.
“Y no habrá noche allí; y no necesitarán vela, ni luz del sol...”
—APOCALIPSIS 22:15
El hospital era un edificio de ladrillo de tres plantas. Mel aparcó delante de urgencias y entró.
— ¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó la enfermera de admisión.
—Sí —dijo Mel—. Estoy buscando a... —y entonces se detuvo. Detrás del mostrador había un folleto de la feria con fechas en la parte inferior. “Crown Point, 14 de diciembre —decía—. Gresham, 13 de enero. Empyrean, 15 de enero.”
— ¿Puedo ayudarle en algo, señor? —insistió la enfermera, y Mel se volvió para preguntarle dónde estaba Empyrean, pero ella no le hablaba a él. Se dirigía a uno de los dos hombres con trajes azul marino que se habían acercado.
—Sí —dijo el más alto de los dos, el que se había acercado primero—, estamos iniciando una acción en los hospitales, en favor de la gente que está ingresada lejos de su hogar. ¿Tienen ustedes algún paciente de fuera de la ciudad?
La enfermera pareció dubitativa.
—Me temo que no tenemos permitido dar información sobre nuestros pacientes —dijo.
—Por supuesto, lo entiendo —dijo el hombre, abriendo su Biblia—. No deseamos violar la intimidad de nadie. Simplemente nos gustaría poder transmitir algunas palabras de consuelo, como el buen samaritano.
—No se supone que yo... —empezó la enfermera.
—Comprendemos —dijo el hombre más bajo—. ¿Se unirá usted a nosotros en un momento de plegaria? Oh Señor, buscamos...
Se abrió la puerta, y todos se volvieron para ver a un muchacho con la frente ensangrentada que entraba en urgencias. Mel se deslizó por el vestíbulo y subió las escaleras.
¿Dónde podían haberla llevado?, se preguntó, mirando a las habitaciones con las puertas abiertas. ¿Tenía un hospital tan pequeño como aquél alas separadas, o estaban revueltos todos los pacientes?
Cassie no estaba en el primer piso. Se apresuró al segundo, manteniendo un ojo atento a los hombres del traje azul marino. Todavía no sabían su nombre, pero lo averiguarían pronto. Aunque no lo consiguieran de la enfermera de admisión, Cassie debía de haber entregado su tarjeta de la seguridad social. Estaría todo en el ordenador. ¿Adónde debían de haberla llevado? A rayos X, pensó.
— ¿Puede decirme dónde está rayos X? —le preguntó a una mujer de mediana edad con un uniforme rosa.
—En el tercer piso —le informó la mujer, y señaló hacia el ascensor.
Mel le dio las gracia, y tan pronto como estuvo fuera de su vista subió la escalera de dos en dos peldaños.
Cassie no estaba en rayos X. Mel empezó a buscar un técnico para preguntarle, y entonces vio a B. T. al final del pasillo.
—Buenas noticias —le dijo B. T. cuando se apresuró hacia él—. No tiene nada roto. Sólo una luxación en la rodilla.
— ¿Dónde está? —preguntó Mel, sujetando a B. T. por el brazo.
—En la trescientos ocho —dijo B. T., y Mel lo empujó al interior de la habitación y cerró la puerta tras ellos.
Cassie, con una bata blanca de hospital, estaba en la cama del fondo, la cabeza vuelta hacia el otro lado, como entre las heladas hierbas. Parecía pálida y apática.
—Llamó a su hermana —dijo B. T., mirándola ansioso—. Está de camino desde Minnesota para estar con ella.
—Me dijo que tenía suerte de que sólo me hubiera luxado una rodilla —dijo Cassie, volviéndose para mirar a Mel—. ¿Cómo está mi coche?
—Para el desguace —dijo Mel, deteniéndose junto a la cabecera de la cama—. Pero eso no importa. Nosotros...
—Tiene razón —admitió ella, y giró su cabeza sobre la almohada—. No importa. He recobrado el buen sentido. Me vuelvo a casa. —Sonrió débilmente a Mel—. Lamento que se hayan tomado tantas molestias conmigo, pero al menos ya no será por mucho más
tiempo. Mi hermana llegará mañana por la noche, y el hospital me ha dicho que debo permanecer esta noche bajo observación, de modo que no tienen que quedarse. Pueden ir a su encuentro religioso.
—Le mentimos —dijo Mel—. No vamos a ningún encuentro religioso —y se dio cuenta de que sí iban—. Usted no es la única que tuvo una epifanía.
— ¿De veras? —exclamó, y se alzó a medias contra las almohadas.
—Sí. Yo también recibí un mensaje de ir al oeste —dijo Mel—. Tenía usted razón. Está ocurriendo algo importante, y queremos que venga usted con nosotros.
— ¿Sabe dónde está Él? —interrumpió B. T.
—Sé dónde va a estar —dijo Mel—. B. T., quiero que vaya a buscar el mapa de carreteras y busque una ciudad llamado Empyrean y vea dónde está.
—Yo sé dónde está —dijo Cassie, y acabó de sentarse en la cama—. Está en Dante.
Ambos se la quedaron mirando, y ella dijo, medio como disculpándose:
—Dante Alighieri. Soy maestra de inglés, ¿recuerdan? Es el círculo más alto del Paraíso. La Ciudad Santa de Dios.
—Dudo que esté en el Rand McNally —observó B. T.
—No importa —dijo Mel—. La encontraremos por las luces. Pero primero tenemos que sacarla de aquí. Cassie, ¿cree que podrá andar si la ayudamos?
—Sí. —Apartó la ropa de la cama y bajó su vendada pierna por el lado—. Mi ropa está en el armario de este lado.
Mel la ayudó a cojear hasta el armario.
—Iré a buscar su alta —dijo B. T., y salió.
Cassie descolgó su vestido de la percha y empezó a abrir la cremallera. Mel se volvió y se asomó a la puerta para mirar. No había el menor signo de los dos hombres.
— ¿Puede ayudarme a ponerme las botas? —pidió Cassie, cojeando hasta la silla—. Siento mi rodilla mucho mejor. —Se sentó en la silla—. Apenas me duele. —Mel se arrodilló y le puso las botas ribeteadas de piel de pelo.
Entró B. T.
—Hay dos hombres abajo en el mostrador de admisión —dijo, sin aliento—, intentando averiguar en qué habitación está usted.
— ¿Quiénes son? —preguntó Cassie.
—Hombres de Herodes —dijo Mel—. Tendremos que ir por la escalera de incendios. ¿Podrá?
Ella asintió. Mel la ayudó a ponerse en pie y fue a buscar su chaquetón. Entre él y B. T. la ayudaron a ponérselo, y cada uno la sujetó por un brazo y fueron hasta la puerta, abriéndola cautelosamente y mirando a ambos lados del pasillo y luego a la escalera de incendios.
—Debería llamar a mi hermana —dijo Cassie— y decirle que he cambiado de opinión.
—Nos pararemos en una gasolinera —dijo B. T., abriendo la puerta de par en par y mirando de nuevo a ambos lados—. Adelante —indicó, y recorrieron el pasillo, cruzaron la salida de emergencia y salieron a la escalera de incendios.
—Traiga el coche hasta aquí —dijo B. T., y Mel bajó haciendo resonar los escalones metálicos y se dirigió hacia el coche en el aparcamiento.
La puerta de la sala de urgencias se abrió, y dos hombres se recortaron por un momento contra su luz, hablando con alguien.
Mel metió la llave en el contacto, la accionó, y llevó el coche al lado del hospital, donde B. T. y Cassie estaban bajando los últimos escalones.
—Vamos —dijo, sujetando a Cassie por debajo del brazo—, apresúrese —y avanzaron hacia el coche.
Sonó una sirena.
—Aprisa —dijo Mel, abriendo la portezuela y empujándola al asiento de atrás y cerrando de nuevo la portezuela. B. T. corrió hacia el otro lado.
La sirena aumentó bruscamente de volumen y luego se cortó, y Mel, mientras buscaba la manecilla de su portezuela, volvió la vista hacia la entrada. Llegó una ambulancia, con sus luces rojas y amarillas destellando, y los dos hombres en la puerta avanzaron y tomaron una camilla de la parte de atrás del vehículo.
Y esto es una locura, pensó Mel. Nadie va tras nosotros. Pero deberían ir, tan pronto como la enfermera viera que Cassie no estaba, y si no entonces, tan pronto como la hermana de Cassie llegara allí. “Vi a dos hombres meter a una mujer en un coche y luego salir a toda prisa de aquí”, diría uno de los internos que sacaban aquella camilla de la ambulancia. “Parecía como si la estuvieran secuestrando.” ¿Y cómo explicarle a la policía que sólo estaban buscando la Ciudad de Dios?
—Esto es una locura —empezó a decir Mel, tirando de la manecilla de la portezuela del coche.
Había un folleto encajado en ella. Mel lo desenrolló y lo leyó a la luz de las farolas de mercurio del aparcamiento. “¡Aprisa, aprisa, aprisa! ¡Subíos al Más Grande de los Espectáculos de la Tierra! —decían las letras doradas—. ¡Sorpresas, maravillas, misterios revelados!”
Mel subió al coche y le tendió el folleto a B. T.
— ¿Listos? —preguntó.
—Vamos —dijo Cassie, y se inclinó hacia adelante para señalar la puerta delantera del hospital. Dos hombres con trajes azul marino bajaban corriendo los escalones de la entrada.
—Agáchense —dijo Mel, y salió del aparcamiento. Giró al sur, condujo una manzana, giró a una calle lateral, se acercó al bordillo, apagó las luces y aguardó, observando por el espejo retrovisor hasta que un coche azul marino pasó a toda prisa por su lado en dirección al sur.
Puso en marcha de nuevo el coche y condujo dos manzanas sin luces, y luego regresó hacia la autopista y se encaminó al norte. A ocho kilómetros de la ciudad giró al este por un camino de grava, siguió hasta su final, giró al sur, y luego de nuevo al este, y al norte por un camino de tierra. No había nadie tras ellos.
—Muy bien —dijo, y B. T. y Cassie se sentaron erguidos.
— ¿Dónde estamos? —preguntó Cassie.
—No tengo ni idea —dijo Mel. Giró de nuevo al este y luego al sur en la primera carretera pavimentada a la que llegó.
— ¿Adónde vamos? —quiso saber B. T.
—Tampoco lo sé. Pero sé lo que estamos buscando. —Aguardó hasta que un destartalado microbús lleno de niños pasó por su lado, y entonces se arrimó a la cuneta y encendió la luz del techo.
— ¿Dónde está su ordenador portátil? —preguntó a B. T.
—Aquí —dijo B. T., y lo abrió y lo conectó.
—Muy bien —dijo Mel, alzando el folleto a la luz—. Estaban en Omaha el cuatro de enero, en Palmyra el nueve, y en Beatrice el diez. —Se concentró, intentando recordar las fechas del folleto en el hospital.
—Beatrice —murmuró Cassie—. Eso también está en Dante.
—La feria estaba en Crown Point el catorce de diciembre —siguió Mel, intentando recordar las fechas—, y en Gresham el doce de enero.
— ¿La feria? —dijo B. T. —. ¿Estamos buscando una feria?
—Sí —asintió Mel—. Cassie, ¿tiene usted aquí sus Citas de Bartlett?
—Sí —dijo la mujer, y empezó a rebuscar en el bolso de tela verde esmeralda.
—Los vi entre Pittsburgh y Youngstown el domingo —dijo Mel a B. T., que había empezado a teclear en el ordenador—. Y en Wayside, Iowa, el lunes.
—Y el camión que perdió su carga estaba en Seward —dijo B. T., sin dejar de teclear.
— ¿Qué tiene usted, Cassie? —preguntó Mel, mirando por el retrovisor.
La mujer mantenía el dedo en una página abierta.
—Es Christina Rossetti —dijo—. “¿Tomará todo el día la jornada de viaje? De la mañana a la noche, amigo mío.”
—Están recorriendo todo el mapa —dijo B. T., girando el portátil para que Mel pudiera ver la pantalla. Era un laberinto de líneas interconectadas.
— ¿Puede decir en qué dirección general se encaminan? —preguntó Mel.
—Sí —dijo B. T. —. Hacia el oeste.
—Hacia el oeste —repitió Mel. Por supuesto. Puso de nuevo el coche en marcha y giró hacia el oeste en la primera carretera a la que desembocaron.
No había coches, y tan sólo algunas luces dispersas, una granja y un silo, y una torre de radio. Mel condujo firmemente hacia el oeste a través del llano paisaje nevado, buscando las distantes luces resplandecientes de la feria.
El cielo se volvió azul marino y luego gris, y se detuvieron para poner gasolina y llamar a la hermana de Cassie.
—Use mi tarjeta telefónica —dijo B. T., tendiéndosela a Cassie—. A mí todavía no me están buscando. ¿Cuánto dinero en efectivo tenemos?
Cassie tenía sesenta dólares, y otros doscientos en cheques de viajero. Mel tenía ciento sesenta y ocho.
— ¿Qué han hecho? —preguntó B. T. —. ¿Robar la plata?
Mel llamó primero a la señora Bilderbeck.
—No estaré de vuelta a tiempo para los servicios del domingo —le dijo—. Llame al reverendo Davidson y pregúntele si puede sustituirme. Y dígales a la reunión ecuménica que Lean Juan 3:16-18 como devoción.
— ¿Está seguro de que se encuentra bien? —preguntó la señora Bilderbeck—. Ayer vinieron aquí unos hombres preguntando por usted.
Mel crispó las manos sobre el auricular del teléfono.
— ¿Qué les dijo usted?
—No me gustó su aspecto, de modo que les dije que estaba usted en una reunión de la alianza ministerial en Boston.
—Es usted maravillosa —dijo Mel, y fue a colgar.
—Oh, espere, ¿qué hay de la caldera? —preguntó la señora Bilderbeck—. ¿Y si el piloto se apaga de nuevo?
—No lo hará —dijo Mel—. Nada puede apagarlo.
Colgó y tendió el teléfono y la tarjeta telefónica a Cassie. La mujer llamó a su hermana, que tenía teléfono en el coche, y le dijo que no viniera, que estaba bien, que después de todo no se había roto la pierna, sólo sufría una luxación en la rodilla.
—E incluso empiezo a dudarlo —le dijo a Mel mientras caminaban de regreso al coche—. ¿Lo ve? Ni siquiera cojeo.
B. T. había traído zumo de frutas y donuts y una bolsa grande de patatas fritas. Comieron mientras Mel conducía, yendo al sur por la interestatal y luego por la Autopista 34.
Salió el sol y destelló en los silos de metal y en la fisura en forma de estrella en el parabrisas. Mel frunció los ojos contra su brillo. Cruzaron lentamente McCook y Sharon Springs y Maranatha, buscando folletos o carteles en los postes telefónicos y en los escaparates de las tiendas, pasando los nombres de las ciudades a B. T., que las añadía a las que ya tenía en su ordenador.
Los camiones les adelantaban, pero ninguno de ellos llevaba material de feria, y Cassie consultó de nuevo su Bartlett. “Tuvimos un terrible frío —decía—, justo la peor época del año.”
—T. S. Eliot —dijo Cassie interrogativamente—. “El viaje de los magos”.
Se detuvieron de nuevo a poner gasolina, y B. T. condujo mientras Mel dormía. Empezaba a hacerse oscuro. B. T. y Mel cambiaron de nuevo de lugar, y Cassie pasó delante, moviéndose rígidamente.
— ¿Vuelve a dolerle la rodilla? —preguntó Mel.
—No —dijo Cassie—. No me duele en absoluto. Sólo que llevo demasiado tiempo sentada en el coche. —Sonrió—. Al menos no son camellos. ¿Puede imaginar usted lo que debió de ser aquel viaje?
Sí, pensó Mel, puedo imaginarlo. Apuesto a que todo el mundo pensaba que estaban locos. Incluidos ellos.
Se hizo muy oscuro. Siguieron hacia el oeste, a través de Glorieta y Gilead y Beulah Center, buscando luces multicolores brillando en un frío campo, una noria girando y el olor del algodón de caramelo, escuchando los gritos en las montañas rusas y la música del tiovivo.
Y la estrella iba delante de ellos.
Fin