EL CASO TRÁGICO DE UN DIAGNÓSTICO EQUIVOCADO
Publicado en
noviembre 08, 2022
Fue internado al nacer en un asilo para débiles mentales. Permaneció allí durante 31 años, plácidamente, sin quejarse... y, sin duda, no era un retrasado mental.
Por Robert Mcqueen (Profesor de sicología y decano adjunto de la Universidad de Nevada).
VI A Larry por primera vez hace diez años, el día en que fue enviado al Hospital del Estado de Nevada. Alto y robusto, con los hombros encorvados, permaneció ante mí con una expresión de estupidez en el rostro. En su historia clínica se leía que lo habían declarado retrasado mental al nacer, 31 años antes, aunque no se había identificado ningún síntoma determinado. Su madre, separada de su esposo cuando Larry nació, había decidido posteriormente enviar al niño a una institución privada para débiles mentales. Larry había vivido allí desde entonces hasta que se le trasladó al Hospital de Nevada, cuando el dueño de la institución en que se hallaba internado la vendió a una de esas personas que se dedican al negocio de urbanizar terrenos.
Diagnóstico. Mi cita con Larry para que le hiciera un diagnóstico sicológico comenzó con un frío apretón de manos. Aunque tenía buena figura, parecía un poco excedido de peso. En su rostro, redondo y rubicundo, no se veía ninguno de de los rasgos fisiognómicos que son con frecuencia los más característicos del retrasado mental: ojos oblicuos, lengua engrosada y cabeza asimétrica.
Para que se sintiera a sus anchas, le hablé de cosas sin importancia. Larry me dio respuestas tranquilas y agradables. Cuando empecé a inquirir acerca de sus primeros años de vida, comenzó a contestarme de un modo vago, impreciso. No podía recordar ningún paciente de la institución en que había estado internado con quien hubiera mantenido relaciones de amistad. Del personal de la institución, dijo que rara vez tenía tiempo para atender individualmente a los pacientes. Era obvio que no había existido en aquella institución nada semejante a un programa educativo. Parecía, en realidad, que Larry había pasado allí los años en ocio casi ininterrumpido.
Para medir su inteligencia, elegí una prueba del tipo ideado por Binet, basada en grupos de problemas de diferentes grados de dificultad. Esta prueba se suele empezar determinando la edad mental del paciente cuando resuelve todos los problemas de cierto nivel propuesto; luego, igual que en el salto de garrocha, se va levantando la barra progresivamente, se hace pasar al paciente por grupos de problemas cada vez más difíciles, hasta que no acierta a contestar ninguno de los que componen un mismo grupo o nivel.
Con Larry comencé por el grupo correspondiente al nivel de ocho años de edad mental. El primer problema consiste en que el examinador lea en voz alta un sencillo relato de menos de 100 palabras, y que luego la persona sometida a esta prueba conteste cinco preguntas acerca de tal :relato. Larry contestó todas las preguntas, pero pareció un poco perplejo ante lo que le estábamos pidiendo.
Pasamos al grupo correspondiente a los nueve años, que pide repetir al revés un número de cuatro cifras y rimar varios sustantivos comunes. Larry hizo lo primero al primer intento y dio con facilidad palabras aceptables para resolver el segundo problema. Dio correctamente el cambio de dos diferentes monedas y señaló los absurdos sobresalientes en una serie de aseveraciones. Estaba listo para pasar al grupo correspondiente a los diez años.
Cuando comenzamos con este nuevo grupo, Larry parecía más tranquilo, pero a la vez se mostraba más despierto de lo que antes me pareció. La prueba de los diez años comprende un vocabulario que comienza con palabras bien conocidas de los niños de escuela de primera enseñanza y va siendo cada vez más difícil, hasta terminar con palabras sumamente complejas. Este vocabulario se compone, en total, de 45 palabras. Se pasa esta prueba al nivel de los 10 años definiendo 11 de estas palabras; el adulto corriente debe definir 20. Larry definió 30, suficiente para pasar en el nivel adulto superior. Entre las palabras cuyo significado explicó, figuraban: "perspicaz", "deplorar" y "piscatorio".
A medida que avanzábamos en la prueba, Larry lo iba haciendo mejor. Pasó sin cometer un solo error los grupos correspondientes a los niveles de 11, 12, 13 y 14 años. Cuando se hubo completado la prueba, había conseguido un cociente de inteligencia de 97 puntos, equivalente sin duda al del adulto corriente. Ciertamente, Larry no era persona mentalmente retrasada.
Misterio. En verdad, dadas las circunstancias en que había vivido, era un hombre extraordinario. No había pasado un solo día en la escuela y, sin embargo, sabía leer extremadamente bien. ¿Cómo era posible? La explicación de Larry fue sencilla: "Aprendí a leer yo solo". Instado a que diera detalles, contó que se pasaba horas hojeando los libros viejos donados al hospital. Sus primeros favoritos, dijo, fueron libros de estampas con nombres impresos al pie de ellas. Con el tiempo llegó a reconocer las palabras por sí mismas y a recordar las cosas representadas que solían corresponder a tales palabras. Nadie se dio cuenta de la habilidad de Larry; cuando los empleados de la institución lo veían con un libro, evidentemente llegaban a la conclusión de que se limitaba a sostener en sus manos un objeto, como hacen a menudo los retrasados mentales.
Llegados a este punto, el mayor misterio no era tanto Larry como su madre. ¿Había permitido ella que su hijo, que era normal, se criara en un asilo a causa de algún trágico error médico? ¿Había sabido ella todo aquel tiempo que Larry era normal y, sin embargo, por algún morboso designio, urdió mantenerlo encerrado? Dos cartas en las que se le pedía que fuera al hospital para una entrevista, quedaron sin respuesta. Finalmente, cuando se logró hablar con ella por teléfono a larga distancia, convino de mala gana en ir al hospital el siguiente fin de semana.
"Le contaré una historia". La mujer que entró en mi consultorio ofrecía un aspecto que llamaba la atención y tenía un rostro evidentemente inteligente. No era difícil advertir que había sido en otro tiempo una beldad. Rápidamente puso en claro que había ido a hablar conmigo y no tenía intención alguna de visitar a su hijo. Desde que lo había internado en la primera institución, dijo, lo había visto menos de una docena de veces.
Cuando le pregunté por qué había decidido separarse de él tan completamente, contestó en seguida. El saber que su hijo sería mentalmente retrasado había sido ya bastante desgarrador; así pues, no había querido sufrir en lo sucesivo los dolorosos desengaños de reuniones frecuentes.
Comprendiendo que mi pregunta había provocado un estado de tensión nerviosa, cambié de conversación y le pregunté por los primeros días siguientes al nacimiento del niño. ¿Qué médico la había atendido? ¿No se había solicitado la opinión de un segundo médico? ¿Quién había recomendado internar al niño en esa institución? Por último, ¿cuál había sido el papel del padre en la decisión?
El nuevo giro de mis preguntas fue causa de que su angustia se intensificara todavía más.
—¿Qué importancia puede tener ahora lo que dos médicos hayan dicho del niño hace 30 años? —preguntó— Se diagnosticó que era un débil mental y un asilo me pareció el mejor lugar para él. Sólo hice lo que me aconsejaron.
Resuelto a no diferir más mi informe, repliqué:
—Tiene muchísima importancia: el cuerpo médico de este hospital tiene la convicción unánime de que Larry no es un retrasado mental. Sus siguientes palabras fueron dichas con lentitud.
—¿Cómo puede usted decir que no es un retrasado mental? —preguntó— Creció entre esas... esas criaturas. Nunca ha ido a la escuela. ¿No estaría retrasado cualquiera que se hallara en estas circunstancias?
Reconocí que Larry mostraba los efectos de un enorme aislamiento social, que era ingenuo en grado casi increíble y carecía de conocimientos de las cosas más comunes de la vida. Pero aun así su inteligencia general era igual a la del hombre común.
La mujer se llevó a los ojos un pañuelo arrugado. Tras una larga pausa, dijo:
—Si me lo permite, le contaré una historia que nunca le he contado a nadie.
Asentí con la cabeza.
MUCHOS años antes, después de graduarse ella en la escuela de segunda enseñanza, fue a parar a la ciudad un joven que le pareció encarnar la doble promesa de una liberación y de una existencia emocionante. La chica puso oídos sordos a las objeciones de sus padres, y ella y el joven se hicieron inseparables. El día en que la muchacha supo que iba a tener un hijo, se lo comunicó a su amante. A la mañana siguiente el joven se había marchado.
Humillada por el brusco abandono y temerosa de que sus padres pudieran descubrir su secreto, la joven se trasladó a una ciudad mayor y encontró empleo en un banco. Pronto uno de los subgerentes de éste, un joven tranquilo, miembro de familia prominente, se sintió atraído por la chica. Unas seis semanas después le propuso matrimonio.
Aunque comprendiendo que no podría decir la verdad a su pretendiente, la joven aceptó la propuesta... y puso en práctica un plan desesperado. Le habló a su prometido de una abuela suya muy anciana, a quien había querido mucho en su niñez y que ahora se encontraba a las puertas de la muerte en una ciudad lejana y preguntaba ansiosamente por ella. Tenía que ir a verla, le dijo; podrían casarse cuando ella regresara.
La "casa de la abuela" resultó ser un apartamento de dos habitaciones que la chica alquiló en un edificio sin ascensor, situado a una calle de un hospital. Luego, en la cafetería del sanatorio, se enteró de la existencia de un médico de mediana edad que había sido suspendido a causa de su discutible moral; este hombre proyectaba abrir un establecimiento privado para el cuidado de niños débiles mentales que fueran hijos de familias acomodadas.
Ella localizó a aquel médico y logró que accediera (por una cantidad) a atenderla en el parto y a cuidar de su hijo hasta conseguir que el niño fuese discretamente adoptado. Poco después del nacimiento de Larry (y la "muerte" de la abuela), la joven volvió a reunirse con su prometido, y el casamiento se celebró como estaba planeado. Su esposo se apresuró a poner a su disposición una generosa mensualidad, de la que nunca le pedía cuentas. De este modo, ella pudo pagar con regularidad al médico los plazos convenidos por la atención y el cuidado del pequeño.
A principios del primer año de vida de Larry, el médico empezó a sugerir que el niño quizá fuese mentalmente retrasado, lo que imposibilitaría su adopción. La madre de Larry, en sus raras visitas a la institución, sólo veía durante unos momentos a su hijo, quien por su aspecto y sus actos le parecía muy semejante a los desventurados chicos entre los que crecía. Finalmente ella se convenció de que el médico tenía razón. Su hijo era un débil mental y lo debido era que permaneciera internado en una institución especial. Y eso era todo.
PODRÍA yo haberle dirigido a la madre de Larry un centenar de preguntas fútiles, pero en su historia no había lagunas de importancia. El orgullo irracional de una mujer y la codicia de un médico habían robado a un hombre la mitad de su vida. Ningún tribunal podría devolverle a Larry lo que había perdido y, de todos modos, en la situación a que se había llegado, el castigo sólo serviría para vejar a un hombre ya en edad senil y hacer sufrir más a una madre atormentada por el recuerdo de su falsedad. Más positivo sería prestar atención al propio Larry.
Aunque ninguno de nosotros, los médicos del hospital, abrigaba esperanza alguna de poder ayudar a Larry a resarcirse de lo que le había sido negado, lo hicimos acometer gran número de variadas actividades.
Se pasaba horas leyendo. Asistía a representaciones teatrales y encuentros deportivos. Aprendió con rapidez a tocar el piano y se hizo muy diestro en bailes de salón. Y lo más importante de todo: Larry hablaba. Y hablando, su modo de hablar y la expresión de su rostro cobraban vida, animación.
Para nuestra especial satisfacción, Larry fue quien primero mencionó la posibilidad de abandonar el hospital y buscar trabajo. Una empresa de embellecimiento de jardines le ofreció un empleo a cambio de un salario normal. Larry aceptó, se trasladó a la ciudad y alquiló una habitación. Permaneció en ese empleo casi un año y durante este lapso hizo frecuentes visitas a sus amigos del hospital.
Un día apareció en el consultorio, maleta en mano, para decirnos que se marchaba de la ciudad. Explicó que había entrado en contacto con una persona de otra población que se dedicaba al negocio de embellecimiento de jardines y que tenía un buen puesto para él. Era, dijo, el nuevo comienzo que había estado buscando. Lo acompañé hasta la puerta del hospital para desearle buena suerte y verlo tomar el ómnibus. Cuando éste se alejaba, Larry me saludó alegremente agitando la mano.
No lo he visto desde entonces, pero a menudo pienso en él con asombro. ¿Por qué, en todos los años que pasó encerrado, no trató de escapar? ¿Qué clase de hombre no podría haber llegado a ser en circunstancias normales? Por último, el punto más inquietante de todos: ¿Cuántos otros Larrys habrá en el mundo? ¿Cómo podremos, los que formamos parte del medio de Larry, impedir que se repita en otros la terrible injusticia cometida con él?
Condensado de "Saturday Review" (12-IX-1970), © 1970 por Saturday Review, Inc. 380 Madison Ave., Nueva York, N.Y. 10017.