CÓMO SER MUJER Y LLEGAR A VIEJA
Publicado en
abril 07, 2022
Según mi abuela, las mujeres sobrevivíamos por el susto. "El miedo es como el vinagre... Nos conserva como encurtidos".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Siempre las estadísticas dicen lo mismo: las mujeres vivimos más que los hombres. Personalmente, creo que si eso es cierto, sólo puede obedecer a un milagro. Porque la verdad de las verdades es que si nosotras seguimos vivas a los setenta, se debe nada más que a la mano de algún santo feminista, o a la misma mano de Dios. ¡Vaya una a saber! Pero lo cierto es que las mujeres deberíamos estar muertas por allá por los cuarenta. Muertas de cansancio.
Mi abuela decía que las mujeres latinoamericanas sobrevivíamos del puro susto que teníamos. "El miedo es como el vinagre", solía afirmar con frecuencia. "Conserva a la gente, como encurtidos". Y claro, ¿cómo no vamos a andar asustadas? Si lo que nos pasa desde que llegamos a este mundo es como para aterrorizar a cualquiera.
Si usted es latinoamericana y le tocó nacer mujer en vez de hombre, mire lo que le sucede desde que nace hasta que cumple los veintiún años... e incluso, mucho después.
Lo primero es que como nació mujer, y como su abuelo y su papá dijeron que con las mujeres no hay que esmerarse demasiado, porque de puro intrusas que son terminan aprendiendo de todas maneras, nadie la incentiva, nadie la enseña a jugar con el cascabel de colores y nadie la alienta para que aprenda a caminar. La dejan en la cuna, con una botella de agua con azúcar y una muñeca de trapo. Y ahí tiene que quedarse, sin chistar. Y no se le ocurra mojar los pañales, porque nadie va a mudarla.
Muy distinta es la historia de su hermano mayor, por quien el papá y la mamá se desviven. El papá llega más temprano de la oficina, para enseñar a caminar al niño o para enseñarle a jugar a la pelota, "porque cuando el niño sea grande vamos a ir juntos al estadio". Y mientras la mamá llama a las amigas para contarles que Juanito ya aprendió a decir Coca-Cola en inglés, el papá le enseña a sumar, "porque cuando el niño sea grande va a ser ingeniero, como yo".
Al poco rato de llegar a esa casa verá como pasan y pasan semanas, y a usted no sólo no la toman en cuenta sino que hasta han olvidado bautizarla. "Esta niñita puede esperar", advierte el papá. Y el abuelo dice que no importa nada no bautizar a las mujeres, "porque como ellas no le dan el nombre a nadie, para qué lo quieren".
A los catorce años no le han enseñado nada de la vida, pero ya sabe hacerle la cama a su hermano, plancharle la camisa al papá y prepararle la sopa al abuelo. A los quince años tiene que bailar con el mejor amigo de su hermano, porque lo ordena el hermano, no porque le guste a usted. Si no le hace caso, él no la lleva a los bailes, y si él no la lleva a los bailes, a usted no la dejan ir, "porque si no va con su hermano, no va... ¡y se acabó!". A los diecisiete se enamora del chiquillo de la esquina, pero su hermano ya le ha dicho al papá que el chiquillo es medio hippie y su papá, entonces, amenaza con enviarla a un internado. A los dieciocho decide meterse a monja. Su papá la trata de "loca", "fanática" y hasta la acusa de ser "la decepción de la familia", y su hermano empieza a llamarla "Santa María Goretti" y a reírse a gritos de usted. A los veinte cae rendida de amor por Juan de Dios Almarza, y si no fuera porque Juan de Dios es hijo del socio de su papá jamás se habría podido casar con él. A los veintiuno entra a la iglesia del brazo de su padre, con el corazón suspendido, mirando a Juan de Dios de reojo, dando gracias al cielo por estarla librando del hermano y del papá.
Pero, claro, en ese momento usted no podía saber que la cosa estaba recién comenzando. Usted no podía suponer que la dulzura, buen carácter y olor a colonia de limón de Juan de Dios iban a durarle tan poco tiempo. Pero lo cierto es que a medida que fueron naciendo los chiquillos, el famoso Juan de Dios, como, casi todos los maridos latinos, se fue convirtiendo en otro, en un gordo con olor a vino, quien a vista y paciencia suya fue enojándose con la vida y, por supuesto, con usted.
Al segundo hijo, Juan de Dios empezó a decir que se sentía ahogado. Cuando nació el tercero, le bajó una depresión de un año, porque se le estaba cayendo el pelo. Cuando el cuarto hijo llegó al mundo, empezó a lanzarle zapatos a los otros tres, porque no lo dejaban dormir la siesta. Al quinto se enamoró de la crespa de la oficina. Y ahí andaba usted, arrastrando las pantuflas y la angustia, con un crío en una cadera y otro en la otra, pidiéndole a Juan de Dios que se dejara de andar con esa cara. "Mira, Juan de Dios, a mí no me importa que te enamores de la crespa de la oficina; lo que no quiero es que andes con esa cara de mártir, como si la culpa fuera mía y como si a la crespa la hubiera inventado yo".
A los cincuenta años, cuando a Juan de Dios se le pasó el amor por la crespa de la oficina y llegó de vuelta de su escapada con la flaca de la farmacia, y le dijo que usted era la mujer de su vida, que se irían de segunda luna de miel, y que ahora sí que cambiarían todas las cosas... Cuando a Juan de Dios le estaba llegando la madurez, los niños ya se habían ido de la casa y la situación económica era sólida y segura... Justo cuando usted empezaba a creer que era cierto, que había llegado su hora de ser feliz, a Juan de Dios le empezaron los dolores en las vergüenzas, las vergüenzas se le hincharon y el doctor dijo que había que operarlo de la próstata.
Para qué le cuento lo que empezó a pasarle cuando Juan de Dios volvió a la casa sin próstata. Fue lo peor de todo. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en una pieza oscura diciendo que se quería matar, que ya no servía para nada, que la vida se le había escapado por entre los dedos, y que más le habría valido quedarse en Rio de Janeiro con la flaca de la farmacia. Pero más grave aún fue lo que sucedió después, un año más tarde, cuando se mejoró de las vergüenzas, pero quedó enfermo de la cabeza.
A esas alturas, y poco antes de cumplir los sesenta, dos de sus hijos regresan a la casa porque se divorciaron, a la hija se le fue la empleada así que usted se convierte en niñera de la nieta y como la empleada suya se arrancó con el portero del edificio de enfrente, usted tiene que cocinar para todo ese batallón doliente, lavarles las camisas, plancharles los pantalones y hacerles la cama.
El día que usted cumple sesenta años, a Juan de Dios le da un infarto que lo deja, de un plumazo, en el otro mundo. Pero usted ya está tan agotada que sólo atina a decir: "Entiérrenlo donde quieran, cuando quieran y como quieran... y si no quieren, no lo entierren. Ya me da lo mismo".
Está bien, yo la felicito. ¡Eso es lo que hay que hacer para ser mujer y llegar a vieja! Mandarlos al diablo. Que se las arreglen como puedan... Sólo que hay que hacerlo al principio, a los quince años, y ahorrarse así toda una vida de molestias.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 23 DE 1993