CUANDO EL AMOR HACE BRILLAR LOS OJOS
Publicado en
marzo 07, 2022
Cuando mi tía Eulogia se enamoró de Roberto, pasaba horas frente al espejo y se pintaba la boca a lo Marilyn... Quería verse linda para su "querubín de colección".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mientras mi tía Eulogia estuvo enamorada de Roberto y Roberto le decía que él también lo estaba de ella, pasaba horas frente al espejo poniéndose linda para su "querubín de colección", como lo llamaba en esos arrebatos de amor que le bajaban cada vez que se refería a él. (Debo advertir que mi tía era muy inteligente, pero cuando se enamoraba se ponía completamente idiota).
Todas las mañanas se instalaba frente al espejo, estudiaba su rostro un rato, luego abría el estuchito del lápiz labial, daba vuelta a la parte inferior y se aplicaba el lápiz cremoso en los labios. Se los abultaba un poquito por aquí, otro poquito por acá, hasta que quedaba con la boca carnosa, brillante y sensual de Marilyn Monroe. Después se encrespaba las pestañas, se empolvaba la cara, se echaba sombra verde en los párpados y con una VANIDADES en las manos copiaba la forma como Carolina de Mónaco se maquillaba los pómulos. Luego salía a la calle, alzaba la cabeza, balanceaba sus caderas y se echaba a andar como una reina que ha comprado la vereda.
Si se encontraba con una amiga en la calle y la amiga le preguntaba ¿cómo estás?, ella respondía "enamorada hasta las patas". Si alguien le preguntaba cómo está Roberto, siempre respondía "más lindo que nunca".
Al comienzo de este amor azucarado, que por lo mismo estaba condenado a durar poco, Roberto la miraba con cara de cordero degollado, y cada vez que mi tía se vestía de negro le lanzaba un piropo andaluz: "¡Qué santo ha muerto en el cielo que la Virgen va de luto!", y ella se le tiraba encima y rodaban por el pasto, y hacían el amor ahí mismo y eran la envidia de todas las hermanas de mi tía, que pasaban quejándose, porque los maridos duraban apasionados hasta el segundo día de la luna de miel y después echaban panza.
Pero un buen día apareció la primera flaca de la esquina y la pasión de Roberto (que no era ningún "querubín de colección") disminuyó a la mitad y mi tía cayó de bruces a la camilla de un siquiatra, que hizo unos esfuerzos enormes por convencerla de que no valía la pena sucicidarse por semejante adefesio.
A la cuarta flaca, una de esas mujeres despampanantes que dan ganas de ahorcar y luego lanzar al río con un peso en el cuello, mi tía se dio cuenta de que ni el siquiatra, ni el lápiz labial, ni maquillarse como Carolina de Mónaco, ni nada de cuanto hiciera para verse joven, dura y renacida, le estaba prestando el menor servicio. Por más que se dibujaba con esmero los labios, se encrespaba las pestañas, se maquillaba los ojos con cuidado y se preocupaba de bajar kilos para parecerse, aunque fuera en la flacura de las piernas, a la cuarta flaca, Roberto no la miraba.
Y cayó en la máxima desesperación. Se vio metida en un túnel. Por las noches lloraba encerrada en el baño. "Ya me arruiné", decía, "hasta aquí llegó mi vida, hasta aquí no más llegó mi posibilidad de ser feliz. Un paso más allá y viene la muerte, la nada, la vejez, la soledad".
Mi tía se restregaba las manos, sudaba, se miraba al espejo y veía a un fantasma que se parecía a ella... Usted sabe como es este asunto.
Cuando se hallaba a un paso de quedar para el resto de sus días convertida en un estropajo repudiado, decidió cambiar su ira, su rencor y su tristeza por una profesión y entró a la universidad. Se cortó el pelo, se plantó unos jeans, se puso gafas, no se maquilló ni un dedo, se limó las uñas, compró unos buenos cuadernos de tapas duras y una mochila, y partió a su primera clase de filosofía.
Luego de tres años estudiando la fascinante historia del pensamiento humano aprendió a pensar, y lo primero que pensó, claro, fue que Roberto, su antiguo "querubín de colección", no sólo no era coleccionable, sino que era un tipo desechable.
Un día se encontró con él en la calle.
—¿Qué te hiciste? —le preguntó Roberto mirándola entre divertido y admirado.
—¿Qué me hice dónde?
—En todas partes. Te ves 30 años más joven. Te invito a tomar un café.
—No, gracias. Tengo que estudiar para una prueba.
—¿Una prueba? ¿Volviste al colegio, acaso?
—Entré a la universidad —le dijo mi tía con orgullo.
—¿A la universidad? ¿Tú? ¿Y qué le están enseñando a una vieja en la universidad, si puede saberse? —le preguntó Roberto incrédulo.
—Algún día te voy a contar lo que estoy aprendiendo —le contestó mi tía y continuó su camino.
Unos meses más tarde volvieron a encontrarse. Esta vez mi tía andaba de la mano de Luciano, un compañero de curso, pelo amarrado en una cola de caballo, ojos entusiasmados, labios rellenos, piernas largas, ni una gota de barriga, cuello duro, torsomedio desnudo, muy parecido a Robert Redford hace 15 años. Venían saliendo de un hotelito parejero. Mi tía se veía joven, contenta, bella... parecía una planta recién regada con agua del paraíso.
Roberto la miró con la boca abierta, luego miró al Robert Redford, enseguida se fijó en el atado de cuadernos que ambos andaban trayendo bajo el brazo.
—¿Cómo estás? —le preguntó medio apocado y esbozando una sonrisa tímida.
—Estupendamente. Estoy aprendiendo —respondió mi tía y luego preguntó a su vez—: ¿Todavía quieres saber qué le enseñan a una vieja en la universidad?
Roberto no le dijo nada...
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 27 DE 1999