EL CERDO (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
enero 20, 2022
Cuento Danés seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez una mujer que tenía tres hijas. Un día, las hijas tuvieron que cardar lino y, mientras lo estaban haciendo, salió la madre a ver cómo iba el trabajo. Entretanto, un cerdo entró corriendo en el huerto y se comió las berzas. La madre envió a su hija mayor a espantar al cerdo, así que ésta echó a correr con el cardador de lino en la mano. Pero en cuanto llegó al lugar donde estaba el cerdo, éste gritó:
—¡Hazme cosquillas! ¡Hazme cosquillas!
—¡Sí! —dijo la muchacha—, ¡te voy a hacer cosquillas de tal forma que te vas a morir de miedo!
La muchacha echó a correr detrás del cerdo, pero éste se metió a toda prisa en el bosque. Una vez en el bosque, se levantó tal niebla que la muchacha se sintió totalmente perdida. El cerdo, sin embargo, se escondió detrás de un matorral, volvió a salir convertido en un ser humano y le dijo a la muchacha que se fuera con él y se quedara a vivir en su casa. Le aseguró que llevaría una buena vida y que lo único que tendría que hacer era la comida para ella y para él; por lo demás, podría hacer lo que quisiera. Como la muchacha no era capaz de encontrar el camino de regreso a su casa porque estaba completamente perdida, decidió marcharse con él.
Al día siguiente, la madre y las otras dos hijas estaban haciendo pan cuando volvieron a ver un cerdo en el jardín. La madre le dijo a la segunda hija que saliera rápidamente y lo espantara del huerto. Echó a correr tras él con el atizador en la mano pero, cuando estaba a punto de llegar adonde estaba el cerdo, éste le dijo igual que a la primera:
—¡Hazme cosquillas! ¡Hazme cosquillas!
—¡Espera y verás las cosquillas que te voy a hacer! —dijo ella intentando golpearle con el atizador.
El cerdo echó a correr y ella detrás de él, hasta que llegaron al bosque. Surgió de nuevo tal niebla que la muchacha se sintió totalmente perdida. Tampoco veía ya al cerdo pero, de repente, apareció un hombre que le dijo que se fuera con él a su casa, que no tendría que trabajar nada y que podría ver todo su oro y toda su plata. Lo único que no podría hacer sería entrar en una determinada habitación.
Al día siguiente, la madre y la hija menor estaban cardando lino cuando volvieron a ver un cerdo en el huerto. La hija quiso salir corriendo a por él, pero la madre no la dejó, pues tenía miedo de que la hija menor desapareciera exactamente igual que las dos anteriores.
—Bah —dijo la hija—, ya tendré cuidado. Y echó a correr detrás del cerdo.
—¡Hazme cosquillas! ¡Hazme cosquillas! —gritó el cerdo.
—Te vas a sorprender de las cosquillas que te voy a hacer —dijo intentando golpearle.
—Sí, puedes hacerme cosquillas —dijo el cerdo echando a correr hacia el bosque con la muchacha detrás.
Pero sobre ella cayó también la densa niebla, así que se perdió. Entonces el cerdo se transformó en un hombre que le pidió que se fuera con él y se convirtiera en su mujer. Le aseguró que sólo tendría que preparar la comida para ella y para él y que, por lo demás, había dos habitaciones en las que no podría entrar (se trataba de las habitaciones donde tenía encerradas a sus dos hermanas, pero eso ella no lo sabía). Como la muchacha no era capaz de encontrar el camino de regreso a su casa, se fue con él.
En su casa se estaba muy bien; había realmente tanta plata y tanto oro que hasta daba miedo. A pesar de ello, no se sentía feliz, pues sabía que su madre estaría asustada pensando en lo que le podía haber pasado. Sin embargo, no tenía ni la menor idea de cómo volver a casa.
El hombre se pasaba todo el día fuera, así que, mientras tanto, ella hacía lo que quería en la casa. Un día, se le ocurrió mirar por el ojo de la cerradura de las dos habitaciones en las que no le estaba permitido entrar, y descubrió que allí dentro estaban encerradas sus hermanas. Las llamó y comenzó a hablar con ellas a través del ojo de la cerradura. Empezaron a pensar en la manera de volver a estar juntas y encontrar el camino de regreso a su casa. Una de las hermanas sabía que la llave de las habitaciones estaba en una repisa que había en el hogar, así que no tardó mucho tiempo en hacerse con ella. Ahora podían entrar y salir cuando les parecía. La hermana menor estuvo pensando y pensando cómo podía engañar al hombre para que todas ellas pudieran regresar a casa de sus padres, que sin duda estaban muy preocupados por ellas y no sabían qué les había pasado.
Cuando el hombre volvió por la noche a casa, empezó a quejarse de que fuera hacía muchísimo frío.
—Ay, nosotros por lo menos nos las podemos apañar —dijo ella—, pero ¿cómo crees tú que les irá a mis pobres padres con este frío? No tienen más combustible que duro pedernal, y el pedernal no sirve de mucho ni el primer día ni el último, ni el último ni el primero.
Entonces él contestó que no tenía inconveniente en darles algo para que hicieran fuego. Dijo que iría esa misma noche; que echara carbón en un saco y lo atara, y él mismo se lo llevaría. Entonces ella le dio en—carecidamente las gracias y se puso muy contenta. Cogió un saco, metió en el fondo plata y oro, a continuación colocó a su hermana mayor y la tapó con carbón para que él no pudiera ver nada. Luego le dijo a su hermana:
—Cuando vaya contigo por el camino, querrá mirar dentro del saco, pero entonces le tienes que decir: «¡Que te estoy viendo! ¡Que te estoy viendo!». Entonces pensará que le estoy vigilando.
Cuando el hombre llegó y cogió el saco, la muchacha le dijo que no debía abrirlo, que ella estaría mirando y vigilando si se lo llevaba directamente a sus padres. Así pues, el hombre partió con el saco. Pero cuando había recorrido un pequeño trecho del camino, dijo:
La carga es pesada y el camino es largo. ¿Por qué será que el saco me pesa tanto?
Pero entonces, la hermana que estaba en el saco exclamó:
—¡Te estoy viendo! ¡Te estoy viendo!
El hombre se asustó muchísimo, pues creyó que su mujer aún le podía ver, y masculló:
Malditos sean tus ojos, que son capaces de ver a través de montañas y valles.
Luego se apresuró a llegar a la casa de los padres de ella, descargó el saco delante de su puerta, lo metió dentro y les dijo que allí tenían algo de combustible. Cuando los padres abrieron el saco, se alegraron mucho de haber recuperado a su hija mayor.
El hombre regresó a su casa, pero estaba tan cansado que no entró en las habitaciones, como solía hacer. Al día siguiente, la hermana menor volvió a decir que fuera hacía un frío terrible y que temía que sus padres hubieran gastado ya todo el carbón. Le preguntó si no les podría llevar por la noche otro saco.
—Está bien —contestó el hombre, y le mandó que lo preparara.
Ella volvió a meter plata y oro en el fondo, y encima, a la segunda hermana y algo de carbón, y le dijo lo mismo que la primera vez. El hombre se marchó cargado con el saco, pero, cuando ya había andado un buen trecho, dijo:
La carga es pesada y el camino es largo. ¿Por qué será que el saco me pesa tanto?
De nuevo, la hermana que estaba dentro del saco exclamó:
—¡Te estoy viendo! ¡Te estoy viendo!
El hombre volvió a creer que su mujer le estaba vigilando y masculló:
Malditos sean tus ojos, que son capaces de ver a través de montañas y valles.
Luego se apresuró hasta la casa de los padres de ella y les tiró el saco desde la puerta haciendo un ruido tremendo. Cuando regresó a su casa, quiso entrar a echar un vistazo a las habitaciones. La mujer le dijo entonces que lo dejara por aquella noche, que la cena ya estaba lista y que se sentara de una vez a la mesa. Y, así, aquella noche tampoco entró en las habitaciones.
Al día siguiente estuvo todo el tiempo fuera, no pudo entrar a mirar en sus habitaciones, y en cuanto regresó a casa, la mujer le volvió a decir que con aquel frío seguro que sus padres se estaban muriendo congelados. Le pidió si no les podría llevar otro saco de carbón.
—Sí, sí —dijo el hombre—, les daré otro más. Pero a la tercera va la vencida. Este saco es el último.
Ella dijo que estaba bien, que con que les diera sólo ése, ya no le pediría nada más.
—Pero hoy no me encuentro muy bien —dijo ella—. Si no hubiera atado bien el saco, es que me he ido ya a la cama. Si es así, sé bueno y átalo tú mismo.
El contestó que sí, que así lo haría.
En cuanto el hombre salió, ella cogió una gavilla de grano, le ató un gran paño por encima y la colocó en la cama. Luego metió plata y oro en un saco, se metió dentro y se tapó por encima con un poco de carbón. Cuando el hombre llegó a casa, vio que el saco no estaba bien atado. La pala con la que ella había echado el carbón estaba allí al lado, así que no le cupo duda alguna de que su mujer se había ido ya a la cama. Ató bien el saco y se marchó. Cuando había andado parte del camino, dijo:
La carga es pesada y el camino es largo. ¿Por qué será que el saco me pesa tanto?
Pero entonces, ella gritó desde dentro del saco:
—¡Te estoy viendo! ¡Te estoy viendo!
—¡Vaya! —dijo el hombre. Y a continuación masculló:
Malditos sean tus ojos, que son capaces de ver a través de montañas y valles.
Luego se apresuró hasta la casa de los padres de su mujer, les tiró el saco a la puerta y dijo:
—Aquí tenéis, pero éste es el último.
Ellos se lo agradecieron mucho y se sintieron totalmente felices, pues ahora ya habían recuperado a todas sus hijas. El se las había llevado y él las había vuelto a traer sin darse cuenta.
Cuando el hombre llegó a su casa, encontró por fin tiempo de echar un vistazo a las habitaciones. Pero allí no había nadie. Entonces se fue corriendo a la cama a ver a su mujer. La llamó y la sacudió, pero lo único que encontró entre sus manos fue una gavilla de grano. Entonces comprendió que le habían tomado el pelo y se puso tan furioso que estalló en un montón de pedernales como los que en la actualidad nos hacen rasguños en los pies.
Fin