LOS DESEOS (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
noviembre 11, 2022
Cuento Danés seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una pobre mujer que tenía un solo hijo. Se llamaba Lars, pero todos le llamaban Lars el Vago, pues era tan sumamente vago que nunca hacía nada, salvo estar en casa, en el rincón de la estufa de cerámica de su madre. Cuando ésta le pedía que le fuera a buscar algo o le hacía algún encargo, él solía decir:
—¡Sí, si quisiera!...
Pero por lo demás era muy bueno y obedecía a su madre..., si él quería.
Un día, su madre le preguntó si podía bajar al arroyo a por un cubo de agua.
—¡Sí, si quisiera!... —dijo Lars; se estiró y se desperezó una y otra vez hasta que finalmente se decidió a coger el cubo e ir.
Llegó hasta abajo, hasta el arroyo, y también sumergió el cubo, pero pasó un buen rato hasta que volvió a coger el asa para sacarlo. Lo hizo de un tirón. Como el cubo había estado un buen rato en el fondo del arroyo y se había convertido fácilmente en una especie de trampa o de red, un pequeño pez se había quedado atrapado dentro y por desgracia no pudo escaparse cuando el cubo subió de un tirón.
Cuando Lars sacó el cubo del arroyo, vio que el pez nadaba desconcertado de un lado a otro del mismo. Esto ocurrió en una época en la que los peces aún no eran mudos, o por lo menos no todos, pues el pequeño pez empezó a hablar y le rogó a Lars que le volviera a echar al arroyo.
—No —dijo Lars—. ¿Por qué iba a hacerlo? Para una vez que consigo un pez de una forma tan inesperada, prefiero llevármelo a casa y asarlo para la cena.
Entonces el pez dijo:
—Si me sueltas al arroyo, te concederé tres deseos; podrás pedir lo que quieras tres veces y tus deseos se verán cumplidos.
«Bueno, eso ya es otra cosa», pensó Lars. Agarró al pez de la cola y lo lanzó de nuevo al arroyo. Luego volvió a casa con su cubo.
Pero subir el cubo lleno costaba muchísimo más que bajarlo vacío al arroyo. Lars llegó hasta el lugar donde su madre solía lavar; allí estaban el banco y la tabla de lavar. Como Lars ya estaba cansado, dejó el cubo encima del banco de lavar y se sentó a horcajadas a su lado. Quería re—cuperarse un poco del esfuerzo que había realizado.
Entonces, de pronto se le ocurrió que podía empezar a poner a prueba si realmente se le concedían los tres deseos que le había prometido el pez. Inmediatamente deseó que aquel banco de lavar le llevara por donde él quisiera, por tierra y por mar, pues así ya no tendría que ir nunca más a pie. Decidió volver a casa con el cubo y, nada más desearlo, el banco de lavar se elevó por los aires y echó a volar con él y con el cubo hasta la casa de su madre.
«Esto ha sido muy divertido —pensó Lars—. De esta forma puedo cabalgar por donde me apetezca.» Y siguió cabalgando, montado a horcajadas en el banco de lavar con el cubo delante. Cabalgando, pasó por el palacio del rey. En ese preciso momento, estaba asomada a la ventana la princesa, una muchacha joven que se reía de buena gana. En cuanto vio aquella navegación aérea, prorrumpió en sonoras carcajadas y llamó a sus damas de honor, que se rieron con ella a carcajadas de Lars el Vago.
Éste se enfadó y dijo muy bajito para sí:
—¡Ojalá tengas un niño, por guasona!
Como se habían reído de él de tal forma, se le habían quitado las ganas de seguir cabalgando; prefirió regresar a casa de su madre, así que en un instante llegó con su cubo y todo.
Sin embargo, Lars decidió no contarle a su madre lo del pez. De su primer deseo no estaba nada contento, porque pensaba que lo único que había conseguido era que se burlaran de él. Del segundo deseo ya ni se acordaba. Pensó que se reservaría el tercer deseo hasta que tuviera más años y algo más de juicio.
Es evidente que Lars no había tenido tiempo de pensar en su segundo deseo, que lo único que había pretendido era desahogarse por la in—dignación que sentía en aquel momento; y nadie lo había oído. Pero para la princesa la historia fue muy diferente, pues nueve meses después dio a luz un niño guapo y mofletudo. El rey, su padre, se enfadó muchísimo y se empeñó en que le dijera quién era el padre del niño. Pero la princesa no se lo podía decir, porque ella misma no tenía ni la más remota idea de como podía haber ocurrido y no sabía nada de nada. Entonces mandaron mensajeros a los hombres más sabios del país, y éstos aconsejaron que se mantuviera el asunto en absoluto secreto hasta que el niño hubiera cumplido tres años. Llegado ese momento, se debía convocar a todos los hombres del reino, ponerlos en fila y hacerlos pasar por delante del hijo de la princesa, que tendría que estar allí con una manzana de oro en la mano. Aquel a quien el niño entregara la manzana, sería sin duda el padre del niño.
El rey siguió aquel consejo, así que durante tres años nada se hizo ni se dijo. Pasado ese tiempo, sin embargo, circuló por todo el país el mensaje de que todos los hombres, fuera cual fuera su condición, tenían que presentarse ante el palacio del rey un día determinado. Cuando llegó ese día, se organizó en palacio una reunión numerosísima. Dispusieron a los hombres en filas y los hicieron pasar por delante de la escalera del palacio, donde estaba el niño con la manzana de oro. Ya habían desfilado ante él todos los hombres, uno por uno, desde el primero hasta el último, pero el pequeño seguía con la manzana en sus manos.
Entonces el rey ordenó pregonar que si algún hombre se había quedado en su casa, se presentara allí inmediatamente o de lo contrario le costaría la vida. Uno de los maestros de los peones camineros dijo que él conocía a una pobre mujer que tenía en casa a un hijo muy vago que no había ido, pero que probablemente eso no quería decir nada. El rey ordenó que se presentase ante él, como habían hecho todos los demás. Enviaron a un mensajero para buscarle, y entonces Lars el Vago tuvo que darse más prisa que en toda su vida. En cuanto el pequeño le vio, se fue hacia él y le dio su manzana de oro.
El rey, que ya estaba bastante furioso, se enfureció todavía más cuando vio la clase de tipo que era el padre de su nieto. Ordenó a la princesa que abandonara inmediatamente su reino y que no volviera jamás a ponerse ante sus ojos, porque ya no quería saber nada de ella. Le ordenó que se llevara también a su hijo y que en adelante fuera Lars el Vago el que cuidara de ambos.
A la princesa no le quedó más remedio que ir con Lars el Vago, y éste tuvo que aceptarlos tanto a ella como al niño. La sentó, con el niño al lado, en el banco de lavar de su madre y deseó salir de ese reino. Inmediatamente, el banco salió volando con los tres.
Cuando la princesa vio que cabalgaban de aquella manera tan especial, se acordó de que una vez había visto a Lars, pero no conseguía resolver el misterio de cómo había podido tener aquel niño y cómo podía ser Lars su padre, así que le preguntó a Lars si él podía desvelárselo. Entonces éste le contó lo de los tres deseos que le habían sido concedidos. Su primer deseo fue aquel caballo tan especial del que ella tanto se había reído cuando lo montó por primera vez y que ahora, sin embargo, tan bien le venía.
Su segundo deseo fueron las palabras que había pronunciado con in—dignación cuando ella se había reído tanto de él. Así fue como él y ella se encontraron con el niño.
—Pero todavía te queda el tercer deseo, ¿no? —preguntó rápidamente la princesa. Lars dijo que sí, que había querido esperar a tener más juicio.
—Creo que éste es el momento, si me dejas a mí expresar el deseo —dijo la princesa. Se apresuró a llenar su delantal de piedrecitas y, a continuación, le dijo a Lars que como tercer deseo pidiera que se le concedieran tantos deseos como piedras tenía en el delantal. Lars así lo deseó, de modo que les quedaron tantos deseos que ya no tenían por qué tener ningún miedo de que se les acabaran.
Entonces acordaron que la princesa sería la primera en formular su deseo y que a continuación lo haría él. Y para que el deseo se viera cumplido, se ayudarían el uno al otro. Primero desearon tener un palacio mucho más hermoso que el del rey, con un bello jardín a su alrededor, también mucho más grande y más bonito que el de su padre. Conseguido el palacio, desearon todo lo necesario para tener una mesa verdaderamente bien servida, manjares y vino. Además, desearon que el rey y toda su corte quisieran ir a aquel banquete que habían preparado.
Todo sucedió tal como desearon. El rey llegó con toda su corte, se presentó en el palacio y en la mesa y estuvo a punto de perder la boca y la nariz al ver todo aquel lujo y toda aquella magnificencia. No había que menospreciar a su yerno: ¡era un hombre completamente distinto al que él había conocido anteriormente! De repente, reinó entre ellos la más estrecha de las amistades.
Mientras todos se levantaban de la mesa, la princesa y su marido desearon que toda la vajilla de plata y los cubiertos que había en la mesa fueran a parar a los bolsillos del rey. Inmediatamente después, la princesa dijo:
—Parece increíble que pueda haber aquí ladrones, pero es evidente que acaba de desaparecer toda la vajilla y la cubertería de plata.
El rey dijo que era vergonzoso que gente como aquélla pudiera encontrarse entre su séquito. Ordenó que se presentaran todos uno a uno y le dieran la vuelta a sus bolsillos para que pudieran ver lo que había dentro. Así lo hicieron, pero no encontraron nada. Finalmente le tocó el turno al propio rey, que tuvo que darle la vuelta a sus bolsillos. Y entonces cayó toda la vajilla y la cubertería de plata.
El rey se quedó totalmente estupefacto y avergonzado y dijo que no comprendía en absoluto cómo podía haber ocurrido aquello.
Entonces la princesa tomó la palabra y dijo:
—Tampoco yo podía comprender cómo había tenido el niño. Ambas cosas tienen la misma causa, que son los deseos. Pero ahora soy muy feliz, estoy muy contenta con mi Lars el Vago y no deseo a otro hombre en mi vida.
Entonces el rey le reconoció solemnemente como su verdadero yerno y le nombró heredero del reino y de toda su magnificencia. Sin embargo, muchos de los grandes del reino se lo tomaron a mal; estaban muy malhumorados por el hecho de que un mendigo fuera a ser un día su rey. Por esta razón, cuando la comitiva se despidió, la princesa y el príncipe Lars desearon que a los grandes del reino les creciera tanto la nariz que apenas pudieran aguantar su peso. Aquel deseo se cumplió, así que, cuando aquellos distinguidos señores del banquete llegaron a casa y fueron a salir de sus coches, tenían la nariz tan larga que se tropezaron con ella, se cayeron y se rompieron una pierna.
Fin