Publicado en
mayo 23, 2022
"Tenía yo el convencimiento de que debía estar atenta, palpar y escuchar, y dejarme invadir por el sentimiento materno".
Por Judith Geissler.
"Desde antes de vivir la realidad de la sala de partos, tuve la certeza de que, participando en la busca que emprendería mi hijo para determinar su propia identidad, hallaría la culminación de mi carrera de maestra. Sentía que aquella experiencia habría de revelarme el significado de mi propia vida. Llegué a la maternidad para alcanzar la nueva dimensión que consumaría mi capacidad de mujer. He aquí, pues, mis pensamientos y sentimientos, registrados en mi diario durante los primeros seis meses de mi nueva existencia".
EN UN momento de liberación física, sin que estuviera yo bajo el efecto de droga alguna, viene al mundo nuestro hijo, lo que nos une, a mi esposo y a mí, en la comunión del parto. Nos tomamos de la mano mientras contemplamos aquel diminuto rostro, crispado en expresión de protesta. En una renovada oleada de emoción pura, siento un gran alivio en todo el cuerpo, que hasta hace unos instantes debió recurrir a secretas reservas de energía. Como incontables mujeres, a través de los siglos, ya experimento el gozo de haber dado un hijo a mi marido.
Me ponen entre los brazos al nene, una criatura de apariencia pasmosamente frágil, y lo pasan luego a su padre. Yo me niego a reconocer mi propia torpeza. ¿No estoy dotada de la sabiduría acumulada por todas las madres que lo han sido antes que yo?
Me sacan en camilla de la sala de partos y me permiten asistir al primer baño de mi hijo. Completamente satisfecha con que las enfermeras se encarguen de él, desecho como fantasía la idea de que el fenómeno natural de dar a luz transforme místicamente a la mujer en madre. Más tarde, en la habitación del hospital, me complazco en el reposo y en la agradable sensación, que aún persiste, de haberme realizado. Sólo unas horas después siento el deseo instintivo de estrechar a mi hijo contra el pecho y de alimentarlo.
La enfermera me ayuda a prepararme para esta primera vez en que daré de comer al niño. En seguida me entrega una especie de nido de suaves mantas que cobija a un rostro minúsculo y encarnado en que se abre una boca ávida. La criatura echa instintivamente la cabeza hacia atrás, estremeciéndose, buscando el tibio pezón. ¡Qué confiado se muestra! Y yo, ¡qué torpe soy! Ya el chiquitín se ha quedado dormido, con la boquita abierta sobre mi seno. Para entonces la maternidad invade mi ser anterior, como un futuro largamente anhelado que al fin es presente. He evocado esta impresión una y otra vez, pero sin poder reproducir la exaltación de la vivencia directa.
Aunque el niño duerma, sus labios están recordando la leche. La barbilla le tiembla inopinadamente; no despierta, pero el cuerpo se le estremece; sus músculos parecen responder a urgencias inconscientes. Por mi parte, podría pasar la mitad del día sin más ocupación que contemplarlo.
AL TERCER día de vida, mi hijo ya parece reconocer el timbre de mi voz. La leche vuelve a sumirlo dulcemente en un sueño del que no despierta del todo. Tal placer, recién descubierto, lo impulsa a clamar con impaciencia. A mis oídos, su vigoroso grito es una delicia.
Parece muy sencillo el acto de reclinar al niño sobre nuestro hombro y esperar a que eructe, pero; habituado a mantener las rodillitas recogidas hasta la barbilla, se transforma en una pelota que rueda tiernamente hasta nuestro regazo.
Al guardar cuidadosamente en mi maletín de viaje las ropas infantiles más apropiadas para la estación, me percato de que mi marido y yo nos estamos conduciendo como dos recién casados. Nuestras miradas denuncian un orgullo tímido y procedemos con el desmañado escrúpulo propio de los papeles que acabamos de asumir. La enfermera quita a nuestro hijo la ropa que ha llevado en el hospital y envuelve el cuerpecito, extrañamente largo y desgarbado, en las prendas, excesivamente grandes, con que lo llevaríamos a casa y que antes nos habían parecido increíblemente pequeñas. Las indulgentes enfermeras se despiden y el ascensor nos lleva, a los que ya formamos una familia, al piso bajo.
En el patio de estacionamiento mi esposo corre de un lado a otro bato la llovizna otoñal, abriendo con solicitud las portezuelas del coche, sin duda tratando de mantenerse en movimiento para que a la enfermera no se le ocurra entregarle el nene. El tomar en brazos a la indefensa criaturita y ponerme en marcha con ella resulta un poco aterrador. ¿Y si le diera por echarse a llorar y yo no supiera cómo apaciguarlo? No sería capaz de explicarle las cosas al niño y decirle que cuente conmigo para alimentarlo, para cambiarlo, ayudarlo a arrojar el aire, o, sencillamente, para tenerlo en brazos. ¡Y vaya que chillan fuerte los nenes! El mío no quiere entender que no necesita pregonar su descontento, pues basta que me entere yo.
NUESTRO hijo tiene ya ocho días de nacido. Allí está, rojo de tanto gritar, con sus zambas piernas unidas al abdomen en el punto donde tendrá luego las caderas, y con unos bracitos, suaves y regordetes, que parecen salirle de debajo de las orejas, del lugar donde se le formarán los hombros.
El pequeño domina mi existencia, convertida en un tráfago diario de cambios de pañales y gritos de falsa alarma que acallo con el chupete. Mis noches transcurren entre gemidos que oigo a medias, y a los que reacciono dándole el pecho casi inconscientemente y haciendo una visita nocturna al cubo de los pañales. Mis hábitos anteriores han dejado de serme útiles. Debo concentrar la atención en todo instante, en todo movimiento, hasta que la mecánica de mi existir actual llegue a formar parte de mi ser y la maternidad me permita reanudar mis funciones de esposa para compartir con mi marido el prodigio de ser padres.
Mi esposo y yo meditamos en nuestro nuevo estado y llegamos a la conclusión de que nada tiene de extraño que un hombre convertido en padre de familia se sienta formidablemente masculino, así como terriblemente ajeno al complicado circo en que se ha convertido su casa.
NUESTRO hijo, con su ropón y su pulido cráneo, parece una reliquia salida de un monasterio en miniatura. Cumple a la perfección su papel de minúsculo y viejo asceta, sabio y desdentado. Los únicos atisbos del mundo que logran penetrar en su vaga conciencia son los repentinos destellos de luz que captan sus ojos de cuando en cuando. A veces todo su ser parece concentrarse sin parpadear en un rayo luminoso. Quizá esté forcejeando entonces con alguna idea demasiado compleja para comprenderla.
El que mi hijo reciba su alimento de mi cuerpo, ver que entorna los ojos dulcemente, oír sus gorgoritos de satisfacción: todo ello me resulta dolorosamente exquisito. ¿Cuántas madres, durante toda la vida de sus hijos, tratan de satisfacer su propio anhelo de darse a sí mismas, de protegerlos y de serles indispensables? Es ahora cuando debo entregarme a estrechar al mío contra mí y a canturrearle, de manera que pueda soltar los lazos maternos sin pesar, a medida que vaya disminuyendo la necesidad que tiene de mí.
A LOS tres meses de edad de mi hijo, me veo de pronto ante una crisis. El niño tiene el chupete entre los labios y con los ansiosos dedos se lo saca de la boca. Por instinto, el pequeñuelo ocupa el hueco que tiene entre los labios con el chupete natural: se introduce en la boquita uno de los pulgares. Lo observo con inquietud, como el padre o la madre que ve a su hijo probar su primer cigarrillo, y, aunque ya lo imagina atrapado en el vicio, teme entremeterse. Resistiendo a las advertencias que los sicólogos dejaron en mi memoria, acabo obligándome a mí misma a seguir mis reacciones naturales.
Mis nuevas responsabilidades me parecen terribles. Mi voz, mi vista y mi tacto poseen la virtud de suscitar en el niño sonrisas de recompensa: tenues ruidos gozosos y un voraz apetito; o bien dan origen al llanto, al comer con remilgos y al recurso, si se siente frustrado, de valerse del pulgar como chupete. Veo que la maternidad se extiende ante mí como un sendero cubierto de maleza que se pierde en un oscuro bosque. Por una parte, me asalta el temor de imponer al niño un molde que no sea el suyo propio; por la otra, existe el peligro de que lo moldee la indiferencia. ¿Quién soy yo para decidir cuál será la conducta que le valga recompensas y cuál la que le acarree censuras?
Yo solo soy su madre...
NUESTRO hijo ya tiene cuatro meses de vida. El centro de su universo, la fuente de todo placer y todo desconsuelo radica para él en las sensaciones bucales. Si pudiera acomodar el mundo entero dentro de su boca, el chiquitín comprendería cuánto hay que saber. Se esfuerza desesperadamente en estirar los labios a fin de dar entrada en el íntimo recinto a sus dos puños a la vez, y así comprender mejor el objeto que exploran. Los embutidos de sus pies se agitan ante sus ojos, al alcance de sus manos, pero inaccesibles a su codiciosa boca.
Y cuando por fin logra, estando de espaldas, volverse boca abajo, mi marido y yo nos percatamos de que nuestros propios músculos se hallan en tensión, como animando al niño en su propósito.
Al sentirse seguro, envuelto en el aura brumosa del amor materno, el pequeñuelo alarga la mano, tratando de tocar a su padre. Los ojos infantiles revelan el momento mismo en que la indiferencia que sentía hacia esa otra forma familiar se convierte en conciencia de la identidad del padre.
EL NENE estudia con viva atención los movimientos que mi esposo y yo hacemos al comer. Imita hasta nuestros menores gestos, pero practica en la mesa su propio estilo: vuelca en mi regazo, con entusiasmo, sus melocotones cubiertos de almíbar, sobre el contenido de su taza antes de arrojarla al suelo, unta un puñado de remolachas en la bandeja de su silla de largas patas, o con un estornudo me salpica de avena la cara, lo cual le provoca una alegre risa.
EL NIÑO tendrá pronto seis meses de edad y para él ha desaparecido la novedad de haber hallado en mi pecho una máquina productora de leche. Fascinado por el descubrimiento de un botón o por la suavidad de mi suéter, deja escapar el pezón que asía entre los labios. Me dispongo a cortarle el abastecimiento de la hasta entonces vital leche materna, pues sé que las necesidades del niño y las mías han de armonizar.
Observo cómo mi hijo desempeña gran variedad de papeles satisfactorios para él, indiferente al aplauso del público. Ora es una tortuga varada sobre una piedra, alzando al aire con frenesí la cabeza y las patas, pero imposibilitada de moverse de su sitio; ora un púgil victorioso que levanta en alto las manos enlazadas, en actitud de triunfo; o bien el Pensador, rascándose detrás de la oreja con aire reflexivo, o un superhombre liliputiense, con el babero echado sobre los hombros.
Lo amamanto por última vez, disfrutando de este rito que no tardará en ser apenas un recuerdo. Evoco mentalmente el momento en que mi hijo salió de mis entrañas al mundo, sin otra ropa que su inocencia, sólo capaz de palpar. Dentro de poco descifrará los misterios de la locomoción autónoma. No me atrevo a pensar en el terrible vacío que dejará en mí la ausencia de este ser minúsculo, increíblemente adorable.
Pero los cuidados maternos no dan cabida a la idea de la mutabilidad del cuerpo humano; la madre está entregada a su exultante alegría, llena de amor y de ilusiones, y al tolerable dolor de romper el dulce lazo poco a poco, día tras día. A medida que mi hijo se esfuerza en incorporarse, en aprehender los sonidos y la forma del mundo, tengo la sensación de que mi papel durante estos seis meses ha sido el de brindarle apoyo desde abajo. De aquí en adelante mi papel consistirá en ayudarlo, desde arriba, a erguirse.
Y con estas reflexiones me siento satisfecha en mi calidad de madre.
Condensado de "Redbook" (Septiembre de 1972), © por The McCall Publishing Co., 23o Park Ave., Nueva York, N.Y. I000I7