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junio 12, 2022
Cuando otros desesperaban, él persistió en su fe de que podrían lograrse las condiciones para un arreglo en Vietnam.
Por Robert Semple, hijo.
EL TRIUNFO y la tragedia del arreglo final en Vietnam, sean cuales fueren, corresponden en definitiva y propiamente al presidente Nixon y a los estadistas de Hanoi y de Saigón. Pero la misma realidad del convenio de paz es, en medida no pequeña, un tributo a Henry Kissinger, el hombre que desde un principio creyó que la guerra podía terminar en la mesa de conferencias, el que elaboró sin cejar las sutilezas de esa solución y, con arrolladora confianza en sí mismo, siguió adelante cuando otros consideraban inevitable el tropiezo.
El arreglo concertado en Vietnam y el papel que en ello desempeñó el señor Kissinger, hombre de 49 años de edad, son claro ejemplo de cómo un teórico de la diplomacia relativamente oscuro, cuya fama apenas trascendía de los pasillos del Capitolio y de las bibliotecas, se convirtió en el más influyente de los consejeros presidenciales, en el más acrobático de sus emisarios, en el más pulido y convincente de sus portavoces y en la compañía más solicitada en los círculos sociales de Washington. KissInger ha sido objeto de noticias más frecuentes y más esparcidas —en Washington, París, Pekín, Moscú, Hollywood— que todos los demás ayudantes presidenciales y altos funcionarios del gobierno juntos.
Pero aunque las manifestaciones exteriores de su personalidad —ingenio, inteligencia, laboriosidad, cortesanía y vanidad— son fáciles de captar para el público, en su verdadero interior sigue siendo un hombre curiosamente huidizo. No hay, sin embargo, ningún misterio en lo tocante a los dos principios que han regido su conducta profesional desde que está al servicio del señor Nixon. El primero es su firme convicción de que, dadas las exigencias de la era nuclear, la política exterior debe centralizarse en el Salón Oval de la Casa Blanca. El segundo principio es consecuencia del primero: no se ha de hacer nada que mine la fe pública en el Presidente o la autoridad presidencial. Kissinger se aplicó a sí mismo este código con el rigor más estricto. Pese a sus nexos con la prensa y las universidades, rara vez ha criticado a su jefe; ni siquiera en privado; ni siquiera en momentos de crisis.
Confiando en Kissinger como en muy pocas personas más, el presidente Nixon le ha conferido un grado de independencia que no se concede por costumbre a otros subordinados. Un resultado de ello es la expresividad nada común de las instrucciones del señor Kissinger, que están impregnadas de una especie de humorismo teutónico donde su autor aprovecha deliberadamente su fuerte acento germánico y su posición. Es el tipo de humorismo que se las ingenia para ser, a la vez, autocrítico y autoponderativo.
"No puede haber crisis la próxima semana", decía en una ocasión. "Ya tengo mi programa completo".
La decisión de Kissinger de secundar al Presidente —a la cual llegó después de una serie de reuniones celebradas en Nueva York en noviembre de 1968— sorprendió algo en aquella época. Kissinger era profesor de Harvard, y esta universidad, entonces como ahora, no se caracterizaba precisamente por la abundancia de nixonianos. Pero, considerándola retrospectivamente, resulta que la reunión Nixon-Kissinger tenía sentido. Uno de los puntos de partida inmediatos fue la común convicción de que era preciso reformar la maquinaria de la política exterior para coordinar el consejo de la burocracia y consolidar las decisiones políticas en la Casa Blanca. Durante su campaña, el señor Nixon había prometido resucitar el mecanismo del antiguo Consejo Nacional de Seguridad; en el ínterin Kissinger bosquejó la estructura que el primero quería.
Esa estructura sigue siendo imposible de definir con precisión, pero, sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que el señor Kissinger la maneja a la perfección. Una vez, cierto empeñoso funcionario sometió a revisión un capítulo que había escrito para uno de los mensajes en que el Presidente analiza anualmente la situación mundial. El señor Kissinger devolvió las cuartillas a su autor, con instrucciones de que las mejorara. El segundo borrador mereció igual comentario, lo mismo que el tercero. Y el ayudante presentó una cuarta versión.
—¿Es esto lo mejor que puede escribir? —preguntó el jefe.
—Sí —contestó el ayudante.
—Muy bien —asintió Kissinger con una sonrisa—: entonces leeré esta versión.
En cuanto a la política, tanto el Presidente como su consejero entraron en la Casa Blanca convencidos de que varios factores combinados —los costos cada vez mayores de la carrera de armamentos, el creciente descontento público con los compromisos norteamericanos en ultramar, la aparición de nuevos centros del poder en otras partes del mundo— habían hecho que la vieja rivalidad de los Estados Unidos con China y la Unión Soviética resultara a la vez progresivamente dañina y ligeramente anticuada.
Otro punto de acuerdo inicial era la creencia, común al Presidente y su consejero, de que, si se había de liquidar la guerra de Vietnam, sería en forma que favoreciera y no perjudicara las oportunidades de instituir un nuevo marco de paz, al alcance de la mano en el sentir de ambos. Las consideraciones de tipo interior impedían intensificar la guerra, y aun seguirla riñendo con la intensidad heredada. Pero, al mismo tiempo, una "retirada precipitada" de los Estados Unidos debilitaría —según Kissinger— el honor de este país y amenguaría su categoría en los tratos con sus propios aliados o —lo que es peor— con sus enemigos en la guerra fría.
"En gran medida, la paz y la estabilidad mundiales dependen de la confianza que otros pueblos tengan en la palabra y en los hechos norteamericanos", dijo a un grupo de editores en Chicago, en septiembre de 1970. "Si los Estados Unidos fallan en algo emprendido con tanto esfuerzo, necesariamente esa falla influirá en el juicio de otros países al determinar hasta dónde llega la importancia de los Estados Unidos para sus zonas respectivas".
Por fin, el Presidente y su consejero estaban convencidos de que no solo la fe de otras naciones en los Estados Unidos, sino también la estabilidad social norteamericana, dependían en escala no pequeña de la forma en que se pusiera fin a una guerra que requería una inversión cada vez más cuantiosa en hombres y en dinero. El señor Kissinger, tanto como el señor Nixon, buscaban una terminación aceptable por digna del sacrificio hecho.
"El gran intangible", manifestó en una declaración hecha en la Casa Blanca en diciembre de 1969, "no es solo si el público aceptará la guerra, sino también si aceptará la paz. Cualquiera puede terminar la guerra; nuestro problema es mantener unida a la sociedad".
¿Cuál ha sido la contribución especial de Kissinger a la política de Nixon? No es fácil decirlo. Con todo, resulta difícil creer que la política exterior de Nixon hubiera sido tan positiva hasta ahora sin un Kissinger para hacerla cristalizar en privado en convenios concretos y definir en público esa política.
Aparte de todo, el esfuerzo general de negociar la paz muy bien pudo haber fracasado de no haber sido por la paciencia y la fe de Kissinger en que, con el tiempo, la combinación de las presiones generaría —como él dijo— las "condiciones objetivas" que hicieran "atractiva" a los vietnamitas del norte la idea de dirimir pacíficamente la guerra. Esto no quiere decir que Nixon y Kissinger hayan generado por sí solos esas condiciones. No es nada seguro tampoco que resultaran decisivas las tremendas presiones generadas en Washington: la apertura de Moscú y de Pekín, el fortalecimiento de Saigón, los costosos bombardeos, la campaña de Camboya, la oportunidad de ventajas políticas ofrecida a Hanoi en el convenio mismo. Lo que se puede decir es que Kissinger perseveró en su esperanza de que la situación se arreglaría algún día.
Además, de una forma o de otra, y a pesar de desencantos y errores de cálculo, se logró sostener su concepción de los elementos últimos de un convenio. Aun antes de que se hubiera unido al señor Nixon, describió en la revista Foreign Aflairs la posibilidad de formar una comisión mixta, compuesta de elementos antagónicos, que pudiera presidir un último arreglo político. En una declaración emitida en San Clemente durante el verano de 1969, poco después de que Nixon había anunciado la primera retirada de tropas, el consejero Kissinger bosquejó una solución en la cual los contendientes recibirían el control político de las zonas donde ejercieran ya autoridad militar. Y en abril de 1970 volvió a hablar en San Clemente de tal convenio.
"Cualquier persona con sentido de la realidad debe reconocer", manifestó entonces, "que ninguno de los bandos cederá gustoso en la mesa de conferencias lo que no está dispuesto a ceder en el campo de batalla. Los mejores arreglos son aquellos en que ambas partes tienen oportunidad de conservar sus posiciones. Por tanto, nadie va a pedir al otro bando que firme un acuerdo político en virtud del cual suscriba su destrucción completa".
¿Cuál es el futuro del señor Kissinger? En opinión suya, se le presentan por lo menos tres grandes tareas, si se queda durante el segundo período presidencial, o se presentarán a sus sucesores si, como es opinión de muchos, decide retirarse.
La primera tarea sería lograr relaciones mejores todavía con los rusos y con los chinos; pasar más allá de los triunfos ceremoniales de la diplomacia "en la cumbre", para concertar acuerdos concretos. Como ha dicho, "tenemos que echar algunos cimientos para edificar sobre ellos. Pero la labor no será fácil".
La segunda gran tarea consistirá en modificar las relaciones con los amigos y los competidores económicos de los Estados Unidos, sobre todo en Europa y en Japón. "Lo que queda por delante será, en muchos aspectos, más difícil que abrirse camino con los soviéticos y con los chinos comunistas", declara el señor Kissinger. "Los peligros de la competencia son pequeños; las satisfacciones de la intransigencia nacionalista, muy grandes. Es preciso construir con los aliados una estructura política en la cual las relaciones económicas no produzcan ya las tensiones que suscitaron hasta ahora".
La tercera tarea es buscar la sucesión del mismo señor Kissinger. Como otros han observado, su "gran intervención de solista" en la ópera diplomática ha traído el grave peligro de quitar su estímulo a los nuevos talentos.
El señor Kissinger parece advertir ese peligro. Le preguntaron una vez por una sola razón convincente para continuar en su actual puesto después de haber logrado un convenio en Vietnam. Kissinger no contestó; fue a buscar un libro y entregó al visitante la monografía que había escrito sobre Bismarck. En uno de los párrafos decía así:
"Un sistema que requiere un gran hombre en cada generación, estará en dificultades casi insuperables, aunque sólo sea porque el gran hombre tiende a impedir la aparición de personalidades fuertes. Cuando las tácticas de Bismarck ya no eran nuevas y cuando la originalidad de su concepción pasó a tenerse por axiomática, vinieron otros hombres de menor talla que trataron de emplear su sistema, pero les faltaba el toque seguro y la sensibilidad casi artística del canciller".
Condensado del "Times" de Nueva York (24-1-1973), © 1973 por The New York Times Co., 229 W. 43 St., Nueva York, N.Y. 10036