Publicado en
julio 20, 2022
La resurrección de la hija de Jairo. De Vasily Dmitrievich Polenov.
Sección de libros.
Segunda Parte.
Condensado del libro de Bruce Barton.
Este libro extraordinario constituye un vigoroso y atractivo retrato de Jesús. Al acentuar los rasgos de su carácter humano —a veces olvidados— el autor presenta un desacostumbrado punto de vista de Cristo, al que vemos como a un intelectual; a un hombre de carne y hueso, y animado de emociones; como a un dirigente de recia urdimbre humana y alta espiritualidad. El autor de esta obra señala: "Se han escrito muchísimos libros que nos lo presentan como Hijo de Dios, pero seguramente tenemos el reverente derecho de recordar que su título favorito era Hijo del Hombre". Gran éxito de librería cuando salió a la estampa, en 1925, El Jesús desconocido es ya clásico en su género, intenso, lleno de intuiciones, sugerente e inspirador.
JESUS era polifacético; cada cual ve en su naturaleza el aspecto que más le atrae. El médico lo considera un gran curador cuya imposición de manos nunca falló; un precursor de la ciencia moderna en el conocimiento de la relación entre el espíritu y la salud. El predicador estudia el Sermón de la Montaña y se Maravilla de que puedan expresarse verdades tan profundas en un lenguaje tan claro y sencillo. El político recuerda su actitud valerosa cuando se opuso a los poderosos de su comunidad, y se pasma ante su franqueza, sin faltar a la lealtad. Los abogados elogian la defensa que hizo de su causa; y los críticos literarios de todos los tiempos lo reconocen como maestro en el arte de la narración.
Yo no soy médico, ni abogado, ni literato, sino un agente de publicidad interesado en el arte y la ciencia de inducir al público a aceptar mi punto de vista, y como tal me propongo considerar algunas palabras y algunos hechos de Jesús que convencieron, y siguen convenciendo a los hombres, de la sabiduría y la justicia de sus enseñanzas.
Una idea peligrosa
JESÚS, en su divina audacia, fue el sucesor de los profetas que lo precedieron, y a todos los cuales superó. Moisés fue uno de los intelectos majestuosos de la historia; su lúcido pensamiento transformó a la humanidad. Su gran verdad puede resumirse en esta breve frase: Hay uns olo Dios verdadero. ¡Qué idea tan arrolladora! ¡Qué magníficas sus consecuencias!
Murió Moisés y tiempo después surgió otro profeta: Amós. A la idea de Moisés, Amós añadió: "Dios es justo". Estupenda noción, que ha llegado a ser parte tan elemental de nuestra conciencia; a tal grado, que nos sorprende pensar que alguna vez haya podido ser nueva esta definición.
Pasaron los años y surgió otro profeta del pueblo hebreo: Oseas. Con ardiente celo proclamó un Dios capaz de perdonar los errores de los hombres... Un Dios tan fuerte que podía destruir, pero tan tierno que prefería no hacerlo.
Un solo Dios. Un Dios justo. Un Dios bueno. He ahí las tres fases del desarrollo del más grande de todos los conceptos. Centenares de generaciones han pasado desde en-tonces; las convicciones de la humanidad han cambiado en casi todas las demás cuestiones; pero el concepto de Dios basado en esas tres ideas ha dominado el pensamiento religioso de gran parte del mundo, hasta nuestros días.
¿Qué le quedaba a Jesús por añadir? Solamente una idea, pero más espléndida que todas las anteriores. Gracias a ella se volvió a alterar el curso de la historia. Jesús invitó a la humanidad, endeble y desconcertada, a erguirse y a mirar a Dios cara a cara. Exhortó a los hombres a desechar el temor, a hacer caso omiso de las limitaciones de su naturaleza mortal y a llamar Padre al Creador. Esta es la base de toda democracia; de toda rebelión contra la injusticia y la opresión. Porque si Dios es el padre de todos los hombres, hasta el último plebeyo será tan importante como el rey. No en vano temblaron las autoridades de aquella época, pues no dejaron de percatarse de las implicaciones de tal idea: si no quitaban de en medio a Jesús, ellos perderían su poder. No tiene nada de raro que las siguientes generaciones hayan adornado y tergiversado su idea hasta convertir la fe más sencilla de todas en algo muy complejo, tanto en la forma como en los ritos. Era una fuerza demasiado peligrosa para dejarla suelta por el mundo.
Tal era la Buena Nueva que Jesús quería transmitir "a toda la creación" por medio de sus once discípulos. Ahora bien, ¿cuáles fueron sus métodos?
El Maestro
DE REGRESO de Jerusalén a Nazaret, después de su gran triunfo al arrojar a los mercaderes del Templo, Jesús llegó al pozo de Jacob y, sintiéndose cansado, se sentó en el brocal. Sus discípulos se habían detenido en una aldea a comprar alimentos, así que estaba solo. De aquel pozo sacaban el agua los habitantes de la vecina ciudad de Samaria, y poco después llegó una mujer con un cántaro al hombro. Entre los samaritanos y los galileos existía una enemistad secular. Ser tocado siquiera por la sombra de un samaritano era contaminarse, según el estricto código de los fariseos; y hablar con ellos constituía un delito. La mujer no ocultó su disgusto al encontrar allí a Jesús.
Era una situación difícil; quizá peligrosa. ¿Cómo la afrontaría? ¿Cómo comunicar sus ideas a una persona a quien las sagradas leyes le prohibían escucharlo? Reinaba un absoluto silencio. Al acercarse más la mujer, Él no hizo movimiento alguno que le diera a entender que la había visto. Conservó la vista en el suelo. Luego habló; habló con voz queda, musitando, como si hablara consigo mismo.
—Si supieras quién soy —dijo—, no tendrías que venir aquí por agua; yo te daría agua de vida.
La mujer se detuvo, puso el cántaro sobre el brocal y miró al forastero. ¿Qué quería decir? Comenzó a hablar, se contuvo, y luego replicó impetuosamente:
—¿Qué dices? ¿Eres tú por ventura mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo?
¿No es dramático este triunfo logrado con una sola frase? Y aprovechando la ventaja inicial, Jesús siguió hablándole de las ambiciones y esperanzas de ella, en palabras que ella entendiera perfectamente. Al llegar los discípulos, minutos después, vieron lo increíble: una samaritana escuchaba extasiada las enseñanzas de un judío.
Él se disponía a partir, mas ella lo detuvo. Corrió la samaritana a la ciudad a llamar a sus parientes y amigos. "Venid", les gritó, "y veréis a un hombre que me ha dicho todo cuanto yo he hecho". La siguieron hasta el pozo hombres y mujeres; desconfiados, recelosos al principio, escucharon a Jesús con creciente interés a medida que hablaba.
Cuando se alargaron las sombras de la tarde, otros ciudadanos habían engrosado el auditorio, y al expresar Jesús su deseo de.marcharse, no se lo permitieron. "Le rogaron que se quedara allí; y Él se detuvo dos días en aquella ciudad".
Este incidente nos ayuda a entender el gran misterio: cómo una religión que tuvo su origen en la menospreciada provincia de un minúsculo país pudo propagarse por todo el mundo en tan corto tiempo. Conquistó no porque hubiera necesidad de otra religión, sino porque Jesús sabía —y la enseñó a sus discípulos— la manera de suscitar la atención de los indiferentes y el arte de presentar un gran pensamiento espiritual en términos prácticos de interés personal para cada quien.
Cada una de las conversaciones de Jesús, cada relación que estableció su mente con la de los demás, merece atento estudio. Paseando cierto día por las riberas del lago vio a dos de los pescadores a quienes quería hacer discípulos suyos. Estaban ocupados con sus redes; hablaban de cosas del oficio. ¿Cómo logró atraérselos?
—Seguidme —les dijo— y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres.
¿Pescadores... de hombres? Eso era algo nuevo. ¿Qué se proponía? Aquello parecía interesante...
Se sentó en la ladera de una colina desde donde se divisaba un campo fértil. Muchos de los que lo rodeaban eran campesinos.
—Salió cierta vez un sembrador a sembrar —comenzó— y al esparcir los granos algunos cayeron cerca del camino; y vinieron las aves del cielo y se los comieron.
Aquello les interesó, por supuesto. Los cuervos ladrones. Sin duda el Maestro sabía algo de las inquietudes de los campesinos. Había que oírlo. ¿Qué más les diría... ?
Rasgos de ingenio
AUNQUE fácilmente podía rebatir una objeción, Jesús raras veces discutía. En algunas ocasiones demostró lo que se proponía con una sencilla pregunta... , una de las mejores armas del arsenal de la persuasión.
Los fariseos le habían preparado una trampa. Un sábado, fiesta de guardar entre los judíos, buscaron a un hombre que tenía seca la mano derecha y lo dejaron en el Templo, por donde seguramente habría de pasar Jesús. Y estuvieron a la expectativa; acechando. Si lo curaba, habría quebrantado la Ley, que prohibía toda actividad el sábado. Jesús sospechó que le habían tendido un lazo, pero no se inmutó.
—¡Levántate! —ordenó al pobre hombre.
Los gazmoños se le acercaron. Ya se creían vencedores; habían tramado el ardid astutamente y su víctima estaba a punto de caer. Pero entonces la dulce mirada de Jesús se tornó severa, se le abultaron los músculos de la mandíbula, "los miró con ira" y les preguntó:
—¿Es lícito en día de sábado hacer el bien, o hacer daño? ¿Salvarle la vida a un hombre, o quitársela?
Aguardó la respuesta. Mas ¿qué podían responder? Si decían que la Ley prohibía hacer el bien, su respuesta, repetida por toda la ciudad, desacreditaría a aquellos altivos defensores de la Ley. Los fariseos, que así lo comprendieron, no despegaron los labios y se retiraron, corridos.
En los tres años que duró su vida pública, ni un momento dejó de ser dueño absoluto de la situación. Era accesible para todos: en la plaza del mercado, en el Templo o en las calles. Llegó a ser un entretenimiento entre los hombres agudos e incisivos medir con él su ingenia. Escribas y fariseos trataron de confundirlo y también lo intentó "cierto doctor de la ley". Todos salieron mal parados de la prueba, llenos de envidia y rencor... No pudieron con Él. Precisamente la semana anterior a la muerte de Jesús los fariseos y los herodianos reunieron una delegación de esclarecidos intelectuales y la enviaron a Jesús con un argumento que les parecía invencible. Empezaron lisonjéandolo; después de todo, no era más que un provinciano... y esperaban pillarlo desapercibido.
—Maestro —le dijeron—, sabemos que eres veraz y que de la verdad no te apartan ni la autoridad ni la importancia de las personas, pues a todos tratas igual y de todos dices francamente lo que piensas, ya que recibes tus pensamientos directamente de Dios. Y bien, ¿es o no es lícito pagar tributo al César?
Muy astutos aquellos caballeros. Si responde que no es lícito, pondrán la constancia de su respuesta en manos de Herodes antes de una hora, y lo prenderán por predicar la rebelión contra el poder romano. Si responde que sí es lícito, perderá la adhesión popular, ya que el pueblo odia a los romanos y elude el pago de impuestos siempre que puede.
Jesús los miró con desprecio.
—Prestadme una moneda —dijo. Y uno de sus oyentes sacó una del bolsillo y se la dio. Jesús la levantó en alto para que todos la viesen—. ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? —preguntó.
Todos comenzaron a inquietarse. Los más perspicaces sospecharon que por ese camino se iba al despeñadero, mas no podían hacer otra cosa que responder:
—De César.
—Muy bien —continuó Jesús—. Pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.
Un nuevo fracaso de los mejores letrados de la ciudad; otro motivo de risas para el pueblo, otra anécdota para contar en las tabernas, en el Templo, en el mercado... dondequiera que se reuniera la gente sencilla. Al describir a los vencidos interrogadores, tres de los Evangelios dicen: "Se quedaron maraviliados ante Él", Y un poco más adelante: "Y nadie, después de eso, se atrevió a preguntarle nada". Todas las trampas se habían cerrado en las propias manos de quienes las tendieron. Ya no les quedaba más argumento a sus enemigos... que el último; el argumento que siempre equivale a la confesión del fracaso. Tenían la fuerza bruta de su lado. No podían hacer frente a sus razones, pero sí podían clavarlo en una cruz, y así lo hicieron.
No a tiempo, sin embargo. No antes de que terminara su obra. No antes de adiestrar y equipar una fuerza que llevaría adelante su obra con doble eficacia, por el mismo hecho de su muerte. Al prometerles obstáculos en vez de premios, logró templar el blando metal humano de sus discípulos hasta convertirlo en durísimo acero. Las enseñanzas del Maestro lograron su objetivo: "La sangre de los mártires fue la simiente de la Iglesia".
La gran Idea prevaleció.
Maestro de la palabra
VIVIÓ saludablemente y propagó la salud dondequiera que fue. Expresó con palabras de gran belleza los pensamientos más atrevidos y más elevados, concebidos por Él antes que por nadie. Pero también dio de comer al hambriento, consoló al triste, hizo andar al cojo y dio vista al ciego. Una niña a quien los médicos habían dado por muerta se sienta y sonríe cuando Él la toma de la mano. "Y divulgóse el suceso por todo aquel país", dicen las Escrituras, y no es extraño; lo conocían por sus obras. Solamente en una ocasión pronunció un discurso largo, que probablemente fue a menudo interrumpido con preguntas y debates.
Uno de los versículos más reveladores para quienes quieran saber el secreto del poder de su palabra, es el siguiente: "Todas estas cosas dijo Jesús al pueblo en parábolas, sin las cuales no solía predicarle". Conocedor de las leyes y costumbres de la mente humana, les contaba cuentos, relatos que entrañaban profundas enseñanzas.
Pudo decir, como otros maestros: "Cuando estéis entregados a vuestras ocupaciones, tened consideración con los otros viajeros que van por el camino de la vida; buscad a aquellos menos afortunados que vosotros, y ayudadlos cuando podáis".
Pero no. En vez de eso prefirió pintar una llamativa escena: "Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, le cubrieron de heridas y se fueron, dejándole medio muerto..." Y todo el mundo sabe lo que aconteció. La parábola del Buen Samaritano condensa la filosofía cristiana en media docena de párrafos inolvidables. Las generalidades se hubieran olvidado muy pronto; mas la historia, basada en las diarias ocurrencias y necesidades humanas, vivirá eternamente.
Tomemos al acaso cualquiera de las parábolas, y encontraremos el ejemplo perfecto de cómo debe presentarse una idea nueva. Siempre un vigoroso cuadro en la frase inicial; lenguaje enérgico y gráfico; y la intención tan clara que ni al más despreocupado se le puede escapar. Todo el que quiera conocer un poco más a Jesús debe estudiar sus parábolas, instruirse en su lenguaje y aprender a conocer los elementos de su fuerza. Cuando Jesús quiso explicar el más profundo misterio filosófico, los atributos de Dios, dijo: "Un rey dio un banquete e invitó a mucha gente. Dios es el rey y vosotros sois los invitados; el reino de los cielos es alegría... Es un banquete del que debemos gozar".
Muchas nobles oraciones se han elevado al Trono de Dios... Largas e imponentes piezas oratorias. La única plegaria que Jesús recomendó públicamente fue la de un pobre publicano que exclamó: "Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador". Oración de diez palabras que Jesús consideró muy buena. La que Él enseñó a sus discípulos consta de poco más de 50 palabras. El Padre nuestro puede escribirse en el reverso de una tarjeta postal. Él dijo que contenía todo cuanto el hombre necesita decir, o Dios escuchar.
Su lenguaje era maravillosamente sencillo. Es difícil encontrar en sus enseñanzas una sola frase que un niño no pueda entender. Sus ejemplos fueron sacados de los más comunes acontecimientos de la vida: "Un sembrador salió a sembrar". "Cierto hombre tenía dos hijos"."Un hombre fabricó su casa sobre arena". "El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza".
Jesús se valió de muy pocos adjetivos calificativos y los que usó son cortos. La mayoría de las palabras del Padre nuestro son de una y de dos sílabas. La sinceridad ilumina todas sus palabras. Fue su modo de entender a los hombres y la vida que llevó entre ellos lo que dio a sus palabras fuerza para transformar al mundo. Su vida y sus palabras son una misma cosa: se identifican.
Las ideas que quiso dar al mundo fueron pocas, pero revolucionarias. "Dios es nuestro padre; Él se preocupa por el bienestar de cada uno de vosotros, más que cualquier padre terrenal podría preocuparse por sus hijos. ¡Su reino es de alegría! Su ley, el amor". Esto era lo que tenía que enseñar y era preciso hacerlo entender desde cualquier punto de vista. Por eso, en una de sus parábolas Dios es el pastor que busca la oveja extraviada; en otra, el padre que da la bienvenida al hijo pródigo; en otra más, el rey que perdona grandes sumas a sus deudores. Muchas narraciones, pero solamente una gran idea. Y como las parábolas eran inolvidables, sobrevivió la idea.
El camino del éxito
JESÚS sentía especial cariño por Santiago y por Juan, a quienes, por su carácter indomable, enérgico y bullicioso, llamaban los "Hijos del Trueno". Una tarde se le acercaron a preguntarle hacia dónde se encaminaba su obra y qué papel les tocaría a ellos.
—Maestro —le dijeron—, queremos saber qué has pensado hacer con nosotros. Sin duda vas a necesitar hombres fuertes cuando establezcas tu reino; nuestra ambición es sentarnos a tu lado, el uno a tu diestra y el otro a tu siniestra.
Jesús les respondió con esta poética frase:
—Quien quisiera hacerse mayor, há de ser vuestro criado; y quien quisiera ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos.
Sonoras palabras, en verdad. Pero ¿no es contradictorio y nada práctico en un mundo sensato eso de tratar de ser el mejor criado para así ocupar el puesto más alto? ¿Qué quería decir aquello ?
Una tarde, en un tren, escuché las sabias palabras de un hombre que realmente entendía lo que quiso decir Jesús.
—Me asombra —dijo— que algunos jóvenes quieran valerse de mi influencia en la empresa para mejorar de posición. Tal actitud delata una falta absoluta de comprensión de ciertos principios fundamentales. Trabajé mucho tiempo con una compañía y jamás pregunté cuál sería mi sueldo ni mi puesto... Nunca ninguno de mis compañeros perdió el tiempo haciendo tales preguntas. Todos ambicionábamos extender los servicios de nuestra empresa por todo el mundo; queríamos hacer de ella la mejor, la más útil en su clase.
Es verdad que la compañía pagó los servicios de este caballero haciéndolo rico, pero estoy convencido de que él sólo pensó en el servicio, y no en la ganancia.
"El hombre que pierda la vida por amor mío", dijo Jesús, "la volverá a hallar".
¿Por qué no puede aplicarse esta frase al trabajo diario de un hombre? ¿Porque la dijo el Maestro de una religión? ¿Porque está en la Biblia? Lo que quiso decir con ella el caballero que encontré en el tren ¿no fue que él y sus compañeros se entregaron en cuerpo y alma a una gran empresa, y se perdieron en ella? Y cuando volvieron a encontrarla, se vieron tan grandes y tan ricos en todo sentido, como nunca habían esperado.
Con el trabajo se honra a Dios
RECORDEMOS las palabras de Jesús: "Mucho mayor dicha es el dar que el recibir". Otro principio que parece impracticable. ¿Podrá ser alguien tan tonto para dejarse guiar por él?
Cierto día pregunté a un gran historiador:
—Usted, que ha abarcado todo el panorama del progreso humano, dígame: ¿Qué hombres descuellan sobre el nivel común? Y entre ellos, nombre media docena que merezcan el título de grandes.
El sabio recapacitó en mi pregunta un día o dos, y luego me dio una lista de seis nombres, con las razones por las cuales ponía a cada uno. ¡Y qué lista tan extraordinaria!: Jesús, Buda, Asoka, Aristóteles, Roger Bacon, Abrahán Lincoln.
Pensamos en los miles de emperadores que han batallado por la fama. No obstante, Asoka, que gobernó la India siglos antes de Jesucristo, es el único emperador que figura en la lista, y no por sus victorias en el campo de batalla, sino porque voluntariamente renunció a la guerra y se dedicó al mejoramiento de sus súbditos.
Pensemos en los que se esforzaron en acumular riquezas... Sin embargo, ningún millonario figura en la lista, con excepción de Asoka.
¿Quién ocupaba el trono de Roma cuando Jesús de Nazaret fue crucificado? ¿Quién mandaba las huestes de Persia cuando Aristóteles meditaba y enseñaba? ¿Quién era el rey de Inglaterra cuando Roger Bacon ponía las bases de la investigación científica moderna?
Cuando el historiador busca algo que haya perdurado, encuentra la enseñanza de un maestro; el sueño de un científico; la visión de un profeta. "Estos seis hombres", dice el historiador, "se irguieron en los cantones de la historia; muchísimos acontecimientos dependieron de ellos. La corriente del pensamiento humano fue más libre y más límpida gracias a que ellos vivieron y trabajaron. No recibieron mucho del mundo, y, en cambio, sí dieron mucho a la humanidad".
Emerson, en sus Ensayos, tiene una máxima a este respecto: "Ved cómo la gran masa de la humanidad se desvive, para venir a acabar al fin en una tumba anónima, mientras que aquí y allá surge un alma grande y desprendida que se olvida de sí misma para llegar así a la inmortalidad". Es un gran pensamiento, bellamente expresado... Pero ya Jesús lo había concebido.
Los mismos sólidos principios de servir y darse a los demás son aplicables a cualquier género de vida. Jesús no sólo vino al mundo a predicar, ni a enseñar, ni a curar. Estas son cosas que miran al servicio de su Padre. Sin embargo, ese servicio es en sí muy amplio, porque si la vida humana tiene algún sentido, es que Dios ha iniciado aquí un experimento para cuyo buen éxito ha puesto en juego todos sus recursos; por eso no debe desperdiciarse ni un solo talento o esfuerzo humano. La especie humana debe tener casa, vestido y sustento, al igual que prédicas y enseñanzas. A Dios se le honra en cualquier trabajo. Cualquier servicio útil es oración. Y quien trabaja con todo entusiasmo en cualquier labor digna, se asocia con el Todopoderoso en la gran obra.
¿Por qué no ser rey?
JESÚS habló de coronas, habló de su Reino, y murió en una cruz. ¿En dónde está, pues, el "éxito"?
"Él experimentó todas las tentaciones y debilidades, por razón de su semejanza con nosotros", dice la Epístola a los Hebreos. La hemos leído a menudo, pero nunca le hemos dado crédito. No obstante, hagamos un nuevo esfuerzo y, examinando brevemente un gran episodio de esta extraordinaria historia, consideremos los peligros y las crisis del triunfo.
Sólo suponiendo que Jesús no estaba seguro de su ruta cuando dejó las herramientas y volvió la espalda al taller de carpintería podríamos creer que su lucha es semejante en todos sentidos a la nuestra; porque cada uno de nosotros tiene que aventurarse en la vida como en un mar desconocido. Pero una vez que Él fue bautizado por Juan, y después de los 40 días de crisis y de dudas que pasó en el desierto, su primer triunfo llegó con rapidez inesperada. Los mercaderes desocuparon el Templo gesticulando y maldiciendo a la vista de las turbas que aplaudían. Cuando volvió a su tierra natal del norte, las multitudes lo rodearon para escucharlo; las noticias de las curaciones que había hecho lo precedían por todas partes. La visión que Él tenía de su obra comenzó a tomar forma definida. Devolvería a su pueblo la dignidad perdida, aboliendo los formalismos y entronizando el nuevo y glorioso concepto de la paternidad de Dios, y la hermandad de los hombres.
Pasó un año o año y medio en la soleada Galilea, gozando de la creciente reputación que le daban sus hechos notables. Mas había gente en Jerusalén cuyos negocios se verían seriamente afectados por sus ideas. La oposición tomó forma concreta, iba a llegar el tiempo de transigir o pelear y, comprendiéndolo, Jesús se dispuso a afrontar una nueva crisis más importante.
Cierto día cruzó el lago en una lancha para alejarse de la multitud que lo seguía y encontró del otro lado una turba mayor, que había bordeado por la orilla recogiendo adeptos a su paso, y que lo aguardaba en el desembarcadero... Eran más de 5000. Él estaba fatigado, deseoso de descanso y meditación. Pero se sintió conmovido por la ansiedad de su pueblo y "tuvo compasión de ellos". Y siguió enseñando hasta que se apagaron las luces del día. Por fin llegaron sus discípulos y le pidieron que despidiera a la gente. Jesús les respondió:
—Han hecho un viaje muy largo y han estado todo el día con nosotros sin tomar alimento. Debemos darles de comer antes de que se vayan.
Los discípulos lo miraron, sorprendidos.
—¿Darles de comer? ¿Y qué les vamos a dar?
—Hacedlos sentar —ordenó—. Reunid todos los alimentos que podáis y traédmelos aquí.
Desconcertados, los discípulos hicieron lo que les había ordenado. Distribuyeron a la multitud en grupos de 50 y recogieron las escasas provisiones que los más precavidos habían llevado. Jesús alzó los ojos al cielo, bendijo las viandas y ordenó que las distribuyeran otra vez... e indudablemente todos comieron y quedaron satisfechos.
Lo que sucedió en aquel momento en que presentaron a Jesús las pocas provisiones que habían recogido, es un misterio; lo que ocurrió después no deja lugar a dudas.
Aquel fue el suceso que el pueblo esperaba; ¡el signo inconfundible! Moisés había alimentado a sus antepasados con maná, en el desierto. ¡Ahora, indudablemente, estaba entre ellos el hijo de David, tanto tiempo esperado, que venía a derrocar a los conquistadores y a restaurar el trono de Jerusalén!
Jubilosos, propagaron a gritos la buena nueva. Su entusiasmo los hizo levantarse; distribuidos como estaban en grupos de 50, se hallaban organizados ya como un ejército. Así como estaban, ya eran superiores en número a la guarnición romana de Jerusalén, mas eran apenas un núcleo de la hueste que se formaría una vez que emprendieran la marcha hacia el sur. Un gran entusiasmo se apoderó de ellos. Gritando su nombre a voz en cuello, avanzaron hacia la colina donde Él estaba.
Y entonces . . .
Jesús había previsto su intención y la duda le desgarró el espíritu. ¿Por qué no ser su rey? Salomón había sido rey, y un gran caudillo espiritual; David había sido rey y dejó escritos en sus salmos los más altos ideales de la nación. Él era más sensato que David y más sabio que Salomón... ¿Por qué no ser rey?
Tenía ante sí un soberbio espectáculo capaz de hacer hervir la sangre de un hombre ambicioso. Por un instante permitió Jesús que sus ojos se complacieran en él. Luego vio el otro cuadro... la silenciosa y vasta muchedumbre de sus hermanos y hermanas, ciegos que servían de lazarillos a otros ciegos, con las almas privadas de visión y de esperanza por la maquinaria del formalismo. Vio generaciones enteras que nacían y morían en servidumbre espiritual, a quienes nada podría redimir a no ser la Verdad que Él había venido a predicar. Ser rey de los judíos equivaldría a dar a su pueblo cierto grado de vida nacional; en cambio, la Verdad sí era capaz de continuar su obra de emancipación en todo el mundo, hasta el fin de los tiempos. En un instante tomó su resolución. Mientras la multitud avanzaba, dio unas cuantas órdenes a sus discípulos, y se marchó.
El Evangelio narra la dramática decisión con esta sola frase: "Conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza, y levantarle por rey, huyóse Él solo, otra vez al monte". (San Juan 6:15)
No son, pues, mera teoría sus palabras. Cuando dice que el trabajo del hombre es mucho más importante desde el punto de vista eterno que cualquier título, habla con pleno conocimiento de causa. Porque Él mismo rehusó el más alto de los títulos. Cuando dice que hay cosas más trascendentales que ganar dinero, habla con la autoridad del que pudo tener en sus manos la riqueza de una nación, y no quiso aceptarla. Idealista es, en verdad, pero no hay en el mundo nada más práctico que su ideal. Dice: "Hay una fortuna mayor que la riqueza o los títulos, y nos llega si hacemos del trabajo un instrumento para el mayor servicio y la vida perdurable de nuestro prójimo".
El Señor
ASÍ LLEGAMOS a las pruebas finales de la vida del hombre... ¿De qué manera soporta la desilusión ? ¿Cómo muere ?
Durante dos años pareció cierto que Jesús prevalecería. La gente se disputaba el honor de tenerlo como huésped; sus auditorios eran amistosos; todo marchaba a pedir de boca. Si leemos la historia con cuidado, notaremos que su tono y su porte eran más seguros; en momentos de exaltada comunión se sentía Hijo de Dios y capaz de levantar los corazones como ningún otro lo había hecho. "Yo soy el camino", exclamó, y pidió a sus amigos que se hicieran libres; que creyeran y se regocijaran más, y que esperaran más en Dios.
Su palabra era convincente. Hasta los más indiferentes no podían menos de admirarlo. "Jamás ha hablado así ningún hombre", decían.
Luego sobrevino el cambio.
Su ciudad natal es la primera en volverse contra Él. Jesús de Nazaret lo llamaban, dándole así a modo de apellido el nombre de su patria chica. Él había sacado de la oscuridad el despreciado villorrio, y ahora, en el apogeo de su gloria, se disponía a volver allá. En esta visita, que sin duda había planeado con cierto entusiasmo, sólo encontró cinismo.
En la sinagoga lo esperaba una multitud que cuchicheaba y estiraba el cuello. Él avanzó por entre el gentío hasta el fondo del recinto, tomó el rollo del profeta Isaías, se volvió hacia los asistentes y comenzó a leer: "El Espíritu del Señor reposó sobre mí: por lo cual me ha consagrado con su unción divina, y me ha enviado a evangelizar o dar buenas nuevas a los pobres; a curar a los que tienen el corazón contrito; a anunciar libertad a los cautivos, y a los ciegos vista; a soltar a los que están oprimidos.
"A promulgar el año de las misericordias del Señor". (San Lucas 4:18-19)
Después cerró el libro y dijo sencillamente: "La Escritura que acabáis de oír, hoy se ha cumplido".
Hubo un silencio tenso en la sinagoga. "Y todos tenían fijos en Él los ojos". Él sabía lo que pensaban: "Has podido causar revuelo en Cafarnaún, pero nosotros te conocemos. Tú no eres profeta; no eres más que el hijo de José, el carpintero... A nosotros no nos engañas". Querían una demostración; que hiciera algún prodigio como los que había realizado en otras partes. Pero Él sabía que ante las burlas y la presunción de la ignorancia se estrellarían los milagros.
—Ningún profeta es bien recibido en su patria —les dijo, y se marchó, agobiado de tristeza.
Entonces se desató la tormenta. Toda la envidia reprimida en aquellos pechos salió a la superficie. La muchedumbre vociferante siguió tras Él y lo empujó por la calle hasta el borde de un precipicio donde hubiera querido arrojarlo. Mas cuando Él se volvió y le hizo frente, la turbamulta retrocedió, amedrentada, impotente; y antes que tuviera tiempo de recobrarse, Jesús pasó "por medio de ellos" y siguió su camino. Desde entonces Cafarnaún fue "su ciudad". Nazaret, su propia cuna, se había negado a recibirlo.
Sus hermanos lo abandonan. Los parientes cercanos de cualquier hombre grande que hayan compartido con él las prosaicas experiencias de la vida diaria deben de quedarse perplejos ante la reverencia que tal hombre inspira al mundo. Los hermanos de Jesús, testigos de su derrota, se quedaron atrás para sufrir la ignominia. Las mofas y el escarnio ya eran bastante, pero nada en comparación con los alarmantes relatos que llegaban de otras partes. Se decía que lanzaba arengas sediciosas; que lo encarcelarían a Él y a sus parientes. De ahí que su familia se esforzara para que se alejara lo más posible de su casa. Lo apremiaron a que se marchara, diciéndole que si realmente podía hacer lo que decía, el mejor sitio para adquirir fama era la capital.
"Porque aun muchos de sus hermanos no creían en Él". (San Juan 7:5)
El pueblo lo abandonó. La multitud lo aplaudió y ensalzó su nombre a orillas del lago cuando quiso hacerlo su rey a la fuerza, cuando Él se retiró a la montaña a meditar y a orar. Debió de ser dramático el momento en que reapareció. Les dijo en voz alta:
—No he venido a restaurar el reino de Jerusalén. Mi misión es espiritual; yo soy el pan de la vida. He venido a darme a vosotros para que, conociéndome, conozcáis a vuestro Padre.
Sus oyentes se quedaron atónitos. ¿No habían visto ellos los signos de que Él era el caudillo tan esperado, el que expulsaría a los romanos para restaurar el trono de David? Y cuando llegaba el momento propicio, cuando estaban dispuestos a marchar, ¿a qué venían esas necias palabras de que Él era "el pan de la vida"?
Tales palabras eran un sacrilegio o un disparate. En todo caso, demostraban que era un caudillo sin vigor. Silenciosamente, la muchedumbre se fue dispersando, y después todos negaron que hubieran tenido nada que ver con Él.
Habían vuelto las tornas. Jesús lo comprendió claramente y se propuso inculcar a sus doce apóstoles un alto sentido de las responsabilidades que les aguardaban. Temía "ir a Jerusalén", les dijo, y que allí "padeciese mucho de parte de los ancianos, de los escribas y de los sacerdotes... y que fuese muerto". Toda esperanza de revivir y regenerar la nación se había perdido. La única posibilidad de que siguiera ejerciendo una influencia permanente era unir estrechamente su pequeño grupo y sellar esa unión con su sangre.
Tres escenas finales
SU GRUPITO de amigos andaba todavía a tientas por lo que se refería a su misión y a sus propósitos cuando Jesús los llevó por última vez a Jerusalén, a celebrar la última cena.
Esa postrera semana de su vida comenzó con triunfantes exclamaciones de "¡Hosanna!" y terminó con feroces gritos de "¡Crucifícalo!" Entre la primera mañana de triunfo y las últimas horas de mortal agonía ocurrieron sus más brillantes victorias verbales sobre sus oponentes; nunca estuvieron sus nervios más firmes, ni más alto su valor, ni más aguda su mente. Deliberadamente acumuló sobre sí una montaña de odios, sabiendo que lo aplastaría, pero resuelto a no dejar duda a las venideras generaciones acerca de la naturaleza de su doctrina, y del porqué de su muerte.
Escena I. En la noche fresca y tranquila del jueves, los doce se reunieron a tomar la última cena. Jesús sabía que se acercaba el fin. Sus parientes, sus paisanos de Nazaret y el pueblo en general le habían vuelto la espalda; sus enemigos estaban a punto de triunfar. Ya uno de sus propios discípulos había desertado para traicionarlo y aquella noche los soldados lo prenderían. Los sacerdotes y los fariseos aprovecharían la ocasión para mofarse de Él. Lo llevarían a empellones por las calles.
Sabía que todo esto le esperaba, y sin embargo, ¿cuál fue su actitud? Se irguió en su puesto. Levantó la cabeza y en un tono esplendoroso que todavía nos hace estremecer de admiración, el joven orgulloso que no había querido ser rey y que ahora iba a morir, habló así:
"No se turbe vuestro corazón". (San Juan: 14:1) "Tened confianza; yo he vencido al mundo". (San Juan 16:33)
¡Nada hay en la historia tan majestuoso!
Escena 2. Fueron al huerto donde tantas horas alegres habían pasado juntos. No era aún demasiado tarde para salvar la vida. Supongamos que hubiera dicho: "He comunicado el mensaje divino fielmente, pero en vano. Judas ha ido por los soldados; estarán aquí dentro de media hora. ¿Por qué he de quedarme para morir? Jericó está a sólo 29 kilómetros. Podríamos llegar a casa de nuestro amigo Zaqueo al amanecer, descansar allí mañana, cruzar luego el Jordán y seguir trabajando provechosamente el resto de nuestra vida. Los discípulos pueden pescar; yo puedo abrir un taller de carpintería y seguir enseñando en forma discreta. ¿Por qué no?"
Todo eso era muy posible. Los dirigentes políticos de Jerusalén se habrían alegrado de deshacerse de Él en esa forma. Esa fue la última gran tentación, la decisiva, y Él la rechazó definitivamente. Cuando llegaron a un lugar apacible, Jesús se separó de sus once compañeros para pasar su última hora en íntima comunión con Dios, su Padre.
Su espíritu sufría una desgarradora agonía. Era joven; tenía 33 años. Pidió a su Padre que apartara de sus labios aquel cáliz, que le diera tiempo para desvanecer los cargos de blasfemia y de maldad que sus enemigos habían acumulado sobre Él; tiempo para fortalecer el frágil ánimo de su reducido grupo, del cual dependía el porvenir de la doctrina que había venido a predicar. Oró en agonía, y cuando regresó, al poco rato, encontró dormidos a los apóstoles. Aun tan corta vigilia había resultado insuperable para aquellos espíritus endebles.
Volvió a retirarse. El valor, que nunca lo había abandonado durante los últimos tres años, disipaba las sombras de su alma y templaba sus nervios. Volvió a orar: "Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad".
Regresó al lado de sus discípulos..., que dormían. Por tercera vez se apartó de ellos. Luego, con la tranquilidad y la calma del conquistador, ya podía prepararse para el fin. Era la victoria completa después de la batalla.
Al reunirse con ellos esta vez, los despertó con la terrible noticia de que la hora crucial había sonado. Los soldados llegaban ya a la entrada del huerto. Desde lo alto de la colina donde estaba, Jesús podía ver sus antorchas al pasar el arroyo y alcanzar el sendero. Allí aguardó hasta que la patrulla irrumpió en su presencia.
Entonces se puso en pie y dijo:
—¿A quién buscáis? Desconcertados, temerosos, apenas pudieron pronunciar su nombre.
—A Jesús Nazareno.
—Yo soy.
Tanta calma, tanta dignidad, era para ellos algo desconocido. Involuntariamente retrocedieron y algunos, por más que eran curtidos veteranos, "cayeron en tierra".
—Ya os he dicho —repitió con calma— que yo soy el que buscáis—. Y en seguida, pensando en aquellos que habían compartido con Él sus triunfos y sus sacrificios, añadió—: Ahora bien, si me buscáis a mí, dejad ir a éstos.
Mas en vano se preocupaba por la seguridad de los discípulos... porque ellos ya se habían puesto en salvo... Los últimos desertores. Primero sus paisanos, después sus parientes, después la muchedumbre, finalmente, ellos, los once.
Todos se habían ido. Lo habían dejado que afrontara solo su destino.
Escena 3. En la cima de una desnuda colina, fuera de los muros de la ciudad, clavaron su cuerpo en la cruz. Dos ladrones fueron crucificados con Él. Todo había concluido. El populacho se hartó pronto de su venganza y se dispersó; sus amigos estaban escondidos; los soldados echaban a suertes sus vestiduras. No quedaba ninguna de aquellas manifestaciones exteriores que encienden la imaginación de los hombres. En verdad, ¿no era absoluta la victoria de sus enemigos?
Y no obstante...
La victoria duradera fue la suya. "El hombre que pierda la vida por amor mío", dijo Jesús, "la volverá a hallar".
"The Man Nobody Knows", © 1925 por la Bobbs-Mertil Co., Inc., © 1952 por Bruce Barton.