PARA ENTENDER A LAS MUJERES
Publicado en
noviembre 16, 2022
Es un arte que cualquier hombre puede aprender, si tiene... bueno, lo que hay que tener.
Por Will Stanton.
PROBABLEMENTE la lección más importante que un hombre puede aprender acerca de una mujer es que lo que ella quiere no es siempre lo que dice que quiere. Yo tuve ocasión de comprobar personalmente esta verdad desde mi época de estudiante, cuando salí por primera vez con Laura. Habíamos ido en el coche a un lugar romántico, y, una vez detenido el vehículo, comencé a pasarle el brazo sobre su hombro. Pero ella me dijo que me estuviera quieto, y la obedecí.
Al cabo de unos cinco minutos de silencio, Laura declaró tener la impresión de que ella no era de mi agrado.
—¡Oye! —exclamé— ¿Acaso no me dijiste que me estuviera quieto cuando comencé a pasarte el brazo por los hombros?
—Sí —replicó ella—. Pero no te dije que tomaras mis palabras al pie de la letra.
Desde entonces mi vida cambió. Un amigo mío que llevaba a su mujer al hospital en un taxi, para que diera a luz su primer hijo, no podía contener su agitación y continuamente molestaba a su esposa con preguntas, hasta que, por fin, ella le dijo.'que dejara de preocuparse y se tranquilizara, pues se sentía estupendamente. Mi amigo se arrellanó en su asiento, encendió un puro y comenzó a charlar con el taxista.
Me lo contó él mismo después:
—Cuando una parturienta te diga que te tranquilices, tranquilízate sólo un poco.
Los deseos de una mujer son a menudo contradictorios. El pasado diciembre, por ejemplo, Laura asistió a una subasta y volvió con el coche lleno de alfombras de nudo y de antiguos utensilios de peltre.
—Sí, ya sé que me he excedido —explicó—; pero es que eran unas gangas tan maravillosas... Serán mi aguinaldo. Hablo en serio. Puedes regalarme si quieres un frasco de colonia o una bufanda; si compras cualquier otra cosa que valga más, me enfadaré.
—¿Quieres decir que papá no te va a regalar nada? —le preguntó nuestra hija Juanita.
—Espero que sí. Pero el regalo principal lo tengo ya.
Y sonrió, segura de sus palabras.
La mañana del día de Navidad se mostró vivamente sorprendida por la bandeja antigua para pastas que le di. La tocó con reverencia, como si fuera un cáliz. Pero a la vez se sintió un poco molesta.
—Habíamos hecho un trato —se quejó—, y tú no lo has cumplido. No está bien que hayas gastado tanto dinero en mí.
—Quizá no seas tú la única persona aficionada a encontrar gangas. Un viejo granjero la tenía en su gallinero, llena de comida para pollos; se alegró de vendérmela por lo poco que le ofrecí.
—Pero cualquiera puede ver que es un objeto de gran valor.
—No tienes idea del aspecto que tenía. Imagínate: 50 años acumulando telarañas y suciedad.
—¡Oh!
—Había que idear un modo de limpiarla, por lo que la llevé a unos marmolistas para que la sometieran al chorro de arena.
—A los marmolistas...
—Eso. Luego le apliqué un poco de cierta solución limpiadora...
—¡Ah, vaya! —volvió a mirarla, pero la actitud reverente había desaparecido—... Está bien; pero se hace tarde... Ahora tengo que preparar la cena...
He meditado mucho desde entonces, y he llegado a la conclusión de que a las mujeres les encanta encontrar gangas en todas partes... menos al pie del árbol de Navidad.
Una de las cosas que gustaría a cualquier mujer es una dieta de 30 días a la que ya haya estado sometida durante un mes. Laura desea siempre perder un poco de peso, pero jamás ha podido atenerse a un régimen.
—Necesito estímulo —se quejó una vez— y apoyo moral. Y tú nunca me das ninguna de las dos cosas.
—No me gustan las mujeres flacas —repliqué. (Sé por experiencia que cuando una cocinera se pone a dieta, todos los de casa adelgazan.)
Sucedió que había adquirido un vestido que colmaba sus deseos... sólo que le estaba un poco ceñido. Si bajaba ligeramente de peso, le sentaría a la perfección. Para mí, lo que realmente necesitaba era un poco más de aliento.
—Te ayudaré encantado —le dije, dándole una palmadita—. Te estás poniendo un poco fofa.
—¡Fofa!
—Maciza, quise decir.
—¡Maciza!
—Pero escucha, mujer: me parece magnífico: siempre he sido un admirador de las mujeres llenitas.
—¡Llenitas!
Aquella noche cenamos ensalada de berros. Cuando, con mi apoyo moral, terminó su régimen alimentario, yo había perdido cuatro kilos.
Hoy, cuando una mujer le pide a alguien su sincera opinión, significa que ya ha formado su propia opinión, pero está dispuesta a oír un voto de confianza. Naturalmente, una respuesta contraria a su criterio le producirá un disgusto. Por eso, cuando un día trajo a casa dos vestidos y me preguntó cuál me gustaba más, adopté una actitud cautelosa.
—Pues, en mi opinión, el azul hace resaltar el color de tus ojos.
—¿Tú crees? —parecía decepcionada.
—Bueno, mirándolo bien, quizá los haga resaltar demasiado. En cambio, el verde...
—Pero no tengo nada que haga juego con el verde. Ni zapatos, ni bolsa...
—¿Y la tela? ¿Cuál es más duradera?
—¿Acaso crees que se eligen vestidos de fiesta por la duración de la tela? —exclamó, mirando al techo, impaciente.
—No lo sé. Algunas fiestas a las que he asistido... —y reí.
Pero mi esposa se quedó muy seria.
A la postre, devolvió los dos vestidos.
—¡Cualquiera te entiende! Creí que te gustaban...
—Y me gustaban. Pero a ti no. Me di cuenta por tus vacilaciones.
Recientemente fuimos a visitar a la familia de Laura. Por el camino, mi mujer me pidió que fuera amable con su hermana Juana.
—Tú siempre ves defectos por todas partes.
—Está bien; me esforzaré —le prometí—, pero ya sabes que las personas como tu hermana dicen pestes de todo el mundo.
—No obstante, es mi hermana —recalcó mi mujer.
Decidí esforzarme al máximo para complacer a mi mujer. Juana no resultaba en realidad desagradable, es más: tenía una agradable presencia, amén de ser ocho años menor que Laura. Por otro lado, ¿quién tiene obligación de escuchar?
Durante el viaje de regreso a nuestro hogar, comenté que, en mi opinión, había sido un buen fin de semana. Mi esposa permaneció callada.
—Y he hecho todo lo posible para ser amable con Juana —añadí.
—Ya lo noté...
—No olvidé que me habías pedido que lo fuera.
—Toda la familia se dio cuenta.
—¿Acaso no me lo pediste?
—Incluso los vecinos de enfrente se dieron cuenta. Mira: te pedí que fueras amable con ella; no que hicieras de Rodolfo Valentino, ni que le coquetearas, ni que te la llevaras al sótano durante hora y media.
—Buscábamos los naipes...
—¿Cuándo fue la última vez que bailaste conmigo? ¿O que me sacaste de paseo? ¿O que me hiciste versitos?
La injusticia de todo esto era ya abrumadora.
—Escúchame bien —estallé—: tu hermana es la mujer más frívola de esta región del país; una incansable parlanchina a la que no se le olvida nada y que no se pierde ni un programa nocturno de televisión. Y si es ella la que anima las fiestas, primero debería enterarse de lo que es una fiesta. Lo siento, pero así es ella...
Laura se quedó pensativa un momento. Luego, dijo:
—No obstante, es mi hermana.
No mucho después, mi mujer fue víctima de un catarro viral de 24 horas. Llevé a los chicos a casa de un vecino y cuidé de ella lo mejor que pude. Pasó una noche malísima, y, por la mañana, lo único que le apetecía tomar era un poco de té. A mí me dijo que saliera a la calle a desayunarme.
—Tomaré una tostada —dije.
—¡No, señor! —me advirtió con energía— No voy a permitir que caigas enfermo tú también. Te vas en el coche a una cafetería y te desayunas como Dios manda.
Cuando regresé, me preguntó con qué me había desayunado. Si hubiéramos estado recién casados, probablemente le habría dicho la verdad: que había tomado mi desayuno favorito: melón, salchichas, torrijas, papas salteadas con mantequilla, tres tazas de café y un cigarro puro. Pero ella no había probado bocado durante 24 horas. Y al verla allí tendida, tan pálida y llena de angustia, no me atreví a decir otra cosa que:
—Ya sé que te vas a enfadar conmigo, pero sólo pude tomar la mitad de una tostada.
Supongo que el virus habría terminado ya su recorrido, porque la recuperación de Laura fue instantánea: a pesar de mis protestas, se levantó y desapareció en la cocina. Un cuarto de hora después me llamó; allí, sobre la mesa de la cocina, estaba mi desayuno favorito: melón, salchichas, torrijas, papas salteadas con mantequilla y café. Cogí una silla y me senté. Mi cara mitad también tomó asiento frente a mí para poder contemplar a sus anchas cómo disfrutaba yo con cada bocado.
Los medios de que se valen los hombres para demostrar su amor a su esposa son muchos.
Unos escalan montañas; otros atraviesan ríos a nado; algunos, incluso, matan dragones.
Y hay quien prefiere demostrarlo comiendo torrijas con una alegre sonrisa.