BOLETÍN DE NOTICIAS (Connie Willis)
Publicado en
diciembre 16, 2022
Un posterior examen de los informes meteorológicos y de los periódicos mostró que todo empezó quizá tan pronto como el 19 de octubre, pero la primera indicación que tuve de que ocurría algo raro fue el Día de Acción de Gracias.
Fui a cenar a casa de mamá (como de costumbre), y estaba pasando arándanos y trocitos de naranja por la picadora de carne de estilo antiguo de mamá para las delicias de arándano y escuchando a mi cuñada Allison hablar (también como de costumbre) de su boletín de noticias navideño: ya saben, esa especie de crónica que mucha gente envía a sus familiares y amigos por Navidad, a modo de felicitación, contándoles todo lo que han hecho durante el año.
—¿De cuál de los logros de Cheyenne crees que debería escribir primero, Nan? —me preguntó, untando queso sobre tallos de apio—. ¿Su interpretación como el copo de nieve protagonista en El cascanueces, o el conseguir un home run en el Pee Wee Soccer?
—Yo listaría primero el Premio Nobel de la Paz —murmuré, amparada en el crujir de una manzana al ser pasada por la picadora.
—No hay espacio suficiente para poner todos los logros de las chicas —dijo, abstraída—. Mitch insiste en limitarlo a una página.
—Eso se debe a los boletines de noticias de tía Lydia —dije—. Ocho páginas a un solo espacio.
—Lo sé —reconoció—. Y con esa letra tan pequeña que apenas puedes leer. —Agitó pensativa un tallo de apio—. Es una idea.
—¿Ocho páginas a un solo espacio?
—No. Podría hacer que el ordenador empleara una fuente más pequeña. De esa forma tendría sitio para las insignias al mérito de la Sunshine Scout de Dakota. Este año tengo el papel más hermoso que puedas imaginar para mis boletines de noticias. Pequeños ángeles sujetando guirnaldas de muérdago.
Los boletines de noticias navideños suelen ser muy grandes en mi familia, en caso de que no lo sepan ustedes. Todo el mundo —tíos, abuelos, primos segundos, mi hermana Sueann— envían esas monstruosidades fotocopiadas a la familia, compañeros de trabajo, viejos amigos de la escuela secundaria y gente a la que conocieron en su crucero por el Caribe (sobre la que escribieron largo y tendido en su boletín de noticias del año anterior). Incluso mi tía Irene, que escribe una carta a mano en cada una de sus felicitaciones de Navidad, grapa a ella un boletín de noticias.
Mi prima segunda Lucille es la peor, aunque tiene infinidad de competidores. El año pasado empezó:
Otro año ha pasado aprisa,
y aquí estoy, preguntándome: "¿Adónde fue el tiempo tan rápido?
Un viaje en febrero, una operación de la vesícula en julio,
demasiadas actividades, no bastante tiempo, no importa lo duro que lo intentara.
Al menos Allison no pone los logros de Dakota y de Cheyenne en verso.
—Yo no creo que vaya a enviar un boletín de noticias por Navidad este año —dije.
Allison se detuvo, con el cuchillo lleno de queso en la mano.
—¿Por qué no?
—Porque no tengo ninguna noticia. No tengo un nuevo trabajo, no he ido de vacaciones a las Bahamas, no he ganado ningún premio. No tengo nada que decir.
—No seas ridícula —dijo mi madre, entrando con una cacerola cubierta con papel de aluminio en las manos—. Por supuesto que lo tienes, Nan. ¿Qué hay de esa clase de paracaidismo que tomaste?
—Eso fue el año pasado, mamá —dije. Y sólo la tomé a fin de tener algo que escribir en mi boletín de noticias navideño.
—Bueno, entonces habla de tu vida social. ¿No has conocido a nadie últimamente en el trabajo?
Mamá me pregunta lo mismo cada día de Acción de Gracias. También por Navidad, el Cuatro de Julio y cada vez que nos vemos.
—No hay nadie a quien conocer —dije, triturando arándanos—. No contratan a nadie nuevo, porque nadie abandona el empleo. Todo el mundo que trabaja allí lo hace desde no sé cuántos años. Nadie es despedido nunca. Bob Hunziger no ha llegado a la hora al trabajo desde hace ocho años, y todavía sigue allí.
—¿Qué hay de… cuál es su nombre? —quiso saber Allison, disponiendo los tallos de apio en una bandeja de cristal tallado—. El tipo que te gustaba y que acababa de divorciarse.
—Gary —dije—. Todavía sigue colgado de su ex esposa.
—Creí que habías dicho que ella era una auténtica fiera.
—Lo es —admití—. Marcie la Amenaza. Le llama dos veces a la semana quejándose de lo injusto de su acuerdo de divorcio, pese a que se ha quedado virtualmente con todo. La semana pasada fue la casa. Afirmó que estaba demasiado trastornada por el divorcio para refinanciar la hipoteca y que él le debía veinte mil dólares porque la tasa de interés había subido. Pero no importa. Gary todavía espera que vuelvan a unirse. Casi no fue a casa de sus padres en Connecticut para el Día de Acción de Gracias porque creía que ella podía cambiar de opinión acerca de una reconciliación.
—Podrías escribir acerca del nuevo novio de Sueann —señaló mamá, clavando dulce de malvavisco en las batatas—. Lo traerá hoy.
Eso también era habitual. Sueann siempre trae un nuevo novio a la cena del Día de Acción de Gracias. El año pasado fue un motero. Y no, no me refiero a esos tipos estupendos que llevan barba y una camiseta negra de la Harley los fines de semana y trabajan como contablesentre sus viajes a Sturgis. Me refiero a un Ángel del Infierno.
Mi hermana Sueann tiene el peor gusto en hombres que nadie que haya conocido nunca. Antes del motero se veía con un miembro de un violento grupo paramilitar y, después de que el ejército lo arrestara, con un bígamo reclamado en tres estados.
—Si ese novio escupe al suelo, me marcho —dijo Allison, contando la plata—. ¿Lo conoces? —le preguntó a mamá.
—No —dijo mamá—, pero Sueann dijo que trabajaba allá donde tú, Nan. De modo que alguien tiene que marcharse alguna vez.
Revisé mi cerebro, intentando pensar en algún tipo criminal que hubiera trabajado en mi compañía.
—¿Cómo se llama?
—David algo —dijo mamá, y Cheyenne y Dakota entraron corriendo en la cocina, gritando:
—¡Tía Sueann está aquí, tía Sueann está aquí! ¿Podemos comer ahora?
Allison se inclinó sobre el fregadero y apartó las cortinas para mirar por la ventana.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté, esparciendo azúcar sobre los arándanos.
—Muy atildado —dijo, y sonó sorprendida—. Pelo rubio corto, pantalones anchos, camisa blanca, corbata.
Oh, no, eso significaba que era un neonazi. O casado y planeando conseguir el divorcio tan pronto como los chicos se graduaran en la universidad…, lo cual podía ser dentro de veintitrés años, puesto que recién acababa de dejar a su esposa embarazada de nuevo.
—¿Es guapo? —pregunté, metiendo una cuchara entre los arándanos.
—No —dijo Allison, aún más sorprendida—. En realidad su aspecto es más bien vulgar.
Fui a la ventana a mirar. Estaba ayudando a Sueann a salir del coche. Ella iba vestida también elegantemente, con traje y sombrero de ala blanda de dril.
—Dios de los cielos —dije—. Es David Carrington. Trabajaba en la quinta planta, en Ordenadores.
—¿Era un mujeriego? —preguntó Allison.
—No —dije, asombrada—. Es una persona muy agradable. No está casado, no bebe, y abandonó el trabajo para graduarse en medicina.
—¿Por qué nunca lo conociste? —quiso saber mamá.
David estrechó la mano de Mitch, regaló a Cheyenne y Dakota un divertido chiste, y le dijo a mamá que su tipo de batata preferida era aquella con dulce de malvavisco por encima.
—Tiene que ser un asesino en serie —le susurré a Allison.
—Vamos, todo el mundo, sentémonos —dijo mamá—. Cheyenne y Dakota, sentaos aquí al lado de la abuela. David, tú siéntate aquí, al lado de Sueann. Sueann, quítate el sombrero. Ya sabes que los sombreros no están permitidos en la mesa.
—Los sombreros de hombre no están permitidos en la mesa —dijo Sueann, palmeando el suyo de dril—. Los sombreros de mujer sí lo están. —Se sentó—. Los sombreros vuelven a estar de moda, ¿lo sabíais? El último número de Cosmopolitan dice que éste es el Año del Sombrero.
—No me importa lo que sea —dijo mamá—. Tu padre nunca hubiera permitido sombreros en la mesa.
—Me lo quitaré si tú apagas el televisor —dijo Sueann, abriendo complaciente su servilleta.
Habían llegado a un punto muerto. Mamá siempre tiene la televisión encendida durante las comidas.
—Me gusta tenerla encendida en caso de que ocurra algo —dijo testarudamente.
—¿Como qué? —preguntó Mitch—. ¿El aterrizaje de alienígenas procedentes del espacio exterior?
—Para tu información, hubo el avistamiento de un OVNI hace dos semanas. Lo dieron en la CNN.
—Todo parece delicioso —dijo David—. ¿Eso son delicias de arándano? Me encantan. Mi abuela solía hacerlas.
Tenía que ser un asesino en serie.
Durante media hora nos concentramos en el pavo, el relleno, el puré de patatas, la cacerola de judías verdes, la cacerola de maíz horneado con pan rallado, las batatas rematadas con dulce de malvavisco, las delicias de arándano, el pastel de calabaza y las noticias de la CNN.
—¿Puedes al menos bajar el volumen, mamá? —dijo Mitch—. No podemos oír lo que decimos.
—Quiero ver cuál es el tiempo en Washington —dijo mamá—. Por vuestro vuelo.
—¿Os vais esta noche? —preguntó Sueann—. Pero si acabáis de llegar. Ni siquiera he visto a Cheyenne y Dakota.
—Mitch tiene que volver esta noche —dijo Allison—. Pero las niñas y yo nos quedamos hasta el miércoles.
—No veo por qué no puedes quedarte al menos hasta mañana —dijo mamá.
—No me diga que esto en el pastel de calabaza es crema batida hecha en casa —dijo David—. No he probado crema batida hecha en casa desde hace años.
—Trabajabas en ordenadores, ¿verdad? —le pregunté—. Hay una gran cantidad de delitos cometidos con ordenadores estos días, ¿verdad?
—¡Ordenadores! —dijo Allison—. Olvidé todos los premios que ganó Cheyenne en un campeonato de ordenadores. —Se volvió hacia Mitch—. El boletín de noticias tendrá que tener al menos dos páginas. Las niñas tienen demasiados premios: pelota, natación, asistencia a las clases sobre la Biblia.
—¿Enviáis boletines de noticias navideños en vuestra familia? —preguntó mi madre a David.
Asintió.
—Me encanta tener noticias de todo el mundo.
—¿Lo ves? —me dijo mi madre—. A la gente le gusta recibir boletines de noticias de los demás por Navidad.
—No tengo nada en contra de los boletines de noticias navideños —dije—. Simplemente no creo que tengan que ser aburridos. A Mary se le carió un diente, Bootsy parece haber superado su serpigo, cambiamos todos los desagües de la casa. ¿Por qué nadie escribe nunca acerca de cosas interesantes en sus boletines de noticias?
—¿Como qué?
—No lo sé. Un cocodrilo arrancándole un brazo a alguien. Un meteorito cayendo sobre una casa. Un asesinato. Algo interesante que leer.
—Probablemente porque esas cosas no ocurren —dijo Sueann.
—Entonces deberían inventar algo, para que no tengamos que oír sobre el viaje a Nebraska y la operación de la vesícula biliar.
—¿Tú haces eso? —dijo Allison, abrumada—. ¿Tú inventas algo?
—La gente inventa cosas constantemente en sus boletines de noticias, y tú lo sabes —dije—. Mira la forma en que tía Laura y tío Phil alardean de sus vacaciones y de sus acciones de la bolsa y de sus coches. Si tienes que mentir, será mejor que las mentiras sean interesantes para la gente que las lee.
—Tú tienes muchas cosas que decir sin necesidad de mentir, Nan —dijo mamá reprobadoramente—. Quizá debieras hacer algo como tu prima Celia. Ella escribe su boletín de noticias a lo largo de todo el año, día tras día —le explicó a David—. Nan, podrías tener más noticias de las que crees si mantuvieras un registro diario de lo que te ocurre, como Celia. Ella siempre tiene mucho que decir.
Sí, por supuesto. Sus boletines de noticias eran casi tan largos como los de tía Lydia. Parecían un diario, excepto que ella estaba en la escuela superior, donde al menos había fiestas y bromas y peleas y tu armario se quedaba atrancado y sucedían otras cosas para darle emoción. Los boletines de noticias de Celia no tenían ninguna emoción en absoluto:
"Miércoles, 1 enero. Me congelé cuando salí a buscar el periódico. La nieve se me metió en la bolsa de plástico donde iba el periódico. El editorial ha quedado empapado. Tuve que secarlo en el radiador. Copos de salvado para desayunar. Vi Buenos días América.
"Jueves, 2 de enero. He limpiado los armarios. El tiempo es frío y nuboso."
—Si escribes un poco cada día —dijo mamá—, te sorprenderá lo mucho que tienes que decir por Navidad.
Seguro. Con la vida que llevo, ni siquiera tengo de qué escribir cada día. Podría escribir el diario del próximo lunes.
"Lunes, 28 de noviembre. Me congelé camino al trabajo. Bob Hunziger todavía no ha llegado. Penny está poniendo los adornos de Navidad. Solveig me dijo que está segura de que el bebé será un niño. Me ha preguntado qué nombre me gusta más, si Albuquerque o Dallas. He dicho hola a Gary, pero estaba demasiado deprimido para hablar conmigo: el Día de Acción de Gracias le recuerda los menudillos que le preparaba su ex esposa. El tiempo es frío y nuboso."
Me equivoqué. Nevaba, y los ultrasonidos habían mostrado que el bebé de Solveig sería una niña. "¿Qué opinas de Trinidad como nombre?", me preguntó. Penny tampoco estaba poniendo los adornos de Navidad. Estaba pasando tiras de papel con los nombres de nuestros Santa Claus Secretos en ellos.
—Las decoraciones todavía no han llegado —dijo excitada—. Este año voy a conseguir algo especial de una granja de arriba del estado.
—¿Implica eso plumas? —le pregunté. El año pasado la decoración había sido ángeles con miles de plumas de pollo pegadas sobre cartón como alas. Todavía estábamos sacando algunas de nuestros ordenadores.
—No —dijo, feliz—. Es una sorpresa. Me encanta la Navidad, ¿a ti no?
—¿Ha llegado Hunziger? —le pregunté, sacudiendo la nieve de mi pelo. Los sombreros siempre me aplastan el pelo, así que no llevo.
—¿Estás bromeando? —dijo. Me tendió el papel de mi Santa Claus Secreto—. Es el lunes después del Día de Acción de Gracias. Probablemente no vendrá hasta el miércoles.
Entró Gary, con las orejas de un color rojo encendido por el frío y una expresión desolada en el rostro. Su ex esposa no debía de haber aceptado la reconciliación.
—Hola, Gary —dije, y me volví para colgar mi abrigo sin aguardar su respuesta.
Y no me respondió, pero cuando me volví de nuevo todavía estaba de pie allí, mirándome. Me llevé una mano al pelo, deseando llevar sombrero.
—¿Puedo hablar contigo un minuto? —dijo, mirando ansioso a Penny.
—Por supuesto —respondí, intentando no permitir que mis esperanzas flotaran demasiado alto. Probablemente deseaba preguntarme algo acerca de los Santa Claus Secretos.
Se inclinó más sobre mi escritorio.
—¿Te ocurrió algo inusual en este Día de Acción de Gracias?
—Mi hermana no trajo a ningún motero a casa para la cena del Día de Acción de Gracias —dije.
Desechó aquello con un gesto de la mano.
—No, me refiero a algo extraño, peculiar, fuera de lo ordinario.
—Eso es fuera de lo ordinario.
Se acercó más.
—Fui a casa de mis padres para el Día de Acción de Gracias, y en el vuelo de vuelta…, ya sabes cómo la gente siempre lleva consigo algo de equipaje que no encaja en los compartimentos de arriba de los asientos y siempre intentan meterlo pese a todo.
—Sí —dije, pensando en un ramo de novia que había cometido el error de meter en el compartimento de encima de mi asiento en una ocasión.
—Bien, pues nadie hizo eso en mi vuelo. No llevaban sacos de hombro ni enormes bolsas llenas de regalos de Navidad. Algunas personas ni siquiera llevaban un maletín. Y eso no es todo. Nuestro vuelo llegó con media hora de retraso, y la azafata dijo: "Aquellos de ustedes que no deban conectar con otro vuelo, por favor permanezcan sentados hasta que aquéllos con conexiones hayan desembarcado." Y la gente se quedó realmente en sus asientos. —Me miró, expectante.
—Quizá simplemente todo el mundo se había empapado del espíritu de la Navidad.
Negó con la cabeza.
—Los cuatro bebés que iban en el vuelo durmieron todo el camino, y el niño pequeño que tenía detrás no pateó mi respaldo ni una sola vez.
Aquello sí era inusual.
—No sólo eso, sino que el tipo que tenía a mi lado estaba leyendo el Hudibras de Samuel Butler. ¿Cuándo fue la última vez que viste a alguien en un avión leyendo algo que no fuera John Grisham o Danielle Steele? Te lo digo, está ocurriendo algo extraño.
—¿Qué? —pregunté, curiosa.
—No lo sé —reconoció—. ¿Estás segura de que no has observado nada?
—Nada, excepto lo de mi hermana. Siempre sale con tipos perdedores, pero el que trajo el Día de Acción de Gracias era realmente espléndido. Incluso ayudó a fregar los platos.
—¿No observaste nada más?
—No —dije, deseando haberlo hecho. Aquélla era la conversación más larga que había tenido Gary conmigo sobre algo que no fuera su ex esposa—. Quizás haya algo en el aire en los aviones. Tengo que llevar a mi cuñada y a sus hijas pequeñas al aeropuerto el miércoles. Mantendré un ojo atento.
Asintió.
—No digas nada a nadie sobre esto, ¿de acuerdo? —dijo, y se apresuró hacia Contabilidad.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Penny, acercándose.
—Su ex esposa —respondí—. ¿Cuándo tenemos que intercambiar los regalos del Santa Claus Secreto?
—Cada viernes, y el día de Nochebuena.
Abrí mi papel. Bien, me había tocado Hunziger. Con suerte, no tendría que comprar ningún regalo del Santa Claus Secreto.
El martes recibí el boletín de noticias navideño de tía Laura y tío Phil. Estaba impreso con tinta dorada sobre papel color crema, con grandes campanas doradas en las esquinas. "Joyeux Noël —empezaba—. Esto es francés y quiere decir Feliz Navidad. Enviamos nuestro boletín de noticias muy temprano este año porque vamos a pasar la Navidad en Cannes para celebrar el ascenso de Phil a director ejecutivo auxiliar y mi maravillosa nueva carrera. Sí, inicio mi propio negocio —Creaciones Florales Laura—, ¡y ya están empezando a llegar los primeros pedidos! He aparecido en House Beautiful, y nunca adivinarás quién llamó la semana pasada: ¡Martha Stewart!" Etcétera.
No vi a Gary. Ni nada inusual, aunque el camarero que tomó mi pedido en la comida me trajo exactamente lo que había pedido para variar. Pero se equivocó con el de Tonya (que trabaja arriba en la tercera planta).
—Le dije sólo tomate y lechuga —gruñó, apartando los encurtidos de su sandwich—. Oí a Gary hablar contigo ayer. ¿Te pidió salir contigo?
—¿Qué es eso? —dije, señalando la carpeta que Tonya llevaba consigo para cambiar de tema—. ¿El expediente Harbace?
—No —dijo—. ¿Quieres mis encurtidos? Es nuestra programación de Navidad. Nunca te cases con alguien que tenga hijos de un matrimonio anterior. En especial cuando tú tienes hijos de un matrimonio anterior. La ex esposa de Tom, Janine, y mi ex marido, John, y cuatro conjuntos de abuelos, quieren todos a los niños, y los quieren todos la mañana de Navidad. Es como intentar programar la invasión del Día-D.
—Al menos tu esposo no sigue aferrado todavía a su ex esposa —dije lúgubremente.
—Así que Gary no te pidió salir con él, ¿eh? —Dio un mordisco a su sandwich, frunció el ceño, y extrajo otro encurtido—. Estoy segura de que lo hará. Bien, si llevamos los chicos a los padres de Tom a las cuatro del día de Nochebuena, Janine puede recogerlos a las ocho… No, eso no funcionará. —Cambió el sandwich a su otra mano y empezó a tachar—. Janine no se habla con los padres de Tom.
Suspiró.
—Al menos John es razonable. Llamó ayer y dijo que está dispuesto a esperar hasta Año Nuevo para tener a los chicos. No sé qué le ha dado.
Cuando volví al trabajo, había un ejemplar doblado del periódico de la mañana sobre mi escritorio.
Lo abrí. El titular decía: "La representación de Navidad del Ayuntamiento en marcha", lo cual no era inusual. Y tampoco lo sería el titular del día siguiente, que diría: "La representación de Navidad del Ayuntamiento protestada": O bien la gente de la Libertad de Fe protestaría contra la escenificación de la Navidad, o los fundamentalistas protestarían contra los elfos, o los medioambientalistas protestarían contra la tala de árboles de Navidad, o todos ellos protestarían contra todo. Ocurre cada año.
Pasé a las páginas interiores. Había varios artículos enmarcados en rojo, y había una nota junto a ellos que decía: "¿Ves lo que quiero decir? Gary."
Observé los artículos enmarcados. "Descienden los robos en las tiendas en Navidad", decía el primero. "Los centros comerciales informan de que la incidencia de robos en las tiendas ha descendido la primera semana de la temporada de Navidad. Normalmente, en esta época…"
—¿Qué estás haciendo? —dijo Penny, mirando por encima de mi hombro.
Cerré el periódico.
—Nada —dije. Lo doblé y lo metí en un cajón—. ¿Necesitas algo?
—Esto —dijo, y me tendió un papel.
—Ya tengo el nombre de mi Santa Claus Secreto —indiqué.
—Esto es para las Dulces de Navidad —dijo—. Todo el mundo se turna trayendo tartas y pasteles.
Abrí mi papel. Decía: "Viernes 20 de diciembre. Cuatro docenas de galletas."
—Te vi hablar con Gary ayer —siguió Penny—. ¿De qué?
—De su ex esposa —dije—. ¿Qué tipo de galletas queréis que traiga?
—Con trocitos de chocolate —dijo—. A todo el mundo le encanta el chocolate.
Tan pronto como se hubo ido tomé de nuevo el periódico y fui a la oficina de Hunziger para leerlo. "La legislatura aprueba un presupuesto equilibrado", decían los otros artículos. "Un preso huido se entrega". "Las donaciones para el banco de alimentos de Navidad aumentan".
Leí todos los artículos enmarcados, y luego arrojé el periódico a la papelera. A medio camino de la puerta me lo pensé mejor y lo tomé, lo doblé, y me lo traje de vuelta a mi escritorio.
Mientras me lo metía en el bolso llegó Hunziger.
—Si alguien pregunta dónde estoy, dile que estoy en los servicios de caballeros —dijo, y volvió a salir por donde había venido.
El miércoles por la tarde llevé a las niñas y a Allison al aeropuerto. Todavía estaba pensando en su boletín de noticias.
—¿Crees que es absolutamente necesario un saludo? —dijo en la cola de facturación del equipaje—. Ya sabes, como "Queridos amigos y familia".
—Probablemente no —dije, ausente. Estaba observando a la gente en la cola delante de nosotros, intentando captar ese comportamiento inusual del que Gary me había hablado, pero hasta ahora no había visto nada. La gente miraba sus relojes y se quejaba de la longitud de la cola, los agentes de los billetes repetían: "¡El siguiente! ¡El siguiente!" a la primera persona de la cola que, tras haber aguardado impaciente en ella durante cuarenta y cinco minutos a la espera de aquel momento, miraba ahora con ojos vacíos al espacio, y un niño pequeño al que no vigilaba nadie estaba tirando metódicamente de las gomas elásticas de un fajo de etiquetas de equipaje.
—Sabrán de todos modos que se trata de un boletín de noticias navideño, ¿no? —dijo Allison—. Incluso sin un saludo al principio.
Con una cenefa de ángeles sujetando guirnaldas de muérdago, ¿qué otra cosa podía ser?, pensé.
—¡El siguiente! —gritó el agente de los billetes.
El hombre delante de nosotros había olvidado su reserva, la chica delante de nosotros en la cola del control de seguridad llevaba metal por todas partes, y una mujer camino de las salas de embarque me pisó y luego me miró furiosa como si fuera culpa mía. Al parecer toda la gente amable había viajado el día que Gary volvió a casa.
Y eso era probablemente lo que había ocurrido…, alguna especie de bucle estadístico que había hecho que toda la gente considerada e inteligente terminara yendo a parar al mismo vuelo.
Sabía que esos bucles existían. En una ocasión mi hermana Sueann había tenido de novio un actuario de seguros (también era un malversador, y por eso supongo que Sueann se veía con él), y éste había dicho que los acontecimientos no estaban regularmente distribuidos, que había picos y valles. Gary debía de haber tropezado con un pico.
Lo cual era una lástima, pensé, cargando con Cheyenne, que había pedido ser llevada en el momento mismo en que echamos a andar hacia las salas de embarque. Porque la única razón por la que me había abordado era porque creía que estaba ocurriendo algo extraño.
—Aquí está la Puerta 55 —dijo Allison, dejando a Dakota en el suelo y sacando cintas de prácticas de francés para las niñas—. Si quito lo de "Queridos amigos y familia", me quedará espacio para incluir el recital de violín de Dakota. Tocó la Danza Gitana.
Hizo que las chicas se sentaran en dos sillas contiguas y les puso los auriculares.
—Pero Mitch dice que es como una carta, así que tiene que llevar saludo.
—¿Y si usas algo más corto? —dije—. Como "Un saludo" o algo así. Entonces tendrás sitio para empezar el texto en la misma línea.
—No "Un saludo". —Hizo una mueca—. Tío Frank empezó su boletín de esta forma el año pasado, y me asustó mortalmente. Pensé que Mitch había sido reclutado.
Yo también me había alarmado cuando recibí el mío, pero al menos me había proporcionado una afluencia temporal de adrenalina, que era más de lo que solían hacer las cartas de tío Frank, preocupado como estaba por los problemas de próstata y las disputas sobre los impuestos sobre la propiedad.
—Supongo que podría utilizar "Felicidades en Navidad" —dijo Allison—. O "Felices Navidades", pero eso es casi tan largo como "Queridos amigos y familia". Si tan sólo hubiera algo más corto.
—¿Qué te parece "Hola"?
—Podría funcionar. —Sacó un papel y lápiz y empezó a escribir—. ¿Cómo se deletrea sobresaliente?
—S-o-b-r-e-s-a-l-i-e-n-t-e —dije con aire ausente. Estaba contemplando a la gente que circulaba por las cintas móviles en el centro de las salas de embarque. La gente estaba parada en la parte derecha de la cinta, dejando que otra gente caminara por la izquierda, como se suponía que debían hacer. Nadie se paraba a la izquierda bloqueando toda la cinta con su equipaje. No había niños corriendo en dirección opuesta al movimiento de la cinta, gritando y pasando las manos por las bandas de caucho de las barandillas.
—¿Cómo se deletrea "fabuloso"? —preguntó Allison.
—El vuelo 2216 a Spokane está listo para embarcar —dijo la auxiliar de vuelo en el mostrador—. Los pasajeros que viajen con niños pequeños o aquéllos que requieran tiempo adicional para embarcar pueden hacerlo ahora.
Una única dama de cierta edad con un bastón se puso en pie y se dirigió a la cola. Allison retiró los auriculares de sus hijas y empezamos el ritual de abrazarnos y reunir las cosas.
—Nos veremos en Navidad —dijo.
—Buena suerte con tu boletín de noticias —dije, tendiendo a Dakota su oso de peluche—. Y no te preocupes por el encabezamiento. No necesitas ninguno.
Se alejaron. Me quedé allí, saludando con la mano, hasta que desaparecieron de la vista, y entonces me volví para marcharme.
—Listos para el embarque regular las filas 25 a 33 —dijo la ayudante de vuelo, y todo el mundo en la zona de las puertas empezó a ponerse en pie. Nada inusual allí, pensé, y me dirigí hacia la salida.
—¿Qué filas ha dicho? —preguntó una mujer con una boina roja a un muchacho adolescente.
—De la 25 a la 33 —dijo el muchacho.
—Oh, yo tengo la fila 14 —dijo la mujer, y se sentó.
Yo hice lo mismo.
—Listos para el embarque de las filas 15 a 24 —dijo la ayudante de vuelo, y una docena de personas miraron atentamente sus billetes y luego se dirigieron a la puerta, aguardando pacientemente su turno. Uno de ellos sacó una novela de bolsillo de su bolsa y empezó a leer. Era Raptado de Robert Louis Stevenson. Sólo cuando la ayudante de vuelo dijo—: Listos para el embarque de todas las filas —se levantaron el resto de ellos y se situaron en la cola.
Lo cual no demostraba nada, como tampoco lo hacía el que la gente se mantuviera a la derecha de la cinta móvil. Quizá la gente simplemente estaba siendo amable porque se acercaba la Navidad.
No seas ridícula, me dije a mí misma. La gente no es más amable porque se acerque la Navidad. Se vuelve más ruda y empuja y protesta más que nunca. Puede verse claramente en el centro comercial, y en la cola de correos. Actúan peor en Navidad que en ningún otro tiempo.
—Última llamada para el embarque del vuelo 2216 a Spokane —dijo la ayudante de vuelo a la vacía sala de espera. Se dirigió a mí—: ¿Embarca usted para Spokane, señora?
—No. —Me puse en pie—. He venido a despedir a unos amigos.
—Sólo deseaba asegurarme de que no perdía su vuelo —indicó, y se volvió para cerrar la puerta.
Me dirigí a la cinta móvil, y casi choqué con un joven que corría hacia la puerta. Se precipitó al mostrador y entregó su billete.
—Lo siento, señor —dijo la ayudante de vuelto, apartándose ligeramente del joven, como si esperara una explosión—. Su vuelo ya ha salido. Lo lamento terriblem…
—Oh, está bien —dijo el joven—. No importa. No tuve tiempo suficiente para aparcar y todo lo demás, eso es todo. Hubiera debido salir antes para el aeropuerto.
La ayudante de vuelo estaba tecleando atareadamente en su ordenador.
—Me temo que el único otro vuelo abierto a Spokane de hoy no sale hasta las 11:05 de esta noche.
—Oh, bueno —dijo con una sonrisa—. Eso me dará la oportunidad de ponerme al día con mi lectura. —Rebuscó en su bolsa de costado y extrajo un libro de bolsillo. Era Servidumbre humana de W. Somerset Maugham.
—¿Y bien? —dijo Gary tan pronto como volví al trabajo el jueves por la mañana. Estaba de pie junto a mi escritorio, aguardándome.
—Definitivamente está ocurriendo algo —admití, y le conté lo de la cinta móvil y lo del hombre que había perdido su avión—. ¿Pero qué?
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar? —preguntó, mirando ansioso a su alrededor.
—La oficina de Hunziger —dije—, pero no sé si ya ha vuelto a ella.
—Todavía no —respondió; me condujo a la oficina y cerró la puerta tras él—. Siéntate —me dijo, señalando la silla de Hunziger—. Sé que esto te va a sonar a locura, pero creo que toda esa gente ha sido poseída por alguna especie de inteligencia alienígena. ¿Has visto el filme La invasión de los ladrones de cuerpos?
—¿Qué? —exclamé.
—La invasión de los ladrones de cuerpos, o su remake, La invasión de los ultracuerpos —repitió—. Es acerca de esos parásitos del espacio exterior que se apoderan de los cuerpos de la gente y…
—Sé de qué trata —dije—. Eso es ciencia ficción. ¿Crees que el hombre que perdió su avión era alguna especie de persona-vaina? Tienes razón —tendí la mano hacia el picaporte de la puerta—, creo que estás loco.
—Eso fue lo que dijo Donald Sutherland en Los hombres sanguijuela de Marte. Nadie cree nunca que esté ocurriendo, hasta que es demasiado tarde.
Sacó un periódico doblado de su bolsillo de atrás.
—Mira esto —dijo, agitándolo delante de mí—. El fraude en las tarjetas de crédito en estas fiestas desciende un veinte por ciento. Los suicidios descienden un treinta por ciento. Las donaciones caritativas aumentan un sesenta por ciento.
—Son coincidencias. —Le expliqué lo de los picos y valles en las estadísticas—. Mira —dije, tomando el periódico de entre sus manos y mostrándole su primera página—. La gente contra la crueldad hacia nuestros amigos peludos protesta por la representación de Navidad del Ayuntamiento. El grupo pro derechos de los animales pone objeciones a la explotación de los renos.
—¿Qué hay de tu hermana? —contraatacó—. Dijiste que sólo sale con perdedores. ¿Por qué de repente ha empezado a salir con un hombre correcto? ¿Por qué debería un preso fugado entregarse de pronto por voluntad propia? ¿Por qué la gente ha empezado de repente a leer los clásicos? Porque se hallan dominados.
—¿Por alienígenas del espacio exterior? —dije, incrédula.
—¿Llevaba sombrero?
—¿Quién? —dije, preguntándome si no estaría realmente loco. ¿Era posible que su fijación con su horrible ex esposa le hubiera hundido finalmente?
—El hombre que perdió el avión —dijo—. ¿Llevaba sombrero?
—No lo recuerdo —dije, y de pronto sentí frío. Sueann había llevado un sombrero a la cena del Día de Acción de Gracias. Se había negado a quitárselo en la mesa. Y la mujer cuyo billete decía Fila 14 llevaba una boina—. ¿Qué tienen que ver los sombreros con eso? —quise saber.
—El hombre a mi lado en el avión llevaba sombrero. Al igual que la mayor parte de los demás pasajeros. ¿Has visto Alguien mueve los hilos, la película que hicieron sobre la novela de Robert Heinlein Amos de títeres? Los parásitos se pegan a la espina dorsal de los hombres y se apoderan de su sistema nervioso —dijo—. Esta mañana aquí en el trabajo conté a diecinueve personas que llevaban sombrero. Les Sawtelle, Rodney Jones, Jim Bridgeman…
—Jim Bridgeman siempre lleva sombrero —señalé—. Es para ocultar su calvicie. Además, es programador de ordenadores. Toda la gente de ordenadores lleva gorras de béisbol.
—DeeDee Crawford —siguió—, Vera McDermott, Janet Hall…
—Se supone que los sombreros de mujer se están poniendo de nuevo de moda —señalé.
—George Frazelli, toda la sección de Documentación…
—Estoy segura de que existe una explicación lógica —dije—. Aquí dentro nos hemos estado congelando toda la semana. Probablemente hay algo que no funciona en el sistema de calefacción.
—El termostato ha sido bajado a diez grados, lo cual es también algo peculiar. El termostato ha sido bajado en todas las plantas.
—Bueno, probablemente son instrucciones de la dirección. Ya sabes como siempre están intentando rebajar costes…
—Nos van a dar una bonificación por Navidad. Y han despedido a Hunziger.
—¿Han despedido a Hunziger? —exclamé. La dirección nunca despide a nadie.
—Esta mañana. Por eso sabía que no estaría en esta oficina.
—¿Han despedido realmente a Hunziger?
—Y a uno de los conserjes. El que bebía. ¿Cómo te explicas eso?
—Yo…, no lo sé —tartamudeé—. Pero tiene que haber alguna otra explicación aparte de los alienígenas. Quizá siguieron un curso de dirección o se imbuyeron del espíritu de la Navidad o sus terapeutas les dijeron que hicieran buenas acciones o algo así. Algo aparte de los hombres sanguijuela. Alienígenas procedentes del espacio exterior apoderándose de nuestros cerebros… ¡es imposible!
—Eso es lo que decía Dana Wynter en La invasión de los ladrones de cuerpos. Pero no es imposible. Está ocurriendo aquí, y tenemos que detenerlo antes de que se apoderen de todo el mundo y nosotros dos seamos los únicos que quedemos. Ellos…
Hubo una llamada en la puerta.
—Lamento molestarte, Gary —dijo Carol Zaliski, asomándose—, pero tienes una llamada telefónica urgente. Es tu ex esposa.
—Voy ahora mismo —dijo, mirándome—. Piensa en lo que te he dicho, ¿de acuerdo? —Salió.
Me quedé allí viéndole marcharse y frunciendo el ceño.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Carol, entrando en la oficina. Llevaba un sombrerito blanco de piel.
—Quería saber qué debía comprarle a su Santa Claus Secreto —respondí.
El vienes Gary no vino a trabajar.
—Ha tenido que ir a hablar con su ex esposa esta mañana —me dijo Tonya a la hora de la comida, retirando encurtidos de su sandwich—. Volverá esta tarde. Marie le exige que le pague su terapia. Está viendo a su psiquiatra, y afirma que Gary es el que la ha vuelto loca, así que tiene que hacerse cargo de la factura de su Prozac. ¿Por qué todavía se sigue aferrando a ella?
—No lo sé —admití, quitándole mostaza a mi hamburguesa.
—Carol Zaliski dijo que vosotros dos estabais hablando en la oficina de Hunziger ayer. ¿De qué? ¿Te pidió que salieras con él? ¿Nan?
—Tonya, ¿ha hablado contigo Gary desde el Día de Acción de Gracias? ¿Te ha preguntado si observaste algo raro a tu alrededor?
—Me preguntó si había observado algo extraño o anormal en mi familia. Le dije que en mi familia lo extraño es normal. No creerás lo que ha ocurrido ahora. Los padres de Tom van a divorciarse, lo cual significa cinco juegos de padres. ¿Por qué no podían haber esperado después de Navidad para hacerlo? Esto echa por tierra toda mi planificación.
Dio un mordisco a su sandwich.
—Estoy segura de que Gary va a pedirte que salgas con él. Probablemente sólo está preparando el terreno.
Si era así, tenía la forma más extraña de hacerlo que jamás hubiera visto. Alienígenas del espacio exterior. ¡Ocultándose debajo de sombreros!
De todos modos, ahora que lo había mencionado, había una horrible cantidad de gente que llevaba sombrero. Casi todos los hombres en Análisis de Datos llevaban gorras de béisbol, Jerrilyn Wells llevaba un gorro de lana, y la secretaria de la señora Jacobson parecía como si fuera vestida para una boda con una cosa blanca con un velo. Pero Sueann había dicho que éste era el Año del Sombrero.
Sueann, que sólo salía con gigolós y dones de la Mafia. Pero salía con tantos hombres que era inevitable que tropezara con uno correcto más pronto o más tarde.
Y no había señales de posesión alienígena cuando intenté que alguien del departamento de reprografía hiciera algunas copias para mí.
—Estamos ocupados —dijo secamente Paula Grandy—. Es Navidad, ¿sabes?
Volví a mi escritorio sintiéndome mejor. Había en él un enorme plato hecho con piñas, lleno con palitos de caramelo y besos de chocolate envueltos en papel verde.
—¿Esto forma parte de las decoraciones de Navidad? —le pregunté a Penny.
—No, todavía no están listas —respondió—. Es sólo algo para alegrar las fiestas. Hice uno para cada escritorio.
Aquello me hizo sentir aún mejor. Aparté el plato a un lado y empecé a revisar mi correo. Había un sobre verde de Allison y Mitch. Debían de haber echado al correo su boletín de noticias navideño tan pronto como ella bajó del avión. Me pregunto si ha decidido olvidar el encabezamiento o prescindir del Premio de Práctica de Piano de Dakota, pensé, abriendo el sobre con el abrecartas.
Querida Nan —empezaba, varios espacios por debajo del borde de ángeles y muérdago—. No hay mucha cosa nueva este año. Todos estamos bien, aunque Mitch está preocupado por su disminución de talla y yo parece que me esté escurriendo por detrás. Las niñas crecen como malas hierbas y van bien en la escuela, aunque Cheyenne está teniendo algunos problemas con su lectura y Dakota sigue mojando la cama. Mitch y yo hemos decidido que las estamos empujando demasiado, y vamos a intentar no sobrecargarlas con actividades y dejar que sean simplemente unas niñas normales, como la media.
Volví a meter la carta en su sobre y corrió a la cuarta planta en busca de Gary.
—De acuerdo —le dije cuando lo encontré—. Te creo. ¿Qué hacemos ahora?
Alquilamos películas. En realidad sólo alquilamos algunas de las películas. Ataque de los asesinos de almas e Invasión de Betelgeuse ya habían sido cogidas.
—Lo cual significa que alguien más ha imaginado lo mismo —dijo Gary—. Si tan sólo supiera quién.
—Podemos preguntárselo al empleado —sugerí.
Negó violentamente con la cabeza.
—No podemos hacer nada que les haga sospechar. Por todo lo que sabemos, pueden haberlas retirado ellos mismos, en cuyo caso estamos por el buen camino. ¿Qué otra cosa alquilamos?
—¿Qué? —dije, sin comprender.
—Para que no parezca que sólo alquilamos películas de invasiones alienígenas.
—Oh —dije, y tomé Gente corriente y una versión en blanco y negro de Canción de Navidad.
No funcionó.
—Alguien mueve los hilos —dijo interrogativamente el chico del mostrador, que llevaba un sombrero azul y amarillo de Blockbuster—. ¿Es buena?
—No lo sé. No la hemos visto —dijo Gary nerviosamente.
—La alquilamos porque está Donald Sutherland en ella —dije—. Queremos celebrar un festival Donald Sutherland. Alguien mueve los hilos, Gente corriente, La invasión de los ultracuerpos…
—¿Está Donald Sutherland en ésta? —preguntó el chico, alzando Canción de Navidad.
—Interpreta el papel del Pequeño Tim —dije—. Fue su primera aparición en la pantalla.
—Estuviste genial ahí dentro —dijo Gary, llevándome al otro extremo de las galerías comerciales, a Suncoast, para comprar El ataque de los asesinos de almas—. Eres una buena mentirosa.
—Gracias —dije, cerrándome el cuello de la blusa y mirando a nuestro alrededor. Hacía frío allí dentro, y había sombreros por todas partes, en la gente y en los escaparates. Sombreros de todo tipo.
—Estamos rodeados —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al Polo Norte de Santa Claus—. Mira eso.
—Santa Claus siempre ha llevado sombrero —dije.
—Me refiero a la cola —indicó.
Tenía razón. En la cola los chicos aguardaban pacientes y alegres. Ni uno sólo gritaba o anunciaba que tenía que ir al baño.
—Quiero un Masters de la Tierra —estaba diciendo ansiosamente a su madre un niño pequeño con un gorro de fieltro.
—Bien, se lo pediremos a Santa Claus —dijo la madre—, pero quizá no te lo pueda proporcionar. Está agotado en todas las tiendas.
—Muy bien —dijo el niño—. Entonces quiero un carro de combate.
Suncoast había agotado El ataque de los asesinos de almas, pero compramos Invasión de Betelgeuse e Infiltrados del espacio, y volvimos a su apartamento para verlos.
—¿Y bien? —dijo Gary después de que hubiéramos visto tres—. ¿Has observado como todo empieza lentamente y luego se va extendiendo entre la población?
En realidad, lo que había observado era lo torpemente que se conducía toda la gente en aquellas películas. "Los sorbesesos atacan cuando estamos dormidos", decía el héroe, y de inmediato se echaba en la cama a dar una cabezada. O la novia del héroe decía: "Están tras nosotros. Tenemos que salir de aquí. Ahora mismo", y volvía a su apartamento a hacer las maletas.
Y, justo como en cualquier película de horror, siempre se estaban dividiendo en lugar de permanecer unidos. Y yendo por callejones oscuros. Merecían ser convertidos en gente-vainas.
—Lo primero que tenemos que hacer es reunir todo lo que sabemos sobre los alienígenas —dijo Gary—. Evidentemente la finalidad de los sombreros es ocultar la presencia de los parásitos a aquellos que todavía no han sido dominados; sin duda están pegados al cerebro.
—O a la médula espinal —señalé—, como en Quién mueve los hilos.
Negó con la cabeza.
—Si ése fuera el caso, podrían aferrarse al cuello o a la espalda, lo cual sería mucho menos llamativo. ¿Por qué correrían el riesgo de ocultarse debajo de sombreros, que son tan llamativos, si no están pegados a la parte superior de la cabeza?
—Quizá los sombreros sirvan para alguna otra finalidad.
Sonó el teléfono.
—¿Sí? —respondió Gary. Su rostro se iluminó, luego se hundió.
Su ex esposa, pensé, y empecé a ver Infiltrados del espacio.
—Tiene que creerme —le decía la novia del héroe al psiquiatra—. Hay alienígenas entre nosotros. Son exactamente iguales que usted o yo. Tiene que creerme.
—La creo —decía el psiquiatra, y alzaba el dedo para apuntar hacia ella.
—¡Arrrghhh! —gritaba la novia del héroe, y sus ojos resplandecían de pronto con un color verde brillante.
—Marcie —dijo Gary. Hubo una larga pausa—. Una amiga. —Una pausa más larga—. No.
La novia del héroe corría por un callejón oscuro sobre zapatos de tacón alto. A medio camino se torcía el tobillo y caía.
—Sabes que eso no es cierto —dijo Gary.
Pasé a velocidad rápida. El héroe estaba en su apartamento, al teléfono.
—¿Hola, departamento de policía? —estaba diciendo—. Tienen que ayudarme. ¡Hemos sido invadidos por alienígenas que se apoderan de tu cuerpo!
—Estaremos aquí de inmediato, señor Daly —sonaba la voz en el teléfono—. No se mueva.
—¿Cómo saben mi nombre? —gritaba el héroe—. No les he dado mi dirección.
—Estamos en camino —decía la voz.
—Hablaremos de ello mañana —dijo Gary, y colgó.
Volvió al sofá.
—Lo siento —dijo—. Bien, he descargado de Internet todo un puñado de material sobre parásitos y alienígenas. —Me tendió un fajo de papeles grapados—. Necesitamos descubrir qué es lo que le hacen a la gente de la que se apoderan, cuáles son sus debilidades, y cómo podemos luchar contra ellos. Necesitamos saber cuándo y dónde empezó todo —siguió—, cómo y por dónde se están extendiendo, y qué le hace esto a la gente. Necesitamos descubrir todo lo que podamos acerca de la naturaleza de los alienígenas a fin de poder imaginar la forma de eliminarlos. ¿Cómo se comunican entre sí? ¿Son telépatas, como en El pueblo de los malditos, o utilizan alguna otra forma de comunicación? Si son telépatas, ¿pueden leer nuestras mentes además de las suyas?
—Si pueden hacerlo, ¿no sabrán ya que estamos tras ellos? —dije.
El teléfono sonó de nuevo.
—Probablemente es mi ex mujer otra vez —dijo.
Tomé el mando a distancia y puse de nuevo Infiltrados del espacio.
Gary respondió al teléfono.
—¿Sí? —dijo; y luego, cautelosamente—: ¿Cómo has conseguido mi número?
El héroe colgaba el teléfono y corría a la ventana. Llegaban docenas de coches de policía, haciendo destellar sus luces.
—Seguro —dijo Gary. Sonrió—. No, no lo olvidaré.
Colgó.
—Era Penny. Olvidó darme mi hoja de Dulces de Navidad. Se supone que tengo que llevar cuatro docenas de galletas de azúcar el próximo lunes. —Sacudió la cabeza meditativamente—. Bien, ahí hay alguien de la que me gustaría que se apoderaran los alienígenas.
Se sentó en el sofá y empezó a hacer una lista.
—Bien, métodos para luchar contra ellos. Enfermedades. Veneno. Dinamita. Armas nucleares. ¿Qué más?
No respondí. Estaba pensando en lo que había dicho acerca de desear que los alienígenas se apoderaran de Penny.
—El problema con todas esas soluciones es que también matan a la gente —dijo Gary—. Lo que necesitamos es algo como los virus que usaron ellos en Invasión. O los pulsos ultrasónicos que sólo los alienígenas pueden oír en Guerra contra los hombres babosa. Si tenemos que detenerlos, debemos hallar algo que mate al parásito pero no al anfitrión.
—¿Tenemos que detenerlos?
—¿Qué? —dijo—. Por supuesto que tenemos que detenerlos. ¿Qué quieres decir?
—Todos los alienígenas en estas películas convierten a la gente en zombis o en monstruos —señalé—. Van de aquí para allá atacando a la gente y matándola e intentando apoderarse del mundo. Nadie ha hecho nada así aquí. La gente permanece a la derecha y deja que pasen por su izquierda, el índice de suicidios disminuye, mi hermana sale con un hombre excelente. Todo el mundo que ha sido afectado es mejor, más feliz, más educado. Quizá los parásitos sean una buena influencia y no debamos interferir.
—Y quizá eso sea lo que quieren que pensemos. ¿Y si actúan de este modo para engañarnos, para impedir que intentemos detenerles? ¿Recuerdas El ataque de los asesinos de almas? ¿Y si todo fuera una actuación, y estén fingiendo ser buenos para que su posesión sea completa?
Si era una actuación, era estupenda. Durante los días siguientes Solveig, con un sombrero rojo de paja, anunció que iba a llamar a su bebé Jane, Jim Bridgeman me saludó en el ascensor, el boletín de noticias/diario de mi prima Celia era corto y divertido, y el camarero, con un sombrero en forma de fuente de soda, nos trajo tanto a Tonya como a mí exactamente lo que habíamos pedido.
—¡Sin encurtidos! —exclamó Tonya encantada, tomando su sandwich—. ¡Augh! ¿Puede una sufrir el síndrome del túnel carpiano por envolver regalos de Navidad? Me duelen las manos toda la mañana.
Abrió su carpeta. Había un nuevo diagrama dentro, un rectángulo con nombres escritos por todos lados.
—¿Es ése tu organigrama para Navidad? —pregunté.
—No —dijo, mostrándomelo—. Es la disposición de las sillas para la cena de Navidad. Era una locura, llevar los chicos de casa en casa de ese modo, así que decidimos simplemente que todo el mundo viniera a nuestra casa.
La miré sorprendida, pero no llevaba sombrero.
—Creía que la ex esposa de Tom no podía soportar a sus padres.
—Todo el mundo estuvo de acuerdo en que todos necesitábamos poner algo de nuestra parte en bien de los chicos. Después de todo, es Navidad.
Seguí mirándola.
Se llevó la mano al pelo.
—¿Te gusta? Es una peluca. Eric me la regaló para Navidad. Por ser una madre tan grande para los chicos a lo largo de todo el divorcio. No podía creerlo. —Se palmeó el pelo—. ¿No es estupenda?
—Están ocultando a sus alienígenas debajo de pelucas —le dije a Gary.
—Lo sé —respondió—. Paul Gunden apareció con un nuevo tupé. No podemos confiar en nadie. —Me tendió una carpeta llena de recortes.
El índice de empleo había aumentado. El robo de paquetes de los coches, normalmente muy intenso en esta época del año, había descendido. Una mujer de Minnesota había devuelto a la biblioteca un libro que hacía veintidós años que faltaba de ella. "Las Agrupaciones alaban la representación de Navidad del Ayuntamiento", decía uno de los recortes, y la foto que acompañaba la noticia mostraba a los Defensores de unas Navidades No Comerciales, los Baptistas del Espíritu Santo del sur, y los activistas de la igualdad étnica de derechos, cogidos de la mano, cantando villancicos alrededor del pesebre.
El día nueve llamó mamá.
—¿Todavía no has escrito tu boletín de noticias navideño?
—He estado ocupada —respondí, y esperé a que me preguntara si había conocido últimamente a alguien en el trabajo.
—Esta mañana recibí el boletín de noticias de Jackie Peterson —dijo.
—Yo también. —Al parecer la invasión no había alcanzado Miami. El boletín de noticias de Jackie, que en general es terminalmente encantador, había alcanzado nuevas alturas:
F es por nuestro viaje a Florida,
E es por Esos Otros Lugares que nos gustaría visitar también
L es por las Líneas Aéreas que nos llevaron allí…
Y así a lo largo de FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO, y sus nombres y apellidos.
—Me gustaría que no intentara poner sus boletines en verso —dijo mamá—. Su métrica nunca encaja.
—Mamá —dije—, ¿te encuentras bien?
—Estoy estupenda —me aseguró—. Mi artritis ha estado dándome problemas este último par de días, pero por lo demás nunca me he sentido mejor. He estado pensando que no hay ninguna razón para que envíes boletines de noticias si no lo deseas.
—Mamá —dije—, ¿te ha regalado Allison un sombrero para Navidad?
—Oh, te lo dijo —exclamó—. ¿Sabes?, normalmente no me gustan los sombreros, pero voy a necesitar uno para la boda, y…
—¿Boda?
—Oh, ¿no te lo ha dicho? Sueann y David van a casarse inmediatamente después de Navidad. Me siento tan aliviada. Pensé que nunca iba a conocer a nadie decente.
Informé de eso a Gary.
—Lo sé —dijo con voz hosca—. Acaban de comunicarme que me han concedido un aumento.
—No he encontrado ningún efecto nocivo —dije—. Ningún signo de violencia o de comportamiento antisocial. Ni siquiera un asomo de irritabilidad.
—Oh, estáis aquí —dijo Penny malhumorada, con una enorme poinsettia bajo cada brazo—. ¿Podéis ayudarme a ponerlas en los escritorios de todo el mundo?
—¿Son éstas las decoraciones de Navidad? —pregunté.
—No, todavía estoy esperando a ese granjero —dijo, tendiéndome una de las poinsettias—. Esto es sólo un pequeño detalle para alegrar los escritorios de todo el mundo. —Se inclinó para retirar un poco el plato de piñas del escritorio de Gary—. No has comido ninguno de tus caramelos —observó.
—No me gusta la menta.
—Nadie come sus caramelos —dijo disgustada—. Todos comen los besos de chocolate y dejan los caramelos.
—A la gente le gusta el chocolate —dijo Gary, y me susurró—: ¿Cuándo van a apoderarse de ella?
—Reúnete conmigo en la oficina de Hunziger inmediatamente —le susurré de vuelta, y luego le dije a Penny—. ¿Dónde va esta poinsettia?
—En el escritorio de Jim Bridgeman.
Llevé al poinsettia a Ordenadores, en la quinta planta. Jim llevaba su gorra de béisbol con la visera en la nuca.
—Un pequeño detalle para alegrar tu escritorio —dije, tendiéndosela, y me volví hacia las escaleras.
—¿Puedo hablar un minuto contigo? —dijo, siguiéndome.
—Por supuesto —respondí, intentando sonar tranquila—. ¿Sobre qué?
Se inclinó hacia mí.
—¿Has observado algo inusual a tu alrededor?
—¿Quieres decir la poinsettia? —dije—. Penny tiende a ir un poco demasiado lejos por Navidad, pero…
—No. —Agitó la cabeza, llevándose torpemente la mano a la gorra—. Me refiero a gente que actúa de una forma extraña, gente que no parece ella misma.
—No —dije, sonriendo—. No he notado nada.
Aguardé a Gary en la oficina de Hunziger durante casi media hora.
—Lamento haber tardado tanto —dijo cuando al fin llegó—. Llamó mi ex esposa. ¿Qué estabas diciendo?
—Estaba diciendo que incluso tú tienes que admitir que sería una buena cosa que se apoderaran de Penny —dije—. ¿Y si los parásitos no son malvados? ¿Y si esos parásitos… benefician a su anfitrión? Ya sabes, como las bacterias que ayudan a las vacas a producir leche. O esos pájaros que se comen los insectos de la piel de los rinocerontes.
—¿Quieres decir simbiontes? —preguntó Gary.
—Sí —dije ansiosamente—. ¿Y si es algún tipo de relación simbiótica? ¿Y si están elevando el CI de todo el mundo o impulsando su madurez emocional, y esto está teniendo un efecto saludable para nosotros?
—Las cosas que suenan demasiado buenas para ser ciertas normalmente lo son. No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Van detrás de algo, lo sé. Y tenemos que descubrir qué es.
El día diez, cuando llegué al trabajo, Penny estaba poniendo las decoraciones de Navidad. Eran, como había prometido, algo especial: grandes guirnaldas de cintas de terciopelo rojo que corrían a todo lo largo de las paredes, con grandes lazos de terciopelo y enormes ramos de muérdago cada pocos palmos. Entremedio había pergaminos caligrafiados en oro que decían "Y bésame debajo del muérdago, porque la Navidad llega sólo una vez al año."
—¿Qué opinas? —quiso saber Penny, bajando de su escalera—. Cada planta del edificio tiene una cita distinta. —Tendió una mano hacia una gran caja de cartón—. La de Contabilidad es "Dulces son los besos robados debajo del muérdago."
Me acerqué y miré dentro de la caja.
—¿Dónde conseguiste todo este muérdago? —pregunté.
—Ese granjero que cultiva manzanas del que te hablé —dijo, moviendo la escalera hacia un lado.
Tomé una gran rama de verdes hojas y blancas bayas.
—Debe de haberte costado una fortuna. —Yo había traído una ramita el año pasado y me había costado seis dólares.
Penny, subida en la escalera, negó con la cabeza.
—No me costó nada. Se alegró poder librarse de él. —Ató el muérdago a la cinta d terciopelo rojo—. Roba los nutrientes de la savia del manzano, y el árbol sufre esas hinchazones y asperezas y todas esas cosas. El granjero me lo contó todo.
Tan pronto como tuve la oportunidad, llevé el material que Gary había descargado de Internet sobre parásitos a la oficina de Hunziger y lo leí.
El muérdago causaba grotescas hinchazones allá donde sus raicillas se aferraban al árbol. La antracnosis causaba grietas y luego manchas de corteza muerta llamadas cancros. La plaga marchitaba las hojas de los árboles. La escoba de las brujas debilitaba las ramas. Las bacterias causaban excrecencias parecidas a tumores en el tronco llamadas agallas.
Habíamos estado enfocándonos en los efectos mentales y psicológicos cuando hubiéramos debido centrarnos en los físicos. La inteligencia realzada, el incremento de la educación y del sentido común, debían de ser simplemente los efectos secundarios del robo de nutrientes por parte de los parásitos. Que dañaban al anfitrión.
Metí los papeles de nuevo en la carpeta archivadora, volví a mi escritorio y llamé a Sueann.
—Hola, Sueann —dije—. Estoy trabajando en mi boletín de noticias navideño y deseaba asegurarme de que escribía bien el apellido de David. Carrington, ¿se deletrea C-A-R-R o C-E-R-R?
—C-A-R-R. ¡Oh, Nan, es un hombre tan maravilloso! ¡Tan diferente de los perdedores con los que solía salir! Es considerado y sensible y…
—¿Y cómo estás tú? En el trabajo todo el mundo ha caído con la gripe.
—¿De veras? —dijo—. No, estoy bien.
¿Qué podía hacer ahora? No podía preguntarle: "¿Estás segura?" sin que sospechara.
—C-A-R-R —dije, intentando pensar en otra forma de abordar el tema.
Sueann me ahorró el problema.
—No creerás lo que hizo ayer. Se presentó en el trabajo para llevarme a casa. Sabía que me dolían los tobillos, y me trajo un tubo de Ben-Gay y una docena de rosas rojas. Es tan considerado.
—¿Te duelen los tobillos? —pregunté, intentando no sonar ansiosa.
—Como una loca. Es el tiempo o algo así. Esta mañana apenas podía andar.
Agarré la carpeta archivadora con los papeles sobre los parásitos, me aseguré que no me dejaba nada sobre el escritorio como el héroe de Parásitos del planeta X, y subí en busca de Gary.
Estaba al teléfono.
—Tengo que hablar contigo —susurré.
—Me gusta eso —dijo al teléfono, con una expresión extraña en su rostro.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Han descubierto que estamos tras ellos?
—Chisss —dijo—. Sé que lo harás —le dijo al teléfono.
—No lo entiendes —dije—. He deducido lo que le están haciendo a la gente.
Alzó un dedo, me indicó que aguardara.
—¿Puedes esperar un minuto? —dijo al teléfono, y puso una mano sobre el micrófono—. Me reuniré contigo en la oficina de Hunziger dentro de cinco minutos.
—No —dije—. No es seguro. Reúnete conmigo fuera, en la oficina de correos.
Asintió y siguió con su conversación, todavía con aquella expresión extraña en su rostro.
Bajé a la segunda planta en busca de mi bolso y salí a la oficina de correos. Tenía intención de esperar en la esquina, pero estaba llena de gente que competía para echar dinero en la olla del Santa Claus del Ejército de Salvación.
Miré acera abajo. ¿Dónde estaba Gary? Subí los escalones y escruté la calle. No había el menor signo de él.
—¡Feliz Navidad! —dijo un hombre, medio sacándose su sombrero de fieltro y sujetando la puerta para mí.
—Oh, no, yo… —empecé a decir, y vi a Tonya avanzando por la calle—. Gracias —dije, y entré.
Hacía frío dentro, y la cola hasta las ventanillas serpenteaba hasta el vestíbulo. Me uní a ella. Necesitaría al menos una hora para llegar hasta la ventanilla, lo cual significaba que podía aguardar a Gary sin levantar sospechas.
Excepto que yo era la única que no llevaba sombrero. Cada persona en la cola llevaba uno, y los empleados al otro lado del mostrador exhibían gorras del servicio de correos. Y amplias sonrisas.
—Los paquetes al extranjero deberían enviarse al menos el quince de noviembre —estaba diciendo el empleado del centro, en absoluto disgustado, a una pequeña japonesa con una gorra roja—. Pero no se preocupe, pensaremos en una forma de conseguir que sus regalos lleguen allí a tiempo.
—La cola sólo tardará unos cuarenta y cinco minutos —confió alegremente la mujer que tenía delante de mí. Llevaba un pequeño sombrero negro con una pluma y cargaba con cuatro enormes paquetes. Me pregunté si no estarían llenos de vainas—. Lo cual no está nada mal, teniendo en cuenta que es Navidad.
Asentí y miré hacia la puerta. ¿Dónde estaba Gary?
—¿Por qué está usted aquí? —preguntó la mujer, con una sonrisa.
—¿Qué? —dije, girando en redondo, con el corazón desbocado.
—¿Qué tiene que echar usted al correo? —aclaró—. Veo que no lleva ningún paquete.
—N-necesito sellos —tartamudeé.
—Puede pasar delante de mí —dijo amablemente—, si todo lo que necesita es comprar sellos. Yo tengo que enviar todos estos paquetes. No querrá esperar tanto.
Quiero esperar, pensé.
—No, está bien. He de comprar un montón de sellos. Varias hojas. Son para mi boletín de noticias navideño.
Sacudió la cabeza, equilibrando sus paquetes.
—No sea tonta. No querrá esperar mientras pesan todo esto. —Dio unos golpecitos al hombre que tenía delante—. Esta joven dama sólo quiere comprar sellos —dijo—. ¿Por qué no le deja pasar delante de usted?
—Por supuesto —dijo el hombre, que llevaba un sombrero de astracán ruso, e hizo una ligera inclinación de cabeza y se echó hacia atrás.
—No, de veras —empecé a decir, pero ya era demasiado tarde. La cola se había abierto como el mar Rojo ante mí.
—Gracias —dije, y me dirigí al mostrador—. Feliz Navidad.
La cola se cerró detrás de mí. Lo saben, pensé. Saben que estoy buscando plantas parásitas. Miré desesperada hacia la puerta.
—¿Acebo y hiedra? —dijo el empleado, radiante.
—¿Qué? —exclamé.
—Sus sellos. —Me tendió dos hojas—. ¿Acebo y hiedra o virgen y niño?
—Acebo y hiedra —dije débilmente—. Tres hojas, por favor.
Pagué las hojas, di de nuevo las gracias a la multitud y volví al helado vestíbulo. ¿Y ahora qué? ¿Fingir que tenía un apartado y trastear con la cerradura? ¿Dónde estaba Gary?
Fui al tablero de anuncios, intentando no hacerme sospechosa, y miré los carteles de Se busca. Probablemente a estas alturas ya todos se habrían entregado y serían unos prisioneros modelos. Y realmente era una lástima que los parásitos tuvieran que ser detenidos. Si podían ser detenidos.
Había sido fácil en las películas (es decir, en las películas en las que conseguíamos derrotarlos, que tampoco eran tantas. Más de la mitad de las películas terminaban con todo el mundo convertido en seres de brillantes ojos verdes.) Y en las que eran derrotados, había habido una terrible cantidad de explosiones y de gente descolgándose precariamente de helicópteros. Esperaba que, fuera cual fuese el final, no implicara lanzarse en paracaídas.
O un virus o sonidos ultrasónicos, porque aunque conociera a un médico o un científico a quien preguntar, no podía confiar en él. "No podemos confiar en nadie", había dicho Gary, y tenía razón. No podíamos correr el riesgo. Había demasiado en juego. Y no podíamos llamar a la policía. "Está todo en su imaginación, señorita Johnson —dirían—. No se mueva de donde está. Venimos en seguida."
Tendríamos que hacerlo nosotros mismos. ¿Y dónde estaba Gary?
Miré de nuevo a los carteles de Se busca. Estaba segura de que uno de ellos se parecía a uno de los antiguos novios de Sueann. Seguro que…
—Lamento haberme retrasado —dijo Gary, sin aliento. Sus orejas estaban rojas por el frío y su pelo despeinado por haber corrido—. Recibí esa llamada telefónica y…
—Vamos —dije, y lo saqué de la oficina de correos, bajando los escalones, y más allá del Santa Claus y su multitud de donantes—. Sigamos andando. Tenías razón sobre los parásitos, pero no porque conviertan a la gente en zombis.
Le hablé apresuradamente de las agallas y del síndrome del túnel carpiano de Tonya.
—Mi hermana fue infectada el Día de Acción de Gracias, y ahora apenas puede andar —dije—. Tenías razón. Debemos detenerles.
—Pero no tienes ninguna prueba de ello —dijo—. Podría ser artritis o alguna otra cosa, ¿no?
Dejé de andar.
—¿Qué?
—No tienes ninguna prueba de que sean los alienígenas los que estén causando todo esto. Es el frío. La artritis de la gente siempre se agrava cuando hace frío. Y, aunque sean los alienígenas quienes lo están causando, unos pocos dolores es un precio pequeño a pagar a cambio de todos los beneficios. Tú misma dijiste…
Miré fijamente su pelo.
—No me mires de este modo —exclamó—. No se han apoderado de mí. Simplemente he estado pensando en lo que dijiste acerca del compromiso de tu hermana y…
—¿Quién estaba al teléfono?
Pareció incómodo.
—La cosa es que…
—Era tu ex esposa —dije—. Ha sido infectada, y ahora es amable, y deseas volver con ella. Es eso, ¿verdad?
—Ya sabes lo que siempre he sentido hacia Marcie —dijo con aire culpable—. Dice que nunca dejó de amarme.
Cuando algo suena demasiado bueno para ser cierto, probablemente lo es, pensé.
—Ella cree que yo debería volver y ver si podemos arreglar las cosas. Pero no es ésa la única razón. —Sujetó mi brazo—. He estado examinando todos estos recortes: estudiantes volviendo a la escuela, convictos escapados entregándose…
—Gente devolviendo libros a las bibliotecas —dije.
—¿Estamos dispuestos a ser los responsables de arruinar todo eso? Creo que deberíamos pensar en ello antes de hacer nada.
Retiré mi brazo de su mano.
—Simplemente creo que deberíamos considerar todos los factores antes de decidir qué hacer. Aguardar unos días no puede hacer ningún daño.
—Tienes razón —dije, y eché a andar—. Hay muchas cosas que no sabemos acerca de ellos.
—Sólo creo que deberíamos investigar un poco más —dijo, abriendo la puerta de nuestro edificio.
—Tienes razón —admití, y empecé a subir la escalera.
—Hablaré contigo mañana, ¿de acuerdo? —dijo cuando llegamos a la segunda planta.
Asentí y fui a mi escritorio y apoyé la cabeza entre las manos.
Estaba dispuesto a dejar que los parásitos se apoderaran del planeta con tal de recuperar a su ex esposa, pero ¿eran mis motivos mejores que esto? ¿Por qué había creído desde un principio en una invasión alienígena, y pasado todo ese tiempo viendo películas de ciencia ficción y manteniendo conversaciones secretas? Para poder pasar tiempo con él.
Él tenía razón. Unos pocos dolores no eran nada si a cambio Sueann se casaba con alguien estupendo y los trabajadores de correos no se mostraban ariscos y los pasajeros permanecían sentados hasta que la gente con conexiones con otros vuelos habían desembarcado.
—¿Estás bien? —preguntó Tonya, inclinándose sobre mi escritorio.
—Sí, estoy bien —dije—. ¿Cómo va tu brazo?
—Oh, estupendo —exclamó. Hizo girar el codo para mostrármelo—. Debió de ser un calambre o algo así.
No sabía si esos parásitos eran como el muérdago. Podían causar tan sólo dolores temporales. Gary tenía razón. Necesitábamos investigar más. Aguardar unos días no causaría ningún daño.
Sonó el teléfono.
—He estado intentando comunicar contigo —dijo mamá—. Dakota está en el hospital. No saben lo que tiene. Hay algo que no va bien con sus piernas. Tienes que llamar a Allison.
—Lo haré —dije, y colgué el teléfono.
Fui a mi ordenador, llamé el archivo en el que había estado trabajando, y pasé pantallas hasta situarlo a la mitad de modo que pareciera que me había ausentado de mi escritorio tan sólo por un minuto; me quité los zapatos de tacón alto y me cambié a mis zapatillas de lona, metí los zapatos de tacón alto en el cajón de mi escritorio, agarré mi bolso y mi abrigo y salí.
El mejor lugar para buscar información de cómo librarse de los parásitos era la biblioteca, pero el archivo de tarjetas de acceso era on-line, y tenías que usar tu tarjeta de la biblioteca para acceder a ella. El siguiente lugar mejor era una librería. No la independiente de la Dieciséis. Sus empleados eran demasiado atentos. Y listos.
Fui a la Barnes & Noble de la Ocho, tomando la ruta trasera (pero no las callejuelas). Estaba llena, y había la firma de algún libro en la parte delantera, pero nadie prestó ninguna atención a mi persona. Aun así, no fui directamente a la sección de jardinería. Vagué casualmente por los pasillos, mirando las camisetas y las jarras y deteniéndome a hojear un ejemplar de Cómo los miedos irracionales pueden arruinar tu vida, mientras me abría paso gradualmente hasta la sección de jardinería.
Sólo tenían dos libros sobre parásitos: Parásitos y enfermedades comunes del jardín y Control orgánico de malas hierbas y plagas. Los tomé los dos, me retiré a la sección de literatura y empecé a leer.
Fungicidas como el Benomyl y el Ferbam son efectivos contra ciertos mohos —decía Parásitos comunes del jardín—. La estreptomicina es efectiva contra ciertos virus."
¿Pero qué era nuestro parásito, si era alguna de las dos cosas?
Rociar con Diazinon o Malathion puede ser efectivo en la mayoría de los casos. Nota: Estos productos químicos son peligrosos. Evite todo contacto con la piel. No inhale sus vapores.
Eso quedaba descartado. Dejé Parásitos comunes del jardín y tomé Control orgánico de malas hierbas y plagas. Al menos no recomendaba rociar productos químicos mortales, pero lo que recomendaba no era mucho más útil. Podar las ramas afectadas. Retirar y destruir los frutos. Cubrir las ramas con plástico negro.
Demasiado a menudo decía simplemente: Destruir todas las plantas infectadas.
La principal dificultad en el caso de parásitos es destruir el parásito sin destruir al mismo tiempo al anfitrión. —Eso sonaba mejor—. En consecuencia, es necesario hallar una sustancia que el anfitrión pueda tolerar pero que sea intolerable para el parásito. Algunos mohos, por ejemplo, no pueden tolerar una solución de vinagre y jengibre, que puede ser rociada sobre las hojas de la planta afectada. Los ácaros rojos, que infestan las abejas melíferas, son alérgicos a la menta. Puede darse de comer a las abejas una mezcla de aceite y menta. Esto permea los sistemas de las abejas y los ácaros rojos desaparecen inofensivamente. Otros parásitos responden de distintas formas a la menta verde, al aceite de cítricos, al aceite de ajo y a la aloe vera en polvo.
¿Pero cuál? ¿Y cómo averiguarlo? ¿Llevar un collar de ajos? ¿Meter una naranja bajo la nariz de Tonya? No había forma alguna de descubrirlo sin que ellos se dieran cuenta de lo que estaba intentando.
Seguí leyendo.
Algunos parásitos pueden ser destruidos convirtiendo el entorno en desfavorable para ellos. Con los mohos que dependen de la humedad, drenar el suelo puede ser beneficioso. Para las plagas susceptibles a la temperatura, la congelación y/o el uso del calor pueden matar al invasor. Para los parásitos sensibles a la luz, la exposición a la luz puede matar el parásito.
Sensibles a la temperatura. Pensé en los sombreros. ¿Eran para ocultar los parásitos o para protegerlos del frío? No, no podía ser eso. La temperatura en el edificio había sido bajada hasta casi el punto de congelación desde hacía dos semanas, y si necesitaban calor, ¿por qué no habían aterrizado en Florida?
Pensé en el boletín de noticias de Jackie Peterson. Ella no había sido afectada. Y tampoco lo había sido el tío Marty, cuyo boletín de noticias había llegado aquella mañana. O más bien el perro de tío Marty, que ostensiblemente lo había dictado.
¡Bof, bof! —decía el boletín—. Estoy echado aquí debajo de un saguaro de Navidad en medio del desierto, royendo un hueso y esperando que Santa Claus me traiga un hermoso nuevo collar antipulgas.
Así que no habían aterrizado en Arizona o en Miami, y ninguno de los artículos del periódico que Gary había enmarcado procedía de México o de California. Todos estaban fechados en Minnesota y en Michigan y en Illinois. Lugares donde hacía frío. Fríos y nubosos, pensé, recordando el boletín de noticias navideño de prima Celia. Fríos y nubosos.
Retrocedí las páginas, buscando la referencia a los parásitos sensibles a la luz.
—Está ahí detrás —dijo una voz.
Cerré el libro, lo metí entre las obras de Shakespeare y cogí un ejemplar de Hamlet.
—Es para mi hija —dijo la clienta, que afortunadamente no llevaba sombrero, apareciendo al final del pasillo—. Eso es lo que dijo que quería por Navidad cuando la llamé. Me quedé tan sorprendida. Apenas sabe leer.
La empleada estaba inmediatamente detrás de ella, llevando una gorra de mujer con cintas rojas y verdes.
—Todo el mundo lee a Shakespeare últimamente —dijo con una sonrisa—. Apenas nos da tiempo de reponer los ejemplares.
Agaché la cabeza y fingí leer Hamlet. "¡Oh villano villano, sonriente y maldito villano!", decía Hamlet.
La empleada empezó a rebuscar el libro en los estantes.
—El rey Lear, El rey Lear… Veamos…
—Aquí está —dije, tendiéndole el ejemplar antes de que llegara a Parásitos comunes del jardín.
—Gracias —dijo, sin abandonar la sonrisa. Se lo tendió a la clienta—. ¿Ya le han firmado su ejemplar del libro? Darla Sheridan, la diseñadora de moda, está hoy en la tienda, firmando su nuevo libro Su sombrero de Pascua. Los sombreros están volviendo, ¿sabe?
—¿De veras? —dijo la clienta.
—Está regalando un sombrero con cada ejemplar del libro —añadió la empleada.
—¿De veras? —repitió la clienta—. ¿Dónde dice que es?
—Se lo mostraré —indicó la empleada, aún sonriendo, y condujo a la clienta como un cordero al matadero.
Tan pronto como hubieron desaparecido saqué de nuevo Control orgánico y busqué "sensibles a la luz" en el índice. Página 264. "Podar las ramas encima de la infección y cortar las hojas de los alrededores para exponer la fuente a la luz del sol o a la luz artificial mata normalmente a los parásitos sensibles a la luz."
Cerré el libro y lo oculté detrás de las obras de Shakespeare, poniéndolo de lado para que no se viera, y saqué Parásitos comunes del jardín.
—Hola —dijo Gary, y estuve a punto de dejar caer el libro—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —pregunté, cerrando cautelosamente el libro.
Él intentaba ver el título. Metí el libro en la estantería entre Otelo y El enigma de la identidad de Shakespeare.
—Me di cuenta de que tenías razón. —Miró cautelosamente a su alrededor—. Tenemos que destruirlos.
—Pensé que habías dicho que eran simbiontes, que eran beneficiosos —señalé, mirándole atentamente.
—Crees que los alienígenas se han apoderado de mí, ¿verdad? —dijo. Se pasó la mano por el pelo—. Mira. Ni sombrero ni tupé.
Pero en Los que mueven los hilos los parásitos podían unirse a su víctima en cualquier parte a lo largo de la espina dorsal.
—Pensé que habías dicho que los beneficios eran superiores a los pocos dolores que podían provocar —señalé.
—Eso quería creer —admitió a regañadientes—. Supongo que en realidad lo que quería creer era que mi ex esposa y yo podríamos estar juntos de nuevo.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —quise saber, intentando no mirar a la estantería.
—Tú me hiciste cambiar —dijo—. En algún momento a lo largo del camino me di cuenta de lo estúpido que había sido, lamentándome y pensando en ella cuando tú estabas ahí mismo, delante de mí. Yo estaba ahí, escuchándola hablar acerca de lo estupendo que sería estar juntos de nuevo, y de pronto me di cuenta de que no lo deseaba, de que había hallado a alguien mejor, más hermoso, alguien en quien podía confiar. Y ese alguien eras tú. Nan. —Me sonrió—. Así que, ¿qué has encontrado? ¿Algo que podamos usar para destruirlos?
Inspiré larga y profundamente, le miré y me decidí.
—Sí —dije, y saqué el libro. Se lo tendí—. La sección sobre las abejas. En ella dice que introducir alérgenos en el flujo sanguíneo del anfitrión puede matar al parásito.
—Como en Infiltrados del espacio.
—Sí. —Le hablé de los ácaros rojos y las abejas melíferas—. Aceite de gaulteria, aceite de cítricos, ajo, aloe vera en polvo…, todos son usados contra diversas plagas. De modo que si podemos introducir menta en la comida de la gente afectada…
—¿Menta? —dijo inexpresivamente.
—Sí. ¿Recuerdas lo que dijo Penny de que nadie había probado ninguno de los caramelos que puso? Creo que es porque son alérgicos a la menta. —Le miré fijamente.
—Menta —murmuró pensativo—. Tampoco comieron ninguno de los caramelos que Jan Gundell puso en su escritorio. Creo que has acertado. Pero, ¿cómo vamos a conseguir que la ingieran? ¿Ponerla en las fuentes de agua?
—No —dije—. En las galletas. Galletas con chips de chocolate. A todo el mundo le encanta el chocolate. —Devolví los libros a su lugar y me dirigí hacia la entrada de la tienda—. Mañana es mi turno de traer los Dulces de Navidad. Iré al colmado a buscar los ingredientes para las galletas…
—Iré contigo —dijo.
—No. Necesito que tú vayas a comprar el aceite de menta. Han de tener en un drugstore o en una tienda de alimentos naturales. Compra el más concentrado que tengan, y asegúrate de que se lo compras a alguien que no haya sido afectado. Me reuniré contigo en mi apartamento y haremos las galletas allí.
—Estupendo —dijo.
—Será mejor que salgamos separados —indiqué. Le tendí el Otelo—. Toma. Compra éste. Te darán una bolsa en la que podrás meter el aceite de menta.
Asintió y se dirigió hacia la cola de la caja. Yo salí de Barnes & Noble, bajé la Ocho hasta la tienda de alimentación, salí por una puerta lateral y regresé a la oficina. Me detuve en mi escritorio para tomar una regla metálica y corrí a la quinta planta. Jim Bridgeman, con su gorra de béisbol con la visera en la nuca, me miró y luego siguió con su teclado.
Fui al termostato.
Y éste era el momento en el que todo el mundo te rodeaba, señalándote y chillando con un chirrido ultraterreno. O se volvía y te miraba con sus resplandecientes ojos verdes. Giré el dial del termostato hasta el máximo, hasta los 35 grados.
No ocurrió nada.
Nadie alzó siquiera la vista de sus ordenadores. Jim Bridgeman estaba tecleando intensamente.
Arranqué el dial con la regla metálica y me lo metí en el bolsillo de mi chaqueta, doblé el eje metálico de modo que no pudiera ser movido, y me dirigí a la escalera.
Y ahora, por favor, que se caliente lo suficientemente rápido como para que funcione antes de que todo el mundo se vaya a casa, pensé, bajando las escaleras hasta el cuarto. Esperemos que todo el mundo empiece a sudar y se quite el sombrero. Esperemos que los alienígenas sean sensibles a la luz. Esperemos que no sean telépatas.
Trabé los termostatos de la cuarta y la tercera plantas y bajé a la segunda. Nuestro termostato estaba al fondo, cerca de la oficina de Hunziger. Tomé un fajo de memorándums de mi escritorio, crucé decidida, desmantelé el termostato y regresé hacia la escalera.
—¿Adónde crees que vas? —dijo Solveig, plantándose firmemente delante de mí.
—A una reunión —contesté, intentando no parecer tan débil y asustada como la novia del héroe en todas las películas que habíamos visto. Miró mis zapatillas de lona—. Al otro lado de la ciudad —añadí.
—No vas a ir a ninguna parte —dijo.
—¿Por qué no? —Mi voz sonó débil.
—Porque tengo que mostrarte lo que le he comprado a Jane para Navidad.
Sacó una bolsa de debajo de su escritorio.
—Sé que no lo podrá utilizar hasta mayo, pero no pude resistirlo —dijo, rebuscando en la bolsa—. ¡Es tan precioso!
Extrajo un pequeño sombrerito rosa con margaritas blancas en él.
—¿No es adorable? —exclamó—. Es del tamaño de un recién nacido. Puede ponérselo cuando salga del hospital. Oh, y también le he comprado la más hermosa…
—Te mentí —dije, y Solveig alzó la mirada, alerta—. No se lo digas a nadie, pero olvidé por completo comprar el regalo del Santa Claus Secreto. Penny me matará si lo descubre. Si alguien pregunta dónde he ido, diles que al baño de señoras —dije, y bajé al primero.
El termostato estaba justo junto a la puerta. Lo trabé, y luego el de la planta baja; subí a mi coche (mirando primero en el asiento de atrás, no como la gente en las películas) y conduje hasta los tribunales y el hospital y McDonald’s, y luego llamé a mi madre y me invité a cenar.
—Traeré el postre —dije; conduje hasta las galerías comerciales, y en ellas me detuve en la panadería, el videoclub y los multicines.
Mamá no tenía la televisión encendida. Llevaba el sombrero que le había dado Sueann.
—¿No crees que es adorable? —dijo.
—Compré tarta de queso —indiqué—. ¿Sabes algo de Allison y Mitch? ¿Cómo está Dakota?
—Peor —dijo—. Tiene esa hinchazón en las rodillas y tobillos. Los médicos no saben cuál es la causa. —Llevó la tarta de queso a la cocina, cojeando ligeramente—. Estoy tan preocupada.
Subí los termostatos de la sala de estar y del dormitorio, y estaba conectando el calefactor cuando trajo la sopa.
—Me he quedado helada viniendo —dije, subiendo el calefactor al máximo—. Fuera hiela. Creo que va a nevar.
Comimos la sopa, y mamá me habló de la boda de Sueann.
—Quiere que seas una de sus damas de honor —dijo, abanicándose—. ¿Todavía no has entrado en calor?
—No —dije, frotándome los brazos.
—Te traeré un suéter. —Fue al dormitorio, y apagó el calefactor por el camino.
Lo volví a encender y fui a la sala de estar para encender la chimenea.
—¿No has conocido a nadie en el trabajo últimamente? —preguntó desde el dormitorio.
—¿Qué? —dije, sentada sobre mis talones.
Volvió sin el suéter. Se había quitado el sombrero, y su pelo estaba desordenado, como si algo se hubiera debatido en él.
—Espero que no te niegues todavía a escribir un boletín de noticias navideño —dijo, yendo a la cocina y volviendo con dos platos de tarta de queso—. Vamos, siéntate y come el postre.
Lo hice, observándola atentamente.
—¡Qué ideas! —exclamó—. Tía Margaret me escribió justo el otro día para decirme lo mucho que le encanta saber de vosotras y lo interesantes que son siempre vuestros boletines de noticias navideños. —Limpió la mesa—. Puedes quedarte un poco, ¿verdad? No me gusta esperar aquí a solas noticias de Dakota.
—No, tengo que irme —dije, y me puse en pie—. Tengo que ir a…
Tengo que ir a… ¿dónde?, pensé, sintiéndome repentinamente abrumada. ¿Volar a Spokane? ¿Y luego, tan pronto como Dakota esté bien, volar de vuelta y recorrer alocadamente la ciudad subiendo termostatos hasta que me derrumbe de agotamiento? ¿Y luego qué? Es cuando la gente cae dormida en las películas que los alienígenas se apoderan de ella. Y no había forma en que pudiera mantenerme despierta hasta que todos los parásitos fueran expuestos a la luz, aunque no me atraparan y me convirtieran en uno de ellos. Aunque no me torciera el tobillo.
Sonó el teléfono.
—Diles que no estoy aquí —indiqué.
—¿A quién? —preguntó mamá, cogiendo el auricular—. O, querida, espero que no sea Mitch con malas noticias. ¿Sí? —al teléfono. Una pausa—. Es Sueann —dijo, cubriendo el micrófono con la mano, y escuchó durante un largo intervalo—. Ha roto con su novio.
—¿Con David? —exclamé—. Pásame el teléfono.
—Creí que habías dicho que no estabas aquí —protestó, pero me pasó el teléfono.
—¿Sueann? —dije al aparato—. ¿Por qué has roto con David?
—Porque es tan mortalmente aburrido —respondió Sueann—. Siempre me está llamando y enviándome flores y siendo considerado. Incluso quiere casarse. Y esta noche, en la cena, simplemente pensé: ¿Por qué estoy saliendo con él?, y rompimos.
Mamá fue al televisor y lo conectó.
—Noticias locales —dijo el locutor de la CNN—. Agrupaciones de interés especial se han reunido para donar quince mil dólares a la representación de Navidad del Ayuntamiento.
—¿Dónde fuisteis a cenar? —le pregunté a Sueann—. ¿Al McDonald’s?
—No, a su pizzería favorita, lo cual es otra cosa. Lo único que quiere hacer siempre es salir a cenar o al cine. Nunca hacemos nada interesante.
—¿Fuisteis al cine esta noche? —Puede que hubieran ido a los multicines del centro comercial.
—No. Ya te lo he dicho, he roto con él.
Aquello no tenía sentido. Yo no había pasado por ninguna pizzería.
—A continuación el informe del tiempo —dijo el locutor de la CNN.
—Mamá, ¿puedes bajar el sonido? —pedí—. Sueann, esto es importante. Dime lo que llevas.
—Unos tejanos y mi top azul y mi collar del zodíaco. ¿Qué tiene que ver esto con que haya roto con David?
—¿Llevas sombrero?
—Nuestra previsión más inmediata —dijo el hombre de la CNN—: Un tiempo estupendo para todos aquellos que quieran ir a efectuar sus compras de Navidad…
Mamá bajó el sonido.
—Mamá, vuelve a subirlo —dije, haciendo gestos frenéticos.
—No, no llevo sombrero —dijo Sueann—. ¿Qué tiene que ver esto con si he roto con David o no?
El mapa del tiempo detrás del locutor de la CNN estaba cubierto con cifras alentadoras: 17, 18, 21, 20.
—Mamá —dije.
Trasteó con el mando a distancia.
—No creerás lo que hizo el otro día —dijo Sueann, ultrajada—. ¡Me dio un anillo de compromiso! ¿Puedes imagin…?
—… temperaturas sorprendentemente cálidas para esta época y montones de sol —gritó a todo pulmón el hombre del tiempo—. ¡Y durante todas las Navidades!
—Quiero decir, ¿qué querías que pensara? —dijo Sueann.
—Chisss —interrumpí—. Estoy intentando escuchar el parte meteorológico.
—Se supone que hará buen tiempo durante la próxima semana —dijo mamá.
Hizo buen tiempo durante toda la próxima semana. Allison llamó para decirme que Dakota estaba de vuelta en casa.
—Los médicos no saben qué fue, algún tipo de infección o algo, pero fuera lo que fuese ha desaparecido por completo. Ya está patinando de nuevo y tomando lecciones de claqué, y la semana próxima voy a apuntarlas a las dos a la banda infantil.
—Hiciste lo correcto —me dijo Gary a regañadientes—. Marcie me contó que su rodilla le estaba doliendo realmente. Es decir, cuando todavía me hablaba.
—Así que de reconciliación nada, ¿eh?
—Ajá —reconoció—. Pero todavía no he abandonado las esperanzas. La forma en que actuó me demuestra que su amor por mí todavía sigue ahí. Lo único que necesito es alcanzarlo.
Todo aquello lo único que hacía era demostrarme que se necesitaba una invasión del espacio exterior para hacerla parecer marginalmente humana, pero no se lo dije.
—He hablado con ella acerca de ir a un consejero matrimonial conmigo —dijo—. Hiciste bien en no confiar siquiera en mí. Ése es el error que cometen siempre en esas películas de parásitos ladrones de cuerpos, confiar en la gente.
Bueno, sí y no. Si yo hubiera confiado en Jim Bridgeman, no hubiera tenido que encargarme de todos aquellos termostatos sola.
—Tú fuiste el que subió la calefacción en la pizzería donde estaban cenando Sueann y su novio —le dije después de que él me contara que había imaginado cuál era la debilidad de los alienígenas después de verme subir el termostato de la quinta planta—. Tú fuiste el que se había llevado el vídeo de El ataque de los ladrones de almas.
—Intenté hablar contigo —reconoció—. No te culpo por no confiar en mí. Hubiera debido quitarme el sombrero, pero no quería que vieras mi calvicie.
—No puedes fiarte de las apariencias —murmuré.
El 15 de diciembre las ventas de sombreros habían bajado en picado, las galerías comerciales estaban atestadas de malhumorados compradores, en el Ayuntamiento una agrupación defensora de los derechos de los animales estaba protestando de que Santa Claus llevara pieles, y la esposa de Gary se había saltado su primera sesión con el consejero matrimonial y luego le había culpado a él.
Ahora faltan cuatro días para Navidad, y las cosas han vuelto completamente a la normalidad. Nadie en el trabajo lleva sombrero excepto Jim, Solveig llamará a su bebé Durango, Hunziger ha demandado a la dirección por despedirle, las ventas de antidepresivos ha aumentado, y mi madre llamó hace un momento para decirme que Sueann tiene un nuevo novio que es un terrorista y para preguntarme si ya he enviado mi boletín de noticias navideño. Y si he conocido a alguien últimamente en el trabajo.
—Sí —dije—. Lo traeré a comer por Navidad.
Ayer Betty Holland presentó una denuncia por acoso sexual contra Nathan Steinberg por besarla debajo del muérdago, y yo estuve a punto de ser atropellada camino de casa volviendo del trabajo. Pero el mundo está a salvo de cancros, hojas marchitas y agallas. Y esto constituye un interesante boletín de noticias navideño.
Sea cierto o no.
Os deseo, a vosotros y a todos los vuestros, una muy feliz Navidad y un muy próspero Año Nuevo.
Nan Johnson
Fin